Académique Documents
Professionnel Documents
Culture Documents
Ética o
Conócete a ti mismo
Estudio preliminar, traducción y notas de
PED R O R. SA N T ID R IÁ N
Ética o
Conócete a ti mismo
Título original:
Ethica seu líber dictus Scito te ipsum (c. 1136)
A P É N D IC E S
1. C o n fe s ió n d e fe d e A b e la r d o (C a rta a E lo ís a ) — 113
2. A p o l o g ía o c o n f e s ió n d e f e d e P e d r o A b e l a r d o ....... 116
3. E rro re s d e P e d ro A b e la rd o (C a rta d e sa n B e rn a rd o
a l p a p a I n o c e n c i o I I ) ....................................................................... 122
4. E r r o r e s d e P e d r o A b e l a r d o [ C o n c ilio d e S e n s ( 1 1 4 0
ó U 4 1 ) ] .......................................................................................................... 151
ESTUD IO PRELIM INAR
por Pedro R. Santidrián
La figura de Pedro Abelardo (1079-1142) vuelve
a recuperar hoy el perfil exacto que tuvo en su tiem
po. Desenterrada del olvido por el romanticismo
sentim ental, que hizo de él uno de los grandes
amantes o lovers, su figura aparece hoy com o uno
de los grandes humanistas, pensadores, dialécticos
y teólogos del siglo x i i , calificado com o un primer
Renacim iento. El maestro Abelardo rompe esos
moldes tradicionales en los que solem os encuadrar
a los hombres de la Edad M edia. Plenam ente in
merso en su siglo, lo rebasa y lo hace avanzar, dán
donos la imagen del intelectual, el humanista, el
teólogo original e independiente. La imagen román
tica de Abelardo va dando paso a la del intelectual
provocador e innovador incóm odo, lógico sutil y
maestro lúcido, siempre en la palestra de las ideas.
I. T R A Y E C T O R IA B IO G R Á FIC A
DE ABELARDO
El mejor conocim iento de la historia, la cultura
y, sobre todo, el pensam iento filosófico y teológico
de la Edad M edia, ha permitido el descubrimiento
de la figura de Pedro Abelardo. Los estudios sobre
la época nos permiten reconstruir su vida y su pen
sam iento dentro del contexto eclesial y social en que
se m ueve. Si a esto añadimos los testim onios del
protagonista y de quien vivió más de cerca su peri
pecia sentim ental — su amante y mujer, Eloísa— ,
tendrem os el perfil exacto del personaje. Su H isto
ria Calamitatum, amén del resto de la correspon
dencia cruzada entre él y Eloísa, permite recons
truir el retrato y la trayectoria del personaje l.
Nacido en 1079, en un pueblo — Le Pallet— de
lo que es hoy la Bretaña francesa, y en el seno de
una familia de guerreros, pronto
abandoné el campo de M arte para ser arrastrado hacia
los seguidores de M inerva. Y antepuse la armadura de
las razones dialécticas a todo otro tipo de argumenta
ción filosófica. Con estas armas cambié las demás co
sas, prefiriendo los conflictos de las disputas a los tro
feos de las guerras.
En un latín no exento de belleza, Abelardo nos
adentra, ya desde la primera página de sus m em o
rias, en el ambiente intelectual de los primeros años
del siglo xii. Su formación com ienza con la discipli
na de las siete artes liberales: el trivium, consistente
en el estudio de la gramática, la retórica y la dialéc
tica — que comprendía el estudio de la lengua y la
literatura latina— , y el quadrivium : geom etría, arit
mética, astronomía y música. D espués de estos es
tudios fundamentales venían los estudios superiores
de teología-filosofía, derecho canónico y medicina.
Su conocim iento del griego es casi nulo, y todo
lo que sabe de los autores griegos es a través de las
traducciones latinas que corrían por Occidente.
Sólo en pequeña parte conoce la obra de A ristóte
les, que la Edad M edia no vería totalm ente traduci
1 Las citas de H istoria Calamitatum que aparecen en este es
tudio preliminar están tom adas de la versión hecha por el autor
de las Cartas de A belardo y Eloísa, A lianza, M adrid, en prensa.
da hasta la segunda m itad d e l sigld x i i i . Lo que ya
sobresale desde el principio d e su ja rre ra es su vo
cación de dialéctico, dispuesto a'ap licar las reglas
de la lógica a todos los cam pos dé! pensam iento.
H ace de la lógica su gran arm a, qup dirigirá contra
sus propios m aestros.
C on este bagaje y determ inación
recorrí diversas provincias disputando. M e hice ém ulo
de los filósofos peripatéticos, presentándom e allí don
de sabía que florecía el estudio del este arte.
Los prim eros tiros de su lucha dialéctica fueron
contra sus propios m aestros -Roscelino de Com pié-
gne y G uillerm o de C ham peaux, qiíe representaban
dos tendencias opuestas en filosofía. R oscelino era
un nom inalista que afirm aba que Iqs universales no
eran m ás que sim ples palabras. A sm vez, G uillerm o
de C ham peaux sostenía en París uifa form a de rea
lism o platónico según la cual los universales existen
en la realidad. C om o verem os mág adelante, A b e
lardo sostenía una teoría independiente de am bos,
basada en su interpretación del lenguaje com o ser-
mo.
L a lucha con estos dos hom bres j— lucha encarni
zada que duró tod a la vida de A belardo— le llevó a
reco rrer com o verdadero filósofo peripatético diver
sas escuelas, buscando siem pre eljj encuentro y la
provocación con sus m aestros. Se establece en M e-
lum , C orbeil, donde prueba sus arm as y capacidad
de dialéctico.
Y , por fin, llegué a París, donde ctesde antiguo florecía
de manera em inente la filosofía.
A q uí constituye su foco de irradiación, instalán
dose en el m onte de Santa G enoveva. París será ya
el centro de su actuación y el escenario al que siem
pre volverá. Sucedía esto hacia 1110, cuando A b e
lardo tenía 31 años y estaba en la cum bre de sus
facu ltad es.
Hacia 1113 o 1114 deja París para dirigirse a
Laon a estudiar Teología bajo la dirección del m aes
tro A nselm o de Laon. El encuentro con este gran
maestro no pudo ser más decepcionante. La lucha
estaba servida otra vez.
Era maravilloso a los ojos de los que le veían, pero
una nulidad para los que le preguntaban. D om inaba
admirablemente la palabra, pero su sensibilidad era
despreciable y carecía de razones. A l encender el fue
go llenaba de humo la casa, no la iluminaba con la luz
AI acercarme a él para obtener algún fruto me di
cuenta de que era la higuera que maldijo el Señor o
aquella vieja encina que Lucano compara con Pom pe-
yo [...].
D esde 1114 a 1121 se suceden los acontecim ien
tos sin duda más decisivos y cruciales en la carrera
de Pedro Abelardo. En primer lugar, su instalación
en París com o rector y maestro de las Escuelas de
la catedral (Santa G enoveva). Durante cuatro años
imparte las clases de dialéctica y teología con el
aplauso y la admiración del mundo estudiantil. H a
bía aparecido un nuevo tipo de profesor dotado de
una presencia física espléndida, de palabra seducto
ra y de inteligencia em inente. El mismo, consciente
de todo esto, nos dice:
Creyéndom e el único filósofo que quedaba en el mun
do — y sin tener ya ninguna inquietud'— , com encé a
soltar los frenos de la libido, que hasta entonces había
m antenido a raya. Sucedió, pues, que cuanto más pro
gresaba en la filosofía y en la teología, más com enzaba
ahora a apartarme de filósofos y teólogos por la in
mundicia de mi vida.
D e esta manera nos inicia en un hecho que va a
dar un rumbo com pletam ente nuevo a su vida.
Mientras enseña en París, entra en contacto con una
alumna de quince años llamada Eloísa. Era sobrina
de un canónigo de la catedral de París llamado Ful-
berto. Este encuentro del profesor de cuarenta años
con la muchacha de quince terminó en un idilio
am oroso, fruto del cual fue un hijo llamado Astrola-
bio. D espués de peripecias sin cuento, Abelardo se
casa en secreto con Eloísa. Para escapar a la ven
ganza de su tío, Eloísa ingresa en el convento de
Argenteuil en las afueras de París. Por instigación
de Fulberto, Abelardo es castrado mientras dormía
en su pensión. Abochornado y humillado, Abelardo
abraza la vida monástica en la abadía de Saint D e-
nis, cerca de París, obligando a Eloísa a hacerse
monja contra su voluntad en la abadía de Argen
teuil, donde estaba recluida. Estamos en 1119 y
Abelardo frisaba los cuarenta.
Cuando todo parecía acabado, volvió otra vez a
las clases.
Tan gran multitud de alumnos acudió a ellas, que no
había lugar donde albergarlos. A quí, en este lugar, no
abandoné lo que era más propio de mi profesión: la
entrega al estudio de la teología primero, junto al ejer
cicio de las ciencias seculares, a las que ya estaba ave
zado y que ahora se me exigían de forma preferente.
Hice de estas últimas com o un gancho o anzuelo para
atrapar a los hambrientos del saber filosófico a la lec
ción de la auténtica filosofía.
Com ienza así la tercera y más difícil etapa de
este teólogo-filósofo provocador. D esde Saint Denis
lee, piensa y escribe sin cesar dirigiendo su artillería
gruesa contra los mismos monjes del monasterio.
Día a día va acumulando datos y textos de la Biblia
y de los Santos Padres con los cuales compondrá su
primera obra, Sic et non. El prólogo de este libro
nos muestra ya de lleno a Abelardo como lógico y
fino estudioso del lenguaje, que formula las reglas
básicas con las que sus alumnos podrán armonizar
las aparentes contradicciones de significado y distin
guir los varios sentidos de las palabras a lo largo de
los siglos.
Era demasiado para que sus viejos enem igos le
pudieran perdonar.
Siem pre que podían arremetían contra mí, objetando
en mi ausencia dos cosas: 1.a, que es contrario a la
vocación del m onje entregarse al estudio de los libros
seculares; 2.a, haber pretendido ejercer el magisterio
de la teología sin maestro. Querían im pedirm e el ejer
cicio de la docencia a la que incesantem ente era incita
do por obispos, arzobispos, abades y otras personas de
renom bre.
La polém ica com enzó cuando su tratado D e uni-
tate et trinitate divina em pieza a correr de mano en
mano de estudiantes.
Lo com puse a requerim iento de los alumnos m ism os
que m e pedían razones humanas y filosóficas, que se
entendieran mejor que se expresaran. M e decían que
es superfluo proferir palabras a las que no sigue la
com prensión o la inteligencia. Ni se puede creer nada
si antes no se entiende.
El libro fue quemado en el Concilio de Soissons
de 1121. El análisis dialéctico que hace Abelardo
del misterio de D ios y de la Trinidad le había lleva
do muy lejos. Su explicación pareció a los teólogos
del Concilio errónea.
R eo y confeso del abad de San M edardo, allí presente,
soy entregado y arrastrado a su claustro com o a una
cárcel.
Durante quince años (1121-1135) la vida de
Abelardo está marcada por la trashumancia y la
persecución. V uelto de nuevo a Saint D enis — des
pués de los días de arresto en San M edardo— ,
m e volví a encontrar con los m onjes casi todos ellos
corrompidos. Su vida licenciosa y su conversación des
vergonzada, m e hacían sospechoso, y mis reproches,
intolerables.
Abelardo huye de la abadía y busca asilo en el
territorio del conde Teobaldo, en la Champaña.
Busca un retiro en una ermita cercana a Troyes,
donde le siguen sus estudiantes. Su nueva vocación
de filósofo — al estilo de los antiguos que lo dejaron
todo por la filosofía— tam poco parece que vaya a
prosperar ahora. D ondequiera que va lleva la con
tradicción y la polém ica.
En este lugar escondí mi cuerpo, íientras mi fama ca-
balgaba por todo el mundo.
D edicado a la oración y a! estudio, funda en esta
soledad una pequeña capilla que de¿lica al Paráclito,
el E spíritu consolador. T am poco aquí pudo vivir
m ucho tiem po. T ratando de huir dp sus enem igos,
se dirige a la abadía de San Gildas-¡de-Rhuys, en la
B retañ a m ás occidental.
Caí en manos de cristianos y de níonjes más severos y
peores que los m ism os gentiles.
Nunca — bien lo sabe D ios— mei hubiera avenido a
ello de no pensar que podía verm e ¡libre de la incesante
opresión de que era víctima.
Los últim os años — a partir de 1135— están m ar
cados po r tres hechos im portantes: E n prim er lugar,
la atención que dedica a E loísa y a $us m onjas, aho-
ra ya establecidas en el Paráclito convertido en
convento. A belardo se convierte en el m aestro espi-
ritual de la com unidad, dándole úna regla y una
doctrina espiritual que hoy podem os adm irar en sus
cartas de dirección 2. D e esta épo¿a es tam bién la
correspondencia cruzada entre A belardo y Eloísa,
que en parte dio lugar a la leyenda rom ántica de
am bos.
E l segundo hecho es la vuelta d< ¡finitiva de A b e
lardo al m onte de Santa G enove,\ a, para dar sus
últim as clases y com pletar sus escri os. A quí volvió
a reun ir a m ultitud de discípulos, hom bres fam osos,
com o el filósofo hum anista Juan de Salisbury. A quí
resucitó la vieja hostilidad de sus e nemigos, que no
descansaron hasta verle co nd enad'>. L a influyente
abadía de San V íctor, tam bién en París, y sobre
todo la figura de G uillerm o de Saiht-T hierry, anti-
guo adm irador de A belardo y ahor a aliado con san
2 El lector puede admirar la labor de Pedro Abelardo com o
maestro espiritual en las cartas de dirección y en las constitucio
nes a las monjas del Paráclito, en las O brps completas. V éase
V. Cousin, tom o I.
Bernardo, promovieron una campaña de descrédito
contra el m aestro, que culminó en su condenación
por el Concilio de Sens en 1140.
Dieciocho meses más tarde, en abril de 1142,
moría Abelardo en la abadía de San Marcel, filial
de Cluny, donde se había refugiado enfermo y a la
espera del veredicto del papa Inocencio II. Su ami
go y protector, Pedro el Venerable, abad de Cluny,
nos dejó de él el epitafio de su tumba:
Est satis in tumulo: Petrus hic iacet
cui soli potuit scibile quidquid erat.
II. SU O B R A
La obra de Abelardo se reparte en cuatro apar
tados generales. Se suelen distinguir: a) los escritos
de lógica; b) teología; c) ética; d) aspectos variados:
Historia calamitatum, correspondencia con Eloísa,
Apologías, versos, him nos, etc.
a) Lógica. La lógica de Abelardo constituye su
obra primera y recorre todo el tramo de su vida. El
estudio de ia lógica ocupó a Abelardo durante toda
su vida, desde las primeras experiencias escolares
hasta la época de madurez. No en vano será conoci
do com o el lógico por excelencia de la Edad M edia.
El mismo nos dice que prefirió las armas de la dia
léctica a toda otra clase de ciencia. El mismo san
Bernardo que habla de él como de un intruso en
teología, no deja de reconocer su valía y su mérito
en filosofía dialéctica 3.
Su obra de lógica se encuentra en cuatro grupos
de escritos: 1) Las glosas literales a algunos de los
3 V éase Apéndice: Carta de San Bernardo a Inocencio II y
las proposiciones condenadas.
siete textos de lógica que formaban el «canon» abe-
lardiano. Tales son, por ejem plo, la Isagoge de Por
firio, las Categoriae y D e interpretatione de A ristóte
les, y los tratados de Boecio: D e syllogism o categó
rico, D e differentiis topicis y D e divisione. 2) La ló
gica conocida por las palabras iniciales Ingredienti-
bus, que comprende comentarios a Porfirio, Aristó
teles y B oecio. 3) La lógica Nostrorum petitioni so-
ciorum, que se limita a glosas sobre Porfirio. Estas
dos lógicas, descubiertas en la Biblioteca Ambrosia-
na por B. G eyer, fueron publicadas entre 1919 y
1933 4. 4) La Dialéctica, que es una reelaboración
completa y más original de todo el corpus de las
enseñanzas lógicas. D e esta Dialéctica hizo tres re
dacciones distintas a lo largo de una veintena de
años, desde 1118 a 1137.
b) Teología. Las obras teológicas forman el
corpus fundamental de la segunda etapa. En los es
critos de teología Abelardo siguió también el crite
rio de volver sobre sus propias tesis para seguir de
sarrollándolas.
D e los escritos teológicos, el primero es D e uni-
tate et trinitate divina, com puesto entre 1118 y 1121.
Abundan la erudición bíblica y las referencias a los
clásicos griegos y latinos. Intenta explicar, mediante
los procedim ientos de la dialéctica, el dogma trinita
rio. Es el libro que fue obligado a echar a la hogue
ra con sus propias manos en Soissons.
Le sigue Sic et non (entre 1122 y 1123), serie de
textos de sentido contrario, extraídos de la Escritu
ra y de la literatura patrística sobre diversos temas.
Siguiendo el orden cronológico, viene la Theologia
Christiana (1123-1124). Y , finalm ente, la Introduc-
tio ad Theologiam; sus dos primeros libros, hacia
4 B. G eyer, Peter A baelards philosophische Schriften, Müns-
ter, 1919-1933.
1124-1125, y el resto, a partir de 1136. A l período
posterior a 1125 hay que atribuir el Comentario a la
Epístola a los Rom anos y los Sermones. Con el co
mentario a la Epístola a los Rom anos se acerca
A belardo al análisis y discusión suscitados poste
riorm ente en la teología sobre la gracia y la reden
ción de Cristo.
c) L a ética. En los últimos años de su vida nos
dejó Abelardo dos obras fundam entales, que co
m entarem os al final de esta introducción. Son Etica
seu líber Scito te ipsum, escrita a partir de 1136, y
D ialogus inter iudaeum, philosophum et christia-
nunm, com puesto en su retiro de Cluny, hacia 1140,
dos años antes de su muerte.
d) En 1132, o poco después, aparece la H isto
ria calamitatum, que da lugar a la correspondencia
posterior entre Abelardo y Eloísa. Es, com o ya diji
m os, la obra más conocida de A belardo, aunque,
tam bién, la que más ha deform ado su figura. A pe
sar de sus muchas interpretaciones que ven en la
autobiografía un acto de afirmación, de orgullo y
de ambición por parte de A belardo, nadie duda hoy
que son un acto de catarsis y de verdadera autorre-
velación. U na auténtica autobiografía comparable a
la de san Agustín, B. Cellini, santa Teresa y R ous
seau.
Sabem os además — él m ism o nos lo dice— que
en su época de joven amante compuso canciones
que lanzaran al viento el nombre de su amante E loí
sa 5. D e esta vena poética nos quedan 133 himnos
en latín com puestos por A belardo. A hora el tema
es religioso. Se inserta así en la corriente poética de
este primer Renacim iento del siglo xn.
5 H istoria Calamitatum.
Compuso un poem a didáctico - lamerón— e himnos
cuyo mérito literario no debe exagi jrarse, pero que dan
testim onio de cierto gusto por el irte del bien decir.
Toda su correspondencia con Elo Isa atestigua que la
influencia de los clásicos latinos á< )¡uó profundamente
sobre sus espíritus 6.
a) L os problem as de la lógica
y de los «universales»
Los problemas de la lógica ocupan gran parte
del pensam iento de la primera etapa de Abelardo.
Trata en primer lugar de dilucidar cuál es el papel
de la lógica misma.
U no de los principales méritos de Abelardo es haber
destacado, entre los diversos elem entos de la tradición
boeciana, aquellos que podían fundar sistem áticam en
te el ámbito autónom o de la investigación lógica, y
esto prescindiendo tanto de consideraciones gramatica
les y retóricas, com o de im plicaciones de naturaleza
psicológica y gnoseológica 8.
Para Abelardo, «la tarea fundamental de la lógi
ca es el establecer la verdad o falsedad del discurso
científico». La lógica, por tanto, tiene por objeto la
proprietas sermonum, a diferencia de la metafísica,
que estudia la natura rerum. Por eso el mérito de
Abelardo es haber tratado la lógica com o un análisis
del discurso científico, prescindiendo de las nocivas
ideas metafísicas del realismo de inspiración neopla-
tónica y agustiniana. Por eso Abelardo se adelanta
a su tiem po y nos introduce ya en una intuición del
análisis lógico del lenguaje aplicado y realizado por
la filosofía moderna.
Su mismo estudio de los universales — sobre los
que tanto se ha escrito— se inscribe dentro de esta
dirección o función que encom ienda a la lógica.
Prescindiendo ahora de los matices que presenta la
cuestión de los universales en la época y de las lu
chas personales que enfrentan a Abelardo con sus
contrincantes Roscelino y Guillermo de Cham-
peaux, nos interesa fijar la posición del maestro. El
problema lo circunscribe Abelardo «a la propiedad
de las palabras de ser predicados». Algunas de ellas
pueden ser predicados de una sola cosa; otras, de
muchas. Universales son precisam ente los términos
que tienen la propiedad lógica de ser predicados de
muchos sujetos. Tal sucede, por ejem plo, con el tér
mino hom bre, «que se puede aplicar a los nombres
particulares de los hombres».
¿Cóm o, pues, resuelve Abelardo el problema?
