Vous êtes sur la page 1sur 7

LA ÚLTIMA ENTREVISTA A CÁCERES: ¿POR QUÉ

SE PERDIÓ LA GUERRA CON CHILE?


En 1,921, el héroe de la Guerra del Pacífico respondió una de sus últimas entrevistas. ¿Por qué perdimos la
guerra? No hubo armonía cultural ni política... y mucha traición en los sectores pudientes. Suena tan
vigente.
Bicentenario | 20/04/2015 14:04Autor: La Crónica

La patria celebra hoy, estremecida de júbilo, la gloriosa efeméride de la batalla de Tarapacá, página
honrosa de nuestra historia y blasón de orgullo para el Ejército Nacional. Todos los peruanos evocamos,
con los ojos, el alma, la epopeya singular en que un puñado de bravos, sublimados por el sacrificio y
exaltados por el infortunio, en vigoroso empuje, destrozaron a las poderosas y engreídas huestes chilenas,
poniéndolas en vergonzosa fuga.

Si desgraciadamente fue infecunda esta victoria, por la impotencia de nuestro Ejército para perseguir,
desprovisto como estaba de caballería, a los derrotados enemigos, debemos guardar, empero, eterno culto
a ese puñado de bravos que, lejos de abatirse ante la fatiga, el hambre y la desnudez a que quedaron
reducidos, después del desastre de San Francisco, reconcentraron todas las potencias de su alma y todas
las fuerzas de su organismo en un supremo ímpetu de coraje para cubrirse de gloria y dar a la América una
lección única de heroísmo y de energía.

Al rememorar, nosotros, esta hazaña imperecedera, saludamos llenos de patriótico orgullo a los
beneméritos sobrevivientes de ella.
En el pintoreso barrio del Leuro en Miraflores, al amor de la soledad y la paz campesinas, vive, entregado a
sus recuerdos y mimado por el cariño de los suyos, el viejo Mariscal del Perú.

Hasta su poético retiro, va a buscarle el insaciable reclamo de nuestra curiosidad periodística y el homenaje
rendido de nuestro orgullo patriótico y encontrando la acogida cordial de su vejez gloriosa.

Lo hallamos en su escritorio, acomodado en un sillón de cuero, abrigadas las débies piernas por gruesas
mantas de color oscuro. Visto correcto de jaquet gris y cubre la nieve de sus canas, con una gorra del
mismo color. Decoran las paredes del aposento finas estampas que reproducen escenas guerreras.

De un gran cuadro al óleo, que se alza sobre el escritorio, se destaca la fina y bella efigie de la hija del
mariscal, cuya fresca y alegre juventud fue tronchada por la muerte. Frente al retrato del héroe de La Breña,
luciendo sobre su pecho las medallas ganadas a fuerza de bravura y de audacia, y sobre el rostro, la
condecoración eterna de su gloriosa cicatriz.

Mariscal, en el aniversario de la victoria de Tarapacá, demandamos de usted, el relato vívido de esa


gloriosa acción.

Se anima el rostro venerable del anciano guerrero. Un relámpago encandila sus pupilas y alisándose,
nerviosamente, las albas barbas puntiagudas, nos dice: Recuerdo la batalla, con absoluta precisión, y voy a
relatársela, como si acabara de realizarse.

Y empieza el relato con voz emocionada:

Me encontraba yo, con mi división, en una de las calles de Tarapacá, tomado un rancho frugal, antes de
emprender, con todo el Ejército y como lo habían hecho ya las tropas del general Dávila, la retirada hacia
Arica, después del desastre de San Francisco, cuando mi ayudante que había distinguido al enemigo en la
cresta de los cerros situados al Oeste de la ciudad, llegó corriendo a avisármelo. Al recibir esta inesperada
noticia, estaba comiendo. Solté la pequeña cacerola que contenía mi ración, y procediendo con impetuosa
actividad, ordené a mi división que se lanzara con la bayoneta calada, cerro arriba, para desalojar al
enemigo.

Procedí rápidamente a dividir mis tropas en tres columnas: la primera y la segunda compañías formaban la
de la derecha, que puse al mando del comandante Zubiaga, valiente y experto jefe; la del centro la
constituyeron la quinta y sexta compañías, mandadas por el mayor Pardo Figueroa, distinguido jefe,
también, y la de la izquierda quedó formada por la tercera y cuarta compañías que confié al mayor
Arguedas.

