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BREVISIMA HISTORIA DEL CAPITALISMO

JORGE ELIECER JOYA DUARTE

Este texto es un capitulo del libro “Escape De la Matrix”, que surgió como una necesidad de la Fundación Capitalismo
Humano, de divulgar algunos conceptos básicos del capitalismo, para generar discusión e iniciar nuestro proyecto de
encontrar alternativas para nuestros países tercermundistas, que contribuyan a mejorar las condiciones de vida de nuestros
ciudadanos y plantear ideas que permitan disminuir la aberrante brecha que existe actualmente entre ricos y pobres.

Como es lógico, un texto de estas características es un recorrido por varios siglos de historia, que es imposible redactar con
la observación directa de un solo hombre, requiere para su montaje el concurso de muchos seres humanos que han escrito y
han plasmado en sus libros múltiples ideas, comentarios conceptos y vivencias que nos sirven de base para redactar,
resumir, copiar, transcribir, y ensamblar el presente texto. Sin embargo he sido riguroso en citar las fuentes.

Una definición

El capitalismo es una forma de organización socioeconomica, compleja y


dinamica.

Durante la historia de la humanidad, los grupos humanos se han organizado de


multiples formas, con un objetivo fundamental: sobrevivir.

Esta sobrevivencia de la especie solo es posible mediante el uso de la razon, que


es la unica forma que tiene el hombre para proveerse su sustento

Con el aumento de la población, la organización de la sociedad se hace mucho


mas compleja, surgiendo nuevos problemas que obligan a los hombres a ser mas
creativos y exigiendole a la mentes mas brillantes soluciones al suministro de
alimentos y a como hacer para soportamos lo unos a los otros, lo que conocemos
como convivencia.

Se crea lo que se conoce como un sistema social, que es el conjunto de normas,


instituciones y gobierno de un grupo humano en una determinada área geografica,
que busca sobrevivir y convivir.

Cuando la forma de organizacion social denominada feudalismo no lleno las


expectativas de los individuos que la conformaban, fue reemplazada por otra que
hemos llamado capitalismo.

Llegar al capitalismo tomo siglos y su implementación implicó desarrollos en


muchas areas del conocimiento, en el confluyen muchas ideas, conceptos,
valores, deberes y derechos, que han ayudado a su consolidación.

En el capitalismo el interés y el enriquecimiento individual favorecen indirecta e


inconscientemente el bienestar general de la sociedad1., pues los empresarios, en

1 .http://es.wikipedia.org/wiki/Capitalismo Consultado el 3 de junio de 2011


su intento por satisfacer la demanda de bienes y con ello conseguir ganancias,
producen riqueza, promoviendo el crecimiento economico. A partir de las
transacciones entre compradores y vendedores emerge un sistema de precios, y
los precios surgen como una señal de cuáles son las urgencias y necesidades
insatisfechas de las personas. La promesa de beneficios les da a los
emprendedores el incentivo para usar su conocimiento y recursos para satisfacer
esas necesidades. De tal manera, las actividades de millones de personas, cada
una buscando su propio interés, se coordinan y complementan entre sí. Esto es lo
que conocemos como un mercado libre. Para que todo esto funcione es
fundamental la libertad y La propiedad privada, que es la columna vertebral de la
estructura del capitalismo.

La historia

Vamos a suponer que el capitalismo es un nutritivo caldo que empezó a cocinarse


hace muchos siglos, y cuyos ingredientes se fueron gestando desde el inicio de
los tiempos. El hombre empezó a comerciar, o a realizar trueques desde que tuvo
uso de razón, pero todos los diferentes ingredientes no estuvieron completos sino
hasta el siglo XVI y XVII, que se integraron a este apetitoso caldo. Dichos
ingredientes fueron: el aumento de población, el impuso dados por las cruzadas al
comercio, el descubrimiento de America y otras expediciones por el mundo que
generaron una gran cantidad de metales preciosos incentivando el comercio; la
filosofía del renacimiento y la reforma protestante, la invención o redescubrimiento
de la imprenta, la aparición de los estados nacionales, la aparición de las primeras
bolsas; la de brujas en 1409 y posteriormente la de Amberes donde se podía leer
en su frontis :“ para uso de los vendedores de todos los países y de todas las
lenguas” ; el estado de derecho como sistema político, la aparición del empresario;
personaje que asume riesgos en busca de una ganancia, el concepto de
contabilidad; creado por el matemático Luca Pacioli, la abstracción, la letra de
cambio, las primeras actividades bancarias, seguros para embarcaciones,
evoluciones jurídicas y monetarias, desarrollo de tecnologías, el surgimiento de
las ciudades, la revolución Norteamericana (1776), la revolución francesa (1789),
la revolución industrial, la creación de sociedades anónimas , la propiedad
accionaria, la propiedad intelectual, la democracia, entre otros. La historia de todos
estos ingredientes podría ocupar miles y miles de páginas, así que solo tocaremos
unos cuantos conceptos relevantes.
Para poner unos límites razonables y coherentes, empezaremos con Adam Smith,
a quien se considera el padre del capitalismo, aunque recogió muchas ideas de
sus antecesores, al parecer sin darles crédito, y centrándonos mas en el siglo
XX y los inicios del XXI

2.1 Los orígenes

2.1.1 Siempre los Chinos *


En el siglo VII AC, Kuan Chung (aprox 715-645) a quien también se
denomina Kwan – Tzu, fue nombrado Primer Ministro de Qi, un reino ubicado
en la actual provincia de Shandong al Norte de Shangai. En los textos de Kuan
Chung se discuten los temas del dinero, los precios, los impuestos, la
estabilidad y los ciclos económicos entre otros temas. Nos enseña que “En caso
de excedentes de cereales, el cereal se hace mas barato. Entonces el gobierno
debe comprar el cereales y almacenarlos. Cuando haya escasez y el precio sea
alto se repartirá el cereal. Asi se puede estabilizar el Estado”. Para la
financiación del Estado postuló un impuesto al consumo y la creación de un
monopolio con la venta de la sal. Se ocupó de la teoría y la praxis economica
consiguiendo el auge económico de Qi , e hizo del reino una isla de bienestar.

100 años más tarde, Lao Tsé, argumenta con coherencia sobre la no
intervención estatal en los intereses de la economía, el gobierno debe tener un
comportamiento pasivo para vivir en armonía. Se burla del aluvión de leyes, “las
regulativas”, dice corrosivamente, “sobrepasan en número los pelos de un
buey”. Con el fin de mantenerse a si mismo y a su maquinaria de leyes, el
Estado exprime a sus súbditos a través de los impuestos. “la gente pasa
hambre porque los gobernantes consumen la recaudación impositiva”, opinaba
Lao Tsé hace 2500 años. Su receta: solo el Lasser – Faire y un Estado pasivo,
que no provoque ninguna guerra, serian los garantes del bienestar.

El primero de los mencionados se puede considerar un precoz Keynesiano y


el segundo un precursor de Adam Smith con su Laisser Faire y la “mano
invisible” del mercado; o con su ausencia de actividad estatal nos recuerda a
Milton Friedman, quien plantea la reducción del porcentaje del gasto publico
dentro del PIB.

Despues de estos pensadores, no llegara nada nuevo a occidente desde


estos reinos. Por los siguientes siglos los comerciantes y los mercaderes
estarán desacreditados en China al igual que en Occidente, considerándolos
como rateros. Muchos podían tener grandes riquezas, pero eran de un status
social bajo, no mucho mas alto que el que se le atribuia a los artistas.

2.1.2 Grecia

Jenofon (426 – 355) reflexiona sobre la producción eficiente, la oferta la


demanda, pero queda bajo la sombra de su contemporáneo mucho mas
famoso: Platon (427 – 347 AC). Los pensamientos de Platon sobre el Dinero
son importantes e innovadores. En su obra rompe con la idea del trueque
clásico. Es considerado como el primer representante de una teoría básica del
dinero.

Aristoteles (384-322 AC) Se destaca más que los dos anteriores. Al igual que
ellos procedia de la elite Ateniense, en estos círculos el comercio era
desaprobado, prestar dinero con intereses era reprochable. Esto explica porque
en la antigua Grecia Hermes fue el dios de los mercaderes y de los ladrones.
Abogó por el comercio, que solo debía servir al abastecimiento. (Hasta la edad
media el interés será interpretado como un fenómeno de explotación y no de
mercado). Privilegiaba la propiedad privada considerándola más productiva y de
mayor crecimiento. Se ocupó del tema de los monopolios, condenando que un
solo agente dominara un mercado- lo veía como algo injusto-. Reflexionó sobre
el dinero como medio de cambio formidable.

Con la muerte de Aristoteles, se cortó abruptamente el ciclo de las ciencias


económicas. Despues vinieron los Romanos que no brillaron en economía sino
en jurisprudencia. Regularon las posesiones, la compra de propiedades y los
contratos de arrendamiento. Sin embargo estos elementos constituyen los
principios centrales del capitalismo: Propiedad Privada y libertad contractual.

*Los puntos 2.1.1 y 2.1.2 fueron resumidos de la introducción del libro “los doce economistas mas importantes de la historia” de
Rene Luchinger, editorial norma.

2.2.3 La edad Media

Para Fernand Braudel (la Dinámica del capitalismo, 1985)2, el capitalismo es una "civilización" con
raíces antiguas, ya habiendo conocido horas prestigiosas, tales como las grandes ciudades-estados
comerciantes: Venecia, Amberes, Génova, Ámsterdam, etc. pero las actividades son minoritarias
hasta el siglo XVIII. Werner Sombart (El capitalismo moderno, 1902) fecha la emergencia de la
civilización burguesa y del espíritu de empresa en el siglo XIV, en Florencia.

El nuevo sistema técnico que surge en el Renacimiento permite la irrupción de ciertos principios del
capitalismo moderno como el mejoramiento de la productividad, la economía de mano de obra, el
aumento de la producción en volumen y su diversificación, e incluso la inversión. Se apoya en
algunas innovaciones como el alto horno, la imprenta o el sistema biela-manivela, el aumento en
potencia de los grandes sectores industriales (metalurgia, explotación minera) y la utilización
corriente de una fuente de energía (hidráulica). Este sistema, que persistirá hasta mediados del siglo
XVIII, arrastrará la adopción de un sistema social que servirá para sembrar el inicio de un
capitalismo naciente y enterrar un régimen feudal que no habrá sabido inscribirse en esta mudanza
en profundidad. La consolidación del capitalismo es asociada más a menudo con las primicias de la
revolución industrial, y en particular al siglo XVIII. Las formas modernas de propiedad privada de los
medios de producción y de salariado se desarrollan durante este período.

La propiedad privada de las tierras se extiende a través de Europa y de las Américas, no sin
encontrar oposiciones, particularmente morales:
"El primero que, habiendo vallado un terreno, se le ocurrió decir: esto me pertenece, y
encontró gentes lo suficientemente simples para creerle, fue el verdadero fundador de la
sociedad civil. Cuántos crímenes, muertos, miserias y horrores no hubiera evitado al género
humano el que, arrancando las estacas o rellenando el foso, hubiera gritado a sus
semejantes: guardaos de escuchar a este impostor; estáis perdidos si olvidáis que los frutos
son de todos y que la tierra no es de nadie"
Jean-Jacques Rousseau, Discursos sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad en
los hombres. Segunda parte. 1755

2 http://es.wikipedia.org/wiki/Discusi%C3%B3n:Edad_Moderna Consultado el 3 de junio de 2011


Según Braudel, el capitalismo puede establecerse profundamente sólo allí dónde las leyes se lo
permiten y aseguran su abertura:
"Hay condiciones sociales que empujan y le dan éxito al capitalismo. Éste exige cierta
tranquilidad del orden social, así como una cierta neutralidad, o debilidad, o complacencia
del Estado." (La Dinámica del Capitalismo.) también lo dijo lao tze 2000 años antes.

La constitución de economías capitalistas tales como las conocemos supuso entonces importantes
cambios legislativos que instauraban la propiedad privada del capital y un mercado del trabajo.
Propiedad privada y medios de producción

Una condición para poder usufructuar las ideas es que existiera un mecanismo de protección de los
derechos del inventor, esto se dio con el texto histórico, conocido bajo el nombre de Parte
Veneziana, (1474) que enuncia por primera vez los cuatro principios de base que justifican la
creación de toda ley sobre las patentes:
 Estímulo a la actividad inventiva;
 Compensación de los gastos incurridos por el inventor;
 Derecho del inventor sobre su creación; y sobre todo
 utilidad social de la invención.

Para ser objeto de un privilegio, la invención debe ser:"Nueva", es decir jamás haber sido realizada
antes sobre el territorio de la República, Ingeniosa; y al punto, para ser utilizada y ser aplicada, es
decir útil.

En el Reino Unido, la primera ley sobre las patentes de invención fue votada por el Parlamento
inglés en 1623. Desde el Renacimiento, las numerosas ciudades les reconocían privilegios a los
inventores. En Francia, el Antiguo Régimen les asegura también derechos. Es Beaumarchais quien
hará, durante la Revolución francesa, votar derechos de autor. Es el mejor ejemplo del lazo
sustancial del capitalismo al Derecho, porque nada más que la violencia del Estado puede prevenir
la copia. El Reino Unido de la revolución industrial se garantizará la exclusividad de sus
innovaciones impidiendo la salida de toda máquina hasta 1843.

2.2 En busca de la supervivencia

El mundo esperaba que se inventase una solución al problema de la supervivencia3. Esperaba el


desarrollo de un juego asombroso en el que la sociedad se asegurase su propia supervivencia
permitiendo a cada uno de sus individuos que hiciera lo que él creía más conveniente, a condición
de que se atuviese a una regla y norma central. A ese juego se le llamó «el sistema de mercado», y
la regla normativa era engañosamente sencilla: cada cual actuará de acuerdo con lo que es para él
más ventajoso monetariamente. En este sistema es el móvil de la ganancia, no el impulso de la
tradición o el látigo de la autoridad, lo que encamina a cada cual hacia su actividad. Pero, aunque
cada cual goza de libertad para encaminarse hacia donde le lleva su olfato de lucro, la acción
recíproca de unos hombres sobre otros trae como consecuencia que se realicen las tareas
necesarias para la sociedad.

3
Heilbroner, Robert L, Vida y doctrina de los grandes economistas, volumen I Orbis, Barcelona, 1985, Pág. 28
2.3 La extraña idea de la ganancia

Quizá nos parezca cosa extraña la afirmación de que la idea de la ganancia es relativamente
moderna4; se nos ha enseñado a creer que el hombre es esencialmente un ser adquisitivo, y que,
abandonado a sí mismo, se conduciría a la manera de cualquier negociante respetable. Se nos
viene diciendo constantemente que el móvil del beneficio es tan viejo como el hombre.

Pero no es así. El móvil del beneficio, tal como nosotros lo conocemos, es sólo tan viejo como el
«hombre moderno». La idea de la ganancia por amor a la ganancia en sí, no sólo es ajena a una
gran parte de la población de nuestro mundo contemporáneo, sino que se ha hecho notar por su
ausencia en el transcurso de la mayor parte de la historia de que tenemos constancia. Sir William
Petty, desconcertante personaje del siglo XVII (que fue durante su vida mozo de cámara, buhonero,
vendedor de tejidos, médico, profesor de música y fundador de una escuela llamada «Aritmética
Política»), afirmaba que «cuando los salarios son elevados, apenas si se puede conseguir mano de
obra, porque quienes trabajan sólo para comer, o más bien, para beber, son gente por demás
licenciosa». Y sir William, al hablar de ese modo, no se limitaba a proclamar prejuicios burgueses de
su tiempo. Dejaba constancia de una realidad que puede observarse todavía entre los pueblos no
industrializados del mundo: que una fuerza trabajadora, en bruto, no habituada al trabajo a jornal,
que se siente incómoda con la vida de la fábrica, y a la que no le ha sido inculcada la idea de un
nivel de vida cada vez más elevado, no trabajará con mayor ahínco porque se le hayan subido los
jornales; al contrario, se tomará mayores descansos. La idea de la ganancia, el concepto de que
todo hombre puede y, más aún, debe esforzarse constantemente por mejorar sus bienes de fortuna,
es completamente ajena a las capas bajas e intermedias de las civilizaciones egipcia, griega,
romana y medieval, y sólo fue propagándose en las épocas del Renacimiento y de la Reforma, y
estuvo en gran parte ausente en la mayoría de las civilizaciones orientales. Es un invento tan
moderno como la imprenta.

La idea de la ganancia no sólo está lejos de ser tan universal como a veces nos imaginamos, sino
que la aprobación social de la ganancia es una secuela todavía más moderna y más restringida. En
los tiempos medievales, la Iglesia enseñaba que «ningún cristiano debe ser mercader» y detrás de
esa sentencia terminante se ocultan el pensamiento de que los mercaderes constituían un fermento
perturbador de la levadura de la sociedad. En los tiempos de Shakespeare, el objetivo que el
ciudadano corriente, mejor dicho, que todos los ciudadanos —salvo la nobleza— se proponían en la
vida, era el de mantener su situación social, y no mejorarla. La doctrina de que la ganancia pudiera
constituir una finalidad tolerable —e incluso útil— en la vida, les habría parecido a los antepasados
de los norteamericanos, los «Peregrinos», una doctrina poco menos que diabólica.

Como es natural, siempre existió la riqueza; y el afán de lucro es, cuando menos, tan antiguo como
las narraciones bíblicas. Pero existe una diferencia inmensa entre la envidia, inspirada por la riqueza
de unos pocos personajes poderosos, y el forcejeo general por la conquista de riqueza, difundido
entre toda la sociedad. Mercaderes aventureros han existido desde los tiempos de los navegantes
fenicios, y se nos aparecen a lo largo de toda la historia, bajo la forma de los especuladores de
Roma, de los venecianos comerciantes, de la liga Hanseática, y de los grandes descubridores
españoles y portugueses que buscaban la ruta de las Indias, a la par que el hacerse ricos. Pero las
aventuras de unos pocos son cosa muy distinta de toda una sociedad movida por el espíritu de

4
Ibid. Pág. 33
aventura.

Tomemos como ejemplo a la fabulosa familia de los Fuggers (los Fúcares), grandes banqueros del siglo XVI. En el
pináculo de su fortuna, los Fuggers eran propietarios de minas de oro y de plata, poseían concesiones comerciales y
tuvieron incluso derecho a acuñar su propia moneda; su crédito era muy superior al de la riqueza de los reyes y
emperadores, cuyas guerras (y cuyos gastos palaciegos) financiaban ellos. Pero cuando falleció el viejo Anton Fugger,
su sobrino mayor, Hans Jacob, rehusó a hacerse cargo de aquel imperio bancario, alegando que los negocios de la
ciudad y sus propios asuntos le daban ya demasiados quebraderos de cabeza; Jorge, hermano de Hans Jacob, dijo que
prefería vivir en paz; un tercer sobrino, Christopher, se desentendió también. Por lo visto, ninguno de los herederos en
potencia de aquel imperio de riqueza juzgó que este merecía que ellos se tomaran alguna molestia.

Aparte de los reyes (de los reyes solventes) y de unas cuantas familias como la de los Fuggers, los primitivos capitalistas
no eran las columnas de la sociedad, sino los desarraigados y los parias. Aquí y allí surgía un mozo emprendedor como
St. Godric de Finchale, que iniciaba su vida de limpiaplayas, reunía mercaderías suficientes, recogidas entre los restos
de las naves náufragas, para poder convertirse en comerciante, y después de hacer fortuna, se retiraba a la vida de
santidad como ermitaño. Pero esa clase de hombres eran raros. Mientras se sobrepuso a todas las demás la idea de que
la vida del hombre sobre la tierra no era sino un preámbulo de prueba para la vida eterna, no hubo estímulo para el
espíritu de los negocios, ni éste pudo encontrar estímulo espontáneo. Los reyes necesitaban un tesoro, y para
conseguirlo guerreaban; la nobleza quería tierras, y como ningún noble que se respetara a sí mismo vendía de buen
grado sus posesiones ancestrales, la consecuencia eran las guerras de conquista. Pero eran muchísimos -siervos,
artesanos de la aldea y hasta maestros de los gremios manufactureros- los que deseaban que se les dejase vivir como
habían vivido sus padres y como, en su día, iban a vivir a la vez sus hijos.

La ausencia de la idea de ganancia como guía normal para la vida cotidiana -más aún, el auténtico vilipendio en que esa
idea era tenida por la iglesia - , establece una diferencia enorme entre el extraño mundo de los siglos X al XVI y el mundo
que, uno o dos siglos antes de Adam Smith, empezó a parecerse al nuestro. Pero existe una diferencia que es
todavía más fundamental. La idea de «crearse un medio de vida» aún no había hecho su aparición.
La vida económica y la vida social eran una sola y misma cosa. El trabajo no era todavía un medio
para conseguir un fin..., un fin que es el dinero y las cosas que con el dinero se compran. Era el
trabajo un fin en sí mismo, que abarcaba, como es natural, el dinero y las cosas necesarias o útiles;
pero al que uno se consagraba porque constituía parte de una tradición y una forma de vivir. En una
palabra, aún estaba por realizarse el gran descubrimiento social: «el mercado».

No cabe duda alguna, la tarea estaba terminada y el sistema de mercado había nacido. 5En adelante
no serían ni la costumbre ni la autoridad quienes solucionasen el problema de la supervivencia del
género humano, sino la libre actividad de los hombres en busca de la ganancia y ligados únicamente
por el mercado mismo. El sistema se llamaría capitalismo. La idea de la ganancia, en que el sistema
se funda, estaba tan firmemente arraigada que los hombres no tardarían ya en afirmar, con la mayor
energía, que esta actitud suya era eterna y omnipresente.

La idea necesitaba una filosofía.

Pero los problemas que preocuparon a los primeros filósofos sociales enfocaban al lado político,
más bien que el lado económico de la vida. Mientras el mundo estuvo regido por la costumbre y por
la autoridad, el problema de la riqueza y de la pobreza no despertó, apenas, la atención de los
filósofos, como no fuese para dejar escapar un suspiro o una burla, tomándolo como una señal más
de la íntima futilidad del hombre. Puesto que entre los hombres, al igual que entre las abejas,
algunos nacen para zánganos, nadie se preocupaba demasiado de la razón de que hubiera

5
Ibíd. Pág. 48
trabajadores pobres. Los antojos de las reinas eran problemas infinitamente más elevados y
emocionantes.

2.4 Hacia el poder mediante la abstracción

Ernesto Sábato hace un interesante planteamiento sobre la abstracción en su libro Hombres y


engranajes:
El dinero y la razón otorgaron el poder secular al hombre no a pesar de la abstracción sino gracias a
ella6.
La idea de que el poder esta unido a la fuerza física y a la materia es la creencia de las personas sin
imaginación. Para ellos, una cachiporra es más eficaz que un logaritmo, un lingote de oro es más
valioso que una letra de cambio. Pero la verdad es que el imperio del hombre se multiplico desde el
momento en que comenzó a reemplazar las cachiporras por logaritmos, y los lingotes de oro por
letras de cambio.
Una ley científica aumenta su dominio al abarcar más hechos, al generalizarse- Pero al
generalizarse se hace más abstracta, porque lo concreto se pierde con lo particular. Las teorías de
Einstein es más poderosa que la de Newton, porque rige sobre un territorio mas basto, pero por eso
mismo es más abstracta. Sobre el hallazgo de Newton todavía se pueden referir anécdotas con
manzanas, aunque sean apócrifas; sobre la de Einstein, nada puede decir el pueblo, pues sus
tensores y geodésicas ya están demasiado lejos de sus intuiciones concretas: apenas puede
ocuparse del violín de su autor o de su melena.
Lo mismo con la economía: a medida que el capitalismo se desarrolla sus instrumentos se hacen
más pujantes, pero más abstractos: la potencia de un bolsista que especula con un cereal que jamás
ha visto es infinitamente más grande que la del campesino que lo cosecho.
No debe sorprendernos que el capitalismo este vinculado a la abstracción, porque no nace de la
industria sino del comercio; no del artesano que es rutinario, realista y estático, sino del mercader
aventurero que es imaginativo y dinámico. La industria produce cosas concretas, pero el comercio
intercambia esas cosas, y el intercambio tiene siempre en germen la abstracción, ya que es una
especie de ejercicio metafórico que tiende a la identificación de entes distintos mediante el despojo
de sus atributos a concretos. El hombre que cambia una oveja por un saco de harina realiza un
ejercicio sumamente abstracto; no importa que las necesidades físicas que lo llevan a establecer
ese intercambio sean concretas-como el hambre, la sed o la necesidad de procrear-; lo decisivo es
que ese intercambio solo es posible merced a un acto de abstracción, a una especie de igualación
matemática entre una oveja y un saco de harina; y ambos objetos se intercambian no a pesar de
sus diferencias sino a causa de ellas.
Los logaritmos, en fin, terminan por imponerse sobre la cachiporra, lo abstracto concluye por
dominar lo concreto. No fueron las máquinas quienes desencadenaron el poder capitalista, sino el
capitalismo financiero quien sometió a la industria a su poder.

2.5 Movilidad social

Las avenidas principales para el ascenso social y las grandes ganancias las constituía la iglesia7 –
casi tan accesible como ahora durante toda la edad media-, a las que podemos incluir las
6
Sábato, Ernesto, Hombres y engranajes, Emecè, Buenos Aires , 1979, Pág. 43

7
Schumpeter, J .A, Capitalismo, socialismo y democracia, tomo I, Orbis, Barcelona, 1983, Pag173
cancillerías de los grandes magnates territoriales y la jerarquía de los señores feudales,
completamente accesible hasta, mediados del siglo XII, aproximadamente, para todo hombre
calificado física y psíquicamente y no totalmente inaccesible después. Solo cuando la empresa
capitalista – en un principio comercial y financiera; después minera y, finalmente, industrial- desplegó
sus posibilidades, es cuando la capacidad y la ambición supernormales comenzaron a convertir los
negocios en una tercera avenida. El éxito fue rápido y manifiesto, pero se ha exagerado el prestigio
social que llevaba consigo al principio. Si examinamos de cerca la carrera de Jacob Fugger, por
ejemplo, o la de Agostino chigui, comprobamos fácilmente que tuvieron que ver muy poco con el
rumbo de la política de Carlos V o del Papa León X y que tuvieron que pagar un precio muy elevado
por los privilegios de que disfrutaron. No obstante, el éxito del empresario era lo suficientemente
fascinador para todos, excepto para los estratos mas elevados de la sociedad feudal, para arrastrar
a la mayoría de los mejores cerebros y engendrar así un nuevo éxito, consistente en un nuevo
impulso para la máquina racionalista. En este sentido, el capitalismo- y no meramente la actividad
económica en general- ha constituido, en definitiva, la fuerza propulsora de la racionalización del
comportamiento humano.

2.6 La revolución

En Francia, en respuesta a los movimientos revolucionarios de la capital,8 los castillos de los campos
son asaltados a fines de julio de 1789 por los campesinos que discuten la propiedad señorial. En la
noche del 4 agosto de 1789, los privilegios de la nobleza son abolidos y la hacienda es abierta desde
entonces a la burguesía, mientras que la desaparición de numerosos impuestos del Antiguo
Régimen permite de (re)lanzar la inversión. El 26 de agosto, la propiedad privada, "bajo los auspicios
del Ser supremo", es reconocida en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano
como un derecho inalienable.

En los Estados Unidos, desde la colonización, la propiedad privada de las tierras fue la regla. No
obstante, la legislación americana pudo mostrarse muy favorable hacia los menos ricos y supo,
gracias a la inmensidad del territorio, hacer de la propiedad privada de la tierra una noción
fundamental defendida por los más humildes (no esclavos). Una ley de 1862 les concede en efecto
la propiedad privada de 160 agrimensuras a los pioneros. La Homestead Act, ofrece un jardín para
que cultiven los europeos desprovistos, estimulando los flujos migratorios hacia los Estados Unidos.

En Gran Bretaña, los economistas clásicos de finales del siglo XVIII y de principios de siglo XIX van
a concentrar sus críticas en las leyes establecidas con el fin de permitir la emergencia de leyes que
favorezcan el mercado. Heredados del siglo XVII, las poor laws británicas ofrecían vía las parroquias
una asistencia a los indigentes otorgándoles un trabajo de workhouses, incluso les daban de limosna
algunos productos necesarios para su supervivencia. Los grandes clásicos de la economía (Adam
Smith, Thomas Malthus y David Ricardo) se ensañaron contra este sistema que impediría la
movilidad de los trabajadores. En 1834, la casi derogación de estas leyes fuerza a los pobres a
mudarse a la ciudad con el fin de evitar el hambre, encontrando por la venta de su fuerza de trabajo
los recursos necesarios para su supervivencia.

8
http://es.wikipedia.org/wiki/Discusi%C3%B3n:Edad_Moderna.Consultado el 3 de junio de 2011
Años después en Francia, la constitución del mercado del trabajo y la libertad de los capitales es
permitida en junio de 1791 por la Loi Le Chapelier, que prohíbe toda libertad de asociación:
corporaciones, asociaciones y coaliciones (es decir sindicatos y paros).
En los Estados Unidos, es la 13º enmienda de la Constitución que abole la esclavitud el 18 de
diciembre de 1865, que concluye la liberalización del trabajo en conjunto de los sectores de
actividad.

2.7 Adam Smith, el genio que se inventó el capitalismo

Resulta sorprendente que nuestras ideas sobre la eficacia de la competencia de mercado hayan
permanecido esencialmente inalteradas desde la ilustración del siglo XVIII9, cuando surgieron por
primera vez y en un grado asombroso de la mente de un solo hombre, Adam Smith. Con la caída de
la planificación central a finales del siglo xx, las fuerzas del capitalismo han tenido rienda suelta,
impulsadas por una globalización en continua expansión. Sin duda, las opiniones de los economistas
sobre lo que funciona para mejorar el bienestar material seguirán evolucionando con el tiempo. Aun
así, en cierto sentido, la historia de la competencia de mercado y el capitalismo que representa es la
historia del flujo y reflujo de las ideas de Smith. En consecuencia, la historia de su obra y su acogida
merece una especial atención. La historia de las ideas de Smith es la historia de las actitudes hacia
los trastornos sociales que acarrea el capitalismo y sus potenciales remedios.

Nacido en Kirkcaldy, Escocia, en 1723, Smith vivió en una época influida por las ideas y
acontecimientos de la Reforma. Por primera vez en la historia de la civilización occidental, los
individuos empezaban a verse capaces de actuar con independencia de las limitaciones
eclesiásticas y estatales. Las nociones modernas de libertad política y económica ganaron
aceptación. Esas ideas, tomadas en su conjunto, fueron los inicios de la Era de la Ilustración, sobre
todo en Francia, Escocia e Inglaterra. De repente, existía la visión de una sociedad en la que unos
individuos guiados por la razón eran libres de escoger sus destinos. Lo que hoy en día conocemos
como Estado de derecho —concretamente, la protección de los derechos y propiedades de los
individuos— se asentó con firmeza, lo que animó a la gente a producir, comerciar e innovar. Las
fuerzas del mercado empezaron a erosionar las rígidas costumbres que pervivían de los tiempos
feudales y medievales.

Al mismo tiempo, la incipiente Revolución Industrial estaba causando agitaciones y trastornos.


Fábricas y ferrocarriles reconfiguraron el paisaje inglés, las granjas se convirtieron en pastos de
ovejas para abastecer a una nueva y floreciente industria textil y cantidades ingentes de campesinos
quedaron desarraigadas. La nueva clase industrialista entró en conflicto con la aristocracia, cuya
riqueza se basaba en las tierras heredadas. El pensamiento proteccionista conocido como
mercantilismo, que obraba en beneficio de los terratenientes y colonialistas, empezó a perder su
dominio sobre el comercio.

Rodeado de esas circunstancias complejas y desconcertantes, Adam Smith identificó un conjunto de


principios que arrojaron claridad conceptual sobre el aparente caos de la actividad económica. Smith
dio forma a una visión global de cómo funcionaban las economías de mercado, que a la sazón

9
Greenspan, Alan, La Era de las turbulencias, Ediciones B, Barcelona, 2008, Pág. 283
empezaban a emerger. Ofreció el primer análisis exhaustivo de por qué algunos países son capaces
de lograr altos niveles de vida mientras otros realizan pocos avances.

Smith empezó como profesor en Edimburgo; no tardó en mudarse a Glasgow, donde había cursado
estudios universitarios, como catedrático. Una de sus especialidades era lo que él llamaba «el
progreso de la opulencia» en la sociedad (en cuanto profesión, la economía todavía no tenía siquiera
nombre). A lo largo de los años la fascinación de Smith por el comportamiento del mercado se
intensificó y, tras una lucrativa temporada de dos años en Francia como tutor de un joven lord
escocés, volvió a su Kirkcaldy natal en 1766 y se consagró en cuerpo y alma a su obra magna.

El libro que produjo diez años más tarde, que llegó a conocerse simplemente como La riqueza de las
naciones, es uno de los grandes logros de la historia intelectual. En la práctica, Smith intentó
responder a la que probablemente sea la pregunta macroeconómica más importante: ¿Qué hace
crecer a una economía? En La riqueza de las naciones, identificó con acierto la acumulación de
capital, el libre comercio, un papel apropiado —pero restringido— para el gobierno y el Estado de
derecho como las claves de la prosperidad nacional. Más importante aun: fue el primero en destacar
la iniciativa personal: «El esfuerzo natural de cada individuo por mejorar su situación, cuando se
tolera su ejercicio con libertad y seguridad, constituye un principio tan poderoso que es, por sí solo y
sin asistencia alguna [...] capaz de desplazar la sociedad hasta la riqueza y la prosperidad.»
Concluía que, para mejorar la riqueza de una nación, todo hombre, en consonancia con la ley, debía
ser «libre para velar por su propio interés a su manera». La competencia era un factor clave porque
motivaba a todas las personas a volverse más productivas, a menudo por medio de la
especialización y la división del trabajo. Y cuanta más productividad, más prosperidad.

Eso condujo a Smith a su expresión más famosa: los individuos que compiten por sus ganancias
privadas, escribió, actúan como «guiados por una mano invisible» en beneficio del bien público. La
metáfora de la mano invisible, por supuesto, cautivó la imaginación del mundo, posiblemente porque
parece imputar una benevolencia y una omnisciencia divinas al mercado, cuyo funcionamiento es en
realidad tan impersonal como la selección natural, a la que Darwin llegó para describir más de medio
siglo después. La expresión «mano invisible» no parece haber tenido una especial importancia para
Smith; en todos sus escritos, la usó sólo en tres ocasiones. El efecto que describe, sin embargo, es
algo que él discierne en todos los niveles de la sociedad, desde los grandes flujos de bienes y
materias primas entre naciones hasta las transacciones vecinales cotidianas: «No es de la
benevolencia del carnicero, el cervecero o el panadero de la que esperamos nuestra cena, sino de
su atención a su propio interés.»

La revelación de Smith sobre la importancia del interés personal fue más revolucionaria aun en
cuanto que, a lo largo de la historia de muchas culturas, actuar de manera interesada —y en verdad,
la búsqueda de acumular riqueza— se había percibido como degradante e incluso ilegal. Aun así, en
opinión de Smith, si el gobierno se limita a ofrecer estabilidad y libertad y por lo demás se quita de
en medio, la iniciativa personal cuidará del bien común. O, como dijo en una conferencia de 1755: «Para llevar un
Estado al grado más alto de opulencia desde la más baja barbarie, hace falta poco más que paz, unos impuestos suaves
y una administración de justicia tolerable: todo lo demás lo aporta el curso natural de las cosas.»

Smith logró extraer amplias inferencias sobre la naturaleza de la organización y las instituciones
comerciales basándose en unas pruebas empíricas llamativamente escasas: a diferencia de los
economistas actuales, no tenía acceso a un sinfín de datos gubernamentales e industriales. Aun así,
con el paso del tiempo, los números le darían la razón. A lo largo y ancho de buena parte del mundo
civilizado, la actividad de libre mercado creó en primer lugar niveles de sustento adecuados para
hacer posible que la población creciera y luego —mucho más tarde— la bastante prosperidad para
propiciar un aumento general en los niveles de vida y un incremento en la esperanza de vida. Los
acontecimientos posteriores abrieron la posibilidad de que los individuos de los países desarrollados
se fijaran metas personales a largo plazo. Ese lujo había estado fuera del alcance de todos salvo
una mínima fracción de los integrantes de las generaciones anteriores.

El capitalismo también trajo un cambio de estilo de vida. Durante la mayor parte de la historia
conocida, la gente había vivido en sociedades que eran estáticas y predecibles. Un joven campesino
del siglo XII podía contar con que labraría la misma parcela de tierra de su señor hasta que la
enfermedad, el hambre, un desastre natural o la violencia pusieran fin a su vida, momento que a
menudo llegaba pronto. La esperanza de vida en el momento de nacer era, de media, veinticinco
años, más o menos la misma que durante el milenio anterior. Además, el campesino podía esperar
que sus hijos y los hijos de sus hijos labrasen la misma parcela. Quizás esa vida rígidamente
programada confería la sensación de seguridad que acompaña a lo absolutamente predecible, pero
dejaba poco margen a la iniciativa individual.

Sin duda, la mejora de las técnicas agrícolas y la expansión del comercio más allá del feudo, en
buena medida autosuficiente, aumentaron la división del trabajo, elevaron el nivel de vida y
permitieron que la población creciera en los siglos XVI y XVII. Pero el ritmo de crecimiento era
glacial. En el siglo XVII, la inmensa mayoría de las personas seguían dedicadas a las mismas
prácticas productivas de sus antepasados de muchas generaciones atrás.

Smith sostenía que un trabajo más inteligente, y no sólo más duro, era el camino a la riqueza. En los
primeros párrafos de La riqueza de las naciones, subrayó el papel crucial que desempeñaba la
expansión de la productividad del trabajo. Un factor determinante del nivel de vida de una nación,
decía, era «la habilidad, destreza y buen criterio con el que se aplica en general el trabajo». La idea
se desentendía de teorías anteriores, como el precepto mercantilista de que la riqueza de una
nación se medía en las reservas de lingotes de oro, o el principio fisiocrático de que el valor derivaba
de la tierra. «Sea cual sea el suelo, clima o superficie de territorio de una nación dada —escribió
Smith—, la abundancia o escasez de su oferta anual» debe depender de «los poderes productivos
del trabajo». Dos siglos de pensamiento económico después, se ha añadido poco a estas
formulaciones.

Con la ayuda de Smith y sus sucesores inmediatos, el mercantilismo fue gradualmente


desmantelado y la libertad económica se difundió de manera generalizada. En Gran Bretaña, este
proceso llegó a su apogeo con la revocación en 1846 de las Leyes del Grano, un conjunto de
aranceles que durante muchos años había bloqueado las importaciones de cereales, manteniendo
los precios y en consecuencia las rentas de los terratenientes en unos niveles artificialmente
elevados, además de incrementando, por supuesto, el precio que pagaban los cobradores de
salarios industriales por una hogaza de pan. La aceptación de la economía de Smith estaba, para
entonces, propiciando ya la reorganización de la vida comercial en gran parte del mundo
«civilizado».

En el año 1776 Adam Smith publicó su Investigación sobre la naturaleza y las causas de la riqueza
de las naciones,10 aportando de ese modo un segundo hecho revolucionario a aquel año preñado de
porvenir. A una orilla del Océano había surgido una nueva democracia política; a la otra orilla se
desplegaba un plan económico. No toda Europa siguió la pauta política marcada por Norteamérica;
pero todo el mundo occidental se convirtió en el mundo de Adam Smith, cuando éste hubo expuesto
el primer mapa auténtico de la sociedad moderna, y su visión vino a ser la receta de las gafas a
través de las cuales habían de verlo las generaciones. Adam Smith jamás se había considerado a sí
mismo un revolucionario; se limitaba a explicar algo que él veía con claridad, algo que le parecía
razonable y conservador. Pero le había dado al mundo la imagen que éste andaba buscando.
Después de publicado La riqueza de las naciones, los hombres empezaron a ver con ojos nuevos el
mundo que les rodeaba, vieron de qué manera encajaban en el.

Si bien el egoísmo es un componente del capitalismo este no ocupa sino la mitad del cuadro 11. Algo
hay, sin embargo, que evita que los individuos, hambrientos de ganancias, exijan a la sociedad un
rescate exorbitante; una comunidad movida exclusivamente por el egoísmo sería una comunidad
implacable. El mecanismo regulador que lo evita es la competencia, benéfica consecuencia social de
los intereses en pugna de todos los miembros de la sociedad. Todo individuo, lanzado a buscar lo
que más le conviene a él, sin preocuparse de lo que ello cueste a la sociedad, se ve enfrentado con
un rebaño de individuos que actúan con móviles semejantes al suyo, y que se encuentran, como él,
navegando en la misma nave. Todos ellos no desean otra cosa que aprovecharse de la avaricia de
su vecino, si ésta lo empuja a sobrepasar un común denominador de conducta que sea aceptable. El
hombre que por su egoísmo se deja llevar a un exceso, se encontrará con que sus competidores
han irrumpido en su dominio para arrebatarle el negocio; si carga un precio excesivo por sus
mercancías, o si se niega a pagar lo que otros pagan a sus obreros, se encontrará sin compradores,
por una parte, y sin trabajadores, por la otra. De modo que los móviles egoístas de los hombres,
transformados por la acción mutua entre ellos mismos, producen el resultado más inesperado: la
armonía social.

Mas las leyes del mercado no se limitan a imponer a las mercancías un precio de competencia.
Hacen también que los productores tengan en cuenta las cantidades que la sociedad pide de los
productos que esta precisa. Supongamos que los consumidores necesitan más guantes de los que
se producen, y, en cambio, menos zapatos. Entonces el público se lanzará a la rebatiña en los
comercios de guantes y no acudirá a los de calzado. La consecuencia de ello será que los precios
de los guantes tenderán a subir, en vista de que los consumidores compran más de los que hay
disponibles, y los precios del calzado tenderán a bajar, porque el público no acude a las zapaterías.
Pero, a medida que suben los precios de los guantes, subirán también los beneficios en esa
industria; y, a medida que el precio del calzado baja, disminuirán también los beneficios de las
fábricas de ese artículo.