Afirmando que la lógica no se ocupa de las voces
— palabras— en su realidad física, sino del serm o
— nombre— , es decir, del nombre en cuanto que
está ligado por la misma costumbre humana con
8 V oz «Abelardo», en Diccionario de filósofos, trad. cast.
R ioduero, Madrid, 1987, p. 11.
cierta función predicativa. La vox o palabra es crea
ción de la naturaleza, el serm o o nombre es creación
humana. A l serm o va vinculado un concepto de la
m ente — un intellectus— , y éste tiene, según A b e
lardo, un fundamento real. Los «sermones universa
les» o «nombres universales» tienen, pues, un fun
dam ento real. Y este fundamento real no es tanto
una res, sino un status o condición en la que convie
nen muchas cosas sin que pueda reducirse a ninguna
de ellas.
Este punto de vista tiene el gran mérito de haber
aclarado la naturaleza puramente funcional del con
cepto. Es un hallazgo que el ulterior desarrollo de
la lógica m edieval no olvidará.
b) Razón y autoridad: Filosofía y teología
Otro de los temas recurrentes en la escolástica
m edieval es el de la razón y la autoridad. Se trata
del problem a de la prelación o subordinación de la
razón a la autoridad, o viceversa.
D ado el talante de A belardo, se comprende fá
cilm ente la preeminencia que el maestro confiere a
la razón sobre la autoridad.
A la autoridad es m enester confiarse solam ente
mientras la razón perm anece escondida —dum ratio
latet—.
Pero a continuación establece este principio:
Todos sabem os que, en aquello que puede ser discuti
do por la razón, no es necesario el juicio de la autori
dad.
Está convencido de que la razón humana no es
medida suficiente para entender las cosas divinas.
Pero esto no supone que la fe no se deba alcanzar y
defender con la razón. Si ni siquiera se debe discutir
sobre lo que se debe o no se debe creer, ¿qué nos
queda sino dar nuestra fe igualmente a los que dicen
la verdad com o a los que dicen lo f a l;o? N o se puede
creer sino lo que se entiende — nos ice en la Histo-
ria calamitatum — .
M e apliqué a discutir el mis mo fundam ento de
nuestra fe con argumentos sacados de la misma razón
humana. Para ello com puse un trat ido de teología des-
tinado a los estudiantes con el títulb D e unitate et trini-
tate divina. Lo com puse a requerí ipiento de los alum-
nos mismos que m e pedían razones humanas y filosófi-
cas, que se entendieran mejor que ste expresaran [...] 9.
T an cierto es que aun la m ism a 1'erdad revelada
no es verdad para el hom bre si n 3 se apela a la
racionalidad, si no se le deja enten der y apropiár-
sela.
Su interpretación de la razón o de la dialéctica
com o fundam ental en el discurso e investigación
' hu-
m ana no le im pide distinguir claran ente entre la fe
y la razón, entre la filosofía y la teo l 3gía. L a investi-
gación filosófica gira en torno a la 1 )gica, la física y
la ética. L a teología, po r su parte, t ene com o obje
to principal la E scritura. N o obstar te, el uso de la
dialéctica da m ayor consistencia y Eficacia a la teo-
logia. ¿Por qué, entonces, renunci ar a su ayuda en
el cam po de la fe?
C on todo, esta ayuda para Abelíi:rd o no es ilimi-
tada. E l entendim iento hum ano r o puede lograr
una dem ostración de los m isterios e la fe.
El uso de la dialéctica en teologí i no puede llevar a
una rigurosa enseñanza de la verc ad en un campo en
que ningún mortal puede alcanza: la verdad con sólo
sus propios recursos.
H ay todavía algo m ás. A belardo está convencido
de la continuidad entre el mundo c e la razón y el de la
fe. Esto le lleva a afirmar que las iloctrinas de los filó-
sofos afirman sustancialm ente lo mjismo que se encuen-
tra en los dogmas cristianos o qu i los filósofos de la
9 H istoria Calamitatum.
antigüedad deben de haber sido inspirados por D ios
igual que los profetas del Antiguo Testam ento 10.
Fue precisam ente esta fe en la razón de A belar
do la que le valió las iras y las persecuciones de su
tiem po. A sí dice E. Gilson:
Pasa de la fe a la razón con una cándida audacia que
Guillermo de Saint-Thierry y san Bernardo de Claraval
sintieron demasiado vivam ente para poder perdonárse
la: nil videt per speculum, nil ¿n aenigmate. La sinceri
dad de su fe no debe ponerse en duda; pero la razón
de los filósofos le parecía dem asiado sem ejante a su fe
para que su fe no pareciese demasiado sem ejante a la
razón de los filósofos 11.
Y añade:
N o es posible conocerlo sin pensar en esos cristianos
letrados del siglo x v i — Erasm o, por ejem plo— para
quienes resultará muy corta la distancia entre la sabi
duría antigua y la del Evangelio. Pero A belardo no es
una representación anticipada del siglo xvi: es un hom
bre del siglo xii alim entado de la cultura clásica, com o
era corriente en su tiem po, que llevaba más lejos que
otros una generosa confianza en la catolicidad de la
verdad y la expresaba con el vigor unilateral que carac
teriza a todos sus escritos, cualquiera que sea el tema
que traten 12.
IV . S O B R E L A É T IC A D E A B E L A R D O
C a p p e l l e t t i , A . J.: Ética o conócete a ti mis¡¡no, trad. del latín,
introducción y notas po r ..., B uenos A ires , 1971.
H o m m e l , F.: Nosce te ipsum. Die Ethik des Pe 'er Abelard, 1947.
L u s c o m b e , D . E.: Peter A belard’s Ethics, Ox ;ord, 1971.
S c h i l l e r , J . : A baelards Ethik in Vergleich zu - Ethik seiner Zeit.
W o r k m a n , H . B .: Encyclopaedia o f Religic n and Ethics, art.
«A belard».
ÉTICA
o libro llamado
CONÓCETE A TI MISMO
PRÓLOG O
A los vicios y virtudes del alm a <bue nos dispo
nen a ob rar bien o m al los llam am os «costum bres»
(mores).
H ay, en efecto, vicios o cualidades propios del
cuerpo, no sólo del alm a. Tales son por ejem plo,
la debilidad o fortaleza del cuerpo — llam ada tam
bién fuerza— , ser lento o rápido, andar cojo o dere
cho, estar ciego o tener vista.
C uando hablam os de vicios, sol: reentendem os
siem pre que son del alm a, p ara distinguirlos de los
últim os. Pues se ha de notar que los vicios son con
trarios a las virtudes. A sí, la injusticia se opone a la
justicia; la desgana, a la constancia; a intem peran
cia, a la tem planza 1.
2 2Tim 2, 5.
3 No deben extrañarnos esta y otras coinj araciones que supo-
nen nna mentalidad feudal. A parece una si ’C iedad de siervos y
señores a los cuales va vinculada una determii lada gama de tareas
y funciones.
Por otra parte, la lectura de este librito pone al lector ante
una serie de casos y situaciones de la época propios de una vida
sacralizada: perjurio, adulterio, blasfem ia, s acrilegio, etc. Y puñ
tos de referencia constante a clérigos, religio os, abades, obispos,
que hoy tendrían una sustitución en casos situaciones de una
sociedad secularizada com o la maestra.
¿Q UÉ ES EL VICIO D E L ALM A?
¿Y A Q U É LLAM AM OS
PR O PIA M ENTE PECAD O ?
Vicio es todo aquello que nos hace propensos a
pecar. D icho de otra manera, aquello que nos incli
na a consentir en lo que no es lícito, sea haciendo
algo o dejándolo de hacer.
Por pecado entendem os propiamente este mis
m o consentim iento, es decir, la culpa del alma por
la que ésta es m erecedora de la condenación o es
rea de culpa ante D ios. ¿No es acaso este consenti
m iento desprecio de D ios y ofensa del mismo? N o
podem os, en efecto, ofender a D ios causándole un
daño, sino despreciándolo. Ningún daño puede cau
sarle m enoscabo, pues es el supremo poder, pero
hace justicia del desprecio que se le infiere.
En consecuencia, nuestro pecado es desprecio
del Creador. Y pecar es despreciar al Creador, es
decir, no hacer por Él lo que creemos que debem os
hacer. O bien no dejar de hacer lo que estam os con
vencidos de que debem os dejar de hacer por Él. A l
definir de forma negativa el pecado, por ejem plo
«no hacer» o «no dejar de hacer lo que hay que
hacer», estam os dando a entender claramente que
el pecado carece de sustancia, que consiste más en
el «no ser» que en el «ser». Es com o si al definir la
oscuridad o tinieblas decimos que son ausencia de
luz allí donde no debió haberla.
Podrás decir, quizás, que, de la misma manera
que la voluntad de realizar una obra mala es pecado
que nos hace reos ante D ios, así la voluntad de aco
meter una obra nos hace justos. Pues, com o la vir
tud radica en la buena voluntad, así el pecado con
siste en la voluntad mala. El pecado, entonces, es
no sólo un «no ser», sino también «ser», al igual
que la virtud. Cuando queremos hacer lo que cree
mos que a D ios agrada, le agradamos. D e la misma
manera, cuando queremos hacer lo que creemos
que le desagrada, le desagradamos, pareciendo que
le ofendem os y despreciamos.
Te respondo diciendo que, si examinamos el
problema con más detenim iento, la solución es muy
diferente de la que tú presentas. D igo, pues, que a
veces pecam os sin mala voluntad alguna. Y sosten
go además que esta mala voluntad refrenada, no ex
tinguida, proporciona la palma a los que se le resis
ten, siendo así la ocasión de la lucha y la corona de
la gloria. Por eso pienso que se la ha de llamar no
tanto «pecado» com o «debilidad de alguna manera
necesaria» 1.
Supongamos un inocente a quien un amo cruel
persigue enfurecido con la espada desenvainada
para matarlo. El criado, obligado a huir durante
mucho tiem po para evitar su propia m uerte, se ve
en el trance al final de matar sin quererlo a su amo
1 Es fundam ental en la term inología de A belardo — véase el
estudio preliminar, p. XX X I— la distinción entre vicio y pecado. Y
entre voluntad mala y pecado. Tam poco el pecado ha de confun
dirse con la acción externa. Por lo m ism o, se ha de distinguir la
acción (actio, operatio de la intención (consensus) o consenti
miento.
La Ética o Conócete a ti m ism o puede definirse com o una
ética de la intención o de la voluntad. Y este capítulo y los si
guientes son fundam entales para la com prensión de lo que el
autor
e* quiere enseñar.
para no ser muerto por él. ¿Me puedes decir, por
favor, cualquiera que seas, qué mala voluntad pudo
tener el criado en este hecho? Pues queriendo evitar
la muerte quería conservar su propia vida. ¿Pode
mos decir, acaso, que tenía mala voluntad? Pienso
que no, me dirás. Pero sí respecto a la que tuvo
sobre la muerte de su amo que lo perseguía. Tu
respuesta sería correcta y aguda en el caso de que
se pudiera imputar eso que dices a la voluntad,
pero, com o dije más arriba, el criado lo hizo sin
querer y forzado. Sabía que con esa muerte ponía
en riesgo inminente su propia vida; por eso, m ien
tras le fue posible, dejó incólume la vida de su se
ñor. ¿Cóm o, entonces, pudo hacer voluntariamente
algo que ejecutó con peligro de su propia vida?
Si ahora m e dices que esto lo realizó voluntaria
m ente — consta, en efecto, que le indujo a ello la
voluntad de escapar a la muerte y no la de mat^r a
su señor— , tam poco lo rechazaré. Pero, com o aca
bo de decir, no se ha de condenar como mala volun
tad aquella por la que, según tu mismo testim onio,
quiso escapar a la muerte y no matar a su señor.
Se ha de reconocer, sin embargo, que com etió
un delito, consistiendo — si bien obligado por el
miedo a una muerte injusta— en un asesinato que
debía padecer antes que com eter. Porque empuñó
la espada por su propia cuenta sin que le fuera en
tregada por la autoridad. Por eso dice la Verdad:
«Todos los que empuñan la espada, a espada mori
rán 2. Por esta su temeridad incurrirá en la condena
ción y muerte de su alma. Como dije, este siervo
quiso huir de la muerte y no matar a su señor. Por
otra parte, al consentir en un asesinato que no de
bió consentir, este injusto consentim iento, previo al
asesinato, fue pecado. Quizá diga alguien: «No se
puede inferir sim plem ente que quiso matarlo, pues
no quiso tanto m atar a su señor cor 10 escapar a la
m uerte.» P ero esto sería com o deci •: «Q uiero que
tengas mi capa para que m e des cin o sueldos.» Es
decir, que te la doy gustosam ente 3or ese precio,
pero no po r ello afirm o que yo quiea 0 que sea tuya.
Si un encarcelado, para obtener su >ropia libertad,
quiere que lo sustituya en la cárcel SU hijo, ¿no esta-
m os adm itiendo que quiere simplen lente m andar a
su hijo a la cárcel? Y ello a pesar de verse obligado
a aguantarlo con abundancia de lágriim as y gem idos,
P ienso, pues, que la voluntad ue nace de un
gran dolor no puede llam arse p ro j 1 ám ente volun-
tad, sino padecim iento (passio). Y as í es ciertam en-
te, porque quiere una cosa a costa d í otra. D igam os
que to lera lo que no quiere a causa de lo que desea,
E n este sentido se habla del enferm o a quien se le
corta o quem a para sanar. D e los nártires se dice
que sufren p ara alcanzar a Cristo, que Cristo su-
frió p ara que nosotros seam os salvo; por sus padeci-
m ientos. P ero eií ningún m om ento iebem os sentir-
nos obligados a afirm ar que eso es precisam ente lo
que quieren. No puede hab er pa iecim iento sino
donde se hace algo contra la volun^ ad. Y nadie su-
fre o padece en aquello que sacia su voluntad y hace
lo que le agrada.
A este respecto, el A póstol q ue dice: «deseo
p artir y estar con Cristo» 3, nos : <¡cuerda en otro
pasaje: «no es que queram os ser lesvestidos sino
m ás bien sobrevestidos p ara que 1c m ortal sea ab-
sorbido p o r la vida» 4. Palabras que -com o observa
san A gustín— pronunció el Señor c lando dijo a P e
dro: «E xtenderás tus m anos y otr te ceñirá y te
llevará donde tú no quieras» 5. E l ni ism o C risto, su-
jeto a la debilidad de la naturaleza íum ana que ha-
bía tom ado, dijo al P adre: «Si es posible, que pase
3 Flp 1, 23.
4 2Co 5, 4.
5 Jn 21, 18.
de mí este cáliz, pero no sea como yo quiero, sino
como tú» 6. Su alma era presa del tem or ante el
gran.sufrimiento de la muerte. N o podía, por tanto,
ser para Él un acto voluntario lo que sabía que era
un acto de castigo.
A este respecto, cuando en otro pasaje leemos:
«Se ofreció porque Él mismo lo quiso» 7, nos encon
tramos ante un verdadero dilema. O lo interpreta
mos com o referido a la naturaleza divina — cuya vo
luntad fue que aquel hombre «asumido» padecie
ra— o el verbo «quiso» hay que entenderlo com o
sinónim o de dispuso, según el texto del Salmista:
«Hizo cuanto quiso» 8.
Es claro, pues, que a veces se com ete el pecado
sin una voluntad realm ente mala. Por tanto, el pe
cado no se identifica con la voluntad. Ciertam ente
— dirás— esto es así cuando pecamos obligados,
pero no cuando lo hacem os de grado. Tal es el caso
en que querem os ejecutar algo a sabiendas de que
no debem os realizarlo de ningún modo. Cuando pe
camos queriendo, en efecto, la mala voluntad pare
ce identificarse con el pecado. Sea el siguiente ejem
plo: U no ve a una mujer y es presa de la concupis
cencia, quedando afectada su m ente por la delecta
ción carnal. El resultado es que queda devorado por
las llamas de la desordenada posesión carnal. ¿Qué
es sino pecado — dices tú— esta voluntad y desho
nesto deseo?
Te respondo, preguntando yo a mi vez: ¿Qué
pasa cuando esta voluntad queda dominada por la
virtud de la tem planza, sin llegar por ello a extin
guirla? ¿Q ué, cuando se mantiene para que haya
lucha, cuando persiste para enfrentarse a ella, si
bien no desaparece una vez vencida? ¿Es que po
dría haber pelea sin ocasión de pelear? ¿O podría
6 M t 26, 39.
7 Is 53, 7.
8 Sal 125, 3.
ser grande el premio si no hubiera algo pesado que
sobrellevar?
Cuando se ha acabado el com bate, no cabe ya
luchar, sino recibir el prem io. N osotros luchamos
aquí para recibir la corona del com bate en otro lu
gar com o vencedores. Para que haya lucha, sin em
bargo, se precisa un enem igo que nos haga frente y
no que falte. Ahora bien, este enem igo es nuestra
mala voluntad, de la que salimos victoriosos cuando
la som etem os a la divina. Con todo, nunca la extin
guimos de cuajo para poder tener siempre con quien
luchar. Si no toleram os nada que contraríe nuestra
voluntad y, en cambio, saciamos nuestros deseos,
¿qué hacem os por Dios? ¿Quién nos lo agradecerá
si en aquello que decimos hacer por É l satisfacemos
nuestra propia voluntad?
«Entonces — dirás tú-— ¿qué m erecem os ante
D ios por las obras que hacem os, las hagamos que
riendo o sin querer?»
«Nada», respondo. Él, ciertam ente, cuando re
munera, valora más el alma que la acción. Por otra
parte -—com o demostraré más adelante— 9, la ac
ción no añade nada al m érito, sea fruto de la buena
o de la mala voluntad. Cuando anteponem os su vo
luntad a la nuestra — y seguimos la suya antes que
la nuestra— , conseguim os un gran mérito a sus
ojos. La Verdad alude a esta perfección cuando
dice: «Porque he bajado del cielo no para hacer mi
voluntad, sino la voluntad del que m e ha envia
do» 10. Y nos exhorta a ella con estas palabras: «Si
alguno viene donde mí y no odia a su padre y a su
m adre... y hasta su propia vida, no puede ser mi
discípulo» u . Como si dijera: «Quien no renuncia a
las insinuaciones de aquéllos y a su propia voluntad
9 Capítulo 6.
10 Jn 6, 38.
11 Le 14, 26.
y se som ete totalm ente a mis m andam ientos, no
puede ser discípulo m ío.»
D e la misma manera, pues que se nos manda
odiar a nuestro padre y no matarlo, se nos manda
también no seguir nuestra voluntad y no aniquilarla
por com pleto. Quien dice: «No vayas detrás de tus
pasiones» 12, y «refrena tus deseos» 13, nos manda
no dar rienda suelta a nuestros deseos, pero no ca
recer de ellos en absoluto. Lo primero constituye el
vicio. Lo segundo, en cambio, es imposible dada
nuestra humana debilidad. N o es, por tanto, pecado
desear a una mujer, sino consentir en tal deseo.
Tam poco es reprobable la voluntad de acostarse
con ella, sino el consentim iento en tal voluntad.
Cuanto acabamos de decir sobre la lujuria se ha
de aplicar tam bién a la gula. Cuando uno, por ejem
plo, pasa junto al huerto del vecino y ve sus sabro
sos frutos, com ienza a desearlos. Sin embargo, aun
que arda en deseos de la comida, no consiente en el
deseo de sacar del huerto nada con hurto o rapiña.
Pero donde hay deseo, hay también sin duda volun
tad. Nuestro hombre desea los frutos del vecino
para com érselos, cosa que no duda de que le causa
placer. Su natural debilidad le lleva a desear lo que
no es lícito coger sin consentim iento o permiso del
dueño. Reprim e el deseo, no lo mata. Pero no incu
rre en pecado, puesto que no es arrastrado hasta el
consentim iento.
¿Y para qué digo todo esto? Para aclarar de una
vez por todas que bajo ningún concepto se ha de
llamar pecado a la voluntad o deseo de hacer lo que
es lícito. El pecado — com o ya dijimos— radica más
bien en el consentim iento. Y consentim os en lo-ilíci
to cuando no nos retraemos de su ejecución y esta
mos interiorm ente dispuestos a realizarlo si fuera
posible. Q uien, pues, se ve sorprendido ejecutando
12 Si 28, 29.
13 Si 28, 30.
tal propósito añade un agravante a su culpa. Pero,
ante D ios, todo aquel que trata de realizarlo — y lo
realiza en la m edida de s u s posibil dades— es tan
culpable, com o observa san A gustín com o si hubie-
se sido cogido in fraganti 14.
H ay quienes sostienen q u e todc pecado es vo-
luntario, si bien la voluntad no se i identifica con el
pecado y, a veces, com o hem os dicfli o, pecam os sin
quererlo. A este respecto hallan a Iguna diferencia
en tre pecado y voluntad. D istingue n entre «volun -
tad» y «voluntario», esto es, un a eos a es la voluntad
y o tra aquello por lo que la volun tjad se entrega o
consiente.
N osotros entendem os por peca do aquello que
an teriorm en te definim os estrictam eftite com o peca-
do, es decir, el desprecio de D ios 0 del consenti-
m iento a lo que se debe rechazar se£ úri D ios. A hora
bien,’ ¿com o podem os decir que el p ecado es volun-
tario, esto es, que querem os desprc ciar a D ios — y
en esto consiste el pecado— o que querem os bus
caraos nu estra propia ruina o h acen ios m erecedores
de nu estra propia condenación? Fu zs nunca quere-
m os ser castigados por m ás que qu jram os hacer lo
que sabem os que debe ser castigadc o que nos hace
dignos de castigo. Som os injustos, por tan to , al ha-
cer lo que no es lícito, sin qu erer a 1 m ism o tiem po
sufrir la equidad de una pena ju sti A borrecem os
la pena justa y nos agrada una acció n que es a todas
luces injusta.
