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EL FIN DE CARTAGO

Corría mediados del año 157 a.C. cuando una legación del Senado de Roma acudió a
Cartago para mediar en uno de sus continuos litigios con el vecino y engorroso reino de
Numidia, principal beneficiario del tratado draconiano que Aníbal tuvo que firmar para
concluir la Segunda Guerra Púnica. La negociación no tuvo mucho éxito; el viejo
rey Masinisa siempre quería más, pero lo que más le impactó al cabecilla de aquellos
nobles emisarios, el anciano Marco Porcio Catón, fue el esplendor comercial que de
nuevo emanaba de la eterna enemiga. Había pasado medio siglo desde que los púnicos
habían sido derrotados en el páramo de Zama y la indemnización de guerra ya había sido
pagada. Los negocios iban tan bien que incluso Cartago habría podido liquidar de golpe
tan gran pago años atrás, pero el Senado no quiso aceptar la cancelación anticipada para
que los Sufetes siguiesen recordando amargamente porqué la pagaban. Aquella
suntuosidad tenía su lógica: el Consejo destinaba todos los frutos del comercio no a una
guerra eterna y cara, como antaño con los Barca, sino a levantar un emporio que rivalizaba
en magnificencia con la propia Roma. Desde aquel viaje oficial, el austero Catón siempre
concluía todos sus discursos dentro y fuera del Senado con la frase inmortal:

“Ceterum censeo Carthaginem ese delendam”


(Por lo demás, opino que Cartago debe ser destruida)

Zama
Según Apiano, el viejo censor pensaba que dejar reflorecer a Cartago suponía un peligro
latente para Roma, en contra de sus grandes adversarios políticos, los Escipiones, que
optaban por mantener viva a Cartago, pues su mera presencia evitaría que Roma se
quedase sin su enemigo secular y esa falta de estímulo se tornara contraproducente para
la virtud y la moral romanas.

Como era de esperar, el desastre final llegó propiciado desde la exigente Numidia.
Masinisa, resentido y ávido de más y más territorios y privilegios a costa de su malparada
vecina, entró en territorio púnico al frente de su ejército en el 150 a.C. Aquel ultraje,
consentido por el Senado, supuso la caída del Consejo pro-romano de Cartago y la
entrega del mando militar a un tal Asdrúbal el Beotarca, quien salió al encuentro de los
agresores en el valle del Bagradas, cerca de la actual ciudad de Túnez. El ejército
cartaginés fue derrotado y el Consejo no tuvo más remedio que pagar una nueva
indemnización astronómica al ladino Masinisa, pero lo peor no fue eso, sino que la
agresión a Numidia, una aliada de Roma, se constituyó como casus belli para que el
Senado, instigado, cómo no, por el viejo Catón y la aristocracia latifundista de Campania
que competía con los púnicos en el negocio del vino y los higos, le declarase una nueva
guerra a la odiada rival. Cuando todo aquello se supo en las calles de Cartago, los Sufetes
y miembros más conservadores del Consejo no dudaron en enviar emisarios cordiales a
Roma mostrando excusas, enviando rehenes y notificando la condena a muerte de
Asdrúbal y el resto de militares disidentes, la mayoría en paradero desconocido desde la
derrota contra los númidas en el Bagradas.

En la primavera del 149 a.C., un ejército de ochenta mil hombres desembarcó en la


importante ciudad de Útica (hoy en ruinas en el término municipal de Zana, a 40 Km al
noreste de Túnez) comandado por el cónsul Manio Manilio Nepote. Cartago se rindió
incondicionalmente cuando los estandartes de las legiones aparecieron en el
horizonte. Lucio Marcio Censorino, colega de consulado de Manilio y encargado de la
flota, exigió la entrega de todos los barcos, que fueron incendiados frente a la ciudad, así
como de todo material bélico. Doscientos mil equipos militares y dos mil catapultas,
escorpiones y balistas fueron entregados a los romanos. El problema llegó con la última
cláusula que exigían los dos cónsules para aceptar la rendición: aplicando la frase de
Catón a rajatabla, “Carthago delenda est”(Cartago debía ser destruida). La ciudad debía
de trasladarse ochenta estadios tierra adentro (unos quince kilómetros), abandonando la
ubicación original, y su fabuloso puerto, para que todo fuese demolido y jamás supusiese
una nueva amenaza militar o económica para Roma.

