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Yo, en cambio, tenía veintidós años y no hablaba una palabra de alemán, había
estudiado la licenciatura en Comunicación en la Universidad Iberoamericana y obtenido una
beca para estudiar sociología y germanística. A partir de septiembre de 1964, la Dirección del
Instituto Goethe decretó confinarme siete meses en un pueblo del sur de Baviera,
Brannenburg-Degerndorf, a unos cinco kilómetros de la frontera austriaca, para aprender el
alemán. Por esos días nunca me hubiera imaginado que iba a permanecer dieciséis años en
Alemania. No obstante, aprender el alemán era mucho más difícil de lo que todos
sospechaban. Los siete meses en el Instituto Goethe fueron una introducción a los principios
del idioma, no me sirvieron de gran cosa. Al final del curso leía los periódicos sin problemas,
quizá una novela no muy complicada, pero no podía explicar un texto a fondo, ni mucho
menos escribir en alemán. Me harían falta todavía seis semestres en la Universidad, los días
de vigilias y gramáticas, del diccionario Slabý-Grossmann, que no acierta nunca con el matiz
preciso, de la acrobacia de las declinaciones, de los verbos y sus prefijos separables, de las
voces compuestas y las vocales abiertas.
Offermanns afiló sus armas, hizo una pausa y se lanzó al ataque preguntando cuál
era la diferencia entre Denken, "pensar", Andenken, una palabra que no tiene equivalente en
español, cuya traducción seda "recordar con devoción", y Andacht, la "devoción misma". Me
preguntó también la diferencia entre Nachdenken, "pensar en", Durchdenken, "pensar a
través" y Ausdenken, "imaginar". Yo estaba muy lejos de saber entonces que para el Heidegger
de esos años pensar no era analizar sino "rememorar" el Ser de manera que pudiese revelarse
luminosamente. Desde entonces me pareció que leer a Heidegger era como estar condenado
dentro de un círculo infernal: el del propio idioma alemán. Desde entonces Martin Heidegger
me pareció también, a pesar de la tarea insólita de José Gaos en español, un autor
intraducible.
Al día siguiente, Ramón Cortés Alaminos se puso a trabajar con Víctor Li Carrillo en
su tesis de doctorado, y yo me dediqué dos días a conocer los alrededores. Nueve años
después, cuando leía texto de Heidegger Por qué permanecemos en provincia, recordé el paso
por la Selva Negra, escuché otra vez el dialecto incomprensible de sus campesinos, el canto de
los leñadores al regresar a sus casas, las iglesias católicas barrocas que se suceden una a otra
entre los pueblos de Immendingen y Sigmaringen —aquel atardecer en el pueblo de
Messkirch, donde nació Martin Heidegger, el hijo del sacristán de la iglesia de San Martín.
Heidegger, que tantas veces proclamó su pertenencia a los campesinos de la Selva Negra, hizo
de su cofradía con esa gente la implícita reivindicación de un monopolio de autenticidad
campesina. Más tarde me di cuenta que era imposible entender a Heidegger sin entender el
significado de su vínculo con esa provincia alemana, así como creo también que es imposible
entender su filosofía si no se domina el idioma alemán.
Víctor Li Carrillo era, hasta donde recuerdo, inquilino del filósofo. Heidegger le
rentaba un departamento a unas dos cuadras de su casa. Al atardecer del 8 de julio, cuando el
sol iba desapareciendo entre los árboles dorados del otoño, llegamos a la calle Rötebuckweg
47, la casa de los Heidegger, cuya fachada tenía paredes blancas y macetas con flores en las
ventanas. Nos recibió la señora Elfride, su esposa, y nos señaló el camino por una escalera de
madera medio vencida. En el primer piso se encontraba un enorme armario familiar, y una
puerta al estudio atestado de libros y manuscritos sobre el escritorio. Desde la ventana se
veían las ruinas de la fortaleza de Zähringen. Unos minutos después apareció Martin
Heidegger, saludó a Li Carrillo y él nos presentó al profesor.
Heidegger tenía entonces setenta y siete años de edad. Un hombre bajo de estatura,
de complexión robusta y movimientos ágiles, de semblante enérgico e impasible, de ojos
oscuros singularmente vivos, nariz aguileña y boca fina; su sonrisa era todavía juvenil, tímida
y un tanto burlona. Vestía un grueso suéter bávaro verde oscuro, pantalones mitad de cuero
sostenidos por tirantes, botines de gamuza y una boina vasca —el uniforme clásico de la
región. Hablaba un alemán perfecto, wie gedruckt, es decir, listo para la imprenta. Un anciano
serio y amable, que interrumpió su trabajo sólo para atender a dos estudiantes
latinoamericanos. Esa tarde lo que más me llamó la atención fue que Heidegger se citaba a sí
mismo en tercera persona.
—Se dice en Ser y tiempo—nos decía como si no hablara de él, sino de otro autor.
