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Zen y ser padre

Acercándose a la mente de principiante

Sergio Stern Nicolayevsky1 2

(con la colaboración de Daniel Stern Abdala3)

─Para Norman Fischer y Ricardo Rodulfo,


enormes fuentes de inspiración, en el campo del
Budismo Zen y del Psicoanálisis
respectivamente─

“No hay futuro para el psicoanálisis si éste no quiere mirar


hacia otros lugares para regenerarse, y particularmente si no
mira hacia los lugares que quiere excluir. Por su propia lógica,
ahí es donde se encuentra la vida, ahí es donde se encuentra la
acción.”

Adam Phillips (en Molino, 1997, pág.


164)

Resumen

En este trabajo se hace hincapié sobre la importancia de mantener una mente


de No Saber o mente de principiante en las experiencias fundamentales de la vida,
entre otras, la meditación budista en tanto descrita por el Zen, la experiencia
incipiente de la paternidad, y la experiencia psicoanalítica o psicoterapéutica.
Haciendo un recorrido libre y espontáneo a través de estos tres registros, los cuales
actualmente marcan profundamente el momento vital del autor, se llega a diversas
conclusiones que giran en torno a temas tan importantes como el deseo, el asombro y
la curiosidad, motores esenciales que impulsan estas y otras experiencias.

Abstract

1
Apartado Postal 203
Xalapa, Veracruz, 91000, México
tel. (228) 8183069
e-mail: sstern@prodigy.net.mx
2
Maestría en Psicoterapia Psicoanalítica, Asociación Psicoanalítica Mexicana, y Maestría
(MSc) en Terapia de Familia, Instituto de Psiquiatría, Universidad de Londres, Inglaterra.
3
Licenciado en Filosofía con un énfasis en Pensamiento Chino, Universidad de Brown,
Providence, Rhode Island, E.U.A.
This paper brings to bear the importance of keeping a Don´t Know Mind or
beginner’s mind as part of some of our fundamental life experiences, amongst others,
Buddhist meditation, especially as described in Zen, the burgeoning experience of
becoming a father, and the psychoanalytic or psychotherapeutic experience. Making a
spontaneous and free flowing survey of these three registers, which presently
profoundly mark the vital moment of the author, diverse conclusions are reached that
circulate around such important themes like desire, wonder and curiosity, essential
motors that propel these and other life experiences.

Palabras clave: figura del padre, paternidad, budismo zen, psicoanálisis

Key words: father figure, paternity, Zen Buddhism, psychoanalysis

Nociones Preliminares

Las ideas contenidas en este trabajo son una reflexión acerca del asombro. El
Zen, el psicoanálisis y la experiencia de la paternidad (hoy en día, para muchos
hombres, constitutiva de su masculinidad ─el poder ejercerla de manera cercana y
comprometida, en base a relaciones más igualitarias con la mujer), son excusas para
entrar y profundizar en este tema. En todos estos campos de exploración de nuestro
predicamento como humanos, no sólo se requiere de una amplia tolerancia al no
saber, sino el desarrollo activo de una mente No sé, de tal suerte que podamos
permitir la aparición de algo nuevo ─sorprendernos a nosotros mismos─ y no una
mera repetición del pasado. Esta mente se ha llamado en Zen “mente de principiante”
y es la que concurre cuando descubrimos o presenciamos algo por primera vez: es la
mente natural y abierta de la espontaneidad. En la famosa expresión del maestro Zen
Suzuki Roshi (1970): “En la mente de principiante hay muchas posibilidades; en la
mente del experto hay pocas” (pág. 21).
Pensemos en la frase “ir a la deriva”… Habitualmente hacemos una
interpretación negativa de ella, por ejemplo, “andar perdido por la vida”. No obstante,
es la capacidad para olvidarse de uno mismo justamente de lo que estamos hablando,
siendo esta otra manera de abordar la cuestión. Sumergirse sin reservas en la trama de
una experiencia, pasar así, sin más, de una a otra, cautivados, simplemente el libre
transcurrir de la vida. “El psicoanálisis trata de lo que impide que las cosas surjan
fácilmente… Es una historia acerca de la fluidez y de su interrupción” (pág. 20). Así
lo expone el psicoanalista de niños de origen británico Adam Phillips (2001) en su
ensayo La Bestia en la Guardería: Sobre la Curiosidad y otros Apetitos, un texto que
ha servido de trazo para desarrollar algunas de las nociones aquí expuestas. Esta
capacidad para fluir, y que yo llamo en este trabajo, capacidad para el asombro: la
facultad de perderse en y dejarse capturar por el mundo de nuestra experiencia,
particularmente el gozo que produce la absorción, es la que se ve seriamente
trastornada, la que recibe un golpe casi fatal en el transcurso del desarrollo. Por eso
Phillips no titubea en afirmar que los niños son visionarios, “simplemente en su
compromiso con el principio de ‘primero lo más importante’” (pág. 21). Las palabras
aquí escritas representan un intento por aproximarse a aquello que pudiera estar
signado en esta última frase.
Para Freud lo primero era el deseo y su satisfacción. Después sobrevendría un
choque más o menos catastrófico entre esta satisfacción anhelada y las exigencias de

2
la civilización. En este trabajo, a mí me gustaría darle un giro a esta concepción
freudiana y sugerir que lo primero es el asombro, la mente No sé, la mente de
principiante, una cualidad del ser que incluso podría pensarse como libre de deseo.
Primero está el amor a la vida, la capacidad de conectarse con el mundo tal como es y
de dejarse cautivar por él, de fluir, de maravillarse, de poner atención, muy
cuidadosamente, muy detenidamente. Como nos lo muestran los niños, primero está el
placer (pero no el del principio de inercia, el de la descarga), sino el de la inspiración,
el que hace “que nuestra vida parezca viable, posible incluso” (Phillips, 2001, pág.
76). Es el placer de la búsqueda, del retorno, la alegría de sentir que hemos
recuperado o regresado al Camino, un camino significativo para nosotros. Quisiera
proponer que el asombro es lo no domesticado, el reducto de “lo más importante” que
los niños encarnan y defienden, si se encuentran sanos, y que posteriormente tanto
echaremos de menos. Porque luego, como dice Phillips, por alguna razón, ya sea
porque lo que nos ha sido dado no es lo bastante bueno o porque hay algo que no
funciona bien en nuestra capacidad de transformación, atacamos, saboteamos o
abandonamos la producción de interés ─esa clase de interés que puede hacernos
apetecer o amar la vida e inclinar la balanza en favor de la existencia. Se entromete
“lo que sea que llevamos dentro e intenta destruir nuestro amor a la vida” (Phillips,
2001, pág. 13). Siguiendo a Freud, bien podríamos llamarlo pulsión o instinto de
muerte. Destructividad, auto-destructividad, la tendencia a petrificar un proceso que
es fluido y cambiante, devolver lo orgánico a lo inorgánico. Aún así, me parece que
esta capacidad para el asombro se va perdiendo en la medida en que por diversas
razones (miedo, dolor, arrogancia o cansancio) nos vamos desconectando de la
totalidad de nuestra experiencia. La raíz de nuestro sufrimiento estriba en que hemos
batallado durante tanto tiempo para hacer que nuestra experiencia sea otra de lo que
es. Lo que es termina cediendo su lugar a lo que quisiéramos que fuera y dejamos de
reflexionar acerca de lo que es real y verdadero para nosotros.
Hemos perdido el interés por la totalidad de nuestra experiencia. De ahí la
urgencia, la importancia de volver a generar interés por nuestras vidas. Existen
muchos caminos para hacerlo. La meditación Zen es uno de ellos, a través del cultivo
de una atención no dividida. El psicoanálisis también es uno de ellos. Podría definirse
como “el arte de producir interés a partir del interés estancado” (Phillips, 2001, pág.
29). Por supuesto, el punto de partida no es siempre el que quisiéramos o el que nos
gustaría. Hemos de empezar por dirigir nuestro interés hacia aquello que nos aqueja
─nuestro dolor─ y también hacia las complejidades y contradicciones que nos
conforman. Freud ya decía que los pacientes que no se interesaban por su
padecimiento (por la manera en que sufrían, por el enigma que sus síntomas
planteaban) y que sólo esperaban de la cura una fórmula para “sentirse mejor” o para
“enderezar sus vidas”, no iban a ser pacientes muy susceptibles de un psicoanálisis.
“El motor más directo de la terapia es el padecer del paciente y el deseo, que ahí se
engendra, de sanar” (Freud, [1913] 1976, pág. 143).
Por otro lado, se encuentran las experiencias vitales que por su propia fuerza
tienen el potencial de transformarnos y que son aptas para despertar nuestro interés si
estamos dispuestos a ello. Está por ejemplo el interés que un padre-hombre pueda
desarrollar por un hijo(a), por las experiencias sensoriales y corporales involucradas,
por los afectos y sentimientos que se ponen en marcha, por la manera en que esta
experiencia es constructora de subjetividades, tanto para el padre como para el hijo(a)
─un interés que no está de más intentar desarrollar en esta cultura, caracterizada, en
menoscabo de muchos, por el síndrome del padre físicamente ausente o bien
emocionalmente fugitivo (en estudios hechos en varias sociedades se ha visto que en

3
promedio los padres dedican 25% del tiempo a los hijos en comparación con las
madres, y que esta cantidad disminuye todavía más si estos son de sexo femenino
[UNICEF, en de Keijzer, 1998]). He elegido el enigma de la experiencia de la
paternidad, el misterio del nacimiento de un hijo, la pregunta acerca de lo propio (del
hijo[a]) y de lo que correspondería al ámbito de la transmisión, como campos
privilegiados para asombrarnos con el asombro y descubrir ahí la mente de
principiante. Observar con mayor detenimiento a los niños y permitirse una cierta
identificación con ellos constituye una vía regia para aprender más acerca de estos
temas. Es lo que he podido constatar a partir de mi experiencia personal.
Este trabajo surge entonces de una necesidad impostergable. Salir al paso del
frágil equilibrio que se instituye entre nuestro amor a la vida, ejemplificado en este
caso por el asombro, y todo aquello que se le contrapone. El asombro de ser padre, el
asombro que podemos intuir en la mirada despierta y no aplacada de un niño.
Buscando una mente de principiante, con más preguntas que respuestas, en una
actitud de humildad ante lo inmenso e incognoscible, llegar a tiempo a nuestra cita
─en este caso, de ser padres, de ser hijos: encarar las contingencias y determinaciones
de nuestra vida, de nuestra experiencia, en toda su complejidad, con el único
propósito, como lo expresa Phillips (2001), de tornarnos más definidos sólo en nuestra
impredecibilidad.

Primera Parte: El Asombro

Este es el tercer trabajo que escribo para una serie (S. Stern, 2001, 2002) que a
regañadientes uno quisiera llamar del campo de la “psicoterapia y la espiritualidad”,
grandes y complicadas palabras, llenas de connotaciones erróneas4, cuando
efectivamente de lo que se trata, como lo describe el gran maestro Zen Shunryu
Suzuki (Chadwick, 1999), es simplemente de vivir nuestra vida de manera natural,
con apertura y humildad, dignificando lo que hacemos, poco a poco, paso a paso, día
con día5. Y esta vez le doy rienda suelta a mis ideas fuertemente influenciado por un
evento de suma importancia que ha ocurrido recientemente en mi vida, el nacimiento
de nuestra hija Julia en junio del 2003. En ningún otro campo, quizá con excepción
del trabajo, se hace tan patente la necesidad de ligar lo cotidiano con lo sagrado, lo
ordinario con lo milagroso, lo banal con lo más misterioso, como en el nacimiento y
crianza de un hijo, a fin de extraviarnos menos por el tumulto de fuerzas ciegas y
reacciones repetitivas que tienden a soplar en el paso de lo que circula a través de las
generaciones.
4
La psicoterapia asociada al self-help o mejoramiento personal, que finalmente promulga
ideales tiránicos e inalcanzables como el de “piensa positivamente” o “encuéntrate a ti
mismo”, y la espiritualidad asociada a lo esotérico, a lo inmaterial, a lo que se encuentra más
allá de este mundo, a la absorción mística, etc., como si no fuera suficiente con lo que aquí
tenemos. El gran maestro Zen de origen vietnamita, Thich Nhat Hanh (1992), lo pone de la
siguiente manera: el milagro no es caminar sobre el agua, sino sobre la tierra.
5
“… una manera de vivir con humildad y dignidad en este mundo cambiante, con una
tolerancia hacia la imperfección” (Chadwick, 1999, págs. 412-413). Comparto plenamente
esta definición de lo que es un camino espiritual. Como tal, la enseñanza de Suzuki Roshi
(1904-1971), fundador del Centro Zen de San Francisco, continúa recordándonos y
animándonos a seguir investigando quienes somos.

