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Niñato

Mireia González Salvà


Jon Efe, de 54 años, solía hojear el periódico cuando no tenía nada que hacer.
Lo había comprado en un kiosco, cerca de su casa, alrededor de las diez de la

mañana. Poco después, había salido del garaje de su vivienda montado en su

taxi.
A Jon Efe no le interesaba leer el periódico con detenimiento. Sólo si

encontraba un artículo que le llamara la atención se enfrascaba en su lectura.

No solía concentrarse con facilidad; además, a la hora del suceso, llevaba

cerca de diez horas conduciendo y el cansancio acumulado empezaba a pasarle

factura. Del periódico le gustaba hojear las páginas de sucesos. Leía con

atención los titulares que tenían que ver con homicidios, asesinatos, maltratos,

violaciones, prostitución de menores, robos con intimidación. «Joder, cuánta

delicuencia.»
Cuando el individuo subió al taxi, Jon Efe estaba detenido cerca de la

estación de autobuses. Faltaban unos diez minutos para las diez de la noche,
hora en la que el taxista daba por concluida su jornada laboral. Al ver subir al

individuo, Jon Efe sintió un poco de decepción. Sin embargo, no pudo hacer
nada, sólo esperar que su última carrera no le llevara más de quince o veinte
minutos. Lo que Jon Efe no sabía es que ésa iba a ser su última carrera.

El individuo le indicó que condujera y, cuando Jon Efe le preguntó a dónde


quería ir, él se quedó en silencio unos instantes como si estuviera pensándolo.

—Al puerto —dijo con una voz densa.


«Joder, en la otra punta», pensó Jon Efe, lamentándose de que iba a tardar

más de treinta minutos en dejar a ese hombre en el lugar que le pedía y volver
a su casa. Sin contar con el tráfico, los semáforos. Miró al individuo a través

del espejo retrovisor: su aspecto no le hizo sospechar nada. Jon Efe solía fiarse

de las apariencias como si fueran «el espejo del alma». No era la primera vez
que se encontraba con una sorpresa desagradable: un yonqui había intentado

quitarle la recaudación del día. Y una vez tuvo una mala experiencia con un

grupo de chavales que trataron de romperle una ventanilla para robarle.

«Menuda escoria», pensaba al recordarlo. «Yo les daba un pico y una pala y a
trabajar duro.» Pero nada en ese hombre hacía prever que podía encontrarse en

un mal trance.

Sin duda, quería ir al barrio que corría paralelo al puerto. El individuo no le

había especificado un lugar concreto; allí había de todo un poco: edificios,

almacenes, talleres, fábricas, el astillero. En aquellas horas, sin embargo, todo

estaba envuelto en una quietud nebulosa, incluso el mar parecía en calma

consigo mismo. Jon Efe pensó que quizás iba a un apartamento: en los

edificios se veían algunas ventanas iluminadas, que daban a la parte del


puerto. Familias que compartían la cena viendo un programa en la tele,

comentando alguna anécdota del día.

El hombre miraba el mar por la ventanilla, absorto.


—Conduzca hasta el final —dijo bruscamente. Y añadió, con suavidad—:

Por favor.
Jon Efe sabía que al final del puerto, cuando se dejaba atrás esas hileras de
edificios, estaba la fábrica abandonada. «Un nido de ratas.» Allí se juntaba de

todo: drogadictos, putas, chaperos, camellos, niñatos que hacían virguerías con
sus motos, chicas que se dejaban hacer de todo por una raya. «Qué coño se me

ha perdido allí», pensó Jon Efe. «Le dejaré donde terminan los edificios,
donde todavía iluminan las luces de las farolas…» Pero el individuo tenía un
sexto sentido o algo parecido, porque le había leído el pensamiento.

—Siga recto, todo recto. No se preocupe: le pagaré bien.


A esas alturas, a Jon Efe le importaba poco si iba a cobrar bien o no por el

servicio. El reloj del salpicadero marcaba las diez y cinco y tenía ya ganas de

llegar a casa.

Condujo hasta el final acelerando un poco al quedarse sin la luz de las


farolas. Los faros del taxi iluminaban unos pocos metros por delante; todo

parecía estar en calma, no se veía un alma por los alrededores. Se detuvo al

final, suavemente, y se quedó escuchando las fuertes salpicaduras de las olas

contra las rocas de allí abajo. La fábrica abandonada quedaba a su derecha y se

veía a lo lejos una pequeña fogata. «Ya», pensó Jon Efe mirando al frente, el

mar oscuro que parecía brillar a la luz de la noche. Sintió un ligero siseo en el

aire, a su espalda, y seguidamente un fuerte pinchazo en el cuello, bajo la

mandíbula, algo que, clavándose con fuerza en la piel, entraba en su cuerpo.


«Pero, ¿qué coño…?» Se retorció en el asiento, trató de forcejear con las

manos, a tientas, para liberarse de esa otra mano que apretaba hacia adentro y

hurgaba con fuerza. Cuando se dio cuenta de que perdía la razón, trató de abrir
la puerta. La abrió, pero no podía salir; el individuo lo había atraído con los

brazos hacia el asiento, reteniéndolo. Oía su gemido ahogado. Cuando logró


salir del taxi, y lo hizo con un ímpetu moribundo, cayó al asfalto. El mundo
aún tardó unos instantes en desaparecer de sus ojos, pero al fin desapareció

sumiéndolo todo en una oscuridad profunda.


***

Abrí los ojos y ya era de día. Al principio, no sabía que ocurría. Oía
ruidos. Luego, empecé a comprender. Alguien se movía. Sin duda, pensé en mi

hermana María.

Ahora que van pasando los minutos, puedo hablar sin tapujos.
No es que esté al corriente de todo lo que está sucediendo; no soy más que

un crío a punto de cumplir los catorce años, pero tengo oídos y, aunque crean

que no escucho, siempre me mantengo cerca para cazar algún detalle y luego
atar cabos por mi cuenta.

Ahora puedo decir que precipité los acontecimientos, aunque no lo hice a

posta. Conocí al Cristo cuando trabajaba en la gasolinera de mi padre. Le

llamábamos así: el Cristo, a secas. No sé si alguna vez se presentó con su

nombre auténtico o si lo hizo ya con ese extraño apodo que todos acabamos

asumiendo. El Cristo era lo que se dice un tío legal, el tío más legal del barrio.

Trabajaba mucho, leía en su tiempo libre, solía contar historias, se tomaba un

trago de vez en cuando, fumaba cigarrillos rubios que solían consumirse entre

sus dedos de lo espaciadas que eran sus caladas, a ratos mascaba chicle de
menta, sonreía poco pero cuando sonreía se le veía sincero y se podía contar

con él siempre, hasta en las peores situaciones. Al principio, no me cayó


demasiado bien. Solía decirme: «Tú, niñato, haz algo útil, tráeme eso.» Y a mí,

la verdad, que me llamara así me jodía bastante, pero si hacía lo que me pedía
siempre me dejaba darle una calada a su cigarrillo o tomar un trago de su

Coca-cola fresquita o lo que fuera.


En el barrio se decía siempre que era un resucitado. Ser un resucitado era lo
mismo que decir que una persona se había enmendado después de cometer

unos cuantos errores graves. Yo no sabía nada de los errores que había podido
cometer el Cristo en el pasado, pero alguno sí debió cometer para acabar como
acabamos.

Ahora, mientras van pasando los minutos, puedo decir que yo jodí al
Cristo.

No lo hice en el sentido físico.

No, no lo jodí así.

Lo jodí de otra manera.


Lo cierto es que ninguno de nosotros conoce muy bien al Cristo. Y no

conocerlo, de algún modo, es también una manera de no comprender lo que

tiene entre ceja y ceja. Ni siquiera María, que se acuesta con él, lo sabe. Puede

que ella acabe conociéndolo un poco más, con el paso del tiempo, pero hay

cosas de él que seguramente no sabrá nunca. La primera vez que se vieron

María actuó como si él no existiera. Hay que decir que es su forma de actuar:

ante un desconocido, María siempre se mantiene al margen, en un segundo

plano, para observarle. Luego, a fuerza de verlo cada día en la gasolinera de


mi padre, se acostumbró a él.