¿Y en la actualidad? ¿Funciona todavía ese mecanismo del mercado?12

La respuesta no es sencilla. Desde el siglo XVIII la naturaleza del mercado ha venido sufriendo
cambios enormes. No vivimos ya en un mundo de competencia atomizada y en el que alguien pueda
permitirse el nadar contra la corriente. El actual mecanismo del mercado se caracteriza por el

10
Heilbroner, Robert L, Vida y doctrina de los grandes economistas, volumen I Orbis, Barcelona, 1985, Pág. 48,
11
Ibíd.Pág. 76
12
Ibíd.Pág. 80I
volumen enorme de los que participan en el mismo: las gigantescas sociedades anónimas y los
sindicatos obreros, igualmente gigantescos, es evidente que no se manejan como si se tratara de
establecimientos de propietarios y obreros individuales. Su mismo volumen les permite hacer frente
a las presiones de la competencia, despreocuparse de los postes indicadores en materia de precio, y
concentrarse en lo que conviene a su propio interés, a la larga, más bien que en los afanes
cotidianos de comprar y vender.

Agréguese a esto que la intervención, cada vez mayor, del gobierno ha venido a alterar el alcance
del mecanismo del mercado. El gobierno, actuando como un señor medieval, no reconoce a nadie
por amo suyo en el mercado. La mayoría de las veces es él quien establece el mercado y no quien
se somete a él. Es evidente que todos estos factores han destruido la función primaria, la de guía,
que desempeñaba el mercado. Con todo y eso, a pesar de las nuevas condiciones en que se mueve
la industria del siglo XX, los grandes principios del propio interés y de la competencia —aunque muy
diluidos y con muchas barreras— siguen proporcionando normas básicas de conducta que ninguna
organización económica puede dejar por completo de cumplir. No vivimos ya en el claro mundo de
Adam Smith; pero si buscamos debajo de la superficie, todavía podremos hallar en nuestro mundo
las leyes del mercado.

El libro de Adam Smith, la riqueza de las naciones, libro de estas calidades, aunque resulte bastante
extraño13, no encontró aceptación de inmediato. Charles James Fox, que era el hombre más
poderoso del Parlamento, lo ridiculizó, y transcurrieron ocho años antes que alguien citase el libro en
los Comunes. Cuando llegó la hora de reconocer sus méritos, ese reconocimiento advino de donde
menos se esperaba. Los incipientes capitalistas —y no perdamos de vista que esta clase ruda y
advenediza de trepadores no se sentía embarazada por las ideas del siglo XX sobre la igualdad y
justicia económica— descubrieron en el libro de Smith la justificación teórica perfecta de su
oposición a la legislación sobre fábricas. El hecho de que Smith había escrito sobre «la rapacidad
ruin, el espíritu monopolista de los mercaderes y de los fabricantes», y que había dicho también que
«ni unos ni otros son, ni deben ser, los que gobiernen al género humano», se dio por ignorado
enteramente, para propiciar la gran tesis que Smith había sacado de sus investigaciones: dejad solo
al mercado.

Lo que Smith había querido decir con ello era una cosa, y lo que sus proponentes le hacían decir era
otra. Smith no era el abogado de ninguna clase social, sino un esclavo de su sistema. Todo su
sistema económico brotaba de su fe indudable en la capacidad del mercado para conducir al sistema
hasta el punto de su mayor rendimiento. El mercado —esa maravillosa máquina social cuidaría de
las necesidades de la sociedad, a condición de que se le dejase solo, en paz, para que las leyes de
la evolución pudieran conducir a la sociedad hacia su recompensa prometida. Smith no estaba ni en
contra del trabajo ni en contra del capital; si alguna preferencia tenía, era en favor del consumidor.
«El consumo constituye la finalidad y el designio únicos de toda la producción», escribió, y luego
pasó a censurar los sistemas que colocaban el interés del productor por encima del interés del
público consumidor.

Pero los flamantes industriales descubrieron, en el panegírico del mercado libre y sin trabas hecho
por Smith, la justificación teórica que ellos necesitaban para cerrar el paso a las primeras tentativas
que proponía el gobierno para remediar las escandalosas condiciones de los tiempos. Porque la

13
Ibíd.Pág. 90
teoría de Smith lleva, indudablemente, a una doctrina de laissez faire.

Para Adam Smith cuanto menos intervenga el gobierno tanto mejor: los gobiernos son
derrochadores, irresponsables e improductivos. Sin embargo, Adam Smith no es necesariamente
opuesto —como sus admiradores póstumos se empeñaron en que fuese— a toda acción del
gobierno que tenga como finalidad promover el bienestar general. Previene, por ejemplo, contra - los
efectos embrutecedores de la producción en masa, que arrebata a los hombres sus facultades
creadoras naturales, así como profetiza una decadencia en las fuertes virtudes del trabajador, «a
menos que el gobierno tome algunas medidas para impedirlo». De igual manera se manifiesta
partidario de la instrucción pública para elevar a los ciudadanos por encima del nivel de simples
dientes de engrane de una inmensa máquina.

Lo que Smith combate es el entremetimiento del gobierno en el mecanismo del mercado. Se opone
a las restricciones a la importación y a las primas a la exportación; a las leyes del gobierno
destinadas a proteger a la industria contra la competencia, y a que el gobierno realice gastos
improductivos. Obsérvese que estas actividades del gobierno tienen siempre muy en cuenta el
interés de la clase mercantil. Smith no se encaró nunca con el problema —que tantas angustias
intelectuales habían de ocasionar a las generaciones futuras— de si el gobierno fortalece o debilita
el mecanismo del mercado, cuando dicta leyes de bienestar social. En los tiempos de Smith apenas
si había legislación de esa clase, excepto el socorro a los pobres...; el gobierno era impúdico aliado
de las clases gobernantes, y el gran forcejeo dentro del mismo gobierno estribaba en si habrían de
ser los terratenientes o los industriales los que obtuviesen mayores beneficios. La cuestión de si la
clase trabajadora debería tener voz en la dirección de los asuntos económicos no cabía en la cabeza
de ninguna persona respetable.

El gran enemigo del sistema de Adam Smith no era tanto el gobierno en sí como el monopolio, en
cualquier forma que éste adoptase. Dice Adam Smith: «Raras veces se reúnen personas que
pertenecen a la misma rama industrial, sin que sus conversaciones desemboquen en una
confabulación contra el público, o en alguna medida para elevar los precios.» La perturbación que
tales manejos acarrean no radica en que sean moralmente censurables en sí mismos —en realidad,
son únicamente la consecuencia inevitable del egoísmo humano—, sino en que dificultan el
funcionamiento fluido del mercado. Indudablemente, Smith está en lo cierto. Si se confía en que el
funcionamiento del mercado ha de producir la mayor cantidad posible de mercancías a los precios
más bajos, todo aquello que se entremeta en el funcionamiento del mercado redundará
forzosamente en una baja del bienestar social. Si, cual ocurría en tiempos de Smith, ningún maestro
sombrerero de Inglaterra podía tener a su servicio más de dos aprendices, o ningún maestro
cuchillero de Sheffield podía tener más de uno, resultaba imposible que el sistema de mercado
produjese su plena capacidad de beneficios. Si, conforme sucedía en tiempos de Smith, los pobres
se vieran obligados a residir en sus propios ayuntamientos o parroquias, y se les impidiese buscar
trabajo en los lugares donde éste podía encontrarse, el mercado se vería imposibilitado de atraer la
mano de obra hacia el lugar en que ésta era necesaria. Si, como ocurría en tiempos de Smith, se
otorgasen a grandes compañías los monopolios del comercio exterior, sería imposible que llegasen
al público los beneficios totales de los artículos extranjeros más baratos.

Por esa razón, afirmaba Smith, deben desaparecer todos esos impedimentos; es preciso dejar al
mercado en libertad de encontrar sus propios niveles naturales de precios, salarios, beneficios y
producción; todo cuanto interfiera esa marcha del mercado lo hará únicamente a expensas de la
riqueza auténtica de la nación. Ahora bien: como todos los actos del gobierno —incluso leyes como
la que impedía que los niños fuesen atados a las máquinas— podían ser interpretados como
estorbos a la libre actividad del mercado, La riqueza de las naciones fue ampliamente citada para
oponerse a la primera legislación humanitaria. Así resultó que, por una extraña injusticia, vino a ser
considerado como el santo protector económico de los ávidos industrialistas del siglo XVIII, el
hombre que puso en guardia a sus lectores afirmando que aquéllos «tienen por regla general interés
en engañar, e, incluso, en oprimir al público». Igualmente hoy —con una alegre despreocupación por la
auténtica filosofía de Smith— se considera a éste como un economista conservador, cuando en realidad era más
declaradamente hostil a los móviles de los hombres de negocios que la mayoría de los economistas del New Deal

Todo el mundo maravilloso de Adam Smith es, en cierto sentido, un testimonio de la creencia del
siglo XVIII en el triunfo inevitable de la razón y del orden sobre la arbitrariedad y el caos. No os
esforcéis por hacer el bien, viene a decir Smith. Dejad que ese bien surja como consecuencia o
producto del egoísmo. ¡Cuán propio de nuestro filosofo o era poner toda esa fe en una inmensa
maquinaria social y racionalizar los instintos egoístas, convirtiéndolos en virtudes sociales! Smith no
se queda nunca a mitad de camino en su confianza en las repercusiones de sus creencias
filosóficas. Insiste en que los jueces deberían ser pagados por los litigantes, más bien que por el
Estado, porque de esa manera su propio interés los llevaría a despachar expeditivamente los pleitos
que se les sometan. Adam Smith ve muy escaso porvenir para las organizaciones de negocios que
entonces empezaban a surgir con el nombre de corporaciones o sociedades anónimas, porque le
parece muy poco probable que unos organismos impersonales sean capaces de aportar el interés
propio necesario en las empresas complicadas y difíciles. Adam Smith defiende las más grandes
causas humanitarias, tales como la abolición de la esclavitud, sin salirse de su propio terreno, y
viene a decirnos que es preferible abolir la esclavitud, ya que, en fin de cuentas, esta medida
resultará más barata.

El mundo de Adam Smith no está desprovisto de sus más cordiales valores. No se olvide que el gran
benefactor del sistema era el consumidor, no el productor. Por primera vez en la filosofía de la vida
cotidiana, el consumidor es quien manda.

¿Qué es lo que ha sobrevivido de todo esto?

No ha sido, desde luego, el gran esquema de la evolución. Éste habremos de verlo profundamente
alterado por los grandes economistas que vendrán más tarde. Pero no consideremos el mundo de
Adam Smith como un simple intento primitivo de llegar a fórmulas que se encontraban más allá de
su alcance. Adam Smith fue el economista del capitalismo preindustrial; aquel no alcanzó a conocer
una época en que el sistema del mercado se vería amenazado por empresas enormes, o sus leyes
de la acumulación y de la población trastornada por acontecimientos de índole sociológica. Esto
vendría a ocurrir cincuenta años más tarde. Tampoco cuando Smith vivía, y cuando escribió, había
tomado forma identificable un fenómeno que podría llamarse «ciclo de los negocios». El mundo
sobre el que Adam Smith escribió era un mundo cuya realidad estaba presente, y la sistematización
que Adam Smith llevó a cabo, aunque fuese mecánica, nos suministra una explicación del mismo,
tan buena como otra cualquiera.

Sin embargo, algo debió de faltar en la concepción de Smith. Aunque él previó una evolución de la
sociedad, no barruntó una revolución: la revolución industrial. Smith no acertó a ver en el feo sistema
de la fábrica, en la reciente organización comercial de sociedades anónimas o en las débiles
tentativas de los asalariados para formar organizaciones protectoras, la primera aparición de unas
fuerzas sociales nuevas y poderosamente disociadoras. El sistema de Adam Smith da por supuesto,
en cierto sentido, que la Inglaterra del siglo XVIII permanecería inmutable para siempre; que
únicamente crecería en cantidad, es decir, que habría mayor número de personas, de bienes, de riqueza; pero que,
por lo que respecta a calidad, seguiría inmutable. Los principios dinámicos de Adam Smith corresponden a una sociedad
estática que crece, pero que nunca llega a la madurez.

Quizá no existió jamás un economista que abarcase su época tan ampliamente como Adam Smith la
suya. Desde luego, no hubo jamás ninguno tan sereno, tan desprovisto de terquedad, tan
penetrantemente crítico, sin rencor, y tan optimista sin caer en la utopía. Como es natural, participó
de las creencias de su tiempo; mejor dicho, contribuyó a forjarlas. Fue la suya una época de
humanismo y de razón, y si bien es verdad que ambas cualidades podían tergiversarse para las
finalidades más crueles y violentas, lo cierto es que Adam Smith no fue nunca patriotero, apologista
ni hombre de componendas.

Hacia el final de su existencia, Adam Smith se vio colmado de toda clase de honores y de respetos.
Vio traducida La riqueza de las naciones al danés, francés, alemán, italiano y español. Falleció en
1790, a la edad de sesenta y siete años.

2.8 Propietarios y proletarios

Las producciones cada vez más importantes en volumen14, y los productos cada vez más complejos,
necesitan inversiones cada vez más grandes. Es el caso en la industria naciente, pero también en la
agricultura donde las grandes máquinas (las segadoras trilladoras desde 1834) hacen su aparición.
La desviación creciente entre el coste de estas máquinas y los salarios, así como la limitación de los
bienes comunes y la dureza del trabajo, contribuyen segmentando la sociedad en dos grupos muy
distintos: los propietarios del capital, y aquellos a los que Marx llamará más tarde los "proletarios".
Las fábricas se desarrollan, los campesinos son llevados desde sus campos para reunirlos en las
ciudades y vender su fuerza de trabajo en la industria.

En un siglo, el triunfo del capitalismo industrial transformó una sociedad tradicional, rural y agrícola,
en una sociedad urbana e industrial. El éxodo rural, combinado en la explosión demográfica,
despobló los campos y los obreros llegaron para amontonarse en los suburbios de las grandes
ciudades industriales. Esta concentración humana, asociada con la miseria obrera y con la
desocupación (la "armada de reserva" descrita por Marx), contribuye a la emergencia de la
conciencia de clase en el seno del proletariado. Antes una miseria agrícola por lo menos igual,
posiblemente a menudo peor no arrastraba tales problemas sociales a causa de la ausencia de
concentración. Los paisajes se transformaron profundamente, las "ciudades hongo" se multiplican,
los grandes centros económicos se reconstruyeron, las regiones carboneras son desfiguradas, entre
otros cambios tormentosos.

El capitalismo se hace en el siglo XIX esencialmente familiar (a excepción de algunas grandes


sociedades ya evocadas). Los nombres de las grandes familias más conocidas industriales y
financieras en nuestros días evocan siempre este período: Rothschild, Schneider, Siemens, Agnelli,
etc. Es en una óptica familiar que se desarrolla el gran capitalismo: se ponen de acuerdo para evitar

14 http://es.wikipedia.org/wiki/Discusi%C3%B3n:Edad_Moderna. Consultado el 3 de junio de 2011


la dispersión de la empresa entre los herederos, mientras que las "fusiones" de la época se hacen
por la intervención de alianzas matrimoniales.

El desarrollo de la legislación sobre las sociedades anónimas (liberalización total en 1856 en el


Reino unido, 1867 en Francia y 1870 en Prusia), progresivamente permite a los capitales anónimos
juntarse a las grandes dinastías industriales.

Bajo la presión del desarrollo del movimiento obrero y de la cuestión social, el legislador tendrá que
reaccionar para mejorar las condiciones de vida de los trabajadores. Las leyes progresivamente van
a mejorar el tiempo de trabajo, las condiciones de trabajo, la edad mínima para trabajar, el acceso a
los cuidados, a la "jubilación", etc. Desde 1833 en el Reino Unido con la Factory Act, que limita el
trabajo de los niños de menos de 13 años, se dará un precedente para depurar estas situaciones.
Estos progresos humanos se hacen lentamente en el marco permanente de fuerzas encontradas.

Este período ve también desarrollarse de nuevas formas de solidaridad entre trabajadores que se
auto-organizan para hacer frente a un diario vivir duro. Las formas modernas de la economía social
se les desarrollan en oposición al capitalismo y les proponen servicios a los asalariados.
Primeramente, las primeras mutuales sirven para financiar los entierros, luego extienden su campo
de acción al financiamiento de los días de huelgas, luego a las bajas por enfermedad y retiros.

Ciertos grandes dueños no serán insensibles a la miseria del mundo obrero, y se harán ilustres por
su paternalismo, por su filantropía y sus métodos de trabajo tanto vanguardistas como competitivos.
Robert Owen comenzó así a poner las bases del movimiento cooperativo en su fábrica de New
Lanark, proponiéndoles a sus obreros tanto clases nocturnas, como jardines para sus niños.

La reputación e influencia de Smith fue menguando a medida que se extendía la industrialización 15.
No era ningún héroe para muchas personas que durante los siglos XIX y XX lucharon contra lo que
veían como la barbarie e injusticia que acompañaban a las economías de mercado del tipo laissez-
faire. Robert Owen, un próspero propietario de fábrica británico, creía que el capitalismo laissez-faire
por su misma naturaleza podía conducir sólo a la pobreza y la enfermedad. Fundó un movimiento
utópico, que propugnaba, en palabras de Owen, «aldeas de cooperación». En 1826, sus partidarios
fundaron New Harmony, Indiana. Irónicamente, las riñas entre residentes llevaron New Harmony al
colapso en menos de dos años. Pero el carisma de Owen siguió atrayendo a muchos seguidores
entre quienes sufrían para ganarse la vida en unos entornos de trabajo atroces.

Karl Marx desdeñaba a Owen y sus utopistas, pero no era ningún devoto de los seguidores de
Smith. Si bien lo atraía el rigor intelectual de Smith —en opinión de Marx, Smith y otros llamados economistas
clásicos habían descrito con acierto los orígenes y el funcionamiento del capitalismo, creía que el escocés había pasado
por alto lo principal, que el capitalismo no era más que un paso. Marx lo veía como una etapa histórica dentro de un
progreso inevitable hacia la revolución del proletariado y el triunfo del comunismo.

2.9 De la selección natural a justificar la eliminacion de los pobres

15
Greenspan , Alan, La Era de las turbulencias, Ediciones B, Barcelona, 2008, Pág. 283
El darvinista social más influyente de Gran Bretaña fue quizá Herbert Spencer16. Había nacido en
Derby, en el seno de una familia inconformista de clase media-baja, y profesó durante toda su vida
un profundo odio al poder estatal. Durante su Juventud formó parte de la plantilla del Economist,
semanario que defendía a ultranza la economía no intervencionista. También recibió la influencia de
los científicos positivistas, en especial de sir Charles Lyell, cuyos Principios de geología, publicados
en la década de los treinta del siglo XIX, describían con gran detalle fósiles con millones de años de
antigüedad. Por lo tanto, Spencer estaba bien preparado para, asumir la teoría darvinista, que
parecía unir de buenas a primeras las formas de vida más antiguas y las más modernas mediante un
solo hilo continuo. Fue Spencer y no Darwin, quien acuñó de hecho la expresión ―Supervivencia del
más apto‖, y se dio cuenta enseguida de cómo podía aplicarse el darvinismo al estudio de las
sociedades humanas. En este sentido, se mostraba inflexible. En lo referente a los pobres por
ejemplo, se oponía a toda ayuda estatal. En su opinión no eran aptos, y por tanto debían ser
eliminados: «Todos los esfuerzos de la naturaleza están encaminados a deshacerse de este tipo de
individuos, a limpiar el mundo de su presencia para dejar espacio a los más capaces». Expuso sus
teorías en una obra de gran repercusión. The Study of Socíology (1872-1873), que influyó
notablemente en el origen de la sociología como disciplina (la base biológica sobre la que estaba
escrito le confería un aspecto mucho más científico). Puede decirse casi con toda certeza que
Spencer es el darvinista social más leído; su fama se extendió tanto por los Estados Unidos como
por Gran Bretaña.

2.10 Malthus y ricardo dos alegres compadres

La aportación de Ricardo a la Humanidad fue evidente17. Nos presentó un mundo despojado de sus elementos
esenciales y lo expuso al examen de todos, dejando a la vista el mecanismo interior del reloj. Su fuerza radica en lo que
esto mismo tiene de irrealidad, porque esa desnuda estructura de un mundo grandemente simplificado, no sólo nos
descubrió las leyes de la renta, sino que puso también en claro las cuestiones vitales del comercio exterior, la moneda,
los impuestos y la política económica. Construyendo un mundo modelo. Ricardo proporcionó a los economistas la
herramienta poderosa de la abstracción, herramienta esencial en la vida cotidiana moderna, si es que aspiramos a
penetrar en ella y a comprender su mecanismo interno.

Malthus no tuvo nunca éxito en la construcción de un mundo abstracto, y de ahí que la parte duradera de su contribución
teórica haya sido más pequeña. Pero acertó a llamar la atención acerca del pavoroso problema de la población humana,
y únicamente por esa razón su nombre sobrevive todavía. Intuyó también, aunque no supiese explicarlo, el problema de
las depresiones económicas generales que vendría a preocupar a los economistas un siglo después de aparecer su
libro.

Los problemas que ambos hombres debatieron entre sí están, en cierto sentido, muertos. Para el mundo occidental por
lo menos, la cuestión de la población no constituye en la actualidad una preocupación inmediata –aunque en el Oriente
sea un problema candente-, y la del dominio de la economía por los terratenientes es tan solo una curiosidad de libro de
texto. Pero Malthus y Ricardo consiguieron entre ambos algo asombroso: transformaron un mundo optimista en un
mundo pesimista. Después de ellos fue ya imposible contemplar el universo del género humano como un palenque en el
que las fuerzas naturales de la sociedad traerían inevitablemente una vida mejor para todos. Al contrario, aquellas
fuerzas naturales que en un tiempo parecieron dispuestas a propósito para traer a este mundo la armonía y la paz,
ofrecieron desde entonces un aspecto maligno y amenazador. Parecía que si la Humanidad no gemía bajo una

16
Watson, Peter, Historia intelectual del siglo XX, Critica, Barcelona, 2007, Pág. 54

17
Heilbroner, Robert L, Vida y doctrina de los grandes economistas, volumen I Orbis, Barcelona, 1985, Pág. 140.
inundación de bocas hambrientas, estaría condenada a sufrir bajo una avalancha de artículos faltos de compradores. Lo
mismo en un caso que en otro el resultado de una larga lucha por el progreso sería un mundo sombrío en el que el
trabajador se limitaría a la simple subsistencia; el capitalista vería frustrados sus afanes, y el terrateniente disfrutaría a
dos carrillos de su botín inmerecido y cada vez mayor.

No fue pequeña hazaña el que sólo dos hombres convencieran al mundo de que el paraíso en que
éste vivía era una pura ficción. Lo lograron, sin embargo, y tan convincentes fueron las pruebas
aportadas por ellos, que los hombres emprendieron la tarea de buscar una salida a al callejón de la
sociedad pero no dentro del marco de las que se suponían leyes naturales, sino en pugna con éstas.
Malthus y Ricardo habían demostrado que la sociedad abandonada a sí misma, acabaría convirtiéndose en
una especie de infierno en el que los hombres se limitarían a un simple subsistir. No es de extrañar, pues, que los
reformadores se dijesen: si esto es así, nosotros lucharemos con todas nuestras fuerzas contra las tendencias naturales
de la sociedad. Si abandonándonos a la corriente vamos a encallar entre las rocas, nadaremos contra la corriente; razón
por la cual los socialistas utópicos renunciaron a la firme creencia en la rectitud esencial del mundo en que vivían.

Malthus y Ricardo fueron, en cierto sentido, los últimos de una generación que tenía puesta su fe en
la razón, el orden y el progreso. No fueron ni apologistas ni defensores de un orden que a ellos les
parecía defectuoso. Pero sí imparciales, manteniéndose al margen y por encima del flujo social, para
seguir, de ese modo, con ojos desinteresados, la dirección de su corriente. Y cuando lo que veían
resultaba desagradable, no era a ellos a quienes había que culpar.

Porque ambos eran hombres de una honradez escrupulosa, que seguían la huella de sus ideas sin
importarles adónde los llevaba. Una prueba puede ser la nota de pie de página en que Malthus
pone de relieve que Ricardo, el enemigo de los terratenientes, era personalmente propietario de
tierras: ―No deja de ser extraño que el señor Ricardo, que cobra rentas importantes, mire tan por lo bajo la importancia
nacional de los terratenientes; y que yo, que jamás he cobrado una renta, ni espero cobrarla, haya de verme
probablemente acusado de exagerar su importancia. Esa diferencia entre nuestra posición social y nuestras opiniones
servirá, por lo menos, de prueba de nuestra sinceridad mutua, y proporcionará una fuerte presunción de que
cualesquiera que hayan sido los prejuicios que pudieran influir en nuestras mentes al formular nuestras doctrinas, no han
sido, cuando menos, unos prejuicios inconscientes nacidos de la situación social y del interés, que suelen ser los que
más fácilmente influyen en el hombre‖.

Tuvieron varias confrontaciones, pero la raíz de los desacuerdos entre Ricardo y Malthus estaba en el hecho de que se
planteaban interrogantes distintos18. Para Malthus el problema era ¿cuánto hay? Para Ricardo, el problema era la
cuestión mucho más explosiva de ¿qué se lleva cada cuál?

2.11 Los socialistas utópicos.

En contradicción con los comunistas19, los socialistas utópicos, eran unos reformadores alentados
por la esperanza de convencer a los miembros de las clases superiores de que estas mismas
saldrían, en último término, ganando con los cambios sociales que ellos proponían. Los comunistas
hablaban a las masas e instaban a la violencia, si esta fuese necesaria, para alcanzar sus objetivos;
los socialistas parecían hacer un llamamiento a las gentes de su propia clase; es decir, a los
intelectuales, a la pequeña burguesía, a los ciudadanos librepensadores de la clase media y a la
aristocracia emancipada intelectualmente. Entre todos ellos buscaban seguidores para sus
proyectos. Hasta el propio Robert Owen confiaba en lograr que los fabricantes de hilados y de
tejidos, compañeros suyos, abriesen los ojos a la luz.

18
Ibíd.Pág.146
19
Ibíd.Pág. 180
Se trataba de reformadores de índole económica. Creadores de utopías habían existido ya desde
Platón, pero hasta la Revolución francesa no empezaron a reaccionar en presencia de las injusticias
económicas, lo mismo que en presencia de las injusticias políticas. Y puesto que el primitivo
capitalismo era el que proporcionaba la cámara de horrores contra la que ellos se sublevaban,
entonces volvieron la espalda tranquilamente a la propiedad privada y a la lucha por la riqueza
personal. Pocos de estos socialistas utópicos pensaban en una reforma dentro del sistema.
Recuérdese a este respecto que vivían en la edad de las primeras leyes para suavizar el régimen de
las fábricas, y que estas reformas fueron conseguidas a regañadientes y con dolorosos esfuerzos y
que solían quebrantarse la mayor parte. Los socialistas utópicos querían algo mejor que una
reforma; querían una sociedad nueva en la que la norma del «amarás a tu prójimo» tomase en cierto
modo la prioridad sobre la ruin fórmula de cada cual para sí mismo. La piedra de toque- del-progreso
humano había que encontrarla en la comunidad de bienes, en el calor de todos para todos.

Eran hombres animados de la mejor voluntad. Sin embargo, a pesar de todos sus buenos propósitos y de sus fervorosas
teorías, a los socialistas utópicos faltábales el sello de la respetabilidad; necesitaban el imprimatur de alguien que de
corazón estuviese con ellos, pero que tuviera la cabeza algo más firme sobre los hombros. Encontraron ese alguien en la
persona que menos cabía esperarlo, en la conversión final al socialismo del que –por consenso común de las
mayores personalidades- era el más grande economista de su época: Jhon Stuart Mill.

2.12 El fabuloso Jhon Stuart Mill

J. S. Mill es un personaje fabuloso. Era hijo de James Mill, historiador, filósofo, panfletario, amigo
íntimo de Ricardo y de Jeremías Bentham, y una de las inteligencias más destacadas de principios
del siglo XIX. James Mill tenía ideas concretas sobre casi todos los problemas, y especialmente en
lo referente a la educación. Su hijo John Stuart Mill fue el increíble fruto de tales ideas.

John Stuart Mill nació el año 1806, y en 1809 (no en 1819, fíjese bien el lector) empezó a aprender el
griego. A los siete años había leído ya casi todos los diálogos de Platón. Al siguiente año empezó el
estudio del latín, y para entonces ya había digerido a Herodoto, Jenofonte, Diógenes Laertius y, en
parte, a Luciano. Entre los ocho y los doce años llevó a cabo el estudio de Virgilio, Horacio, Livio,
Salustio, Ovidio, Terencio, Lucrecio, Aristóteles, Sócrates y Aristófanes; dominaba la geometría, el
álgebra y el cálculo diferencial; había escrito una historia de Roma, un epítome de historia universal
antigua, una historia de Holanda, y algunas poesías. En su célebre Autobiografía dejó escrito: «Yo
no escribí nada en griego, ni siquiera prosa, y muy poco en latín, y eso no porque mi padre fuese
indiferente a la práctica de ambas cosas..., sino porque en realidad no era el momento para ello.»

A la «madura» edad de doce años, Mill se puso a estudiar lógica y las obras de Hobbes. A los trece
estudió a fondo todo lo que había que estudiar en el campo de la economía política.

Fue una educación extraordinaria, y comparada con las normas que hoy rigen, horrenda. No
tuvo vacaciones,
«para que no se quebrantase el hábito del trabajo y no adquiriese el gusto de la ociosidad»; no tuvo
amigos de adolescencia, y ni siquiera pudo advertir que su educación y adiestramiento fuesen muy
distintos a los de los muchachos normales. No constituye ningún milagro el que más tarde Mill
produjese grandes obras, sino el que lograra evitar la destrucción completa de su personalidad. A los
veintitantos años sufrió una especie de abatimiento nervioso; aquel mundo delicado, seco e
intelectual, de trabajo y de esfuerzo, en que se había nutrido, se hizo pronto estéril e insatisfactorio,
y mientras otros jóvenes tenían que descubrir que en la actividad intelectual podía haber belleza, el
pobre Mill hubo de descubrir que podía existir belleza en la belleza. Cayó en un acceso de
melancolía; leyó a Goethe, después a Wordsworth, luego a Saint-Simon; es decir, a escritores que
hablaban del corazón con la misma seriedad que su padre había hablado del cerebro. Y de pronto
conoció una mujer, Harriet Taylor.

Lo malo es que existía cierto señor Taylor. Pero a éste se le ignoró; Harriet Taylor y John Mill se
enamoraron, y por espacio de veinte años mantuvieron correspondencia, viajaron juntos, e incluso
vivieron juntos..., todo ello (si hemos de creer lo que revela su mutua correspondencia) dentro de
una perfecta pureza. Un buen día desapareció la barrera constituida por el señor Taylor, debido al
fallecimiento de éste, y los enamorados pudieron por fin contraer matrimonio.

Fue una pareja superlativa. Harriet Taylor y su hija Helen, hizo culminar en Mill el despertar
emocional que tan tardío se había manifestado; abrió los ojos de Mill a los derechos de la mujer y, lo
que es todavía más importante, a los derechos humanos. Después de la muerte de Harriet,
meditando Mill en la historia de su propia vida, señaló el extraño contraste entre su esposa y el
padre de él, y de qué manera habían convergido en él ambas influencias, y escribió: «Quien, ahora o
más adelante, se ponga a pensar en mí y en la obra por mí realizada, no deberá olvidar nunca que
esta no es producto de una inteligencia y de una conciencia únicas, sino de tres.»

Hemos dicho ya que Mill aprendió cuanto había que aprender de economía política a la edad de trece años; pero sólo
treinta años más tarde escribió su gran obra, los dos volúmenes, extensos y magistralmente escritos, que se titulan
Principios de economía política. Era cual si hubiese acumulado treinta años de saber justamente para este propósito.

El libro es un examen completo de ese campo de la ciencia: aborda el tema de la renta, de los
salarios, de los precios y de los impuestos, y desanda los caminos que habían sido trazados
primeramente por Smith, Malthus y Ricardo. Pero el trabajo de Mill no se limita, ni mucho menos, a
poner al día doctrinas que ya para entonces estaban consagradas virtualmente como dogmas. Mill
realiza un descubrimiento de importancia monumental, porque saca a la luz un principio que
rescatará para siempre a la economía de la categoría de ciencia lúgubre.

Como tantas otras grandes intuiciones, ese descubrimiento era muy sencillo. Consistía en poner de
relieve que la verdadera jurisdicción de las leyes económicas abarcaba la producción, pero no la
distribución.

Lo que Mill quiso decir estaba muy claro, a saber: que las leyes económicas de la producción eran
cosa que dependía de la propia Naturaleza. No hay nada de arbitrario en afirmar que la mano de
obra resulta más productiva en un empleo que en otro, ni hay nada de caprichoso y susceptible de
opción en fenómenos económicos tales como la fertilidad mayor o menor de las tierras. La escasez y
la infecundidad de la Naturaleza son cosas reales, y las normas económicas de acción que nos
enseñan cómo se puede llegar a la fructificación máxima de nuestro trabajo son tan impersonales y
tan absolutas, como las leyes de la expansión de los gases, o las de la acción mutua de las
sustancias químicas.

Pero —y no hay en economía otro pero mayor— las leyes económicas nada tienen que ver con la
distribución. Una vez que hemos producido riqueza en el mayor grado posible, podemos hacer con
ella lo que bien nos parezca. Mill dice: «Las cosas están ahí; la Humanidad, individual o
colectivamente, puede hacer con ellas lo que guste; puede ponerlas a disposición de quien le plazca,
y en las condiciones que quiera...; ni siquiera lo que una persona ha producido por su esfuerzo
individual y sin ayuda de nadie, puede ser guardado por ella sin permiso de la sociedad. No sólo
puede ésta quitárselo, sino que también otros individuos podrían arrebatárselo, si quisiesen, o si la
sociedad no empleara y pagara a determinadas personas para que éstas evitasen que aquel
productor se viese perturbado en la posesión de lo que había producido. De modo, pues, que la
distribución de la riqueza depende de las leyes y costumbres que rigen en la sociedad. Las normas
mediante las cuales se halla determinada esa distribución son tales y como las crean la opinión y el
sentimiento de la parte rectora de la comunidad, y han sido muy distintas en las diferentes épocas y
países, y aún podrían serlo más si así lo quisiera la Humanidad.

Era este un golpe mortal para los discípulos de Ricardo que habían dado rigidez a sus descubrimientos objetivos,
convirtiéndolos en una apretada camisa de fuerza de la sociedad. Lo que Mill afirmaba era de una evidencia y
transparencia totales..., una vez que él lo dijo. Nada importaba que, por efecto de la acción «natural» de la sociedad,
bajasen los salarios, se igualasen los beneficios, subiesen las rentas, etc. Si la sociedad no aprobaba esos resultados
«naturales» de sus actividades, no tenía que hacer más que cambiarlos. La sociedad podía establecer impuestos, dar
subsidios, e incluso expropiar y redistribuir. Podía entregar toda su riqueza a un rey, o establecer un gigantesco asilo de
caridad; podía cuidar de que no faltasen los estímulos, o podía prescindir de ellos, corriendo con los riesgos que eso
significaba. Pero, hiciese lo que hiciese, no existía una distribución que pudiera llamarse «exacta», acertada, o, por lo
menos, no existía una distribución en que la economía tuviese títulos para intervenir. No había por qué alegar leyes
económicas para justificar la manera que la sociedad tiene de disponer de sus frutos; no había otra cosa que unos
hombres que compartían la riqueza producida por ellos como mejor les parecía.

Era el de Mill un descubrimiento de consecuencias profundas, pues elevaba todo el debate económico por encima del
sofocante plano de unas leyes impersonales e inevitables, colocándolo de nuevo en el campo de los principios éticos
morales. Después de Mill, los economistas podían discutir si los hombres merecían tal o cual remuneración alegando
este o el otro razonamiento, pero ya nunca más podrían pretender que una determinada fuerza aritmética abstracta tenía
decretado que las cosas debían ser de esa manera.

Este descubrimiento no convirtió a Mill en socialista, en el propio sentido que sus hermanos, los
socialistas utópicos, por la sencilla razón de que el hecho de que la sociedad pudiera reorganizar la
distribución como mejor le pareciese no quería decir que esa sociedad tuviese que volcar el carro de
las manzanas. Mill opinaba que el mundo podía progresar dentro del marco estructural que tenía, y
no le inspiraba fe la reorganización total del Estado. Por eso escribía:

«Confieso que no me encanta el ideal de vida que proclaman quienes piensan que la lucha por la
subsistencia es el estado normal de los seres humanos; que el pisotear, aplastar, dar codazos y
pisarse unos a otros, cosa que constituye la presente forma de la vida social, sea lo mejor que puede
acaecerle al género humano, ni que constituyen otra cosa que síntomas desagradables de una de
las etapas del progreso industrial.»

Pero la repugnancia que le inspiraba ese mundo no le hacía cerrar los ojos a otra realidad: «Es sin
duda preferible que las energías del género humano se mantengan en actividad mediante el forcejeo
por las riquezas, como lo estuvieron antiguamente por la guerra, hasta que unas inteligencias
superiores consigan educar a los demás en cosas mejores; se evita por lo menos que se
enmohezcan y estanquen. Mientras las almas sean toscas, necesitarán estímulos toscos y habrá
que dárselos.»

Era la de Mill una filosofía de resignación y de esperanza. Mill tenía fe suprema en la capacidad de
los hombres para controlar sus destinos por medio de la razón. Creía que las clases trabajadoras
acabarían por abrir los ojos y ver el espectro malthusiano, y que entonces se decidirían alegres y
voluntariamente a controlar la natalidad en sus familias. Si se lograba salvar esa valla, todo lo demás
resultaría sencillo, porque la afirmación de Mill de que la distribución no obedecía a otras leyes que a
las de la voluntad humana, permitía contemplar el mundo como algo capaz de progresar. El mundo
alcanzaría finalmente un nivel estacionario, porque los beneficios desapa recerían y ya no se produciría un
crecimiento mayor, pero siempre era posible realizar mejoras dentro de la escala de riquezas existentes. El Estado le
impediría al terrateniente recoger un beneficio no ganado por él mismo, y anularía las herencias mediante impuestos; los
hombres se apartarían entonces de sus luchas por conseguir la riqueza y se dedicarían al cultivo de las artes y de la vida
misma.

No sería aquello un socialismo a ultranza. Mill confesaba que la propiedad cometía ciertos abusos, pero también veía
que el sistema de la propiedad hallábase en su infancia y que podía ser objeto de refinamientos; quizá los abusos no
eran cosa inherente a la institución misma. Por otro lado, Mill veía un peligro en el sistema llamado comunismo. Aunque
este proclamaba su superioridad en el terreno de la economía, Mill intuía en él una amenaza que no era económica, pero
que tenía importancia suprema, y dio expresión a sus recelos en unos párrafos de honda penetración en el futuro:

No se pueden calibrar las pretensiones del comunismo comparándolas con el actual estado detestable de la sociedad...
El problema radica en si quedará dentro de ese sistema algún asilo reservado a la individualidad del carácter; en si la
opinión pública no vendrá a ser un yugo tiránico; en si la absoluta dependencia de cada uno en todos, y la vigilancia de
cada uno por todos, no acabará reduciendo el conjunto a una mansa uniformidad de pensamientos, sentimientos y
acciones... No puede existir en estado saludable ninguna sociedad en la que se considere lo excéntrico como digno de
censura.

Mill vivió hasta el año 1873, venerado y casi convertido en un objeto de culto. Se le perdonaron sus
suaves inclinaciones socialistas, en compensación al gran panorama de esperanzas que había descubierto y al haber
hecho desaparecer el catafalco de la desesperación. En fin de cuentas, lo que Mill propugnaba era cosa que casi todos
podían comprender y aceptar sin demasiado horror, a saber: el impuesto sobre las rentas, los impuestos sobre las
herencias y la formación de cooperativas de trabajadores. Mill no era muy optimista en cuanto a las posibilidades de los
sindicatos, y eso le hacía todavía más aceptable, teniendo en cuenta la opinión predominante entonces entre las gentes
respetables. La de Mill era una doctrina inglesa hasta el tuétano: evolucionista, optimista, realista y despojada de
radicalismos chillones.

La obra Principios de economía política constituyó un éxito enorme. Durante la vida del autor
alcanzó siete ediciones, a pesar de lo costoso de los dos volúmenes; además, y esto caracteriza a
Mill, este había hecho imprimir la obra por cuenta propia en un solo volumen barato, para ponerla al
alcance de la clase trabajadora. Se hicieron cinco de estas ediciones baratas y se agotaron en vida
del autor. Mill quedó convertido en el máximo economista de su época; se hablaba de él como del
auténtico sucesor y heredero de Ricardo, y se afirmaba que podía mantener, sin desdoro, el
parangón con el mismo Adam Smith.

2.13 Alguien tenía que tirarse la fiesta de los capitalistas: los comunistas
En 1848 se publicó el manifiesto del partido comunista

Las clases rectoras temblaron y vieron la amenaza del comunismo por todas partes 20. No carecían
de base sus temores. Los obreros de las fundiciones francesas cantaban himnos revolucionarios al
compás de los golpes de sus mandarrias. Enrique Heine, el romántico poeta alemán que por aquel
entonces realizaba una gira por las fábricas, informaba que «realmente las gentes de nuestra buena
sociedad no pueden imaginarse la nota demoníaca que vibra en todas esas canciones».

