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ENTREVISTAS

LA ALEGRÍA DE
ESTAR SOBRE EL
PUENTE.
ENTREVISTA A
ANTONIO JOSÉ
PONTE

 Por: Irina Garbatzky

Portada: Construção da Ponte Luís I,


Emilio Biel, c. 1883

Una noche en Portugal, Antonio José


Ponte sueña con un puente, el Dom Luis
Primeiro, al que ve diariamente.
Conversa, en el sueño, con uno de los
trabajadores nocturnos con los que se
ha cruzado allí. Ingeniero hidráulico
además de escritor, Ponte dice haber
soñado con el motivo del doble: su
apellido signi ca “puente” en
portugués. Si su nombre entraña la idea
de relación (“un puente es relación
sobre el vacío”, dice en el libro donde se
lee la anécdota), no es menor que
Antonio José Ponte sea hoy uno de los
escritores cubanos más reconocidos de
la generación que comenzó a publicar
durante la crisis de los noventa. Poeta,
narrador, ensayista y también guionista
de cine, su literatura tiene a esta altura,
además, una tradición de estudiosos y
lectores en Argentina, a partir de varias
ediciones que tuvo en nuestro país,
como El abrigo del aire, junto a Mónica
Bernabé y Marcela Zanin (2001), Las
comidas profundas o Corazón de
Skitalietz, por Beatriz Viterbo (ambos
en 2010), o bien Un seguidor de
Montaigne mira a La Habana, por
Corregidor, con prólogo de Teresa
Basile (2014).

Su narrativa, recopilada en Un arte de


hacer ruinas y otros cuentos (FCE,
2005), y sus ensayos –como El libro
perdido de los origenistas
(Renacimiento, 2007) o La esta
vigilada (Anagrama, 2007), entre
otros–, se caracterizan por una
escritura híbrida, entre la autobiografía,
el pensamiento crítico y el propio
archivo de lo leído y lo visto.

A propósito de su visita a Argentina


durante abril de 2018, comenzamos
esta conversación.

Creo que una entrevista con vos


debería comenzar por la pregunta
acerca de qué signi ca para vos el
“aire”, una palabra tan recurrente en tu
literatura.

Aire… No sé si está tanto en lo que he


escrito como están las ruinas, por
ejemplo. Pero está reconocible desde el
título del ensayo que escribí para el
centenario de la muerte de José Martí y
está en el centro de ese ensayo. Aire
como oxígeno, que es a lo que se re ere
la frase del poeta Eliseo Diego cuando
habla de Martí como oxígeno, como
autor imprescindible. Bueno, no hay
autores imprescindibles, autores que
no podamos vivir sin haber leído. Lo que
es oxigenante para un lector no lo será
para otros. No hay totalitarismo
biológico en la lectura.

Y está también en ese ensayo el aire


como vacío, el aire como emblema que
contradice lo lleno y pleno de una
ideología cuando se hace ideología de
Estado. La búsqueda de un espacio que
la ideología de Estado no pueda copar y
donde solo haya aire.

Es también el aire como levedad frente


a lo plúmbeo. El aire como escapatoria,
el aire de lo incontenible y de lo
irreprimible. Para decirlo con una mala
metáfora, gastadísima: aire como
libertad. Libertad de lectura, de
pensamiento, de ideas.

 
¿Cómo ingresa en tus ensayos el valor
de la anécdota? En El libro perdido de
los origenistas decís: “como buen
celador de museo, me interesan menos
las obras que la disposición de éstas.
Así que ejerzo menos la crítica literaria
que la biografía. […] Me intereso
menos por la intransferible obra de
cada escritor que por sus guras”

El celador de museo del que hablo en el


prólogo a  El libro perdido de los
origenistas  intenta hacer pasar el libro,
antes que por crítica cultural, por crítica
de la administración cultural. Ese
celador imaginado avisa de que no
hablará del valor de las piezas exhibidas
en las paredes de un museo imaginado,
o por lo menos no se ocupará de ellos
principalmente, sino del orden que se le
ha dado o va dándose a las piezas. Es
decir, de las exclusiones e inclusiones.
Es decir, de los trabajos o ciales de
exclusión y, en algunos casos, de
recuperación.

