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CAPITULO PRIMERO

Decreto contra los emigrados y el rey —Resistencia del rey


(Noviembre-Diciembre 91)

Inercia calculada del poder. —Debate sobre los emigrados. —Comienzo de Vergniaud
y de Isnard. — Vergniaud y madamoiselle Candeille. —Decreto contra los emigrados (8
Noviembre 91). —Veto del rey (12 Noviembre). —Danton contratos sacerdotes (29 Noviembre).
—Veto del rey (18 Diciembre). —La cuestión de la guerra (Noviembre-Diciembre 91).

Ha producido asombro y casi espanto las escasas huellas que se


hallan en los monumentos contemporáneos de los terribles sucesos de
Avignon. Visiblemente se hizo en la prensa y en el público un silencio
causado por el estupor. Se calló, se volvió la cabeza para no mirar.
¿A quién acusar de aquel desastre? Demasiado se sabe; no fueron
solamente los furiosos que ejecutaron los crímenes, sino también la falsa
y pérfida política que había diferido las medidas de pacificación, de
anexión a Francia; fueron la corte y el ministerio. La anexión a Francia,
que debía detenerlo todo, fué votada por la Asamblea constituyente el
14 de Septiembre, y el ministerio para nombrar los nuevos
comisionados, esperó hasta Octubre. No llegaron a Avignon hasta
mediados de Noviembre. ¡Cuánto tiempo después del crimen!
Visiblemente el retraso fué calculado por la corte con la idea y con
la esperanza de una reacción papista, que hacía creer a la Asamblea que
el pueblo de Avignon no quería ser francés.
En todas las desgracias de la época, se encuentra como causa
principal la inercia calculada de la corte y del ministerio.
¿A quién acusar también de los desastres de Santo Domingo, sino
a la reacción, y á Malouet, y á Barnave? ¿No se deben al retraso arbitrario
de los decretos libertadores?
Las mismas dilaciones en la organización de los voluntarios que
iban a la frontera.
El 29 de Octubre, la Asamblea llamó al ministro Duportail y le
intimó que se explicase sobre este último punto. El ministro contestó
bastante bruscamente «que había dado sus órdenes.» ¿Bastaba esto
para descargar su responsabilidad? ¿No debió además haber vigilado la
ejecución? En favor de Luis XVI y sus ministros se alega que, en la
debilitación del poder, en el aflojamiento de todo lazo jerárquico, ni aun
la voluntad más sincera daba resultados. Hay motivos para dudar de esta
voluntad cuando la simple aceptación de los más urgentes decretos, sin

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más trabajo que el de tomar la pluma para firmar Luis, ocasionaba
grandes retardos, y las más de las veces no se decidía sino en vista de
las quejas amenazadoras que se producían en la Asamblea.
El 2 de Noviembre, a consecuencia de nuevas reclamaciones del
joven y ardiente Ducos, se declaró que la Asamblea no consideraba
suficientes las respuestas del ministro y quería que éste «le diese cuenta
cada ocho días.» La administración de la guerra se iba a ver trasladada
bien pronto desde el gabinete y el consejo a los comités de la Asamblea.
Las dos grandes discusiones sobre los emigrados y los curas se
resintieron de semejante estado de desconfianza y de creciente
irritación. El crescendo es curioso y fácil de observar.
El 20 de Octubre, como ya se ha dicho, todavía se contentó Brissot
con un triple impuesto sobre los bienes de los emigrados. El 25, más
severo Condorcet, quería que se pusiesen en secuestro todos sus bienes
y que se les exigiese el juramento cívico. Pero Vergniaud e Isnard,
respondiendo mejor al pensamiento de actualidad, declararon que tales
medidas eran insuficientes. En efecto: ¿qué significaba eso de exigir
juramento legal a enemigos en armas?
Aquel fué el primer día en que tan poderosas voces, órganos
magníficos y terribles de la indignación pública, comenzaron a
enseñorearse de la Asamblea. Esta encontró en Vergniaud los
momentos nobles y solemnes de Mirabeau, la majestad de su trueno, ya
que no los fulgores de su rayo. Pero si el acento de Vergniaud era menos
áspero y menos vibrante, la dignidad, la armonía de su palabra,
reflejaban bien las de un alma mucho mejor equilibrada y que habitó
siempre las más altas y puras regiones. Noble por naturaleza, por encima
de todo interés y de toda necesidad, nadie ha honrado la pobreza en tan
alto grado como él. Era un hijo de Limoges, nacido bajo buena estrella,
apacible y un poco tardo, que fué distinguido entre todos por el gran
Turgot, a la sazón intendente del Lemosin, y enviado por él a las escuelas
de Burdeos. Vergniaud justificó admirablemente esta especie de
paternidad. En el foro, en la Asamblea, enmedio de crisis tan violentas,
Vergniaud conservó siempre un alma profundamente humana. A pesar
de que era orador nunca dejó de ser hombre; en medio de sus cóleras
sublimes de tribuno, se deja oír siempre algún acento de naturaleza o de
piedad. En el seno de un partido violento, malhumorado, disputador,
permaneció extraño al espíritu de disputa que todo lo rebaja. Se le acusó
de indecisión, de cierta especie de molicie y de indolencia de que no
estaba exento su carácter. Decíase que su alma parecía errar con
frecuencia por otras regiones. No eran infundados estos reparos. Aquella

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alma, hay que confesarlo, en los momentos en que la patria la necesitaba
toda entera, habitaba en otra alma. Un corazón de mujer, débil y
encantador tenía como prisionero aquel corazón de león de Vergniaud.
La voz y el arpa de la señorita Candeille—la bella, la buena, la adorable—
le tenían fascinado. Siendo pobre fué amado y preferido por aquella a
quien la muchedumbre seguía. No tomó en ello ninguna parte la
vanidad, ni por los éxitos del orador, ni por los de la joven musa cuya
obra obtenía ciento cincuenta representaciones. Se unieron con lazo
indisoluble, por su atributo común, la bondad. Y este lazo fué tan fuerte
que Vergniaud lo prefirió a la vida. Antes quiso morir cerca de ella que
alejarse un instante. Cuando la muerte se presentó pudo haberla evitado;
y parece ser que dijo tranquilamente: «Morir en seguida bien, pero
quiero amar todavía.»
Este tierno asunto me ha llevado lejos de la batalla: vuelvo a ella;
La necesidad de proponer medidas eficaces y enérgicas contra los
emigrados inspiró a Vergniaud un discurso severo, pero que no deja de
confirmar lo que acabamos de decir respecto al carácter profundamente
humano del gran orador. En aquellas circunstancias críticas, cuando el
rey iba a tener que sancionar una ley que amenazaba a sus hermanos
con la pena capital, solo Vergniaud opuso la objeción del corazón y de la
naturaleza. Se dirigió al rey en persona y se esforzó en transportarle a la
región heroica de aquellos antiguos padres del pueblo que inmolaron la
naturaleza a la patria. Dijo noblemente: «Si el rey tiene el disgusto de no
hallar en sus hermanos el amor y la obediencia, que se dirija como
ardiente defensor de la libertad al corazón de los franceses y encontrará
en él quien lo indemnice de aquella pérdida.»
Este discurso, noblemente equilibrado por cualidades tan
contrarias, eminentemente justiciero al par, que humano, produjo
mucha admiración, pero poco entusiasmo. El orador establecía los
principios; en cuanto al éxito, sin preocuparse de él, con la majestad que
da el valor, lo fiaba al porvenir. La Asamblea saludó a su gran orador,
confiriéndole la presidencia al día siguiente. No adoptó sus severas
conclusiones y dio la preferencia al proyecto de Condorcet; proyecto
débil, algo ridículo, si puede decirse; difería el juramento a sus enemigos
armados, fiando en su palabra; continuaba el pago de las pensiones y
beneficios a los que, sin respeto del juramento, no vacilarían en jurar.
Por el contrario, a las gentes pundonorosas que preferían sacrificar sus
pensiones a su conciencia, las castigaba Condorcet con el secuestro de
sus bienes.

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Fué combatido (el 31 de Octubre) por Isnard, un diputado
provenzal, que modificó violentamente las disposiciones de la
Asamblea. Jamás se vio como entonces hasta qué punto es contagiosa
la pasión. A las primeras palabras, vibró la sala entera, como electrizada;
todos se creyeron personalmente interpelados, obligados a responder,
cuando aquel diputado desconocido, debutando por la autoridad y casi
la amenaza, lanzó a todos este llamamiento: «Pregunto a la Asamblea, a
la Francia, a vos, caballero (designando a un interruptor) si hay alguno
que, de buena fe y en lo íntimo de su conciencia, se atreva a sostener
¿que los príncipes emigrados no conspiran contra la patria. Pregunto, en
segundo lugar, si hay alguno en esta Asamblea que se atreva a sostener
que cualquiera que conspira no debe ser cuanto antes acusado,
perseguido y castigado. ¡Si hay alguno, que se levante!»
El mismo Vergniaud que presidía, quedó tan sorprendido de aquel
estilo tan imperioso y violento, que interrumpió al orador y le hizo
presente que no podía continuar en sentido interrogativo.
«En tanto que no se me conteste, continuó Isnard, diré que
estamos aquí entre el deber y la traición, entre la estimación y el
desprecio... Todos reconocemos que son culpables; si no les castigamos,
es porque son príncipes. Ya es tiempo de que el gran nivel de la igualdad
pase al fin sobre la Francia libre... La larga impunidad de los grandes
criminales es lo que hace que el pueblo se convierta en verdugo. Si, la
cólera del pueblo, como la de Dios, es muchas veces el suplemento
terrible del silencio de las leyes... Si queremos ser libres, es preciso que
gobierne solo la ley, que su voz vibrante resuene recio igualmente en el
palacio como en la cabaña, que no haya distinción entre rangos ni títulos,
inexorable como la muerte cuando cae sobre su presa...»
Un estremecimiento pasó sobre la multitud, y después de un corto
silencio, prorrumpió en un aplauso terrible. Una sombría embriaguez de
cólera invadió la Asamblea y las tribunas. Por un movimiento maquinal,
todos seguían a aquel ardiente orador, aquella salvaje palabra africana:
todos se habían identificado con él, arrebatados por el torbellino y no
pisando ya la tierra.
Entonces añadió con una violencia extraordinaria en la voz y en los
ademanes: «Se ha dicho que la indulgencia es el deber de la fuerza, que
ciertas potencias se desarman... Y yo digo que es preciso velar, que el
despotismo y la aristocracia no duermen ni descansan, que, si las
naciones se adormecen un instante, se despiertan encadenadas... El
crimen más imperdonable es el que tiene por objeto volver al hombre a
la esclavitud; si el fuego del cielo estuviera a disposición de los hombres,

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habría que castigar con él a los que atentan contra la libertad de los
pueblos.»
Aquel discurso desordenado, como una tromba del mediodía, lo arrastró
todo a su paso. Condorcet trató de contestar y nadie le oyó. Por primera
providencia se acordó incontinente: «Que si Luis-Estanislao-Javier,
príncipe francés, no volvía dentro de dos meses, abdicaba su derecho a
la regencia.»—El 8 de Noviembre, decreto general contra los emigrados,
de acuerdo Vergniaud é Isnard: «Si no vuelven el 1. ° de Enero, culpables
de conjuración, perseguidos y condenados a muerte. —Son
especialmente culpables los príncipes y los funcionarios. —Las rentas de
los contumaces quedan en beneficio de la nación, salvo los derechos de
las mujeres, de los niños y de los acreedores.—Los oficiales castigados
como soldados desertores.—La provocación a la deserción pena de
muerte.—En los quince primeros días de Enero podrá ser convocada la
alta cámara nacional.»
Al día siguiente se supo la tentativa de contrarrevolución en Caen,
que estuvo a punto de reproducir en un cura constitucional la horrible
escena de Lescuyer, asesinado en la iglesia de Avignon. Allí los nobles
armados, con sus criados también con armas, habían ido a sostener al
cura refractario; habían amenazado a la guardia nacional, haciendo
fuego sobre ella hasta que les desarmó. Lo más grave fué que habiendo
querido la comuna y el distrito, para evitar la repetición de aquellas
colisiones, cerrar la iglesia a los refractarios hasta que decidiese la
Asamblea, se negaron a firmarla orden los administradores del
departamento. Tal era el funesto espíritu de aquellas administraciones,
su connivencia con los facciosos aristócratas, que por doquiera
paralizaban la acción de las leyes y las medidas más indispensables de
policía y de salvación pública. Cambon pidió que se convocara
inmediatamente la alta cámara nacional. Al día siguiente se llamó al
ministro Delessart para que diera explicaciones: se sospechaba, con
fundamento, que había contribuido a perturbar Calvados, trabajando
contra el obispo Fauchet y alentando contra él a los culpables
administradores.
¿Por qué aquel celo del ministro contra los curas ciudadanos? El
rey era reconocido aquí como el centro y el jefe de la resistencia devota.
¿No lo era también de la emigración armada? Así se le juzgó el 12 de
Noviembre, cuando opuso el veto al último decreto de la Asamblea.
Alegaba que los artículos rigorosos de este decreto le parecían
«incompatibles con las costumbres de la nación y los principios de una
constitución libre.» Presentaba las cartas que él mismo había escrito a

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sus hermanos y a los emigrados para decidirles a que volvieran. Decía
en ellas, entre otras cosas: «que la emigración se había detenido», lo cual
era visiblemente falso; «que varios emigrados habían vuelto», lo cual era
demasiado cierto. En Junio, Mr. de Lescure y otros vendeanos habían
regresado con la esperanza de la guerra civil. El rey pedía que se tuviera
confianza en él; y en el mismo momento, su ministro confidente Bertrand
de Molleville estaba convicto de haber ocultado la emigración de los
oficiales de marina. Bertrand afirmaba con osadía que estaban todos en
sus puestos; y más de cien estaban ausentes con licencia y cerca de
trescientos sin ella, lo cual quedó demostrado por el consejo general del
Finisterre,
Los hermanos del rey contestaron prontamente a sus proclamas
que no eran la expresión sincera de su pensamiento. Monsieur, además,
dio a la Asamblea que representaba a la Francia una respuesta irrisoria,
una parodia indigna de la requisitoria que se le había dirigido para que
volviera: «Gentes de la Asamblea francesa que se llama nacional: la sana
razón os requiere en virtud del título I, capítulo I, sección I, artículo I de
las leyes del sentido común, para que volváis en vosotras mismas, etc.»
La cuestión que más personalmente afectaba al rey, la de los curas,
fué muy pronto resuelta, y nada contribuyó tanto a ello como un discurso
de Isnard, el formidable intérprete del resentimiento nacional. Orador
violento más que profundo, encontró sin embargo en la pasión misma
que latía en él, aquella frase justa y profunda que demostraba el
verdadero alcance de la cuestión religiosa: «La Revolución francesa
necesita un desenlace.»
El desenlace político está en la cuestión social; pero el de esta se
encuentra, cada vez se verá mejor, en la cuestión religiosa. Solo Dios
puede cortar tales nudos. Los verdaderos cambios están en el cambio
profundo de los corazones, de las ideas, de las doctrinas, en el progreso
de las voluntades, en la educación dulce y tierna que mejora la
naturaleza humana. Las leyes coercitivas pueden poco. Si el verdadero
concilio de la época, la Asamblea, no quería poner la mano sobre el
dogma, podía al menos, en una cuestión de disciplina, el casamiento de
los curas atraer a la naturaleza, a la dulce humanidad, al espíritu nuevo,
una gran parte de sus adversarios. No se decidió francamente sobre esta
grave cuestión que. le fué sometida el 19 de Octubre, y desde entonces
perdió el asidero más fuerte que tuvo para el clero.
Isnard tenía derecho para invocar la fe contra los facciosos, contra
los curas rebeldes que querían el motín y la sangre; pero en su arrebato,
estaba próximo a confundir la inocencia con el crimen: «Si existen

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quejas, el cura rebelde debe salir del reino; no se necesitan pruebas
contra él, porque no le toleráis aquí más que por un exceso de
indulgencia.
Terrible embriaguez que le hacía olvidar, en nombre del derecho,
el derecho y la justicia. Al escucharle todos se contagiaron. Pareció que
la Asamblea se oscurecía, que se espesaban las tinieblas, cuando aquel
fanático furioso exclamó: «¡Combatiré a todos los facciosos: no soy de
ningún partido! ¡Mi Dios es la ley; no tengo otro!»
Isnard tenía el temperamento de un devoto sombrío y violento.
Entonces pertenecía a la Ley, a la Razón, que también era Diosa. Más
adelante, bajo la impresión del Terror, veremos al mismo hombre,
rodeado por la muerte, volver al misticismo; luego, feroz en la reacción,
furioso en el arrepentimiento, atizar la hoguera civil con palabras que
aumentaron cruelmente los furores del Mediodía.
La Asamblea vacilaba en decretar la impresión de este desdichado
discurso y finalmente la negó. Pero poco después pudo verse que
participaba de su espíritu. El 22 de Noviembre nombró cuatro jueces
para el asunto de Caen; el 25 creó un comité de vigilancia; los nombres
fueron significativos; Isnard y Fauchet, Goupillau (de la Vendee),
Antonelle (de las Bocas del Ródano), los violentos Jacobinos
Grangeneuve y Chabot, Bazire y Merlin, Lecointe, Thuriol, etc.
Esta elección hace presentir el decreto que se va a dictar (29
Noviembre 91): decreto violento, apasionado, que fué recibido como un
reto del partido al que se quería herir y no produjo más efecto que el de
una excitación a la resistencia.
Considerandos notables por su gran lógica, parten del Contrato
social, «que protege más que liga a todos los hombres del Estado.» El
juramento, puramente cívico, es la canción que todo ciudadano debe dar
de su fidelidad a la ley. Si el ministro de un culto se niega a reconocer la
ley (que asegura la libertad religiosa sin otra condición que el respeto al
orden público), demuestra por esta negativa que su intención es no
respetar la ley.
El juramento cívico será exigido en el término de ocho días. Los
que se negaren a prestarlo serán considerados como sospechosos de
rebelión y recomendados a la vigilancia de las autoridades. Si se
encuentran en un municipio en el que ocurrieren disturbios religiosos, el
Directorio del Departamento puede alejarles de su domicilio. Si
desobedecieren sufrirán la pena de un año de prisión. Si provocaren la
desobediencia, dos años. El municipio en el que la fuerza armada se vea
obligada a intervenir sufragará los gastos. El magistrado que se niegue

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u olvide la represión será perseguido. Las iglesias no servirán más que
para el culto asalariado por el Estado. Las que no fueren necesarias
podrán ser compradas para otro culto, mas no para los que nieguen el
juramento. Las municipalidades enviarán a los departamentos y estos a
la Asamblea las listas de los sacerdotes que hayan jurado y de los que
se hayan negado, con observaciones sobre su coalición entre ellos y con
los emigrados, para que la Asamblea estudie y acuerde los medios de
extirpar la rebelión. La Asamblea considera como provechosas las obras
que ilustren las pretendidas cuestiones religiosas; las mandará imprimir
y recompensará a los autores.
Este decreto se fundaba en el derecho con referencia a los
sacerdotes, que no son en manera algunos ciudadanos ordinarios, que
tienen un privilegio enorme y tienen mayores responsabilidades, puesto
que ejercen una magistratura y la más autorizada. Si se dijera que es
anterior y exterior a la acción del Estado, resultaría que esta autoridad
exterior, colocada en los fundamentos mismos de la sociedad, pueda a
su antojo destruirlos y llegar un momento en que derrocara al Estado.
La separación entre el Estado y el sacerdote causa este resultado
extraño; el Estado dice al otro: «Toma el alma; yo te reservaré el cuerpo;
gobernaré sus movimientos; para ti la voluntad: para mí la acción.»
División pueril, imposible: la acción depende de aquel de quien depende
la voluntad.
El decreto tenía un gran defecto, que consistía en castigar
precisamente un punto por el que todo el mundo tenía a honra ser
castigado. ¡En una cuestión de conciencia imponía una pena de dinero!
¡Qué ventaja para el enemigo! A falta de fanatismo, solo él. honor, el
honor del gentil-hombre, la noble locura de la antigua Francia iba de
seguro, a hacer olvidar toda consideración de público deber, de amor de
la paz. Aquellos mismos que en nombre de la salvación común y del
verdadero cristianismo se hubieran sometido eran arrojados por tan baja
penalidad a la cuestión del punto de honor y de la dignidad personal. Ni
decreto, ni medida general alguna hacía falta. Lo que hacía falta eran
hombres: hombres a disposición de la Asamblea que obrasen bajo la
vigorosa dirección de sus comités, pero de diversa manera, según el
estado moral de cada provincia, que en cada una era muy diferente.
Pero aquellos hombres no se encontraban ni en la administración
departamental ni en el poder judicial, ambos débiles, disgregados,
sometidos al azar de las elecciones y de las influencias locales. Extraño
espectáculo de este gran cuerpo de la Francia, todavía no organizada ni
centralizada. El centro orgánico (la Asamblea) quería, amenazaba; pero

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desde el centro a las extremidades que debían ejecutar, el lazo era
incierto e infiel; la Asamblea decía en su decreto que quería levantar la
espada; para levantar se necesita una mano: y la Asamblea no la tenía.
Era aquel el caso de un pobre paralítico que grita, que amenaza
desde su sillón, pero que no puede moverse. Para salir de su impotencia
sería necesaria una extraña revolución, un terrible acceso de furor.
Faltando la fuerza vino en su calor la cólera. No teniendo la
Asamblea ni administración ni tribunales que fuesen suyos, la
Revolución obró por los clubs, por-la apelación a la violencia y consiguió
obrar, destrozándolo todo y destrozándose.
Tal es el destino de un Estado imprevisor que no ha sabido
organizar ni la acción ni la represión. Aquel que no teniendo ni el
principio ni el fin, careciendo de la iniciación moral y religiosa,
abandonada al sacerdote, no tiene tampoco en su mano lo que corrige y
remedia, el poder judicial, semejante Estado, digo, está perdido.
Desdichado de los que, como nosotros, por un supersticioso respeto a
la inamovilidad, lo dejan a sus enemigos. La Revolución, juzgada cada
día por la contrarrevolución, perecería en plazo más o menos largo.
Hecho el decreto, bueno o malo, faltaba hacerlo cumplir. Tal vez
hubiese hecho poco daño si su aplicación se hubiese modificado o
retardado, particularmente en el Oeste. Pero en París provocó una
resistencia fatal por parte de la corte y de los constitucionales. Estos
últimos, excluidos de toda dirección, aun indirecta sobre la Asamblea,
sintieron gran gozo de servir de obstáculo. Se habían refugiado en un
cuerpo y en un club, el club de los Fuldenses y el cuerpo del
departamento de París. El uno preparó y el otro firmó una protesta
dirigida al rey, suplicándole que opusiese su veto al decreto relativo a
los sacerdotes. No teniendo para nada en cuenta las circunstancias,
manteniéndose en la abstracción, fingiendo creer que se trataba de
hombres inofensivos y pacíficos, confundiendo por doquier al cura con
el ciudadano, haciendo como que no sospechaban que el primero,
investido de una autoridad sumamente peligrosa, es más responsable
que el segundo, el Directorio de París invocaba el veto del rey, como si
en aquella época esto constituyese una verdadera fuerza. Poner al rey
delante de los sacerdotes, contra la corriente, era querer que sacerdotes,
rey, y Directorio de París todo fuese arrastrado por el mismo empuje.
Los firmantes de aquella acta insensata eran sin embargo gentes
de talento, como Talleyrand, Baumetz, etc. He aquí para lo que sirve el
talento, la costumbre de estudiar minuciosamente las pequeñas
relaciones de las cosas, de mirar con el microscopio, de manejar con

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destreza el mundo de la intriga. Para la Revolución no sirve la delicadeza.
El genio para arrastrar a las masas necesita ser grande, sencillo, grosero,
si me es lícito hablar así.
Una respuesta mucho más ingeniosa, aguda y penetrante (el
documento más francés que .se ha escrito desde la muerte de Voltaire)
les fué lanzada por Desmoulins, bajo la forma de una petición a la
Asamblea nacional. El mismo lo llevó a la barra, y no fiándose de su voz,
lo hizo leer por Fauchet. La originalidad de este documento estriba en
que, tratándose de una gran cuestión política y de equidad, el malicioso
leguleyo no atestiguaba más que con el derecho escrito, con el texto de
las leyes, de aquellas mismas leyes que habían hecho los miembros del
Directorio como miembros de la Asamblea constituyente; les combatía
con sus armas, les hería con sus propias flechas. La ley contra los que
envilecen los poderes públicos, la que castiga las peticiones colectivas,
demostraba perfectamente que aquí caían a plomo sobre sus propios
autores, que eran culpables de haber intentado envilecer el primer
poder, a la Asamblea, y concluía pidiendo que se procesase al Directorio.
Calificaba la petición del Directorio como «la primera hoja de un
gran registro de contrarrevolución, una suscripción de guerra civil
puesta a la firma de todos los fanáticos, de todos los idiotas, de todos
los esclavos permanentes, de todos los exladrones», etc.
Lo más grave en aquel documento, lo que dio en el blanco, fué la
punzante ironía con que arrancó el velo a la situación y formuló
claramente lo que estaba en lo más íntimo de todos los espíritus; fórmula
de una terrible claridad, que hería al rey aparentando defenderle y que
ha quedado como el juicio de la historia.
«No nos quejamos ni de la Constitución, que ha concedido el veto,
ni del rey que lo ejercita, acordándonos de la máxima de un gran político,
de Maquiavelo:
«Si el príncipe debe renunciar la soberanía, sería muy injusta la»
nación, demasiado cruel, si le parecía mal que se ofreciese
constantemente a la voluntad general, porque es difícil y contra la
naturaleza» el que se caiga desde tan alto voluntariamente.»
«Penetrados de esta verdad, tomando ejemplo del mismo Dios,
cuyos mandamientos no son imposibles, no exigiremos jamás al
ciudadano soberano un amor imposible a la soberanía nacional, y no nos
parece mal que opongan su velo precisamente a los mejores decretos.»
Esto era poner el dedo en la llaga. La Asamblea se conmovió,
reconoció su propio sentimiento, adoptó el documento como propio y
decretó su inserción en el acto ordenando que se remitieran copias a los

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departamentos. Al día siguiente los miembros pertenecientes a los
Fuldenses habían llegado muy temprano en número de 260 y formaban
una mayoría contraria que anuló el decreto de la víspera con grande
indignación de las tribunas y del público. Desde aquel momento se
entabló una lucha contra su club; colocado a la puerta de la Asamblea y
en el mismo cuerpo de edificio, la afluencia de las dos multitudes debía
ser ocasionada á tumultos, á colisiones tal vez.
Esta lucha interior que agitaba a París estalló en el preciso
momento en que la autoridad se hallaba desarmada; tanto por la retirada
de Lafayette, que había dejado el mando, como por su derrota en las
elecciones municipales (17 de Noviembre del 91). Ya hemos dicho que
la reina, en odio a Lafayette, había dado a los realistas la orden de que
votasen al Jacobino Petion, que alcanzó 6.700 votos contra los 3.000 de
su contrincante. La reina había dicho: «Petion es un majadero, incapaz
de hacer ni bien-ni mal.» Pero detrás de él venía Manuel como
procurador de la comuna, y detrás de Manuel su sustituto, el formidable
Danton, a quien la reina abrió las puertas al favorecer a Petion.
La guerra interior contra los sacerdotes y el rey que los defiende,
la guerra exterior contra los emigrados y los reyes que les protegen se
acentúa cada día más, no todavía en los actos, pero sí en las palabras,
en las amenazas, en el hervor visible de los corazones.
El 22 de Noviembre oyó la Asamblea un informe de Koch sobre el
estado amenazador de Europa, sobre las vejaciones que sufrían los
ciudadanos franceses de la Alsacia por parte de los emigrados y de los
príncipes que toleraban sus reuniones. Aquellas vejaciones denunciadas
á Mr. de Montmorin le habían conmovido mediocremente; había
contestado en términos vagos y no había hecho nada. La Asamblea no
podía imitar semejante indiferencia. El comité diplomático pedía que se
recordase a los príncipes la Constitución germana, que les prohíbe todo
lo que puede comprometer al Imperio en una guerra extranjera, y que el
poder ejecutivo tomase medidas para obligarles a que disolviesen
aquellas reuniones armadas.
La cuestión, tratada brevemente por Koch, fué ampliada por Isnard
con la extensión e importancia que merecía. Era la cuestión de la guerra.
Formuló con atrevimiento toda la ventaja que podía obtener Francia
obligando a sus enemigos que se declarasen, y si era preciso que diera
el primer golpe.
«Elevémonos en esta circunstancia a toda la altura de nuestra
misión; hablemos a los ministros, al rey, a la Europa con la firmeza que
nos conviene. Digamos a nuestros ministros que hasta ahora no está