H ay m uchos casos tam bién en que, seducidos
por la belleza de una m ujer, que abem os casada,
querem os acostarnos con e l l a . Nc querem os, sin
em bargo, com eter un adulterio ues querríam os
que no estuviera casada. M uchos o ;ros, por el con-
14 Por si no era evidente, este párrafoemuestra bien a las
claras lo que A belardo entiende por pecadc y su famosa distin
ción entre pecado y vicio. O bsérvense los ti gos de ejemplos con
que ilustra la doctrina: gula, lujuria, homicit io, etc.
trario, apetecen por vanagloria las mujeres de ios
poderosos, precisamente por ser las mujeres de ta
les hombres. Y por eso mismo las desean más que
si no estuviesen casadas. Evidentem ente, quieren
adulterar con ellas más que fornicar, y faltan por
ello en lo más grave antes que en lo m enos grave.
Y hay también quienes son arrastrados sin compla
cencia de su parte al consentim iento de la concupis
cencia y mala voluntad. Y, por otra parte, la debili
dad de la carne les obliga a querer lo que de ningún
m odo querrían. ¿Cóm o, entonces, llamar voluntario
a este consentim iento que no queremos tener? ¿H e
mos de llamar «voluntario» a todo pecado, tal como
— según se dijo— pretenden algunos? Es algo que
no acabo de ver, a no ser que entendam os por vo
luntario todo aquello que excluye la necesidad.
Pues, en efecto, ningún pecado es inevitable. Es de
cir, a no ser que se dé el nombre de voluntario a
todo lo que procede de alguna voluntad. Tal sería
el caso del que, viéndose obligado, dio muerte a su
amo. Cierto que no lo hizo con voluntad de causarle
la muerte; sin embargo, lo hizo con alguna volun
tad, pues con tal acto quiso escapar a la muerte o
retrasarla 1S.
Otros se agitan no poco al oírnos decir que la
comisión o ejecución del pecado no añade nada ante
Dios a la culpa o a la condenación. Lo razonan di
ciendo que la comisión del pecado arrastra una cier
ta delectación que agrava el pecado. Tal sucede en
el caso del coito o de la comida, al que ya hicimos
alusión 16.
15 Se pone de relieve, una vez más, el espíritu sutil y lúcido
de Abelardo, em peñado en demostrarnos lo esencial del pecado.
No está tan interesado en las diversas categorías que olvide la
esencia del pecado y su descripción psicológica. La escolástica y,
sobre todo, la pastoral abundaron en interminables categorías de
los pecados.
'6 Alusión a las reservas que la moral religiosa — especial
mente la cristiana1— ha tenido siempre sobre el placer carnal. La
Este razonamiento sería válido si pudieran de
mostrar que el pecado consiste en la delectación
carnal y que lo dicho en los casos anteriores no se
puede hacer sino pecando. D e aceptar esto sin más,
nadie podría experimentar que el pecado consiste
en la delectación carnal. En consencuencia, ni los
mismos cónyuges se verían libres de pecado en la
unión del placer carnal que les está permitida. Ni
tampoco el que se alimenta con una apetitosa com i
da de su propia cosecha. Asim ism o se harían res
ponsables todos los enfermos que se recuperan con
alimentos más apetecibles para llegar a restablecer
se y a convalecer de su debilidad. Sabido es que los
enfermos no toman estos alimentos sin delectación;
de lo contrario, no les aprovecharían.
Tam poco el Señor — hacedor de los alim entos y
del cuerpo— estaría libre de culpa si hubiera puesto
en ellos unos sabores que por su deleite obligaran a
pecar a quienes no se dan cuenta de ello. ¿Podría
haber creado tales cosas para alimentarnos si hubie
ra sido im posible comerlas sin pecado? ¿O podría
habérnoslas dado com o alimento? ¿Cómo se puede
decir, entonces, que hay pecado en lo que está per
mitido?
Las mismas cosas que en un tiem po fueron ilíci
tas y prohibidas pueden hacerse ya sin pecado algu
no si posteriorm ente se permiten y se convierten de
este m odo en lícitas. Tal sucede con la carne de cer
do y con otras cosas prohibidas en otro tiem po para
los judíos y ahora permitidas a nosotros. Cuando
vemos a los judíos convertidos a Cristo comer libre
mente aquellos alimentos que la Ley les prohibía,
lógica de Abelardo es contundente: lo que en alguna ocasión ha
permitido o mandado D ios no puede ser intrínsecam ente malo.
D ios es la fuente suprema de moralidad.
En las líneas siguientes aparecen afirmaciones de Abelardo
condenadas por el Concilio de Sens. «El hom bre no se hace ni
mejor ni peor por sus obras» (ver Apéndice, 2 y 3, pp. 113 ss.).
¿cómo excusarlos de culpa sino porque afirmamos
que D ios se lo permite ahora? Si, pues, tal comida
— antes prohibida y ahora permitida— carece de pe
cado y no supone el desprecio a D ios, ¿quién podrá
decir que hay pecado en aquello que ha hecho lícito
el permiso divino? Y si acostarse con la propia mu
jer y com er un alim ento apetitoso nos fue permitido
desde el primer día de la creación — en el paraíso
todo esto se vivía sin pecado— , ¿quién nos acusará
de pecado por esto, si en ello no excedem os el lími
te de lo permitido?
Vuelven a la carga diciendo que tanto el coito
conyugal com o la comida de un alimento apetitoso
han sido ciertam ente permitidos, pero no deleitarse
en ellos. Se han de hacer más bien prescindiendo
totalm ente de toda delectación. Si fuera así, dichos
actos estarían permitidos en condiciones tales que
sexía de todo punto imposible realizarlos. N o es ra
zonable aquel permiso que concede algo cuya reali
zación resulta im posible.
¿Y cóm o explicar, además, la antigua Ley que
imponía el matrimonio para que cada uno transmi
tiera su descendencia en Israel? ¿O la exhortación
del A póstol al débito conyugal mutuo si tales cosas
no pueden realizarse sin pecado? ¿Cómo afirma que
existe un débito donde hay necesariamente un peca
do? ¿O es que se ha de ver uno obligado a hacer
algo en lo que ha de ofender a Dios? 1 .
D e todo lo cual resulta claro — según creo— que
ninguna delectación natural de la carne se ha de
considerar pecado. Y es claro también que no se ha
de hacer reos de culpa a quienes se deleitan en la
ejecución de cuanto produce necesariam ente un de
leite. Pongam os el caso de un religioso atado con
!7 La lógica abelardiana desbarata las tesis rigoristas, redu
ciéndolas al absurdo. «¿Cóm o afirman que hay un débito donde
existe necesariam ente un pecado?» La simple intención o volun
tad es la esencia del pecado.
cadenas y obligado a yacer entre m ujeres. L a blan-
dura del lecho y el contacto con las m ujeres que le
rodean le arrastran a la delectación, no al consenti-
m iento. ¿Se atreverá alguien' a cal ficar de culpa
esta delectación nacida de la natural íza?
Se objeta a esto diciendo que — s gún m uchos—
el deleite cam al es pecado incluso en el m atrim onio.
E n su haber citan a D avid, que dicc : «Pecador m e
concibió mi m adre» 18. Y el A póstol, después de de-
cir: «volved a estar juntos», añade 1 final: «lo que
os digo es una concesión, no un m m dato» 19. E n
tonces se nos obliga a reconocer que la delectación
carnal constituye en sí m ism a un pecado m ás por
autoridad que por razón.
Sabem os, en efecto, que D avid ío fue fruto_de
la fornicación, sino de m atrim onio egítim o 20. P or
o tra p arte, no hay lugar a la conce sión allí donde
hay ausencia de culpa. P or lo que a m í respecta,
creo que cuando D avid dice que su m adre le conci-
bió pecador — sin determ inar a quién pertenecía tal
pecado— se refería a la m aldición c Dmún del peca
do original. P or ella cada uno de no ;otros está suje
to a la condena por la culpa de sus propios an tepa
sados, según lo que vem os escrito en otro lugar:
«¿Q uién podrá sacar lo puro de lo im puro? N a
die» 21. T iene, pues, razón san Jerónim o cuando
dice que m ientras som os niños el a m a está exenta
de pecado 22. L ógicam ente, si está limpio de peca
do, ¿cóm o puede estar sucio con jas m anchas del
pecado? ¿No es, sin duda, porque 1 > prim ero se re
fiere a la culpa y lo segundo a la pena?
N o puede, en efecto, haber cu lp i por despreciar
a D ios en quien no es capaz de perc ibir lo que debe
18 Sal 51, 7.
19 IC o 7, 5; 7, 6.
20 ISam , 17, 12.
21 Jb, 14, 4.
22 Texto sin contrastar.
hacer. A pesar de ello, no está libre de la m ancha
el pecado de nuestros primeros padres. Por esta
m ancha carga con una pena — aunque no con una
culpa— , sufriendo la pena de la culpa que ellos
com etieron. Cuando D avid dice que fue concebi
do pecador por su m adre, pensaba sin duda que
estaba sujeto a la sentencia general de condena
ción por la culpa de sus primeros padres. Pero no
atribuyó de igual m anera este delito a sus padres
inm ediatos que a los primeros.
Por lo que se refiere a lo que el A p óstol llama
«concesión», no ha de entenderse, naturalm ente
— com o algunos pretenden— , com o si esta conce
sión y perm iso fuera licencia para pecar. D ice, en
efecto: «Lo que os digo es una concesión, no un
m andato.» C om o si dijera: «Es un perm iso, no
una im posición.» Si los cónyuges quieren y de m u
tuo acuerdo lo deciden, pueden abstenerse del co
m ercio carnal sin que por una orden puedan ser
obligados a ello. Y , si no lo han decidido, se les
concede, es decir, tienen perm iso para bajar de
una vida más perfecta a la práctica de otra más
relajada.
E stá claro, pues, que el A p óstol no entiende
en este lugar la «concesión» com o la licencia para
pecar. M ás bien la entiende com o perm iso para
una vida m ás laxa. Con ello se evita la fornica
ción, a fin de que una vida m enos elevada se anti
cipe a la m agnitud del pecado. D e esta m anera
tiene m enos m érito pero no se hace m ayor en el
pecado.
H e traído a colocación estas cosas para que na
die — pretendiendo que toda delectación carnal es
pecado— diga que el mismo pecado es mayor cuan
do se lleva a cabo. Sería com o si uno llevara el con
sentim iento del alma a la com isión del pecado. O
com o si se contaminara no sólo consintiendo en algo
deshonroso, sino también con la mancha de su eje
cución. Y como si pudiera contaminar el alma lo
que sucede fuera de ella, en el cuerpo 23.
La ejecución de los actos, por tanto, no dice re
lación ninguna con la gravedad de un pecado cual
quiera. Y el alma no puede ser manchada más que
por lo que le es propio, a saber, por el consenti
miento. Esto es lo único que hem os llamado peca
do. Y radica en la voluntad que antecede o sigue a
la ejecución del acto. N o pecam os, por tanto, aun
que deseem os o hagamos lo que no es lícito. A m e
nudo estas cosas suceden sin que haya pecado algu
no. Por el contrario, el consentim iento puede existir
sin esas cosas, según dem ostram os ya más arriba,
cuando tratamos de la voluntad sin consentim iento
en aquel que cae en concupiscencia al ver a una
mujer o un fruto ajeno. Es el caso también de aquel
que no es arrastrado al mal cuando contra su volun
tad da muerte a su amo.
A nadie se le oculta, sin em bargo, con cuánta
frecuencia hacemos cosas que no deben hacerse, sea
por coacción, sea por ignorancia. A sí es el caso de
una mujer que se ve forzada a acostarse con un
hombre que no es su marido. O el del hombre que,
por equivocación o engaño, duerme con la que no
es su mujer. O aquel juez que condena a muerte
por error a quien cree que debe dar muerte. En
este sentido no es pecado desear la mujer del próji
mo o acostarse con ella, sino consentir en ese deseo
o en esa acción. Es a este consentim iento en la con
cupiscencia al que la ley llama concuspiscencia o de
seo, cuando dice: «No desearás» 24. N o se prohíbe
aquí, en efecto, el deseo que no podem os evitar — y
23 Sin duda, en este pasaje se quiere marcar diferencia entre
la moral judía y la cristiana. En el Diálogo entre un filósofo, un
judío y un cristiano se reprocha a los judíos el dar demasiada
importancia a las obras exteriores de la Ley — ritos y sacrificios—
cuando lo único que justifica es la intención o amor a D ios.
24 D t 5, 21.
en el que, com o se ha dicho, no pecamos— , sino el
consentim iento en el mismo. D e igual manera han
de entenderse las palabras del Señor: «Todo el que
mira a una mujer — es decir, quien la mira de tal
m odo que consiente en el deseo de ella— ya com e
tió adulterio con ella en su corazón» 25. Y esto aun
que no fornique con ella. Vale tanto com o decir que
es reo de la culpa del pecado, aunque 110 lo haya
todavía ejecutado.
Por más vueltas que le dem os, cuando los actos
aparecen ejecutados por una orden o una prohibi
ción, más que a estos actos tal orden o prohibición
se ha de referir a la voluntad o al consentim iento.
D e lo contrario, nada de lo que afecta al mérito
sería objeto de una orden. D el mismo m odo, tanto
m enos dignas de ordenación son las acciones cuanto
m enos dependen de nuestra voluntad o albedrío.
H ay, en efecto, muchas cosas que nos impiden
actuar. En cam bio, la voluntad y el consentim iento
siempre los tenem os a nuestra disposición. D ice el
Señor: «N o matarás» 26. «N o levantarás falso testi
m onio» 27. A hora bien, si tom am os tales palabras al
pie de la letra y las referimos a la acción, no encon
tramos que con ellas se proscriba el delito o se
prohíba la culpa. Únicam ente se prohíbe la realiza
ción de la culpa. El pecado no está en matar a un
hombre o en acostarse con la mujer del prójimo.
Tales cosas pueden darse a veces sin com eter peca
do. Si, por el contrario, la prohibición se refiere al
pie de la letra a la acción misma, quien quiera le
vantar un falso testim onio — o bien consiente en lle
varlo a cabo— no es reo de culpa ante la Ley, si no
lo ejecuta y se calla por cualquier m otivo. N o está
escrito que no queramos levantar falso testim onio o
25 M t 5, 28.
26 D t 5, 17.
27 D t 5, 20.
que no consintam os en él. Sim plem ente, que no lo
levantem os.
D e la m ism a m anera, la Ley pr <í>híbe casarnos
con nuestras herm anas o unirnos ellas. A h ora
bien, nadie podrá observar este precsp to si no hay
nadie que pueda reconocer a sus herm anas. D igo
nadie en el caso de que la prohibición i se refiriera al
acto antes que al consentim iento. A s por ejem plo,
en el caso de que alguien se casara, c >n su herm ana
po r ignorancia, ¿es violador de la L« y porque hace
lo que ésta ha prohibido? N o — dirás-—, no es viola
dor de la Ley, pues no consintió en su violación al
ob rar p o r ignorancia. A sí pues, no se ha de llam ar
violador a quien hace lo que está pr íhibido, sino a
quien presta su consentim iento a ac uello que sabe
prohibido. T am poco la prohibición f a de entender-
se referida a la acción, sino al cfcmsentimiento.
C uando se dice, por ejem plo: «Nc hagas esto o
aquello», se ha de entender: «No co isien tas en ha
cer esto o aquello.» Es com o si dijeia: «No te atre
vas a ello de form a deliberada.»
San A gustín presta gran atención a esto y reduce
todo pecado y tod a prohibición a a caridad y al
deseo. D ice: «N ada m anda la Ley sino la caridad y
nada prohíbe sino el deseo.» El m ism o A póstol afir
m a tam bién a este respecto: «Todos los dem ás p re
ceptos se resum en en esta fórm ula: am arás a tu p ró
jim o com o a ti m ism o» 28. P ara conc uir: «la caridad
es, po r tanto , la plenitud de la Ley» 29. C uando das
lim osna a quien está necesitado — o sim plem ente te
ves im pelido a ello po r la caridad- tu voluntad
está dispuesta, aunque te falte la posibilidad de ha
cerlo. N o queda por tu p arte el hacer lo que puedes.
E n nada cam bia el m érito, cualqu era que sea la
circunstancia que te im pida realizar la lim osna.
Q ueda, pues, probado que tantc las acciones lí
28 Rm 13, 8.
29 Rm 13, 10.
citas com o las ilícitas las hacen por igual buenos y
malos. Sólo la intención las distingue. Como nos re
cuerda san Agustín, arriba citado 30, en el mismo
acto en que vem os a D ios Padre y a Jesucristo, el
Señor, vem os tam bién a Judas, el traidor. El Hijo
fue entregado por obra de D ios Padre. Y fue tam
bién del mismo Hijo e igualmente del traidor Judas.
A sí nos lo recuerda el Apóstol: «D ios lo entregó
por todos nosotros» 31, y «el Hijo se entregó a sí
mismo» 32, y en el Evangelio se nos dice que Judas
entregó a su M aestro 33. Tenem os, pues, que el trai
dor hizo lo que D ios hizo. Pero ¿obró bien? No
estuvo bien hecho ni debía aprovecharle, aunque
fuera bueno.
D ios, en efecto, no juzga lo que se Lace, sino la
intención con que se hace. Por otra parte, ni el m é
rito ni la gloria están en la obra misma, sino en la
intención del que la ejecuta. El mismo acto es reali
zado a m enudo por diferentes personas: unas con
justicia, y otras con maldad. Sirva de ejemplo el
caso de dos personas que ahorcan a un mismo reo.
U no actúa por sed de justicia, y otra por odio naci
do de viejas enem istades. Y si bien el acto de la
horca es el mismo — ambos, en efecto, hacen lo que
es bueno que se haga y lo que la justicia exige— ,
con todo, dadas las diferentes intenciones, un mis
mo acto se ejecuta de distinta manera. U na lo hace
mal; la otra, bien.
En fin, ¿quién ignora que el mismo diablo no
hace más que lo que D ios le permite? Castiga al
malvado según sus m erecim ientos o se le permite
afligir a un justo para que se purifique más o pueda
servir de m odelo de paciencia. Pero, comoquiera
30 «Nada manda la Ley sino la caridad.» Texto de san Agustín
citado más arriba. Texto sin contrastar.
31 Rrn 8, 32.
que lo que D ios te permite hacer es fruto de su pro
pia maldad, se dice que su poder es bueno e incluso
justo, si bien su voluntad sigue siendo injusta. El
poder lo recibe de D ios; la voluntad, en cambio, le
viene de sí mismo.
Bien consideradas las acciones en sí mismas,
¿quién, incluso entre los elegidos, podrá equiparar
se a los hipócritas? ¿Quién aguanta o realiza por el
amor de D ios cosas tan penosas com o ellos por el
deseo de la alabanza humana? Nadie ignora que a
veces se hacen con intención recta — o que hay que
hacerlas— cosas que D ios prohíbe. Y que, por el
contrario, manda a veces ciertas cosas que no deben
hacerse de ninguna manera. Sabem os, por ejem plo,
que obró algunos milagros y que con ellos curó cier
tas enferm edades. Y sabem os también que, dando
ejem plo de humildad, prohibió que se hablase de
ellos para que nadie deseara para sí la gloria de una
gracia de este modo concedida. Sin embargo, los
que habían recibido de Él tales favores no dejaron
de publicar para honor suyo no sólo que él había
sido el autor de tales cosas, sino que también había
prohibido que se revelaran.
D e ellos, en efecto, está escrito: «cuanto más se
lo prohibía, tanto más ellos lo publicaban» 34. ¿D e
bem os, entonces, considerar como culpables de una
transgresión a los que obraron contra esta orden re
cibida y que además lo hicieron con plena concien
cia? ¿Se les podría excusar de transgresión si no su
piéramos que no lo hicieron por desprecio a quien
dio la orden y que quisieron hacerlo en su honor?
Te ruego, pues, que me digas si Cristo ordenó lo
que no debió mandar o si ellos pasaron por alto lo
que debían observar.
Era bueno ordenar lo que no era bueno hacer.
¿Acusarás al Señor en el caso de Abrahán por ha-
berle ordenado primero que inmolara a su hijo para
después im pedírselo? ¿Es que no era lícito que D ios
ordenara lo que no era bueno que se hiciera? Si era
bueno, ¿por qué, entonces, quedó prohibido? Pero,
si era igualm ente bueno ordenarlo que prohibirlo
— nada permite o consiente D ios hacer sin una cau
sa razonable— , entonces sólo la intención del man
dato y no su realización excusa a D ios, pues ordenó
algo que quizá no era bueno que se hiciera. D ios no
pretendía ni ordenaba en realidad que Abrahán in
molara a su hijo. Tan sólo quería poner a prueba la
obediencia, la firmeza de la fe y el amor de
Abrahán hacia Él y dejárnoslo como ejemplo.
Así lo pone de manifiesto el Señor cuando dice:
«Ahora sé que tú eres tem eroso de D ios» 35. Era
com o decirle: «Estabas dispuesto a hacer lo que yo
te he ordenado. Quería que los demás supieran lo
que yo mismo sabía de ti desde el principio de los
tiem pos.» En esta acción en sí misma no recta, la
intención de D ios fue, por consiguiente, recta.
Como recta fue su prohibición de aquello que he
mos m encionado ya. Una prohibición impuesta no
tanto para que se practicara, cuanto para darnos a
nosotros los débiles un ejemplo de cóm o evitar la
vanagloria. Fue así com o D ios ordenó lo que no
estaba bien que se hiciera. Y , por el contrario,
prohibió lo que estaba bien que se hiciera. En aquel
acto le excusa a él la intención. Aquí excusa a quie
nes no cumplieron realmente su orden. Sabían, en
efecto, que no se les había ordenado para que la
cumplieran, sino para poder dar con ello un ejem
plo. Queda a salvo, pues, la voluntad de quien dio
la orden. Y ellos no la despreciaron, sabedores
com o eran de que no contravenían su voluntad 36.
