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Jon Efe, de 54 años, solía hojear el periódico cuando no tenía nada que hacer.
Lo había comprado en un kiosco, cerca de su casa, alrededor de las diez de la
taxi.
A Jon Efe no le interesaba leer el periódico con detenimiento. Sólo si
factura. Del periódico le gustaba hojear las páginas de sucesos. Leía con
atención los titulares que tenían que ver con homicidios, asesinatos, maltratos,
delicuencia.»
Cuando el individuo subió al taxi, Jon Efe estaba detenido cerca de la
estación de autobuses. Faltaban unos diez minutos para las diez de la noche,
hora en la que el taxista daba por concluida su jornada laboral. Al ver subir al
individuo, Jon Efe sintió un poco de decepción. Sin embargo, no pudo hacer
nada, sólo esperar que su última carrera no le llevara más de quince o veinte
minutos. Lo que Jon Efe no sabía es que ésa iba a ser su última carrera.
más de treinta minutos en dejar a ese hombre en el lugar que le pedía y volver
a su casa. Sin contar con el tráfico, los semáforos. Miró al individuo a través
del espejo retrovisor: su aspecto no le hizo sospechar nada. Jon Efe solía fiarse
de las apariencias como si fueran «el espejo del alma». No era la primera vez
que se encontraba con una sorpresa desagradable: un yonqui había intentado
quitarle la recaudación del día. Y una vez tuvo una mala experiencia con un
«Menuda escoria», pensaba al recordarlo. «Yo les daba un pico y una pala y a
trabajar duro.» Pero nada en ese hombre hacía prever que podía encontrarse en
un mal trance.
consigo mismo. Jon Efe pensó que quizás iba a un apartamento: en los
Por favor.
Jon Efe sabía que al final del puerto, cuando se dejaba atrás esas hileras de
edificios, estaba la fábrica abandonada. «Un nido de ratas.» Allí se juntaba de
todo: drogadictos, putas, chaperos, camellos, niñatos que hacían virguerías con
sus motos, chicas que se dejaban hacer de todo por una raya. «Qué coño se me
ha perdido allí», pensó Jon Efe. «Le dejaré donde terminan los edificios,
donde todavía iluminan las luces de las farolas…» Pero el individuo tenía un
sexto sentido o algo parecido, porque le había leído el pensamiento.
servicio. El reloj del salpicadero marcaba las diez y cinco y tenía ya ganas de
llegar a casa.
veía a lo lejos una pequeña fogata. «Ya», pensó Jon Efe mirando al frente, el
mar oscuro que parecía brillar a la luz de la noche. Sintió un ligero siseo en el
manos, a tientas, para liberarse de esa otra mano que apretaba hacia adentro y
hurgaba con fuerza. Cuando se dio cuenta de que perdía la razón, trató de abrir
la puerta. La abrió, pero no podía salir; el individuo lo había atraído con los
***
Abrí los ojos y ya era de día. Al principio, no sabía que ocurría. Oía
ruidos. Luego, empecé a comprender. Alguien se movía. Sin duda, pensé en mi
hermana María.
Ahora que van pasando los minutos, puedo hablar sin tapujos.
No es que esté al corriente de todo lo que está sucediendo; no soy más que
un crío a punto de cumplir los catorce años, pero tengo oídos y, aunque crean
que no escucho, siempre me mantengo cerca para cazar algún detalle y luego
atar cabos por mi cuenta.
nombre auténtico o si lo hizo ya con ese extraño apodo que todos acabamos
asumiendo. El Cristo era lo que se dice un tío legal, el tío más legal del barrio.
trago de vez en cuando, fumaba cigarrillos rubios que solían consumirse entre
sus dedos de lo espaciadas que eran sus caladas, a ratos mascaba chicle de
menta, sonreía poco pero cuando sonreía se le veía sincero y se podía contar
la verdad, que me llamara así me jodía bastante, pero si hacía lo que me pedía
siempre me dejaba darle una calada a su cigarrillo o tomar un trago de su
unos cuantos errores graves. Yo no sabía nada de los errores que había podido
cometer el Cristo en el pasado, pero alguno sí debió cometer para acabar como
acabamos.
