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Agust Ames y

Su Pequeño Big Bañg


Camarillo, California

La tensión es insoportable, faltan minutos para que amanezca, y el coyote desesperado remite a
la estratosfera una queja de lo injusto del momento. Una ridícula banda de tres dispares perros lo
mantienen a raya con saliva que emerge de cada uno de sus afilados dientes, coreográficamente
se turnan en dar saltos hacia al frente, amagando siempre con ataques furiosos. En medio de ellos,
la manzana de la discordia, un apetitoso cuerpo oscilante que se entretiene como columpio en un
viejo sauce del extenso parque, toda la atmosfera corre a cargo de dos bien administrados haces
de luz y un incansable beat dance de los 80´s provenientes de un lustroso Maserati rojo.

Una pashima de marca francesa presiona ajustadamente las venas yugulares del cuello
elegantemente elongado de la bronceada chica. Su rostro se encuentra graciosamente inclinado, y
como en una de sus más populares selfies del 2017, muestra con desenfado su larga lengua. El
aire que baja de la montaña provoca un revoloteo incesante en una decena de mariposas posadas
vitaliciamente en el pie que le quedo descalzo. Hormigas, escarabajos y moscas, perdiendo la
timidez han terminado por rendir honores al descomunal y anaranjado cuerpo. El grito de una
pequeña anciana oriental de lentes grandes y audífonos retro, pero de minúsculas pesas en las
manos, no basta para vencer a los comprometidos escuadrones de la muerte, y tiene que ser una
insoportable sirena la que disemine a los nuevos groupies de la estrella.

Ames en realidad no murió en Camarillo, falleció en Guanajuato, Guanajuato.

Mercedes Grabowsky camina desnuda por un túnel solitario, estira una cinta purpura con su
mano en alto que funciona como un remolcador que arrastra a un formidable potro blanco. Un
obeso taxista estupefacto, único testigo de esta extraña incursión, tiene que virar violentamente
ante la visión, mientras a ritmo de una triste balada de “Calibre 50” los observa con impotencia
alejarse por las obscuras y retorcidas catacumbas. Mercedes, reconocida mundialmente como
Agust Ames, las mejores tetas de la industria pornográfica del 2017, interpreta a una extraña y
solitaria criatura.

Influida por uno de sus papeles más memorables, esa madrugada ha decidido transformarse en
una deidad extraterrestre: “Laishina”, líder insaciable de las furias femeninas (Justice League XXX).
Marcha cavilando sin descanso con sus pies adornados de lodo y mariposas, la acompaña, por
siempre, una sentencia en su pelvis que nos revela lo que un día creyó: Nació para ser salvaje.
Moza de establo en su adolescencia en un rancho en Colorado Springs, tira del rocín, como si éste
fuese un ligero juguete de madera ganado en una triste feria mexicana. Las interminables galerías
subterráneas son la escenografía perfecta para una comprometida artista como ella: Un sórdido
espacio vacío, observadores convulsivos y un silente, pero inquietante, soundtrack nocturno. Esto
es todo lo que necesita para realizar su penúltimo gran acto: El de la chica con el alma rebasada,
un envase que honra el arte del wabi-sabi, donde vísceras, huesos y sangre embonan perfectos,
pero en sus bellas resquebrajaduras se desbordan por caudales los efectos del insomnio y las
raras fuerzas de una genio de la melancolía.

Por un momento no sabe más en dónde se encuentra (“Una crucifixión no es nada comparado a la
calidad de vida con la que tiene que lidiar día a día un insomne”1). Tres noches sin dormir y su
mente sigue funcionando como un depósito de cuestiones incompatibles (El reality en el que
participo unos días atrás “The World's Biggest Gangbang” y un enlace fortuito en su twitter, “El
Big Bang en un pequeño cuarto” de la astrofísica Zeeya Merali). Perdida en el laberinto
subterráneo logra desprenderse de sí misma y observar lo absurdo de su vida: Lo ha sido todo, la
ha habitado todo, para su desfortuna hoy sabe demasiado. Busca la serenidad al volver a su mente
la idea que la condujo a la locura: “Sólo somos un gran accidente por qué tomarnos tan en serio”,
asegura, mientras va tornándose paulatinamente en su más implacable asesina.

¿Agust Ames que hace desde la mañana hasta la noche? Tratar de soportarse a sí misma.

