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HOSPITAL PARA PECADORES

Sin embargo, hay una madera para combatir este “anticlímax”. En lugar de ver a la Iglesia
como un “museo de santos”, es mucho más una realidad ver a la Iglesia como un “hospital
para pecadores”.

La Iglesia es un refugio para nosotros donde podemos ir y ser sanados de nuestros


pecados. En lugar de decepcionarnos cuando reconocemos que todos en la Iglesia somos
pecadores, nos deberíamos regocijar en este hecho e invitar a más pecadores a entrar a la
Iglesia. Vemos la Iglesia como un lugar de salvación que nos provee de un remedio
sanador que está disponible para todo el que lo busca.

Esto lo vemos especialmente en la vida y las enseñanzas de Jesucristo. Mientras Él estuvo


en la tierra, constantemente se juntó con pecadores públicos y recolectores de impuesto.
Él quería atraerlos a Sus brazos y no alejarlos porque no eran “lo suficientemente santos”.
Jesús dijo:

"No he venido para llamar a los buenos, sino para invitar a los pecadores a que se
arrepientan". (Lc 5,32)

Jesús incluso utiliza la misma analogía en referencia a la Iglesia siendo un hospital. Él le


dice a los fariseos: "No son las personas sanas las que necesitan médico, sino las
enfermas". (Lc 5,31). Esto nos dice que sí, efectivamente todos somos pecadores y eso
significa que estamos en el lugar correcto. Ser parte de la Iglesia no nos convierte
automáticamente en santos, pero sí nos provee de una oportunidad para ser sanados de
nuestras tantas heridas.

No estamos solos

Por esto, ver pecadores en la Iglesia, nos debería reconfortar. Nos ayuda a caer en cuenta
de que no estamos solos. Sí, hay “Santos” en la Iglesia, pero ellos son canonizados porque
tienen la humildad de reconocerse pecadores y necesitados de sanación. Santos son
aquellos que fueron al médico a diario a pedir sanación. Ellos sabían que eran débiles y
que necesitaban la gracia de Dios para curarse y darles la fuerza para resistir las
tentaciones.

Que los pecadores en la Iglesia no te perturben. Todos somos pecadores y parte de la


Iglesia porque deseamos ser curados por el único y verdadero médico que nos pueda
llevar a la Vida Eterna.

El ser genuinos
A finales del siglo XVIII, Catalina la Grande, de Rusia, anunció que visitaría la parte sur de su
imperio acompañada de varios embajadores extranjeros. El gobernador de esa región, Gregorio
Potemkin, quería desesperadamente impresionar a los visitantes, por lo que puso un gran empeño
en resaltar los logros del país.

Durante parte del viaje, Catalina descendió por el río Dniéper en barco, señalando con orgullo a los
embajadores la prosperidad de las aldeas que había en las riberas, repletas de habitantes felices e
industriosos. Sólo había un problema: no era más que apariencia. Se dice que Potemkin mandó
ensamblar fachadas de cartón de tiendas y de casas, e incluso mandó colocar a campesinos de
apariencia ajetreada para dar la impresión de una economía próspera. Cuando los visitantes
desaparecían por un recodo del río, los hombres de Potemkin desmontaban la aldea ficticia y se
apresuraban río abajo a fin de armar otra para cuando Catalina pasara.

Si bien los historiadores modernos han cuestionado la veracidad de esta historia, el término
“pueblo Potemkin” ya forma parte del vocabulario universal, y con él se alude a cualquier intento
de hacer que los demás crean que estamos mejor de lo que estamos en realidad.

¿Está nuestro corazón en el lugar correcto?

Querer causar una buena impresión forma parte de la naturaleza humana. Es la razón por la que
muchos trabajamos tan arduamente en la parte exterior de nuestras casas y por la que los
hermanos del Sacerdocio Aarónico se aseguran de lucir bien en caso de que se encuentren con
alguna jovencita en especial. No hay nada de malo en lustrar nuestros zapatos, oler bien o incluso
ocultar los platos sucios antes de que lleguen los maestros orientadores. Sin embargo, cuando
esto se lleva al extremo, ese deseo de impresionar puede pasar de ser útil a ser engañoso.

Los profetas siempre han elevado la voz de amonestación contra quienes se acercan al Señor
“[honrándole] con su boca y con sus labios… pero [han] alejado su corazón de [Él]”1.

El Salvador era comprensivo y caritativo con los pecadores de corazón humilde y sincero; pero se
enojaba justificadamente con los hipócritas como los escribas, los fariseos y los saduceos, pues
intentaban dar la apariencia de ser justos para obtener alabanza, influencia y riquezas del mundo a
la vez que oprimían a las personas a las que debían haber bendecido. El Salvador los comparó a
“sepulcros blanqueados, que por fuera, a la verdad, se muestran hermosos, pero por dentro están
llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia”2.

