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RAZONES Y SINRAZONES DE LA

PARTICIPACIÓN LIBERTARIA EN EL
GOBIERNO DE LA REPÚBLICA
Josep Peirats
He escrito mucho sobre la revolución española del 19 de julio, siempre en
tercera persona. Permítaseme que lo haga ahora en primera. Estoy en el confín
de una barriada obrera barcelonesa donde hemos pasado la noche arma al
brazo. ¿Arma al brazo? Unas pistolas del 9 corto y algún que otro winchester
oxidado recuperado a los escamots que el 6 de octubre de 1934 habían hecho
ademán de levantarse contra el gobierno del «bienio negro». Ahora, se han
levantado los militares. Los del cuartel de Infantería del Bruch han descendido
hacia el centro de Barcelona por Pedralbes-Diagonal. Nosotros les
esperábamos en Collblanc-Sants. Los de Caballería, de la calle de Tarragona, y
los de Zapadores, de la Bordeta, han ocupado la plaza de España y, desde allí,
han tirado con mortero sobre un grupo de curiosos. He visto en el cruce de
Riego pedazos de carne pegada en las fachadas y colgajos de intestinos en los
cables eléctricos.
En el barrio empieza a construirse una barricada. Un guardia de Asalto con la
guerrera desabrochada se ofrece. Se le manda a «escardar cebollinos». Circula
el rumor de la muerte de Ascaso frente a Atarazanas. La última vez que hablé
con él fue en una calleja de Zaragoza, una noche de ponencias, en pleno
Congreso de la CNT. Le vi amargado. Habían sido duros con él por haber
desconvocado, el 6 de octubre de marras, una huelga general que la
Organización no había convocado. No fue sólo Ascaso sino el Comité Regional
del que era secretario. Hoy ha querido resarcirse y ha recibido un balazo en la
frente.
El general Goded ha capitulado. Una compañía de Asalto parlamenta la
entrega del cuartel del Bruch. Nosotros, más parcos en protocolo, les hemos
ganado la mano. Se convertirá en Cuartel Bakunin con nuestra bandera
instalada en todo lo alto. Aquella noche velamos las armas, ahora verdaderos
fusiles y ametralladoras. Convertimos en arsenal una ladrillería. La manía de
esconder las armas. En la periferia no sabemos ni qué hora es. ¿Revolución, o
un motín como tantos?
En una reunión de gente armada hasta los dientes, alguien cita a Kropotkin:
«Si a la mañana siguiente de una revolución, el pueblo pasa hambre, la
revolución fracasa». Organizamos el suministro. Intercambiamos con los
campesinos de los alrededores. Abastecemos al pueblo y a los hospitales de
sangre. Montamos un gran almacén colectivo, cuando aparece Facundo Roca
enviado por el Comité Regional, con la consigna de organizar los Comités de
Abastos. Le respondemos que ha llegado tarde. He estado toda una noche
haciendo pan en una tahona cuyo patrón me había despedido injustamente. Al
verme entrar, palidece. Le tranquilizo. Luego me entero que ha ingresado en la
FAI.
Somos muchos, pero aún falta gente. Tras mi primer trago de sueño, Felipe
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Aláiz me reclama. Está haciendo Tierra y Libertad en los talleres de nuestro
enemigo mortal La Vanguardia. No es la primera vez que Tierra y Libertades
diario. Ayudo en varios números, junto con Alfredo Martínez, que morirá un
año más tarde. Ya hemos enterrado a Ramón Monterde. Viene, y me requisa,
José Xena:
—Tienes que venir al Comité Revolucionario de Hospitalet.
—¿En representación de quién?
—En representación de la FAl.
—No pertenezco a la FAI desde…
—Has pertenecido y esto basta.
Y, quieras que no, la revolución es la que manda. Por el camino me informa:
—La pelota está en el tejado. Los fascistas dominan media España. Aquí
mismo, la guardia civil todavía no se ha definido.
Asisto a las primeras reuniones del Comité Revolucionario y me muero de
asco. Con ser mayoría aplastante, somos minoría. Hay dos partidos
comunistas, uno abierto y otro disimulado, como siempre. Éste acaba de
constituirse apresuradamente y se llama PSUC. Está el Partido Socialista
clásico, milagrosamente resucitado; más la UGT, la Esquerra, Estat Català, los
varios partidos republicanos y el POUM. Como a este último todos los
comunistas le atacan, según consigna de Moscú, formamos alianza táctica con
él. A pesar de todo somos minoría y hay que acariciar la pistola cuando se
engallan.
