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(Cuento leído durante la clausura del CompARTE POR LA VIDA Y LA LIBERTAD 2018

en el Caracol de Morelia, Torbellino de nuestras palabras, montañas del sureste mexicano.)

LA ÚLTIMA MANTECADA

EN LAS MONTAÑAS DEL SURESTE MEXICANO.

Tal vez fue por una serie de sucesos aleatorios, sin liga aparente entre ellos, que la tragedia
se gestó.

O quizás fue una simple coincidencia, una suerte de azar infortunado. Como si el destino
se diera en alimentar los rumores sobre su existencia, arrojando las piezas de un
rompecabezas sobre, claro, las cabezas rotas de humanos y máquinas.

O acaso la Tormenta (ésa que el zapatismo insiste en señalar y que, como en todo lo que
dice, nadie más repara), había incurrido en un “spoiler”, un pequeño adelanto de lo que se
avecinaba. Como si, en el software incoherente con el que parece funcionar la realidad, se
hubiera colado un aviso urgente, un “warning” inadvertido, una señal que sólo podría ser
detectada e interpretada por los más avezados vigías que, en los rincones del mundo, se
empeñan en otear horizontes que, de tan lejanos, ni siquiera aparecen como variable en las
frenéticas estadísticas del sistema mundial. Después de todo, las estadísticas sirven para
señalar tendencias que borran dramas cotidianos. ¿Qué es, después de todo, el asesinato de
una mujer? Una de numeral. Una más es una menos. Las estadísticas dirán que se
necesitan varios, muchos de esos asesinatos “de género” para incidir apenas en una
tendencia: la del desbocado cabalgar del sistema hacia el abismo, derrapando sobre sangre,
lodo, escombros, mierda, destrucción. ¿En el horizonte? La guerra. ¿En el sendero
andado? La guerra. Porque en el sistema capitalista la guerra es el origen, el camino y el
destino.

En fin, tal vez desvarío. Porque éste es un cuento y hay que cuidar que no se cuelen en él
reflexiones tendenciosas, malas ideas, malsanos pensamientos, cavilaciones ociosas,
provocaciones.

Quienes padecieron alguna vez el ver una película con el finado SupMarcos, cuentan que
era insoportable. Bueno, no sólo era insoportable en eso, pero estoy hablando de ver
películas. Bastaba que en el filme apareciera un arma de fuego para que el difunto pusiera
“pausa” y se diera una larga y ociosa exposición sobre rasancia, energía, alcance, poder de
fuego, y las breves o largas parábolas que un proyectil trazaba en su ruta hacia “el
objetivo”. Poco importaba que, en ese momento pausado, la trama se fuera a resolver, o
que quienes veían el filme se angustiaran sin saber si el héroe (o la heroína, no olvidar la
equidad de género) se salvaba o no. No, ahí estaba el inútil derroche de erudición: “ésa es
una carabina M-16, calibre 5,56 mm NATO, nombrado así para diferenciar las municiones
fabricadas por los países de la Organización del Atlántico Norte, de las del Pacto de
Varsovia, y etcétera, etcétera”. Claro, la compañía cinéfila no sabía qué hacer: si
demostraba interés, el finado podría extenderse; si, en cambio, mostraba indiferencia, el
difunto podría interpretar que no había sido claro y se explayaría más, llegando, claro, a la
guerra fría. Y entonces el SupMarcos se sentía obligado a explicar que el término “guerra
fría” era un oxímoron, una argucia del sistema para obviar la muerte y la destrucción que
habían marcado esa época. Seguía entonces con lo de “cuarta guerra mundial”, y así hasta
que las palomitas se enfriaban o se habían convertido en un amasijo de maíz palomero con
salsa “Valentina”.

Bueno, ya me estoy poniendo igual. El asunto era que, si el SupMarcos asistía a la


función, había que ver las películas o las series dos veces: una para padecer las
interrupciones, la otra para entender la trama. Por esto digo que un cuento es un cuento y
no una plática política. Aunque Defensa Zapatista use lo de “plática política” para ocultar
las muestras de “violencia de género” que, en forma de zapes, le aplica al estoico Pedrito, el
niño que, sin saberlo ni pretenderlo, asume el papel de némesis de la niña y su indefinible
gato-perro.

¿En qué estaba? Ah, sí, en los por qué de lo que les narraré más adelante.