4
Sin menospreciar la enorme felicidad que esto ha significado, un
acontecimiento esperado durante tanto tiempo, al tomar la decisión buscada y
conciente de aplicarme a la paternidad casi de tiempo completo, he podido constatar
en carne propia lo que muchas madres dedicadas en el mundo entero (sobre todo
aquellas que también tienen una profesión) dicen experimentar al entrar en una
relación tan regresivante y demandante como la que se establece con otro ser humano
en los albores de su vida. Entre la falta de sueño y el acostumbramiento a lo nuevo —
lo cual versa predominantemente, sin que por ello sea menos apremiante, sobre
aquellas sustancias que entran y salen de los cuerpos— el sentimiento de no poder
pensar, de extrañeza, de subsistir en una nube, como con el cerebro paralizado,
operando en el plano de lo más primitivo, lo más básico y esencial, dejando las
funciones mentales más sofisticadas para un momento en el futuro en que el tiempo
pudiera dejar de correr tan rápido, donde lo efímero y frágil de la existencia al menos
en apariencia pudieran volver a ocupar un segundo plano, acurrucarse en esa rendija,
un tanto velada, un tanto descubierta, desde la cual no obstante continúan rigiendo
silenciosamente sobre el conjunto de cosas que suceden. Ahora, como tortuga, pero
puedo empezar a escribir. Este es mi primer intento de hacer un poco de sentido de
todo lo que ha pasado. ¡Qué avasalladora e incomprensible ha sido esta experiencia! Y
lo que me despertó, lo que hizo que las sinapsis en mis neuronas pudieran volver a
centellear un poco, fue escuchar una historia del Talmud recontada en una plática del
Dharma por Norman Fischer, maestro Zen con el cual he tenido la oportunidad de
estudiar y de hacer varios retiros de meditación, historia que ahora quisiera compartir
con ustedes. Justamente lo que quisiera explorar en este trabajo es esta idea, como uno
de los más grandes atributos, uno de los ideales más altos a los que cualquiera de
nosotros pudiera llegar a aspirar, la idea de convertirse en un tonto. Verán…
Este relato cuenta la historia de un hombre que muere y en su testamento deja
estipulado que hereda todas sus propiedades a su hijo siempre y cuando se cumpla la
condición de que éste se convierta en un tonto. Los involucrados no entendían que
quería decir esto, no podían descifrarlo, por lo cual deciden ir a consultar al gran
rebbe. Fueron a la casa del gran rabino y resulta que entraron justo en el momento en
que éste se encontraba jugando al caballito con uno de sus hijos, el niño montado a
sus espaldas y el rabino corriendo a cuatro patas a lo largo y ancho de todo el piso.
Entonces le hacen la pregunta: no puede heredar las propiedades hasta que se
convierta en un tonto y el rebbe dice, “bueno, que no se dan cuenta, ahora pueden ver,
sólo obsérvenme y sabrán la respuesta”. Y añadió: “quiere decir que no puede heredar
los bienes hasta que tenga hijos…” A lo cual Norman comenta: “porque cuando tienes
hijos automáticamente te vuelves un tonto. Esta es la idea, un tonto de amor y esto es
lo que el hombre que murió quiso significar” (Fischer, 2001).
¿Se imaginan ustedes? Esperando encontrar al gran sabio del pueblo para
hacerle una pregunta importante y resolver el desconcertante enigma, y aquí está, el
gran rabino, respetado y venerado por todos, a cuatro patas, jugando con su hijo
pequeño, saltando como mula, hablando como bebé, gritando el hi oh Silver de la
época. Y éste les hace entender que uno no puede apropiarse de lo que le toca, hacer
suyo su patrimonio, participar de la riqueza, de la abundancia, heredar el reino, abrir
el reino, como lo dice una brillante canción de Phillip Glass (1997), hasta no poder
entregarse a ser un tonto, un tonto de amor, verdaderamente un loco de amor.
Claro, tener hijos no es la única manera de convertirse en un tonto, de
desembocar a ser en este loco. Hay muchas maneras de hacerlo. El arte, el juego, el
psicoanálisis, incluso la búsqueda religiosa, por ejemplo, deberían poder ayudarnos en
esto. La práctica de la meditación también es un vehículo para ello. El destacado

5
maestro tibetano Chogyam Trungpa (1976) planteó que sí, que para meditar, teníamos
que reconocer primero que éramos unos tontos, personas completamente ordinarias,
ya que a pesar de nuestra sofisticación intelectual, nuestra verdadera comprensión de
la mente es limitada. Empezamos como tontos, pero todavía más, es mucho más
extremo, terminamos como tontos a true man (or woman) of no status y aceptar
esto se vuelve una medida poderosa y necesaria. En la misma línea, Norman (2003)
considera que el Zen es la práctica de la equivocación, la práctica del fracaso. Yo he
leído un sinnúmero de folletos anunciando cursos o retiros de meditación u otras
prácticas espirituales y la mayoría utilizan palabras o frases como: “aprende a vivir
plenamente, libre del estrés”; “desarrolla tu conciencia infinita, libre de limitaciones”;
“totalidad, felicidad, paz, serenidad, gozo, iluminación”; en suma, se oferta la
posibilidad de transformar la vida al grado que uno lo desee, y en base a una especie
de voluntad hasta ahora no explotada, acceder a un estado como de perfección
humana. ¿Podrían ustedes en cambio considerar inscribirse en un curso que ofreciera
la enseñanza de aprender a fracasar, a equivocarse, a ser simplemente un principiante,
un tonto? Para nada suena tan atractivo. Y sin embargo, una de las máximas del Zen,
la cual podemos leer en un texto central de la escuela Soto, nos conmina a practicar
como idiotas, a desplazarnos con la práctica escondida, ayudando a los demás sin que
estos lo sepan, sin que se den cuenta: “Practica secretamente, trabajando hacia
adentro, como si fueras un tonto, como un idiota”, escribe Tozan Ryokai en la China
del siglo IX. Ya que no se trata de nuestra felicidad personal sino de metas más vastas,
más amplias ─y por definición imposibles─ es mejor que procedamos así, sin muchas
pretensiones. En definitiva, nadie va a salir vivo de aquí. Por más inteligentes o
astutos que seamos, ninguno de nosotros va a poder dominar las condiciones de su
propia existencia, ninguno de nosotros va a poder acomodarlas de acuerdo con sus
preferencias (Soeng, 2004). Cito en extenso a Norman, porque me parece que lo que
plantea es crucial. Es algo sutil, no crean, no tan fácil de aprehender:

No piensen en términos de progreso o resultados… Si observan


resultados, fantástico, pero es bueno no sentirse tan confiado en relación
a ellos. La verdad es que es muy difícil mantener una actitud positiva de
persistencia con respecto a las frustraciones fundamentales de la vida:
todo lo que establecemos se caerá, y eventualmente perdemos nuestra
familia y amigos, nuestros cuerpos y mentes, a la muerte. La práctica
del Zen se enfoca a la persistencia en este nivel. La práctica Zen es
mayormente la práctica del fracaso… Practicar el fracaso, el fracaso
total, es la práctica última de la persistencia. En la práctica Zen
regresamos una y otra vez a este punto: sólo ahora, de la manera en que
somos, con todos nuestros problemas, con todas las frustraciones
inherentes que vienen con la pérdida y la impermanencia y la
consumada vanidad de todo lo humano, al mismo tiempo también somos
perfectos y todo en el mundo está completo. Lo único necesario es
abrazar este punto… Claro que no lo podemos hacer. Siempre caemos
de un lado o del otro, ya sea llorando sobre nuestros problemas o,
estúpidamente, pensando en un momento de trascendencia que estamos
más allá de todos los problemas. Muchas de las historias Zen giran
alrededor de este punto: cómo ver cualquier fracaso como un fracaso
absoluto, más allá de cualquier idea de éxito o fracaso. Un antiguo
maestro Zen solía decir, “Ya sea estés en lo correcto o estés equivocado,
¡de todas maneras te daré treinta golpes!... El Zen contemporáneo es

6
generalmente más gentil que esto, al menos en Occidente, pero los
practicantes sin embargo atraviesan un impasse psicológico con
respecto al fracaso. Si el grupo de práctica y el maestro tratan este
impasse con benevolencia y respeto, éste puede ser muy útil, y en última
instancia muy fortalecedor. Uno tiene demasiadas veces la experiencia
interna de haberse equivocado, de fallar en comprender el punto
fundamental de la vida, de recibir (al menos metafóricamente) esos
treinta golpes independientemente de la dirección en que volteemos.
Pero finalmente uno puede ver: ¡es tan sencillo! Es solamente yo como
soy, dejando ir todas las ideas de ganar o perder. No hay errores,
ninguna equivocación, sólo existe lo que ocurre ─lo que ha sucedido, lo
que está sucediendo, y lo que sucederá. La vida es sólo la vida. Siempre
es un poco desordenada. Pero eso está bien. Eso es lo que quiere decir
ser un ser humano. Es confiar en tu vida de una manera esencial,
confiar en tu propia bondad última y en la bondad del mundo que nos
rodea, el mundo que eres tú y que tú eres él (Fischer, 2003, págs. 81-82)
(la traducción es mía).

Estas palabras de Norman me remiten al poema de iluminación de un gran


maestro Zen coreano, Hyobong Sunim (s. XX), quien expresa algo parecido a través
de una potente sucesión de metáforas. Este poema fue compuesto después de un año y
medio de reclusión y meditación y me ha impresionado tanto que tengo una copia del
mismo colgada en mi consultorio:

En el fondo del océano, un venado incuba un huevo en un


nido de golondrina.
En el corazón de un incendio, un pez hierve el té en la
tela de
una araña.
¿Alguien sabe lo que está ocurriendo en esta casa?

Nubes blancas flotan en dirección Poniente.


La luna surge del Este.

Nos topamos ante una aseveración paradójica: todo revuelto… y todo


transcurriendo con naturalidad… ¿Creen ustedes que podamos pensar en nosotros
mismos como descubriendo algo parecido en el seno de un trabajo psicoterapéutico?
Recuerdo el caso de un paciente, aquejado por la imposibilidad, en palabras del
psicoanalista argentino Ricardo Rodulfo ([1994] 2004), de “extraerse de la mirada
portadora de significantes del Superyó para ir desenrollando secuencia: [donde] no
hay partida de esa sombra que deja poco pie al asombro de la exploración lúdica”
(pág. 34), un paciente que me decía de forma característica en alguna de sus sesiones:
“Siento que toda mi vida ha sido una gran equivocación…” Y yo imaginaba: Si sólo
pudiera transmitirle esto… Todo revuelto… Todo tan claro… En un único acto.
Siempre es así… Sólo el asombro nos eleva y nos salva… ¿Cómo sería si en vez de
juzgar y anular pudieras entregarte al “a ver que pasa?”… “La vida es una gran
equivocación,” quise decirle, “en el sentido de que siempre escapará a lo que
esperamos de ella. Su verdad aparece por otro lado, tal vez justo ahí, en el lugar que
preferiríamos hacer a un lado. Ciertamente hay que aprender a equivocarse y a reparar
lo que pueda repararse en el aquí y ahora. Pero extraviados en el lamento, perdemos la

7
oportunidad de llevar a cabo lo que si podemos realizar, que es bastante.” Claro, no le
dije nada, temiendo que esto pudiera sonar a otro mandato de su Superyó.
En fin, retornando al tema de los hijos y de si uno necesita tenerlos o no para
volverse un tonto, o de si uno necesita volverse un tonto o no para empezar:
ultimadamente, el tema a lo que apunta todo esto es que la esencia del Camino es el
Amor, Eros, quizá. Norman lo pone en términos de entrar a la apertura del ser ─pero
entrar de a de veras, crecer, acercarse, incluir, articular, unir, enlazar, más allá de
perseguir un afán estrictamente individual. Y creo que esto sólo se puede lograr si uno
se permite con todas las células de su cuerpo ser un principiante, y preguntarse:
“¿Qué es esto que aparece?”, “¿cuál es la naturaleza de esta experiencia?”, “¿qué
es esto de estar vivos?”, y más que obtener respuestas, lo importante aquí es
permitirse no saber. No sé, como punto de partida. Primeramente, genuinamente, no
sé. No saber es abrirse; no saber es Amor. Es darle paso al interés, a una textura de
intimidad en relación a nuestra propia experiencia, ya sea ésta placentera o dolorosa,
prestándonos así a la exploración compasiva de la vida y del mundo que nos rodea.
Esta es la esencia de la tradición Zen, y si lo pensamos detalladamente, de todas las
tradiciones espirituales.
El Sexto Patriarca del Zen (Ch’an) en China, Huineng (638-713), se encontró
una vez con un novicio, Nanyue Huairang, a quien le preguntó: “¿De dónde vienes?”
A lo cual Nanyue contestó: “Del monasterio del Maestro Hui An en Song Shan”. El
Patriarca preguntó: “¿Qué cosa es y cómo llegó hasta aquí?” El novicio se quedó sin
habla, mudo. Ocho años después, súbitamente un día experimentó lo que podríamos
llamar una especie de despertar espiritual. Entonces regresó con el Patriarca y le dijo:
“He experimentado algún despertar”. El Patriarca le volvió a preguntar: “¿Qué cosa
es?” Nanyue respondió: “Al decir que es como algo se pierde la esencia”. El Patriarca
entonces insistió: “¿Puede de todas maneras ser practicado y experimentado?”
Nanyue replicó: “Aunque su cultivo y experimentación no están de más, no puede ser
empañado (manchado)”. Huineng concluyó diciendo: “Justo eso que no puede ser
empañado está protegido y es pensado por todos los Budas. Es para ti y también para
mí” (en Kusan Sunim, 1985).
Así somos. No podemos definirnos, agarrarnos, fijarnos. Nada es asible de
manera permanente, absoluta. Aún así, ahí radica su extraña belleza. La pregunta
“¿Qué soy?” es la misma pregunta con la que el Buda practicó durante seis años,
culminando en su gran realización debajo del árbol bodhi. El Buda, Bodhidharma6 y
el Sexto Patriarca todos tuvieron la misma pregunta, “¿Qué soy?” y todos contestaron
“No sé” (Seung Sahn, 1992). Sin embargo, como lo marca la respuesta del novicio
Nanyue, este “No Saber” (puro en sus orígenes) se puede cultivar.7
Julia es una principiante. Julia no sabe; y sin embargo, se conecta con todo. A
eso es a lo que voy...
¿Qué he aprendido de ella? ¿Qué me ha cautivado tanto al observarla?
6
El Veintiochoavo Patriarca en la línea de Shakyamuni Buda y el Primer Patriarca del Zen
(Ch’an) en China (470-543¿?).
7
Es interesante, la pregunta no es “¿Quién soy?”, la cual ya nos otorgaría un sentido de
identidad por demás ficticio e infundado. En cambio, la pregunta “¿Qué soy?” o “¿Qué es
esto (que soy)?” nos pone a la par con todas las cosas existentes en el universo. El diálogo
entre Huineng y Nanyue, que da origen a esta pregunta, es un koan o historia paradójica,
práctica meditativa central en algunas escuelas del Zen, donde ante todas las cosas que
emergen en nuestro campo fenoménico, incluyendo y empezando por la respiración, tratamos
de dirigir esta interrogante: “¿Qué es esto (que aparece)?”