35 Gn 22, 12.
36 Abelardo parece dar solución aquí al principio voluntarista
de la ética de Occam: las cosas son buenas o malas porque D ios
quiere que así sean, pero podrían ser de otra manera. A quí se
Si quisiéram os ahora dar m ás va or a las obras
que a la intención, deberíam os recor ocer que a ve-
ces — con plena conciencia y sin qu haya en ello
pecado alguno— no sólo se quiere lacer sino que
de hecho se hace lo contrario del mja ndato divino,
Y, en consecuencia, no se ha de llam ar m ala a una
voluntad o a una acción que no se at ene a la orden
divina, con tal que aquel a quien va dirigida la or-
den no se aparte de la voluntad de qi iien la da. Si la
intención de quien da la orden excus a a D ios — que
m anda hacer lo que en absoluto p u í de hacerse— ,
de la m ism a m anera la intención m o\ id a por la cari-
dad exim e de culpa a aquel a quier va dirigida la
o rd e n .
R esum iendo en una breve concl isión lo dicho,
hem os estudiado cuatro puntos per: ectam ente dis-
tintos en tre sí: 1) E l vicio del alm a c ue nos em puja
a pecar. 2) E l pecado m ism o consistsnte en el con'
sentim iento al m al o en el desprecio de D ios. 3) El
deseo del m al. 4) L a realización del mal.
Q u erer no es lo m ism o que realizar lo que se
quiere o desea. D e la m ism a m anera , pecar no es lo
m ism o que llevar a cabo el pecado, Lo prim ero ha
de entenderse com o el consentim ien :o del alm a por
el cual pecam os. Lo segundo, cornc el resultado o
fruto de la acción, resultante de ejecutar aquello en
que previam ente hem os consentic o. P or tanto,
cuando se dice que el pecado o la tentación se for
m aliza de tres m aneras — a saber, >or sugestión o
tentación, por delectación y por consentim iento— ,
se ha de en tend er com o sigue: que a m enudo somos
arrastrados por estas tres cosas a a com isión del
pecado, tal com o les sucedió a nu ístros prim eros
padres.
reconoce que el bien no es bien porque Dio: quiere que lo sea,
sino que D ios es bueno porque quiere el bien En otras palabras,
D ios sólo quiere que suceda lo que es bueno que suceda.
Primero vino la sugestión o persuasión del dia
blo, al prom eterles éste la inmortalidad si probaban
del árbol prohibido. Le sucedió después la delecta
ción: la mujer sintió ardientes deseos de ella — do
minada en su imaginación por el placer de la manza
na— pues vio que era hermosa y entendió que sería
agradable al paladar. Consintió y fue arrastrada al
pecado, a pesar de que debía haber reprimido este
deseo para obedecer el mandato de D ios. Peca
do que debió expiar por el arrepentimiento, p e
ro que terminó de hecho en consum ación. Por es
tos tres escalones descendió a la perpetración del
pecado.
D e m odo sem ejante — arrastrados por estas mis
mas pasiones— llegamos también nosotros muchas
veces no a pecar, pero sí a com eter el pecado. En
primer lugar, por sugestión o persuasión. Cuando
por exhortación de alguien se nos provoca desde
fuera a hacer lo que no se debe hacer. Sabem os,
por ejem plo, que hacer determinada cosa nos pro
duce placer. Entonces, nuestro espíritu se siente
atraído por el simple placer de la cosa misma. Y en
este mismo pensam iento som os tentados por el pla
cer y pecam os precisam ente en cuanto asentimos a
este placer por el consentim iento. A través de estas
tres etapas llegam os finalm ente a la consum ación
del pecado.
Pretenden algunos que tras la palabra «suges
tión» se ha de incluir «de la carne». Y ello a pesar
de que no exista persona alguna que haga la suges
tión, com o es el caso de aquel que com ienza a de
sear a una mujer porque la ha visto. A mí m e parece
que no se debe llamar más que delectación. Tal de
lectación, com o otras sem ejantes, nace espontánea
m ente y no es pecado, com o hem os recordado más
arriba. El A póstol la llama tentación humana: «No
habéis sufrido tentación a la medida humana. Y fiel
es D ios que no permitirá seáis tentados sobre vues
tras fuerzas. A ntes bien, con la tentación os dará
modo de poderla resistir con éxito» 37.
Se llama tentación en general cualquier inclina
ción del alma a hacer aquello que no es lícito, tráte
se de la voluntad o del consentim iento. Pero llama
mos tentación humana a aquella de la que pocas
veces o nunca puede prescindir la debilidad huma
na. Tal es, por ejem plo, la concupiscencia de la car
ne o la apetencia de una sabrosa comida. «Hazme
salir de mis angustias» 3S, pedía entre sollozos el sal
mista. Como si dijera: «Líbrame de las tentaciones
de la concupiscencia — de alguna manera naturales
y necesarias— a fin de que no me arrastren al con
sentim iento.» O también: «Termine ya esta vida de
tentaciones y quede yo libre de ellas.»
Lo que anteriormente dice el Apóstol: «no ha
béis sufrido tentación a la medida humana», viene
a significar más o menos esto. Si el alma se inclina
hacia la delectación — que es, según dijimos, la ten
tación humana— , que no sea arrastrada hasta el
consentim iento en el que radica el pecado. Y com o
si alguien le preguntara: «¿con qué fuerza podem os
resistir tal concupiscencia?», añade: «fiel es D ios,
que no permitirá que seáis tentados». Es com o de
cir: hay que confiar en Él antes que presumir de
nosotros. Él, que nos prom ete su ayuda, es veraz
en todas sus proxnesas. Equivale a decir que es fiel
y que por lo mismo se le ha de creer en todo.
Por un lado, Él no consiente que seamos tenta
dos más allá de nuestras fuerzas. Su misericordia de
tal forma frena esta tentación humana que no nos
arrastra al pecado más de lo que podem os aguantar,
oponiéndole resistencia. D e otro, esta misma tenta
ción nos ofrece otra ventaja, pues por su medio nos
ejercita para que, cuando más tarde aparezca la ten
37 IC o, 10, 13
38 Sal 25, 17.
tación, nos sea m enos pesada. Y al mismo tiem po
sintamos m enos m iedo ante el em bate de un enem i
go a quien ya vencim os y al que aprendimos a en
frentarnos. U na lucha, en efecto, que aún no hem os
experim entado se sostiene más difícilmente y nos
atemoriza más. Pero su dureza y su miedo se desva
necen ante los vencedores ya hechos a la lucha.
D E LAS TENTACIO NES
D E LOS DEM O N IO S
Las tentaciones o sugestiones pro ceden no sola-
m ente de los hom bres, sino de los c em onios. Pues
hay que saber que tam bién éstos n >s provocan al
pecado, no tanto con palabras, cuan to con hechos,
C onocedores de la naturaleza — po r i >so se les llam a
«dem onios», es decir, conocedores, sabedores— 1
tanto p o r la sutileza de un ingenio com o por una
larga experiencia, conocen las fuerzA:s naturales. Y
saben asim ism o p o r qué lado puede la naturaleza
hum ana deslizarse hacia la sensualidjL d y dem ás pa-
siones.
A veces — con el perm iso de Dic -envían en-
ferm edades a algunos hom bres. Luc go, a petición
de éstos les m andan un rem edio. Y m uchas veces
los enferm os creen sanar cuando los dem onios de-
jan de hacerles daño. E n E gipto, p 3r ejem plo, se
1 A belardo se sirve aquí de la definición común de dem onios
com o genios o espíritus dotados de una gran nteligencia. Gran
des conocedores de la naturaleza — sobre toe o de la naturaleza
humana— , lo que les perm ite escoger el mej< >r m edio para ten
tarla.
Para un mayor esclarecim iento del concep o D em onio, véase
Pedro R . Santidrián, Diccionario de las religiones, Alianza, M a
drid, 1989.
les perm itió realizar prodigios contra M oisés valién
dose de los m agos 2. Y lo hicieron por m edio de las
fuerzas naturales que conocían 3.
E sto no debe llevarnos a tenerlos com o creado
res de las cosas que hicieron, sino m ás bien com o
ordenadores de las mism as 4. A lgo así com o quien,
siguiendo la fórm ula de Virgilio — consistente en la
trituración de la carne de un toro— 5, consiguiera
con su esfuerzo que de ella nacieran abejas. E ste
tal no debería ser considerado com o creador de las
abejas, sino com o ordenad or o m anipulador de la
naturaleza.
C on este convencim iento de las cosas — que por
naturaleza tienen— ios dem onios nos incitan a la
sensualidad o a otras pasiones del alm a. V aliéndose
de artes desconocidas por nosotros, las agitan o las
fijan sea en el gusto por la com ida, sea en los place
res de la cam a. O bien las centran de una u otra
m anera en algún objeto interior o exterior a noso
tros.
V em os, en efecto, que en las hierbas, en las se
m illas, en el interior de las plantas y de las piedras
hay abundantes fuerzas que tienen la virtud de agi
tar o apaciguar nuestras alm as. Y quien las conocie
ra bien, podría lograrlo fácilm ente 6.
2 Ex 7, 11-13.
3 V er A péndice, 3, Carta de San Bernardo sobre los errores
de Abelardo, pp. 122 ss.
4 Su gran inteligencia no les permite alcanzar la categoría de
D ios. Los dem onios son más bien ordenadores u organizadores.
Abelardo tendría en cuenta aquí el concepto y función que Pla
tón tiene en el Timeo del demiurgo, com o organizador de la ma
teria: el que pone orden en el caos, convirtiéndolo en cosm os.
5 Virgilio, Geórgicas, IV , 281-314.
6 Tanto san Bernardo com o el Concilio de Sens formulan la
condenación de esta doctrina en la siguiente proposición: «El de
monio sugiere el mal por operación de piedras o hierbas» (prop.
Pero el pensam iento de Abelardo discurre por otra vía. La
naturaleza misma se encargaría de agitar o apaciguar las almas si
se conociesen sus decretos.
¿POR Q U É LAS O BRA S D E L PE C A D O
SE C A STIG A N M ÁS Q U E EL PEC A D O
MISMO?
Algunos se sorprenden no poco al oírnos decir
que la ejecución del pecado no se llama propiam en
te pecado y que nada añade a la gravedad del mis
mo. La razón parece estribar en que a los penitentes
se les im pone una satisfacción más pesada por la
comisión de la obra que por la mancha de la culpa.
Responderé a éstos, en primer lugar, con esta
pregunta: ¿Por qué no sorprenderse más bien de
que se imponga una grave pena donde no hubo cul
pa alguna? ¿Y por qué a veces se tiene que castigar
a quienes sabem os que son inocentes? Pongam os el
caso de una pobre mujer, madre de un niño de pe
cho, que no tiene la suficiente ropa ni para el bebé
que está en la cuna ni para ella misma. M ovida a
compasión por el pequeñín, lo estrecha contra sí
para darle calor con sus propios andrajos, hasta tal
punto que, llevada de su inclinación natural, ahoga
sin querer a aquel a quien abraza con el mayor
amor. «Am a — dice san Agustín— y haz lo que
quieras» x.
1 N ota sin contrastar en el texto original latino. Es, sin em
bargo, una de las citas más conocidas de san Agustín, que, por
Sucede, sin embargo, que, cuando esta mujer
acude a pedir la absolución al obispo, éste la castiga
con una grave pena. Y lo hace no por la culpa que
pudiera haber com etido, sino para que, en lo sucesi
vo, tanto ella com o otras mujeres tengan más cuida
do en circunstancias semejantes.
Otras veces se da el caso de que alguien es acu
sado ante el juez por sus enem igos. El juez sabe
que es inocente del delito que le imputan. Sus acu
sadores insisten, piden que se les oiga en juicio. En
el día convenido invaden el tribunal y aportan testi
gos, aunque falsos, para demostrar la culpabilidad
del acusado. Comoquiera que el juez no tiene razo
nes evidentes para poder recusar a tales testigos y
la Ley le obliga a aceptarlos — una vez recibidos sus
testim onios— , tiene que castigar a un inocente, no
m erecedor de castigo. Ahora bien, dado que la Ley
lo ordena, el juez obra con justicia. En consecuen
cia, por tales m otivos se puede imponer a veces con
razón una pena allí donde no hubo culpa alguna
previa 2.
Pregunto ahora: ¿tiene algo de extraño que allí
donde hubo una culpa previa — si va seguida de una
acción— se agrave la pena o castigo ante los hom
bres en la vida presente pero no en la futura ante
Dios? Los hom bres, en efecto, no juzgan las inten
ciones ocultas, sino las manifiestas. Y no tienen en
cuenta tanto la mancha de la culpa, com o el resulta
do o efecto de la obra. Sólo D ios, que no tiene en
otra parte, quiere expresar de otro m odo la expresión evangélica
contenida en Mt 22, 36: «M aestro, ¿cuál es el m andam iento ma
yor de la Ley?»
2 Se distingue aquí entre el orden interno — la conciencia o el
pecado interno— y el orden externo — el pecado externo— . Más
adelante volverá a hablar de crimen o delito. Se establece así
una primera distinción entre moral y derecho.
Los hombres no pueden juzgar sobre lo oculto, sino sobre lo
m anifiesto, es decir, sobre los actos externos o delitos. D ios lo
ve todo y juzga todo según verdad.
cuenta tanto lo que se hace, com o e 1 espíritu o in-
tención con que se hace, valora según verdad la
m ancha en nuestra intención y exaifiina con juicio
verídico la culpa.
Sin duda por eso se dice de Él: « ][ue escruta los
riñones y el corazón» . Y que «ve e i lo secreto» 4.
V e perfectam ente allí donde nadie v . Y al castigar
la ob ra no atiende a la obra en sí, í ino a la inten-
ción. N osotros, en cam bio, no teñe tios en cuenta
la intención que no vem os, sino la o tr a que conoce
mos.
P o r eso, m uchas veces p o r erro r o — com o diji-
m os m ás arriba— por im posición de a Ley, castiga-
mos a los inocentes o absolvem os a los culpables. A
D ios se le llam a «el que escruta le s riñones y el
corazón». Es É l quien conoce cualquier intención,
sea que provenga de una pasión del alm a o de la
debilidad y delectación de la carne.
3 J r 2 0 , 12.
4 Mt 6, 4.
D E LOS PEC A D O S ESPIRITUALES
Y CAR N A LES
Los pecados son sólo del alma y no de la carne.
Pues sólo puede haber culpa y desprecio de D ios
allí donde hay conocim iento del mismo y donde la
razón puede echar sus raíces. Algunos pecados, sin
em bargo, se llaman espirituales, y otros, carnales.
Es decir, unos nacen de los vicios del alma, y otros,
de la debilidad de la carne 1.
La concupiscencia, por ejem plo, al igual que la
voluntad, radica exclusivamente en el alma, pues no
podem os apetecer o desear algo sin quererlo. A ho
ra bien, se habla de una concupiscencia de la carne
y también de una concupiscencia del espíritu. «La
carne — dice el A póstol— tiene apetencias contra
rias al espíritu, y el espíritu, contrarias a la carne» 2.
Lo que vale tanto com o decir que, a través de la
delectación que se siente en la carne, se apetecen o
se tienen por apetecibles cosas que rechaza el juicio
de la razón.
1 Fiel a la distinción que hizo en el c. 2, A belardo cree que
todos los pecados son del alma. No obstante, habla aquí de peca
dos espirituales y carnales. Éstos se llaman así por la «delectación
que se siente en la carne».
2 Ga 5, 17.
¿POR Q U É SE LLA M A A D IO S
«EL Q U E ESC R U TA LOS R IÑ O N ES
Y EL CO R AZÓ N »?
D ios es llamado «el que escruta los riñones y el
corazón», es decir, «el que penetra las intenciones
y consentim ientos» que nacen de ellos. Y se le llama
así en atención a esta concupiscencia de la carne y
del alma de que acabamos de hablar.
N osotros, en cambio, incapaces de examinar y
juzgar tales cosas, dirigimos nuestros juicios funda
mentalmente a las obras o acciones. N o castigamos
las culpas, sino más bien las obras. Y-evitam os ven
gar no tanto lo que perjudica al alma de cada uno,
cuanto lo que puede dañar a los demás. En este
sentido, más tratamos de prevenir los males públi
cos que de corregir los privados. Lo dice el Señor a
Pedro: «si tu hermano llega a pecar contra ti, vete y
repréndele, a solas tú con él» .
«Si tu hermano llega a pecar contra ti...» ¿signi
fica que sólo hem os de corregir o vengar las ofensas
o injurias que se nos infieren a nosotros y no las
inferidas a los demás? N o, en absoluto. «Si tu her
mano llega a pecar contra ti» fue pronunciado evi-
dentem ente en referencia a la posibilidad de que él
pudiera arrastrarte con su ejemplo a la corrupción.
Es claro que, si sólo peca contra ti mismo — si su
culpa secreta le hace reo a él solo— , no arrastra a
los demás al pecado con su ejem plo, en cuanto de
él depende. Y así esta acción se ha de castigar más
entre los hombres que la culpa del alma, aun en el
caso de que no haya quien imite o quien conozca su
mala acción. Y la razón es que puede causar mayor
daño y hacerse más perniciosa por el ejemplo que
la culpa secreta del alma.
A sí, todo aquello que puede causar la perdición
común o la desgracia pública ha de ser castigado
con una sanción más severa. Y lo que entraña un
perjuicio mayor m erece entre los humanos una pena
también mayor. Por lo m ism o, el mayor escándalo
causado a los hombres lleva aparejado el mayor cas
tigo entre los m ism os, aun cuando tal escándalo
vaya precedido de una culpa más leve.
Valga el caso del que ha violado a una mujer
dentro de una iglesia 2. Cuando un hecho tal llega a
oídos del pueblo, éste se extraña no tanto por la
violación de la mujer y del verdadero templo de
D ios 3, cuanto por la profanación del tem plo m ate
rial. Pero lo cierto es que es más grave atropellar a
la mujer que a las paredes, e injuriar al ser humano
que al lugar. D e la misma manera, castigamos más
severam ente el incendio de una casa que la fornica
ción consum ada, aunque sepamos que esto último
es mucho más grave a los ojos de D ios.
Tales cosas, ciertam ente, no se hacen tanto para
satisfacer la justicia cuanto para cortar el desenfre
2 IC o 3, 16-17, habla del verdadero tem plo de Dios: el cuer
po humano. Abelardo aparece especialm ente sensible a esta doc
trina com o una experiencia personal inolvidable. En la carta IV
de Abelardo a Eloísa aparece un sentim iento profundo de culpa
bilidad por haber tenido m anifestaciones amorosas en el claustro
de Nuestra Señora (ver Cartas de A belardo y Eloísa, carta IV ).
3 IC o, 16-17; IC o 6, 19; 2Co 6, 16; E f 2, 21.
no. D e este m odo — repetimos-— ai ajando las des
gracias públicas, aseguram os el bier estar de la co-
m unidad. E n consecuencia, muchas veces castiga-
m os los pecados m enores con penas m ayores. Y no
porque m idam os con justicia equitat:j va la culpa que
precedió, sino porque atendem os co n ponderación
a los daños que de aquí podrían surj;:ir, si el castigo
fuera leve.
D ejam os las culpas del alm a al J U licio de D ios. Y
castigam os según nuestro propio j icio las conse
cuencias de dichas culpas que po d en os juzgar. P ara
ello — repetim os— tenem os en cuenl a m ás una pon-
derada prudencia que la m ism a justi<::ia estricta. P or
él contrario, D ios pone una pena p roporcionada a
la gravedad de la culpa de cada u 1 LO D e m anera
que todos los que en igual m edida le desprecian,
son castigados por Él con una pena ij ;ual Pongam os
el ejem plo de un m onje y de un laico que consienten
igualm ente en la fornicación. R esul ta em pero, que
el fuego de la pasión quem a de tal n añera la m ente
del laico, que ni siquiera siendo m or je habría desis-
tido, por respeto a D ios, de tal ot scenidad. Pues
bien, el laico m erece en tal caso el m ism o castigo
que el m onje.
Y esto se ha de extender tam biéi tanto a quien,
pecando exteriorm ente, escandaliza arrastra con
y
su ejem plo a m uchos, com o a quien pecando ocul-
tam ente, sólo se perjudica a sí mis tío . Pues, si el
que peca a ocultas lo hace con el m ism o fin y con
igual desprecio de D ios que el prim e o, carga cierta-
m ente a los ojos de D ios con un a cu' pa igual a la de
su com pañero. Y esto aunque no a ita stre a otros a
pecar. Su acto' a ocultas se debe más a la casualidad
que a la intención de evitarlo por a:r i or de D ios, ya
que tam poco él se contiene por am a r de Dios,
E fectivam ente, D ios, en la re ihuneración del
bien y del m al, sólo atiende a la in tención y no al
resultado de la obra. N o m ide el re slultado de nues-
tra b u en a o m ala voluntad. Juzga el espíritu mism o
en la intención o propósito, pero no en el resultado
o en la obra externa. Como hem os dicho ya, las
obras que pertenecen por igual a réprobos y elegi
dos, son todas indiferentes por su misma naturale
za. N o se han de calificar de buenas o malas sino á
través de la intención de quien las ejecuta. Esto
quiere decir que el hacerlas no es bueno o malo,
sino porque se hacen bien o mal con la intención
con que deben o no deben hacerse.