Ahora, mientras van pasando los minutos, puedo decir que yo jodí al
Cristo.
tiene entre ceja y ceja. Ni siquiera María, que se acuesta con él, lo sabe. Puede
que ella acabe conociéndolo un poco más, con el paso del tiempo, pero hay
María actuó como si él no existiera. Hay que decir que es su forma de actuar:
muy juntos. María le habló entonces con un ligero tono de reproche en la voz:
«¿Por qué te llaman así?». Y, luego, sin comprender porqué lo hacía, le limpió
con la mano una mancha negra que él tenía en la barbilla. Cuando se dio
cuenta de lo que estaba haciendo, apartó rápidamente la mano. Pero el gesto
ya estaba hecho, y él no dejaba de fruncir el ceño mientras la observaba.
A partir de aquel día, María se hacía la encontradiza con él. Ella trabajaba
en la tienda de la gasolinera, vendiendo refrescos y bolsas de patatas fritas. El
Cristo atendía a los clientes que se acercaban con sus vehículos para llenar el
depósito. Cada vez que lo encontraba, María le sonreía. Una vez oí que le
decía: «¿Dónde vives?». A mí también me interesaban esas cosas porque
nunca nos había hablado de nada que tuviera que ver con él. Y el Cristo tardó
muchísimo en contestar, como si se estuviera preguntando si era buena idea
edificio de ahí? ¿El de color gris? Pues ahí, en un pisito de mierda.» Para
Las cosas son como son. El Cristo y yo tenemos mucho en común: ahora
este momento.
Tener que contar una mala noticia a alguien es quizá peor que verse
El caso es que, después de saber donde vivía el Cristo, María fue a verle
muchas veces después del trabajo. Yo también fui algunas veces, pero no
tantas como ella. No sé lo que ella podía querer de él, porque eran muy
diferentes, pero eso no parecía ningún impedimento para que María lo buscara
una y otra vez. La mayor parte del tiempo, decía María, el Cristo se lo pasaba
los camiones que descargaban en el muelle, las enormes grúas de las obras, las
personas que iban y venían, el pasar de coches, de motos.
María se lo contaba a una amiga por teléfono, susurrando con su vocecita:
tan concentrado.
Pero su paciencia parecía tener un límite. Una tarde, María le dijo que se
el bolso y el abrigo y salió del pisito cerrando la puerta despacio. Le dio un par
del Cristo volvió a abrirse ligeramente. María se la quedó mirando con una
sonrisa incrédula en los labios. Y entró de nuevo y cerró la puerta.
tiempo, estuvieron juntos. Luego, creo que rompieron y volvieron otra vez. No
lo sé. El caso es que yo me mantuve al margen, y pude disfrutar del Cristo
despertarle cierta simpatía y era fácil que prefiriera estar conmigo a estar con
María cuando ella le reprochaba su carácter solitario. El Cristo podía estar
gustaba discutir con ella, porque apreciaba lo que era la soledad y no quería
fútbol un rato.
con desdén. «¿Le ha pasado algo al Cristo?», insistí consciente de que algo
raro había sucedido allí. Mi padre se había quedado pensativo después de mi
«Primero, María se lía con el Cristo y ahora me dice que va a tener un hijo…»
mi padre también. No le gustaba que María fuera detrás del Cristo. Meses
atrás, María había tenido un novio que era idiota, andaba controlándola todo el
día, preguntándole dónde y con quién había estado, tratándola como un
juguete que, por una razón u otra, tenía que ser solo suyo. María siempre ha
sido una auténtica María, una dulce María; y si soportó más de la cuenta a ese
tío seguramente lo hizo porque creyó que podía cambiarlo o darle la vuelta
como un calcetín, lo mismo da. Pero entonces llegó el Cristo. Tampoco era
La primera engañada fue ella, vale, porque, aunque tenía ojos para darse
cuenta de que le llevaba unos años, nunca imaginó que fueran tantos. Veinte,
pensar mucho en una posible respuesta. «Cuarenta», dijo sin más. «Para
Pero si el Cristo no se lo había dicho antes, creí que no era por mala fe, era
buenamente quisiera.