The World's Biggest Gangbang y The Big Bang in a Little Room

Tres ardientes montículos humanos parecen jugar una complicada partida de twister en un tapete
invisible, los histriones lubricados y flexibles han conseguido torcerse de tal manera que
consiguen dar el aspecto al monitor de una vitrina de pretzels en la barra de algún seven eleven.
The World's Biggest Gangbang, el reality más importante del porno mundial tiene su sede este año
en una finca de la sierra guanajuatense. Agust emula a Marsellus Wallace en Pulp fiction, sometida
por Eva Lovia y Abigail Mac se enfrenta a dos motosierras que se cruzan dibujadas en la barriga de
un violento enemigo. Todo a su alrededor es caos o contradicción, herejías versus crema batida,
dragones y pulpos versus flores y mariposas, celulitis y sudor contra aceites y silicón, todo esto
salpicado por virutas de Nutella y rastros de cocaína. Agust observa atenta los gestos de delirio de
aquellas que sostienen su brazos y sus piernas, se concentra en los suyos para no parecer una
impostora, irruptivamente aparece un reemplazo del frenético Leatherface: una bizarra chica
dorada que es acompañada de dos metálicos escorpiones que se aferran a sus dedos y que con
mistico cuidado conecta al cuerpo de Ames un vibrante dispositivo luminoso. Una idea la asalta al
ser penetrada, la de ser dueña de la eléctrica chispa que la convierte “forever” en la bujía de
Picabia, entiende lo que sigue: Hacerlo explotar todo.

Agust se encuentra con el monitor y no se descubre más en él. Se ha trasdoblado y observa su


interior como un gran fragmento espacial. Violentamente implosiona comprimiéndose
gradualmente al punto original, en su trayecto inverso es testigo en milésimas de segundo de toda
la historia del universo, atraviesa galaxias y observa detonaciones supernova, es estirada de los
pies por un abismo negro convirtiéndose por instantes en un muy largo, delgado y cabezón fideo
para terminar fusionada en polvo aglutinante de una inimaginable pequeña burbuja rellena de
latte cósmico.

1
Emil Cioran
Agust ya es la esfera, observa a un científico mitad gallo mitad hombre, trabajando en una fábrica
de burbujas cosmogónicas. ¿Dios es un gallo? Uno sin cresta, de ojos rojos penetrantes, dueño de
un crispado gazne dorado, enfundado en un traje de plumas verdes, negras y pardas. Cacaraquea
preocupado mientras manipula helio e hidrogeno, los duros materiales creativos.

Agust no percibe más el tiempo, no sabe si estuvo siglos o segundos en ese laboratorio, hasta la
gran explosión, una ola gigante en un mar caliente y radioactivo donde montada en un fliteboard
luminoso surfea las primeras galaxias, dejando atrás la gran obscuridad. Concentra su atención en
sus rodillas, en la posición de sus hombros y de sus brazos, cuidadosa de no caer, acaricia
suavemente con su mano a la galaxia M87, mientras con la otra sostiene la tabla, y sonríe ante la
vastedad de cientos de miles de millones de estrellas que registra con su mano. Siente en su rostro
toda la brisa de las fuerzas atómica, hasta que torpemente se tropieza con la tierra. Le hace un
guiño a un tierno microbio que lucha por transformarse en un lóbrego pez para terminar como un
indignado tiranosaurio inconforme de sus cortos brazos. Observa al chimpancé áfricano que un día
se levanta convertido en un indio americano. Agricultura, peste negra, pirámides, peste negra,
mongoles, peste negra, una revolución industrial, grandes guerras, un perro viajando a la luna,
otra guerra esta vez fría, su nacimiento, twitter, una pelea de gallos, una Big Mac, una ridícula
orgia.

La leyenda viviente Ron Jeremy está detrás de Agust y ella no gime más, esta aburrida, volvió
sabiéndolo todo.

Antigonish, Nueva Escocia

Mercedes con sus calcetas bajas y una vieja patineta, vuelve sola a casa después de acompañar a
su madre a su trabajo de camarera en la cafetería del pequeño pueblo. Al llegar saluda a un
entusiasta y sucio caniche llamado “Burbuja” y a “Sustos” su indiferente gato rechazador de
abrazos. Merienda pequeños panqueques que descongela en un destartalado microondas y los
acompaña de abundante mantequilla y miel de maple.

Sube corriendo a su cuarto tapizado de posters de Leo y de Johnny, escala por su ventana con una
inmensa grabadora conectada a una interminable extensión naranja y se sitúa en la cornisa del
descuidado techo a esperar la noche junto a su gallo Rosco, lista y atenta para implorar a unas
despistadas estrellas fugaces, que transitan todas las noches por ese cóncavo pizarrón obscuro,
que pronto se le permita salir de ese miserable pueblo canadiense.

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