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8.1.

TESIS FUNDAMENTALES DE CASSIRER SOBRE LA CAPACIDAD SIMBÓLICA HUMANA

Cada organismo vivo recibe estímulos de su ambiente y responde a ellos de manera inmediata. Pero, en el
hombre, la inmediatez de sus reacciones ante los estímulos del medio ha sido sustituida por la intervención de lo
que Cassirer llama formas simbólicas, de modo que no puede ver o conocer sino a través de la interposición de
este medio artificial. Ya no vive el ser humano solamente en un puro universo físico, sino en un universo
simbólico. El lenguaje, el mito, el arte, la religión constituyen partes de este universo, forman los diversos hilos
que tejen la red simbólica que distingue al hombre del resto de los demás seres vivos.

A la hora de estudiar el arte como símbolo, Cassirer apela a la categoría de imitación, que el arte comparte
con el lenguaje. A semejanza del lenguaje, que se origina en una imitación de sonidos, el arte lo hará en una
imitación de cosas exteriores. No hay que temer, sin embargo, que se desvanezca el símbolo en la medida en que
las artes menos figurativas se alejen de la mimesis. La obra de arte es símbolo por su naturaleza auto-referente: no
tiene que remitir a nada ajeno a sí misma, sin importar si su lenguaje involucra una interpretación cercana o lejana
a la realidad. El símbolo es una formación mediante la cual “un determinado contenido sensible aislado puede
hacerse portador de una significación espiritual universal”, de modo que, en un encuentro con el arte, no es lo
particular sensible lo único que se experimenta, sino la totalidad de un mundo expresada desde esa óptica sensible.
En el símbolo, en efecto, el elemento sensible está impregnado –preñado– de sentido, de logos. Esto es lo que
Cassirer llama “pregnancia simbólica”. Este es verdaderamente el ‘hecho simbólico’: la unión entre un elemento
sensible concreto y un contenido lógico universal, entre mundo y espíritu, y esa es la raíz común de todas las
formas simbólicas. La paloma, p. e., no solo es un animal, no solo es zoológicamente un ave. La paloma es
también un símbolo cultural de primer orden y, como tal, sirve para representar la fe cristiana del Espíritu Santo y
simbolizar el amor fraterno y, por extensión, la idea de la conciliación y la paz.

Por lo que venimos diciendo, el arte, en cuanto es una forma simbólica, no se limita a ser pura copia de la
realidad, la simple reproducción de una realidad acabada. No se trata de una mera imitación, sino de un
descubrimiento de la realidad, un nuevo modo de abrirle lo real a la conciencia. Como peculiar síntesis entre un
elemento sensible y un significado (que no existe al margen de la forma simbólica, sino que es en ella misma), la
obra provoca constantemente el pensamiento. Las formas simbólicas son formas del pensamiento metafórico, y el
arte, como modelo perfecto de esa síntesis, es también modelo de pensamiento metafórico, de ahí que la obra de
arte no pueda ser sustituida por filosofía. Por eso también, cuando estamos absortos en la contemplación de una
gran obra de arte no vivimos en la realidad plena y habitual de las cosas físicas ni tampoco vivimos, por completo,
en una esfera individual privada. Más allá de estas dos esferas detectamos un nuevo reino de formas plásticas,
musicales o poéticas que poseen una verdadera universalidad.
Eso significa que, incluso cuando remite a la realidad más cotidiana, el arte revela a nuestros sentidos
cualidades de lo diario que solemos dejar pasar desapercibidas. La plenitud de vida con que un poema nos
envuelve en la simple constatación de los habituales objetos de una habitación, despierta en nosotros sonoridades
nuevas que tal vez hayamos dado por supuestas sin mayor atención:

El balcón, los cristales, Tristes, siempre invisibles. Sin escándalo dentro


Unos libros, la mesa. Y por un filo escueto, De lo tan real, hoy lunes.
¿Nada más esto? Sí, O al amor de una curva
Y ágil, humildemente,
Maravillas concretas. De asa, la energía
La materia apercibe
De plenitud actúa.
Material jubiloso Gracia de Aparición:
Convierte en superficie ¡Energía o su gloria! Esto es cal, esto es mimbre.
Manifiesta a sus átomos En mi dominio luce
(J. Guillén, Cántico, “Más allá”)

Cassirer describe así este fenómeno de “descubrimiento de lo de siempre” operado por la mirada estética:
Hemos podido tropezar con un objeto de nuestra experiencia sensible ordinaria miles de veces sin
haber visto jamás su forma. Estamos bastante perdidos si se nos pide que describamos, no cualidades de
los objetos físicos, sino su pura forma y estructura visuales. El arte llena este vacío. En él vivimos en el
reino de las formas puras y no en el del análisis y escrutinio de los objetos sensibles o del estudio de sus
efectos1.