Advertí a mis tropas que evitaran hacer fuego, mientras no hubieran alcanzado la cumbre, para economizar
las municiones, que, por desgracia, eran muy escasas. Al coronel Recavarren, Jefe de Estado Mayor, le
envié en comisión donde el coronel Manuel Suárez, que tenía el mando del batallón Dos de Mayo, para que
hiciera, con sus fuerzas, igual distribución a las del Zepita, y se colocara a mi izquierda.
A poco, ya cuando mis bravos soldados se habían lanzado al combate, llenos de entusiasmo y de ardor
bélico, el coronel Belisario Suárez toma sus disposiciones y los coroneles Bolognesi, Ríos y Castañón, se
sitúan en sus respectivos emplazamientos.

El Zepita escala el cerro por el lado Oeste, con empuje irresistible desafiando los tiros que el enemigo
descarga sin descanso sobre ellos. Se despliegan en guerrilla y sin detenerse, disparan incesantemente, a
ciento cincuenta metros del enemigo, que cede al empuje de los nuestros. La columna Zubiaga, se lanza a
la bayoneta sobre la artillería chilena y, audazmente, se apodera de cuatro cañones. Las columnas de
Pardo Figueroa y de Arguedas, despedazan, entre tanto, a la infantería enemiga.

Perdón, Mariscal, en ese asalto, ¿qué acción notable de arrojo, de sus soldados, recuerda usted?

No puedo olvidarme del heroísmo del Alférez Ureta, de la compañía primera de la columna derecha, que
inflamado por un ardiente entusiasmo patriótico y un coraje a toda prueba, se montó sobre un cañón
chileno, lanzando estruendosos vivas a la patria. Tampoco me olvidaré nunca de un acto meritísimo del
comandante José María Meléndez, veterano de la Columna Naval, uno de los primeros en unírseme en el
asalto al enemigo.

Cuando derrotados los chilenos y cansados nosotros de perseguirlos infructuosamente, por falta de
caballería; desfallecíamos de sed y de hambre, al extremo de que me vi obligado a humedecer los labios de
algunos de mis soldados con pequeñas rodajas de un limón, que por fortuna llevaba en uno de mis bolsillos
de mi casaca; el comandante Meléndez se presentó de repente y sin que yo pudiera explicarme su
procedencia, cargando un barril de agua que aplacó la sed de esos valientes. Y como éste, tantos otros
episodios de coraje y de entusiasmo.

Y destrozada la infantería y despojados los chilenos de su artillería, ¿qué pasó?

El enemigo así castigado en ese primer combate por los nuestros, huyó a la desbandada, pampa abajo,
perseguido de cerca por los nuestros y acampó a una legua de distancia hasta juntarse con otro cuerpo
chileno que venía a reforzarlos. Entretanto, mi caballo había sido herido de un balazo y hube de detenerme,
a mitad de jornada. Un oficial que había encontrado una mula de un regimiento chileno, me la trajo y
montado en ella, pude seguir la persecución.

Después de tres horas de refriega, tuvimos que contramarchar hasta el sitio donde había tenido lugar el
primer ataque, porque mis tropas estaban rendidas por la fatiga de la acción. El general en Jefe Buendía
me dio su enhorabuena por el éxito alcanzado por mi división. Pero en medio de la alegría del triunfo, hube
deplorar profundamente la muerte de mis mejores tenientes: Zubiaga, Pardo Figueroa, mi propio hermano
Juan… también rindieron la vida en el primer encuentro.

¿Y el segundo encuentro?

Reforzada mi división con el batallón Iquique que mandaba el inmortal Alfonso Ugarte, la Columna Naval de
Meléndez, un piquete del batallón Gendarmes que mandaba Morey, una compañía del batallón Ayacucho
con Somocurcio a la cabeza, una hora después se reanudaba la lucha en plena pampa hacia el SO de
Tarapacá.

Primero se realiza un vivo combate de fusilería sostenido por ambas partes, con empeño. El enemigo es
arrollado cinco veces, rehaciéndose, luego otras tantas. Entonces envolviendo el ala y el flanco izquierdo
chileno que manda Arteaga, con mis tropas lo obligué a retirarse hacia el sur. El batallón Iquique llega a
tiempo para rechazar a los granaderos chilenos que habían sorprendido al Loa y al Navales.