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muy satisfecha la nación de la conducta de cada uno de ellos. Que en
adelante deben escoger entre el reconocimiento público y la venganza
de las leyes, y que la palabra responsabilidad es para nosotros sinónimo
de muerte. Digamos al rey que su interés estriba en defender la
Constitución; que su corona pende de aquel palladium sagrado que no
reina más que por el pueblo y para el pueblo; que la nación es su
soberano, y que él es súbdito de la ley. Digamos a Europa que, si el
pueblo francés desnuda su espada, arrojará la vaina; que, si a pesar de
su poder y su valor sucumbiese defendiendo la libertad, sus enemigos
reinarían sólo sobre un montón de cadáveres. Digamos a Europa que, si
los gobiernos comprometen a los reyes en una guerra contratos pueblos,
nosotros comprometeremos a los pueblos en una guerra contra los
reyes. (Aplausos). Digámosla que todos los combates que se libren entre
los pueblos por orden de los déspotas... (continúan los aplausos). No
aplaudáis: no aplaudáis; respetad mi entusiasmo, que es el de la
libertad.»
«Digámosla que todos los combates que libren los pueblos por
orden de los déspotas se parecen a los golpes que se dan en la oscuridad
dos amigos, excitados por un pérfido instigador; si surge la luz arrojan
las armas, se abrazan y castigan a los que les engañaban. De igual
manera, si en el momento en que los ejércitos enemigos luchasen con
los nuestros hiriese su vista la luz de la filosofía, los pueblos se
abrazarían a la faz de los tiranos destronados, de la tierra consolada y
del cielo satisfecho.»
La poderosa cólera de Isnard era verdaderamente adivinadora y
pro fótica. Todo lo que dijo el 29 de Noviembre sobre la perfidia de los
reyes y la necesidad de precaverse contra ellos, comenzó a evidenciarse
poco después. El 3 de Diciembre exhibía Leopoldo, desde Viena, un acta,
moderada en la forma, pero que, colocando la cuestión en un punto
verdaderamente insoluble, anunciaba la intención de suscitar una
querella eterna y el pensamiento ulterior de obrar cuando estuviese
preparado.
Su conducta era evidentemente ambigua. Como Leopoldo y como
austríaco era amigo de Francia y reprimía los insultos hechos en sus
estados a los franceses que llevaban la escarapela nacional. Pero como
emperador impedía a los príncipes posesionados de la Alsacia que
aceptasen las indemnizaciones que les ofrecía Francia; rompía y anulaba
los pactos que hubieran ya podido hacer, quería obligarles a que
obtuviesen su entera reintegración, anunciando la resolución de
sostenerlos y darles socorros. Y el motivo que alegaba era de los que

13
hacen la guerra inevitable, fatal; la misma cuestión de la soberanía. Las
tierras en cuestión, decía, no estaban de tal modo sometidas a la
soberanía del rey que pudiera disponer de ellas indemnizando a los
propietarios. De manera, que él veía allí unas encartaciones puramente
germánicas del imperio enmedio de Francia; Francia, sin saberlo, tenía
el imperio en su seno, el enemigo en sus posiciones más peligrosas,
detrás de sus líneas más expuestas. Colocadas en tales términos la
cuestión, fácil era prever que no se quería desatar, si no guardarla como
un compás de guerra y cortarla con la espada.
El 14 de Diciembre se presentó el rey en la Asamblea para declarar
que consideraría como enemigo al elector de Tréves, si para el 15 de
Enero no había disuelto las reuniones armadas. Fué aplaudido, pero su
popularidad no ganó gran cosa. No se explicó respecto del extraño
mensaje del emperador que preocupaba a todo el mundo. Anunció que
no se apartaría jamás de la Constitución; pero acto seguido, la aplicaba
de la manera más propia para provocar la indignación pública,
oponiendo su veto al decreto sobre los sacerdotes (19 Diciembre del 91).
La indignación popular recayó sobre los Fuldenses cuyos jefes eran los
concejeros de la corte. En su club se produjeron escenas violentas y la
Asamblea tuvo que declarar que en lo sucesivo no podría ningún club
reunirse en el mismo edificio en que ella celebraba sus sesiones.
El decreto contra los sacerdotes no era precisamente la guerra;
pero era el punto en que la conciencia, chocando contra la conciencia, y
el rey, colocándose justamente en contra del pueblo, uno u otro había de
ser destrozado.
Y sobre esta tormenta baja, pesada y sombría de la lucha interior,
flota la tormenta luminosa, grandiosa de la guerra europea que se
prepara al propio tiempo. De momento en momento se oyen sus truenos
con relámpagos sublimes.
El 18 de Diciembre estalla en los Jacobinos de una manera original,
fantástica y salvaje, a la cual no estaba acostumbrada aquella sociedad
política, más disciplinada de lo que generalmente se cree. Presidía en
aquella ocasión el profeta de la guerra, el violento predicador de la
cruzada europea; ya se comprende que hablo de Isnard. Acababa de
ocurrir una escena infinitamente conmovedora que con toda extensión
he referido más arriba: en presencia de un diputado de las sociedades
inglesas se habían entronizado en la sala los pabellones de las naciones
libres, francesa, inglesa y americana. El diputado, acogido como solo en
Francia se sabe hacer, y rodeado de mujeres jóvenes y hermosas que
aportaban como presente para sus hermanos los ingleses el producto de

14
su trabajo, acababa de responder con el embarazo propio de una viva
emoción. Virchaux, aquel suizo de Neuchátel que en Julio escribió en el
Campo de Marte la petición de la república, presentó otro regalo. Era una
espada de Damasco que ofrecía para el primer general francés que
derrotase a los enemigos de la libertad. Aquella espada, dada por la
Suiza todavía esclava y suplicante, a la Revolución francesa que había
de libertarla, era un símbolo conmovedor. Cuarenta suizos del cantón de
Vaud, los pobres soldados del regimiento de Chateauvieux se hallaban
en las galeras de Francia como imagen viva del mundo encadenado que
tenía puesta en nosotros su esperanza.
Isnard fué acometido de un transporte extraordinario. Besó aquella
espada, y blandiéndola cuan alto pudo, habló mejor que Ezequiel:
«Miradla!... esta espada será victoriosa. Francia dará una gran voz y
todos los pueblos responderán. La tierra se cubrirá de combatientes, y
los enemigos de la libertad serán borrados de la lista de los hombres.»

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CAPITULO II

Sigue la cuestión de la guerra. —Madama Stael y Narbonne en el poder


(Diciembre del 91, Mayo del 92)

Oposición entre madama Roland y Robespierre. —Él quiere la guerra el 28 de Noviembre, pero
después está por la paz —Madama de Staael hace a Mr. de Narbonne ministro de la guerra, 7
de Diciembre. —Diversos criterios de la corte de los Fuldenses y de los Girondinos —La corte
temía la guerra. —Robespierre supone que la corte quiere la guerra y que conspira con los
Fuldenses y la Gironda. —Los girondinos no pueden responder con claridad a Robespierre. —
Doblez de su conducta—Impotencia de Narbonne, Enero del 91. —Vaguedad e ineficacia de
los medios que propone Robespierre. —Europa pretende aplazar la guerra, la Gironda la
decide. — Louvet contra Robespierre. —Desmoulins contra Brissot. -Desconfianza é inercia de
los Jacobinos. —La corte y los sacerdotes organizan la guerra interior. —La Gironda confía las
armas al pueblo. —Picas y gorros colorados, Enero-Febrero del 92.—La Gironda ataca a la corte
por medio de la acusación de los ministros 18 de Marzo del 92, —La corte acepta el ministerio
girondino.

En el momento en que Isnard blandía la espada de la guerra, en


que toda la sala, deslumbrada por el brillo del acero, casi se venía abajo
aplaudiendo, Robespierre subió con aire sombrío a la tribuna, y dijo fría
y lentamente: «Suplico a la asamblea que suprima esos movimientos de
elocuencia material: pueden arrastrar a la opinión, que en este momento
necesita ser dirigida por el ejemplo de una discusión tranquila.»
Descendió de la tribuna, y una atmósfera densa se cernió sobre la
Asamblea. Couthón, el paralítico, levantándose de su asiento, pidió que
se pasase a la orden del día. La sociedad era tan dócil, tan perfectamente
disciplinada, que, con gran extrañeza de la Gironda, votó la orden del
día.
Este último partido era el que, durante tres meses, había casi
siempre, por Brissot, Fauchet, Condorcet, Isnard y Grangeneuve,
presidido a los Jacobinos. Su calor y su entusiasmo habían, en cierto
modo, entusiasmado a la sociedad. En realidad, era exterior y extraño a
ella, de un genio esencialmente contrario y no podía arraigar en su seno.
La disidencia profunda estalló por la cuestión de la guerra. La
Gironda quería la guerra exterior; los Jacobinos la guerra a los traidores,
a los enemigos de dentro. La Gironda quería la propaganda y la cruzada;
los Jacobinos la depuración interior, el castigo de los malos ciudadanos,
la represión de las resistencias por el terror y las medidas inquisitoriales.
Su ideal, Robespierre, expresaba perfectamente su pensamiento
cuando dijo aquella misma noche (18 de Diciembre del 91): «La
desconfianza es al sentimiento íntimo de la libertad lo que los celos al
amor.»
16
Desde hace algún tiempo fiemos perdido de vista a ese sombrío
personaje. Miembro de la Constituyente, se bailaba por esto mismo
excluido de la Legislativa. Acababa de pasar dos meses en Arras. Fue
aquel corto viaje, el único momento de reposo que tuvo antes de morir
y lo hizo con el propósito de vender la casa solariega de su familia.
Quería, antes de las grandes luchas que preveía, recoger su existencia,
concentrarla toda en su casa en su casa, es decir en París, calle de Saint-
Honore, en los Jacobinos, en el seno de la sociedad que fiemos visto, en
Septiembre, reorganizada por él, y que, en Diciembre, dominaba todavía
a despecho de la Gironda.
Aquel viaje había sido un triunfo. Saliendo de la Asamblea
constituyente casi en brazos del pueblo, Robespierre vio como de ciudad
en ciudad salían a felicitarle las sociedades patrióticas. El papel que
había desempeñado en la Asamblea, aquella actitud de defensor único
del principio abstracto de la democracia, le habían colocado a gran
altura. Aparecía ya, a los ojos de los más perspicaces, como el primer
hombre, el centro y el jefe probable de las asociaciones jacobinas que
cubrían la Francia. Madama Roland lo había creído así, y desde su retiro,
a donde había vuelto, le había escrito (13 de Septiembre) una carta muy
digna, pero lisonjera y bien meditada. A nuestro juicio, no correspondió
aquél a estas esperanzas. Del girondino al jacobino, había diferencias,
no fortuitas, sino naturales, innatas, diferencias de especie, odio
instintivo como el del lobo al perro. Madama Roland, particularmente,
por sus cualidades brillantes y viriles, asustaba á Robespierre. Los dos
poseían lo que al parecer debería unir a los hombres, y, sin embargo,
crea entre ellos las más Vivas antipatías: el tener un mismo defecto. Bajo
el heroísmo de ella y bajo la admirable perseverancia de él, existía un
común defecto, apresurémonos a decirlo: una ridiculez. Los dos
escribían siempre; habían nacido escribas. Preocupados, según luego se
verá, del estilo más que de los asuntos, escribieron de día, de noche,
vivos y al morir; en las crisis más terribles y bajo la guillotina, la pluma
y el estilo fueron su constante preocupación. Verdaderos hijos del siglo
dieciocho, del siglo eminentemente literario y belletriste, como dicen los
alemanes, conservaron aquel carácter de las tragedias de otra edad.
Madama Roland, con tranquilidad notable, escribe, cuida y retoca sus
admirables retratos, mientras los vendedores de diarios voceaban
debajo de sus ventanas: «la muerte de la mujer Roland.» Robespierre,
víspera del 9 Thermidor, entre la idea del asesinato y la del cadalso,
redondea sus períodos, menos preocupado, al parecer, de vivir, que de
su fama de buen escritor.

17
Como políticos y literatos, se estimaban poco desde aquella época.
Robespierre, por otra parte, tenía una idea demasiado justa, una
concepción demasiado perfecta de la unidad de vida necesaria a los
grandes trabajadores, para acercarse fácilmente a aquella mujer, a
aquella reina. Cerca de madama Roland, ¿qué hubiera sido la vida de un
amigo? o la obediencia o el tormento. Le convenía más la humilde casa
de los Duplay. Allí era el rey, mejor aún el Dios, el objeto de una devoción
apasionada. Sin embargo, al regresar de Arras no pudo volver allí
todavía; le acompañaba su hermana, la altiva señorita Carlota de
Robespierre, que no estaba dispuesta a ceder a nadie a su hermano. Fué
preciso que se estableciese con ella en la calle de Saint-Florentín, con
gran disgusto de la señora Duplay, que desde entonces declaró la guerra
a la hermana, esperando impacientemente el momento de reconquistar
a Robespierre, y rondando en torno suyo como una leona a la que le han
robado sus cachorros.
Robespierre, que acababa de atravesar todas las campiñas
inflamadas de ardor bélico, la Picardía conmovida y ardiendo en deseos
de combatir, se mostró al principio de su llegada (el 28 de Noviembre)
más guerrero que nadie. Había prescindido de su plan de conducta, de
su afectado respeto a la Constitución, para apresurar las medidas
decisivas. Quería que la Asamblea, en vez de dirigirse al rey para que
éste hablase al emperador, intimase á Leopoldo que dispersase a los
emigrados o, sino que le declarara la guerra, en nombre de la nación, de
las naciones enemigas de los tiranos: «Tracemos alrededor del
emperador el círculo que Popilio trazaba alrededor de Mithridates
(quería decir Antíoco), etc., etc.»
Pronto tuvo, sin embargo, que arrepentirse de su precipitación.
Graves consideraciones le obligaron bruscamente a ser partidario de la
paz.
1.a Durante su ausencia, los Girondinos, sus rivales, se habían
apoderado de la idea popular de la guerra, colocándose como a la proa
de aquel gran bajel de la Francia, en el momento en que una impulsión
enormemente poderosa que llevaba en su interior iba a lanzarle sobre
Europa. Estos hombres ligeros, ligeros la mayor parte, como los Brisot y
los Fauchet, disputadores como Guadet, ciegos e iracundos como Isnard,
todos poco capaces para dirigir la maniobra, sentados en la proa y no en
el timón, hacían sin embargo el papel de pilotos, reivindicando para ellos
todo lo que iba a ser obra de la fatalidad. Si Robespierre se hubiera
decidido por la guerra, hubiera equivalido esto a seguir sus huellas y
confirmar la ilusión pública que les atribuía todo el honor de la iniciativa.

18
2.a El 5 de Diciembre, con gran extrañeza de todo el mundo, recibió
la corte de manos de los Fuldenses, a los que odiaba y despreciaba
mucho más que a los Jacobinos, un ministro de la Guerra. Los
Fuldenses, maltratados por la corte, por la que tanto habían trabajado, y
Lafayette rechazado por ella en las elecciones municipales, se habían
coaligado para imponer como ministro a Mr. de Narbonne, amante de
madama Stael. Esta, desde la partida de Monnier y de Sally,
representaba por su talento al partido inglés semi-aristócrata, el que
quería las dos cámaras. Robespierre, con su imaginación
prodigiosamente desconfiada, y crédulo en fuerza de odio, se apresuró
a creer que sus rivales los girondinos estaban de acuerdo con el partido
fuldense e inglés. Uno y otro partido querían la guerra, es cierto, pero
con esta diferencia: los Fuldenses para realzar el trono, la Gironda para
derrocarle.
3.a El tercer punto, que puede parecer hipotético y conjetural, pero
que para nosotros no ofrece duda, es que las sociedades jacobinas de
las provincias, compuestas en gran parte de compradores de bienes
nacionales e influidas por ellos, no querían la guerra. Robespierre, al
combatirla, fué su órgano fiel.
Distingamos entre los compradores. El aldeano que compraba una
parcela pequeña con sus ahorros, con un dote recientemente recibido, o
como hemos dicho ya, con los primeros frutos de la finca, no estaba
comprometido; no necesitando recurrir al crédito, no temía la retirada de
los capitales y no le asustaba la guerra.
Pero el comprador en grande, el especulador de las ciudades no
compraba generalmente más que valiéndose de algún préstamo. La
proposición de la guerra sonaba mal en sus oídos; le sorprendía en una
operación delicada, en que, a pesar de las prórrogas y el bajo precio,
podía encontrar su ruina, si la banca le cerraba de pronto sus cajas. No
hay que preguntar si este hombre comprometido se echaba en brazos
de los Jacobinos; alborotaba la sociedad de su pueblo con gritos, quejas,
recriminaciones y acusaciones de todo género para dificultar el
movimiento. No se limitaba a gritar; escribía, hacía votar y escribir: ¿a
quién? a la Sociedad madre, a los Jacobinos de París, al puro, al honrado,
al intachable Robespierre. Le rogaban, le encargaban que detuviese el
funesto impulso que, en los azares de una guerra, podía poner la Francia
en manos de los traidores, entregar sus ejércitos, abrir sus fronteras,
aniquilar su Revolución.
Robespierre, desinteresado (aunque no de odio y de orgullo),
defendió sus intereses.

19
Partidario primero de la guerra pareció sentir que era el
movimiento natural y espontáneo de la Revolución. Luego, bajo otra
influencia, llegó a persuadirse de que aquella gran cosa era el resultado
de una intriga.
He aquí, en realidad, la parte cierta que tenía la intriga en ello.
Madama de Stael, hija de Necker, nacida en aquella casa de
sentimentalismo, de retórica, de énfasis, tenía grandes necesidades de
corazón, en proporción a su talento. Buscaba de uno en otro amor, entre
los hombres de la época, a quien dar su corazón; hubiera preferido un
héroe, pero no encontrándolo y contando con el aliento poderoso y
ardiente que había en ella, intentó crear uno.
Encontró un lindo joven calavera, valiente, ingenioso, Mr. de
Narbonne. Que tuviera poca o mucha ropa le importaba poco creía que
tendría suficiente estando forrado con su corazón. Le amaba sobre todo
por las cualidades heroicas con que quería adornarle. Le amaba, hay que
decirlo también (porque era una mujer), por su audacia y su fatuidad.
Estaba muy mal con la corte y con muchos salones. Era verdaderamente
un gran señor, elegante y de buena presencia, pero mal mirado por los
suyos y de una reputación equívoca. Lo que excitaba mucho a las
mujeres es lo que se decía en voz baja de que era el fruto de un incesto
de Luis XV con su hija.
La cosa no era inverosímil. Cuando el partido jesuita hizo desterrar
a Voltaire y a los ministros volterianos (los d'Argerson y Machault, que
hablaban demasiado de los bienes del clero) fué preciso buscar un
medio para anular a la Pompadour, protectora de aquellos innovadores.
Una hija del rey viva y ardiente, polaca como su madre, se sacrificó,
como nueva Judit, por aquella empresa heroica, santificada por su fin.
Era extraordinariamente violenta y apasionada loca por la música, que
la enseñaba el poco escrupuloso Beaumarchais. Se apoderó de su padre
y le gobernó durante algún tiempo, a despecho de la Pompadour. De
aquí resultó, según la tradición, aquel hombre interesante, espiritual, un
poco desvergonzado, que poseyó desde su nacimiento una agradable
perfidia para engañar a las mujeres.
Madama Stael tenía una cualidad muy cruel para mujer; no era
hermosa. Tenía las facciones bastas, sobre todo la nariz. Su talle era
demasiado grueso, y el cutis poco agradable. Sus ademanes eran más
enérgicos que graciosos; de pie, con las manos a la espalda, delante de
una chimenea, dominaba un salón con su actitud viril, con su palabra
potente, que hacía gran contraste con el tono de su sexo, y hacía dudar
a veces que fuese una mujer. No tenía más que veinticinco años,

20
hermosos brazos, un cuello incitante a lo Juno, magníficos cabellos
negros que, al caer en gruesos bucles, daban gran realce a su busto y
hacían relativamente más delicadas sus facciones, menos hombrunas.
Pero lo mejor que tenía, lo que hacía que se olvidasen sus defectos, eran
sus ojos, ojos negros brillantes, reflejando el genio, la bondad y todas
las pasiones. Su mirada era un mundo. Se leía en ella que era buena y
generosa entre todas. No había nadie por enemigo suyo que fuera, que
después de oiría un momento no dijese, aun a pesar suyo: «¡Oh qué
buena, ¡qué noble, qué excelente mujer!»
Sin embargo, borremos la palabra genio; reservemos esta
sagrada. Madama de Stael palabra tenía en realidad un grande e
inmenso talento, cuyo origen estaba en su corazón. La profunda sencillez
y la grande inventiva, esos dos rasgos característicos del genio, no se
encuentran jamás en ella. Desde su nacimiento tuvo un desacuerdo
primitivo de elementos que no llegaban basta lo barroco, como en
Necker su padre, pero que neutralizó una buena parte de sus fuerzas, la
impidió que se elevase y la retuvo en el énfasis. Los Necker eran
alemanes establecidos en Suiza, burgueses enriquecidos. Alemana,
suiza y burguesa, madama de Stael tenía algo, no pesado, pero fuerte,
espeso, poco delicado. De ella a Juan Jacobo, su maestro, hay la
diferencia que del hierro al acero.
Precisamente porque continuaba siendo burguesa a pesar de su
talento, de su fortuna y de su noble acompañamiento, madama de Stael
tenía la debilidad de preferir a los grandes señores. No dejaba en
completa libertad a su bueno y excelente corazón, que la hubiera
inclinado completamente al lado del pueblo. Sus juicios, sus opiniones
se resentían de esto; admiraba entre todos al pueblo que creía
eminentemente aristocrático, a Inglaterra, reverenciando la nobleza
inglesa, ignorando que es muy reciente, conociendo mal su historia, de
la que hablaba sin cesar, sin sospechar remotamente el mecanismo por
el cual Inglaterra, tomando siempre del fondo, renueva constantemente
su nobleza. Ningún pueblo sabe hacer mejor lo antiguo.
Se necesitaba nada menos que el gran soñador, el gran fascinador
del mundo, el amor, para hacer creer a aquella mujer apasionada que el
joven oficial, el calavera casquivano, aquella criatura brillante y ligera,
podía ponerse a la cabeza de tan gran movimiento. ¡La gigantesca
espada de la Revolución hubiera pasado como prenda de amor de una
mujer a un joven fatuo! Esto era ya bastante ridículo. Pero lo que era aún
peor es que tan atrevida empresa quería intentarla dentro de los límites
de una política bastarda, de una libertad casi inglesa, valiéndose de una

21
asociación con los Fuldenses, partido ya gastado y con Lafayette, casi
tan gastado. De modo que la locura ni aun tenía lo que a veces hace
posible su triunfo, el atrevimiento loco.
Un hombre de talento, cuya prudencia y previsión se ha exagerado
ridículamente en nuestros días, Talleyrand, se había comprometido
también irreflexivamente en aquella tontería. Sin pensarlo consintió en
ir a Inglaterra comisionado por la coalición. Casi no le hicieron caso; en
todas partes le volvieron la espalda.
¿Quién no veía venir detrás de aquel partido mixto e impotente a
la ardiente Gironda? Esta no había tenido que tomarse el trabajo de
soñar, de inventar la guerra. Era ella la hija de la guerra, la guerra es
quien la había nombrado. Llegaba hirviente, sola, la ola belicosa del gran
océano de la Revolución impaciente por desbordarse. Madama de Stael
tenía talento y genio intrigante, un salón europeo y sobre todo inglés,
los restos de la Constituyente y al difunto Lafayette. La Gironda tenía el
empuje, el impulso inmenso de seiscientos mil voluntarios dispuestos a
ponerse en marcha; tenía sus máquinas populares con que combatía a
la vez a los Fuldenses y a los jacobinos; me refiero a la fabricación de
picas y de gorros colorados que había inventado en Diciembre.
La Gironda dejaba hacer a los Fuldenses, a Madama de Stael y a
Narbonne; les favoreció con sus votos, y le parecía muy bien que
trabajasen por ella. Aquella espada, una vez desenvainada, ¿quién había
de manejarla sino la Gironda? Pensaba hacer de ella un doble uso, contra
el rey y contra los reyes; de un tajo derribar el trono, y con la punta herir
en la garganta al enemigo exterior que, a su espalda, en aquel momento,
vería a los pueblos sublevados.
La corte tenía un miedo horrible a la guerra, lo sabemos de una
manera cierta. Y aun cuando no lo supiéramos, sería fácil conjeturarlo
sin gran esfuerzo, al ver la creciente desorganización en que dejaba al
ejército, no tan solo al personal que estaba indisciplinado, sino el mismo
material, para el que la Asamblea votaba siempre recursos en vano. Se
ha visto como bajo la influencia de la corte, redujo la Constituyente sus
trescientos mil voluntarios a menos de cien mil, de los cuales, según
declaración del ministro, no podían armarse más que cuarenta y cinco
mil, que tampoco fueron armados.
Estos hechos eran conocidos, palpables. Y, sin embargo, un testigo
muy observador, Robespierre, parece que no los había visto; como
tampoco los vieron la prensa y los clubs, que le imitaban en su ceguera.
Todos, siguiendo sus huellas, se lanzaron a su capricho al campo de las

22
conjeturas, de las vagas acusaciones, sin dignarse prestar su atención a
los hechos que saltaban a la vista.
Robespierre partía de un principio excelente y juicioso; pero su
imaginación sombría y sistemática en las deducciones del odio, sacaba
de ellas un vasto conjunto de conjeturas erróneas.
El punto de partida muy cierto es que Narbonne y su musa, los
Fuldenses, etc., no podían inspirar confianza, ni como carácter ni como
partido, y que era muy aventurado encomendar a tales manos la guerra
de la libertad.
Robespierre no sabía más. He aquí lo que añadía por conjeturas:
«Es muy verosímil que hay un acuerdo profundo, un complot bien
combinado entre la corte por un lado y los Fuldenses, Stael, Narbonne y
Lafayette por otro. Quieren comprometer los ejércitos de Francia,
conducirlos mal organizados ante los cien mil soldados veteranos
alemanes que rondan nuestras fronteras, simular alguna operación,
dejarse vencer, o gracias a alguna pequeña victoria convenida,
presentarse como salvadores y venir a imponernos su constitución
inglesa, aristocrática, etcétera, etc.»—Esto era especioso, y sin embargo,
era falso en cuanto al acuerdo con la corte; Narbonne le era impuesto.
Odiaba a los Fuldenses mucho más que a los Jacobinos; y respecto de
Lafayette, lejos de desearle un éxito, acababa de hacerle sufrir la derrota
más humillante en las elecciones de París.
«También es muy verosímil, decía Robespierre, que Brissot y la
Gironda se entiendan con la corte, y con los Fuldenses, Narbonne y
Lafayette. Brissot no ataca a Narbonne, etc., etc.»—Esto era también
falso. Brissot, que, hasta la matanza del Campo de Marte, tenía
esperanza en Lafayette, no volvió a verle desde aquella época, y sin
atacarle vivamente, le fué hostil, figurando en adelante en el partido que
a pesar de Lafayette y los Fuldenses quería derribar el trono.
Robespierre era al mismo tiempo demasiado desconfiado y
demasiado sutil para encontrar la verdad. Lo cierto (hoy es evidente e
incontestable) es que ni la corte, ni los Fuldenses, ni los girondinos,
formaban la asociación íntima que él suponía, que la corte odiaba a
Narbonne y se estremecía al pensar en el proyecto de guerra de
aventuras en que querían comprometerla; juzgaba, con razón, que al
primer fracaso, acusada de traición, iba a verse en un peligro espantoso,
que Narbonne y Lafayette no durarían un momento, y que la Gironda les
arrancaría la espada en cuanto la desenvainasen para dirigirla contra el
rey.

23
«Véase, decía Robespierre, como el plan de esta guerra pérfida,
por medio de la cual quieren entregarnos a los reyes de Europa, sale
precisamente de la embajada de ese rey que sería el general de Europa
contra nosotros, de la embajada de Suecia.» Esto era suponer que
madama Stael era verdaderamente la mujer de su marido, que obraba
por cuenta de Mr. Stael y según las instrucciones de su corte; suposición
ridícula, cuando tan públicamente se mostraba enamorada de Narbonne
e impaciente por hacerle ilustre. La pobre Corina tenía veinticinco años,
era muy imprudente, apasionada, generosa y se hallaba a cien leguas de
toda idea de traición política. Los que conocen la naturaleza humana y
los impulsos de la edad y de la pasión mejor que el lógico demasiado
sutil la conocía, comprenderán perfectamente esto que es enojoso,
inmoral, pero verdaderamente real: trabajaba por su amante, y de
ningún modo por su marido. Tenía prisa por hacer ilustre al primero en
la cruzada revolucionaria, y se preocupaba muy poco de que los golpes
cayeran sobre el augusto dueño del embajador de Suecia.
El 12 de Diciembre, el 2 de Enero, el 12, y más adelante todavía,
expuso Robespierre, con una autoridad extraordinaria, el vasto sistema
de desconfianza y de acusación en que mezclaba a todos los partidos;
una serie de aproximaciones más o menos ingeniosas, venían a
apuntalar de una manera más o menos feliz aquel edificio de errores.
Todo ello recibido con aplauso por los Jacobinos, cuyo carácter
distintivo era la misma desconfianza, y que escucharon y acogieron con
avidez pensamientos que eran suyos, penetrándose e identificándose
con ellos. La ocasión era también oportuna: un París triste, perturbado,
siniestramente tempestuoso, una miseria profunda; sin esperanza, sin
fin ni término, Un invierno sombrío. Sombras por todas partes, tinieblas,
brumas. «¿Veis, allá bajo aquella sombra que se desliza, aquella figura
fantástica, aquel caballero del puñal embozado en una capa?... Ayer
vieron sacar un furgón de las Tullerías... Aquí se oculta algo... etc., etc.»
Todo esto aceptado con extremada credulidad; se veía la sombra y se
creía el cuento. El que se atrevía a dudar era mal mirado entre los grupos;
se alejaban de él y a veces se le amenazaba.
Hay que ver cuan apasionada, ciega y crédula es la prensa. No hay
absurdo por grande que sea que no lo admitan Freron y Marat. «Pobre
pueblo, dice éste, hete aquí traicionado, entregado por la guerra; cuando
para acabar con todos hubiera bastado con el puñal y la cuerda.»
Desmoulins, que tenía tanto talento, no puede usar libremente de
él. Va, viene, cree, o duda, según Danton, según Robespierre; según él,
jamás.