1
CASSIRER, Ernst: Antropología filosófica. Introducción a una filosofía de la cultura, F. C. E., Méjico, 1967, p. 131.

1
11.2. – 11.3. VISIÓN FILOSÓFICA DE LA LITERATURA Y LA MÚSICA.

I. La literatura
La belleza se manifiesta en la obra de literatura, tanto en la forma como en el fondo o contenido, como en la
lograda articulación de ambos.

1. Respecto de la forma, la belleza se manifiesta como integridad, proporción y claridad en las


combinaciones de elementos lingüísticos en los diversos niveles fónico, léxico, sintáctico y textual de la obra
literaria.
Pero como el lenguaje contiene una componente significativa, la belleza sensorial, alimentada sobre todo por
los aspectos fónicos y rítmicos, va acompañada siempre por una belleza sui generis que se sitúa a caballo entre lo
sensorial y lo conceptual: es la belleza de la feliz formulación de una idea, la adecuada plasmación lingüística de
una realidad. Esta belleza no se nutre exclusivamente de la combinación de sonidos, ritmos y pausas, sino que se
dispara en dirección a un fondo de que estos son portadores.
La primera belleza —la sensorial— destaca en varios versos de San Juan de la Cruz en el Cántico espiritual:

2
¡Ay, quién podrá sanarme! Y todos cuantos vagan
Acaba de entregarte ya de vero: de ti me van mil gracias refiriendo,
no quieras enviarme y todos más me llagan,
de hoy más ya mensajero, y déjame muriendo
que no saben decirme lo que quiero. un no sé qué que quedan balbuciendo.
Hay aquí un logro fónico-rítmico y onomatopéyico que imita la configuración de los sonidos y el ritmo del
balbuceo, no haciéndolo ridículo —como suele ser—, sino elevándolo a la categoría de creación estética.
En cambio, la belleza de los versos siguientes de César Vallejo (Trilce, XXXVI) es de naturaleza muy distinta:
¿Por ahí estás, Venus de Milo? de la existencia,
Tú manqueas apenas, pululando de esta existencia que todaviíza
entrañada en los brazos plenarios perenne imperfección.
En estos versos vanguardistas prevalece lo conceptual sobre lo sensorial, sin que disminuya el deleite.
«Todaviizar» es un neologismo que no destaca precisamente por su eufonía. Su efecto estético reside, esta vez, en
la «neoverbalización» de una vivencia.

2. Pero tenemos aún que plantear la cuestión de la posible estética de los temas y contenidos, es decir, la
cuestión de si un tema puede ser bello o feo.
a) Sería atrevido y precipitado afirmar que la belleza literaria reside exclusivamente en la configuración
lingüística, dado que significaría que basta disponer y elaborar un material verbal cualquiera para conseguir una
obra literaria lograda. Así se pasaría por alto un hecho fundamental de la creación literaria: que la obra es siempre
expresión de algo sustancial, de un tema, unas circunstancias vivenciales, una cosmovisión, una intuición, un
conocimiento que no es como el conocimiento especulativo —intelectual y conceptualizable— de la razón
teórica, sino, al estilo de la «poietiké tekné» aristotélica, una actividad de plasmación de realidades en la obra.
Este conocimiento poético es afectivo y no conceptualizable.
El objetivo del poeta no es la elaboración de un tratado filosófico o psicológico. Él conoce por «con-
naturalidad» con el ser, por «con-sentimiento» y «sin-tonía», en el sentido etimológico de las palabras. Al estilo de
la razón práctica, el conocimiento poético se manifiesta operativamente, es decir, tiende a crear una obra, no a una
compilación reflexiva. El artista es esencialmente un «hacedor», no se ocupa de la especulación sobre el ser
cuanto de la creación de un objeto (obra de arte) que constituye un aumento del ser.
Esta es una de las razones principales por que el artista es incapaz de «explicar» su propia obra, de
conceptualizar el conocimiento poético plasmado en su obra. En caso contrario, la obra podría sustituirse por su
explicación y el arte sería superfluo.