Un día, ambos coincidieron en el almacén: apenas había espacio y estaban

muy juntos. María le habló entonces con un ligero tono de reproche en la voz:
«¿Por qué te llaman así?». Y, luego, sin comprender porqué lo hacía, le limpió

con la mano una mancha negra que él tenía en la barbilla. Cuando se dio
cuenta de lo que estaba haciendo, apartó rápidamente la mano. Pero el gesto
ya estaba hecho, y él no dejaba de fruncir el ceño mientras la observaba.

A partir de aquel día, María se hacía la encontradiza con él. Ella trabajaba
en la tienda de la gasolinera, vendiendo refrescos y bolsas de patatas fritas. El

Cristo atendía a los clientes que se acercaban con sus vehículos para llenar el
depósito. Cada vez que lo encontraba, María le sonreía. Una vez oí que le
decía: «¿Dónde vives?». A mí también me interesaban esas cosas porque

nunca nos había hablado de nada que tuviera que ver con él. Y el Cristo tardó
muchísimo en contestar, como si se estuviera preguntando si era buena idea

mantenernos al corriente o dejarnos en la más absoluta oscuridad. «¿Ves ese

edificio de ahí? ¿El de color gris? Pues ahí, en un pisito de mierda.» Para

mostrárselo, el Cristo se había puesto de pie, había pegado su cara a la de ella,


había apuntado el lejano edificio con el dedo índice.

Las cosas son como son. El Cristo y yo tenemos mucho en común: ahora

mismo, nuestras vidas parecen pender de un miserable hilo. La mía, quizá, en

un sentido más literal que la suya. Pero no me gustaría estar en su situación en

este momento.

Tener que contar una mala noticia a alguien es quizá peor que verse

totalmente dentro de ella. O quizá me equivoque, no lo sé.

El caso es que, después de saber donde vivía el Cristo, María fue a verle

muchas veces después del trabajo. Yo también fui algunas veces, pero no
tantas como ella. No sé lo que ella podía querer de él, porque eran muy

diferentes, pero eso no parecía ningún impedimento para que María lo buscara
una y otra vez. La mayor parte del tiempo, decía María, el Cristo se lo pasaba

leyendo, tumbado en la cama, en silencio, sólo se oía el rasgar de las hojas al


pasar las páginas. Ella se cansaba de mirar por la ventana, la calle, el puerto,

los camiones que descargaban en el muelle, las enormes grúas de las obras, las
personas que iban y venían, el pasar de coches, de motos.
María se lo contaba a una amiga por teléfono, susurrando con su vocecita:

«No hacemos nada de nada. A veces, me tumbó a su lado en la cama y me


quedó dormida mientras él lee en silencio.» Otras veces, le leía pasajes enteros
de libros. Si le proponía salir a dar un paseo, accedía sólo a veces. Si le

proponía ir al cine o a tomar algo, la invitaba a escoger una película que


tuviera en su estantería o le ofrecía una cerveza o una Coca-cola de su nevera.

«¿Y cómo lo aguantas, María?», le reprochaba su amiga de turno. «No lo sé»,

decía ella. Pero sí lo sabía, o al menos, creía saberlo: el Cristo le transmitía

una sensación de paz, de seguridad, que nunca antes había experimentado. Se


sentía a gusto con él y, a pesar de sus palabras, le gustaba mirarle mientras leía

tan concentrado.

Pero su paciencia parecía tener un límite. Una tarde, María le dijo que se

estaba cansando de la situación. «Quizá nos equivocamos, Cristo.»

«Seguramente», respondió él, sin apenas mirarla. «Estoy aburrida…» Recogió

el bolso y el abrigo y salió del pisito cerrando la puerta despacio. Le dio un par

de veces al interruptor del ascensor y se dedicó a esperar. La puerta del pisito

del Cristo volvió a abrirse ligeramente. María se la quedó mirando con una
sonrisa incrédula en los labios. Y entró de nuevo y cerró la puerta.

Lo cierto es que no sé si las cosas entre ellos ocurrieron así. Durante un

tiempo, estuvieron juntos. Luego, creo que rompieron y volvieron otra vez. No
lo sé. El caso es que yo me mantuve al margen, y pude disfrutar del Cristo

durante un tiempo, sin que el vaivén de su relación me afectara lo más


mínimo.
Aunque sólo por un tiempo.

No sé cómo decirlo sin que parezca que me lo estoy inventado. A veces,


nuestros ojos nos hacen ver las cosas de una forma que no se corresponde con

la realidad. Pero, en este caso, estoy seguro que el Cristo empezó a


distanciarse de mí poco a poco.
Me explicaré mejor. Él siempre me trató bien, hasta con afecto. Solía

despertarle cierta simpatía y era fácil que prefiriera estar conmigo a estar con
María cuando ella le reprochaba su carácter solitario. El Cristo podía estar

callado varias horas seguidas, fumando, sumergido en sus pensamientos, pero,

poco después, empezaba a buscarte como si la sola idea de permanecer un

minuto más callado se le hiciera insoportable. Y eso no acababa de entenderlo


María. «Si quieres estar solo, te dejaré solo», le decía. «Pero ahora soy yo la

que quiere estar sola, ¡Déjame!» Y el Cristo la dejaba en paz, porque no le

gustaba discutir con ella, porque apreciaba lo que era la soledad y no quería

jorobar la soledad de otros. Entonces, venía a buscarme a mí y jugábamos al

fútbol un rato.

Una tarde llegué a la gasolinera de mi padre y no encontré al Cristo por

ningún sitio. Mi padre se notaba que estaba muy enfadado y yo no me atreví a

preguntar nada. María estaba encerrada en el almacén y parecía que lloraba. Al


fin, cansado de dar vueltas sin llegar a ninguna parte, me armé de valor y le

pregunté a mi padre. «¿Qué le pasa a María?» «Cosas de mujeres», murmuró

con desdén. «¿Le ha pasado algo al Cristo?», insistí consciente de que algo
raro había sucedido allí. Mi padre se había quedado pensativo después de mi

pregunta, como si mentalmente le estuviera dando vueltas al asunto para


encontrarle alguna lógica. Cuando volvió a hablar parecía que lo hacía para sí
mismo. «Las chiquillas siempre andan con misterios», dijo con rabia.

«Primero, María se lía con el Cristo y ahora me dice que va a tener un hijo…»

Que María y el Cristo fueran a tener un hijo me dejó un poco trastocado. A

mi padre también. No le gustaba que María fuera detrás del Cristo. Meses
atrás, María había tenido un novio que era idiota, andaba controlándola todo el
día, preguntándole dónde y con quién había estado, tratándola como un

juguete que, por una razón u otra, tenía que ser solo suyo. María siempre ha
sido una auténtica María, una dulce María; y si soportó más de la cuenta a ese

tío seguramente lo hizo porque creyó que podía cambiarlo o darle la vuelta

como un calcetín, lo mismo da. Pero entonces llegó el Cristo. Tampoco era

santo de devoción de mi padre, pero, al menos, le gustaba tenerlo como


trabajador porque era cumplidor, no traía problemas.

Entre María y el Cristo lo que había era un problema de edad.

La primera engañada fue ella, vale, porque, aunque tenía ojos para darse

cuenta de que le llevaba unos años, nunca imaginó que fueran tantos. Veinte,

para veintiuno. Y no se lo dijo hasta que llevaban ya un tiempo acostándose.

María le hacía carantoñas mientras estaban en la cama y se lo preguntó sin

pensar mucho en una posible respuesta. «Cuarenta», dijo sin más. «Para

cuarenta y uno.» Y a María casi le da un ataque. Se lo contaba susurrando a


una amiga por teléfono. «Es una putada», repetía una y otra vez.