Sin embargo, a pesar de la clarinada de las palabras del Manifiesto, las notas demoníacas no eran

20
Ibíd.Pág. 202
un toque de llamada a una revolución comunista; eran un grito nacido de la frustración y de la
desesperación. Porque toda Europa se encontraba en las garras de una reacción que, comparada
con la situación que reinaba en Inglaterra, hacía aparecer a ésta como un auténtico idilio. John
Stuart Mill había calificado al Gobierno francés de «carente en absoluto de todo espíritu de
mejoramiento y... forjado casi exclusivamente por los impulsos más ruines y egoístas del linaje
humano»; y los franceses no tenían el monopolio de estos títulos a la fama. Por lo que respecta a
Alemania, ya avanzada la cuarta década del siglo XIX, Prusia aún no tenía Parlamento, se carecía
de libertad de palabra y del derecho de reunión, no existía libertad de Prensa ni juicio por jurados, ni
se toleraba idea alguna que se desviase, ni en el grueso de un cabello, del rancio concepto del
derecho divino -de los reyes. Italia era un país fragmentado en anacrónicos principados. La Rusia de
Nicolás I (a pesar de la visita que el zar había hecho a las instituciones de New Lanark, de Robert
Owen) fue calificada por el historiador De Tocqueville de «piedra angular del despotismo en
Europa».

Si la desesperación hubiese sido canalizada y dirigida, quizá las notas demoníacas hubieran
adquirido un timbre auténticamente revolucionario. Pero las sublevaciones fueron espontáneas, indisciplinadas y a
la ventura; lograron victorias iniciales, pero luego no supieron qué hacer con ellas, y el orden viejo, después de un
vaivén, volvió a su antigua posición. El fervor -revolucionario menguó y, donde no ocurrió así, fue aplastado de manera
implacable. Las muchedumbres alborotadas de París fueron sometidas por la Guardia Nacional, al precio de diez mil
bajas. Luis Napoleón se hizo cargo del gobierno del país, y no tardó en cambiar la Segunda República por el Segundo
Imperio. El pueblo de Bélgica llegó a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era pedir al rey que siguiese en su
puesto, y el rey pagó ese homenaje aboliendo el derecho de reunión. Las multitudes vienesas y húngaras fueron
desalojadas a cañonazos de sus reductos, y en Alemania, una asamblea constitucional que había estado debatiendo
valerosamente la cuestión de si debería constituirse en República, acabó fraccionándose en grupos que entablaron
disputas enconadas, y llegó a la ignominia de ofrecer el país a Federico Guillermo IV de Prusia. Y la ignominia fue mayor
aún cuando ese monarca declaró que no aceptaba una corona que le era ofrecida por las manos innobles de gentes
plebeyas.

Así acabó la revolución, que había sido feroz y sangrienta, pero que no cuajó en nada. Hubo en Europa algunas caras
nuevas, pero las normas políticas siguieron siendo más o menos iguales.

Pero a un pequeño grupo de dirigentes de la clase trabajadora, que acababan de fundar la Liga Comunista, todo aquello
no les produjo profunda desesperación. Es cierto que la revolución en que habían puesto tan grandes esperanzas había
fracasado, y que los aislados movimientos extremistas de Europa veíanse perseguidos más implacablemente que antes.
Sin embargo, todo eso podía mirarse con cierta ecuanimidad, porque, según sus teorías de la Historia, los
levantamientos de 1848 no eran sino ensayos en pequeña escala de la gigantesca obra que se pondría en escena más
adelante, y no les cabía la mínima sombra de duda del éxito que alcanzaría aquel espectáculo catastrófico.

La Liga acababa de publicar su declaración de objetivos, a la que llamó el Manifiesto Comunista. A pesar de
sus gritos de combate y de sus frases cortantes, el Manifiesto no había sido escrito simplemente para aguijonear el
sentimiento revolucionario, o para sumar una voz más de protesta al clamor de voces que ya rasgaban el aire. El
Manifiesto pretendía algo más: estaba animado por una filosofía de la historia, de acuerdo con la cual no sólo era
conveniente una revolución comunista, sino que también podía demostrarse que era inevitable. A diferencia de los
socialistas utópicos que aspiraban igualmente a reorganizar la sociedad de una manera más acomodada a sus deseos,
los comunistas no hacían llamamientos a las simpatías de la gente, ni a su partidismo, para levantar castillos en el aire.
Por el contrario, ofrecían a los hombres la ocasión de acoplar sus destinos a una estrella y ver cómo esa estrella se movía
inexorablemente a través del zodíaco histórico. No se trataba ya de una lucha en la que uno u otro de los dos bandos
tuviese que ganar por razones morales o sentimentales, o porque creyese que el orden existente era afrentoso. Al
contrario se había hecho un análisis frío del bando que tenía que ganar, y los dirigentes del proletariado no tenían otra
cosa que hacer sino esperar, ya que el triunfo habría de ser para el proletariado. Tan cierto como dos y dos son cuatro, el
desenlace final tenía que producirse a su favor.

El Manifiesto era un programa escrito para el futuro. Una cosa, sin embargo, habría sorprendido a
sus autores. Ellos estaban dispuestos a esperar, pero no setenta años, puesto que ya entonces
escudriñaban toda Europa en busca del país en que más probablemente se incubaría la revolución.
Y ni siquiera una vez se les ocurrió volver por un instante la vista hacia Rusia.

El Manifiesto, como todo el mundo sabe, fue hijo del cerebro de un genio colérico: Carlos Marx. Para
ser más exactos, fue obra de la colaboración de Marx y de su extraordinario compañero,
compatriota, partidario y colega, Federico Engels.

En esa etapa del capitalismo estas palabras del manifiesto podrían llenar de entusiasmo a muchos
que padecían los rigores del sistema y quizás los llenaba de esperanzas: Ser capitalista21 significa
ocupar, no solo una posición personal en la producción, sino también una posición social. El capital
es un producto colectivo; no puede ser puesto en movimiento sino por la actividad conjunta de
muchos miembros de la sociedad y, en último termino, solo por la actividad conjunta de todos los
miembros de la sociedad.

El capital no es, pues, una fuerza personal; es una fuerza social.

Os horrorizáis que queramos abolir la propiedad privada22. Pero en vuestra sociedad actual la
propiedad privada esta abolida para las nueve décimas partes de sus miembros. Precisamente
porque no existe para esas nueve décimas partes, existe para vosotros. Nos reprocháis, pues, el
querer abolir una forma de propiedad que no puede existir sino a condición de que la inmensa
mayoría de la sociedad sea privada de propiedad.

En una palabra, nos acusáis de que querer abolir vuestra propiedad. Efectivamente, eso es lo que
queremos

E Incluía diez Medidas a adoptar23: entre otras, abolición del derecho de herencia, educación
pública y gratuita de todos los niños

De las 10 medidas que son en verdad fuertes y hablan de expropiaciones, un control total de los
medios de producción, obligación a trabajar, etc. Estas dos llaman la atención por que son digamos
que no tan violentas e implican unas acciones diferentes. En el caso de las herencias considero que
es igualar al hombre desde su nacimiento y parece una acción legítima. Con respecto a la educación
gratuita, es lo más democrático y justo que podemos hacer para darle las mismas oportunidades a
toda la población, tanto que esa medida se aplica hoy en los países capitalistas.

Y remata: En fin los comunistas trabajan en todas partes por la unión y el acuerdo entre los partidos
democráticos de todos los países24. Los comunistas consideran indigno ocultar sus ideas y
propósitos. Proclaman abiertamente que sus objetivos solo pueden ser alcanzados derrocando por la
violencia todo el orden social existente. Las clases dominantes pueden temblar ante una revolución
comunista. Los proletarios no tienen nada que perder en ella más que sus cadenas. Tienen en
cambio, un mundo que ganar
21
Marx, Carlos,/ Engels, Federico, Manifiesto del partido comunista, Panamericana, Bogota, 2007,Pág. 43,

22
Ibíd.Pág. 45
23
Ibíd.Pág. 54,
24
Ibíd.Pág. 76
Esta promesa, tan hermosa, jamás se cumplió. El comunismo no pudo ganar ningún mundo y sí
condenó a millones de millones de seres humanos al sufrimiento y a la muerte.

Sin embargo, ambos son hombres interesantes, y, desde luego, de importancia enorme. 25 La
dificultad estriba en que tanto uno como otro se han convertido ya en algo más que hombres; Marx,
como ser humano, se halla oscurecido por Marx, figura representativa; y Engels aparece envuelto en
la sombra de Marx. Si hemos de guiarnos en nuestro juicio por el recuerdo del número de frentes
inclinadas en reverente adoración, Marx debe ser considerado como una figura religiosa
parangonable a la de Cristo o a la de Mahoma, y Engels viene a convertirse en una especie de San
Pedro o de San Juan. En el Instituto Marx-Engels, de Moscú, hombres doctos se enfrascaron en el
estudio de sus obras con idolatría igual a la que ellos ridiculizan en los museos antirreligiosos
abiertos en la misma calle; pero mientras Marx y Engels fueron canonizados en Rusia, en una gran
parte del mundo siguen crucificándolos.
No merecen ni lo uno ni lo otro, porque no fueron ni santos ni demonios. Tampoco su obra es un libro santo, ni objeto de
execración. Se halla situada en la gran línea de puntos de vista económicos que han venido sucesivamente clarificando,
iluminando e interpretando nuestro mundo; y, al igual que las demás grandes obras de esa clase, no carece de fallos, ni
está desprovista de méritos.

Hoy, después de la retirada del comunismo, no se cumplieron sus predicciones de que el capitalismo estaba condenado
de una manera fatal e inevitable al colapso.

2.14 La economía del bajo mundo

Las ideas que no logran aceptación del statu quo van quedando en una especie de mundo subterráneo. Marx, Malthus y
otro que veremos a continuación

Aquel mundo subterráneo26, aquel sótano de la economía, era mucho más interesante que el mundo
de las serenas regiones superiores. Abundaban en él las personalidades maravillosas y mostraba
una rara y exuberante vegetación de ideas. Por ejemplo, en ese mundo vivió un hombre que ha sido
casi olvidado en la marcha de las ideas económicas. Se trata de Frédéric Bastiat, francés
encantador, que vivió de 1801 a 1850, y que en ese espacio de tiempo, del que sólo abarca una parte pequeña
su vida literaria —seis años—, aplicó a las materias económicas la más destructora de todas las armas: el rídiculo.

Ves esta casa de orates que es el mundo, dice Bastiat. Es capaz de enormes esfuerzos y de
construir túneles que atraviesan montañas para unir dos naciones. Pero ¿qué hace luego? ¡Después
de haber trabajado poderosamente para facilitar el intercambio de mercancías, coloca guardias de
aduanas a uno y otro lado de la montaña y pone todas las dificultades imaginables para evitar que
las mercancías crucen por ese túnel!

Bastiat poseía el don de poner de relieve los absurdos; su libro Sofismas económicos supo llevar el
tema de la economía al punto más próximo al humorismo. Por ejemplo, cuando se discutió en la
Asamblea francesa el proyecto de ferrocarril París-Madrid, un cierto señor Simiot sostuvo la idea de
25
Heilbroner, Robert L, Vida y doctrina de los grandes economistas, volumen I Orbis, Barcelona, 1985, Pág 202.

26
Heilbroner, Robert L, Vida y doctrina de los grandes economistas, volumen II Orbis, Barcelona, 1985, Pág. 16.
que la línea debería tener en Burdeos una discontinuidad, porque esa interrupción de la línea
reportaría cuantiosos beneficios a los mozos de cuerda, comisionistas, hoteleros, gabarreros, etc.,
de Burdeos, y enriqueciendo a Burdeos, enriquecería a Francia. Bastiat se lanzó con avidez sobre la
idea. «¡Magnífico! —exclamó—. Pero no nos detengamos en Burdeos. Si Burdeos tiene derecho a
beneficiarse de ese boquete en la línea, también Angulema, Poitiers, Tours, Orleans... deben tener
sus correspondientes boquetes, puesto que redundan en interés general...

Jamás se ha escrito defensa del libre cambio más eficaz 27, aunque fuese fantástica. Pero Bastiat no
protestaba sólo contra las tarifas proteccionistas de aduanas, sino que además se burlaba de todas
las formas hipócritas del pensamiento económico. Cuando en 1848 empezaron los socialistas a
predicar sus ideas para la salvación de la sociedad, anteponiendo su pasión por las mismas a su
practicabilidad, Bastiat los atacó con armas idénticas a las que había empleado contra el régimen. Y
escribió: «Todos quieren vivir a costa del Estado. Pero olvidan que es el Estado quien vive a costa
de todos.»

Mas el blanco preferido de sus tiros, el sofisma que él más odiaba, era que se razonase el apetito
individual de ganancias, disimulándolo bajo la capa de una tarifa proteccionista implantada para el
«bien de la nación». Sentía placer especial en demoler la falacia en que se apoyaban quienes
pedían que se establecieran barreras en el comercio, basándose para ellas en razones propias de la
economía liberal. Cuando el Gobierno francés propuso que se elevaran los aranceles sobre los
paños importados, con objeto de «proteger» al obrero nacional, Bastiat replicó con esta deliciosa
paradoja:

«Haced aprobar una ley que obligue a lo siguiente —decía Bastiat dirigiéndose al ministro de
Comercio : Quedará prohibido, de aquí en adelante, el empleo de vigas y de costaneras que no
hayan sido desbastadas con hachas romas. De esa forma, si en la actualidad se desbasta una viga
con cien golpes de hacha, entonces, haciéndolo con una herramienta sin filo, se necesitarían
trescientos golpes. El trabajo que hoy hace el obrero en una hora, le llevaría entonces tres. ¡Qué
recurso más eficaz para estimular al trabajador!... Y todo el que de hoy en adelante quiera disponer
de un tejado bajo el cual cobijarse, tendrá que cumplir con estas condiciones que se le impondrían,
tal y como precisa cumplir ahora con las que ya habéis impuesto a cuantos quieren cubrirse las
espaldas con un traje.»

Sin embargo, a pesar de sus burlas incisivas, poca fue la eficacia práctica que tuvieron sus críticas.
Marchó a Inglaterra para entrevistarse con los dirigentes del movimiento librecambista, y a su
regreso fundó en París una organización similar. Pero sólo duró dieciocho meses, porque Bastiat no
tuvo nunca dotes de organizador.

Llegó, entre tanto, el año 1848, y Bastiat fue elegido miembro de la Asamblea Nacional. Para
entonces creyó percibir el peligro en el otro extremo; es decir, temió que las gentes diesen
demasiada importancia a las imperfecciones del sistema y se lanzaran ciegamente hacia el
socialismo. Empezó a escribir un libro titulado Armonías económicas, en el cual se proponía
demostrar que el desorden aparente del mundo era sólo superficial; que el impulso de mil agentes
distintos que perseguían su propio interés, transformábanse, debajo de la superficie, en un elevado

27
Ibíd.Pág. 20
orden social. Pero la salud de Bastiat había empeorado de mala manera. Apenas si podía respirar, y
su rostro tenía la lividez característica de su enfermedad. Se trasladó a Pisa y allí tuvo ocasión de
leer en los periódicos la noticia de su propia muerte y las vulgares expresiones de pesar de que iba
acompañada la información; es decir, las lamentaciones por el fallecimiento «del gran economista»,
del «ilustre autor»... Con ese motivo le escribió a un amigo suyo: «Gracias a Dios, no he muerto. Le
aseguro que exhalaría mi último aliento sin pesar y casi con alegría, si tuviera la certidumbre de
dejarles a los amigos que me aman, no una viva aflicción, sino un recuerdo amable, cariñoso y un
tanto melancólico.» Y forcejeó por acabar su libro antes que se acabase su vida. Pero era ya
demasiado tarde. Murió el año 1850, y sus últimas palabras, que apenas llegaron a un cuchicheo,
fueron, según creyó percibir el sacerdote que le escuchaba: «Verdad, verdad...» .

Dentro de la constelación de economistas, Bastiat es una figura muy pequeña. No fue un fanático, ni
un reformador lanzado a una cruzada, ni siquiera el constructor de un gran sistema. Su misión
consistió, a lo que parece, en pinchar las pompas de jabón de su época; pero detrás de sus burlas y
de su ingenio surge la conturbadora pregunta: ¿no es el sistema, en ocasiones, un absurdo? ¿No
existen paradojas en que chocan el bien público y el privado? ¿Podemos tener fe en el mecanismo
automático del interés privado, si éste se encuentra pervertido a diestro y siniestro por el mecanismo
—que nada tiene de automático— de la estructura social que aquél levanta?

2.15 Imperialismo

El elemento oficial del mundo de la economía permanecía ajeno al asunto 28, contemplando con
ecuanimidad el proceso del desarrollo imperial y limitándose a determinadas observaciones sobre la
influencia que las nuevas posesiones ejercerían en el curso del comercio. Tuvo también que ser el
mundo bajo de los economistas el que siguiese con vivísimo interés este nuevo fenómeno histórico.
Y esos economistas del mundo bajo vieron en aquella carrera mundial por el dominio algo muy
distinto del simple y excitante choque de la política o de los caprichos inexplicables de los
gobernantes.

Vieron que la corriente del capitalismo tomaba una dirección completamente diferente; más aún,
advirtieron que el imperialismo marcaba un cambio en el carácter fundamental del propio
capitalismo. Y, lo que era todavía de mayor trascendencia, adivinaron en el nuevo e inquieto proceso
de expansión el desarrollo más peligroso que el capitalismo había sufrido hasta entonces, por ser,
precisamente, un desarrollo que conducía a la guerra.

El autor de esta última acusación fue un heterodoxo de buenos modales, producto —él mismo se
definía así— «de la capa intermedia, de la clase media, de una población de tamaño medio del
Midlands». Tratábase de John A. Hobson, un hombrecito frágil, preocupadísimo de su salud y
afligido de una dificultad de expresión que lo llenaba de nerviosismo cuando tenía que hablar en
público. Nació el año 1858 y se preparó en Oxford para una carrera universitaria; por lo que
sabemos de su ambiente y de su personalidad (que no es mucho, pues este hombre tímido y
solitario se las compuso para que nada dijesen de él las guías y diccionarios), estaba destinado a
llevar la vida anónima y recatada del magisterio inglés.

28
Ibíd.Pág. 26
Dos factores se interpusieron para que no fuera así. Leyó las obras de Ruskin, el crítico y ensayista
inglés que se mofaba de los cánones que sobre el valor de la moneda regían en la burguesía
victoriana y que lanzó esta clarinada: «¡La riqueza es vida!» Hobson adquirió de Ruskin el concepto
de que la economía era una ciencia humana, más bien que escolástica, y volvió la espalda al frío
refinamiento de la doctrina ortodoxa, para interesarse por la construcción, más emocionante, de un
mundo en que los gremios cooperativos de trabajadores darían a la personalidad humana un valor
más elevado que el tosco mundo de los salarios y de los beneficios. Hobson, al igual que los
socialistas utópicos, afirmaba que su sistema no era utópico; por el contrario, era «tan seguro como
una proposición de Euclides».

Como socialista utópico, quizá Hobson hubiera conquistado el respeto, porque a los ingleses les
caen simpáticos los excéntricos. Pero como herético, como pisoteador de las virtudes de la
tradición, vino a ser un paria de la economía. La casualidad le hizo entrar en relación con un sujeto
llamado A. F. Mummery, pensador independiente, próspero hombre de negocios e intrépido
alpinista..., que halló la muerte el año 1895 en las cumbres de Nanga Parbat. Hobson escribe: «No
hará falta decir que nuestras conversaciones no versaban sobre este plano físico. Pero él era
también un alpinista mental...» Mummery había analizado las bajas repentinas y periódicas del
comercio, que venían preocupando a la comunidad de los negocios desde comienzos del siglo
XVIII, y tenía un criterio personal acerca del origen de las mismas. El mundo del profesorado oficial consideraba
esa tentativa, para hablar en los términos del propio Hobson, «tan absurda como el tratar de demostrar que la tierra es
plana». Mummery, volviendo a Malthus, opinaba que la causa de las depresiones era el ahorro excesivo, la incapacidad
crónica del sistema para distribuir un poder adquisitivo suficiente para absorber la propia producción.

Hobson empezó tratando de refutar la idea, pero acabó convenciéndose de que Mummery estaba en
lo cierto. Entre ambos escribieron la obra The Physiology of Industry, y en ella expusieron su
heterodoxo criterio de que el ahorro podía llegar a socavar la prosperidad. Esto era demasiado para
que el mundo oficial lo tragase. ¿Acaso no habían recalcado los grandes economistas, desde Adam
Smith en adelante, que el ahorro era una de las dos caras de la moneda de oro de la acumulación?
¿Acaso todo acto de ahorro no aumentaba automáticamente el fondo del capital que servía para dar
trabajo a un número mayor de personas? Decir que el ahorro podía traer como consecuencia el
paro, no sólo constituía un contrasentido de lo más flagrante, sino que además atacaba
positivamente a una de las piernas sobre las que se sostenía la estabilidad social: la frugalidad. El
mundo económico se sintió escandalizado; los encargados de la organización de las Conferencias
de Ampliación, de la Universidad de Londres, llegaron a la conclusión de que podían pasarse sin el
concurso de Hobson; la Charity Organization Society le canceló una invitación que le había hecho
para hablar en ella. El hombre docto se había convertido en hereje, y el hereje tenía que acabar en
paria.

Todo esto parece muy alejado del problema del imperialismo. Pero las ideas germinan a veces de
manera tortuosa. Al verse Hobson excluido del mundo de la respetabilidad, entró por el camino de la
crítica social, y el crítico social enfocó su atención en el gran problema del día: África.

Los antecedentes del problema africano eran complejos y estaban cargados de emotividad.
Pobladores de origen holandés se habían establecido el año 1836 en la región del Transvaal; eran
las suyas unas sólidas comunidades de granjeros «azotadores de cafres y lectores de la Biblia».
Pero las tierras elegidas por ellos, abiertas, soleadas y vivificantes, encerraban riquezas mayores
que las que estaban a la vista. El año 1869 se encontraron en ellas diamantes, y en 1885, oro. Antes
de pocos años, la paz de unos pobladores que avanzaban al paso de sus carretas de bueyes se
transformó en el frenesí de una comunidad de especuladores. Apareció en escena Cecil Rhodes con
proyectos de ferrocarriles y de industrias; en un momento de desvarío Rhodes aprobó una incursión
en el Transvaal, y la prolongada tensión de ánimo a que venían estando sometidos tanto los colonos
holandeses como los ingleses rompió sus frenos. Empezó la guerra de los bóers.

Con anterioridad a esto, Hobson había ido ya a África. «La más tímida de todas las criaturas de
Dios», según él mismo se había calificado, viajó desde la ciudad de El Cabo hasta Johannesburgo,
conversó con Kruger y con Smuts, y, por último, comió con el propio Rhodes, en víspera de la
incursión armada en el Transvaal. Rhodes era una personalidad compleja y desconcertante. Dos
años antes de su aventura africana, un periodista le atribuyó estas palabras:

«Estuve ayer en el East End de Londres y asistí a un mitin de parados. Oí los alborotados discursos,
que no eran otra cosa que un grito de ¡pan!, ¡pan!, y al regresar a mi casa iba meditando en aquella
escena... Acaricio la idea de una solución del problema social, y esa idea es la siguiente: si
queremos salvar a los cuarenta millones de habitantes del Reino Unido de una sangrienta guerra
civil, nosotros, los estadistas coloniales, debemos adquirir tierras nuevas en las que asentar el
exceso de población, y proporcionarle nuevos mercados a la producción de las fábricas y de las
minas. Yo siempre he dicho que el Imperio es un problema de pan y mantequilla.»

Ignoramos si Rhodes expuso ante Hobson esos mismos sentimientos; es probable que sí. Pero tal
probabilidad es lo de menos. Porque lo que Hobson vio en África concordaba del modo más
sorprendente con la herejía económica de la que él y Mummery habían sido declarados reos: la
teoría del exceso de ahorro.

Hobson regresó a Inglaterra para escribir acerca de la guerra en África, y en el año 1902 presentó al
mundo un libro en el que sus observaciones africanas hallábanse curiosamente mezcladas con sus
ideas heterodoxas.

El libro titulábase Imperialismo. Era un volumen devastador, pues constituía la crítica más importante
y cauterizadora hasta entonces publicada contra el sistema basado en el beneficio. Lo más grave
que Marx había llegado a predecir era que el sistema se destruiría a sí mismo; pero Hobson
apuntaba la idea de que quizá destruyese incluso al mundo. Veía el proceso del imperialismo como
una tendencia implacable y constante del capitalismo a salvarse del dilema que llevaba dentro; una
tendencia que forzosamente traía consigo las conquistas con fines comerciales en el extranjero, lo
cual envolvía, de manera inevitable, un constante peligro de guerra. Jamás se había planteado
acusación moral más profunda que ésta de que el precio exigido por la supervivencia del sistema era
la muerte de los que vivían dentro del mismo.

¿Cuál era en esencia la acusación de Hobson?

Aunque Hobson no sentía simpatías hacia el marxismo y sus finalidades, su argumentación era casi
marxista por su impersonalismo y su desarrollo inexorable. Afirmaba que el capitalismo se
enfrentaba con una dificultad interna e insoluble, y que se encontraba forzado a recurrir al
imperialismo, no por puro afán de conquista, sino como medio de asegurar su propia supervivencia
económica.
La dificultad interna del capitalismo venía a ser una faceta del sistema a la que, en el pasado, se
había concedido atención sorprendentemente escasa, a saber; la desigualdad del capitalismo en la
distribución de la riqueza. De mucho tiempo atrás venia siendo un tópico de preocupación moral el
de que la forma de funcionar del sistema del beneficio, con frecuencia daba como resultado el que
los ricos se hiciesen más ricos y que los pobres tuviesen más hijos; pero estaba reservado a Hobson
el poner de relieve las consecuencias económicas de ese hecho.

Las consecuencias que Hobson descubrió fueron de lo más sorprendentes. La desigualdad de


ingresos conducía al más inesperado de los dilemas: a una situación paradójica en que ni los ricos ni
los pobres ¡podían consumir una cantidad suficiente de artículos! ¡Los pobres no podían consumir
bastante porque sus ingresos eran demasiado pequeños, y los ricos no podían consumir bastante
porque sus ingresos eran demasiado grandes! En una palabra, decía Hobson, es preciso que la
economía consuma todo lo que produce, si no queremos que se congestione de exceso de
existencias su propio mercado, o, lo que es lo mismo: toda mercancía debe tener un comprador.
Ahora bien: si los pobres sólo pueden comprar las cosas estrictamente esenciales, entonces ¿quién
va a comprar el resto? Los ricos, evidentemente. Pero, aunque los ricos tienen dinero, carecen de
capacidad física para realizar todo ese consumo; porque un hombre que obtiene unos ingresos de
un millón de dólares habría de consumir una suma de artículos mil veces superior a la de quien sólo
dispone de mil dólares para gastar.

Así, pues, a consecuencia de una división injusta de la riqueza, los ricos —tanto los individuos como
las sociedades— se veían obligados a ahorrar. Ahorraban no sólo porque muchos de ellos lo
querían, sino porque, de todas maneras, no podían remediarlo, puesto que sus ingresos resultaban
demasiado grandes para que pudieran ser consumidos por ellos.

Y de ese ahorro era del que nacían las dificultades. Si no se quería que la economía sufriera los
desastrosos efectos de una baja constante del poder adquisitivo, era preciso que se diese una
inversión al ahorro automático de las capas ricas de la sociedad. Pero ahora se planteaba la
cuestión de cómo había que hacer entrar en acción a esos ahorros. La respuesta clásica era que
había que invertirlos en crear más fábricas y una producción mayor, ascendiendo de ese modo a un
nivel más elevado de fabricación y rendimiento. Smith, Ricardo, Mill, todos los grandes economistas
coincidían en esta solución del problema. Pero Hobson veía interponerse una dificultad en ese
camino. Si la masa de la población se encontraba ya en dificultades para comprar todos los artículos
lanzados al mercado, debido a que sus ingresos eran demasiado pequeños, ¿cómo sería posible
que un capitalista razonable invirtiera su dinero en equipo industrial que lanzaría una cantidad
todavía mayor de artículos, en un mercado ya superabastecido? ¿Qué se adelantaría invirtiendo el
dinero ahorrado en poner en marcha otra fábrica de zapatos, pongamos por caso, si el mercado
padecía una inundación de ese artículo superior a la que podía ser absorbida sin dificultades? ¿Qué
solución quedaba entonces?

La respuesta era endiabladamente clara. Los ahorros automáticos de los ricos podían invertirse de
forma que entraran en funciones sin las perturbadoras consecuencias de una mayor producción en
el interior. Esto es, podían ser invertidos en el extranjero.

Esta es la génesis del imperialismo. Se trata, escribía Hobson, «de un intento de los grandes
rectores de la industria para ampliar el canal de salida de su riqueza excedente, por medio de
mercados extranjeros y de inversiones extranjeras, en las cuales encontrarían aplicación las
mercancías y el capital que no pueden ser empleados en el interior del país».

El resultado de esa táctica es desastroso. No es una sola nación la que envía al exterior su riqueza
excedente. Todas las naciones están embarcadas en la misma nave. Por esa razón se produce una
carrera para repartirse el mundo, y cada nación trata de acotar para sus inversores los mercados
más ricos y más lucrativos de que puede apoderarse. Por eso África se convierte en un inmenso
mercado (y una fuente de materias primas baratas) que se reparten los capitalistas de Inglaterra,
Alemania, Italia y Bélgica; Asia se transforma en un sabroso pastel que se distribuyen japoneses,
rusos y holandeses. India se convierte en campo de mercancía barata para la industria británica, y
lo propio ocurre con China para la industria japonesa.

Vemos, pues, que de esa forma el imperialismo se transforma en el camino de la guerra; un camino
que no es una carretera real ni una senda de aventuras o desventuras, sino un sórdido proceso en
el cual las naciones capitalistas compiten por hacerse con semilleros para su riqueza, que no
encontraba aplicación. Es difícil imaginarse una causa menos ideal para justificar el derramamiento
de sangre.

No hará falta decir que semejante teoría de violencia y de lucha halló escaso estímulo en el mundo
oficial de los economistas. Decía éste que Hobson continuaba «mezclando confusamente la
economía con otras materias», y como esas «otras materias» apenas sugerían la existencia de un
mundo organizado en torno de la búsqueda del placer, el mundo oficial consideró la teoría del
imperialismo como una especie de exhibición de torpes maneras en la mesa, tal y como se podía
esperar de un hombre cuyas teorías económicas eran un agravio a doctrinas tan en armonía con el
sentido común, como esta de los beneficios sociales de la frugalidad.

Sin embargo, mientras que aquellos que hubieran podido someter la doctrina de Hobson a un
examen inteligente, a la par que crítico, la soslayaban escrupulosamente, esa doctrina fue abrazada
de todo corazón por otro sector del mundo bajo o subterráneo: los marxistas. Después de todo, la
idea no era completamente original de Hobson; había sido elaborada por un economista alemán
llamado Rodbertus, y por Rosa Luxemburgo, impetuosa revolucionaria alemana. Pero Hobson había
tratado el problema más amplia y profundamente, y su doctrina fue bordada en el manto real de la
teoría marxista, nada menos que por su más destacado teorizador: por un desterrado que se
llamaba Vladimir Ilich Ulianov, más conocido por Lenin.

La teoría emergió de su bautismo un poco cambiada. Hobson se preguntaba, intrigado, por qué las
naciones capitalistas buscaban colonias con tal avidez, después de muchos decenios de mayor o
menor indiferencia hacia ellas. Su teoría del imperialismo no era un dogma, y mucho menos una
predicción férrea de guerras absolutamente inevitables. Más aún, expresaba la esperanza de que los
imperialismos rivales podrían llegar a una especie de reparto definitivo del mundo y coexistir
pacíficamente, unos al lado de otros, sobre la base de vivir y dejar vivir.

Pero, revestida ya de la vestimenta marxista, la teoría adquirió tonalidades más amenazadoras y


también más inexorables. No sólo se colocó al imperialismo como piedra maestra del arco
económico marxista, otorgándosele la consagración marxista de cosa infalible, sino que adquirió una
amplitud que sobrepasaba el marco de Hobson hasta explicar con ella todo el sesgo social del
capitalismo en su última etapa. ¡Y qué aterrador cuadro presentaba después de este tratamiento!
―Siendo la fase más elevada del desarrollo capitalista, el imperialismo.., arrastra dentro de la órbita
de explotación del capital financiero a todas las colonias, todas las razas y todas las naciones... Al
exprimir sumas enormes en beneficios de plusvalía de millones de trabajadores coloniales y de
campesinos, y al acumular ingresos colosales en esta explotación, el imperialismo crea un tipo de
clase rentista podrida y parasitariamente degenerada. La época del imperialismo, al completar el
proceso de creación de los requisitos previos materiales del socialismo (la concentración de los
medios de producción, la socialización enorme de la mano de obra, el crecimiento de la organización
de los trabajadores), intensifica los antagonismos entre las grandes potencias y hace surgir las
guerras que son causa de la ruptura de su economía de mundo único. El imperialismo es, por
consiguiente, un capitalismo moribundo y putrefacto. Es la etapa final del desarrollo del sistema
capitalista. Es el umbral de la revolución social‖.

Quien eso escribe es J. V. Stalin. Ocasión: la Tercera Internacional Comunista. Fecha: 1928. Pero,
aunque quien habla es Stalin, la voz pertenece a Lenin. Más conturbador todavía es el hecho de que
el concepto leninista de un capitalismo devastador y devastado, corrompido en su interior y rapaz en
lo externo, fue la explicación oficial soviética del mundo en que viviamos. Su validez fue reafirmada
por el programa oficial del partido comunista adoptado en 1961:

El imperialismo no conoce otras relaciones entre los Estados que las de dominación y subordinación,
de opresión del débil por el fuerte. Basa las relaciones internacionales en la intimidación, en la
violencia y el gobierno arbitrario. Considera las guerras de agresión como un medio natural de
resolver las disputas internacionales.

De que el imperialismo es una realidad, no cabe duda. Nadie que esté familiarizado con la historia
de la última parte del siglo XIX y de los comienzos del siglo XX puede dejar de ver la trayectoria de
saqueo, engrandecimiento territorial y colonialismo opresivo que corre como un hilo indicador a
través de incontables incidentes de recelos internacionales, roces y guerras. Ya no está de moda el
considerar a la primera guerra mundial como un conflicto «puramente» imperialista; pero no cabe
duda de que el imperialismo hizo mucho por desatarla con sus esfuerzos por ocupar la mejor
posición en la carrera.

Sin embargo, la realidad parece ser mucho más complicada que esta versión marxista. El
imperialismo no es estrictamente comercio exterior ni estrictamente inversión exterior. Es todo esto
y además interferencia política, explotación económica, fuerza militar y un suave menosprecio de la
nación más rica hacia los intereses de la nación más pobre. Lo que sorprende tanto de la inversión
británica del siglo XIX en la India, por ejemplo, es que estaba basada totalmente en las necesidades
de Inglaterra y no estaba motivada ni configurada en el grado más ligero por las necesidades de la
India.

La situación resulta considerablemente distinta si volvemos los ojos a la inversión de Estados Unidos
en regiones políticamente más adelantadas —aun cuando económicamente están todavía muy
atrasadas—, tales como América del Sur, Aquí encontramos grandes agregados de capital
norteamericano que ejercen indudablemente poderosas influencias sobre los asuntos de las
naciones «huéspedes». Sin embargo, la relación existente entre las sociedades anónimas
norteamericanas y sus huéspedes extranjeras no es del todo igual a la típica relación imperialista del
siglo XIX. Los nacionales del país huésped, lejos de ser excluidos de la dirección y administración,
son adiestrados para desempeñar puestos directivos, los cuales se les confían en su casi totalidad, y
es típico verlos figurar como miembros del propio consejo de administración, y a veces controlarlo.
Los beneficios de las sociedades anónimas extranjeras suelen soportar impuestos muy elevados, y
la repatriación de los beneficios sufre el bloqueo de las restricciones cambiarias. Y lo que es Más
importante de todo, la amenaza de expropiación —siempre muy popular políticamente— pende
sobre la sociedad para recordarle lo que le sucederá si se descubre que se ha comportado de
alguna manera que vaya en contra del interés nacional de la nación huésped.

Aquí, al menos, va en disminución el ejercicio del imperialismo económico tradicional. E incluso en


las restantes regiones semicoloniales, el poder del capital norteamericano (o europeo), aunque
todavía es muy grande, se ve combatido por los cambios que han alterado definitivamente la actitud
de estas regiones hacia sus supremos señores capitalistas.

2.16 El equilibrio

Una palabra puede resumir la preocupación básica que había tras las enseñanzas de Alfred
Marshall29: la palabra equilibrio. Se interesó primordialmente por el ajuste automático, por la
corrección automática que está en la naturaleza misma del mundo económico. Como más tarde
escribiría su discípulo más brillante. J. M. Keynes, él creó «todo un sistema copernicano, en virtud
del cual todos los elementos del universo económico se mantienen en su lugar como consecuencia
del contrapeso mutuo y de la interacción».

Evidentemente, mucho de esto se había enseriado ya antes. Adam Smith, Ricardo y Mill habían
expuesto el sistema de mercado como un mecanismo de realimentación de una gran complejidad y
eficiencia. Sin embargo, entre la visión global y la minuciosa elaboración que abarcaba hasta el
simple detalle había mucho territorio inexplorado y mucha exposición nebulosa: la teoría del
equilibrio del mercado que heredó Marshall resultaba mucho más imponente a distancia que vista
de cerca. Presentaba fragmentos confusos incluso en materias básicas tales como la de si los
precios eran realmente un reflejo del coste de producción de un bien o la del grado final de
satisfacción a que daba lugar ese bien: en otras palabras, ¿eran los diamantes un artículo de alto
precio porque eran difíciles de encontrar o porque la gente disfrutaba llevándolos? Tales cuestiones
quizá no hagan latir el corazón más de prisa sino a un economista, pero mientras permanecieran
oscuras resultaba difícil pensar con claridad acerca de muchos problemas que la ciencia económica
trata de acometer.

Marshall se aplicó precisamente a estas peliagudas cuestiones de la teoría económica. En sus


famosos Principios combinó una mente dotada de una precisión matemática con un estilo pausado,
razonador, lleno de ejemplos de la vida nacional, y maravillosamente lúcido. Incluso un hombre de
negocios podía entender esta especie de Economía, pues todas las pruebas lógicas difíciles de
comprender eran deliberadamente relegadas a las notas de pie de página (con el resultado de que
Keynes dijo, irreverentemente, que un economista haría mejor en leer las notas de pie de página y
olvidar el texto, que lo contrario). En todo caso, el libro alcanzó un tremendo éxito: publicado
originalmente en 1890, sigue siendo aún la dieta prescrita para el estudiante que aspira a ser

29
Ibíd.Pág. 48,
economista.

¿Y cuál fue la gran aportación de Marshall a los embrollos conceptuales de la Economía? Su


principal aportación —la única a la que el mismo Marshall volvía una y otra vez— fue la insistencia
en la importancia del tiempo como elemento quinta- esencial en el funcionamiento del proceso del
equilibrio.

Porque el equilibrio —señala Marshall— cambiaba su sentido básico según que el proceso de ajuste
de la economía tuviera lugar a corto o a largo plazo. A corto plazo, los compradores y vendedores se
reunían para sus regateos en el lugar del mercado, pero básicamente el proceso de negociación gira
en torno a una cantidad bastante fija de mercancías: los diamantes que los comerciantes de
diamantes llevaban consigo en sus maletines. Pero a largo plazo, la cantidad de diamantes no era
fija. Si la demanda lo justificaba, podrían abrirse nuevas minas; si la oferta era superabundante,
podrían abandonarse minas viejas. Por esta razón, a plazo muy corto, lo que ejercía la influencia
más inmediata sobre su precio de mercado era la utilidad psíquica de los diamantes, es decir, su
demanda; pero a largo plazo, a medida que el fluir de la oferta se ajustaba a los deseos de los
consumidores, el coste de producción afirmaba de nuevo su superioridad. Por supuesto que ni el
coste ni la utilidad podrían estar nunca totalmente separados de la determinación del precio; la
demanda y la oferta, según las propias palabras de Marshall, eran como «las hojas de un par de
tijeras», y era tan inútil preguntar si la oferta ola demanda, aisladamente una de otra, regulaban el
precio, como preguntar si todo el corte lo hacía la hoja superior o la hoja inferior de la tijera por sí
sola. Pero aunque las dos hojas cortan, una de ellas era, por así decirlo, el filo activo y la otra el filo
pasivo: la utilidad-demanda hacía de filo activo cuando el corte tenía lugar en el rápido espacio de
tiempo del mercado dado; el coste-oferta hacía de filo activo cuando el corte se extendía a un
período más prolongado, dentro del cual estaban sujetas a cambiar las escalas y las pautas de
producción.

Como todo lo que tocaba Marshall con su mente analítica, esta fue una visión iluminadora. Y, sin
embargo, de los Principios irradiaba algo más que brillantez teórica. Si Marshall era la inteligencia
más fina del mundo oficial de la ciencia económica, también era su inteligencia más compasiva. En
su libro se encuentra una auténtica preocupación por los trabajadores pobres, por los «desdichados»
que él observaba en sus incursiones por los barrios pobres de Londres, por la Economía como
instrumento para el mejoramiento social: todo ello entretejido de una manera inextricable. La
Economía, tal como él la concebía, era «una máquina para el descubrimiento de la verdad», pero la
verdad particular hacía la que él dirigía la máquina era la causa –y la cura- de la pobreza.

2.17 Los grandes magnates ladrones: capitalismo al estilo americano retratado


por Thorstein Veblen

Matthew Josephson bautizó la era de la industria norteamericana del siglo XIX 30, acertadamente,
llamándola «edad de los grandes magnates ladrones». Ejemplos sobran de la arrogancia, del
poder, sin trabas ni remordimientos, que los titanes de los negocios se atribuían, igual que caciques
bárbaros, y sabemos a qué extremos llegaban para conseguir los fines que se proponían, y que
eran, con harta frecuencia, rapaces.

30
Ibíd.Pág. 92
No cabe duda de que los titanes financieros de aquellos felices días del capitalismo norteamericano
eran magnates-ladrones31, y aunque el retrato que Veblen nos traza de ellos da escalofríos, está, por
desgracia, próximo a la verdad. Pero Veblen, al igual que Marx, no cayó en la cuenta de que el clima de los negocios
era susceptible de cambiar, y que la institución de la empresa puede, como la monarquía inglesa, adaptarse a un mundo
que ha sufrido enormes alteraciones. Y lo que es peor, puesto que está más cerca de la manera de abordar el problema
que tenía el propio Veblen, éste no vio que la máquina, esa reordenadora de toda la vida, cambiaría la naturaleza de la
función empresarial, del mismo modo que alteraría los procesos mentales del trabajador, y que el mismo hombre de
negocios se vería obligado a observar una norma mucho más burocrática, en virtud de sus responsabilidades como
gestor de una vasta máquina en marcha.