8
Se contesta con una frase sencilla: su capacidad para el asombro. Dentro del
psicoanálisis clásico o tradicional, el paradigma dominante plantea que el deseo es lo
irreductible en el ser humano, y el estado del desear, el estado fundamental. Freud se
interesó por estudiar un aparato psíquico en tensión, cuya finalidad última era
reducirla para de esta manera obtener alivio, aunque fuera de manera tortuosa, como
en los síntomas. El bebé en Freud nos evoca la imagen de un bebé con hambre o
durmiendo, siempre deseando o necesitando algo, incluso en el soñar, y en los
momentos de reposo, también fantaseando acerca del pecho ausente y añorado 8. Es un
bebé que bajo el principio de inercia tiende hacia la descarga, usando al otro-objeto
para sus fines, movido intensamente por apetitos que después devendrán pasiones. El
ser humano subsecuentemente se debatirá entre ellas, las pulsiones sexuales y las de
auto-conservación, o más adelante en la obra de Freud, entre las pulsiones de Vida y
la pulsión hacia la Muerte. Claro que el deseo en psicoanálisis se vuelve mucho más
interesante en la medida en que comprendemos que éste en realidad nunca puede ser
satisfecho del todo, que el deseo no se extingue aún con la consecución del objeto de
su desear, que ni siquiera el deseo sabe exactamente lo que desea. Siendo lo que está
más allá de la necesidad, el deseo apunta hacia eso innombrable: anhelar lo perdido en
el mejor de los casos; la mayoría de las veces, ansiar lo que no existe o lo que nunca
existió. El llamado oscuro objeto del deseo, el sabor, el olor, la palabra que nos
muerde por dentro y que aún así no podemos precisar, mucho menos apresar; la
moción que nos lleva a querer estar en otro lugar del que estamos, a querer tener más
de lo que tenemos, siempre, a querer otra cosa o más y más. Posteriormente el
psicoanálisis ha de derivar los logros más importantes de la cultura de este oscuro
desear, de esta búsqueda incesante de alivio, bajo el tenue y problemático concepto de
sublimación. Es un paradigma sumamente atractivo, irreversible, irresistible, en la
medida en que pone a nuestras pasiones en primer lugar. De aquí en adelante, pasión y
patología quedarán indisolublemente ligadas, por falta de pasión o por su exceso. El
psicoanalista británico Adam Phillips (2001) dice algo con lo que estoy
completamente de acuerdo: los pacientes llegan a consulta cuando enferma su interés:
“Lo que, de una manera u otra, todos los pacientes le cuentan al analista es que el
apetito (y la atención) que al principio los mantenía en marcha se ha complicado
ineluctablemente hasta convertirse en la fuente y el saboteador de su confianza en sí
mismos. Lo que ahora llamamos deseo es tanto esperanza como imposibilidad de
esperanza: que la vida en nosotros no siempre está de nuestra parte. ¿Cómo, entonces,
llegar a interesarnos lo suficiente en nuestra vida para querer seguir viviéndola…?…
El psicoanálisis es el arte de producir interés a partir del interés estancado” (págs. 28-
29).
El budismo también tiene mucho que decir acerca del deseo, sobre todo en su
aspecto alienante: la naturaleza implacable del deseo. Tanto el psicoanálisis como el
budismo llegan a la conclusión, después de hacer una evaluación más o menos realista
y objetiva de nuestra situación, de que la vida es conflicto. En budismo a esto se le
llama la Primera Noble Verdad de la existencia. Lo que la Segunda Noble Verdad
plantea es que el apego a un desear incontrolado y egoísta constituye la causa del
sufrimiento en nuestras vidas9. En palabras del psiquiatra y practicante budista
neoyorquino Mark Epstein (2004): “El Buda advirtió en contra del ansia y
8
El prototipo es “un niño que ha saciado su apetito y se retira del pecho de la madre, con las
mejillas enrojecidas y una bienaventurada sonrisa, para caer enseguida en un profundo
sueño”, cuadro pintado por Freud en sus Tres ensayos para una teoría sexual (en Phillips,
2001, pág. 65).

9
aferramiento que surgen cuando intentamos hacer del objeto del deseo más ‘objeto’ de
lo que realmente es. Si observamos nuestro deseo, sin embargo, en vez de rechazarlo,
éste nos lleva al reconocimiento de que lo que realmente queremos es que el objeto
sea más satisfactorio de lo que jamás puede llegar a ser… Las enseñanzas del Buda
enfatizan eso porque el objeto es siempre insatisfactorio en mayor o menor grado. Es
nuestra insistencia en que sea de otra manera lo que provoca el sufrimiento” (pág. 82)
(la traducción es mía). Podemos discernir aquí una concepción bastante afín a la
psicoanalítica.
No obstante, me parece que el budismo va un paso más allá, con la Tercera y
Cuarta Nobles Verdades, al proponer que este interminable desear es la “enfermedad”,
producida por una enorme confusión acerca de la naturaleza impermanente e
insustancial de las cosas, más no el estado esencial del ser humano. ¿Cómo sería
entonces partir de otro paradigma, uno diferente, hasta cierto punto opuesto, qué tal si
dijéramos que el estado fundamental del ser humano no es el deseo sino el asombro y
qué tal si no deriváramos el asombro del deseo o los momentos de calma de los
momentos de tensión (que se plantearían como los primordiales), sino al revés, qué tal
si este paradigma nos informara que el deseo aparece más bien cuando hay una
perturbación y que el encontrarnos asombrados, azorados con la existencia es lo
fundamental? El asombro como la capacidad de relacionarse con las cosas como si
fuera la primera vez, todavía sin nombres ni palabras, sin ningún concepto de
funcionalidad, sin ninguna finalidad o propósito; el asombro como la capacidad de
relacionarse con las cosas sin pedirles nada a cambio, nada extra, porque es tanta la
atención, la fascinación con lo que es, con lo nuevo, es tanta la atracción de lo
desconocido, que con lo que es alcanza. El psicoanalista inglés Donald Winnicott fue
pionero en este campo. Quizá utilizando otros términos, similarmente ubicó al deseo
en el ámbito de una alteración en lo que él llamó la “continuidad existencial” del
individuo, una perturbación en el going on being que para este autor conformaba el
núcleo más íntimo y verdadero de la persona. Winnicott frecuentemente solía referirse
a la vida instintual como una “complicación” (Phillips, 1993). Si la pulsión constituye
muchas veces una interferencia, ¿qué sería eso sobre lo cual interfiere, interrumpe,
complica? Al psicoanálisis no le ha resultado nada sencillo teorizar acerca de aquello
que pudiera estar localizado más allá o más acá de las corrientes del deseo y los
torbellinos de la vida pulsional.
Por ejemplo, el psicoanálisis ha estudiado poco los estados de “quietud alerta”
o “calma despierta” que se observan muy tempranamente en la vida de los bebés,
incluso fracciones de segundo después de que nacen o después del primer llanto,
como si tuvieran una increíble facultad para sólo maravillarse, para conectarse con el
misterio, como si nadaran cómodamente en el infinito, todavía su sello de origen
(Eigen, en Molino, 1997). Son estos espacios los que luego aparecerán muy
repetidamente en la vida de un bebé si éste ha sido debidamente contenido, si los
ritmos con sus progenitores se han establecido adecuadamente (D. Stern, 1990),
estados donde el bebé no necesariamente necesita o desea algo, todo el tiempo, porque
a un nivel esencial se encuentra relativamente satisfecho. Aquí es donde uno descubre
que el deseo, el querer otra cosa distinta a lo que hay, es más bien una perturbación: la
mayoría del tiempo y muy tempranamente el bebé parecería estar fascinado con lo que
9
Explicado por el Buda en su primer discurso como el sufrimiento asociado al tratar de
obtener más de lo que uno quiere, al tratar de alejar lo que uno no quiere, al tratar de retener,
por miedo a perderlo, lo que uno si quiere (Rahula, 1959), tareas imposibles todas si se
plantean como motor u objetivo de la vida.

10
atraviesa su campo sensorial tal y como es. No quiere cambiarlo, no quiere
modificarlo. No sabe lo que es. Lo observa. Lo mira. Se maravilla. Tal y como es. En
el terreno neurológico, se ha visto que el desarrollo perceptual en el ser humano
antecede por bastante al desarrollo motriz (Rodulfo, comunicación personal). Primero
se desarrolla la capacidad de observación, sólo después la capacidad de cambiar o
manipular aquello con lo cual entramos en contacto, cuando la destreza física,
especialmente de las manos, aumenta, se hace más fina. Aunque claro, el asombro
perceptual (auditivo, visual, etc.) que se observa en los primeros meses brotará
ulteriormente bajo el semblante del asombro táctil que cobrará tanta fuerza después en
la actividad exploratoria de los niños.
Me acuerdo de una experiencia que tuve en el Centro Zen de San Francisco
hace algunos años, cuando en un momento de descanso en medio de un retiro
intensivo de meditación, caminaba silenciosamente por el bellísimo y salvaje jardín
del Centro, un verdadero Jardín del Edén creado después de muchos años de esfuerzo
colectivo. Deambulaba sin ningún propósito por el huerto de manzanas, con las manos
entrelazadas detrás de la espalda, observando solamente. Me encontraba en uno de
esos raros intervalos de calma, estados muy preciados que aparecen en ocasiones
después de muchas horas de meditación, en los cuales la mordida del deseo, el sabor
metálico de la insatisfactoriedad, al menos temporalmente semejan aflojar su puño, y
todo aparece diáfano, claro y perfecto como es, momentos donde todo deviene
maravilloso, único, milagroso, las puertas de la percepción purificadas, como diría
Aldous Huxley (1976). Así contemplaba yo las manzanas en sus enredaderas cuando
de pronto tuve un insight. Pensé en Adán y Eva y llegué a la conclusión de que este
estado de asombro duraría así mientras no las tocara. Si intentaba cortar una manzana
todo acabaría, al querer que fuera mía. La clave estaba en no querer apropiarme de
ella, en dejar que ella viniera hacia mí en toda su desnudez, sin interferir, en vez de yo
ir hacia ella y procurar agarrarla. Me di cuenta que estaba ante mí la experiencia
contenida en el mito de la Caída del Paraíso. Sólo así podría perdurar el asombro, si
lograra no entrometerme: el Asombro es el Paraíso.
El asombro es justamente la antítesis del deseo, porque el deseo tiene que ver
con la manipulación, con el intento de acomodar el mundo (la realidad) para que
encaje en nuestros designios. Se encuentra implícito el querer reproducir una
“supuesta” experiencia, real o fantaseada, por más improbable que esto sea, debido a
la naturaleza fluida e irrepetible de las cosas; mientras que el asombro tiene que ver
con la no-interferencia, con el estar disponible y accesible a la emergencia de lo
nuevo, y sobre todo, con el recibir las cosas tal como aparecen, debido a la
fascinación que nos causan, el maravillarse con ellas precisamente por ser como son.
No hay ningún deseo de modificarlas. Hay una observación pura, sin nombres, sin
función y sin concepto; al menos éstos se encuentran temporalmente suspendidos. El
deseo es una perturbación de esta atención10.