24
El más original, como siempre, es Danton. Cuando hablaba ante
los Jacobinos temía siempre no mostrarse bastante desconfiado. El
mismo dice que teme le acusen de no ser partidario de la energía.
Vuelve, se extiende en largas declaraciones, diciendo que, en verdad,
quiere la guerra, pero antes quiere que el rey obre contra los emigrados
etc., etc.
Brissot contestó varias veces a los argumentos de Robespierre sin
poder jamás amenguar la autoridad de éste cerca de los Jacobinos.
Además de su fatuidad, que de antemano les hacía tomar a mala parte
lo que les era contrario, tenían una poderosa razón para no escuchar a
Brissot. Robespierre decía todo su pensamiento: Brissot la mitad del
suyo. El primero demostraba á maravilla que la corte, los Fuldenses y
Narbonne eran demasiado sospechosos para confiarles la guerra. Pero
Brissot, extendiéndose en generalidades que quedaban incontestadas,
no decía, no podía decir su pensamiento íntimo, a saber: Que la Gironda,
dueña del movimiento que subía, estaba segura de descartar a
Narbonne, de empuñar ella la espada, y derrotando al enemigo de
dentro, el rey, marchar unidos contra el enemigo de fuera.
Así la partida entre ellos no era igual; Brissot no podía emplear más
que una parte de sus medios. Robespierre le estrechaba de cerca, decía
y repetía esta frase evidentemente justa: «El poder ejecutivo es
sospechoso; ¿cómo os conduciréis? Ese poder es el peligro, el obstáculo;
¿qué haréis?» Brissot no podía decir su pensamiento: «Lo
derrocaremos.»
Este estado de reserva, de duplicidad, constituía la debilidad de la
Gironda, por otra parte, tan fuerte en aquel momento. En su conducta
con respecto al rey había una especie de hipocresía que la colocaba en
situación falsa. Admitía aquel rey, aun no le atacaba de frente, le invitaba
a ser rey, a obrar como un poder constituido; pero al mismo tiempo, por
la irritación de vejaciones sucesivas, le inducía en tentación, si así me
permite hablar. Contaba con impulsarle hasta que cometiese alguna falta
decisiva, que, poniéndole enfrente de la cólera de la nación, le hiciera
caer en el polvo.
El 11 de Enero, Narbonne, habiendo en un viaje rápido reconocido
las fronteras, fué a dar cuenta a la Asamblea. Verdadero informe de
cortesano, ya por precipitación, ya por ignorancia, hizo un cuadro
espléndido de nuestra situación militar, dio cifras enormes de tropas,
exageraciones de toda especie que más tarde fueron pulverizadas por
una memoria de Dumouriez. Sin embargo, en el discurso elegante y
caluroso de Narbonne, en el que madama Stael había puesto

25
seguramente la mano, decía varias cosas de un gran sentido, que nadie
entonces, es verdad, podía comprender bien. Dijo que había que hacer
una distinción esencial entre los oficiales; que varios eran realmente
amigos de la Revolución. Esto no será puesto en duda por aquellos que
saben que varios de los más puros, de los más respetables amigos de la
libertad que se hallaban en el ejército, Desaix, la Tour d' Auvergne y
otros eran oficiales nobles. El antiguo régimen estaba lejos de estimular
a la nobleza de provincias; la cual no tenía en el servicio ninguna
probabilidad de adelanto; todos los grados superiores pertenecían de
derecho a la nobleza de antecámara, a las familias de la corte, a los
coroneles de l'Oeil-de-Beuf.
Narbonne dijo también una cosa muy bella, muy justa que
probablemente salió del noble corazón de su amiga: «Una nación que
quiere la libertad no tendrá el sentimiento de su fuerza si se entrega a
terrores sobre las intenciones de algunos individuos. Cuando la voluntad
general se pronuncia tan enérgicamente como lo ha sido en Francia no
está en poder de nadie detener sus efectos . Aunque la confianza fuese
un acto de valor, importaría al pueblo, como a los particulares, creer en
la prudencia del atrevimiento.»
Esta frase no solo era exacta sino profunda. No; nadie podía
detener semejante movimiento. Aun con los jefes más indignos hubiera
producido el mismo resultado. Invencible por su grandeza hubiera
arrastrado a los débiles y a los traidores; todas las malas voluntades
subyugadas, perdidas, absorbidas se hubieran visto obligadas a
seguirle. Una nación entera se alzaba desde el profundo abismo;
colocándose de un salto inmenso a la cabeza de las naciones que la
hacían señales y que la llamaban. Semejantes fenómenos que participan
de la fatalidad de los elementos y de las fuerzas de la naturaleza apenas
se retrasan por los pequeños obstáculos. Colocad uno o varios hombres
en el punto formidable en que la masa enorme del Niágara desciende al
abismo, ya sean fuertes o débiles, quieran o no quieran ir, que se resistan
o no, caerán al abismo a pesar de todo. La misma tarde, 11 de Enero,
Robespierre pronunció en los Jacobinos un discurso infinitamente largo,
infinitamente trabajado, sin añadir nada esencial a lo que había dicho
varias veces sobre la utilidad de la desconfianza. Al final en tonos
sensibles, lamentable y testamentario, presentándose siempre como
mártir, y recomendando su memoria a la joven generación, «dulce y
tierna esperanza de la humanidad,» que reconocida levantaría altares a
la virtud; decía que confiaba en las lecciones del amor maternal, que
esperaba que sus hijos «cerrarían los oídos a los cantos envenenados de

26
la voluptuosidad», y otras banalidades morales, torpemente imitadas de
Rousseau. Este era el tono de la época y su efecto siempre excelente
sobre los Jacobinos. En las tribunas de mujeres no se oían más que
suspiros contenidos y sollozos.
Pero en fin ¿qué quería? No lo decía de ningún modo. ¿Que era
preciso hacer, según él de aquella revolución lanzada, de aquel
movimiento del pueblo, de aquellas simpatías de Europa? ¿No podía
temerse que aquel gran impulso al ser detenido no se volviera contra sí
mismo? Que el león no teniendo carrera se enfureciera contra sí mismo
y se desgarrara. Y esto es lo que sucedió. Aquella dilación fatal cambió
la cruzada en guerra decisiva atroz y desesperada. Nos valió Septiembre,
el cambió universal de Europa contra nosotros.
Más tarde, el 10 de Febrero, obligado todos los días a salir de sus
declamaciones negativas, de su panegírico eterno de la desconfianza, se
aventuró Robespierre (más que nunca lo había hecho) a indicar algunos
medios prácticos. Son curiosos los medios y voy a reproducirlos en su
Cándida insignificancia. El primero es una federación, sin ídolos esta vez,
Lafayette. El segundo es la vigilancia; declarar las secciones
permanentes, llamar a los guardias franceses dispersos, trasladar la
cámara alta de Orleans a París, castigar a los traidores. Tercero. Propagar
el espíritu público por la educación. Cuarto. Publicar decretos favorables
al pueblo; «dedicar a la humanidad agotada y jadeante» alguna partícula
de los tesoros absorbidos por la corte, etc.—He aquí la receta vaga y
débil, con seguridad, que, sin embargo, fué violentamente aplaudida y
admirada por los Jacobinos.
Una cosa era evidente. Europa frente al Rhin, de los Países Bajos
apenas contenidos, de Lieja, de Saboya, del país de Vaud, se lanzaban
contra Francia. Europa en aquel momento quería retrasar la guerra,
esperar tiempos más favorables. Podía presentársele la ocasión por los
excesos de la Revolución, excesos probables si se contenía encerrada en
su cubeta aquella fermentación que trataba salirse del vaso.
Los príncipes, para detener a Francia, intentaban intimidarla y
acudían a medidas conciliadoras. El emperador había declarado que el
elector de Trebes, alarmado, le había pedido socorros y que le enviaba
al general Bender, el que había apagado la Revolución de los Países
Bajos. Por otra parte, el elector ofrecía toda clase de satisfacciones,
alejando a los emigrados y amenazando con la pena más grave; la de
trabajos forzados, a aquellos que reclutaran gente para ellos o les
proporcionasen municiones (6 Enero 92). Sin embargo, el 14 de Enero,
el comité diplomático, por conducto de Gensoné, se decidió a que el rey

27
pidiera al emperador que declarase terminantemente, antes del 11 de
Febrero, si estaba por o contra nosotros; y que su silencio sería
considerado como primer acto de hostilidad.
La corte, asustada al ver planteada tan claramente la cuestión de
la guerra, mandó decir inmediatamente que recibía de Trebes la
seguridad positiva de que la dispersión de los emigrados había tenido
lugar en efecto. Hizo saber también que el emperador había dado
órdenes en este sentido al cardenal Rohan, quien desde Kiev inquietaba
a Estrasburgo.
Para calmar y hacer reflexionar a la Asamblea se le dijo que la
frontera estaba amenazada por los españoles y que, encaminándose
hacia el Rhin, iban a tenerles a sus espaldas. Un fuldense (Ramonet),
hacía notar lo poco que debía fiarse de los ingleses que en el momento
de la guerra podían volverse contra nosotros.
El día en que Gensoné propuso que se pidiera al emperador una
explicación definitiva, uno de los primeros girondinos, Gaudet (de Saint
Emilion), orador brillante, de palabra ardiente, rápida y provocadora,
decidió responder por medio de una gran manifestación solemne y
dramática, a la insinuación ordinaria de Robespierre contra la Gironda
(la de que no se aventuraba la guerra si no para comprometer a Francia
poniéndose de acuerdo con los reyes.) Gaudet apoderándose de la frase
del Congreso: «¿Cuál es ese Congreso, ese complot? —Enseñemos,
pues, a todos esos príncipes que la nación sostendrá su contestación
íntegra o perecerá con ella... Destinemos un lugar para los traidores, ¡y
ese lugar sea el cadalso!... ¡Propongo que se declare traidor e infame a
todo francés que tome parte en un Congreso para modificar la
constitución o para obtener una transacción entre la Francia y los
rebeldes!»—La Asamblea se levantó en masa con indecible entusiasmo,
en medio de los aplausos de las tribunas y prestó aquel juramento.
Vergniaud, al día siguiente, en un discurso admirable, contestó a
los partidarios de la paz que demostraban fácilmente que Francia se
hallaba sola y sin aliados. Confesó que, en efecto, no tenía en su apoyo
más que la justicia eterna, terminando con estas frases: «Un
pensamiento brota en este momento en mi corazón. Me parece que los
manes de las generaciones pasadas vienen a reunirse en este templo
para conjuraros, en nombre de los males que la esclavitud les hizo sufrir,
a que preservéis de ellos a las generaciones enteras, cuyos destinos
están en vuestras manos. Escuchad aquel ruego: sed para el porvenir
una nueva providencia; asociaos a la justicia eterna que protege a los

28
franceses. Si merecéis el título de bienhechores de vuestra patria,
mereceréis también el de bienhechores del género humano.»
La sublime dulzura de estas palabras contrasta mucho con el ardor
extremado de la lucha entablada en la prensa y en los Jacobinos. Se
había animado aún más, por la intervención de un joven, de una facilidad
singular, sin dirección ni medida, Louvet, el autor del Faublas.
Muchos le tenían por el héroe de su novela; y en efecto, aquel
belicoso Louvet, ardiente campeón de la guerra era un hombrecillo
rubio, de semblante dulce y lindo, que sin duda hubiera podido pasar
por mujer, como Faublas. Autor de una novela inmoral, por contraste fue
en realidad el modelo del amante fiel; su Lodoiska, a la que hizo célebre,
le salvó la vida el 93, y más adelante, Louvet murió de pesar por algunas
burlas insultantes de que había sido ella víctima.
Louvet, después de muchas aventuras, poseía el 92 a su Lodoiska
y vivía feliz. Sin embargo, puso en peligro su felicidad. El valiente joven
atacó a Robespierre de una manera viva y provocativa, aunque sin
embargo respetuosa todavía y como se ataca a un gran ciudadano.
Este llevó muy a mal el que, en los mismos Jacobinos, en su reino,
se le discutiera y contradijera por el joven autor del Faublas, combatiente
ligero que multiplicaba los ataques, acometiéndole sin parar, hiriendo
cien veces á Robespierre antes de que éste se hubiera puesto en guardia.
Este no se indignaba con Louvet, sino con Brissot. Y su cólera iba
creciendo. Brissot le azuzaba a Louvet. Y él lanzaba contra Brissot un
perro de presa, Camilo Desmoulins.
Precisamente en los Jacobinos acababan de obligar a los dos
adversarios, Robespierre y Brissot, a que se reconciliaran y se abrazaran.
El viejo Dussart iniciador de esta falsa paz, lloraba enternecido. Sin
embargo, Robespierre manifestó que continuaría la lucha «no pudiendo
subordinar su opinión a los impulsos de su sensibilidad y de su afecto a
Brissot.» Esta palabra afecto hace estremecer.
Desmoulins había tenido la desgracia de defender como abogado
a cierto intrigante baratero de una casa de juego. Brissot que aparentaba
un puritanismo mayor del que tenía en realidad, le había censurado
fuertemente por ello. La ocasión era oportuna para achuchar al colérico
escritor contra su imprudente censor. Desmoulins investigó la vida
privada de Brissot y encontró lo que buscaba. Antes de la Revolución,
siempre hambriento, Brissot había estado a sueldo de los libelistas
franceses de Inglaterra. Como todos los hombres de letras de la época,
se había visto comprometido en algún negocio poco delicado, por
ejemplo, había recibido suscripciones para una empresa que no se

29
realizó y no había podido devolver su importe. Brissot fué toda su vida
no pobre, si no indigente. Su influencia política el 92 no mejoró su
situación. En aquel mismo año, en que disponía de todo, en que daba
los destinos más lucrativos a quien quería, no tenía más que un viejo
vestido negro con los codos rozados: habitaba en un granero y su mujer
le lavaba las camisas. La penuria absoluta en que dejaba a su familia, fué
para él, en sus últimos momentos, el castigo más amargo.
Desmoulins supo a su manera el triste pasado de Brissot. A las
cosas verdaderas o verosímiles añadió otras absurdas que produjeron
un gran resultado. Las pérfidas insinuaciones de Robespierre, tímidas,
medio veladas, diluidas en su lenguaje fastidioso y monótono, no habían
podido dar un golpe de efecto. Pero una vez referidas por Desmoulins,
fueron como un hierro candente que marcaron á Brissot para siempre
con la marca de la vergüenza hasta su muerte. Verdad es que el cruel
libelista sufrió una dura expiación el 93, el día en que se dictó la sentencia
de Brissot y de la Gironda, en aquella noche funesta, en el momento en
que el jurado pronunció la sentencia de muerte, se hallaba presente
Desmoulins y se mesaba los cabellos: «¡Ay! exclamaba, soy yo, es mi
Brissot desenmascarado: mi Historia de los Brissotines los que les han
puesto en este trance.»
Una mano se ve por doquiera en aquel hecho asesino: la del
hombre que, en aquella época, dominaba, al variable artista y convertía
su pluma en puñal, la del camarada del colegio, de que tanto se
vanagloriaba Desmoulins, la del gran ciudadano «querido y venerable»,
la mano en fin de Robespierre. Se ha encontrado, escrito por la misma
mano y se conserva todavía el pérfido y mentiroso informe Saint-Just
que perdió Danton. No cabe duda de que el plan de trabajo de
Desmoulins contra Brissot no haya sido sugerido por Robespierre, o al
menos la indicación precisa de los principales puntos de la acusación. El
más atroz se encuentra reproducido en el primer número del diario que
Robespierre publicó poco después. Al leerlo cree uno soñar: tan
inverosímil es la imputación y tan absurda.
¿Sabéis porque proponía Brissot, en Julio del 91, la república? Era,
según Robespierre y Desmoulins, para preparar la matanza del Campo
de Marte. —Todo lo que hacía Brissot, era para hacer aborrecible al
pueblo, de antemano, la libertad, para hacerle echar de menos la
esclavitud, «para hacer abortar la libertad del universo por su
apresuramiento en hacer que la Francia diese a luz antes de tiempo.»
He aquí el texto común del maestro y del discípulo. Después, éste
se abandona a su verbosidad. ¿Porque instigó Brissot á Barnave y a

30
Lameth? Para lanzarlos en brazos de la corte, darla fuerza y acabar con
la Revolución. ¿Por qué precipitó la abolición de la esclavitud de los
negros? Para incendiar a Santo Domingo y que se calumniase a la
Revolución. ¿Por qué en esta ocasión, reprocha a Desmoulins el haber
defendido las casas de juego? Para disgustar a los jugadores, multiplicar
los enemigos de la Revolución y perder la libertad.
El discípulo no es digno del maestro. Desmoulins no maneja
todavía la calumnia como Robespierre. No la deja como éste indecisa y
nebulosa, desleída en una palabra vaga, insignificante, en la que se ve
todo lo que se quiere. Pone demasiado talento en ella, demasiado
ingenio, claridad, luz. Se hace extremado, se bincha, aumenta, exagera,
y llega al ridículo, por ejemplo, cuando compara a Carlos IX con
Lafayette.
Robespierre quedaba entregado a esta lucha personal. Retenía a
los Jacobinos y los ponía en ridículo, no queriendo nada, no haciendo
nada más que hablar, acusar, temblar, decir siempre: «Tengamos
cuidado, no avancemos, no nos comprometamos, —abstengámonos,
contentémonos con vigilar al enemigo...» Un achaque del tiempo era
atribuirlo todo a los Jacobinos, como antes había estado de moda el
imputárselo todo al duque de Orleans. Aquella gran sociedad de
inquisición y de charla, era como una sombra siniestra erguida sobre la
Francia, a la cual se consideraba siempre, en la que siempre se creía ver
el punto de partida de todo movimiento. Esto era falso con seguridad en
aquel momento de que hablamos. Los Jacobinos, retrasados por su
carácter intrínseco (desconfianza y negación), retrasados por el interés
de los Jacobinos compradores de bienes nacionales, que temían mucho
la guerra, no hacían nada.
Permanecer inertes cuando el mundo marchaba, cuando los
acontecimientos se precipitaban, les hubiera expuesto a desacreditarse
muy a prisa. Pero el prejuicio del tiempo, las acusaciones continuas que
hacían, contribuía a realzarlos. Un artículo ingenioso y elocuente de
Andrés Chenier, en que penetrando el genio inquisitorial de la sociedad
señalaba con precisión su principio fundamental (el deber de la
delación), y decía que eran unos monjes, produjo gran sensación en el
público, y la mostró como todavía más temible de lo que se había creído.
Lo que aumentó aún más su importancia, es que el emperador Leopoldo
en las actas públicas que fueron comunicadas a la Asamblea (el 19 de
Febrero del 92) señaló «aquella secta perniciosa» como el principal
enemigo de la monarquía y de todo el orden público. La acusación del

31
extranjero ligó singularmente la Francia con la sociedad jacobina: la
multitud se precipitó en ella.
Europa contemplaba a Francia. La emperatriz de Rusia se había
apresurado a tratar con Turquía, y lo había hecho sin regatear, en
condiciones moderadas, preocupada evidentemente por un asunto más
grave todavía. ¿Cuál? era fácil adivinarlo: el aniquilamiento de las
revoluciones de Polonia y de Francia.
El 7 de Febrero se había firmado en Berlín un tratado de alianza
ofensiva entre Austria y Prusia; sin embargo, estas potencias no debían
obrar hasta que hubiera estallado aquí la guerra civil.
Era cada vez más probable, y comenzaba ya en los asuntos
religiosos. Los curas que se casaban eran cruelmente perseguidos. La
Asamblea, en esta materia del matrimonio de los curas, se había limitado
a declarar que «no siendo contrario a las leyes, era superfluo legislar
expresamente sobre el particular.» Esto era una aprobación tácita
indiscreta. Dos curas lo creyeron así, se casaron, y se vio al pueblo
amotinado, a los magistrados municipales capitaneándolo, arrojarlos
violenta é ignominiosamente de sus curatos. En revancha los patriotas
de no sé qué lugar, furiosos por un entierro realizado por un refractaro,
quisieron desenterrar al muerto para hacerle bendecir en nombre de la
ley. En París la lucha parecía inminente, la sangre próxima a correr. La
corte había encontrado medio de crear un ejército. Me refiero a la
Guardia Constitucional del Rey que había autorizado la Asamblea
constituyente, pero que había llegado a ser muy numerosa y 'temible.
Debía componerse de mil ochocientos hombres, y ya constaba de cerca
de seis mil. La Asamblea había dotado al rey de casa civil y casa militar;
solamente se había organizado la segunda. Era un arma de lo que la
reina se había apoderado con avidez. «Vuestra majestad, le decía
Barnave, es como el joven Aquiles, que se descubrió a sí mismo, cuando
le dieron a escoger entre la espada y los joyeles femeninos; él, sin
vacilar, empuñó la espada.
No era una guardia de adorno como se había creído. Fué reclutada
cuidadosamente, hombre por hombre, en dos clases de las más
peligrosas; por una parte, hidalgos de provincia, valientes y fanáticos
como Enrique Larochejaquelein; por otra, maestros de esgrima,
tiradores experimentados, hombres audaces y aventureros; basta con
nombrar a Murat.
Aquel pequeño número con los suizos y una parte de la guardia
nacional de confianza era en realidad una fuerza mucho más seria que
las muchedumbres indisciplinadas de los barrios de París. Estas

32
comenzaban a armarse. La Gironda, valiéndose de todos los medios de
suscripciones y de la prensa, fomentaba en todas partes la fabricación
de picas. Quería armar a todo el pueblo.
A pesar de las faltas en que más adelante incurrió este partido,
debemos reconocer sus méritos. Impulsó, en aquella crisis, el principio
revolucionario con extraordinaria generosidad y grandeza. Por una parte
(en una carta conmovedora de Petion) dejaba traslucir la esperanza de la
Revolución en una conciliación amistosa entre la burguesía y el pueblo,
entre los pobres y los ricos. Y esta conciliación la fundaba sobre una
confianza inmensa, poniendo las armas en manos de los pobres.
Las armas para todos, la instrucción para todos; en fin, en
provecho de todos, un sistema fraternal de socorros públicos. En
ninguna parte ha sido expuesta esta fraternidad con un respeto más
tierno hacia el pobre como en la proclama a Francia, redactada por
Condorcet (16 de Febrero del 92).
La igualdad así establecida, debía mostrarse y hacerse visible por
la adopción sino de un mismo traje, lo cual es impracticable, al menos
por un signo común. Se adoptó el gorro colorado, que llevaban entonces
sin excepción los aldeanos más pobres. Se prefirió el color rojo a
cualquier otro, como más alegre, más brillante, más agradable a la
multitud. Nadie pensaba entonces que el rojo fuese el color de la sangre.
Una mujer, una madre, fué la que, en medio de los peligros
exteriores e interiores, escribió (el 31 de Enero de 1792) al club del
Obispado, que era preciso abrir una suscripción para la fabricación de
picas y el armamento universal del pueblo. Los asistentes conmovidos
dieron inmediatamente todo lo que pudieron. La prensa girondina dio
publicidad a la cosa. Los Jacobinos, poco partidarios de la guerra y
mortificados sin duda de que los hubiesen ganado la delantera, no se
entusiasmaron con las picas ni con los gorros colorados, y guardaron un
profundo silencio. El 7 de Febrero un entusiasta saboyano, Doppet, les
presentó un herrero que iba a ofrecerles las picas que él había forjado, y
se nombraron comisionados para que perfeccionasen aquella arma.
El entusiasmo del barrio de San Antonio, que el 89 había utilizado
tan bien las picas, fué extraordinario. Su famoso orador, Gonchon, fue
al club del Obispado a ofrecer las flámulas tricolores que debían adornar
las picas. «Darán la vuelta al mundo, dijo Gonchon, ¡nuestras picas y
nuestras flámulas! Nos bastarán para derribar todos los tronos. ¡La
escarapela tricolor ha nacido del gorro de lana y llegará hasta el
turbante!»

33
Al expresar el rey sus inquietudes por aquel armamento general,
no se atrevió la municipalidad a oponerse. Únicamente ordenó a los que
se armaban con picas, que lo declarasen en su sección y que no
obedeciesen más que a los oficiales de la guardia nacional o de línea. De
este modo no formaban cuerpo, no tenían oficiales propios.
El rey y los Jacobinos, a pesar de la poca simpatía que sentían
hacia las picas, se vieron precisados a transigir. La diputación de
Marsella, con Barbaroux a la cabeza, fué á quejarse en el seno del club
de la lentitud con que se les daban armas «Se teme que se arme al
pueblo, dijo, porque quieren oprimirlo todavía. ¡Ay de los tiranos! ¡No
está lejano el día en que la Francia entera se levante erizada de picas!»
En aquel mismo momento pidieron permiso los de las picas para
entrar y se les dijo que el reglamento prohibía que se llevasen armas.
«¡Que entren! dijo Manuel, pero para ser depositadas al lado del
presidente.» «(¡Sí!, ¡sí! ¡No!, no!)»—Pero entonces, Danton, con un
impulso noble y generoso: «¿Es qué no veis que las banderas colgadas
en el techo están armadas con picas? ¿Quién es el que lo encuentra
censurable? ¡Pongamos más bien en adelante una pica en cada bandera,
y sea esto la alianza eterna de las picas con las bayonetas!» Tempestad
de aplausos. Las picas consiguieron entrar.
Era la locura del día, la preocupación universal, conmovedora,
ridícula. En el barrio de San Antonio, la mujer de un tambor dio a luz una
niña que fué apadrinada por un vencedor de la Bastilla, Thuriot, y
bautizada por otro, Fauchet, también vencedor. Sobre la pila bautismal
se había puesto una bandera de la Bastilla, con el gorro de la libertad. El
órgano tocó el ¡Ca ira! El padre prestó en nombre de la hija el juramento
cívico, y fué bautizada con un nombre que no estaba en el calendario:
Petion-Nacional-Pica.
La guerra era segura. Leopoldo, el soberano más contrario a ella,
murió repentinamente el 1. ° de Marzo. Y la Gironda derribó al ministro
por medio del cual la corte, de acuerdo con Leopoldo, había conseguido
hasta entonces dificultar el movimiento.
El 18 de Marzo, Brissot acusó solemnemente, con documentos
fehacientes, al ministro Delessart, de haber eludido constantemente la
ejecución de los acuerdos de la Asamblea, de haber negociado
cobardemente la paz con el emperador que la necesitaba, que no estaba
entonces preparado y que debía temer la guerra.
Aquel acto imprevisto, atrevido, era un golpe dirigido al rey en
persona. Era demasiado evidente que Delessart no había desobedecido
a la Asamblea más que para obedecer al rey.

34
Era un golpe indirecto, pero bien dado a Robespierre. Todos los
documentos que se leyeron para atacar a Delessart probaban, contra la
opinión de Robespierre, que la corte no había querido la guerra de
ningún modo, que, al contrario, a toda costa, quería evitarla.
Francia se hallaba como un hombre con las dos manos atadas; la
izquierda ligada por la corte, la derecha por Robespierre y la fracción
jacobina que representaba realmente el genio de los Jacobinos.
Retraso fatal de un movimiento inevitablemente engendrado. El
movimiento no se detenía, pero se convertía en una agitación constante,
en un giro convulsivo de Francia sobre si misma; parecía próxima a
quebrarse.
Los Girondinos, con aquel acto decisivo que no era más que un
golpe dado sobre el obstáculo, sobre el nudo que lo retenía todo,
reproducían al pie de la letra la idea de Sieyes en el 89: «Cortemos el
cable, ya es tiempo.»
La unión de las Tullerías y de Viena, la completa identidad de
pensamientos y de aspiraciones entre la corte y el enemigo, se habían
declarado claramente en el acta de Leopoldo, en que parecía
perfectamente instruido de nuestra situación interior, de la actitud de los
partidos, de la importancia de los clubs, etc. Habían hecho con bastante
torpeza hablar al emperador como un Fuldense, como Duport o Lameth.
Lo cual no tenía nada de particular. El acta de Viena había sido redactada
precisamente sobre las notas facilitadas por ellos a la reina.
Ellos eran los que la aconsejaban. En cuanto a Barnave desde fines
de Diciembre había salido de París.
La reina era el lazo entre los Fuldenses y Austria, el fatal obstáculo
que lo detenía todo.
Señalado así el objeto, la Gironda puso la espada nacional entre
las potentes manos de Vergniaud.
Resumió la acusación de Brissot. demostró como él la inercia
calculada de la corte en todos los asuntos, y luego añadió un hecho
terrible que Brissot no había dicho: «Aquí no es a mí a quien vais a oír,
es una voz lastimera que sale de la horrible glaciere de Avignon. Ella os
grita: El decreto de anexión a la Francia se dictó en Septiembre. Si
hubiese llegado enseguida, hubiera producido la paz. Al hacernos
franceses, quizás hubiéramos olvidado nuestro odio, nos hubiéramos
convertido en hermanos. El ministro guardó dos meses el decreto.
Nuestra sangre, nuestros cadáveres son los que le acusan hoy.»
Luego, recordando el famoso apóstrofe de Mirabeau. (Desde aquí
veo la ventana etc., etc.) «Y yo también puedo decir, desde esta tribuna

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se ve el palacio donde se trama la contrarrevolución, donde se preparan
las maniobras que deben entregarnos al Austria... Ha llegado el día en
que podéis poner término a tanta audacia y confundir a los
conspiradores. El espanto y el terror han salido con frecuencia de aquel
palacio en los tiempos antiguos, en nombre del despotismo; que vuelvan
a entrar hoy allí otra vez en nombre de la ley...»
Un estremecimiento inmenso siguió al ademán admirable con que
el gran orador devolvió tranquilamente el espanto al palacio de la
monarquía. Ninguna frase de Mirabeau había producido tan gran efecto.
Es que ahora el hombre era digno de la magistratura terrible que ejercía
en la tribuna; el carácter estaba al nivel del mismo genio. Era la voz del
honor.
«...Que penetren allí los corazones, añadió. Que sepan bien los que
le habitan que la Constitución sólo hace inviolable al rey. La ley alcanzará
a los culpables, sin hacer ninguna distinción. No hay cabeza criminal a
la que no llegue su espada.»
Este formidable discurso y el de Brissot eran, hay que decirlo, actos
de gran valor. Si la Gironda amenazaba con las picas y los arrabales,
también la vida de los Girondinos en medio de cinco o seis mil
espadachines y matones de la nueva guardia, mucho más militar que la
turbamulta de los barrios, no estaba muy segura. Se les veía armados
con puñales y pistolas asistir a las sesiones, llenar las tribunas y los
corredores, no estando muy lejano el día en que el puñal realista debía
herir a Saint-Forgean.
Aquí la palabra rompió la espada y el puñal. El espanto, como dijo
Verguiaud, volvió a entrar en las Tullerías. Delessart fué abandonado,
Narbonne no pudo sostenerse. Habiendo intentado acusar a la guardia
nacional de Marsella que había desarmado en Aix un regimiento suizo,
Narbonne fué silbado, y cayó.
La corte se dejó imponer el ministerio de la Gironda (fin de Marzo
de 1792).