Es cierto que el apasionamiento que sentía Veblen por la máquina constituye una nota discordante
en un filósofo de lo material que, en todo lo demás, tan desprovisto está de lirismo. Cierto es que la
máquina nos obliga a pensar fríamente, pero ¿en qué? Charles Chaplin no es en Tiempos modernos
un hombre feliz ni bien adaptado. Quizá un cuerpo de ingenieros podría conseguir que nuestra
sociedad funcionase con mayor eficacia; pero lo que no está demostrado es que la hiciese funcionar
con mayor humanidad.

Sin embargo, Veblen llamó la atención sobre un proceso central de cambio, proceso que destaca
más que cualquier otro de nuestra época y que había sido extrañamente pasado por alto en todas
las investigaciones realizadas por los economistas contemporáneos suyos. Ese proceso era el
surgimiento de la tecnología y la ciencia como las fuerzas rectoras del cambio histórico en el siglo
XX. Es indudable que la divisoria de la era tecnológica es tan tajante como la que más en la historia,
y que la introducción gradual de la maquinaria en los más diminutos intersticios y en las fases más
amplias de la vida está llevando a cabo una revolución comparable a aquellas en que los hombres
aprendieron a domesticar animales o a vivir en ciudades. Como todo gran descubridor de lo que es
obvio, pero no ha sido visto antes, Veblen se mostró demasiado impaciente; él esperaba que
maduraran en decenios, e incluso en años, procesos que tardan en madurar generaciones y aun
siglos. Sin embargo, hay que reconocerle el mérito de haber visto la máquina como el hecho
primordial de la vida económica de su época; y por sólo esta brillante iluminación debe ser colocado
en la primera fila de los filósofos economistas.

Pero más importante aún que todo eso es que Veblen dio a la economía nada menos que un par de
ojos nuevos para mirar al mundo. Después de la feroz descripción hecha por Veblen de las
costumbres de la vida cotidiana, ya resultó cada vez más difícil el mantener el cuadro clásico que
representaba a la sociedad como una especie de tertulia para tomar el té entre gentes de buenos
modales. El desdén que Veblen sentía por la vieja escuela quedó mordazmente expresado en aquel
párrafo suyo que dice: «Se nos quiere presentar como una hazaña de equilibrio hedonístico entre
rentas, salarios e interés, lo que no es otra cosa que una cuadrilla de isleños aleutiaños que van y
vienen chapoteando entre la resaca y los montones de algas, para tratar de recoger mariscos a
fuerza de rastrillos y de fórmulas mágicas de encantamiento»; y de la misma manera que ridiculizó
los intentos de los economistas clásicos de resolver la primitiva lucha humana, encajándola dentro
de un marco desprovisto de carne y de sangre, puso también de relieve la vacuidad del intento de
interpretar los actos del hombre moderno analizándolos de conformidad con unas condiciones
derivadas de una serie incompleta y anticuada de prejuicios. No hay que representarse al hombre,
decía Veblen, conforme y a través de unas «leyes económicas» hipócritas, en las que tanto su

31
Ibíd.Pág. 102
ferocidad innata como su espíritu creador se encuentran sofocados bajo una capa de
racionalización. Para hablar de él es preferible recurrir al vocabulario del antropólogo o del psicólogo;
es decir, hay que tratarlo como a un ser de impulsos enérgicos e irracionales, crédulo, ritualista e
ignorante. Veblen pidió a los economistas que abandonaran a un lado los prejuicios propios de otras
épocas y que investigasen por qué el hombre actual se conduce de la manera que lo hace.

El tiempo pasa y como ocurrio con la nobleza, las familias ricas de rentistas son reemplazadas por
empresarios de genio a fines del siglo XIX (Siemens, Edison, Ford)32

2.18 Siglo XX

Para abordar en esta breve historia del capitalismo la primera mitad del siglo XX, lo haremos a
través de la vida de unos de sus más importantes protagonistas: John Maynard Keynes.

Keynes junto con Winston Churchill, son quizás los dos ingleses mas importantes del siglo XX por
los grandes aportes que hicieron a la humanidad, el primero por haber planteado soluciones a
graves problemas económicos de su tiempo y haber tomado al toro del capitalismo por los cuernos
y el segundo por su contribución en librar a la humanidad de la locura de Hitler y haber visualizado el
peligro del sistema soviético, mucho antes de que nadie lo hubiera notado. Es celebre su expresión
―la cortina de hierro‖, que popularizó, para referirse a los paises del bloque comunista.

2.18.1 John Maynard keynes

Lord Keynes escribió33: «Las ideas de los economistas y las de los filósofos políticos, lo mismo
cuando están en lo cierto que cuando se equivocan, son mucho más poderosas de lo que
comúnmente se cree. A decir verdad, son ellas las que rigen casi totalmente al mundo. Los hombres
prácticos, que suelen creerse a cubierto de toda suerte de influencias intelectuales, son, por lo
común, esclavos de algún economista ya fallecido. Ciertos locos que tienen en sus manos el
ejercicio del poder y que creen oír voces que les llegan de lo alto, no hacen otra cosa que destilar el
frenesí de los textos de algún mal escritor que años atrás había expuesto un plan puramente
teórico. Yo tengo la firme convicción de que se ha exagerado muchísimo la fuerza que tienen los
intereses creados, si se la compara con el empuje gradual que adquieren las ideas.»

2.18.1.1 La paradoja

En los años 30 el mundo se encontraba en una paradoja: una producción insuficiente al lado de
millones de hombres buscando en vano trabajo34. Parecía lógico que quien tratase de resolver tan
absurda paradoja fuese un hombre de izquierdas, un economista de fuertes simpatías hacia el
proletariado, un rebelde. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. Porque el hombre que abordó
el problema era casi un diletante. La pura verdad es que poseía talento para todo. Por ejemplo,
había escrito un libro abstruso sobre la probabilidad matemática; un libro del que Bertrand Russell
32
http://es.wikipedia.org/wiki/Discusi%C3%B3n:Edad_Moderna. Consultado el 3 de junio de 2011

33
Heilbroner, Robert L, Vida y doctrina de los grandes economistas, volumen II Orbis, Barcelona, 1985, Pág. 19.
34 Ibíd.Pág. 120
había dicho que «era imposible excederse en su elogio»; después de eso había pasado a demostrar
su destreza en el empleo de la lógica, aplicada a la tarea de ganar dinero, y había reunido una
fortuna de medio millón de libras esterlinas por el camino más traicionero de cuantos existen para
llegar a la riqueza: el del tráfico en divisas y artículos internacionales. Y, lo que es más
impresionante todavía, había escrito su tratado de matemáticas, como si dijéramos, por añadidura,
al propio tiempo que trabajaba como funcionario público, y había acumulado su fortuna personal
consagrando a esa tarea sólo media hora todos los días, por la mañana, antes de levantarse de la
cama.

Pero esto es sólo un ejemplo de su polifacetismo. Era, claro está, un economista, un profesor de
Cambridge, con toda la dignidad y la erudición que supone semejante cargo; pero cuando se trató
del problema de elegir esposa, esquivó a las damas doctas y se casó con la primera bailarina de la
célebre compañía de Diaghilev. Se dio maña para simultáneamente ser el niño mimado del grupo de
Bloomsbury, que incluía a los más destacados intelectuales británicos de vanguardia, y desempeñar
la presidencia de una compañía de seguros de vida, sector de la sociedad que rara vez se distingue
por sus aficiones intelectuales. Fue una columna de estabilidad en problemas delicados de
diplomacia internacional, pero su corrección oficial no le impidió profundizar en el conocimiento de
los políticos europeos, conocimiento que abarcaba a sus amantes, a sus neurosis y a sus prejuicios
financieros. Se dedicó a coleccionar obras de arte moderno cuando esa afición no estaba todavía de
moda, pero era al mismo tiempo un clasicista poseedor de la más bella colección particular del
mundo de escritos de Newton. Fue empresario de un teatro, y llegó a ser uno de los directores del
Banco de Inglaterra. Trataba con Roosevelt y con Churchill, y también con Bernard Shaw y Pablo
Picasso. Jugaba al bridge lo mismo que un especulador, prefiriendo una jugada espectacular a un
sólido «contrato», y hacía solitarios igual que un estadístico, tomando nota del tiempo que tardaba
en salirle un solitario dos veces seguidas. Y, por último, en cierta ocasión afirmó que sólo tenía un
pesar: el de no haber bebido más champaña en su vida.

Ese hombre llamábase John Maynard Keynes, apellido antiguo, que se remontaba hasta un William
de Cahagnes, que vivió en 1066. Keynes era tradicionalista; gustábale pensar que la grandeza se
transmitía con la sangre, y la verdad es que su propio padre, John Neville Keynes, fue por derecho
propio un economista bastante ilustre. Sin embargo, para explicar lo que llegó a ser el hijo no
bastaban las dotes corrientes de la herencia; era como si la diversidad de talento que hubiera
bastado para media docena de hombres se hubiese reunido, por una feliz casualidad, en una sola
persona.

Nació en 1883, es decir, el mismo año en que murió Carlos Marx. Estos dos economistas cuyas
vidas casi coincidieron en el tiempo y que habían de ejercer la más profunda influencia sobre la
filosofía del sistema capitalista, difícilmente podían ser más distintos entre sí. Marx era un hombre
irritado, acorralado, macizo y desilusionado; que fue quien pintó el capitalismo condenado a la
destrucción. Pero Keynes era hombre que amaba la vida y que navegó por ella pleno de optimismo,
con una soltura y un éxito extraordinarios, llegando a ser el arquitecto del capitalismo viable. Quizá
podamos rastrear la furiosa profecía del derrumbe hecha por Marx, remontándonos al fracaso
neurótico que distinguió su vida práctica: si es así, entonces también podremos, sin duda alguna,
atribuir la habilidad persuasiva que puso Keynes en la idea de reconstrucción, al goce y los éxitos
que jalonaron la suya.

Keynes fue en todo una figura central: consejero, mentor y árbitro. Podía hablar de todo con
completa seguridad; y William Walton, el compositor; Frederick Ashton, el coreógrafo y otros muchos
artistas o profesionales estaban habituados a esta frase de Keynes : «No, no; usted está
absolutamente equivocado en eso...» Cabe agregar que le llamaban de apodo Pozzo, el cual le fue
adjudicado en recuerdo de un diplomático corso de ese nombre, y que se hizo célebre por sus
polifacéticas actividades y su ingenio para la intriga.

Todo esto era más bien un comienzo de diletantismo puro para un hombre que había de enderezar
al mundo capitalista agarrándole por las orejas.

En la primera guerra mundial, Keynes fue llamado al Ministerio de Hacienda, y se le asignó la


misión de resolver los problemas de las finanzas de la Gran Bretaña en Ultramar. Y en esto también
había de resultar una especie de fenómeno. Un colega suyo de tareas relató más adelante la
siguiente anécdota: «Se necesitaban urgentemente pesetas españolas. Con grandes dificultades se
consiguió reunir una cantidad más bien pequeña. Keynes fue debidamente a informar del caso al
ministro de Hacienda, el cual experimentó con ello gran alivio y le dijo que al fin ya disponía, aunque
fuese por breve espacio de tiempo, de un fondo en pesetas.

«¡Nada de eso!», le dijo Keynes. «¡Cómo!», exclamó horrorizado su jefe; y Keynes le replicó: «Las
he vendido todas; voy a provocar una baja de la peseta en el mercado.» Y, en efecto, la provocó.

Keynes no tardó en ser una figura clave en el Ministerio de Hacienda. Roy Harrod, biógrafo suyo y
también economista, nos cuenta que hombres de maduro criterio declararon que Keynes contribuyó
a ganar la guerra más que ninguna otra persona de la clase civil. Sea como fuere, Keynes se las
arregló para disponer de tiempo a fin de dedicarlo a otras cosas. Durante una misión económica que
desempeñó en Francia, se le ocurrió la brillante idea de que la venta de alguno de los cuadros del
Museo del Louvre contribuiría a equilibrar las cuentas de los franceses con Inglaterra. De esa forma,
y sin darle importancia, adquirió para Inglaterra, por un centenar de miles de dólares, cuadros de
Corot, Delacroix, Forain, Gauguin, Ingres y Manet, y se las compuso para comprar por cuenta propia
un Cézanne. El gran cañón alemán Bertha bombardeaba París por aquel entonces, y los precios
fueron agradablemente bajos. De regreso en Londres, frecuentó las funciones de ballet; Lydia
Lopokova bailaba representando el papel principal de Las alegres casadas y hacía furor. Los Sitwells
la invitaron a una fiesta, y allí Keynes y ella se conocieron. Podemos imaginarnos a Keynes, que
hablaba en un inglés clásico, y a Lydia en sus no menos clásicos forcejeos con el inglés.

Pero todas estas cosas sólo tocan de refilón al problema principal: la estabilización de Europa
después de la guerra. Keynes era ya entonces un importante personaje, uno de estos caballeros que
suelen verse en pie detrás de la silla de un jefe de Estado, dispuesto siempre a cuchichearle una
frase que lo oriente. Marchó a París como suplente del canciller del Exchequer en el Consejo
Económico Supremo, con plenos poderes para adoptar resoluciones y como representante del
Ministerio de Hacienda en la propia Conferencia de la Paz. Pero sólo estaba en el segundo escalón;
disponía de un sillón solemne, pero no podía intervenir directamente en el juego. Aquello debió de
ser para Keynes un suplicio de frustración e impotencia, porque veía de cerca cómo Wilson era
envuelto por Clemenceau, y cómo los ideales de una paz humana eran sustituidos por la
consumación de una paz de venganza.

El año 1919 le escribió a su madre: «Creo que hace semanas que no he escrito a nadie; estoy
totalmente agotado, en parte por el trabajo y en parte por la depresión de ánimo que me produce la
maldad que veo a mi alrededor. Jamás me he sentido tan desdichado como en las últimas dos o tres
semanas; la paz es ultrajante e imposible y sólo puede traer una secuela de desgracias.»

Se arrastró fuera de su cama de enfermo para protestar contra lo que él llamó «el asesinato de
Viena», pero le fue imposible detener la marea. Aquella paz había de ser cartaginesa, y Alemania
tenía que pagar por reparaciones una suma tan inmensa que por fuerza la llevaría a practicar los
métodos más depravados de comercio internacional para poder reunir libras esterlinas, francos y
dólares. No era ésa, desde luego, la opinión favorita del público; pero Keynes vio que en el Tratado
de Versalles se ocultaba, sin pretenderlo, el aguijón de un resurgimiento todavía más formidable del
militarismo y de la autarquía de Alemania.

Lleno de desesperanza presentó su dimisión, y tres días antes de firmarse el tratado inició su
campaña contra el mismo, con una obra titulada The Economic Consequences of the Peace; cuando
el libro apareció, en el mes de diciembre (lo escribió vertiginosamente, con verdadera furia), hizo
célebre a su autor.

Estaba escrito con brillantez y resultaba aplastante. Keynes había visto actuando a los
protagonistas, y en sus retratos de los mismos se combina la destreza del novelista con la incisiva
penetración de un crítico de Bloomsbury. Refiriéndose a Clemenceau dice: «Sólo una ilusión tenía:
Francia; y una desilusión: la Humanidad, de la que no excluía a sus propios colegas»; y de Wilson:
«... al igual que Odiseo, parecía más sabio cuando estaba sentado». Pero si bien sus retratos
estaban llenos de centelleos, lo inolvidable en su obra era el análisis del daño que se había causado.
Keynes consideraba la Conferencia como un despiadado ajuste de odios políticos, con absoluta
despreocupación del apremiante problema del momento: el resucitar a Europa para que formara un todo
integrante y activo.

El Consejo de los Cuatro no prestó atención a estos problemas, pues eran otros los que en realidad
le preocupaban. A Clemenceau preocupábale el aplastar la vida económica de su enemigo; a Lloyd
George, firmar un tratado para volver a Inglaterra con algo que pudiera merecer la aprobación
pública por espacio de una semana, y al presidente de los Estados Unidos, el no hacer nada que no
fuese justo y recto. Constituye un hecho extraordinario el que el único problema que no logró
interesar a los Cuatro fueron las cuestiones fundamentales de una Europa hambrienta y que se
desintegraba ante sus mismos ojos. La principal incursión que hicieron en el campo de lo económico
fue la de las reparaciones, y resolvieron esta cuestión como si se tratase de un problema de
teología, de política o de artimañas electorales; es decir, desde todos los puntos de vista menos del
relativo al porvenir económico de los estados cuyo destino estaban manipulando.

Y a continuación hacía esta solemne advertencia:

El peligro que nos amenaza es, pues, el rápido descenso de nivel de vida de las poblaciones
europeas, hasta un punto que supondrá para algunas el hambre (punto alcanzado ya en Rusia y al
que se está llegando en Austria). No siempre se resignarán los hombres a morir sin protestas. El
hambre, que reduce a algunos a una somnolencia y desvalida desesperanza, arrastra a otros
temperamentos a un desequilibrio nervioso de loca excitación y a una rabiosa desesperación. Y
estas gentes podrían, en su angustia, derribar los restos de organización y hundir a la civilización
misma, con sus tentativas de satisfacer, a la desesperada, las abrumadoras necesidades del
individuo. Éste es el peligro contra el que debemos unir todos nuestros recursos, nuestro valor y
nuestro idealismo.

El libro obtuvo un éxito inmenso. La impracticabilidad del tratado se puso de manifiesto casi en el
momento mismo de firmarlo; pero fue Keynes quien primero lo vio así, y el primero también que
apuntó la idea de una revisión inmediata. Desde entonces se le conoció como un economista de
extraordinaria visión, y su don de profecía viose confirmado el año 1924, cuando el Plan Dawes
inició su largo proceso de abrir el callejón sin salida de 1919.

Keynes era ya célebre, pero volvía a presentársele el problema de ¿qué haría?. Se decidió por los
negocios, y escogió el más arriesgado de todos los negocios posibles: con un capital de unos pocos
centenares de libras empezó a especular en los mercados internacionales. Perdió casi todo su
dinero, y un banquero que no lo conocía personalmente, pero al que le había producido una gran
impresión la labor de Keynes durante la guerra, le hizo un préstamo; Keynes recuperó lo perdido y
siguió adelante hasta acumular una fortuna que entonces equivalía a dos millones de dólares. Y la
hizo de la forma más natural. Keynes rechazaba todos los informes de Bolsa procedentes de
enterados, hasta el punto de que en cierta ocasión afirmó que los especuladores de Wall Street
podrían hacer grandes fortunas si se despreocupasen de los informes de dentro. Los oráculos de
Keynes no eran otros que su estudio minucioso de los balances de las compañías, sus
conocimientos enciclopédicos de las finanzas, su intuición respecto a las personas y cierto olfato
comercial. Por la mañana, antes de levantarse de la cama, estudiaba sus datos e informes
financieros, adoptaba sus decisiones, daba sus órdenes por teléfono, y nada más; le quedaba ya
libre el día para otras cosas más importantes, como la teoría económica. No puede uno menos de
pensar que Keynes habría formado una estupenda pareja con David Ricardo, quien tambien hizo
una fortuna de forma similar.

Dicho sea de paso, Keynes no sólo ganaba dinero para él. Lo nombraron tesorero de King's College
y convirtió el pequeño fondo de 30.000 libras en algo más de 380.000. Dirigía un trust de
inversiones y las finanzas de una sociedad de seguros de vida. Pero no llegó nunca —a pesar de su
anhelo en sus tiempos de estudiante— a dirigir un ferrocarril.

Mientras tanto —Keynes no hacía nunca una sola cosa—, escribía para el Manchester Guardian,
daba con regularidad sus clases en Cambridge, en las que aderezaba la seca teoría con la salsa de
relatos íntimos de las cosas cotidianas y de los personajes de los mercados internacionales.

2.18.1.2 Los socialistas fabianos

A diferencia de Marx35, los socialistas fabianos de finales del XIX no buscaban la revolución. El
grupo se puso el nombre en honor del general de la antigua Roma Fabio, que contuvo al ejército de
Aníbal con una estrategia militar de desgaste en lugar de confrontación directa. De modo parecido,
los fabianos no pretendían destruir el capitalismo sino contenerlo. El gobierno, creían, debía
salvaguardar activamente el bienestar público de la brutal competitividad del mercado. Defendían el
proteccionismo en el comercio y la nacionalización de la tierra, y contaban entre sus filas a figuras
tan insignes como George Bernard Shaw, H. G. Wells y Bertrand Russell.

35
Greenspan , Alan, La Era de las turbulencias, Ediciones B, Barcelona, 200, A diferencia de Marx, Pág. 283
Los fabianos sentaron las bases de la moderna socialdemocracia, y su influencia en el mundo
acabaría siendo al menos tan poderosa como la de Marx. Aunque el capitalismo fue un éxito brillante
en cuanto a la consecución de unos niveles de vida cada vez más altos para los trabajadores a lo
largo de los siglos XIX y XX, fue el efecto moderador del socialismo fabiano el que según muchos
haría las economías de mercado políticamente digeribles y evitaría la difusión del comunismo. Los
fabianos participaron en la fundación del Partido Laborista británico. También ejercieron una
poderosa influencia en las colonias británicas cuando éstas adquirieron la independencia: en India,
en 1947, Jawaharlal Nehru se inspiró en los principios fabianos para disponer la política económica
para una quinta parte de la población del mundo.

Keynes rehusó afiliarse al partido laborista 36, primordialmente, por ser un partido de clase, y si
había de haber una lucha de clases en la política, Keynes deseaba estar asociado a la
burguesía y no al proletariado zafio. Haciendo una relación de sus objeciones a ingresar en el
partido laborista, Keynes escribió en 1925:

―En primer lugar, es un partido de clase, y de una clase que no es la mía. Si yo he de


defender intereses parciales, defenderé los míos. Cuando llegue la lucha de clases
como tal, mi patriotismo como tal, mi patriotismo local y mi patriotismo personal estarán
con mis afines. Yo puedo estar influido por lo que estimo que es justicia y buen sentido;
pero la lucha de clases me encontrará del lado de la burguesía educada‖.37

Las críticas de Keynes al partido laborista hacían referencia a las dificultades inherentes
para asegurar un caudillaje capaz de actuar en interés de la comunidad considerada en su
conjunto. El carácter clasista del partido exige que sus dirigentes dependan de una apelación a
las "pasiones y envidias extendidas" contra los que tienen la riqueza y el poder, más bien que
de una apelación a la razón y a la justicia. Existe el peligro de que un círculo interno autocrático
quiera apoderarse de la dirección de la mano de obra y tome decisiones en interés de aquel
elemento que, dentro del partido laborista, "odia y desprecia las instituciones existentes y cree que
de su derrocamiento solamente sobrevendrá un gran bien, o al menos que su derrocamiento es
el requisito previo necesario para todo gran bien". El liberal progresivo es superior al
representante laborista más admirable, porque "puede desarrollar su política sin tener que
entonar alabanzas a las tiranías de los sindicatos, a las bellezas de la lucha de clases o al
socialismo de Estado doctrinario" 38. Aunque Keynes reconoce que en el partido laborista existen
elementos de bien potencial, el carácter clasicista del partido impone por sí mismo limitaciones
a su capacidad para tratar adecuadamente los problemas sociales y económicos.

La contrapartida económica de la posición política de Keynes contra el partido laborista se refleja en


su preferencia por los servicios sociales, en lugar de por salarios monetarios más elevados,
36 Dillard, Dudley, La teoría económica de Keynes, Aguilar, Madrid, 1975,Pág. 327.
37 Essays in persuasión, pag 342, Las elecciones británicas de 1945 parecen indicar que muchos de los miembros de la burguesía educada
disienten de Keynes en cuanto a su adhesión al partido laborista. La mitad, aproximadamente, de los diputados laboristas elegidos en la
aplastante victoria del partido laborista procede de las profesiones y actividades mercantiles de la clase media.
38 Ibid, Pág. 342.
como el medio mejor- de elevar el nivel de vida de la clase asalariada. Refiriéndose a
Inglaterra, Keynes sostenía en 1930, en medio de la depresión, que una elevación de los tipos
de salario aumentaría los costes a un nivel internacionalmente antieconómico. Estos costes más
elevados, decía, tenderían a conducir fuera del país el capital británico, mientras que los
beneficios de los salarios más elevados podrían conseguirse por medio de servicios sociales
pagados con impuestos que no tendrían los inconvenientes de los salarios superiores 39. En 1939 y
1940, cuando la Gran Bretaña estaba amenazada por una peligrosa inflación, Keynes hizo un
llamamiento a la clase obrera para que aceptara su plan liberal de ahorro forzado como el único
método por el que podían ser salvaguardados los intereses a largo plazo de los asalariados.

De una manera que es característica de la perspectiva de un reformador financiero40, Keynes ha


considerado la propiedad social de los medios de producción como un problema sin importancia.
En 1926 escribía que la empresa en gran escala tiende a socializarse, porque los accionistas se
apartan de la gestión. El interés personal directo de la gestión en estas condiciones está en la
estabilidad general y en la reputación de la empresa, y la obtención de grandes beneficios se
convierte en una cuestión secundaria para la gestión. Esta aceptación optimista por parte de
Keynes de la separación de la propiedad y la dirección en la empresa moderna bajo la forma de
sociedad anónima está en contradicción aguda con la alarma expresada por muchos
economistas41. La actitud de Keynes con respecto a la nacionalización de los ferrocarriles reduce
también a un mínimo la importancia de la socialización de los medios de producción. "No
hay.ninguna llamada cuestión política importante que tenga realmente tan poca importancia, que sea
tan irrelevante para la reorganización de la vida económica de la Gran Bretaña, como la
nacionalización de los ferrocarriles.42 En otra ocasión habla Keynes de la falta supuesta
antítesis histórica entre el socialismo y el individualismo. 43 Estas opiniones y otras similares,
expresadas antes de apartarse de la posición clásica, son reafirmadas en la General
Theory. A pesar del alto grado de intervención estatal que implica el programa de Keynes,
está fuera de duda que fue fundamentalmente individualista en su filosofía económica y social.

La perspectiva de Keynes sobre los problemas económicos y sociales se revela también en su


actitud hacia la Rusia soviética. Keynes concluyó que si el comunismo tenía un futuro era en
cuanto nueva religión, pero no en cuanto forma más eficaz de organización económica.
Parece haberle sorprendido enormemente la ineficacia económica soviética:

Del lado económico no puedo percibir que el comunismo ruso haya aportado ninguna
contribución a nuestros problemas económicos de interés intelectual o valor científico.

39
"The Question of High Wages", en The Political Quarterly, enero 1930, vol I, núm. 1, págs. 110-24.
40 Dillard, Dudley, La teoría económica de Keynes, Aguilar, Madrid, 1975,Pág. 330
41 Por ejemplo, por Thorstein VEBLEN, en Absentee Ownership and Business Enterprise in Recent Times; The Case of America. Nueva

York; B. W. Huebsch, 1923; y por Adolf A. BERLE y G. C. MEAN, en The M odern Corporation and Private Property. Nueva York y
Chicago; Commerce Clearing House, 1932.
42 Laissez-faire and Communism,, pág. 64.
43 The Times, Londres, 1 agosto 1927, pág. 7.
No creo que contenga, ni que haya probabilidad de que contenga, ni un fragmento de
técnica económica útil que no pudiéramos aplicar, si quisiéramos, con igual o mayor
éxito, en una sociedad que conserva todas las huellas, de los ideales burgueses
británicos44.

No obstante, Keynes estimaba que lo que estaba sucediendo en la Rusia soviética era de
importancia, de mucha mayor importancia que lo que sucedía, por ejemplo, en los Estados
Unidos durante la década de 1920-29. El comunismo creía que sobreviviría a pesar de su
ineficacia económica, porque, a diferencia del capitalismo, no coloca la economía y la religión en
compartimientos separados. El capitalismo, escribía Keynes, "es absolutamente irreligioso, sin unión
interna, sin mucho espíritu público; con frecuencia, aunque no siempre, una mera acumulación de
poseedores y de aspirantes a poseedores. Tal sistema tiene probabilidades de sobrevivir no sólo
mayores, sino inmensamente mayores"45. Aunque expresaba la creencia de que el capitalismo,
adecuadamente organizado, es probablemente más eficaz que cualquier otra forma de organización
económica, el capitalismo en sí mismo lo considera sumamente objetable por razones morales. El
hombre de negocios que se mueve por amor al dinero es tolerable en cuanto medio, pero no en
cuanto fin. Este sentimiento de que el capitalismo contemporáneo está espiritual y moralmente en
quiebra explica probablemente, al menos en parte, la base psicológica de los fuertes ataques
de Keynes a los abusos financieros y a las orgías especulativas de este sistema.

Aquí se encuentra en Keynes algo del escolástico medieval, para quien la avaricia era un pecado
mortal. Pero como han puesto de manifiesto los canonistas posteriores, existe un dilema en el
que la propiedad privada hace indistinguibles los móviles de especulación (financieros) y de
empresa (industriales). La solución es un compromiso que en la sociedad ideal reduce toda la
renta a la recompensa al trabajo, incluyendo el beneficio como una .especie particular de salario,
pero eliminando la usura, esto es, la renta obtenida por prestar dinero 46. Ni en los canonistas
ni en Keynes se extiende la crítica a la institución de la propiedad privada de los medios de
producción.

La significación histórica de la economía política de Keynes consiste en que suministra la base


teórica para un nuevo liberalismo, el cual, a diferencia del liberalismo clásico, rechaza el laissez-faire. El
concepto de una armonía preestablecida de las fuerzas económicas, que Eli Heckscher ha descrito como la
concepción fundamental del laissez-faire, brilla por su ausencia en el pensamiento de Keynes. En este
sentido, Keynes se atiene a la tradición mercantilista, en la que de una manera igualmente uniforme faltaba el
postulado de la armonía preestablecida.

44Laissez-faire and Communism, pág. 130. De los escritos publicados de Keynes no se deduce ninguna prueba de que su
escepticismo fundamental y su desagrado por la estructura económica de la Rusia soviética hayan cambiado en ningún sentido
importante. Por el contrario, la prueba positiva que existe en referencias ocasionales de sus últimos escritos indica una
continuación en su orientación anterior. Véase General Theory, págs. 380 y 381; How to Pay for the War, páginas 7, 53, 55.

Laissez-faire and Communism, pág. 131.


45
46Véase R. H. TAWNEY: Religion and the Rise of Capitalism, páginas 48-49. Hammondsworth, Middlesex, Inglaterra; Pelican
Books, 1938. Para las críticas de Keynes a la usura, véase su General Theo ry, págs. 241, 340, 351, 353. Para la
aceptación por Keynes de la teoría del valor basada en el trabajo, véase la General Theory, páginas 213, 214.
Por faltar a la economía de propiedad privada la armonía preestablecida son necesarias las
intervenciones sociales, a fin de evitar que se entregue a su propia destrucción. La mayor
desarmonía del capitalismo del laissez-faire es que el empleo total se hace cada vez más
difícil de conseguir con la acumulación progresiva de la riqueza. El dilema de la pobreza en
medio de la abundancia potencial surge porque el aumento de riqueza hace necesaria una
mayor cantidad de inversión, mientras que al mismo tiempo la acumulación debilita el
aliciente para la inversión. El dilema se agudiza porque la capacidad de consumo está limitada
por la distribución desigual de la riqueza que caracteriza al capitalismo del laissez-faire. La
perspectiva general desde la cual proyecta Keynes su teoría y su práctica, tanto primitiva
como posterior, fue la del liberalismo. La esencia de su liberalismo la cons tituye una crítica
del capitalismo financiero, combinada con un vehemente deseo de establecer un medio ambiente
en el cual puedan funcionar el capitalismo industrial y el sistema de empresa privada. Su
obra, en este sentido, es esencialmente conservadora y está orientada hacia una
conservación del statu quo

Incluso sus rivales hubieron de reconocer a regañadientes que las teorías de Keynes eran correctas.
Los gobiernos del período bélico habían puesto en marcha gigantescos programas de gastos en el
sector público (como la fabricación de armas) que comportaban un gran desperdicio (al contrario que
sucedía, por ejemplo, con la inversión en carreteras, que suponían una duración mayor y no perdían
su utilidad), combinados con enormes déficits. La deuda nacional de los Estados Unidos, que
ascendía a 49 mil millones de dólares en 1941, había alcanzado los 259 mil millones en 1945.

2.18.1.3 Las teorias

Keynes tenía cincuenta y seis años cuando empezaron las hostilidades, y aunque debía parte de su
renombre a la primera guerra mundial, su intervención resultó más relevante en la segunda. En los
dos primeros meses de ésta, escribió tres artículos para el Times de Londres que en poco tiempo se
publicaron en forma de panfleto bajo el título Cómo pagar la guerra. (En realidad aparecieron antes
en Alemania, a raíz de la filtración de una conferencia.) En esta sus ideas giraban en torno a dos
elementos cruciales. Enseguida se dio cuenta de que el problema no era, en el fondo, cuestión de
dinero, sino de materias primas: las guerras se ganan o se pierden dependiendo de los recursos
físicos susceptibles de convertirse en barcos, fusiles, proyectiles, etc. Estas materias primas pueden
medirse y, por tanto, controlarse." Keynes también advirtió que lo que distingue una economía de
paz de una de guerra era que, en la primera, los trabajadores gastan casi todos los excedentes de
sus ingresos en los bienes que ellos mismos han ayudado a producir; en tiempos de guerra, el
rendimiento extra —el que queda tras deducir los gastos que el trabajador necesita para vivir— se
destina al gobierno. La segunda idea de Keynes consistía en que la guerra ofrece la oportunidad de
estimular el cambio social, que la «igualdad de esfuerzos» necesaria en una emergencia nacional
podía canalizarse en medidas financieras que no sólo reflejasen dicha igualdad sino que ayudasen a
mantenerla una vez acabado el conflicto. Y este hecho, si alcanzase una gran divulgación, podría
aumentar la eficacia. Tras la investidura de Winston Churchill como primer ministro , Keynes fue
nombrado su asesor económico. Entonces no dudó en poner en práctica sus ideas cuanto antes, y a
pesar de que ninguna de ellas logró convertirse en ley, su influencia fue inestimable: «El Ministerio
de Hacienda británico combatió en la segunda guerra mundial de acuerdo a los principios del
keynesianismo».
En los Estados Unidos ocurrió algo semejante. Algunos sectores influyentes reconocieron pronto que
la guerra proporcionaba una ocasión excelente para probar las ideas de Keynes, lo que dio pie a que
un grupo de siete economistas de Harvard y Tufts abogasen por una enérgica expansión del sector
público; de manera que, al igual que en Gran Bretaña, hubiese la oportunidad de introducir diversas
medidas diseñadas para aumentar la igualdad tras la guerra. El Comité de Planificación de los
Recursos Naturales (que, curiosamente, lleva en su nombre la palabra planificación) estableció
nueve principios en una «Nueva declaración de derecho. Por su parte, revistas como la New
Republic hacían declaraciones como: «Será mejor reconocer desde un principio que el viejo ideal del
no intervencionismo ya no es posible... Es necesario establecer algún tipo de planificación y control e
ir aumentándolo de manera gradual». En los Estados Unidos, al igual que en Gran Bretaña, los
keynesianistas no lograron todo lo que deseaban: los intereses empresariales tradicionales
consiguieron resistir ante muchas de las ideas sociales igualitarias. Sin embargo, el gran logro de la
segunda guerra mundial, que surgió tras la penumbra de los años treinta, fue el hecho de que los
gobiernos de la mayoría de las democracias occidentales (Gran Bretaña, los Estados Unidos,
Canadá, Nueva Zelanda, Australia, Suiza y Sudáfrica) aceptase como prioridad nacional el
mantenimiento de los altos niveles de ocupación, y fueron Keynes y sus ideas los que habían
revelado la manera de conseguirlo y habían hecho reconocer que los gobiernos debían asumir dicha
responsabilidad.

Si bien es cierto que Keynes había logrado un triunfo en lo relativo a la regulación de la economía
del país, no puede decirse lo mismo de sus experiencias a la hora de enfrentarse con los problemas
del comercio internacional. Ésta fue la cuestión que debía tratarse en el célebre congreso de Bretton
Woods,47 que tuvo lugar en verano de 1944 en las White Mountains de New Hampshire. El
acontecimiento contó con la asistencia de 750 personas y dio lugar a la creación del Banco Mundial
y el Fondo Monetario Internacional. Ambas entidades formaban parte de la teoría de Keynes,
aunque sus poderes aparecían muy diluidos en la versión estadounidense. El economista británico
reconoció la existencia de dos problemas a los que se enfrentaba el mundo de posguerra, «de los
cuales, sólo uno era nuevo». El que ya existía era la necesidad de impedir que se repitiese la
devaluación de las monedas competitivas ocurrida en los años treinta. Esta situación había
provocado una reducción en el comercio internacional y se había sumado a los efectos de la
depresión. El problema nuevo era que el mundo surgido de la guerra estaba condenado a dividirse
en dos partes: los países deudores (como Gran Bretaña) y los acreedores (el ejemplo más obvio lo
constituían los Estados Unidos). Mientras existiese este desequilibrio, la recuperación del comercio
47
Las instituciones Bretton Woods son el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional (FMI). Estas dos instituciones fueron fundadas en una
reunión de 43 países en Bretton Woods, New Hampshire, Estados Unidos en Julio del año 1944. Los objetivos fueron: La reconstrucción de la
economía durante el periodo de la post guerra, y la promoción de la cooperación económica internacional. Los acuerdos originales en Bretton Woods
incluyeron planes para la creación de una Organización Internacional para el Comercio (OIC), pero estos planes permanecieron inconclusos hasta la
creación de la Organización Mundial del Comercio (OMC) durante la década de los 90.
La creación del Banco Mundial y el FMI se dieron al finalizar la Segunda Guerra Mundial y se basaron en las ideas de un trio de expertos: el Secretario
del Tesoro de EEUU, Henry Morgenthau, su consejero en economía, Harry Dexter White y el economista británico John Maynard Keynes. Estos tres
expertos optaron por establecer un orden económico internacional basado en las nociones de toma consensual de decisiones y cooperación en el
ámbito de las relaciones económicas y comerciales. Este enfoque refleja la preocupación de los lideres de los países aliados para superar los efectos
desestabilizadores de depresiones económicas previas y batallas comerciales.
En su discurso de apertura en la conferencia de Bretton Woods, Henry Morgenthau dijo que el "desconcierto y la amargura" que resultaron de la
depresión se convirtieron en "caldo de cultivo para el fascismo y finalmente, la guerra". Los proponentes de las nuevas instituciones consideraron que
la interacción económica a nivel global era necesaria para mantener la paz y seguridad internacional. Según Morgenthau, las instituciones facilitarían
"la creación de una comunidad mundial dinámica en la cual las gentes del mundo puedan alcanzar su potencial en paz".
El FMI crearía estabilidad en el comercio internacional al armonizar las políticas monetarias de sus miembros y al mantener estabilidad cambiaria. Al
mismo tiempo, el FMI estaria en capacidad de proveer asistencia económica temporal a países con dificultades en la balanza de pagos. El Banco
Mundial, por otro lado, estaría a cargo de mejorar la capacidad comercial de naciones empobrecidas y azotadas por la guerra a través de préstamos
para la reconstrucción y proyectos para el desarrollo.
internacional sería muy difícil de conseguir, y todos se verían afectados por las consecuencias.
Keynes, que llegó al congreso en perfecta forma, entendió de forma clara que eran necesarios un
sistema monetario y un banco internacionales si querían hacerse extensivos los principios de la
economía nacional al ámbito mundial. Lo más importante del banco internacional era que podía
conceder créditos y hacer préstamos (proporcionados por países acreedores) de tal manera que los
deudores pudiesen cambiar sus tipos de cambio sin provocar represalias por parte de otros. El plan
también eliminaba el patrón oro en todo el mundo. Keynes no podía salirse siempre con la suya: el
proyecto que acabó por adoptarse se debía tanto a Harry Dexter White, del Ministerio de Hacienda
estadounidense, como al economista británico. Con todo, el clima intelectual en el que se debatieron
estos problemas en Bretton Woods fue el que había creado Keynes en el período de entreguerras.
No se trataba de una planificación propiamente dicha: como hemos visto, el economista tenía una
gran confianza en los mercados; sin embargo, consideraba que el comercio mundial tenía mucho
que ver en este sentido, que podía lograrse una máxima prosperidad para un número máximo de
países, pero sólo si se reconocía que la riqueza necesitaba clientes al mismo tiempo que
fabricantes, y de que todos eran uno. Keynes enseñó al mundo que el capitalismo se basa en la
cooperación casi en igual medida que en la competencia.

El final de la segunda guerra mundial constituyó el auge del keynesianismo. La gran mayoría
empezó a considerarlo «un mago».' Muchos deseaban ver sus principios amparados por leyes, y
hasta cierto punto lo estaban. Otros adoptaban un punto de vista más cercano al de Popper: si la
economía tenía alguna intención de convertirse en ciencia, las ideas de Keynes eran susceptibles de
modificarse con el tiempo, algo que, de hecho, sucedió. Keynes había provocado un cambio
sorprendente en la óptica intelectual (no sólo en tiempos de guerra, sino también a lo largo de toda
su trayectoria y su producción escrita) y aunque pueda haber recibido muchas críticas en los últimos
tiempos, y sus teorías hayan sido modificadas, la actitud actual respecto del desempleo —que en
cierto modo se encuentra bajo el control gubernamental— se debe a sus ideas. No obstante, él no
era más que una persona. El final de la guerra, a pesar de Keynes, trajo consigo un miedo
generalizado ante un posible regreso a los lamentables sucesos de los años treinta.' Sólo los
economistas como W.S. Woytinsky se dieron cuenta de que tendría lugar un período de expansión,
que se había privado a la gente de bienes de consumo, que los trabajadores y los técnicos, que
habían pasado la guerra haciendo horas extras, no habían tenido oportunidad de gastar sus
excedentes, que había un número ingente de soldados con años de paga ahorrados, que se había
comprado una gran cantidad de bonos de guerra que podrían por fin rescatarse y que los adelantos
tecnológicos efectuados durante la guerra con fines militares podían transformarse sin gran dificultad
en productos propios de tiempos de paz. (Woytinsky calculaba que había unos doscientos cincuenta
billones de dólares listos para gastarse.) En la práctica, una vez que el mundo se calmase, la
situación rebasaría todas las previsiones: no se llegaron a recuperar los altos niveles de desempleo
de los años treinta, si bien en los Estados Unidos tampoco se alcanzaron las cotas mínimas que se
habían experimentado en tiempos de guerra. Por el contrario, aquí fluctuaron entre el 4 y el 7 por
100, una tasa «lo bastante alta para resultar molesta, pero no tanto como para alarmar a la mayoría
que gozaba de prosperidad». Este tipo de sociedad de dos niveles tuvo en jaque a los economistas
durante años, en especial por el hecho de que no había sido predicha por Keynes.