En nuestra época, el Señor ha expresado palabras igualmente fuertes para los poseedores del
sacerdocio que intentan “encubrir [sus] pecados, o satisfacer [su] orgullo, [o su] vana ambición”.
Según Él, cuando actúan así “los cielos se retiran, el Espíritu del Señor es ofendido, y cuando se
aparta, se acabó el sacerdocio o autoridad de tal hombre”3.

¿Por qué sucede esto? ¿Por qué en ocasiones tratamos de parecer activos, prósperos y dedicados
en lo externo cuando internamente, como dijo el Revelador de los efesios, hemos “dejado
[nuestro] primer amor”?4.
En algunos casos, tal vez simplemente hayamos dejado de centrarnos en la esencia del Evangelio,
confundiendo la “apariencia de piedad” con su “eficacia”5. Esto es especialmente peligroso cuando
con nuestras manifestaciones externas de discipulado intentamos impresionar a los demás o
conseguir logros o influencia. Es entonces que corremos el riesgo de entrar en territorio fariseo y
también es el momento de examinar el corazón para corregir nuestro curso de inmediato.

Programas Potemkin

Esta tentación de aparentar más de lo que se es no sólo está presente en nuestra vida personal,
sino que también puede aparecer en las asignaciones de la Iglesia.

Por ejemplo, sé de una estaca cuyos líderes se fijaron metas anuales exigentes. Si bien todas ellas
parecían merecer la pena, se centraban en declaraciones ostentosas e impresionantes, o en los
números y los porcentajes.

Después de analizar y aceptar las metas, algo empezó a preocupar al presidente de estaca, quien
pensó en los miembros de su estaca: la joven madre con hijos pequeños que acaba de enviudar;
los miembros que luchaban con las dudas, la soledad o con graves problemas de salud cuando no
tenían seguro médico. Pensó en los miembros que tenían que lidiar con matrimonios deshechos,
adicciones, desempleo y enfermedades mentales. Cuanto más pensaba en ellos, más se hacía una
humilde pregunta: ¿Marcarán una diferencia en la vida de estos miembros las nuevas metas que
establecimos?

Empezó a preguntarse cuán diferentes habrían sido las metas de la estaca si primero se hubieran
preguntado: “¿Cuál es nuestro ministerio?”.

Así que, este presidente de estaca se reunió nuevamente con sus consejos y juntos cambiaron el
enfoque; decidieron que no permitirían que “el hambriento, y el necesitado, y el desnudo, y el
enfermo, y el afligido [pasaran a su] lado, sin hacerles caso”6.

Fijaron metas nuevas, reconociendo que el éxito de esas nuevas metas no siempre serían
medibles, al menos no por el hombre, pues ¿cómo se puede medir el testimonio personal, el amor
de Dios o la caridad hacia los demás?

Pero también sabían que “muchas cosas contables, no cuentan; y [que] muchas cosas incontables,
sí cuentan”7.

Me pregunto si nuestras metas personales y como organización son a veces el equivalente


moderno de una aldea Potemkin. ¿Parecen impresionantes desde lejos pero no tratan las
necesidades reales de nuestro amado prójimo?

Mis queridos amigos y compañeros poseedores del sacerdocio, si Jesucristo fuera a sentarse con
nosotros y a pedirnos un informe de nuestra mayordomía, no creo que Él se centraría mucho en
los programas ni en las estadísticas. Lo que el Salvador desearía saber es el estado de nuestro
corazón; Él querría saber cómo amamos y ministramos a quienes están a nuestro cuidado, cómo
mostramos amor a nuestro cónyuge y a nuestra familia; y cómo aliviamos su carga diaria. El
Salvador desearía saber cómo ustedes y yo nos acercamos a Él y a nuestro Padre Celestial.

¿Por qué estamos aquí?

Podría resultar beneficioso escudriñar nuestro corazón. Por ejemplo, podríamos preguntarnos:
¿Por qué prestamos servicio en la Iglesia de Jesucristo?

Incluso podríamos preguntarnos: ¿Por qué estamos hoy aquí, en esta reunión?

Supongo que si yo fuera a responder esa pregunta de manera superficial, diría que estoy aquí
porque el presidente Monson me asignó un discurso.

Así que, en realidad, no tenía otra opción.

Además, mi esposa, a quién amo mucho, espera que yo esté aquí. ¿Cómo decirle que no?

Pero todos sabemos que hay mejores motivos para asistir a nuestras reuniones y llevar una vida
como discípulos comprometidos de Jesucristo.

Estoy aquí porque deseo de todo corazón seguir a mi Maestro, Jesucristo. Anhelo hacer todo lo
que Él requiere de mí en esta gran causa. Ansío ser edificado por el Espíritu Santo y oír la voz de
Dios hablar por medio de Sus siervos ordenados. Estoy aquí para llegar a ser un hombre mejor,
para ser edificado por los ejemplos inspiradores de mis hermanos y hermanas en Cristo y aprender
cómo ministrar al necesitado con mayor eficiencia.

En resumen, estoy aquí porque amo a mi Padre Celestial y a Su Hijo, Jesucristo.