Sin embargo, antes, Arteaga trata de rehacerse en vano y nosotros cargamos otra vez con irresistible
denuedo. En momentos que la victoria se decidía ya por nuestras armas, llegó Dávila con su división al
trote (habían recorrido 12 kms. desde Huarasiña) y muy cerca del flanco chileno, aún jadeantes, le hace
repetidas descargas de fusilería. Entonces yo aproveché para dar el definitivo ataque por el centro, que
decidió la derrota de los chilenos que abandonaron el campo, dejando tras de sí sus 6 últimas piezas de
artillería Krupp, entonces la más moderna del mundo. Fue en ese momento –prosigue entusiasmado el
Mariscal- cuando llamé al Capitán Carrera y, entregándole uno de esto cañones, le dije: “artillero sin
cañones, ahí tiene Ud. una pieza para actuar”. Y a fe mía que supo hacerlo, disparando sobre la
retaguardia enemiga que huía.

Eran las cinco de la tarde. La batalla había terminado después de nueve horas de reñida lucha. Sobre el
campo quedaron muchísimos de mis bravos soldados junto con centenares de enemigos

Pero, le he relatado solamente la parte que me tocó desempeñar a mí, en la altura. Sin embargo Uds.
deben saber que en la quebrada, Bolognesi, Castañón, Dávila y Herrera se batieron con ardor.

Fue un soldado de Bolognesi, Mariano de los Santos, quien se apoderó de un estandarte chileno. El
enemigo es arrojado por esa parte hasta Huarasiña, después de vigorosos encuentros y ahí se reúne con
los restos de la división Arteaga, que nosotros habíamos arrollado.

Al mismo tiempo, todo nuestro ejército se concentra, y reunidas todas las fuerzas perseguimos a los
chilenos hasta más allá del cerro de Minta. Ya les he dicho que fue imposible barrerlos, como hubiéramos
querido, porque la fatalidad que siempre nos acompañó en la guerra, quiso que no tuviéramos caballería. Y
así, la victoria fue infructuosa, pues después de ella faltos de víveres y de refuerzos, hubimos de continuar
nuestra retirada a Arica.

¿Cómo fue la batalla de San Francisco?

Doloroso es el recuerdo: la falta de previsión, el espionaje chileno, la defección de Daza y su famoso cable:
“Desierto abruma, ejército niégase seguir adelante”, el asalto frustrado, la muerte del Comandante Espinar
al pie de los cañones chilenos, la catastrófica retirada nocturna…

¿Cuál fue la causa decisiva de la perdida de la guerra?


La falta de organización militar y autonomía bélica, particularmente en municiones. Eso en cuanto al
aspecto técnico, pero más allá, la discriminación racial fue determinante. No hubo armonía cultural ni polí-
tica. La falta de organización militar, de cohesión, de armonía política.
Había patriotismo, había entusiasmo generoso, había valor y virtudes militares en nuestros soldados y en
nuestros oficiales, pero también hubo mucha traición en los sectores pudientes.

¿Y en nuestros generales?

También. Hubo demasiados generales, cuyos conocimientos y aptitudes no pudieron destacarse en la


contienda, por falta de disposición de un comando totalmente politizado.

¿Pero, usted cree, que, sin esos defectos y deficiencias, hubiésemos podido ganar la guerra?

Con toda la superioridad numérica y armamentística del ejército chileno, creo, firmemente que sí. La
desunión, el desatino, la ambición política y la carencia de identidad en los sectores acomodados nos
perdieron.

¿Cuándo comenzó su carrera?

En 1854, acababa de estallar la revolución contra Echenique, provocada por los escándalos de la
corrupción del guano. De todos los rincones del país, se sumaban las adhesiones. En Ayacucho, mi tierra
natal, don Ángel Cavero, uno de los vecinos del lugar, encabezó el movimiento rodeado de simpatía
popular. Muchos jóvenes nos presentamos voluntarios a filas. Yo contaba 19 años, estudiaba en la
universidad de Huamanga y era de los más entusiastas. Nos apoderamos de la gendarmería. Luego llegó el
ejército rebelde, en donde terminé de enrolarme. Entonces el general Castilla, a quien sin duda caí en
gracia, me llamó a su despacho y me dijo: “¿Quiéres seguir la carrera?”, “Sí, señor, es mi mayor deseo”, le
contesté con aplomo. Entonces, me respondió, palmeándome la espalda, “serás un buen guerrero”.

