austríaco no dio pautas de escritura sino secretos para forjar un carácter
MIGUEL ÁNGEL ORTEGA LUCAS
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Rainer Maria Rilke.
LUIS GRAÑENA 19 DE SEPTIEMBRE DE 2018
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Pregunta usted si sus versos son buenos. Me lo
pregunta a mí. Antes ha preguntado a otros. Los envía usted a revistas. Los compara con otros, y se intranquiliza cuando ciertas redacciones rechazan sus intentos... Le ruego que abandone todo eso.
(Por qué escribir. Mejor dicho: para qué.)
...Pregúntese en la hora más silenciosa de su noche:
¿’debo’ escribir? [Si la respuesta es sí] construya su vida según esa necesidad: su vida, hasta en su hora más indiferente y pequeña, debe ser un signo y un testimonio de ese impulso.
(Pero antes de todas esas preguntas...: ¿qué es
escribir? Cuando la gente dice “escribir”, ¿a qué diablos se refiere?)
A finales de 1902, un muchacho austríaco llamado
Franz Xaver Kappus, presunto aspirante a militar, aspirante presunto a escritor, envía una carta al poeta Rainer Maria Rilke. Este último tiene veintisiete años, pero ya es más o menos conocido. Inmerso en la era creativa de lo que será su primera obra madura, el Libro de horas, cuya redacción no concluirá aún hasta un lustro después, pero acechando ya otras concepciones estilísticas, Rilke viste ya, también, ese aura de príncipe vagabundo de la poesía europea que llevará hasta el final. Ha estudiado Comercio, y luego Historia del Arte, Políticas, Derecho; pero no se dedica a ninguna de esas cosas. Antes, muy joven aún, ha experimentado (padecido) años de formación militar. Ya se ha casado y separado de la escultora Clara Westhoff, con quien tiene una hija; ya se separó, antes, de Lou Andreas Salomé. Ya es ese mendigo reclamado aquí y allá, llevado en carruajes y recibido en palacios, sustentado por mecenas, generalmente mujeres, que le permiten subsistir, o dedicar la mayor parte de su tiempo a la contemplación del ángel; algo casi literal en su caso.
“Teniendo apenas veinte años, en el umbral de una
carrera que sentía muy contraria a mis gustos, pensé que si alguien me debía comprender, era él”, explicaría después Kappus. Éste le envía sus primeros “intentos poéticos”, pidiéndole opinión. Rilke responde, esa primera vez, desde París, el 17 de febrero de 1903. Le responde esos párrafos de más arriba, y algunos más en los que consigna algunos recursos de carpintería poética, sugerencias útiles. Pero antes de nada le advierte: “Nadie puede aconsejarle ni ayudarle, nadie. Hay sólo un medio. Entre en usted...”:
Una obra de arte es buena cuando brota de la
necesidad. En esa índole de su origen está su juicio: no hay otro... Quizá se haga evidente que está llamado a ser artista. Entonces, acepte sobre sí ese destino con su carga y su grandeza, sin preguntar por la recompensa que pudiera venir de fuera. Pues el creador debe ser un mundo para sí mismo. Cuando la gente habla de “escribir”: ¿a qué se refiere? ¿A poner bien una palabra detrás de otra? ¿A saber colocar las comas, las tildes? ¿A decir las cosas bien, bonitas? Un alegato judicial también puede estar bien escrito, según eso. Y un diagnóstico médico. Y un discurso político. Algo tienen en común estos tres ejemplos: en todos se puede mentir.
El arte no miente; el arte verdadero, claro, el que no
estafa con trucos de feria. Por eso, según consignaba Rilke, la bondad de un acontecimiento artístico brota casi fatalmente “de la necesidad”. Porque es una respuesta, una respuesta a la vida, así como él mismo respondió a su joven corresponsal, de manera esporádica pero fiel, durante el siguiente lustro: lo hizo con generosidad, con autenticidad, y sin más pretensión que el dar, el darse. Sin esperar nada más a cambio, en todo caso, que otra respuesta; la del lector que es Kappus. Pero antes, antes que ésta, la respuesta de la propia vida, asintiéndole desde los folios, diciéndole que sí a cada línea de cada carta, sencillamente porque al escribir, aunque fuera una carta para un muchacho remoto y anónimo, estaba cumpliendo consigo mismo, con su ley –así como canta el pájaro porque tiene que cantar, no porque se lo diga nadie, no para cantar mejor que el de la otra rama, no para ser al que más pían en Twitter.
