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SECUNDARIA DEL VALLE

DE MACUSPANA
¡Fieles al deber!

CONTEXTO POLÍTICO
MESOAMERICANO A LA
LLEGADA DE HERNÁN
CORTES

Alumno: Luis Alberto Gil Bocanegra

Materia: Historia

3 “A”
Sección Secundaria

Macuspana, Tabasco 13 de Septiembre de 2018


CONTEXTO POLÍTICO MESOAMERICANO A LA LLEGADA DE HERNÁN
CORTES
La mayoría de los estudios que se refieren al
legado de los pueblos mesoamericanos
reducen éste a sus aspectos culturales y
artísticos. En este ensayo el énfasis se ha
puesto en la construcción de las instituciones
políticas. Si concentráramos la atención en el
esfuerzo y el tiempo que los diversos pueblos
y culturas de Mesoamérica dedicaron a la
construcción de sus aldeas, cacicazgos y
confederaciones multiétnicas, se vería que esa tarea fue la que absorbió su
imaginación y sus mayores esfuerzos. Sólo después que se construyeron esos
complejos edificios vino el desarrollo artístico y cultural. Los pueblos que habitaron
Mesoamérica eran muy conscientes de esas conquistas, y por eso rodearon la
fundación del reino de un halo mágico. Lo consideraron el acontecimiento que dio
origen a la vida civilizada.
La unidad territorial y social que sirvió de base para construir diversos tipos de
organizaciones políticas en Mesoamérica fue la denominada por los nahuas altépetl.
El altépetl tenía una forma de organización que James Lockhart ha llamado celular
o modular, porque en lugar de formarse siguiendo un orden jerárquico, lo hacía por
agregación. Según Lockhart, en la tradición nahua, entre los requisitos mínimos
para la formación de un altépetl estaban la disposición de un territorio. Este era
ocupado por tantos calpollis como familias se reunían en ese espacio. Cada calpolli
se dividía en cuatro, seis, ocho o diez barrios simétricos, orientados hacia los puntos
cardinales. Asimismo, cada una de estas partes tenía su propio jefe, que era al
mismo tiempo la cabeza de un linaje, quien tenía una porción del territorio del
altépetl en propiedad privada. La suma de los distintos calpolli formaba un altépetl,
que se gobernaba mediante la elección de un tlatoani. Como se advierte, el calpolli
era un microcosmos del altépetl.
“El mito, el ritual, la ideología religiosa, la pintura y los discursos pictográficos y
orales explicaban el mundo, mostraban cómo había sido creado y destacaban la
participación de los dioses en su creación y en el esfuerzo de mantenerlo estable.
Y a partir de esa explicación se definían las cargas y compromisos humanos, que
debían cumplirse como obligaciones ineludibles.
El jefe del calpolli tema bajo su responsabilidad el reparto de la tierra y de las cargas
tributarias entre las familias, el reclutamiento de la gente para los ejércitos, y la
participación de los miembros del calpolli en las numerosas festividades religiosas.
La fuerza de esta institución salta a la vista cuando se percibe que cada una deseas
actividades era organizada por el jefe del calpolli. Es decir, el calpolli participaba en
todas las tareas comunitarias que demandaba el altépetl, pero lo hacía bajo su
propia organización y con sus propios
jefes. Otro rasgo distintivo del calpolli era
la rotación de los cargos y las cargas, y el
orden de precedencia que se seguía. Así,
las diversas tareas que deberían cumplir
cada jefe de familia, barrio y calpolli se
repartían en forma alternativa, siguiendo
una rotación que iba de izquierda a
derecha (como el movimiento del sol), y
del primero al último lugar.
La búsqueda incesante de armazones políticos capaces de contener y organizar la
diversidad social, y resistir al mismo tiempo los embates del cambio histórico y las
presiones externas, puede verse en la variedad de construcciones políticas
imaginadas por los pueblos mesoamericanos. Las más diversas formas de
organización política que conocemos tuvieron su propia versión mesoamericana,
desde el gobierno tribal al complejo Estado multiétnico, pasando por el cacicazgo,
la ciudad-estado y los reinos confederados. Sin embargo, en esa dilatada tradición
dos construcciones políticas son las más mencionadas en los registros históricos.