Pero si el Cristo no se lo había dicho antes, creí que no era por mala fe, era

simplemente porque no se lo había preguntado. A él no le importaba si ella no


tenía ni veinte años. Era partidario que cada uno hiciera con su vida lo que

buenamente quisiera.
Pero María ya no era libre de hacer con su vida lo que quisiera.
Mi padre se metía con ella cuando la veía arreglarse ante el espejo,

poniéndose guapa para ir a ver al Cristo. «¿Qué haces, niña? ¿No ves que el
Cristo es demasiado mayor para ti?», le decía. «Por favor, papá. Déjalo ya», le

pedía ella con el pintalabios en su mano, mirándole fijamente. «Mejor un


hombre que un niño, ¿no te parece?» «Un hombre siempre será un hombre»,
replicaba él. «Y éste me parece que ha vivido mucho para interesarse por una

cría como tú.» No andaba equivocado, pero María ya tenía la mente en otro
lugar.

A partir de ese momento, empecé a ver menos al Cristo. Tuvo que dejar la

gasolinera porque, al quedar María embarazada, necesitaba otro trabajo con el

que ganar más dinero. Si me veía de lejos, me saludaba con un gesto con la
cabeza, así, un poco distante, frío. Si me acercaba, sus ojos me miraban

entrecerrados, con un poco de curiosidad. «¿Qué tal te va, niñato?», me

preguntaba con una media sonrisa. Y yo hacía uso de toda mi elocuencia: me

encogía de hombros. «Y tú, ¿qué?» Él también se encogía de hombros, pero

añadía con una voz indiferente: «No me quejo, hermano. No me quejo».

No, no se quejaba, pero su vida había cambiado mucho. Dejó su pisito y

alquiló uno más grande para los dos. María dejó su trabajo en la gasolinera y

consiguió otro como cajera en un supermercado. Y yo empecé a buscarme la


vida en otra parte.

He hablado mucho del Cristo y de mi hermana María, pero ahora me doy

cuenta de que apenas he hablado de mí. En este momento no es que tenga la


mente precisamente clara, pero creo que tampoco estoy divagando mucho.

Sin el Cristo y sin María, fui un tiempo a la deriva.


Más que a la deriva debo decir que andaba tan perdido como un pulpo en

un garaje.
Tener trece años en el barrio es ir un poco de pardillo. Me refiero a que,

muy fácilmente, te conviertes en carne de cañón para tipos más


experimentados que buscan a unos cuantos niñatos para hacer algún trabajito.
En el barrio, creedme, éramos unos cuántos.

Íbamos a un garaje o a un piso medio abandonado, nos daban una mochila


que cargábamos en nuestros hombros y la llevábamos a una dirección que

debíamos memorizar. Éramos lo que se llama un correo. Si la poli nos pillaba

a mitad de camino, con la mochila a cuestas, echábamos a correr como galgos.

Yo nunca tuve ese problema, pero sé de alguno que sí.


Tampoco es que me convirtiera en un correo experimentado. Lo hice en

cuatro o cinco ocasiones y gané algún dinero que gasté invitando a la peña a

unas cervezas. O yendo al cine. O comprándome un balón de fútbol

reglamentario, que tuve que esconder debajo de la cama para que mi padre no

me hiciera preguntas.

En qué me gasté el dinero no es lo importante. Lo importante es que tuve

que dejar de hacerlo por la influencia de una mano negra que se metió por el

medio.
Un día, subí a un sexto piso de un edificio cercano al puerto. Íbamos dos o

tres más, y un tipo se dedicó a mirarme mientras iba metiendo prisa a los que

pesaban y embolsaban la merca. Me miraba de tal modo que pensé que quería
ligarme o algo así. Al cabo de un rato, se acercó a nosotros y me preguntó

directamente: «¿Tú eres el cuñado del Cristo?». Me cogió por sorpresa.


Enrojecí un poco e hice que sí con la cabeza. «Sí, ese tío se está tirando a mi
hermana, ¿y qué?», pensé. «Pues, no tengo nada para ti. Ya te estás largando.»

Cuando me resistí, me sacó del piso a empujones. «Lárgate y no vuelvas por


aquí, o te parto la cara.»

Aquello me jodió bastante.


Tanto me jodió que me fui directamente a ver a la cabeza pensante.
Nacho Cifuentes era un promotor de boxeo que vestía siempre con trajes

caros. Todos los negocios encubiertos del barrio pasaban tarde o temprano por
sus manos. Cuando me presenté en su local, no me dejaron entrar en su

despacho. A decir verdad, él no estaba, nunca estaba. Estaba su “gerente”, que

era un tipo gordo que se dedicaba a hacerle el trabajo sucio. Tan pesado me

puse que el hombre me cedió un par de minutos de su tiempo y se dedicó a


escuchar lo que tenía que decirle mientras hacía un solitario con las cartas.

Hablé desbocadamente del Cristo.

Hablé mal de él.

Dije cosas de él que no pensaba.

Y me arrepentí.

Cuando terminé de hablar, el Gordo levantó la cabeza y miró al matón de

turno que aguardaba a mi espalda. Su voz sonó airada: «¿Qué coño hago

escuchando a este niñato?». Luego, me miró y sonrió. «La ira es una mala
compañera.» Se tragó de un trago largo el whisky que se estaba tomando y

dejó el vaso vacío sobre la mesa. «Acabas de cometer una estupidez y creo

que el Cristo ha cometido otra, ayudándote. El Cristo es amigo de Cifuentes


desde antes de que tú nacieras. Ahora el Cristo le debe un favor y tú no tienes

ni puta idea de lo que es deberle un favor a Cifuentes, niño. Podría pedirle


cualquier cosa y no podría negarse, ¿comprendes? Deberías estar agradecido
por tener a alguien que se preocupa por ti y no andar soltando mierda por esa

boquita.»

El Gordo tenía razón: yo era un niñato desagradecido.


Pero, en aquel momento, no lo supe ver y seguí con mi rollo chulito. Salí de
allí, me metí en una cabina telefónica y llamé por teléfono al Cristo. No

estaba, pero hablé con María. «Dile al Cristo que deje de meterse en mi vida.»
«¿Qué ha pasado?» «Tú díselo.» El Cristo vino a buscarme a la gasolinera, me

hizo subir a su jeep, le dijo a mi padre que quería enseñarme algo que había

comprado para el piso nuevo. Me llevó a un descampado del puerto, cerca del

astillero en el que había conseguido trabajo, y me hizo bajar del coche.


Andamos un rato uno junto al otro, rumbo al espigón, y observamos en

silencio los barcos anclados en el puerto. Recuerdo que el mar los mecía

suavemente. El Cristo observaba el cielo mientras me hablaba. «No sabes lo

que haces», me dijo. «A esa gente les importas una mierda, niñato. Sólo

quieren que la merca llegue donde tiene que llegar y, si tú te quedas por el

camino, te reemplazan por otro y se acabó.» Le miré directamente a los ojos y

él me miró. Sus ojos eran de un color extraño: verde grisáceo. «El día que la

mochila no llegue sabrás lo poco que vale tu vida.» Su voz me conmovió un


poco, pero aparté la mirada para que no se diera cuenta. Permanecimos

callados un buen rato, cada uno inmerso en sus pensamientos, y llegamos

hasta el espigón. Luego, caminamos hacia el coche. Había algo que me


inquietaba y no sabía cómo abordarlo. «El gordo me dijo que Cifuentes…»

«¿Sí?» «Dijo que ahora le debías… un favor.» Me sorprendí al darme cuenta


de que el Cristo sonreía. «Cifuentes quiere verme muerto y no sabe cómo
hacerlo.» Aquello me dejó desconcertado. «¿Qué quieres decir?» El Cristo me

miró y estuvo un rato en silencio, pensando. «Lo conozco desde que éramos
críos, niñato. Lo que él querría es tirarse a mi novia y criar a mi hijo. Vivir mi

vida.»
Yo no conocía personalmente a Nacho Cifuentes, pero hasta el más pardillo
del grupo sabía de él. Era un tío listo que había sabido moverse muy bien.