Estoy seguro de que ése es el motivo de ustedes también. Es por eso que estamos dispuestos a
hacer sacrificios y no sólo declaraciones para seguir al Salvador. Es por eso que portamos Su santo
sacerdocio con honor.

De una chispa a una fogata

Ya sea que su testimonio sea próspero y saludable o su actividad en la Iglesia se parezca más a una
aldea Potemkin, las buenas nuevas son que pueden edificar sobre la fortaleza que tengan. Aquí en
la Iglesia de Jesucristo uno puede madurar espiritualmente y acercarse más al Salvador
al aplicar los principios del Evangelio día a día.

Con paciencia y persistencia, hasta el más pequeño acto de discipulado o la chispa más pequeña
de creencia puede tornarse en una ardiente fogata de una vida consagrada. De hecho, así es como
empiezan la mayoría de las fogatas: con una simple chispa.

De modo que, si se sienten pequeños y débiles, simplemente, vengan a Cristo, pues Él hace que las
cosas débiles sean fuertes8. Los más débiles de entre nosotros pueden llegar a ser espiritualmente
fuertes por la gracia de Dios, ya que Dios “no hace acepción de personas”9. Él es nuestro “Dios fiel,
que guarda el convenio y la misericordia a los que le aman y guardan sus mandamientos”10.
Estoy convencido de que si Dios puede extender la mano y sostener a un pobre refugiado alemán
de una familia modesta, en un país desolado por la guerra a medio mundo de distancia de las
Oficinas Generales de la Iglesia, entonces puede ayudarlos a ustedes.

Mis amados hermanos en Cristo, el Dios de la Creación, que dio vida al universo, ciertamente tiene
el poder de infundir vida en ustedes. Ciertamente, Él puede hacer de ustedes el ser espiritual
genuino de luz y de verdad que desean ser.

Las promesas de Dios son seguras y ciertas. Podemos ser perdonados de nuestros pecados y
limpios de toda maldad11. Si seguimos abrazando y viviendo los principios verdaderos en nuestras
circunstancias personales y nuestra familia, al final llegaremos al punto en que “ya no [tendremos]
hambre ni sed… porque el Cordero que está en medio del trono [nos] pastoreará y… [nos] guiará a
fuentes de aguas vivas; y Dios enjugará toda lágrima de [nuestros] ojos”12.

La Iglesia es un lugar para sanar, no para ocultarse

Sin embargo, esto no puede suceder si nos ocultamos tras fachadas personales, dogmáticas u
organizativas. Ese tipo de discipulado artificial no sólo nos impide vernos como somos en realidad,
también nos impide cambiar realmente por medio del milagro de la expiación del Salvador.

La Iglesia no es una sala de exposición de automóviles, es decir, un lugar donde nos exhibimos
para que los demás admiren nuestra espiritualidad, capacidad o prosperidad. Se parece más a un
taller de servicios donde los vehículos que necesitan reparación van a recibir mantenimiento y
reajuste.

¿Acaso no todos tenemos la necesidad de reparación, mantenimiento y reajuste?

No vamos a la Iglesia a esconder nuestros problemas sino a sanarlos.

Nosotros, los poseedores del sacerdocio, tenemos la responsabilidad adicional de “[apacentar] la


grey de Dios… no por fuerza, sino voluntariamente; no por ganancia [personal], sino con ánimo
pronto; no como teniendo señorío sobre los rebaños del Señor, sino siendo ejemplos de la grey”13.

Recuerden, hermanos, que “Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes”14.

El hombre más grande, más capaz y más consumado que jamás haya caminado sobre la Tierra fue
también el más humilde. Parte de Su servicio más impresionante lo brindó en momentos privados,
con unos pocos testigos, a quienes pidió que “a nadie dijesen” lo que había hecho15. Cuando
alguien le llamaba “bueno”, rápidamente desviaba el cumplido insistiendo en que sólo Dios es
verdaderamente bueno16. Es obvio que la alabanza del mundo no significaba nada para Él; Su
único propósito era servir a Su Padre y “[hacer] siempre lo que a él le agrada”17. Haríamos bien en
seguir el ejemplo de nuestro Maestro.

Amemos como Él amó


Hermanos, ése es nuestro elevado y santo llamamiento: ser agentes de Jesucristo, amar como Él
amó, servir como Él sirvió, “[socorrer] a los débiles, [levantar] las manos caídas y [fortalecer] las
rodillas debilitadas”18, “[atender] a los pobres y a los necesitados”19 y cuidar de las viudas y los
huérfanos20.

Ruego, hermanos, que al prestar servicio en nuestra familia, quórumes, barrios, estacas,
comunidades y naciones, resistamos la tentación de atraer la atención sobre nosotros mismos y,
en su lugar, nos esforcemos por un honor mucho mayor: llegar a ser discípulos humildes y
genuinos de nuestro Señor y Salvador, Jesucristo. Al hacerlo, recorreremos el sendero que
conduce a nuestro mejor, más genuino y más noble yo. De ello testifico en el nombre de nuestro
Maestro, Jesucristo. Amén.

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