Aquella última condición fue la que prendió la llama de la guerra, pues era del todo
inaceptable. Las puertas fueron cerradas y los llamados colaboracionistas de Roma
asesinados. Con la excusa de la negociación de un armisticio, fueron enviados emisarios
al campamento romano mientras el pueblo comenzó a prepararse para el inminente
asedio. Se acopiaron provisiones y se fabricaron nuevas armas día y noche, fundiendo
metales de todo tipo. Hasta las mujeres cedieron sus cabellos para la confección de las
cuerdas tensoras de las nuevas balistas y escorpiones. El Consejo emitió el indulto de
Asdrúbal, quien al frente de los supervivientes de la batalla contra Masinisa mantenía el
control de un vasto territorio en el interior. El comandante cartaginés no se lo pensó dos
veces a la hora de atender la súplica del Consejo. Inexplicablemente, no fue interceptado
por ninguno de los dos cónsules y entró sin impedimento en Cartago al frente de sus
tropas, haciéndose cargo de inmediato de la defensa de la ciudad. Estando ya Asdrúbal
intramuros se produjo el primer asalto romano, cuyo resultado fue desastroso para los
agresores. Quizá para desmoralizar a las tropas enemigas, tal vez por pura saña, Asdrúbal
ordenó que todos los prisioneros romanos fuesen crucificados en las murallas de la ciudad.
Cuervos y buitres saciaron sus buches con carne romana a la vista de propios y ajenos…
Cartago era la ciudad más inexpugnable del Mediterráneo occidental. Ubicada por
entonces en un istmo y envuelta en tres lienzos amurallados, con su doble puerto y sus
ingentes reservas, era un bocado muy complejo para un ejército poco entrenado en el arte
de la poliorcética. Además, la flota romana era incapaz de cortar el acceso marítimo a la
ciudad, por lo que los víveres y suministros seguían llegando a través de dicha vía. Aquel
estancamiento provocó que el campamento romano se pareciese más a un arrabal que a
un fortín. Comerciantes, artesanos, magos, prostitutas y criados de todo tipo y condición
pululaban entre las tiendas a su albedrío, relajándose las formas y la disciplina hasta los
mínimos.

En el 147 a.C., después de dos años de total ausencia de progresos y unos costes de
guerra brutales, el Senado se cansó de la pasividad e incompetencia de Lucio Calpurnio
Pisón, el cónsul de turno encargado del problema cartaginés, nombrando como nuevo
cónsul y único comandante del ejército romano en África a Publio Cornelio Escipión
Emiliano, nieto adoptivo del famoso Escipión el Africano, encargándose éste de inmediato
de la sucesión de Masinisa. Aunque no tenía ni la edad ni la carrera necesaria para
ostentar aquel cargo, como se dijo, “por el bien de Roma aquel día durmieron las leyes”,
incluso contando con el apoyo de Catón, efervescente detractor de su gens. En el invierno
de aquel mismo año Cartago estaba completamente aislada por tierra y mar. Nada más
llegar a África, Escipión Emiliano expulsó a las prostitutas, artesanos y buhoneros del
campamento romano, retomando la férrea disciplina de las legiones, a la vez que derrotó a
Asdrúbal en su desesperado intento de romper el bloqueo terrestre. Por último, cerró el
puerto a cal y canto, incomunicando Cartago por mar. La suerte estaba echada.
A finales de la primavera del 146 a.C. la situación intramuros era insostenible. La
hambruna por la falta de suministros se veía amplificada por las infecciones que el calor
iba desatando en las insalubres calles de Cartago. Fue entonces, con unos defensores
mermados, famélicos y enfermizos, cuando Escipión Emiliano decidió que había llegado el
momento de lanzar el asalto final. A través de una grieta abierta por un ariete en la muralla
del puerto, y ayudándose por una gran torre de asalto, las tropas romanas entraron en
tropel esparciéndose por todo el distrito portuario hasta que llegaron al ágora. Allí tuvieron
que detenerse y hacer noche, pues el bochorno y la encarnizada resistencia cartaginesa
estaban diezmando su avance. Durante seis largos días y sus seis más largas noches se
produjo una auténtica batalla urbana, tomando casa por casa, calle por calle, donde los
legionarios recibían toda suerte de impactos procedentes de los terrados a cubierto por
sus escudos y tablones. Venablos, aceite hirviendo, tejas, saetas, piedras, estatuas,
muebles y todo lo que pudiese ser utilizado como proyectil era arrojado contra los
asaltantes abriendo crismas y descoyuntando huesos.