36
CAPITULO III

Continuación. —ministerio girondino, declaración de guerra (Marzo-Abril del


03)

Ministerio mixto de Roland y Dumouriez. — Carácter la doble de Dumouriez


Robespierre contra Gironda. —Lucha de Robespierre y de Brissot. —Dominación de
Robespierre en los Jacobinos. —Su poder sobre las mujeres. —Cómo explota el juramento
religioso. —Crítica de Robespierre por sus propios amigos. —Es enemigo de los filósofos. —
La filosofía defendida por Brissot —Robespierre ajeno al instinto popular —No comprende el
movimiento nacional de la guerra. —Gran corazón de la Francia el 92.—Cómo rehabilita a los
soldados de Chateauvieux (30 de Abril del 92). —Odio de los príncipes alemanes hacia Francia.
—Dureza hipócrita de Francisco II, —Amenazas a Francia. —Declaración de guerra al Austria
(20 Abril del 92).

La elección era difícil. Si Brissot y los jefes de la Gironda se


nombraban a sí mismos, abandonaban el gran puesto, el verdadero
puesto del poder, me refiero a la tribuna y a la dirección de la Asamblea.
Desde aquel momento la tribuna hubiera obrado contra ellos, les hubiera
batido en brecha. Por otra parte, si escogían hombres inferiores y
violentos, daban gusto a la corte, cuya aspiración era ver a la Revolución
ridícula o furiosa, disgustar y hacerse aborrecible de la Francia. Brissot,
con mucho tacto, tomó, no de arriba ni dé abajo, sino hombres hasta
entonces poco conocidos, hombres especialistas, sobre todo: el
ginebrino Clavieres para hacienda, Dumouriez para los negocios
extranjeros, Roland para el interior. Los dos primeros eran hombres
capaces, atrevidos, proyectistas, ya avanzados en edad, postergados por
la injusticia del antiguo régimen, caracteres, por lo demás, equívocos,
inciertos todavía y que se habían de experimentar en la práctica. Roland
ya estaba juzgado. Nadie conocía el reino mejor que él, que lo estudiaba
hacía cuarenta años como inspector oficial y como observador filósofo.
Bastaba ver su rostro un momento para reconocer en él al hombre más
honrado de Francia, austero, severo, es cierto, como debía serlo un
anciano, ciudadano con la monarquía, que había sufrido toda su vida con
el aplazamiento de la libertad.
Monsieur y madama Roland habían vuelto en Diciembre a su
modesta habitación de la calle Guenegaut, y en esta nueva estancia en
París, tomaban menos parte en la vida pública. Petion, que hasta
entonces había sido el centro de sus relaciones, estaba ahora en el Hotel
de Ville muy preocupado con su alcaldía. El 21 de Marzo por la noche fue
Brissot a buscarlos y ofrecerles el ministerio. Ya habían sido presentidos

37
y Roland, a pesar de su edad, activo y apasionado todavía, había creído
que en aquella ocasión el deber le obligaba a aceptar.
El 23 a las once de la noche los presentó Brissot al ministro de
negocios extranjeros, Dumouriez, que salía del Consejo e iba a participar
a Roland su nombramiento. Dumouriez les sorprendió al asegurar «que
el rey estaba sinceramente dispuesto a sostener la Constitución.» Ellos
miraron atentamente al hombre que así les hablaba.
Era bastante pequeño, tenía cincuenta y seis años, pero que
parecía diez más joven, ligero, dispuesto y nervioso. Su cabeza muy
inteligente, en la que brillaban dos ojos llenos de fuego, revelaba su
verdadero origen, la Provenza, de donde procedía su familia, aunque él
había nacido en Picardía. Tenía el rostro atezado de un militar aguerrido,
no sin nobles cicatrices. Y en efecto, Dumouriez, húsar a los veinte años,
había sufrido que le acuchillasen, que lo hicieran pedazos, antes que
rendirse, combatiendo a pie contra cinco jinetes que le acosaban.
Sin embargo, se había hecho viejo esperando el ascenso; aunque gentil
hombre no era de la nobleza de la corte, la única favorecida. Se arrojó
por las vías oblicuas, en la diplomacia especial que Luis XV sostenía a
espaldas de sus ministros, diplomacia secreta, medianamente honrosa,
que tenía cierta apariencia de espionaje. Bajo Luis XVI Dumouriez se
elevó mucho, consagrándose a un grande y noble proyecto, del que fue
el primer agente: la fundación de Cherburgo.
Nadie tenía más talento, más conocimiento en las materias más
diferentes, más aptitudes diversas. ¿A qué las aplicaría? La suerte lo
había de decidir. Dumouriez no profesaba ningún principio. Tan bravo y
tan militar, tenía sin embargo en un grado sumamente débil el
sentimiento del honor. Hay que creerlo: en sus Memorias afirma sin
empacho, sin vergüenza y sin jactancia, sencillamente, y como un
hombre extraño a toda noción moral, que presentó al ministro Choiseul
dos proyectos referentes a los corsos, un proyecto para libertarlos, otro
para sojuzgarlos. Fué preferido el último, y Dumouriez se batió
valientemente con este último objeto. Lo mismo hizo en el 89. Había
enviado, dice, un proyecto excelente para impedir que se tomase jamás
la Bastilla, pero llegó demasiado tarde.
El 92, llevado al ministerio por los enemigos del rey, se convirtió
inmediatamente en favor de éste y secretamente de su parte. No era
solamente por costumbres monárquicas, indiferencia de principios; era
también, hay que decirlo, por generosidad. El rey y la reina, encerrados
en aquella prisión de las Tullerías, estaban en peligró y eran
desgraciados. Dumouriez, generalmente poco entusiasta por las ideas,

38
lo era mucho por las personas. Era humano y accesible a la piedad. Hay
que leer en sus Memorias la conmovedora escena en que, hallando a la
reina de antemano irritada contra él, la convenció más que por su
firmeza, por su ternura.
No olvidemos, sin embargo, al leer aquellas admirables Memorias,
que son un poco sospechosas. Escritas por él cuando refugiado en el
extranjero, enmedio de los emigrados, rodeados de aquellos a los que
acababa de batir, necesitaba demostrar cuán respetuoso y sensible hacia
los infortunios reales había sido el ministro jacobino. Todo esto le sirvió
mucho para conquistar la opinión; la del público jamás; pero la de los
gobiernos, que vieron todo el partido que podía sacarse de semejante
hombre. Lo vieron demasiado bien, si es cierto que fué el viejo
Dumouriez, a los setenta años, el que redactó para los ingleses los planes
de la resistencia española, ilustrando poderosamente a sus generales y
colocando el fatal obstáculo en que se estrelló el Imperio.
Volvamos al pequeño salón de la calle Guenegaud, a la primera
entrevista de Dumouriez y los Roland. Ella no quedó favorablemente
impresionada, encontrando que tenía la mirada falsa. Aquellos ojos
sombreados por espesas cejas negras que ya empezaban a blanquear
eran heroicos y se dulcificaban; pero el político inmoral, el escéptico, el
cínico se traslucía demasiado. Dumouriez había amado siempre
demasiado a las mujeres, con una perseverancia rara y romántica. A
aquella edad amaba todavía, sin escoger mucho, es cierto, a una mujer
de talento, muy aristocrática, la hermana del famoso Rivarol. Al primer
golpe de vista sobre el marido viejo y sobre madama Roland, tuvo la
audaz idea de que podría añadir a la realista la republicana. Su ligereza
desagradó y especialmente ciertas palabras que denunciaban el mal
tono de la sociedad que frecuentaba. Madama Roland se mantuvo grave
y cortés y le tuvo siempre a distancia. El comprendió que ella le estaba
juzgando, y desde aquel momento se colocó en la misma tesitura que
ella.
El verdadero Dumouriez, cortesano y demagogo, halagando al rey
y al pueblo, se dio a conocer desde el siguiente día. Hizo entender al rey
que a toda costa era preciso ganar y lisonjear a los Jacobinos. En seguida
fué en su busca, se puso el gorro colorado y no regateó; conociendo el
gran amor propio de las gentes con quienes trataba, no vaciló en
colocarse bajo su tutela, les pidió sus consejos y les rogó que no le
guardasen consideración y le dijesen las verdades. Acogido con una
respuesta arrogante de Robespierre que habló con desdén de los «hipos
ministeriales» y dijo que esperaría a que el ministro estuviese

39
suficientemente probado, etc. Dumouriez, sin desconcertarse, corrió
hacia él con una efusión admirablemente fingida y se arrojó en sus
brazos. Toda la concurrencia se conmovió y los de las tribunas lloraron.
El hombre de Francia más cruelmente mortificado por el ministerio
girondino no fué el rey; fué Robespierre. Vamos a ver a que grado de
enfurecimiento llegó en aquellos dos meses, revolcándose en su bilis,
entreteniéndose en vagas y tenebrosas denuncias, sin apoyarlas jamás
en un solo hecho, en una sola prueba.
Estaba herido en el alma, y por segunda vez. La primera ya se
recuerda, solo en la Constituyente, objeto de risa al principio, luego de
odio, por fin de terror, se había creído por su triunfo popular no
solamente el vencedor sino el heredero de la Asamblea. Participaba de
la opinión de la corte y de todo el público, que suponía que todos los
talentos estaban en la Constituyente y que la legislativa sería débil e
incolora. Y he aquí que aquella Francia inagotable acababa de lanzar una
legión de hombres ardientes y enérgicos, de los cuales varios estaban a
la altura por lo menos de sus antecesores; generación eminentemente
joven, impresionable, apasionada. De suerte que en el momento en que
Robespierre creía haber llegado a la cumbre, un monte nuevo por decirlo
así, se levantaba ante él. No se descorazonó y emprendió de nuevo el
asalto con una fuerza de perseverancia que acaso nadie hubiese tenido.
Desgraciadamente aquella pasión que constituía su fuerza abrió en su
corazón abismos de odio desconocidos.
Nada más fácil que atacar a los Girondinos. Ningún partido era
más ligero en sus palabras, ninguno en sus actos más inquieto, más
variable, más pronto a comprometerse. Ninguno de ellos tenía genio a
menos que se aplique este calificativo a las facultades oratorias,
verdaderamente sublimes de Vergniaud. El hombre activo del partido,
Brissot, era un personaje vulnerable. Sin hablar de los precedentes
bastante tristes de su vida de literato, como político cansaba al público y
a la opinión con el exceso de su actividad. Brissot iba, Brissot venía,
Brissot escribía, hablaba, repartía todos los empleos; siempre y en todas
partes Brissot. No era incapaz de hacer grandes cosas, pero se mezclaba
de buena gana en una infinidad de pequeñeces. Desinteresado para sí
mismo, era insaciable para su partido, tenía el ardor y la intriga de un
capuchino para su convento. Brissoter, llegó a hacerse proverbial.
Caminaba en línea recta, con la cabeza baja, los codos pegados al
cuerpo, con su vestido usado, devoto de su idea, dispuesto a sacrificarlo
todo por ella. Y a pesar de esto, ligero, distrayéndose con cosas
imprudentes, amando poco, no aborreciendo, no teniendo nada más que

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aquella amarga hiel que caracteriza a los verdaderos monges, a los
inquisidores de la época; hablo de los Jacobinos, del gran jacobino
Robespierre.
Este debía absolver Brissot en un momento dado.
Sin embargo, en el primer momento, no habiendo hecho nada
Brissot ni los Girondinos, no era preciso el ataque. Ningún hecho. A falta
de él, halló Robespierre una novela, y bajo una forma más o menos
velada, la expuso, la desarrolló y entretuvo con ella a los Jacobinos
durante varios meses. La novela no es otra cosa que una profunda y
misteriosa alianza entre Lafayette y la Gironda. Las Memorias de
Lafayette nos han demostrado suficientemente que aquella alianza no ha
existido nunca más que en la imaginación de Robespierre. Lejos de ello
se ve que Lafayette, indulgente con todos los partidos y que en general
no odiaba a nadie, odiaba, sin embargo, a los Girondinos. En aquel libro
tan frío en todas partes no se conmueve más que de al nombrarlos; habla
de todos, Roland, de Brissot, con una antipatía profunda, bajo una forma
aristocrática. Enfrente de la Gironda vuelve a ser un gran señor
orgulloso, un verdadero marqués.
Lo más curioso es que para dar más gravedad a la novela, para
meter miedo y ennegrecer las sombras, Robespierre pinta un Lafayette
puramente fantástico; gran cabeza muy peligrosa, en la cual funda la
corte «grandes esperanzas». Se guarda muy bien de decir que Lafayette
está ya gastado; que, en París, en la burguesía, en la guardia nacional,
donde los fayettistas eran más numerosos que en toda Francia, no pudo,
en las elecciones, reunir más que tres mil votos contra los siete mil de
su adversario.
Brissot le contestó con muy buen sentido, y como hubiera
respondido la historia: «¡Cómo! ¿Lafayette un Cromwell? No conocéis,
pues, vuestro siglo, ni la Francia. Cromwell tenía carácter y Lafayette no
lo tiene... Y aunque lo tuviera, ¿se ha concluido la raza de los Brutos?
¿Sería la nación lo bastante cobarde para dejar con vida al usurpador?
¿Si viniera el mismo Cromwell en persona, qué podría hacer aquí? El
adquirió el poder merced a dos auxiliares poderosos que ya no existen:
la ignorancia y el fanatismo.
Sin tratar de negar lo noble y hermoso que hubo en Lafayette,
basta mirar por un momento aquella frente hundida, aquella cabeza
pequeña del honrado general, aquella cara inexpresiva, para
comprender todo lo ridículo que era el comparar este personaje con un
Bonaparte o con un Cromwell.

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La imaginación enfermiza, la credulidad miedosa, era el carácter
propio de la infinita desconfianza de la sociedad jacobina. Robespierre
excitando esta cuerda estaba seguro de ser aplaudido. Bastaba con
mostrar siempre a lo lejos, entre nieblas, algo con vaguedad espantosa.
Leed todos sus discursos de Abril y Mayo. Va a descorrer «el velo que
cubre horribles complots.» Desenmascarará a los traidores, hoy todavía
no, aún es pronto; pero a la mayor brevedad. Posee terribles secretos
que podría revelar... Llegará el día en que descubrirá un sistema de
conspiración... Todos los asistentes, llenos de impaciencia, estaban
pendientes de sus labios, creyendo siempre llegado el momento en que
el pálido y misterioso orador se decidiese a iluminar con un rayo
vengador as tinieblas de que se rodeaban los traidores.
De vez en cuando personas desconocidas hacen alguna denuncia
con que entretener la impaciencia de la multitud hambrienta. Simón del
Rhin denuncia a los Fuldenses de su país. El ex capuchino Chabot,
obsceno, innoblemente intrigante, entretiene al público con los planes
de madama Canon (de este modo, a su manera, se burla de la demasiado
belicosa madama de Stael). Chabot declara atrevidamente que
Narbonne será protector, Fauchet trabaja para conseguirlo. Y el mismo
Chabot, sin preocuparse por lo que se contradice, quiere que el mismo
Fauchet entregue la dictadura precisamente a los Girondinos que acaban
de echar a Narbonne y de sucederle.
Entramos en una nueva era en que la calumnia va a emplearse con
una fuerza, con una audacia, iba a decir con una grandeza, como no se
encuentra en ninguna época. Triunfa, está como en su casa, se considera
como virtud cívica. Jamás se aducen hechos ni pruebas; las habladurías
vagas de un enemigo son siempre bastante para satisfacer las
imaginaciones odiosas que necesitan odiar aún más. La culpa de los
atacados consiste en que persiguen incesantemente a aquellos
fantasmas que retroceden. En la persecución ardiente de las sombras,
les prestan cuerpo, por decirlo así, y los hacen pasar por seres reales. De
este modo los girondinos impacientes, inquietos enmedio de su
provocadora insistencia ocupaban sin cesar al público con Robespierre
y con el secreto de Robespierre que no quería divulgar, le apremiaban
para que se explicase, iban así agrandándole, designándole cada vez
más como jefe e todos los odios, de todas las envidias, de todos los
descontentos. Le echaban en cara el ser el ídolo del pueblo, y con esta
imprudente confesión aumentaban la idolatría. El por su parte no hacía
nada y en realidad no decía nada en el fondo.

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Camina siempre retrocediendo, y retrocediendo se agranda. Por
ejemplo, cuando Guadet con una mezcla de odio y de respeto dice que
un hombre semejante, por amor a la libertad, debería imponerse el
ostracismo, le da una bella respuesta: «¡Ah!, que se afirme la igualdad,
que desaparezcan los intrigantes y yo mismo abandonaré la tribuna...
Feliz con la felicidad de mis conciudadanos, pasaré días tranquilos en las
delicias de una santa y dulce intimidad.» Y en otra parte: «Si se me
impone silencio, abandonaré esta sociedad para encerrarme en un
retiro». Voz quejumbrosa de las mujeres: «¡Os seguiremos!, ¡os
seguiremos!»—Y las mismas voces a los adversarios: «¡Pillos!,
¡malvados!»
Robespierre había nacido para cura; las mujeres le querían como
si lo fuese. Sus vulgaridades morales, que tenían mucho de sermones,
les parecían muy bien; se creían en la iglesia. Ellas gustan de las
apariencias austeras, bien porque al verse con frecuencia víctimas de la
ligereza de los hombres se inclinen hacia los que las tranquilizan, o bien
porque sin darse cuenta de ello, suponen instintivamente que el hombre
austero, en general, es el que mejor conserva su corazón para la persona
amada.
Para ellas el corazón lo es todo. Sin razón cree la gente que
necesitan que las distraigan. Por muy fastidiosa que fuese la retórica de
Robespierre, solo con decir: «Los encantos de la virtud, las dulces
lecciones del amor maternal, una santa y dulce intimidad, la sensibilidad
de mi corazón» y otras frases por el estilo, ya estaban las mujeres
conmovidas. Añádase que, entre estas generalidades monótonas, había
siempre una parte individual, más sentimental todavía, referente a su
persona y a sus méritos y sufrimientos personales; todo esto en cada
discurso, y con tanta regularidad que se esperaba este pasaje con los
pañuelos preparados. Luego cuando empezaba la emoción, llegaba el
trozo conocido, con alguna ligera variante, sobre los peligros que corría,
el odio de sus enemigos, las lágrimas que algún día se derramarían
sobre las cenizas de los mártires de la libertad... pero cuando llegaba a
esto, ya era demasiado, los corazones se desbordaban, no podían
contenerse más y prorrumpían en sollozos.
Robespierre aumentaba sus efectos con su cara pálida y triste que
de antemano preparaba en su favor los corazones sensibles. Con sus
retazos del Emilio o del Contrato social parecía en la tribuna un triste
bastardo de Rousseau, concebido en un mal día. Sus ojos parpadeantes,
movibles, recorrían sin cesar toda la extensión de la sala, se fijaban en
los puntos mal iluminados, frecuentemente se volvían hacia las tribunas

43
de las mujeres. A este efecto manejaba con seriedad y destreza dos pares
de anteojos, uno para ver de cerca o leer y otro para mirar a lo lejos,
como buscando a alguien. Cada una de ellas se decía: «Es a mí.»
Había una dificultad, y es que en un punto capital Robespierre no
podía atraerse a las mujeres, sin arriesgarse a chocar con los hombres.
Los hombres eran filósofos, las mujeres, eran religiosas. Lo difícil para
él era encontrar en lo que un moderno ha llamado acertadamente «la
delicadeza aguda de su táctica», la medida exacta y precisa con que
podría sin riesgo, mezclar a la jerga política la jerga religiosa.
Todo el tiempo que pudo (hasta Mayo del 91) le hemos visto con
habilidad prescindir de los curas y a veces hasta hablar en su favor.
Hoy que los curas se habían declarado enemigos de la Revolución
no se trataba ya de apoyarse en ellos; se trataba por el orador jacobino
de tomar sus posiciones, de hacerse cura a su vez. Esto era arriesgado y
no podía hacerse más que bajo el hábito filosófico, con las fórmulas de
Rousseau, siguiendo de cerca, copiando, adaptando a las circunstancias
el evangelio filosófico de la época, el Vicario saboyano, que el enemigo
no atacaría sin peligro y detrás del cual, después de todo, estaba
Robespierre seguro de encontrarse a salvo. Si la cosa salía bien, era un
verdadero golpe de maestro apoderarse de las mujeres y de los devotos,
para el que era ya amo de los Jacobinos: era concertar dos fuerzas hasta
entonces poco conciliables; era llegar valiéndose de las primeras hasta
el punto donde la Revolución había penetrado poco todavía, al seno de
las familias, al hogar.
He aquí, pues, lo que Robespierre arriesgó en los Jacobinos. En
una alocución sentimental, con tintes de misticismo filosófico, dijo entre
otras cosas: «Que había sido permitido al hombre más firme el
desesperar de la salvación pública cuando la Providencia que vela por
nosotros mucho mejor que nuestra propia sabiduría, al herir a Leopoldo
había desconcertado los proyectos de nuestros enemigos.»
Esta forma y otras parecidas, poco atacables en sí mismas,
mesuradas y tímidas, recibían mucha claridad con la conducta general
de Robespierre; anunciaban en términos bastante claros que en casos de
necesidad pasaría del fariseismo moral a la hipocresía religiosa. Las
indiscreciones de Camilo Desmoulins, su hijo predilecto, servían para
comprenderle. Se vio poco después al volteriano, al escéptico defender
las procesiones por las calles, censurar al magistrado que las impedía,
haciendo entender con ironía maquiavélica que era preciso divertir al
pueblo: «Mi querido Manuel, decía Desmoulins, los reyes están
maduros, es cierto; el buen Dios no lo está todavía.»

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El pensamiento mejor velado de Robespierre era, sin embargo,
transparente. La intención política se traslucía en aquellas palabras
religiosas. Aquel gran nombre de la Providencia así explotado hacía
daño. La miel de la religión en una boca tan amarga era cosa intolerable.
Mucho más para los hombres de entonces, imbuidos de la filosofía
del siglo, más que nunca en lucha con los curas, y que desgraciadamente
no veían más que a los curas en la religión. El girondino Guadet,
mezclando un elogio en su ataque, dijo que se admiraba de ver «que un
hombre que con tanto valor había trabajado para sacar al pueblo de la
esclavitud del despotismo, cooperase a sumirle en la esclavitud de la
superstición.»
El imprudente proporcionó a Robespierre la ocasión que esperaba.
Fué un feliz recuerdo producto de su memoria, uno de aquellos trozos
hábilmente redactados a la luz de la lámpara encendida hasta después
de la media noche en las bohardillas de Duplay. Hay que confesar
también que todo no era habilidad; había en aquella elocuente respuesta
algo de sentimiento verdadero. No hay duda de que Robespierre en su
época de soledad y sufrimiento se habría sentido inclinado hacia Dios,
que hubiera releído varias veces las consoladoras páginas del Vicario
saboyano. Solo que en esta ocasión contestó a lo que Goudet no había
dicho. Repuso tratando de la existencia de Dios en general, de lo cual no
se había hablado, y no sobre lo que Guadet llamaba superstición: la
creencia de una intervención especial de Dios en ciertos asuntos
particulares, la creencia de la acción personal de Dios fuera de la acción
de las leyes del mundo la fe en los golpes de Estado de Dios que
destruyen toda previsión, toda la filosofía y toda la verdadera religión,
puesto que esta nos enseña que es propio de la majestad divina el querer
obedecer regularmente las leyes que ella misma ha hecho.
Robespierre, sin contestar concretamente, y saliéndose de la
cuestión, no dejó de estar muy hábil y verdaderamente elocuente. Con
acento conmovedor recordó la época en que se había visto solo en
medio de una Asamblea hostil y los consuelos que le había
proporcionado el sentimiento religioso.
Luego, dirigiendo a la Gironda y a las pretensiones filosóficas de
sus adversarios un golpe los, muy diestro, elevándolos para luego
derribarlos reconociendo el patriotismo y la gloria del joven Guadet
(todavía desconocido) añadió: «Sin duda todos los que están por encima
del pueblo renunciarían de buena gana por aquella ventaja a toda idea
de la divinidad; pero no es injuriar al pueblo ni a las sociedades a las que
se dirige esta moción, hablarles de la protección de Dios que, según mi

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creencia, sirve tan felizmente a la Revolución.» De este modo hacía u
hábil llamamiento a la envidia; con todos los recursos de su talento de
académico trabajaba por atraerse al pueblo, y colocando pérfidamente a
sus enemigos por encima del pueblo rompía sobre su cabeza el nivel de
la igualdad.
Aquella hipocresía visible, aquella delación sin prueba, aquella
abrumadora personalidad, aquel interminable yo que se encontraba
siempre en sus palabras de plomo, eran suficientes para enfriar a la larga
a los más ardientes amigos de Robespierre. Y no era solo el efecto
laborioso de aquella mandíbula pesada que mascaba y volvía a mascar
siempre la misma cosa; era también un no sé qué falso y discordante
que rechinaba de vez en cuando a pesar de todo esmero, de todo
pulimento, de todo esfuerzo académico. Únicamente había un pequeño
núcleo, una pequeñísima iglesia formada por los menos listos de los
Jacobinos, que no quería ver ni oír. Los demás se encogían de hombros.
Es cosa de leer en uno de los periódicos más favorables a Robespierre,
Las Revoluciones de París, la severa, aunque respetuosa crítica que se le
dirige sin vacilación alguna... «¡Como! le dice el articulista (entre otras
atinadas observaciones): nos decís que tenéis en vuestras manos los
hilos de una gran conspiración, que se trata nada menos que de una
guerra civil, y nos habíais siempre de vos, de las mezquinas
provocaciones de vuestros enemigos! Los patriotas que os estiman, que
os amarían si no fuese barrera vuestro orgullo entre vos y ellos, no
pueden menos de exclamar: «¡Qué lástima que ese hombre no tenga
aquella antigua hombría de bien compañera ordinaria del genio y de las
virtudes!» (Número CXLVII, Abril 92).
El periodista toca en este pasaje un punto acertado, verdadero,
profundo. Y semejante rasgo no es tan peculiar del carácter de
Robespierre que no pueda aplicarse también en grados diferentes a
otros muchos personajes de la época. Con menos genio que otros
muchos, menos corazón y bondad, representa Robespierre la
continuación, la persistencia de la Revolución, la perseverancia
apasionada de los Jacobinos. Si fue la personificación más saliente de la
sociedad jacobina, es menos por el brillo de su talento que por la media,
completa- y equilibrada de las cualidades y defectos comunes a la
sociedad, y aun a gran parte de los hombres políticos de aquella época
que no fueron Jacobinos.
Para decirlo de una vez, aunque con alguna dureza y a reserva de
subir o bajar el nivel según los individuos, el fondo es que carecían de
dos cosas: por arriba la ciencia y filosofía, por abajo el instinto popular.