b) Como vemos, solo la adecuada compenetración de su aspecto temático y de su formulación lingüística da


lugar al nacimiento de la obra de arte literaria. La obra lograda es la irrepetible y adecuada, y por ello bella
plasmación de una idea en el lenguaje. Con otras palabras, no es indiferente el contenido ni la forma. El
contenido debe ser valioso, debe ser testimonio de una introspección en el misterio del ser, aunque sea bajo la
forma aparentemente trivial de una nana o de una canción popular.
Pero la cuestión pendiente es: ¿existen contenidos bellos y feos? De entrada, un tema que es íntegramente
conceptual, más que bello o feo es agradable o desagradable, atractivo o repugnante, conmovedor, anticuado, etc.
Eso sí, a partir del Barroco, y más palpablemente desde el Romanticismo, presenciamos una verdadera irrupción
de lo deforme, lo monstruoso y perverso en el arte. El afán de plantear situaciones y conflictos extremos, el ansia
de desafiar la naturalidad y la normalidad lleva a una especie de dignificación de lo anómalo y un alejamiento
provocativo de lo acostumbrado; tendencia muy representativa también de nuestro siglo. Parece como si los
artistas estuvieran avergonzados de ser normales y de situar sus obras dentro del marco de la normalidad o, como
si desafiaran a la naturaleza queriéndole imponer, por medio de su creación, las propias normas individuales.
No hay que olvidar que los literatos, por ser literatos, no pierden la libertad propia de todos los seres
humanos; por tanto, tampoco pierden la capacidad y posibilidad de crear una imagen distorsionada de la realidad,
y hacerlo incluso de forma atractiva. Dostoievsky formula la situación magistralmente en Los hermanos
Karamazov al decir: «La belleza es el campo de batalla donde Dios y el diablo se disputan el corazón del
hombre». Eso abre la puerta al planteamiento de los vínculos muy estrechos entre ética y estética en la literatura.

II. La música
Parece conveniente abordar su estudio clarificando algunas ideas que, a lo largo de la historia, han
determinado la relación de la música con las artes plásticas, la poesía o la ciencia.
MÚSICA Y ARTES PLÁSTICAS

Para el filósofo Hegel, la diferencia, en la obra musical, entre sujeto que disfruta y obra objetiva no se eleva,
como en las artes plásticas, a la oposición con una existencia exterior perdurable en el espacio, pues la obra
musical se desvanece en su propio transcurrir temporal. Lo audible se experimenta, no como algo que se nos
presenta delante, sino como suceso que nos envuelve y penetra, en lugar de guardar distancia con respecto a
nosotros.
Con ello no se le niega a la música una objetividad que existe por sí misma. También ella es, de forma
análoga a una obra plástica, un objeto de contemplación estética. Sin embargo, su objetualidad se muestra más de
forma indirecta que inmediata, no en el momento en que la música suena, sino solo cuando el oyente, al final de
una composición o de una parte de la composición, se vuelve a lo pasado y se lo re-presenta como un todo
concluso. Retenida todavía en la memoria es como se sitúa a una distancia que no tenía en su presencia inmediata.
Y en esa distancia se constituye como algo abarcable, al modo de una forma plástica.

MÚSICA Y POESÍA

Con respecto a la poesía, la relación histórica es muy estrecha, tanto que hasta el siglo XVII no hay una
música instrumental pura y desligada de la voz y el texto. Una afinidad que viene impuesta por ser dos artes
temporales que se basan en la articulación del sonido.
El planteamiento básico a la hora de diferenciarlas reside en la cuestión del significado. Dos tendencias
principales han predominado en el planteamiento de este problema: la idea de la música tiene una finalidad
representativa peculiar, la de causar afectos; y la tesis contraria, según la cual la música es matemática sonora.

1. La posible semanticidad de la música es de difícil demostración y, sin embargo se asume como un


axioma, sobre todo cuando, en su fase final, el Renacimiento traiga el nacimiento del melodrama y una
revalorización de la palabra respecto de la música. Se estudian entonces la asociación del sonido apropiado al
significado de la palabra, creándose lo que conocemos hoy como la teoría de los afectos, teoría que culmina en la
creación de todo un vocabulario musical apropiado al texto que acompaña. Durante el Barroco se culmina y
afianza la teoría de los afectos que se puede resumir en un postulado sencillo: la música y el ánimo están en
relación directa. La música se crea y compone con las mismas leyes de la retórica.
Con el clasicismo, la teoría de los afectos se ampliará, trasladándose a todos los órdenes de la música y sus
parámetros, por ejemplo, a la duración del sonido —llamándosele doctrina de las figuras—, a la altura del sonido,
a su frecuencia —haciendo corresponder intervalos y acordes a emociones concretas—, a la intensidad del sonido
—con la creación de todos de todo tipo de efectos como el crescendo o la invención del pianoforte, instrumento
capaz de tocar sonidos débiles y sonidos fuertes, con lo que irrumpe la dinámica como elemento mensurable—, y
finalmente al timbre, dando lugar a toda una teoría de color orquestal donde cada instrumento o registro
instrumental tiene un color emotivo.

