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Introducción

En los últimos años, todos hemos visto crecer con bastante sorpresa ese espacio que hoy se llama LIJ, literatura
infantil y juvenil. El fenómeno es múltiple y va desde la celebración (no canonización) de Harry Potter como el
mago que abrió la puerta a la lectura infanto juvenil masiva hasta el estupor de entendidos que, ante cada Feria
del Libro, se espantan porque los visitantes más famosos, aunque no ilustres, son esos autores salidos de
YouTube o internet (sí, los youtubers).
Los jóvenes no leen, suelen decir distintas instituciones, pero resulta que leen mucho, aunque no sepamos bien
qué. Y cuando leen apasionadamente, tampoco entendemos del todo por qué lo hacen pero sí nos importa
mucho que lo que lean sea “valioso”. No sabemos, sin embargo, qué es lo que es valioso para ellos.
La clase que sigue es, ante todo, muy honesta. La escribió Antonio Santa Ana, escritor, editor, jefe editorial y
muchas vidas más que lo califican como un enorme conocedor de ese misterio que es la industria editorial, más
específicamente, la sección para niños y jóvenes.
Esperamos que la disfruten, que les pique o los pinche y que la podamos discutir.
Ahí vamos.

Trayectos y prejuicios
Antonio Santa Ana*

Hace un par de años me convocaron, junto a varios más, a una mesa en la Feria del Libro de Buenos Aires,
había que llevar un libro que nos hubiese marcado en la infancia, leer un párrafo y explicar los motivos. Todo
transcurrió dentro de lo previsto: una sala cargada de gente fue a escuchar una historia de lecturas infantiles que
habían tenido tres adultos que se dedicaron más tarde, entre otras cosas, a la escritura y tuvieron cierto éxito
dentro de un mercado particular. Sin embargo, inevitablemente y por fuera de toda construcción que se pudiera
haber hecho con el diario del lunes, se escuchaban los recuerdos de impresiones de lectura de la infancia, como
la de cualquier chico.
Si bien la lectura es un acto social y constructivo; la mayoría de nuestras infancias fueron previas al boom de la
literatura infantil tal y como hoy la vivimos, y también de la posibilidad de un canon de literaturas infantiles (el
canon siempre depende de una institucionalización, y más especialmente de una acumulación de experiencias
institucionales, sea la escuela, la universidad, la familia o la cultura social colectiva), la trayectoria de literatura
infantil de la mayoría de nosotros dependía de los libros que ya estaban en casa, de las colecciones populares
que se ofrecían en los quioscos de revistas y, con suerte, algunos ejemplares especiales con los que contara la
biblioteca. Es decir, la familia no resultaba, como hoy en día con los accesos posibles a especialistas mediante
charlas, blogs y videos, un especialista más que formaba a conciencia la biblioteca infantil de los niños. Eso
quedaría para la escuela.
Retomando: al terminar la mesa nos fuimos a tomar un café. Una de las integrantes de la mesa, editora y
periodista, que había elegido leer un fragmento de un clásico de la literatura infantil dijo;
-En realidad mi cuento de la infancia es “La familia Conejola” de Constancio Vigil. El señor Conejola tiene muchos
hijos y para su cumpleaños, en lugar de que sus hijos le hagan regalos, él le hace un regalo a cada uno de ellos.
Hasta el día de hoy yo hago eso con mis hijas.
-Es una buena historia, respondí,la deberías haber contado.
-De ninguna manera. Vigil ya no está bien visto.
Constancio Vigil fue, además del fundador de la Editorial Atlántida y las revistas El Gráfico y Billiken, un prolífico
escritor de literatura infantil. Desconozco la calidad de sus libros, no recuerdo haber leído ninguno. Pero ha
tenido millones de lectores.
Cuando se habla de la historia de la literatura infantil y juvenil en la Argentina no se lo suele mencionar.
¿Cómo llegamos a avergonzarnos de libros que han dejado huellas tan profundas y creado tradiciones en
nosotros?, ¿por qué una trayectoria de lectura, y no en todo caso la ausencia de ella (y ni siquiera) genera juicios
de valores?, ¿qué es lo que pesa de la mirada del otro (que siempre es también una forma de la propia mirada)
sobre nuestras lecturas?, y más aún, ¿por qué elegimos unos libros sobre otros en este maremagnum productivo
inabarcable que es la industria editorial infantil?