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La filosofía que siempre estaban invocando y el pueblo de quien
hablaban a todas horas les eran completamente extraños. Vivían en
cierto medio inferior a la primera y superior al segundo. Este medio era
la elocuencia y la retórica, la estrategia revolucionaria, la táctica de las
asambleas. Y no hay nada que aleje más de la alta vida de luz que brilla
en la filosofía y de la fecunda y calurosa vida que radica en el instinto del
pueblo.
El gran río del siglo diez y ocho que corre caudaloso por Voltaire y
Diderot, por Montesquieu y Buffon, se detiene en cierto modo, se fija en
varios de sus resultados, se cristaliza en Rousseau. Esta fijación de
Rousseau es un auxilio y un obstáculo. Sus discípulos no reciben ya,
permítaseme la frase, la materia fluida y fecunda; puede decirse que la
toman de él en cristales, bajo formas ya determinadas, inflexibles,
rebeldes a las modificaciones. Fuera de esas formas, lo mismo arriba
que debajo de ellas, ni conocen ni pueden nada.
Un signo que les condena, admitiendo el último resultado del siglo
diez y ocho, es haber rechazado la gran tradición que produjo aquel
resultado, no haber visto entre otras cosas que Voltaire no es sólo
opuesto a Rousseau, sino que es su correspondiente simétrico, natural y
necesario, y que sin esas dos voces que alternan y se responden, no
hubiese habido coro. Pobres músicos, ignorantes dé la armonía, que
creen afinar la lira no conservando más que una sola cuerda. La unidad
de tono, la monotonía en su sentido propio, esa cosa antiliteraria,
antifilosófica, adecuada para esterilizar el espíritu, fué, no obstante, hay
que confesarlo, un excelente elemento político para Robespierre. Hizo
sonar siempre la misma cuerda, hirió en el mismo sitio. Teniendo que
habérselas con un público conmovido de antemano, ávido, infatigable y
que no se cansaba de nada, su monotonía le dio mucha fuerza. La
empleó en todo, no sólo en la oratoria, sino también en la vida, en el
aspecto, en el traje; de modo, que, en aquel hombre idéntico, en aquel
invariable vestido, en aquel peinado siempre igual, en aquel proverbial
chaleco, se leyeron siempre las mismas ideas, se encontró la misma
fórmula, o más bien toda su persona apareció como una fórmula que
andaba y que hablaba.
Fué un momento solemne, digno de la atención de los pensadores,
aquel en que, por boca de Brissot, la filosofía del siglo diez y ocho pidió
cuenta a aquella fórmula escondida bajo un nombre, a aquel falso
Rousseau, del vigoroso espíritu que había formado aquel siglo y aquella
Revolución, y a Rousseau con sus imitadores. El último filósofo era
Condorcet; su nombre fué la ocasión, el asidero por donde Brissot agarró

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a Robespierre, lo atacó, lo zarandeó. Tomémoslo un poco más arriba y
veamos con qué oportunidad fué traído Condorcet a aquel hábil discurso
de manera que cayese sobre el flaco Jacobino con todo el peso del gran
siglo, con el peso de la ciencia y de la tradición, con el peso de la
humanidad.
Después de haberse burlado del peligro de un Lafayette protector
a lo Cromwell: «Moriré, dice Brissot, combatiendo los protectores y los
tribunos. Los tribunos son los más peligrosos. Son hombres que adulan
al pueblo para subyugarle y que hacen sospechosa la virtud porque no
quiere envilecerse. Acordaos de lo que eran Arístides y Phocion; no
asaltaban a todas horas la tribuna, sino que estaban siempre en su
puesto. No desdeñaban ningún empleo (Robespierre rehusaba el de
acusador público) cuando era conferido por el pueblo. Hablaban poco,
hacían mucho; no halagaban al pueblo: le amaban. Denunciaban, pero
con pruebas. Eran justos y filósofos. Phocion, fué, sin embargo, víctima
de un adulador del pueblo... ¡Ah! esto me recuerda la horrible calumnia
levantada contra Mr. de Condorcet. Justamente en el momento en que
aquel respetable patriota, luchando con la enfermedad se entrega a
ímprobos trabajos, en que termina el plan de instrucción pública, enseña
a las potencias extranjeras a respetar al pueblo libre, y se consume en
cálculos infinitos para arreglar la hacienda del imperio, ¡entonces es
cuando calumniáis a ese grande hombre! ¿Quién sois vos para tener ese
derecho? ¿qué habéis hecho? ¿dónde están vuestros trabajos? ¿dónde
vuestros escritos? ¿Podéis citar como él treinta años de asaltos
realizados con nuestros ilustres filósofos al trono y a la superstición?
¡Ah! Si su genio abrasador no les hubiese revelado el misterio de la
libertad que hizo su grandeza, ¿creéis que la tribuna resonaría hoy con
vuestros discursos sobre la libertad? Ellos son vuestros maestros, y en
tanto que sirven al pueblo, ¡vos los calumniáis!... La filosofía es el
monumento más firme de nuestra Revolución. Todo lo que ha
desaparecido no estaba fundado sobre la filosofía. El filósofo es patriota.
Se le acusa de ser frío, hasta enemigo del pueblo porque trabaja en
silencio para él... Tened cuidado, vos mismos seguís los impulsos de la
corte. ¿Qué quiere esta? Hacer retrogradar las luces del pueblo. ¿Qué
quieren los filósofos? Que el pueblo se ilustre, que pueda prescindir
igualmente de protector y de tribuno.»
A este formidable ataque añadió otro Guadet todavía más directo
intimando a Robespierre que descubriese al fin aquel plan de guerra
civil, de conspiración, de que hablaba sin parar. Robespierre,
visiblemente herido en el punto vulnerable, la delación sin prueba iba a

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embrollarse en un tejido de coincidencias que no podían probar otra
cosa más que su debilidad y su derrota, cuando Bazire le prestó el
servicio de impedirle que hablase; acudió con oportunidad en su ayuda,
convenciéndole de que reservase su respuesta para los diarios. La
Gironda insistía exigiendo que se explicase, pero él salió del paso poruña
triste retirada; dijo que por el momento sólo quería descubrir las
maniobras que tendían a convertir la Sociedad de los Jacobinos en
instrumento de intrigas y de ambición: « A esto llamo yo un plan de
guerra civil.» Los amigos de Robespierre, aterrados al ver que no
encontraban otra respuesta, se salieron en masa a fin de que tuviese que
levantarse la sesión por falta de número. Uno de los hombres de
Robespierre, Simón, para cubrir la retirada, se puso a gritar algunas
palabras sobre los acontecimientos de Alsacia, atribuyendo la culpa a los
Girondinos, y dando así en la fuga dos o tres buenas dentelladas a
aquella jauría encarnizada. Con justicia acusaba Brissot á Robespierre de
ser hostil a la filosofía. Mucho mejor se acusó y se convenció a sí mismo
Robespierre de ignorar el instinto del pueblo. Era completamente
belletriste (perdóneseme esta palabra alemana), todo en él era cultura,
todo arte, a cien leguas de la naturaleza, del instinto y de la inspiración.
La hombría de bien, como dice con mucha exactitud el periodista antes
citado un no sé qué sencillo y profundo que hace comprender lo que son
las masas, eso le faltaba en absoluto.
Las picas dadas a todo el pueblo, la igualdad en el armamento, el
gorro de lana colorado del aldeano de Francia adoptado por todos como
igualdad en el traje, estas dos cosas eminentemente revolucionarias, tan
ávidamente cogidas por el pueblo, fueron rechazadas por Robespierre y
poco agradables a los Jacobinos. Luego, por la fuerza de los hechos les
fué preciso transigir ante la unanimidad del pueblo.
La misma oposición en el grave asunto de la declaración de guerra.
Puede decirse que en esta cuestión (Marzo-Abril del 92) Robespierre
estaba a un lado y toda la Francia en el opuesto. ¿En qué sentido? En el
buen sentido. El tiempo ha juzgado, la luz se ha hecho: Francia es quien
tenía razón.
El 26 de Marzo del 92 se dio a los Jacobinos la siguiente nota:
«Examinando los registros de los departamentos, se halla que hay
ya inscritos más de SEISCIENTOS MIL ciudadanos para marchar contra
el enemigo.»
En París, en el Jura y en otras partes, declaraban las mujeres que
podían partir los hombres, que ellas se armarían con picas y que bastaría
con ellas para el servicio en el interior. Habían sentido tan vivamente los

49
beneficios que a sus familias y a sus familias y a sus hijos les había
proporcionado la Revolución, que a cambio de los mayores sacrificios
ardían en deseos de defenderla. En aquel momento y en todo el año
sagrado del 92, hubo escenas verdaderamente admirables y heroicas en
el seno de muchas familias. Al marchar un hermano, todos los restantes
de corta edad querían marchar también, jurando que ya eran hombres.
Las jóvenes ordenaban a sus amantes que cogieran las armas, aplazando
la boda para el día de la victoria. La mujer casada, derramando lágrimas,
con los pequeñuelos en los brazos, despedía a su esposo diciendo:
«Vete, no pienses en que lloro; sálvanos, salva la Francia, la libertad, el
porvenir y los hijos de tus hijos.»
¡Guerra sublime! ¡guerra pacífica, para fundarla paz eterna! Guerra
llena de fe y de amor, inspirada en este pensamiento tan conmovedor y
tan verdadero entonces: ¡Que el mundo en aquel momento tenía el
mismo corazón y quería la misma cosa; que se trataba de derribar con el
hierro en la mano las barreras de tiranía que nos separan bárbaramente;
que destruidas estas barreras ya no habría enemigos, ¡y que los que
nosotros teníamos como enemigos vendrían a arrojarse en nuestros
brazos!
Lo hermoso de aquel momento es que el alma de Francia toda
entera estaba abrasada por la fe, que volvió la espalda a los
razonamientos, a los pequeños cálculos, que dejó a los discutidores
como Robespierre, Lafayette y otros que se arrastrasen entre la lógica y
la prosa, averiguando con inquietud qué era lo posible y lo razonable.
Sí, la guerra era absurda en aquellas circunstancias. Para hacerla,
se necesitaba una fe inmensa, creer en la fuerza contagiosa del principio
proclamado por Francia, en la victoria infalible de la equidad; creer
también que, en la inmensidad del movimiento en que se precipitaba
toda la nación, todos los obstáculos interiores, las pequeñas rencillas,
los intentos de traición, se encontrarían neutralizados, y que no habría
corazón humano por duro y pérfido que fuese, que no se ablandara ante
aquel espectáculo único del encuentro de los pueblos, corriendo a
buscarse como hermanos y llorando de emoción al darse el primer
abrazo.
¡Oh, el gran corazón de Francia el 92! ¡Cuándo volverá otra vez!
¡Qué ternura para el mundo, qué dicha al libertarle, qué ardor en el
sacrificio y cuán poco se tenían en cuenta en aquel momento todos los
bienes de la tierra!
Aquel buen corazón se manifestó de la manera más conmovedora
en el acto de devolver la libertad a los soldados del regimiento de

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Chateauvieux, del Vaudois, decretada por la Asamblea. Era una mancha
infamante para el honor de la nación el que se constituyera en carcelera
y verdugo por la tiranía de los suizos, que se encargara de custodiar en
las galeras a cuarenta infortunados franceses, de un país francés por el
corazón y el idioma, bajo el yugo alemán.
Recuérdese aquel proceso feroz de los oficiales suizos en Nancy,
que condenaron a muerte, enrodaron o ahorcaron a los soldados que,
habiéndose refugiado en cierto modo en el hogar de Francia,
reclamaban, como de derecho, la ejecución de las leyes de la Asamblea;
por gracia singular no fueron ahorcados cuarenta, y se les llevó a Brest
para que remasen en los barcos del rey. Este rigor no fué bastante. Con
pretextos fútiles, por haber cantado el Ca irá o por haber celebrado el 14
de Julio, los magníficos señores se apoderaban de sus súbditos en el
Vaudois, y los encerraban en las cuevas del horrible castillo de Chillón,
más bajas que el nivel del lago, con las ratas y las serpientes.
El 30 de Septiembre del 91, en el anfiteatro solemne que domina
el lago y Lausanne, frente a la Saboya y toda la cadena de los Alpes, se
constituyó un tribunal, donde se sentaron hinchados por la insolencia
los diputados del Oso de Berna.
Allí, entre los insultos y las risotadas de los soldados, fueron a
hacer penitencia pública los magistrados humillados del país de Vaud,
de Lausanne, Vevay y Clarens, y recibieron con la cabeza baja las
amenazas y los insultos. ¿Y por qué aquel rigor? Hay que decirlo: la
verdadera razón es que los del Vaudois son franceses. Era una pequeña
Francia, impotente y desarmada, a la que la insolencia alemana hacía
que se arrodillase a sus pies.
Y quizás tenía razón para estar irritada. ¿Quién trabajó por la
Revolución mejor que la Francia vaudesa? ¿No es de aquella población
enérgica y sencilla, de aquellos lugares sublimes, de donde partió la
inspiración de Rousseau, aquel poderoso impulso del corazón que
conmovió al mundo? ¡Ah! ¡Aquellos lugares serán culpables siempre
para los enemigos de la libertad!
Cuando la Asamblea rompió las cadenas de los soldados de
Chateauvieux, hubo independientemente del vivo espíritu de partido un
singular arranque de generosidad y de delicadeza en toda la nación para
reparar mediante una acogida lo más afectuosa posible aquella gran
culpa nacional. Los guardias nacionales de Brest hicieron exprofeso el
viaje a pie basta París para acompañar a las víctimas; y como al quitarles
la casaca de galeotes les dieran sus propios trajes, por el camino todos
parecían igualmente bretones. De las villas y aldeas salían a recibirlos;

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los hombres les daban apretones de manos, las mujeres los bendecían,
los niños tocaban sus ropas. Por doquiera se les pedía perdón en nombre
de Francia.
Este hecho nacional es sagrado. Debe conservarse siempre
independiente de la violenta polémica que estalló con tal motivo, del
furor elocuente de los Fuldenses, de las filípicas de Andrés Chenier,
Rouchet y Duport de Nemours. Y por otra parte las declamaciones de
Collot en favor de los soldados de Chateauvieux, del apresuramiento de
Tallien y otros intrigantes en apoderarse del suceso e inclinar el buen
corazón del pueblo en beneficio del espíritu de partido. Los Fuldenses
consideraban el triunfo popular de los soldados de Chateauvieux como
un insulto a los guardias nacionales muertos en la triste jornada de
Nancy. Allí no había oposición entre unos y otros. Todos habían
combatido por el orden o la libertad. El regimiento de Chateauvieux,
saqueado por oficiales que no se dignaban rendir cuentas, había
invocado las leyes de Francia y tenía razón. Los guardias nacionales,
legalmente intimados por las municipalidades para que fuesen a
combatir, fueron y combatieron; y tenían razón. Había que llorar a los
unos y a los otros; así se reconoció noblemente en la fiesta que se
celebró en honor de los soldados libertados: se llevaron dos féretros.
El imprudente furor de los Fuldenses fué verdaderamente
reprobable. No fué culpa de Chenier y de Duport si entonces no hubo
sangrientas colisiones en París. Por adelantado llenaron los periódicos
de las más siniestras profecías; dijeron, repitieron, explicaron a los
guardias nacionales de París que no pensaban en tal cosa, que el insulto
iba dirigido a ellos. El Directorio de París, los Larochefoucauld,
Talleyrand y otros, manifestó un miedo ridículo, malévolo, de aquella
fiesta popular. Mucho mejor que ellos, comprendió Petion que esos
grandes movimientos no se pueden impedir; que vale más dejarlos que
se produzcan y asociarse a ellos para regularizarlos. Únicamente
prohibió, pero de una manera absoluta, que se llevasen armas; lo mismo
picas que fusiles.
El 30 de Abril del 92, los soldados de Chateauvieux llegados de
Brest a París, con sus bravos amigos los bretones, y un gran concurso
de pueblo regocijado de verlos, se presentan en las puertas de la
Asamblea y piden ofrecer el testimonio de su gratitud y presentarle sus
homenajes. Dentro gran discusión. Los Fuldenses, con notoria
imprudencia, quieren todavía ponerse frente al movimiento popular. Se
reclama en nombre de la disciplina violada, en nombre de la política y
de los miramientos debidos a los gobiernos de Suiza, con los cuales hay

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que mantenerse en buena inteligencia. El joven diputado Gouvion,
hermano de un guardia nacional muerto en Nancy, declara que no se le
puede obligar a acoger, a sufrir la presencia de los asesinos de su
hermano. Y se va. La Asamblea, después de dos votaciones dudosas,
decide que sean admitidos. Collot, su defensor oficioso, expresa por
ellos su reconocimiento. Las tribunas les aplauden una muchedumbre
de guardias nacionales sin armas, de parisienses, de bretones, de suizos,
después una multitud mezclada de hombres y mujeres con banderas
desfila alegremente. Gonchon, el Cicerón acostumbrado del barrio de
San Antonio, dice en su nombre que se fabriquen diez mil picas para
defensa de la Asamblea y de las leyes: «Aún diríamos más; pero hemos
gritado tanto ¡viva la Constitución! ¡viva la Asamblea nacional! que nos
hemos quedado roncos...» Aplausos y risas.
La fiesta que siguió al poco tiempo recibió el hermoso nombre de
fiesta de la libertad. En el soplo de guerra que la vivificaba se sentía que
esta vez se trataba del triunfo anticipado de las libertades del mundo, y
que allí la Suiza francesa, festejada en aquellos pobres soldados, era la
venturosa vanguardia de la emancipación universal. La estatua de la
libertad era conducida en un carro que afectaba la forma de una proa de
galera. Las rotas cadenas de las víctimas eran llevadas, rasgo
conmovedor, por nuestras mujeres y nuestras hijas. Aquellas vírgenes
vestidas de blanco tocaban sin aprensión el hierro oxidado de las galeras
que su mano purificaba. En el Gros-Caillou, en el Campo de Marte,
comenzaron las danzas amenizadas por cantos cívicos. Aquellas alegres
rondas participaban del ardor de las antiguas fiestas en que los esclavos
se embriagaban de libertad por la vez primera. Los hermanos abrazaban
a los hermanos, y en armonía con el carácter francés la fraternidad era
mucho más tierna con las hermanas.
Ningún vigilante, ningún desorden, ninguna arma y ningún
exceso; una alegría, una paz, una efusión extraordinaria. Cada cual, con
su emancipación, sentía ya la del mundo; todos los corazones se abrían
a la esperanza de que aquello fuese el principio de la salvación de las
naciones.
Y esto era, precisamente, lo mismo que los reyes por su parte
presentían en aquella guerra. Puede juzgarse de ello por la orden que dio
el rey de Prusia para que se desarmase a los aldeanos de sus provincias
del Rhin. No veía en sus súbditos más que aliados secretos, amigos de
Francia, patrones de nuestros soldados, impacientes por dar alojamiento
a los apóstoles de la libertad.

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El general probable de la coalición, Gustavo III, había muerto
asesinado por los sujos (17 de Marzo del 92.) No faltó quien imputase su
muerte a los partidarios entusiastas que la Revolución tenía en Suecia.
El mismo, en sus últimos momentos, tenía siempre ante sus ojos aquella
Francia que iba a combatir; y acaso no la hubiese combatido más que
para ser alabado por ella; tanto se preocupaba de la opinión del público
francés j de los diarios de París. Próximo a la muerte, decía: «Quisiera
saber lo que va a decir de esto Brissot.»
La emigración había ganado con la muerte de Leopoldo, con el
advenimiento de Francisco II, enemigo fanático de la Revolución.
Nuestro embajador en Viena Noailles estaba casi prisionero en su
palacio. El que enviamos a Berlín, Segur, fue objeto de risa; se hizo correr
el rumor de que había ido a conquistar por amor o por dinero las
queridas del rey de Prusia. En una audiencia pública, el rey le volvió la
espalda, y dirigiéndose al enviado de Coblenza, le preguntó cómo seguía
el conde de Artois.
Ninguna figura caracteriza acaso mejor la contrarrevolución que el
nuevo emperador Francisco II cuyo reinado comienza. De cortos
alcances, débil y violento, mala mezcla de dos naturalezas, alemán
nacido en Florencia, falso italiano y falso alemán, era el hombre de los
curas, un devoto maquiavélico, cuya alma dura e hipócrita no era por
ello menos dispuesta para el crimen político. Era el Francisco que aceptó
de manos de su enemigo a Venecia su aliada; era el Francisco que, por
su hija, comenzó la ruina de su yerno; y luego, una vez en Rusia, le atacó
por la espalda y consumó su pérdida. Vedle en sus numerosos retratos
de Versalles, ¿Puede asegurarse que aquello es un hombre? Está tieso y
rígido, como marchando sobre ruedas, semejante a la estatua del
Comendador o a la sombra de Banquo. A mí lo que me causa miedo es
que aquella máscara está fresca y sonrosada en medio de su espantable
fijeza. Es evidente que un ser de tal naturaleza no tendrá jamás
remordimiento y hace el crimen a conciencia. La despiadada hipocresía
se ve escrita en aquella faz petrificada. No es un hombre, no es una
máscara, es un muro de piedra de Spielberg. Más fijo y mudo que el
calabozo en que, para quebrantar el corazón de los héroes de Italia, les
obligaba por hambre a hacer calceta como mujeres. Y esto «en interés
de su enmienda, por la salvación de su alma.» Tal era la respuesta que
daba invariablemente a la hermana de uno de los cautivos que hacía
todos los años en vano el largo viaje de Viena para llorar a sus plantas.
Ese es el enemigo de Francia. En Abril encarga a Hohenlohe, su
general, que se entienda con el del ejército de Prusia, el duque de

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Brunswick. Por orden suya, su ministro, el conde de Cobentzel, asociado
con el viejo Kaunitz, escribe una nota corta, seca y dura, en que sin
calcular ni la situación ni la medida de lo posible, intima a Francia el
ultimátum de Austria: 1. ° Reconocer a los príncipes alemanes que tienen
posesiones en el reino; dicho de otro modo, reconocer la soberanía
imperial en el centro de nuestros departamentos; tolerar el imperio en la
misma Francia. 2.° Devolver Avignon, el gran paso del Ródano, de suerte
que la Provenza quede desmembrada como en otro tiempo. 3.°
Restablecer la monarquía bajo el régimen del 23 de Junio del 89 y de la
declaración de Luis XVI, lo mismo que las órdenes, la Nobleza y el Clero.
«En verdad, dice Dumouriez, aunque el gabinete de Viena hubiera
estado durmiendo treinta y tres meses desde la sesión de Junio del 89
sin haberse enterado todavía de la toma de la Bastilla ni de todo lo que
siguió, no hubiera hecho unas proposiciones más extrañas, más
incompatibles con la marcha invencible que había emprendido la
Revolución.»
Y aquella nota no era solamente la de la inepta e hipócrita Austria;
expresaba al mismo tiempo el pensamiento del gobierno que se creía a
la vanguardia del progreso de Alemania, del gobierno filósofo y liberal
que había alentado la resistencia turca y polaca, al mismo tiempo que '
destruía las libertades de Holanda. En el fondo, áspero, ávido, inquieto,
sin preocuparse de los principios, el gobierno prusiano, exagerando
mucho su fuerza, se creía en disposición de pescar en río revuelto, y
metía sin reflexión en todas partes sus manos en forma de garras.
Las tropas de la coalición se acercan poco a poco a la Francia. En
el centro, los prusianos que se escalonan en la Westphalia, hacia el Rhin.
En las dos alas, los austríacos; por una parte, van aumentando sus tropas
de los Países Bajos; por otra, se hacen llamar por el obispo de Basilea,
atraviesan el cantón y van a guarnecer el país de Porentruy, ocupando
así una de las puertas de Francia, en disposición de invadir, en cuanto
quieran, el Franco-Condado.
En 20 de Abril del 92 el rey y el ministro se presentan en la
Asamblea nacional. Dumouriez, en un largo y minucioso informe,
demuestra la necesidad en que se encuentra Francia de considerarse
como en estado de guerra con Austria.
El rey declara «que adopta esta determinación, conforme al voto
de la Asamblea y de varios ciudadanos de diversos departamentos». Y
propone formalmente la guerra.
El mismo día, a las cinco, en la sesión de la noche, se entabló
inmediatamente la discusión. La unanimidad sobre aquella gran

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cuestión estaba acordada de antemano. Un Fuldense, Pastoret, fué el
primero que al ver subir aquella ola invencible se asoció a ella
hábilmente y propuso que se decretase la declaración de guerra. Otro
Fuldense, Becquet, intentó detener el impulso, asustando a la Asamblea
con el cuadro que presentaba Europa, pintando a Europa poco segura,
España amenazando por la espalda, la sedición en el interior, el ejército
indisciplinado, la hacienda en desorden. Esta última frase proporcionó a
Cambon la feliz ocasión para decir unas palabras temor: «Nuestra
hacienda no la conocéis; tenemos más dinero del que se necesita» Y ya
el 24 de Febrero había dicho: «La Francia tiene más numerario efectivo
en caja que ninguna potencia de Europa.» En realidad, además de los
1.500 millones de bienes nacionales vendidos hasta el 1. ° de Octubre del
91, había recibido ya el Tesoro cerca de 500 millones. Desde Noviembre
del 91 a Abril del 92, la venta, aunque algo paralizada, había sido de 360
millones, y quedaba todavía por vender una suma equivalente.
Guadet añadió a las palabras de Cambon que ninguna potencia del
mundo podía presentar una masa comparable a nuestros cuatro
millones de guardias nacionales armados; que ninguna hubiera podido
con una palabra movilizar ya cien mil, como habíamos hecho nosotros.
Los registros de inscripción de los departamentos arrojaban en Marzo el
admirable resultado de seiscientos mil voluntarios que pedían ponerse
en marcha.
Aquella era la voz de Francia, no podía negarse. En vano insistió el
Fuldense Bacquet, haciendo observar que, de hecho, se iba a declarar la
guerra no al Austria, si no al mundo; arrojar el guante a todos los reyes.
En vano el Jacobino Bazire, órgano en esta ocasión del puro partido
jacobino, se admiró al ver que una decisión tan grave se tomaba con
tanta ligereza. Intentó reproducir el texto ordinario de Robespierre, el
peligro de la traición. Apenas le aplaudieron dos o tres diputadas y otros
tantos de las tribunas. Nadie le escuchaba. El entusiasmo lo invadía todo.
Se desbordó con esta frase del diputado Mailhe: «Si vuestra humanidad
sufre al decretar en este momento la muerte de varios millares de
hombres, pensad también que al mismo tiempo decretáis la libertad del
mundo.»
Aubert Duboyet, figura eminente, noble y militar, se levantó, tomó
la palabra y entusiasmó grandemente a la Asamblea: «¡Cómo! ¡El
extranjero tiene la audacia de pretender darnos un gobierno! Votemos
la guerra. Aunque hubiéramos de perecer todos, el último de nosotros
pronunciaría el decreto... No temáis nada. En cuanto hayáis decretado la
guerra, todos se verán obligados a decidirse: los partidos desaparecerán.

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Las hogueras de la discordia se extinguirán al ruido de los cañonazos y
ante las bayonetas.»
«Sí, votemos, dijo el valiente Merlin de Thionville; votemos la
guerra a los reyes y la paz á las naciones.»
La Asamblea se levantó en masa; solo hubo siete miembros que
permanecieron sentados. En medio de una tempestad de aplausos votó
la guerra al Austria.
Condorcet leyó una hermosa y humana declaración de principios
que Francia hacía al mundo. No quería ninguna conquista, no atacaba la
libertad de ningún pueblo. Esta frase se puso en el decreto.
Orador generalmente frío, Condorcet, animado entonces por la
grandeza de las circunstancias, tuvo un momento feliz al tratar del
reproche de facción que los reyes hacían a Francia: «Y ¿qué es eso de
una facción a la que se acusa de haber conspirado por la libertad
universal?... Es la humanidad entera lo que ellos llaman una facción.»
Vergniaud propuso una gran reunión fraternal, a semejanza de las
federaciones del 90, en que jurasen todos morir juntos sobre las ruinas
del imperio antes que sacrificar la menor de las conquistas de la libertad.
De este modo Francia, esperando la muerte o la victoria, iría por última
vez, toda en masa, a darse las manos. «Momentos augustos, -dijo:—
¿cuál es el corazón de hielo que no palpita, el alma fría que entre la
aclamación de alegría de todo un pueblo no se eleva al cielo y no se
siente ensancharse por el entusiasmo, más allá de los límites de lo
humano?» Esta hermosa y religiosa proposición no fué votada. No se
compaginaba con la impaciencia guerrera de la Asamblea que ardía en
deseos de avanzar.

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CAPITULO IV

Destitución del Ministerio Girondino (Mayo-Junio del 09.)

