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Sobre Hobsbawm y el corto siglo XX

Eric Hobsbawm identifica y describe detenidamente el periodo 1914-1991, al cual llama el corto siglo veinte,
como una etapa histórica coherente (Historia del siglo XX, 1914-1991 -Age of extremes. The short twentieth
century-, Barcelona, Crítica, 1995). En una difícil síntesis, en algunos momentos brillante y en otros más que
discutible, el historiador inglés se aproxima a la grandeza y miseria del siglo desde la consciencia de que
nuestras encrucijadas actuales no son sino un producto de sus acontecimientos y sus tendencias. Desde
esa perspectiva afronta nuestra capacidad o incapacidad para aprender de ese pasado. El siglo corto es
conceptualizado mediante una periodificación temporal asociada a varias metáforas. La "era de las
catástrofes" de 1914-1945, la "edad de oro" de 1945 a 1973 y el "derrumbamiento" de 1973-1991. A pesar
de las objeciones que podemos realizar a algunos enfoques de Hobsbawm debe reconocérsele el mérito
intelectual que supone su brillante labor de síntesis, así como las numerosas aportaciones y algunas lúcidas
interpretaciones que contiene. Por otra parte, esta obra constituye la culminación de una notable obra
histórica, representada especialmente por la trilogía que componen Las revoluciones burguesas, La era del
capitalismo y La era del imperio... Aunque Hobsbawm ha sido un historiador marxista atípico, que ha
mantenido algunas distancias respecto a la ortodoxia, su larga fidelidad al Partido Comunista de Gran
Bretaña puede estar en la raíz de algunas de las sensaciones generacionales que transmite el autor ante el
giro producido por las transformaciones antitotalitarias del 89- 91. Así parece totalmente sincero al señalar,
que "las nociones morían, igual que los hombres: en el transcurso de medio siglo, él había visto derrumbarse,
convertidas en polvo, varias generaciones de ideas" (p.181). Esa visión de hombre del siglo, resulta
inseparable de esa vinculación a un marxismo que ha sido incapaz de dar cuenta de los procesos reales de
cambio que se estaban desarrollando en el sistema mundial y a los auténticos procesos de mutación en
marcha.

Desde el punto de vista crítico se percibe una clara insuficiencia en algunos útiles conceptuales y políticos
empleados para analizar las corrientes profundas del siglo. En particular, sorprende el escaso protagonismo
que concede al desarrollo de las instituciones democráticas-electorales como rasgo histórico específico
posterior a 1945, así como la negativa a la utilización del concepto de totalitarismo respecto a las
experiencias de corte estalinista. Tales limitaciones pueden estar relacionadas, como ha señalado Michael
Mann (New Left Review, nº 214) con el hecho de que el gran ausente del libro de Hobsbawm es la evolución
del pensamiento social contemporáneo, especialmente en términos de teoría política y sociológica, lo cual
contrasta con la atención prestada al desarrollo de las culturas y a la ciencia dura (...)

