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Edgar Straehle
edgarstraehle@gmail.com
No creo que sea necesario introducir la obra de Pierre Clastres hoy en día y en
este contexto. Ahora mismo, más allá de la exactitud o no de sus observaciones
etnográficas más que discutibles, uno de los aspectos que más me interesa de Clastres es
que al mismo tiempo que afirma que no hay sociedades sin poder y que el poder es
inherente a la vida social, él mismo, como por ejemplo en su texto Copérnico y los
salvajes, se plantea la existencia de un poder que esté exento de coerción y violencia.
De hecho, desliza, que la identificación del poder con estos fenómenos se basa en una
esquema tradicional en el que, no por casualidad, el Estado ocupa un rol central y que él
se esfuerza en cuestionar. Frente a ello, el antropólogo francés reivindica una lectura no
estatocéntrica de la política y que
De ahí por ejemplo Clastres diga que la función del jefe no es más que traducir
“su dependencia con relación al grupo” o que tenga como obligación la “de manifestar
en cada instante la inocencia de su función”. Incluso señala que lo que se oculta de
hecho es “una especie de chantaje que el grupo ejerce sobre el jefe”. Como se sabe, esto
se visibilizaría en los discursos de los jefes, célebremente descritos por Clastres, donde
su privilegio de la palabra también estaría teñido de impotencia, en la medida en que su
palabra nunca puede ser de mando, y el sentido de los cuales estaría justamente en la
pronunciación de unos parlamentos que no esperan respuesta y ni siquiera atención. En
su opinión, esto sucede así porque estos discursos no son más que una celebración,
repetida frecuentemente, de las normas de vida tradicionales. La paradoja que expresa
Clastres, y aquí también sigo sus palabras, es la del sueño de un poder que es venerado
justamente en su impotencia y donde el jefe no es más que una especie de siervo
privilegiado de la tribu. Por ello, añade, aquel jefe que realmente quiere hacer de jefe, es
decir que actúa según propia voluntad y no la del grupo, pasa a ser abandonado. Así se
demuestra que, entre otras cosas, este tipo de poder se caracterizaría por su
revocabilidad.
Curiosamente, Clastres pone énfasis en que los jefes sí que atesoran ciertos
rasgos que hemos predicado de la autoridad, como la confianza, el prestigio o que éste
procede del reconocimiento que le otorga la sociedad. Sin embargo, también desliga
este prestigio del poder y no por ello deja de seguir viendo a los jefes como unos seres
impotentes. Básicamente, porque sigue entendiendo el poder (así como la autoridad)
exclusivamente desde una perspectiva de quién se somete a quién. Sin darse cuenta, y
de ahí la contundencia de sus términos, Clastres sigue preso en un modelo del poder en
el que éste es absoluto y se confunde con la dominación. Más que reconceptualizar el
poder, lo que hace es cambiarlo de lado y traspasarlo a quienes eran vistos como los
súbditos. Por eso, por ejemplo, escribe que “el jefe está al servicio de la sociedad, es la
sociedad misma —verdadero lugar del poder— que ejerce como tal su autoridad sobre
el jefe”.
Para seguir, porque la autoridad se define por un carácter relacional que la hace
más ambigua y que la aleja de todo esencialismo. Que la autoridad se sostenga en
última instancia en el reconocimiento, no significa que ella tenga un carácter absoluto,
incondicional, unilateral ni tampoco irresistible. Frente a un modelo absoluto del poder,
sea este descendente o ascendente (como el de Clastres) lo que proporciona la autoridad
es un modelo relacional que se sostiene sobre lo que acontece entre los dos polos (uno
emisor y otro receptor). Si bien asimétrica, se trata de una relación intrínsecamente
redefinible, modificable, cancelable o revocable, incluso extremadamente frágil en no
pocos casos. Por ello, en rigor no se puede decir que alguien es una autoridad (como si
se tratara de una propiedad) sino que está investido de autoridad.