Por los años en que escribí los ensayos


que formaron luego  El libro
perdido…  habíamos pasado de la
censura y silencio sobre José Lezama
Lima a su recuperación  y  utilización
o cialista. Las autoridades políticas
estaban de pronto interesadas en
privilegiar un nacionalismo y Lezama
Lima, su gura y su obra, podría servirle
para ello. ¿Por qué ese repentino
nacionalismo? Por diluir las
coincidencias ideológicas que pudieran
conducir al mismo n que en Europa
Oriental y en Rusia, por encontrar
razones autóctonas que garantizaran la
pervivencia del régimen cubano. Y
también porque Moscú había dejado de
pagar ya. Menos Marx y Lenin
entonces, y más Martí. Y yo veía cómo
Lezama Lima empezaba a ser
aprovechado, lo mismo que Martí, por
el mismo régimen que lo había
censurado y le había hecho imposible la
vida en sus últimos años.

Y, puesto que el utilitarismo de las


autoridades se detenía poco en las
obras, siguiendo el rastro de sus
trabajos tampoco yo me interesaba en
esas obras, sino en las guras, en cómo
las hacían rebrotar después de haberlas
borrado. No creo que esto sea un
rasgo  trasladable a otros libros míos,
aunque puedo estar equivocado. Ya
sabes, lo que dice Blanchot de que el
escritor lleva tatuado en la frente esta
frase “Noli me legere”…
Sin embargo, lo anecdótico, el valor de
la anécdota es algo que me acompaña
siempre. Me he preguntado por qué me
interesa tanto el chisme literario, me lo
pregunto a veces, aunque es una
pregunta desprovista de culpa: no
siento ningún remordimiento por la
curiosidad chismográ ca. Una causa de
esa curiosidad pudo haber estado en el
modo de acercarme a ciertos autores
(Lezama Lima,  Borges, Paz, Piñera, por
citar a cuatro grandes prohibidos) de
los cuales apenas se tenían noticias en
mi país, dada la censura política.
Supongamos que alcanzaba a conseguir
un libro suyo, después de la lectura de
los datos biográ cos de contracubierta
o de solapa, y después de leer lo que
hubiera podido de encontrar de
biografía del autor en sus páginas, ¿qué
me quedaba? Me quedaba mucho por
saber y averiguar, empezando por hallar
la razón por la cual no podía
mencionarse públicamente ese nombre
de autor.

Joseph Brodski habla en un ensayo


suyo de lo imprescindible que se le hizo
ver los retratos de los poetas ingleses y
estadounidenses incluidos en una
antología que leyó en Leningrado. Esa
antología, lo mismo que tantos libros
que alcanzaba a leer yo en La Habana,
era un objeto de otra galaxia.

Otra posible causa: mi desesperación


por la diferencia entre lo que hablan en
privado los escritores, sus opiniones
literarias, y las que luego escriben para
el público. En la mayoría de las
ocasiones esas opiniones tienen más
sabor, son más sabrosas y agudas,
mientras no son escritas.

Y, por citar un apólogo, cito una de las


anécdotas jasídicas recogidas por
Martin Buber, aquella de un discípulo
que busca empecinadamente a un
maestro durante largo tiempo, hasta el
día en que lo encuentra, rodeado de
gente, y lo ve, no lo escucha, atándose
una sandalia. Y no tiene que escucharlo,
el discípulo se marcha de allí porque ya
tuvo su ciente con ver al maestro
atándose su sandalia, el gesto le vale
más que el diálogo que podría haber
tenido con él.

No quiero decir que la anécdota, la


atadura de sandalia, sea más
importante que la obra, el diálogo con el
maestro, pero sí que la anécdota es
también magisterio, y que el magisterio
puede estar tanto en los gestos como
en los discursos de los maestros.

Lo que me lleva a otra cuestión, no es


solamente que los maestros —Lezama,
Borges, Paz, Piñera— estuvieran
silenciados, sino que estaban muertos o
lejanísimos. Había, pues, que
construirse los maestros. Se había roto
la transmisión de la cultura, la habían
roto los comisarios políticos de la
revolución cubana, y había que fabricar
maestros. Con sus textos rapiñados y
contrabandeados por aquí y por allá,
con anécdotas de quienes los habían
conocido o leído profusamente, con
chismes, con todo lo que viniese a
mano.

 
Hablando de Brodski, en otra
entrevista hablaste de una herencia
soviética para los escritores cubanos.
Brodski, Mandelstam, Ajmátova…
¿Cómo eran concretamente esas
lecturas? ¿Cómo llegaban, cómo se
encontraban con eso? ¿Cómo se
traducía un paisaje tan extraño como
el de la Unión Soviética al del trópico?