La era de las catástrofes


En el siglo XX la humanidad ha estado al borde del abismo. Y en ocasiones se ha precipitado en él. La era
catastrófica proporcionó dos guerras mundiales, la desaparición de los regímenes democrático-liberales de
la mayor parte de Europa durante las primeras décadas del siglo, la eclosión de los fascismos, el triunfo y
consolidación del estalinismo y la división del movimiento obrero internacional. Es forzoso estar de acuerdo
en la calificación de Hobsbawm de etapa catastrófica. Mucho antes, el gran escritor revolucionario Víctor
Serge habló de medianoche en el siglo. Con gran acierto Hobsbawm establece el contraste entre el
optimismo antropológico que se iba extendiendo en el siglo XIX, y el indudable progreso moral y
humanización de las instituciones que se aventuraba para el siglo siguiente, con la realidad de la violenta
regresión que ha supuesto, desde esa perspectiva, la centuria de las guerras totales, los genocidios, la
reinvención del esclavismo a gran escala en el Gulag y los perversos terrores estatales. La metáfora de la
catástrofe o de la barbarie revela mucho más que una caracterización de una etapa del siglo. La tendencia
a la catástrofe no es privativa de esas décadas ominosas y terribles. La barbarie es recurrente y sigue
presente después de 1945 como una de las facetas más teribles de nuestro mundo. Al fin y al cabo, los
barbaries del maoismo, del polpotismo, de las dictaduras militares latinoamericanas o de las guerras de
Corea o Vietnam son posteriores a los horrores de la primera mitad del siglo. Después de 1991 siguen
presentes los signos de la catástrofe. La guerra limpia contra Irak va desvelando su horrible trasfondo
ocultado a la opinión pública occidental, las matanzas y depuraciones étnicas de la guerra en Bosnia, la
barbarie gran-rusa en Chechenia, el terrorismo indiscriminado contra la población civil en numerosas zonas
del mundo, la persistencia en la brutal violación de los derechos humanos sólo combatida por débiles
organizaciones internacionales o las grandes hambrunas en el África subsahariana son otros tantos
ejemplos de las tendencias catastróficas del siglo...

La edad de oro
La "edad de oro" del capitalismo está constituida para el historiador inglés por las tres décadas que
transcurren, aproximadamente, desde 1945 hasta 1973; desde la derrota de las potencias fascistas y sus
aliados hasta el final del ciclo largo de expansión económica de la posguerra. En la "edad de oro" se
desarrollan los sistemas de protección social en los países capitalistas avanzados, acaba el colonialismo,
se produce el largo equilibrio entre superpotencias que caracterizó la "guerra fría", se acelera el avance
tecnológico, etc. Lo más importante es que, asociado al nuevo ciclo demográfico y de acumulación, tiene
lugar una trascendental transformación en las condiciones de vida de una gran parte de los habitantes del
planeta. Por vez primera, desde el Neolítico, la mayor parte de los seres humanos dejan de vivir de la
agricultura y la ganadería, y se desarrolla impetuosamente la urbanización del mundo. El análisis de la "edad
de oro" muestra claramente la doble perspectiva que guía la obra de Hobsbawm: análisis de un tiempo
histórico concreto pero, también, estudio de un tiempo social donde operan transformaciones de largo
alcance. Sin embargo, ese nuevo ciclo demográfico, económico, social y cultural de la posguerra podría
tener continuidad, tal vez afectando de forma diferente según las grandes áreas geográficas. No parece tan
sencillo considerarlo completamente terminado... La aceleración de la mundialización o la nueva revolución
telemática pueden considerarse tanto una nueva etapa como un desarrollo de algunas de las tendencias de
“la edad de oro”. En definitiva, si el ciclo de desarrollo mundial enfatizado por el propio autor continua
desarrollándose, esa periodificación propuesta carece de entidad, al mezclar niveles heterogéneos de
tempohistórico que requieren, probablemente, distintos modelos conceptuales. En otro plano, es necesario
señalar la laguna analítica que supone la escasa atención prestada a los equilibrios sociales y políticos que
caracterizan a las democracias electorales de los países occidentales en esa etapa. La desaparición de las
condiciones para soluciones autoritarias (en la izquierda y en la derecha) durante la posguerra son
elementos específicos básicos que permiten comprender la institucionalización de nuevas reglas sociales
en esos estados nacionales de la Europa Occidental. Esa perspectiva se difumina ante el escaso
protagonismo concedido en el análisis de Hobsbawm a los partidos socialdemócratas y a las fuerzas
sindicales.