En un momento de calma voy a Solidaridad Obrera. La redacción se ha
trasladado. No está más que el administrador, Tomás Herreros. Con los ojos
brillantes de júbilo me muestra la caja de caudales. Está repleta de billetes. El
periódico, que en mi época de redactor no iba más allá de los 25.000
ejemplares, tira ahora cuanto quiere. Recuerdo las estrecheces que nos hacía
pasar Herreros. Visito al director en el nuevo local de la Plaza de Cataluña.
Liberto Callejas me cierra el paso:
—iAquí no entra nadie que porte armas!
Y como nadie deja de portarlas ni a sol ni a sombra, doy media vuelta. Callejas
es un anarquista romántico; el tipo más extraordinario que he conocido.
El Comité Regional se ha instalado en la sede de la patronal catalana. La FAl
ocupa la contigua «Casa de Cambó». El conjunto será Casa CNT-FAI. En un
rellano, tropiezo con el viejo león Eusebio C. Carbó. Le interrogo con la
mirada; comprende y contesta parcamente:
—Un sombrero demasiado ancho para nuestra pequeña cabeza.
En el Comité Revolucionario sigo aburriéndome. Felizmente consigo que me
destinen a levantar el inventario de un nido reaccionario. Estoy harto de
interceder en la salvación, de entre las uñas «revolucionarias» de curas y
monjas disfrazados de civiles. Siento asco por la plebe y la maltrato si se ceba
con el enemigo vencido, afanándose en alardear de méritos que nunca tuvo.
Llega de Lérida, Lorenzo Páramo. Quiere llevarme a viva fuerza a Acracia , que
ahora es diario. Me resisto. Mejor me hago rogar y dice imperativo:
—Como antiguo colaborador estás obligado.
Lérida es la cenicienta de la Organización. Nos tenéis tirados como una colilla.
Necesitamos refuerzos de valía y no los pistoleros que allí han llegado. No
piensan más que en hacer «fiambres» y nos desprestigian. Por si no teníamos
bastante con el POUM que nos odia cordialmente, ahora acaba de aterrizar el

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PSUC, dirigido por tipos que no conoce ni su madre. El POUM, con su
diario Adelante, y los otros, con UHP.
—¿Y tú qué? —interrumpo.
—Yo soy ahora el alcalde de Lérida.
Casi me desmayo. ¿Alcalde, un anarquista? Ya me iré acostumbrando. Más
para librarme del Comité Revolucionario, me rindo. Afronto las iras de José
Xena, quien me dice de todo. Hasta desertor frente al enemigo. Yo no tengo su
aguante, su flema, su tenacidad con aquella pandilla de cínicos. Pero he puesto
mis condiciones a Páramo.
—Te perdono que seas alcalde e ingresaré en Acracia a condición de declarar a
Lérida municipio libre.
Acepta y acepto. Y, sobre la marcha, tras presentarme en la Paería, entramos
en campaña. Disponemos del diario y de Radio Lérida. No tardamos en
organizar un gran mitin-asamblea en el Teatro de los Campos Elíseos, donde
la asamblea abierta, unánimemente, pone la primera piedra: la
municipalización de la vivienda. Pero no tardan en marchar sobre Lérida los
mandamases de Barcelona, llevando de cabestros a mandamases de la CNT-
FAl: Jaime R. Magriñá y Aurelio Fernández, éste jefe del Departamento de
Seguridad Interior. Intimidan al alcalde, pero la campaña sigue adelante.