10
Llegado este punto, cabe hacer una aclaración particularmente necesaria. En psicoanálisis,
el deseo se ha entendido de dos maneras, en cierta medida contradictorias: en una, como la
verdad más profunda del sujeto, esa singularidad que nos impele a crear y realizar, hacer de
nuestras vidas algo significativo. En otra, como lo más alienante, ajeno, inalcanzable,
apuntando a la insatisfacción constitutiva que lo caracteriza. En este trabajo, se toma el deseo
bajo esta segunda égida, en su aspecto alienante e imposible. Es este desear el que desbarata
la posibilidad de poner atención a lo que está ocurriendo en el aquí y ahora ─y a que nos
baste─ ya que siempre nos conduce a otra parte, a otro lugar: la añoranza constante de algo
más allá de lo que somos o tenemos.

11
Lo que el budismo sugiere es que el asombro, ese estado de “quietud alerta” o
“calma despierta”, de observación de los fenómenos, o en términos de la meditación
budista, de “atención plena”, es el estado fundamental, original del ser humano… y lo
perdemos. Me parece un gran enigma la pregunta acerca de cómo se pierde esta
capacidad natural para el asombro. Junto con el juego, siendo lo que impera en gran
medida en la vida de los seres humanos desde sus inicios, ¿cómo se nos olvida, cómo
pasa a ocupar un lugar tan ínfimo, este apremio por investigar el misterio de la
existencia en cada partícula que tocamos? Desde mi punto de vista, esta es la pregunta
más importante, la más urgente que puede haber. ¿Cómo dejamos de sentirnos reales
─vivos, incluso─ y cómo es que dejamos de sostener lo único que puede sostenernos,
aquello que podríamos llamar nuestra cercanía con la vida? ¿Qué tiene que ocurrirles
a las personas para que dejen de sentir que el mundo es un lugar en el que vale la pena
vivir? Esta es la pregunta de Hermann Hesse (1979), como lo atestigua Harry Haller
en El Lobo Estepario. Es la pregunta de Adam Phillips. Es también la que subyace a
toda la obra de Winnicott. ¿Cómo se pierde lo que él llama espontaneidad, la
capacidad para fluir, de abandonarse a esos estados de no-integración donde todavía
no se instituye una personalidad? El psicoanálisis “es una historia acerca de la fluidez
y de su interrupción,” escribe Phillips (2001, pág 20). Más que tratar de explicar un
ascenso (implícito en el concepto de sublimación), por ejemplo, pasar del hielo al
agua y del agua al vapor, de la materia a lo sublime, tendríamos que poder explicar un
descenso, una caída del o desde el asombro, a partir del cual se pierde o queda en gran
medida bloqueado. Podemos colegir un mensaje similar en las Elegías de Duino del
poeta Rainer María Rilke (1990). Estos son algunos fragmentos de su Octava Elegía:

Con todos los ojos ve la criatura lo Abierto…


Nosotros nunca tenemos, ni siquiera un solo día, el espacio puro ante
nosotros, al que las flores se abren infinitamente…
lo puro, no vigilado que el hombre respira y sabe infinitamente y no
codicia11. Cuando niño se pierde uno en silencio en esto y le despiertan
violentamente…

Vueltos siempre a la creación, vemos sólo sobre ella el reflejo de lo libre,


oscurecido por nosotros…

Aquí todo es distancia, y allí era respiración…

¿Quién nos dio pues la vuelta, de tal modo que, hagamos lo que
hagamos, estamos en la actitud de uno que se marcha? Como quien, en
la última colina que le muestra una vez más del todo su valle, se da la
vuelta, se detiene, permanece así un rato, así vivimos, siempre
despidiéndonos” (págs. 105-109).

¡Qué incógnita más tremenda! El asombro tiene que ver con el fluir, con algo
Abierto en lo más profundo del ser… y de pronto, algo queda fijado, amarrado,
sujetado, objetalizado. Tiempo después, empezamos a querer más de lo mismo, o más
de la cuenta; empezamos a dejar de considerar lo que no entra dentro de nuestras
opiniones preformadas, a construir una visión tergiversada del mundo, con nuestras
11
En algunas traducciones esta frase se lee: lo puro, lo incontrolado, eso que el hombre
respira y sabe infinito y no desea (el subrayado es mío) (Rilke, 1999, pág. 85).

12
demandas en el centro del mismo, y olvidamos cómo ser “actualizados por la miríada
de cosas” (Eihei Dogen, Genjo Koan, en Kornfield, 1993) ─el magnetismo que alguna
vez privó sobre nosotros. Al fascinarme yo con Julia, me pareció haber entendido la
historia-leyenda que escuché alguna vez y que cuenta como el Buda en su etapa de
arduo e incansable buscador de la verdad a la orilla del Ganges sobrevivía comiendo
tan sólo un grano de arroz al día. Con sus manos de joyero, moviendo y girando cada
una de las piezas ofrecidas, a Julia parecía bastarle con lo que encontraba y descubría
en ellas, como si sospechara que en un grano de arroz se hallara contenido el universo
entero12. En los elaborados rituales Zen como la ceremonia del té o el oryoki, el acto
de comer dentro del templo como parte de la práctica de meditación, se considera
mala educación el recibir los objetos que circulan, como la taza de cerámica (el rakú)
o los condimentos (el gomasio), con una sola mano. Hay que recibirlos con plena
conciencia y apreciación de su naturaleza búdica, ya que todos los objetos sin
excepción son sagrados. La señal de que esto está ocurriendo la constituye el
recibirlos siempre con las dos manos extendidas, en una disposición de total apertura,
un abrazo respetuoso. ¡Imagínense ustedes entrar en contacto con algo por primera
vez! Nosotros ya estamos tan cansados, tan habituados, que difícilmente algo nos
conmueve. También nos quedaríamos sin aliento, como vasos desbordados por la
inconmensurabilidad de la existencia. Julia trataba así la plena sacralidad de los
objetos, ¡y con que cuidado! Luego aprendió a tirarlos despiadadamente, sin
misericordia, a descartarlos sin un segundo pensamiento. Y ojalá así pudiera ser
también con todos los objetos que veneramos. Que pudiéramos primero usarlos,
apreciarlos, fascinarnos con ellos, y luego tirarlos con toda frescura cuando han
cumplido con su propósito y no hacer un dios o un ídolo de ellos. Ojalá pudiéramos
hacer esto con nuestras ideas, nuestras creencias y opiniones; también con las
herencias que recibimos; con nuestros maestros y analistas. Este es el mensaje de la
parábola de la balsa (Majjhima Nikaya, en Kornfield, 1993), donde el Buda explica
que toda enseñanza, sobre todo las enseñanzas religiosas, tienen como objetivo
conducirnos a la otra orilla; pero que una vez alcanzada, hemos de abandonar la balsa,
dejarla a la orilla del río para que otros viajeros puedan usarla. El propósito no es
seguir cargándola, cuesta arriba por la montaña, como generalmente hacemos.
¡Cuantas guerras se evitarían si se comprendiera que la verdad no es más que una
balsa en un constante destinar! Cuidar y soltar, saciarse y dejar ir, llenarse y vaciarse,
vivir hasta el fondo y luego dejar atrás… Esta es la mente Zen, la mente de
principiante: la mente No sé que se encuentra en los albores de la vida y de la cual
hablan tanto los maestros.
Una de las más comunes instrucciones que se les da a los practicantes de la
meditación Zen es la de mantener, durante la meditación formal y en todo momento,
una “mente no sé”. Para el estudiante del Zen, la mente no sé es el principio y el final
de su búsqueda: cualquier técnica de meditación que se le da al principiante apunta
solamente a facilitar en él la aparición de esta mente no sé, y el meditador, que por su
experiencia puede ya depender menos de las técnicas, simplemente es más adepto en
no saber. He aquí una expresión de la paradoja central del Zen: dentro de esta peculiar
disciplina, saber significa no saber. ¿Qué puede ser, entonces, esta tan preciada y
paradójica mente no sé? ¿Por qué razón estudiantes inteligentes, sinceros y
12
Tomando en cuenta lo hasta aquí expuesto, puede aseverarse que la curiosidad es un
concepto puente entre el asombro y el deseo. Adam Phillips (2001) la define como un
“hambre imaginativa” que es parte esencial de nuestro amor o cercanía a la vida, de nuestra
conexión con ella (pág. 19).

13
sumamente disciplinados dedicarían sus esfuerzos a volverse más ignorantes y menos
sabios?
La mente no sé es la médula de nuestra existencia. No sabemos qué somos, ni
por qué existimos, pero es un hecho este fenómeno de no saber, de poner atención, de
asombrarnos ante la existencia misma, fenómeno que traspasa cualquier atributo de
nuestra existencia para reposar en su mero centro. También parece ser un hecho que la
mayoría de nosotros nos hemos olvidado de esta capacidad de asombro primario, para
enfocarnos mucho más en la infinidad de atributos con los que pretendemos adornar
nuestra existencia. Retomar contacto con esta capacidad primordial del asombro
requiere, entonces, de una decisión y un esfuerzo. Así, podemos decir que la mente no
sé es la decisión que tomo de poder volver a asombrarme.
Es también la decisión de ser yo mismo. ¿Quién soy? No lo sé, pero todo lo
viejo, lo repetido, lo que busca definir mi vida a través de conceptos manipulados por
mi deseo de adornar mi existencia, ultimadamente resulta ser de corta duración e
insuficiente para abarcar este no saber qué soy. Mi conciencia se encuentra en su
punto más sincero y amplio no cuando pienso que sé, sino más bien cuando no asumo
que sé quién soy y me asombro (por ejemplo, de mi capacidad de asombrarme en sí
misma). Es por esto que usamos la expresión “mente no sé” para designar la médula
de nuestro ser.
Ésta mente es simple, relajada y espontánea, pero el esfuerzo de llegar a ella
suele no tener ninguna de estas características, paradoja que puede llegar a ser muy
frustrante. Sin embargo, al pasar por dichas frustraciones, las empiezo a agradecer: me
doy cuenta de que es precisamente el esfuerzo que comportan, la decisión de
enfrentarlas, lo que soy. Que cuando he dejado de ser lo viejo, lo preconcebido,
predeseado, prepercibido, y me quedo con esta asombrosa y asombrada atención a lo
que es, así, despojado, soy una pura decisión, un esfuerzo: el de ponerle atención a
este momento de existencia, para poder amarla y entregarme a ella.
¡Qué bien sabe hacer esto un bebé! ¡Y qué tan pronto se desecha o se olvida!
Como advierte Rodulfo (2004), que rápido comenzamos a ver el mundo con los ojos
del adulto que piensa o del adulto que habla y no del niño que juega.
De cualquier forma ─y sí quisiera dejarlo en claro en este trabajo─ en estos
tiempos postmodernos donde no existen más las rocas fundantes, no se trata de
establecer que el deseo es lo primario, nuestra manera primordial de estar en el
mundo, o que el asombro lo es. Ambos nos constituyen. Simplemente se trata de decir
que se abren paradigmas diferentes si en el punto de partida colocamos al deseo o al
asombro. El mundo se ve de distinta manera. Otro caso semejante, por ejemplo, es el
de la angustia. Para el psicoanálisis tradicional, gran parte del psiquismo se desarrolla
en base a la ausencia, a la pérdida, en base a reacciones ante la falta, la insuficiencia
del ser, entre las cuales se cuenta como de importancia capital a la angustia. Y aunque
esto sea muy cierto, poco se habla de la prestancia y la presencia del ser, de su
suficiencia en momentos como los del asombro. Sigo la argumentación de Phillips
(2001):

Y, sin embargo, a pesar de nuestra hambre de conocimiento


elegiaco ─del conocimiento como elegía, conocimiento sobre lo que
hemos perdido─, en la ambigua interpretación de Freud los
descubrimientos del niño no son totalmente, ni siempre, tan
tranquilizadoramente dolorosos como podría sugerir la ahora familiar
cháchara posfreudiana sobre la falta, el desengaño y el duelo. La teoría
psicoanalítica ha llegado a obsesionarse ─de hecho, tiene la obsesión─

14
por la pérdida, pero para Freud hay también una plenitud imaginativa,
una euforia manifiesta, en las maneras como los niños yerran de un
modo grotesco… Si hay un niño vívidamente frustrado en el corazón del
psicoanálisis ─un niño que, con su angustia, se lleva todos los aplausos,
un niño cuya lamentable falta de recursos es, en cierto modo,
ejemplar─, hay otro niño freudiano extraviado. Este niño no es sólo el
niño satisfecho… El niño al que me refiero, el que ha sido perdido por el
psicoanálisis ─y que rara vez es sujeto de la teoría psicoanalítica─ es el
niño con una sorprendente capacidad para el placer y, sobre todo, para
los placeres del interés… Este niño… parece tener un apasionado amor
por la vida, una curiosidad por la vida que, por alguna razón, no
siempre es fácil de sostener. Por supuesto, la experiencia infantil
corriente de esa fruición que aquí describo tiene elementos de
omnipotencia, pero llamarla meramente omnipotencia es cargar las
tintas. Yo preferiría llamarla una especie de éxtasis de oportunidad
(Blake la llamó exuberancia) (págs. 35-38).