El derrumbamiento
El "derrumbamiento" de 1973-1991 supone el final de los equilibrios internacionales nacidos en 1945 y
mantenidos gracias a la guerra fría. Una imagen tan brutal debería justificarse muy convincentemente.
Hobsbawm utiliza ese concepto intentando dar cuenta de forma unificada de diferentes series de
acontecimientos: la desaparición de los estados comunistas europeos, el final de la guerra fría, la crisis de
la economía mixta y la ofensiva neoliberal, la mundialización creciente de la economía-mundo y la crisis de
identidad del estado-nación, la nueva división del trabajo, la nueva era tecno-informática, etc.(...) El único
hundimiento genuino acaecido en el último cuarto de siglo es el que ha afectado a los anticuados sistemas
posestalinistas europeos. Para suavizar ese significado transparente, hablar de la reaparición del desempleo
masivo en Occidente, de la crisis del Estado de Bienstar y de la reaparición de la extrema pobreza en las
ciudades, admite muchos calificativos, pero la referencia a un “derrumbamiento” común parece excesiva en
cualquier caso. En relación a otras zonas del mundo, como el sudeste asiático, ahora están viviendo su
"edad de oro" desde el punto de vista de la acumulación de capital. Si utilizamos variables políticas no
deberíamos olvidar que, en zonas geopolíticas como América Latina, en la última década han ido
desapareciendo todas las viejas dictaduras que ensangrentaron sus naciones y se han generalizado
instituciones democráticas electorales, excepto en Cuba. En suma, la metáfora del derrumbamiento sólo es
útil para dar cuenta del fin de las dictaduras de origen comunista y completamente inapropiada para dar
cuenta de la crisis específica del sistema mundial.
Reflexiones acerca del “corto siglo XX” de Eric J. Hobsbawm
Si se pregunta a cualquier persona con un nivel básico de formación en cuántas fases se divide el estudio
de la Historia responderá, seguramente, que en cinco: Prehistoria, Historia Antigua, Medieval, Moderna y
Contemporánea. Reproducirá de esta manera lo aprendido a lo largo de la educación obligatoria, que no es
otra cosa que la clásica periodización elaborada por la historiografía liberal-revolucionaria decimonónica de
matriz francesa. La compartimentación de la Historia en fases sucesivas, jalonadas en sus extremos por
pares de hitos emblemáticos -la aparición de la escritura, la caída del Imperio Romano, el descubrimiento
de América, la Revolución Francesa…- se erigió desde la consolidación de los sistemas de escolarización
obligatoria de los Estados-Nación en un modelo narrativo del pasado que la cultura occidental ha asumido
durante más de siglo y medio como algo prácticamente natural. No en balde tal discurso historiográfico ha
contribuido a diseñar un itinerario conducente a lo eurocéntrico, en un itinerario que va desde los orígenes
de la civilización en Oriente Medio hasta su aquilatación en la cuenca mediterránea, primero, y en el eje
atlántico con posterioridad. No es casual que nuestra forma de representar y concebir el mapa mundi aún
muestre las trazas de esta cosmovisión.

La especificidad de la Historia Contemporánea.


De todos los periodos, la Historia Contemporánea ha sido y es el único que permanece abierto sin solución
de continuidad. Lo que podía ser políticamente funcional en el siglo XIX, la edificación de la
contemporaneidad sobre las ruinas humeantes del Antiguo Régimen, ha dejado de serlo a medida que el
tiempo histórico se ha ido dilatando, alargándose y densificándose tanto en espesor de duración como en
sucesión de acontecimientos. La Revolución francesa que, para sus inmediatos coetáneos, fue el hito
fundacional del nuevo orden burgués, industrial, racionalista y progresivo, empezó a ser algo remoto, pura
arqueología frente a las nuevas realidades políticas y culturales emanadas del conflictivo siglo XX. Algunos
autores comenzaron a cuestionar la homogeneidad de la era contemporánea así como la solidez de sus
presuntos fundamentos basales: la modernización, la industrialización, el avance inapelable de la
democracia y el fulgurante influjo del mito del progreso.