La última resistencia civil, unas cincuenta mil personas, se concentró en la parte alta
de Birsa, la colina sagrada donde según la tradición la reina Dido había delimitado el
perímetro de su nueva ciudad con las finas tiras de la piel de un toro. El templo
de Eshmún (divinidad cananea equivalente al Esculapio romano) se constituyó como
baluarte principal. Asdrúbal, un superviviente nato, comandaba aquellos últimos
defensores, y fue él quien bajó a negociar con Escipión Emiliano una rendición pactada
que al menos respetase las vidas de sus valientes conciudadanos. El romano accedió a
dicho pacto, pero no todos aceptaron la esclavitud como opción. Cerca de un millar de
cartagineses se suicidaron en el templo. Pero el alarde de orgullo indómito del día lo
protagonizó la propia esposa de Asdrúbal, pues vestida con su mejor túnica increpó a su
marido y a su vencedor romano desde el pronaos del templo exclamando:

Vosotros, que nos habéis destruido a fuego, a fuego también


seréis destruidos
Concluido su ácido alegato, tomó a sus dos hijos, los degolló ella misma y se echaron los
tres juntos al fuego sagrado. Según el historiador Polibio, amigo personal de Emiliano y
testigo de excepción de estos hechos, el cónsul quedó afectado con todo aquello y,
compungido, declamó una frase para sí mismo:

Llegará un día en que Ilión, la ciudad santa, perecerá, en que


perecerán Príamo y su pueblo, hábil en el manejo de la lanza”
Polibio le preguntó a su amigo porqué había declamado aquel verso del Libro IV de la
Ilíada, y Emiliano le contestó:

Temo que algún día alguien habrá de citarlos viendo arder


Roma
Nada más se supo de Asdrúbal el Beotarca, que aunque perdió aquel duelo con Escipión
Emiliano, quizá no fue tan mal estratega, y más teniendo en cuenta que se enfrentó con
piedras, palos, cacerolas convertidas en espadas y cordajes hechos con cabelleras
femeninas a la mayor maquinaria de guerra de la Antigüedad. Si sobrevivió a la rendición,
y en qué condiciones, sería parte de una buena novela… Hasta aquí puedo contar.

Catón
Aunque el irritable Catón no llegó a ver en vida el fin de su odiada Cartago, su influencia
en la mayoría del Senado condicionó el negro futuro de aquella notable ciudad que durante
dos siglos había desafiado a Roma. El consejo de Escipión de preservarla no fue
escuchado y la legación senatorial que fue allí tras la conquista y saqueo determinó que
Cartago debía de ser completamente destruida. Los legionarios de Escipión se encargaron
durante días de demoler lo mucho que todavía quedaba en pie de la ciudad tras el sañudo
asalto, roturando el solar durante diecisiete días con sal (en un gesto ritual y muy
panegírico, quizá de dudosa veracidad) para que nada volviese a germinar y crecer en
aquellas tierras malditas. Fue César, durante sus campañas en África un siglo después,
quien convino que el solar de Cartago era un emplazamiento perfecto para alojar
veteranos. Sería su heredero, Augusto, después de la gran victoria sobre sus rivales Sexto
Pompeyo y Marco Antonio en las guerras civiles, quien al fin ejecutase la reconstrucción
de la ciudad planeada por su padre de adopción años atrás.

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