¿Qué ha ocurrido en Barcelona? Dejemos que García Oliver (GO) nos los
cuente. Según él, el 23 de julio, tras la derrota de la guarnición militar, la CNT
había celebrado un Pleno de Locales y Comarcales en el que GO propuso la
implantación del comunismo libertario. El Pleno estimó desquiciada la
propuesta. A pesar de la enorme fuerza confederal y anarquista, ello no era
suficiente sin apelar a la dictadura y ésta es contraria a nuestras ideas. 44 años
después, en su El eco de los pasos, GO arremete furiosamente contra el Pleno
que le dejó solo sin más respaldo que el Bajo Llobregat. ¿Fue sincero GO al
proponer el «ir a por el todo». Antes de la guerra, ya había propuesto
públicamente «la toma del poder» por la CNT-FAI. Pero también es cierto que
al cesar en Barcelona la lucha callejera acudió con otros compañeros, entre
ellos Durruti, al llamamiento del presidente Companys. Cierto también que
aceptó la sugerencia de éste de constituir un organismo de gobierno con las
demás fuerzas políticas, que entró en funciones inmediatamente, haciéndose
cargo GO del departamento de Defensa. El Pleno Regional aludido, no importa
lo que en él manifestara GO, no hizo más que sancionar un hecho consumado:
el Comité Central de Milicias Antifascistas. El hecho de que este organismo se
formase, dejando plantado al propio gobierno de la Generalidad, implica un
arreglo forzado con Companys, el mismo día de la famosa entrevista, y el
protagonismo en el arreglo del propio GO. Por lo tanto, no se comprende la
doble actitud de éste, en la Generalidad primero y en el Pleno después, salvo
que quisiera salvar la faz ante la historia. Partidario de «la toma del poder» en
la tribuna del sindicato de la Madera, ponente del comunismo libertario en el
congreso de Zaragoza y participante, con permiso de Companys, en el Comité
de Milicias de Cataluña con los demás partidos y organizaciones, son cosas
que no se ajustan. Menos se comprenden estas manifestaciones de GO tras las
que hizo en el Pleno regional. A saber: «La CNT y la FAl se decidieron por la
colaboración y la democracia, renunciando al totalitarismo revolucionario que
había de concluir al estrangulamiento de la revolución y a la dictadura
confederal y anarquista» .

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Pero en su libro, El eco de los pasos, GO se permite otra versión: «Entre la
revolución social y el Comité de Milicias optaba la organización por el Comité
de Milicias. Habría que dejar que fuera el tiempo el que decidiera sobre quién
tenía razón, si ellos, la mayoría del Pleno, con Santillán,Marianet y Federica y
su grupo de anarquistas antisindicalistas, como Eusebio Carbó, Felipe Aláiz,
García Birlán, Fidel Miró, José Peirats, o la Comarcal del Bajo L1obregat, que
conmigo sostenía la necesidad de ir adelante con la revolución social, en una
coyuntura que nunca se había presentado antes tan prometedora» (Op, cit.
pág, 188).
GO, enamorado de la toma del poder, fue sin duda el primero en estar
convencido, en el Pleno en cuestión, de la imposibilidad de tal empresa. El
suyo pudo ser, pues, un gesto espectacular. Por mi parte, me interesa aclarar
que no participé en el Pleno antedicho; ni siquiera me enteré de su
celebración.
A principios de septiembre, Largo Caballero se hace cargo del gobierno
central. Inmediatamente invita a la CNT a formar parte del gabinete. Esta, que
empieza a sentirse erosionada en sus principios filosóficos con el paso por
organismos de gobierno que ocultan su nombre, propone un gobierno que no
se llame gobierno, con ministros que no se llamen ministros. Pretende
cambiar el gobierno histórico por un Consejo Nacional de Defensa. Caballero
comprende lo quebradizo de ese pujo de pudor y espera tranquilo. 66 años de
afirmación antigubernamental no se borran de un plumazo. Se impone un
plazo de reflexión. Se recurre a un pintoresco refrendo sin votos ni urnas, muy
problemático en cuanto a la auscultación de la voluntad militante. Pero el 27
de septiembre, Cataluña precipita los acontecimientos. Allí, la CNT se
incorpora al gobierno de la Generalidad de una manera cómica. «No se ha
constituido un gobierno, sino un nuevo organismo propio de las
circunstancias que se atraviesan y que se denomina Consejo de la
Generalidad».
Companys y Largo Caballero saben esperar convencidos de que, dada la
dualidad de poderes existente, las aguas irán a parar a sus molinos. En efecto,
el «Consejo» o gobierno de la Generalidad no tardará en despojarse de su
disfraz. Largo Caballero tendrá que esperar un poco más, pero está también
convencido de que el pez gordo acabará por entrar en el garlito. En el primer
caso, será el propio García Oliver en arrojar públicamente la toalla: «Hemos
disuelto el Comité de Milicias, porque la Generalidad ya nos representa a
todos».
El ejemplo se propagará como reguero de pólvora. A mediados de octubre se
constituirá en Fraga, primero por solo hombres de la CNT, después mezclados
con comunistas más o menos disfrazados, el Consejo Regional de Aragón. En
las grandes y pequeñas ciudades funcionan los clásicos Ayuntamientos de
colaboración. Y, vencidos los últimos remilgos, la CNT (ysotto voce la FAl) se
incorporan al gobierno central. Lo anuncia una nota oficial la noche del 4 de
noviembre mediante la constitución de un nuevo ministerio. Cuatro son los
ministros: CNT, Peiró y López, FAI: Federica y García Oliver. Como he escrito
en otro lugar, los ministerios concedidos fueron sólo dos. Industria (Peiró) y
Comercio (López) habrían sido siempre un solo ministerio, y Sanidad
(Federica) una Dirección General.