Pero María ya no era libre de hacer con su vida lo que quisiera.
Mi padre se metía con ella cuando la veía arreglarse ante el espejo,
poniéndose guapa para ir a ver al Cristo. «¿Qué haces, niña? ¿No ves que el
Cristo es demasiado mayor para ti?», le decía. «Por favor, papá. Déjalo ya», le
cría como tú.» No andaba equivocado, pero María ya tenía la mente en otro
lugar.
A partir de ese momento, empecé a ver menos al Cristo. Tuvo que dejar la
que ganar más dinero. Si me veía de lejos, me saludaba con un gesto con la
cabeza, así, un poco distante, frío. Si me acercaba, sus ojos me miraban
alquiló uno más grande para los dos. María dejó su trabajo en la gasolinera y
un garaje.
Tener trece años en el barrio es ir un poco de pardillo. Me refiero a que,
cuatro o cinco ocasiones y gané algún dinero que gasté invitando a la peña a
reglamentario, que tuve que esconder debajo de la cama para que mi padre no
me hiciera preguntas.
que dejar de hacerlo por la influencia de una mano negra que se metió por el
medio.
Un día, subí a un sexto piso de un edificio cercano al puerto. Íbamos dos o
tres más, y un tipo se dedicó a mirarme mientras iba metiendo prisa a los que
pesaban y embolsaban la merca. Me miraba de tal modo que pensé que quería
ligarme o algo así. Al cabo de un rato, se acercó a nosotros y me preguntó
caros. Todos los negocios encubiertos del barrio pasaban tarde o temprano por
sus manos. Cuando me presenté en su local, no me dejaron entrar en su
era un tipo gordo que se dedicaba a hacerle el trabajo sucio. Tan pesado me
Y me arrepentí.
turno que aguardaba a mi espalda. Su voz sonó airada: «¿Qué coño hago
escuchando a este niñato?». Luego, me miró y sonrió. «La ira es una mala
compañera.» Se tragó de un trago largo el whisky que se estaba tomando y
dejó el vaso vacío sobre la mesa. «Acabas de cometer una estupidez y creo
boquita.»
estaba, pero hablé con María. «Dile al Cristo que deje de meterse en mi vida.»
«¿Qué ha pasado?» «Tú díselo.» El Cristo vino a buscarme a la gasolinera, me
hizo subir a su jeep, le dijo a mi padre que quería enseñarme algo que había
comprado para el piso nuevo. Me llevó a un descampado del puerto, cerca del
silencio los barcos anclados en el puerto. Recuerdo que el mar los mecía
que haces», me dijo. «A esa gente les importas una mierda, niñato. Sólo
quieren que la merca llegue donde tiene que llegar y, si tú te quedas por el
él me miró. Sus ojos eran de un color extraño: verde grisáceo. «El día que la
miró y estuvo un rato en silencio, pensando. «Lo conozco desde que éramos
críos, niñato. Lo que él querría es tirarse a mi novia y criar a mi hijo. Vivir mi
vida.»
Yo no conocía personalmente a Nacho Cifuentes, pero hasta el más pardillo
del grupo sabía de él. Era un tío listo que había sabido moverse muy bien.
Ahora tenía unos cuarenta años, vestía con ropa de marca y llevaba el pelo
rapado al cero. Todos sabíamos de su dinero, de su éxito como promotor de
hombre que tenía todo eso podía envidiar a alguien como el Cristo?
El Cristo no era nadie comparado con él.
Un cero a la izquierda.
diarias, vivía en un piso de sesenta metros cuadrados, tenía una novia joven y
quedar aquí», dijo con un tono de voz tan suave que me sorprendió. «Tú, niño,
ve a por unas Coca-colas.» Se refería a mí. Sacó un billete de 5.000 pesetas de
tonto?», dijo Cifuentes. «Tómalo, coño. No querías trabajar para mí, pues
trabaja.» Lo cogí, aún dudoso. El Cristo me hizo un gesto con la cabeza para
que me fuera.
eché a correr hacia un chiringuito que se veía a lo lejos, en la playa. Pero tardé
No me equivoqué.
