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Tomás Baquero
Los varones, desde pequeños, aprendemos a responder con angustia cuando se nos
muestra que no estamos siendo lo que deberíamos ser. Aprendemos a defendernos cuando
se toca algo nuestro, cuando se nos interpela o cuando se nos cuestiona: duele por todas
partes, como si en cada cosa nos perdiéramos por completo. Y cómo duele perderse para
una existencia a la que le enseñaron desde siempre que tenía que hacerse notar. Quizás lo
más peligroso de enseñar a los varones pequeños que deben ser fuertes, seguros de sí
mismos y soportar todo, es que para hacer todo eso hace falta ser alguien.
¿Qué se angustia cuando algo se desarma? Podemos responder, quizás, que se angustia
«yo». No se angustian los gestos, no se angustian los hábitos, no se angustian los trabajos
ni las maneras de coger. Se angustia algo que se supone que somos, algo que, nos dijeron,
nos destruiría si perdiésemos: se entra en pánico cuando llegan visitas a una fortaleza a la
que le enseñaron a dar guerras y tomar prisioneros para protegerse, que no debía mostrar
que el rey llora de noche, que los guardias organizan orgías entre ellos desde hace tiempo,
que se pintan los labios y juegan a marcarlos en las paredes de los patios interiores.
No se trata de creer que permitirse llorar siendo varón va a cambiar el mundo, a nadie le
importa y los varones podemos hacer eso hace tiempo. Claro que es parte del mundo en el
que queremos vivir, pero no es lo más interesante. El problema es también el inverso, el
problema es llegar a creer que en vez de ser machos estamos libres de toda práctica
machista, libres de toda violencia, como si fuera algún nuevo estado de pureza que, otra
vez, hay que defender para no morir.
– ¡¿Yo machista?!, ¿justo a mí me lo vas a venir a decir que nunca digo nada de cómo te vestís, que
nunca grito nada en la calle y que voy a cada marcha del 3 de junio?
Junio de 2017