El hecho mismo de la existencia del mal es bue
no — nos recuerda san Agustín 4— pues D ios lo uti
liza bien y no consiente que sea de otra manera. Sin
embargo, el mal no es por ello, en absoluto, un
bien. Cuando se dice que la intención de un hombre
es buena y que también lo es su obra, debem os dis
tinguir dos cosas: la intención y la obra. Con todo,
hay una única bondad, la de la intención. En igual
sentido, cuando se habla de un hombre bueno, te
nem os la imagen de dos hombres, pero no de dos
bondades.
En consecuencia, de la misma manera que al
hombre bueno se le llama bueno por su propia bon
dad, así la intención de cualquiera se denomina bue
na por sí misma. Esto nos demuestra dos cosas: 1.a
Q ue, cuando llamamos a alguien «hijo de un hom
bre bueno», éste no tiene en sí nada de bueno. 2.a
Que la obra no se llama buena por sí misma sino
porque es fruto de una intención buena.
La bondad, pues, es una sola. Y por ella se lla
man buenas tanto la intención com o la acción. Y
una sola es igualm ente la bondad por la que llama
mos buenos tanto al hombre bueno com o al hijo
del hombre bueno. Finalm ente, una sola la bondad
3 Mt 6, 22.
4 D os cosas quedan matizadas en este capítulo: 1) Q ue la in
tención no es buena sino en cuanto coincide con la voluntad divi
na. D e este m odo se aparta A belardo de la pura bondad de la
intención en sí misma. 2) Sobre la salvación de los infieles, la
lógica de Abelardo es terminante: «D onde no hay conocim iento
no hay pecado, y donde no hay pecado no hay culpa. Por tanto,
los infieles creen que por sus obras se salvan y agradan a D ios.»
NO H A Y PECADÍO
SINO C O N TR A CO NCIENCIA
P udiera preg un tar alguien si lo perseguidores
de los m ártires o de Cristo pecaban en aquello que
creían agradable a D ios. O , íam bié i, si podían de
jar de hacer sin pecado lo que creí an que no se po-
día dejar de hacer.
Si nos atenem os a lo dicho arrit a — que «el pe-
cado es el desprecio de D ios» o «el consentim iento
en aquello en que se cree que no hay que consen-
til»— , entonces no podem os decir que haya peca-
do. T am poco podem os afirm ar qu í sea pecado la
ignorancia de algo o incluso la m isn a carencia de fe
con la que nadie puede salvarse 1.
Los que, en efecto, no conocen i Cristo y recha-
zan la fe cristiana po r creerla contre ria a D ios, ¿qué
desprecio pueden sentir hacia Dios en eso que ha-
cen precisam ente po r D ios y en lo que, p o r tanto,
creen o b rar bien? Sobre todo, si te^i em os en cuenta
lo que dice el A póstol: «Si la conci en cia no nos con
dena, tenem os plena confianza a a te D ios» 2. Es
1 Esta sentencia quedó condenada en el Concilio de Sens.
«No pecaron los que crucificaron a Cristo pe r ignorancia, y cuan
to se hace por ignorancia no debe atribuirse! a culpa» (n. 10).
2 U n 3, 21.
com o decir: cuando no vamos contra nuestra con
ciencia, en vano debem os ser tenidos como reos de
culpa ante D ios.
Pero, si la ignorancia de tales cosas no se consi
dera en m odo alguno pecado, ¿cómo el mismo Se
ñor ora por los que le crucifican cuando dice: «Pa
dre, perdónales, porque no saben lo que hacen»? 3.
El mismo Esteban, conocedor de este ejem plo, dice
intercediendo por los que le lapidaban: «Señor, no
les tengas en cuenta este pecado» 4. Lógicam ente,
donde/antecedió culpa, no parece que haya lugar
para el perdón. Por otra parte, Esteban llama clara
m ente pecado a lo que era fruto de la ignorancia.
3 Le 23, 34.
4 A ct 7, 60.
¿CU Á N TA S ACEPCIO NES H A Y
D E PEC A D O ?
Para responder más plenam ente a estas objecio
nes, es necesario saber que el nombre de pecado
tiene distintas acepciones. Por pecado, sin embargo,
en sentido propio, sólo cabe entender el «desprecio
de Dios» o el «consentim iento en el mal» — como
ya hicimos notar más arriba— 1. D e él están inmu
nes los niños y los disminuidos m entales 2, pues, no
pudiendo merecer por carecer de razón, nada se les
imputa com o pecado. Estos sólo se salvan por los
sacramentos.
Recibe también el nombre de pecado la víctima
ofrecida por el pecado. A sí dice el A póstol que Je
sucristo «fue hecho pecado» 3. Se llama asimismo
pecado o maldición a la pena del pecado. Por eso
decimos que se condona el pecado, es decir, que se
1 V éase c. 3.
2 Se trata de otra de las afirmaciones polém icas de A belardo,
pero perfectam ente consecuentes con su doctrina. D onde no hay
intención no hay pecado. Los niños y los disminuidos m entales
carecen de razón..., luego.... Los moralistas posteriores trataron
de determinar la edad de la razón, con la consiguiente casuística
que esto supone.
3 2Co, 5, 21.
perdona la pena. Y también que Nuestro Señor Je
sucristo «llevó nuestros pecados» 4 y que sufrió las
secuelas de los m ismos. Pero cuando decimos que
los niños tienen el pecado original o que nosotros
mismos pecam os en Adán, según el A póstol, vale
tanto com o decir que el origen de nuestro castigo o
la sentencia de condenación en que incurrimos se
remonta a su pecado 5.
A veces llamamos también pecado a las mismas
«obras de pecado» y a todo aquello que no entende
mos o queremos rectam ente. ¿Qué significa que al
guien com etió un pecado sino que lo llevó a efecto?
Por el contrario, tam poco ha de extrañar que a los
pecados mismos los llam em os «hechos», según
aquello de san Atanasio: «Y habrán de d ar— dice—
razón de sus propios hechos. Y los que hicieron el
bien irán a la vida eterna y los que hicieron el mal
al fuego eterno» 6.
¿Y qué significa la expresión «de sus propios he
chos»? ¿Por ventura que sólo se ha de juzgar a los
que llevaron a efecto de manera que tendrán mayor
recom pensa los que más obras hayan realizado? ¿Q
quiere decir también que está libre de condenación
el que no llevó a efecto lo que no quiso realizar,
com o el mismo diablo, que lo que se propuso en su
corazón no logró llevarlo a efecto?
D e ningún m odo. «D e sus propios hechos» quie
re decir «del consentim iento de aquellas cosas u
obras que se propusieron realizar». Esto es, de los
pecados que ante el Señor se consideran com o eje
cutados, puesto que él los castiga com o nosotros las
obras. Cuando, pues, Esteban llama pecado a lo
que los judíos hacían contra él por ignorancia, se
estaba refiriendo a la propia pena que él sufría
com o secuela del pecado de los primeros padres. Y
4 Rm 8, 3; Ga 3, 13.
s Rm 5, 12.
6 M t 25, 46.
tam bién a las m ism as penas nacidas de éste o a la
m ism a acción injusta que lapidándolo realizaban,
Pedía, pues, que no se les tuviera en cr enta, es de-
cir, que no se les castigara a ellos co poralm ente
por ello.
Sucede que m uchas veces D ios casti ;a a algunos
físicam ente sin que tal castigo venga exii| ;ido por una
culpa. C on tod o, tal castigo no se ha<Cí sin causa,
C om o, po r ejem plo, cuando envía aílicdiiones al jus-
to p ara purificarlo o ponerlo & prueba O cuando
perm ite que algunos sufran y así se vea i libres des
pués de su sufrim iento y sea É l glorif eado por el
beneficio recibido. Tal sucedió con aq jel ciego de
quien Él m ism o dice: «ni él pecó ni s U S padres; es
para que se m anifiesten en él las obras de D ios» 7.
¿Puede alguien negar que a veces, junto con los pa-
dres pecadores, perecen tam bién los 1 ijos inocen-
tes, com o sucedió en Sodom a — y a me ; íudo en mu-
chos otros pueblos— para que el m al S(:a tanto m ás
tem ido cuanto m ás se extiende la p e n i ? T eniendo
bien presen te esto, pedía san E steban q ue el pecado
— o pena que le infligían injustam ente 'los judíos—
no se les tuviera en cuenta, esto es, q líe no fuesen
castigados po r ello corporalm ente.
E n esto m ism o pensaba el Señor c uando decía:
«Padre, perdónalos» 8. C om o si dijera «No tom es
venganza de lo que hacen contra m í, ni siquiera con
un castigo físico.» C osa que podía h ab a r hecho con
toda razón, aunque no hubiera preced do culpa al-
guna por p arte de ellos a fin de que los dem ás o
ellos m ism os, viendo esto, reconocierai a través del
castigo que no habían obrado rectam inte en este
punto. P ero era conveniente que el S m or nos ex-
ho rtara con este ejem plo de su oració í a la virtud
de la paciencia y a la dem ostración del nayo r am or,
D e m anera que lo que nos había ensef a do de pala-
7 Jn 9, 3. .
s Castigo de Sodoma: Gn 18, 23-33; Le 23, 3|1.
bra — esto es, a orar, incluso por los enem igos—
nos lo demostrara también con el ejemplo.
A l decir, pues, «perdónalos», no estaba refirién
dose a una culpa anterior ni al desprecio que hacia
D ios podrían haber sentido ellos entonces. Se refe
ría más bien al m otivo para imponer una pena que
no sin causa podría haberse seguido de allí, según
dijimos. Y ello aunque no hubiera culpa alguna pre
via, com o sucedió con el profeta, que, enviado con
tra Samaría, com ió y obró lo que había prohibido
el Señor. Pero, a pesar de que en su conducta no
había desprecio de D ios —pues había sido engaña
do por otro profeta— , incurrió en la pena de muer
te, no tanto por su culpa, pues era inocente, cuanto
por haber ejecutado la obra 9.
«D ios cambia a veces su sentencia — observa san
Gregorio— pero nunca sus designios.» Esto es, dis
pone muchas veces no llevar a efecto las amenazas
con que, por alguna causa, mandó o prohibió algu
na cosa. Su designio, sin embargo, perm anece inal
terable: lo que en su presciencia dispone que se
haga nunca deja de ser eficaz. Vem os así que, cuan
do ordenó a Abrahán inmolar a su hijo 10 o cuando
amenazó destruir a los ninivitas, no cumplió lo que
había prom etido, cambiando de este m odo, como
acabamos de decir, su sentencia. D e la misma ma
nera, el profeta arriba citado, a quien se le había
prohibido comer mientras caminaba, creyó violar
con ello la sentencia divina y com eter el mayor deli
to. Pero oyó a otro profeta que se decía enviado del
Señor para poner rem edio a su debilidad con la co
mida. Com ió, por tanto, sin culpa, pues decidió con
ello evitar la culpa. Ni la muerte repentina le causó
ningún mal, pues le libró de las miserias de la vida
presente. Sirvió además a muchos de ejem plo al ver
cómo el justo era castigado sin culpa, y cóm o se
9 IR , 13, 11-24.
10 Gn 22, 1-12.
cumplía en él lo que en otro pasaje se dice al Señor:
«Tú, oh D ios, como eres justo, con justicia todo lo
gobiernas aun cuando condenes a quien no debe ser
castigado» 11. Quiere decir: «condenas no a la muer
te eterna, sino a la temporal».
Si algunos, como los niños, se salvan sin ningún
mérito de su parte — y alcanzan únicam ente la vida
eterna por la gracia— , no es absurdo pensar que
otros sufran penas físicas que no han merecido.
Consta, en efecto, que muchos niños mueren sin la
gracia del bautismo y que son condenados tanto a
la muerte eterna com o a la corporal. Y consta igual
mente que muchos inocentes son castigados. ¿Tie
ne, por consiguiente, algo de extraño que quienes
crucificaron al Señor incurrieran no sin razón en
una pena temporal por su acción injusta? ¿Y qué
explicación, si no, tiene decir «perdónalos», esto es,
perdónalos la pena en que podrían haber incurrido
no sin razón?
Si, pues, no se llama propiamente pecado — esto
es, desprecio de D ios— a lo que éstos hicieron e
incluso a la misma ignorancia, tampoco la falta de
fe es pecado. Si bien esta última cierra necesaria
mente las puertas de la vida eterna a los adultos
dotados del uso de la razón. Para condenarse, en
efecto, es suficiente no creer en el Evangelio, igno
rar a Cristo, no recibir los sacramentos de la Iglesia.
Y esto, aun cuando no se haga, no tanto por malicia
cuanto por ignorancia. La Verdad dice de ellos: «El
que no cree ya está condenado» 12. Y el Apóstol:
«Si no lo conoce, tampoco él es conocido» 13.
Cuando decim os, pues, que pecamos por igno
rancia, esto es, que hacem os lo que no hay que ha
cer, entendem os por «pecar» no el desprecio de
Dios, sino la acción misma. Los mismos filósofos
11 Sb 12, 15.
12 Jn 3, 18.
13 IC o 14, 38.
llaman «pecar» a hacer o decir algo de forma incon
veniente, aunque no parezca tener nada que ver con
la ofensa de D ios. D ice así Aristóteles cuando habla
de la no recta aplicación de los relativos a un obje
to: «En realidad, no parece que puede hacerse la
conversión cuando no se aplica convenientem ente a
aquello de lo que se está hablando. N o se realiza,
pues, la conversión si el que hace la aplicación peca,
atribuyendo al ala del ave lo que es propio del
ave» 14.
Es lógico, pues, que si llamamos pecado a todo
lo que hacem os desordenadam ente o que atenta
contra nuestra salvación — aunque no aparezca en
ello desprecio de D ios— lo llam em os también a la
falta de fe y a la ignorancia de lo que es necesario
creer para la salvación. Pienso, no obstante, que se
ha de llamar propiam ente pecado a lo que en nin
gún m om ento puede darse sin culpa. Ahora bien,
ignorar a D ios, no tener fe en él e incluso las mis
mas obras que no se hacen rectam ente, pueden en
contrarse en muchos sin culpa de su parte 15.
¿Qué culpa se puede imputar a quien no cree en
el Evangelio o en Cristo porque no llegó hasta él la
predicación, si el A póstol dice: «¿Cómo creerán en
aquel a quien no han oído? ¿Y cóm o oirán sin que
se les predique?» 16. Cornelio no creyó en Cristo
hasta que le fue enviado Pedro, quien le instruyó
en la fe 17. Anteriorm ente había conocido y amado
a D ios, según la ley natural, cosa que le mereció
que su oración fuera escuchada y que sus limosnas
fueran gratas a D ios. Pero no nos atreveríamos a
prom eterle la vida eterna — por buenas que parecie
14 A ristóteles, Categorías, VII, 6b.
15 Es otra de las pruebas y argumentos usados por Abelardo
para demostrar que no hay pecado allí donde no hay voluntad o
intención. La ignorancia de D ios o de la fe pueden encontrarse
en muchos sin culpa alguna de su parte.
16 Rm 10, 14.
17 A ct 10, 1-48.
ran sus obras— si hubiera tenido que dejar esta vida
antes de creer en C risto. Tam poco lo podríam os
contar entre los fíeles, sino más bien en re los infieles,
por preocupado que hubiese estado po ■su salvación,
M uchos de los juicios de D ios son, en efecto, un
abism o. A veces atrae a quienes se i esisten o que
m enos se preocupan por su salvación. Y rechaza por
un insondable designio de su providencia ajquienes
se ofrecen o están m ás dispuestos a c eer. Tal es el
caso del que se ofreció y fue rechaz¿ do: «M aestro
— exclam ó— , te seguiré dondequiera que vayas» 18
Y a otro que pedía excusas por tener qúe atender a su
padre, ni una sola hora le toleró esta piac osa excusa 19.
F inalm ente, increpando la obstina ion de ciertas
ciudades, les dice: «¡Ay de ti, Corozjiín! ¡Ay de ti
B etsaida! P orque si en T iro y en Sidc n se hubieran
hecho los m ilagros que se han hecho en vosotros,
tiem po ha que con saco y ceniza se hu Dieran conver
tido» 20. Les brindó no sólo su predicación, sino
tam bién el espectáculo de sus m ilagros, sabiendo de
antem ano que no habían de creer. Pe
a otras ciudades de los gentiles — que no ignoraba
que estaban dispuestas a recibir la fe— no las consi
deró entonces dignas de su visita. E n el supuesto de
que en estas ciudades m urieran algunos privados de
la palabra de la predicación, aunc ue estuvieran
prontos para recibirla, ¿quién podrá im putárselo a
culpa, pues vem os que sucedió sin culpa alguna de
su parte? A firm am os, no obstante, qi e esta infideli-
dad en que m urieron es suficiente pa a su condena-
ción. C on tod o, la causa de tal cegue: a en la que les
dejó el Señor nos parece m enos cía a. Q uizás nos
es perm itido atribuirles un pecado, <unque no ten-
gan culpa alguna. P arece absurdo qu e el Señor los
condene sin pecado.
18 Mt 8, 19.
19 Mt 8, 19.
20 Mt 11, 21.
Como ya hem os observado repetidas veces, no
sotros pensamos que sólo se puede llamar pecado a
aquel en que hay culpa por negligencia. Pensamos
igualmente que éste no puede darse en ningún hom
bre — sea cual sea su edad— sin que por ello m erez
ca ser condenado. No veo, en cam bio, cóm o se pue
de imputar com o cuipa a los niños — o a quienes no
ha sido anunciada la fe— el no creer en Cristo, cosa
que es propia de la infidelidad. Dígase lo mismo de
cuanto se hace por ignorancia invencible o que no
hem os podido prever, como cuando en el bosque
alguien mata a un hombre a quien no ve mientras
trataba de asaetear fieras o aves.
A l decir que éste peca por ignorancia — lo mis
mo que cuando confesam os que hemos pecado no
sólo de obra, sino también de pensam iento—- no lo
entendem os en sentido estricto o propio, como
equivalente de culpa. Le damos una acepción am
plia, a saber, com o lo que de una u otra forma no
ha de hacerse, sea por error, sea por ignorancia, o
por cualquier otro m odo indebido.
Pecar por ignorancia es no ser culpable de algo,
sino hacer lo que no se debe. Pecar con el pensa
miento es querer con la voluntad lo que de ninguna
manera se debe querer. Pecar de palabra y de obra
es decir o hacer lo que no es conveniente, aunque
suceda por ignorancia y contra nuestra voluntad. En
este sentido decimos que pecaron de obra los que
perseguían a Cristo y a los suyos, a los que creían
debían perseguir. Habrían pecado más gravemente
si, obrando contra su propia conciencia, los hubie
ran perdonado 21.
21 Recapitulación de toda la doctrina abelardiana sobre la in
tención. La postura totalm ente racional del maestro Abelardo
hizo que recayera sobre ella la condenación del Concilio de Sens:
«Cuanto se hace por ignorancia no debe atribuirse a culpa» (n. 10).
«El hombre no se hace mejor ni peor por sus obras» (n. 13). «Ni
la obra, ni la voluntad, ni la concupiscencia, ni el placer que le
mueve es pecado, ni debem os querer que se extinga» (n. 19).
SE PR E G U N T A SI TO D O PEC A D O
ESTÁ PR O H IBID O
La pregunta es si D ios nos prohíbe todo pecado.
Responder afirmativamente parecería que D ios ac
túa contra razón, puesto que en esta vida no se pue
de pasar sin com eter pecados, al m enos, veniales.
Ahora bien, si nos mandó evitar todos los pecados
—-y en realidad no podem os evitarlos todos— , en
tonces no nos impuso un yugo suave y una carga
ligera, sino un peso que excede nuestras fuerzas y
que no podem os soportar de ninguna manera, tal
como el A póstol afirma del yugo de la Ley
¿Puede, en efecto, verse alguien libre al m enos
de una palabra ociosa y — sin irse nunca de la len
gua— alcanzar la perfección de que nos habla San
tiago cuando dice: «si alguno no cae hablando es un
hombre perfecto?» 2. Pienso que a nadie se le oculta
lo difícil y, aún más, lo im posible que resulta a
nuestra debilidad permanecer libres de pecado, so
bre todo habiéndonos dicho el mismo A póstol poco
antes: «todos caem os muchas veces» 3. Y que otro
1 En Rm 7 y Ga 3 explica san Pablo — el A póstol— el signifi
cado de la Ley para los cristianos.
2 St 3, 2.
3 St 3, 2.
A póstol de gran perfección afirme también: «si de
cimos que no tenem os pecado, nos engañamos y la
verdad no está en nosotros» 4.
Esto es verdad si tom am os la palabra «pecado»
en sentido am plio, com o ya explicam os, y llamamos
también «pecado» a todo lo que hacem os sin deber
hacerlo. Si, por el contrario, entendiendo el pecado
en un sentido propio, sólo llamamos «pecado» al
desprecio de D ios, entonces se puede pasar toda
una vida sin com eterlo, aunque con máxima dificul
tad. Como recordamos más arriba, D ios no nos
prohíbe sino el consentim iento en el mal con el que
le despreciam os, aunque su mandato parezca refe
rirse a la acción. A sí lo explicamos ya, demostrando
que de otro m odo no podríamos observar absoluta
m ente sus m andamientos.
D e los pecados, unos se llaman veniales, es de
cir, leves; otros, mortales o graves. D e los mortales,
a su vez, hay algunos que se llaman crím enes, y son
aquellos que, si llegan a conocerse, pueden hacer
infame o culpable de crimen a una persona. Hay
otros que no se llaman así 5. Los veniales son tales
cuando consentim os en lo que sabem os que no se
ha de consentir, pero sin tener entonces presente
en la memoria eso que sabem os. Es claro que sabe
m os muchas cosas aun cuando estem os dormidos o
no nos acordemos de ellas. Ni cuando dormimos
perdem os nuestros conocim ientos o nos volvem os
tontos, ni cuando despertamos nos hacem os sabios.