El asunto es que, esa madrugada, confirmé lo que me temía: se habían acabado las
mantecadas. Todas. Incluso la reserva estratégica (destinada a hacer frente al previsible
apocalipsis zombi, a una invasión extraterrestre, o a la caída de un meteorito), estaba en
ceros.

¿Qué fue lo que pasó? Pues, como en las tragedias griegas y en los corridos mexicanos,
no pasa nada hasta que pasa.

La Doña Juanita, atrincherada en la cocina del CIDECI, en San Cristóbal de Las Casas,
Chiapas, México, se había declarado en huelga: nada de tamales, nada de cuche (cerdo, en
Chiapas), nada de tacos y garnachas, nada de batidillos ricos en carbohidratos, grasas y
colesteroles. Y, oh desgracia, nada de mantecadas. Que ahora pura comida sana, o sea
verduras, verduras y más verduras. Que nada de que nada. Que resistencia y rebeldía. Que
muera la comida chatarra y el fast food.

Cuando me enteré, mandé un enlace para convencer a Doña Juanita de que hiciera una
excepción; que la entendía, pero que había yo leído en un libro que las mantecadas eran
muy nutritivas; que si ella hacía mantecadas, todo iba a quedar “entre nous”, que no se iba
a publicar. El enlace regresó desconsolado: ni siquiera pudo hablar con Doña Juanita,
quien estaba fortificada, junto con sus compas de la cocina, cantando el “no, no, nos
moverán, y el que no crea que haga la prueba, no nos moverán”. Le pregunté al enlace que
qué había hecho él. Dijo que se puso a cantar, que se oía bien bonito el coro y agarró una
guitarra y acompañó el himno.

Yo no me dejé derrotar por cuestiones que adjudiqué al rubro “de género”. Después de
todo, Doña Juanita es mujer y hay cosas que las mujeres no entienden.
Recurrí entonces al arma ultra secreta del ezetalene: el compa Jacinto Canek.

Muy lejos de estas montañas, pero enclavado en otras, el compa Jacinto Canek le sabe a la
cocina. Hace maravillas con apenas unas cuantas ollas y sartenes. Pero tiene un don
especial para el pan. Se rumora que hay gente que viaja desde los más diversos rincones
del mundo para probar sus panes. Como una muestra de la “otra globalización”, su
repostería ha deleitado el paladar de 5 continentes.

“El secreto está en que hay que echarle muchos huevos”, me confesó un día el compa
Jacinto Canek mientras esperábamos, yo impaciente, que salieran las mantecadas del
horno. Aunque él se refería a los panes, yo dije casi como reflejo: “como a todo, Don
Jacinto, como a todo”.

Por una cuestión de solidaridad de género, confiaba yo en que el compa Jacinto Canek
haría honor a su nombre de lucha y aportaría una salida a la grave crisis que se avizoraba.

Una misión de tal trascendencia requería una postura drástica. Con el fin de acallar las
críticas que ya adivinaba de las feministas, le encargué a la insurgenta Erika que fuera hasta
las tierras donde Jacinto Canek defendía a capa y espada sus secretos culinarios.

Le dije a la Erika que tenía ella una misión muy importante. Que debía ir donde Jacinto
Canek y debería relatarle una leyenda: los más primeros dioses, los que nacieron el mundo,
crearon las mantecadas para que los humanos se dieran una idea de lo que era el
paraíso. Pero luego llegó el pinche sistema capitalista con sus Bimbo-Marinela, la Tía
Rosa, Wonder y etcétera, y corrompieron el sagrado manjar de los dioses.

Que quienes hacían pan artesanal eran los custodios de la memoria, los que resguardaban
el santo grial que permitía la comunicación entre humanos y dioses.

Por supuesto que la insurgenta Erika me preguntó qué cosa era “santo grial”. Le dije que
era algo muy importante, sagrado, que de eso dependía el destino de la humanidad.

La Erika se burló diciendo “Nah, qué va a ser, seguro lo inventaste, Sup, nomás porque
quieres mantecadas”.

Yo puse cara de “me ofendes”, y la despaché con las amonestaciones de rigor.

Después de jornadas que imagino agotadoras, la insurgenta Erika regresó con una gran
bolsa de pan. No pude evitarlo: aplaudí. Y debo confesar que mis hermosos ojos se
humedecieron agradecidos.