Ya he dicho antes que suelo cazar cosas y luego me entretengo a atar cabos
por mi cuenta. Pero en este caso yo no conocía nada del pasado del Cristo y
miró al Cristo. «El cabrito también se ha invitado.» Era cierto: había comprado
una lata más para mí. Quise entregarle el cambio, pero retiró su mano.
alargando la mano para que la bebida no salpicara su ropa cara. Me fui a sentar
la espalda, como si lo que iban a decirse no fuera asunto mío. Era verdad, pero
que habían estado hablando de María. «¿Y tú? ¿Sigues con ésa?» «Si sigo con
esa…», repitió Cifuentes con sorna. «Te cabreas porque llamo nena a tu mujer
una mujer muy bella, por dentro y por fuera. No te hagas ilusiones, voy a
retirarla del mercado. Nos compraremos un terreno, tendremos muchos
niños…» «Eso no va contigo, viejo.» «No. Eso sólo te pega a ti», replicó
irónico Cifuentes.
Se callaron de golpe.
sabe? Quizá dentro de quince o veinte años hasta podrías comprarte una casita
cerca del mar.» «¿No es ése el sueño de los mediocres?» «Me gusta cómo
dijo el Cristo con calma. «Mírate en el espejo, tío», insistió Cifuentes. «Tienes
agujeros en las costuras de la camiseta, llevas barba de tres o cuatro días y
sé por qué lo hizo.» El Cristo estaba pensativo. «Sólo me pegó aquella vez.
Me pilló esnifando después de tanto tiempo. Un deportista no puede joderse
así, me decía siempre, metiéndose mierda por la nariz, acabando sus días en un
centro de desintoxicación.» Cifuentes también parecía absorto. «La voz de tu
conciencia» «Ni que lo digas», reconoció el Cristo. «Qué coñazo.»
«Aquí todo está muerto, Cristo», continuó Cifuentes. «Aquí todo está
muerto desde que lo dejaste. No he podido encontrar otro Cristo, ni uno solo
con el ceño fruncido. «Mi padre sólo quería protegerme.» Nacho Cifuentes
mierda.» El Cristo se encogió de hombros. «Qué importa ya», dijo. «La voz de
tu conciencia.» «No me jodas, Nacho. Mi padre te importaba una mierda y yo
te importo un pito. Sólo piensas en cómo podrías joderme una vez más, es lo
que has hecho toda tu vida. ¿Por qué crees que me aleje de ti y de toda tu
mierda?» El Cristo habló sin reproches en la voz, con calma. Cifuentes, con
una media sonrisa, entrecerró los ojos y dijo ecuánime: «No es ningún secreto,
Cristo. Siempre te he tenido envidia. Hasta mi hijo querría ser hijo tuyo.»
Nacho Cifuentes parecía estar contra las cuerdas, pero la conversación
continuaba.
Se acarició con la mano la cabeza rapada, bajo la atenta mirada del Cristo.
advierto, Cristo. Estoy rabioso como un perro. Tengo que pedirte algo…»
Me bastó con ver su mirada. Me puse en pie y eché andar hacia el final del
un poco de bebida.
Seguían hablando uno al lado del otro. Unos diez minutos más tarde, me
dieron alcance con los coches. Cuando Cifuentes aceleró y el BMW se alejó
de allí, el Cristo abrió la ventanilla y me pidió que subiera al jeep.
Insistió.
Volví a darle como respuesta el silencio.
Una cosa es cierta: lo que tiene que pasar te pasa, aunque tú no quieras o no
estés preparado, o estés esperando el autobús o el tren. Si tiene que caerte una
maceta en la cabeza mientras paseas a tu perro, te pasa. Y si sólo te roza y te
salpica la arena, es que no era tu hora.
que tenía que ocurrir no ocurrió ni al día siguiente ni al otro ni al otro, empecé
a bajar la guardia.