Ramón Cortés acribilló sin piedad a Heidegger con varias preguntas en torno a la
cuestión de la técnica; le preguntó sobre el origen griego de la palabra "técnica", Heidegger
congeló con una mirada al boliviano y le contestó que para los griegos el término téjne, origen
de la palabra técnica, no tenía ningún sentido práctico. El profesor hizo un repaso vertiginoso
por la filosofía griega, nos explicó que Platón usaba téjne como sinónimo de episteme, que
significa "saber"; y que Aristóteles lo empleó como uno de los sujetos posibles del verbo
aléthevein, que significaba "poner al descubierto", es decir, instalar algo en el espacio de la
alétheia, como el Partenón está sobre la Acrópolis —recuerdo muy bien que puso ese ejemplo.
Esa tarde entendí, o creí entender, que la ciencia moderna, para Heidegger, tiene su
fundamento no en la praxis de la teoría sino en el desarrollo esencial de la técnica planetaria.
—Cuando Galileo afirma que es imposible comprender lo que está escrito en el libro del
mundo sin conocer primero la lengua matemática —continuó Heidegger—, vale preguntarse si
esa afirmación es una proposición matemática o una decisión filosófica. Por el contrario, para
Platón la fiosofía se funda en la reciprocidad entre ousía, que significa el ser, y de alétheia, que
significa estar al descubierto.
—No tienes idea con quién estuviste esta tarde. Heidegger es el gran metafísico del siglo xx y el
último de los grandes clásicos alemanes. Cuando dice que nosotros, los modernos, durante
siglos hemos actuado demasiado y pensado muy poco, no está sino proponiendo el programa
de toda filosofía futura. Cuando afirma que "la ciencia no piensa, explica", hace la crítica del
"proyecto matemático de la naturaleza", vale decir: la esencia misma de la modernidad —dijo
Cortés.
A los treinta y cinco años, Martin Heidegger fue nombrado profesor titular en la
Universidad de Marburgo. Por esos días no había publicado nada más que su trabajo de
habilitación profesoral, pero ya era conocido en los círculos más selectos de las facultades de
filosofía. En Marburgo, Heidegger se concentró en la lectura de los clásicos, sobre todo de
Platón y Aristóteles. "Los textos de Aristóteles eran leídos con tal pasión que nunca nos dimos
cuenta", recuerda Hans Georg Gadamer, "de que Heidegger no estaba de acuerdo con su idea
del Ser, sino que, por el contrario, su trabajo apuntaba a un proyecto radicalmente opuesto al
de Aristóteles".
Ser y tiempo
El prólogo reclama un doble olvido del Ser. Hemos olvidado lo que es el Ser, pero
también hemos olvidado ese olvido. "Y así se trata, pues, de hacer la pregunta que interroga
por el sentido del Ser", escribe Heidegger. "¿Seguimos, entonces, hoy siquiera perplejos por no
comprender la expresión ‘Ser’? De ninguna manera. Y así se trata, pues, de empezar ante todo
por volver a despertar la comprensión por el sentido de esa pregunta".
Ser y tiempo tratará de "pensar y decir el ente y el ser". No pueden existir dos
conceptos tan diferentes como lo óntico y lo ontológico. Pero ninguno de los dos tiene sentido
sin el otro. "Hay que pensar en las nociones de ‘día’ y ‘noche’ —escribe George Steiner— "que
se definen y se dan realidad. No hay ‘ente’ sin ‘Ser’". Sin los "entes" el "Ser", que es su entidad,
sería una formulación tan vacía como una forma platónica pura o como el motor inmóvil de
Aristóteles. "La ontología fundamental intentará remplazar —subraya George Steiner— todas
las ontologías particulares, como las de la historia, de las ciencias físicas y biológicas, de la
sociología". Heidegger afirma que no es posible una doctrina particular o un método de
entendimiento si no hay, ante todo, una aprehensión general del ente. Las metodologías de las
distintas ciencias no son sino un artificio o una evasión de la pregunta básica.
El libro Ser y tiempo distingue al Ser del ente en el horizonte del tiempo, como
leemos en la introducción. Sin embargo, el libro está marcado por una restricción inicial: su
tema es, sobre todo y ante todo, "la analítica del Dasein". Se habla del tiempo como la
temporalidad del Dasein, no del tiempo como temporalidad del Ser. El problema tiene que ver
con la palabra Dasein, un término clásico tomado de la lengua alemana. Kant, por ejemplo, lo
usa como una palabra propiamente germánica que responde al latín existentia o al español
existencia. La "existencia de Dios" se dice Dasein Gottes. Dasein, en el sentido común y
corriente, se opone a "posibilidad" y a "necesidad". En La crítica de la razón pura, Dasein es
una de "las categorías de la modalidad". Heidegger emplea la palabra en un sentido muy
distinto. Ser y tiempo es el libro del Dasein, del ser-ahí en el mundo. El "ahí" es el mundo
concreto, literal, cotidiano. El ser ahí significa estar sumergido, plantado, arraigado en la
tierra, en la materialidad cotidiana del mundo. Una filosofía que pretenda escapar de la vida
diaria es una filosofía sin sentido, no puede decirnos nada del Ser ni del Dasein, El Dasein es
un ente, pero no es uno como los demás, pues como dice Heidegger, "en su ser le va su ser".
