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La almohada maravillosa

Adaptación de un cuento popular de Corea

Hace muchísimos años un anciano muy sabio paseaba despacito


por un sendero que conducía a la pequeña aldea donde vivía. Iba
cargado con un saco, y entre el peso y tanto andar, empezó a notar
que sus piernas estaban cansadas y necesitaba reponer fuerzas.

Descubrió una arboleda donde daba la sombra y decidió que ese


era el lugar adecuado para hacer un alto en el camino. Buscó el
árbol más frondoso, puso una esterilla a sus pies, se sentó en ella,
y para estar más cómodo apoyó la espalda en el tronco
¡Descansar un rato le vendría muy bien!

Casualmente pasó por allí un joven campesino.

– ¡Buenas tardes, señor!

El anciano le dedicó una sonrisa e hizo un gesto con la mano


derecha para que se sentase a su lado.

– Si quieres descansar tú también, compartiremos la esterilla y


nos haremos compañía.
El chico aceptó la invitación y los dos se pusieron a charlar.
Después de una hora de animada conversación, el joven, de
forma inesperada, le confesó una pena que llevaba muy dentro
del corazón.

– Estamos aquí, riendo y pasando un rato agradable… Seguro


que usted piensa que soy un hombre feliz, pero las apariencias
engañan: mi vida es un desastre y me siento muy desdichado.

El anciano le miró fijamente.

– ¿Y por qué no eres feliz? Eres un chico guapo, estás sano, y


gracias a tu trabajo en el campo siempre tienes comida que
llevarte a la boca ¿No te parecen suficientes motivos para sentirte
dichoso?

El campesino, con los ojos llorosos, se sinceró.

– ¡Mire qué pinta tengo! Mi ropa es vieja y a pesar de que trabajo


quince horas diarias sólo puedo permitirme comer pan, sopa y
con suerte, carne un par de veces al mes ¡Mi sueño es
convertirme en un hombre rico para disfrutar de las cosas buenas
de la vida!

El viejo le preguntó con curiosidad.

– ¿Y cuáles son para ti las cosas buenas de la vida?

Al joven se le iluminó la cara.


– ¡Pues está muy claro! Tener dinero para vestir como un señor,
comprarme una bonita casa y comer lo que me apetezca, pero por
desgracia, los sueños nunca se hacen realidad.

Nada más pronunciar estas palabras, el campesino, como por arte


de magia, se quedó profundamente dormido. El anciano, sin
hacer ruido, sacó una almohada de su saco y se la colocó bajo la
cabeza para que estuviera más cómodo.

Mientras escuchaba los ronquidos, susurró:

– ¡Esta almohada hará realidad todos tus deseos!

¡Y es que la almohada no era una almohada normal! No era


blanda ni estaba cosida por los lados como todas, sino que era de
porcelana y tenía forma de tubo abierto por los lados.

El chico, apoyado plácidamente sobre ella, comenzó a tener un


sueño maravilloso.

¿Quieres saber qué soñó?…

Soñó que era el propietario de una elegante casa por la que


pululaban un montón de sirvientes, todos a su disposición; por
supuesto, iba ataviado con ropa elegante porque ya no era un
simple campesino sino un hombre sabio experto en leyes ¡Tenía
una vida maravillosa, la que siempre había querido!
El sueño fue muy largo y lo vivió como si fuera absolutamente
real. Tan largo fue que hasta pasó el tiempo y conoció a una
mujer bellísima de la que se enamoró perdidamente. Por suerte
fue correspondido, se casaron y tuvieron cuatro hijos.

Su vida era increíble, pero se convirtió en perfecta cuando el rey


en persona le nombró su consejero principal. Empezó a rodearse
de gente importante que se pasaba el día haciéndole la pelota y
obsequiándole con fabulosos regalos ¡Ahora sí que había
conseguido todo y se consideraba el tipo más afortunado de la
tierra!

Así fue hasta que un día las cosas se torcieron. Sucedió algo
terrible: un ministro del rey, que le tenía mucha envidia, le acusó
de ser un traidor. No era cierto, pero no pudo demostrarlo y fue
llevado ante un tribunal.

Con las manos atadas, tuvo que escuchar el veredicto del juez.

– ¡Este tribunal le declara culpable de traición al soberano! El


castigo será el destierro. A partir de hoy, deberá abandonar el
país y se le quitarán todos sus bienes.

– ¡Pero si yo no he hecho nada, soy inocente!

– ¡Silencio en la sala! Como acabo de decir, el estado se quedará


con todo lo que tiene. Nadie podrá darle trabajo y sólo se le
permitirá pedir limosna por las calles ¡Vivirá sin nada el resto de
su vida! ¡Dicho esto, que se cumpla la sentencia!

El pánico le invadió y dio un grito de terror que le despertó.


Estaba empapado en sudor y le temblaban las manos.
Desconcertado, abrió los ojos y vio que a su lado estaba el
anciano acariciándole la frente para que se calmara ¡El sueño
maravilloso se había convertido en una horrible pesadilla!

– ¿Qué te pasa, muchacho? ¡Has dormido un buen rato!

El chico contestó con la voz entrecortada:

– He tenido un sueño… ¡un sueño espantoso! Bueno, al principio


fue bonito porque yo era un hombre rico e importante, pero
alguien me traicionó y me acusó de algo que no había hecho ¡y
me condenaron a vivir en la miseria!

– ¡Vaya!… ¿Y qué piensas ahora?

El chico se levantó, se sacudió el polvo de los pantalones, y le


dijo sin dudar:

– ¡Pues que ya no quiero ser un hombre importante! Prefiero


seguir con mi vida sencilla y tranquila donde no hay gente
envidiosa ni falsos amigos. Pensándolo bien, tampoco me va tan
mal ¿verdad?

El anciano le guiñó un ojo y le tendió la mano para despedirse.


– Hasta siempre, joven. Espero que a partir de ahora disfrutes de
lo que tienes y sepas apreciar que la felicidad no siempre está en
tenerlo todo, sino en apreciar las pequeñas cosas que nos rodean.

– Así lo haré, señor. Estoy encantado de haberle conocido y


espero que nos veamos en otra ocasión.

– ¡Seguro que sí!

El muchacho se alejó silbando de alegría rumbo a su modesta


casa; el octogenario, con mucho mimo, guardó su valiosa y
extraña almohada en el saco, por si volvía a necesitarla en otra
ocasión.
La almohada maravillosa(c) CRISTINA RODRÍGUEZ LOMBA

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