Ahora tenía unos cuarenta años, vestía con ropa de marca y llevaba el pelo
rapado al cero. Todos sabíamos de su dinero, de su éxito como promotor de

boxeo, de sus negocios, de sus coches de lujo, de su yate, de sus apartamentos

en primera línea de mar, de sus viajes al extranjero, de sus mujeres. ¿Cómo un

hombre que tenía todo eso podía envidiar a alguien como el Cristo?
El Cristo no era nadie comparado con él.

Un cero a la izquierda.

Una insignificante mota de polvo.

El Cristo ganaba una mierda de sueldo trabajando más de diez horas

diarias, vivía en un piso de sesenta metros cuadrados, tenía una novia joven y

un hijo en camino, se pasaba los fines de semana arreglando el piso en el que

vivía para ahorrarse unas perras.

Aquello no entraba en mi cabeza. «Tú estás flipando, Cristo», pensé. No


me atreví a decírselo. «Si ese tío te tiene envidia, yo soy la rana Gustavo.» Él

me miró sonriendo, creo que en el fondo siempre ha sabido leer dentro de mí y

sabía lo que estaba pensado. Enrojecí.


Ahora puedo decir que el Cristo tenía razón.

Nacho Cifuentes envidiaba al Cristo de un modo enfermizo, desde que eran


críos.

No podía evitarlo, aunque quisiera.


Había algo más de lo que al parecer Nacho Cifuentes carecía y el Cristo no.
Al regresar al coche, vi a un tipo esperándonos.

Estaba apoyado en el lateral de un BMW rojo. Llevaba unas gafas de sol y


el pelo rapado al cero. No pude contenerme. «¿Es…?», pregunté al Cristo y lo
vi asentir. «Es.»

Nacho Cifuentes ni siquiera nos miró. Estuvo observándose un rato los


zapatos, con los brazos cruzados. Impasible y silencioso. Luego, se miró las

uñas. Cuando estuvimos cerca, levantó lentamente la cabeza. «Este puerto

apesta, Cristo. Y hace mucho calor. Sólo a un capullo como tú se le ocurriría

quedar aquí», dijo con un tono de voz tan suave que me sorprendió. «Tú, niño,
ve a por unas Coca-colas.» Se refería a mí. Sacó un billete de 5.000 pesetas de

su cartera de cuero y me lo alargó con la mano. Yo dudé. «¿Qué te pasa? ¿Eres

tonto?», dijo Cifuentes. «Tómalo, coño. No querías trabajar para mí, pues

trabaja.» Lo cogí, aún dudoso. El Cristo me hizo un gesto con la cabeza para

que me fuera.

Me alejé despacio, volviéndome a cada rato, un poco receloso.

El Cristo se apoyó en el BMW, al lado de Cifuentes.

Me los imaginé charlando.


De repente, me di cuenta de que me estaba perdiendo su conversación, y

eché a correr hacia un chiringuito que se veía a lo lejos, en la playa. Pero tardé

una eternidad. En el chiringuito no tenían cambio y tuve que ir a una heladería


que estaba al otro lado de la carretera.

Llegué al descampado jadeando, con las tres latas de Coca-cola contra el


pecho.
Estaba sudoroso y ambos se miraron unos instantes y sonrieron.

Me había perdido algo, seguro.


Pero me imaginé que lo mejor estaba por llegar.

No me equivoqué.
Ya he dicho antes que suelo cazar cosas y luego me entretengo a atar cabos
por mi cuenta. Pero en este caso yo no conocía nada del pasado del Cristo y

aquello que oí, además de parecerme incomprensible, me llenó de inquietud.


Di a cada uno una lata de Coca-cola. Cifuentes se quitó las gafas de sol y

miró al Cristo. «El cabrito también se ha invitado.» Era cierto: había comprado

una lata más para mí. Quise entregarle el cambio, pero retiró su mano.

«Quédatelo.» Al abrir las latas, casi al mismo tiempo, la Coca-cola salió


propulsada como un manantial. «Me cago en tu padre», dijo Cifuentes,

alargando la mano para que la bebida no salpicara su ropa cara. Me fui a sentar

en el suelo, fuera de su alcance, a unos tres o cuatro metros de ellos, dándoles

la espalda, como si lo que iban a decirse no fuera asunto mío. Era verdad, pero

estaba más atento que nunca.

«¿Y cuándo me vas a presentar a tu nena?», preguntó Cifuentes, burlón. El

Cristo se quedó callado unos instantes. «No es mi nena, es mi mujer.» Intuí

que habían estado hablando de María. «¿Y tú? ¿Sigues con ésa?» «Si sigo con
esa…», repitió Cifuentes con sorna. «Te cabreas porque llamo nena a tu mujer

y tú no tienes inconveniente en meterte con mi chica.» «Sigue siendo

prostituta.» «¿Y qué? ¿Vamos a escandalizarnos a estas alturas? Al menos, sé


que está conmigo por dinero…» «Hacéis buena pareja.» «¿Verdad que sí? Es

una mujer muy bella, por dentro y por fuera. No te hagas ilusiones, voy a
retirarla del mercado. Nos compraremos un terreno, tendremos muchos
niños…» «Eso no va contigo, viejo.» «No. Eso sólo te pega a ti», replicó

irónico Cifuentes.
Se callaron de golpe.

Me pregunté qué pensaría María si viera al Cristo y a su amigo Cifuentes


hablar así.
El Cristo parecía otra persona.

Parecía que se había transformado mientras tomaba a sorbos su Coca-cola.


Estaba más pensativo que nunca.

Cifuentes volvió a la carga. «¿Te has pasado últimamente por el

gimnasio?». Me volví y vi que le Cristo negaba con la cabeza. «Pues deberías

pasarte un día, tío», añadió Cifuentes. «Hay un chaval que me gustaría


presentarte.» «Vale.» Cifuentes rió. «No vas a venir, ¿verdad?» «Te conozco

como si te hubiera parido, Cristo.» Observé al Cristo. Parecía distante,

indiferente. «Si tú quisieras, podrías entrenar a un par de pipiolos. Es un

negocio legal. Firmaríamos un contrato y te pagaría un sueldo decente. ¿Quién

sabe? Quizá dentro de quince o veinte años hasta podrías comprarte una casita

cerca del mar.» «¿No es ése el sueño de los mediocres?» «Me gusta cómo

vivo, Nacho. No necesito que vengas a salvarme de nada. No te lo he pedido»,

dijo el Cristo con calma. «Mírate en el espejo, tío», insistió Cifuentes. «Tienes
agujeros en las costuras de la camiseta, llevas barba de tres o cuatro días y

tienes cara de cansado, vale, de acuerdo, a lo mejor es porque la nena te da

mucha caña. Pero permíteme que lo ponga en duda.»


El Cristo sonrió para sus adentros. «Si tu viejo levantara la cabeza…»,

añadió Cifuentes. «Tu padre siempre te ponía de ejemplo, fíjate en el Cristo,


fíjate cómo se mueve, fíjate qué rápido es…» «Recuerdas aquella vez que te
cruzo la cara delante de todos; te juro que me sentí reconfortado. Ni siquiera

sé por qué lo hizo.» El Cristo estaba pensativo. «Sólo me pegó aquella vez.
Me pilló esnifando después de tanto tiempo. Un deportista no puede joderse

así, me decía siempre, metiéndose mierda por la nariz, acabando sus días en un
centro de desintoxicación.» Cifuentes también parecía absorto. «La voz de tu
conciencia» «Ni que lo digas», reconoció el Cristo. «Qué coñazo.»

«¿Y ahora qué?», pensé. Ya no podía seguir dándoles la espalda, llevaba un


rato vuelto hacia ellos, sin poder apartar los ojos.

