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Índice
1. Encuadramiento disciplinar........................................................................................... 1
2. Posiciones históricas ..................................................................................................... 2
A) Dualismo ......................................................................................................................3
B) Paralelismo ...................................................................................................................3
C) Monismo espiritualista .................................................................................................4
D) Conductismo ................................................................................................................4
E) Monismo neurologista (“teoría de la identidad”, fisicalismo)......................................4
F) Emergentismo ...............................................................................................................5
G) Funcionalismo computacional .....................................................................................5
H) Otros funcionalismos ...................................................................................................6
3. Temas de la filosofía de la mente.................................................................................. 8
4. Metodología de la filosofía de la mente........................................................................ 8
5. Filosofía de la “mente sensitiva” .................................................................................. 9
6. Inteligencia humana .................................................................................................... 11
7. Causalidad y correlaciones.......................................................................................... 13
8. Moralidad y religión.................................................................................................... 14
9. Patologías .................................................................................................................... 15
10. Persona, espíritu, alma, yo, conciencia ..................................................................... 16
11. Inteligencia animal.................................................................................................... 17
12. Inteligencia artificial o computacional...................................................................... 19
13. Bibliografía ............................................................................................................... 21
A) Filosofía de la mente, antropología, psicología cognitiva y filosofía, filosofía de la
neurociencia, neuroética..................................................................................................21
B) Filosofía de la inteligencia artificial y de los sistemas inteligentes. Conexionismo ..24
C) Filosofía de la mente animal ......................................................................................24
1. Encuadramiento disciplinar
2. Posiciones históricas
A) Dualismo
En general, el dualismo sostiene la distinción real entre alma y cuerpo. El alma humana a veces es
llamada espíritu, o es mencionada por sus potencias, como la razón o la inteligencia. Como lo más
obvio es que nuestras ideas, juicios, intenciones no son algo corpóreo, tangible o visible, el
dualismo forma parte del conocimiento común, al margen de las teorías filosóficas, y en cierto
modo nadie puede prescindir de él. Las religiones suelen sostener igualmente la dualidad
espíritu/cuerpo. Esta dualidad puede concebirse como una yuxtaposición de dos substancias,
capaces de interactuar entre sí (un dolor físico provoca tristeza; un propósito promueve la actividad
del cuerpo), o bien como una unidad más profunda y esencial. El dualismo en sentido estricto es la
posición filosófica (puede ser también religiosa) que concibe el alma y el cuerpo en relación de
yuxtaposición extrínseca —así es en Platón o Descartes—, y en casos más extremos se llega a
identificar al hombre mismo con el alma, y aún a considerar que el cuerpo es algo negativo
(maniqueísmo). En Aristóteles y Tomás de Aquino el alma es considerada la forma o acto
substancial que da al cuerpo orgánico su especificidad, aunque se reconoce que el alma humana
tiene una dimensión que trasciende al cuerpo (inteligencia, voluntad libre), sin que por eso sea
extrínseca a él. La posición aristotélico-tomista no puede considerarse propiamente dualista, aunque
sí lo es para el materialismo, que asume de modo indiscriminado como dualista cualquier postura
filosófica que admita la existencia de algo distinto de las realidades materiales.
En la filosofía moderna, al haberse perdido con Descartes la noción de alma como forma del cuerpo
, se comienza a hablar sólo de “mente”. Ésta se ve sobre todo en sus aspectos fenomenológicos —
como conciencia, tanto sensitiva como racional—, así como el cuerpo es tomado en una versión
restringida a la descripción de las ciencias naturales (física). El problema moderno, entonces,
cristaliza en torno a las relaciones entre “mente” y “cerebro”, o entre operaciones y propiedades
“mentales” y procesos y propiedades estrictamente físicas. Con la expresión qualia, en la filosofía
de la mente suelen entenderse las sensaciones, en cuanto aparecen irreductibles a lo puramente
físico. Otro modo frecuente de referirse a las operaciones mentales en cuanto subjetivas y
conscientes es la expresión de “conocimiento en primera persona” o “privado”, mientras que los
conocimientos que no implican sensaciones subjetivas suelen llamarse “de tercera persona” o
“públicos”, sobre todo si son empíricos u observables desde fuera.
En la visión tomista, el yo o la persona normalmente es el conjunto de alma/cuerpo o mente/cuerpo,
aunque se reconoce que no tendría sentido hablar de un yo o de una persona si no hubiera una
subjetividad racional y sentiente. Por eso no tiene sentido decir que una piedra tiene un yo. De ahí
que en los materialismos las nociones de yo y persona entren en crisis.
En el ambiente característico de la filosofía de la mente contemporánea, la dualidad alma/cuerpo o
mente/cuerpo suele ser rechazada, pero más bien se piensa sólo en el dualismo cartesiano, el único
conocido. Sin embargo, Popper y Eccles sostienen posiciones dualistas en parte semejantes a la
cartesiana [Popper 1997; Popper-Eccles 1985]. Tal actitud suele relacionarse con la idea de que sólo
las ciencias naturales proporcionarían un conocimiento serio, con lo que faltan categorías
ontológicas para reconocer aspectos no materiales de la realidad de los que esas ciencias no pueden
dar cuenta, incluso de las sensaciones, que son materiales, mas no en el sentido de las explicaciones
físicas “en tercera persona”.
B) Paralelismo
El paralelismo “psicofísico” suele reconocer alguna distinción entre lo mental y lo físico, pero
prescinde o no admite su mutua interacción. El paralelismo ontológico es como un dualismo no
interaccionista (por ej., la concepción monádica de Leibniz). Aunque no se emplee esta
terminología, más frecuente en la filosofía moderna es una forma de paralelismo epistemológico,
según el cual la distinción entre procesos mentales y psíquicos sería sólo una manera de hablar o un
enfoque epistémico diverso de lo que en el fondo sería una misma realidad. Las descripciones
mentales (psicológicas) y cerebrales (neurológicas) estarían “correlacionadas” o serían simplemente
“correspondientes”. El paralelismo epistemológico se aproxima al monismo (por ejemplo, Spinoza).
C) Monismo espiritualista
Niega legitimidad a la noción de cuerpo como algo realmente distinto del espíritu o del
conocimiento. La realidad sería enteramente psíquica (panpsiquismo), o ideal, como sucede en
general en el idealismo (Berkeley), de un modo complejo que aquí no podemos abordar. Algunas
posiciones, cuando admiten la atribución de mente, inteligencia, psiquismo, conciencia, a las cosas
materiales, al universo, a los robots con inteligencia artificial, son formas monistas pseudo-
espiritualistas (en realidad son materialistas).