Cuando las autoridades impusieron una


cultura sovietizante en Cuba, a algunos
escritores no les quedó otra salida que,
si iban a ser reprimidos y censurados a
la soviética, aproximarse a los modelos
de escritores reprimidos y censurados
soviéticos. Puedo mencionar el caso de
Heberto Padilla, quien vivió en Moscú
en los años 60 como funcionario
cubano. Allí conoció de primera mano el
posestalinismo y conoció también de
primera mano los testimonios de los
crímenes y la represión del estalinismo.
Padilla escribió un grupo de poemas
inspirados en ese ambiente, poemas
que hablan del aplastamiento del
artista y del individuo por parte del
Estado totalitario o totalizante. Y esos
poemas le trajeron las consecuencias
que ya conocemos.

Otro ejemplo más temprano: en 1961,


en la reunión de Fidel Castro con
artistas y escritores, cuando el
comandante en jefe soltó la fórmula de
dentro de la Revolución todo y contra la
Revolución nada, el poeta soviético
Evgueni Evtushenko, que estaba allí
presente, le auguró a Padilla lo que
vendría en censura política. Evtushenko
(a quien, por cierto, Brodski ha acusado
de delator) conocía muy bien a dónde
llevaba una fórmula de esa clase.

Sin embargo, es improbable que


Lezama Lima o Piñera, censurados en
una Cuba sovietizante, echaran mano
de ejemplos como los de Pasternak
o  Ajmátova para consolarse o sacar
fuerzas. Ese paralelo vendría después y
lo estableceríamos escritores de
generaciones posteriores. Leíamos a las
grandes víctimas intelectuales del
estalinismo, leíamos a las grandes
víctimas intelectuales del castrismo,
comprendíamos la equivalencia
(salvando las debidas distancias) entre
estalinismo y castrismo, y no era difícil
entonces encontrar equivalencias entre
Pasternak y Ajmátova y Lezama Lima y
Piñera.
Pero para que diéramos con los textos
de esos escritores rusos (a Evtushenko
puedo tildarlo de soviético, a estos
otros no) tuvo que ocurrir en Moscú  la
apertura de los archivos policiales y la
publicación de mucho de lo que había
esperado hasta entonces para ser
publicado. Quedó claro entonces que,
tapados por toda la morralla del
realismo socialista soviético que
llenaban las librerías cubanas, existía
una grandiosa literatura hecha por
nombres silenciados, por gente que
había sido perseguida y torturada y
hasta asesinada, como fue el caso de
Mandelstam. Del mismo modo que,
tapados por la morralla del realismo
socialista cubano y de todas las otras
mediocridades publicadas en Cuba
pertenecieran o no al realismo
socialista, había la gran literatura viva
hecha por escritores prohibidos y
perseguidos y exiliados.

Mi primera lectura de esos escritores


rusos debió de ser  Doctor Zhivago.  La
novela de Pasternak estaba en la
biblioteca de mis abuelos paternos, una
edición argentina, si mal no recuerdo.
No me impresionó mucho, sin embargo.
Pero cuando leí las cartas del verano de
1926 entre Pasternak, Marina
Tsvietáieva y Rilke… Una edición
mexicana, en traducción de Selma
Ancira. ¡Qué cartas la de Tsvietáeiva!
¿Y quién era esa escritora que
conseguía imponerse y opacar a dos
corresponsales como Pasternak y
Rilke? ¿Qué había escrito ella? Leer esas
cartas despertó a todos mis sabuesos
buscalibros, tenía que encontrar cómo
fuera los libros de esa rusa…

Incluso hoy, lejos de esa lectura de la


gran literatura rusa del siglo XX en
clave cubana, esos nombres me sirven
de modelo. Creo que encuentro en ellos
una pasión cultural que protege de
entender a la cultura como mercadería.
Ajmátova y Pasternak y Tsvietáieva y
los Mandelstam —Ósip y Nadezhda— y
Brodski, leídos como tengo que leerlos
en traducciones, me han sido útiles
frente a lo peor del castrismo y frente a
lo peor del capitalismo.

¿Qué lugar ocupa la lectura en tu


proceso de escritura? En tus libros
trabajás mucho con el glosado, ese
efecto de volver a contar el relato
leído en un libro, visto en una película.
Hace poco leí una entrevista a Laura
Wittner en donde ella recordaba la
experiencia de caminar con un amigo
por la calle y que le cuente Por el
camino de Swann. La rara experiencia
que puede ser esa glosa.