4 lJn 1, 8
5 Se da aquí una división mínima del pecado, pecado venial,
pecado mortal o grave y crimen. D e cada uno de ellos se da su
definición respectiva. La distinción de los pecados se encuentra
ya en san Agustín, que distingue entre pecado venial y mortal.
La escolástica (sobre todo, santo Tom ás, Suma teológica, I, II,
88, 1) elaboró la doctrina y clasificación de los pecados que ha
permanecido vigente hasta hoy. Para un estudio del pecado y su
valoración hoy véase M. Vidal, M oral de actitudes, t. I, pp. 485-
637.
A veces nos propasam os en una charla i^ana, en una
com ida o bebida superflua, cosa que í abem os que
no se debe hacer. P ero en e s e m om ;nto no nos
acordam os de que no se debe hacer.
Se llam an, pues, pecados veniales c leves aque-
líos cuyo consentim iento tiene lugar po olvido. Son
pecados que no m erecen una pena grf ve y que no
traen com o secuela grave la expulsión de la Iglesia
o la im posición de una abstinencia gra /e. P ara que
nos sean perdonados estas negligencia s, nos arre-
pentim os recitando m uchas veces las p ilabras de la
confesión cotidiana 6. E n ella no se har de recordar
las culpas graves, sino las leves. Tam p >co debem os
decir en ella: «pequé por perjurio, pe hom icidio,
adulterio» o faltas sem ejantes, calific a i a com o p e
cados m ortales o graves. E n e s t e tip o de faltas no
incurrim os po r olvido, com o e n las pr:im eras; antes
al contrario, las com etem os intencionac a y delibera-
dam ente. Y tam bién nos hacem os a b o n inables ante
D ios conform e a aquello del Salmista «corrom pi-
dos, de conducta abom inable» 7. Co:iao si dijera:
«Se han corrom pido y se han hecho m uy dignos de
odio p o r todo aquello que a sabienda s inten taron
hacer.»
D e este tipo de faltas, algunas se Uáim an «crime-
nes». Son aquellas que, conocidas po r sus conse-
cuencias, degradan al hom bre con la a ren ta de una
culpa grave, com o, por ejem plo, conse oitir en el p e r
jurio, el hom icidio, el adulterio, que tí nio escanda-
lizan a la Iglesia. Pero entregarse m ás de lo necesa-
rio a la com ida o adornarse por vanida< sobrepasan-
do una discreta elegancia, y hacerlo ootnscienteraen-
6 Los pecados veniales son perdonados... cuando nos arre
pentim os recitando muchas veces las palabras dí la confesión co
tidiana. Evidentem ente, no se trata de la acusación ante el sacer
dote, sino de la confesión ante D ios, por ejem pl >, con la fórmula
del «Y o, pecador...».
7 Sal 14, 1.
te, no se deben considerar com o crím enes. P ara
m uchos, son m ás dignos de alabanza que de vitu
perio 8.
5 E z 23, 14-15. .
6 Poenis purgatoriis, en el texto original, ríem os traducido
p o r «purgatorio» com o contraposición a lo qi le sigue: «no del
infierno». Se alude, p o r tan to , al purgatorio c amo situación de
las alm as que no han satisfecho to d a su p en a ei i esta vida. N o se
habla aquí de la naturaleza del purgatorio.
7 IC o , 15, 52.
¿SE P U E D E A R R E PE N T IR U N O
D E U N PE C A D O Y NO D E OTRO?
¿Puede uno arrepentirse — se preguntan algu
nos— de un pecado y no de otro, com o, por ejem
plo, del homicidio y no de la fornicación que aún
no ha dejado de cometer? Si de verdad hablamos
de esa penitencia saludable nacida del amor de D ios
— y que describe san Gregorio diciendo que «consis
te en llorar los pecados com etidos y en no com eter
los que se deben llorar», — es evidente que no pode
mos pensar que existe una penitencia que brota del
amor de D ios, cuando se m antiene un solo despre
cio del mismo. El amor de D ios induce y empuja a
mi alma — y así debe hacerlo— a dolerse de este
consentim iento por la sola razón de que en él se
ofende a D ios. Ahora bien, no veo cómo el mismo
amor no me haya de obligar por igual causa a arre-
pentirme del otro desprecio. Ni veo tampoco cóm o
no fija mi m ente en el propósito de dolerme igual
m ente de cualquier transgresión que llegue a mi m e
moria y me disponga a cumplir la penitencia.
Lógicam ente, pues, donde hay verdadera peni
tencia — nacida únicam ente del amor de D ios— no
queda desprecio de D ios. D ice a este propósito la
Verdad: «Si alguno m e ama, guardará mi palabra y
mi Padre le amará y vendrem os a él y haremos m o
rada en Él» 1. Todos los que se m antienen en el
amor de D ios se salvan necesariam ente. Salvación
que no puede darse m anteniendo un solo pecado,
es decir, un solo m enosprecio de D ios. Pues, cuan
do D ios no encuentra ningún pecado en el peniten
te, ya no halla en él causa alguna de condenación.
Por tanto, si cesa el pecado, ya no queda la conde
nación, esto es, la aflicción de la pena eterna. Q uie
re decirse que D ios condona el pecado com etido en
lo referente a la pena eterna — que com o ya diji
mos— había previsto que merecería.
Y, aunque D ios no encuentre ya en el penitente
nada que deba castigar eternam ente, decim os, sin
embargo, que condona la pena del pecado com eti
do. U n gem ido lleno de arrepentimiento que D ios
inspiró al penitente, le hizo digno del perdón. Es
decir, le hizo tal que ya no m erece ninguna pena
eterna y, si sale de esta vida en ese estado, necesa
riamente se salva. Por el contrario, si vuelve a caer
en el mismo desprecio de D ios, no sólo retorna al
pecado, sino que también vuelve a incurrir en la
pena. D e esta manera, quien arrepintiéndose no
merecía castigo, debe ser castigado otra vez.
Quizá diga alguien que «condonar el pecado por
Dios» es lo mismo que decir que «Dios no condena
rá a ningún hombre por el pecado com etido». O
que «D ios ha determinado no condenar por este pe
cado». Parece, en efecto, que se ha de conceder que
Dios le perdonó aquel pecado, incluso antes de que
el penitente pecara. A sí pues, vendrían a decir:
«Dios determinó no castigarle por este pecado».
Porque D ios nada determinó ni dispuso dentro de
sí recientem ente, sino que desde toda la eternidad
previo cuanto había de hacerse. Y tanto la condona
ción de cualquier pecado com o de las demás cosas
que acontecen dependen de su predestinación y es
tán fijadas en su providencia.
A mí, pues, me parece mejor entender que Dios
condona el pecado cuando — com o dijimos— inspi
ra a alguien un gemido de arrepentimiento por el
que se hace merecedor del perdón. Lo que significa
que no m erece condenarse ni entonces ni nunca des
pués, si se m antiene en tal propósito. D ios, pues,
perdona el pecado cuando inspira arrepentimiento
a aquel que merecía que le fuera impuesta una
pena, haciendo que no sea m erecedor de ella 2.
1 E sta carta está tom ada de las Obras completas de san Ber
nardo, B A C , Madrid 1975, tom o V , pp. 529-570. Sin duda, esta
carta nos hace com prender m ejor la postura y la doctrina de A b e
lardo. Por otra parte, nos introduce de lleno en la polém ica que
la persona y la doctrina del m aestro Pedro A belardo suscita en
su tiem po. Estará bien contrastar el pensam iento de san Bernar
do con la Apología fidei del A péndice 2. (N uestro agradecim ien
to a la B A C por habernos perm itido la reproducción com pleta
de la carta.)
otro se le ha dicho: Pedro, yo he p ed id >p o r ti, para
que no pierdas la fe ? Por eso tenem o s derecho a
esperar del sucesor de Pedro io que el nismo Señor
dice a continuación: Y tú, cuando t 3 conviertas,
afianza a tus hermanos.
Esto es lo que ahora necesitam os, ia llegado el
m om ento, Padre amadísimo, de que se áis responsa-
ble de vuestra autoridad, demostréis vuestro celo y
hagáis honor a vuestro ministerio. Sei éis un digno
sucesor de Pedro, cuya Sede ocupáis, s i con vuestra
exhortación robustecéis la fe de los que dudan y con
vuestra autoridad reprimís a quienes intentan co-
rromperla.
I. 1. Tenem os en Francia un >io sa maestro y
novel teólogo, muy versado desde su j iventud en el
arte de la dialéctica. Y ahora maneja sin el debido
respeto, las Santas Escrituras. Está mpeñado en
dar nuevo impulso a los errores hace t empo conde-
nados y olvidados, tanto propios como ajenos, y se
atreve a inventar otros nuevos. Se gloríía de no igno-
rar nada de cuanto hay arriba en el ciit 'lo y abajo en
la tierra, excepto su propia ignorancia
A ún más: su boca se atreve con el ;ielo y sondea
lo profundo de D ios. V iene luego a r osotros y nos
comunica palabras arcanas que ningu n hombre es
capaz de repetir. Está siempre listo pa ra dar expli-
cación de cualquier cosa y arremete c on lo que su-
pera la razón, o va contra la misma r azón o contra
la fe. ¿Existe algo más fuera de razón que intentar
superar la razón con las solas fuerzas de la razón?
¿Y qué más contrario a la fe que neg: irse a creer lo
que supera a la razón? Se pone a esxp^ licar aquella
sentencia de Salomón: El que cree a 'a prim era no
tiene seso, y dice: «Creer a la primer es recurrir a
la fe antes que a la razón; porque Sal )m ón, en este
pasaje, no habla de la fe en D ios, sinc de la creduli-
dad humana.»
Sin embargo, el papa san G regoii o afirma que
la fe en D ios carece de mérito si se apoya en la
evidencia de la razón. Y alaba a los apóstoles, que
siguieron al Redentor en cuanto oyeron su llamada.
Cita también aquel otro elogio: M e oyeron y m e
obedecieron, y el reproche dirigido a los discípulos
por su terquedad en no creer. María es ensalzada
porque antepuso la fe a la razón. Zacarías recibe
castigo porque intentó aclarar la fe con la razón. Y
Abrahán es un m odelo para todos, porque esperó
contra toda esperanza.
2. Nuestro teólogo, en cambio, dice: ¿Q
provecho sacamos con exponer la doctrina si no lo
hacem os de manera inteligible?» Por eso prom ete a
sus oyentes hacerles comprender los misterios más
sagrados y profundos de la fe. Y establece grados
en la Trinidad, límites en la Majestad y números en
ia Eternidad. Declara que D ios Padre es el poder
absoluto, que el Hijo tiene algún poder y que el
Espíritu Santo no tiene ningún poder. La relación
del Hijo con el Padre es com o la de un poder relati
vo con el poder absoluto, com o la especie con el
género, com o lo material con la materia, como el
hombre con el animal o com o un sello de m etal con
el metal.
¿No es éste peor aún que Arrio? ¿Se puede tole
rar todo esto? ¿Quién es capaz de escuchar sem e
jantes sacrilegios? ¿Quién no se horroriza ante tales
invenciones de palabras y opiniones? D ice 'también
que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo,
pero que no es de la sustancia del uno ni del otro.
¿De dónde procede, pues? ¿D e la nada, com o todo
lo que ha sido creado? El A póstol proclama que
todo procede de D ios, y lo dice abiertamente: De
Él procede todo. ¿Tenem os que afirmar que el Espí
ritu Santo procede del Padre y del Hijo exactam ente
igual que todo lo demás, es decir, que no procede
de la esencia divina, sino por vía de creación y, por
tanto, que fue creado como todas las demás criatu
ras? ¿O encontrará un tercer m odo de hacerle pro
ceder del Padre y del Hijo?
Este hombre busca siempre novedades, y, si no
las encuentra, las inventa, dando idéntico valor a lo
que es como a lo que no es. D ice, por ejemplo: «Si
es de la sustancia del Padre, es engendrado, y el
Padre tendría dos Hijos.» Com o si todo lo que pro
cede de una sustancia hubiera de ser necesariamen
te engendrado por aquella sustancia. En ese caso
debemos decir que los piojos, las liendres y los hu
mores del cuerpo son hijos de la carne, y que los
gusanos que nacen en la madera carcomida no pro
ceden de la sustancia del m adero, porque no son
hijos suyos. O que la polilla que se alimenta de
los paños se engendra de ellos. Y así otras muchas
cosas.
3. M e admira que un hombre tan sutil y enten
dido, com o él se cree, confiese al Espíritu Santo
consustancial al Padre y al Hijo y niegue que proce
de de la sustancia de ambos. A no ser que afirme
que son estos dos quienes proceden de aquél, lo
cual es absurdo e infame. Y si no procede de aque
llos dos, ni aquéllos de la sustancia de éste, ¿dónde
está la consustancialidad? Una de dos: o confiesa,
con la Iglesia, que el Espíritu Santo tiene la misma
sustancia que ellos, de los cuales no niega que pro
ceda; o, lo mismo que Arrio, niega la consustancia
lidad y afirma que ha sido creado. A dem ás, si el
Hijo es de la sustancia del Padre y el Espíritu Santo
no, existirá una gran diferencia entre ellos. No sólo
porque el Espíritu Santo no es engendrado, como
el Hijo, sino también porque el Hijo es de la sustan
cia del Padre y el Espíritu Santo no lo es.
La Iglesia católica nunca ha aceptado esta dife
rencia. Porque, si la admitimos, ¿qué seria de la
Trinidad y de la Unidad? Si el Hijo y el Espíritu
Santo tienen entre sí muchas diferencias, desapare
ce la unidad. Particularmente si existen diferencias
sustanciales, como éste pretende enseñar. Si el E s
píritu Santo no es de la sustancia del Padre y del
H ijo, en vez de Trinidad tendríamos Dualidad. Y
no es digno admitir en la Trinidad una persona que
no tiene nada común, en su sustancia, con las otras.
N o insista, pues, en separar la procesión del Espíri
tu Santo de la sustancia del Padre y del Hijo si no
quiere com eter la doble maldad de reducir la Trini
dad y añadir algo a la Unidad.
La fe católica rechaza ambas cosas. Y , para que
conste que, en asunto tan im portante, no m e apoyo
sólo en razones humanas, lea la carta de Jerónimo
a A vito, y entre otros errores que refuta de Oríge
nes verá también este detestable cóm o condena que
el Espíritu Santo no es consustancial al Padre. El
bienaventurado A tanasio, por su parte, se expresa
así, en su libro D e la Trinidad Unida: «Cuando ha
blo de un solo D ios, no me refiero únicamente a la
persona del Padre, porque nunca he negado que el
Hijo y el Espíritu Santo sean de la misma y única
sustancia del Padre.» A sí habla Atanasio.
II. 4. Ya ve vuestra Santidad cóm o este pole
mista, por no decir alocado, destruye la Trinidad,
divide la Unidad y ofende a la Majestad. No inten
tamos ahora definir qué es Dios: nos basta saber
que es lo más grande que se puede pensar. Según
esto, si al considerar las personas de esta única y
soberana majestad admitimos la más mínima imper
fección y añadimos a una lo que quitamos a otra, el
conjunto es menor de cuanto se puede pensar. Por
que es mayor lo que es máximo en todo que aquello
que sólo lo es en algún aspecto.
Pensaremos dignamente de la grandeza divina,
en la medida de lo posible, si no admitimos dispari
dad alguna allí donde todo es sumamente grande;
ni división, donde todo es íntegro; ni desunión, don
de todo está entero; ni perfección, donde todo es
todo. El Padre es todo lo que es el Padre, el Hijo y
el Espíritu Santo; el Hijo es todo lo que es el Padre
y el Espíritu Santo; y el Espíritu S alto es todo lo
que es el Padre y el Hijo. Y este te do es un solo
todo, ni mayor en los tres ni menor en cada uno de
ellos. E l bien sumo y verdadero que
lo dividen entre sí, porque no lo posefen por partici
pación, sino que son ese bien por eseiicia. Y cuando
se dice que uno procede de otro, o que tiene rela
ción con el otro, nos referimos a la distinción de las
personas, no a la división de la esencia.
La sana doctrina católica permite hablar de uno
y otro, en esta esencia inefable e incc mprensible de
la Divinidad, para distinguir las prop edades perso-
nales, Pero no se nos perm ite hablar de una cosa y
de otra, sino de una sola y única reali lad. La confe-
sión de la Trinidad no debe atentar ontra la Uni-
dad, ni la aceptación de la Unidad d be excluir las
propiedades personales.
Lejos, pues, de nosotros, como o están de la
verdad, esas pobres semejanzas o de semejanzas de
género y especie, del metal y el sello hecho con él.
Porque la relación que existe entre gé ñero y especie
es de superior a inferior, y D ios es inico. Por eso
no se puede comparar tanta igualdad con semejante
desigualdad. Lo mismo cabe decir c el m etal y de
esa parte del m etal que es el sello: 11 comparación
es la misma y m erece un juicio idér tico. Como la
especie es inferior al género, no pe dem os aplicar
esta diferencia al Padre y al Hijo. Ni j odem os admi
tir que este hombre diga que la relac .ón del Hijo al
Padre es com o la de la especie ai género, la del
hombre al animal, la del sello al me tal o la de. un
poder al poder absoluto. Todas esta; cosas, por su
misma naturaleza, se subordinan unas a otras. Y es
imposible compararlas con aquella oti a realidad que
no admite desigualdad ni diferencia Iguna. Adver-
tid cuánta ignorancia e irreverencia n anifiesta al in-
ventar tales comparaciones.
III. 5. Fíjese, con más atención, cóm o pien
sa, enseña y escribe. D ice que el poder pertenece,
de manera propia y especial, al Padre, y la sabidu
ría, al Hijo.
Lo cual es falso. Porque también el Padre es la
sabiduría, y el Hijo el poder. Y lo que es común a
ambos no es propiedad exclusiva de ninguno. Muy
distintos son aquellos otros vocablos que no se refie
ren a los dos, sino a uno de los dos, en cuyo caso
cada uno tiene el suyo y no es común con el del
otro. Y , así, el que es Padre no es Hijo, y el que es
Hijo no es Padre. Porque al Padre le llamamos Pa
dre no por sí m ismo, sino por relación al Hijo. Y lo
mism o decim os del Hijo: no es Hijo por sí m ism o,
sino por relación al Padre. Pero el poder, la sabidu
ría y otros muchos atributos no les pertenecen en
cuanto que son Padre o Hijo, ni por sus mutuas re
laciones.
É ste, en cam bio, dice: «No; a la persona del Pa
dre le pertenece, de manera propia y especial, la
om nipotencia; no sólo porque puede hacer todo con
las otras dos personas, sino porque es el único cuya
existencia procede de sí m ismo, y no de algún otro.
Y , com o tiene el ser por sí mism o, también tiene
por sí mismo el poder.»
¡Oh nuevo Aristóteles! Según este argumento,
la sabiduría y la bondad también le pertenecen de
manera propia al Padre, porque el saber y ser bon
dadoso, lo mismo que el ser y el poder, lo tiene de
sí mismo y no de otro. Si me concede esto — y es
evidente— , ¿qué va a hacer con aquel maravilloso
reparto en que asignaba al Padre el poder, al Hijo
la sabiduría y al Espíritu Santo la bondad, y esto de
manera propia y especial? U na misma y única cosa
no puede pertenecer exclusivam ente a dos personas
y ser propia de cada una de ellas. Que escoja lo que
quiera: otorgue al Hijo la sabiduría y se la quite al
Padre; o que se la dé al Padre y se la niegue al
Hijo. Y que haga lo mismo con la bondad: atribúya-
sela al Espíritu Santo y no al Padre, o al Padre y no
al Espíritu Santo. O cese en su em peño de convertir
en nombres propios los que son com unes. Y al Pa
dre, por el hecho de tener de sí mismo el poder, no
se lo asigne com o propiedad exclusiva; de este
modo no se verá obligado a atribuirle también la
bondad y la sabiduría com o propiedades personales,
porque también las posee de sí mismo.
6 . Pero demos un paso más y veam os qué teo
rías tiene nuestro teólogo sobre los misterios de
Dios. D ice, como he indicado, que el poder perte
nece al Padre y que la perfección y plenitud de ese
poder consiste en gobernar y discernir. A l Hijo le
atribuye la sabiduría, y explica que esa sabiduría no
es el poder, sino un cierto poder de D ios, es decir,
el poder de discernir. Tal vez tem e hacer una injuria
al Padre si atribuye al Hijo lo mismo que a Él, y,
como no se atreve a concederle todo el poder, le
otorga la mitad.
Y lo explica con unos ejemplos: la capacidad de
discernir, que es el H ijo, es un poder, lo mismo que
el hombre es un animal o el sello de metal es metal.
El poder de discernir, es decir, el H ijo, está relacio
nado con el poder de discernir y gobernar, que es el
Padre, com o el hombre con el animal o el sello con
el metal. Escuchad sus palabras: «El sello de metal
tiene que ser de metal y el hombre tiene que ser
animal, y no al contrario. Lo mismo la sabiduría
divina, que es poder de discernir, exige que sea un
poder divino, y no al contrario.
¡Qué dices! Según tu comparación, y las otras
anteriores, ¿por el hecho de ser Hijo también es
Padre, es decir, que quien es Hijo es también Padre,
aunque no al contrario? Si afirmas esto, eres un here
je, y, si no lo afirmas, huelga la comparación.