Arno Mayer, en La persistencia del Antiguo Régimen (1980) introdujo nuevas categorías que rompían con
la continuidad cronológica de la era contemporánea. Mayer situó un primer punto de inflexión en 1914, con
el estallido de lo que entonces se conoció como la Gran Guerra, un acontecimiento sin precedentes ni en en
cuanto a dimensiones desde el fin del ciclo de las guerras napoleónicas en 1815, ni en cuanto a escala ni
con semejante acumulación de poder destructivo como el que poseían las potencias armadas durante la
segunda fase de la revolución industrial. Para Mayer, aquella conflagración fue la Guerra de los Treinta Años
del siglo XX o, en una expresión que ganaría adeptos en el continente casi unificado de finales del siglo XX,
la guerra civil europea.

Fue 1914, según Mayer, y no 1789 la fecha que marcó el comienzo del fin del Antiguo Régimen, un sistema
que habría pervivido hasta entonces gracias a la fortaleza sustentante de una oligarquía con un fuerte
componente aristocrático, dominante en lo militar, mayoritaria en los parlamentos de propietarios gracias a
la restricción del sufragio y hegemónica en lo cultural, donde impuso al resto de las clases subordinadas la
impronta de su sistema de valores elitista. A pesar del proceso de industrialización experimentado en Europa
durante la segunda mitad del siglo XIX, el bloque oligárquico-aristocrático demostró una tenaz capacidad
para oponerse a la modernización social inherente al desarrollo económico capitalista, con su correlato de
urbanización, movilidad geográfica y social ascendente de amplios sectores de la población y surgimiento
del proletariado. De hecho, ni siquiera el derrumbe de los viejos imperios tras la Primera Guerra Mundial
logró sofocar definitivamente la capacidad de este bloque social para reponerse y reconstruir un orden
reaccionario –aunque incorporase manifestaciones propias de las nuevas técnicas de propaganda,
encuadramiento y movilización de masas, como en el caso del nacional-socialismo- que acabaría
colapsando definitivamente tras la Segunda Guerra Mundial (1939-1945).

La era contemporánea quedó desde entonces expuesta al bisturí epistemológico capaz de diseccionarla
siguiendo las líneas de fractura de su accidentado trazado. Eric Hobsbawm empuñó el suyo para subdividirla
en dos periodos: el “largo siglo XIX” y el “corto siglo XX”. El primero estaría conformado por las eras de las
revoluciones, del capitalismo y el imperialismo, y su duración comprendería desde el inicio del ciclo
revolucionario burgués hasta el estallido de la Gran Guerra. Por contraposición, el “corto siglo XX” se
alumbró en Sarajevo, las trincheras de Verdún, el Somme y la Revolución de Octubre –en principio, un
epifenómeno de la guerra mundial que acabó trascendiéndola- y murió con la caída del Muro de Berlín y la
desaparición de la Unión Soviética en 1991. Para Hobsbawm, el “corto siglo XX” se estructura como un
tríptico. Se abrió con una época de catástrofes, que se extendió de 1914 hasta 1945 con el desarrollo de las
dos grandes megamasacres de la centuria; continuó con un periodo dilatado (de 1946 a 1973) de
extraordinario crecimiento económico en el que se consolidó el Estado del bienestar y en el que las
sociedades se transformaron más profundamente que en cualquier otro periodo anterior; y acabó con un
nuevo periodo de crisis e incertidumbre, caracterizada por el proceso dual de la revolución neoconservadora
en Occidente y la implosión del bloque socialista.

La era de las catástrofes (1914-1945)