Poco se habla de la alegría en psicoanálisis, que no es lo mismo que el placer


(en el sentido impuesto por el principio de inercia: placer como descarga, el devolver
el aparato psíquico a un estado de casi cero). La alegría de interactuar y de descubrir
el mundo, la embriaguez de los sentidos, la increíble capacidad del niño para el
deleite, el disfrute, la absorción, el contento ─la plenitud que acompaña a los instantes
cuando entendemos y dejamos que las cosas sean tal como son.
De nueva cuenta, nos encontramos ante paradigmas diferentes: si se parte de la
alegría o de la angustia. El psicoanálisis tradicional no tiene una teoría de la salud
propiamente dicha (Rodulfo, 2000, 2001, 2002), que no es lo mismo que la
normalidad o la adaptación a una realidad impuesta, consensual. El psicoanálisis tiene
un vocabulario empobrecido para referirse a estados de plenitud que no sean
considerados patológicos (Phillips, 1993). Mi impresión es que esta puede ser la
contribución de algo como una “cultura del despertar”, un camino de entendimiento
profundo, como yo definiría al budismo. Si bien el psicoanálisis y el budismo parten
del supuesto, o sería más correcto decir, del hecho incontestable en nuestra
experiencia de que la vida es conflicto (dukkha en Pali), marcada por la relación
problemática que establecemos con las condiciones de la existencia, al rehusarnos a
aceptar, según Freud, la castración, o según el Buda, la insatisfactoriedad,
impermanencia e insustancialidad que la conforman, el budismo sí tiene una teoría de
la alegría, de la salud, de la plenitud, y una práctica para cultivarlas. Es más,
podríamos decir que alegría + asombro = naturaleza búdica. Para los budistas, esta es
nuestra naturaleza original, cubierta por las nubes de la ignorancia, el odio y la
avaricia, provenientes de una confusión milenaria y muy bien arraigada, una
construcción equivocada de la realidad cimentada en la ilusión que albergamos de ser
un Yo.
En lo que sigue, me gustaría enlazar el tema de la paternidad con el tema de
este acercamiento a una mente de principiante, de honrarla y cultivarla en el contexto
de nuestra vida cotidiana. ¿Por qué entonces en el terreno de los hijos es
especialmente importante poder admitir una actitud de no saber? Y no es que uno se
deslinde de la también importantísima responsabilidad como padre de saber tomar
decisiones y ocupar el lugar de capitán de barco cuando las circunstancias así lo
requieren, las cuales son muchas. No. Es consentir, en medio de todo esto, a mantener
despierta una mente inquisitiva, una mente centrada en la interrogación, la pregunta

15
viva, penetrante: “¿Qué es esto?” “¿Qué es esto de estar vivos?” Nunca seremos
capaces de conocer a otra persona totalmente. Esto es aún más cierto en el caso de los
hijos, ya que en general asumimos lo contrario, los pensamos como si fueran una
mera prolongación de nuestra persona. Sin embargo, son vastos y constantemente nos
llevan al límite de un no saber. A cada paso son una mezcla entre lo familiar y lo
desconocido, tan pero tan cercanos, y a la vez, imposibles, extraños, extranjeros, de
incalculable misterio y radical alteridad. Por lo tanto, no saber significa arriesgarse a
no tener que tomar una posición establecida, fija; sostener un cierto transitivismo en
relación a los fenómenos, una cierta reversibilidad, dejar en suspenso la función que
generalmente la cultura nos asigna y que después nosotros incorporaremos como un
mandato inamovible, aquello que necesariamente “debemos” de hacer. En otras
palabras, es consentirse a jugar. Como aquel rabino, loco de amor. ¿Y por qué jugar,
por qué permitirse no saber?
Dejémonos de rodeos. Hay una manera más clara, mucho más exacta de
definir esto. Somos un encuentro de formas momentáneas danzando en el vacío
─como en el famoso fresco de Miguel Ángel, donde Dios y el hombre se tocan y no
se tocan. En la intermitencia de este roce, ¿quién es el maestro? ¿Quién es maestro y
quién discípulo? ¿El hijo(a), los padres? A mi siempre me han impactado las historias
Zen en las cuales queda bellamente plasmada la mutualidad o reciprocidad implícita
en esta relación y donde al mismo tiempo no hay ninguna confusión de roles. Cuando
un maestro detecta que ha llegado al final de su instrucción, cuando el estudiante
demuestra que ha hecho suyo un entendimiento profundo y por lo tanto refleja a
través de su comportamiento una faceta importante de la verdad, el primero le dice al
segundo: “Te he enseñado todo lo que sé, lo que he podido enseñarte. Ahora yo soy tu
discípulo”. Se dan cuenta. ¿Quién enseña a quién? ¿Quién es el roshi13?
El voto que yo hago es que el “espíritu original” de esta interrogante nunca se
nos acabe, nunca. Quisiera continuar este trabajo aventurando algunas hipótesis,
algunas propuestas en este sentido, en base a ciertas lecturas que he hecho y en base a
mi más reciente, por fuerza limitada y tímida experiencia.

Segunda Parte: Paternidades

“Padres” e “hijos” ─inclusive─ tienen a veces encuentros


intersubjetivos así, encuentros que no tienen nombre, y que
suelen ser los encuentros más encontrados.

Ricardo Rodulfo ([1998] 2004, pág. 239)

El problema de la transmisión

Si los padres se creen poseedores de un saber monolítico (una verdad


intocable, por ser la de los adultos), si no pueden asumir los huecos y los poros por los
que se desgrana todo ideal y todo deseo…, no podrán permitir que se logre una
transmisión creativa de valores, atributos, historias, tendencias, raigambres,
13
“Venerable maestro anciano”, título respetuoso para sacerdote, maestro Zen (Chadwick,
1999).

16
esperanzas, hacia las futuras generaciones. ¿Y qué es una transmisión lograda? Para
responder esta pregunta, me baso en un texto realmente extraordinario del
psicoanalista francés de origen egipcio Jacques Hassoun (1996), Los Contrabandistas
de la Memoria. Cito a Hassoun:

Es necesario entender la transmisión como un ofrecimiento por


parte de los padres, de los maestros, de algunos elementos que cada uno
de los miembros de una descendencia recibe en su infancia, que él
recompondrá a su manera y que serán sin ninguna duda sometidos a su
vez a nuevas modificaciones… La prueba que la travesía de ese pase ha
sido lograda se encuentra en ese mínimo desplazamiento: eso es lo que
se llama subjetivar ─ “individualizar”─ una herencia a fin de poder
reconocerla como propia (págs. 127-128).

En el caso de los padres, como se trata de un ofrecimiento, y de los hijos, de


ese mínimo desplazamiento que les permitiría reconocer la tradición como propia, se
tiene como requisito el poder estar suficientemente cómodo en el espacio de un no
saber. Cuando se ensaya una transmisión, nunca se sabe exactamente lo que va a
suceder con aquello que intenta ser transmitido. Es como hacer un regalo. El que lo
recibe es libre de honrarlo o transformarlo de acuerdo con la comprensión que haya
podido hacer del mismo. Si de transmisión se trata, acontece en definitiva un juego
entre lo parecido y lo diferente: no basta con una repetición mimética del pasado o
con un repudio de lo que nos antecede. Ninguna de estas dos opciones constituye una
transmisión lograda. La razón se halla en que tanto para reproducir tipo clon lo que
proviene de generaciones anteriores como para sostenerse en la ilusión de un corte
definitivo, es necesario ubicarse en la posición del saber: uno se cree demasiado
inteligente, ya sea heredero de la verdad absoluta imputada a los ancestros, o artífice
de una verdad mejorada, modernizada, supuestamente sin amarras. Cuando el arte de
la transmisión reside justamente en no saber. Esta es su magia. Nunca seremos
capaces de dominar completamente lo que queremos transmitir, y nunca sabremos
cual será la modificación necesaria que el que recibe efectuará por el sólo hecho de
incorporarlo. En otras palabras, tenemos de por medio un inconsciente.
En función de este razonamiento, y de un interés vital por secundarlo, es que
me siento plenamente identificado con Norman (2002) cuando dice que uno no
debería adoptar la religión de los padres automáticamente. La búsqueda religiosa es
algo tan importante, es tan importante encontrar una manera propia, auténtica, de
hablar acerca de aquello que nos trasciende, de preguntarnos acerca del misterio de la
vida; es tan imprescindible hacer sobre de ella un trabajo de apropiación subjetiva,
que uno no puede darse el lujo de asumirla así nada más como una herencia no
cuestionada. Muchas veces uno tiene que partir para volver. En palabras de Hassoun:

Un paso más me permitirá afirmar algo que es más que


paradójico: una transmisión lograda ofrece a quien la recibe un grado
de libertad y una base que le permite abandonar (el pasado) para
(mejor) reencontrarlo… Desprenderse de la pesadez de las generaciones
precedentes para reencontrar la verdad subjetiva de aquello que
verdaderamente contaba para quienes, antes que nosotros, amaron,
desearon, sufrieron o gozaron por un ideal, ¿no es lo que podemos
llamar una transmisión lograda? (págs. 17-18).

17
Hacer y recibir una transmisión, a fin de cuentas, es un acto creativo, un acto
propio e innovador. Esto es válido en todas aquellas áreas destinadas a tratar de
ayudarnos a comprender el sufrimiento y misterio de la vida humana, como en una
genuina práctica religiosa. Igualmente es cierto en cualquier transmisión de un oficio,
por ejemplo, la psicoterapia o el psicoanálisis, y de manera muy especial, en el acto
biológico, pero sobre todo psicológico, de tener un hijo. Procrear es un acto
psicológico en la medida en que aquí también encontramos una excusa para trabajar
sobre nosotros mismos, intentar comprendernos más, incluyendo a los que nos rodean.
Lograr una transmisión en este ámbito “equivaldría a preparar al niño para afrontar las
dificultades de la existencia” (Hassoun, 1996, pág. 19). Únicamente acá podemos
fincar la dimensión con la cual juzgar si nos sentimos satisfechos o no con lo que
hemos enseñado, con el alcance de nuestra transmisión.
En consecuencia, la continuidad puede darse (y muy a menudo así sucede)
pero no sería el fin último de la transmisión; sino el sostener un medio tolerante y
favorecedor, centrado en el compromiso y el debate, tendiente a una exploración cabal
y concienzuda de nosotros mismos y del mundo circundante, para que cada
generación pueda re-descubrir en carne propia y a su manera el valor de aquello que
quiere ser transmitido, no sólo una continuidad de formas y apariencias, sino algo
más, algo vivo, tal vez algo indefinible, pero que acaso valga la pena intentar
conservar, re-generar14. Sabemos por adelantado que su “esencia” nunca puede ser
apresada del todo, ya que no acepta dueño alguno. Por tanto, crear un clima
conducente a la transmisión no es cosa fácil. Las grandes transmisiones han oscilado
siempre entre etapas de rebeldía y anquilosamiento. Esto es normal e incluso
esperable. Como dijimos anteriormente, ocurre en todas las tradiciones y creencias
religiosas, en la educación, la moral y los valores, también en los oficios profesionales
como el psicoanálisis y la psicoterapia en sus diversas dimensiones.
La clave de la continuidad estaría en poder renovar para preservar (Linzer,
1996). Y esto implica correr un riesgo… El quid de la transmisión, como asevera
Phillips (2001), es la indirecta. Sólo indirectamente podemos hacer llegar las cosas.
Por ejemplo, hablando de la virtud, mantiene que ésta no puede enseñarse, sólo puede
sugerirse. “En parte, esto se debe a que nadie… puede saber nunca de antemano

14
Hay un valor especial en adoptar lo que uno es; no meramente en reproducir lo que uno es,
sino en adoptar lo que uno es. En hebreo se nombra baal teshuvá (Linzer, 1996) a la persona
que se fue y que volvió; es decir, aquel que no sin dolor ni remordimiento ha puesto en
entredicho su tradición, en juego, en riesgo. Quizá con la intención paradójica de rescatarla,
seguro por la importancia que reviste para él o ella. Ha pasado por el arduo proceso de hacer
suya la tradición, embarcándose en un demandante trabajo elaborativo. Como resultado, la
descubre de nuevo y con ello su vigencia, su valor, sus verdades medulares. Estas personas,
más que condenables, son altamente respetadas dentro de la tradición, ya que poseen una
comprensión de su religión que no la tiene el que se ha quedado siempre adentro. Como la
han podido mirar desde afuera y han vislumbrado también el valor de lo propio en lo extraño
(ajeno) y extranjero, son capaces de infundirle nueva vida, hacer circular un tan apreciado aire
de frescura, al surgir en ellos un elemento de total autenticidad en el compromiso que
adquieren con la tradición, sobre todo con ese espacio de comunión e introspección que muy a
menudo ésta puede proporcionarnos. Por supuesto, el irse y el volver no necesariamente
tienen que tomarse como algo literal, algo que forzosamente deba ocurrir o hacerse en la
realidad, pero si nuestra búsqueda es verdadera y contiene al menos lo que podríamos
denominar un “viaje interno”, ninguno de nosotros podrá ahorrarse ─como Abraham, Moisés
o Jesús─ el periplo por las arenas del desierto, reencontrarse con el secreto de su más
recóndita experiencia: Lekh-lekha, se construye en el partir (Génesis, 12:1; Forster, 1999).