D) Conductismo
El conductismo psicológico intenta resolver ciertas actitudes “interiores”, por ejemplo las
sensaciones o las emociones, en esquemas de estímulo-respuesta de tipo neurofisiológico,
susceptibles de una descripción física externa sometida al rigor de las leyes naturales. El
conductismo psicológico puede tomarse como un método de atenerse sólo a lo externo, o como una
negación estricta de la interioridad. El conductismo filosófico [Ryle 2005], por su parte, resuelve los
procesos interiores (actos inteligentes, recuerdos, propiedades psíquicas) en conductas externas o
públicas. Por ejemplo, el agradecimiento se resolvería en una serie de actos externos (sonrisas, actos
de servicio, frases amables), o al menos en la disposición a realizarlos. Sin embargo, esos actos
externos poco sentido tendrían si no fueran la expresión de algo interior, si bien lo interior y lo
exterior (por ejemplo, una sonrisa) pueden integrar un único acto constituido por dos dimensiones,
y no siempre tienen por qué estar separados como dos actos distintos (no es lo mismo matar
intencionalmente que hacerlo sin intención, si bien la intención puede estar expresada y fundida en
la acción externa intencional).
Reduce el acto psíquico y sus contenidos intencionales a la actividad neuronal. La mente —el
pensamiento, el amor, las creencias, la intencionalidad, los significados— no sería más que el
conjunto de las actividades complejas del cerebro entendido como órgano físico-químico. La tesis
es afirmada, aunque parezca contra-intuitiva, en virtud del principio a priori de que sólo las leyes
físicas de la naturaleza serían principios explicativos. En consecuencia, la aparente evidencia de los
actos mentales debería concebirse, según algunos, como una suerte de fenómeno subjetivo, así
como el aspecto fenoménico del cielo astronómico es explicado a fondo por la astrofísica: lo mental
sería un epifenómeno. Para otros, los conceptos mentales —representaciones, deseos, juicios—
serían construcciones teóricas o sociales útiles para referirse a lo que en el fondo es sólo
neurológico, quizá inevitables o cómodas (“psicología popular”) para entenderse con facilidad en la
vida práctica. Pero aquí se cae en la incoherencia de que esas construcciones teóricas, igual que la
misma “teoría” neurologista y que la “ciencia” neurológica, son auto-negadas por esta postura, pues
no serían sino actividad neuronal. Otros, como Paul y Patricia Churchland, sostienen que la
psicología popular debería ser poco a poco eliminada y sustituida, en sus conceptos y terminologías,
por conceptos y terminologías neurocientíficas (eliminativismo) [Churchland 1986]. Aunque los
avances de las neurociencias en los últimos tiempos son extraordinarios, no puede pretenderse que
esta postura sea “la actual” o que esté “ya” demostrada por la ciencia. Es una posición filosófica
materialista que debe argumentarse en términos filosóficos. Pretender que la ciencia “la ha
demostrado” es una actitud ideológica, pues la ideología es filosofía encubierta y no probada.
Los autores que de alguna manera sostienen la validez de los conceptos “mentalistas”, al menos
como útiles o imprescindibles para dar cuenta de las operaciones o estados psíquicos, aunque en el
fondo se reduzcan a procesos neurales, admiten cierta eventual autonomía de la psicología respecto
a la neurociencia. Estos autores son reductivistas ontológicos, pero no reductivistas
epistemológicos. A veces los libros de filosofía de la mente los llaman “fisicalistas no
reductivistas”, aunque en realidad son materialistas y, por tanto, también son “reductivistas” en el
sentido de que para ellos el mundo del espíritu (artes, ciencias, moral, religión, amor) se reduce a
actividad material, explicable por la física de hoy o del futuro. Los propugnadores del materialismo
en la filosofía de la mente a veces llaman a su postura naturalismo, en cuanto se basa
exclusivamente en las ciencias naturales, contrapuesto al mentalismo, que sería la posición dualista.
Como la existencia real de sensaciones, pensamientos, creencias, libertad, cae bajo el conocimiento
ordinario y en cierto modo es imposible negarlas seriamente en la práctica, con independencia de
cualquier posición filosófica sofisticada, resulta artificioso mencionar esas dimensiones con el
rótulo de “teorías” (“teoría de la mente”), lo mismo que no hablamos de una “teoría de la verdad” o
“teoría de la realidad”, si bien pueden elaborarse teorías filosóficas acerca de ellas. Algunos autores
materialistas, en cambio, suelen tratar a la mente y sus operaciones como si se tratara de una teoría
entre otras, o como si las convicciones más elementales de la gente, en su conocimiento común,
fueran simplemente teorías.
Algunos neurocientíficos de prestigio —Changeux, Damasio, Gazzaniga— han publicado obras de
alta divulgación en las que, sin adherirse a las teorías filosóficas reductivistas elaboradas, en
realidad dan explicaciones de dimensiones no materiales de la vida humana (conceptos,
sentimientos, lenguaje, yo) de tipo sólo neural [Changeux 1986; Damasio 2001, Damasio 2005;
Gazzaniga 2005]. Estos autores sostienen, así, un naturalismo biologicista para explicar al hombre,
que puede encuadrarse en el materialismo monista, aunque con matices con respecto al “no
reductivismo epistemológico” mencionado arriba. Esto no disminuye el valor de las explicaciones
neurales de los fenómenos humanos más altos (conciencia, libertad, emociones) ofrecidas por los
científicos, en tanto son explicaciones parciales, pues obviamente todas las actividades humanas se
ejercen siempre contando con una base o soporte neural.
F) Emergentismo
Con ocasión del surgimiento de la computación, fue propuesta una nueva explicación materialista
de los actos y estados mentales, contraria al conductismo y al neurologismo. Una función o una
estructura es independiente de su realización material: una silla puede ser de madera, hierro, etc.
Además, puede pensarse en abstracto y sin materia: el concepto de silla no es una silla. Las
operaciones mentales podrían ser funciones computacionales (elaboración de información) capaces
de realizarse de modo múltiple (realizabilidad múltiple) en diversos soportes materiales, como se ve
en los programas computacionales (el software admite realizarse en diversos tipos de hardware, en
teoría incluso cuánticos). Esta tesis fue propugnada en un primer momento por H. Putnam, aunque
luego él la abandonó [Putnam 1990]. El funcionalismo computacional es una forma de materialismo
epistemológicamente no reductivista: un tipo de estado mental (por ej., el miedo) no corresponde
sin más a un tipo de activación neural (el miedo podría realizarse en estructuras físicas de otro tipo),
aunque este estado mental concreto sí sería idéntico a este proceso neural concreto, dado que en él
se realizaría (se habla, entonces, de identidad del type, pero no de la ocurrencia concreta o token).
Estamos ante un reductivismo neural mitigado. Sin embargo, aquí se ha producido una nueva forma
de reductivismo, pues no se reconoce la realidad de los actos mentales como tales, que son
reducidos a funciones, concretamente a funciones computacionales.
En este sentido, el funcionalismo computacional no permite distinguir claramente, salvo según la
base material, la psique humana o animal del software de un ordenador. Esta tesis suele unirse a la
llamada teoría de la inteligencia artificial fuerte [Minsky 1985; Boden 1984], según la cual no
habría una verdadera distinción de fondo entre nuestra mente y una eventual inteligencia artificial
que exteriormente podría hacer todo y más de lo que hace la mente humana. El matemático Turing,
uno de los creadores de la moderna computación, fue el primero en proponer la posibilidad de la
equiparación entre la inteligencia humana y la “inteligencia” de un ordenador [Turing 1950].