Una está centrada en el ahau, el jefe que acumulaba en sus manos el poder político,
militar y religioso, ejercía el gobierno de manera centralizada y jerárquica e imponía
a su sucesor a través de un orden dinástico. La manifestación más temprana de
esta forma de organización política se observa en los cacicazgos olmecas y en los
reinos zapotecos y mayas. En La Venta y San Lorenzo los principales monumentos
celebraban al gobernante como cabeza del reino, exaltaban su función de jefe de la
guerra y encomiaban sus cualidades de ejecutor de las ceremonias dedicadas a
propiciar la fertilidad y la protección de los ancestros.
Entre los mayas de la época Clásica esos atributos del gobernante son los más
difundidos por los monumentos y la escritura jeroglífica. El ahau o supremo
gobernante de un reino ejercía la autoridad política, militar y religiosa de manera
indisputada. En el período Posclásico esta forma de gobierno sufrió un cambio
radical. En Chichén Itzá y Mayapán la figura del gobernante supremo fue sustituida
por una suerte de consejo integrado por varios individuos, posiblemente del mismo
linaje, que presidían un gobierno conjunto (Mul tepal).(3) Una tradición política que
no he hallado registrada en testimonios fidedignos, aun cuando ha sido
abundantemente citada por varios autores, es la del estado teocrático, la
organización política gobernada por el sacerdocio. Desde los orígenes del Estado
se observa que el poder político marcha unido con el religioso. Pero éste siempre
aparece al servicio del primero, como se advierte con toda claridad en los mayas y
zapotecos de la época clásica, o entre los mexicas del Posclásico. En todos estos
casos la religión y sus funcionarios son una parte del aparato de legitimización y
gobierno, pero nunca un poder autónomo.
Un ejemplo entre muchos de la aplicación del término teocrático a las
organizaciones políticas mesoamericanas puede verse en el libro de Eduardo Matos
Moctezuma et al., Los pueblos y señoríos teocráticos. México, Instituto Nacional de
Antropología e Historia, 1975; y también Román Piña Chan, Una visión del México
prehispánico. México, UNAM, 1967.
Frente a la tradición de gobiernos centralizados
en un individuo al que se le confieren atributos
divinos o semidivinos, está la tradición política del
centro de México, que muestra rasgos diferentes.
Por un lado, debe decirse que, así como en el
área maya ahau es un término que confunde el
rango social con el oficio, también entre los
nahuas tlatoani o teuctli son términos que
denotan ambas condiciones. Entre los mexicas un tlatoani era al mismo tiempo un
señor (teuctli) y un noble (pilli). Esto confirma la tesis de que en la tradición
mesoamericana los estratos nobles se identificaban con el grupo dirigente. Sin
embargo, la información disponible muestra que en el Altiplano Central se
desarrollaron organizaciones sociales que limitaron el poder de los gobernantes.
El ejemplo más señalado es el de Teotihuacán, donde el arte público oculta al
gobernante en lugar de exaltarlo. Esther Pasztory, al observar la intención
deliberada de evitar la representación del gobernante y el propósito de exaltar los
símbolos colectivos en las formas de residencia urbana, los cultos religiosos y las
manifestaciones artísticas, sugiere que el Estado teotihuacano estaría asentado en
fuertes grupos corporativos (calpolli, barrios, gremios), que alentaron la existencia
de valores colectivos en el orden social, político y cultural. Según esta interpretación,
la congregación forzada de los campesinos y artesanos en el interior de la ciudad,
y el uso de los templos, plazas y edificios como lugares de peregrinación y culto
colectivo, serían prueba de que los dirigentes ejercieron un control fuera de lo
común sobre la mayoría de la población. A su vez, esta compulsión política habría
generado una tensión provocada por el peso de las demandas colectivas y la
capacidad de los gobernantes para atenderlas. Como resultado de esta tensión, los
gobernantes le dieron una respuesta privilegiada a las demandas sociales y un
énfasis especial a la expresión de los valores colectivos. Quizá por eso, como
sugiere Pasztory, Teotihuacán es la ciudad mesoamericana donde menos se ven
los personajes individuales y más descuellan los grupos y valores colectivos.