«Aquí todo está muerto, Cristo», continuó Cifuentes. «Aquí todo está

muerto desde que lo dejaste. No he podido encontrar otro Cristo, ni uno solo

que se te acerque. Tú mismo te has muerto, tío: lo dejaste y desapareciste del


mapa. Demostraste que eras bueno: había más diversiones por aquí, pero tú te

llevaste la palma. A veces, uno se pasa de generoso, nos diste buenos

espectáculos. Pero decidiste dejarlo, te cubriste de mierda y arrastraste a tu

padre. Él te asfixiaba, es cierto. Pero deberías haberle abandonado hace

mucho; te lo advertí, pero tú no quisiste escucharme.» El Cristo le observaba

con el ceño fruncido. «Mi padre sólo quería protegerme.» Nacho Cifuentes

asintió con una sonrisa irónica en los labios. «Sí, protegerte de mi y de mi

mierda.» El Cristo se encogió de hombros. «Qué importa ya», dijo. «La voz de
tu conciencia.» «No me jodas, Nacho. Mi padre te importaba una mierda y yo

te importo un pito. Sólo piensas en cómo podrías joderme una vez más, es lo

que has hecho toda tu vida. ¿Por qué crees que me aleje de ti y de toda tu
mierda?» El Cristo habló sin reproches en la voz, con calma. Cifuentes, con

una media sonrisa, entrecerró los ojos y dijo ecuánime: «No es ningún secreto,
Cristo. Siempre te he tenido envidia. Hasta mi hijo querría ser hijo tuyo.»
Nacho Cifuentes parecía estar contra las cuerdas, pero la conversación

continuaba.
Se acarició con la mano la cabeza rapada, bajo la atenta mirada del Cristo.

Estaba un poco acalorado. Vi que el Cristo le señalaba la calva con el mentón.


«Te estás quedando calvo», dijo con una sonrisa. «No, no me estoy
quedando calvo. Es por la quimio.» «¿La quimio?» «La quimioterapia,

hermano.» Por primera vez, el Cristo pareció sorprendido. «¿Estás enfermo?»


«Estoy jodido.» El Cristo reparó en mí, y entendí que mi presencia ahí

empezaba a incomodarlo. «Estoy cabreado con el mundo entero. Te lo

advierto, Cristo. Estoy rabioso como un perro. Tengo que pedirte algo…»

Prosiguió. «¿Cuánto hace que no ves a Dómino?»


El Cristo me echó de allí.

No tuvo que pedírmelo.

Me bastó con ver su mirada. Me puse en pie y eché andar hacia el final del

descampado. Lancé con rabia la lata de Coca-cola contra el suelo y se derramó

un poco de bebida.

De vez en cuando, me volvía para observarles.

Seguían hablando uno al lado del otro. Unos diez minutos más tarde, me

dieron alcance con los coches. Cuando Cifuentes aceleró y el BMW se alejó
de allí, el Cristo abrió la ventanilla y me pidió que subiera al jeep.

Seguí andando como si nada. No le respondí.

Insistió.
Volví a darle como respuesta el silencio.

«Quieres subir de una vez», me dijo impaciente.


Al fin, subí y me llevó a casa. Creí que me diría algo durante el trayecto,
pero estuvo callado todo el rato y yo también.

Una cosa es cierta: lo que tiene que pasar te pasa, aunque tú no quieras o no

estés preparado, o estés esperando el autobús o el tren. Si tiene que caerte una
maceta en la cabeza mientras paseas a tu perro, te pasa. Y si sólo te roza y te
salpica la arena, es que no era tu hora.

Es un ejemplo ridículo, lo sé. Pero es verdad.


No se tuerce el destino, es imposible, me lo decía el Cristo. Pero, como lo

que tenía que ocurrir no ocurrió ni al día siguiente ni al otro ni al otro, empecé

a bajar la guardia.

Pasaron dos o tres meses de calma, en los que no pasó absolutamente nada.
En ese tiempo, no vi mucho al Cristo. No sé si se dedicó a cumplir nada que

Cifuentes le hubiera pedido y si lo hizo fue lo suficientemente discreto para no

despertar sospechas. Al menos, al principio.

Yo seguí a lo mío. Me aparté un poco de todo eso, pero seguí haciéndome

preguntas.

Preguntas que se resumían en una sola: ¿Quién era Dómino?

Un día, un amigo me presentó a un chaval que tenía un primo que, a su vez,

conocía a alguien que había oído hablar de una tía que se hacía llamar
Dómino. Dómino era una yonqui que había acabado haciendo de puta para

pagarse sus dosis diarias de heroína. Sus padres, que trabajaban en una fábrica

textil del extrarradio, la habían recogido en la calle y se habían gastado los


ahorros de su vida para pagarle un centro de desintoxicación. Pero ella no

quería centros de desintoxicación, ni metadona, ni psiquiatras ignorantes que


le hablaran de lo que la droga le estaba quitando. Ella quería lo que quería:
chutarse, chutarse y chutarse. Sin condiciones ni falsas promesas. Subía

hombres, chicos, viejos, lo que pillara, a su habitación y les hacía cosas a


cambio de dinero o de una dosis de heroína, así se ahorraba tener que bajar a

comprarla.
Ese tío había subido a su habitación, también. «Sólo se la metí en la boca»,
me aseguró. «Esa tía tiene la sangre podrida.» Le pagó 2.000 o 3.000 pesetas,

no lo recordaba muy bien. «Le importaba una mierda que sus padres
estuvieran viendo la tele en la otra habitación. Ella entraba sin hacer ruido, te

llevaba a su cuarto y allí te hacía lo que quisieras.» Me di cuenta de que

hablaba en pasado. «¿Ahora ya no lo hace?» «No. Ya no se la ve. Quizá está

muerta ya.»
En aquel momento, me pregunté si ésa era la Dómino del Cristo y de

Cifuentes.

Pero yo no era el único que andaba detrás de ese nombre.

Había otra persona a la que Dómino no dejaba dormir por las noches.

Esa persona era María.

María había engordado mucho durante los dos o tres últimos meses. Ella

nunca ha sido una chica esquelética: tiene sus curvas, sus tetas y sus caderas

bien proporcionadas. Pero ganó bastante peso con el embarazo y su humor, al


parecer, cambió.

Pasaba de la risa al llanto en décimas de segundo.

Un sábado, mi padre tuvo que marcharse y me mandó con ellos.


Seguían arreglando el piso en su tiempo libre, sobre todo, los fines de

semana. Aquel día estaban pintando el comedor de un color arena. Habían


dejado los muebles en otra habitación, bajo un plástico protector y se habían
dedicado a pintar las paredes.

María no paraba de reírse ante el dilema que le había surgido en los últimos
días. Estaba embarazada de algo más de siete meses, pero quería encontrar ya

un nombre para su crío. El Cristo estaba subido a una escalera de mano,


moviendo arriba y abajo el rodillo enganchado a un palo largo para esparcir la
pintura por la parte más alta de la pared. Llevaba un pañuelo verde anudado a

la cabeza. María se ocupaba de las esquinas, vestida con un ancho peto tejano
y con un pañuelo blanco en el pelo. «¿Qué tal Rocco?» «¿Como Rocco

Sigfredi?» María soltaba una carcajada y el Cristo sonreía. Yo me senté en el

suelo, sobre un trapo enorme cubierto de salpicaduras de colores, y les observé

mientras me hacía el nudo de las zapatillas. «Necesito un pincel para esto»,


murmuró el Cristo, echando un vistazo a la pared. Bajó la mirada y me

descubrió ahí sentado. «¿Qué dices, niñato? ¿Qué nombre te gusta?» Siempre

he sido un poco lento para estas cosas. «¿Qué es?», pregunté. «La última vez

que miramos era un niño, ¿no?», contestó el Cristo. Parecía ilusionado. No

supe qué decir. O sí supe, dije el primer nombre que me pasó por la mente.

«Pablo.» El Cristo miró a María y María miró al Cristo. Él levantó las cejas, y

asintió momentáneamente con la cabeza. «A mí también me gusta.» El Cristo

me miró y me guiñó un ojo. «Te lo compramos, de momento.»


