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Del poder a la autoridad:

Repensar la obra de Pierre Clastres

Edgar Straehle

edgarstraehle@gmail.com

La autoridad sigue siendo un problema, un problema teórico de primer orden,


pero lo es en primer lugar porque no se la suele ver ni reconocer como un problema.
Más bien suele presentarse como un concepto en sí diáfano y sencillo, incluso obvio,
que no requiere un mayor trabajo de profundización. Por eso, hablar de la autoridad ha
sido por lo general lo mismo que hablar directa y abiertamente en contra de la autoridad,
no de pensar con o desde ella sino contra ella, sin plantear otra posibilidad que no
pasara por su abolición o erradicación. Ahora bien, en tales casos también se ha
acostumbrado a abordar la autoridad de una manera acrítica, demasiado apresurada y
sesgada, como si fuera un fenómeno necesaria y absolutamente negativo y, en el fondo,
no fuera más que de los peores rostros del poder. Mi pregunta, pues, es: ¿podemos
repensar la autoridad de otra manera? No obstante, debo avisar que el objetivo de esta
ponencia no es elogiarla o defenderla sino intentar explorarla de una manera alternativa
y ver si eso puede ayudarnos a comprender algunos aspectos de la política. Soy
consciente de que muchas cosas de las que comentaré, si bien no las podré desarrollar,
siguen estando llenas de ambivalencias y ambigüedades.

La primera dificultad con la que uno se encuentra es que se tiende a confundir la


autoridad con el autoritarismo y que se la define en términos de poder. Ciertamente, si
bien en el pasado se las entendía como dos palabras distintas, es difícil no entender la
autoridad desde la perspectiva del poder, pero al mismo tiempo eso no significa que
sendos conceptos sean lo mismo ni puedan ser reducidas el uno al otro. Por esa razón,
mi investigación también se ha dirigido a esos rostros del poder que han intentado ir
más allá de su comprensión como dominación, como coerción, como fuerza física e
incluso como violencia, como es el caso del soft power o del poder simbólico. El campo
de la antropología me ha sido muy útil, gracias a obras como las de Pierre Clastres,
Georges Balandier, Marc Abelès, Max Gluckman, Edmund Leach, Eric Wolf, Peter
Skalnik o Clifford Geertz, quien por ejemplo en su obra Negara llegó a plantear la
existencia de un poder estético. El propósito que se escondía en su obra, como también
en mi investigación, no es denegar la dimensión material y/o física del poder, sino tratar
de no reducirlo todo a ésta e intentar desarrollar las implicaciones que se desprenden de
esta perspectiva.

No creo que sea necesario introducir la obra de Pierre Clastres hoy en día y en
este contexto. Ahora mismo, más allá de la exactitud o no de sus observaciones
etnográficas más que discutibles, uno de los aspectos que más me interesa de Clastres es
que al mismo tiempo que afirma que no hay sociedades sin poder y que el poder es
inherente a la vida social, él mismo, como por ejemplo en su texto Copérnico y los
salvajes, se plantea la existencia de un poder que esté exento de coerción y violencia.
De hecho, desliza, que la identificación del poder con estos fenómenos se basa en una
esquema tradicional en el que, no por casualidad, el Estado ocupa un rol central y que él
se esfuerza en cuestionar. Frente a ello, el antropólogo francés reivindica una lectura no
estatocéntrica de la política y que

“el poder político como coerción (o como relación de orden-obediencia) no es el


modelo de poder verdadero, sino simplemente un caso particular, una realización
concreta del poder político en ciertas culturas, como la occidental por ejemplo (que
naturalmente no es la única). No existe pues ninguna razón científica para privilegiar
esta modalidad del poder, para constituirla en el punto de referencia y en el principio de
explicación de otras modalidades diferentes”.

Por ello, lo que Clastres se plantea a continuación consiste en cómo podemos


describir ese fenómeno que ocupa su lugar, que retrata como una ausencia (la ausencia
de un poder físico). Lo que se propone descubrir es saber cómo funciona eso que
describe como un liderazgo sin autoridad y como una función que funciona en el vacío.

Ahora mismo no puedo entrar a analizar en detalle su obra y me gustaría


concentrarme en un aspecto bastante conocido: su descripción del funcionamiento de la
institución de los jefes (la chefferie en francés). Lo más interesante que encontramos de
su desarrollo es que los jefes, pese a su prestigio o el dominio en régimen de monopolio
que tienen de la palabra, aparecen como unas figuras que en realidad están investidas de
un poder que se revela como contradictorio, que él mismo define como impotente y que
en todo momento depende de la reacción de aquellos a quienes tendemos a ver como
sus súbditos. Así pues, lo que esboza Clastres no es lo que podríamos llamar una
comprensión descendente sino ascendente del poder, donde el jefe aparece como la cara
visible y el portavoz de un poder que en rigor no posee y que está en manos de la
comunidad a la cual pertenece.