Sin responder al saludo de la Erika, le arrebaté la bolsa y vacié su contenido en la


mesa. Nada. Había conchas, trenzas, orejas, moños, polvorones, bolillos, teleras,
chilindrinas, marquesotes, pan de elote, empanadas, hojaldras (sin agraviar a quienes leen),
cemitas, donas, y hasta el mal llamado “pan de amor”. Pero ni una mantecada, ni una sola.
El horror.

Me derrumbé sobre la silla, con un sabor amargo llenándome la vida.

Entonces la insurgenta Erika sacó de su morraleta otra bolsa, más pequeña. Envuelta con
plásticos y papeles, apareció ¡una mantecada!

“Que sólo alcanzó a hacer ésa”, me aclaró la Erika, “que ya no hizo más porque está
echando baile con su mujer. Que a ver hasta cuándo”.

Se fue la insurgenta Erika.

Con extremo cuidado, como si de una valiosa pieza de fino cristal se tratara, coloqué la
mantecada sobre la mesa.

Con todo eso de la Tormenta, la Hidra y el apocalipsis-todo-incluido de mi hermano bajo


protesta, me puse ídem y sentencié:

“He aquí la última mantecada en las montañas del sureste mexicano”.

No sabía si comerla o hacerle un altar, un homenaje premonitorio a lo que eso significaba:


el fin de una época, la inapelable sentencia del destino, el enojo de dioses desconocidos, el
desdén avistado en una mirada deseada, el daño colateral de la guerra capitalista.

La miré, sí. La miré con lujuria mal disimulada. Con cuidado mis dedos apenas rozaron
sus contornos azucarados, la hendidura circular que enaltecía el seno unívoco del ser
unigénito, la voluptuosa figura que no sólo decía sino que gritaba: “soy una mantecada,
pero no cualquier mantecada, soy la última mantecada”.

En eso estaba yo, o sea que calculando si en la tienda cooperativa tendrían conocido
refresco de cola con el cual honrar la última mantecada, cuando, como si faltara ratificar la
desgracia, aparecieron en la puerta…

Defensa Zapatista y el gato-perro.

Me puse de pie tan rápido como pude y, tratando de tapar con el cuerpo el obscuro objeto
de mi deseo, empecé a balbucear incoherencias:

“Eh, no, no hay una mantecada sobre la mesa. No, no la estoy escondiendo. No, no hay
nada detrás mío. Eh, hace mucho calor, y el zancudo está muy bravo, creo que va a
llover. ¿Piensas que va a llover?”

Creo que Defensa sospechó algo, porque me dio la vuelta como si tal y vio la mantecada.

Me miró con reprobación y sentenció:


“Tienes que compartir, Sup”.

El gato-perro ladró o maulló, a saber, pero supongo que apoyando a Defensa Zapatista.

Imagino que sintiéndose convocada por la palabra “mantecada”, apareció, a saber de


dónde, una niña que trataba de alcanzar la mantecada con una manita mientras con la otra
sostenía un osito de peluche.

La aparté de la mesa y, siguiendo el modo del finado, le pregunté:

“¿Tú quién eres?, no te conozco”.

“Yo me llamo Esperanza y me apedillo “zapatista” y éste es un mi osito y tenemos


hambre”.

Al escuchar el nombre de la niña, yo no dejé de apreciar la reiteración de las paradojas en


estas tierras.

La Esperanza Zapatista se retiró después de varios intentos de lo que la nueva teoría social
llamaría “acumulación por despojo de mantecadas”, una fase aún en desarrollo del
capitalismo.

Defensa y el gato-perro me miraban con más de 500 años de reclamos, esperando lo


imposible: que yo les compartiera la última mantecada de las montañas del sureste
mexicano.

“No se puede”, me defendí con torpeza, “sólo hay una. Viera que hay dos o más pues se
puede repartir, pero como sólo hay una, pues no se puede compartir, sólo es para uno”.

Subrayé el “uno” para marcar la diferencia de género: el “uno” dejaba fuera a Defensa
Zapatista, a Esperanza y al gato-perro, el cual, si no sabe si es perro o gato, menos va a
saber si es masculino o femenino.