¿Y el mariscal Castilla, cómo le trató a Ud.?

Castilla, que me conoció desde la batalla de La Palma, me dispensó simpatía y apoyo. Tanto, que varias
veces soportó mis engreimientos. Y eso que una vez me le sublevé.

¿Le hizo la “revolución”?

He querido decir que tuve un rapto de altivez. Fue cuando el Mariscal quiso formar el batallón “Marina”.
Llamó a palacio a los oficiales escogidos de los distintos regimientos. Yo fui destacado del Ayacucho. Ya
me había conocido en La Palma y después en la campaña de Arequipa contra Vivanco. Pues bien, Castilla
revistó uno a uno a todos los oficiales congregados y al llegar a mí, se detuvo observándome y me dijo:
“¿Cómo se Ilama Ud. capitán?”. Me impresionó desfavorablemente el olvido que el mariscal había hecho de
mi nombre y le contesté: “Soy, excelentísimo señor, el hijo de don Domingo Cáceres, cuya hacienda fue
destruida por el general Vivanco, por haber sido leal a Ud. Estuve en la batalla de Arequipa, donde fui
herido casi perdiendo un ojo; me llamo Andrés Avelino Cáceres”. “Hola, hola”, replicó el mariscal: “Con que
Ud. es el capitán Cáceres, hijo de mi amigo don Domingo. Bueno, bueno, Ud. se quedará en su cuerpo”. Y
me quedé en mi batallón Ayacucho, en el cual me había iniciado y en el cual continué hasta que fui a
Francia, como agregado militar.

Su cicatriz en la cara, Mariscal…


Esta “condecoración” la recibí en la torna de Arequipa, en 1856. El Mariscal Castilla que había acampado
en las afueras, llevó a cabo, por varias noches, simulacros de ataque, que tenían al enemigo en sobresalto.
La noche que decidió darlo por cierto, me ordenó que avanzara con mi compañía y me apoderara de la 1ra.
trinchera enemiga. Sin vacilar, ejecuté esa orden y sorprendiendo a los ocupantes, logré capturar la
trinchera, regresando a dar parte al mariscal de mi cometido.

Entonces, Castilla me mandó: “siga Ud. avanzando sobre la ciudad, tomando las alturas hasta los
conventos de San Pedro y Santa Rosa”.

Y, aunque pensaba que era una crueldad enviarme así al sacrificio, no dudé, y deslizándome por los techos
fui avanzando hasta el primero de los conventos. No sé cómo logré saltar los innumerables obstáculos
hasta de repente hallarme dentro de la bóveda, próxima a la torre. Por el camino había perdido a muchos
soldados, muertos por descargas vivanquistas. Desde la torre de Santa Rosa, el fuego que se hacía sobre
nosotros era incesante.

Pero, los 2 cuerpos que formaban la 1ra. división del Mariscal Castilla habían desembocado por calles
paralelas al convento y así cayeron sobre el atrio y el interior, obligando a los enemigos a abandonarla.
Entretanto yo subía, con los míos, hasta la torre y ahí tuve que soportar el fuego desde la torre fronteriza de
Santa Marta. Mientras, Castilla había penetrado al convento por otro lado. El coronel Beingolea, subió a la
torre, creyéndola vacía y se dio de bruces conmigo y mis soldados. Calcule Ud. la sorpresa de ambos, a
punto de acribillarnos mutuamente. “Acabamos de tomar el convento”, me dijo; “Mi coronel: ya la había
tomado yo”, contesté. El coronel me abrazó y me anunció que haría conocer a Castilla esa hazaña.
“Está ahí abajo, con todo el Ejército”, y se fue.