18
exactamente que tendrá una importancia personal; es decir, que encontrará de
importancia una persona, aquello que seleccionará para soñar, para recordar u olvidar,
para seguir trabajando. Lo que es de interés para alguien… es a la vez recóndito y
profundamente idiosincrásico, una función del extraño tejido de historia personal y
deseo inconsciente” (pág. 79).
No se puede demandar una pertenencia, forzar u obligar a nadie, suponer que
así va a ser de manera predecible, directa, porque aunque se tenga éxito, esto
redundaría en un sometimiento, la muerte psíquica de la persona. Declara Hassoun
(1996): “¿Existe algo más ridículo, más insoportable que ver esos clones, que, como
si fuesen sombras, imitan con la mayor seriedad a sus padres o a sus ancestros?
¿Existe algo más grotesco que escuchar a los adulones, incapaces de tener un estilo,
un pensamiento propio, hablar o escribir como Barthes, como Lacan, como Bataille o
como Leiris?” (pág. 141). El acto de apropiación de una herencia también entraña un
riesgo y un trabajo complejo de (re)escritura. Es fascinante observar como se revela
un núcleo invariante en medio de la más amplia variabilidad. Se dice que la
transmisión en Zen, por ejemplo, para aquellos que están iniciando su práctica, radica
en que cada individuo pueda re-descubrir para sí mismo el valor de la Gran Fe, el
Gran Arrojo y la Gran Duda que nos autorizaría a seguir preguntándonos quiénes
somos y para qué estamos en este planeta (Seung Sahn, 1992). A pesar de no saber, de
no contar con ninguna certidumbre, confiar en la sabiduría de cada momento (estamos
aquí, estamos vivos, y es fugaz, pasajero), perseverar (si pudiéramos, arrojarnos a la
vida, aún con miedo, solos y con otros) y cuestionarse (de preferencia, haciendo una
reverencia, regalándonos un aplauso), únicamente a esto remitiría la transmisión.

La falla de la función

Igual que Winnicott ([1962] 1981), cuando afirmaba que él interpretaba a sus
pacientes en vez de quedarse metódicamente callado para no dejarlos con la impresión
de que lo sabía todo, es decir, para hacerles saber que se podía equivocar (o cuando
comentaba que para ser analista había que ser no demasiado listo, de tal suerte que el
paciente pudiera tener espacio para llegar a sus propias interpretaciones), un padre,
como un analista, debe poder fallar. Esto da pié a que tanto hijos como padres se
humanicen. Sería valioso, de vez en cuando, que pudieran recordar o hacerse juntos la
pregunta: ¿De qué se trata la relación entre un padre y un hijo(a)? ¿Se trata sólo de
educar o de asegurarse una determinada continuidad, de verse reflejado o de descargar
en el otro las propias frustraciones? ¿De qué se trata verdaderamente, en el fondo?
Honestamente, yo todavía no lo sé; pero si sé que es importante correrse del lugar de
protagonista, abrir ese intersticio que le permita al hijo(a) crecer, aparecer en su
inconmensurable espontaneidad y sorprendernos con ella. El padre no puede ser el
protagonista. Nuestra clínica está plagada de ejemplos que denotan el profundo
sufrimiento de un hijo cuando alguno de sus progenitores no puede hacerse a un lado,
ya sea por su necesidad de seguir siendo el importante, el bello, el joven, el fuerte, el
que siempre sabe lo que es mejor, o el que enuncia y anuncia, con rotunda voz
profética, la “identidad” de aquel que lo sucede. Cito a Ricardo Rodulfo ([1998]
2004), quien en su trabajo acerca del padre, El Segundo Adulto, escribe:

Rodulfo, R. ([1998] 2004). El segundo adulto. En: El psicoanálisis de nuevo:


Elementos para la deconstrucción del psicoanálisis tradicional. Buenos Aires:
Eudeba (Editorial Universitaria de Buenos Aires).

19
De funciones se trata para llegar a un segundo nivel más
profundo e inconsciente en juego. Para pasar a lo cual se requiere… que
la función falle y, sólo allí, dé lo mejor de si misma. Esta contribución
esencial de Winnicott, aceptada en general para la madre, no se
extendió nunca ─que yo sepa─ al padre… Si un hombre consigue
desembarazarse un poco ─no es posible más que eso: un poco─ de las
categorías y los encarrilamientos de la figura histórico-mítica de la
paternidad está en condiciones de jugar a inventar funciones que surjan
de la zona transicional en que se vincula con un niño o con un
adolescente. Ahora bien: esto es lo que encontramos haciendo ─en
tentativas por lo general balbuceantes, contradictorias o contradichas─
a muchos hombres hoy en día… Tratan de desplazar ese rígido peso
emigrando o exiliándose en funciones múltiples sin nombre fijo. ¿Es
posible imaginar un psicoanálisis que ayude a estos procesos, en lugar
de un psicoanálisis extrañamente comprometido con nombres y
funciones fijas, de significado en el fondo también fijo, por mucho que se
lo disimule con un sistema de denegaciones? (págs. 238-240).

Es notorio que Rodulfo hable en este texto particularmente acerca de la figura


del padre, del hombre que deviene padre. Esto es porque el hombre generalmente se
encuentra muy atrapado en las funciones asignadas por la cultura, de por si rígidas, y
que lo orillan a establecer relaciones de mucha distancia afectiva con los hijos,
orientadas básicamente en torno a un “deber ser”, al ubicarse como guardián de la
autoridad, la legalidad y el orden, hacia dentro y fuera de la familia (lo que en
psicoanálisis se ha venido a llamar funciones de corte). Ahora bien, el padre ha de
poder fallar para poder jugar… Ha de saber dejar huecos, y de preferencia, no tener
tanto miedo a manifestar su cariño y su ternura, sitios que se encuentran
frecuentemente apartados para muchos hombres. Rodulfo ([1998] 2004) lo expresa
bellamente de la siguiente manera: “… ¿podemos creer en algo así como ‘la’ función,
unívocamente caracterizada? Por el contrario, a partir del rechazo de ‘la’ función
paterna, un hombre (no el hombre) puede empezar a desear una función otra. Y a una
niña o niño para ello” (pág. 239). Hay muchos tipos de encuentros que se pueden dar
entre un padre y su hijo(a), inclusive algunos donde no existe nombre adecuado para
designarlos. Empezamos a hablar aquí de personas y no de abstracciones, y de los
presuntos “puntos débiles” que a lo mejor constituyen nuestra mayor fortaleza, una
fortuna, aquello que autoriza el triunfo de lo inesperado, para que entonces podamos
hacer valer la aseveración paradójica: “allí donde fallé, surgió lo mejor de mi hijo(a)”.

La destrucción de los padres

El psicoanalista inglés Christopher Bollas habla acerca de la experiencia


subjetiva de convertirse en persona como un rito de pasaje, de principio a fin, de la
matriz a la tumba, y como tal, una travesía que nunca deja de plantear un riesgo, de
ser una aventura, un intento, lleno de peligros, precios a pagar, temores, transbordos.
Lo mismo podría decirse de la experiencia de la paternidad, asimismo un rito de
pasaje, un “pasar a través”, con todas las implicaciones que esto conlleva. Esta
experiencia, si es genuina, es un desafío y un atrevimiento. Como toda muerte y todo
nacimiento, implica una acción de romper (y dejarse romper) seguida después por la
reflexión, el tomar y mirar lo que ha ocurrido. En otras palabras, para Bollas todo

20
desarrollo es radicalmente destructivo, en el sentido constructivo del término. Según
él, esta es la visión de Sófocles, proyectada en el periplo edípico. A continuación, cito
un fragmento que se encuentra contenido en una entrevista que le hicieron hace
algunos años en su casa en Londres (en Molino, 1997). Estas frases hablan por sí
mismas, dicen más de lo que se proponen, invitándonos a una profunda e inquietante
introspección:

Uno podría decir [del desarrollo inconsciente]: “¿Pero qué está


destruyendo?” Tal vez destruya a todas las madres y a todos los padres;
tal vez la evolución de cualquier self destruya lo que ha sido formado
para nosotros anteriormente por la madre, o por el padre. Tal vez
cualquier evolución vaya a romper los deseos del otro. Es entonces
cuando creamos nuestro destino, y lo vivimos. Hay objetos de deseo y
objetos de odio, objetos de intimidad y cadáveres de los expulsados; y
luego, cuando miramos hacia atrás, de modo sofocleano, podríamos
decir: “Dios mío, ¿qué he hecho? Sólo ahora lo entiendo todo.” Y
observamos esa progresión como una trágica, o como la manera
ordinaria en que la vida es vivida, como algo inevitable. Por tanto, en la
noción de existir, o de experiencia, se encuentran los conceptos de un
rompimiento despiadado, de un abrirse, de una diseminación, de una
empresa peligrosa. Y, adicionalmente, de algo que tiene su frontera en
una especie de fe reflexiva: un tipo de creencia, después de haber
reflexionado, de que lo que ha ocurrido ha sido inevitable y esencial
(págs. 13-14) (la traducción es mía).

Sin duda, esta es la experiencia de un análisis, de un retiro Zen, y por que no,
de la paternidad, aunque nos cueste trabajo aceptarlo. No tiene nada de idílico. A
veces he llegado a la conclusión de que es tal la magnitud de lo que se nos pide y
somos tan incapaces de hacerlo por nuestra cuenta, que no queda más remedio que
reconocer (como lo ponía Norman) que vamos a fracasar, y que ahí radica nuestro
triunfo. No queda más remedio que rendirnos, entregarnos de lleno a la experiencia;
no queda más que aceptar que somos unos tontos. Si no, ¿cómo vamos a permitir que
nuestros hijos lleguen más lejos que nosotros? ¿Cómo vamos a tolerar que un hijo(a)
nos “use”, en el sentido winnicottiano del término (Winnicott, 1987), o que nos
“destruya”, como describe Bollas, si insistimos en erguirnos como estandartes en el
lugar del que sabe o lo tiene todo, si fincamos nuestro narcisismo entero en la
adulación que esperamos el hijo(a) secretamente nos profese? ¿Cómo vamos a
constituirnos en padres si no hemos podido afianzar un lugar propio en relación a los
nuestros? ¿Cómo vamos a refrendar esa experiencia de “pasar a través”, donde poder
soportar el suceso de hacernos pedazos para permitir que surja algo nuevo,
desconcertante ─“nosotros”, el “hijo(a)”? Si esta posibilidad se encuentra denegada,
prohibida, me pregunto qué quiere decir entonces dar a luz: ¿una aburrida
prolongación de más de lo mismo?

Ser un padre hoy en día

En nuestra cultura, bien por su característica lejanía afectiva de las tareas de la


crianza, bien por la supremacía que la mujer a tomado o se le ha adjudicado en
relación a todo lo que tiene que ver con el cuidado de los hijos y el bienestar de la
familia, es muy usual pensar al padre como un segundo, secundario, periférico,

21
sustituto. Su papel se limita a salir a buscar el sustento económico (aunque en muchos
hogares también es la mujer quien termina responsabilizándose por esta tarea [de
Keijzer, en Schmukler, 1998]) o a imponer la Ley cuando se encuentra en casa.
También podría pensarse como un tercero si se privilegia la díada en términos de la
madre y su bebé. Mi interés no es discutir aquí la innegable e incomparable
importancia que la madre reviste para la vida de un niño, sino apuntar a una serie de
premisas que no se cuestionan y que son parte de la lógica falocéntrica que rige en
nuestra sociedad. Esta lógica nos lleva a asumir que si la madre es primaria, el padre
debe de ser secundario. No hay lugar más que para un primario, fuente y sostén del
niño. Luego no ha de sorprendernos que tanto madres como padres asuman demasiado
aprisa estas categorías y no tarden mucho en ponerlas en práctica: como la madre es
“primaria”, termina cargando con el peso del cuidado de los hijos y de sus vicisitudes
afectivas; como el padre de todas maneras es “secundario”, tiene justamente licencia
para ausentarse. Hay un primario: la madre. Irrespectivamente de que esto se de así en
la mayoría de los casos en nuestro medio, esté o no esté el padre, también tendría que
considerarse como un primario. Precisamente por eso duele tanto su ausencia o su
lejanía afectiva. ¿Por qué no podemos pensar en términos de dos primarios?
Siguiendo una lógica dostoyevskiana15, quizá después del uno no necesariamente
venga el dos, después el tres y luego el cuatro; quizá después del uno venga otro uno,
luego otro uno y así sucesivamente. Cada quien es importante, esencial, a su manera.
Pensar que hay sólo un uno es precisamente lo que define el falocentrismo.
Es curioso como nos cuesta pensar al padre también como primario, como
hombre y como primario. Incluso cuando lo concebimos como primario, cuando el
padre es cercano y afectuoso, cuando a su cargo se encuentran muchos de los
cuidados emocionales y corporales del niño, en broma o con toda seriedad, decimos
que esto obedece a la manifestación de sus “partes femeninas”, las cuales se
encuentran en él seguramente bastante desarrolladas. Decimos de este padre que es
una buena madre. Si de cuidados se trata, lo femenino sigue siendo lo primario 16. ¿Sin
embargo, cómo podría pensarse desde la masculinidad? ¿Habrá una manera masculina
de cuidar, manera de hombre y de padre, que no sea el poner límites o el traer el pan a
casa, o como consuelo, ser una buena madre para la madre, para que ésta pueda cuidar
bien a su bebé? ¿Habrá alguna manera de hombre de establecer relaciones muy
cercanas con los hijos, tanto si son mujeres como varones ─en ambos casos se
conjugan dificultades particulares por el temor a la propia (hetero u homo)
sexualidad─ y de tener experiencias afectivas con ellos, sobre todo, experiencias
corporales intensas, estructurales y estructurantes de la subjetividad? ¿Podrá el
hombre ubicarse en el meollo del asunto, a su manera, complementaria, sin por esto
pasar a competir con la mujer, “ambicionando o alucinando ser ellos una madre-
fálica-mejor” (Rodulfo, [1998] 2004, pág. 238)? Me parece que muchos hombres-
padres hoy en día asiduamente están intentando buscar esta experiencia y resulta que
se encuentran con que no tiene nombre. Resulta que se encuentran bastante solos en

15
Cuando el héroe del subsuelo, contendiendo en contra de una racionalidad
comprometidamente positivista, se enorgullece al afirmar que 2 + 2 no forzosamente suman 4
(Dostoyevski, 1991). El mundo muchas veces no marcha o no puede ser encuadrado dentro de
lo que esperamos encontrar.
16
Cuidados íntimos, al interior de un territorio, y no sólo cuidados aduanales, en la frontera
entre lo interno y lo externo, entre lo que entra y lo que sale, el padre como salvaguarda de la
familia.