Ése era el ambiente que se respiraba, justo antes de que sonara el teléfono.

Al primer timbrazo, la expresión de María cambió por completo.

Me di cuenta por el modo en que miraba al Cristo.


Él bajó de la escalera y desapareció y contestó la llamada en la entrada del

piso.
Seguí observando a María: se distanció de la pared, dejó el pincel encima
de un pote de pintura que había dejado en la repisa de la ventana y se acarició

el vientre con las dos manos.


El Cristo colgó el teléfono enseguida, entró en el comedor y se metió en el

pasillo.
María le siguió y se pusieron a discutir en el dormitorio.
Sus voces sonaban amortiguadas y no se entendía nada.

Traté de acercarme de rodillas a la puerta que comunicaba con el pasillo,


pero vi al Cristo salir del dormitorio. Se había cambiado de ropa. Estaba serio.

«Volveré en una hora.»

Se puso su parka y se marchó.

María no salía del dormitorio.


Conté hasta diez, me puse el abrigo y salí tras él.

Recuerdo que era noviembre y hacía un poco de frío. El jeep tomó la

esquina y siguió circulando por esa calle. Corrí como un loco. Me fijé en qué

ponía el intermitente derecho. Iba a la estación de tren. No estaba lejos de ahí.

Pensé en las dos opciones que se presentaban. La gente iba a la estación de

tren por dos motivos: o se iba a pillar el tren o se iba a pillar merca.

Vi el jeep aparcado.

El Cristo se acercaba a la estación y se dirigía a un tío que leía el periódico


sentado en un banco. Me acerqué un poco más. El Cristo se sentó al lado del

tío y éste bajó el periódico y le reconocí: era un camello. Hablaron durante un

par de minutos y luego el tío se marchó.


El Cristo volvió al jeep y esperó dentro unos diez minutos.

Lo vi frotarse las manos un par de veces para entrar en calor.


El tío se acercó al jeep y golpeó con los nudillos el cristal de la ventanilla.
El Cristo abrió la ventanilla y cogió algo con la mano.

El tío se esfumó.
El Cristo arrancó el jeep y se marchó.

Yo volví al piso. Me di cuenta de que me había dejado la puerta abierta.


Encontré a María en la cocina, entre llorosa y enfadada. Había puesto un
cazo con agua a calentar al fuego y yo supuse que se estaba preparando una

infusión. Me miró con unos ojos tristes que no me dijeron nada. La vi


acariciarse de nuevo el vientre con las manos. «Es un inconsciente», murmuró.

«Un inconsciente.» Yo no sabía qué decirle en ese momento, pero sentí que

debía decir algo. «Lo he seguido», dije y me arrepentí enseguida. Ella me miró

otra vez. «Ha ido a la estación…» «Es por esa chica», me interrumpió
bruscamente. «Esa Dómino.» Se volvió rápidamente, quiso agarrar una taza de

estaño de un estante y, sin querer, se le escapó de las manos y se le cayó al

suelo con un ruido enorme. Se llevó las manos a la cabeza y se frotó la frente,

nerviosa. Recogí la taza y la dejé sobre la mesa. «Mierda», dijo. «Y encima

me dice que no me preocupe. Pero si está jodiendo su vida, y joderá la mía y la

del niño.» Me quedé sorprendido: María sabía más cosas que yo. Insistí,

inconscientemente. «Ha ido a comprar merca, lo he visto con mis ojos.» «Es

para ella. Se la inyecta él mismo. Dice que así la ayuda, el muy idiota. Así, no
tiene que ir chupando pitos…» «Le chupará el suyo como agradecimiento.»

Tenía lágrimas en los ojos. Se mordía el labio tembloroso. «Lo siento por ella,

siento que esté mal. Pero ahora el Cristo está conmigo, ¿qué derecho tiene a
pedirle que haga eso por ella?»

Lo cierto es que ella nunca le pidió nada al Cristo.


No estaba en condiciones de pedirle nada a nadie.
Se lo había pedido Nacho Cifuentes y el Cristo no se había negado.

Pero María no sabía nada de Nacho Cifuentes.


De momento.

El Cristo volvió antes de la hora que nos había pedido.


María y yo estábamos en la cocina, sentados a la mesa. Ella tenía la taza
con la infusión de te entre las manos y estaba como ausente.

Salí al comedor en cuanto oí ruidos.


El Cristo llevaba otra vez su ropa manchada de pintura y trabajaba con el

rodillo, arriba y abajo, como si se hubiera ido cinco minutos a fumar un

cigarrillo.

Le miré desde la puerta de la cocina. Arrimado al marco, pensativo.


Él se volvió un momento y me observó antes de volver al trabajo. Cuando

ya me había dado la espalda, me dijo con indiferencia: «¿Qué pasa, niñato?»

Lo noté un poco tenso. María pasó por mi lado rozándome la manga del abrigo

que todavía no me había quitado de encima. Se acercó al Cristo y lo abrazó

por detrás, clavándole la enorme barriga en los riñones. Pero a él no pareció

importarle mucho, siguió trabajando como si nada. Ella empezó a besarle en la

nuca y él se quedó quieto. «Si no confías en mí lo vas a pasar mal, María.»

«¿Cómo voy a confiar en ti si apenas me cuentas nada?» Ella volvió a besarle


y oí el beso. «¿No ves que estás jodiendo tu vida?» El Cristo habló con ternura

pero con firmeza. «No empieces.» Se volvió hacia mí, hacia el idiota que no

hacía más que mirarles. «Vete a dar una vuelta, niñato.»



Dicen que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma

piedra.
El Cristo solía decirme que un hombre podría contar su vida de estupidez

en estupidez.
Ahora sé que es verdad.

Yo no soy un hombre, sólo soy un niñato, pero estoy contándola así, de


estupidez en estupidez, como un juego de críos, a ver quien suelta la gilipollez
más grande.

Aquella noche tuve un sueño muy extraño. Soñé que una tía rubia platino
me llevaba a una habitación que estaba en una especie de ático; ella subía

delante de mí y me agarraba por el cinturón y me guiaba por una escalera que

no se acababa nunca. Al fin, llegamos a la habitación. Era una habitación de

niña, con cortinas rosadas y con ositos de peluche y muñecas sobre la cama y
las estanterías. Ella, la rubia, se sentó en la orilla de la cama y, sin mediar

palabra, se puso a desabrocharme los pantalones. En ese momento, yo ya tenía

las pelotas revolucionadas, pero algo nos cortó el rollo. Me metió a empujones

en un armario y yo pude espiar lo que ocurría. Llegó el Cristo y se puso a

preparar una dosis: sacó de un cajón una jeringuilla, un mechero, una

cucharilla, una bolsita de plástico con merca. Escuché cómo golpeaba el cristal

de la jeringuilla con la uña del dedo índice. La tía estaba tendida sobre la cama

con el brazo derecho extendido y le metía prisa. El Cristo le ató un cordel de


goma por encima del codo y le estuvo dando golpecitos para que se le marcara

una vena en el antebrazo. Antes de sentir la dosis en su cuerpo, la tía se

incorporó de la cama y besó al Cristo en los labios dos o tres veces.


Me desperté y miré a mi alrededor asustado. Todo estaba oscuro. Por un

momento, pensé que había alguien más en la habitación, pero estaba solo. Me
pregunté si ocurría así cada vez que el Cristo iba de visita a la habitación de
Dómino.

Me volví a dormir enseguida y no recordé el sueño hasta un mes más tarde.


Cuando ocurrió lo que tenía que ocurrir.

Dómino murió.
El Cristo fue a verla el sábado por la noche y, a la mañana siguiente, estaba
muerta. Sus padres la encontraron en la cama, fría y dormida como una

criatura pequeña.
Esquelética y demacrada, como un ángel caído.

No sé qué aspecto tendrá un ángel caído, pero me la imaginé así.

Supongo que debía estar en un estado lamentable, claro.