7. ¿Cómo buscas esas comparaciones tan com
plicadas y usas realidades tan ajenas y desproporcio
nadas? ¿Por qué insistes tanto, y las expones con
tantas palabras inútiles? ¿Por qué las ponderas así,
si no sirven para lo que pretendes, esto es, para que
unos miembros de la comparación iluminen adecua
dam ente a los otros? Tu em peño y tu propósito es
darnos a conocer, por m edio de esa comparación,
las relaciones entre el Padre y el Hijo.
A tu juicio, quien dice hombre supone que es
animal, y no viceversa. Según las normas de tu dia
léctica, la especie presupone el género, pero el gé
nero no presupone la especie. Si comparas al Padre
con el género y al Hijo con la especie, al admitir al
Hijo debes admitir necesariam ente al Padre, por la
lógica de la semejanza. Pero no al revés. Si todo
hombre es necesariam ente animal, y no al contra
rio, el Hijo será necesariam ente Padre, aunque no
al i'evés.
Esto no te lo admite la fe católica, que rechaza
ambas proposiciones: ni el Padre es H ijo, ni el Hijo
es Padre. El Padre es uno, y el Hijo es otro, aunque
ambos sean una misma cosa. Con las expresiones
«uno» y «otra cosa», la fe auténtica distingue las
propiedades personales y la unidad de la esencia.
A sí camina por la senda real del término m edio, sin
desviarse a la derecha confundiendo las personas,
ni a la izquierda dividiendo la sustancia. Y si, por el
mero hecho de existir, deduces que al existir el Hijo
necesariam ente existe el Padre, esto no dice nada
en tu favor. La naturaleza de la relación exige que
sea recíproca, y que la misma verdad se encuentre
en ambas proposiciones.
Esto no sucede en la comparación que tú pones
de género y especie o del sello de metal y el metal.
Por el simple hecho de existir se deduce clarísima-
mente que «si existe el Padi'e existe el Hijo, y si
existe el Hijo existe el Padre». Pero no podem os
sacar la misma consecuencia recíproca entre el hom
bre y el animal o entre el sello de metal y el metal.
Es cierto que «si hay un hombre hay un animal»;
pero no es verdadera la proposición «:<bi hay un ani-
mal hay un hombre». Y , del mismo modo, donde
hay un sello de metal hay un metal; p ( ro donde hay
metal no siempre hay un sello de met Ú. Pero pase-
mos a otros puntos.
8. Ya sabemos que, según nuestio teólogo, en
el Padre está la om nipotencia, y cier poder en el
Hijo. ¿Qué piensa del Espíritu Santo «La bondad
— dice— que designamos con el noml: re deí Espíri-
tu Santo no es en D ios ni poder ni s ibiduría.» Yo
veía caer a Satanás de lo alto como un rayo. Así
debería caer el que pretende grandezak que superan
su capacidad. V ea, Santo Padre, qu ; escalones o
qué precipicios se ha preparado este hombre para
su propia ruina: la om nipotencia, med ia potencia y
ninguna potencia.
Con sólo oírlo me horrorizo, 3' est ; horror es el
mejor argumento para refutarle. Sin e:mbargo, supe-
ro la turbación y aduzco un íestim oni ) bíblico para
rebatir la injuria al Espíritu Santo. En Isaías leo:
Espíritu de sabiduría, espíritu de fon ¡aleza. Bastan
esas palabras no para reprimir su aude cia, sino para
confundirla. ¡Oh lengua jactanciosa! fTal vez se te
pueda perdonar la ofensa que infieres al Padre y al
Hijo; mas la blasfemia contra el Esp ritu Santo es
imperdonable. E l ángel de D ios agua -da con la es-
pada para dividirte por medio. ¿Cóm > te atreves a
decir que «el Espíritu Santo no posee el poder ni la
sabiduría de Dios»? A sí se despeña el orgulloso
cuando avanza demasiado.
IV. 9. Nada tiene de extrañouequn hombre
que no piensa lo que dice se adentre Ci t los misterios
de D ios y destroce sacrilegamente lo ; tesoros más
sagrados de la religión. La misma fe y religión no le
inspiran ningún sentim iento de respec to y reveren-
cia. En el umbral mismo de su teolog a, por no de-
cir «estultología», dice que la fe es una opinión.
¡Como si cada uno pudiera pensar y hablar de ella
a su gusto, o los misterios de nuestra fe dependieran
de las opiniones inciertas y distintas de los hombres
y no descansaran en la certeza de la verdad!
Si fluctúa la fe, ¿dónde se apoya nuestra espe
ranza? Nuestros mártires serían unos necios, que
han sufrido tanto apoyándose en promesas inciertas
y han aceptado un largo y cruel destierro a cambio
de un premio mal asegurado. D ios nos libre de ad
mitir la menor duda en nuestra fe o esperanza,
com o éste enseña. Todo se apoya en la verdad sóli
da e inm utable, tiene la garantía de los milagros y
oráculos divinos y recibe su firmeza y santidad del
parto de la Virgen, de la sangre del R edentor y de
la gloria del Resucitado. Estos testimonios merecen
plena confianza. A dem ás, ese m ism o Espíritu asegu
ra a nuestro espíritu que som os hijos de Dios.
¿Es posible que alguien se atreva a concebir la
fe com o una opinión, a no ser que no haya recibido
aún este Espíritu, desconozca el Evangelio y tom e
todo esto por un cuento? Yo sé en quién creo, y
estoy m uy seguro, dice el A póstol. ¿Y tú me susu
rras «que la fe es una opinión»? ¿Intentas ponerm e
dudosa la realidad más cierta del mundo? Agustín
piensa de muy otra manera: «La fe no es una conje
tura ni una opinión que brota del corazón, sino un
conocim iento muy cierto que se apoya en el testi
m onio de la conciencia.» Es im posible que la fe cris
tiana tenga unos horizontes tan mezquinos. D eje
mos estas opiniones para los filósofos, cuya norma
es dudar de todo y no saber nada. Y o hago m ío,
con plena confianza, el pensamiento del D octor de
las gentes, y estoy convencido de no engañarme.
¡Cuánto me agrada su definición de la fe, aun
que no sea del gusto de este teólogo! La fe es antici
po de lo que se espera, prueba de realidades que no
se ven. D ice que es anticipo de lo que se espera y no
un fantástico tejido de conjeturas. Ya lo oyes: es
algo sustancial. Por tanto, no puedes opinar o discu
tir a tu capricho ni dejarte llevar de aquí para allá,
en alas de tu parecer o por los caminos del error.
La palabra «sustancia» indica una cosa cierta e in
mutable: algo encerrado en unos límites claros y
bien definidos. La fe no es una opinión, sino una
certeza.
10. Fijaos también en esto otro. Omito aquello
que dice que Jesús no tuvo el espíritu del temor del
Señor; que en el cielo no existe el temor puro del
Señor; que, después de la consagración del pan y
del vino, los accidentes perm anecen en el aire; que
los dem onios usan hierbas y piedras para producir
en nosotros diversas sugestiones, porque con su re
finada malicia conocen las propiedades de cada cosa
para excitar e incitar al pecado; que el Espíritu San
to es el alma del mundo; que el mundo, según dice
Platón, es un animal muy noble, porque tiene un
alma muy excelente, el Espíritu Santo. Se empeña
en cristianizar a Platón, y lo que hace es volverse él
un pagano. D ejo todas estas cosas a un lado y me
limito a las más importantes, y no con la intención
de responder a todas, pues necesitaría escribir grue
sos volúm enes. Hablaré de lo que no puedo callar.
V. 11. Este hombre tem erario, cuyo afán es
escudriñar los arcanos de la majestad divina, trata
del misterio de nuestra redención. Lo hace, sobre
todo, en un libro de las Sentencias y en una explica
ción de la Carta a los Rom anos. Y en las primeras
líneas afirma que todos los doctores de la Iglesia
piensan lo mismo. Él lo expone y lo desprecia, or
gulloso de poseer otra interpretación mucho mejor,
sin tener en cuenta el mandato del sabio: No rem ue
vas los linderos antiguos que colocaron nuestro Pa
dres. «Tengamos en cuenta — dice— que todos
nuestros doctores, inspirados en los A póstoles,
coinciden en esto: el diablo tenía dominio y potes
tad sobre el hom bre, y era su dueño legítim o, por-
que con la libertad de albedrío consintió libremente
a las sugestiones diabólicas. Y la razón que dan es
ésta: el que es vencido por otro se hace esclavo del
vencedor. Por eso, afirman los doctores, fue necesa
rio que se encarnara el Hijo de D ios, para que el
hom bre, que no podía liberarse a sí mismo, recupe
rara la libertad por la muerte del inocente. Pero yo
creo que ni el diablo tuvo jamás derecho alguno so
bre el hom bre, excepto el que el Señor le concedió
al hacerle su carcelero, ni el Hijo de D ios se encar
nó para devolver al hombre la libertad.»
¿Q ué es lo más intolerable de estas palabras: la
blasfemia o la arrogancia? ¿Q ué es más digno de
castigo: su temeridad o su irreverencia? ¿No sería
mejor cerrar esta boca a fuerza de golpes que con
razones? ¿No es lógico que se levanten todos contra
el que a todos insulta? «Todos piensan así, pero yo
no.» ¿Cómo piensas tú? ¿Qué teoría tan extraordi
naria nos traes? ¿Has encontrado algo más sutil?
¿Has tenido una revelación especial, desconocida
de los santos y sabios? Me parece que nos ofrece
agua robada y panes escondidos.
12. Pero dinos, dinos, por favor, eso que tú
sólo conoces. ¿Con que el Hijo de D ios no se hizo
hom bre para librar al hombre? Ciertamente, esto
sólo a ti se te ha ocurrido. Y tú sabrás en qué te
apoyas para afirmarlo. Porque no lo has recibido
del sabio, ni del profeta, ni del A póstol, ni m enos
aún del mismo Señor. El D octor de los gentiles reci
bió del Señor lo que nos ha transmitido. El M aestro
por excelencia afirma que su doctrina no es suya:
las cosas que yo os digo no las digo com o mías. Tú,
en cam bio, nos transmites algo que es tuyo propio,
y que no aprendiste de nadie. El que dice mentiras
las saca de su interior.
Q uédate, pues, con lo tuyo. Y o prefiero escu
char a los profetas y A póstoles y obedecer al Evan
gelio; pero no a este evangelio de Pedro Abelardo.
¿Vas a inventar un nuevo evangelio La Iglesia no
admite un quinto evangelista. La ley los profetas,
los A póstoles y varones apostólicos, Lodos a una nos
enseñan lo que tú eres el único en regar: que Dios
se hizo hombre para liberar al homb" re. Aunque vi
niera un ángel y nos dijera lo contr i rio, ¡fuera con
Él!
13. Tú no aceptas la doctrinade los doctores,
que han enseñado después de los Ap óstoles, porque
eres más docto que todos tus maest s. Ni te sonro-
ja afirmar que todos tienen una mis na opinión y se
oponen a la tuya. Es inútil que te recuerde su fe y
su enseñanza, pues las rechazas de antemano. Pre-
fiero citar a los profetas. El Señor, por labios de un
profeta, habla a Jerusalén, como ipo del pueblo
rescatado, y le dice: N o temas, yo te salvaré y te
libraré. ¿D e qué poder? Tú no quiei s que el demo-
nio tenga o haya tenido poder so 3re el hombre,
Tam poco yo. Pero, aunque tú y yo i ¡o lo queremos,
no por eso deja de tenerlo. Y , si tú no confiesas ni
reconoces esto, lo aceptan y proel am:an los redimi-
dos p o r el Señor, los que É l rescató de la mano del
enemigo. Y , si tú no estuvieras b jo el poder del
enem igo, tam poco lo negarías. Si no has sido resca-
tado, no puedes dar gracias con los i edimidos. Pues,
si te supieras redimido, reconocería s al Redentor y
no negarías la redención. Quien no ;e siente cautivo
no busca a su redentor. En cambio los que sienten
gritaron al Señor, y É l los escuchó j los arrancó del
enemigo.
Advierte quién es este enem igo L os rescató de
la mano del enemigo, los reunió de todos los países.
Pero antes fíjate en el que los reúne Jesús, de quien
profetiza Caifás en el Evangelio que debe morir por
su nación. Y el evangelista añade: Y no sólo por la
nación, sino también para reunir a os hijos de Dios
dispersos. ¿Por dónde estaban disp ersos? Por todo
el mundo. A sí pues, a los que resc i tó los reunió de
todos los países. Y no los puede reunir si antes no
los rescata. Porque estaban dispersos y cautivos.
Los rescató y los reunió. L os rescató de la mano del
enemigo. N o dice: «de los enem igos», sino del ene
migo. E l enem igo es uno solo, y los países son mu
chos. N o los reunió de un solo país, sino de todos
los países, norte y sur, oriente y occidente.
¿Quién es este príncipe tan poderoso que no do
minó solam ente a una nación, sino a todas? A quel,
sin duda, de quien otro profeta dice que absorbe
sin intimidarse todas las aguas del río, esto es, del
género humano. Y confía que el Jordán, es decir,
los elegidos, vendrá a parar a su boca. D ichosos los
que son tragados y expulsados, los que entran y
vuelven a salir.
14. Es posible que no creas tampoco a los pro
fetas, que tan abiertamente pregonan el dominio
del dem onio sobre el hombre. Vayamos a los A pós
toles. Tú dices que no estás de acuerdo con los suce
sores de los A póstoles. Eso quiere decir que aceptas
las palabras de un A póstol si te dice algo sobre el
particular. Escucha: Puede que D ios les conceda en
mendarse y com prender la verdad; entonces recapa
citarán y se zafarán del lazo del diablo, que los tiene
ahora cogidos y sum isos a su voluntad. A quí tene
m os a Pablo, diciéndonos que los hombres están
cautivos del diablo y som etidos a su voluntad. Si
están som etidos a su voluntad, imposible negarle
que tiene poder sobre ellos. Y , si no le crees tam po
co a Pablo, acudamos al m ism o Señor, para que le
oigas y quedes tranquilo.
Com o sabem os, llama al diablo jefe de este m un
do, fuerte arm ado y amo de los enseres de la casa.
¿No quiere decir con esto que tiene poder sobre los
hombres? ¿No crees que la palabra casa significa el
mundo, y los enseres, los hombres? Si el mundo es
la casa del diablo y los hombres sus enseres, es in
dudable que tiene poder sobre los hombres. El Se
ñor dijo a los que le prendían: Ésta es vuestra hora,
cuando mandan las tinieblas. Este poder lo conocía
muy bien el que dijo: Él nos sacó del dom inio de las
tinieblas, para trasladarnos al Reino brillante de su
Hijo. El Señor confesó que el diablo tenía poder
sobre él, lo mismo que Pilato, que era su instrumen
to: N o tendrías autoridad alguna para actuar contra
m í si no te fuera dada de arriba. Si este poder se ha
ejercido con tanto rigor contra el leño verde, con
más libertad habrá actuado en el seco.
Por lo demás, no creo que nuestro autor piense
que es injusto este poder que viene de D ios. R eco
nozca que el diablo tiene poder, y un poder justo
sobre los hombres. Y así comprenderá que el Hijo
de D ios se encarnó para librar a los hombres. El
poder del diablo es justo, no así su voluntad. N o
fue justo el diablo al usurpar el poder ni el hombre
que dio m otivo para ello, sino el Señor que lo per
mitió. Es la voluntad, no el poder, lo que hace a un
hombre justo o injusto. Por eso, este derecho del
diablo sobre el hombre no lo posee en justicia, sino
que lo usurpó injustamente; pero ha sido muy justa
mente permitido. El hombre quedó cautivo con
todo derecho, pero la justicia no reside en el hom
bre ni en el diablo, sino en D ios.
VI. 15. Tenem os, pues, al hombre reducido
justamente a servidumbre y misericordiosamente li
brado. Tan inmensa es esta misericordia, que no fal
ta la justicia en esta obra de liberación. Tan miseri
cordioso fue el libertador, que utilizó los medios
más oportunos y no se enfrentó al invasor armado
de poder, sino de justicia. ¿Podía hacer algo el hom
bre, esclavo del pecado y cautivo del dem onio, para
recuperar la justicia perdida? Carecía de la suya
propia, pero se le aplicó la ajena. Sucedió así: vino
el príncipe de este mundo y no encontró nada suyo
en el Salvador. Pero puso sus m anos en el inocente,
y por eso perdió, con toda justicia, a los que tenía
bajo su dominio. El que no tenía deuda alguna con
la m uerte aceptó la injuria de morir, y en justicia
libró a los que estaban condenados a la muerte y al
poder del dominio.
¿Con qué justicia puede exigirse esto de nuevo
al hombre? Si el hombre era el deudor, el hombre
pagó la deuda. Porque, si uno murió p o r todos, to
dos han muerto. La satisfacción de uno se aplica a
todos, porque uno cargó con los pecados de todos.
N o cabe afirmar que uno delinquió y otro reparó el
pecado, porque la cabeza y el cuerpo son un solo y
único Cristo. La cabeza ha satisfecho por los m iem
bros; Cristo, por sus propias entrañas. A sí lo procla
ma el Evangelio de Pablo, que desm iente a Pedro
Abelardo: murió por nosotros, nos dio vida con él,
perdonando todos nuestros delitos, cancelando el re
cibo que nos pasaban los preceptos de la Ley; éste
no era contrario, pero D ios lo quitó de en m edio
clavándolo en la cruz y destituyendo a las soberanías
y autoridades.
16. ¡Dios quiera que yo sea parte de ese botín
arrebatado a los enem igos y pase a ser propiedad
del Señor! Si me persigue Labán y m e reprocha que
le he abandonado secretam ente, sepa que fui a él a
escondidas, y a escondidas lo dejé. U n pecado ocul
to se som etió a él, y una justicia más misteriosa aún
m e libró. Si pude ser vendido gratuitamente, ¿no
podré ser rescatado también gratuitamente? Si Asur
me tiranizaba injustamente, es inútil que pida expli
caciones de mi huida. Si me dice: «tu padre te escla
vizó», yo le responderé: «y mi hermano me resca
tó». Si se me imputa el delito de Otro, ¿por qué no
puedo compartir la justicia de otro? U no m e hizo
pecador y otro me libra del pecado; el primero por
generación y el segundo por la sangre. Si se comuni
ca el pecado por nacer de un pecador, mucho más
la justicia por la sangre de Cristo.
Tal vez me diga: «La justicia sea para quien le
pertenece, ¿qué parte tienes tú en e la?» D e acuer-
do. Y la culpa sea del que la come|t ió: ¿qué tiene
que ver conmigo? Sobre el justo re c aerá la justicia,
sobre el m alvado recaerá la maldac N o está bien
que el hijo cargue con la maldad d« su padre y no
comparta la justicia de su hermano Por tanto: por
un hom bre vino la muerte, y por o tro hombre, la
vida. L o m ism o que todos mueren p o r Adán, así
también todos recibirán la vida por (pristo. Tan soli-
dario soy de éste com o de aquél. D e aquél, por la
carne, y de éste, por la fe. Si aquél me infectó con
su concupiscencia original, también se ha derrama
do sobre mí la gracia de Cristo. ¿Q lé queda ya en
mí del pecador? Si se me aduce la g- neración, pre
sentó mi regeneración, con la diferen cia de que una
es espiritual, y la otra, cam al. La e quidad no con-
siente comparación alguna entre ella»i, porque el es-
píritu es superior a la carne; cuanto mejor es la na-
turaleza, más valiosas son sus obrafe Las ventajas
del segundo nacimiento superan cc n creces a los
males del primero.
Es verdad que me alcanzó el pee ado, pero tam-
bién me alcanzó la gracia. Y no hay proporción en-
tre el delito y la gracia que se otorga; ->ues el proceso,
a partir de un solo delito, acabó en sentencia conde
natoria, mientras la gracia, a partir le una multitud
de delitos, acabó en amnistía. El pee; do procede del
primer hombre, y la gracia desciendi del cielo. Ara
bas cosas nos vienen de nuestros pa< I:res: el pecado,
del primer padre, y la gracia, del P ad re celestial. Si
el nacimiento terreno pudo perder:ne, con mayor
razón m e conservará el celestial.
N o tem o que m e rechace el Pad :e de los astros
después de haber sido arrancado del dominio de las
tinieblas y gratuitamente justificado en la sangre de
su Hijo. Si D ios perdona, ¿quién se atreverá a con-
denar? El que se com padece del pecí dor nunca con-
denará al justo. M e llamo justo, pero con su justicia.
¿Qué justicia es ésta? El fin de la ley es el Mesías, y
con eso rehabilita a todo el que cree. Además: Fue
constituido p o r D ios Padre com o fuente de nuestra
justicia. La justicia que ha sido hecha por mí, ¿no
va a ser mía? Si participo en ei pecado ajeno, ¿por
qué no en la justicia que otro me concede? Y o estoy
mucho más satisfecho por habérseme dado que si
fuera connatural en mí. Esto sería m otivo de com
placencia, pero no ante Dios. Lo otro, en cambio,
que realiza eficazm ente mi salvación, m e impulsa a
com placerm e exclusivam ente en el Señor. A unque
fuera justo — dice la Escritura— no levantaría la ca
beza; no sea que me digan: ¿Qué tienes que no ha
yas recibido? Y si de hecho lo has recibido, ¿a qué
tanto orgullo, com o si nadie te lo hubiera dado?