El funcionalismo computacional en el fondo inaugura una nueva forma de dualismo extremo,
porque las funciones mentales, siendo independientes de la estructura material, podrían realizarse
computacionalmente en cualquier tipo de estructura material (una idea que recuerda a la
“trasmigración de las almas”). Algunos llegaron a pensar que nuestra personalidad (“yo narrativo”)
podría extraerse de nuestro cuerpo y “resucitarse” o conservarse perennemente para ser realizado en
soportes físicos de otras etapas de la evolución cósmica. Las críticas a este funcionalismo, ligado a
veces al cognitivismo clásico al que nos referimos al principio, sostuvieron que esta visión suponía
relegar al cuerpo a un papel secundario. Por eso en las últimas décadas la concepción biologista se
ha impuesto con más fuerza que el computacionalismo de las primeras décadas de la segunda mitad
del siglo XX.
Son famosas algunas críticas a la negación de los qualia del funcionalismo computacional [Putnam
2001; Searle 2004], en el sentido de hacer ver que, aunque un robot hiciera en lo exterior,
físicamente, lo mismo que hace un hombre, y aunque pudiera resolver computacionalmente todos
los problemas y guiar así su conducta (visión computacional, oído computacional, etc.), en realidad
nada sentiría y carecería de operaciones vitales, sentientes y personales. Sería siempre una máquina,
aunque pudiera resolver problemas matemáticos, logísticos, simular emociones o elaborar algunas
obras de arte. Searle, en especial, ha realizado una potente crítica de la teoría de la inteligencia
artificial fuerte. Las máquinas informáticas, para Searle, tienen una intencionalidad derivada, no
intrínseca. Sus significados surgen sólo con relación a usuarios dotados de intencionalidad
intrínseca: las personas humanas.
H) Otros funcionalismos
En las páginas anteriores hemos podido ver algunas de las temáticas tratadas por la filosofía de la
mente. Muchos manuales de esta disciplina se limitan a examinar las cuestiones desde el punto de
vista histórico o dividen los capítulos en torno a las diversas posiciones que acabamos de ver. Los
temas sistemáticos que surgen de ellas, con frecuencia relacionados con la psicología o ciertos
sectores de la neurociencia, son: la categorización de los actos mentales y su relación con los
neurales, las sensaciones o percepciones (los qualia) y la cuestión de la conciencia, la inteligencia y
las emociones, la intencionalidad, el yo y la libertad, la causalidad mental, el conocimiento de las
“otras mentes”, la racionalidad. Obviamente sería deseable que la filosofía de la mente, aunque
estudie temas algo sectoriales, entronque con una antropología o visión más completa del hombre,
enraizada en las nociones de persona humana y de relaciones sociales personales recíprocas.
El estudio del valor de la inteligencia artificial merece un capítulo aparte o una disciplina propia
vinculada a las ciencia computacional, y puede relacionarse también con el sentido y alcance de las
redes neurales, nueva “arquitectura cognitiva” computacional no basada en símbolos y programas
sino en asociaciones sistémicas de mutuo refuerzo e inhibición.
En el futuro la filosofía de la mente debería incluir cuestiones de neurofilosofía, con estudios sobre
el sentido de las localizaciones o la estructura y dinamismo de conjunto del cerebro (jerarquía,
niveles, módulos, codificaciones, asociaciones), y sobre temas como la memoria y el lenguaje, la
toma de decisiones, la conciencia de la propia corporeidad y la situación en el entorno físico y
social. Podrían también estudiarse el sentido de la salud y enfermedad mental, el valor de los
métodos psiquiátricos y las diversas terapias, el alcance de las intervenciones físicas (quirúrgicas,
eléctricas, farmacológicas) en el cerebro y en las funciones superiores de la persona, con fines tanto
terapéuticos como de potenciamiento (enhacement), y las consecuencias en las actividades mentales
y en la personalidad de la interfaz entre computación y cerebro.
Además, la filosofía de la mente debería incluir un sector dedicado al estudio del psiquismo animal,
con el objeto de situarlo en sus distintas manifestaciones, incluyendo temas como la inteligencia y
el lenguaje de los animales, para así distinguirlo de la vida mental o psicosomática de la persona
humana y sus relaciones sociales.
En lo que sigue nos detendremos sólo en algunas cuestiones centrales, tomando como perspectiva
de base un planteamiento aristotélico y tomista hilemórfico y personalista, en el que la actividad
“mental” —en realidad, psicosomática— se ve como una forma de vida inmanente cognitiva y
afectiva esencialmente unida al cuerpo, aunque a la vez trascendiéndolo en lo que toca a las
operaciones intelectuales y voluntarias.
Las tesis históricas examinadas, así como todo lo que veremos, donde incluiremos una serie de
juicios concernientes a las relaciones entre las actividades intelectuales y el cerebro, evidentemente
no pueden basarse sin más en experiencias neurológicas. Éstas se tienen en cuenta, sin duda, pero
en unión con lo que indica nuestra experiencia fenomenológica de la actividad del pensamiento y de
la voluntad, experiencia imprescindible y nunca sustituible por experimentos orgánicos. Al
reflexionar sobre nuestras experiencias y los datos de la neurociencia, la neuropsicología, la
psiquiatría, etc., daremos, como hacen todos los autores, una interpretación filosófica de estos
conocimientos: una interpretación que pretende ser verdadera, pues éste es precisamente el objetivo
de la filosofía de la mente. La existencia de la inteligencia, la voluntad, los sentimientos, el yo, no
se postulan a priori, sino que se conocen como fruto de una experiencia intelectual que puede
elaborarse racionalmente, acudiendo para esto a la metodología filosófica y también al auxilio de
las ciencias.
El dualismo suele plantear una distinción tajante entre actos de conciencia (sentir, pensar) y actos
físicos (mover los ojos o los brazos, activaciones neuronales), mezclando sin más los actos
sensitivos y los intelectivos y separando por pura abstracción la noción de evento físico de la noción
de evento mental. Este modo “brutal” de comenzar la filosofía de la mente lleva a confusiones
inacabables.
Conviene comenzar, por el contrario, por la estructura hilemórfica de todos los cuerpos, que es la
primera “dualidad” que nos presenta la naturaleza. Cualquier cuerpo o grupo de cuerpos tiene
siempre una dimensión material: las partes sensibles que lo constituyen, muchas veces separables
realmente. Y una dimensión formal: el “acto”, en algunas ocasiones “estructura” y nunca cosa, que
constituye algo en su especificidad, separable de las cosas sólo mentalmente o por abstracción. Un
vaso es juntamente su forma y el cristal o el material de que está hecho. Una misma materialidad
puede contener varias formalidades y una misma formalidad puede realizarse en diversas
materialidades. Lo formal y lo material deben entenderse juntamente y no por separado. Ni de la
idea de silla podemos deducir su materialidad, ni de la idea de madera o metal podemos deducir sus
posibles formalizaciones.