María llamó a casa de mi padre sobre las diez y media del domingo, lo
recuerdo muy bien porque de eso sólo hace cuatro días. Mi padre contestó la

llamada y pronto noté su tono alterado. Sólo pude captar la mitad de la

conversación porque no podía escuchar a María, claro. Algo es algo. «¿Qué se

han llevado al Cristo? ¿Adónde se lo han llevado?» «Pero, ¿por qué? ¿Por

qué?» «¿Qué coño ha hecho?»«¿Quién se ha muerto?» «Cálmate, María.

Cálmate, por Dios. No se te entiende nada.» «Ahora voy. Ya voy. No te

preocupes.» Colgó el teléfono y se quedó ahí quieto un momento, asimilando

lo que le acababa de contar María. Luego, se acercó a la mesa de la cocina,


frente a mí, y se tomó lo que quedaba de su café con leche de un trago largo,

de pie. Salió. Se puso la parka y el gorro de lana. Yo le seguí por toda la casa,

nervioso. «¿Qué pasa, papá?» «¡Y yo que sé qué pasa!», soltó furioso. Luego,
me miró y vi que se arrepentía de haberme gritado. Era un pobre hombre que

no sabía en qué mundo vivían sus hijos. Me dio un poco de pena. «El Cristo
está metido en un lío. Se lo ha llevado la policía. Ha pasado algo con una
drogadicta que conocía y que se ha muerto, no lo sé. Tengo que ir con María,

no sea que tengamos al crío antes de tiempo…» «Tú quédate aquí. No te


muevas de aquí.»

Se marchó dando un portazo, superado por algo que no entendía ni


entendería nunca.
Me quedé solo, pensando en lo que podía haber ocurrido.

No me costó mucho atar cabos.


Con Dómino muerta en la cama, los padres habrían llamado a la policía y la

policía se habría personado en la casa a los pocos minutos y habría empezado

a hacer preguntas. Dómino estaba muerta desde hacía tiempo, probablemente

desde el primer día que decidió pincharse, pero los padres se negarían a
aceptar esa versión tan fácilmente. Siempre hay un culpable, alguien. «Había

un hombre…» El policía habría mirado fijamente a la madre o al padre. «¿Sí?»

«Había un hombre que venía de vez en cuando a traerle droga…» Olvidarían

por unos minutos que eran ellos mismos los que, incapaces de soportar el

mono de su hija, sus agresiones verbales y físicas, solían llamarle por teléfono

para que viniera a calmarla. «Se metía en su cuarto y le inyectaba una dosis de

eso.» El policía tomaría nota sin dudarlo. A él, como a la gran mayoría, le

importaba una mierda que una yonqui se hubiera muerto, pero atrapar a un
cabronazo que iba traficando con droga por ahí, vendiéndola en las calles, ante

sus narices, tal vez a sus propios hijos, era un caramelo del que no se querría

privar. «¿Sabe usted quién es ese hombre?» El padre o la madre asentirían,


claro que sí, faltaría más, cooperarían para que no se lo hiciera a nadie más.

«Ella tenía su número de teléfono.» El número de teléfono del Cristo estaría


garabateado en un trozo de papel, pegado con celo a la mesilla del teléfono.
A la media hora ya los tenía en la puerta de su piso, quemando el timbre.

Ahora sí, esto se acaba. Estamos en el tramo final de esta historia.

Acariciando el final, con un poco de lástima, porque, a partir de aquí, ya no


hay retorno.
No lo hay para mí, aunque me joda mucho, ni para el Cristo, ni para María,

ni para mi padre, ni siquiera para Nacho Cifuentes.


Cruzamos una puerta y ya no se puede volver atrás.

Yo crucé esa puerta ayer.

Era la puerta metálica del local de Nacho Cifuentes.

Tuve que agacharme para entrar porque todavía no estaba abierto.


El Cristo estuvo en la comisaría más de siete horas, declarando.

Conociéndole, lo más seguro es que no declarase nada, pero supongo que la

policía se emperraría en hacerle muchas preguntas. «¿De dónde sacaste la

heroína?» «Me la vendió un camello.» «¿Qué camello?» «Uno.» «¿La pagaste

tú?» El Cristo los miraría fijamente. «Sí, la pagué yo. Pero no tengo la

factura.» «¿Y qué obtenías a cambio?» «Lo que todos», contestaría cansado.

«Una mamada.» Pasó la noche en una celda de la comisaria. A la mañana

siguiente, de la comisaría le mandaron a un juez de instrucción que le tomó


declaración y, una vez allí, con casi todo en su contra, consideró que había

muchas posibilidades de condenarlo. Así que, según mi padre, se decretó

prisión provisional para él con una fianza que ninguno de nosotros podía
pagar.

Pero el Cristo salió sin pisar la cárcel.


Alguien pagó la fianza y él pudo salir y volver al piso con María.
Nacho Cifuentes, el que nunca estaba en su local, apareció misteriosamente

por ahí.
Lo cierto es que no sé por qué fui a su local.

Podía haberme ahorrado el viaje.


Al verle, lo descubrí demacrado. Tenía la mirada vidriosa y tosía con
mucha frecuencia tapándose la boca con un pañuelo azul. Me hizo un gesto

con la mano para que me acercara. No sabía si se acordaría de mí, después de


todo el tiempo que había pasado. Pero sí se acordaba. «¿Cómo te va, niñato?»

Me encogí de hombros. «Sé lo del Cristo…», me dijo. «Qué putada.» «Ni que

lo digas», murmuré, pero su tos repentina ahogó mis palabras. Tardó unos

minutos en recuperarse y volver a hablar. «No se lo tengáis en cuenta, ni tú ni


tu hermana. Cuando se juega con fuego, siempre te acabas quemando, niñato»,

dijo. «El Cristo será un tío legal, y no me entiendas mal, lo es. Lo es. Es amigo

mío y lo aprecio mucho.» «Pero siempre fue un loco y ella le fue detrás como

una mosca a la mierda.» Tengo que reconocer que en ese momento me perdí:

¿Quién era ella? Me lo aclaró con su siguiente frase. «Si Dómino acabó tirada

en una cuneta fue por culpa del Cristo.»

Se quedó callado. Luego, chasqueó la lengua. «Esa tía sólo podía acabar

así.» Había un montón de preguntas que revoloteaban por mi mente. Pero sólo
pude hacerle una. «¿Dómino era novia del Cristo?» No me escuchó, siguió

hablando como si aquello no fuera conmigo. «Esa tía estaba acostumbrada a

meterse polvos de talco y en cuanto probó mi mierda…» «Se lo advertí al


Cristo: si le metes mi mierda, con lo pura que es, te la cargas en una semana.

Aunque mejor así...» Yo asentí, sin comprender mucho porqué lo hacía. Él se


quedó como ausente, asintió muy despacio. «Sí, primero fue la novia del
Cristo.» «Luego, fue mi mujer.» Me miró fijamente. «Pero no pude hacer nada

por ella», añadió. «No pude retenerla a mi lado. Dómino era una preciosidad,
pero se echó a perder detrás de ese loco…»

Me miró con el pañuelo tapándole la boca. «¿A qué has venido, niñato?»
Podía haberle dicho por muchos motivos, por el Cristo, por mi hermana María,
por mi padre que no paraba de echarle broncas al Cristo porque no entendía

nada. Pero, después de unos instantes de silencio, sólo le dije: «Necesito


dinero». Él asintió, y me puso la mano en plan paternal sobre el hombro.

Claro, claro, me decía su gesto, con la que os ha caído encima. «Súbete al

sexto y diles que vas de mi parte. Que te den algo, ¿vale?» «Pero ve ahora.»

Me subí al sexto piso, dije que iba de parte de Cifuentes, me cargaron una
mochila a los hombros y me dieron unas instrucciones que por primera vez no

seguí.

El Cristo y María habían recuperado su rutina y estaban trabajando.

Mi padre también.

Yo deambulaba por la calle, porque ya casi era Navidad y no tenía colegio.

Fui a casa de mi padre, cogí las llaves del piso del Cristo y de María que mi

padre guardaba en un cajón de su armario y me fui al piso.