22
medio de ella. Todavía a los grupos de auto-ayuda o a los grupos donde se habla
acerca de la crianza van mayoritariamente las mujeres ─total, los hijos son de la
madre.
No hay nombre todavía… Y menos para las experiencias corporales que el
hombre pueda dejar salir o construir en relación con su hijo(a). ¿También lo
amamanta, aunque sea metafóricamente? Seguro no lo cargó en el vientre, ni
experimentó el dolor del parto, ni ha emanado de su pecho esa sustancia dulce y
reparadora que se dice atraviesa el firmamento, otorgándole una identidad a nuestra
galaxia. ¿Cuál sería entonces esa intensa experiencia corporal, estructural y
estructurante, que el hombre pueda ofrecerle a su bebé? ¿Si hay algo que fuera del
hombre y de su cuerpo, cuál sería, si es que existe, su dominio, su esfera, su
especificidad?
Igual que la mujer, el hombre carga a su bebé, lo arrulla, lo duerme, lo asea, lo
consuela, le canta… Y aunque todas estas actividades no sean exclusivas, como
amamantar lo es para la mujer, tal vez haya una manera de hombre de hacerlo que
produzca grandes beneficios en su destinatario. De cualquier forma, no se trata de
competir ni de desplazar (recuerden, después del uno sigue otro uno ─otro uno
diferente─ y la madre siempre será la madre, insustituible; no se trata de plantear una
igualdad), sino de reconocer la enorme importancia que tiene para un ser humano,
irrespectivamente de su sexo, estar expuesto desde los comienzos de su vida a
experiencias corporales diferentes: distintas maneras de nutrir y de alimentar, distintas
maneras de estar y de moverse, empezando por los olores, el tono de la voz, la manera
de cargar, el latido del corazón, su forma de querer. ¿Cuál es el aroma de un padre
para su bebé? ¿Cómo se siente su piel, su toque, su fuerza, su delicadeza? ¿Palpita
diferente el corazón de un hombre que el de la mujer? ¿En la intimidad de la vida
doméstica, si no se le llama Leche o Pecho Bueno ─con todas sus extensiones y
extrapolaciones─ cómo se le llama a aquello que el padre preocupadamente deposita
como ofrenda? Es a este nivel de cosas al que me gustaría llegar. Porque un hombre
también puede ser sutil. También puede estar presente desde el principio. También
puede ser eminentemente corporal17. Además, cabe suponer con certeza que un bebé
es capaz de reconocer estas diferencias desde muy temprano y enriquecerse con ellas.
Opina Bollas (en Molino, 1997):

Ahora estamos teniendo que tratar de definir lo que imaginamos


es la experiencia del infante del padre. Mi propia imaginería incorpora
muchas de las posturas bien conocidas en psicoanálisis respecto del
lugar del padre: el padre como la encarnación de la realidad más allá
17
Por una asociación con los factores biológicos fácilmente establecida, se asume que a la
mujer le es dado automáticamente un contacto emocional y afectivo con su recién nacido. Sin
embargo, la mujer tiene que construir su maternidad tanto como el hombre su paternidad. Ni
la maternidad ni la paternidad están dadas de antemano sin mayor cuestionamiento. Se
requiere de un trabajo psíquico, el cual forzosamente debe hacerse, para que una relación con
el bebé sea susceptible de ser levantada (y para lo cual, por suerte, la naturaleza otorga
tiempo, al menos nueve meses). Por tanto, el llamado “instinto materno” es un concepto a ser
deconstruído, al igual que la ausencia de algo semejante en el padre. Entra en juego la
biología pero a su vez un sinnúmero de factores ligados a la historia personal de ambos. En la
mujer sin duda hay una conexión corporal y hormonal que no existe en el hombre, siendo lo
que le concede su lugar esencial y también su irreductible diferencia; pero ¿se la habrán
creído demasiado los hombres de que una vez nacido el bebé el famoso “sexto sentido” le
compete sólo a las mujeres?

23
de la pareja; el padre, en un sentido kleiniano, como la personificación
de la entrada fálica dentro del cuerpo de la madre; el padre como
presencia intergeneracional, etc., etc. Pero a estas ideas les añadiría la
diferencia en “textura” del padre en relación a la madre, o la manera en
que el padre se “siente”: el padre que corporiza una fragancia
diferente, un olor diferente, quien tiene un modo diferente de sostener, de
llevar al niño; quien tiene una manera diferente de respirar, de caminar,
un diferente tono de voz. Cualidades que, para nuestros propósitos de
discusión, yo diría que encarnan lo masculino. El padre es la
personificación de lo masculino, mucho como la madre es la
personificación de lo femenino. Y pienso que, tanto a un nivel biológico,
sensual como a un nivel más alto de distinción imaginativa, la madre y
el padre son tremendamente diferentes; y que el infante, por lo tanto, es
cargado, diríamos, por dos personas diferentes. Podríamos argumentar,
la presencia de una diferencia agradable ─de una diferencia no en el
sentido violento, no en el sentido de mandar erradicar a cualquiera de
los sexos─ es una parte esencial del desarrollo en el niño de una
oposición creativa (pág. 21).

Al menos hasta fechas recientes, la perspectiva más o menos consensual en


psicoanálisis, la cual adopta una expresión acabada en los escritos de Lacan
(Benvenuto y Kennedy, 1986), es aquella donde el padre tiene una función importante
en separar al infante de su madre, “romper” el lazo simbiótico que los une e instituir
un sentido de diferencia necesaria para que el niño escape parcialmente del deseo de
ésta y pueda alzarse en derecho propio, acceder al espacio simbólico que lo
constituiría como sujeto de la cultura, incluyendo sus leyes de intercambio,
nominación y parentesco. En la imagen clásica, tradicional, la del cordón umbilical
sería la madre; la tijera es del padre. A la primera le correspondería el trabajo de
introducir y permitir una relación intensa de fusión que sentaría las bases para
posteriores relaciones de dependencia, mientras que al segundo le tocaría la
ineluctable tarea de ayudarle a la madre a “soltar” a su hijo(a) para que éste(a) pueda
crecer, en el camino ofreciéndose como modelo alterno de identificación. ¿Pero qué
ocurre en las nuevas configuraciones familiares cuando, como decíamos, el padre
también es capaz de construir un “cordón umbilical” con su hijo(a) tan fuerte como el
de la madre? ¿Qué ocurre cuando el padre se inserta como objeto de introyección e
incorporación desde el comienzo mismo de la vida? ¿Qué pasaría si pusiéramos el
acento no en la separación sino en la capacidad de entregarse a relaciones íntimas y
afectivas, si lo moviéramos de la independencia e individualidad como valores
supremos a la interdependencia y capacidad de establecer comunión (lazos y
conexiones profundas), algo que insistentemente se obstaculiza por temor a
confundirlo con perpetuar una simbiosis o una dependencia patológica?
Un analista de orientación lacaniana argumentaría que estamos hablando de
“funciones”, no de “personas”, y que por lo tanto, estas funciones son más o menos
intercambiables entre los sexos. Las funciones maternales generalmente se han
asociado con aquellas relacionadas a la capacidad de holding (Winnicott) y reverie
(Bion); mientras que las paternas a la función de “corte” e introducción del mundo
“externo”. No dudo de que estas funciones efectivamente sean intercambiables y que
no estén necesariamente ligadas al género de quien las porta. Sin embargo, me parece
que este razonamiento no alcanza, ya que precisamente lo que no explica es la manera
original que tienen tanto mujeres como hombres para ejercerlas, esa fina diferencia.

24
¿Tomando en cuenta sus respectivas historias, cuál es la manera particular de hombre
o de mujer para hacer holding y reverie, impulsar hacia el afecto, la conexión, la inter-
relación, e inducir a vínculos emocionales profundos y comprometidos, o bien para
promover un sentimiento de separación y diferencia, donde la alteridad claramente
quiera decir inefabilidad en el encuentro con el otro e individualidad la imposibilidad
para poseerlo? Creo que este nuevo análisis es el que se necesita hoy en día a partir de
los nuevos horizontes que se están abriendo para hombres y mujeres sobre todo en el
campo de la fluctuación de roles correspondientes al hogar (incluida la crianza) y al
trabajo18.
Lo interesante de lo que plantea Bollas es que subvierte la imagen tradicional
cuando empieza a hablar de la sensualidad del hombre en relación a su bebé, su
capacidad sensorial y afectiva. De pronto se vuelve importante como respira, como
camina, como se mueve, como sostiene, como toca. Se vuelve importante la manera
que tiene de hablarle a su bebé, de traducir para él sus experiencias, de expresar su
ternura. Esto deviene formativo de estructuras y de amplias oportunidades de
identificación/incorporación para el infante desde los inicios de su vida,
independientemente de su sexo. De pronto, el desarrollo ya no es tan lineal como
pensábamos, ya no es tan dicotómico. Además, Bollas asocia esta cercanía, esta
propensión a hacer contacto, con la masculinidad, no con las “partes femeninas” del
hombre. Existe una manera masculina de hacerlo (que no es de machos), y otra
femenina, y el roce con estos estilos diferentes, con esta multiplicidad, es lo que puede
ser de enorme enriquecimiento para un hijo ─los juegos fecundos de idas y venidas
que un niño hace de un adulto a otro, entre uno y otro (Rodulfo, [1998] 2004). Creo
que esta forma de sentir e imaginar, novedosa y de acuerdo a la época, nos invita a
revisar las nociones que tenemos acerca de lo que significa ser un “buen padre”. Sí, un
buen padre separa, mueve a la madre y al hijo, ayuda a que un idilio no se convierta
en pesadilla, pero hace mucho más que eso (verán que si esto es así, incluso hay que
ayudarlo a él a separarse).
¿Cuándo el padre había sido descrito de este modo? En la actualidad, tanto
padres como madres son como pioneros. No hay mapa para navegar por las rutas
desconocidas de las nuevas organizaciones familiares. Y tampoco, como lo expresa
Rodulfo, vamos a lamentarnos o martirizarnos por estos cambios, ya que si bien traen
aparejados un sinnúmero de problemas, pues están aquí para quedarse; entonces
debemos capitalizar en los recursos y oportunidades de renovación que los cambios
también nos proporcionan. “Va de suyo que nuestras proposiciones no se contentan
con comentar, alabar o rasgarse las vestiduras en relación a lo que suele llamarse ‘el
aflojamiento de la autoridad paterna’, con su complemento apocalíptico: ‘ya no hay
familia’… Sólo que, precisamente, no creemos en ese cuento de hadas con moraleja
falogocéntrica según el cual la ‘Ley del Padre’ sería la solución a dichas cuestiones.
Es más, ateniéndonos a los descubrimientos freudianos sobre lo corruptible y
sobornable del Superyó ─precisamente cuanto más severo se muestra─ nada más que
más de lo mismo esperamos por ese lado” (Rodulfo, [1998] 2004, págs. 241-242).

18
Tengo entendido que en los países nórdicos como Islandia y Dinamarca, el hombre, al igual
que la mujer, recibe una pensión por paternidad de parte del gobierno para que pueda
dedicarse al cuidado de su recién nacido por un tiempo. No obstante, esto es así siempre y
cuando la mujer también se reintegre a su trabajo. Es decir, tanto el hombre como la mujer
salen a buscar el pan, y los dos se dedican a la crianza. En estas condiciones, ambos reciben
ayuda (BBC News World Edition, Quality time thrills Nordic dads, Martes 28 de junio del
2005).