Siguiendo la quinta ley de la dialéctica (nota: la primera ley de la dialéctica es “todo tiene
que ver con todo”; la segunda es “una cosa es una cosa y otra cosa es no me chingues”; la
tercera es “chingue su madre el universo y la materia”; la sexta es “no hay problema lo
suficientemente grande como para no darle la vuelta”)…

Les decía que la quinta ley de la dialéctica señala que “siempre puede llover sobre
mojado”, y, para confirmarla, reapareció la Esperanza Zapatista, ahora acompañada de dos
niños zapatistas: uno portaba un sombrero vaquero más grande que él y se presentó con un
“yo soy el Pablito”; el otro traía un sombrero modelo “Don Ramón en el Chavo del 8”,
aunque también parecía un casco de estambre, y dijo que él era “Amado, el Amado
Zapatista” (quise darle un zape por suplantarme).

Viéndome en desventaja numérica, analicé mis posibilidades:


Podía, por ejemplo, ponerme en el clásico “modo matanga dijo la changa”, tomar la
mantecada y huir en lo que, en la teoría militar, se llama “repliegue estratégico”.

Opción desechada: el comando infantil zapatista me tenía rodeado.

Podía atropellarlos, siguiendo el modo del Fondo Monetario Internacional frente a


gobiernos progres y no progres, pero corría el riesgo de tropezar y que el santo grial
cayera. Eso le daría ventaja al gato-perro, cuya habilidad para tomar lo caído ya había sido
demostrada en otro cuento que les narraré en otra ocasión.

Opté entonces por la demagogia en boga y, dirigiéndome al comando infantil, les solté:

“Miren, tienen que entender la coyuntura, la correlación de fuerzas no es favorable. No


es tiempo para radicalismos. Es mejor una transición pausada. Esperar, por ejemplo, a
que haya más mantecadas y entonces sí. Pero ahora ustedes deben esperar con
paciencia. Por ejemplo, si ya hay una niña que se llama “Defensa Zapatista” y otra que se
llama “Esperanza Zapatista”, puede ser que haya una que se llame “Paciencia
Zapatista”. Entonces, vayan a buscarla y, cuando la encuentren, le echan la plática
política y entonces pues ya vemos”.

“No hay”, respondió Defensa Zapatista, y agregó con malicia: “pero hay una compañerita
que se llama “Calamidad”, o sea que es “La Calamidad Zapatista”. Ahí lo veas si la
traemos.”

Un estremecimiento sacudió por entero mi sensual cuerpo.

Desesperado, me di cuenta de que mis argumentos no convencían.

Imaginé entonces el cataclismo terminal: una multitud de niñas y niños zapatistas


rodeando mi champa, la otrora comandancia general del ezetaelene; insultos en diferentes
lenguas de origen maya; Defensa Zapatista ordenando “traigan ocote”; Esperanza sacando,
a saber de dónde, un encendedor, mientras su osito, os lo juro, se transformaba en “Chuky,
el muñeco diabólico”; el gato-perro ladrando y maullando; el Pedrito bailando con la
promotora de educación y el Pablito cantando la del moño colorado y el Amado haciendo la
segunda voz (sí, los varones siempre en otro canal); los ocotes encendidos
democratizándose; las primeras llamas lamiendo las tablas y creando un cerco de fuego
dentro del cerco infantil; y yo, heroico, abrazando la mantecada, dispuesto a morir antes de
entregar “my tresaure” a esa masa irreverente que apenas levantaba unos palmos del suelo.

Era inútil tratar de dividirlos y llevarlos a enfrentarse entre sí: la mantecada los unía y yo
no podía cederla.

Podría, es cierto, arrojarla y, aprovechando la confusión, buscar refugio. Pero dudo que se
abalanzaran por la mantecada. Seguro seguirían su tradición de compartir incluso lo poco
que tienen, tal y como la pandilla del finado SupMarcos hacía después de asaltar la tienda
“La Nana Zapatista” en La Realidad ídem.
Pero ni hablar, era mi mantecada. Ella y yo estábamos unidos por el destino. En mis
pensamientos rondaban los antiguos escritos (que yo redacté): “en el principio de los
tiempos, los dioses crearon la mantecada y vieron que la mantecada era buena y entonces
crearon al Sup para que de ella se regocijara y se la zampara sin compartir”. Ergo, la
mantecada era de mi propiedad por mandato divino y esos enanos y enanas herejes
pretendían despojarme de ella, cometiendo así el más grande pecado: desafiar la propiedad
privada de la mantecada, que, como todos saben porque viene en todos los libros de
historia, es el fundamento de la civilización, el orden y el progreso.