Pasaron dos o tres meses de calma, en los que no pasó absolutamente nada.
En ese tiempo, no vi mucho al Cristo. No sé si se dedicó a cumplir nada que
preguntas.
conocía a alguien que había oído hablar de una tía que se hacía llamar
Dómino. Dómino era una yonqui que había acabado haciendo de puta para
pagarse sus dosis diarias de heroína. Sus padres, que trabajaban en una fábrica
comprarla.
Ese tío había subido a su habitación, también. «Sólo se la metí en la boca»,
me aseguró. «Esa tía tiene la sangre podrida.» Le pagó 2.000 o 3.000 pesetas,
no lo recordaba muy bien. «Le importaba una mierda que sus padres
estuvieran viendo la tele en la otra habitación. Ella entraba sin hacer ruido, te
muerta ya.»
En aquel momento, me pregunté si ésa era la Dómino del Cristo y de
Cifuentes.
Había otra persona a la que Dómino no dejaba dormir por las noches.
María había engordado mucho durante los dos o tres últimos meses. Ella
nunca ha sido una chica esquelética: tiene sus curvas, sus tetas y sus caderas
María no paraba de reírse ante el dilema que le había surgido en los últimos
días. Estaba embarazada de algo más de siete meses, pero quería encontrar ya
la cabeza. María se ocupaba de las esquinas, vestida con un ancho peto tejano
y con un pañuelo blanco en el pelo. «¿Qué tal Rocco?» «¿Como Rocco
descubrió ahí sentado. «¿Qué dices, niñato? ¿Qué nombre te gusta?» Siempre
he sido un poco lento para estas cosas. «¿Qué es?», pregunté. «La última vez
supe qué decir. O sí supe, dije el primer nombre que me pasó por la mente.
«Pablo.» El Cristo miró a María y María miró al Cristo. Él levantó las cejas, y
piso.
Seguí observando a María: se distanció de la pared, dejó el pincel encima
de un pote de pintura que había dejado en la repisa de la ventana y se acarició
pasillo.
María le siguió y se pusieron a discutir en el dormitorio.
Sus voces sonaban amortiguadas y no se entendía nada.
esquina y siguió circulando por esa calle. Corrí como un loco. Me fijé en qué
tren por dos motivos: o se iba a pillar el tren o se iba a pillar merca.
Vi el jeep aparcado.
El tío se esfumó.
El Cristo arrancó el jeep y se marchó.
«Un inconsciente.» Yo no sabía qué decirle en ese momento, pero sentí que
debía decir algo. «Lo he seguido», dije y me arrepentí enseguida. Ella me miró
otra vez. «Ha ido a la estación…» «Es por esa chica», me interrumpió
bruscamente. «Esa Dómino.» Se volvió rápidamente, quiso agarrar una taza de
suelo con un ruido enorme. Se llevó las manos a la cabeza y se frotó la frente,
del niño.» Me quedé sorprendido: María sabía más cosas que yo. Insistí,
inconscientemente. «Ha ido a comprar merca, lo he visto con mis ojos.» «Es
para ella. Se la inyecta él mismo. Dice que así la ayuda, el muy idiota. Así, no
tiene que ir chupando pitos…» «Le chupará el suyo como agradecimiento.»
Tenía lágrimas en los ojos. Se mordía el labio tembloroso. «Lo siento por ella,
siento que esté mal. Pero ahora el Cristo está conmigo, ¿qué derecho tiene a
pedirle que haga eso por ella?»
cigarrillo.
Lo noté un poco tenso. María pasó por mi lado rozándome la manga del abrigo
pero con firmeza. «No empieces.» Se volvió hacia mí, hacia el idiota que no
Dicen que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma
piedra.
El Cristo solía decirme que un hombre podría contar su vida de estupidez
en estupidez.
Ahora sé que es verdad.