Cómo quería el rey que se hiciese la guerra contra Francia.—


Inconsecuencia de Dumouriez, que quiere la Revolución en Bélgica para
reprimirla en Francia—La guerra empieza por una derrota, (28-29 Abril
del 92.)—Robespierre triunfa en los Jacobinos de Brissot y de los
partidarios de la guerra (30 de Abril del 92 ) — La Gironda hace licenciar
la guardia del rey 29 de Mayo )—La Gironda acusada por Robespierre.—
Hace que se decrete un campamento de veinte mil hombres en París y
medidas contra los curas refractarios ("27 de Mayo)—Violencia de los
realistas y de los Fuldenses.—Carta de Roland al rey, (12 de Junio.)—Los
ministros girondinos son destituidos (1 3 de Junio )

El rey, al que los Jacobinos acusaban de que quería la guerra,


había hecho todo lo posible para evitarla. Aun en el caso más favorable,
siempre habían de ser para él funestos los resultados. Una victoria de
Lafayette o de cualquier otro general no habrían realzado al trono más
que para ponerlo bajo la tutela de aquellos. Una derrota exasperaría a
París, haría que se acusase al rey y lanzaría las turbas contra las Tullerías.
Y si, por un imposible no sucedía así, ¿quién triunfaría? ¿quién vendría?
Monsieur y la emigración, el futuro regente de Francia, ¿aquél a quien
Rusia había enviado ya embajadores? La reina en particular debía
temerlo todo; sabía perfectamente que era odiada, que en Coblenza le
habían escrito coplas, que Monsieur era su enemigo y que el conde de
Artois se hallaba dominado por el suyo, Calonne. Si los príncipes volvían
vencedores, el resultado hubiera podido ser muy bien no libertar a la
reina, sino al contrario, procesarla y encerrarla; con frecuencia se había
hablado de ello; Monsieur hubiera satisfecho así su antiguo odio
personal y el de la nación.
Por ello, aunque Luis XVI tuviese en Viena su agente Breteuil y la
reina mantuviese correspondencia con Bruselas por conducto del
antiguo embajador de su familia, Mr. Merci d'Argenteau, creyeron que
debían enviar un agente especial al gabinete austriaco para entenderse
con él respecto a la manera como convenía que se hiciera la guerra a
Francia. Se trataba de conseguir que Austria no obrase por sí sola, lo
cual hubiera confirmado la acusación ordinaria contra una reina
austríaca, sino de que Austria y Prusia, de acuerdo con las otras
potencias en un manifiesto común dirigido contra la secta antisocial, en
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nombre de la sociedad, consignasen que hacían la guerra a los
Jacobinos y no a la nación, declarando a la Asamblea y a todas las
autoridades que las hacían responsables de todo atentado contra la
familia real, ofreciendo tratar, pero únicamente con el rey. Era preciso,
sobre todo, recomendar a los emigrados de parte del rey, que se fiasen
de él y de las cortes contratantes, que figurasen como partes en el debate
y no como árbitros y que no se convirtieran, por la irritación que causaría
su presencia en motivo de guerra civil.
Estas instrucciones, redactadas sin duda por los Fuldenses, a los
que la corte consultaba todavía, fueron confiadas a un joven ginebrino,
Mallet Dupan, entusiasta por el rey, de mucho talento e ingenio. Habló
con mucho ardor, con el calor y el corazón de un hombre enternecido
por las desgracias de la familia real, y salió victorioso en su empresa.
Consiguió de los negociadores reunidos de Austria y Prusia lo que
parecía muy difícil, que los emigrados, los que habían sacrificado su
patria, su fortuna y su existencia a la causa de la monarquía, no fuesen
empleados por ella; al menos, que fuesen divididos en varios cuerpos,
empleados aparte y, cosa intolerable para aquella orgullosa nobleza,
colocados en segunda fila. Era solemne declaración de la desconfianza
que parecía tener el rey en sus más ardientes servidores.
Se fiaba de los alemanes, de los austríacos, de los prusianos y no
de los franceses de su nobleza. ¿Era esto político? Si la invasión hubiera
tenido los emigrados en la vanguardia, hubiera podido pasar como
francesa, y Francia podía decir, después de todo, que era vencida por
Francia. Aquellos franceses, aunque fuesen aristócratas, si continuaban
juntos, si constituían un ejército en el seno del ejército enemigo, le
vigilaban y le impedían que conservase lo que tomaba. El extranjero
debía mirar con buenos ojos los planes de Luis XVI para dividir la
emigración; era para él, en la invasión, un estorbo, un testigo, un
compañero incómodo. Por el contrario, en el plan que se le presentaba
en nombre del rey con la Francia noble eliminada y la Francia popular no
organizada, el extranjero tenía más facilidades; ningún otro obstáculo
probable; el reino estaba abierto a discreción.
¿Cuál era el plan de guerra según la mente del que la preparaba,
de Dumouriez? Era, por la Revolución, conquistar un país en revolución
los Países Bajos austríacos, apenas reducidos por el emperador, mal
sometidos, temblorosos. Dumouriez confiaba a dos viejos generales las
dos alas de la batalla, a Luckner para guardar el Franco-Condado y a
Rochambeau para guardar Flandes. Unos cuerpos secundarios debían
inquietar al Luxemburgo, llamando sobre él toda la atención. Pero de

59
pronto, Lafayette, que mandaba el ejército del centro, descendiendo
rápidamente el Meuse, avanzando de Givet a Namur, apoyándose en un
cuerpo de ejército que Rochambeau enviaría de Flandes al mando del
general Biron, se apoderaría de Nemur y llegaría a Bruselas, donde la
Revolución belga recibiría con los brazos abiertos a su libertador.
Con razón dice Dumouriez que en su plan tenía Lafayette el gran
papel; era la vanguardia de la invasión, se llevaba la primera gloria de
ella, los primeros resultados inmensos y fáciles; en la situación en que
se hallaba Bélgica, tenía la insigne suerte de conquistar un país que
quería ser conquistado. En el interior los resultados podían ser decisivos.
El general de los Fuldenses, el hombre que el 17 de Julio había ejecutado
sus órdenes y por un momento creyó que restauraba el trono a tiros,
¿con qué autoridad no hablaría desde Bruselas a París, recomendando a
las facciones el orden y el silencio en nombre de la victoria? ¿A quién se
dirigirían los Jacobinos aterrados, para no perecer, sino al ministro hábil,
atrevido, que cubierto con el gorro colorado les había dado aquel golpe?
Fuldenses, Jacobinos, el pueblo y el rey, contrarrestados los unos por
los otros, se hallarían en poder de Dumouriez.
Este plan era ingenioso. Dumouriez, llevado al poder por la
Gironda por su triunfo sobre el rey, empleaba el poder que aquella
acababa de darle en provecho del rey y de los Fuldenses; en aquel
momento, según todas las apariencias, se hubiera vuelto a hacer
jacobino, lo bastante para neutralizarlo todo y dominar a los partidos.
En sus Memorias, llenas de ingenio, de artificio, de reticencias de
mentiras, hay, y sin embargo, esta sencilla confesión, este rayo de luz:
que no se atrevía, por temor al público y a la opinión, a nombrar al
Fuldense Lafayette general en jefe, pero que en realidad, una vez en país
enemigo, siendo superior en graduación a los oficiales generales que
Rochambeau le prestaba, Lafayette mandaría solo y solo tomaría Namur
y Bruselas. Añadamos la conclusión que Dumouriez se guarda bien de
decir, pero que no es menos cierta: que la victoria de un Fuldense era en
Francia infaliblemente la victoria del partido fuldense, con el cual
Dumouriez (evitando siempre relacionarse personalmente con él)
conspiraba al mismo fin.
A este plan tan bien concebido, le faltaron dos cosas.
La primera, un general. Lafayette, partidario de la guerra defensiva,
lo mismo que Rochambeau, no era de ninguna manera, a pesar de su
innegable valor, el hombre audaz y aventurero que se había de internar
en el país enemigo. Con gran trabajo llevó diez mil hombres a Givet,

60
haciendo una rápida marcha. Pero una vez allí, comprendió que tenía
poca gente para tan gran empresa y ya no se movió.
La otra dificultad estaba en que ni Lafayette ni Dumouriez (con todo
su jacobinismo y su gorro colorado) estaban verdaderamente dispuestos
a agitar la Bélgica por una propaganda atrevida. Era preciso darla valor,
animarla, levantarla, sumirla profundamente en la revolución. ¿Quién
hubiese hecho esto y quién necesitaba hacerlo? Precisamente los que en
Francia querían contener la revolución. La doblez de Dumouriez, su
inmoralidad, hacían impotente su genio. La primera condición de su plan
era obrar francamente en los Países Bajos, inspirarles de antemano una
fe profunda en la sinceridad de Francia, enarbolando muy alta, en
aquella guerra, la bandera de la libertad. Lejos de esto, fue una guerra
política, preparada, dirigida por un hombre sin fe, que sin embargo no
tenía ninguna probabilidad seria de éxito más que en la fe. Explotaba un
principio, para que triunfante éste en los Países Bajos, le sirviera para
neutralizar el mismo principio en Francia.
¿Y a quién confiaba la bandera de la Revolución? A aquel que en
el Campo de Marte la había arriado del altar de la Patria, arrastrándola
por entre charcos de sangre. Aquella bandera que la Gironda quería
convertir en su día en bandera de la República era entregada por un
realista a otro realista, por un intrigante a un hombre sin fe, por el
hombre falso al hombre incierto, para que se convirtiera en bandera de
la monarquía. Combinación extraña e inmoral, que, si hubiera podido
prevalecer, hubiera sido el triunfo, no de Dumouriez ni de Lafayette, si
no de la contrarrevolución y de los enemigos de la Francia.
Desde el principio de la campaña pudo convencerse todo el mundo
del peligro enorme que se corría dirigiendo la guerra los partidarios de
la paz.
Dumouriez, el ministro director que gobernaba el ministerio de la
guerra por un hombre de su confianza había conservado por deferencia
a la corte todo el antiguo personal de aquel centro.
Aquellos empleados del antiguo régimen no podían demostrar
gran celo por el éxito de la cruzada revolucionaria, que, en realidad, se
hacía contra sus principios. Su mala voluntad, su apresuramiento en
excusarse por la desorganización de los servicios, aumentándolo en caso
de necesidad, su mal humor, su negligencia, todo esto brotó sobre el
terreno, en el momento más peligroso. Los infortunados voluntarios de
la guardia nacional, que, en el rigor del invierno, habían acudido llenos
de entusiasmo a guarnecer la frontera, eran abandonados sin socorros
de la administración. ¿Quién tenía la culpa? ¿El ministerio de Hacienda?

61
No, los impuestos se cobraban; los millones de la lista civil siempre a
tiempo llegaban para pagar a los periodistas de la contrarrevolución, los
Suleau y los Royoce. Los voluntarios continuaban sin fusiles. Les ocurrió,
durante dos o tres veces en el momento de entrar en campaña, no tener
víveres. Los regimientos de línea tampoco estaban mejor. Todas las
reclamaciones eran denegadas, recibidas con insolente desprecio.
Los asentistas eran amigos del enemigo: todos los empleados de
la guerra estaban por la paz a pesar de todo. El viejo mariscal
Rochambeau no quería más guerra que la defensiva. Le mortificaba el
que Dumouriez dirigiese todas las órdenes a sus lugartenientes. Las
dificultades que presentaba el movimiento de invasión no le
desagradaban de ningún modo. Movía la cabeza, se encogía de hombros
y no presagiaba nada bueno.
Dumouriez, afectando caballerosidad con la reina y con el rey,
como se ve en sus Memorias, no por eso dejaba de estar en relaciones
secretas con la casa de Orleans. Necesitaba a toda costa un rey, una corte
y las facilidades de disipación que sólo pueden existir en la monarquía.
Veía en el joven duque de Chartres una especie de en cas monárquico,
si caía Luis XVI. Con frecuencia utilizaba los oficiales generales
partidarios de aquella casa, como Biron y Valence. Aquella vez, el
movimiento del Norte había de iniciarlo Biron, el cual debía reunirse en
terreno enemigo con el ejército de Lafayette. El 28 de Abril por la noche,
Biron se apoderó de Quievrain, y se dirigió contra Alons. El 29 por la
mañana Theobaldo Dillon se trasladó desde Lille a Tournai. En ambos
lados ocurrió lo mismo. La caballería, generalmente aristócrata,
especialmente los dragones, en Tournai ante el enemigo, en Alons, sin
verle siquiera, empezó a gritar: «¡Sálvese el que pueda! ¡Nos han
vendido!» y pasó por encima de los regimientos de infantería,
compuestos de voluntarios; estos desbandados, desmoralizados, se
declaran en precipitada fuga. De regreso en Lille, furiosos, la emprenden
contra sus jefes, acusándolos de que querían entregarlos. Asesinan a
Dillon en una granja. El populacho de Lille interviene y ahorca a varios
prisioneros.
Perecieron tres o cuatrocientos hombres. Derrota pequeña en sí,
grave al principio de una guerra, pero que produjo el buen resultado de
aumentar en sumo grado la confianza de nuestros enemigos,
hinchándoles con necio orgullo. Los famosos tácticos de Prusia pusieron
mayor confianza en el soldado autómata y despreciaron aún más el
soldado de inspiración. Brunswick decía a los oficiales que compraban
caballos para la campaña: «Señores, no os toméis tanta molestia; esto

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no será más que un paseo militar.» Este paseo quería hacerlo a la
alemana, lento, agradable, metódico. En vano le decía Mr. de Bouillé que
conocía mejor la situación y el terreno, que todo se echaría a perder si
no se hacía un avance atrevido, rápido por la Champagne, directamente
sobre París. Brunswick no tenía tanta prisa. Cuentan que el novelesco
ministerio de Mr. de Stael le había hecho la extraña proposición de darle,
si la quería, la corona de Francia. No parece que él tomase la cosa en
serio, pero, sin embargo, tal es la debilidad de los hombres, que a pesar
de lo extravagante de la idea le turbaba el espíritu. Quería ver en qué iba
a quedar aquella gran cuestión de Francia, no todavía madura ni
suficientemente embrollada.
Dumouriez, con la intrepidez y el descaro que brilla
constantemente en sus Memorias, da a entender que la Gironda que
había empujado a la guerra con un desesperado esfuerzo, fué
precisamente la fautora de la derrota. No lo dice en estos términos, pero
lo da entender implícitamente al hacer estas dos afirmaciones: 1.a, hubo
complot; 2.a, la Gironda estaba interesada en él. Este último punto es
contestable, inadmisible. Los abogados de la guerra, que tantas veces
habían respondido del buen éxito y de la victoria, recibieron de lleno en
la mejilla el golpe del primer revés.
Fué en la noche del 30 de Abril, en el momento en que circuló por
París la carta que anunciaba el desastre del 28. Brissot que hasta
entonces había luchado en los Jacobinos contra Robespierre, fué
definitivamente aplastado por ésta.
Entre ellos, y por mediación de Petion, se había establecido una
paz bastante equívoca. La noche del 30, creyendo Robespierre que por
efecto de la gran noticia los Girondinos estaban en tierra, los ataca con
un furor, un clamoreo y una gesticulación que no eran naturales en él.
Sostuvo que ellos habían falsificado en sus diarios la información de los
últimos debates terminados por la pacificación. Les reprochó
especialmente que hubiesen dicho que Marat le proponía para tribuno.
En realidad, Marat no había dicho expresamente semejante cosa, sino
que, en un número, hacía notar la necesidad de un tribuno; en otro
designaba a Robespierre, alabándole como el más digno (después de él,
sin duda alguna). Los Girondinos sacaban la consecuencia que todo el
mundo había de ver en ellos que Marat indicaba implícitamente para
tribuno o a Robespierre o a Marat.
Las tribunas, muy excitadas aquella noche, llenas de mujeres
fanáticas, pesaban sobre los Jacobinos y por momentos intervenían con
gritos apasionados. Franciscanos muy ardientes, Legendre, Merlin,

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Freron, Tallien, habían acudido para arrastrar la masa de los indecisos.
Brissot y Guadet no podían abandonar la Asamblea en aquel momento.
El Girondino Lasource, que presidía los Jacobinos, viose obligado
también a ceder el sitial para poder asistir a la Asamblea a Dufourny, un
hombre de Robespierre. Bajo el influjo de tan feliz concurso de
circunstancias, la cosa fué como sobre ruedas. La sociedad declaró:
«Que desmentía las difamaciones, las calumnias de Brissot y Guadet
contra Robespierre.» (30 Abril del 92.)
Este consumó el golpe por medios bien extraños para un hombre
que naturalmente deseaba el poder. En su periódico se lanzó en plena
anarquía, enalteciendo a los soldados justamente en el momento en que
acababan de huir asesinando a sus jefes; oponiéndose a las medidas
severas que tomaba la Asamblea para asegurar la disciplina. Pedía que
fuesen llamados los soldados licenciados, que según él no eran menos
de sesenta mil, y que se formase con ellos un ejército; al cual, con la
mayor frescura pedía que se le diese doble sueldo. Como regla, en
general, establecía la independencia absoluta del soldado con relación
al oficial excepto en dos momentos: el ejercicio y el combate.
Esta tendencia desorganizadora, notable en Robespierre, se
manifestó el 20 de Mayo en los Jacobinos, cuando combatió e hizo
rechazar una proposición girondina, que los más violentos Franciscanos,
como Tallien, por ejemplo, habían apoyado y que, en aquella crisis
extrema, en los comienzos de una guerra tan mal inaugurada, era
verdaderamente de salud pública. Mechin, secretario de Brissot,
proponía a los Jacobinos que influyesen para acelerar el pago de las
contribuciones, cuya regularidad era tan importante en aquel momento,
que escribiesen con tal objeto a las. sociedades afiliadas y que la
sociedad madre diese ella misma el ejemplo, no entregando las tarjetas
del próximo trimestre más que a los miembros que justificasen haber
satisfecho el impuesto. Robespierre hizo una objeción verdaderamente
extraña. ¿Un recibo de contribución es acaso garantía de patriotismo?...
Un hombre repleto de la sangre dé la nación aportará su recibo etc.,
etc.... A mí me parece mejor ciudadano el que pobre, pero honrado, gana
su vida sin poder pagar los impuestos, que quien nadando en las
riquezas hace presentes adquiridos en una fuente corrompida, etc.
Después, tras esta cobarde adulación al populacho, esta invitación al
egoísmo, a la desorganización en presencia del enemigo, volvía a su
eterno texto, se lamentaba sobre sí mismo para impresionar mejor a los
demás: «Pérfidos intrigantes, os encarnizáis en mi perdición, pero yo os

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declaro que cuanto más me habéis aislado de los hombres más me
habéis privado de comunicar con ellos...»
Esta cita textual de los Réveries de Rousseau era soberanamente
ridícula en aquel momento en que se hallaba más que nunca rodeada de
los Jacobinos que, por su causa, el 30 de Abril habían roto
definitivamente con la Gironda. El mismo Tallien, que había contribuido
al triunfo de Robespierre, no pudo evitar un movimiento de indignación
y de desprecio ante aquella fraseología hipócrita. Su maestro Danton,
menos joven y más político, borró aquella mala impresión con un elogio
entusiasta de las virtudes de Robespierre. Iba a necesitar unirse
sobrehumanamente con él. Desmouriez, cada vez más sospechoso para
los Girondinos, había hecho sondear á Danton. Para perderlo y salvar a
la corte, para cerrar el camino a la República, no se encontraba nada
mejor que una conspiración monstruosa de las extremidades contra el
medio, del interés realista contra el interés jacobino. La Gironda
colocada entre ellos, debía perecer ahogada.
La Gironda vacilaba. Había recibido dos golpes: en él, la frontera
por primer fracaso de una guerra que ella había aconsejado; en los
Jacobinos, por la victoria de Robespierre sobre Brissot.
Se rehabilitó por un golpe de audacia que hirió directamente a la
corte, e indirectamente a los que, como la corte, habían sido partidarios
de la paz, por consecuencia á Robespierre. La máquina había sido bien
montada, con un exacto conocimiento de la necesidad de imaginación
que había en aquella época conmovida, inquieta, crédula, hambrienta de
misterio, acogiendo ávidamente todo lo que causaba miedo. Se trataba
de una denuncia, hecha con estrépito, de la existencia de un comité
austríaco que siempre, durante treinta años, había gobernado la Francia
y no pretendía nada menos al presente que exterminarla.
El primer redoble de atención, rudamente alarmante dado con brío,
á lo Marat, fué dado por el girondino Carra en los Anales patrióticos. El
comité austríaco, decía, preparaba en París una San Barsthelemy general
de patriotas. Montmorin, Bertrand, eran nominalmente designados; gran
consternación: el juez de Paz del barrio de las Tuberías no vacila en dictar
un mandamiento de comparecencia contra tres representantes en cuyo
testimonio^ se había apoyado Carra.
Así, audacia por audacia. La corte había organizado aquella
temible guardia de que hemos hablado antes, creía tener también en su
favor una gran parte de la Guardia Nacional. La noticia del desastre de
Flandes había sido saludada por todos aquellos aristócratas con gritos
de alegría. La Asamblea derrotada en Mons y en Tournay, no les causaba

65
ya gran miedo, la despreciaban hasta el punto de lanzar contra ella un
simple juez de Paz, un ínfimo magistrado del barrio de las Tuberías.
Perdieron esta confianza cuando Brissot (el 23 de Mayo) reprodujo
la denuncia en términos más serios, y entre algunas hipótesis articuló
hechos ciertos que la publicación de los documentos y el progreso de la
historia han confirmado plenamente. Demostró que los Montmorin y los
Delessart, verdaderos maniquís, estaban dirigidos por el hilo que tenía
Mr. de Merci d' Argenteau, el antiguo embajador de Austria, a la sazón
en Bruselas; él solo, en efecto, ejerció siempre influencia sobre la reina.
Por otra parte, Luis XVI tenía su ministro en Viena, con anuencia de toda
Europa, Mr. de Breteuil. Apoyándose en numerosos documentos,
sistematizado y relacionando hechos aislados, Brissot mostró al comité
extendiendo sobre Francia una inmensa red de intrigas, creando
atmósfera por medio de una inmensa fabricación de libelos. Uno de los
documentos citados, era curioso; era una carta de nuestro enviado en
Ginebra, en la que se declaraba autorizado por el rey para alistarse en el
ejército del conde de Artois. Brissot concluía con la acusación de
Montmorin, y quería que se interrogase a Bertrand de Molleville y a
Duport-Dutertre. Por lo que hace a Bertrand, sus memorias nos prueban
hoy que jamás hubo desconfianza más merecida.
La Asamblea tuvo la prudencia de aplazarlo. Veía en manos de la
corte el arma más peligrosa, la Guardia Constitucional que era preciso
romper desde luego. Se temía que esta guardia podía, o herir a la
Asamblea o llevarse al rey: seis mil hombres, y de aquella clase, armados
y equipados como estaban, no tenían más que obrar unidos, poner al rey
enmedio de ellos: no había en París ninguna fuerza que pudiera impedir
el golpe.
La guardia constitucional continuaba reclutándose entre
elementos extraños que contrastaban con aquel nombre. Poco a poco
iban metiendo en ella, entre los matones y maestros de esgrima, entre
los hidalgos bretones y vendeanos, una legión de fanáticos a los que en
otra época les hubieran llamado la flor de los Verdets del Mediodía.
Había singularmente furiosos provenzales, de la ciudad de Arlés, de la
facción arlesiana conocida con el nombre de la Chíffonne. Había también
una colección de curas jóvenes y robustos, a los que la Iglesia, que
aborrece la sangre, había permitido sin embargo que colgasen los
hábitos para empuñar la espada, el puñal y la pistola.
Todo aquello indecente, atrevido, procaz y fanfarrón. Como todos
eran hombres escogidos, o por su fuerza muscular o por su destreza en
el manejo de las armas y creían tener grandes ventajas en cualquier

66
lucha individual, iban, venían, se exhibían por los paseos públicos, como
diciendo: «Somos los conspiradores», acumulando así el odio, la cólera
y la irritación.
La voz de París fué la que habló, el 22 de Mayo, en una carta de su
alcalde Petion al comandante de la guardia nacional. Expresaba en ella
el temor general de que se marchase el rey, e invitaba a aquél sin rodeos
a que observase, que vigilase y multiplicase las patrullas en los
alrededores (de las Tullerías, sin duda). El rey se quejó de ello
amargamente al siguiente día en una carta que el directorio del
departamento hizo fijar en las esquinas de París. Petion no negó nada y
replicó con energía. Aquella extraña guerra de palabra entre el rey y el
alcalde parecía el anuncio de una guerra real y efectiva.
A la Asamblea llegaban toda clase de delaciones. Hechos en sí
mismos insignificantes, aumentaban la alarma. Ya era una masa de
papeles quemados en Sevres (un folleto contra la reina). Ya era
Sombreuil, el gobernador de los Inválidos, que les había mandado que
cediesen por la noche sus puestos a las tropas de la guardia nacional o
de la guardia del rey en el caso de que se presentasen. El 28 de Mayo
propuso Carnot y decretó la Asamblea, que durante el peligro público
estuviese en sesión permanente, y en efecto, así estuvo cuatro días y
cuatro noches. El 29, Petión, en un informe a la Asamblea sobre la
situación de París, entre varias cosas tranquilizadoras, decía esta
alarmante: «Que la tranquilidad actual se parecía al silencio que sigue al
rayo.» Todo el mundo reconocía, sin embargo, que el rayo todavía no
había caído.
La Asamblea fué quien lo lanzó. El 29, pasando por alto sobre el
miedo de los asesinatos, se hizo presentar por Bazire un informe
acusador contra la guardia del rey, informe plagado de hechos terribles.
Entre otros, se aludía a la alegría impía, bárbara, que había manifestado
aquel cuerpo por el desastre de Mons, la esperanza de que Valenciennes
fuese tomado por los alemanes, y en quince días llegase el enemigo
hasta París. Una declaración notable es la de un caballero, el famoso
Murat, que al dejar de pertenecer a la guardia y presentar su dimisión
dijo que habían querido ganarle a fuerza de dinero y mandarle a
Coblenza.
El mismo día, 29 de Mayo, en la sesión de la noche, Guadet y
Vergniaud, con golpes repetidos martillaron sobre el yunque. Se veía
que el asunto traería consecuencias. La Asamblea decretó el
licenciamiento inmediato, ordenó que los puestos de las Tullerías se
entregasen otra vez a la guardia nacional, añadiendo que este decreto

67
sería válido sin necesidad de la sanción real. Se hizo una adición especial
para que fuera detenido el duque de Brissac, comandante de la guardia
del rey, a la que fanatizaba con sus frases violentas. Esta severidad con
Brissac se explica quizás, en parte, por la insolencia de un diputado, el
coronel Jacourt, que mientras se discutía, fué a amenazar a Chabot a su
mismo banco con darle cien palos. La Asamblea creyó que debía
imponerse a los militares y hacer pesar sobre ellos la espada de la ley.
La actitud amenazadora del pueblo y de las secciones, que fueron
a la barra a pedir que se constituyesen en sesión permanente, dio mucho
que pensar a los jefes del partido realista. No dijeron una palabra contra
el decreto. Abandonaron sus puestos y se quitaron el uniforme azul; pero
no lo hicieron para dar la partida por perdida; varios de ellos se vistieron
de rojo y continuaron paseando por París armados hasta los dientes con
el uniforme de los suizos.
En el momento en que la Gironda hería de este modo a la
monarquía, era ella misma a su vez atacada violentamente en los
Jacobinos. Robespierre hacía allí una fuerza desesperada para
arrebatarle la popularidad que ganaba con el licenciamiento de la
guardia real. El 27 pronunció una solemne acusación contra Brissot,
Condorcet, Guadet, Gensonné, etc. Les acusó de que daban empleos.
Les acusó de abandonar en todas partes la causa de los patriotas, la de
los soldados licenciados, la de los asesinos de Avignon, etc. Les acusó
de estar de acuerdo con los Fuldenses, con Narbonne, Lafayette y la
corte. Todo ello sazonado con esta mortífera, pérfida y aduladora
acusación: «Conocéis el arte de los tiranos que provocan a un pueblo
siempre justo y bueno a movimientos irregulares para inmolarle en
seguida y envilecerle en nombre de las leyes.»
Luego este penetrante saetazo. «¿Por qué habían hecho dar millón
y medio a los generales, y seis millones a Dumouriez con-relevación de
cuentas? De este modo hacía extensivas hábilmente a los Girondinos las
muy fundadas sospechas que inspiraba su equívoco asociado con todo
cuanto se refería al manejo de dinero. Ellos mismos participaban de
estas sospechas de tal modo, que la «relevación de cuentas» no
constaba en la redacción definitiva del decreto. Dumouriez armó por ello
tal ruido, gritó tanto, en nombre de su honor ultrajado, llegando hasta
ofrecer su dimisión, que la Asamblea no pudo negarse a volver a poner
en el decreto aquellas palabras en que tanto empeño demostraba.
Justa o no la acusación de Robespierre, fué tan bien acogida en los
Jacobinos, que consiguió el mismo día que suspendiera toda afiliación
nueva, es decir, que los Jacobinos no ampararían con su nombre las

68
numerosas sociedades de provincia que se constituían en aquel
momento bajo la bandera de la Gironda. Quería que los que viniesen de
nuevo permaneciesen en cuarentena, ó que, por el solo hecho de la
tardanza que la sociedad empleaba en admitirlos, se hicieran
sospechosos al pueblo de moderantismo y fuldenismo, vulnerables a los
tiros de la prensa Robespierrista, a las intencionadas acusaciones que en
ellos se combinaría y que se enviarían desde París.
La Gironda prestó cuerpo a estos ataques por una concesión que
se vio obligada a hacer a la oposición general de la guardia nacional de
París. Debía considerarla mucho en aquella ocasión en que no disponía
de ninguna otra fuerza para llevar a cabo el licenciamiento de la guardia
del rey; no estaban organizadas todavía las picas, ni tenía armas el
pueblo; la guardia nacional lo era todo. Simoneau, el alcalde de Etampes,
había sido asesinado al tratar de sofocar valientemente un motín
originado por una cuestión de cereales; su muerte fué motivo para que
manifestasen un gran entusiasmo todos aquellos que sufrían con las
turbulencias y querían el mantenimiento de las leyes. Se le votaron
honras fúnebres; Brissot lo hizo en pro: Robespierre en contra. Se dijo
que Simoneau era un acaparador que había merecido la muerte. Aquella
fiesta de la ley, así llamada, fué puesta en oposición a la fiesta de la
libertad celebrada en Abril por los soldados de Chatevieux. Recordada y
repetida en todas las acusaciones, se llegó a hacer de ella un crimen
horrible con que se abrumaba a la Gironda.
El ministerio mixto constituido por la Gironda y Dumouriez se
había desorganizado por consecuencia del desastre de Flandes que
recayó sobre Dumouriez y le costó un hombre, el ministro de la guerra,
al que no pudo defender bastante. En su lugar se vio precisado a admitir
un ministro Girondino, el coronel Servan, militar filósofo, exgobernador
de los pajes, escritor sabio, estimado, el hombre de confianza de
madama Roland, que no se movía de casa de ésta. El público, que a toda
costa quería que tuviese un amante, se empeñaba en que entonces lo
era Servan; lo mismo sucedió con todos los hombres que recibieron el
impulso del corazón viril y político de aquella mujer, mejor podíamos
decir: de aquel verdadero jefe de partido. Mereció este nombre en el
momento cuya historia referimos. Se distinguió no tan solo por el estilo
y la forma elocuente, sino por la iniciativa. Suyas fueron las de las dos
medidas que debían quebrantar el trono.
El consejo, neutralizado por Dumouriez, no adelantaba nada ni
hacía nada. La Asamblea, excepción hecha del licenciamiento de la
guardia, iba (que se me permita la frase), iba brissolando y no hacía

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nada. Y la guerra había empezado revelando la lastimosa organización
del interior; la guerra continuaba administrada por los empleados del
antiguo régimen, por los enemigos de la guerra. ¿Por qué no avanzaba
el enemigo y quién lo impedía? No podía adivinarse. ¿El enemigo?
estaba en París. Aquella guardia, licenciada, por más que hubiese
cambiado de uniforme, estaba allí, con sus armas, en disposición de dar
un golpe; por lo menos podía, si el enemigo entraba en Francia y se
dirigía a París, darle la mano, esperarle y ayudarle, de suerte que el día
decisivo nuestros defensores verían el enemigo, delante y detrás no
verían más que enemigos.
Una carta, una hoja de papel lo deshizo todo. Servan, bajo la
inspiración audaz de madama Roland, y quizás bajo su dictado,
olvidando que era ministro y no acornándose más que de los peligros de
la patria, escribió a la Asamblea proponiéndola que se estableciese aquí,
con ocasión del 14 de Julio, un campamento de veinte mil voluntarios;
se conocía su entusiasmo y su patriotismo. Aquel pequeño ejército de
ardientes ciudadanos, establecidos en París, neutralizaría las fuerzas
irregulares y secretas que tenía allí la corte. Serían una amenaza
suspendida sobre ella, una espada desenvainada sobre la cabeza de los
restauradores intrigantes o caballerescos de la monarquía, los
Dumouriez y los Lafayette.
Aquí es donde se ve brillar todo lo absurdo de la calumnia tan
repetida por Robespierre sobre la supuesta alianza de Lafayette y de los
Girondinos. ¿De quién parte la proposición que debía hacer imposibles
las reacciones monárquicas y militares de Lafayette? ¿De quién? De
madama Roland, es decir, del verdadero genio indiscutible de la
Gironda.
Dumouriez se sintió herido por aquel golpe imprevisto y confiesa
que en el primer consejo su emoción fué tan viva y la disputa tan fuerte,
que, a no ser por la presencia del rey, hubiera terminado el consejo de
una manera sangrienta. «¿Y si Servan, dijo Clavieres (el ministro
girondino de Hacienda) para conciliarlo todo, retirase su moción? —Las
consecuencias hubieran sido terribles para el rey y para Dumouriez. Este
comprendió el lazo que se le tendía y rechazó la oferta, con furor,
diciendo que, al retroceder así, se excitaba más el ardor de la Asamblea,
que se amotinaba al pueblo, que en lugar de veinte mil hombres
vendrían cuarenta mil, sin necesidad de decreto, para derribarlo todo; y
que él sabía bien el medio de evitar el peligro. Su idea era librar a París
poco a poco de aquellos con pretexto de las necesidades de la guerra,
obligándoles a que se dirigieran a Soissons.