Las numerosas ciudades-estado que los españoles encontraron disputándose los
recursos de la cuenca de México, heredaron parte de esa tradición teotihuacana.
Antes de que los tepanecas y mexicas desplegaran sus ambiciones imperiales, la
mayoría de esas ciudades medianas parecía descansar en ideales corporativos y
valores colectivos. Su forma de organización era el altépetl, la unidad política que
ejercía su dominio sobre un área territorial habitada por numerosos calpolli que
tenían autonomía para elegir su gobierno, el uso de la tierra, las formas de trabajo
de sus pobladores y sus cultos
religiosos. Esta había sido la
organización política prevaleciente
desde el siglo XII hasta principios del
XIV en Xochimilco, Colhuacán,
Coyohuacán, Tenochtitlán,
Azcapotzalco, Tetzcoco,
Cohuatichan, Tlalmanalco,
Amaquemecan y otras ciudades del
Valle. Probablemente era una
tradición que se remontaba a los principios de la época Clásica, o más atrás. En
muchas de estas ciudades en lugar de un solo tlatoani había varios tlatoque
gobernando, y algunos historiadores observan que la última era la forma de
gobierno más extendida. Antes de la llegada de los españoles el gobierno colectivo
estaba en uso en Tlaxcala, Xochimilco, Huexotzingo, Tepeyacac, Chalco, México-
Tenochtitlán y otras ciudades.
Frederic Hicks advierte que el gobierno ejercido por varios tlatoques representa una
suerte de equilibrio del poder, pues en ausencia de un jefe supremo no era posible
imponer formas absolutas o centralizadas de gobierno. En cambio, en el caso de
los estados con gobierno centralizado, una vez adoptada una decisión por el
tlatoani, ésta se imponía a los señoríos sujetos y a los diferentes calpollis.
La existencia de múltiples ciudades-estado semejantes en fuerza política y militar
sufrió un cambio drástico desde el triunfo de los mexicas sobre los tepanecas y la
formación de la Triple Alianza. Desde esos años, la continua expansión mexica
sobre los territorios vecinos produjo una sucesión de acontecimientos encadenados
que modificaron la realidad política y social. El sojuzgamiento de los reinos del
Altiplano y de provincias lejanas canalizó hacia Tenochtitlán un gran flujo de tributos,
tierras y alianzas que convirtieron al Estado mexica en la mayor potencia política de
Mesoamérica. A su vez, el crecimiento de Tenochtitlán produjo la parálisis, el
empobrecimiento o la decadencia de los estados vecinos, la pérdida de autonomía
de reinos y cacicazgos otrora autónomos, y la sujeción de los macehualtin al poder
político de los pillis o nobles. En otras palabras, se creó una tensión muy
pronunciada entre las antiguas unidades corporativas (altépetl, calpolli, barrio),
dotadas de autonomía, y el poderoso Estado mexica y sus aliados de la Triple
Alianza. Asimismo, se acentuaron las diferencias entre los nobles y los macehualtin.
Este breve recorrido por la historia de Mesoamérica muestra que el origen del poder
político se basó en los siguientes elementos. En primer lugar, en la aparición de
poblados estables sustentados en la agricultura (cultivos de maíz, frijol, chile y
calabaza). La producción continua de maíz impulsó dos fenómenos nuevos: la
disposición anual de alimentos suficientes para sostener a grupos de población
relativamente grandes, y un tiempo libre exento de las tareas agrícolas. Los
procesos del cultivo del maíz exigían en promedio cuatro meses de trabajo al año,
de modo que la población disponía de un lapso grande de tiempo libre. La autoridad
política se dedicó en sus orígenes a organizar el trabajo colectivo de la aldea
sedentaria en beneficio propio y a reglamentar el uso y la dirección del tiempo libre
de los pobladores. Monopolizar, o adquirir el máximo de recursos, fue un requisito
que se impuso al gobernante apremiado por ejecutar las acciones políticas de
manera constante y segura.