De ahí por ejemplo Clastres diga que la función del jefe no es más que traducir
“su dependencia con relación al grupo” o que tenga como obligación la “de manifestar
en cada instante la inocencia de su función”. Incluso señala que lo que se oculta de
hecho es “una especie de chantaje que el grupo ejerce sobre el jefe”. Como se sabe, esto
se visibilizaría en los discursos de los jefes, célebremente descritos por Clastres, donde
su privilegio de la palabra también estaría teñido de impotencia, en la medida en que su
palabra nunca puede ser de mando, y el sentido de los cuales estaría justamente en la
pronunciación de unos parlamentos que no esperan respuesta y ni siquiera atención. En
su opinión, esto sucede así porque estos discursos no son más que una celebración,
repetida frecuentemente, de las normas de vida tradicionales. La paradoja que expresa
Clastres, y aquí también sigo sus palabras, es la del sueño de un poder que es venerado
justamente en su impotencia y donde el jefe no es más que una especie de siervo
privilegiado de la tribu. Por ello, añade, aquel jefe que realmente quiere hacer de jefe, es
decir que actúa según propia voluntad y no la del grupo, pasa a ser abandonado. Así se
demuestra que, entre otras cosas, este tipo de poder se caracterizaría por su
revocabilidad.

Desde mi perspectiva, el primer problema es que el mismo Clastres describe esta


situación como la de un jefe que está desprovisto de toda autoridad. Él no profundiza en
esta palabra, no explora su dimensión histórica específica y, para él, la autoridad y el
poder no dejan de ser sustancialmente lo mismo. Quizá eso se podría explicar desde su
filiación anarquista y como algo acorde con una posición antiautoritaria. Sin embargo,
no convendría identificar lo primero (el anarquismo) con un rechazo frontal de toda
forma de autoridad. En verdad, como se muestra en los escritos de pensadores centrales
de este movimiento político tales como Bakunin, Proudhon o Malatesta, también dentro
del anarquismo encontramos reseñables distinciones entre el poder y la autoridad así
como concepciones alternativas de la segunda que, aun siendo poco conocidas, no dejan
de ser muy sugerentes y pueden ayudar a enriquecer la comprensión de este concepto.

Frente a la posición de Clastres, por ello, me gustaría resaltar cierta dimensión


específica de la autoridad, una que mayormente se mostraba en su sentido antiguo,
aquel que estaba ligado a la comprensión (debo decir ideal) de la romana auctoritas y
que a su manera todavía pervive tanto en algunos pensadores del pasado siglo (Hannah
Arendt, Karl Jaspers, Max Weber, Alexandre Kojève, John Dewey, Max Horkheimer,
Herbert Marcuse, Erich Fromm o del llamado feminismo italiano) como en algunas
expresiones actuales de nuestra lengua: por ejemplo, cuando nos referimos a alguien
como una autoridad moral o también como una autoridad en un tema concreto. Esto es
lo que en un nivel ideal voy a desarrollar a continuación y para ello abordaré la
autoridad de manera aislada (siendo consciente de que en la realidad todos estos
fenómenos suelen aparecer no de forma pura sino mezclada y diferente según cada
coyuntura).

El primer aspecto, pues, de la autoridad (como en el desarrollo alternativo del


poder según Clastres) es que ella es incompatible con la imposición. En este sentido, la
autoridad se define ciertamente por conseguir un tipo de obediencia, pero una donde se
excluye el recurso a medios externos de coacción, coerción o violencia. En definitiva,
toda forma violenta o impositiva de intentar alcanzar la obediencia de los otros
justamente certifica ipso facto la ausencia de autoridad y conduce a que se revele como
un simple acto de autoritarismo. Lejos de ser parecidos, autoridad y autoritarismo
aparecen desde este punto de vista como fenómenos mutuamente excluyentes y
contrapuestos. Al mismo tiempo, esto revela cierta impotencia de la autoridad: su
incapacidad de “actuar” como el poder.

Para continuar, la autoridad está fundada en lo que se puede calificar como un


reconocimiento, pero donde asimismo pueden hacer acto de presencia otros factores:
prestigio, confianza, reputación, sabiduría, respeto, ascendencia, legitimidad, etcétera.
La autoridad depende entonces de una concesión que proviene de fuera. Son los otros
quienes brindan un tipo de reconocimiento de donde se deriva que alguien adquiera la
consideración de autoridad o de voz autorizada. Y me interesa resaltar que el verbo sea
‘autorizar’ porque es una palabra que precisamente procede del campo semántico de la
autoridad. Estar investido de autoridad, así pues, es en muchos casos recibir una suerte
de autorización externa por la que se declara implícita o explícitamente que la propia
voz merece ser tenida en cuenta.