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A Robespierre no le gustó el decreto mucho más que a Dumouriez.
La grande y generosa iniciativa que tomaba la Gironda al llamar allí sin
temor aquella gente escogida y entusiasta de la Francia armada,
mortificaba su corazón. Su temor, su hiel y su envidia se desbordaron
ampliamente en su periódico y en los Jacobinos. Pero con ello dio
ocasión a los hijos predilectos de la Gironda, como Girey-Dupré y
Loubet, para que hicieran notar el acuerdo perfecto que existía siempre
desde hacía algún tiempo entre las opiniones de Robespierre y las de la
corte, sobre la guerra, por ejemplo y sobre el campamento de los veinte
mil hombres.
Como consecuencia insinuaban maliciosa y pérfidamente que
aquel Catón no estaba limpio, que, bajo mano, quizá, y por caminos
misteriosos, podía muy bien existir algún pasaje secreto desde las
Tullerías a los Jacobinos y que el comité austríaco podía tener muy bien
un órgano en la tres veces santa tribuna de la calle de Saint-Honoré.
La cuestión de los veinte mil hombres era de circunstancias,
accidental, exterior. La cuestión interior magna era la del clero.
En espera de la Vendée, el clero hacía ya a la Revolución una
guerra suficiente para hacerla morir de hambre. Había añadido al Credo
un nuevo artículo: «El que pague la contribución está condenado.»
Ningún artículo de fe encontraba al aldeano mejor dispuesto; con esta
sencilla frase, hábilmente divulgada, el cura, sin moverse, paralizaba la
acción del gobierno, cortaba el nervio de la guerra y entregaba la Francia
al enemigo.
Nada igualaba a su audacia. En plena Revolución, la antigua
jurisdicción eclesiástica reclamaba su independencia, obraba como
soberana. Un cura del barrio de San Antonio se había casado; ninguna
ley se lo prohibía, la Asamblea así lo había reconocido. Sin embargo, fue
denunciado y perseguido por los superiores eclesiásticos.
La fuerza de la contrarrevolución, nunca lo diremos bastante,
estaba en los curas. Decir que se podía apartar el obstáculo es no tener
ninguna idea de la situación. El clero se había puesto en todas partes
enfrente de la Revolución para impedirla el paso; llegaba con la fuerza
de una impulsión inmensa, con alguna velocidad acumulada por el
obstáculo y por los siglos, iba a chocar con aquella barra, rompiéndola
o rompiéndose.
El más dulce, el más humano de los hombres de la Gironda,
Vergniaud, solicitó un decreto para la deportación de los curas rebeldes.
Roland presentó en Abril los acuerdos ya tomados contra ellos por
cuarenta y dos departamentos. El 27 de Mayo se acordó la urgencia del

71
decreto. «La deportación se llevará a efecto dentro de un mes, fuera del
reino si la solicitan veinte ciudadanos activos y es aprobada por el
distrito y pronunciada por el departamento. El deportado cobrará tres
libras diarias por gastos de viaje basta la frontera.»
La sanción de este decreto era la verdadera piedra de toque que
iba a servir para juzgar al rey.
Si le sancionaba, quitaba evidentemente su apoyo moral a aquella
grande conspiración del clero que cubría la Francia. Si se negaba a
sancionarlo, continuaba siendo el centro de acción, el jefe el verdadero
general de la contrarrevolución.
No era, como se ha dicho tantas veces, una simple cuestión de
conciencia, la de un individuo, sin responsabilidad que hubiera de
consultarse consigo mismo. Era el primer magistrado del pueblo que
continuaba o dejaba de ser el jefe de una conspiración permanente
contra el pueblo. Si su conciencia le ordenaba la ruina y la muerte del
pueblo, su deber era abdicar.
Los Fuldenses, hechos realistas y privados del buen sentido por el
exceso de la irritación, no contribuyeron poco a alentar su insensata
resistencia. Defendían el fanatismo en nombre de la filosofía; era, decían
ellos, asunto de tolerancia, de libertad religiosa—tolerancia de
conspiradores y libertad de asesinos. —La sangre corría ya en varias
provincias, especialmente en Alsacia. Simón, de Strasburgo, afirma que
habían sido degollados ya más de cincuenta curas constitucionales,
saqueadas las casas de sesenta, devastados sus campos etc., etc....
La obstinada negativa del rey a abandonar al clero enemigo de la
Constitución, el apoyo tácito que prestaba a los curas rebeldes para que
resistieran y persiguieran a los curas sometidos, equivalía a un
perseverante llamamiento a la guerra civil. Podía decirse que tenía su
bandera en las Tullerías, visible para toda la Francia.
El rey, a pesar de estar cautivo, veía todavía a su alrededor grandes
fuerzas materiales. Creía contar con dos ejércitos: los Realistas
concentrados en París, donde había, según se decía, hasta doce mil
caballeros de San Luis; además la guardia constitucional, que, sin
embargo, de estar licenciada, cobraba tranquilamente sus pagas y
estaba dispuesta a obrar. El otro ejército eran los Fuldenses, muy
numeroso en la guardia nacional, y que tenía todos los oficiales y
muchos soldados en el campo de Lafayette. Bastaba, decían, que hiciese
el rey la señal para que llegase Lafayette.
La insolencia de los Fayettistas y la viva oposición de este partido
y de la Gironda, a los que se acusaba de que estaban unidos, surgió en

72
una visita que dos ayudantes de campo de Lafayette hicieron a Roland,
sin objeto, sin pretexto aparente, como si solo hubieran querido ver al
ministro para buscar una ocasión de armarle una querella. Le dijeron lo
que ya habían dicho en los cafés y en todas partes, que era preciso
aumentar las tropas, que los soldados eran cobardes, etc. Roland tomó
a mal esta última frase, defendió al ejército, al honor de la nación, dijo
que debía acusarse a los oficiales antes que a los soldados; y escribió a
Lafayette los asertos infundados de sus ayudantes. Lafayette contestó,
como un verdadero marqués del antiguo régimen, que no habían podido
franquearse con un hombre «que nadie conocía, cuya existencia había
sido revelada por su nombramiento inserto en la Gaceta, que no creía
una sola palabra de su relación que odiaba las facciones y que
despreciaba a sus jefes.
Semejante lenguaje dirigido a un ministro no debía tomarse como
insulto individual; era un reto al ministerio, al partido gobernante, a la
Gironda, una declaración de guerra. Se podía conjeturar que el que
hablaba en tono tan soberbio a la Asamblea, aquel Cesar, iba de un
momento a otro a pasar el Rubicon. Los Fuldenses, antes de la batalla
obraban ya como vencedores. Uno de ellos, un representante en medio
de las Tullerías acometió a bastonazos al jacobino Grangeneuve, que era
muy débil y raquítico, incapaz de defenderse, y que permaneció
desmayado durante tres cuartos de hora. Aún continuaba golpeándole
aquel furioso, cuando Saint-Hururge y Barbaroux se arrojaron sobre él,
y a su vez les faltó poco para estrangularle.
Esperando a los Fuldenses, los realistas de París acababan de
hacer un pedido de seis mil armas blancas, que fué sorprendido por el
juez de paz de la sección de Bondy.
La tempestad amenazaba por doquier. Y la Gironda, que al parecer
dirigió la nave del Estado, no disponía del timón. Se daba aires de
omnipotente, y no podía nada, y excitaba la envidia, dando lugar a
Robespierre para que la demoliese diariamente.
Roland, ministro republicano de un rey que cada día se sentía más
fuera de su centro en las Tullerías, no había puesto los pies en aquel sitio
fatal, si no a condición de que un secretario nombrado ad hoc
expresamente escribiese diariamente, con toda extensión, las
deliberaciones y los acuerdos para que constasen, y en caso de perfidia
se pudiera en cada asunto, decidir y distinguir, señalando la parte de
responsabilidad que correspondía a cada cual.
No se cumplió la condición, pues el rey no la aceptó. Roland
entonces, adoptó dos recursos que le ponían á cubierto. Convencido de

73
que la publicidad es el alma de un Estado libre, publicó diariamente en
un periódico, El Termómetro, todo lo que tenía utilidad de las decisiones
del consejo; por otra parte, redactó, con la colaboración de su mujer una
carta franca, fuerte y enérgica, para dársela al rey, y más adelante quizás
al público, si el rey se burlaba de él.
Esta carta no era confidencial; no prometía de ningún modo el
secreto, a pesar de lo que se ha dicho. Se dirigía visiblemente a la Francia
tanto como al rey, y decía, en términos propios, que Roland no había
recurrido a este medio más que a falta del secretario y del registro que
hubiesen podido atestiguar en su lugar.
Fué entregada por Roland el 10 de Junio, el mismo día en que la
corte empleaba contra la Asamblea una nueva arma, una petición
amenazadora, en la que se decía pérfidamente, en nombre de ocho mil
supuestos guardias nacionales, que el llamamiento de los veinte mil
federados de los departamentos era un ultraje a la guardia nacional de
París.
El 11 o 12, envista de que el rey no hablaba de la carta, tomó Roland
el partido de leerla en voz alta en el consejo. Aquel documento
verdaderamente elocuente, es la suprema protesta de una lealtad
republicana, que sin embargo aún señala al rey la única manera de
salvarse. Hay en él palabras duras, nobles y tiernas, y esta que es
sublime:
«No, la patria no es una palabra, es un ser por el que se hacen
sacrificios, al que cada día se adhiere uno más por los cuidados que
ocasiona, que se ha creado con grandes esfuerzos, que se eleva en
medio de inquietudes, y que se ama tanto por lo que cuesta como por lo
que de él se espera...»
Siguen graves advertencias, profecías demasiado verídicas sobre
las probabilidades terribles de la resistencia, que obligará a la
Revolución a concluir con sangre.
Aquella carta obtuvo el mejor éxito que podía desear su autor. Fué
causa de su destitución. La reina, aconsejada por los Fuldenses, creyó
que podía arrojar del ministerio a la Gironda, al partido que predominaba
en la Asamblea, lo cual equivalía a prescindir dé la Asamblea y a
gobernar sin ella. Audacia extraña que se basaba en una suposición muy
gratuita, a saber: que podrían llegar a una avenencia Dumouriez y los
Fuldenses, conciliar a los dos generales enemigos de la Gironda,
Dumouriez y Lafayette, y con estas dos espadas romper las plumas de
los abogados.

74
Lo difícil era conseguir que, destituido Roland, continuasen Servan
y Clavieres, para soportar solos la indignación del público y de la
Asamblea. Se logró gracias a una mentira y a una treta pueril. El rey
engañó al ministro; el sencillo y el Cándido supo más que el intrigante;
dio a entender a Dumouriez que podría sancionar el decreto de los veinte
mil hombres, y el otro contra los curas, cuando le hubieran librado de
los ministros girondinos. Dumouriez, contando con esta promesa,
cometió la fea acción de destituir a sus colegas. En el mismo día fueron
felicitados por la Asamblea, que declaró habían merecido bien de la
patria.
Trató aquél de rehabilitarse con un golpe de audacia; en el mismo
momento fué a presentar a aquella Asamblea irritada y conmovida una
notable memoria sobre el estado real de nuestras fuerzas militares.
Aquélla memoria estaba en parte dirigida contra Servan, el último
ministro. Sin embargo, no habiendo estado Servan más que quince días
en el poder, era más bien contra Grave, y aun mejor contra Narbonne,
su predecesor, contra quien se dirigían los reproches.
El valor de Dumouriez y su buen continente, le realzaron mucho.
Sin embargo, no tenía más que un medio para durar, el obtener del rey
la sanción de los decretos.
Se había comprometido horriblemente, casi perdido, contando con
aquella esperanza. Pero precisamente porque la corte lo creía así, no se
preocupaba de disculparle. Los Fuldenses habían dicho a Dumouriez que
no tenía más que un camino, echarse en sus brazos firmando la negativa
de sanción, y que a ese precio le reconciliarían con Lafayette, que llegaba
expresamente para perseguirle. De este modo le creían cogido sin
remisión y preso en sus redes. El rey le habló con el tono imperativo y
majestuoso del rey antes del 89, ordenándole a él y a sus colegas que
autorizaran con sus rúbricas y sellos el veto. —Al otro día, Dumouriez y
sus colegas presentaron sus dimisiones. —El rey estaba muy agitado.
«Las acepto» dijo con aire sombrío. Su doblez no había producido
ningún resultado. El intrigante más intrépido no podía continuar. La
corte se hallaba al descubierto, desenmascarada ante el pueblo.

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CAPITULO V

El 20 de Junio. —Invasión de las Tullerías, el rey amenazado -

Peligro de la anarquía —Peligro de un golpe de Estado. — Lafayette escribe al rey que resista
(16 de Junio del 92. —Indecisión, variación de la Asamblea. —¿Quién preparó el 20 de Junio?
Parte que en él pudo tener Danton. —Discurso de un hombre del pueblo. —Robespierre
contrario al movimiento. —Conciliábulo en casa de Santerre. —La Asamblea parece que
autoriza el movimiento —Marcha inofensiva del pueblo —Los directores le obligan a forzar las
puertas del palacio — El rey sorprendido y amenazado. —Su fe y su valor. —Como divierte al
pueblo — Valerosa fiereza de la reina. —Petion en las Tullerías. —Ultima resistencia del rey. —
El pueblo se cansa y se retira.

Las dos fuerzas enemigas, la revolución y la corte, se hallaban


dispuestas a chocar, frente a frente.
El rey, al usar del veto su arma constitucional, al aceptar las
dimisiones de los ministros de la mayoría, había hecho salir el poder de
las manos de la Asamblea. La Asamblea era el único poder reconocido
en Francia; lo que la podían quitar no volvía al rey. Resultaba, pues, la
destrucción del poder y el advenimiento de la anarquía.
Surgía en todas partes por la nulidad y la inercia de las
autoridades, aun las más populares y nacidas de la elección. Un estado
de división, de dispersión horrible se iniciaba por doquier. Ninguna
acción del centro a las extremidades que uniese las partes al todo. Y en
cada una de las partes la división iba subdividiéndose. El gobierno
revolucionario que va a empezar y que con frecuencia es llamado el
entronizamiento de la anarquía, resultó, por el contrario, el medio
violento, horrible; pero al cabo el único medio de que la Francia se
librase de ella.
Aquella disolución se verificaba en presencia del peligro que
hubiera exigido la concentración más fuerte, ante una crisis de esas en
que todo ser, en peligro de muerte, se estrecha y se recoge, buscando
su unidad más fuerte.
El enemigo estaba allí enfrente, y vencedor ya, parecía que no se
dignaba entrar. Creía que no le quedaba nada que hacer, dado el
lamentable estado de la Francia. Permanecía en la frontera, mirando con
desprecio una nación abandonada, próxima a devorarse a sí misma.
Una cosa era evidente. La corte iba a dar un golpe. El asunto de
Nancy y el del Campo de Marte iban a reproducirse en grande escala.
Esta vez los realistas parecían dispuestos a dar la mano a los Fuldenses,
a los realistas constitucionales. Comenzaban a lamentar la enorme y
monstruosa falta que cometieron a fines del 91, sacrificando a los
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Fuldenses y a Lafayette, ayudando a los mismos Jacobinos, dándoles
fuerzas contra sus encarnizados enemigos; ¿realistas y realistas
constitucionales si se unían un momento, constituirían un partido
inmenso, bastante fuerte para vencer? No se sabía; pero con seguridad
sería bastante fuerte para comenzar en toda Francia una espantosa
guerra civil.
Las primeras medidas que hubiesen tenido que tomar habrían sido
terribles. La supresión del derecho de reunión; la supresión de los clubs,
sin el acuerdo de la Asamblea, por orden de una autoridad inferior; la
imposición a la Asamblea de tina fuerza militar, de la insurrección
armada.
Bien mirado la tentativa no era imposible; únicamente se hubiera
necesitado una decisión muy viva, un acto fuerte y homogéneo. La gran
fuerza militar de París, las sesenta mil bayonetas de la guardia nacional
estaba extremadamente dividida; una buena parte inerte; aun en la parte
activa había mucha irresolución. Siendo esto asila corte era dueña
ciertamente de la fuerza, teniendo los cinco o seis mil espadachines,
tiradores, nobles y guardia constitucional que realmente no había
licenciado y por otra parte la guardia suiza, tropa escogida y fiel,
compuesta de tres batallones de mil seiscientos hombres cada uno. Era
poco para contener a París, bastante para un golpe de fuerza, para
apoderarse, por ejemplo, en el mismo día y en la misma hora de los
cañones de las secciones, cerrar los Jacobinos, apoderarse de todos los
directores, alistar en la guardia nacional a todos los realistas y recibir en
París la caballería de Lafayette que en tres días llegaría de los Ardennes
a marchas forzadas.
La dificultad era la ausencia de decisión, la falta de unidad de
espíritu. Los realistas hubieran dado sin vacilación un golpe seco y
asesino; los Fuldenses y los Fayettistas habrían obrado a medias,
temiendo después de la anarquía matar la libertad. La corte, que conocía
demasiado los escrúpulos de aquel partido, dudaba en utilizarlo. Le
dejaba hablar, le mostraba como espantajo, no deseaba muy
sinceramente que obrase. Triunfar gracias a Lafayette hubiera sido para
la reina una amarga derrota. Hubiera pensado entonces que la
revolución, moderada, tenía probabilidades de durar, mientras que se
hacía la ilusión de creer que los Jacobinos, después de todo, tendrían, a
causa de su mismo furor, el mérito de cansar a la Francia, impulsando la
revolución a su término, agotando la fatalidad.

77
El 12 de Junio comenzó el ataque el Directorio de París por una
carta a Roland, ministro del Interior. Invocaba las leyes que podían
autorizar el cierre de los Jacobinos.
El 16 de Junio, desde el campamento de Maubeuge, enterado
Lafayette de la destitución de los tres ministros girondinos y de la actitud
de Dumouriez, adoptó la resolución decisiva de escribir a la Asamblea
una carta severa, violenta y amenazadora, como la que hubiera podido
escribir César al Senado de Roma, al regreso de Farsalia. Empezaba con
una reproducción de la carta del Directorio de París contra los Jacobinos.
Luego seguían consejos a la Asamblea, o mejor dicho condiciones
impuestas con la espada en la mano; la condición de que se respetase la
monarquía, la libertad religiosa, etc.; una comparación extraña entre
París y el ejército, uno tan loco, otro tan prudente: «Aquí son respetadas
las leyes, la propiedad sagrada, aquí son desconocidas las calumnias, las
facciones, etc., etc.» Una frase muy grave y censurable para aumentar el
descontento del ejército y afilar la espada de la insurrección: «El valeroso
y perseverante patriotismo de un ejército, sacrificado quizás á
combinaciones contra su jefe.»
Y temiendo que esta carta no fuese bastante clara, envió otra al rey
para animarle a la resistencia contra la Asamblea: «Persistid, señor,
fuerte con la autoridad que os ha delegado la voluntad nacional...
Encontraréis a todos los buenos franceses agrupados alrededor de
vuestro trono, etc., etc.»
Nada puede igualar a la estupefacción de la Asamblea cuando leyó
aquel documento sorprendente. Pero el efecto que produjo fué aún más
inesperado.
La Asamblea se había cobijado basta entonces bajo la bandera de
la Gironda. La audacia de Lafayette cambió todo esto de pronto. Después
de un momento de silencio se oyeron aplausos, mucho más numerosos
de lo que podía esperarse de los doscientos cincuenta Fuldenses; una
gran masa de indecisos resultó que cambió de opinión. Bien se conoció
en la votación. Una mayoría enorme acordó que se imprimiera.
Faltaba votar la segunda cuestión, el envío a los departamentos.
Si ocurría semejante cosa, estaba perdida la Gironda, la Asamblea era
fayettista, la Francia pertenecía a los Fuldenses.
Indudablemente el partido que trataba de eludir la cuestión
pasando a la orden del día estaba en minoría.
Vergniaud pidió la palabra y planteó muy bien la cuestión. No se
trataba de consejos dirigidos a la Asamblea, en forma de petición, por
un simple ciudadano, sino por un general del ejército al frente de sus

78
tropas. ¿Y los consejos de un general que otra cosa son más que leyes
que impone?
Aquellas palabras tan sensatas no producían efecto. Admírese el
ingenio de los diputados. Por sorpresa, valiéndose de un pretexto cogido
al vuelo, por una aserción evidentemente sin fundamento, Guadet hizo
que vacilasen los indecisos y comenzó a impulsar la opinión en sentido
contrario: «¿La carta es realmente de Lafayette? No, es imposible. Si la
firma es la suya, es que la envió en blanco y se ha escrito aquí. Habla el
16 de Junio de la dimisión de Dumouriez, cuando aún no la había
presentado y no podía por consiguiente conocerla.»
Esto contuvo a la Asamblea. Pero no hay ni una sola palabra en la
carta de Lafayette que indique su conocimiento de la dimisión de
Dumouriez.
Entonces Guadet, echándolo todo a barato, consigue distraerla
atención, lanza una frase provocativa que ocasiona una discusión, aplaza
la
votación y consigue ganar tiempo: «Cuando Cromwell osaba hablar de
esa manera...» (Grandes gritos.) «¡Eso es abominable! etc., etc.»
El tumulto va en aumento. Pasada la primera impresión, la
Asamblea, sin darse cuenta de ello, vuelve a ser lo que era. Bajo la
influencia de la Gironda vota que la carta vuelva a examen de la comisión
de los doce y en cuanto a la proposición de que sea enviada a los
departamentos, que no ha lugar a deliberar.
La Gironda que había visto el precipicio tan cerca, no tranquilizada,
pero si advertida, consintió desde entonces, según todos los indicios, en
la idea de un nuevo 6 de Octubre, que fué el 20 de Junio.
El 20 de Junio y el 10 de Agosto, fueron remedios extremos sin los
cuales la Francia perecía de seguro.
El 20 de Junio la salvó de Lafayette y de los Fuldenses que ciegos
y engañados, iban a herir a la Revolución a la cual amaban, y realzar, sin
querer, el poder absoluto.
El 10 de Agosto, derribando el trono, quitó a la invasión el puesto
que en medio de nosotros tenía, su fuerte de las Tullerías, que ya
ocupaba. De haberlo conservado toda la existencia nacional se hacía
imposible.
El 20 de Junio advirtió al incorregible rey del antiguo régimen, al
rey de los clérigos.
El 10 de Agosto derribó al amigo del extranjero, al amigo del
enemigo.

79
No son estos actos accidentales, artificiales, resultado de las
simples maquinaciones de un partido. Desde el principio de este libro, al
marcar el primer arranque de la guerra, hemos visto venir de lejos estos
dos grandes acontecimientos de la guerra interior, que le dejan a la
Francia libre los brazos y la permiten hacer frente al enemigo de fuera, a
la Europa conjurada. Cuando llegó el momento el buen sentido del
pueblo, el instinto de conservación, la necesidad de la situación,
decidieron de pronto el suceso.
Las influencias individuales pesaron poco el 20 de Junio, pero aun
pesaron menos, a nuestro entender el 10 de Agosto. En la primera
conmoción todavía pudieron influir algo los hombres; pero una vez dado
el impulso, habiendo tomado su necesario curso el terrible crescendo de
la cólera nacional, llegó el 10 de Agosto, fatal, rápido, en línea recta,
disparado como una bala.
No hay que exagerar la parte escasa que pudo haber tenido el
duque de Orleans en el 20 de Junio. ¿Estuvo mezclado en el su hombre,
Sillery? Así se ha dicho; y en mi concepto con error. ¿Corrió su dinero?
No es inverosímil. Acababa el duque de hacer un ensayo de
aproximación a la corte y había sido rechazado, insultado. Puede ser que
Santerre y algunos otros cabezas de motín se gastasen algún dinero en
bebidas y en víveres en los figones que como siempre fueron los focos
de la insurrección.
También se ha tenido la idea de que Marat y Robespierre habían
concurrido a los conciliábulos preparatorios de la insurrección. Pero, en
primer lugar, fuera del 31 de Mayo, nunca estos dos hombres
procedieron unidos. Marat estimaba y despreciaba á Robespierre como
un parlanchín, un pobre hombre, muy lejos de la altura de audacia que
caracteriza al grande Hombre de estado, y sin comprender una palabra
de los dos remedios heroicos: la cuerda y el puñal.
Desde luego Marat no intervino en el 20 de Junio. No se descubre
allí su mano sanguinaria. Robespierre no sólo no ayudó, si no que fue
totalmente opuesto, pues no era partidario de estos grandes
movimientos. Era un hombre hecho de una sola pieza y no había que
sacarle de su táctica jacobina, ni de sus costumbres. Acicalado, rizado,
empolvado, era incapaz de comprometer en aquellas asonadas y ni aun
en la ruda sociedad que las producía, la economía de su persona.
Ni la Gironda, ni los Jacobinos, intervinieron.
La primera ayudó con sus votos. Petion con su connivencia y aun
algo menos de lo que se ha dicho.

80
Los Jacobinos se hallaban muy divididos: la gran mayoría era,
como Robespierre, contraria al movimiento.
Esta división de los Jacobinos era quizás el mayor obstáculo. El
movimiento natural y espontáneo del pueblo estaba por ello
comprometido, pues era natural que vacilase ante la incertidumbre de la
gran sociedad y ante la enorme autoridad de Robespierre. Allí se notaba
la necesidad de una intervención individual del arte y del genio, para que
entre tales obstáculos no abortase el movimiento, sino que siguiese su
curso natural, y para que el alma del pueblo no permaneciese muda y
comprimida por respeto a sus falsos sabios.
No se había olvidado la célebre frase de Vergniaud: «muchas veces
ha salido el terror de este funesto palacio: que entre ahora en él, en
nombre de la ley...» Vergniaud lo dijo, pero si alguien lo hizo, o por lo
menos contribuyó a hacerlo, no fué en mi concepto otro sino Danton.
Entre todos los hombres de la Revolución él fué quien tuvo el verdadero
genio práctico de ella, la fuerza y la sustancia, la que le caracterizó
fundamentalmente: ¿el qué? La acción, como ha dicho no sé quién. ¿Qué
más? La acción. Y como tercer elemento, la acción.
Hasta aquí le hemos visto reservándose siempre hábilmente, hacer
en los momentos difíciles el maravilloso juego de encontrarse el más
enérgico sin tomar no obstante ninguna iniciativa temeraria. En los
clubs, enfrente de la táctica y la desconfianza jacobina, y aun en los
Franciscanos donde él se encontraba, por decirlo así, en su casa,
aventuraba poco, no tenía confianza completa, contenía la mayor parte
de su audacia; había allí poco espacio, no respiraba lo bastante; las más
extensas naves eran insuficientes para su voz, faltábale aire a su
anchuroso pecho. Necesitaba ese club, ese salón, esa bóveda que se
extiende desde la Barrera del Trono a la Grève, y desde allí a las Tuberías,
y para hacer acompañamiento a su voz, el cañón, el toque de rebato.
Cosa graciosa; la reina había sido quien le había colocado en el
Hotel de Ville. Ya hemos dicho que ella fué quien, en odio a Lafayette,
hizo que los realistas votasen a Petion, cuando las elecciones
municipales: el triunfo de éste produjo como consecuencia el de Manuel
y Danton hecho sustituto del procurador del común, vino a recibir por
decirlo, de mano de los realistas las armas con que había de combatir a
la realeza. La comuna de París fué desde entonces la máquina, la pieza
de artillería que él manejó, sin dar todavía la cara. En el gran consejo de
la comuna, en el consejo municipal, contaba con una minoría muy
ardiente que podía servirle de ayuda.

