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EL TIEMPO CONTEMPLADO

I
Vibraba el cielo. El río en cada tallo
aguazaba un silbo lunar de lento vuelo.
Lejos, la noche rezaba un salmo de madera
entre flores calcinadas y aspas de molino.
Por la tierra azotada tres caballos tres caballos
de exilio galopaban, ágil fuga
de aire ennegrecido y ceniza volandera.
Una llama profunda hincaba su fulgor
contra los ojos. El tiempo estaba entre
filos de luz y estrellas desplomadas
y un viento sin origen hendía el mundo.
Polvo y esparto. Muros blancos. Trigo.

II
Surgen densas las horas en la cala desierta.
Desde lejos me llaman otras islas voraces
y los peces arrastran el latido del tiempo
entre rocas y espuma. Cielo adverso, combado
sobre el mar del exilio. Las olas con ahínco
bambolean un barco fondeado a pocas brazas.
Mortal cae en el día la honda luz del silencio.
El sol clava su fuego sobre el cuerpo desnudo
y en los guijarros brilla más antiguo que ellos.
Soledad en las rocas, en los ojos que esperan.
Con el viento maduro tras el recuerdo emigro
por rutas interiores hacia un incendio verde
de islas y centauros. Un golpe de alcatraces
llega desde la noche y abandona su huella
en la playa caldeada. No es el tiempo insaciable
lo que inunda los ojos, es el mar combatiendo
la violencia del odio que desgarra su seno
y allí trama el temblor de los dioses malditos.

CANTO III

Toda la luz sobra si la fe que nos guía

no colma nuestro viaje. Más allá de la nieve

está el fuego que en el fondo crepita, tutelar,

para los ojos que miran hacia adentro

con el anhelo de las aves caídas.

Después de las palabras queda el eco


de un fervor ignorado que se pierde en la fronda

que tejen nuestras tardes de contemplar callado

y hacia donde existimos renace nuestro olvido.

No un simple paraíso donde el cuerpo fuese

el dios de sus placeres, sino un estar dentro

de lo que siempre es río, la delicia misma

que desde el centro estalla, florece y se despliega.

No otra cosa perdimos y ahora sólo quedan

cenizas y ascuas en las manos del ángel

que desde un nuevo umbral nos invita a gustar del misterio,

y vivir es avanzar en su reclamo y esperar el retorno

en las horas desiertas que caen hacia la noche.

¡Si siempre nos golpeara el amplio murmullo

de las alas eternas! Porque no sólo faltan

palabras de mar, hogueras bajo el viento,

sino una intensidad más cerca de los labios

que aún después de que las ascuas los ungieron

no pueden proclamar lo que han gustado.

¿Quién, más allá del rostro que iluminó la Noche,

se atrevería a avanzar su soledad

hasta el fondo del vientre y allí rescatar

todo el olvido? Pero aun si la gran bóveda

sólo fuese esto: un vientre -hay algo más

de raíz y de ángel que en la carne progresa

hacia la plenitud de otro fruto celeste.


La criatura es pregunta: la espera,

el vuelo pensativo de alguna hoja que cae

en la visión dorada, dejando más acá de los ojos

lo imposible y lo arcano; y que no sea

la puerta estrecha que se abre y nos despide,

porque aquí, con la paciencia de la tierra,

está la misión de nuestras horas.

Dios cubre de eternidad nuestra pupila

y su silencio de fuego posee nuestro lenguaje,

mas el hombre, en tensión rebelde,

sólo espera que los ojos, cual pájaros de exilio,

se adentren voraces en la hondura del viento

tras los astros que queman su plegaria en la noche.

Hontanar de auroras fue el éxtasis ardiente

del alma por los poros; luego, el tiempo,

el nuestro, el que en la carne late,

hincó de nuevo el ojo en la simiente

y un insecto solemne agonizó en las grutas

con las flores marchitas y los frutos sedientos,

y el río y su transcurso de dios ebrio

fue de nuevo avidez y lamento. El mundo se apaga,

huye con el humo y nada queda en las manos

si lo que ellas palpan no es algo más antiguo

que el terror o el deseo: incendio estelar

que a veces nos llega como rito que en el tacto florece,


gratuito y ungido, desde un fondo remoto.

Pero nada sabemos: sentir sólo es primicia.

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