¿Qué podían hacer cuatro ministros anarquistas frente a seis socialistas, seis

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republicanos y dos comunistas? Desde Acracia, a partir del mes de agosto,
habíamos ido tomando el pulso alterado de los acontecimientos con la vista
fija en la revolución y la guerra. Para nosotros la revolución era la
transformación económica que se iba produciendo en Cataluña y Aragón, algo
en Levante y menos por todas partes. A este fenómeno le dedicábamos la
máxima atención. Los domingos, los dedicábamos a recorrer las colectividades
y visitábamos, también, los frentes, aventurándonos en las avanzadillas.
Nuestra máxima preocupación era el maremágnum político en sus dos
vertientes principales: Barcelona y Madrid, advirtiendo tristemente que en
aquélla se jugaba el porvenir de la revolución. En éste, el de la guerra.
El «espía» que teníamos en teléfonos de Lérida solía «pincharnos» las
conferencias de los partidos adversarios. El mismo me advirtió un mediodía
que Durruti, desde su Cuartel general de Bujaraloz, estaba hablando por radio.
Ya había empezado cuando empecé a tomar su discurso. Lo publicamos el día
siguiente. Tratábase de una incitación a la lucha en el frente y retaguardia.
Pero al contrastar mi versión con la de Solidaridad Obrera, no salí de mi
asombro. La Soli publicaba a toda plana, entrecomillada, ésta frase atribuida a
Durruti: «RENUNCIAMOS A TODO MENOS A LA VICTORIA». Repasé mis
notas sin ver nada que se le pareciera. Si hubiera dicho esto al tomar el
discurso no se me hubiera escapado. Yo era bastante hábil para tomarlos.
Además conocía su estilo. El año anterior, al salir Durruti de la cárcel de
Valencia, tuvo que ventilar un pleito con el sindicato del Transporte. Se le
acusaba de haber reclamado el cese de la huelga de tranvías para que le
dejasen en libertad los carceleros de la República. Negó la exactitud de estas
manifestaciones y fue convocado a una reunión con el Comité de huelga.
—De acuerdo —dijo—, a condición de que se tome acta de la reunión por
persona competente que yo elija. Por ejemplo, éste.
Y me señaló a mí. Estábamos en la redacción de Solidaridad Obrera. El debate
tuvo lugar en el Montepío de Panaderos, calle de San Jerónimo.
Estaba seguro de que Durruti no pronunció nunca aquel «Renunciamos a
todo». Y también seguro de que se lo habían colgado por conveniencias
políticas. Si a algo no podía renunciar Durruti, era a la revolución. No pasó
mucho tiempo sin que me diera razón cuando dijo al final de unas
manifestaciones: «Nosotros hacemos la guerra y la revolución al mismo
tiempo».
Indudablemente se estaba preparando algo gordo en Barcelona. En una
escapada que hice a la meca de la revolución, me extrañó encontrar a Liberto
Callejas en las Ramblas. A mi asombro contestó parca pero tristemente:
—¿Pero es verdad que no te has enterado?
La CNT acaba de ingresar en el gobierno de la Generalidad. En cuanto a mí,
acabo de renunciar irrevocablemente a mi cargo de director de Soli.