Literatura juvenil: ser o no ser


Más allá de las cuestiones culturales, de tradición, de consumo y de mercado (entre otras, que irán surgiendo
inevitablemente a la hora de analizar), en la literatura juvenil aparece un foco de conflicto histórico, inherente a
toda sociedad: lo juvenil. El conflicto generacional entre quienes prescriben y quienes usan, entre quienes
compran y quienes consumen, entre las exigencias mutuas de dos grupos asimétricos. Los adultos manejan las
instituciones, el prestigio y el mundo actual (cual sea que fuere); los jóvenes luchan por ganar su lugar particular
y propio por fuera de las imposiciones del status quo de su momento (incluso cuando ese status quo sea el
dinamismo: pocas cosas más frustrantes para un joven que el que su sociedad le demande que sea rebelde,
disruptivo).
Socialmente, los jóvenes (los de ayer, los de hoy, los que vienen) definen su identidad tomando y luchando
contra las imposiciones que cada grupo social adulto (el de ayer, el de hoy y el de mañana) le impone en
términos del rol que espera que ocupe en la cultura ya formada en la que le toca existir; lo que un adulto (antiguo
joven) determina qué es lo que un joven debe ser, debe leer, cómo debe portarse, qué lugares debe ocupar.
Cuando un autor dice que la literatura juvenil es Shakespeare, seguramente esté hablando desde su canon,
desde sus demandas, desde su propia exigencia de lo que la juventud debería leer; no de lo que lee. Toda
generación joven, en la definición de su identidad, va contra el amable jardín cercado de
existencia-no-disruptiva-del-orden que cada mundo adulto establece, ya bastante difícil y complicado como es.
Cada generación defiende sus marcas de identidad (prácticas, consumos, cánones, sistemas de valores y de
creencias, sistemas de otorgamiento y distribución del prestigio, etc.) contra quienes los discuten; en general, la
generación posterior (y en su momento, la generación anterior, los ancianos).
Que toda la música moderna suena igual, que las ropas juveniles son ridículas, que sus demostraciones
explícitas de sexualidad es ofensiva... que todo tiempo pasado fue mejor, en fin, es algo que no se discute.
Nunca. Especialmente cuando pertenecemos a la generación adulta que ya ha releído y determinado cuál es el
tiempo pasado: el tiempo en el que definieron las prácticas que nos identifican. Para poder encontrar los
fundamentos de la evolución de la literatura juvenil en un canon amplio que considere no sólo lo que se consume
con prescripción y agrado de especialistas, sino también los consumos que los jóvenes realizan por fuera del
beneplácito de las prácticas esperadas, habrá que recurrir frecuentemente a la frase de Javier Krahe, el cantautor
español que decía que “esto viene a decir que todo tiempo pasado fue anterior”.
Comencé a trabajar con el libro infantil en 1992. Primero como promotor escolar para la desaparecida Libros del
Quirquincho y meses más tarde para el Grupo editorial Norma. En 1996 participé por primera vez en la Feria
internacional de libro de Buenos Aires, en una mesa con el original título ¿Por qué los jóvenes no leen?.Éramos 5
o 6, recuerdo a Marcelo Birmajer, Pablo de Santis (ambos escritores de literatura juvenil entonces) y a la
presidenta de Alija (Asociación argentina de literatura infantil y juvenil).Ella en el momento del debate lanzó la
temeraria frase: “la literatura juvenil no existe”. La frase resultaba un tanto polémica sentados en una mesa que
hablaba sobre la lectura de los jóvenes, a la que se había convocado a autores que escribían libros destinados a
los jóvenes y a la presidenta de una asociación de literatura para jóvenes y que, más importante, convocaba una
audiencia interesada en escuchar acerca de la lectura de ese grupo específico, los jóvenes. Si la literatura juvenil
no existía en 1992, entonces su ausencia era un problema lleno de preguntas.
En agosto de 1998 (yo acababa de publicar mi primer novela juvenil Los ojos del perro siberiano) y en la revista
La Mancha, papeles de literatura infantil y juvenil (una revista fundada y dirigida por un conjunto de escritores de
literatura infantil con nombres como Montes, Devetach, Mariño y Wolf, entre otros) se publicó un artículo firmado
por Gustavo Bombini donde decía entre otras cosas “la existencia de la ‘literatura juvenil’ es un pacto de
referencias trivial”, y concluye: “el debate en torno al género habrá de continuar: (…) el último manotazo de la
cultura letrada quizá no sea en vano”.
(¡¡¡el último manotazo de la cultura letrada quizá no sea en vano!!!).
En el mismo número de la revista una conocida autora de literatura infantil dice: “La literatura juvenil es
Shakespeare. No hay por qué conformarse con menos”.
En el año 1999, en unas jornadas organizadas por el Cedilij (Centro de difusión e investigación de literatura
infantil y juvenil) en Córdoba, un escritor de literatura infantil me dijo en un debate: La literatura juvenil no existe,
es un invento de las editoriales.
Podría seguir y seguir con citas así.