A lo largo de cinco años, a la sombra de su obra, en
paralelo a su andadura de gigante quebradizo, de sus poemas como templos secretos creciéndole en los bolsillos, uno de los poetas más grandes de todos los tiempos alentó, aconsejó, acompañó al joven Franz Kappus, aspirante a hombre, en sus dudas y anhelos; en encrucijadas en que lo literario no era más que una excusa, como siempre, un reflejo de la vida. Le respondía: porque la vida pregunta continuamente, nos acorrala demasiadas veces –a veces parece estrangular–, preguntándonos todo. Por de pronto, cuál es el sentido de todo esto. Qué sentido tendrá vivir; que es lo mismo que preguntarse qué sentido tiene escribir (o pintar, o componer, o levantar tabiques): para qué hacer nada en este mundo tantas veces mezquino, condenado en cualquier caso a la extinción.
Rilke responde, pero no da respuestas: las respuestas,
todas las respuestas que Kappus busca, sólo las encontrará dentro de sí mismo; alientan dentro de cada uno de nosotros. Ésa es la divisa, el desafío. Y el regalo inmenso que el escritor confía en esas páginas, como un ladrón de tumbas que hubiera vuelto para contarnos que existe el oro enterrado en el desierto... Claro que hay que ir a buscarlo. Hay que estar dispuesto a entrar en el desierto. Hay que estar casi a punto de morir de sed, antes de llegar a la cámara del rey.
Como cualquier joven (cualquier persona) de
cualquier época con dos dedos de frente, humeante de incertidumbres, Franz Kappus –cuyas cartas no conocemos, pero cuyas inteligencia, elegancia y humildad podemos intuir en el sucinto prólogo que acompañó a las misivas del escritor– necesita luces que le indiquen a lo lejos qué camino seguir en la noche del bosque. Rainer Maria Rilke le recuerda que, antes de saber la dirección, primero hay que abrazar las preguntas. Quizá porque las preguntas mismas encierran la dirección:
Usted es tan joven que yo querría rogarle lo mejor que
sepa que tenga paciencia con todo lo que no está resuelto en su corazón y que intente amar ‘las preguntas mismas’, como cuartos cerrados y libros escritos en un idioma muy extraño. No busque ahora las respuestas, que no se le pueden dar, porque usted no podría vivirlas. Y se trata de vivirlo todo. Viva usted ahora las preguntas. Quizá luego, poco a poco, sin darse cuenta, vivirá un día lejano entrando en la respuesta.
Vivirlo todo: no hurtarse uno a todo el tránsito –
mezquino, sí, horrendo en muchos tramos– en el que uno no ve nada y no sabe dónde poner el pie. Porque eso es precisamente lo que dará sentido luego al destino, a la respuesta (al para qué). No huir de la soledad, por ejemplo: “La propia soledad es ella misma rango, trabajo y oficio”... Algo se está gestando siempre en la soledad, y en el aparente no hacer nada que trae su miedo, su parálisis. Algo quiere hablarnos desde la sima más profunda para emerger; rara vez lo oímos porque rara vez nos atrevemos a quedarnos en silencio ante ese barranco oscuro: no somos valientes, no somos pacientes (“la paciencia es todo”, escribe también quien supo esperar diez años para culminar la que se considera su obra magna, las Elegías de Duino). Hoy atruenan con mayor peso esas palabras, inmersos como estamos en un mundo histéricamente obsesionado con conseguirlo todo (lo que ellos entienden por todo) y conseguirlo ya: se entiende cada vez menos que la soledad y el silencio y la paciencia puedan ser fértiles, infinitamente más que la supuesta maquinaria suicida que tanto obliga a producir a diario –porque si deja de pedalear, se cae.