25
Como puede deducirse de estas puntualizaciones, estos cambios liberan a la posición
masculina de su atadura al lugar de segundo o tercero: emergente, periférico o
simplemente buena “madre sustituta”. Nunca antes el padre había tenido la
oportunidad de establecer una relación con sus hijos de tanta complicidad (que no es
lo mismo que confusión) y compañerismo (que no es lo mismo que falta de límites),
una relación de sujeto a sujeto donde la alteridad de ambos y la necesidad que ambos
tienen de ser tomados en cuenta y retroalimentados sea plenamente reconocida.
El escritor norteamericano Paul Auster trabaja este tema en su libro La
Invención de la Soledad. Retomando el mito-cuento de Pinocho, describe un universo
donde hace retumbar de manera conmovedora la patente importancia que reviste un
hijo o una hija para su padre y viceversa en el sentido de ambos volverse reales.
“Pinocho acaba de entrar en el vientre del tiburón y todavía no sabe que Gepetto está
allí, así que durante un breve instante todo parece perdido. Pinocho está rodeado por
la oscuridad de la soledad. Y es en esta oscuridad donde tiene lugar el acto creativo
del libro, el lugar donde al final el títere encontrará valor para salvar a su padre y por
lo tanto convertirse en un niño real” (Auster, 1982, pág. 231). Un padre que va en
busca de su hijo, un hijo que intenta reunirse con su padre. Ambos se hacen reales
como producto de este encuentro. Es una pena que saquemos al padre de nuestras
teorizaciones o que éste se excluya demasiado rápido del quehacer cotidiano de cuidar
a un hijo o una hija. Mejor saquemos a ambos de la oscuridad y exploremos más a
fondo de que se trata esta relación. Sobre todo, indaguemos las condiciones que
podrían permitir que esta relación verdaderamente se convierta en una de sujeto a
sujeto. Como elogio y apología del padre, Auster trata en este libro el enigma de la
paternidad a través de su lugar como hijo y como padre. Destierra de un modo
profundo los prejuicios que tenemos acerca de lo que es un padre, al narrar lo que le
sucedió cuando se encontraba traduciendo unos poemas de Mallarmé y su hijo cayó
gravemente enfermo de neumonía. “A. [refiriéndose a sí mismo] advirtió que fue
precisamente aquella idea la que lo indujo a regresar a aquellos textos. El acto de
traducirlos no fue un simple ejercicio literario, sino una forma de revivir su propio
momento de pánico en la consulta del médico aquel verano: ‘es demasiado para mí,
no puedo enfrentarme a esa idea’. Pues había sido entonces, tal como advertiría más
tarde, cuando había comprendido el verdadero significado de la paternidad: la vida de
su hijo le importaba más que la suya, y si su propia muerte hubiese servido para salvar
a su hijo, la habría aceptado sin dudar. Por lo tanto, justo en aquel momento de terror
se había convertido, de una vez para siempre, en el padre de su hijo” (Auster, 1982,
pág. 156).
No hay vuelta de hoja, me estremecen estas palabras… Lejos de ubicarnos
frente a lo que sería, en otro escenario, el tribunal de un padre a la vez ausente y
omnisciente, inmóvil y todopoderoso, una Ley eminentemente kafkiana, donde el
pasar sentencia se vuelve la moneda de cambio, nos encontramos aquí con la figura de
un padre capaz de hacer un sacrificio por sus hijos; pero no siguiendo la ruta trillada
de la abnegación, es decir, de posponer y postergar la vida o llanamente hacerla a un
lado, sino en la dirección de poder escuchar, atender y acudir a su llamado. Sacrificio
en el entendido de que la vida cobra sentido sólo en interrelación. Como lo sabían los
antiguos, la existencia en su totalidad es intercambio, conexión, comunión ─esta es la
idea que se esconde detrás del acto sacrificial: no significa otra cosa más que
reconocer este hecho irrefutable. Lo que me sucede a mí no puede disociarse de lo que
le sucede al otro (a él o ella) y viceversa. Mi felicidad tiene que ver con la suya, al
igual que mi tristeza. Esto es lo que parece demostrar un padre en el recién descrito
universo austeriano. El padre del sacrificio o el sacrificio del padre habla acerca de

26
aquel que se realiza a través de sus hijos (en el buen sentido del término), o sea, a
través de que estos vivan y se salven (el padre de la película de Roberto Benigni La
Vida es Bella es justamente lo que hace)19; habla de aquel que se actualiza en un
proceso constante de dar y recibir, de incesante diálogo, como en la visión de un Dios
sociable que en vez de mantenerse distante y extemporáneo, iracundo e inaccesible,
depende de los elementos de su creación también, de la íntegra manifestación y pleno
despliegue de la misma, para acceder así a la más amplia gama de sus posibilidades.
Este es un Dios que no se avergüenza de ser vacilante, incompleto e imperfecto: un
Padre que necesita al otro y del otro, como de modo semejante debiera ocurrirle al
padre de carne y hueso que ronda cotidianamente por nuestras vidas.
Como en el contexto de otras relaciones interpersonales significativas, con la
experiencia de la paternidad se le abre la puerta al hombre también hacia una
oportunidad inescrutable: la que tiene el ser humano de afirmarse y realizarse en el
contexto de una mutualidad irreducible, única, vasta y viviente (una relación Yo-Tú en
cláusulas buberianas). Yo agradezco profundamente el haberme topado con estos
textos (todos los aquí citados), por la soltura que parecen introducir a la libre
expresión del cariño por parte de la figura de un hombre (en su función de padre, pero
ahora añadiría, también como marido, amigo, compañero, camarada ─en fin, como
tonto, loco de amor). En última instancia, me parece que estos desplazamientos al
mismo tiempo liberan al hombre, al padre, de siempre tener que saber. Lo introducen
más fácilmente en el mundo del no-saber, de lo rítmico, del ir y venir, de lo que flota,
fluye y se siente, más que de lo fijo, estable, evidente y unívoco (el universo fálico del
cual se ha hecho representante y en el cual estamos acostumbrados a movernos). He
de confesarles que a mi me está ocurriendo algo semejante y no niego que ha sido un
proceso difícil. Este momento de la paternidad verdaderamente ha dejado traslucir una
confrontación directa con la experiencia del no-saber: la complejidad para poder
confiar en que algo vaya surgiendo, con sus aciertos y equivocaciones; momentos en
que verdaderamente he pensado para mis adentros: “no sé nada, no me reconozco”,
“me siento tan confundido, no tengo idea de lo que está pasando, ni una pista”. Estoy
aprendiendo que en vez de luchar contra estos sentimientos, quererlos cambiar, estaría
mejor aceptarlos. Esta es la mente Zen, recordé, la mente de principiante. No cabe
duda de que el proceso continúa y continuará siempre, seguro no sin alegrías, no sin
sufrimientos. Lo olvidaré una y otra vez, pero en el fondo, este relámpago efímero e
inaprensible ha sido la fuente de inspiración para transitar por esta etapa… y escribir
este trabajo.

Conclusión

Les pido una disculpa por haber aparecido tan banal en ocasiones, tan
anecdótico a veces, tan simple, quizá. En estos momentos, es difícil pensar en otra
cosa. Sin embargo, espero haberle hecho justicia al epígrafe que se encuentra al inicio
de estas reflexiones, las palabras del psicoanalista contemporáneo Adam Phillips: “No
hay futuro para el psicoanálisis si éste no quiere mirar hacia otros lugares para
regenerarse, y particularmente si no mira hacia los lugares que quiere excluir. Por su
propia lógica, ahí es donde se encuentra la vida, ahí es donde se encuentra la acción”
19
… en el buen sentido del término: los hijos, no como soportes narcisísticos para paliar o
solucionar una depresión antigua, enmascarada, o para rellenar una necesidad arcaica de amor
y aprobación, sino por el simple placer de interactuar con otro, de haberse conocido en este
frágil y efímero planeta.

27
(en Molino, 1997, pág. 164). Tal vez pudiera yo sacarme la espina si termino con una
historia que apunta en la misma dirección, relato hasídico narrado por Martín Buber, y
a su vez recontado por Heinrich Zimmer (1995) en su maravilloso libro Mitos y
Símbolos de la India, y que justifica el porqué de mi insistencia en relacionar en estos
ensayos, en esta trilogía, a la psicoterapia en general y al psicoanálisis en particular
con el budismo, sobre todo en su vertiente Zen20.
La historia cuenta como un rabino muy pobre en la vieja ciudad de Cracovia
tuvo un sueño donde se le revelaba la existencia de un gran tesoro escondido bajo uno
de los pilares del puente principal de Praga, aquel que conduce al palacio real. Al
despertar y pensando que pudiera ser un sueño profético, hizo maletas y partió hacia
la bella ciudad de torres medievales. Se instaló en una carpa debajo del puente,
esperando hacer tiempo, de tal suerte que el guardia del palacio se distrajera o se
echara a dormir, para que él pudiera iniciar su labor de cavar ahí donde en su sueño se
le habría indicado. Sin embargo, el guardia era una persona que cumplía muy bien con
su tarea. Rara vez dormía, y cuando despierto, ni por un segundo aflojaba en su
función. De modo que después de muchos días, aburrido y cansado de esperar, al
rabino de Cracovia no le quedó más remedio que ponerse a platicar con el guardia.
Era una persona agradable, amigable. Entonces el rabino decidió, sin revelarle su
identidad, contarle su secreto, el motivo de su viaje, la aparición de su sueño. “¡Qué
curioso!”, le replicó el guardia. “Yo también tuve un sueño muy extraño la otra noche,
parecido al suyo. Soñé que un gran tesoro se encontraba escondido detrás del horno de
la casa de un rabino muy pobre en Cracovia”. Ante estas palabras el rabino se quedó
estupefacto, pero no dijo nada. Al día siguiente silenciosamente arregló sus maletas y
partió de vuelta a casa. Una vez ahí, arduamente y sin tiempo que perder, se puso a
cavar detrás del horno hasta que apareció el magnífico tesoro. No sólo salió el rabino
de la pobreza, sino que construyó una bellísima sinagoga con el oro restante para el
beneficio de todas las personas, judíos y no judíos por igual.
En el terreno de la clínica, tal vez podamos aprender a permanecer más en el
asombro y acercarnos así al ideal de Wilfred Bion (1967), quien abogaba que un
analista debía aproximarse a cada sesión “sin deseo y sin memoria”. El psicoanalista
inglés Patrick Casement (1985) lo pone de este modo en su libro Aprendiendo del
Paciente: “El deseo (por ejemplo) de curar o de influenciar, la rememoración activa
de la sesión anterior, y la ilusión de comprender en términos de lo que es teóricamente
familiar, todo esto contiende en contra del tipo de apertura hacia la individualidad del
paciente que es la marca del psicoanálisis en su mejor expresión” (págs. 17-18). En
otro momento de su excelente libro, este psicoanalista también nos dice, exhortando a
todos los terapeutas como nosotros que seguimos en formación: “Pero si pudieran
aguantar la tensión de no-saber, podrían aprender que su competencia como terapeutas
20
Tal vez para sorpresa de muchos, un diálogo por demás fructífero, el cual se ha venido
dando en los últimos años sobre todo en países como Estados Unidos e Inglaterra, a raíz de un
suceso que antes se consideraba casi prohibido, una herejía, el que hubiera un psicoanalista
interesado en desarrollar de manera seria y comprometida una práctica “espiritual” para sí
mismo, sin por eso dejar de ser psicoanalista, es decir, perder su actitud analítica. Más que
convertirse en un creyente, seguir siendo un discípulo de la perplejidad, un apasionado de la
sospecha, un respetuoso de la singularidad. El diálogo entre psicoanálisis y budismo
actualmente está produciendo una abundante literatura, como lo atestiguan los escritos y
compilaciones de Suler (1993), Rubin (1996), Molino (1998), Eigen (1998), Epstein (1995,
1998, 2002), Fleischman (1993, 1994, 1999), Welwood (2000), Magid (2002), Safran (2003).
La pregunta acerca de porqué el budismo es la práctica religiosa que particularmente ha
atraído la atención de estos psicoterapeutas y psicoanalistas es motivo de otro trabajo.

28
incluye una capacidad de tolerar sentirse ignorante o incompetente, y una buena
disposición para esperar (y continuar esperando) hasta que algo genuinamente
relevante y significativo comience a emerger” (pág. 4). Refiriéndose a la práctica del
zazen o de sentarse en meditación, como metáfora y reflejo de las aspiraciones que
manifestamos en la vida en general, Suzuki Roshi (1970) expresaba algo semejante,
asentándolo de la siguiente manera: cuando no aparece el pensamiento o la
expectativa de lograr un resultado, somos verdaderos principiantes; entonces
realmente podemos aprender algo. Me parece reconocer aquí, como en los otros
campos que hemos explorado en este trabajo, la aventura de tomar al asombro como
punto de partida.
Como el rabino de Cracovia, yo también he ido a lugares remotos a buscar los
tesoros que se encuentran escondidos en la propia casa, tesoros que después he tenido
muchas ganas de compartir con todos. Lo podría formular así: el estudio de las
enseñanzas budistas como manera de retornar a una práctica viva del psicoanálisis.
Y estas líneas de Casement, evocando una de las ideas más sugestivas de Bion, son
uno de esos tesoros ─como padre, psicoanalista o estudiante del Zen, acercarse a la
mente de principiante, la morada del asombro.

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