La literatura juvenil no existe, eppur si muove


Algunas cosas han cambiado, para bien, en estos años. Hay un pequeño espacio en medios masivos donde se
mencionan libros juveniles, por ejemplo. En términos menos masivos, hay foros de especialistas de la lectura, de
especialistas en literatura juvenil. En términos más exclusivos, hay blogs, charlas y encuentros dedicados a la
literatura juvenil. Y en términos mucho más masivos, pero en general ignorado o menospreciado; cuanto menos,
desatendido a pesar de la masividad que han desarrollado, están los booktubers: una variante de nicho de los
youtubers, jóvenes que tienen cuentas en youtube en las cuales periódicamente recomiendan lecturas a otros
jóvenes y fomentan con éxito el movimiento de una literatura actual y ajena a la recomendada por los
especialistas tradicionales y en general denostada por estos.
La literatura juvenil no existe, eppur si muove.
Pero me interesa marcar que en los inicios de la producción de libros juveniles en Argentina, tanto la asociación
que los debería contener, como la revista que los debería difundir, no creían en ellos a pesar de usar ambas el
adjetivo juvenil para definirse.
Volveremos más adelante con la costumbre de mandar a los jóvenes a leer Shakespeare (algo que los adultos no
hacemos). Veamos ahora la capacidad de las editoriales para inventar.
“Editar buenos libros es fácil lo difícil es editar buenos libros y venderlos” dijo alguna vez Boris Spivacow, el
fundador de EUDEBA y del Centro editor de América Latina.
Cualquiera que haya trabajado, aunque sea unos días, en una editorial, sabe que no es un problema encontrar
libros buenos para editar. Existen muchas maneras de encontrarlos, agentes literarios, scouts (profesionales a
los que se les puede pedir textos de determinadas características: una novela con una enfermera durante la
segunda guerra mundial, por poner un ejemplo), catálogos de editoriales extranjeras, libros de autores de la casa,
recomendaciones de los autores de la casa, y un largo etcétera.
El problema nunca fue encontrar libros. El problema, como decía Spivacow, es llegar a los lectores.
Si creemos que los caminos para encontrar libros son muchos, los caminos para llegar a los lectores son infinitos.
Quien diga que los jóvenes no lee está hablando de su imposibilidad de llegar a los jóvenes conocidos con una
agenda de lectura particular, no de una tendencia real.
¿Publicidad? ¿Crítica literaria? ¿Redes sociales? ¿Libreros? ¿Profesores?
En el caso de la literatura juvenil estos últimos son claves. La escolaridad prescribe de por sí que los jóvenes
deberán leer literatura, pero esta prescripción poco dice de la calidad o del interés en la lectura. La currícula
escolar determina la línea de contenidos que se van a estudiar año a año y, en algunos casos como la Provincia
de Buenos Aires, incluso cuenta con una lista de sugerencias bibliográficas para abordar esos temas. El listado
de libros sugerido es amplio pero no excluyente, por lo cual cada profesor puede elegir con qué libro abordar los
diferentes temas (novela, cuento, crónica, cómic...; literatura clásica, literatura moderna, non fiction...). Pero
también sabemos que el libro que le gusta a un profesor no tiene porqué gustar a otro, y que no siempre se lo
dará a leer a sus alumnos por distintos motivos. La currícula prescripta por el Estado, las políticas específicas de
cada institución, el nivel del grupo… Además de cuestiones personales. Hace poco tiempo me presentaron a un
profesor al que le gustaban mucho (eso dijo) mis libros pero que no se los daba a leer a sus alumnos porque a él
le daba vergüenza hablar de sexo con ellos. En el caso de uno mis libros, hay una polución nocturna
mencionada al pasar, por ejemplo.