En los vivientes o cuerpos orgánicos, la corporalidad (materia) está organizada no sólo para exhibir
cierta armonía matemática, sino para permitir la “afirmación” de una individualidad que se pone en
cierto modo como fin para sí misma, y que por eso, una vez nacida, tiende a sobrevivir y se
defiende de los peligros que amenazan con destruirla, aunque al final envejezca y muera. En el
crecimiento, el cuerpo se auto-construye (auto-poiesis) siguiendo un “programa” contenido en el
código genético. A continuación, el organismo tiene que estar auto-organizándose a sí mismo para
mantenerse en vida, administrando “sabiamente” (homeostasis) la energía que recibe del ambiente y
que podría destruirlo. En la reproducción, el organismo transmite su formalidad autoconstructiva
generando un organismo nuevo. Todo esto lo hace el organismo viviente distribuyendo en su
interior, de modo diferenciado y según tiempos y lugares oportunos, la “información” que recibe
del ambiente, y no sólo recibiendo energía. Es decir, el viviente de alguna manera auto-controla su
propio cuerpo. Esto significa que su formalidad central o global no es como la de un ser inanimado.
Tal formalidad posee un dinamismo especial que se entiende sólo en unidad con el organismo y no
como una “cosa” o como algo separado. Todo lo que acabamos de indicar no son meras
“características” del viviente, sino que son, en su conjunto, precisamente lo que “define” al
viviente. La vida es un modo novedoso de ser-cuerpo, indeducible desde la corporalidad inerte.
Los animales son vivientes sensitivos. No sólo tienen vida, sino que la sienten en alguna medida.
No sólo tienen manos eficaces, o se alimentan, sino que ejercen algunos actos o funciones corpóreas
sintiéndolo. La sensibilidad implica una especialización en la recepción y elaboración de
información que, a diferencia de lo que acontece en toda célula, se une al hecho de sentirla (recibir
información luminosa sintiéndolo, cosa que llamamos “ver”). Por eso es propio de los animales
tener sistema nervioso, y en los animales más evolucionados ese sistema nervioso está centralizado
y unifica más y más las canalizaciones sensoriales en la estructura encefálica. El animal se auto-
gobierna de modo no sólo vegetativo, sino sensitivo, “desde” su encéfalo. La información que es
elaborada e integrada en el cerebro animal (y humano) puede dar lugar a operaciones vegetativo-
sensitivas, o bien sensitivo-transorgánicas.
Las operaciones vegetativo-sensitivas están destinadas a la realización “sentida” de funciones
orgánicas, que perfeccionan, preservan, producen, etc., algo del cuerpo (comer, beber, actividad
sexual). No basta definirlas por sus funciones, pues una alimentación más eficaz mas no sentida,
aunque sea posible, no está a la altura de lo específico de la vida animal. Las operaciones sensitivo-
transorgánicas, por su parte, son orgánicas (las realizan partes especializadas del cuerpo), pero no
están destinadas ya a la preservación de un órgano, sino que se abren a un mundo intencional
animal más amplio: por ejemplo, relaciones sociales con otros animales (compañía, afecto,
subordinación, cooperación, etc.), actividades agresivas (caza, defensa), constructivas
(“arquitecturas” animales), comunicativas (“lenguajes animales”), y otras de este orden. El sistema
nervioso y más centralmente el cerebro es el órgano propio de todas estas operaciones animales. Sin
embargo, salvo la estructura de los órganos de los sentidos periféricos (ojos, oídos, etc.), el cerebro
no es un órgano acabado, sino que cada animal debe de alguna manera “estructurarlo” en base a
innumerables conexiones sinápticas, en la medida en que sus actividades sensitivas, tanto
vegetativas como transorgánicas, aunque procedan inicialmente de un primer impulso instintivo
innato (genético), deben formarse progresivamente según la experiencia, el aprendizaje y la
memoria.
En definitiva, el animal se abre a un mundo intencional (cognición sensorial) cada vez más rico, con
acompañamientos afectivos, perfectamente integrado con su sistema nervioso, con el que dirige su
cuerpo en lo que se refiere a sus aspectos motores intencionales [Sanguineti 2007]. No lo hace
aislado, sino en unión intencional (muchas veces comunitaria) con otros animales. Aunque posee
también vida vegetativa, capta intencionalmente su ambiente y su propio cuerpo y así se auto-
controla no ya como un vegetal, sino con sensibilidad y emoción. Entre sus percepciones y
reconocimientos y sus activaciones emotivas que desembocan en una conducta intencional, se
forma una suerte de ciclo o circuito que constituye propiamente, “por definición”, la vida animal.
Aunque los animales tengan actos “internos” (percepciones, sensaciones, etc.), normalmente estos
actos se manifiestan de modo externo y “público” para otros animales que sepan leerla (gestos,
expresiones del cuerpo y faciales).
Las “señales” informativas sin conocimiento típicas de la vida vegetal se transforman en los
animales en signos sensibles que pueden aprenderse, recordarse y perfeccionarse por asociaciones y
redes asociativas, dando así lugar a cierto “lenguaje” animal concreto y práctico, incorporado en sus
mecanismos perceptivos (por ej., en base a los condicionamientos conductuales: la campanilla que
indica la hora de comer) y en su comunicación con los demás animales (“lenguajes animales”, con
componentes instintivas y aprendidas). La captación de las cosas del entorno con significados
prácticos (la piedra que puede servir para arrojarla contra alguien) y su asociación con cierta
conducta (agarrar la piedra y servirse de ella para defenderse, y cosas de este tipo) suponen el
surgimiento de lo que puede llamarse “inteligencia animal”.
Esta caracterización de la vida animal —expresión más adecuada que la de “mente animal”—
pertenece también al hombre, sólo que en nosotros está incorporada a niveles cognitivos, afectivos
y conductuales más altos. El acto o la operación sensitiva, en definitiva, no es ni puramente físico o
neural, ni puramente psíquico, sino que contiene una serie de dimensiones, en la unidad de un único
acto. A saber:
a) Dimensión neuronal: ver, oír, imaginar, recordar, percibir, etc., se realizan materialmente según
un preciso dinamismo nervioso que vamos descubriendo con la neurociencia. La parte neural del
acto psíquico es su causa material, no su constitutivo absoluto o exclusivo. La neurociencia se
concentra sobre esta causalidad, pero presupone las otras dimensiones, que dan al acto su sentido
completo. Pensar en la operación visiva sólo en términos neurológicos es una abstracción, pues de
este modo se deja de lado su parte cualitativa, como cuando sabemos que los murciélagos captan
ultrasonidos porque lo descubrimos neurológicamente, pero sin tener la experiencia de lo que
supone oír ultrasonidos.
b) Dimensión psíquica o subjetiva: el acto sensorial contiene una cualidad propia, la “sensación de
placer”, “la emoción de la furia”, etc. Esta dimensión es la causa formal del acto sensitivo, la que le
da su pleno sentido. Algunas veces la operación psíquica puede captarse sin que comparezca el
cuerpo (por ejemplo, en un acto imaginativo), o éste puede hacerse notar sólo de un modo muy
parcial (al ver, advertimos que lo hacemos con los ojos, pero las activaciones cerebrales de la vista
quedan ocultas). La dimensión psíquica se capta como un acontecimiento de la propia subjetividad:
cuando un animal está triste o contento, no está triste o contenta una parte de su cuerpo, ni siquiera
“todo” su cuerpo, sino el individuo como un todo que siente. A esto lo llamamos “subjetividad” o
“sujeto”, que en el caso del hombre es “persona”.