Lo que el poeta Rilke expresa una y otra vez en estas
páginas es que conviene entregarse al arte como al ritmo vital de la naturaleza, en el que nada se anticipa, en el que todo es acorde a un reloj íntimo que lo sabe todo. Como en la naturaleza, como en el amor, como en cualquier cosa con arraigo y verdad, cualquier tipo de arte, la poesía quizás por encima de otras manifestaciones, requiere de paciencia, silencio, abismamiento, tenacidad, humildad: entrega a su propia ley. Debieran, quienes ejerzan ese fenómeno extraño de la poesía, dice Rilke en un poema célebre,
transformarse, duros, en palabras,
como el cantero de una catedral se transforma en la calma de la piedra.
Porque el cantero de la catedral no piensa en estar
construyendo una catedral, mientras levanta apenas un muro. Y sin embargo una sola piedra es ya la catedral; sus herramientas, su fuerza y su fe en que el muro saldrá como debe, ya la anuncian. En esa calma de la piedra habla la sabiduría del labrador que huele si lloverá o no hoy, la del jardinero que sabe el momento benéfico para la poda, la del cocinero que intuye si son necesarios diez segundos más al fuego; así como en el amor –también habla del amor Rilke, denunciando, híper lúcido, la convención frívola en que la sociedad corrompe algo demasiado serio, precisamente para no asumir sus verdaderas leyes–, también en el cortejo amoroso debe saberse cuándo esperar, cuándo avanzar, cuándo retirarse.
Si viviéramos, dice Rilke, más de acuerdo con la vida,
con mayor armonía respecto a lo que ahora toca y a lo que no, nuestras vidas pequeñas, triviales y difíciles serían más grandes, más opulentas, y mucho más fáciles de vivir. No viviríamos con tanta sensación de angustia sobre lo que debemos hacer, porque entenderíamos que todo se está haciendo y nada se hace nunca en realidad. No viviríamos con tal terror nuestra soledad, porque sería un aliado, el confidente necesario que revela lo oscuro. No nos desesperaríamos en la impaciencia de que algo o alguien llegue, porque entenderíamos que en nuestra mano sólo queda el estar disponibles, entregados y veraces –como esperando el amor, como esperando un verso–; aquello llegará exclusivamente cuando la vida lo disponga, si es que le da la gana de disponerlo. No viviríamos encadenados a nuestra furia, dándonos latigazos por no estar consiguiendo... qué. Por no ser quiénes.
Es sólo uno mismo quien hay que llegar a ser. Pero
sólo en el silencio, en la soledad, en lo más oscuro, se revela tal cosa. Porque sólo en lo profundo tiene arraigo lo verdadero, lo que luego podrá durar, sea lo que sea: las raíces, el amor, el arte. No hablaba Rilke a Kappus de escribir. Porque escribir, para Rilke –para cualquier artista real–, es por encima de todo cincelar la catedral del propio carácter; “ser un mundo para uno mismo” sin esperar recompensa alguna “que pueda venir de fuera”.
Empezando siempre, de manera insobornable, por las
catacumbas:
No tenemos ninguna razón para desconfiar de nuestro
mundo, pues no está contra nosotros. Si tiene espantos, son nuestros espantos; si tiene abismos, esos abismos nos pertenecen; si hay peligros, debemos intentar amarlos. Y si orientamos nuestra vida solamente según ese principio que nos aconseja que nos mantengamos siempre en lo difícil, entonces lo que ahora se nos aparece como lo más extraño, se hará lo más familiar y fiel nuestro. ¿Cómo habríamos de olvidar esos antiguos mitos que están en el comienzo de todos los pueblos, los mitos de los dragones que, en el momento supremo, se transforman en princesas? Quizá todos los dragones de nuestra vida son princesas que esperan sólo eso, vernos una vez hermosos y valientes. Quizá todo lo espantoso, en su más profunda base, es lo inerme, lo que quiere auxilio de nosotros. publicidad