En los Estados Unidos, aunque la intención de los partidarios del keynesianismo de Harvard y Tufts
fuese promover una sociedad más igualitaria tras la guerra, el problema más acuciante no era la
pobreza como tal, ya que el país disfrutaba de una tasa de desempleo muy baja. La guerra no había
hecho sino subrayar el problema acostumbrado en el país en lo relativo a la igualdad: la raza. En
Europa y el Pacífico habían luchado muchos ciudadanos negros, y si se esperaba de ellos que
arriesgasen sus vidas de igual manera que lo hacían los blancos, cabía preguntarse si no debían ser
tratados con igualdad una vez que la guerra había acabado.

Las obras de Keynes, relampagueaba de expresivas frases48. Una de sus estocadas pasará con
toda seguridad al acervo de los aforismos ingleses: hablando de las consecuencias que «a largo
plazo» tendría cierto venerable axioma económico, Keynes escribió secamente: «A largo plazo,
todos estaremos muertos.»

Volvamos al año 1930, Keynes publicó su Treatise on Money, tentativa larga, difícil y desigual, a
veces brillante, destinada a explicar la marcha de toda la economía. Era un libro fascinador porque
tomaba como problema central la cuestión de cuál era la causa de que la economía operase de una
manera tan desigual, unas veces rebosante de prosperidad y otras sumida en depresiones.

¿Qué era lo que se ocultaba detrás de este desfile de prosperidades y depresiones? Al principio se
creyó que esos ciclos de la economía eran una especie de desorden nervioso de la masa humana:
«Estos derrumbes periódicos son, en realidad, de orden mental, y dependen de los altibajos de
abatimiento, optimismo, excitación, desengaño y pánico», escribía un observador del año 1867.
Aunque semejante afirmación describa, sin duda, con exactitud los estados de ánimo de Wall Street,
Lombard Street, Lancaster o Nueva Inglaterra, no obstante, dejaba sin contestar la pregunta básica:
¿A qué se deben tales oleadas de excitación nerviosa?

Quizá recordemos las dudas del clérigo Malthus, su intuición algo inarticulada de que el ahorro podía
conducir a un «atascamiento general». Ricardo se burló de la idea; Mill había refunfuñado con
desdén; y la idea había pasado a constituir uno de los trastos del mundo bajo de la economía. ¡Decir
que el ahorro podía ser fuente de dificultades! ¡Eso equivalía a combatir la frugalidad! Era casi una
inmoralidad. ¿No había escrito, acaso, Adam Smith: «Lo que como norma de conducta de cada
familia particular es prudencia, difícilmente puede ser locura como norma de una gran nación»?

Pero cuando los primitivos economistas se negaban a tomar en consideración la idea de que el
ahorro pudiera constituir un entorpecimiento a la economía, no predicaban moral para hacer
adeptos; lo que hacían era observar los hechos del mundo real.

Pues un hecho era que en los comienzos de la década de 1800, aquellos que ahorraban eran los
mismos que luego invertían sus ahorros, haciéndoles producir. Virtualmente, las únicas personas
que en el atosigado mundo de Ricardo y de Mill podían ahorrar eran los terratenientes ricos y los
capitalistas, y todas las cantidades de dinero que conseguían arrebañar encontraban empleo
provechoso e inmediato en la compra de tierras o en ampliar las fábricas. Por esa razón, llamábase
con acierto al ahorro acumulación, pues que era una moneda de dos caras: por una parte
significaba el amasamiento de una cantidad de dinero, y por otra equivalía a su empleo inmediato
en la compra de herramientas, edificios o tierras para amasar todavía más.

Pero la estructura de la economía cambió a mitad del siglo XIX. Mejoró la distribución de la riqueza,
y entonces fue cada vez mayor el número de personas que podían ahorrar. Al propio tiempo, las

48
Heilbroner, Robert L, Vida y doctrina de los grandes economistas, volumen II Orbis, Barcelona, 1985, Pág. 132.
empresas se hicieron cada vez más voluminosas y más despersonalizadas, y acudieron en busca
de nuevos capitales en mayor cantidad; pero no recurriendo a los bolsillos de sus propietarios
gerentes únicamente, sino a las carteras anónimas de los ahorradores de todo el país. Y de ese
modo vino a establecerse un divorcio entre ahorrar e invertir, que se convirtieron en operaciones
diferentes, llevadas a cabo por grupos distintos de personas.

Y eso trajo consigo disturbios a la economía. Malthus, después de todo, estaba en lo cierto, aunque
no por las razones que a él se le habían ocurrido.

Esa clase de disturbios es tan importante, se halla tan en el eje del problema de la depresión, que
será preciso que nos detengamos un momento a ponerla en claro.

Es preciso que empecemos por explicar cómo medimos la prosperidad de una nación. No la
medimos por el oro que posee; rica es en oro la India, y está aquejada de pobreza. Ni la medimos
por sus activos tangibles, a saber: edificios, minas, fábricas, bosques; nada de eso se había
evaporado el año 1932 en los Estados Unidos. La prosperidad y la depresión no son cosa que
dependa de glorias pasadas, sino de realizaciones actuales; por consiguiente, se miden por los
ingresos que tenemos. Cuando la mayoría de nosotros disfrutamos individualmente (y, por tanto, la
mayoría de nosotros como colectividad) de ingresos elevados, la nación vive próspera; cuando
nuestros ingresos totales individuales (es decir, de toda la nación) bajan, hemos caído en una
depresión.

Pero el ingreso o «renta nacional» no es un concepto estático. Al contrario, la característica central


de la economía es la circulación de los ingresos de la renta nacional, pasando de mano en mano.
Con cada compra que hacemos, transferimos al bolsillo de otra persona una parte de nuestros
ingresos. Y, de la misma manera, todos nuestros ingresos, hasta el último céntimo —salarios,
sueldos, beneficios, dividendos, rentas o intereses—, se derivan del dinero que ha gastado alguna
otra persona. Analícese una parte cualquiera del ingreso que disfrutamos y se verá que ha tenido su
origen en el bolsillo de alguien: porque contrató nuestros servicios, porque compró en nuestra tienda
o porque ayudó a que prosperase la sociedad anónima de la que poseemos acciones u
obligaciones.

Gracias a este proceso de circulación del dinero —que alguien ha descrito como el proceso de
recibir cada uno, por turno, los despojos de los demás— la economía se revitaliza constantemente.

Pues bien, este proceso de circulación de los ingresos se realiza en gran parte de una manera
perfectamente natural y sin obstáculos. Todos nosotros gastamos la parte mayor de nuestros
ingresos en bienes para nuestro propio uso o disfrute —bienes de consumo, como se les llama — , y
merced a que compramos esos bienes de consumo con una regularidad bastante constante, está de
ese modo asegurada la circulación de una gran parte de nuestra renta nacional. Nuestra necesidad
de comer y de vestirnos, y nuestra ansia de disfrute de goces, asegura un gasto regular y constante
de todos nosotros, y por ello mismo asegura también que los demás reciban sus ingresos de una
manera regular y constante.

Hasta aquí todo es sencillo y directo. Pero hay una parte de nuestros ingresos que no va
directamente a la plaza del mercado para convertirse en ingreso de otra persona. Esa parte es el
dinero que ahorramos.
Es evidente que si metiésemos nuestros ahorros en el colchón o los amontonásemos en dinero
contante, perturbaríamos la uniformidad de ese fluir circular de los ingresos. Al obrar de tal manera,
congelaríamos una parte de ese caudal de ingresos que se nos entrega, y devolveríamos a la
sociedad menos de lo que ésta nos da. Si ese proceso de congelación se extendiese a otras
muchas personas de una manera continua, pronto tendría lugar una baja cada vez mayor en los
ingresos de todos, ya que el caudal circulante sería, así mismo, cada vez más pequeño. Estaríamos
padeciendo una depresión.

Pero esa peligrosa ruptura en la circulación de los ingresos no ocurre en la realidad; porque en las
comunidades civilizadas no congelamos nuestros ahorros. Los colocamos en acciones, en
obligaciones o en los bancos, y de esa manera vuelven a circular. Porque si compramos acciones
nuevas, entregamos directamente nuestros ahorros al negocio; si los colocamos en una caja de
ahorros, ésta los entrega a hombres de negocios que solicitan préstamos de ella. Por consiguiente,
lo mismo si ponemos nuestros ahorros en los bancos, que si los empleamos en comprar pólizas de
seguros o valores del Estado, existen canales por los que ese dinero vuelve a entrar en circulación
por la vía de las actividades del negocio. Cuando nuestros ahorros son recogidos y empleados por
las empresas de negocios, siguen su curso convertidos en sueldos, salarios o beneficios de otras
personas.

Ahora bien —y éste es un hecho vital—, en esta corriente de inversiones de ahorros no hay nada de
automático. De ordinario las empresas no necesitan de los ahorros para llevar adelante sus
operaciones; la empresa trabaja de acuerdo con un presupuesto regular y paga sus gastos con el
producto de sus ventas. Sólo necesita del ahorro en los períodos de expansión de sus operaciones,
debido a que sus ingresos normales no le proporcionan el capital que, por ejemplo, necesite para
construir una nueva fábrica o para incrementar sustancialmente su maquinaria.

Y aquí es donde surgen los inconvenientes. Una comunidad frugal tratará siempre de economizar
cierta parte de sus ingresos. Pero la empresa no está siempre en situación de ampliar sus
operaciones. Veamos un caso evidente: no cabe duda que los tiempos de gran expansión para la
industria de la radio —si se la compara con la industria de la televisión— son cosa que puede
considerarse de pasado. Supongamos ahora que —por razones de que luego hablaremos—
estuviese toda la industria en idéntica situación que la de la radio. En este caso es evidente que las
inversiones serían muy pequeñas.

Y ahí es donde se encierra la posibilidad de la depresión. Porque si nuestros ahorros no son


invertidos por firmas comerciales en proceso de expansión, nuestros ingresos bajarán. Nos
encontraríamos en la misma espiral de contracción que si hubiésemos congelado esos ahorros,
atesorándolos.

¿Puede ocurrir semejante eventualidad? Ya lo veremos. Observemos, de momento, que se trata de


algo como el juego de la cuerda, en que unos tiran de un extremo y otros del otro, en forma extraña
y sin pasión. Aquí no existen terratenientes avariciosos, ni capitalistas insaciables. Todos son
virtuosos ciudadanos que tratan de ahorrar prudentemente una parte de sus ingresos, y virtuosos
hombres de negocios que estudian, con no menos prudencia si la situación de sus empresas les
permite correr el riesgo de comprar una máquina nueva o de construir un nuevo edificio. Sin
embargo, el destino de la Humanidad depende de que estas dos decisiones sean adoptadas con
buen criterio. Porque si se deciden equivocadamente, es decir, si, por ejemplo, los empresarios
ofrecen invertir una cantidad inferior a la que la comunidad trata de ahorrar, toda la economía tendrá
que reajustarse a los encogimientos de la depresión. La exorbitante cuestión del ímpetu ascendente,
o bien del derrumbe de la economía, depende más de ese que de ningún otro factor.
La vulnerabilidad de nuestro destino a la influencia de las oscilaciones del columpio del ahorro y de
la inversión es, en cierto sentido, el precio que pagamos por la libertad económica.

Una brillante exposición de ese columpio del ahorro y la inversión la hizo Keynes. La idea no era
original de el, pues ya una larga serie de importantes economistas había señalado los papeles
críticos que desempeñaban aquellos dos factores en el ciclo económico. Pero, al igual que ocurría
en todos los temas que Keynes tocaba, las secas abstracciónes de la economía adquirían en su
prosa un nuevo brillo. Véase:

Ha venido siendo cosa corriente el pensar que la riqueza acumulada de la Humanidad era fruto
penoso de la renuncia voluntaria que hacen los individuos al disfrute inmediato del consumo; es
decir, que era la consecuencia de lo que llamamos frugalidad. Debería, sin embargo, saltar a la vista
que esa simple renuncia o abstinencia no basta por sí misma para levantar ciudades o desecar
pantanos.

Es el espíritu de empresa el que crea y mejora los bienes que posee el mundo... Si reina el espíritu
de empresa, la riqueza se acumula, independientemente de lo que pueda sucederle a la frugalidad; y
si el espíritu de empresa está dormido, entonces la riqueza decae, a pesar de cuanto haga la
frugalidad.

Sin embargo, a pesar de su magistral análisis, en cuanto Keynes hubo escrito su Treatise on Money,
hablando en sentido figurado, diremos que lo hizo pedazos. Porque la teoría del columpio del ahorro
y la inversión fallaba en un punto central: no explicaba cómo era posible que la economía
permaneciese en un estado de depresión prolongada. Indudablemente, la propia analogía del
columpio sugiere la idea de que si una economía ha descendido por efecto del exceso de ahorros,
entonces no puede tardar mucho en rectificar ese hecho y dar el salto ascendente.

Porque el ahorro y las inversiones —frugalidad y espíritu de empresa— no eran actividades


económicas completamente desconectadas. Por el contrario, hallábanse mutuamente ligadas en el
mercado donde los empresarios compraban el ahorro o, por lo menos, lo tomaban a préstamo: el
mercado del dinero. Y el ahorro, como cualquier otro artículo, tenía su precio: el tipo de interés. Por
consiguiente (así, al menos, lo parecía), cuando la depresión económica alcanzaba su punto más
bajo y había una inundación de ahorros, su precio debía bajar, exactamente igual que cuando había
una sobreproducción de zapatos bajaba el precio de éstos. Al abaratarse el precio del ahorro, esto
es, cuando el tipo del interés bajaba, parecía muy probable que aumentase el incentivo de la
inversión. Si resultaba demasiado costoso edificar una fábrica cuando el dinero necesario para la
misma costaba un seis por ciento, ¿acaso no parecía mucho más provechoso edificarla cuando el
dinero podía obtenerse pagando sólo un tres por ciento?

Por esta razón, la teoría del columpio parecía prometer la existencia de un mecanismo automático
de seguridad que funcionaba exactamente dentro del ciclo económico; que cuando el ahorro se
hiciera excesivamente abundante habría mayor baratura en los préstamos, lo cual vendría a
constituir un estímulo para que las empresas invirtiesen. Según ese concepto, la economía podía sufrir
contracciones, pero parecía un hecho seguro que volvería a rebotar.

Y eso precisamente fue lo que no ocurrió en la gran depresión. El tipo del interés bajó, pero todo
siguió igual. Salieron a relucir las viejas panaceas —unas gotas de socorro de los organismos
locales y una gran dosis de optimista espera—, pero ni con eso dio el enfermo señales de recobrar
la salud. A pesar de toda su elegancia intelectual, algo fallaba evidentemente en esa limpia fórmula
del columpio del ahorro y la inversión, con el tipo del interés cerniéndose sobre el primero para que
éste se mantuviese siempre en movimiento. Por tanto, tenía que haber algún otro impedimento que
no dejaba reaccionar a la economía.
Keynes venía rumiando su obra maestra desde hacía algún tiempo. El año 1935 le había escrito a
George Bernard Shaw, por cuyo consejo había vuelto a leer a Marx y Engels, encontrándolos muy
poco de su gusto: «Para comprender mi estado de ánimo es preciso que sepa usted que yo mismo
creo que el libro que estoy escribiendo sobre teoría económica revolucionará en gran parte —quizá
no de inmediato, pero sí antes de que hayan transcurrido diez años— el concepto del mundo acerca
de los problemas económicos. No puedo esperar que en la actual etapa lo crean así ni usted ni
nadie. En cuanto a mí, personalmente, no sólo abrigo esa esperanza, sino que allá en mi fuero
íntimo estoy completamente seguro de ello.» Y, como siempre, acertó. El libro iba a ser como una
bomba. Sin embargo, es muy dudoso que le hubiese parecido así al señor Shaw, si este hubiera
tratado de digerirlo. El título era prohibitivo: Teoría general del empleo, el interés y el dinero; y más
prohibitivo aún era el contenido. Imaginémonos a Shaw abriendo desmesuradamente los ojos ante
la página 25, al encontrarse con aquello de: «Supongamos que Z es el precio total de la oferta de la
producción resultante de empleo de N hombres, expresándose la fórmula de la relación entre Z y N
de este modo: Z = f(N), lo que podría denominarse función total de la oferta.» Por si no bastara esto
para asustar y obligar a retroceder a cualquiera, el libro caería en alto grado de la proyección
panorámica social que el lego en la materia esperaba encontrar en él, después de una lectura
somera de Smith, Mill o Marx. La obra constituía un desierto inacabable de economía, álgebra y
abstracciones, con una pérdida de tiempo en el cálculo diferencial que no dejaba huella alguna, y
con solo alguno que otro oasis, aquí y allá, de prosa deliciosamente estimuladora.

Y, sin embargo, era un libro revolucionario; éste es el único adjetivo que le corresponde. Trató en él
la economía tan resueltamente y a fondo como lo habían hecho otros libros revolucionarios del
calibre de La riqueza de las naciones o El Capital.

Porque la conclusión a que esa obra llegaba era sorprendente y desalentadora. ¡No existía, después
de todo lo que se había dicho, tal mecanismo automático de seguridad! Más que a un columpio, que
siempre volvía a levantarse, la economía parecía un ascensor, podía subir y podía bajar, pero
también podía permanecer completamente inmóvil. E igual podía quedarse así en la planta baja que
en el piso más alto. En otras palabras: era posible que se diera el caso de que una depresión no se
curase a sí misma; esto es, la economía era capaz de permanecer en la quietud indefinidamente.

¿Cómo podía ocurrir eso? ¿En el punto más bajo de la depresión, no obligaría, quizá, la riada del
ahorro a que bajase el tipo de interés, y no despertaría eso el deseo de las empresas de
aprovecharse del dinero barato para ampliar sus fábricas o negocios?

Keynes descubrió la solución del problema en el hecho de la vida económica que resulta más
sencillo y más evidente, una vez que alguien lo señala: en el fondo de la hondonada no se produciría
tal riada de ahorro. Lo que ocurría cuando una economía se desplomaba en barrena era que, a
medida que los ingresos se contraían, los ahorros veíanse exprimidos y agotados. ¿Cómo puede
esperarse que una comunidad ahorre en igual cuantía cuando todos sus miembros viven
apretadamente que cuando todos viven en plena prosperidad?, preguntaba Keynes. Era evidente
que no podía ocurrir tal cosa. El resultado de una depresión no sería un atascamiento de los
ahorros, sino un agotamiento de éstos; no una riada de ahorro, sino un pequeño chorro.

Así era, en efecto. El año 1929, los ciudadanos particulares norteamericanos ahorraron de sus
ingresos la suma de 3.700 millones; en los años 1932 y 1933 no ahorraron nada; en realidad,
incluso, fueron echando mano de sus ahorros hechos en años anteriores. Las sociedades
anónimas, que en la cumbre de la prosperidad se habían tragado vorazmente 2.600 millones de
dólares después de pagar impuestos y dividendos, se encontraron, tres años más tarde, en una
pérdida de 6.000 millones de dólares. Keynes, evidentemente, estaba en lo cierto; el ahorro era una
especie de lujo incapaz de resistir los tiempos duros.

Pero la consecuencia práctica de ese descenso de los ahorros era de una trascendencia mucho
mayor que las tragedias individuales que ocasionaba. Su resultado significaba una parálisis en la
cual la economía encontrábase en un equilibrio económico perfecto, aunque la sociedad viviese en
angustias de muerte. Al no existir un sobrante de ahorros, tampoco existiría una presión sobre los
tipos de interés que fuese capaz de animar a las empresas a tomar dinero a préstamos. Y si no
existía un exceso de inversión (y ya hemos visto que la insuficiencia de la inversión constituye la
esencia misma de la depresión), no había lugar para el ímpetu de expansión. La economía no se
movía ni una sola pulgada.

De ahí la paradoja de la pobreza en medio de la abundancia, y la anomalía de que hubiese hombres


sin trabajo y máquinas paradas. Sin duda, en el fondo de la hondonada económica existe una
contradicción inhumana entre la insuficiencia de producción y la desesperante necesidad de
mercancías. Pero se trata de una contradicción puramente moral. Porque la economía no opera para
satisfacer las necesidades humanas, ya que las necesidades son siempre tan grandes como los
sueños. Produce artículos, mercancías, para satisfacer la demanda, pero la demanda es tan
pequeña como lo es la cartera de una persona. Por eso los parados representan poco más que
ceros en la economía, pues en relación a la influencia económica que puedan ejercer en el mercado,
daría igual que estuviesen viviendo en la luna.

Cuando la inversión decae y la economía se ha encogido, surge la miseria social. Pero no se trata —
cual pone de relieve Keynes— de una miseria social capaz de buscarse remedio, porque la
conciencia de la nación no puede ser un sustitutivo eficaz de la insuficiente inversión. Y como el
ahorro baja al mismo tiempo que la inversión, la máquina económica gira con suavidad, sin que la
perturbe el hecho de que esa sea una máquina más pequeña de lo que solía ser.

Es éste, desde luego, un especialísimo estado de cosas; una tragedia en la que no hay un malvado.
Nadie puede censurar a la sociedad porque ahorre, puesto que el ahorro constituye, por lo visto, una
virtud privada; es igualmente imposible castigar a los empresarios por no invertir. ¿Qué más
quisieran ellos, si hubiese una perspectiva razonable de éxito? No, la dificultad no es de orden
moral; no se trata de justicia, de explotación, ni siquiera de estupidez humana. Nos encontramos
ante una dificultad técnica, casi ante un fallo mecánico. A pesar de lo cual no es menos elevado el
precio que hay que pagar por él. Y el precio de la inactividad económica es el desempleo.
Pero ahora viene lo peor. Keynes había explicado cómo una economía metida en la hondonada de
la depresión podía dejar de engendrar su propia recuperación automática. La perspectiva era
bastante sombría. Pero si se examina bien la proposición keynesiana, también anuncia tormenta en
el mundo más elevado de la curva del ciclo económico.

Porque de la misma manera que el ahorro se contrajo al contraerse la economía, también se


expansionará cuando ésta se expansione. Y este sencillo hecho trae la siguiente aterradora
consecuencia: significa que toda racha de gran prosperidad se encuentra constantemente
amenazada de colapso. Porque si en un momento dado la inversión aminora su impulso, la
hinchazón del ahorro nacional volvería a dejar sentir sus efectos; se rompería la cadena del
transmitirse unos a otros los ingresos, y empezaría el proceso de contracción.

Así, pues, en último análisis, la economía dependía de la suma de inversión realizada por las
empresas. Cuando la inversión era escasa, reducíase el volumen de la economía; cuando la inversión era elevada,
arrastraba consigo hacia arriba a la nación; si la inversión no conseguía permanecer alta, daba lugar a que se iniciase la
contracción. Riqueza y pobreza, gran prosperidad y escasez, dependiendo todo de la mayor o menor tendencia de las
empresas a invertir.

Y aquí llegaba el hecho más difícil de digerir. Esa buena disposición a invertir no podía continuar
indefinidamente. Más tarde o más temprano, la inversión estaba condenada a contraerse.

En cualquier tiempo, la industria está limitada por el volumen del mercado al que sirve. Tomemos
como ejemplo el caso de los ferrocarriles en la década de 1860, época de enormes inversiones en
nuevas líneas férreas. Los primitivos magnates ferroviarios no construían líneas para servir a los
mercados de 1960; si aquellos hubieran llevado a cabo el tendido de raíles que la economía habría
de precisar cien años después, entonces hubieran tenido que seguir construyendo líneas hasta
ciudades imaginarias de territorios no habitados. Construyeron, pues, las que podían ser utilizadas,
y luego hicieron alto. Lo mismo ocurrió con la industria del automóvil. Aun suponiendo que Henry
Ford hubiese encontrado en 1910 el capital requerido para levantar sus actuales fábricas de River
Rouge, habría quebrado rápidamente, porque faltaban las carreteras, los puestos de gasolina y la
demanda para tantos coches.

La inversión no sólo tiene sus límites, sino que, además, actúa con arranques súbitos y breves. No
es posible ir construyendo un ferrocarril milla por milla, siempre al mismo ritmo de la demanda, sino que
se construye de una vez toda una línea. Ni tampoco es posible ampliar una fábrica de automóviles, añadiéndole
máquina a máquina, sino que hay que construir otra fábrica completa. Construida la línea de ferrocarril, instalada la
nueva fábrica, se habrá satisfecho al mercado para cierto espacio de tiempo. Y entonces se deja de invertir.

En una palabra, la economía está siempre bajo la amenaza de colapso.

La perspectiva no era nada halagüeña, desde luego. Pero Keynes no habría sido quien era si se
hubiese contentado con hacer el diagnóstico y no pasar de ahí. The General Theory era una profecía
de peligros; pero su autor no pensó nunca que fuese una sentencia de muerte. Al contrario, contenía
y anunciaba una promesa, y proponía un remedio.

A decir verdad, el remedio había empezado a aplicarse ya antes de que fuese escrita la receta; la
medicina le fue dada al paciente antes de que los mismos doctores tuviesen la completa seguridad
de sus efectos. En los Cien Días del New Deal se había aprobado una riada de legislación social que
venía remansándose desde hacía veinte años detrás de un dique de apatía gubernamental. Las
nuevas leyes se proponían mejorar el tono social y la moral de una nación descontenta. Pero esa
legislación social no estaba destinada a revitalizar a la nación enferma. El tónico que se le preparaba
era otro: una política deliberada de inversiones llevadas a cabo por el propio Gobierno.

Por esa razón, cuando en 1936 apareció el libro The General Theory, lo que éste vino a ofrecer no
era tanto un programa nuevo y radical, sino la defensa de unas normas cuya aplicación ya se estaba
llevando a cabo. Una defensa y a la par una explicación. Porque The General Theory subrayaba con
toda claridad que la catástrofe a la que se enfrentaba Norteamérica, o mejor dicho, todo el mundo
occidental, era consecuencia únicamente de la falta de suficiente inversión por parte de las
empresas. Y por eso el remedio era perfectamente lógico: si las empresas no eran capaces de un
mayor desarrollo, entonces el Gobierno debía suplir esa inactividad con su propia acción.

El propio Keynes se expresaba de esta forma en una carta que el año 1934 dirigió al New York
Times: «Yo veo el problema de la recuperación desde este punto de vista: ¿Cuánto tiempo tardará
en acudir al salvamento la iniciativa privada normal? ¿En qué escala, mediante qué expedientes y
durante cuánto tiempo es aconsejable que el Sector Público continúe realizando gastos
anormales?»

Obsérvese que Keynes dice «anormales». Keynes no consideraba el programa gubernamental


como una interferencia permanente en el curso de los negocios, y sí únicamente como una ayuda a
un sistema que había dado un resbalón y forcejeaba por recobrar el equilibrio.

Todo eso parecía constituir la esencia del sentido común, y en realidad era cosa de sentido común.
Sin embargo, el programa de «cebar la bomba» no llegó a dar nunca los resultados que esperaban
sus proyectistas. El total de los gastos del Gobierno, que desde el año 1929 hasta 1933 se había
remontado a 10.000 millones de dólares, elevóse a 12.000, 13.000 y después hasta 15.000 millones
de dólares, el año 1936. La inversión privada se levantó desde el suelo y recobró dos tercios de su
pérdida: para 1936 las empresas privadas invirtieron 10.000 millones de dólares. Al cabo de tres
años de inyecciones gubernamentales, la renta nacional se recuperó en un 50 por 100. Pero el
problema del desempleo seguía subsistiendo; era ya manejable, pero el número de parados se
elevaba a los nueve millones de hombres. Eso distaba mucho de poderse tomar como exponente de
una nueva era económica.

Dos razones hubo para que el tratamiento no resultase más eficaz. Primera: el programa de
inversiones del Gobierno no alcanzó en ningún momento la amplitud que habría sido necesaria para
situar a la economía en un plano de empleo total. Más tarde, durante la segunda guerra mundial, los
gastos del Gobierno subieron hasta la monumental cifra de 103.000 millones; y eso trajo como
consecuencia no sólo el empleo total, sino también la inflación. Pero, dentro del marco de una
economía de tiempo de paz, como la del decenio de 1930, hubiera sido imposible realizar una suma de gastos tan
exorbitante; a decir verdad, incluso el modesto programa de inversiones del Gobierno arrancó pronto murmuraciones de
que el Gobierno federal se estaba extralimitando en sus poderes tradicionales.

La segunda razón está íntimamente ligada a la primera. Ni Keynes ni los miembros del Gobierno
encargados de los gastos de éste habían calculado que a los beneficiarios de la nueva panacea
pudiera ésta parecerles peor que la enfermedad misma. Las inversiones del Gobierno tenían como
finalidad el prestar una ayuda al mundo de los negocios. Pero el mundo de los negocios lo interpretó
como un gesto de amenaza.

Esto no debe sorprendernos. El New Deal había penetrado arrebatadoramente en escena, en medio
de una oleada de sentimiento adverso a ese mundo de los negocios; valores y normas que habían
llegado a ser sacrosantos, viéronse, de pronto, sometidos a un análisis y a una crítica llenos de
escepticismo. La totalidad del concepto formado y establecido en relación con «los derechos de la
empresa», «los derechos de la propiedad» y la «misión del Gobierno», se vio fuertemente sacudido;
en el transcurso de muy pocos años se pidió a las empresas que olvidaran sus tradiciones de
preeminencia indiscutida y que adoptasen una filosofía nueva y extraña; es decir, que cooperasen
con los sindicatos obreros, que aceptasen las nuevas normas y reglamentos y que corrigiesen
muchas de sus prácticas. No hay que sorprenderse, pues, de que consideraran al Gobierno de
Washington como hostil, partidista y completamente radical. Y tampoco hay que extrañarse de que
en un ambiente como ese, los impulsos oficiales de acometer inversiones en gran escala se vieran
refrenados por el desasosiego que el Gobierno experimentaba en esta atmósfera nueva y poco
familiar.

Porque si bien Keynes preconizaba unas normas de capitalismo dirigido, al propio tiempo no se
mostraba adversario de la empresa privada. «Es preferible que tiranicemos nuestro saldo bancario
antes que a nuestros ciudadanos», había escrito en The General Theory, y a continuación afirmaba
que el Gobierno debía preocuparse únicamente de suministrar inversiones suficientes, pero dejando
a la iniciativa privada el volumen inmenso de la economía. En suma, The General Theory no
constituía una solución radical, sino que más bien era una explicación de por qué había que recurrir
a un tratamiento inevitable. Puesto que una economía en calma es susceptible de ir indefinidamente
a la deriva, es posible que la inacción del Gobierno se pague a un precio mucho más elevado que el
que pueda suponer las consecuencias de una audaz heterodoxia.

El verdadero problema era moral y no económico. Durante la segunda guerra mundial, el profesor
Hayek escribió The Road to Serfdom, libro que, a pesar de todas sus exageraciones, contenía una
acusación sincera y emocionada contra la economía excesivamente planificada. A Keynes esa obra
le inspiró simpatía y agrado. Pero, a la par que hacía su elogio, le escribía a Hayek:

La conclusión a que yo llegaría es otra. Yo no diría que no necesitamos planear, o que deban
hacerse menos planes. Al contrario, diría que, sin duda, necesitamos todavía más. Pero los planes
deben llevarse a cabo en una comunidad en la que vuestra propia posición moral sea compartida por
la mayor cantidad posible de personas, lo mismo de dirigentes que de seguidores. Bastará con
planear en forma moderada si quienes hayan de poner esos planes en obra tienen debidamente
orientados su inteligencia y su corazón hacia el problema moral. Esto constituye un hecho real en
cierto número de tales personas. Lo malo es que existe también un sector importante del cual podría
decirse que desea que se planee, no para gozar de sus frutos, sino porque, en el terreno moral,
sostienen ideas completamente contrarias a las vuestras y no aspiran a servir a Dios, sino al diablo.

Porque aquí estamos tratando de Keynes, hombre, y de sus opiniones, lo mismo que éstas nos
parezcan erróneas, idealistas o irrealizables, que si las creemos sanas. Constituiría un grave error
de juicio el situar a Keynes, cuyo objetivo fue salvar al capitalismo, en el mismo campo de los que
pretenden hundirlo. Cierto que apremió a que se socializase la inversión; pero si él sacrificaba la
parte, era sólo para salvar el todo.

Aparte del simple reconocimiento de que Marx tuvo algo que decir acerca de la demanda
efectiva 49, Keynes fue siempre despectivo con la obra de Marx. "El socialismo marxista—
escribía en 1925—tendrá que constituir siempre un prodigio para los historiadores de la opinión,
que no podrán explicarse cómo una doctrina tan ilógica y tan obtusa puede haber ejercido una
influencia tan poderosa y duradera sobre la mente de los hombres y, a través de ellos, sobre
los acontecimientos históricos" 50.
Criticando a la Unión Soviética después de la visita que hizo a la misma en 1925, Keynes
escribía: «¿Cómo puedo aceptar la doctrina que establece como Biblia propia51, por encima y más
allá de toda crítica, un libro de texto anticuado, que a mí me consta que no sólo es científicamente
erróneo, sino que, además, carece de interés y de aplicación en el mundo moderno? ¿Cómo puedo
adoptar un credo que, prefiriendo el barro a los peces, exalta al tosco proletario por encima de la
burguesía y de la intelectualidad, que, con todas sus faltas, son la espuma de la vida y llevan, con
toda seguridad, dentro de sí las semillas de todos los logros del género humano?» En el fondo,
Keynes era conservador y no trataba de disimularlo.

Quizá se podría sutilizar sobre las teorías de Keynes, sobre sus diagnósticos, así como en lo relativo
al remedio que propone.; pero, en justicia, es preciso decir que hasta ahora no han aportado una
teoría más meditada, un diagnóstico más profundo y un remedio más convincente aquellos que se
empeñan en afirmar que Keynes no es sino un dañino entremetido que ha llevado la confusión a un
sistema que funcionaba con la suficiente perfección. Pero nadie puede contradecir o negar su
objetivo, que no fue otro que la creación de una economía capitalista en la cual quede eliminado para
siempre el desempleo, que constituye la amenaza mayor y más grave para su continuidad.

Sus viajes a los Estados Unidos abarcaban problemas tan arduos como el de las finanzas de guerra
de la Gran Bretaña y la amenazadora cuestión de lo que ocurriría en la terrible etapa de la
posguerra. No era la Gran Bretaña la única potencia a la que eso preocupaba; también los Estados
Unidos querían echar las bases para una corriente de comercio internacional que evitase la
desesperada guerra económica que había desembocado ya en la guerra física. Se fundarían el
Banco Internacional y el Fondo Monetario Internacional para que actuasen de guardianes de la
corriente internacional del dinero; en lugar del viejo mundo de un perro come al otro, en el que cada
nación trataba de sacar ventaja a la otra, se realizaría un esfuerzo cooperativo para ayudar a salir de
sus dificultades monetarias a la nación que se viese envuelta en ellas.

La conferencia final se celebró en Bretton Woods, y Keynes, a pesar de su enfermedad y de su


fatiga, fue, sin duda, quien dominó en ella no porque sacase triunfantes todos sus puntos de vista,
puesto que el plan definitivo se aproximaba más a las propuestas norteamericanas que a las
británicas, sino exclusivamente por la fuerza de su personalidad. Uno de los delegados a esa
conferencia nos proporciona una visión del hombre en esta anotación de su diario:

Esta noche he asistido a una conmemoración particularmente recherché. Hoy es el 500 aniversario

49
Dillard, Dudley, La teoría económica de Keynes, Aguilar, Madrid, 1975, Pág. 330

50
Laissez-faire and Communism, págs. 47-48.
51
Heilbroner, Robert L, Vida y doctrina de los grandes economistas, volumen II Orbis, Barcelona, 1985, Pág. 120
del Concordato entre el King's College, de Cambridge, y el New College, de Oxford, y Keynes ha
dado un pequeño banquete en sus habitaciones para celebrar el acontecimiento. Keynes, que desde
hacía varias semanas venía esperando este día con la misma emoción que un escolar, estuvo más
fascinador que nunca. Pronunció una deliciosa alocución... Ésta constituyó un interesante ejemplo
de la índole curiosamente compleja de ese hombre extraordinario. Todo lo radical que se muestra en
temas puramente intelectuales, cuando se adentra en problemas de cultura es un auténtico
conservador al estilo de Burke. Todo se llevó en un pianissimo, como correspondía a la ocasión;
pero su emoción al hablar de la deuda que tenemos contraída con el pasado fue auténticamente
conmovedora.

Cuando Keynes pronunció su discurso final, cerrando la conferencia, dijo: «Si conseguimos seguir
unidos en una tarea más vasta, tal como hemos empezado a hacerlo en esta tarea limitada,
entonces el mundo puede abrigar la esperanza...», los delegados se pusieron en pie y lo aclamaron.

Y empezaron a llover sobre él honores. Fue elevado a Par del Reino Unido; se convirtió en lord
Keynes, barón de Tilton, finca que había comprado en su edad madura, descubriendo con gran
placer que había pertenecido en otros tiempos a una de las ramas de los Keynes. Las universidades
de Edimburgo, la Sorbona y la suya propia le otorgaron honores. Fue nombrado miembro de la Junta
de administradores de la National Gallery. Y aún quedaba trabajo: había que negociar el primer
empréstito a la Gran Bretaña, y, como es natural, le fue confiada a Keynes la misión de presentar el
punto de vista británico. De regreso de ese viaje, lo abordó un informador de Prensa y le preguntó si
era cierto que Inglaterra se había convertido en el cuarenta y nueve estado de los Estados Unidos, a
lo cual Keynes replicó brevemente: «No hemos tenido tanta suerte.»

El año 1946 acabó la dolorosa prueba. Se retiró a Sussex a leer, descansar y a prepararse para
reanudar sus lecciones en Cambridge. Una mañana sufrió un acceso de tos. Lydia corrió a su lado;
estaba muerto.

Los funerales se celebraron en la Abadía de Westminster. Por el pasillo central del templo avanzaron
su padre, John Neville Keynes, que tenía noventa y tres años, y su madre, Florence. A pesar de todo
su dolor, pocos padres podían haber ambicionado más para un hijo. El país llevó luto por la pérdida
de un gran jefe, que desaparecía cuando más necesarios le eran su prudencia y su talento; y, cual
decía el Times en una larga nota necrológica publicada el 22 de abril: «Con su muerte, la nación
pierde a un gran inglés.»

No era un ángel, ni mucho menos. Este hombre, el más brillante de todos los grandes economistas,
no era sino un ser humano, aunque extraordinario, con todos los fallos y debilidades de cualquier
persona. Era capaz de ganarle a dos condesas y a un duque veintidós libras al bridge y gallear
satisfechísimo de su hazaña; y era también capaz de pagarle menos de lo debido a un limpiabotas
en Argel, y negarse a rectificar su error diciendo nada menos que esto: «No estoy dispuesto a
contribuir a depreciar la moneda.» Sabía ser extraordinariamente cariñoso con el estudiante lento en
comprender, y secamente agresivo con un hombre de negocios, o con un alto funcionario al que
tomaba instintivamente ojeriza. Sir Harry Goshen, presidente del National Provincial Bank, irritó una
vez a Keynes apremiándole con la frase «Dejemos que las cosas sigan su curso natural». A lo que
Keynes respondió: « ¿Es más apropiado sonreír o enojarse ante estos sentimientos chabacanos? Lo
mejor de todo sea tal vez dejar que sir Harry siga su curso natural.»
Él mismo nos dio la clave de su propio genio, aunque en ese momento no escribía acerca de sí
mismo. Hablando de su antiguo maestro Alfred Marshall (hacia el cual sentía gran afecto y al que
calificaba cariñosamente de «anciano absurdo»), Keynes especificó las cualidades que debía reunir
un economista:

No parece que el estudio de la Economía exija dotes especiales de un orden extraordinariamente


elevado. ¿No es cierto que, intelectualmente considerado, es un tema muy fácil si se compara con
las altas ramas de la filosofía o de la ciencia pura? ¡Tema muy fácil, pero en el que pocos
sobresalen! La explicación de esa paradoja quizá esté en que el maestro economista necesita
poseer una rara combinación de dotes. Debe ser matemático, historiador, estadista, filósofo... en
cierto grado. Debe comprender los símbolos y expresarse en palabras. Debe examinar lo particular
en términos de lo general, y tocar lo abstracto y lo concreto en el mismo vuelo del pensamiento.
Debe estudiar el presente a la luz del pasado, pero pensando en el porvenir. No debe 'quedar del
todo fuera de su mirada ninguna parte de la naturaleza ni de las instituciones humanas. Debe buscar
un resultado práctico y ser desinteresado, simultáneamente; debe ser tan independiente e
incorruptible como un artista, y en ocasiones caminar tan al ras de tierra como un político.

«Marshall —dice Keynes— se aproximaba solamente a este ideal, sin llegar al mismo, porque,
debido a su victorianismo, envolvía la economía en un aura de santidad que la despojaba de fuerza
incisiva y de finalidad social.» Keynes se aproximó más que él; era la suya la actitud de Bloomsbury
de «nada es sagrado», penetrando en el recinto sagrado de la ortodoxia económica; el mundo se vio
enfocado otra vez por un hombre que no estaba tan ciego como para no ver su enfermedad, y que
tampoco estaba tan desposeído de emoción y de inteligencia como para no querer curarlo. Si bien
en el terreno económico estaba de vuelta de todo, en el político era sincero y cordial; y en esta
curiosa combinación de inteligencia maniobrera y de corazón esperanzado reside su grandeza.

