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Luis Tralcal Quidel con su hija. Fuente: cortesía de CiDSUR. Todos los derechos
reservados.
El pasado 5 de mayo, un tribunal local de Temuco, al sur de Chile, condenó a Luis Tralcal
Quidel, a José Tralcal Coche y a José Peralino Huinca por terrorismo al considerarles
culpables de incendiar una mansión en 2013 - sus dueños, la pareja Luchsinger-Mackay,
que se encontraban en la casa en aquellos momentos, murieron a resultas del incendio.
Era ésta la segunda vez que se juzgaba el caso: en octubre de 2017, el tribunal de
apelación de Temuco había absuelto a los once acusados y desestimado la acusación
de terrorismo.
Los tres hombres, condenados a cadena perpetua, han pasado ya tiempo en la cárcel
como resultado de este y de otros juicios anteriores, en la mayoría de los cuales bajo
acusación de terrorismo. Luis Tralcal, en concreto, ha comparecido ante un tribunal en
nueve ocasiones y aunque ha sido absuelto una y otra vez, ha pasado varios años en
"prisión preventiva". Los tres son activistas comunitarios que han liderado las luchas
locales para la restitución del territorio mapuche. Se consideran defensores de la tierra y
el agua y luchan por preservar el Wallmapu (el territorio ancestral mapuche) del
extractivismo, la economía depredadora y los modos de vida codiciosos. Como muchos
de sus lamgen y peñi (hermanas y hermanos) antes que ellos, han sido perseguidos,
hostigados e intimidados por los poderes fácticos y no fácticos del país: el gobierno
central y sus ramas locales, el poder judicial, la policía y los principales medios de
comunicación.
Al igual que muchos de los anteriores juicios de activistas mapuches, este ha sido
irregular desde el principio. El hecho de que el conflicto mapuche se haya intensificado
en estos últimos años ha motivado que el Estado chileno quisiera convertir este juicio en
un juicio-espectáculo, en el que se ha presentado el caso Luchsinger-Mackay (sin duda
un acontecimiento terrible) como caso emblemático de "terrorismo mapuche" - a pesar
de todas las pruebas demostrando lo contrario, ha aplicado la "Ley Antiterrorista" a los
acusados. El día después de los hechos, El Mercurio publicaba un artículo bajo este
titular: "El Vilcún", en el que se sugería que Luis Tralcal había desempeñado un papel
protagonista en el aumento de "acciones violentas" en la región.
La principal prueba contra los acusados es la primera declaración de Peralino Huinca (de
2013) en la que, en ausencia de su abogado, testificó contra sí mismo y otros diez
acusados mapuches. Más tarde se retractó de esta declaración y afirmó que la había
firmado bajo tortura y otras coacciones - le ofrecieron dinero y protección especial, que
rechazó. No hay ninguna grabación en video o audio de esta presunta confesión, solo un
documento escrito en un lenguaje mucho más sofisticado que el que suele usar Peralino.
Su segunda declaración, en la que describe el contenido de la primera como "puras
mentiras", puede verse aquí. Pruebas psicológicas realizadas siguiendo el Protocolo de
Estambul confirmaron que la primera declaración de Peralino se hizo bajo coacción.
Por añadidura, se ha revelado recientemente que dos de los tres jueces que presidían el
juicio estaban, y todavía están, solicitando un empleo público, en lo que es un flagrante
conflicto de intereses, ya que el gobierno es uno de los demandantes en este caso. El
tercer magistrado (una mujer), que se había mostrado respetuosa en todo momento con
el debido proceso, se retiró por prescripción médica unos días antes de hacerse pública
la sentencia por presunto hostigamiento en el lugar de trabajo. A esto debe agregarse
que los principales testigos de los demandantes fueron algunos de los mayores
productores agrícolas de la región.
La persecución por parte del Estado chileno de líderes de base y autoridades espirituales
mapuches ha sido condenada por varias organizaciones como el Instituto Nacional de
Derechos Humanos de Chile (INDH), la Corte Interamericana de Derechos Humanos, el
Foro Humanista Europeo y muchas otras. En varias ocasiones (por ejemplo, en su
informe de 2014 y hace algunas semanas), el INDH, organismo autónomo e
independiente del gobierno de turno, ha declarado explícitamente que el Estado chileno
incurre desde hace tiempo en acciones que violan las normas y acuerdos que él mismo
ha suscrito - el más importante de ellos, el Convenio 169 de la Organización Internacional
del Trabajo (OIT) sobre Pueblos Indígenas y Tribales de 1989, que Chile firmó en 2008.
Convertida en ley (con el número 18.314) en 1984, la llamada "Ley Antiterrorista" fue una
herramienta pensada para aplastar la oposición al régimen dictatorial de Pinochet. Se
basó en la llamada Doctrina de la Seguridad Nacional, una serie de principios promovidos
por Estados Unidos en su intento de dominar el hemisferio tras el triunfo de la revolución
cubana que resultaron clave, muy especialmente para los militares adiestrados en la
Escuela de las Américas, para definir al "enemigo interno" - a saber: marxistas,
comunistas, izquierdistas radicales y otros elementos desestabilizadores. En este
contexto, las luchas de los mapuches no tardaron en encasillarse como actividades
terroristas.
La violencia legal ejercida por la policía, el sistema judicial y el gobierno en este caso es
solo el último episodio de la historia, ya muy larga, del Estado chileno ejerciendo de poder
colonial en defensa de los grandes intereses capitalistas y contra quienes defienden otras
formas de vida y otros usos de la tierra en base a una epistemología alternativa que ha
sobrevivido a casi 500 años de políticas y tecnologías de aniquilación. Hoy, en Chile, las
mismas instituciones que deberían observar y proteger los derechos individuales se
muestran impotentes para evitar que tres miembros de la comunidad mapuche sean
condenados a cadena perpetua. La última baza de que dispone su abogado es presentar
recurso ante el Tribunal Supremo solicitando la anulación de la sentencia, con la
esperanza de que el alto tribunal se revele insensible a unos poderes que coinciden con
las fuerzas de ocupación de Wallmapu y que operan, de hecho, en todas las instituciones
chilenas.
Esta no es, sin embargo, una ofensiva nacional, sino regional. En los últimos años,
hemos asistido al aumento terrible de los asesinatos de activistas ambientales, indígenas
y demás, en contextos no urbanos. Según The Guardian, 116 activistas ambientales
fueron asesinados en 2017 en América Latina, de un total mundial de 197. Esto significa
que se asesinaron casi cuatro defensores latinoamericanos del medio ambiente a la
semana - 46 en Brasil, 32 en Colombia, 15 en México... A muchos otros se les hostiga,
criminaliza y amenaza con el destierro o la cárcel si no se suben al tren del "desarrollo".
En Chile, dos años después del asesinato (que fue presentado inicialmente como un
suicidio) de la activista Macarena Valdés, no hay señales de que el caso progrese.