La literatura (masiva) como misterio


Si las editoriales pudieran “inventar” libros todos los meses tendríamos un Harry Potter, un Código Da Vinci, un
Cincuenta sombras de Grey.
No hay forma de “inventar” un bestseller. Si se supiera como hacerlo, Google estaría vendiendo libros en este
momento.
A pesar de todo, de las matrices de los departamentos de marketing, de los perpetuos discursos de los
especialistas del momento, de las fórmulas de las nuevas gerencias, sigue existiendo la libertad en la lectura, y la
libertad en la elección de los libros. Las variables que influyen en los éxitos siguen siendo, a pesar de los
algoritmos, bastante inabarcables (aunque no caóticas). Esta libertad indomable que angustia a quienes
quisiéramos pronosticar los hitos de mercado en el ámbito editorial, es una de las características que más
apreciamos del fenómeno de la lectura en el ámbito cultural. Esta incertidumbre acompaña la actividad editorial
de todo tipo, y no solo a ella. La plataforma Netflix es hoy una de las principales plataformas de distribución de
contenidos audiovisuales a nivel global cuenta, sin dudas, con un nivel de datos de consumo y de preferencias de
consumidores nada despreciable. Si bien hace tiempo producen sus propios contenidos y ocupan así ambos
lados del mostrador, actualmente han comunicado su intención de aumentar la cantidad de los contenidos
propios y acaparar así ambos mercados en este tipo de negocio. La cuestión es que el el CEO de la empresa,
Reed Hastings, ingeniero dedicado al desarrollo de inteligencia artificial antes de fundar Netflix en 1997, declaró
respecto de la producción de contenidos en base al análisis de la información de mercado: “empezamos siempre
con los datos. Pero la decisión final es inevitablemente una cuestión intuitiva. Intuición, pero una intuición
informada”. Lejos de la inteligencia artificial, en el mercado editorial la investigación de mercados depende de la
información de ventas, los datos recolectados de los libreros, la información de prensa y seguimiento de
tendencias, el conocimiento de la historia y la tradición de la industria. Es decir, otra cuestión de intuición.
Volviendo a las editoriales. En términos de negocio, podemos separar las editoriales en dos grupos: Las
editoriales pequeñas o independientes y los grandes grupos editoriales.
Las primeras, se supone, se mantienen vendiendo pocos ejemplares de sus libros, imprimen entre 1000 y 2000
ejemplares de cada título, en general una única tirada, que serán vendidos a lo largo de algunos años. Las
segundas apuestan a la venta masiva, llenando estanterías con grandes cantidades de títulos y de ejemplares
para una distribución más amplia que es menos criteriosa a la hora de la segmentación de público y que apuntan,
idealmente, a agotar la tirada en menos tiempo, apuntando a la reimpresión si el libro es un éxito, o agotar la
tirada, eventualmente, en las mesas de saldos. Ambos modelos proponen, por supuesto, un modelo diferente de
producción material, que acarrea no solo costos sino una estructura diferente que se expresan, finalmente, en
objetivos diferentes centrados en un mismo último movimiento: la compra del ejemplar que se encuentra sobre la
mesa de la librería.
Las pequeñas o independientes, se supone de nuevo ya que es la base de su negocio, conocen a sus lectores y
se comunican directamente con él. Las segundas, por su parte, buscana un lector ocasional que, de manera casi
siempre imprevista, irrumpe en el mercado generando un fenómeno de ventas sin igual. Es extraño pensar que la
gran industria editorial y gran parte del negocio del libro dependen de estos lectores que apenas lo son, que no
se sabe dónde están, ni quiénes son, ni qué querrán volver a comprar.
Diderot dijo, en 1764 “de cada diez libros, cinco generan pérdidas, cuatro recuperan la inversión y sólo uno es
exitoso”. Esto fue hace más de 250 años y seguimos igual.
A Trini Vergara, la dueña de V&R Editoras, le gusta contar que hace años se encontró, en un congreso, en un
ascensor con Alberto Vitale, el director Penguin Random House, el hombre más importante de la industria
editorial del mundo, y le preguntó ¿Porqué se venden tanto algunos libros?
I havenot idea, fue su respuesta.
Los fabricantes de teléfonos celulares han logrado hacer teléfonos cada vez más inteligentes. Los de jabón en
polvo han logrado hacerlos cada vez más eficientes.
Los editores no han logrado “inventar” libros exitosos aún. Sí saben potenciar las ventas de un autor exitoso o
explorar un segmento de mercado. Pero inventar, no.
El motivo, creo, es la profunda dispersión del mercado.
En Argentina en 2016, según los datos de la Cámara Argentina del Libro, se imprimieron 12.400 títulos solo de
editoriales comerciales. A esto habría que sumarle los editores ocasionales, las universidades, las fundaciones,
los organismos públicos, etc.
Estos 12.400 títulos representan 47 millones de ejemplares. Además se importaron un poco más de 16 millones
de ejemplares. Solo de libros impresos e importados en 2016 sin contar la cantidad de libros que ya se
encontraban en los depósitos de las editoriales y en las librerías.
Estamos hablando de más de 60 millones de ejemplares “nuevos” en 2016.
Paradójicamente las ventas fueron menores a 45 millones y el libro más vendido vendió 68.000 ejemplares.
Es decir que el libro más vendido representa mucho menos que el 1% del mercado.
Los editores, claro, celebran cada libro que vende más de 60.000 ejemplares. Hasta diría que cada libro que
vende más de 5.000 ejemplares.
Pero con una escala de negocios así, no tienen recursos ni tiempo para poder inventar nada.
La industria editorial siempre está en crisis, no importa el momento en el que leas este texto.

Bibliografía citada
Bombini Gustavo. “El último manotazo” en Revista La Mancha. Número 7. Agosto 1998.
Santa Ana, Antorio. Los ojos del perro siberiano. Ed. Norma. 1998
Vigil, Constanzo C. La familia Conejola. Ed. Atlantida. 1966

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