Aquella noche tuve un sueño muy extraño. Soñé que una tía rubia platino
me llevaba a una habitación que estaba en una especie de ático; ella subía
niña, con cortinas rosadas y con ositos de peluche y muñecas sobre la cama y
las estanterías. Ella, la rubia, se sentó en la orilla de la cama y, sin mediar
las pelotas revolucionadas, pero algo nos cortó el rollo. Me metió a empujones
cucharilla, una bolsita de plástico con merca. Escuché cómo golpeaba el cristal
de la jeringuilla con la uña del dedo índice. La tía estaba tendida sobre la cama
momento, pensé que había alguien más en la habitación, pero estaba solo. Me
pregunté si ocurría así cada vez que el Cristo iba de visita a la habitación de
Dómino.
Dómino murió.
El Cristo fue a verla el sábado por la noche y, a la mañana siguiente, estaba
muerta. Sus padres la encontraron en la cama, fría y dormida como una
criatura pequeña.
Esquelética y demacrada, como un ángel caído.
María llamó a casa de mi padre sobre las diez y media del domingo, lo
recuerdo muy bien porque de eso sólo hace cuatro días. Mi padre contestó la
han llevado al Cristo? ¿Adónde se lo han llevado?» «Pero, ¿por qué? ¿Por
de pie. Salió. Se puso la parka y el gorro de lana. Yo le seguí por toda la casa,
nervioso. «¿Qué pasa, papá?» «¡Y yo que sé qué pasa!», soltó furioso. Luego,
me miró y vi que se arrepentía de haberme gritado. Era un pobre hombre que
no sabía en qué mundo vivían sus hijos. Me dio un poco de pena. «El Cristo
está metido en un lío. Se lo ha llevado la policía. Ha pasado algo con una
drogadicta que conocía y que se ha muerto, no lo sé. Tengo que ir con María,
desde el primer día que decidió pincharse, pero los padres se negarían a
aceptar esa versión tan fácilmente. Siempre hay un culpable, alguien. «Había
por unos minutos que eran ellos mismos los que, incapaces de soportar el
mono de su hija, sus agresiones verbales y físicas, solían llamarle por teléfono
para que viniera a calmarla. «Se metía en su cuarto y le inyectaba una dosis de
eso.» El policía tomaría nota sin dudarlo. A él, como a la gran mayoría, le
importaba una mierda que una yonqui se hubiera muerto, pero atrapar a un
cabronazo que iba traficando con droga por ahí, vendiéndola en las calles, ante
sus narices, tal vez a sus propios hijos, era un caramelo del que no se querría
tú?» El Cristo los miraría fijamente. «Sí, la pagué yo. Pero no tengo la
factura.» «¿Y qué obtenías a cambio?» «Lo que todos», contestaría cansado.
prisión provisional para él con una fianza que ninguno de nosotros podía
pagar.
por ahí.
Lo cierto es que no sé por qué fui a su local.
Me encogí de hombros. «Sé lo del Cristo…», me dijo. «Qué putada.» «Ni que
lo digas», murmuré, pero su tos repentina ahogó mis palabras. Tardó unos
dijo. «El Cristo será un tío legal, y no me entiendas mal, lo es. Lo es. Es amigo
mío y lo aprecio mucho.» «Pero siempre fue un loco y ella le fue detrás como
una mosca a la mierda.» Tengo que reconocer que en ese momento me perdí:
¿Quién era ella? Me lo aclaró con su siguiente frase. «Si Dómino acabó tirada
Se quedó callado. Luego, chasqueó la lengua. «Esa tía sólo podía acabar
así.» Había un montón de preguntas que revoloteaban por mi mente. Pero sólo
pude hacerle una. «¿Dómino era novia del Cristo?» No me escuchó, siguió
por ella», añadió. «No pude retenerla a mi lado. Dómino era una preciosidad,
pero se echó a perder detrás de ese loco…»
Me miró con el pañuelo tapándole la boca. «¿A qué has venido, niñato?»