He leído mucho más de lo que he


escrito, y sigo leyendo mucho más de lo
que escribo. Leer es rumiar lo leído. Es
releer, que es leer con remordimientos,
y es siempre suponer que el texto que
leemos no nos está diciendo toda la
verdad, que se guarda algo, que habría
que torturarlo más perfectamente para
que hable del todo; pero es saber
también que no hay todo, que no existe
ese todo del texto, que no hay textos
totalitarios (aunque haya textos para
totalitarismos). Es tener siempre la
sensación de que, no importa delante
de cuál página estés, hay otra, otras,
relacionadas con esa que tendrías que
conocer y que quizás no llegues a
conocer nunca.

Y todo esto se traduce en un comprar


más o menos desenfrenado que sería
preciso atajar, y en unas prevenciones
de interiorista porque ya no queda
espacio en los estantes para guardar lo
que quisiéramos meter en casa. Y se
traduce también en el recuerdo de las
bibliotecas perdidas o bastante
perdidas, de las cuales ya llevo dos y
espero que no me toque más esa
experiencia.

Supongo que responder qué lugar


ocupa la lectura en el proceso de
escritura pasaría por declarar cuánto de
lo leído se traduce en escritura propia,
cuánto robamos o nos legamos de otros
a nosotros mismos. No lo sé. Glosar
termina por ser un buen recurso para
esos robos o esos procedimientos
autotestamentarios, y sí, me da gusto
glosar. Es también un recurso para
sacar fuerzas en medio de la timidez de
autor, una salida irónica para
arriesgarse a decir ciertas cosas que de
otro modo… No en balde Borges es tan
gran glosador.

Uno glosa y saca doble alegría de glosar,


la alegría encontrable en un primer
autor, en el autor glosado, y luego la
alegría propia, de glosador. Así que es
una celebración por partida doble de la
inventiva o de la imaginación o de la
sensibilidad que encontramos en
determinadas páginas. Y es una capa
más, un barniz más podría decirse en el
caso de los viejos maestros de la
pintura, que hacen de las obras de arte
realidad. Porque recordamos o
referimos algo que nos ha sucedido o
hemos visto, damos testimonio de ello,
pero glosamos lo que vimos o nos
sucedió dentro de un libro o dentro de
una música o dentro de una película. Es
nuestro modo de hacer recuerdos de
las obras, un modo activo.

Cuando se lidia con un texto de otro del


cual no es difícil zafarnos, cuando
estamos tan enredados en unos
párrafos o unos versos como Laooconte
y sus hijos están enredados en
serpiente, tenemos que intentar la
relectura, la traducción cuando se
puede, la memorización también
cuando se puede, y la glosa, que es una
manera más, junto a la traducción y la
memorización y la relectura, de lidiar
con algo escrito que no quiere soltarnos
y en cuyas garras estamos.

Y qué linda esa experiencia de Laura


Wittner, a quien conocí personalmente
y leo y me gustan mucho sus poemas.
Por el camino de Wittner…

En La esta vigilada hay un pasaje


donde hablás de los puentes, a partir
del insomnio. Decís: “Quien gaste en
pensamientos sus noches en vela, no
va a encontrar mejor imagen donde
poner los ojos. Porque un puente es
relación sobre el vacío, lo mismo que el
trabajo de la cabeza insomne”. Pensaba
en los sentidos múltiples del vocablo
“relación” para la literatura
latinoamericana, especialmente para
aquellas narraciones que armaban
puentes entre un continente y otro.
¿Hay algo de la idea de “relación” en un
texto como La esta vigilada?

Creo que antes me acogería a la


acepción que tiene esa palabra en
tantas obras históricas: relación de
hechos. Algo entre memoria de lo
ocurrido e informe a las autoridades,
que era como se utilizaba el término
hace siglos. Porque cuando trabajaba
en  La esta vigilada  entendí en algún
momento que estaba haciendo algo
parecido a lo que hacen los
documentalistas cinematográ cos
cuando incluyen en la obra lo que lo va
ocurriendo y lo que les va ocurriendo,
muchas veces con la apariencia de no
estar haciendo distingos, buscando el
sentido que pueda salir de juntar
fotogramas por inconexos que
parezcan.

Más difícil me resulta imaginar


(entonces o ahora) ese texto como un
puente entre La Habana, donde lo
escribí, y Barcelona, que era donde
terminaría publicándose. A menos que
estuviéramos hablando de un puente
que sirviera, no para llegar a la orilla
contraria, sino para tocar esa orilla con
tal de volver a la orilla en que ya se
estaba. Un puente bumerang, un
puente lazo. Diseñado, no por el
discípulo de Eiffel como el puente del
cual hablo en ese libro, sino por
Moebius.