2. En cuanto a la tesis de la música como matemática sonora, y su vinculación con la ciencia, se remonta
al antiguo pitagorismo. En su tratamiento pitagórico y platónico, la música es número, frecuencia vibratoria. De
aquí arrancaron teorías especulativas sobre el origen natural y físico de los sonidos. Estas teorías ponen en valor
aspectos intelectuales, incluso metafísicos, frente al valor emocional de la música, separando a esta radicalmente
respecto de la poesía o cualquier otro arte. De ahí que a la música se haya dedicado con frecuencia estudio
específico al margen de la historia general del arte.2
Un paso importante en la gestación de una ciencia musical autónoma tiene lugar cuando, en torno al año
1000, el monje Guido de Arezzo se enfrente con los problemas de la educación musical y los inicios de la
escritura musical. Con los posteriores avances del contrapunto y la emancipación de la disonancia, el final de la
Edad Media asistirá a la aparición del Ars Nova, que supuso el paso desde una música al servicio de otras cosas a
una música como fin en sí misma.
Los progresos científicos de la música reciben fuerte impulso cuando el compositor francés Rameau
emprenda la sistematización de unos contenidos mensurables en el tratado de armonía que hoy día sigue siendo la
base científica de esta disciplina. Eso supone que, tras el intervalo renacentista y barroco, el pitagorismo vuelva al
2
En este diferente trato pudo influir el carácter temporal de la música, que no permitió durante mucho tiempo a los músicos la posibilidad de
perpetuar sus obras. A su vez, este peculiar tratamiento contribuyó no poco a que la música sufriera muchas veces una estimación utilitaria,
como acompañamiento de otra cosa —poesía o actos de todo tipo—, siendo el músico visto más como artesano que como artista.
primer plano, en un retorno al naturalismo del número, inmerso ahora en la concepción newtoniana, aunque sin
excluir la relación de la música con los sentimientos.
La síntesis recién mencionada de elementos formales y teoría del afecto será patente en el romanticismo, que:
a) por una parte, al colocar el acorde —y por tanto la armonía— como eje y fundamento de la
composición musical, exalta la idea de la asemanticidad de la música, para convertirla en un arte
privilegiado frente a los demás y encumbrado por encima de ellos. Ahora, en efecto, la indeterminación
conceptual del sonido se contrapone a la transparencia de la palabra, en grado máximo cuando el ámbito
expresivo propio de la música se sitúe en la obra instrumental, canalizador y símbolo de un lenguaje
excepcional, universal y abstracto.
b) Al mismo tiempo, y en oposición a esto, asiste al desarrollo de una corriente descriptiva y
programática cuyo máximo exponente será el poema sinfónico. Surge la categoría de lo que el músico
húngaro F. Liszt definirá como el poeta-músico, cuya fantasía ocupará el primer plano de la creación musical.
En este tiempo R. Wagner desarrolla su idea de obra de arte total, considerando a la música como el punto de
encuentro de todas las artes, idea que recibirá el apoyo de Nietzsche cuando declare la
música origen de todas las artes.
La peculiar síntesis romántica no anulará la vigencia del modelo asemántico. La segunda mitad del siglo
XIX quedará acaparada prácticamente hasta hoy por el formalismo de E. Hanslick, un pensamiento estético
basado en la objetividad científica, arromántico y que declara que la música no expresa otra cosa que música y sus
ideas son puramente musicales. Este formalismo tiene su representante, por el lado de los creadores, en el
compositor Stravinsky, que concibe la música como un artesanado y al músico como un artesano para quien la
materia sonora y su manipulación es el fin mismo de la creación. Una postura anti-romántica que niega la
inspiración y el concepto de artista “afectado”, llegando al caso extremo de negar la expresión propia de la
música.

Con todo, la concepción expresiva y semántica de la música nunca se ha


apartado completamente. Así, las vanguardias del siglo XX se verán apoyadas por las
ideas del filósofo marxista Adorno, que ha permitido el desarrollo de una nueva
ciencia: la sociología aplicada a la música, dotando a este arte de la capacidad para
denunciar ante la sociedad sus imperfecciones.
Sin embargo, lo que sus análisis sociológicos no habían previsto era el modo en que el desarrollo de los
medios de comunicación de masas ha machacado de manera insistente con música de consumo, aislando a los
creadores, tanto por falta de espacio para exponer su obra como de público especializado. Como resultado, hoy
día no pocos compositores se ven paradójicamente que en la obligación de explicar y justificar su creación para
obtener el reconocimiento, lo que, en cualquier arte, redunda en una pérdida de suficiencia estética.

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