c) Dimensión objetiva o propiamente intencional: algunos actos psíquicos cognitivos (ver, oír,
recordar) no se notan tanto en su acontecer operacional, sino más bien en sus objetos intencionales
externos, por ejemplo el “ver” en “lo que se ve”: paisajes, flores, etc.. De algún modo la
subjetividad se esconde en este tipo de actos intencionales que comportan una trascendencia
intencional o apertura cognitiva al ambiente. En cambio, los actos sensitivos destinados a la
captación del propio cuerpo (sensaciones interoceptivas) suponen la auto-advertencia sensitiva del
cuerpo propio: en cuanto se mueve, tiene cierta temperatura, se esfuerza, etc.
d) Dimensión conductual: las operaciones sensitivas suelen estar relacionadas de maneras diversas
con actos corpóreos significativos, como el ver conlleva movimientos de los ojos y de la cabeza, o
ciertas emociones tienen expresiones faciales propias.
e) Dimensión metafísica: los actos sensitivos comportan una dimensión que sólo puede captar el
sujeto inteligente, aunque ella se une intrínsecamente al acto sensitivo. Así, el ver humano se abre a
la realidad, que como “realidad” es reconocida por la inteligencia, o implica también un “sujeto que
ve”, igualmente reconocido por el intelecto. Una versión empirista del conocimiento sensible tiene
dificultades para admitir estos aspectos tan obvios. De ahí la problematicidad del conocimiento del
yo en las filosofías de la mente que aceptan presupuestos empiristas.
Estas dimensiones suelen estar implícitas en el lenguaje y conocimiento ordinarios, que por este
motivo resulta analógico y debe precisarse cuando se hace filosofía de la mente. Así, el ver en
frases como “veo una persona”, “el animal ve una persona”, “el robot ve una persona”, no significa
lo mismo (el animal ve personas materialmente, sin reconocerlas como tales; un robot ve personas
sin tener ni siquiera un acto visual propio). El cuerpo humano (o animal) puede tomarse como
cuerpo personal, o cuerpo intencional (conteniendo sus aspectos significativos “altos”), o bien
puede tomarse en un sentido abstracto reducido, como suele ser conceptualizado por las ciencias
naturales. La expresión “me duele la mano” no tiene sentido según la noción abstracta de cuerpo
utilizada por la física, en la que no hay lugar ni para un “yo” dolorido, ni para un “sentir dolor” de
un cuerpo.
6. Inteligencia humana
Las operaciones inteligentes del hombre no son iguales a las de los animales. No comprenden sólo
situaciones significativas prácticas en relación con la conducta típica, sino que [Sanguineti 2007]:
1) Separan de modo abstracto todo tipo de relaciones, propiedades y objetos (incluso el
mismo universo), para considerarlo, si se desea, al margen de intenciones o situaciones
concretas (universalidad absoluta: apertura a todo tipo de posibilidades o al ser como
tal).
2) Captan contenidos por puro interés especulativo, sin tener necesariamente una
finalidad práctica fuera de la actitud contemplativa.
3) Iluminan, a veces por puro deseo especulativo, situaciones concretas a la luz de
razones universales. Por ejemplo, el hombre, si quiere y puede, es capaz de estudiar el
arte y la cultura fenicia, con todo un bagaje de universales, sin ningún interés práctico,
sencillamente para conocer la verdad.
4) Crean de modo abstracto todo tipo de relaciones nuevas, estableciendo normas
universales: por ejemplo, crea sin límites nuevas gramáticas o nuevos lenguajes, y es
capaz de inventar todo tipo de instrumentos técnicos, condicionado por las
disponibilidades materiales, pero sin límites formales.
5) Captan las estructuras ontológicas de la realidad como tales: no sólo comprende
materialmente la realidad, la causalidad, las personas, etc., sino que capta como tal lo
que supone ser real, ser posible, ser imposible, ser irreal, ser poco útil, ser idéntico, ser
significativo, ser amable, ser interesante, etc.
Naturalmente, el hombre no conoce todo esto de modo automático, sino contando con el tiempo, la
experiencia, la reflexión, el esfuerzo racional, el aprendizaje, pero puede llegar a todo lo
mencionado, de modo muy variado, tanto como persona individual como a lo largo de la historia, de
modo colectivo o social. Así lo demuestran la creación y evolución de las ciencias, el despliegue de
la tecnología, la cristalización de los lenguajes, la historia de la filosofía y del arte, la actividad
religiosa, etc., en una palabra, el entero perfeccionamiento cultural.
Todo lo indicado presupone una capacidad comprensiva peculiar, que llamamos inteligencia. Para
distinguirla de la inteligencia práctica animal, puede denominarse también racionalidad universal,
inteligencia universal o personal. Los tests de inteligencia, como es obvio, no pueden medir
globalmente la inteligencia vista de este modo. Se centran sólo en la realización de algunas
operaciones concretas, que en ciertos casos podrían ser también habilidades prácticas superiores
(percepción de estructuras espaciales, numéricas, etc.).
La inteligencia humana se acompaña, coherentemente, con la capacidad (implícita) de desear o
poder “amar” todas las cosas (actos, objetos, personas, obras culturales) por sí mismas, en su valor
o amabilidad intrínseca y no sólo en función de intereses instintivos o de la vida material concreta.
Esa capacidad tendencial se llama voluntad: poder querer cualquier cosa en cuanto es, y en cuanto
es amable se califica como buena. Los animales pueden apetecer comer, jugar, estar acompañados,
pasear, dentro de un ámbito intencional limitado. El hombre puede querer o apetecerlo todo, porque
con su inteligencia puede comprenderlo todo, aunque no se trate de una comprensión exhaustiva.
Por eso el hombre puede amar la naturaleza, la contemplación del universo, el trabajo técnico sea
cual sea, las artes, la cultura, etc. y sobre todo puede amar a las personas como algo valioso en sí
mismo semejante a su propia persona, de la cual es autoconsciente, pues se autocomprende como
existente y como abierto a la infinitud del ser, aunque a la vez limitado y dependiente. Éste es el
fundamento de su tensión de amor a Dios.
Por su racionalidad universal y capacidad de amor basada en la inteligencia, el hombre puede
arbitrar todo tipo de medios y escoger todo tipo de acciones con el objeto de alcanzar los bienes
amados, dentro de las posibilidades físicas disponibles en sus circunstancias. Esta capacidad es la
libertad. Por libertad, entonces, puede entenderse tanto el amor mismo personal e inteligente, como
la capacidad electiva o decisoria que orienta la conducta intencional. Tal libertad no se opone a
vínculos, ya que el hombre puede entender que para conseguir algunas cosas debe (normatividad)
escoger y realizar otras. Tampoco significa la libertad que pueda “hacerlo” todo, pues está limitado
por las disponibilidades físicas y por sus deberes: puede usar mal de su libertad.