2.18.2 Los avances científicos

El capitalismo se fue fortaleciendo gracias al aporte científico de muchos hombres, que crearon
invenciones maravillosas y que transformaron la vida de todos nosotros. Estas invenciones iban
creando mercados y poco a poco iban llegando a la sociedad, fortaleciendo la economía y ampliando
sus horizontes. Los avances materiales, también se vieron acompañados de avances teóricos en la
Administración de las empresas y en nuevas formas de manejar las organizaciones que se iban
creando. La física teórica encontró su gran héroe en la figura de Albert Einstein.

También la química sufrió una gran transformación más o menos coetánea52, que posiblemente
reportó a la humanidad un beneficio mucho mayor, aunque el responsable de dicho cambio no gozó,
ni por asomo, de un reconocimiento comparable al de Einstein. De hecho cuando el científico en
cuestión reveló su hallazgo a la prensa, su nombre ni siquiera apareció en los titulares. En lugar de
eso, el New York Times empleó el que podría considerarse como uno de los encabezamientos mas
extraños nunca vistos: «¡Un brindis por el C7H38043!». Dicha fórmula representa la composición
química del plástico, la sustancia que parece ser, con toda probabilidad, la de uso más extendido en
el mundo hoy en día. La vida moderna – desde los aeroplanos hasta los teléfonos, la televisión o los
ordenadores sería impensable sin el plástico, y el hombre que se esconde tras su descubrimiento es

52
Watson, Peter, Historia intelectual del siglo XX, Critica, Barcelona, 2007, Pág. 111, 112
Leo Hendrik Baekeland. Era de origen belga, pero cuando anunció su descubrimiento en 1907
llevaba casi veinte años viviendo en los Estados Unidos. Era un hombre individualista y seguro de sí
mismo, y el plástico no constituía, ni mucho menos, el primero de sus inventos, entre los que se
hallaban un papel fotosensible llamado Velox, que vendió a la compañía Eastman por 750.000
dólares (unos cuarenta millones de dolares en la actualidad) y la célula Townsend, capaz de
electrolizar con éxitó la salmuera para producir sosa cáustica, esencial para la fabricación de jabón y
otros productos. Un claro ejemplo de que la ciencia si puede enriquecer a sus protagonistas.

Henry Ford comprenderá que la insatisfacción del obrero53, engendrada por los métodos de trabajo
tayloristas, se hace en detrimento de la productividad, y propondrá salarios muy por encima del
mercado con el fin de limitar la rotación del personal y de ganarse la confianza de una mano de obra
vuelta difícil de reclutar sobre puestos poco valorizantes de producción en línea en un período sin
paro. Este pensamiento se generalizará y acabará en el "compromiso fordista" de los años 1945-
1970, el período sobre el cual la parte de los salarios en el valor añadido va a progresar en
detrimento de la parte relativa del provecho. No obstante, la productividad siempre acrecienta
asalariados satisfechos de sus salarios, permitiendo aumentar los provechos en lo absoluto: es aquí
dónde aparece la idea de compromiso. El fin del compromiso fordista, desde los años 1970 o 1980
según los países, va sin embargo a arrastrar un movimiento inverso siempre corriente, en el cual la
parte del provecho progresa rápidamente en detrimento de los salarios. Modelos más recientes de
organización del trabajo, tal como el "toyotismo", invitan al asalariado a hacer parte de sus
reflexiones sobre el proceso de producción, permitiéndole hacer una influencia sobre la máquina, o
por lo menos de tener la ilusión.

2.18.3 El malestar en la cultura

En el malestar de la cultura Freud desarrolló algunas de las ideas que había explorado en Tótem y
tabú54, en particular, la de que la sociedad —la civilización— evoluciona merced a la necesidad de
controlar los rebeldes instintos sexuales y agresivos del individuo. En esta ocasión, sostenía que la
civilización, la represión y la neurosis están entrelazadas irremisiblemente, pues cuanto más avanza
la primera, más necesita de la segunda, lo que trae como consecuencia una mayor presencia de la
tercera. El hombre, a su parecer, no puede evitar hallarse cada vez más infeliz en la civilización, y
esto explica la elevada cantidad de personas que buscan refugio en el alcohol, las drogas, el tabaco
o la religión. Ante este conflicto inicial, es la «constitución física» del individuo la que determina su
forma de adaptarse. «Un hombre predominantemente erótico dará preferencia a su relación
emocional con el resto de individuos; el narcisista, que se inclina hacia la autosuficiencia, buscará
satisfacerse, sobre todo, a través de su proceso mental interno» Y así sucesivamente .

El escritor55 Lewis Mumford criticó un aspecto bien diferente de la civilización. Formaba parte del
grupo que se había formado en torno al fotógrafo Alfred Stieglitz en Nueva York. En los albores de la
década de los veinte, Mumford había enseñado arquitectura en la New School for Social Research
de Manhattan, hasta que aceptó un puesto de corresponsal de arquitectura para el New Yorker. Su

53
http://es.wikipedia.org/wiki/Discusi%C3%B3n:Edad_Moderna. Consultado el 3 de junio de 2011

54
Watson, Peter, Historia intelectual del siglo XX, Critica, Barcelona, 2007,Pág. 296.

55
Ibíd. Pág.312
creciente fama lo llevó a dar conferencias en el MIT, Columbia y Stanford, que publicó en 1934 con
el nombre de Technics and Civilisation. En esta obra trazaba la evolución de la tecnología: En la fase
eotécnica, la sociedad se caracterizaba por las máquinas fabricadas con madera y movidas por la
fuerza del agua o el viento. En la fase paleotécnica, que coincidía con lo que la mayoría llamaba
primera revolución industrial, la principal forma de energía era el vapor, y el principal material, el
hierro. La edad neotécnica, o segunda revolución industrial, se caracterizaba por la electricidad, el
aluminio, las nuevas aleaciones y las sustancias sintéticas.

En su opinión, la tecnología estaba impulsada en esencia por el capitalismo, que necesitaba de una
expansión continua, mayor potencia, mayor alcance y más velocidad. Estaba convencido de que la
insatisfacción que provocaba el capitalismo se debía al hecho de que, si bien la era neotécnica había
comenzado en la década de los veinte, las relaciones sociales seguían atascadas en la
paleotécnica, era en la que el trabajo era aún alienante para la gran mayoría de la gente en el
sentido de que no tenían ningún control sobre sus propias vidas.

2.18.4 Un viaje sin retorno

Quizás era de esperar que una guerra en la que se enfrentaron regímenes tan diferentes diese pie a
un replanteamiento de la forma en que se gobernaban los hombres56. Además de los científicos, los
generales y los encargados de descifrar códigos que intentaban ser más listos que el enemigo,
también hubo otros que consagraron sus energías a resolver cuáles eran las virtudes y los defectos
del fascismo, el comunismo, el capitalismo, el liberalismo, el socialismo y la democracia, una tarea
tal vez no menos apremiante y no menos fundamental que las anteriores. Esto dio pie a una de las
coincidencias más insólitas del siglo cuando se publicaron durante la guerra cuatro libros escritos por
exiliados de la vieja monarquía dual de Austria y Hungría, que deseaban esclarecer cuál era el tipo
de sociedad a la que debía aspirar la humanidad cuando cesasen las hostilidades. Al margen de sus
muchas diferencias, estos libros tenían algo en común que hace recomendable su lectura: gracias al
racionamiento de papel provocado por la conflagración, son todos, por suerte, de una gran
brevedad.

El primero, Capitalismo, socialismo y democracia, de Joseph Schumpeter, apareció en 1942


Pretendía cambiar la concepción de la economía en igual medida que lo había hecho John Maynard
Keynes. Schumpeter se oponía rotundamente a este último, así como a Marx. Trabajó como asesor
económico para un príncipe egipcio, para después regresar a Austria como catedrático una vez
publicado su primer libro. Acabada la primera guerra mundial, recibió una invitación para convertirse
en ministro de Finanzas en el recién constituido gobierno socialista de centro. Sin embargo, y a
pesar de haber desarrollado un plan para estabilizar la moneda, no tardó en dimitir, tras lo cual
aceptó la presidencia de un banco privado. Éste acabó por venirse abajo a raíz del desastre que
siguió al tratado de Versalles, por lo que, finalmente, Schumpeter se trasladó a Harvard, «donde su
actitud y su capa no tardaron en hacerlo famoso en todo el campus»: Toda su vida creyó en la
necesidad de una elite, «una aristocracia con talento».

La tesis de Schumpeter decía que Tanto para empresarios y empleados como para clientes, el
sistema capitalista acaba por detenerse sin crear beneficio alguno, y no queda riqueza para invertir.
56
Ibíd. Pág. 405.
Los trabajadores reciben el dinero exacto por su trabajo, basado en el precio de producción y venta
de los productos. El beneficio, por lo tanto, sólo puede proceder de la innovación, lo que reduce por
algún tiempo los costes de producción (hasta que los competidores se ponen a la misma altura) y
permite un excedente que permite más inversiones. De esto se siguen dos hechos: En primer lugar,
la fuerza motriz del capitalismo no son los propios capitalistas, sino los empresarios que inventan
nuevas técnicas de maquinaria mediante las cuales se obtienen los productos a un precio más bajo.
Schumpeter estaba convencido de que el carácter empresarial no podía ser aprendido o heredado;
se trataba, en su opinión, de una actividad «burguesa» en esencia. Lo que quería decir con esto era
que, en cualquier entorno urbano, la gente tiene siempre ideas capaces de fomentar la innovación;
sin embargo, era imposible predecir quién tendría dichas ideas, así como cuándo y dónde las tendría
y qué haría con ellas. La burguesía no funcionaba en virtud de una teoría o filosofía, sino motivada
por un interés propio de naturaleza pragmática. Esto contradecía por completo el análisis marxista.
El segundo aspecto del enfoque de Schumpeter era que el beneficio generado por los empresarios
tenía siempre un carácter temporal. Cualquier innovación vendría seguida en un breve espacio de
tiempo por otra procedente del mismo sector de la industria o el comercio, por lo que a la postre
siempre se acabaría alcanzando una nueva estabilidad. Esto significa que, para él, el capitalismo
estaba caracterizado de manera inevitable por ciclos de prosperidad y estancamiento. En
consecuencia, su concepción de los años treinta era diametralmente opuesta a la de Keynes, pues
estaba persuadido de que la depresión era, en cierta medida, inevitable: se trataba de una ducha fría
y realista. Durante la guerra había albergado ciertas dudas acerca de la supervivencia del
capitalismo. Pensaba que, en cuanto actividad básicamente burguesa, desembocaría en una
creciente burocratización, en un mundo de «hombres trajeados» más que de emprendedores. Dicho
de otra forma, llevaba consigo las semillas de su propio fracaso definitivo; constituía un éxito
económico, pero no sociológico. Además, al encarnar un mundo competitivo, el capitalismo
generaba en la gente un acercamiento crítico casi endémico que acabaría por volverse contra sí
mismo. Por otro lado, en 1942, pensaba que el socialismo podía funcionar, aunque para él era más
una economía benigna, burocrática y planeada que un marxismo o un estalinismo en estado puro.

Refiriéndose a Marx, Schumpeter hace un apunte con respecto a la clase trabajadora: ―Al hacer esto
y atribuir a las masas – de un modo completamente irreal – su propio tópico de ―conciencia de
clases‖ falsifico indudablemente la verdadera psicología del trabajador (que se centra en el deseo de
convertirse en un pequeño burgués y de ser amparado en esa situación por el poder político)‖57

Otro apunte interesentante de Schumpeter, es este que se refiere a porque abrazan algunas
personas la ideologia Marxista. ―Anhelantes de impaciencia por entrar en la lid, deseosos de salvar
al mundo de una cosa u otra, disgustados por el increíble tedio de los manuales, insatisfechos
emocional e intelectualmente, incapaces de realizar una síntesis por su propio esfuerzo, encuentran
en Marx lo que anhelan‖58.

Schumpeter, pensaba que la maquina capitalista era siempre una maquina de producción masiva, lo
cual significa también, inevitablemente, que es una maquina de producción para las masas59;
colocando artículos, productos y servicios, que solo pertenecían al confort de las personas
adineradas, como el calzado, la ropa, los automóviles, los servicios públicos, al alcance de las
57
Schumpeter, J .A, Capitalismo, socialismo y democracia, tomo I, Orbis, Barcelona, 1983, Pag 31.

58
Ibíd. Pág. 78
59
Ibíd. Pág. 101
masas. O sea, en otras palabras,60 que comprobamos que el proceso capitalista eleva,
progresivamente, el nivel de vida de las masas y no por mera casualidad, sino en virtud de su propio
mecanismo. Y esto tiene lugar a través de una serie de vicisitudes, cuyo rigor es proporcional a la
celeridad de su proceso. El capitalismo es61, por naturaleza, una forma o metodo de transformación
economica y no solamente no es jamás estacionario, sino que no puede serlo nunca. Ahora bien:
este carácter evolutivo del proceso capitalista no se debe simplemente al hecho de que la vida
económica transcurre en un medio social y natural que se transforma incesantemente y que, a causa
de su transformación, altera los datos de la acción económica; este hecho es importante y estas
transformaciones (guerras, revoluciones, etc) condicionan a menudo el cambio industrial, pero no
constituyen su móvil primordial. Tampoco se debe este carácter evolutivo al crecimiento casi
automático de la población y el capital, ni a las veleidades del sistema monetario, de todo lo cual
puede decirse exactamente lo mismo que de las transformaciones del sistema capitalista. El impulso
fundamental que pone y mantienen movimiento la maquina capitalista procede de los nuevos bienes
de consumo, de los nuevos métodos de producción y transporte, de los nuevos mercados, de las
nuevas formas de organización industrial que crea la empresa capitalista.

No solo la fábrica mecanizada moderna y el volumen de producción que fluye de ella62, no solo la
técnica y la organización económica modernas, sino todos los rasgos y conquistas de la civilización
moderna, son, directa o indirectamente, producto del proceso capitalista, y hay que incluirlos en todo
balance del mismo y tenerlos en cuenta en todo veredicto acerca de sus hazañas o fechorías.
Los radicales pueden insistir en que las masas claman por la salvación de sufrimientos intolerables y
hacen crujir sus cadenas en las tinieblas de la desesperación63; pero nunca hubo, por supuesto,
tanta libertad personal – espiritual y corporal- para todos; nunca hubo tan buen animo para tolerar e
incluso para financiar a los enemigos mortales de la clase dominante; nunca hubo una simpatía tan
efectiva por los sufrimientos reales y fingidos; nunca tan buena disposición para aceptar cargas
sociales como en la moderna sociedad capitalista , y todo lo que haya de democracia , fuera de las
comunidades rurales, se ha desarrollado históricamente en la estela del capitalismo, tanto antiguo
como moderno. Nuevamente pueden ser alegados multitud de hechos del pasado para elaborar un
contraargumento que había de ser eficaz, pero esto es irrelevante en una discusión sobre las
condiciones actuales y las alternativas que se ofrecen para el futuro. Si, no obstante, decidimos
entregarnos a una disquisición histórica, muchos de aquellos hechos que a los críticos radicales
pueden parecer los mas favorables para su tesis pueden tener, a menudo, un aspecto diferente, si
se ven a la luz de una comparación con los hechos correspondientes de la experiencia pre-
capitalista. y no puede replicarse que ―aquellos eran otros tiempos‖ ya que ha sido precisamente la
evolución capitalista la que los ha hecho diferentes.

Siendo como es la naturaleza humana64, la alternativa capitalista, con su sistema de motivaciones y


su distribución de responsabilidades y de recompensas, ofrece , después de todo, si no el orden
mejor que puede concebirse, sí, al menos el mejor orden practicable. Lo mismo que decía Churchil
con respecto a la democracia.

60
Ibíd. Pág. 103
61
Ibíd. Pág. 120
62
Ibíd. Pág. 173
63
Ibíd. Pág. 175
64 Ibíd. Pág. 262
Schumpeter pensaba que, el capitalismo se derrumbaría, no por sus fallas sino que seria victima de
sus éxitos y se transformaría en algo cercano al socialismo.

El segundo libro Diagnóstico de nuestro tiempo, de Karl Mannheim, se publicó un año más tarde.
Mannheim dio por sentado el advenimiento de una «sociedad planificada». En su opinión, el viejo
capitalismo, que había dado origen al crash de la bolsa de valores y la posterior depresión, había
muerto. «Todos sabemos a estas alturas que tras esta guerra no habrá viaje de retorno posible al
orden no intervencionista de la sociedad, que la guerra trae consigo una revolución callada al
preparar el terreno para un nuevo tipo de orden planificado». Al mismo tiempo, se mostraba por igual
desilusionado con el estalinismo y el fascismo. Según él, la nueva sociedad que debía surgir tras la
guerra, lo que él llamó la Gran Sociedad, sólo podía lograrse mediante una planificación que no
fuese en detrimento de la libertad, como había sucedido en los países autoritarios, pero que tuviese
en cuenta los últimos avances de la psicología y la sociología, sobre todo del psicoanálisis.

El tercer libro fue publicado por Friedrich Von Hayek. Nacido en 1899, este último provenía de una
familia de científicos, parientes lejanos de los Wittgenstein. Hizo dos doctorados en la Universidad
de Viena; entró a trabajar en el LSE como profesor de economía en 1931 y logró la ciudadanía
británica en 1938. También él odiaba el estalinismo y el fascismo por igual En El camino a la
servidumbre (1944), exponía su clara oposición a cualquier régimen planificado y asociaba
firmemente la libertad al mercado, que, en su opinión, ayudaba a producir un «orden social
espontáneo». Se mostraba crítico con Mannheim y consideraba que el keynesianismo no era sino
«un experimento» que, en 1944, aún no se había podido llevar a cabo, y recordaba a los lectores
que la democracia no constituía un fin, sino «un medio, un mecanismo funcional para salvaguardar
la paz interna y la libertad individual». Reconocía que el mercado distaba mucho de ser perfecto,
pero volvía a recordar a sus lectores que el imperio de la ley había crecido a la par que el mercado, y
que en parte constituía una respuesta sus defectos: los dos habían nacido entrelazados a
consecuencia de la Ilustración. Para él por lo tanto, la planificación no sólo estaba equivocada en
principio, sino que era poco práctica. Von Hayek dio tres razones por las que la planificación con
lleva los peores resultados. La primera era que los que han recibido una mejor formación son los que
antes ven venir cualquier tipo de argumento y no se unen al grupo ni se muestran de acuerdo con
ninguna jerarquía de valores. En segundo lugar, al centralizador le resulta más fácil apelar a los más
crédulos y dóciles; y por último, siempre era más fácil para un grupo de gente ponerse de acuerdo
con respecto a un programa negativo —como por ejemplo el odio a los extranjeros o a las clases
diferentes— que a uno positivo. Criticó a lo historiadores como E.H. Carr, que tenían por objeto
presentar la historia como una ciencia (igual que hacía Marx) con cierto componente inevitable, y
atacaba el propio concepto de ciencia, sobre todo en la persona de CIL Waddington, autor de The
Scientific Anitude, que había predicho que pronto podría aplicarse a la política el enfoque científico."
Para Hayek, la ciencia concebida de esta manera era una forma de planificación. Entre los defectos
del capitalismo, admitía la necesidad de vigilar la tendencia a la monopolización con el fin de evitarla;
pero, a su parecer, era más grave —por ser más probable— la amenaza que suponían los
monopolios sindicales cuya formación favorecía el socialismo.

Cuando la guerra tocaba a su fin, un cuarto austrohúngaro publicó: La sociedad abierta y sus
enemigos. Se trataba de Karl Popper, cuya carrera siguió una trayectoria cuando menos insólita.
Nació en Viena en 1902 y no fue un joven excesivamente sano. En 1917, una prolongada
enfermedad le impidió asistir a clase. Coqueteó con el socialismo. Popper compartía muchas de las
opiniones de su compañero vienés de exilio Friedrich Von Hayek, aunque no se limitaba a la
economía, sino que abarcaba un campo mucho más amplio.

Popper, al igual que los positivistas lógicos del Círculo de Viena, estaba profundamente influido por
el método científico, que aplicaba incluso a la política. En su opinión, existían dos ramificaciones
importantes: La primera consistía en el hecho de que las soluciones políticas eran como las
científicas, «nunca pasan de ser provisionales, porque siempre están sujetas a una posible mejora».
A eso se refería cuando hablaba de la pobreza del historicismo, a la necesidad de buscar en el
estudio de la historia lecciones más profundas, que proporcionarían las «leyes de hierro» por las que
deberían gobernarse las sociedades: Popper pensaba que la historia no existía: lo único real era la
interpretación histórica. En segundo lugar, estaba convencido de que las ciencias sociales debían,
para ser útiles, «ser capaces de hacer profecías». Sin embargo, si esto fuese cierto, el historicismo
volvería a ser válido, y la acción del hombre, o su responsabilidad, sería mínima o incluso
desaparecería. En su opinión, esto no tenía sentido, por lo que descartó toda posibilidad de que
pudiese existir una «historia teórica» de igual manera que existe una física teórica.

Esto llevó a Popper a escribir el pasaje más célebre de su libro: la crítica de Platón, Hegel y Marx (de
hecho, el primer título que pensó para el libro era: Falsos profetas: Platón, Hegel y Marx). Popper
pensaba que el primero de estos tres filósofos podía haber sido el más grande pensador de todos
los tiempos de no haber sido un reaccionario que ponía los intereses del estado por encima de todo,
incluida la interpretación de la justicia. Así, por ejemplo, según Platón, los guardianes de la república,
que deben ser filósofos, poseen el derecho de mentir, «de engañar a los enemigos o a sus
conciudadanos por el bien del estado»." Popper recibió muchas críticas por este ataque a Platón,
pero el filósofo vienés siguió considerando al griego como un oportunista y, además, como precursor
de Hegel, cuyos argumentos acerca de la dialéctica dogmática habían desembocado, según él, en la
identificación del bien con aquello que predomina y a la conclusión de que «el poder tiene la razón»."
Para el vienés, esto no era sino una definición errónea de la dialéctica. En realidad, decía, se trataba
de una mera versión del método de ensayo y error, como sucede en el método científico, y la idea de
Hegel de que la tesis genera siempre una antítesis era también errónea, por romántica que
resultase: para Popper, la tesis daba pie a modificaciones tanto como generaba la tesis opuesta. Del
mismo modo, Marx era un falso profeta porque insistía en un cambio holístico en la sociedad, que el
vienés consideraba equivocado por el simple hecho de que era anticientífico: no podía demostrarse.
Por su parte, prefería un cambio gradual, de manera que cada nuevo elemento que fuese
introduciéndose pudiese someterse a prueba para ver si mejoraba la situación anterior. Popper no
estaba en contra de los objetivos del marxismo, y señalaba, por ejemplo, que gran parte del
programa recogido en El manifiesto comunista se había logrado de hecho en las sociedades
occidentales. Sin embargo, se había logrado de forma gradual, sin violencia.

Popper compartía con Hayek el convencimiento de que el poder del estado debía reducirse al
mínimo; su función primordial debía ser la de preservar la justicia, evitar que el fuerte abusase del
débil. Por otra parte, se oponía a Mannheim y afirmaba que la planificación no haría sino provocar
una mayor cerrazón de la sociedad, por el mero hecho de que implicaba un enfoque historicista,
holístico y utópico, contrario por completo al método científico de ensayo y error. Todo esto llevaba
al filósofo a considerar la democracia como la única posibilidad viable, pues no había otra forma de
gobierno que encarnase dicho método de ensayo y error, al tiempo que permitía a la sociedad
modificar su política a la luz de la experiencia y cambiar el gobierno sin derramamiento alguno de
sangre. Al igual que sucede con los escritos de Hayek, las ideas de Popper pueden no parecer
excesivamente originales hoy en día, por la simple razón de que defienden un hecho que hoy damos
por sentado. Sin embargo, cuando él las escribió la civilización se veía anegada por el totalitarismo;
el crash de la bolsa y la depresión se hallaban aún en la mente de todos, y la primera guerra mundial
no era algo tan alejado en el tiempo como lo es hoy. Todo esto hacía pensar a muchos que la
historia debía de tener una estructura oculta (Popper ataca en concreto La decadencia de Occidente,
de Spengler, a la que tacha de no tener sentido), que poseía una naturaleza cíclica, en particular por
lo que respecta a la esfera económica, y que el comunismo y el fascismo constituían reacciones
inevitables. Popper, por el contrario, estaba convencido de que las ideas tenían una gran relevancia
en la vida humana, en la sociedad, y que podían tener el poder necesario para cambiar el mundo. En
este contexto, la función de la filosofía política es hacerse eco de esas nuevas ideas para reinventar
la sociedad de forma continuada.

La coincidencia de estos cuatro libros escritos por emigrantes austrohúngaros fue, cuando menos,
digna de mención; aunque, puestos a pensar, tal vez no resulte tan sorprendente. El mundo estaba
en guerra, una guerra provocada tanto por las ideas y los ideales como por el territorio. Estos
exiliados habían visto de cerca el totalitarismo y la dictadura y eran conscientes de que, aunque
terminase la guerra con Alemania y Japón, el conflicto frente al estalinismo no cesaría.

Después de la Segunda Guerra mundial65, un período de fuerte crecimiento económico, en Francia,


lleva a numerosas economías del Norte a la sociedad de consumo, mientras que se impone una
clase media, y los niveles de vida tienden a uniformarse. Los Estados de bienestar se acompañaron
de una toma de control por el Estado de las sociedades más grandes industriales, comerciales y
bancarias en numerosos países. Los sistemas de seguridad particular en cuanto a ellos habían
reemplazado por una toma en carga colectiva de los riesgos a escala estatal. Apreciamos entonces
economías mixtas, donde el capitalismo no debía dominar en lo sucesivo, pero sí coexistir con
sistemas económicos alternativos.

2.18.5 Las multinacionales

Las primeras multinacionales modernas datan de mediados del siglo XIX66. En calidad de ejemplo,
Samuel Colt realiza la primera inversión norteamericana en el Reino Unido en 1852 con el fin de
hacer producir allí su revólver. Singer, fabricante norteamericano de máquinas de coser se instala en
Europa a partir de 1867. Estas empresas, la mayoría de las veces británicas, abren la voz de la
internacionalización de la producción. Son seguidas en los años de la Gran depresión (1873-1896)
por el primer grupo de grandes empresas nacionales: General Electric, AEG, Nestlé, Kodak, United
Fruit, etc. En 1908, Henry Ford abre su primera fábrica en Europa, en Manchester. La estrategia de
instalación sobre los mercados extranjeros en verano más tarde modificada por la
desreglamentación y la modernización de los mercados financieros permitieron el intercambio de
financieros activos a escala planetaria. Los grandes grupos se fusionan con otras empresas.

Para Robert Reich (La Economía mundializada, 1991), la economía-nación tiende a desaparecer en
provecho de una red mundial en la cual las empresas dejan la producción standardizada a los países
en vías de desarrollo, lo que no refleja una pérdida de competitividad de los países ricos (podemos
anotar por ejemplo que el solo 10% del precio de un computador está vinculado a su producción
65
http://es.wikipedia.org/wiki/Discusi%C3%B3n:Edad_Moderna. Consultado el 3 de junio de 2011

66
Ibíd.
propiamente dicha), ya que conservan la mayoría de las veces las actividades de concepción.
Finalmente la producción es dispersada sobre el planeta con el fin de sacar provecho de las ventajas
de cada región.

Desde el punto de vista social, el efecto de esta mudanza del capitalismo es un crecimiento de las
desigualdades en el plano nacional. Los trabajadores menos cualificados son puestos en
competencia con los de países del Tercer Mundo, mientras que los "manipuladores de ideas" sacan
provecho de mercados gigantescos. En efecto la idea (software, gestión, patente, etc.), producida
una vez, se multiplica a coste casi nulo una infinidad de veces, lo que significa para su diseñador
una renta proporcional al tamaño del mercado.

2.18.6 Cae el muro de Berlín y arrastra al segundo


mundo

El último cuarto del siglo XX es marcado por la abertura creciente de los mercados financieros y por
la nivelación de los niveles de vida67. Los accionistas minoritarios se multiplican, el accionariado
asalariado se desarrolla, así como los fondos de pensiones en los países anglosajones. Pero, dice
Greenspan68, el momento decisivo para las economías mundiales fue la caída del Muro de Berlín el 9 de noviembre
de 1989, que reveló tras el Telón de Acero un estado de ruina económica que superaba con creces las expectativas de
los economistas occidentales mejor informados. La planificación central quedó destapada como un fracaso estrepitoso;
sumado y reforzado por la creciente desilusión con las políticas económicas intervencionistas de las democracias
occidentales, el capitalismo de mercado empezó a sustituir discretamente a esas políticas en buena parte del mundo. La
planificación central ya no era digna de debate. No hubo panegíricos. Salvo en Corea del Norte y Cuba, desapareció de
la agenda económica mundial.

No sólo las economías del antiguo bloque soviético, tras cierto caos, abrazaron la doctrina del
capitalismo de mercado, sino que también lo hizo la mayor parte de lo que antes llamábamos Tercer
Mundo: países que habían sido neutrales en la guerra fría pero habían practicado la planificación
central o habían estado tan regulados que venía a ser lo mismo. La China comunista, que había
iniciado un lento avance hacia el capitalismo ya en 1978, aceleró el movimiento de su ingente y
férreamente regulada población activa, formada entonces por más de 500 millones de personas,
hacia las Zonas de Libre Comercio del delta del río Perla.

Si la historia del último cuarto de siglo puede resumirse en una sola línea 69, se trata del
redescubrimiento del poder del capitalismo de mercado. Tras verse batido en retirada por sus
fracasos de la década de 1930 y la subsiguiente expansión de la intervención estatal hasta los años
60, el capitalismo de mercado resurgió poco a poco como una fuerza potente, que empezó a dejarse
notar en la década de 1970 hasta dominar en la actualidad casi todo el mundo en mayor o menor
medida. La difusión del Estado de derecho y sobre todo la protección de los derechos de propiedad
han fomentado un movimiento emprendedor a escala mundial. Eso, a su vez, ha conducido a la
creación de instituciones que en la actualidad guían de forma anónima una parcela cada vez mayor
de la actividad humana: una versión internacional de la ―mano invisible de Adam Smith

67
Ibíd.
68
Greenspan , Alan, La Era de las turbulencias, Ediciones B, Barcelona, 2008,Pág. 25,

69
Ibíd. Pág. 27
En los años posteriores al derrumbe del bloque del Este70, surgieron unas economías de mercado
competitivo a partir de las cenizas de la planificación central. En el proceso, la defunción de la
planificación central reveló la magnitud casi inimaginable de la podredumbre que había acumulado a
lo largo de las décadas.

Uno de los debates más trascendentales del siglo XX había sido el interrogante de qué cantidad de
control gubernamental es la mejor para el bien común71. Tras la Segunda Guerra Mundial, todas las
democracias europeas avanzaron hacia el socialismo, y el equilibrio se inclinó del lado del control
gubernamental central incluso en Estados Unidos: el esfuerzo bélico entero de la industria
americana había sido planificado centralmente con eficacia.

Ése fue el telón de fondo de la guerra fría. En esencia, se demostró una competición no sólo entre
ideologías sino entre dos grandes teorías de organización económica: las economías de libre
mercado frente a las de planificación central. Y en los últimos cuarenta años, habían parecido casi
igualadas. Existía la creencia generalizada de que, aunque la Unión Soviética y sus aliados
anduviesen rezagados en lo económico, estaban alcanzando a las despilfarradoras economías de
mercado occidentales.

Los experimentos controlados casi nunca suceden en economía. Pero no podría haberse creado uno
mejor que los de las Alemanias Occidental y Oriental aunque se hubiera probado en un laboratorio.
Los dos países partieron con la misma cultura, el mismo idioma, la misma historia y el mismo
sistema de valores. Después, durante cuarenta años, compitieron en lados opuestos de una línea,
con muy poco comercio entre sí. La principal diferencia sometida a prueba eran sus sistemas político
y económico: capitalismo de mercado contra planificación central.

Una de las condiciones para el triunfo del capitalismo es la protección del Estado a la propiedad
privada, Saber que el gobierno ruso protegerá su propiedad anima a los ciudadanos a asumir
riesgos en los negocios72, un prerrequisito de la creación de riqueza y el crecimiento económico.
Pocos arriesgarán su capital si las recompensas van a estar sujetas a la apropiación arbitraria por
parte del gobierno o una mafia.

Para mediados de los 90, ése era el panorama en buena parte de Rusia. Para las generaciones de
personas que se habían criado con la noción marxista de que la propiedad privada es un robo, la
transición hacia una economía de mercado ya suponía un reto a su sentido de lo correcto y lo
incorrecto.73 El auge de los oligarcas socavó aún más el apoyo popular. Desde el principio, la
aplicación de la ley en defensa de la propiedad privada fue extremadamente desigual. De la tarea se
encargaron en buena medida las fuerzas de seguridad, y las ocasionales guerras entre ellas
agravaron más aun la sensación de caos.

70
Ibíd. Pág. 143
71
Ibíd. Pág. 151
72
Ibíd. Pág. 161
73
No puede decirse que Marx fuera el primero en condenar la propiedad privada; la noción de que es pecaminosa, junto con el lucro y el préstamo con
interés, está profundamente arraigada en el cristianismo, el islam y otras religiones. Sólo con la Ilustración surgieron principios compensatorios que
aportaban una base moral para la propiedad y el lucro. Jhon Locke, el gran filósofo británico del siglo XVII, escribió acerca del «derecho natural» de
todo individuo a «la vida, la libertad y el patrimonio». Ese pensamiento influyó profundamente a los Padres Fundadores de Estados Unidos y ayudó a
fomentar el capitalismo de libre mercado en el país.
No estaba nada claro que el propio Gobierno de Yeltsin entendiera cómo debía funcionar el sistema
legal de una economía de mercado. En 1998, por ejemplo, un influyente académico ruso explicó a
The Washington Post: «El Estado cree [...] que el capital privado deben defenderlo quienes lo
poseen [...]. Es una política plenamente consciente por parte de las autoridades de la ley y el orden
desentenderse de la defensa del capital privado.» A mí eso me sugería una ignorancia básica de la
necesidad de encarnar los derechos de propiedad en el sistema judicial. El usó de fuerzas policiales
privadas rivales no es el imperio de la ley; es el imperio del miedo y la fuerza.

La confianza en la palabra de los demás, sobre todo de los desconocidos, era otro elemento
palmariamente ausente en la nueva Rusia. Apenas pensamos nunca en esta faceta del capitalismo
de mercado, pero es crucial. A pesar del derecho que en Occidente tiene toda persona a presentar
una demanda para resolver lo que percibe como un agravio, si hubiera que arbitrar sobre más de
una pequeña fracción de los contratos, nuestros tribunales estarían empantanados hasta la parálisis.
En una sociedad libre, la inmensa mayoría de las transacciones son pues, por necesidad,
voluntarias. El intercambio voluntario, a su vez, presupone confianza. Siempre me ha impresionado
que, en los mercados financieros occidentales, transacciones que mueven centenares de millones
de dólares a menudo sean meros acuerdos orales que sólo se confirman por escrito en fechas
posteriores, y en ocasiones tras muchos movimientos de precios. Pero la confianza hay que
ganársela; la reputación a menudo es el activo más valioso de una empresa.

La caída de la Unión Soviética concluyó un descomunal experimento: el prolongado debate sobre las
virtudes de aquellas economías organizadas en torno a los mercados libres y de aquellas
gobernadas por un socialismo de planificación central está básicamente finiquitado. Sin duda,
existen todavía unos pocos partidarios del socialismo a la vieja usanza. Pero lo que la inmensa
mayoría del resto de socialistas propugna ahora es una variedad sumamente diluida, denominada a
menudo socialismo de mercado.

No estoy diciendo -afirma Greenspan- que el mundo esté a punto de abrazar el capitalismo de
mercado como única modalidad relevante de organización económica y social. Ingentes cantidades
de personas siguen considerando degradante el capitalismo, con su énfasis en el materialismo. Y
uno puede buscar el bienestar material y aun así opinar que los mercados competitivos están
sujetos a un exceso de manipulación por parte de publicistas y comerciales que trivializan la vida al
promocionar valores superficiales y efímeros. Algunos gobiernos, como el de China, aun hoy en día
intentan imponerse a las preferencias evidentes de sus ciudadanos limitando su acceso a los medios
extranjeros, de los que temen que socavarán su cultura. Por último, sigue existiendo un
proteccionismo latente, en Estados Unidos y en todas partes, que podría surgir como una fuerza
potente contra el comercio y las finanzas internacionales y el capitalismo de libre mercado que
sustentan, en especial si la economía mundial de alta tecnología de la actualidad vacilase. Con todo,
el veredicto sobre la planificación central está dictado, y es inequívocamente negativo.

Ha sido sorprendente constatar con el paso de los años lo que puede lograr hasta un poco de
propiedad privada.74 Cuando China concedió unos derechos de propiedad sumamente diluidos a los
residentes rurales que cultivaban inmensos terrenos agrícolas de propiedad comunitaria, el
rendimiento por hectárea y el nivel de vida rural crecieron de manera perceptible. Para la

74
Greenspan , Alan, La Era de las turbulencias, Ediciones B, Barcelona, 2008, Pag 283.
planificación central de la Unión Soviética fue un borrón incesante el que un porcentaje muy
sustancial de sus cosechas procediera de terrenos de «propiedad privada» que cubrían tan sólo una
pequeña fracción de la tierra cultivada.

Dado que vivir requiere propiedad física —alimento, ropa, vivienda—, la gente necesita protección
legal para tener y disponer de esa propiedad sin la amenaza de una confiscación arbitraria por parte
del Estado o la muchedumbre de las calles. Sin duda, la gente debe sobrevivir y sobrevive en
sociedades totalitarias, pero la suya es una existencia inferior. John Locke, el filósofo británico del
XVII cuyas contribuciones a la Ilustración suscitaron un conjunto de principios que influyó
profundamente en las nociones de los Padres Fundadores de Estados Unidos, escribió en 1690 que
el hombre «tiene por naturaleza un poder» para preservar «su vida, libertad y patrimonio, contra las
lesiones e intentos de otros hombres».75

Por desgracia, la noción de los derechos al capital y otros activos con rentabilidad sigue siendo
conflictiva, sobre todo en las sociedades que todavía creen que la búsqueda de beneficios no es del
todo moral. Un propósito clave de los derechos de propiedad, al fin y al cabo, es proteger los activos
para sacarles provecho. Esos derechos no pueden sostenerse en una sociedad que conserve
cualquier vestigio significativo del concepto marxista de la propiedad como «robo». Esa noción se
basa en la premisa de que la riqueza creada bajo una división del trabajo se produce conjuntamente
y, por tanto, es de propiedad colectiva. Cualquier derecho inherente a un individuo, en consecuencia,
debe ser «robado» de la sociedad en su conjunto. Ese punto de vista, desde luego, es anterior a
Marx y posee raíces profundas en muchas religiones.

La asunción de la propiedad privada individual y la legalidad de su transferencia deben estar


profundamente integradas en la cultura de una sociedad para que las economías de libre mercado
funcionen con eficacia. En Occidente, la validez moral de los derechos de propiedad está aceptada,
o al menos consentida, por la práctica totalidad de la población. Las actitudes hacia la propiedad
privada se transmiten de una generación a otra a través de los valores familiares y la educación.
Esas actitudes derivan de los valores rectores de la interacción social más profundos que tienen las
personas. En consecuencia, cabe esperar que la transición desde los llamados derechos colectivos
de las economías socialistas a los derechos de propiedad individual de las economías de mercado
sea lenta. Alterar lo que una nación enseña a sus hijos es difícil, y no puede conseguirse de la noche
a la mañana.

Está claro que no todas las democracias protegen el derecho privado de propiedad con el mismo
fervor. A decir verdad, las variaciones son enormes. India, la democracia más grande del mundo,
tiene tanta regulación de la actividad empresarial que debilita significativamente el derecho a usar y
disponer libremente de la propiedad individual, una medida esencial del grado de protección de los
derechos de propiedad. Tampoco se da que todas las sociedades con unos derechos de propiedad
firmemente protegidos acaten de forma invariable la voluntad mayoritaria del pueblo en todos los
asuntos públicos. Ciertamente, en sus primeros años, Hong Kong no tenía un proceso democrático
sino una «lista de derechos» protegidos por el derecho consuetudinario británico. Singapur,
75
La afirmación de Locke, en su Segundo tratado sobre el gobierno civil, merece una cita completa: «Nacido el hombre, como se ha demostrado, con
derecho a una libertad perfecta y un disfrute incontrolado de todos los derechos y privilegios del derecho natural, en pie de igualdad con cualquier otro
hombre o serie de hombres en el mundo, tiene por naturaleza un poder, no sólo para preservar su propiedad, es decir, su vida, libertad y patrimonio,
contra las lesiones e intentos de otros hombres, sino también para juzgar y castigar las infracciones de esa ley por parte de otros, según sea su
convicción que merece el delito, incluso con la propia muerte, en los crímenes en que la atrocidad del hecho, en su opinión, lo exija» (capítulo 7,
sección 87).
procedente de una herencia similar, protege los derechos de propiedad y contractuales, pilares
cruciales de la eficacia del mercado, pero carece de otras características de las democracias
occidentales con las que estamos familiarizados. Con todo, las democracias con una prensa libre y
una protección de los derechos de las minorías son la variedad más efectiva de gobierno para la
salvaguarda de los derechos de propiedad, en buena medida porque esas democracias rara vez
dejan que el descontento alcance tales cotas que conduzca a cambios explosivos en el régimen
económico. El capitalismo autoritario, en cambio, es inherentemente inestable porque obliga a los
ciudadanos maltratados a buscar justicia fuera de la ley. Ese riesgo se capitaliza en unos costes de
financiación superiores.