El futuro de mi mundo estaba en juego. Si yo compartía mi mantecada, la humanidad


volvería a la edad de piedra, a un mundo sin internet, sin redes sociales, sin las películas y
series en stream y, horror de horrores, sin helado de nuez.

Entendí entonces que en mi hermoso y bien formado cuerpo residía la última oportunidad
del ser humano.

Si yo compartía la mantecada, cosas terribles podrían suceder. Por ejemplo, las mujeres
podrían rebelarse. No una, ni dos. Todas. Millones de Defensas, Esperanzas y
Calamidades Zapatistas surgiendo por todos los rincones del planeta.

El apocalipsis.

La destrucción total del mundo tal y como lo conocemos.

El fin de los tiempos.

La catástrofe final.

Me estremecí.

Entonces cometí un error del que no me cansaré de arrepentirme: sin que fuera necesario,
solté:

“Además, es la última”.

“¡La última!”, repitió la niña con alarma y sorpresa.

Quedó pensando Defensa Zapatista. Yo sentí un escalofrío recorrer todo mi voluptuoso


cuerpo. Nada hay más temible que una niña pensando.

Defensa Zapatista rompió el silencio:

“Está bueno, entonces vamos a jugar y quien gane se queda con la mantecada”.

Yo quise alegar que no tenía por qué jugar a nada apostando mi mantecada, porque era
mía, mía de mí-me-conmigo, my tresaure, el producto de mi esfuerzo… (bueno, el esfuerzo
había sido del compa Jacinto Canek, pero por solidaridad de género y en su representación,
me tocaba a mí).

Mientras construía el alegato de mi defensa, la ídem zapatista, añadió:

“Y en honor del gato-perro aquí presente, el juego va a ser “gato”. Quien gane, gana la
mantecada”.

Al escuchar eso, suspendí en la cabeza mi brillante disertación jurídico-gastronómica, y


pregunté:

“¿Gato? ¿Ése que se juega con bolitas y cruces y gana el que hila una línea horizontal,
vertical o diagonal?”

“Éste”, dijo la niña y trazó en su cuaderno la cruz de paralelas del “gato”, el juego de mi
infancia que, al jugarlo unas veces, se adivinaba sin ganador.

Si quien lee este cuento es de la llamada “generación digital”, le ahorro la consulta en


wikipedia:

“El tres en línea, también conocido como Ceros y Cruces, tres en raya (en Perú, España,
Ecuador y Bolivia), juego del gato, Triqui (en Colombia), Cuadritos, Gato (en Chile y
México),Triqui traka, Equis Cero, Tic-Tac-Toc (en Estados Unidos), es un juego de lápiz
y papel entre dos jugadores: O y X, que marcan los espacios de un tablero de 3×3
alternadamente.”

Yo hice con rapidez mis cálculos y aventuré:

“¿Y si hay empate?”

Defensa Zapatista miró al gato-perro. El gato-perro miró a Defensa Zapatista. Esperanza


miró a ambos. Pablito y Amado miraron la mantecada.

Después de unos segundos, el gato-perro ladró-maulló. La niña Defensa, dirigiéndose al


animalito, preguntó:
“¿Estás seguro?”

El gato-perro resopló con aires de “no sé qué te hace dudar de mí”.

La niña me dijo entonces: “si hay empate, la mantecada queda con quien la tenía al
principio”.

“O sea yo”, dije asegurándome de que no hubiera trampas jurídicas en el acuerdo.

“Sí”, dijo despreocupada Defensa Zapatista.

“Bueno”, dije yo, saboreando de antemano por partida doble: el triunfo de género y la
mantecada que no era cualquier mantecada, era la última mantecada en las montañas del
sureste mexicano.

“Entonces, ¿empiezas tú o yo?”, le pregunté a la niña mientras sacaba una hoja en blanco
y mi plumón negro con tinta indeleble.

“Yo no voy a jugar. Reclamo juicio por combate. Elijo al gato-perro aquí presente como
mi campeón. Él va a luchar en mi lugar”, respondió Cersei, perdón, Defensa Zapatista.

“De acuerdo”, dije confiado. Después de todo, eso me aliviaría de las críticas de género
por haberle ganado a una niña, y el gato-perro, bueno, era un gato-perro, así que no había
nada qué temer.

El animalito se trepó de un salto a la mesa de madera, apartó con un ademán despectivo el


papel y, con lo que yo creí era una sonrisa burlona, sacó sus uñas y, como un relámpago,
trazó sobre la superficie de la mesa el campo de batalla.