A la vista de lo dicho, cabe interrogarse por la relación entre las capacidades intelectuales y
voluntarias y las activaciones neurales, cuya importancia se ha visto en el apartado anterior. El
dualismo riguroso introduce drásticamente estas dimensiones espirituales “junto” al cuerpo
humano. En cambio, con la visión intencional según la cual el cerebro animal está ya informado por
capacidades superiores, que se realizan de modo propio en la estructura funcional cerebral, resulta
más fácil comprender cómo las potencialidades racionales del hombre, por una parte, trascienden de
modo absoluto lo corpóreo animal, aunque al mismo tiempo están fuertemente enraizadas en el
cerebro, órgano, entre otras cosas, de la sensibilidad superior del hombre.
La inteligencia humana no puede ejercerse sin estar unida a la base sensorial (imaginación,
memoria, experiencias concretas), a la que ilumina y de la que se sirve como plataforma. De un
modo análogo, la voluntad humana encuentra una continuidad “sistémica” con la afectividad
(pasiones, sentimientos) en sus diversos niveles. Esta conexión intrínseca de la razón con la
sensibilidad superior exige una continua actividad cerebral. Por este motivo, sin el cerebro, sede
propia de la actividad sensitiva humana, cognitiva y afectiva, la inteligencia y la voluntad no
pueden operar. El cerebro, en consecuencia, no es un mero “instrumento extrínseco” de la
inteligencia. Más bien es un órgano —término que significa “instrumento funcional”— esencial
pero a la vez “no proporcionado” de la inteligencia. Pensamos con el cerebro, pero trascendiéndolo.
Se comprende, entonces, que nuestra inteligencia en su actuación concreta esté condicionada por las
características y las actuaciones específicas del cerebro, que interviene como causa material
desproporcionada. Por otra parte, el hombre necesita no sólo del cerebro para pensar, sino además
de instrumentos culturales externos gracias a los cuales su inteligencia “cerebralizada” puede
operar bien, con continuidad, con amplitud, con grandes asociaciones, con memoria, unida a los
sentidos, etc. Entre estos “instrumentos”, en primer lugar está el lenguaje, sistema de signos
sensibles ligados según reglas racionales que la misma inteligencia crea y comprende. Las obras de
la cultura, por tanto (lenguaje, escritura, ciencias, ordenadores, sistemas inteligentes, etc.), así como
los estímulos y motivaciones que proceden de las relaciones sociales (educación, familia, ambiente)
condicionan el ejercicio de la inteligencia de las personas.
Por último, la inteligencia y la voluntad humana operan gracias a un “bagaje” constituido por
hábitos que la conforman y potencian, permitiéndole un crecimiento estable (hábitos lingüísticos,
científicos, artísticos, comunicativos, virtudes, etc.). Algunos de estos hábitos se reciben gracias a la
educación e inculturación. Los que tienen que ver con habilidades perceptivas o motoras, y todos en
la medida en que exigen memoria de trabajo y memoria narrativa, la puesta en marcha de
mecanismos atencionales, etc., exigen configuraciones neurales específicas, por ejemplo, hábitos
musicales, lenguaje, hábitos de dibujo, dominio espacial, etc.. Las diversas inteligencias de que
habla Gardner (musical, cinética, analítica, etc.) pueden entenderse como hábitos intelectuales
[Gardner 2005].
7. Causalidad y correlaciones
Nuestros actos intelectuales y voluntarios y su base habitual (virtudes, hábitos intelectuales como la
prudencia, la ciencia, la sabiduría) tienen un sustrato natural “innato” en el sentido de que,
suponiendo la maduración psicosomática oportuna, dan lugar a ciertos conocimientos y tendencias
apetitivas naturales, comunes a todos los hombres. Esto es lo que los clásicos han llamado hábitos
de los primeros principios. Por ejemplo, al conocer, comprendemos necesariamente la realidad, la
distinción entre cosas y personas, o naturalmente tendemos a amar a los demás de modo amistoso.
Otros hábitos, en cambio, o estos mismos en sus concreciones variadas, se adquieren gracias a los
influjos culturales y al ejercicio personal.
Los hábitos relacionados con habilidades sensitivas superiores, como el lenguaje, tienen una estricta
localización encefálica, como son, por ejemplo, las áreas lingüísticas cerebrales. En cambio, los
hábitos de los primeros principios y todos los hábitos y virtudes intelectuales y morales adquiridos,
con sus correspondientes actos, por ejemplo, la química o física que uno sabe, las virtudes éticas y
religiosas de una persona, no tienen una base neural específica, como creía falsamente Gall en el
siglo XIX, aunque sí tienen una base “indirecta” en las zonas cerebrales necesariamente
relacionadas con esas capacidades (área lingüística, emotiva, atencional, proyectual, etc.). Por otra
parte, a cierto nivel los hábitos pueden cristalizar parcialmente en circuitos y redes cerebrales que se
hayan formado en un individuo, dando así lugar a asociaciones afianzadas entre pensamientos,
palabras y reacciones emotivas, expresivas o motoras.
No tiene ningún sentido, por eso, hablar de sectores del cerebro, ni de predisposiciones genéticas de
la moralidad, la religión, la filosofía, la política. En cambio, sí podría haber predisposiciones
genéticas para la música, el lenguaje, etc., pues son tareas sensitivas. Sin embargo, es evidente que
cuando una persona reza, toma decisiones morales, piensa, estudia metafísica, se le activan algunos
circuitos cerebrales empíricamente observables, en base a lo que acabamos de decir. Esos circuitos
corresponden a sus respectivas emociones, frases, recuerdos, ritmos imaginativos, etc. Pero es un
auténtico contrasentido pretender que las observaciones de las actividades cerebrales, por ejemplo,
mediante técnicas de neuroimágenes “demuestren” que todo hombre es religioso o tiene moralidad,
o que la moral y la religión sean un producto de ciertas regiones cerebrales.
Por otra parte, deducir en base a exploraciones en el cerebro lo que una persona está pensando,
sintiendo, proyectando, etc., es un problema hermenéutico, como lo es interpretar en qué está
pensando alguien en base a sus expresiones faciales. Normalmente así podríamos saber de modo
genérico, y seguramente por conjetura, algo de lo que un individuo está haciendo mentalmente, por
ejemplo, si está mintiendo, si tiene miedo, pero no mucho más, salvo que tengamos otros datos
sobre el modo de ser de esa persona.
¿Existe una base biológica de la moralidad de la persona humana, radicada por ejemplo en el
cerebro? No directamente. Podría hablarse de cierta base biológica en el sentido de que el cerebro
es órgano de la sensibilidad superior, en cuyo dinamismo están inscritos impulsos más o menos
instintivos, que son materia de regulación moral (por ej., impulsos sexuales, altruistas, etc.),
regulación que es obra de la razón y la libertad. En cambio, las conductas emotivas e instintivas de
los animales (agresividad, colaboración, obediencia a jefes, celos, venganzas, etc.) tienen una
radicación cerebral propia, reconocible si tomamos al cerebro como órgano intencional, no
meramente fisiológico.
9. Patologías
El hombre no siempre actúa según los niveles más altos de la persona (inteligencia y voluntad), a
causa de los condicionamientos y causalidades “menos altas” que pueden influir en la conducta.