Por bien que el debate sobre derechos de propiedad y democracia sin duda pervivirá, quedé, -dice
Greenspan-, prendado de una observación realizada por Amartya Sen, premio Nobel de economía:
«En la terrible historia de las hambrunas del mundo, jamás se ha producido una hambruna
sustancial en ningún país independiente y democrático con una prensa relativamente libre. Es
imposible encontrar excepciones a esta regla, por mucho que busquemos.» Con la tendencia a la
autocensura de los medios en los regímenes autoritarios, las políticas de mercado intervencionistas
—la causa más frecuente de las alteraciones en la distribución de los alimentos— pasan
desapercibidas y sin corregir hasta que es demasiado tarde.

Otro requisito importante para el adecuado funcionamiento del capitalismo de mercado tampoco se
cubre a menudo, si es que se cubre, en las listas de factores que contribuyen al crecimiento
económico y el nivel de vida: la confianza en la palabra ajena. Donde impera el Estado de derecho, a
pesar del derecho universal al resarcimiento legal de un desagravio percibido, si existe más de una
pequeña fracción de contratos pendientes que requieran adjudicación, los sistemas de tribunales se
verían abrumados, al igual que la capacidad de la sociedad para regirse por el Estado de derecho.

La reputación y la confianza que propicia siempre me han parecido los atributos necesarios
nucleares del capitalismo de mercado. Las leyes, en el mejor de los casos, sólo pueden prescribir
una pequeña fracción de las actividades cotidianas del mercado. Cuando se pierde a confianza, la
capacidad de una nación para hacer negocios se ve palpablemente perjudicada. En el mercado, las
incertidumbres creadas por unas contrapartes que no siempre son de fiar elevan el riesgo crediticio y
en consecuencia aumentan los tipos de interés reales.

Más sorprendente que cualquier lista de factores clave para el crecimiento y la mejora del nivel de
vida es lo que no aparecería en esa lista. ¿Cómo es posible que una superabundancia de recursos
naturales —petróleo, gas, cobre, Mineral de hierro— no contribuya de manera significativa a la
producción y riqueza de una nación? Paradójicamente, la mayoría de analistas concluyen que, sobre
todo en los países en vías de desarrollo, los filones de recursos naturales tienden a reducir, más que
aumentar, los niveles de vida.

El peligro adopta la forma de una afección económica apodada «mal holandés». (The Economist
acuñó el término en la década de 1970 para describir las tribulaciones de los fabricantes
neerlandeses tras el descubrimiento en su país de gas natural.) El mal holandés golpea cuando la
demanda extranjera de una exportación impulsa al alza el valor de cambio de la moneda del país
exportador. Ese aumento en el valor de la moneda hace que el resto de productos exportados del país resulten
menos competitivos. Los analistas a menudo citan este patrón como motivo por el que Hong Kong,
Japón y Europa Occidental, relativamente pobres en recursos, han prosperado mientras la petrolífera Nigeria y
otros países no lo han hecho.76

«Dentro de diez años, dentro de veinte años, ya lo verán: el petróleo nos llevará a la ruina», fue
como lo expresó el ex ministro de Petróleo venezolano y cofundador de la OPEP Juan Pablo Pérez
Alfonso en los años 70. Previó con acierto la incapacidad de la práctica totalidad de países de la
OPEP para usar sus riquezas en cualquier diversificación significativa más allá del petróleo y los
productos relacionados. Aparte de distorsionar el valor de la moneda, la riqueza de recursos
naturales a menudo posee efectos sociales devastadores. Resulta que la riqueza fácil y no trabajada
tiende a mermar la productividad. Algunos países petrolíferos del Golfo han extendido tantos
servicios públicos a sus ciudadanos que quienes carecen de una voluntad de trabajo innata no
trabajan. Las tareas mundanas recaen en los inmigrantes y trabajadores extranjeros que cobran de
mil amores lo que para ellos es un buen salario. También hay efectos políticos: una camarilla
gobernante puede usar parte de los ingresos de los recursos para aplacar a la población y evitar que
el pueblo se movilice contra el régimen.

Si bien, desde una perspectiva global, la riqueza y la calidad general de vida han aumentado, el éxito
no ha tenido una distribución uniforme por regiones o países. Las economías del este asiático son
historias de éxito comúnmente mencionadas. Algunas, entre ellas China, Malasia, Corea del Sur y
Tailandia, destacan no sólo por un crecimiento muy fuerte sino también por haber experimentado los
mayores descensos en los índices de pobreza. Además, Asia no estaba sola. Las rentas per cápita
en Latinoamérica también se expandieron durante el período, y bajaron los índices de pobreza,
aunque el avance fue algo más lento. Sin embargo, por desgracia, los niveles de renta per cápita de
muchos países del África subsahariana han caído.

Por mucho que la planificación central ya no sea una forma creíble de organización económica 77,
está claro que la batalla intelectual a favor de su rival —el capitalismo de mercado y la
globalización— está lejos de ser ganada. Durante doce generaciones, el capitalismo ha logrado un
avance tras otro, ya que las condiciones y la calidad de vida han subido a un ritmo sin precedentes
en grandes sectores del planeta. La pobreza se ha reducido drásticamente y la esperanza de vida se
ha más que doblado. El incremento en bienestar material —una multiplicación por diez de la renta
per cápita real a lo largo de dos siglos— ha permitido que la Tierra sustente una sextuplicación de su
población. Aun así, para muchos, el capitalismo sigue siendo difícil de aceptar, y mucho menos de
abrazar.

El problema es que la dinámica que define el capitalismo, la de una implacable competencia de


mercado, choca con el deseo humano de estabilidad y certidumbre. Más importante aún, un gran
sector de la sociedad percibe una creciente sensación de injusticia sobre la distribución de los
beneficios del capitalismo. La competencia, la mayor fuerza del capitalismo, crea ansiedad en todos
nosotros. Una de sus principales fuentes es el miedo crónico a quedarse sin trabajo. Otra angustia,
de más hondo calado, deriva de la perpetua alteración que la competencia ocasiona en el statu quo
76
En el caso holandés, la fuerte demanda extranjera de gas condujo a grandes adquisiciones de florines, que elevaron el valor de la moneda
holandesa en relación con el dólar, el marco alemán y el resto de principales divisas. Eso supuso que las exportaciones holandesas de cualquier
producto que no fuera gas natural se vieran en desventaja competitiva en los mercados mundiales. Los productores de bienes de exportación pagaban
los salarios y demás costes en florines, que con su superior valor de cambio extranjero significaban mayores costes denominados en dólares y otras
monedas. Para ser competitivos en los mercados exteriores, los exportadores holandeses no gasísticos recibirían menos florines por sus artículos y
tendrían que vivir con márgenes de beneficios inferiores o —más probable— subir los precios en dólares y vender menos. El problema llegó a
conocerse como mal holandés aunque los Países Bajos lo manejaron sin grandes descalabros.
77
Greenspan, Alan, La Era de las turbulencias, Ediciones B, Barcelona, 2008, Pág. 301.
y el estilo de vida, bueno o malo, que reconfortan a la mayoría.

Las contradictorias reacciones de la gente al capitalismo han engendrado una gama de modalidades
de práctica capitalista en los años de la posguerra, desde sumamente regulada a ligeramente
constreñida. Aunque cada cual tenga una opinión, existe una tendencia visible en gran parte de una
sociedad a converger alrededor de un punto de vista común, que a menudo difiere mesurablemente
de las opciones de otras sociedades. Esto, da la impresión, es resultado de la necesidad de las
personas de pertenecer a grupos definidos por la religión, la cultura y la historia, que, a su vez, se ve
espoleada por una necesidad innata de líderes: de la familia, la tribu, la aldea, la nación. Es un rasgo
universal que probablemente refleje el imperativo individual de tomar decisiones que guíen su
comportamiento cotidiano. La mayoría de las personas, buena parte del tiempo, no se sienten a la
altura de la tarea y buscan orientación en la dirección religiosa, las recomendaciones de los
familiares y las declaraciones de los presidentes. Casi todas las organizaciones humanas reflejan
esta necesidad de jerarquía. Los puntos de vista compartidos de cualquier sociedad, en la práctica,
son puntos de vista adoptados por sus dirigentes.

2.18.7 El populismo Latinoamericano

¿Cómo saltó Latinoamérica de una crisis económica a otra78, y de un gobierno civil a otro militar y
vuelta a empezar, en los 70, los 80 y los 90? La respuesta sencilla es que, con contadas
excepciones, Latinoamérica no ha sido capaz de desengancharse del populismo económico que ha
desarmado en términos figurados a todo un continente en su competencia con el resto del mundo. A
pesar de los resultados económicos innegablemente malos de las políticas populistas adoptadas por
casi todos los gobiernos latinoamericanos en un momento u otro desde el final de la Segunda
Guerra Mundial, los datos no habían parecido atenuar la voluntad de recurrir a ese populismo
económico.

El diccionario define «populismo» como una filosofía política que respalda los derechos y el poder
del pueblo, por lo general en oposición a una elite privilegiada. El populismo económico puede verse
como la respuesta de una población empobrecida a una sociedad en declive, caracterizada por una
elite económica a la que se percibe como opresora. Bajo el populismo económico, el gobierno
accede a las exigencias del pueblo, sin tener en cuenta los derechos individuales o las realidades
económicas referentes a cómo se aumenta o siquiera se sostiene la riqueza de una nación. En otras
palabras, se pasa por alto las consecuencias económicas adversas de las políticas, de forma
deliberada o involuntaria. El populismo es más evidente, como cabría esperar, en las economías con
altos niveles de desigualdad de renta, como en Latinoamérica. En verdad, la desigualdad en todas
las economías latinoamericanas se cuenta entre las más altas del mundo, muy por encima de
cualquier país industrial y, lo que llama la atención, de cualquiera de las economías del este asiático.

El populismo económico busca la reforma, no la revolución. Sus practicantes dejan claro los agravios
concretos que hay que corregir, pero sus prescripciones son vagas. A diferencia del capitalismo o el
socialismo, el populismo económico no trae consigo un análisis formalizado de las condiciones
necesarias para la creación de riqueza y el aumento del nivel de vida. Tiene poco de cerebral. Se
trata más bien de un grito de dolor. Los líderes populistas ofrecen promesas inequívocas de

78
Ibíd. Pág. 375
remediar las injusticias percibidas. La redistribución de la tierra y el procesamiento de una elite
corrupta que supuestamente roba a los pobres son panaceas habituales; los líderes prometen tierra,
vivienda y comida para todos. También se codicia la «justicia», que suele ser redistributiva. En todas
sus diversas variedades, por supuesto, el populismo económico lleva la contra al capitalismo de libre
mercado. Sin embargo, esta postura es fundamentalmente errónea, y se basa en una concepción
equivocada del capitalismo. Muchos otros, tanto dentro como fuera de la región, sostienen que los
populistas económicos tienen más posibilidades de conseguir sus metas por medio de más
capitalismo, y no menos. Donde ha habido éxitos —donde los niveles de vida de la mayoría han
subido—, unos mercados más abiertos y un aumento de la propiedad privada han desempeñado un
papel crucial.

La mejor prueba de que el populismo es ante todo una respuesta emocional que no se basa en
ideas es que no parece retroceder ante sus repetidos fracasos. Brasil, Argentina, Chile y Perú han
tenido múltiples episodios de políticas populistas fallidas desde el final de la Segunda Guerra
Mundial. Aun así, las nuevas generaciones de líderes en apariencia no han aprendido de la historia y
siguen buscando las soluciones simplistas del populismo. Puede sostenerse que, en el proceso, han
empeorado las cosas.

Es lamentable que los movimientos populistas cierren los ojos al fracaso económico previo en su
lucha por articular una respuesta a su angustia actual, pero no me sorprende ni eso ni su rechazo
del capitalismo de libre mercado, dice Greenspan. A decir verdad, confieso, no sin cierto sentido de
la ironía, que siempre me ha desconcertado la voluntad de unas poblaciones grandes y a menudo
pobremente educadas y de sus representantes gubernamentales de adherirse a.las reglas del
capitalismo de mercado. El capitalismo de mercado es una amplia abstracción que no siempre
concuerda con opiniones no instruidas sobre el modo en que funcionan las economías. Supongo que
los mercados se aceptan gracias a su largo historial de creación de riqueza. Con todo, como a
menudo se me queja la gente: «No sé cómo funciona, y siempre parece tambalearse al borde del
caos.» No es una sensación del todo ilógica pero, como se enseña en Primero de Economía, cuando
una economía de mercado se aleja periódicamente de un camino en apariencia estable, las
respuestas competitivas entran en acción para reequilibrarla. Dado que ese reequilibrio implica
millones de transacciones, el proceso es muy difícil de captar. Las abstracciones del aula sólo
alcanzan a ofrecer un atisbo de la dinámica que, por ejemplo, permitió que la economía
estadounidense se estabilizara y creciese tras los atentados del 11 de septiembre.

El populismo económico se imagina un mundo más sencillo, en el que un marco conceptual se


antoja una distracción de la necesidad evidente y acuciante. Sus principios son simples. Si existe
paro, el gobierno debería contratar a los desempleados. Si el dinero escasea y en consecuencia los
tipos de interés son altos, el gobierno debería asignar un tope a los tipos o imprimir más dinero. Si
los bienes importados amenazan al empleo, se acaba con las importaciones. ¿Por qué son esas
respuestas menos razonables que suponer que, si quieres que el coche arranque, le das al
contacto?

La respuesta es que, en unas economías en las que millones de personas trabajan y comercian a
diario, los mercados individuales están tan entrelazados que, si se pone tope a un desequilibrio, se
desencadena inadvertidamente una serie de otros desequilibrios. Si se asigna un techo de precios a
la gasolina, surgen carestías con las consiguientes largas colas en las gasolineras, como quedó de
manifiesto para los estadounidenses en 1974. Lo bonito de un sistema de mercado es que, cuando
funciona bien, como sucede casi todo el tiempo, tiende a crear su propio equilibrio. La perspectiva
populista equivale a una contabilidad por partida simple. Sólo anota los créditos, como los beneficios
inmediatos de unos precios de la gasolina más bajos. Los economistas, confío, practican la
contabilidad por partida doble.

Lastrado por su carestía de concreciones de política económica significativas, el populismo, para


atraerse fieles, debe arrogarse una justificación moral. En consecuencia, los dirigentes populistas
deben ser carismáticos y lucir un aura de saber lo que se hacen, incluso una competencia
autoritaria. Muchos, quizá la mayoría, de esos líderes han salido del ejército. En la práctica no
defienden la superioridad conceptual del populismo sobre los mercados libres. No adoptan el
formalismo intelectual de Marx. Su mensaje económico es simple retórica aderezada con palabras
como «explotación», «justicia» y «reforma agraria», no «PIB» o «productividad».

Para los campesinos que aran campos ajenos, la redistribución de la tierra es una meta
reverenciada. Los líderes populistas nunca abordan el potencial lado malo, que puede ser
devastador. Robert Mugabe, presidente de Zimbabue desde 1987, prometió y dio a sus seguidores
la tierra confiscada a los colonos blancos. Pero los nuevos propietarios no estaban preparados para
gestionarla. La producción de alimentos se hundió y precisó de una importación a gran escala. La
renta tributable cayó en picado, lo que obligó a Mugabe a recurrir a la impresión de dinero para
financiar su gobierno. La hiperinflación en el año 2007, estába deshaciendo el pacto social de
Zimbabue. Una de las economías históricamente más prósperas de África está siendo destruida.

Hugo Chávez, que llegó a la presidencia de Venezuela en 1999, está siguiendo el ejemplo de
Mugabe. Está arrasando y politizando la antaño orgullosa industria petrolífera venezolana, la
segunda más grande del mundo hace medio siglo. El nivel de mantenimiento esencial de los
yacimientos petrolíferos experimentó un drástico descenso cuando sustituyó a la mayoría de
técnicos no políticos de la petrolera estatal por adictos a su régimen. Eso provocó una pérdida
permanente de varios centenares de miles de barriles al día en capacidad productiva. La producción
de crudo venezolano pasó de una media de 3,2 millones de barriles al día en 2000 a 2,4 millones de
barriles diarios durante la primavera de 2007.

Aun así, la fortuna ha sonreído a Chávez. Sus políticas habrían llevado a la bancarrota a casi
cualquier otra nación. Pero, desde que llegó a presidente, la demanda mundial de petróleo ha
engendrado una casi cuadruplicación de los precios del crudo y, al menos de momento, le ha sacado
las castañas del fuego. Contando su crudo pesado, es muy posible que Venezuela posea una de las
mayores reservas de petróleo del mundo. Pero el petróleo en el subsuelo no es más valioso que
cuando esperó en letargo durante milenios, a menos que se pueda crear una economía para
extraerlo.79

Un significativo dilema agobia a Chávez en su postura política. Dos terceras partes de los ingresos
petroleros de su país proceden del crudo enviado a Estados Unidos. A Venezuela le resultaría muy
costoso despojarse de su gran cliente, porque produce ante todo un crudo pesado y ácido que
requiere la capacidad de las refinerías estadounidenses. Desviar petróleo a Asia será posible pero
muy costoso. Unos precios más altos, por supuesto, darían margen a Chávez para absorber los
costes adicionales, pero al aumentar su compra de influencia en el extranjero y apoyo político en

79
Eso sucedió en Venezuela en 1914, año en que Royal Duteh Shell llevó la tecnología necesaria para desarrollar sus riquezas.
casa está atando su futuro político, de forma gradual pero inexorable, al precio del petróleo. Necesita
unos precios cada vez más altos para salirse con la suya. Puede que la fortuna no le sonría por
siempre.

La democracia es un proceso embrollado, y desde luego no siempre constituye la forma más eficaz
de gobierno. Aun así, estoy de acuerdo –dice Greenspan- con la agudeza de Winston Churchill: «La
democracia es la peor forma de gobierno a excepción de todas las demás que se han probado de
vez en cuando.» Para bien o para mal, no tenemos más remedio que presuponer que las personas
que actúan con libertad en última instancia tomarán las decisiones adecuadas sobre cómo
gobernarse. Si la mayoría toma las decisiones equivocadas, habrá consecuencias adversas; incluso,
al final, un caos civil.

El populismo atado a los derechos individuales es lo que la mayoría denomina democracia liberal. El
«populismo económico», en el sentido que le dan la mayoría de economistas, sin embargo, se
refiere implícitamente a una democracia en la que el calificador «derechos individuales» está en
buena medida desaparecido. La democracia sin matices, en la que el 51 por ciento de las personas
puede desentenderse legalmente de los derechos del restante 49 por ciento, conduce a la tiranía.80
El término, pues, se vuelve peyorativo cuando se aplica a personajes como Perón, quien para la
mayoría de historiadores es el principal responsable del prolongado declive económico de Argentina
tras la Segunda Guerra Mundial. Argentina sigue trabajando bajo ese legado.

La batalla en pro del capitalismo nunca se gana. Latinoamérica lo demuestra con mayor claridad
quizá que ninguna otra región. La concentración de la renta y una aristocracia terrateniente
enraizada en las conquistas españolas y portuguesas del siglo XVI todavía fomentan profundos y
enconados rencores. El capitalismo en Latinoamérica todavía es una lucha en el mejor de los casos.

2.18.8 Las dudas de los intelectuales

Greenspan era amigo de Ayn Rand, dice en su libro: La era de las turbulencias, que El Colectivo de
Rand se convirtió en su primer círculo social. La filosofa del Objetivismo es citada en la segunda
definición de nuestro primer CAPÍTULO, qué es el capitalismo y fue la que contribuyó en sus inicios
a la formación intelectual del por tantos años presidente de la reserva Federal Norteamericana
Defensor a ultranza del capitalismo de mercado, sin embargo dice: ―Una contradicción se me antojó
especialmente reveladora81. De acuerdo con los preceptos objetivistas, la fiscalidad era inmoral
porque permitía la apropiación gubernamental de la propiedad privada por la fuerza. Aun así, si la
fiscalidad estaba mal, ¿cómo podían financiarse de manera fiable las funciones esenciales del
gobierno, entre ellas la protección de los derechos de las personas por medio del poder policial? La
respuesta «randiana», que quienes veían de manera racional la necesidad de Gobierno contribuirían
voluntariamente, era insuficiente. La gente tiene libre albedrío; ¿y si se negaban?‖

Después de defender por años la no intervención en los mercados financieros, Greenspan admitió
sus errores y hablo de un "tsunami crediticio"82 en declaraciones a la prensa en 2008. El ex
80
Muchos de nuestros Padres Fundadores temían que el gobierno estadounidense de la mayoría sin las primeras diez enmiendas a la Constitución de
Estados Unidos de América –nuestra Bill of Rights- constituiría una tiranía.
81
Greenspan , Alan, La Era de las turbulencias, Ediciones B, Barcelona, 2008,Pág. 67.
82
http://www.eluniversal.com.mx/notas/549448.html. Consultado el 3 de junio de 2011
presidente de la Reserva Federal se mostró a favor de una mayor regulación, veamos una de esas
notas de prensa: ―Un "atónito" Alan Greenspan, presidente de la Reserva Federal entre 1987 y 2006,
y considerado uno de los padres de la política económica que comenzó a derrumbarse el mes
pasado, aceptó ayer parte de la responsabilidad que se le endilga por la crisis actual y advirtió que el
mundo atraviesa un ―tsunami crediticio que se vive una vez por siglo‖. En una comparecencia ante el
Comité de Supervisión y Reforma del Gobierno, en la Cámara de Representantes, Greenspan dijo
que los mercados deberían haber estado más regulados, y reconoció que estuvo parcialmente
equivocado cuando apostó por la desregulación. Quienes confiamos en el interés de las instituciones
prestamistas en proteger el patrimonio del accionista, incluido yo, estamos atónitos y no podemos
creerlo,, declaró Greenspan, quien fue el primer invitado convocado por el Congreso para recabar la
opinión de funcionarios recientes sobre los motivos que desencadenaron la peor crisis financiera
desde la Gran Depresión. Durante el período en que Greenspan estuvo a la cabeza de la Reserva
Federal, se aceleró el proceso de desregulación y los mercados financieros multiplicaron los
sofisticados instrumentos de inversión especulativa. El presidente del Comité de la Cámara de
Representantes, el demócrata Henry Waxman, de California, acusó a Greenspan de haber tenido en
sus manos la autoridad para impedir las prácticas de préstamo irresponsables que llevaron a la crisis
de las hipotecas de alto riesgo. Muchos le aconsejaron a usted que así lo hiciera, afirmó Wazman. Y
ahora toda nuestra economía paga el precio. Greenspan fue acusado, puntualmente, de haber
dejado las tasas de interés demasiado bajas al principio de esta década, lo que impulsó un
insostenible auge de la vivienda. A su vez, la Reserva Federal se negó a imponer mayores
regulaciones a la emisión de nuevos tipos de hipotecas, incluidas las de alto riesgo, cuyo desplome
provocó la crisis de la primera decada del siglo XXI.

2.18.8.1 Fallas en la ideologia

El ex presidente de la Reserva Federal estadounidense afirmó que la crisis financiera le reveló una
laguna en la ideología capitalista en la que siempre creyó. ―Sí, constaté una falla. No sé hasta qué
punto es significativa o durable, pero me sumió en un gran desconcierto‖, admitió Greenspan, que
consideró que la caída del mercado inmobiliario, que es el corazón de la crisis, no se estabilizará de
de forma rapida. Sólo en ese momento, los inversores que actualmente están sumidos en el temor
de una prolongada recesión en Estados Unidos, comenzarán a reinvertir en los mercados de
acciones, dijo. ―Dado el daño financiero causado hasta la fecha, no puedo ver cómo podemos evitar
el significativo aumento en los despidos y en el desempleo‖, agregó. Asimismo, el ex presidente de
la Fed respaldó el plan de rescate de 700.000 millones de dólares que le permite al gobierno llevar a
cabo una intervención en la economía sin precedente.

2.18.9 John Kenneth Galbraith

Profesor de Harvard y Princeton83, estuvo durante la guerra a cargo del control de los precios, así
como de la dirección del Estudio de Bombardeos Estratégicos de los Estados Unidos. Éste detectó
un cambio primordial en la sensibilidad económica a finales de la segunda guerra mundial, así como
el advenimiento de la sociedad de masas. Sus propuestas coincidían —tal vez de manera

83
Watson, Peter, Historia intelectual del siglo XX, Critica, Barcelona, 2007, Pág. 472
inconsciente— con la idea de Karl Popper acerca de que la verdad es siempre algo temporal en el
ámbito científico; es decir, que existe hasta que la modifica una experiencia posterior.

Para Galbraith, la disciplina de la economía, la llamada «ciencia oscura», había nacido en la


pobreza. En el largo transcurrir de la historia, afirmaba, la mayoría de la sociedad se ha visto
condenada a una gran miseria y una gran desigualdad por causa de una minoría inmensamente rica.
Además, no había posibilidad alguna de cambiar esta situación, ya que el hecho más básico en la
economía implicaba que la subida del salario de una persona conllevaría de manera inevitable la
disminución de los beneficios de otro: «Éste era el legado de la gran tradición central del
pensamiento económico. Tras la fachada de esperanza y optimismo se escondía el miedo obsesivo
a la pobreza, la desigualdad y la inseguridad». Esta visión fundamental de penumbra había sido
matizada por dos observaciones de origen diferente: una de la derecha y otra de la izquierda. Los
partidarios del darvinismo social sostenían que la competencia y, en ocasiones, el fracaso se
hallaban dentro de la normalidad, pues formaban parte del funcionamiento de la evolución. Por su
parte, los marxistas afirmaban que las privaciones, la inseguridad y la desigualdad estaban
destinadas a aumentar hasta culminar en una revolución que acabaría por desmoronarlo todo. Para
Galbraith, la productividad, la desigualdad y la inseguridad eran las «preocupaciones ancestrales»
de la economía. Con todo, por aquel entonces el hombre se hallaba viviendo en La sociedad
opulenta (el título de su libro) y, en un mundo así, tales preocupaciones habían cambiado en dos
aspectos dignos de consideración. Al final de la segunda guerra mundial y la «gran prosperidad
keynesianista» que había traído consigo, sobre todo en los Estados Unidos, la desigualdad no había
mostrado tendencia alguna a empeorar de modo violento. En consecuencia, la predicción marxista
acerca de una espiral descendente hacia la revolución no parecía muy probable. En segundo lugar,
la razón de dicho cambio, y algo que, a su entender, no había recibido la atención que merecía, era
el extremo hasta el que las empresas modernas se habían habituado a la inseguridad económica. A
esta situación se había llegado por diversos medios, de los cuales no todos eran por completo éticos
a corto plazo, como carteles, tarifas, cuotas o precios fijados por el gobierno, que mejoraban los
efectos más crudos de la competitividad capitalista. Sin embargo, existía una consecuencia más
profunda a largo plazo: por primera vez en la historia (lo que no sólo era aplicable a las democracias
occidentales) se había liberado al hombre de la preocupación acerca de la inseguridad económica.
En adelante, nadie volvería a vivir en peligro.El carácter arriesgado de la vida corporativa moderna
es, de hecho, la inofensiva vanidad del ejecutivo moderno, y es ésta la razón por la que se proclama
con tanto vigor.

Este cambio profundo en la psicología humana, al parecer de Galbraith, ofrecía una explicación del
comportamiento moderno Una vez que el abrumador sentido de inseguridad económica ha
desaparecido de la vida de la gente, y merced a la tregua en relación con la desigualdad, «nos
queda sólo la preocupación por la producción de bienes». Las cotas de ingresos sólo pueden
mantenerse y aumentar en virtud de unos mayores niveles de producción y productividad. No existe
paradoja alguna en el hecho de que los bienes producidos ya no sean esenciales para sobrevivir (en
este sentido son marginales), puesto que en una sociedad heterodirigida, cuando el hecho de no ser
menos que el vecino se convierte en un objetivo de primer orden, no importa que los productos sean
necesarios: «el deseo de obtener bienes superiores asume vida propia».

En opinión de Galbraith, este hecho tiene cuatro consecuencias fundamentales. La primera se basa
en la nueva importancia que adquiere la publicidad. Cuando se trata de vender productos que no son
esenciales para vivir, debe crearse una necesidad: «la producción de bienes crea las necesidades
que dichos bienes están destinados a satisfacer», de manera que la propaganda se convierte en un
aspecto integral del proceso de producción. Por lo tanto, la publicidad es al mismo tiempo madre e
hija de la cultura de masas. En segundo lugar, la única manera de lograr una mayor producción —y
un mayor consumo— de bienes es generar de forma deliberada mayores deudas (resulta una
coincidencia reveladora el hecho de que las tarjetas de crédito nacieran el mismo año en que se
publicó el libro de Galbraith). Un sistema así no puede menos de tender a la constante inflación,
incluso en tiempos de paz (en el pasado, la inflación estaba siempre ligada a los conflictos bélicos).
A su entender, este hecho es sistemático y surge del hecho de que los productores deben crear al
mismo tiempo la necesidad de sus productos si pretenden venderlos. En una economía en continua
expansión, las firmas funcionarán siempre al límite de su capacidad, por lo que deberán construir
nuevas fábricas, que requerirán inversiones de capital. En un sistema competitivo, las empresas
prósperas deberán pagar los salarios más elevados, y deberán hacerlo antes de recibir los réditos de
la inversión de capital. En consecuencia, la sociedad de consumo comporta siempre una subida de
la inflación. En tercer lugar, y como consecuencia de lo expuesto, los servicios públicos —cuyos
salarios corren a cargo del gobierno porque no existe un mercado en dichos ámbitos— andarán
siempre a la zaga de Ios productos privados, que están dirigidos al mercado. Galbraith señala —y
predice que los servicios públicos serán siempre el pariente pobre de la sociedad opulenta y que sus
trabajadores estarán siempre entre los peor pagados. Por último, afirma que con la sociedad
«guiada por el producto» llega también la era del hombre de negocios o, «quizá con más precisión,
la del ejecutivo importante». Mientras la desigualdad era un asunto digno de preocupación, observa
Galbraith, el magnate gozaba a lo sumo de una posición ambigua: «Cumplía una función de suma
urgencia, pero también se le acusaba con regularidad de tomar demasiado a cambio de sus
servicios. A medida que ha descendido la preocupación por la desigualdad, ha desaparecido
también esta reacción».

Una vez establecida su descripción de la sociedad de masas moderna, el autor pasaba a establecer
su célebre distinción entre la opulencia privada y la miseria pública, para demostrar después que la
obsesión con los bienes privados es lo que ayuda a crear unos servicios públicos pobres, con
escuelas atestadas de alumnos, fuerzas policiales insuficientes, calles sucias y transporte deficiente.
«Estas deficiencias no se encuentran en los servicios de nueva creación, sino en los antiguos, bien
establecidos», porque la publicidad —es decir, la creación de necesidades— sólo funciona con los
bienes privados. No tiene ningún sentido anunciar carreteras, escuelas o cuerpos de policía. Por lo
tanto, llega a la conclusión de que la tregua en el terreno de la desigualdad debería sustituirse por
una preocupación acerca del equilibrio entre la opulencia privada y la miseria pública. La inflación no
hace sino aumentar dicho desequilibrio y provocar que la situación sea aún. peor en cuanto a la
administración local que con respecto al gobierno central (la policía local contará siempre con unos
fondos más escasos que el FBI, por ejemplo).

Galbraith proponía dos soluciones para los problemas de la sociedad opulenta. Una fue objeto de
numerosas discusiones: el impuesto de venta local. Si los bienes de consumo constituyen el
principal logro de la sociedad moderna y al mismo tiempo, como él sostenía, una de las causas del
problema, era justo hacerlos también parte del remedio. La segunda solución que proponía era más
radical y, desde el punto de vista psicológico, también más insólita. No puede decirse que se haya
puesto en práctica de forma seria por el momento, aunque quizá sí en el futuro. Galbraith se dio
cuenta de que muchos de los miembros de la sociedad opulenta percibían ingresos elevados, no
porque los necesitasen, sino porque era una forma de lograr prestigio. De hecho, este tipo de
personas disfrutaba trabajando, pues ya no era un medio de evitar la inseguridad económica, sino
una forma de satisfacción intelectual en sí misma. El economista estaba convencido de la necesidad
de crear una nueva clase ociosa. De hecho, pensaba que ésta ya existía y estaba creciendo de
modo natural, aunque él pretendía que debían crearse programas para hacerla crecer aún más. Su
opinión se basaba en que la Clase Nueva, como la llamó, con mayúsculas, debía contar con un
sistema moral diferente. Sus miembros habían de disfrutar de una mejor formación y sentir un mayor
interés por el arte y la literatura. Tras haber logrado el suficiente dinero durante los primeros años de
su carrera profesional, los ciudadanos pertenecientes a esta Clase Nueva deberían dejar de trabajar,
con lo que ayudarían a cambiar la importancia concedida a la producción y a equilibrar la balanza
social de la opulencia privada y la miseria pública. Quizás incluso pudiesen consagrar la última parte
de su vida profesional al servicio público.

J.K. Galbraith. En 1967 publicó El nuevo estado industrial84, en el que describía un nuevo orden
económico y financiero que, según sostenía, había cambiado de forma drástica la naturaleza del
capitalismo tradicional. Partía de la idea de que el carácter de las grandes compañías se había visto
alterado desde la base durante los años sesenta, en comparación con los albores del siglo. Mientras
que personas como Ford, Rockefeller, Mellon, Carnegic o Guggenheim habían sido empresarios
emprendedores, capaces de asumir riesgos considerables con la intención de lanzar las compañías
que llevaban sus nombres, habían mudado el carácter en cuanto éstas habían madurado, de dos
modos fundamentales: En primer lugar, ya no estaban encabezadas por un solo hombre, a un
tiempo dirigente y accionista, sino por diversos gerentes (Galbraith los llamaba la «tecnoestructura»,
por razones que resultarán evidentes) que poseían una minoría de las acciones. Una consecuencia
importante de este hecho, al parecer del economista, es el control exclusivamente nominal que
ejercen hoy en día los accionistas sobre la compañía de la que, en teoría, son dueños, y esto influye
de manera evidente en la psicología de la democracia. En segundo lugar, las compañías maduras,
que producen de forma masiva productos costosos y complejos, muestran, en realidad, muy poco
interés por el riesgo o la competencia. Por el contrario, necesitan de una estabilidad política y
económica que permita predecir —si bien con ciertos límites— la demanda, así como el crecimiento
de ésta. La consecuencia más importante de este hecho, en su opinión, es que este tipo de
corporaciones prefiere una economía planificada. Para el conservadurismo tradicional, la
planificación huele a socialismo, marxismo y cosas peores; pero las empresas del mundo moderno,
que actúan en un contexto de oligopolio (lo que para el autor no es sino un monopolio modificado),
no pueden pasar sin ella.

Todos los demás aspectos del nuevo estado industrial, afirma Galbraith, surgen de estos dos
factores. La demanda se regula, tal como demostró Keynes, en parte merced a la política fiscal de
los gobiernos (que presupone una relación simbiótica entre el estado y las empresas) y en parte
debido a mecanismos como el de la publicidad (que, el parecer del economista, tiene un incalculable
efecto «extremo» sobre la honestidad de la sociedad moderna, hasta tal punto que ya no somos
conscientes de la poca honradez que nos queda en nuestra vida cotidiana). Una característica
añadida de la sociedad industrial moderna es, en su opinión, que cada vez es mayor el número de
decisiones importantes que dependen de la información que posee más de una persona. La
tecnología tiene muchísimo que ver en esto. Una consecuencia de este hecho puede hallarse en la
aparición de un nuevo tipo de especialista, personas que no tienen ninguna habilidad especial en el
sentido tradicional, pero que poseen una técnica nueva: saben evaluar la información. Esta

84
Ibíd. Pág. 632
información, por consiguiente, cobra importancia por sí sola, y los que saben manejarla constituyen
una «clase interior», la de los gerentes o la tecnoestructura, junto con la «clase exterior», de los
que poseen la mayoría de las acciones. Todo esto trajo como consecuencia un cambio en la
experiencia de los negocios. En lugar de ser escabrosa, individualista, competitiva y arriesgada, la
vida del ejecutivo adquirió una seguridad considerable. Galbraith escribió su libro poco después de la
aparición de una serie de estudios que mostraban que tres cuartas partes de los ejecutivos
estadounidenses entrevistados llevaban más de veinte años en la misma compañía. La opulencia
tiene mucho que ver con este hecho, según el economista, pues, cuanto más alejada se encuentre
una persona de la miseria (cuanto más opulenta sea), más fácil resulta manipular sus deseos y, por
lo tanto, mayor es el papel que puede desempeñar en su vida la publicidad, por lo que parece
providencial el hecho de que el auge de la radio y luego de la televisión coincidiesen con la madurez
de las corporaciones y el incremento de la opulencia.

Sin embargo, Galbraith no pretendía limitarse a describir la nueva disposición financiera del mundo,
por importante que ésta fuera. Con un sentido de la picardía muy apropiado, exponía la forma en
que se presentaba la tecnoestructura, la gerencia de las corporaciones maduras. Lejos de decir la
verdad acerca de la nueva situación, en la que las empresas son de hecho las que dirigen el cotarro,
la tecnoestructura defiende —sólo de boquilla— la idea de que «el cliente siempre tiene la razón».
De esta manera dan al traste con la verdad, que no es otra que el control casi total que ejerce la
corporación sobre los precios y —sólo en menor medida— sobre la demanda. El siguiente punto que
trataba Galbraith era que la naturaleza del desempleo estaba cambiando (de hecho, en cierto
sentido, empezaba a perder todo significado): «Las cifras del desempleo se limitan, cada vez más, a
enumerar a los que en un determinado momento son considerados inútiles por el sistema industrial».
Este hecho tiene un efecto dominó sobre los sindicatos, que pierden poder, y los «poderes»
educativos y científicos, que lo ganan. Galbraith, sin duda, iba por buen camino al analizar el poder
relativo de los sindicatos, las entidades educativas y los científicos; en lo que estaba errado era en
su predicción de que los dos últimos adquirirían la relevancia política que hasta entonces habían
tenido los sindicatos, pues nunca sucedió. También pensaba que las opiniones de los científicos que
trabajaban para empresas privadas acabarían por tener un peso considerable en la sociedad, lo que
tampoco ha ocurrido.

Sin embargo, el principal argumento de El nuevo estado industrial consistía en que el capitalismo
industrial había cambiado hasta hacerse irreconocible y que los capitalistas tradicionales mentían
acerca de este cambio, pues hacían ver que ni siquiera había tenido lugar. En la época en que
comenzó a imprimirse su libro, en palabras de Galbraith, la compañía Boeing «vende un 65 por 100
de su producción al gobierno; General Dynamics le vende un porcentaje similar; Raytheon... un 70
por 100, Lockheed un 81 por 100 y Republican Aviation... un 100 por 100».

El futuro del sistema industrial está fuera de toda discusión, lo que se debe en parte al poder que
ejerce sobre las creencias. Ha logrado, de forma tácita, excluir la idea de que su carácter es
transitorio, lo que supondría, de algún modo, afirmar que se trata de un fenómeno imperfecto.Entre
las palabras menos atractivas del léxico empresarial se encuentran planificación, control
gubernamental, respaldo estatal y socialismo. Considerar la posibilidad de alguna de ellas en el
futuro sería revelar hasta qué punto están ya presentes. De esa manera, dejaría de ser un secreto
que tan graves conceptos han sobrevenido no tanto con el consentimiento del propio sistema como
a petición suya.
Y, por último: «No existe suposición natural alguna a favor del mercado; dado el crecimiento del
sistema industrial, las suposiciones son, en cualquier caso, en su contra. Confiar en un mercado que
necesita de la planificación es abogar por un completo desastre». El de Galbraith era un ataque
enérgico, que ponía de relieve algunos datos inquietantes acerca de la evolución del capitalismo y la
forma en que se mostraba en la época. Previó la creciente importancia de la ciencia, la relevancia
abrumadora de la información y la naturaleza cambiante del desempleo, así como las habilidades
que serían necesarias en el futuro.

2.18.10 Otra vuelta de tuerca: entra en acciòn Milton


Friedman

En 1950 Hayek había dejado Gran Bretaña tras ser nombrado profesor de ciencias sociales y
morales en la Universidad de Chicago85, así como miembro de su Comité de Pensamiento Social.
Fue precisamente un colega de Chicago quien retomó la cuestión por donde la había dejado Hayek,
desde un punto de vista similar, pero teniendo en cuenta la dimensión económica. En Capitalismo y
libertad (1962), Milton Friedman se hacía eco de la idea, a la sazón relativamente impopular, de que
el sentido del término liberalismo había cambiado en el siglo XX; había visto corrompido su
significado original decimonónico (puramente económico, basado en la creencia en el libre comercio
y libre mercado) y había pasado a designar la fe en la igualdad proporcionada por un gobierno,
central bienintencionado. Su primer objetivo era lograr que el liberalismo recuperase su significación
originaria; el segundo, defender la idea de que la verdadera libertad sólo podría alcanzarse mediante
el regreso a una economía de mercado real: la libertad era imposible si el hombre no se sentía libre
en lo económico. En la época, esta idea resultaba mucho más polémica que ahora, ya que en 1962
aún se hallaba en auge el modelo económico de Keynes. De hecho, los argumentos de Friedman
iban mucho más allá de las referencias a los intereses económicos tradicionales en los mercados.
Además de alegar que la Depresión no había sido una consecuencia del crash, sino de la mala
administración monetaria del gobierno de los Estados Unidos tras éste, defendía la idea de que los
problemas de salud, escolarización y discriminación racial se aliviarían mediante el regreso a un
sistema de libre mercado. La salud, a su entender, tenía un gran obstáculo en el monopolio de los
médicos sobre la formación y las licencias que se concedían a los nuevos doctores. Esto
desembocaba en la escasez de facultativos, lo que aumentaba el poder adquisitivo de los
profesionales pero actuaba en detrimento de los pacientes. Resumía toda una serie de servicios
«médicos» que podían ser administrados por personal técnico —en caso de que existiese— con
unos ingresos situados muy por debajo de los que correspondían a los médicos de formación más
completa. En lo relativo a las escuelas, Friedman distinguía, en primer lugar, un «efecto de
vecindario» en la educación; es decir, hasta cierto punto, todos nos beneficiamos de una formación
en los aspectos básicos del comportamiento civilizado, sin los cuales no puede funcionar ninguna
sociedad. Friedman pensaba que éste era el único tipo de escolarización que debería
proporcionarse de manera centralizada; las otras formas de educación, sobre todo los cursos
vocacionales (odontología, peluquería, carpintería...), deberían ser de pago. Incluso la educación
básica de la ciudadanía, en su opinión, debería funcionar mediante un sistema de vales, que los
padres canjearían por la escolarización de sus hijos en los centros de su elección. Estaba
convencido de que esto influiría de forma positiva sobre las escuelas, pues los buenos profesores se

85
Ibíd. Pág. 557
verían recompensados por la afluencia de vales, que se traducirían en unos ingresos mayores. En
cuanto a la discriminación racial, Friedman se decantaba por la actuación a largo plazo, desde el
convencimiento de que en el curso de la historia el capitalismo y el libre mercado habían sido
positivos para grupos minoritarios, ya fuesen negros, judíos o protestantes en países de mayoría
católica. Por lo tanto, sostenía que, con el tiempo, la libertad de mercados ayudaría a la
emancipación del pueblo negro en los Estados Unidos. Asimismo, defendía la idea de que la
legislación relativa a la integración no era ni más ni menos ética que la referente a la segregación.