EnAcracia pronto tuvimos motivos suplementarios para disparar a cero contra
el anarquismo gubernativo. Tirábamos contra el comunismo estalinista y
recibíamos sus tiros. Polemizábamos con el POUM y no dejaríamos sin
varapalo los resbalones monumentales, cada vez más groseros, de nuestros
consejeros y ministros, cada vez más enzarzados en su aprendizaje de
políticos. Recibían también su ración los que en tribunas y periódicos
destapaban sus ocultas mañas. El nuevo director de Solidaridad
Obreraimpartía en sus editoriales un catecismo acelerado de leninismo. He

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aquí parte de su saludo al ingreso de los cuatro ministros en el gobierno
central:
«La entrada de la CNT en el gobierno central es uno de los hechos más
trascendentales que registra la historia política de nuestro país. De siempre,
por principio y convicción, la CNT ha sido antiestatal y enemiga de toda forma
de gobierno. Pero las circunstancias, superiores casi siempre a la voluntad
humana, aunque determinadas por ella, han desfigurado la naturaleza del
gobierno y del Estado español. El gobierno, en la hora actual, como
instrumento regulador de los órganos del Estado, ha dejado de ser una fuerza
de opresión contra la clase trabajadora, así como el Estado no representa ya el
organismo que separa a la sociedad en clases. Y ambos dejarán aún más de
oprimir al pueblo con la intervención en ellos de la CNT. Las funciones del
Estado quedarán reducidas, de acuerdo con las organizaciones obreras, a
regularizar la marcha de la vida económica y social del país. Y el gobierno no
tendrá otra preocupación que la de dirigir bien la guerra y coordinar la obra
revolucionaria en un plan general. Nuestros camaradas llevarán al gobierno la
voluntad colectiva y mayoritaria de las masas obreras reunidas previamente
en grandes asambleas generales…»
¿Qué necesidad tenían en Cataluña la CNT y la FAI de atarse (el 11 de agosto
de 1936) en pacto con el PSUC y su apéndice, la sui géneris UGT catalana,
sabiendo al primero afiliado a la Internacional Comunista y a la segunda
guarida de grandes, medianos y pequeños burgueses revanchistas, feroces
enemigos de la revolución? Esta pacto antinatura, bendecido por el Cónsul
General de la URSS en el multitudinario mitin de la Plaza de Toros
Monumental, no tardaría en ser traicionado, dando cenetistas y faístas la
impresión de estar trenzando la cuerda que les ahorcaría en un mes de mayo
premonitor. Nuestros ministros empezaron también a dar bandazos. Juan
Peiró, en un mitin en Valencia, se dolía de actos de indisciplina y de
interferencias de los comités. El público se soliviantó al oírle afirmar «O sobra
el gobierno o sobran los comités». Ante el tumulto, el orador trató de matizar,
pero con azúcar resultó peor:«Los comités no sobran, lo que hace falta es que
sean auxiliares del gobierno». Es decir, algo así como instrumentos.
Recuerdo que se me fue la mano en Acracia al comentar este incidente.
Verdaderamente fui grosero al titular «iBotellero, a tus botellas!». Y aquí,
como enmienda honorable, quiero engarzar una anécdota. En vísperas de mi
partida para el frente, y como despedida de la retaguardia, accedí a participar
en un mitin como orador. El mitin se celebraba en Mataró. Tuvimos una
avería de automóvil y llegamos al local muy tarde. Un orador local tuvo que
entretener al público en espera de que llegásemos los contratados para dar el
espectáculo. Se trataba de Peiró, entonces ex ministro. Subí al escenario con
aprensión. No le había tratado nunca pero había leído mucha de su labor
periodística. Al vernos aparecer dio un suspiro de alivio e interrumpió su
discurso de circunstancias. De pronto preguntó a los recién llegados: «¿Quién
de vosotros es Peirats?». Informado, vino hacia mí. Lo menos que esperaba
era un bofetón. Fue todo lo contrario. Abrió sus cortos brazos y me estrechó
contra su pecho. Así era Peiró. No puedo menos que rendir este pequeño
homenaje al mártir. Era un hombre bueno. Por las buenas, casi un niño. Se
dejaba llevar. Por condescendencia cometió muchos errores. Pero a las malas,
era una roca. Franco tuvo que fusilarlo antes de que cediera.

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Nuestros ministros, no sé si todos, tuvieron que saborear en el gobierno el
acíbar de la impotencia. No quiero dudar de su buena fe; sí de su imprevisión y
digestión deficiente de las ideas para los momentos de prueba. Y de que
trataran de amainar sus humores con banderillas de fuego a quienes menos las
merecían. Por ejemplo, ésta de la ministro de Sanidad a quienes en resumidas
cuentas salvaron el honor de la revolución:«Últimamente he estado varios
días en Cataluña y me he dado cuenta de algo muy importante. He de ser,
quizás, un poco dura en mis comentarios. Los que no sienten lo que
directamente es la guerra, viven en juerga revolucionaria. Tienen las
industrias y los talleres en sus manos, han hecho desaparecer a los burgueses,
viven tranquilos, y en cada fábrica, en vez de un burgués hay siete».
Es incuestionable que hubo indisciplina y hasta brotes de burocratización
precoces en un proceso de socialización revolucionaria sin modelo vivo en que
inspirarse. ¿Pero ocurría de otro modo en la casa no barrida de los
ministerios? ¿Qué hicieron nuestros elementos estelares para dar el ejemplo a
nivel de pueblo? Las colectividades fueron obra espontánea de los militantes
menos preparados. La crema militante había sido sorbida por los frentes de
guerra o por los órganos de dirección política; órganos de dirección que no
supieron o pudieron transformar según la pauta revolucionaria. Fracasado el
Comité de Milicias, tardía la alternativa del Consejo Nacional de Defensa, nos
limitamos a copiar lo que había.