Y es que mi informe escrito a las


autoridades, mi relación, no sería de
ningún modo autorizada a publicarse en
mi orilla, así que el único modo de
acceder a un puñado de lectores
cubanos, a no muchos, era mediante un
puente de Moebius. Sin embargo,
¿puedo decir que lo escribí teniendo en
mente a lectores cubanos? ¿O a
lectores españoles? Me temo que lo
escribí en primer lugar por la alegría de
estar sobre el puente, que es siempre
una alegría de estar de pie en el aire (y
vuelta al aire de una pregunta anterior).

Volví a sentir esa alegría hace poco, no


en un libro sino en un puente, el de
Carlos, en Praga. Fue subir a él, no para
llegar a la orilla opuesta, sino para
recorrerlo una vez y otra, en ambos
sentidos, sin querer bajarme a tierra.
Estar sobre un puente tiene algo del
sueño repetido de caminar por el aire.
Tiene también de insomnio y de
pesadilla. Pienso en un ensayo de la
escritora gastronómica estadounidense
M. F. K. Fisher acerca del Golden Gate
Bridge y el derecho de los suicidas. O en
el título de un tratado de la antropóloga
Anita Seppilli:  Sacralità dell’acqua e
sacrilegio dei ponti.  Tropecé con él en
una nota al pie de Furio Jesi y no he
podido encontrar todavía el libro, pero
es tan hermoso y tan completo su título,
tan trabado, que a lo mejor el libro
termina por ser decepcionante cuando
uno lo lee. Es un título tan lindo que
mete miedo…

 
También en La esta vigilada hay un
pasaje sobre una estadía en Berlín.
Una entrevista que te hicieron y en la
que comentás que en ese mismo
espacio habían recibido a un escritor
de Sarajevo, otro de Moscú, otro de
Hanoi. ¿Cómo ves la literatura cubana
en el marco de la literatura mundial?
En uno de sus últimos ensayos Jose na
Ludmer propone volver a pensar el
lugar de la literatura cubana en el siglo
XXI. Una producción que dejaría de
estar exclusivamente marcada por los
avatares políticos de la isla para leerse
en consonancia con la literatura global.

Si juntas La Habana, desde donde yo


viajaba entonces, a Sarajevo y Hanoi,
son capitales de guerra. Si juntas La
Habana a Moscú, capitales de cambios,
aunque sean de cambios muy
problemáticos.

De un escritor cubano se espera que dé


noticias de la guerra: de ahí el valor
superior en mercado del escritor
residente en la isla por sobre el escritor
exiliado. Cuando lo que se esperan son
noticias del frente, mejor quien esté en
las trincheras que en la retaguardia,
¿no?

La de La Habana ha sido, por supuesto,


una guerra retórica, nada comparable a
las de Sarajevo y Hanoi. La invasión
estadounidense que tanto prometiera
en sus inaguantables discursos Fidel
Castro, y que el hermano menor,
telegrá co por inculto, no deja de
anunciar también, no ha llegado.
Kennedy al nal no dio la orden para
que el ejército estadounidense entrara
en combate en Bahía de Cochinos, así
que es falso que haya sido derrotado
allí el imperialismo yanqui, tal como
dice la propaganda castrista. Y Jrushov
desestimó el ataque nuclear a Estados
Unidos desde Cuba al que Fidel Castro
lo animara en octubre de 1962.

No obstante, algo semejante a una


guerra ocurre entre la resistencia de la
población y la resistencia del aparato
del régimen. La población empobrecida
y sin libertades soporta, aguanta, y no
protesta en las calles. Si acaso, huye, se
marcha del país. Y el aparato del
régimen se impone, incumple cuanta
promesa tenga que incumplir, se olvida
completamente del bienestar de la
población con tal de no perder poder.
Si esto alcanzara a describirse como un
experimento de laboratorio de física,
como un experimento de mecánica
clásica, habría que recordar este
apotegma de Lenin (lo cito vía Simon
Leys, porque espero no volver a leer a
Vladimir Ilich): “No puede derrocarse
un régimen que está dispuesto a ejercer
un terror ilimitado”.