VII. 17. Ésta es la justicia que recibe el hom
bre por la sangre del Redentor. Pero este hombre
engreído y burlón está em peñado en destrozarlo
todo. Y enseña que si el Señor de la gloria se anona
dó, se hizo inferior a los ángeles, nació de una mu
jer, vivió en este m undo, experim entó la enferm e
dad, padeció horribles torm entos y murió en una
cruz antes de volver a su casa, lo hizo únicam ente
para dar a los hombres un ejem plo de vida con sus
palabras y sus obras, e indicarles, con su pasión y
m uerte, la grandeza de su amor. Enseñó la justicia,
pero no la dio. M ostró su amor, pero no lo infun
dió. ¿Y así se volvió a su casa? ¿En qué consiste ese
gran misterio que veneramos, en el que se manifestó
com o hombre, fue justificado p o r el Espíritu, con
tem plado po r los ángeles, proclam ado entre los p a
ganos, creído en el m undo y elevado a la gloria?
¡On doctor incomparable, que comprende los
arcanos de D ios y hace fácil y accesible a todos los
más grandes misterios y el secreto escondido desde
el origen de las edades! Con sus falacias, todo lo
hace tan asequible y evidente, que cualquiera puede
com prenderlo, hasta ios profanos y pecadores.
¡Como si la sabiduría divina no pudiera ocultar, o
hubiera olvidado lo que ella misma prohibió, y diera
lo sagrado a los perros y las perlas a los cerdos! N o,
no es eso. Se manifestó com o hom bre, pero lo reha
bilitó el espíritu, para que sólo los hombres de espí
ritu alcancen las realidades espirituales, y el hombre
por su sola naturaleza sea incapaz de percibir el E s
píritu de D ios, y nuestra fe no se apoye en la elo
cuencia de las palabras, sino en el poder de D ios.
Por eso ha dicho el Salvador: Bendito seas, Padre,
Señor de cielo y tierra, porque, si has escondido estas
cosas a los sabios y entendidos, se las has revelado a
la gente sencilla. Y el A póstol añade: Si la buena
noticia que anunciamos sigue velada, es para los que
se pierden.
18. Fijáos, os ruego, cóm o se mofa este hom
bre de todo cuanto procede del Espíritu de D ios,
porque le parece necedad; cóm o insulta al A póstol,
que proclama el misterio de la sabiduría de Dios;
cómo impugna el Evangelio y cóm o blasfema contra
el Señor. Sería mucho más sensato que creyera hu
m ildem ente lo que es incapaz de comprender y no
se atreviera a hablar y escarnecer un misterio tan
sagrado. Es im posible discutir todas las insensateces
y calumnias que acumula contra los designios de
Dios. Citaré algunas, a título de ejemplo: «Puesto
que Cristo rescató sólo a los elegidos — dice él— ,
¿cómo es el que diablo ejercía mayor imperio que
ahora sobre ellos, en esta vida y en la futura?»
Nuestra respuesta es que, precisamente porque los
elegidos estaban bajo el poder del maligno y, como
dice el A póstol, los tenía sum isos a su voluntad, fue
necesario un libertador para que se realizara en
ellos el designio de D ios. Y para que disfrutaran de
libertad en la otra vida era preciso concedérsela en
la actual.
Después añade: «¿Atorm entaba el dem onio al
pobre que descansaba en el seno de Abrahán como
lo hacía con el rico que estaba condenado? ¿Tenía
algún poder incluso sobre Abrahán y los elegidos?»
N o. Pero lo habría tenido si no hubieran adquirido
la libertad creyendo en el que había de venir, com o
se dice del mismo Abrahán: Abrahán creyó al Señor
y quedó justificado. Abrahán gozaba esperando ver
este día m ío, ¡y cuánto se alegró al verlo! En conse
cuencia, la sangre de Cristo caía ya com o rocío so
bre Lázaro, y le libraba del ardor de las llamas, por
que creía en el que iba a morir.
Y lo mismo debem os pensar de los elegidos de
aquella época: todos nacieron, com o nosotros, bajo
el dom inio de las tinieblas por el pecado original;
pero, antes de morir, fueron liberados por la sangre
de Cristo. Lo dice la Escritura: Los grupos que iban
delante y detrás gritaban: ¡Viva el Hijo de D avid!
¡Bendito el que viene en nom bre del Señor! A sí
pues, la muchedumbre de los elegidos aclamó a
Cristo antes de hacerse hombre y cuando vivió
com o hombre. Los que vivieron antes que Él no
alcanzaron una bendición plena y colmada, porque
esta prerx'ogativa estaba reservada para el tiempo
de la gracia.
VIII. Sigue explicando e intenta demostrar
que el diablo no tendría ningún derecho sobre el
hombre si D ios no lo hubiera permitido. Y que, si
quisiera compadecexse del hombre fugitivo, lo po
dría librar con una sola palabra, sin hacer ningún
agravio al dem onio. ¡Como si hubiera alguien que
dudara de esto! A l final concluye así: «Si la miseri
cordia divina podía librar al hombre de todos sus
pecados con sólo mandarlo, qué m otivo, razón o
necesidad podem os aducir para que el Hijo de D ios
se hiciera hombre y soportara tantas miserias, opro
bios, azotes, salivazos y la ignominia de la cruz y de
una muerte tan cruel por nuestra redención?» R es
pondo: fue nuestra necesidad, la terrible necesidad
de los que vivimos en tinieblas y en sombra de
muerte.
A sí debía ser: por nosotros, poi D ios m ism o y
por los santos ángeles. P or nosotros para arrancar
el yugo de nuestro cuello-; por Él, >ara realizar su
designio, y por los ángeles, para cc m pletar su nú-
m ero. L a razón de todo esto fue la Dondad del que
lo hizo. N adie niega que el O m nipdt ente podía ha
bernos redim ido, santificado y liberí do de otras mil
m aneras. Pero esto no resta eficacia a la que É l eli-
gió entre todas. E incluso le da máí valor: porque,
com o vivimos en el país del olvido, iel letargo y de
nuestra m iseria, estos excesos del R edentor nos es-
polean con m ás brío y energía. Por lo dem ás, nin-
gún m ortal es capaz de com prende los tesoros de
gracia, el cúm ulo de sabiduría, la glo ria tan sublim e
y los frutos de salvación que se er cierran en este
m isterio tan insondable. E l profeta lo contem pla y
se queda estrem ecido, sin poder cc m prenderlo. Y
el P recursor se siente indigno de m ts rpretarlo.
20. N o podem os pen etrar eien m isterio de la
voluntad divina, pero nos está periji itido sentir sus
efectos y experim entar sus trato s. Y lo que se puede
saber no se debe callar, porque los r ■yes se empeñan
en ocultar sus asuntos; Dios, en ca i\tbio, revela sus
misterios. Es mucha verdad, y digno de que todos lo
hagan suyo: cuando éramos pecadoi es, la muerte de
su Hijo nos reconcilió con Dios L a reconciliación
incluye el perdón de los pecados, P orque, com o
dice la E scritura, nuestros pecados nos separan de
D ios. Si perm anece el pecado, rio hay reconcilia-
ción. ¿E n qué consiste, pues, el peri ion de los peca-
dos? Esta copa — dice el señor— es ¡a nueva alianza,
sellada con m i sangre, que se derra na por vosotros
para el perdón de los pecados.
E s, pues, evidente que la recon iliación incluye
el perdón de los pecados o justific ación; com o la
redención del po der del enem igo qi e nos tenía cau-
tivos y a su antojo, son bienes que nos han venido
por la m uerte del U nigénito. Se nc s dice con toda
claridad: H em os sido justificados gratuitamente p o r
su sangre. Con su sangre hem os obtenido la libera
ción, el perdón de los pecados, muestra de su inago
table generosidad. Tú insistes: «¿Por qué se hizo con
la sangre si se pudo hacer con una sola palabra?»
Pregúntaselo a Él. Y o puedo decir que así ha suce
dido. Por qué fue así, tam poco yo lo comprendo.
¿Va a decirle la arcilla al que la modela: por qué
m e has hecho así?
21. Pero todo esto no tiene valor para nuestro
hom bre, y lo toma a risa. Escuchad sus carcajadas:
«¿Cóm o se atreve a decir el A póstol que hem os sido
justificados o reconciliados con D ios por la muerte
de su H ijo, si el hombre se hizo más acreedor a la
ira divina crucificando a su Hijo que infringiendo el
precepto de no com er la manzana?» Como sí D ios,
en una misma acción, no fuera capaz de condenar
la maldad de los autores y com placerse en la piedad
del que sufre. E insiste: «Si el pecado de Adán fue
tan grande que sólo pudo expiarse con la muerte de
Cristo, ¿cómo expiar el homicidio com etido en la
persona de Cristo?» R espondo con dos palabras:
con esa misma sangre derramada y con la súplica
del crucificado.
V uelve a insistir: «¿Cómo es posible que D ios
se complaciera tanto en la muerte de su Hijo ino
cente, que por ella se reconciliara con nosotros, que
com etim os el horrendo pecado de matar al Señor?
¿No se pudo perdonar aquel pecado m enor sin te
ner que com eterse este mucho mayor?» Lo que
agradó no fue la m uerte, sino la voluntad del que
moría libremente. Porque con esa muerte Él quería
destruir la muerte, realizar la salvación, restablecer
la inocencia, destituir a las soberanías y autorida
des, vaciar el infierno, colmar el cielo, reconciliar
lo terrestre y lo celeste y hacer la unidad del univer
so. No se aprobó este hecho, pero se utilizó a mara
villa la maldad de los asesinos; venció a la muerte
con su muerte y eliminó el pecado con el pecado. Si
mucha fue la maldad de unos, inm ensam ente más
santa fue la. voluntad del otro y más eficaz para sal
var.
A nte semejante grandeza, aquel antiguo pecado,
por grande que fuera, es muy pequeño comparado
con este otro com etido contra Cristo. Pero el triun
fo no se debe al pecado ni al pecador, sino al que
supo utilizar tan maravillosamente ese pecado, so
portó a los pecadores hasta el final y convirtió en
fuente de salvación la misma crueldad de los m al
vados.
22. La sangre derramada fue tan eficaz para
perdonar, que borró incluso el enorme pecado co
metido con su efusión, y de este m odo no quedara
la m enor duda en cuanto al perdón de aquel otro
pecado primero, y m enos grave. Pero insiste de
nuevo nuestro autor: «¿No es cruel e injusto que
una persona pida la sangre de un inocente com o
precio de rescate o que se complazca, en cierto
modo, en la muerte del inocente? ¿Tanto agradó a
Dios la muerte de su H ijo, que por ella perdonó al
mundo entero?» D ios Padre no exigió la sangre del
Hijo, sino que la aceptó cuando se la ofreció. N o
estaba sediento de sangre, sino de salvación, y ésta
dependía del mérito de esa sangre. Hablo de una
verdadera salvación y no sólo de una señal de amor,
como ése cree y enseña.
Como conclusión de todas estas injurias y atrevi
mientos, lanzados contra D ios de una manera necia
e irreverente, dice: «Dios se encarnó para darnos
su doctrina y su ejem plo; o, com o dice en otro lu
gar: para instruirnos. La pasión y m uerte sólo es
una muestra y testim onio de su amor.»
IX. 23. ¿Y qué nos aprovecha esta instruc
ción si falta la renovación? ¿No seríamos instruidos
en vano si antes no se destruye en nosotros al peca-
dor para no servir más al pecado? Si todo el fruto
de Cristo se reduce a enseñarnos unas cuantas virtu
des, también podem os decir que el daño que Adán
nos hizo consistió en enseñarnos a hacer el mal.
Porque la medicina está en proporción a la grave
dad de la herida. L o m ism o que po r Adán todos
mueren, así también p o r Cristo todos recibirán la
vida. Como vem os, tanta importancia tiene esto
com o aquello. Si la vida que da Cristo se reduce a
un simple conocim iento, la muerte que procede de
Adán será también una mera instrucción. Éste nos
enseñó a pecar con su ejem plo, y aquél, con sus
palabras y sus obras, nos enseñó a vivir honesta
m ente y amar a los demás.
N osotros seguimos la fe cristiana, no la herejía
pelagiana, y creem os que el pecado de Adán está
dentro de nosotros por generación y no com o un
sim ple mal ejem plo, y que el pecado acarrea la
muerte. También estam os convencidos de que Cris
to nos devuelve la gracia, no como un buen ejem
plo, sino com o una verdadera generación, Y con la
gracia, la vida. L o m ism o que el delito de uno sólo
ocasionó la condenación de todos los hombres, así
el acto de fidelidad de uno sólo supuso la justifica-
ción y la vida para todos los hombres. Si aceptamos
las teorías de este m aestro, según las cuales el desig
nio y fin de la encarnación fue ilustrar al mundo
con su sabiduría y encender el fuego del amor,
¿dónde está la redención? La enseñanza y el estímu
lo para amar nos vienen de Cristo. D e acuerdo. ¿Y
de quién nos viene la redención y la libertad?
24. A ceptem os que la venida de Cristo puede
ser provechosa para quienes imitan su vida y practi
can el amor. ¿Y los niños? ¿Qué luz de sabiduría
pueden percibir quienes apenas poseen la luz de la
vida? ¿Cómo van a amar a D ios los que ni siquiera
son capaces de amar a sus propias madres? ¿Es inú
til para ellos la venida de Cristo? ¿En vano han que-
dado incorporados a él por una mu rrte semejante a
la suya en el bautism o, ya que no pi. eden conocer y
am ar a Cristo por su corta edad? N uestra reden-
ción — dice— es el am or consum ad que existe en
nosotros m ediante lá pasión de C risto.» E n ese
caso, los niños no están redim idos, porque no tie-
nen ese gran am or. -Y, si no tienen e dad p ara am ar,
tam poco llevan el estigm a dei pecac o. Y , si no han
m uerto com o hijos de A dán, no ne esitan volver a
nacer en Cristo.
E l que dice esto es un nuevo p<>:lagio. Sea cual
sea su pensam iento, una cosa es ev dente: con qué
m alos ojos contem pla el m isterio de la salvación hu
m ana y cóm o anula tod a la econom ía de la reden-
ción. L a salvación se reduce a m e a devoción; de
regeneración, ni habla; la grandeza de la redención
y la esencia de la salvación consiste, para él, no en
la fuerza de la cruz o en el valor de la sangre, sino
en nuestros progresos en la virtud. Lo que es a mí,
Dios me libre de gloriarme más qi e en la cruz de
nuestro Señor Jesucristo, en la cual está nuestra sal-
vación, nuestra vida y nuestra resur) ección.
25. Y o veo tres cosas im porte ntes en la obra
de nu estra salvación: la actitud de hum ildad, por la
cual D ios se anonadó a sí mismo; la m agnitud de su
caridad, que llega hasta la muerte V una muerte de
cruz; y el sacram ento de la redenciión, con el cual
hizo desaparecer la m uerte con su m ism a m uerte,
Las dos prim eras sin la tercera es lo m ism o que pin-
tar en el aire. G randiosa, sin duda, ’ m uy necesaria,
su hum ildad; extraordinaria y dign^ de todo enco-
m ió, su caridad. P ero, si falta la re cfiención, carecen
de base y de valor.
Q uiero seguir a Jesús humilde con todas mis
fuerzas; quiero abrazar con los dos brazos del am or
al que m e am ó a m í y se entregó p or mí. Pero tam -
bién necesito com er el C ordero p a : cual. P orque, si
no com o su carne y bebo su sangre no tendré vida.
U na cosa es seguir a Jesús; otra, poseerle, y otra,
com erle. Seguirle es un consejo muy provechoso;
poseerle y abrazarle, un gozo incomparable; com er
le, la vida eterna y dichosa. Su carne es verdadera
com ida, y su sangre, verdadera bebida. El pan de
D ios es el que baja del cielo y va dando vida al m un
do. ¿D ónde se apoyan el gozo o el consejo si les
falta la vida? Son com o una pintura en el vacío.
Pues, de igual m odo, los ejemplos de humildad y
los testim onios de caridad carecen de valor sin el
sacramento de la redención.
26. H e aquí, Señor y Padre mío, estas páginas,
que vuestro siervo ha logrado reunir con su trabajo,
para combatir algunos puntos de esta nueva herejía.
Tal vez sólo encontréis en ellas una muestra de mi
buena voluntad; al m enos he cumplido un deber de
conciencia. Y o no puedo evitar las ofensas a la fe,
que tanto me dueien, pero he hecho lo que he podi
do haciéndoselas saber a quien el Señor ha dado
armas poderosas y capaces de abatir fortalezas, de
rribar falacias y todo torreón que se yerga contra el
conocim iento de D ios.
H ay todavía en sus escritos otros muchos artícu
los y capítulos peligrosos que no puedo reseñar por
falta de tiem po y los estrechos límites de una carta.
Por otra parte, no creo que sea necesario indicarlos,
ya que son muy conocidos, y cualquiera que tenga
un conocim iento básico de la fe puede refutarlos.
H e aquí algunos errores que he observado:
I. Los que van precedidos de asterisco tienen
respuesta en esta carta.
*1. El Padre es el poder absoluto, el Hijo po
see algún poder, y el Espíritu Santo, nin
guno.
El Espíritu Santo no tiene la esencia del
Padre y del Hijo.
*43. El Espíritu Santo es el alma del mundo.
Cristo no se encarnó para librarnos del
yugo del diablo.
5. La tercera persona de la Trinidad no es
D ios, ni hom bre, ni la persona de Cristo.
6. Basta el libre albedrío para hacer alguna
obra buena.
7. D ios sólo puede hacer o perdonar algo en
el tiem po y manera en que lo hace, no en
otros.
8. Adán no nos ha transmitido la culpa, sino
sólo la pena.
9. Los que crucificaron a Cristo ignorándolo
no pecaron, y donde hay ignorancia no
hay culpa.
10 . En Cristo no existió el espíritu del temor
de D ios.
11. El poder de atar y desatar sólo se conce
dió a los A póstoles, no a sus sucesores.
12. Las obras no hacen al hombre mejor o
peor.
*13. A l Padre, que no procede de nadie, le
pertenece de manera propia y especial la
om nipotencia, pero no la sabiduría ni la
bondad.
14. El tem or casto está también excluido de
la otra vida.
15. El diablo inspira malos pensam ientos por
el contacto de piedras o hierbas.
16. La venida del mundo futuro puede atri
buirse al Padre.
17. D ios no debe ni puede impedir el mal.
18. El alma de Cristo no descendió de hecho
a los infiernos, sino que pudo hacerlo.
El pecado no es el acto en sí mism o, ni la
voluntad, ni la concupiscencia o el placer
que inducen a la voluntad. Por eso no de
bem os intentar extinguirla.
II. Estos títulos se encuentran en el libro de
Teología, o en el de Las Sentencias de Pedro el
M aestro, o en el que se titula Conócete a ti mismo.
4. ERRO RES D E PEDRO AE ELA R D O
[C O N C IL IO D E SENS (1140 O 1141) l]
1. E l P adre es potencia plena; e. H ijo, cierta
potencia; el E spíritu Santo, ninguna p< itemcia.
2. E l E spíritu Santo no es de la sUS'tancia [v. 1.:
de la potencia] del P adre o del H ijo.
3. E l E spíritu Santo es el alm a de 1 m undo,
4. C risto no asum ió la carne para librarnos del
yugo del diablo.
5. Ni D ios ni el hom bre ni esta P<:rsona que es
C risto es la tercera persona en la Trin dad.
6 . E l libre albedrío basta por sí m ism o para al
gún bien.
7. D ios sólo puede hacer u om iti io que hace
u om ite, o sólo en el m odo o tiem po e i que lo hace
y no en otro.
8 . D ios no debe ni puede im pedi los m ales.
9. D e A d án no contrajim os la cu Ipa, sino sola
m ente la pena.
10. N o pecaron los que crucific ron a Cristo
p o r ignorancia, y cuanto se hace por gnorancia no
debe atribuirse a culpa.
11. N o hubo en C risto espíritu de tem or de
D ios.
1 Tom ado de E. D enzinger, E l magisterio d ; la Iglesia, trad.
D . Ruiz B ueno, H erder, Barcelona, 1963.
12. La potestad de atar y desatar fue dada sola
m ente a los A póstoles, no a sus sucesores.
13. El hombre no se hace ni mejor ni peor por
sus obras.
14. A l Padre, el cual no viene de otro, pertene
ce propia o especialm ente la operación, pero no
también la sabiduría y la benignidad.
15. Aun el temor casto está excluido de la vida
futura.
16. El diablo m ete la sugestión por operación
de piedras o hierbas.
17. El advenim iento al fin del mundo puede
ser atribuido al Padre.
18. El alma de Cristo no descendió por sí mis
ma a los infiernos, sino sólo por potencia.
19. Ni la obra, ni la voluntad, ni la concupis
cencia, ni el placer que la m ueve es pecado, ni de
bem os querer que se extinga.
[D E L A C A R T A D E INO CENCIO II
TE STA N TE A P O S T O L O , A E N R IQ U E ,
OBISPO D E SEN S, 16 D E JULIO D E 1140]
N os, pues, que, aunque indignos, estamos senta
dos a vista de todos en la cátedra de San Pedro, a
quien fue dicho: Y tú, convertido algún día, confir
m a a tus hermanos [Le. 22, 32], de común acuerdo
con nuestros hermanos los obispos cardenales, por
autoridad de los Santos Cánones hem os condenado
los capítulos que vuestra discreción nos ha mandado
y todas las doctrinas del mismo Pedro Abelardo jun
tam ente con su autor, y com o a hereje les hem os
im puesto perpetuo silencio. Decretam os también
que todos los seguidores y defensores de su error
han de ser alejados de la compañía de los fieles y
ligados con el vínculo de la excomunión.