Precisamente el año en que se emprendió nuestra revolución política, inicióse otra revolución cultural no menos importante. En 1910 Justo Sierra funda la Universidad Nacional de México y, en su discurso de inauguración, fija no sólo la empresa que toca a aquella institución, sino la tarea cultural del México que entonces nace; por esos años, Antonio Caso pronuncia sus famosas conferencias que liquidan la vigencia del positivismo, doctrina oficial del antiguo régimen, y abren nuevos horizontes filosóficos; por estos años, en fin, se constituye e inicia su actuación uno de los grupos de escritores más valiosos que hayan existido en la historia de nuestras letras: el Ateneo de la Juventud, cuya obra establecerá las bases de nuestra cultura contemporánea. El mensaje espiritual del Ateneo de la Juventud –o de México, según vino a llamársele– contenía un amplio repertorio de intereses destacados y un firme propósito moral. Aquéllos pueden resumirse como sigue: interés por el conocimiento y estudio de la cultura mexicana, en primer término; interés por las literaturas española e inglesa y por la cultura clásica –además de la francesa ya atendida desde el romanticismo–; interés por los nuevos métodos críticos para el examen de las obras literarias y filosóficas; interés por el pensamiento universal que podía mostrarnos la propia medida y calidad de nuestro espíritu; interés por la integración de la disciplina cultivada, en el cuadro general de las disciplinas del espíritu. El propósito moral, que acaso no necesitó enunciarse, fue el de emprender toda labor cultural con una austeridad que pudo haber faltado en la generación inmediata anterior. Los nuevos escritores no se confiaron ya en las virtudes naturales de su genio ni se entregaron, seguros de su gloria, a los placeres de la bohemia; percatados, por el contrario, de la amplitud de la tarea que se habían impuesto, conscientes de sus deberes cívicos, tanto como de su responsabilidad humana, alentados por los ejemplos venerables de heroísmo moral e intelectual con que se nutrían en aquellas lecturas colectivas cuyo recuerdo perdura, los ateneístas mudaron radicalmente los ideales de vida de sus predecesores por otros, si menos brillantes, más fértiles para su formación intelectual. El progreso de esta conversión de ideales puede registrarse, con singular precisión, en los textos autobiográficos de algunos escritores de una y otra generación. Compárese, por ejemplo, la tónica dominante que ofrecen las memorias de Jesús E. Valenzuela y de José Juan Tablada, con las páginas que dedica a este periodo José Vasconcelos o con las crónicas de la empresa del Ateneo escritas por Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña, y se apreciará qué radical variación han sufrido los ideales y las vidas mismas de nuestros escritores. Para expresarlo con una fórmula, parcial pero ilustrativa, diríase que los escritores han pasado casi sin gradaciones, de la bohemia al gabinete de estudio mencionados antes. Obra de consulta: La literatura mexicana del siglo XX de José Luis Martínez (México: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1995)