Con la mochila aún en mi espalda, recorrí el piso entero, de habitación en


habitación.

Nunca he hablado de su distribución, de sus dimensiones, de las

habitaciones que tenía, del balcón que daba al puerto, de la pequeña terracita
para secar la ropa, de los sofás de segunda mano, de la tele que el Cristo se

había traído de su pisito de mierda, del cuarto del niño no nacido, de su camita
sin estrenar, del papel azul celeste con nubes blancas que adornaba su
minúscula habitación. Ni siquiera he hablado de la perra que el Cristo había

regalado a María, seguramente para hacerse perdonar por sus idas y venidas;
un cachorro de bóxer que había crecido mucho en las últimas semanas y que

ahora me seguía a todas partes.


Tampoco he hablado del cuarto de baño.
La primera puerta a la izquierda, entrando por el pasillo que lleva al

dormitorio.
Un cuarto de baño con azulejos blancos, un lavabo, un espejo con un

armario detrás, un bidet, un plato de ducha, una ventana con un cristal

glaseado y un retrete normal y corriente.

Eché a la perra del cuarto de baño, cerré la puerta y eché el pestillo.


Me quité la mochila y la dejé en el suelo.

Me quité el abrigo y lo extendí en el suelo. Me senté encima de él.

Abrí la mochila y fui sacando la merca que había dentro.

En total, eran cinco paquetes de un kilo cada uno.

No tenía ni idea de lo que valía aquello, pero seguro que era mucho dinero.

Nacho Cifuentes había pagado casi medio millón para que el Cristo no

entrara en la cárcel. O para pagar su silencio, que era casi lo mismo. Me

pregunté sí tendría el mismo valor.


Abrí un paquete, metí un dedo en la superficie, lo saqué y lo chupé.

Me froté los dientes y las encías con él.

Tenía un sabor raro que no supe describir. Ni sé describir ahora.


Abrí más el paquete y fui echando la merca al retrete. Pensé: «A la

mierda…».
Lo hice cinco veces, hasta que no quedó absolutamente nada.
Tiré de la cadena porque todo estaba blanco. Yo también.

Ahora pienso que podría haber ido a cualquier retrete a echar la mierda. Ir
al piso del Cristo no hacía más que comprometerle.

De estupidez en estupidez.
Como si no tuviera suficientes problemas.
Me limpié un poco y me refresqué la cara con agua.

Salí al pasillo y vi a la perra olfatearme.


Me miró con ojos tristes y la aparté de un manotazo.

Me tumbé en el sofá a esperar al Cristo y me quedé dormido.

Me despertó con un par de bofetadas.

Pensó que estaba drogado o algo así.


«¿Qué has hecho, niñato?», me preguntó. Adoptó un tono ecuánime y se

sentó a mi lado en el sofá después de apartar mis piernas. De golpe, lo que

había hecho me vino a la mente como un fogonazo. «He vaciado la mochila en

el retrete.» «¿Por qué?», me preguntó. No lo sabía exactamente. Primero,

pensé en el Cristo, esnifando a escondidas de su padre; después pensé en

Dómino, muerta después de todo; y, por último, pensé en Cifuentes, echando

espuma por la boca de pura envidia y proporcionándoles droga como un

hipócrita. Miré al Cristo y vi que me miraba con atención. Yo sólo era un


niñato, no podía quitarle la novia a Cifuentes, ni robarle su BMW rojo y

prenderle fuego, ni ir a su local y amenazarle de muerte con una Walter P5. Lo

único que podía hacer era joderle en la medida de mis posibilidades, aportar
mi granito de arena a la causa, vaciar una minúscula parte de su mierda en el

retrete y esperar a ver qué cara ponía. Pero me encogí de hombros. «No sé por
qué lo he hecho, Cristo.» «Se me ha ido la olla.» El Cristo apartó la mirada y
sonrió irónico. Leía dentro de mí como si yo fuera un libro abierto. «¿Y qué te

ha hecho Nacho Cifuentes para que quieras joderte así, niñato?» Se levantó del
sofá sin esperar respuesta, y entonces me di cuenta de que me había hecho una

pregunta que no necesitaba respuesta, todo quedaba implícito.


Entonces entendí: yo no había jodido a Nacho. Lo que había hecho era
joderme a mí mismo, y de paso joder al Cristo, y probablemente a mi hermana

y a su niño nonato. «¿Y ahora qué?», pregunté dudoso, al darme cuenta de que
esto no iba a quedar así. Él se detuvo en el quicio de la puerta que comunicaba

con el pasillo y me miró un poco ensombrecido. «Qué importa ya, niñato», me

dijo. «Lo hecho, hecho está.» Se detuvo un momento más, pensativo. «Debería

haber hecho lo que tú hace mucho tiempo atrás, pero nunca tuve el suficiente
valor…» Y se marchó por el pasillo.

Salió a los pocos minutos, mientras yo seguía tirado en el sofá, con la

mochila en la mano y volvió al rato sin ella. Imaginé que habría ido a algún

lado a quemarla, aunque no serviría de nada.



Ahora que van pasando los minutos, puedo hablar sin tapujos.

Esta noche apenas he podido dormir dándole vueltas al asunto.

El Cristo ha insistido en que me quedara a dormir con ellos y esta mañana,


aún no ha amanecido, me llevará con mi padre y le contará lo ocurrido.

No sé lo que va ocurrir a partir de ahora, pero seguro que ocurrirá algo.


Quizá no será hoy, ni mañana, ni pasado mañana, ni el lunes que viene. Pero

ocurrirá.
A ratos pienso que, con un poco de suerte, se contentarán con romperme

una pierna o un brazo, así, un poco a lo bestia, y luego me escupirán en la cara


y me harán una advertencia. A ratos, no estoy muy seguro, porque lo que he

hecho es demasiado grave para que quede impune. Tienen que ponerme de
ejemplo, si no esto sería un jodido caos. Los niñatos echarían la merca por el

retrete y se reirían en la cara de Cifuentes. No, esto no funciona así. Tienen


que meterles el miedo en el cuerpo. «¿Te acuerdas del niñato? ¿Ése que era
cuñado el Cristo?», dirán. «Lo encontraron ayer flotando en el mar. Le han

metido plomo hasta en las pelotas…»


Ayer, mientras cenábamos, me di cuenta de que el Cristo me observaba

muchas veces. María comía tranquilamente, en silencio, sin sospechar nada, y

yo me tropezaba con la mirada del Cristo de vez en cuando. Su mirada era

extraña; nunca la había visto así. Era como si no me reconociera, como si no


supiera con quien estaba compartiendo su cena. Tuve la sensación de que me

estaba convirtiendo en un cadáver. Un cadáver que todavía tiene vida, pero

con los días contados. Es más, ahora creo que estoy empezando a desaparecer.

Estoy tumbado en el sofá del comedor, y pienso que cuando María y el Cristo

se levanten de la cama vendrán aquí, se sentaran encima de mí y se pondrán a

ver la tele como si ya no existiera.

Pienso en aquel tío: un tío que vivía en el barrio y que luego se marchó y no

volvimos a ver más. Un día, salía para el trabajo y se acercó a su coche que
estaba aparcado delante de su casa. No notó nada fuera de lo normal, sacó la

llave y la metió en la cerradura para abrir la puerta del coche y le entró una

bala en la boca. La bala venía de lejos y había revotado en algún sitio. Se le


metió dentro de la boca, alojada entre la mejilla y la encía. Se lo contó a mi

padre un día que se había pasado por la gasolinera. Le dijo: «Sentí como una
explosión en la oreja. Fue como si me ardiera la cara. Luego, me toqué y vi la
sangre que me salía por un agujero que tenía en la boca. Y no recuerdo nada

más.»
Me pregunto si será algo así.

Entonces, volví a cerrar los ojos y me quedé quieto. La luz que entraba por
la ventana me daba en la cara. Alguien apretó con fuerza mi mano y me hizo
daño.


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