Durante la primera fase del modelo trinitario descrito por Hobsbawm se produjo el derrumbe de la civilización
occidental tal como se había conformado en el siglo anterior. Una civilización capitalista en lo económico,
liberal en su estructura jurídica y constitucional, burguesa por la hegemonía de esta clase en la nueva
sociedad de masas y brillante por el desarrollo sin parangón de las ciencias, el conocimiento, la extensión
de la educación y el progreso moral. El “largo siglo XIX” había sido un siglo eurocéntrico, en el que el Viejo
Continente había organizado en torno suyo el mundo desde el punto de vista político, económico, científico
y cultural, derramando sus adelantos sobre el resto de un mundo subordinado a él por la pujanza de su
industria, el crecimiento expansivo de su población y la aplastante superioridad de sus ejércitos. La Gran
Guerra hizo saltar todo esto en pedazos. Entre los escombros de la vieja Europa destruida por la primera
guerra industrial de la Historia se sucedieron oleadas de revoluciones, entre ellas la que por primera vez
llevó al poder en la sexta parte del globo a una fuerza política abiertamente hostil al capitalismo con voluntad
de extender a escala universal su modelo revolucionario. Por si ello fuera poco, una crisis derivada del
estallido de la burbuja especulativa bursátil en los Estados Unidos tuvo un inmediato efecto de contagio en
el fragilizado circuito financiero y comercial internacional, ocasionando una depresión de una profundidad
sin precedentes que trastornó primero y modificó sustancialmente después el paradigma del capitalismo
liberal del siglo XIX. En este convulso contexto, las democracias sufrieron la acometida de los totalitarismos
que amenazaron con reducir su ámbito de influencia a solo una pequeña franja de la Europa nórdica y a los
territorios excéntricos de América del Norte y Australia. El mundo previo al estallido de la Gran Guerra se
volatilizó en la primera mitad del siglo XX. Todo aquello que parecía sólido, seguro e inmutable –el
capitalismo, la democracia liberal y el imperialismo europeo- entró en un vórtice destructivo o se vino
estrepitosamente abajo. La propia civilización occidental, surgida del ciclo de las revoluciones burguesas,
resultó puesta en cuestión por la reacción antimoderna, anti-igualitaria, chovinista y racista encarnada en los
fascismos de entreguerras, una “modernidad reaccionaria” basada en la conjugación de un confuso
programa de contravalores anti-ilustrados con las más avanzadas técnicas de agitación y movilización de
masas.

La extrema crudeza de la confrontación en los años 20 y 30 fue a la vez consecuencia de la mutación de


valores experimentada por quienes sobrevivieron a la violencia de las trincheras y causa de la brutalización
que impregnaría la práxis política durante este periodo. Hobsbawm diseccionó el concepto de brutalización
de la política en un breve ensayo para una conferencia titulado La barbarie: Guía del usuario (recopilado en
Sobre la Historia, 1998). Las guerras del siglo XX confirmaron un enorme retroceso moral respecto a la
concepción de lo que eran las dimensiones civilizadas del conflicto en el siglo XIX. La ingente capacidad de
instrumentar una tecnología para la destrucción en masa por parte de las potencias altamente
industrializadas de entresiglos no explica por sí sola las monstruosas dimensiones en coste en vidas
humanas (11 millones la Primera Guerra Mundial, más de 50 millones la Segunda, cerca de 187 millones
para todos los conflictos acaecidos entre 1914 y 1990). Hobsbawm nos proporciona, de nuevo, la clave
interpretativa: en el siglo XX, las guerras se libraron contra la economía y la infraestructura de los estados y
contra su población civil, fijándose como objetivo su destrucción tanto o más que la de sus fuerzas armadas
convencionales. La irrupción de la “guerra total” supuso un salto cualitativo en la clásica concepción del
enfrentamiento armado entre ejércitos estatales: ahora, el enemigo no se encontraba enfrente, uniformado,
ni las hostilidades comenzaban tras un ultimátum o advertencia explícita, ni cesaban con un tratado formal,
ya fuera en forma de rendición o armisticio. En la nueva era, el enemigo era global, sin distinción entre
combatientes y no combatientes, entre ejército y población civil. Los civiles podían ser la clave de la
resistencia y, por tanto, se erigían en objetivos militares en sí mismos, porque en ellos se podía destruir la
fuerza de producción, desplazarlos de lugar para limpiar regiones u homogeneizarlas étnicamente e incluso
proceder a su exterminio en virtud de objetivos biopolíticos. El enemigo podía estar en cualquier parte:
enfrente, entre nosotros o detrás. De ahí la intensidad de la movilización a través de la propaganda y la
necesidad de vigilar la propia retaguardia para evitar el apuñalamiento por la espalda a manos de espías y
traidores. Las guerras podían comenzar de manera preventiva y no terminar hasta el aniquilamiento de un
enemigo a quien no se reconocía cuartel y con el que no cabían acuerdos. El genocidio armenio, Auschwitz,
Hiroshima, Mi Lay, Kampuchea, Irak o Rwanda son los hijos naturales de esta brutalización de la política en
el “corto siglo XX” en lo que atañe a los enfrentamientos entre estados.