Yo continué haciendo frente al fuego de los de Santa Marta, y mostrando a mis soldados el blanco hacia el
que debían disparar, un balazo me derribó cegándome. Me recogieron mis soldados y me bajaron al
refectorio del convento, en donde el sargento Coayla y el cabo Huamaní, me atendieron. Estuve privado del
conocimiento. Cuando lo recobré hallé a mi lado al capitán Norris, uno de mis mejores compañeros, que me
preguntaba qué deseaba. “Agua, muero de sed”, contesté. Al poco rato regresó con un plato de mermelada
y una garrafa de agua. El dulce no me era necesario, ni podría ingerirlo. Tenía la mandíbula apretada.
Apenas una pequeña ranura dejaba pasar el agua. Bebí, desesperado, parte del contenido de la garrafa y
el resto hice que me lo vaciaran en la cara, para que me lavara la herida, casi desfallecido.

El médico dijo que la herida era mortal. El capellán estuvo a punto de darme la extremaunción… Entonces
mis soldados me trasladaron a casa de una señora de apellido Berrnúdez, porque el tifus infectaba a los
heridos en el convento y me hubiera terminado de matar. En mi nuevo alojamiento me trató el doctor
Padilla, extrayéndome la bala a exigencia de mi tropa. Ellos me salvaron la vida.

¿Y cómo fue su convalecencia?

Recuerdo que las madres del convento que me habían tomado afecto, me enviaban allí la dieta. ¡Qué
tortas! ¡qué dulces! Y aquí viene lo curioso: una vez convaleciente, iba a almorzar al convento y la madre
superiora, muy seria, me habló un día así: «Teniente, usted ha renacido en este convento, verdad?”, “sin
duda, reverenda; de aquí me recogieron casi cadáver y aquí me comenzaron a curar, a Ud. debo cuidados
que no sabría cómo agradecer”. “¿Y por qué no deja Ud. la carrera y se hace fraile?” Casi me caigo de
espaldas de la impresión. Tuve que contener la risa: “¡Yo fraile, madre! No soy digno de vestir los
hábitos…”.

Hube de apelar a todos mis recursos oratorios para hacer desistir a la madre. La pobre sufrió un
desencanto. ¡Ya me veía con cabeza rapada, capuchón y sotana!

Mariscal, ¿cuál ha sido la época más feliz de su vida?

Los mejores días de mi vida, durante mi juventud, por supuesto fueron los pasados en Arica, cuando
estuvimos de guarnición, antes de la toma de Arequipa. Tuve gran partido entre las muchachas ¡me divertí
mucho!

¿Mariscal, y el recuerdo más satisfactorio de su vida militar?

La campaña de La Breña, es, la página más honrosa de mi vida militar. No vacilo en proclamarlo yo mismo.
Me enorgullezco de ella. Tengo muy presentes y me acompañarán hasta la tumba, todos los entusiasmos,
todas las satisfacciones, todas las decepciones, y amarguras también, que experimenté durante esos tres
años de constante batallar. Todos los que se agruparon a mí, para continuar la campaña y arrojar al odiado
enemigo del país, aún después de los desastres de San Juan y Miraflores y la toma de Lima, rehuyeron
ayudarme… Ambiciones, rencillas, pequeñas pasiones, todo se coaligó contra mí, que defendía la patria,
cuando todos la dejaban abandonada al infortunio, el recuerdo de mis soldados y guerrilleros, el pueblo en
armas, marchando entre punas y quebradas, airosos y bravíos, ellos fueron los grandes héroes anónimos
que algún día la historia reivindicará.

¿Cierto que el Kaiser, reconoció en Ud. al vencedor de Tarapacá?

Claro. Fui a la audiencia que pedía en mi carácter de ministro del Perú y el Káiser avanzó hasta alargarme
la mano: “Tengo el gusto de estrechar la mano al vencedor de Tarapacá, esa gran batalla ganada después
del desastre de San Francisco”. El Rey de España cuando me conoció, me dijo: “Se conoce que Ud. ha
combatido siempre de frente, general”. Aludía a la cicatriz que llevó en el rostro. Y el de Italia: “Celebro
mucho conocer al general que tantas glorias ha dado a su país”.

Foto de la nota: Archivo Courret.

Entrevista al Mariscal Andrés Avelino Cáceres, en el diario La Crónica, 27 de noviembre de 1,921,


con ocasión del 42 aniversario de la victoria de Tarapacá, durante la Guerra del Pacífico.

Vous aimerez peut-être aussi