El segundo sustento de la autoridad política fue
la presencia de un linaje real. Los grupos
dirigentes afianzaron su poder a través de la
sacralización del linaje y la familia gobernante,
cuyo origen se hizo descender de los dioses
creadores del cosmos y su poder de la
posesión de fuerzas sobrenaturales. El culto a
los ancestros y al fundador de la dinastía fue
una de las tradiciones conspicuas de estas
sociedades. Uno de sus cultos representativos
era el dedicado al templo del dios ancestral (la
Primera Verdadera Montaña). Otra de sus expresiones más vigorosas fue la
divinización de la persona del gobernante y sus atributos. En los retratos del
soberano era usual que cada una de sus partes (la cabeza, el pecho, las
extremidades), estuvieran presididas por un dios que encarnaba y protegía esas
porciones de la persona real. Asimismo, el trono, la diadema o la banda, el cetro, el
palacio y la tumba reales adquirieron características sagradas y autónomas, y tenían
sus dioses, símbolos y ceremonias particulares.
De este modo las ceremonias y cultos que rodearon a la persona real convirtieron
a los ocupantes del trono en seres protegidos por los dioses, o en encarnaciones
de los mismos dioses. El origen divino y el aura sagrada que rodeaban al supremo
gobernante ampararon también a sus descendientes directos y a los parientes más
lejanos del tronco real. Entre los mayas, los familiares cercanos del ahau tenían a
su cargo los altos oficios administrativos, religiosos y militares del reino. El linaje
real ocupaba los puestos más altos del sistema político tanto con el fin de estorbar
y limitar el crecimiento de otros grupos como para otorgarle el máximo control a las
decisiones del gobernante.
Sin embargo, en la medida en que el linaje real se volvió numeroso y los reinos más
complejos y multiétnicos, en esa misma proporción aparecieron otros requisitos para
legitimar al grupo gobernante. El más extendido es el que añadió el mérito al halo
divino: la aptitud y la capacidad de gobernar. No fue bastante haber nacido en la
familia destinada a gobernar. Había que ganar ese derecho mediante méritos que
denotaran la habilidad para gobernar. Estos nuevos requisitos se pueden apreciar
en las dinastías de los reinos mayas de la época Clásica. Los elegidos a los altos
oficios eran expertos en la escritura jeroglífica, el calendario, los cómputos
cronológicos, la adivinación, el ceremonial religioso, las artes marciales y las tareas
administrativas. Los escribas y administradores más diestros pertenecían a la
familia real, pues habían dedicado gran parte de su juventud a aprender el oficio de
gobernar.
Entre los mexicas esta práctica se volvió regla de gobierno desde los tiempos de
Itzcóatl. Para acceder a los altos cargos del consejo supremo, además de ser
miembro de la familia gobernante era indispensable haber destacado en las tareas
políticas, administrativas, militares y sacerdotales. De esta élite seleccionada por el
mérito se escogía al Huey Tlatoani o supremo gobernante.
En los Estados más desarrollados y complejos, como la Triple Alianza encabezada
por los mexicas, las funciones de gobierno progresivamente se fueron separando
de la familia real y se asignaron a quienes satisfacían los requisitos del cargo. Se
creó así una burocracia administrativa, un personal militar especializado y un grupo
selecto de sacerdotes y escribas encargados de las diversas tareas de conducción
del Estado.