Lo mismo cabría decir de los conflictos que enfrentaron a un estado con una organización armada. La
oposición clásica del marxismo a la acción terrorista indiscriminada puede rastrearse en la reacción
horrorizada de Engels al atentado con bomba de un grupo republicano irlandés contra Westminster, por
considerar que cruzaba injustificablemente el límite de lo que era aceptable en el combate contra la opresión
nacional al dirigirse tanto contra los representantes del régimen opresor como contra civiles inocentes. Los
narodniki rusos que mataron al zar Alejandro III dejaron establecido en su programa que los individuos
ajenos a su lucha contra la autocracia quedaban taxativamente excluídos de su objetivo. Nada que ver con
los atentados, reforzados en su alcance por la caja de resonancia mediática, del terrorismo de la segunda
mitad del siglo XX y comienzos del XXI, ya se hable del Ulster, la Italia o la España de los 70 y 80 o de la
franquicia Al Qaeda desde el África subsahariana a Afganistán e Indonesia. Y otro tanto cabe señalar
respecto a los mecanismos de respuesta de los estados contra quienes combaten su monopolio de la
violencia: desde 1914 en adelante, la práctica de la tortura o del asesinato político cometido por fuerzas
policiales o paraestatales supuso la ruptura de un largo periodo de evolución jurídica positiva que, durante
el “largo siglo XIX”, tendió a poner fuera de la ley el maltrato físico y moral a los detenidos. Dachau, el Gulag,
la Operación Cóndor o Guantánamo constituyen los epítomes de lo que el diccionario de neologismos
geoestratégicos de la administración Bush denominaría “campos Alfa”, “modelos de interrogatorio mejorado”
o “guerras de baja intensidad”.

Los “Treinta Gloriosos” años (1947-1973)