Milton Friedman y su esposa publicaron en 1980, Libertad de elegir 86, como sus autores se
esforzaron por señalar, era un libro mucho más práctico y concreto que Capitalismo y libertad. La
visión del mundo expuesta por los Friedman contaba con blancos específicos, tanto conceptuales
como personales. Empezaban por volver a analizar el crash de 1929 y la posterior depresión, con el
objetivo de contrarrestar la opinión de que ambos hechos habían significado el derrumbamiento del
capitalismo y de que el sistema capitalista era responsable del fracaso de un número tan elevado de
bancos, así como de la mayor depresión que hubiese conocido el mundo. Sostenían que se habían
administrado de forma poco eficiente algunos bancos específicos, en especial el Banco de los
Estados Unidos, que cerró sus puertas el 11 de diciembre de 1930 y se convirtió así en la mayor
institución financiera que se había venido abajo en la historia del país. A pesar de que dicho banco
había diseñado un plan de rescate, éste no llegó a ponerse en marcha debido, en parte, al
antisemitismo de los «miembros dirigentes de la comunidad financiera» neoyorquina. El Banco de
los Estados Unidos estaba dirigido por judíos, y la estrategia de rescate planeaba la fusión con otro
banco judío. Sin embargo, según Friedman (también miembro de esta religión), éste era un hecho
difícil de tolerar «en una industria reservada, en mayor medida que casi ninguna otra, a los de buena
cuna y buena posición». A este error sociológico —más que económico— no tardaron en seguirlo
otros: la salida del patrón oro por parte de Gran Bretaña en 1931, la pésima reacción de la Reserva
Federal ante las diversas crisis y el interregno que se dio entre la presidencia de Herbert Hoover y la
de Franklin Roosevelt en 1933, que dejó al país durante tres meses sin que nadie tomase medida
alguna en el ámbito económico. En consecuencia, según el análisis de los Friedman, el crash y la
Gran Depresión se debieron más a la mala administración técnica que a cualquier aspecto
fundamental del capitalismo.

El crash y la depresión, sin embargo, cobraron una importancia aún mayor por el hecho de que la
guerra estallase poco después, lo que hizo cambiar el clima intelectual: la gente pudo ver —o al
menos eso pensaba— que lo más efectivo era la cooperación, y no la competencia. Durante las
hostilidades comenzó a ganar terreno la idea de un estado de bienestar, lo que estableció las pautas
para el gobierno entre 1945 y, por ejemplo, 1980. No obstante, y aquí se hallaba el meollo del libro
de los Friedman, el «liberalismo del new deal», como lo llamaban, y el keynesianismo no eran
ninguna solución (a pesar de que nadie parecía mostrarse crítico con Keynes, como demuestra la
declaración de Nixon: «Ya todos somos keynesianistas»). Tras analizar escuelas, sindicatos,
asociaciones de protección al consumidor y la inflación, llegaron a la conclusión de que, en todos los
casos, el capitalismo de libre mercado no sólo daba pie a una sociedad más eficiente, sino que
creaba una mayor libertad, igualdad y beneficio público:

86
Ibíd. Pág. 690
En ningún lugar es tan grande el abismo entre ricos y pobres, en ningún lugar son los primeros tan
ricos y los segundos tan pobres como en las sociedades que no permiten la existencia de un
mercado libre. Esto es aplicable a las sociedades medievales europeas, a la India anterior a la
independencia y a la moderna Sudamérica, en la que la posición viene determinada por la herencia.
Otro tanto sucede con las sociedades planificadas como Rusia o China, o la India antes de
independizarse. En estos casos, es el acceso al gobierno lo que determina la posición. De nada
sirve que dicha planificación se introdujese en estos tres países en nombre de la igualdad.

Incluso en las democracias occidentales —afirmaban los Friedman, haciéndose eco de algo que
observó por vez primera Irving Kristol—, ha surgido una «clase nueva»: la de los burócratas del
gobierno o académicos que investigan merced a los fondos estatales, que gozan de numerosos
privilegios y, sin embargo, predican la igualdad. «Nos recuerdan sobremanera al viejo —aunque
injusto— dicho acerca de los cuáqueros: "Vinieron al nuevo mundo a hacer el bien y acabaron por
hacerse con los bienes"».

Los Friedman proporcionaron muchos ejemplos para demostrar que el capitalismo promueve la
libertad, la igualdad y un reparto mayor de los beneficios. Al criticar a los sindicatos no sólo se
limitaron a los de obreros, sino que hicieron sus ataques extensivos a los de clase media, como los
de médicos. En este sentido, citaban el caso de la introducción de auxiliares sanitarios en el distrito
de California. La profesión médica se había opuesto de un modo firme a este hecho, dando a
entender que sólo el personal que poseyera la debida formación médica podía ser capaz de hacer
frente a las situaciones clínicas, si bien lo que pretendían era evitar el «intrusismo» y conservar
intactos sus salarios. En realidad, el número de enfermos que sobrevivía a un paro cardíaco creció
durante los seis meses que siguieron a la introducción de los auxiliares sanitarios de un 1 a un 23
por 100. En el caso de los derechos del consumidor, los Friedman observaban que en los Estados
Unidos existía demasiada legislación gubernamental interfiriendo en el libre mercado, y esto había
causado, por ejemplo, la «demora de los fármacos»: la nación había quedado por detrás de países
como Gran Bretaña en lo referente a la introducción de nuevos medicamentos (sobre todo por lo que
respecta a los betabloqueantes). Ésta había fracasado, a su entender, en un 50 por 100 aproximado
desde 1962, lo que se debía sobre todo al desproporcionado aumento de coste que suponían las
pruebas efectuadas para determinar los efectos de dichos fármacos sobre los consumidores.
Consideraban que la respuesta del gobierno ante revelaciones como la de Rachel Carson había
pecado de entusiasta:

Todos los movimientos surgidos en las dos últimas décadas (el de los consumidores, el ecologista,
el de regreso a África, el hippie, el de alimentos orgánicos, el de protección de las selvas, el de «lo
pequeño es bello'', el antinuclear, etc.) tienen algo en común: han entorpecido todo crecimiento. Se
han opuesto a los nuevos avances, a la innovación industrial, al mayor uso de los recursos
naturales.

Ya era hora de gritar: «¡Basta!», de hacer ver que las fuerzas de control, las que defendían los
«derechos», habían ido demasiado lejos. Al final del libro, empero, los Friedman se mostraban
convencidos de que se aproximaba un cambio, que eran muchos los que querían que el «gran
gobierno» cayese. En particular, señalaban a la elección de Margaret Thatcher en Gran Bretaña
(1979), en virtud de una promesa de «derribar las fronteras del estado», así como a la sublevación
que estaba teniendo lugar en los Estados Unidos contra el monopolio postal del gobierno. Acababan
reclamando una enmienda de la Constitución, lo que se traduciría finalmente en una Ley de
Derechos Económicos que obligaría al gobierno a limitar los gastos federales.

¿A qué se debía este cambio de postura generalizado? La razón principal, se hallaba en el


descontento que produjo el estancamiento del nivel de vida a raíz de la crisis energética de 1973 y
1974. Tal como lo describió el economista del MIT Paul Krugman, la «magia» que había rodeado a
las economías occidentales, traducida en un nivel de vida en constante crecimiento, desapareció en
1973. Estas tendencias tardaron en surgir, pero cuando lo hicieron, no faltaron los teóricos
dispuestos a documentar los efectos negativos del sistema tributario y la inversión gubernamental.
De hecho, Friedman había predicho la llegada de un estancamiento —crecimiento nulo— combinado
con la inflación, algo imposible según la economía clásica. Paul Samuelson bautizó este fenómeno
como «estanflación», aunque fue el primero quien recibió, con razón, el Nobel por su pronóstico. No
fueron pocos los que siguieron a Friedman y Feldstein, de manera que a finales de los años setenta
surgió todo un grupo de personas que respaldaban la economía «de oferta», daban la espalda al
keynesianismo y creían que una clara reducción de los impuestos, lo que comportaba una mayor
«oferta» de capital a la economía, provocaría una oleada de crecimiento tal que no habría necesidad
de preocuparse por el gasto. Estas ideas se hallaban tras la elección de Margaret Thatcher como
primera ministra del Reino Unido en 1979, así como tras la de Ronald Reagan como presidente de
los Estados Unidos un año más tarde. La era Reagan estuvo caracterizada por un enorme déficit
presupuestario, que aún no había acabado de saldarse en la década de los noventa, y también por
una sorprendente recuperación de Wall Street. que vaciló entre 1987 y 1992, si bien acabó por
reponerse. En Gran Bretaña, amén de un crecimiento similar de la bolsa, tuvo lugar toda una serie
de iniciativas políticas, llamadas privatizaciones, por las que se puso en manos del capital privado un
buen número de servicios públicos. En términos sociales, económicos y políticos, la privatización
constituyó un tremendo éxito, que transformó negocios poco eficaces y anticuados en corporaciones
modernas y útiles que, al menos en ciertos casos, supusieron una reducción de precios de cara al
consumidor. El invento se exportó a un número considerable de países de la Europa occidental y de
la oriental, de Asia y de África.

De cualquier manera, y a pesar de todo lo que estaba ocurriendo en los mercados de valores, el
crecimiento de las principales economías de Occidente seguía siendo insignificante en comparación
con los niveles anteriores a 1973. Al mismo tiempo, se produjo un salto gigantesco en las
desigualdades referentes al reparto de la riqueza. Estos dos rasgos que caracterizaron la década de
los ochenta constituyeron la preocupación principal de los economistas, si bien no tanto de los
políticos, al menos por lo que respecta a Occidente.

Milton y Rose Friedman, y en general toda la escuela de Chicago, basaron sus teorías en lo que
llamaron la idea fundamental del escocés Adam Smith, «el padre de la economía moderna»», que
escribió en 1776 La riqueza de las naciones: «La idea básica de Adam Smith consistía en que las
dos partes que participan en un intercambio pueden beneficiarse de éste y que, mientras la
cooperación sea estrictamente voluntaria, no existirá intercambio alguno si no beneficia a ambas».'
La economía de libre mercado, por lo tanto, no sólo funciona, sino que responde a un planteamiento
ético.

Siempre nos asaltan dudas con los intelectuales y más con los teóricos que no tienen que responder
por sus ideas. Siempre les queda la escusa que los políticos no siguieron tal o cual concepto y que
por eso fallo su teoría, pero el caso de Greenspan que fue un defensor de los planteamientos de la
escuela de Chicago, intelectual brillante y funcionario público, sí se le puede pedir una explicación, al
menos para la historia, de por qué falló la teoría. El solo pudo decir, consternado, que, existen
lagunas en la ideología del capitalismo. Lo que nos lleva a tomarlo todo con pinzas.

2.18.11 La economía…como si la gente importara

El economista Fritz Schumacher publicó en 1973 un libro titulado lo pequeño es hermoso 87. Había
nacido en Bonn el año 1911, en una familia de diplomáticos y académicos, y recibió una educación
muy cosmopolita de sus padres, que lo enviaron a la LSE y a Oxford. Fue íntimo amigo de Adam von
Trott, ejecutado por su participación en el atentado contra la vida de Hitler en julio de 1944, trabajó
en Londres a finales de los años treinta y pasó la guerra en Gran Bretaña, sobreponiéndose a su
condición de extranjero enemigo. Tras el conflicto bélico entabló una gran amistad con Nicholas
Kaldor y Thomas Balogh, asesores económicos del primer ministro Harold Wilson en la década de
los sesenta, y fue nombrado para un cargo elevado en el Comité Nacional del Carbón. Schumacher
se dio cuenta muy pronto de que los recursos del planeta eran limitados y de que había que hacer
algo al respecto. Sin embargo, nadie lo tomó en serio durante mucho tiempo, ya que su carácter de
hombre fiel a sí mismo lo hizo tomar posiciones que otros consideraban extravagantes o incluso
signos de inestabilidad por su parte. Estaba completamente convencido de la existencia de los ovnis,
coqueteaba con el budismo y, aunque había renegado de la religión siendo aún joven, fue acogido
por la Iglesia católica en 1971, a la edad de sesenta años.

Schumacher había pasado su vida viajando por todo el mundo, sobre todo por las partes más
pobres, como Perú. Birmania y la India. A medida que crecían sus sentimientos religiosos, se hacía
mayor la crisis medioambiental a su alrededor y él se daba cuenta de que las gigantescas
corporaciones occidentales no iban a ofrecer ninguna solución para contrarrestar la pobreza de
tantos países tercermundistas. Se dispuso a escribir el libro que siempre había deseado escribir, al
que llamó Regreso al hogar de manera provisional, ya que su argumento se basaba en que el
mundo estaba alcanzando un momento de crisis. El centro de la cuestión, a su entender, era que la
opulencia de Occidente era «un estado anormal que, según mostraban "los signos de los tiempos",
estaba llegando a su fin». La inflación que había comenzado a extenderse por las sociedades
occidentales era uno de estos signos. La partida había terminado, decía, pero: «¿Quién la había
jugado? Sólo una pequeña minoría de países y, dentro de éstos, una minoría de personas»." Esta
minoría se mantenía en el poder, como era de esperar, aunque las corporaciones no hacían gran
cosa por aliviar la pobreza crónica que asolaba el resto del mundo. Esos países no podían pasar de
la noche a la mañana de su condición subdesarrollada a un estado de opulencia. Lo que hacía falta,
a su parecer, era una serie de pequeños pasos, que pudiesen controlar los afectados, y aquí es
donde introducía su concepto de tecnología intermedia. En Gran Bretaña había existido un Grupo de
Desarrollo Tecnológico Intermedio desde mediados de los sesenta que intentaba desarrollar
tecnologías más eficientes que las tradicionales en la India, pongamos por caso, o Sudamérica,
aunque menos complejas que las occidentales. (Un ejemplo clásico de esto es el de la radio a
cuerda, que, amén de resultar más resistente, no necesitaba pilas, difíciles de conseguir en zonas
remotas.) Con el título de Regreso al hogar hacía referencia a su convencimiento de que en un
futuro la gente regresaría a sus casas de las fábricas, volvería a las tecnologías más sencillas por la
simple razón de que eran más humanas y humanitarias. A la editorial no le gustó el título, y a

87
Ibíd. Pág. 623
Anthony Blond se le ocurrió el de Lo pequeño es hermoso, aunque conservó el subtítulo del autor:
«La economía... como si la gente importara». El libro mereció la atención de un puñado de reseñas,
aunque no tardó en funcionar el boca a oreja y convertirlo en una obra de culto de Alemania a
Japón." Schumacher había logrado dar en el clavo: su principal objetivo era el tercer mundo, pero
era evidente que muchos odiaban las grandes corporaciones tanto como él y ansiaban un modo de
vida distinto. Hasta su muerte, acaecida en 1977, el autor fue una figura de renombre mundial,
festejado por los gobernadores de estado de América, recibido en la Casa Blanca por el presidente
Carter, bienvenido a la India como un «Gandhi práctico». El argumento que recorría todo el libro
consistía en que en el mundo había sitio para todos, siempre que los asuntos internacionales se
llevasen con propiedad. Esta administración, empero, no se basaba en lo económico sino en lo
moral, lo que explica por qué, a su entender, la economía y la religión iban de la mano, y por qué
ambas eran disciplinas tan importantes.

2.18.12 Mas problemas


El crecimiento del capitalismo y su éxito, hizo que se conformaran empresas cada vez mas grandes, que fueron
aplicando economías de escala y poco a poco se fueron apoderando de los mercados

La advertencia figuraba expuesta en las secas estadísticas de un libro88 — The Modern Corporation
and Private Property—, y sus autores, Adolph Berle y Gardiner Means, no perdieron el tiempo
especulando con lo que ocurriría en el año 2030. Lo que les preocupaba era una tendencia que
podría convertirse en realidad muchísimo más pronto. Hela aquí:

Si la actual tendencia dominante de los negocios en Norteamérica continúa por espacio de otros
cincuenta años más, la estructura tradicional del capitalismo quedará destruida.

Escudriñando el mercado de capitales norteamericano, Berle y Means descubrieron esta aterradora


estadística: el año 1932 la mitad de la riqueza de todas las sociedades anónimas norteamericanas
se hallaban en manos de doscientas sociedades exactamente. Y lo que es peor aún, comparando la
rapidez con que parecían crecer estos doscientos monstruosos organismos con la de los tres
millones de pigmeos que integraban el resto del cuerpo empresarial de los Estados Unidos, para el
año 1950 aquéllas tendrían el dominio de las tres cuartas partes de la riqueza norteamericana
colocada en sociedades anónimas. Y llevando las cifras de Berle y de Means a su conclusión lógica,
aunque no especificada por ellos, los doscientos gigantes regirían virtualmente la vida económica de
la nación, de un modo que no se diferenciaría mucho de los principados feudales que antaño rigieron
la vida económica de Europa.

Pero lo que mayor impresión produjo en estos dos observadores no fueron las estadísticas
referentes a la magnitud de tales empresas, aunque ya entonces la mayor de todas ellas era más
rica que veintiún estados de la Unión en conjunto. El impacto destructor que sus estadísticas
ofrecían eran las implicaciones que había en ellas para el propio sistema del mercado. Porque
88
Heilbroner, Robert L, Vida y doctrina de los grandes economistas, volumen I Orbis, Barcelona, 1985, Pág. 176.
cuando los directivos de las empresas, que producían casi la mitad de las mercancías compradas
por Norteamérica, se reunían cómodamente alrededor de la mesa de banquete en un modesto hotel,
todo el concepto tradicional de la competencia aparecía de pronto como una cosa lamentablemente
irreal.

¿Iban acaso a conducirse la U. S. Steel y la Bethlehem Steel, mirándose mutuamente con respeto y
cautela, lo mismo que dos verduleras en un mercado concurrido? ¿Iban las tres firmas de
automóviles que realizaban las dos terceras partes del negocio de su ramo a actuar como si no
supiesen que eran ellas quienes dominaban la industria? ¿O bien lo harían las tres firmas que
ocupaban esa misma situación en la fabricación de cigarrillos, o en la de maquinaria agrícola, en la de
neumáticos, máquinas para oficinas o envases de hojalata?

No, evidentemente. Ya no eran aquellos tiempos del cada cual para sí y que el diablo se lleve al
último. La nueva situación imponía una nueva filosofía de vivir y dejar vivir. Ahora bien: aunque ese
código de normas resultase mucho más fácil para el hombre de negocios, ¿qué le ocurriría al
consumidor? Toda la justificación moral del capitalismo estribaba en un mercado regido por la
competencia, en el cual el papel del rey lo desempeñaba el consumidor. Pero, al desarrollarse la
vida económica bajo la égida de las empresas enormes que ya no tenían que competir, todo pareció
indicar que el manto real había pasado a los hombros de los productores.

Y para hacer todavía más grave el peligro, estos productores ni siquiera respondían ya a los
intereses económicos de sus dueños.

Tradicionalmente era la pugna de intereses de los dueños lo que ponía en marcha el mecanismo del
mercado. Pero los hombres que regían la American Telephone and Telegraph, o la Pennsylvania
Railroad, no eran los propietarios efectivos de esas sociedades. Sus títulos de propiedad consistían
en ser poseedores de una pequeñísima fracción de los millones de acciones emitidas. El paquete
medio de acciones poseído por directivos de las mayores compañías anónimas era inferior al 3 por
100 de las acciones de la empresa, y en un tercio de tales compañías no llegaba al 1 por 100.

Los auténticos propietarios, a los ojos de la ley, eran lo millares de accionistas desparramados por el
país que poseían una, diez e incluso un millar de acciones cada uno. Pero esos innumerables
propietarios no ejercían ninguna de las tradicionales prerrogativas de la propiedad: ni regían sus
negocios ni tenían voz en la marcha de los mismos, sino en grado remotísimo. Muchos de ellos ni
siquiera sabían qué era lo que fabricaban sus empresas. La propiedad parecía haberse convertido
en una especie de especulación pasiva, en un talón para cobrar beneficios, en un pedazo de papel
que se podía negociar ventajosamente en el mercado.

Todo ello daba a los gerentes una gran libertad para perseguir las finalidades que a ellos les pareciese
bien. Al personal ejecutivo de la gran sociedad anónima faltábale el elemento compulsivo psicológico que aún hoy seguía
impulsando al dueño de la tienda de la esquina a conducirse en el mercado tal como Adam Smith había dicho que tenía
que conducirse.

Libres de la presión inmediata de la competencia, a menudo sin arriesgar grandes intereses


económicos en el negocio que dirigían, con una responsabilidad muy remota en relación a los miles
de dueños legales que respetuosos votaban a los delegados a la asamblea que la dirección de la
Compañía les indicaba, los rectores de las empresas gigantes vivían en una especie de limbo
económico.
Podía, naturalmente, darse el caso de que actuasen en la forma preconizada por los textos
económicos. Y también podía ocurrir que exprimiesen a sus sociedades anónimas en beneficio
propio; así, por ejemplo, el presidente de una Compañía tabaquera, haciendo caso omiso de las
protestas de los accionistas, se asignó un sueldo de un millón de dólares al año. Y también podían
embarcarse en la tarea, más digna de elogio, de las relaciones laborales o comunales. Pero el hecho
es que ahora ya no era posible prever cuál sería su forma de proceder, orientándose por el móvil del
interés propio, en un sencillo ambiente de competencia.

Semejante sistema de dirección independiente podría resultar bueno o malo, pero, desde luego, no
era ya capitalismo tradicional. Porque la esencia del capitalismo es que ningún productor pueda
afirmarse como una fuerza independiente y actuar como él quisiera. Todos estaban ligados entre sí
en una marcha de paso coordinado, y el resultado —cual Adam Smith no se cansó nunca de
pregonar— era el triunfo del consumidor.

Ahora todo esto parecía un sueño de antaño ya esfumado. Los nueve directivos independientes se
encogían desdeñosamente de hombros ante el mercado, se sonreían pensando en lo ficticio de
aquella propiedad y se limitaban a llevar el negocio lo mejor que podían y conforme creían
conveniente, procurando conciliar las aspiraciones de los trabajadores, de los accionistas, del
Gobierno, de la comunidad y las suyas propias.

Un observador —el profesor James Burnham, en un libro titulado The Managerial Revolution— puso
de manifiesto sus sospechas de que nos íbamos deslizando hacia una sociedad en la que un cuerpo
de profesionales, que se perpetuarían a sí mismos, regirían el mundo económico de un modo muy
parecido a como Veblen esperaba que lo hiciesen sus ingenieros. Burnham llegó a la escalofriante
idea de que en las tareas que desempeñaban los directivos profesionales del neo- capitalismo se
parecían, más que a otra cosa, a los gerentes profesionales de los comisariados rusos y de los
monopolios nazis.

Esta era una de las vías hacia el futuro por la que la Economía parecía avanzar en la década de los
40. Para esto resulta de máxima importancia la cuestión de si la propiedad privada está o no
cristalizando en una especie de feudalismo de última hora.

Pero no fue esa la única voz de alarma. Desde otro punto del mundo económico llegaba un anuncio
más de peligro, mostrándose igualmente preocupado con la decadencia del capitalismo tradicional.
Esta vez, sin embargo, la amenaza no la constituían las empresas descomunales, sino otra cosa: los
gobiernos descomunales.

Hemos trabado ya breve conocimiento con el autor de ese anuncio, el doctor Friedrich Hayek.
Durante la segunda guerra mundial Hayek había combatido la planificación pública en su libro The
Road to Serfdom, acerca del cual Keynes parecía tener dos opiniones opuestas: una, que le gustaba
el libro, y otra, que no estaba de acuerdo con él.

Pero, si bien Keynes disentía de Hayek en cuanto a la necesidad del planeamiento, su defensa de
los peligros representados por éste parecía bastante débil. Hayek había sido testigo del
esclavizamiento progresivo de la Europa Central, en donde había nacido, bajo la férrea dictadura del
fascismo, y creía ver en ese proceso implacable algo así como una ley interna. Opinaba, en efecto,
que una vez que un Gobierno ha interferido lo bastante en el mecanismo del mercado, ya no le queda más
alternativa que encerrar toda la economía en un rígido corsé que le sujete desde la cabeza hasta los pies.

Y no es que todas las acciones del Gobierno lleven en sí de esa forma las semillas de la
proliferación. Hayek aprobaba ciertas intromisiones destinadas a determinados fines: para
beneficencia, para poner en su punto una balanza de poder evidentemente injusta, o para resolver
una depresión. Lo que él temía eran las consecuencias de otra clase de actividades
gubernamentales: las del control directo sobre la propia actividad económica.

Lo que parecía caracterizar esta clase de planteamiento y diferenciarla de esas otras intromisiones
gubernativas más beneficiosas era una incapacidad peculiar para poder detenerse en un punto
dado. Una vez puesta en movimiento, parecía como si una necesidad interna la obligase a irse
expansionando.

Esa necesidad no surgía de motivaciones personales de los proyectistas, pues casi podía afirmarse
que se producía contra la voluntad de éstos. Y no siempre los proyectistas se lanzaban a intervenir
en la economía de toda la nación. Lo más que pretendían era planear unas pocas secciones de la
economía, como, por ejemplo, la producción de acero o las industrias exportadoras.

Pero había una dificultad: que no era cosa tan sencilla eso de formar planes para una sola parte de
una sociedad que en las demás funciona sin plan, porque, sin duda alguna, tratábase de una tarea
que podía compararse a la de trazar una línea recta por entre los componentes de una
muchedumbre. Por muy bien calculado que estuviese el plan, por muy reflexivamente que se le
protegiese contra toda contingencia, surgía siempre algo que lo echaba a perder. Unas veces era
una empresa que no suministraba dentro del plazo fijado algún elemento esencial para el montaje
del conjunto; otras era un sindicato que se declaraba en huelga; otras, un simple cambio en los
gustos de los consumidores que venía a trastornar los precios en el resto de la economía.

Esa clase de fallos en los cálculos constituye la desesperación de todos los empresarios
particulares. Pero lo que para éstos es sólo una desgracia privada, en cambio constituye para el
planificador estatal una calamidad nacional. Porque si se viene abajo un plan integrado y de gran
amplitud en un sector vital de la economía, eso puede poner en peligro la totalidad del esfuerzo
productor de la comunidad misma. ¿Y qué hará, en consecuencia, el proyectista cuando tropiece
con esos inevitables baches? La respuesta —una respuesta fácil, evidente y razonable— es que se
lanzará a hacer todavía más planes, que ampliará el proyecto primitivo de manera a poder encerrar
los elementos rebeldes de la economía dentro del mecanismo suave de la actividad dirigida.

Así, por ejemplo, en Inglaterra, a fin de conseguir la producción proyectada en las minas
nacionalizadas de carbón a fines del decenio de 1940, se hizo preciso introducir un plan para el
reclutamiento de mano de obra; y al objeto de llevar a cabo el plan de reclutamiento de la mano de
obra, se hizo preciso establecer una pauta planeada de salarios, y para mantener los salarios de las
minas de carbón a un nivel conveniente por encima de los otros salarios, se pasó a estudiar la
escala toda de salarios de la industria de la nación. Lo que había empezado como un sencillo plan
de producción tuvo, por fuerza, que ampliarse, porque de la misma manera que para atravesar una
multitud no existe procedimiento mejor que obligarla a formar en filas rectas, tampoco hay manera
más fácil de que funcione un plan que el de obligarlo a que funcione.
¿Y cuál es el final? Hayek recelaba que el planeamiento conducía de modo inexorable a lo que
Lenin llamaba «¿ quién a quién?» Es decir, quién planea a quién, quién dirige, quién selecciona,
quién asigna qué y a quién. Lo cual equivale no sólo a la muerte del capitalismo, sino también a la
de la libertad.

Venía a ser ésta una segunda amenaza que parecía aguardar oculta en la marcha del desarrollo
capitalista. Y como si no bastasen para el porvenir las dos amenazas citadas, apareció todavía una
tercera. Y ésta planteaba: ¿puede el capitalismo seguir creciendo?

¿Y qué implicaba todo esto?89 Nada menos que lo siguiente: que en el futuro el estímulo para la
inversión capitalista descansaría exclusivamente sobre los hombros del progreso tecnológico lo cual
traía consigo una dificultad de índole especial. Las grandes aportaciones inventivas de la
Humanidad se habían producido siempre en súbitos arranques: una era fue la de la revolución
industrial; otra, la de los ferrocarriles; otra, la de la electrificación; otra, la del automóvil. Cada grupo
de tales inventos había traído como consecuencia un súbito brote de inversiones; pero también, una
vez que cada etapa llegó a su término, la actividad febril de construcción fue seguida de un período
de quietud.

El futuro muy bien podría resultar tan pródigo en inventos como había sido el pasado; quizá más. Y
también podría ser que el ritmo inventivo resultase no menos esporádico e irregular. Pero si en los
intermedios de esas etapas de inventos técnicos no se apuntalaba la economía, ésta caería en una
serie de depresiones..., depresiones profundas que resultarían más difíciles de remediar por la
ausencia de ese venero subterráneo del crecimiento constante de la población y por la dificultad de
encontrar nuevos mercados geográficos.

Y la consecuencia era ésta: parecía cual si el motor estatal, que había sido montado
apresuradamente durante la peor época de las calmas de la depresión, hubiera de convertirse en
una máquina auxiliar permanente. El viejo sistema de la empresa libre tendría que aceptar de
manera constante un socio —un socio indeseable, pero necesario—, en la forma de manantial
constante de inversiones estatales, a fin de que la economía siguiese avanzando sin discontinuidad.
La era del capitalismo auto dirigido y autoalimentado había llegado a su término, y empezaba una
era nueva de capitalismo «maduro» intervenido por el Estado.

Esta perspectiva difícilmente habría de inspirar una apacible confianza en el futuro. Y los problemas
expuestos eran tan sólo los más importantes de los que preocupaban a los diagnosticadores del
capitalismo, al final del decenio de 1930 y principios del de 1940. Había, además, todo un cúmulo de
cuestiones subsidiarias, rachas periódicas de preocupación por el patrón oro o las cuestiones
laborales, las agrícolas, los aranceles aduaneros y el comercio internacional. Pero las tres
cuestiones principales —la tendencia hacia las grandes sociedades anónimas, el peligro de una
planificación excesiva y la incertidumbre del crecimiento parecen penetrar hasta el fondo del problema, ya que
aparecen como tendencias del desarrollo capitalista y, en cuanto tales, parecían plantear una serie de problemas
inherentes y profundamente arraigado para el futuro.

89
Heilbroner, Robert L, Vida y doctrina de los grandes economistas, volumen I Orbis, Barcelona, 1985, Pág. 188.
Al final del decenio de 1950 las ciento treinta y tantas sociedades anónimas manufactureras más
grandes representaban la mitad de toda la producción manufacturera de los Estados Unidos, y que
las doscientas cincuenta mayores empresas producían una corriente de bienes, cuyo valor era igual
al de la producción total de nuestra economía antes de la guerra. Estas cifras difícilmente indican
que fueran infundados los temores de Berle y Means. Tampoco lo eran los de Hayek.

Volvamos ahora sobre otro gran economista, Joseph A Schumpeter, ya mencionado, cuyas ideas,
verdaderas o equivocadas,90 interesan por otra razón. He aquí al primero de los grandes
economistas que, después de llevar su análisis económico del capitalismo hasta su última
conclusión, se despreocupa de sus razonamientos económicos y profetiza la muerte del sistema por
razones de índole no económica. Por vez primera un economista nos revela que el desarrollo
económico por sí solo no determina el proceso de la Historia, mediante el cual se decidiría el destino del
capitalismo.

Las predicciones variaban, porque en cada una se hacía mayor o menor hincapié en aspectos
diferentes del juego. Para Adam Smith, el rasgo decisivo del mundo del mercado era la acumulación
de capital, en tanto que Malthus y Ricardo subrayaban la fuerza contraria del crecimiento de
población. Marx puso el énfasis mayor en la lucha entre el obrero y el capitalista; Veblen, en la lucha
entre el técnico y el financiero, y Hobson llamó la atención sobre la necesidad de ingentes masas de
capital para los mercados de ultramar.

Ninguno de los hilos económicos abarcó el capítulo entero de la sociedad capitalista; pero cada uno
de ellos suministró durante cierto espacio de tiempo el móvil del porvenir. La sociedad creció, se vio
amenazada de un desbordamiento de población, presenció una lucha de clases, una pugna entre las
finanzas y la producción, una expansión imperialista. E indudablemente, si los victorianos y los
socialistas utópicos no acertaron a aportar una colaboración significativa a la interpretación de su
porvenir, fue porque no llegaron a comprender el imperio de las fuerzas económicas operantes.

El capitalismo es la única sociedad de la historia humana en la que no existe una tradición ni una
dirección consciente que vigile el esfuerzo total de la comunidad; es la única sociedad en la que el
futuro y las necesidades del mañana quedan a merced de un sistema automático. No es de extrañar,
por consiguiente, que los pasajeros de la nave empezaran a mostrar preocupación en cuanto ésta se vio a merced de
las olas. Pudiera muy bien ser que —como sus proyectistas, cuando menos, prometían— la nave funcionase
perfectamente sin capitán. ¿Y si no era así? Supongamos, por ejemplo, que sus consecuencias sociales no resultaran
tan agradables como las económicas..., o que las consecuencias económicas agradasen menos a unos que a otros
¿Qué ocurriría?

Al principio, nada. Adam Smith podía muy bien permitirse burlarse de quienes pensaban mejorar la
sociedad «haciendo el bien», porque él estaba firmemente convencido de que el bienestar se
conseguía más eficazmente obteniéndolo de la acción económica. A Malthus y a Ricardo les habría
parecido una perversión deliberada de un modo de vida que se podía demostrar que era
conveniente, la idea de que pudiera permitirse que unos móviles ajenos a la economía se
entremetiesen en el mecanismo del mercado, llegando quizá a trastornarlo.

90
Heilbroner, Robert L, Vida y doctrina de los grandes economistas, volumen I Orbis, Barcelona, 1985, Pág. 218
Esa situación empezó a variar con John Stuart Mill y los socialistas utópicos. Al señalar Mill que la
economía no encerraba una solución definitiva para el problema de la distribución, que la sociedad
podía disponer del fruto de su trabajo como bien le pareciese, introdujo en el cálculo mecánico del
mercado un cálculo contradictorio de juicio moral.

De modo, pues, que el abrumador problema con que se enfrente el capitalismo no es en modo alguno económico. Se
trata del problema político de constituirse en un arsenal no sólo de producción, sino también de esperanza y de una
libertad henchida de sentido para los centenares de millones de personas anónimas que, de otro modo, desconfiarían
de nosotros, nos temerían y tomarían las armas contra nosotros en el caso de que llegara alguna vez ese día
espantoso. Tal es el problema exterior.

Pero existe también otro interno. A medida que nos vamos apartando poco a poco de la filosofía del
laissez faire y abrazamos una filosofía de dirección activa, se nos viene encima, inevitablemente, el
problema de la responsabilidad social. Mientras el juego de la economía se jugó sin temor a sus
consecuencias, es más, aun aceptándolas alegremente, ese problema de la responsabilidad
permaneció relegado a último término. No era misión de las empresas el preocuparse de sus
obligaciones sociales, ni deber de los sindicatos obreros el inquietarse por las repercusiones que
pudieran tener sus actos. La responsabilidad era puramente un problema de gobierno; un problema
político más bien que económico.

Esa zona de responsabilidad deberá ampliarse inmensamente en el futuro. Mientras nuestro destino
se halle en manos de un proceso impersonal, ¿a quién podría exigírsele responsabilidades por las
consecuencias desagradables, cualesquiera que éstas fuesen? Pero a medida que nuestro porvenir
viene cada vez más a ser objeto de nuestra propia decisión, es ya imposible soslayar el problema de
cuál es la clase de porvenir que queremos para nosotros. ¿Deseamos una distribución más
igualitaria de los ingresos o al contrario? ¿Deseamos que haya empresas grandes o bien empresas
pequeñas? ¿Deseamos que existan sindicatos laborales libres o sindicatos laborales
reglamentados? ¿Queremos la inflación o la deflación? Todas esas decisiones —y otras muchas—
caen bajo nuestro propio dominio.

Los usos y los abusos que trae consigo la opulencia no son problemas que pueda resolver el
Gobierno solo. Por el contrario, ponen de relieve de una manera vívida e insoslayable el hecho de
que la vigilancia política sobre el proceso económico se convierte más y más en un problema para
todo el electorado. Cuando más deseamos intervenir en el funcionamiento automático del sistema de
mercado, cuanto más profundamente deseamos remodelar la estructura económica de la sociedad,
más viene a ser el electorado su propio guardián, su propio consejero, para el bien y para el mal, y el
director de su propio destino. Un Gobierno puede imponer su voluntad a un monopolio o intervenir
en caso de un bandazo del crédito. Pero únicamente todo un pueblo puede votar un cambio de la
estructura y del equilibrio social de sus esfuerzos económicos básicos.

Por todo esto —cosa curiosa—, la economía adquiere un nuevo significado en un mundo en el que
los problemas «puramente económicos» están desapareciendo. En 1952, escribió Galbraith: «Los
hombres no pueden vivir sin una teología económica», y nunca esa afirmación ha sido más verdad
que cuando los hombres tienen que decidir por sí mismos el curso de su propia sociedad y elegir el
destino hacia el cual desean encaminar su derrotero. En tiempos pasados, cuando la economía era
solamente un proceso acumulativo y masivo, los grandes economistas podían mantenerse al
margen del curso de los acontecimientos y enfocar su luz sobre la Historia en calidad de simples
comentaristas, de analistas o de profetas desinteresados. En la actualidad ese distanciamiento no es
ya posible, porque la economía se encuentra implicada en el proceso político en que se forjan las
decisiones. Ya no existe un único desenlace posible del drama económico, sino muchos desenlaces,
y los economistas no se limitan a explicarnos el rumbo que seguirnos, sino que nos muestran
también otros rumbos posibles, otros destinos hacia los que podemos dirigirnos si así lo deseamos.

En nuestros días91, las patentes plantean problemas éticos en los dominios médicos, (el genoma
humano en particular). Las patentes sobre el software, los algoritmos, etc, son también cada vez
más criticados, sus detractores que temen un efecto opuesto sobre la innovación y algunos un factor
desestabilizante del capitalismo. La evolución de los soportes informáticos y los métodos de
intercambio, muestran bien que la perennidad del capitalismo reposa en la voluntad y la capacidad
del Estado que asegura la protección de la propiedad privada.

Después del 11-S supe, - dice Greenspan92- si es que necesitaba más indicios, que vivimos en un
mundo nuevo: el mundo de una economía capitalista global que es sumamente más flexible,
resistente, abierta, auto correctora y dinámica de lo que era hace incluso un cuarto de siglo. Es un mundo
que nos ofrece enormes posibilidades nuevas pero también enormes nuevos desafíos., esto dice alan
Grennspan en su libro la era de las turbulencias

El desplazamiento de China hacia la protección de los derechos de propiedad de los extranjeros93,


por bien que sutil, fue lo bastante sustancial para inducir una auténtica explosión en la inversión
extranjera directa (IED) en China a partir de 1991. De un nivel de 57 millones de dólares en 1980,1a
IED fue creciendo hasta alcanzar los 4.000 millones en 1991, para después acelerar a un ritmo anual
del 21 por ciento y llegar a los 70.000 millones en 2006. La inversión, unida a la abundancia de
mano de obra barata, dio como resultado una potente combinación que ejerció una presión
descendente sobre los salarios y precios de todo el mundo desarrollado. Antes, los llamados Tigres
asiáticos, mucho más pequeños, sobre todo Corea del Sur, Hong Kong, Singapur y Taiwan, habían
abierto el camino adoptando tecnologías de los países desarrollados para propiciar un brusco
aumento de sus niveles de vida mediante las exportaciones a Occidente.

Como señaló The Economist a finales de 200694, «tras crecer a un ritmo anual del 3,2 por ciento per
cápita desde 2000, la economía mundial ha superado el ecuador de su avance hacia el cierre de la
mejor década de la historia. Si sigue marchando a este paso, superará las supuestamente idílicas de
1950 y 1960. El capitalismo de mercado, el motor que mueve la mayor parte de la economía
mundial, parece estar haciendo bien su trabajo». Esos acontecimientos han sido en general tanto
arrolladores como positivos. La reinstauración de los mercados abiertos y el libre comercio durante
el último cuarto de siglo ha sacado de la pobreza a muchos centenares de millones de habitantes del
mundo. Hay que reconocer que muchos otros siguen necesitados en todo el planeta, pero grandes
segmentos de la población del mundo en vías de desarrollo han llegado a experimentar un grado de
prosperidad que desde hacía tiempo era monopolio de los llamados países desarrollados.

91
http://es.wikipedia.org/wiki/Discusi%C3%B3n:Edad_Moderna. Consultado el 3 de junio de 2011

92
Greenspan, Alan, La Era de las turbulencias, Ediciones B, Barcelona, 2008, Pág. 23.
93
Ibíd. Pág. 25
94
Ibíd. Pág. 27

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