Por último, uno de los soportes claves del poder real
fueron los mitos y la manipulación de la memoria
histórica. Ambos funcionaron como poderosos
instrumentos de legitimización del poder
establecido. Como se recordará, el mito
cosmogónico más difundido en Mesoamérica
celebraba la aparición de la Primera Verdadera
Montaña el día de la creación del cosmos, junto con
la aparición de los seres humanos, los alimentos esenciales y la vida civilizada. En
la mitología y la simbología nahua el nombre de la Primera Verdadera Montaña es
altépetl, que quiere decir cerro lleno de agua. Altépetl quiere decir también ciudad,
reino o Estado, pues era sinónimo de organización política, de vida urbana
civilizada. El mito de la creación de la Primera Verdadera Montaña fue un elemento
central en la construcción de los símbolos del poder mexica, como el Templo Mayor.
Del mismo modo que los templos edificados desde los tiempos antiguos, el Templo
Mayor mexica fue concebido como una réplica de la Primera Verdadera Montaña
que se levantó el día de la creación del cosmos. La diferencia con la Primera
Verdadera Montaña de la época primordial es que en lugar de estar consagrado a
una sola deidad, el Templo Mayor tenía dos santuarios: uno dedicado a Tláloc, el
dios de la lluvia y de la fertilidad de los pueblos antiguos de la cuenca de México, y
otro a Huitzilopóchtli, el dios nacional mexica.
Johanna Broda ha mostrado que ambas capillas celebraban el culto a la montaña
primordial: el santuario de Tláloc representaba el Tonacatéptl, la montaña prístina
de los mantenimientos; mientras que el santuario de Huitzilopóchtli simbolizaba el
Coatepec, el cerro de la serpiente, el milagroso lugar donde por primera vez encarnó
Huitzilopóchtli totalmente armado y acabó con los enemigos del pueblo mexica. El
primer santuario era una reproducción del espacio sagrado más antiguo de los
pueblos mesoamericanos. El segundo, una inserción del culto mexica adaptado al
simbolismo tradicional.

La progresiva estatificación del reino mexica no sólo se expresa en la organización


política de la Triple Alianza. Se manifiesta también en la aparición de una forma de
memoria histórica que podríamos calificar de “estatal”, en el sentido de que recoge
hechos vinculados a la formación histórica del reino con independencia de la
persona del soberano. Ejemplo de este tipo de registro histórico serían los libros
donde se pintaban “los términos, límites y mojoneras de las ciudades, provincias,
pueblos y lugares”; los libros donde se asentaban los acuerdos establecidos con las
provincias conquistadas; los libros donde se registraba el monto del tributo que
debían pagar los pueblos sometidos; y los libros donde se recogían los datos
relativos a los diversos dioses, artes, ciencias y leyes.
Otra forma de relato histórico muy extendido en el periodo Posclásico funde la
historia del grupo étnico con la organización política, como es el caso de los textos
nahuas conocidos bajo el nombre de Anales de Cuauhtitlan, Historia de los
mexicanos por sus pinturas o el famoso Popol Vuh de los quichés de Guatemala.
Estos textos fueron elaborados antes de la invasión española o traducidos al
español después de la conquista, y se caracterizan por fundir el relato del origen del
cosmos con la historia de la etnia y la nación que surgieron de esa génesis
fundamental.
Narran primero el origen y ordenamiento del cosmos, el brote maravilloso de la tierra
de las aguas primordiales y la aparición de los primeros seres humanos. Más
adelante informan que a partir de la aparición del sol las relaciones entre el orden
cósmico y la humanidad se verifican a través de emisarios especiales: los dioses
del maíz o del viento, Hun Nal Ye, Ehécatl o Quetzalcóatl. Ehécatl en la tradición
mixteca, y Quetzalcóatl en la tradición tolteca y nahua, aparecen en los relatos
cosmogónicos desempeñando el papel de transmisores de los bienes esenciales y
de héroes culturales. Son seres sobrenaturales que, como lo muestran los códices
o las representaciones pictóricas y escultóricas, transitan desde el inframundo a la
tierra para comunicar a los seres humanos los misterios de la vida. Así, según la
mitología maya, mixteca, tolteca y mexica, desde el inframundo, por medio de
emisarios divinos, llegan al ámbito terrestre los bienes y conocimientos necesarios
para el desarrollo de la vida, y se define el pacto fundamental entre los dioses y la
nueva humanidad: la creación es un acto de los dioses, y la misión de los seres
humanos en la tierra es conservar los principios básicos de esa creación divina y
honrar con el sacrificio a los dioses fundadores.