¿Cómo rasgarse las vestiduras ante el caos creador? Los especialistas que
tienen ojos en la cara han tenido que admitir que la revolución española fue un
modelo de disciplina al pasar de la lucha de barricadas a la puesta en marcha
de la máquina económica. Por el contrario, fue norma durante todo el curso de
la guerra el zancadilleo político, la pugna entre partidos, y dentro de los
partidos, las maniobras incluso al servicio de potencias extranjeras por
excelentísimos señores ministros.
La misma organización confederal no evitó contagiarse de influencias
centralistas. Su piedra clave, el federalismo, fue sacrificado, no siempre por
exigencias de la guerra. El gobierno de la Generalidad fue un campo de
Agramante, y el central un foco de intrigas. Las crisis de la Generalidad fueron
antológicas. Una de ellas se prolongó durante un mes. José Xena, que las
tramitaba, cansado de proponer a Companys nuevos consejeros confederales,
que rechazaba de plano, tuvo la curiosa idea de pensar en mí, el gato escaldado
del Comité Revolucionario. Inútilmente, por supuesto. Pero lo más trágico fue
la impronta del centralismo en el derecho de opinión. La ofensiva de los
comités superiores contra la prensa discordante fue haciéndose sistemática.
Se podían contar con los dedos de una mano los periódicos
cimarrones:Acracia, de Lérida (hasta mayo de 1937); Ideas, de
Hospitalet, Nosotros, de Valencia (hasta que se militarizó la Columna de
Hierro); Tierra y Libertad(los dos o tres meses que la dirigió Felipe Aláiz)
y RUTA (a trancas y barrancas, hasta el final). Frente a ellos un alud de
periódicos, diarios y revistas bailando al son de la música de los comités
superiores.
No cesaba la presión sobre la prensa libertaria desobediente, sometida, por
otra parte a la previa censura gubernamental. Para acallar a esta prensa
insumisa, el Comité Nacional de la CNT convocó una Conferencia nacional de
todos los órganos de expresión que presidió el propio Secretario nacional

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Mariano R. Vázquez, en Barcelona. Concurrieron entre muchos: José García
Pradas, por CNT; Eduardo de Guzmán, por Castilla Libre; creo que Floreal
Ocaña, por Ideas, Baladá, por Ciudad y Campo; un portugués muy abierto
por Nosotros; Ramón Magro y yo, por Acracia, y el argentino Maguid,
por Tierra y Libertad. Frente a los buenos, los malos declinamos suscribir el
dictamen de la mayoría y nuestro voto particular fue derrotado. Tratábamos
de reivindicar la libertad de expresión contra la línea única y la orientación
oficial. Como represalia fuimos expulsados de Acracia todos los redactores,
por el Comité Nacional.
Sin que pueda precisar la fecha, pero inmediatamente después de la toma de
posición de nuestros ministros, la Oficina de Propaganda CNT-FAI de
Barcelona convocó a una reunión de militantes de toda la región catalana. Con
la debida antelación se había confeccionado un temario bastante amplio sobre
los problemas que acuciaban al movimiento libertario, tanto en el frente como
en la retaguardia. Dicha reunión tuvo lugar en el salón rojo. En representación
de Lérida viajamos Lorenzo Páramo, Ramón Magro y yo. Jacinto Toryho,
sustituto de Liberto Callejas en la dirección de Solidaridad Obrera, había
organizado el acto y al demorarse mucho en abrirlo, de detrás de unos
cortinajes del estrado, apareció la ministro Federica Montseny. Esta, sin más
ceremonia, pronunció un largo discurso sobre la nueva teología del
«circunstancialismo». Era de rigor que tras la peroración abordáramos el
orden del día preceptivo. No hubo nada de lo dicho. Como si fuéramos coro de
monaguillos, Toryho se dispuso a cerrar el acto. Indignado ante el silencio
general pedí la palabra, y sin esperar a que se me concediera, tras protestar
por la maniobra, rebatí cuanto pude del discurso magistral. Yo no sabía
entonces que Federica, aunque siempre ha parecido muy mayor, sólo me
llevaba unos cuatro años de edad. Digo esto porque por toda respuesta a mi
arremetida dijo que se hacía cargo de mi fuga juvenil y me deseó
maternalmente, aprender con la experiencia. Dos o tres asistentes, no más,
hicieron uso brevemente de la palabra.