Curiosamente, Clastres pone énfasis en que los jefes sí que atesoran ciertos
rasgos que hemos predicado de la autoridad, como la confianza, el prestigio o que éste
procede del reconocimiento que le otorga la sociedad. Sin embargo, también desliga
este prestigio del poder y no por ello deja de seguir viendo a los jefes como unos seres
impotentes. Básicamente, porque sigue entendiendo el poder (así como la autoridad)
exclusivamente desde una perspectiva de quién se somete a quién. Sin darse cuenta, y
de ahí la contundencia de sus términos, Clastres sigue preso en un modelo del poder en
el que éste es absoluto y se confunde con la dominación. Más que reconceptualizar el
poder, lo que hace es cambiarlo de lado y traspasarlo a quienes eran vistos como los
súbditos. Por eso, por ejemplo, escribe que “el jefe está al servicio de la sociedad, es la
sociedad misma —verdadero lugar del poder— que ejerce como tal su autoridad sobre
el jefe”.

En cambio, en la autoridad nos topamos ante un concepto más complejo. Para


empezar, porque poseer el poder no significa estar investido de autoridad ni tampoco al
revés. Sin ir más lejos, pensemos en cuántos gobiernos tiránicos o dictatoriales se
sostienen sobre la fuerza y no sobre el reconocimiento o, por el contrario, cómo algunos
referentes (o figuras de autoridad) de movimientos como los de la desobediencia civil
han podido atesorar formas de poder alternativas que no pasaban por la coerción o la
violencia. Se trata de algo semejante a lo que Vaclav Havel denominó “el poder de los
sin poder”.

Para seguir, porque la autoridad se define por un carácter relacional que la hace
más ambigua y que la aleja de todo esencialismo. Que la autoridad se sostenga en
última instancia en el reconocimiento, no significa que ella tenga un carácter absoluto,
incondicional, unilateral ni tampoco irresistible. Frente a un modelo absoluto del poder,
sea este descendente o ascendente (como el de Clastres) lo que proporciona la autoridad
es un modelo relacional que se sostiene sobre lo que acontece entre los dos polos (uno
emisor y otro receptor). Si bien asimétrica, se trata de una relación intrínsecamente
redefinible, modificable, cancelable o revocable, incluso extremadamente frágil en no
pocos casos. Por ello, en rigor no se puede decir que alguien es una autoridad (como si
se tratara de una propiedad) sino que está investido de autoridad.

Lógicamente, el reconocimiento que se brinda no es completamente gratuito,


pero tampoco puede ser forzado u obligado (hacerlo, convertiría la relación de autoridad
en una de autoritarismo). Además, la perenne posibilidad de cancelar la autoridad, de
desautorizar a quien aspira a tenerla o recibirla, permite que en la relación establecida,
lejos de negarla, se conserve la libertad.

En realidad, se debe tener en cuenta que toda relación de autoridad no excluye


sino que presupone y necesita la presencia de la libertad (una, obviamente, que no puede
ser definida como ausencia de interferencias). En caso contrario, el reconocimiento
sobre el que se asienta la autoridad no sería propiamente valorable como tal. No está de
más recordar que para Bakunin, quien de hecho insistió en que la autoridad era en
verdad un fenómeno cotidiano y dijo que no reconocía la autoridad del soberano pero sí
la del arquitecto o la del zapatero en sus campos correspondientes, una autoridad
alternativa debía ser libre y espontánea, tener un fundamento racional y debía redundar
positivamente en la persona. En realidad, eso conecta justamente con la etimología
misma de autoridad, palabra que proviene del verbo augere (hacer crecer o mejorar).

La autoridad puede ciertamente ser descrita como un tipo más de poder, a


menudo es inevitable hacerlo debido a las limitaciones del lenguaje, pero en cualquier
caso se trata de un poder extraño y anómalo que, a causa de su carácter en última
instancia otorgado y concedido, es a su vez dependiente de los otros. Es decir, el poder
de la autoridad se sustentaría en las personas sobre las cuales tiene poder o, dicho de
otro modo, tiene poder sobre las mismas personas que tienen poder sobre ella. En todo
ello no hay ninguna circularidad ni ninguna contradicción sino una bidireccionalidad y
una interdependencia que rompen con la unilateralidad, como la de Clastres, con la que
a menudo se conciben la dominación o el poder.

Por ello mismo, no se debería identificar la autoridad con lo que Étienne de la


Boétie denominó la servidumbre voluntaria. A decir verdad, podríamos reflexionar si
alguno de nosotros no tiene referentes que intervengan en sus vidas como lo que antes
se llamaban auctores (y ahora diríamos figuras de autoridad) y la alusión a Bakunin me
interesaba porque lo que él desliza en Dios y el estado es una utopía que no pretende
eliminar la autoridad, sino descenderla a la tierra, extenderla entre la gente normal y
democratizarla. Su lucha sería contra el poder, un poder como el de Clastres, y uno que
no sería incompatible con la autoridad.

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