Obviamente un embrión, una persona dormida o en coma, no pueden actuar con conciencia y
libertad. Lesiones cerebrales, drogas, enfermedades, pueden impedir la plenitud del ejercicio de
nuestros actos inteligentes y libres, al perturbar los estados de la conciencia, el uso de la memoria
de trabajo y los procesos atencionales, la activación espontánea de ciertas emociones, las
captaciones perceptivas, etc. La conciencia de sí, la memoria, las habilidades, las experiencias y
percepciones, pueden parcialmente desintegrarse, a veces de modo gravemente patológico, aunque
no siempre podamos saber el grado de voluntariedad y conciencia del que pueda disponer una
persona concreta afectada por esas disfunciones. Por eso, las “duplicaciones de personalidad”, las
alucinaciones, las agnosias, los autoengaños, las sugestiones, las amnesias, la fuerza irracional de
ciertas emociones no controladas, etc., pueden menoscabar o impedir el uso de hábitos previamente
adquiridos o incluso de los hábitos de los primeros principios (morales, intelectuales), o disminuir
la responsabilidad de la persona en sus actos. Estas anomalías no son una objeción para la
existencia de la autoconciencia y la libertad. Sólo significan que la persona no siempre tiene la
disponibilidad del uso de su libertad e inteligencia.
Abordar estos temas antropológicos “constitutivos” requiere de modo especial contar con una
ontología metafísica. Con la sola “ontología de las ciencias” no es posible hablar coherentemente de
yo, sujeto, espíritu, etc., a menos que estos conceptos sean usados presuponiendo el conocimiento
metafísico, así como un neurocientífico puede decir que “esta persona está consciente”, si bien con
la neurociencia no es posible justificar el empleo del concepto de persona. Si desde la neurociencia
o la informática se niega el yo, el alma, el espíritu, etc., tal negación no es científica, sino filosófica.
El sujeto perteneciente a la especie humana, a causa de su altura ontológica (inteligencia,
racionalidad, libertad) se llama persona. Lo es constitutivamente en tanto está vivo, sin que sea
necesario que ejerza sus operaciones intelectuales y voluntarias: un embrión, uno que duerme, etc.,
si pertenecen a la especie humana y no han muerto, son personas. Aunque se pueda hablar en
abstracto del “yo” en general, y por atribución semántica se puede decir de otra persona que “es un
yo”, muchas veces se entiende por yo la persona humana que es consciente de sí misma y que se
refiere a sí misma, y todo lo que pertenece a tal sujeto será dicho por el mismo sujeto como mío
(“mi cuerpo”, “mis padres”, etc.). Un “yo no consciente”, como es natural, no por eso deja de ser
persona. La persona tiene muchas partes y dimensiones (partes orgánicas, actos intelectuales,
capacidades, etc.), pero ella como tal no es ninguna de esas partes en especial, ni su mera suma, ni
una nueva parte superañadida, sino que es todo ese conjunto en tanto es un individuo humano que
subsiste en su existencia o en su ser.
La persona puede perder partes de su cuerpo, o modificarlas, o sustituirlas, sin por eso perder su
identidad personal y la de su cuerpo propio: los dos aspectos son inseparables, salvo por la muerte.
Su encéfalo como un todo, sin embargo, es la raíz orgánica de la identidad dinámica de su propio
cuerpo y en este sentido “acompaña” insustituiblemente a la persona en vida. Eventuales
transplantes de partes encefálicas no eliminan la identidad del propio encéfalo, aun cuando pudieran
alterar la conciencia de la identidad personal, porque la persona no es la conciencia de ser persona.
Aunque este ejemplo pueda ser de ciencia-ficción, un hipotético transplante de todo un encéfalo en
el resto del cuerpo sería más bien el transplante de un tronco/extremidades en un encéfalo, es decir,
si no se produjera la muerte, la persona estaría allí donde está el cuerpo propio, cuya identidad
procede del encéfalo. Los niños anencefálicos, en realidad, conservan algo del encéfalo, como la
parte denominada “tronco” y algunos sectores del diencéfalo; suelen haber perdido, en cambio, los
hemisferios cerebrales. Por este motivo, una mano mantenida en vida no es una persona, y en
cambio un encéfalo hipotéticamente mantenido en vida (otro ejemplo puramente imaginario)
seguiría siendo una persona.
En un sentido fenomenológico “popular” (conocimiento ordinario), plenamente válido, suele
entenderse por alma o espíritu la interioridad humana, objeto de experiencia psíquica, en la que se
contienen y advierten nuestros pensamientos, afectos, propósitos voluntarios y sobre todo la auto-
experiencia de la propia persona o yo. En este sentido el alma se contrapone al cuerpo, entendido
éste como el organismo humano observable por los sentidos externos, semejante en este sentido a
los demás cuerpos materiales. En la filosofía aristotélica el alma es vista como un principio o acto
substancial que informa el cuerpo viviente y así lo constituye precisamente como viviente según
una especie determinada. Por eso en el aristotelismo se habla también de un “alma vegetativa” y de
un “alma sensitiva”. En Tomás de Aquino el alma humana, siendo racional, se ve como “alma
espiritual” o simplemente “espíritu”, aunque este último término suele connotar la dimensión
intelectual y voluntaria que trasciende lo orgánico, mientras “alma” connota la función informante
del organismo. En la tradición clásica la mente se refiere al pensamiento o al intelecto, así como en
los autores de filosofía de la mente, como vimos, más bien se refiere a todo lo psíquico.
Siendo el alma la forma constitutiva del cuerpo viviente, la muerte o cesación de la vida conlleva la
desaparición del principio anímico. Pero ante la muerte de una persona (destrucción de su cuerpo), a
la vista de la trascendencia del alma espiritual sobre el cuerpo puede argumentarse filosóficamente
que el alma humana, y por ende la persona, sigue subsistiendo en el ser (inmortalidad del alma
humana). Para profundizar este tema se requiere, empero, el paso al plano antropológico.
La conciencia puede significar:
1) el estado sensitivo de vigilia en que se advierten o “sienten” los propios actos
sensibles, por oposición al sueño, coma, desvanecimiento;
2) la conciencia intelectual en que el sujeto capta o “advierte” sus propios actos, con sus
contenidos, y sabe que los capta (por ejemplo, “me doy cuenta de que estoy
escribiendo”);
3) la autoconciencia o advertencia de mí mismo como sujeto personal existente, lo que
se produce sólo si el sujeto actúa conscientemente según los dos sentidos anteriores.
A estos tres niveles corresponden estructuras neuronales que permiten la realización de actos
sensitivos, perceptivos, intelectuales, volitivos, los cuales una vez puestos hacen emerger algún
nivel de conciencia. Como es obvio, la conciencia sensitiva tiene una realización neuronal propia y
adecuada. En cambio, la conciencia intelectual no tiene propiamente una “localización”, pero sí
exige la actualización de la conciencia sensitiva y el ejercicio de la actividad sensitiva superior alta,
con sus activaciones neurales propias. La conciencia en todos sus niveles puede oscurecerse de
modo patológico y no sólo perderse, sin que por eso el sujeto afectado cese de ser una persona.