Si bien la dicotomía que marcó la centuria fue la confrontación entre capitalismo y comunismo –lo que en
los años 50 al 70 se conoció como Guerra Fría- el desafío global lanzado por el fascismo a finales de los
años 30 fue de tal calado que propició entra ambos modelos una alianza coyuntural para derrotarlo. Ello dio
lugar a resultados paradójicos y seguramente no buscados por ninguna de las dos partes. La decisiva
contribución de la URSS a la derrota del nazismo –pagada al alto coste de 25 millones de víctimas-
contribuyó tanto a reforzar el régimen soviético en el interior como a proyectar su influencia a la mitad oriental
de Europa y erigirse en modelo para los movimientos de liberación nacional que pugnaron desde los años
50 por sacudirse el yugo colonial. Sin la cuota aportada por la Unión Soviética a la victoria sobre Hitler, el
resultado de la Segunda Guerra Mundial habría sido muy otro y el mundo occidental no consistiría en
distintas modalidades de régimen parlamentario liberal, con unos Estados Unidos sometidos a aislamiento
y bloqueo, sino en diversas variedades de regímenes autoritarios y fascistas homogeneizados étnicamente
por la aplicación sin trabas de un intenso programa biopolítico en extensas zonas del continente europeo.
Sin embargo, la propia pujanza de la URSS de postguerra, cuyo objetivo último seguía siendo la victoria
sobre el capitalismo a nivel mundial, estimuló a este para reformarse desde dentro, acudir a los recursos de
la planificación económica abandonando los viejos dogmas del laissez faire y edificar un sistema asistencial
para sus clases trabajadoras que culminaría en la construcción del Estado del bienestar, el escaparate que
oponer al magnetismo que el comunismo pudiera ejercer sobre la numerosa clase trabajadora industrial
occidental. El capitalismo, que había tenido que hacer frente al triple reto de la Gran Depresión, el fascismo
y la guerra, surgió de ella renovado y con una nueva potencia líder en sustitución de la arrasada Europa:
Los Estados Unidos de América. La guerra, en última instancia, supuso para Norteamérica la puesta en
tensión de todos los recursos productivos, lo que le permitió clausurar la Depresión, abordar la
reconstrucción de postguerra en condiciones ventajosas y desplegar una ayuda sobre su zona de influencia
europea –el Plan Marshall- con el objetivo de frenar en ella la expansión de los poderosos partidos
comunistas que habían liderado la resistencia antinazi. Con ello se inició el periodo de transformación
económica, social y cultural más profunda, rápida y decisiva conocida desde que existe registro histórico.
Visto desde hoy –sumido otra vez en una nueva Gran Depresión desde 2008- los años que van de 1947 a
1973 y que los franceses denominaron los Treinta Gloriosos pueden considerarse la edad de oro del
capitalismo mundial. Su crecimiento prefiguró la globalización al crear, por primera vez en la Historia, una
economía mundial integrada cuyo funcionamiento trascendía las fronteras estatales. Desde su atalaya
imperial, los Estados Unidos conformaron un ámbito atlántico de economía de mercado en el que quedó
incluida toda la Europa occidental y cuyos tentáculos se prolongaron por las fisuras que la Guerra Fría abrió
en las áreas periféricas del resto de los continentes. Al propio tiempo, las economías socialistas de los
nuevos países independientes introdujeron en la modernidad a las viejas economías agrarias de los países
atrasados e intentaron un despegue industrial bajo impulso estatal, al tiempo que en el espacio
hegemonizado por la URSS en el Este de Europa se desplegaba el modelo de economía planificada.

La disputa por la hegemonía entre las dos superpotencias, nunca confrontadas directamente entre sí por el
temor a la mutua destrucción asegurada por un holocausto nuclear, se resolvió a través de peones
interpuestos en distintos escenarios mundiales: Sudeste asiático, África postcolonial y Latinoamérica. Ambas
cosecharon éxitos y fracasos (Vietnam en el caso americano, Afganistán en el soviético), al tiempo que
experimentaban en su propio seno tensiones centrífugas sofocadas mediante intervención indirecta -el Cono
Sur latinoamericano, Nicaragua- o directa -la Primavera de Praga-. A la postre, el sostenimiento de esta
tensión bipolar acabaría pasando una factura fatal a la URSS. El enorme coste de la carrera armamentística
gravitó sobre una economía en la que la asignación prioritaria de recursos a la industria pesada,
imprescindible para el salto cualitativo desde una posición de partida eminentemente agraria, había ido en
detrimento de la industria de consumo, deficitaria en variedad, calidad y volúmen de producción, lo que
permitía a la propaganda adversa establecer odiosas comparaciones con las sociedades de consumo
occidentales. Al propio tiempo, en los países del glacis de seguridad integrados en el Pacto de Varsovia
eclosionaron voces y movimientos de disidencia que denunciaban la contradicción entre un discurso
emancipador reducido cada vez más a retórica y escenografía y la persistente restricción de las libertades
individuales. Al desgaste del bloque socialista no fue ajena la pujanza de las fuerzas neoconservadoras que
se hicieron con posiciones de poder en Gran Bretaña y los EEUU desde comienzos de los años 80, lanzando
una agresiva política de rearme a la vez que impulsaban un programa de reconversión industrial,
privatizaciones, desmontaje del Estado del bienestar y reestructuración integral de las relaciones sociales
que habían surgido del pacto histórico entre la democracia cristiana y la socialdemocracia tras la Segunda
Guerra mundial.

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