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¿Por dónde pasa la reconciliación en un país como el nuestro?

En estos últimos meses hemos comenzado a hablar en el país de una reconciliación con los grupos al
margen de la ley que considere otras alternativas que no sean exclusivamente la cárcel. Ante esta
situación se impone una pregunta: ¿Cómo se pueden llegar a celebrar acuerdos de paz sin que éstos
impliquen impunidad y sea posible la reconciliación?
No pretendo responder a esta pregunta que sobrepasa el objeto de este escrito, solo ofrecer algunas
consideraciones que nos ayuden a continuar acompañando, desde nuestra fe, la situación que vivimos.
La parábola del hijo pródigo (Lc 15, 11-32) ofrece pistas muy disientes. Cuando el pasaje nos dice que
el padre ve a su hijo de lejos, es porque estaba ahí, esperando, vigilando, anhelando ese momento. Es
decir, el padre cree en la posibilidad de cambio del hijo y lo espera activamente. El hijo reconoce su
culpa, pide perdón y considera que merece un trato distinto. Es por esto que el padre puede celebrar una
fiesta: el hijo ha cambiado por dentro, la fuente de donde procedía el mal se ha transformado, la vida ha
vuelto a triunfar en su corazón. Pero no todos entienden esta manera de proceder y surgen los
sentimientos ambiguos: el hijo mayor no está interesado en la transformación. No quiere entrar a la
fiesta porque su motivación no es el amor que busca el cambio de las situaciones, sino sacar ventajas
para su provecho. El quiere para sí lo que considera que su hermano recibe sin merecerlo.
Si pensamos en nuestra realidad, podríamos decir que una condición para que llegue la reconciliación
es que todos la deseemos y la esperemos activamente. Hay que estar atentos, como el padre de la
parábola, a cualquier movimiento en dirección a la paz, por pequeño que sea, para salir al encuentro y
apoyarlo. Otra condición es que haya reconocimiento de las faltas cometidas. La impunidad niega los
derechos humanos. Un pueblo sin memoria está condenado a repetir los mismos errores. Pero esto no
se logra de cualquier manera. Asistimos una y otra vez al triunfo de unos sobre otros por la vía de la
fuerza. Se “vence” al enemigo, sí, pero no se “convence”. Y por eso el espiral de violencia continua de
las maneras más insospechadas. Jesús anunció el Reino, no lo impuso. Su método fue la fidelidad al
amor, al no oprimir aunque lo oprimieran, a no matar a los enemigos aunque su destino fuera la cruz.
Este es el mayor desafío que se tiene en todo proceso de reconciliación: conseguir la verdadera
conversión de todas las partes y empezar de nuevo con el corazón transformado. En la parábola, el hijo
mayor no cambió su corazón. Es decir, es preciso que los violentos reconozcan sus errores y que los
demás no tengan tal sed de venganza que se cierre la posibilidad de buscar otras alternativas para
reparar la falta.
Además, como ya dije, la transformación tiene que venir de todas las partes. En nuestra realidad
podríamos decir que los actos atroces y violentos causan indignación y rechazo total. Esa es una parte
del conflicto. Pero la otra es la pobreza generalizada, la falta de oportunidades, la injusta distribución
de riquezas que nos hace tener una sociedad tan divida entre ricos y pobrísimos (porque ya no se puede
hablar simplemente de pobres) y la reconciliación pasa también por este lado. No es suficiente que se
dejen las armas. Es imprescindible que también se transformen las otras armas: las que mantienen a
tantos seres humanos en la miseria. Sin ese cambio, nada habremos conseguido. Dejaremos de luchar
contra las armas pero seguiremos luchando contra la misma voz de Dios que nos interpela ¿dónde
dormirán los pobres en este mundo que viene? (Ex 22, 27). La reconciliación pasa por una salida
humana al conflicto armado pero también pasa por no desfallecer en buscar otros modelos sociales que
rompan este circulo de más pobreza y miseria. Creer que otro mundo es posible, un mundo donde
quepan todos los pobres de la tierra, es la verdadera reconciliación que nos urge hacer presente en
nuestro aquí y ahora. Que el afán de derrotar a los violentos no nos haga olvidar que previo, junto y
después de eso, tenemos que derrotar este modelo socioeconómico que nos está robando la posibilidad
de vivir con las condiciones mínimas que garanticen la dignidad de todas las personas.

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