Después del mayo sangriento, fatal culminación de una serie alocada de
concesiones para la reconstrucción de arriba abajo del aparato del Estado,
nuestros representantes en uno y otro gobierno, no siendo ya necesarios,
fueron despedidos como criadas no respondonas. No les quedó otro recurso
que el pataleo. Cuatro discursos se pronunciaron en Valencia por los ministros
desahuciados, todos de carácter lacrimoso:
Federica Montseny: «Yo, anarquista, que rechazaba el Estado, le concedía un
margen de crédito y de confianza para hacer una revolución desde arriba.
Revolución moral, revolución social, revolución de conductas y de costumbres.
y . aquellos que debían estamos reconocidos porque dejábamos la calle y la
violencia y porque cogíamos la responsabilidad en el gobierno
encuadrándonos dentro de la legalidad que otros hicieron, no han cesado
hasta conseguir que nosotros, los revolucionarios de la calle, volviéramos a la
calle».
Juan López: «Pero aquí viene la explicación de nuestra gestión frente a un
departamento, y es ésta: no se ha efectuado nada constructivo en el aspecto
económico; no por razones de orden técnico ni de confianza en las personas,
sino por razones de índole política. Cuando se reúnen siete personas para
discutir y ponerse de acuerdo acerca de un problema, y entre éstas cinco

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personas piensan de una manera y dos piensan de otra, el resultado de esa
reunión no puede ser fructífero si no existe la voluntad de respetar a la
minoría, si no existe la decisión de armonizar el criterio de los menos con el de
los más».
Juan Peiró: «Podría deciros que a cada iniciativa presentada por el ministro de
industria hemos tropezado con un sabotaje cordial, muy amistoso. La CNT ha
aceptado una responsabilidad de gobierno y la ha aceptado con entera
sinceridad renunciando a casi todos sus postulados, ateniéndose a la realidad
de esta hora histórica que vive España. Tanto es así que yo puedo decir que, de
tan sinceros que hemos sido, nos hemos comportado como unos perfectos
ingenuos, y de esta ingenuidad han querido sacar partido aquellos que quizás
estuvieran interesados en no sacar tanto partido».
Sería injusto, incluso irresponsable, no tener en cuenta el peso que las
circunstancias tuvieron en la actitud de los anarquistas al enfrentarse con la
fase política de la revolución. Todo o casi todo se jugó a partir de los primeros
compases. Dos factores fueron clave: la guerra civil y la obligada colaboración.
Pero, menos los libertarios, todos los sectores políticos, curtidos en estos
menesteres, supieron desenvolverse, con raras excepciones, indecentemente.
La guerra civil condicionó todas las actitudes, tanto positivas como negativas.
Además, una guerra civil no es una guerra cualquiera. Se suele decir con razón
que la guerra civil es la más incivil de las guerras. Nuestros adversarios la
habían planteado en términos de exterminio y, en gran parte, cumplieron su
propósito. Si no queríamos ser masacrados hasta el último de nuestros
ancianos y nietos, sin respeto para nuestras mujeres, teníamos que
defendemos con uñas y dientes. Ningún sector por sí solo, sin ayuda de los
demás, podía asumir esta tarea. Se impuso, pues, la colaboración. ¿Por qué
fracasó ésta? Se acusa a la colectivización. Es decir, a la revolución. Pero la
colectivización no podía dañar los objetivos de la guerra. En todos los países
capitalistas existen colectividades en forma de cooperativas y hasta
federaciones de cooperativas. Las había en España antes del 19 de julio. Y si se
trata de expropiaciones, la reforma agraria las contemplaba. El Estado español
ha recurrido varias veces a la expropiación bajo el eufemismo de utilidad
nacional. La Iglesia y las órdenes religiosas fueron expropiadas cuando las
guerras carlistas con el apelativo de la desamortización. Todos los partidos de
izquierda propiciaban la expropiación de los latifundios e incluso de las tierras
municipales irredentas. Tanto la Generalidad como el Estado central se
apoderaron de los Bancos y Cajas de Ahorro al principio de la guerra civil, y
dispusieron de sus fondos sin contar con los accionistas y cuentacorrentistas.
El oro del Banco de España lo embarcó el gobierno para la URSS. Las
colectividades industriales pusieron en marcha la producción contribuyendo
al orden económico. Yen el campo, las incautaciones de las propiedades
facciosas no fueron vendidas como hiciera Mendizábal en el siglo pasado, a los
ricos mejores postores.
Se impuso la colaboración para defendernos del fascismo y para ganar la
guerra. Pero sólo los anarquistas, el POUM y el sector caballerista, se
excedieron en jugar limpio. Los demás iban a lo suyo, a remolque del Partido
Comunista, único beneficiario de la «ayuda» soviética y provocador de los
hechos de mayo bajo inspiración del Cónsul General Ovssenko.