Algunos de los contenidos de la conciencia (por ejemplo, sensaciones, pensamientos, emociones,
recuerdos) pueden producirse de modo inconsciente —no ser advertidos— o semiconsciente, si bien
la persona domina sus actos con plena libertad sólo en el estado de conciencia intelectual y si esos
actos son conscientes. Hay dimensiones del psiquismo que de suyo no son conscientes
directamente, es decir, no son experimentables como tales, aunque sean reales. Así son los hábitos,
las virtudes, las inclinaciones, las capacidades, las potencias: por ejemplo, podemos “saber” que
sabemos inglés (“somos conscientes de que sabemos inglés”), pero no lo advertimos ni
“experimentamos”, así como en cambio experimentamos que amamos, pensamos o existimos.
Tradicionalmente los animales han sido estudiados por la zoología, con un planteamiento
exclusivamente biológico. Sin embargo, desde los tiempos de Darwin, la conducta animal comenzó
a ser vista en un plano intencional, más propio de la psicología. El conductismo, al centrarse sólo en
las respuestas externas a los estímulos, oscureció esta perspectiva, que en cambio fue inmensamente
ampliada por la etología (Lorenz, Tinbergen, von Frisch) [Gould 1994]. Así descubrimos que las
diversas especies animales tienen una vida intencional muy rica, tanto cognitiva como afectiva, de
la que nace su conducta, y que está perfectamente correlacionada con la evolución y funciones de su
sistema nervioso, tal como sucede en el hombre por lo que se refiere a su actividad sensitiva. Los
animales, en consecuencia, no pueden entenderse ni como meras máquinas “instintivas” o
preprogramadas, ni desde una visión puramente neurológica. Sus niveles psicosomáticos “altos”
(sensaciones, percepciones, memoria, inteligencia práctica, emociones, socialidad, conducta
intencional teleológica) se comprenden sólo si tenemos en cuenta lo que vimos en el apartado 5,
dedicado a la “mente sensitiva”.
El descubrimiento de que mucho de nuestro comportamiento psicosomático sensitivo se parece al
de los animales más evolucionados, y que, al revés, los animales —no sólo los mamíferos
superiores, sino los insectos y las aves— demuestran un comportamiento “inteligente” y “social”
sorprendente, ha acercado en los últimos años la psicología de los animales a la del hombre, a veces
dando pie a reductivismos naturalistas, por ejemplo, en la “sociobiología” del entomólogo E. O.
Wilson [Wilson 1980]. Parece importante, entonces, promover una reflexión filosófica que lleve a
comprender la distinción profunda existente entre el hombre, “animal racional”, y los animales
“irracionales”, que sin embargo tienen una forma particular de “racionalidad” práctica concreta.
Para distinguir al hombre del animal no necesitamos acudir al dualismo cartesiano, ni deprimir la
ontología de la vida animal.
Concretamente, los animales, cada uno en la medida de su especie, manifiestan capacidades
cognitivas, afectivas y conductuales no meramente instintivas o “automáticas”, sino también
aprendidas con cierta labor experiencial, flexibles ante ambientes variables, y dotadas de
potencialidades creativas, si bien con ciertos límites. Pueden, por ejemplo, “resolver problemas”
creativamente, en caso de necesidad, como el chimpancé de Köhler descubre que para agarrar un
alimento puede unir dos palos o superponer cajas para trepar encima.
Los campos conductuales en los que se manifiesta una peculiar “inteligencia práctica” animal son:
1) en la búsqueda activa de alimentos (estrategias de búsqueda, “decisiones”, “solución
de problemas”);
2) en la predación (también con comportamientos sociales cooperativos);
3) en el uso y preparación de algunos utensilios o instrumentos (a veces el hombre
puede enseñar a algunos monos, por ejemplo, a usar una llave);
4) en obras “arquitectónicas” (hormigueros, colmenas, guaridas, “diques”).
Respecto a la cognición, los animales manifiestan habilidades especiales:
1) captan configuraciones invariantes específicas o individuales (reconocimiento de
tipos de cosas, de individuos de una especie), sin que eso suponga que posean un
concepto universal abstracto. Dicho de otro modo, reconocen “tipos”, pero no como
tales, reflexivamente, sino de modo concreto (un perro distingue gatos de hombres).
2) reconocen relaciones significativas, por ejemplo, “jefes” a quienes se debe
obediencia, subordinados a quienes se puede “mandar”, individuos peligrosos o incluso
“merecedores” de venganza, individuos benéficos de quienes se esperan utilidades o
clemencia;
3) “conciencia animal”, en el sentido de que algunos pueden llegar a identificar, por
ejemplo, su rostro en un espejo, incluso para explorarlo o para limpiarse;
4) sistemas simbólicos asociativos para comunicarse con otros individuos —“lenguajes
animales”—, más ricos de los que podemos imaginarnos. En algunos casos el hombre
puede inventar y enseñar a determinados animales ciertos “lenguajes artificiales” que
llegan a aprender y a utilizar correctamente.
Con relación a la afectividad, los animales despliegan una “vida pasional” compleja, con un mixto
de instinto y espontaneidad flexible y cierto uso de una “inteligencia práctica emocional”. Los
animales tienen, según sus especies, celos, rencores, envidias, amor sensible, “altruismo”, sentido
cooperativo y “sacrificado”, odio, depresión, y tantos otros afectos que mueven su conducta.
Cuando estudiamos la vida intencional de los animales, inevitablemente usamos un lenguaje
antropomórfico, al carecer de una terminología propia para ellos, y así corremos el peligro de
atribuirles más de lo que realmente tienen. Por ejemplo, al ver que relacionan aspectos causales,
podemos creer que “silogizan”, o al notar que distinguen categorías, creer que tienen “conceptos” o
que comprenden “principios metafísicos”.
La distinción esencial entre los animales y el hombre puede establecerse de modo equilibrado si
atendemos a la diferencia entre la sensibilidad “alta” y el radio absolutamente universal de la
inteligencia y la voluntad. Ya los clásicos (algunos pensadores árabes, como Averroes, o filósofos
como Alberto Magno y Tomás de Aquino) atribuían a los animales una capacidad “prudencial”
(metafóricamente hablando) práctica que llamaban “estimativa”, la cual les permitía apreciar
aspectos intencionales de la realidad relacionados con sus “intereses” animales y realizar en
consecuencia ciertas “discriminaciones” cognitivas para alcanzar sus objetivos dictados por el
instinto.
Las obras sorprendentes de la “inteligencia animal”, aunque posean cierta creatividad y admitan
márgenes de aprendizaje, están siempre cerradas en los ciclos propios de la vida sensitiva de los
animales. Estos ciclos no son meramente fisiológicos u orgánicos, y por eso podemos llamarlos
“intencionales”. Pero los animales nunca universalizan, ni se separan de sus contextos vitales
específicos, aunque puedan cambiar de contexto, con límites, por adaptación. Por eso el lenguaje
animal nunca se transforma en una gramática abstracta, y por un motivo análogo los animales no
son capaces de desarrollar todo tipo de técnicas, mientras el hombre, en cambio, nunca se queda
encerrado en sus especializaciones. De algún modo, los animales pueden “contar” cierto número de
cosas o tiempos, pero no elaboran el concepto abstracto de número o de tiempo. Nunca conocen,
como el hombre, por afán especulativo o por pura admiración. Por eso el hombre es el único animal
que se interesa por todos los posibles lenguajes de los animales, con universalidad total y por puro
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