Un maestro de Alemania
Alemania debía entregar su material de guerra, una gran parte de sus barcos de
comercio, otras inmensas cantidades de material, como locomotoras y vagones, y pagar las
reparaciones establecidas en 1921 por una comisión en cantidades astronómicas. El tratado no
satisfacía a nadie. Los alemanes no fueron admitidos en la Sociedad de las Naciones. John
Mynard Keynes había advertido en vano que las reparaciones no podrían ser pagadas. ¿Cómo
transferir, sin contrapartida, esas sumas inmensas? Los alemanes barrenarían su moneda
para escapar a obligaciones imposibles de cumplir. En marzo, su moneda cayó verticalmente.
Al imponer a la joven República de Weimar, la única esperanza de crear una Alemania
democrática, un desorden económico y financiero de tal calibre, los aliados condenaron a ese
pueblo a una barbarie nacionalista sin precedentes. Las dos oposiciones, nacionalistas de
derecha y espartakista y comunista de extrema izquierda, tenían la oportunidad de acusar al
gobierno socialdemócrata del Diktat de Versalles.
Martin Heidegger era diecisiete años mayor que Hannah, padre de dos hijos y
casado con Elfride Petri, una mujer que cuidaba la carrera de su marido, se burlaba de las
estudiantes que lo admiraban y rechazaba a Hannah por ser judía. El secreto fue el juego de
Heidegger. Su relación con Hannah era una suerte, no le exigía ninguna responsabilidad. En
sus cartas, Heidegger escribe una y otra vez que nadie como ella lo entendía, sobre todo en los
temas filosóficos. "Y en efecto", escribe Rudiger Zafranski, "Hannah Arendt entendió a
Heidegger mejor que él mismo... Heidegger amó a Hannah Arendt durante toda su vida, ella
fue la musa de Ser y tiempo. ‘Sin ti’, le escribió, ‘no hubiera escrito el libro"’.
—¿Cómo puede usted pensar que un hombre tan inculto como Hitler puede ser el primer
ministro de Alemania?
Heidegger respondió:
—La cultura no tiene ninguna importancia, observe usted sus manos maravillosas.
Karl Kraus, uno de los grandes escritores satíricos de la lengua alemana, dijo que
sobre Hitler ya no se le ocurría nada; a Martín Heidegger se le ocurrió todo. En septiembre de
1946, ante el Comité de Depuración Política de la Universidad de Friburgo, Heidegger declaró
que había creído en Hitler. Lo que denunció abiertamente a Heidegger fue la cantidad de
artículos y discursos de 1933-1934, las intrigas y las reyertas con los colegas judíos. En ellos
excede las imposiciones oficiales, ya no digamos los refrendos provisionales. "La evidencia es",
dice George Steiner, "incontrovertible: existía una relación real entre el lenguaje y la visión de
Ser y tiempo, en particular de sus últimas páginas, y los del nazismo. Quienes nieguen esto o
son ciegos o son embusteros".
Siempre es una audacia que unos hombres imputen a otros la culpa y se la echen
en cara. Pero puestos a buscar culpables y a medirlas por su delito: ¿no existe también una
culpa por omisión? Aquellos que en aquel momento estaban ya tan proféticamente dotados
que vieron venir todo como en realidad fue después —yo no era tan sabio—, ¿por qué
tardaron diez años en enfrentarse a la catástrofe? ¿Por qué aquellos que creían saber todo
no se pusieron en movimiento, precisamente en 1933, para reencauzar todo de nuevo y
dirigirlo hacia el bien?
El lenguaje es la casa del ser. EI hombre mora en esta casa. Los pensadores y los
poetas son los custodios de esta morada. Sólo donde está el lenguaje, está el mundo, es decir:
el recinto cambiante de la decisión y la obra, de la responsabilidad y la acción, pero también
de la arbitrariedad y el ruido, de la caída y la confusión. Sólo donde impera el mundo se
encuentra la historia.
No es el hombre el que determina al Ser, sino el Ser el que, a través del lenguaje, se
revela a sí mismo al hombre y en el hombre. El hombre se vuelve entonces guardián de esta
verdad, el centinela en este claro del bosque o, para decirlo con una de las fórmulas más
célebres de Heidegger, Der Hirt des Seins, el pastor del Ser.
Ser y tiempo cerraba con una pregunta: ¿el tiempo se revela también horizonte del
Ser,? Desde ese momento comienza la segunda época de Heidegger, no como un abandono de
Ser y tiempo, pero sí como una conversión o vuelta (Kehre). Desde esta perspectiva, Ser y
tiempo aparece como una marca en el camino hacia el Ser. No obstante, si el Ser aparece
ahora en algún horizonte, este horizonte parece cada vez más el lenguaje. El Ser no es el
conjunto de los entes ni un ente especial: el Ser es el habitar de los entes.
A fines de este siglo, sabemos que la cultura occidental aún vive en treinta libros
que no han envejecido y, quizá, uno de ellos se llame Ser y tiempo.