Kropotkin ha dedicado un libro al instinto de apoyo mutuo entre los animales

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de la misma especie. Pero está visto que este instinto no está desarrollado
todavía en la especie hombre-político. Los políticos profesionales y la mayoría
de sus colegas de la clase media no pudieron digerir nunca que el movimiento
obrero organizado hubiera decidido en Barcelona la batalla contra el fascismo.
Este complejo de frustración y la duplicidad de poderes a que fueron
castigados en los primeros meses de la contienda, alimentaron en ellos el poso
torvo del desquite a todo evento, incluso el de situar los intereses de la guerra
por debajo de sus mezquinas ambiciones. Recuperar el poder, todo el poder,
para sí y sus compinches, fue una obsesión enfermiza. Su bélica demagogia,
«todas las armas al frente», «primero ganar la guerra», se traducía fácilmente
por el regreso a las plácidas digestiones que había turbado la revolución.
Por desgracia, no faltaban pretextos para enviar todas las armas al frente,
excepto las suyas, las de los cuerpos pretorianos constituidos a toda prisa, por
ejemplo, para tomar la importante Central Telefónica. Para desgracia,
también, los comités superiores de la CNT-FAl, ingenuamente o no,
mordieron en todos los cebos y, de concesión en concesión, llegaron al
extremo de desfigurar un movimiento, el único en Europa y América que
mantenía una personalidad histórica.
¿Cabía otra alternativa que la asumida oficialmente por la CNT-FAI? Es difícil
contestar esta pregunta; y cómodo; además, dada la perspectiva de tantos
años. Sin embargo, podemos argü̈ir que, evidentemente, no valía la pena
sacrificar tanto, enfrentarse con los propios compañeros, para tener que vivir
de prestado y ser a la postre defenestrados. Existe la forma de asumir una
dificultad entregándose sin resistencia; y hay la de resistencia en aquello que
nunca hay que hacer. El dilema de lo que se puede hacer y lo que nunca hay
que hacer se le plantearía a Juan Peiró al ser extraditado a la cárcel de
Valencia. Podía salvar su vida aceptando la sugerencia de dar su espaldarazo a
los sindicatos fascistas. Sin embargo, contrariamente a la opción que le llevó a
ser ministro, optó por lo que no podía hacer.
El alegado circunstancialismo de la CNT-FAl no era fatalista. Fatales son las
leyes naturales, pero todavía discuten los sabios sobre el voluntarismo o no de
la persona humana. Lo incuestionable es que el revolucionario no puede ser
fatalista. El fatalista deja salir a las tropas fascistas de sus cuarteles,
convencido que nada puede hacer contra ellas. Todo lo contrario del caso de la
CNT-FAI, el 19 de julio. ¿Por qué luego el fatalismo de las circunstancias? Por
otra parte, nunca dieron la impresión algunos teólogos del circunstancialismo
de estar asumiendo sus cargos oficiales circunstancialmente.
El movimiento libertario se había caracterizado por un comportamiento
propio a lo largo de sus 66 años de existencia. Abandonarlo bruscamente por
otro comportamiento, no sólo distinto sino diametralmente opuesto, tenía que
producir un trauma tremendo no sólo en sus filas sino en sus figuras
sobresalientes. Se entabló una carrera de obstáculos de adaptación
abandonista de lo propio por lo ajeno, sin otro resultado que dejar de ser lo
que firme y sólidamente se había sido para convertirse en algo infuso y
vacilante, además de personal y colectivamente vulnerable. De ahí que a todo
lo largo y ancho del conflicto fuéramos a remolque, no de circunstancias
imponderables, sino de maniobras concretas de pícaros encallecidos. Sólo a
nivel de los centros de producción y de los sindicatos, marcamos pautas
originales para la historia revolucionaria futura. De esta línea no debió jamás

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apartarse el movimiento libertario, durante y después de la guerra. Era
nuestro legado a las futuras generaciones. La vuelta a la oposición prometida
después de la crisis política de mayo del 37 no tuvo mañana. Fue una torpe
maniobra demagógica, y hasta el desastre militar de Cataluña, el Comité
Nacional de la CNT, depositario por voluntad de un Pleno nacional de todo el
movimiento, del liderazgo absoluto, se limitó al vergonzoso papel de
pedigüeño de una migaja de ministerio. Y la Anarquía llorando en un rincón.

Publicado en Polémica, n.º 22-25, verano 1986. Especial 50 aniversario de la


Revolución española.

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