Concluido este segundo acto del ordenamiento del mundo, los textos cosmogónicos
cambian de tema y de personajes. El tema que ahora se impone en los relatos de
creación es la aparición de los distintos grupos étnicos, la descripción de sus
orígenes, lenguas y tradiciones propias, y la narración de sus migraciones, bajo la
guía de líderes tutelares, quienes mantienen contacto estrecho con los dioses, y al
mismo tiempo son los conductores de la migración de su pueblo hacia la tierra
prometida. Algunos textos narran la desaparición de estos líderes dotados de
poderes sobrenaturales, quienes al morir dejan a sus descendientes sus restos en
forma de envoltorios sagrados, y son sustituidos por dirigentes de rasgos
plenamente humanos, quienes crean las dinastías, emprenden guerras y
conquistas, llegan a la tierra que les anunciaron sus ancestros e instauran ahí reinos
poderosos. En algunos relatos esta parte se convierte en una narración de las
dinastías que gobernaron a esos pueblos, como es el caso del texto maya inscrito
en los templos de Palenque, o del reverso del Códice de Viena; pero en la mayoría,
como se observa en los textos quichés, cakchiqueles y nahuas, el relato se
transforma en una narración cronológica de acontecimientos, donde al lado de la
sucesión de los gobernantes se enumeran los principales hechos del grupo étnico.
En cualquier caso, lo que subrayan estos textos es la continuidad entre los orígenes
de la creación y la historia terrestre de los grupos y reinos surgidos de esa génesis
fundamental. El vínculo entre el origen sagrado y la descendencia terrestre es el
tema que destacan los relatos de creación.
(14) Florescano, El mito de Quetzalcóatl. México, Fondo de Cultura Económica,
1993.
En contraposición a los relatos dinásticos que grabó Chan Bahlum en Palenque, o
al mito fundador del Códice de Viena, donde la historia del reino está cifrada en la
historia de las dinastías, en los anales históricos que los quichés, cakchiqueles y
nahuas agregaron a sus textos cosmogónicos la narración está concentrada en las
migraciones, conquistas y avatares protagonizados por el grupo étnico. Lo que ahí
se narra no es una historia dinástica, sino la memoria histórica del grupo o la nación
étnica, junto a la historia de sus gobernantes. El relato de las hazañas del soberano,
que antes resumía la historia del reino y de su pueblo, se ha convertido, por el
surgimiento de nuevas realidades sociales y políticas, en relato de los orígenes,
identidades y hazañas de la nación étnica.
El mensaje transmitido por ese registro de los hechos históricos resultó ser muy
efectivo. El mito, el ritual, la ideología religiosa, la pintura y los discursos
pictográficos y orales explicaban el mundo, mostraban cómo había sido creado y
destacaban la participación de los dioses en su creación y en el esfuerzo de
mantenerlo estable. Y a partir de esa “explicación” se definían las cargas y
compromisos humanos, que debían cumplirse como obligaciones ineludibles. Con
una coherencia que envidiarían los mensajes publicitarios actuales, el discurso
histórico transmitió con insistencia unas cuantas imágenes por todos los medios
disponibles, a todos los miembros del conglomerado social, desde el nacimiento
hasta la muerte. La clase dirigente no sólo utilizó el pasado como un instrumento
para sancionar el poder establecido, también hizo de la memoria histórica un
poderoso proyector de conductas y prácticas sociales que la tradición oral y el ritual
se encargaban de difundir, con el auxilio de la danza, la música, la pintura, la
escultura y la escenificación ceremonial.

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