Cuando se trata de literatura cubana


actual, editores (y, al parecer, lectores)
extranjeros quieren saber acerca de ese
campo de fuerzas, de la guerra en que
vive cada día la gente dentro de Cuba,
no por invasión estadounidense y ni
siquiera por bloqueo o embargo (sea
cual sea el término que se elija para
nombrar las restricciones
estadounidenses hacia Cuba). Quieren
saber de la guerra allá adentro. Del
asedio, del cerco impuesto por el propio
gobierno castrista en tanto no llegan los
cambios que llegaron en Moscú, por
ejemplo. Porque Cuba existe en esa
franja de tiempo entre la invasión
estadounidense que no llega nunca y
unos cambios que tampoco llegan. Y,
entendidas así las circunstancias, lo que
se le pide al escritor cubano es que sea
una mezcla de corresponsal de guerra y
de narrador costumbrista…

Conozco los esfuerzos de Jose na


Ludmer por sobrepasar un reclamo tan
bajo, los leí y hablamos de ello cuando
nos vimos en Yale University, hace años.
Y hablando de este tema,  creo  que
valdría la pena ponderar también lo
poco que hemos contribuido los
escritores cubanos a romper con esos
tópicos, cómo no hemos sabido
imponernos e cazmente a un mercado
que dicta y menoscaba.

En ese libro también decís, y en otras


entrevistas también, que te considerás
un “ruinólogo”. ¿Qué signi caría para la
literatura esa profesión?

Habría que tomar ese título  cum grano


salis. Estuve por una temporada
pensando tanto en las ruinas, leyendo
las re exiones sobre ruinas que
encontraba y, rumiando esos
pensamientos y lecturas, que llegué a
pensar en la construcción de ruinas. En
un arte de hacer ruinas, como titulé un
cuento escrito por entonces. Piensa
entonces que es menos rara la
existencia de ruinólogos, ocupados en
explicarse y explicar las ruinas, que la
existencia de quienes construyen
ruinas.

Yo lidiaba con la decadencia de una


capital que se desplomaba sin que se
construyera nada nuevo, con la
decadencia de una ideología y de un
régimen, con la decadencia de un líder
carismático… Con la decadencia de una
literatura también. Dondequiera que
ponía la vista encontraba ruinas, como
Quevedo en el soneto donde mira los
muros de su patria.

Y esa obsesión de ruinólogo está en


algunos de mis libros desde los
títulos:  Asiento en las ruinas  o  Un arte
de hacer ruinas y otros cuentos. Está
desarrollada en una sección de La esta
vigilada, y asoma en algunos momentos
de otros libros.
Pero es una obsesión terminada, hasta
donde puedo suponer. Tan terminada
como La Habana está terminada para
mí.

Tu literatura ha sido leída bastante en


contexto con la crisis cubana de los
años noventa, pero creo que en tus
textos hay también mucho humor en
general. Una tradición melancólica,
que pone en escena al cuerpo, a veces
presentándolo de formas más
insospechadas que en otras. En
Cuentos de todas partes del imperio,
por ejemplo, está ese cuento precioso
“A petición de Ochún”, donde irrumpe
de manera impactante la carne y lo
animal.
Me alegra que detectes humor en mis
textos. Mucho humor, incluso.

Hay algunos autores de los que,


únicamente en último lugar, podría
pensarse de ellos que han escrito textos
humorísticos, y que yo leo
principalmente como escritores
humorísticos.

No son satíricos y van más allá de la


ironía, aunque haya ironía en sus obras,
pero están considerados como
escritores de lo terrible. Pienso en
Kafka, por ejemplo. En dos manieristas
como Thomas Bernhard y Cioran. En
Lichtenberg. En Nietzsche. Pienso
también en Piñera.

Los leo a todos ellos como si fueran


humoristas y saco de la lectura de sus
libros un raro optimismo. Pero supongo
que el último atributo que muchos les
darían a esos autores sería el de
escritores humorísticos.

Entiendo al humor como un recurso de


impersonalidad, un recurso para
mantenerse lo más íntegramente
posible frente a lo terrible.

“Porque tu alma fue impersonal hasta


los huesos”, dice de Fernando Pessoa la
portuguesa Sophia de Mello Breyner
Andresen, en un poema suyo que he
traducido. Y celebra en Pessoa esas dos
cualidades que amo y que trato de
cultivar en lo que escribo: la
impersonalidad y la visualidad.

Dicen exactamente esos versos del


poema dedicado a Pessoa: “Y creí
rmemente que tú veías la mañana/
Porque tu alma fue visual hasta los
huesos/ Impersonal hasta los huesos/
Según la ley de máscara de tu nombre”.

[#_ednref1]

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