Podía haberle dicho por muchos motivos, por el Cristo, por mi hermana María,
por mi padre que no paraba de echarle broncas al Cristo porque no entendía
sexto y diles que vas de mi parte. Que te den algo, ¿vale?» «Pero ve ahora.»
Me subí al sexto piso, dije que iba de parte de Cifuentes, me cargaron una
mochila a los hombros y me dieron unas instrucciones que por primera vez no
seguí.
Mi padre también.
Fui a casa de mi padre, cogí las llaves del piso del Cristo y de María que mi
habitaciones que tenía, del balcón que daba al puerto, de la pequeña terracita
para secar la ropa, de los sofás de segunda mano, de la tele que el Cristo se
había traído de su pisito de mierda, del cuarto del niño no nacido, de su camita
sin estrenar, del papel azul celeste con nubes blancas que adornaba su
minúscula habitación. Ni siquiera he hablado de la perra que el Cristo había
regalado a María, seguramente para hacerse perdonar por sus idas y venidas;
un cachorro de bóxer que había crecido mucho en las últimas semanas y que
dormitorio.
Un cuarto de baño con azulejos blancos, un lavabo, un espejo con un
No tenía ni idea de lo que valía aquello, pero seguro que era mucho dinero.
Nacho Cifuentes había pagado casi medio millón para que el Cristo no
mierda…».
Lo hice cinco veces, hasta que no quedó absolutamente nada.
Tiré de la cadena porque todo estaba blanco. Yo también.
Ahora pienso que podría haber ido a cualquier retrete a echar la mierda. Ir
al piso del Cristo no hacía más que comprometerle.
De estupidez en estupidez.
Como si no tuviera suficientes problemas.
Me limpié un poco y me refresqué la cara con agua.
único que podía hacer era joderle en la medida de mis posibilidades, aportar
mi granito de arena a la causa, vaciar una minúscula parte de su mierda en el
retrete y esperar a ver qué cara ponía. Pero me encogí de hombros. «No sé por
qué lo he hecho, Cristo.» «Se me ha ido la olla.» El Cristo apartó la mirada y
sonrió irónico. Leía dentro de mí como si yo fuera un libro abierto. «¿Y qué te
ha hecho Nacho Cifuentes para que quieras joderte así, niñato?» Se levantó del
sofá sin esperar respuesta, y entonces me di cuenta de que me había hecho una
y a su niño nonato. «¿Y ahora qué?», pregunté dudoso, al darme cuenta de que
esto no iba a quedar así. Él se detuvo en el quicio de la puerta que comunicaba
dijo. «Lo hecho, hecho está.» Se detuvo un momento más, pensativo. «Debería
haber hecho lo que tú hace mucho tiempo atrás, pero nunca tuve el suficiente
valor…» Y se marchó por el pasillo.
mochila en la mano y volvió al rato sin ella. Imaginé que habría ido a algún
Ahora que van pasando los minutos, puedo hablar sin tapujos.
ocurrirá.
A ratos pienso que, con un poco de suerte, se contentarán con romperme
hecho es demasiado grave para que quede impune. Tienen que ponerme de
ejemplo, si no esto sería un jodido caos. Los niñatos echarían la merca por el
con los días contados. Es más, ahora creo que estoy empezando a desaparecer.
Estoy tumbado en el sofá del comedor, y pienso que cuando María y el Cristo
Pienso en aquel tío: un tío que vivía en el barrio y que luego se marchó y no
volvimos a ver más. Un día, salía para el trabajo y se acercó a su coche que
estaba aparcado delante de su casa. No notó nada fuera de lo normal, sacó la
llave y la metió en la cerradura para abrir la puerta del coche y le entró una
padre un día que se había pasado por la gasolinera. Le dijo: «Sentí como una
explosión en la oreja. Fue como si me ardiera la cara. Luego, me toqué y vi la
sangre que me salía por un agujero que tenía en la boca. Y no recuerdo nada
más.»
Me pregunto si será algo así.
Entonces, volví a cerrar los ojos y me quedé quieto. La luz que entraba por
la ventana me daba en la cara. Alguien apretó con fuerza mi mano y me hizo
daño.
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