No es que yo me queje de que rasguñó la mesa, después de todo está llena de quemaduras y
manchas de tabaco y tinta, pero me pareció algo, digamos, poco profesional por parte del
gato-perro.

Así las cosas, saqué mi navaja de montaña y desplegué su afilada hoja con un brillo
maléfico en la mirada.
En el relámpago de la hoja de metal, el universo entero pareció detenerse, como si su
movimiento o inmovilidad futuros dependiera de lo que en esa vieja mesa de madera se
dirimía: cara o cruz, vida o muerte, sombra o luz, mantecada o caos.

Ok, exagero, pero el gato-perro y quien esto relata intercambiamos las mismas miradas
que, por siglos, intercambian los contrincantes que saben que, en un enfrentamiento, no
sólo se juegan la vida, sino el mañana entero.

El gato-perro tendió la mano, bueno, la garra, como cediéndome el inicio, al menos así lo
interpreté.

Con decisión, emulando a Kasparov, tracé mi bolita en el centro. Aunque yo sabía que el
centro no conduce a nada, pensaba yo para mis adentros que, en este caso, un empate era
una victoria, porque la mantecada permanecería con su legítimo dueño, es decir, con mi
estómago.

El gato-perro, como si llamara a la Sexta de su lado, marcó abajo y a la izquierda.

Yo quise abreviar su sufrimiento y reiteré el centro, pero abajo, muy en la onda progresista.

El gato-perro, como era de esperarse, bloqueó sin miramientos arriba al centro, como queriendo
decir que al centro de abajo siempre lo neutraliza el centro de arriba.
Ataqué por el flanco izquierdo, queriendo sorprender al gato-perro, pero bloqueó de nuevo.

Por último, previendo ya el empate, intenté la diagonal de arriba abajo, izquierda a derecha, como
la socialdemocracia en decadencia.

Nuevo bloqueo del gato-perro.

Terminé arriba a la derecha, ya por mero trámite porque el empate estaba a la vista y mi triunfo
era ya inobjetable.

Me disponía a guardar en el cajón la mantecada, cuando Defensa Zapatista alegó:

“¡Un momento! Le falta una tirada al gato-perro”.


“Pero ya está lleno”, dije como protesta.

El gato-perro sonrió con picardía y, con sus uñas más afiladas, trazó lo no previsto: como
si un mundo nuevo dibujara, agregó extensión al diagrama:

Y lentamente, con placer malsano, rasgó la cruz en la nueva casilla y os juro que la madera
rechinó, lúgubre, cuando trazó la diagonal del triunfo.

“¡Ganamos!”, gritó Defensa Zapatista y tomó la mantecada mientras el animalito daba


brinquitos girando sobre sí mismo.

Salieron corriendo, con Defensa Zapatista levantando al aire la mantecada como si una
bandera universal ondeara.

Antes de irse, Esperanza Zapatista, haciendo honor a su paradoja, se acercó y me palmeó


en la espalda mientras me decía:

“No preocupas Sup. Yo luego te platico cómo sabía el pancito ése que te derrotó el gato-
perro”.

Se fue también la Esperanza y, con ella, mi última ídem.

Mientras les miraba alejarse, pensé que ése es el problema con el zapatismo, créanme: si
sus sueños y aspiraciones no caben en este mundo, imaginan otro nuevo… y sorprenden
con sus empeños por lograrlo.

Y no sólo con el zapatismo.


En el planeta entero nacen y crecen rebeldías que se niegan a aceptar los límites de
esquemas, reglas, leyes y preceptos.

Porque no son sólo dos los géneros, ni siete los colores, ni los puntos cardinales son
cuatro, ni uno el mundo.

Así como Defensa Zapatista, el gato-perro y la pandilla formada por el Pedrito, el Pablito
y el Amado, nosotras, nosotros, nosotroas sólo tenemos un objetivo: cuidar la Esperanza
Zapatista.

Si este mundo no da para eso, pues habrá que hacer otro, uno donde quepan muchos
mundos.

Con estos pensamientos, yo suspiré y le dije al espejo: “debiste haber compartido”.

-*-

Tan-tan.

Desde el caracol Torbellino de Nuestras Palabras, montañas del sureste mexicano, planeta
tierra.

El SupGaleano.

9 de Agosto del 2018,

en el 15 aniversario de los caracoles zapatistas

y las Juntas de Buen Gobierno.

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