81
No era posible esperar a los veinte mil federados del 14 de Julio:
el peligro era inminente. La espada de Lafayette estaba pendiente sobre
París, que además tenía clavado en los riñones el puñal realista. En los
Jacobinos se discutía todos los días sobre las personas; nadie se
acordaba de las cosas ni de las realidades. Robespierre empapaba todas
las resoluciones en un torrente de agua tibia. Su manía era impedir la
llegada de los veinte mil, y empujar a la Asamblea a la revocación de su
decreto, lo cual era volver a la vaina el acero.
No había que pensar en combatir a Robespierre en los Jacobinos.
Danton se hubiese estrellado. Había que neutralizarle de una manera
indirecta. Era necesario conmover la sociedad, hacerla salir de su
prudencia casera, soliviantarla con la tonante voz del pueblo, de suerte
que, si valiéndose de la espada de Lafayette intentasen un golpe de
Estado los Fuldenses y la corte, se pudiese responder en el instante
mismo con un gran movimiento de París, sin que los Jacobinos hiciesen
la contra. Contra el general, contra el ejército que tal vez llevase en pos,
era necesario el ejército popular.
Danton, en quien rebosaba una vida poderosa, en quien toda vida
vibraba, tuvo siempre bajo su mano un vasto teclado de hombres que
manejaba a su antojo hombres de letras, hombres de acción, fanáticos,
intrigantes, algunas veces hasta héroes: la escala inmensa y variada de
las buenas y las malas pasiones. Como aquel intrépido fundidor que para
limar el metal en fusión arrojaba mezclados los platos y las fuentes, los
vasos innobles y sucios, que, fundidos en un mismo crisol y a un mismo
tiempo, produjeron por igual un dios, del mismo modo el gran artista de
la Revolución tomaba de todas partes los elementos puros é impuros,
los buenos y los malvados, las virtudes y los vicios, y vertiéndolos juntos
en las profundas matrices, hizo surgir la estatua de la libertad.
Tenía a su disposición a Camilo Desmoulins, el Voltaire de la
Revolución, y no lo utilizó. Manejaba también a un artista admirable, el
autor de Philinta, Fabre d'Eglantine, y no se sirvió de él. Prefería lanzar
agentes anónimos. En aquellas circunstancias, todo desconocido tenía
sobre todo hombre conocido una inmensa ventaja: se llamaba el Pueblo.
¿La escena que vamos a referir fué obra de Danton para embarazar
a los Jacobinos, o fué un hecho espontáneo, una inspiración
verdaderamente popular? No intentaré decidirlo.
El 4 de Junio, el día mismo en que los Fuldenses se habían arrojado
a pedir la acusación de Petion, un hombre de chupa, del barrio de San
Antonio, se presenta en los Jacobinos y arrebató al concurso con una
oración admirable. No esa vana palabrería que la sociedad está

82
acostumbrada a oír todos los días: un discurso rudo, atrevido,
profundamente calculado, prodigiosamente audaz... Allí se ve la
sencillez del genio: no es posible negarlo.
Aquel desconocido, fuerte en su traje de obrero y con sus manos
callosas, habló como el aldeano del Danubio al Senado jacobino; le dijo
las verdades. Para hacer tragar la píldora, descargaba también golpes
sobre todo lo demás, hombres y partidos; Fuldenses, Girón da, etc. He
aquí en síntesis sus palabras: «Ya lo veis, dijo: Soy un hombre de chupa;
pues bien; yo me atrevo a reunir todavía diez mil hombres... He de
advertiros, señores, que os ocupáis demasiado en personalidades.
Siempre estáis agitados por disputas de amor propio, en tanto que la
patria reclama vuestra atención... Yo mismo iré el domingo a presentar
petición a la Asamblea nacional; y si no encuentro Jacobinos que me
acompañen, no importa, la leeré yo solo... Aunque no llevemos calzones,
no nos faltan sentimientos... Con Juan Jacobo Rousseau, os diré que la
soberanía del pueblo es inalterable. Sostendremos a los representantes
mientras cumplan con su deber: si faltan a él ya veremos lo que nos toca
hacer. ¡Y yo mismo, también soy miembro del soberano!» (Grandes
aplausos.)
De esta manera fué proclamado, en el seno mismo de los amigos
de la Constitución, el derecho a destruirla, el imprescriptible derecho del
pueblo de recobrar, en caso de necesidad, su soberanía por medio de la
insurrección.
No era aquella, de ningún modo, la tradición jacobina. El 13 de
Junio, cuando salieron del ministerio Roland y los Girondinos,
Robespierre, temiendo algún movimiento, habló largamente aquella
noche para impedir que se ocupasen demasiado del ministerio caído. Y
dijo que «era preciso cortar las insurrecciones parciales, que no hacen
más que enervar la cosa pública.»
«Juntémonos alrededor de la Constitución... Ninguna otra medida
ha de adoptar la Asamblea más que la de sostener la Constitución... Si
tocamos a ella, otros vendrán diciendo: el mismo derecho tenemos
nosotros a modificar la Constitución...»
Jamás estuvo más pesado, más ajeno a la situación. En aquel
terrible peligro del exterior y del interior, cuando la Francia perecía
precisamente por el uso que el rey hacía de la Constitución, predicarla,
recomendarla, era por lo menos una torpeza.
Aquella nulidad en un momento tan solemne hubiese matado y
enterrado á Robespierre si no hubiera sido el jefe y la esperanza de una
pandilla, determinada a apoyarle a pesar de todo, si no hubiera sido

83
aceptado desde largo tiempo como pedagogo y maestro de escuela,
regente de los Jacobinos.
Danton dijo de él una frase muy vulgar, pero muy grave, y que
caracteriza vigorosamente su incapacidad para cualquier cosa práctica,
de ejecución inmediata: «¡Ese b.… no es capaz de cocer un huevo!»
Robespierre concluyó tristemente con estas palabras, en verdad
demasiado prudentes, que debían cubrirle y salvarle sucediera lo que
sucediese: «Que conste que me he opuesto a todas las medidas
contrarias a la Constitución.»
Danton se guardó muy bien de contestar a aquella homilía. Pidió
que se aplazase la discusión basta el día siguiente: «Mañana, dijo, me
comprometo a llevar el terror a una corte perversa.» Al día siguiente se
contentó con reproducir poco más o menos lo que ya había sido dicho
por uno de sus amigos, Lacroix: Que era preciso destituir a los generales,
renovar los cuerpos electorales, vender los "bienes de los emigrados,
interesar a las masas en la Revolución, haciendo pesar casi todos los
impuestos sobre los ricos. Dijo que era necesario que fuese repudiada la
reina y despedida con consideración y seguridad. Añadió: «Que una ley
de Roma, hecha después de Tarquino, permitía que se matase sin
juzgarle a cualquiera que hablase contra las leyes.» Y otras muchas
cosas vagas y violentas que podían distraer la atención y dar gusto a los
Jacobinos sin revelar ningún proyecto de actualidad.
El 14, sin embargo, Legendre, hombre de pasiones sencillas,
sincero y colérico, al que Danton manejaba a su antojo, fué al barrio de
San Antonio para ponerse de acuerdo con el hombre influyente del
barrio, el cervecero Santerre. Este, de raza alemana, grande, gordo y
pesado, una especie de Goliath, sin ingenio ni talento (como lo demostró
en la Vendee), tenía lo que conmueve a las masas, apariencias de valor,
de buen corazón y de hombría de bien. Era rico, repartía pródigamente,
de lo suyo sin duda, pero también, puede creerse sin trabajo, el dinero
que el partido orleanista o el que fuera, quería distribuir. Comandante
del batallón de los Quinze- Vingts podía disponer del barrio; era muy
estimado. Daba apretones de manos a todo el mundo; ¡pero qué
apretones! Cervecero rico, oficial superior con grandes charreteras,
yendo y viniendo por el barrio sobre su gran caballo, no se mostraba sin
embargo orgulloso con la gente pobre. Era un patriota famoso y con una
voz que podía oírse desde la barrera del Trono hasta la puerta de San
Antonio.
El honorable cervecero iba casi siempre acompañado de buen
número de pobres diablos, vencedores de la Bastilla, a los que daba de

84
comer y de beber; y de otros menos honorables, oradores de plazuela,
de los que se valía para promover asonadas; por ejemplo, un joven
joyero holgazán, que a fuerza de hablar, de chillar y de audacia, llegó a
general para desgracia de la República, el inepto general Rossignol,
conocido en la Vendee por sus tonterías como perseguidor de Marceau
y de Kleber.
Estos eran los compañeros de Santerre. Veamos los que se unían
a estos, los que desde el 14 al 20 se reunían en su trastienda llevados por
Legendre desde el barrio de San Guzmán o de otros barrios. Los
Franciscanos estaban en gran número.
Había desde luego cabezas de motín, hombres singulares que se
hallaban indefectiblemente en todas partes donde había ruido, que se
distinguían o por la potencia de su voz o por algún defecto físico o por
cualquier ridiculez, que divertía a la muchedumbre y servía de bandera.
Entre ellos un aullador admirable, Saint-Hurugue, un marido
célebre, encerrado antes del 89 por los poderosos amigos de su mujer,
y que iba gritando que vengaría sus desdichas conyugales hasta la
extinción de la monarquía. Grande y gordo, armado de un enorme
bastón, en los motines disfrazado a veces como los mozos de cuerda del
mercado, Mr. de Saint-Hurugue daba miedo a la canalla misma.
Había también un jorobado terrible (siempre se han distinguido en
la Revolución) el abogado de Marat, Cuirette Verrieres. Ya hemos visto a
caballo, el 6 de Octubre y el 16 de Julio a este polichinela sanguinario.
Verrieres, hablador intrépido, no fué superado más que una sola vez: fué
en una causa en que la parte contraria ideó que informase contra él un
abogado con mayor joroba que la suya.
Un hombrecillo, Mouchet, negro, cojo, patizambo, especie de
Diablo cojuelo, que divertía con su actividad, sin ser del complot, se agitó
mucho el 20 de Junio. Era juez de paz en el Marais, oficial municipal y
ceñía banda. El jefe natural del barrio debiera haber sido el héroe del
club de los Mínimos, la contrafigura de Danton, el pequeño y furioso
Tallien, pero se hubiera significado demasiado Danton.
Un tartamudo ingenioso, anglo-italiano, Rotondo con las costillas
aun doloridas por los golpes que había recibido en Julio del 91, pensaba
desquitarse en Junio del 92.
Y juntamente con estos habladores, había un hombre que no
hablaba, pero que mataba: el auvernés Fournier, conocido por el
Americano.
El director del barrio Saint-Marceau, que iba por la noche a casa de
Santerre, era un tal Mr. Alexandre, comandante de la guardia nacional.

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De allí iba también un hombre de acción, elegante y fatuo, que no
habiéndose distinguido arriba se lanzaba abajo en brazos del pueblo el
polaco Lazouski. Era capitán de los artilleros de Saint-Marcelo.
Creeré que del barrio de Saint-Jacques, iba a casa de Santerre un
artista extraordinariamente exaltado y apasionado, Sergent, que tuvo la
gloria de ser cuñado de uno de nuestros héroes más puros, Marceau, y
que tuvo también la desgracia, la infamia (inmerecida, a mi juicio) de
haber organizado la matanza de Septiembre.
El 16 se propuso el asunto por el polaco Lazouski. Era ministro del
consejo general de la comuna. Anunció en el consejo que, el miércoles
20 de Junio, los dos barrios presentarían peticiones a la Asamblea y al
rey, y plantarían en la terraza de los Fuldenses el árbol de la libertad en
memoria del Juego de Pelota y del 20 de Junio del 89. Como el consejo
denegase la autorización, declararon los peticionarios que prescindirían
de ella, que la Asamblea recibía bien a los peticionarios del otro partido
(y en realidad el mismo día 19 recibió a todo un batallón) y que no podía
dejar de recibirlos bien a ellos.
Se decía que el rey acogería la solicitud presentada solamente por
veinte personas. Chabot fué por la noche a las secciones del barrio de
San Antonio y les dijo: «que la Asamblea les esperaría mañana sin falta
con los brazos abiertos.»
En realidad, aquella misma noche había recibido la Asamblea una
moción fulminante de los marselleses: «Sobre el despertar del pueblo,
de aquel león generoso que iba por fin a salir de su marasmo.» Había
ordenado que esta demanda se enviase a los departamentos, y con este
favor parecía que autorizaba el movimiento del siguiente día.
Todo el mundo se prometía asistir como a una fiesta. Algunos, más
prudentes, se preguntaban: «¿Pero y si disparan contra nosotros?» Los
demás se burlaban de ellos: «¿Y por qué? contestaban; allí estará
Petion.»
El Directorio de París (Larochefoucauld, Talleyrand, Roederer,
etcétera) prohibía la reunión y para impedirla acudía a la guardia
nacional. Petion, mejor instruido, sabía que la misma guardia nacional
en los barrios constituiría una buena parte de la reunión. Impedirla era
imposible, pero podía regularizarla, hacerla pacífica llamando a filas a la
guardia nacional en masa y haciéndola que tomase parte en el
movimiento. Esto es lo que propusieron el 19 a media noche los
administradores de la policía. Convocado el Directorio en el mismo
instante, se negó, no queriendo a ningún precio legitimar una reunión
ilegal. Pero no tenía ninguna fuerza para hacer respetar aquella negativa.

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Varias secciones no hicieron caso y autorizaron a los comandantes
de batallón para que condujesen a sus gentes. Por otra parte, el
comandante general reunió y colocó varios batallones en el Carrousel y
en las Tullerías, de suerte que la guardia nacional corría peligro de
chocar con la guardia nacional, renovando la terrible escena del Campo
de Marte. Esto es lo que temía Petion y lo que quiso evitar a toda costa.
En Junio amanece muy temprano. Desde las cinco de la mañana
eran muy considerables los grupos en los dos barrios. Los municipales,
con sus bandas les arengaban en vano. Aquella multitud, mal armada
con sables, picas y palos, compuesta de hombres, mujeres y niños, no
se presentaba en manera alguna hostil ni violenta. Así lo afirman
expresamente infinidad de testigos. Por regla general habían tomado las
armas y los cañones por prudencia y para su seguridad, por miedo,
según decían, de que hicieran fuego contra ellos. Temían que hubiera
alguna asechanza en las Tullerías, alguna emboscada revelada de pronto
en aquel antro de la monarquía. «No queremos hacer daño a nadie,
decían a los municipales; no hacemos una asonada, queremos
únicamente presentar una petición como han hecho los otros. A ellos les
han acogido bien; ¿por qué excluirnos a nosotros?» Luego todos
hombres y mujeres les rodeaban y les decían cordialmente: «Vamos,
señores, venid con nosotros, colocaos a nuestra cabeza.»
La columna principal, salida de los Quinze- Vingts, con el álamo
que se debía plantar, llevaba al frente una tropa de inválidos, por jefe a
Santerre y a un mozo de cuerda del mercado (ya sabemos que era Saint-
Huruge.)
Cuando llegaron a la plaza de Vendôme y atravesaron la calle de
Sain-Honoré, se encontraron enfrente de un puesto de guardias
nacionales que les cerró el pasaje de los Fuldenses y el acceso a la
Asamblea. El torrente, aumentado en el camino, se componía entonces
de cerca de diez mil hombres; hubiera podido arrollar al puesto; pero
existía generalmente en la multitud un espíritu de dulzura y de
moderación. No intentaron luchar, abandonaron el proyecto de su árbol
sobre la terraza, se dirigieron al patio vecino de los Capuchinos y se
entretuvieron en plantarle.
Entretanto sus comisionados reclamaban de la Asamblea el favor
de desfilar ante ella. Aseguraban que depositarían su petición sobre la
mesa y ni siquiera se acercarían a las Tullerías. Vergniaud al pedir su
admisión quería que por si acaso se enviaran al rey sesenta diputados.
La precaución era muy sabia.

87
Cosa extraña, fué un Fuldense el que se opuso a ello, diciendo que
esta precaución sería injuriosa para el pueblo de París.
Mientras la música que les precede toca el Ca irá, entran, un orador
lee en la "barra la amenazadora petición: contenía alguna frase violenta
que trascendía a sangre; esta, por ejemplo, dirigida a la misma
Asamblea: «¿La patria, la única divinidad que nos está permitido adorar,
encontraría hasta en su templo refractarios a su culto?... ¡Que se
nombren los amigos del poder arbitrario! El verdadero soberano, el
pueblo, está aquí para juzgarlos. —Nos quejamos, señores, de la
inacción de nuestros ejércitos (esto contra Lafayette). ¡Averiguad la
causa de ello, y si proviene del poder ejecutivo, que sea aniquilado! —
Nos quejamos de las lentitudes de la alta cámara nacional... ¿Se quiere
obligar al pueblo a que vuelva a empuñar la espada? En seguida pedían
permanecer sobre las armas hasta que fuera cumplida la Constitución.
La actitud del pueblo en cuyo nombre se acababa de leer esta
moción violenta, no respondía a su contenido; estaba bullicioso, pero
más bien alegre que amenazador. El tiempo era admirable, uno de esos
días en que el cielo, por el esplendor de la luz y lo agradable de la
temperatura, da esperanzas a todos, y parece como que se encarga de
consolar las miserias más profundas. La de París iba en aumento. A
pesar de lo barato que se vendía el pan, como había cesado toda clase
de trabajo y casi todo el comercio, había infinidad de personas
hambrientas. Todo el mundo, sin embargo, obreros sin trabajo, pobres
familias harapientas, madres cargadas de hijos, aquella masa inmensa
de infortunados se había levantado antes de amanecer de la paja o del
camastro; había abandonado las guardillas de los barrios, con la vaga
esperanza de encontrar aquel día algún remedio a sus males. Sin
conocer bien a fondo la situación, sabían en general que el obstáculo
para todo cambio era el veto del rey, su voluntad negativa, inspirada sin
duda por la reina. Era preciso vencer aquel obstáculo, hacer entrar en
razón al señor y a la señora Yeto. ¿Cómo y por qué medio? No habían
pensado bastante en ello: excepto un pequeño número de directores, la
multitud no tenía la menor intención de forzar la entrada de palacio.
¿Qué es lo que querían verdaderamente? Ir. Querían marchar
juntos, gritar juntos, olvidar un día sus miserias, dar juntos un gran
paseo cívico aquel día tan hermoso. Solo el favor de ser admitido en la
Asamblea era para ellos una fiesta. La Iglesia comenzaba a mostrarse
como realmente era, la enemiga del pueblo; ¿a qué altar podían recurrir
aquellos desgraciados? A ninguno mejor que al templo de la Ley, a la

88
Asamblea nacional. Allí iban en peregrinación, como en la edad media a
los santuarios famosos en épocas de grandes calamidades.
Llegaron demasiado tarde, y ya muchos de ellos, levantados desde
las tres o las cuatro de la madrugada, en pie todo el día, obligados para
sostenerse a pedir fuerzas al vino adulterado de París, se hallaban ante
la Asamblea en un estado poco digno de ella. Varios bailaban al pasar y
gritaban: «¡Vivan los patriotas! ¡vivan los descamisados! ¡abajo el veto!»
En aquella muchedumbre que cantaba y danzaba, había, ¡contraste
cruel! caras lívidas y demacradas, verdaderas imágenes de la
desesperación, infortunados que, a pesar del exceso de privaciones, se
habían esforzado en arrastrase hasta allí, mujeres pálidas y acaso en
ayunas, llevando niños enfermizos. Parecía que sólo habían ido para
enseñar a la Asamblea las miserias extremas que debía remediar. El
pequeño momento de dicha, de confianza y de consuelo que tenían al
atravesar aquel lugar de esperanza, lo demostraban con algún grito
alegre, salvaje o con una triste sonrisa si no podían gritar. Aquella alegría
hubiera sido espantable si no hubiera sido dolorosa.
No habiendo preparado nada para dar paso a aquella gran multitud
se produjo en el exterior una obstrucción, una sofocación prodigiosa.
Estaba cerrada la verja de las Tullerías y detrás de ella se hallaba un
batallón de la guardia nacional con tres cañones. Detenida la turba, sin
salida, golpeaba violentamente aquella verja; y detrás, siempre, siempre,
la multitud seguía acumulándose. Mientras se dirigen al palacio para
pedir que abran, es forzada la verja. La muchedumbre atraviesa la terraza
de los Fuldenses. Pero en vez de salir por donde hoy está la calle de
Rívoli, fuerza la entrada del jardín, y pasando pacíficamente por delante
de la fila de los guardias nacionales formados a lo largo del castillo, va a
buscar la salida del muelle para entrar en el Carrousel. Los postigos
estaban custodiados; es rechazada la turba, se irrita y parece inminente
una colisión. Dos oficiales municipales, Mouchet el diablo cojuelo y otro,
intentan apaciguar a la gente, permitiendo el pasó a la primera tanda que
lo intentaba. Otros municipales que aun simpatizaban más con el
movimiento dejan pasar a los demás. Ya están en el Carrousel. En la
puerta del patio real les arenga un municipal: «Es el domicilio del rey, no
podéis entrar en él con armas. No tiene inconveniente en recibir vuestra
petición, pero solamente presentada por veinte diputados.»—«Tiene
razón,» decían los que podían oír. Pero los que estaban detrás no oían
nada y empujaban con todas sus fuerzas.
Aquella multitud se veía amenazada por la espalda por los cañones
de la guardia nacional. Pero el comandante de aquella artillería no era ya

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obedecido por sus artilleros. Al querer guiarlos dijo el subteniente: «No
partiremos: el Carrousel ha sido forzado y es preciso que el castillo lo
sea también... ¡A mí! ¡artilleros, dijo señalando con la mano hacia las
ventanas del rey; frente al enemigo!» Desde aquel instante se apuntaron
los cañones hacia el castillo.
Eran las cuatro. La muchedumbre permanecía allí, en el Carrousel,
inmóvil, inofensiva, no sabiendo qué hacer. Pero he aquí que Santerre y
Saint-Huruge, concluido el desfile, llegan de la Asamblea: «¿Por qué no
entráis?» gritan al pueblo. Entonces, todos á una vez se lanzan sobre la
puerta y la golpean repetidamente; próxima a ceder vacila. Iban ya a
disparar un cañonazo cuando dos municipales, deseando evitar una
resistencia inútil, ordenaron o por lo menos permitieron que se levantase
la báscula que sujetaba las dos hojas. La multitud entró
precipitadamente.
Santerre, Legendre y Saint Huruge marchaban a la cabeza. Detrás
de ellos seguía un cañón. En el pabellón del Reloj, al pie mismo de la
escalera, un grupo de guardias nacionales y de ciudadanos hicieron
frente valerosamente, dirigiéndose a Santerre: «Sois un malvado,
inducís a estas buenas gentes; toda la culpa es vuestra...» Santerre miró
a Legendre, quien le animó con otra mirada. Entonces, volviéndose hacia
su gente, dijo con ironía: «Tomad acta de que me niego a marchar a
vuestro frente hacia las habitaciones del rey.» Sin detenerse más, la
turba lo atropello todo, y tal fué su empuje que, a pesar de lo que pesaba,
en un momento fué subido hasta lo alto de la escalera el cañón que
llevaban.
El castillo no presentaba ninguna defensa. Los suizos estaban en
Courbevoie. Laguardia constitucional, a la que se seguía pagando y
subsistía a pesar del decreto de licenciamiento, no había sido convocada.
Doscientos caballeros, todo lo más, se habían presentado en el castillo,
no atreviéndose ni aun a mostrar las armas, ocultándolas bajo sus
vestidos. Evidentemente el rey había creído lo que Petion decía y creía
él mismo lo que uno de los Girondinos, Lasource, había afirmado de
nuevo una o dos horas antes en la Asamblea, lo que el orador de la
reunión había prometido expresamente: que no irían al castillo, o que a
lo más enviarían la petición con una diputación de veinte comisionados.
Por su parte los guardias nacionales no tenían ninguna gana de
renovar la terrible escena del Campo de Marte en defensa de una
monarquía a la que consideraban como todo el pueblo, pérfida y
traidora. Los que ocupaban el castillo, por la parte del jardín, cedieron
sin dificultad a los ruegos de la multitud, que al pasar les pedía que

90
quitasen las bayonetas de los fusiles. Nos que ocupaban los puestos del
interior se escurrieron tranquilamente.
En el mismo momento, los gendarmes apostados en el Carrousel
ponían sus sombreros en las puntas de los sables y gritaban: «¡Viva la
Nación!»
Ved a la multitud dueña del campo. Había llegado, con su cañón, a
lo alto de la gran escalera. Allí dos oficiales municipales con sus bandas
preguntaron a los invasores qué es lo que pensaban hacer con aquella
artillería. ¿Creían que con semejante violencia iban a conseguir alguna
cosa del rey? —Aquella observación les sorprendió: «Es verdad, dijeron
la mayor parte, es verdad, nos hemos equivocado, y lo sentimos
verdaderamente.» Y volvieron el cañón queriendo bajarle otra vez.
Desgraciadamente el eje se engancha en una puerta. No pueden ya
avanzar ni retroceder. El municipal patizambo, el pequeño Mouchet,
interviene, da órdenes. Los zapadores cortan el marco de la puerta,
desenganchan la pieza y consiguen bajarla.
Tal era la confusión que reinaba que los de abajo, que no habían
visto subir el cañón, creían que había sido encontrado en las
habitaciones, y gritaban que se había querido ametrallar al pueblo.
La columna penetra sin obstáculo basta el 0 Eil de Boeuf que
estaba cerrado. Era preciso abrirlo pronto, mejor que forzarlo. Un oficial
superior de la guardia nacional penetró por otra entrada, advirtió a la
familia real y rogó al rey que se dejase ver. El rey consintió en ello sin
trabajo y se presentó. Su hermana madama Isabel no quiso separarse
de su lado.
En el momento en que aquella multitud armada invadió toda la
habitación, exclamó el rey: «¡A mí, cuatro granaderos!» Felizmente había
allí algunos. Eran guardias nacionales, comerciantes del barrio de San
Dinés, buenas gentes que se portaron muy bien. Se colocaron ante el
rey, desenvainando sus sables, pero él les hizo que los envainaran.
Un testigo ocular, Mr. Perron, dice que en general el pueblo no
demostraba mala voluntad. Se oyó, sin embargo, entre gritos confusos,
frases amenazadoras: «¡Abajo el veto!» «¡Llamad de nuevo a los
ministros!»
La multitud abre paso y deja que se acerque Legendre: cesa el
ruido; el carnicero, con voz conmovida y colérica, - dirigiéndose al rey:
«¡Señor!» A esta palabra que era ya una especie de destitución, el rey
hizo un movimiento de sorpresa... «Sí, señor, continuó Legendre con
firmeza: escuchadnos; tenéis obligación de oírnos... Sois un pérfido, nos
habéis engañado siempre; nos engañáis todavía... Pero tened cuidado;

91
la medida está colmada; el pueblo está cansado de ser vuestro juguete.»
—Luego leyó una petición violenta en nombre del pueblo soberano. —
El rey parecía impasible y repuso: «Soy vuestro rey. Haré lo que me
manden hacer las leyes y la Constitución.»
Esta última frase era para él el gran caballo de batalla. Había visto
perfectamente que aquella Constitución del 91, que permite al rey
detener toda la máquina política, era una patente de inercia, que le daba
medios de atar a la Francia, de esperar los socorros imprevistos que
vendrían de las circunstancias interiores o exteriores, de los excesos de
los anarquistas o de la invasión extranjera. —Desde entonces, Luis XVI
agarrado a la Constitución, aprendiéndola de memoria, llevándola
siempre en el bolsillo, citándola a todas horas a sus ministros, había
dominado sus escrúpulos y jugaba al juego peligroso de matar la
Revolución por la Constitución.
La multitud comprendía muy bien que el rey no haría nada y se
enfurecía. Varios coléricos o embriagados, hacían ademán de arrojarse
sobre él. La amenazaban desde lejos con sables o con espadas. ¿Querían
matarle? La cosa hubiera sido muy fácil: el rey tenía poca gente a su
alrededor, y varios de los asaltantes, que tenían pistolas, podían herirle
desde lejos. Es evidente que nadie, el 20 de Junio, pensaba en ello. No
lo pensaron ni aun el 10 de Agosto.
Bien sé que, mucho tiempo después, el colérico Legendre,
instigado por Boissy d'Anglas, el hombre de la reacción, que le
preguntaba si verdaderamente habían querido matar al rey el 20 de
Junio, replicó con violencia: «Si, señor, lo hubiéramos querido.» Para mí,
esto no prueba nada. Los sucesos posteriores demuestran que muchos
de los que representaron el papel de furiosos, como Danton y como
Legendre, se alabaron por jactancia de una infinidad de crímenes y de
violencias en que jamás habían pensado.
Lo que se quería era asustar, convertir al rey valiéndose del terror.
Un hombre llevaba en el extremo de una pica un corazón de ternera con
esta inscripción: Corazón de aristócrata. En otra bandera que llevaban se
veía una reina ahorcada.
El mayor peligro que corría el rey era el de ser ahogado. Se le había
hecho subir sobre una banqueta cerca de una ventana. Allí permaneció
cerca de dos horas con mucha firmeza, con una insensibilidad completa
ante las amenazas y una perfecta indiferencia por su propia persona. El
sentimiento que le animaba para sufrir por la religión le daba una calma
admirable. Habiéndole dicho un oficial: «Señor, no temáis nada,» el rey

92
le cogió con fuerza la mano, la puso sobre su corazón y dijo lo que
hubieran dicho los primeros mártires: «No tengo
miedo; he recibido los sacramentos; que hagan de mí lo que quieran.»
Aquel momento de fe heroica realza infinitamente a Luis XVI en la
historia. Lo que le perjudica un poco, es que en aquel mismo momento
(fuerza verdaderamente singular de la educación y de la naturaleza) Comentado [JLVY1]:
reaparecieron en varias cosas sus costumbres de duplicidad real. A
todos los que le apostrofaban, les respondía: «Que jamás se había
apartado de la Constitución,» refugiándose en la interpretación literal,
judaica, de un acto cuyo espíritu falseaba. Aún más, uno de los asistentes
le presentó desde leí os, valiéndose de un bastón, el gorro de la igualdad
y el rey, sin vacilación, extendió la mano para cogerlo. Luego,
distinguiendo una mujer que tenía una espada adornada de flores y una
escarapela tricolor, el rey la pidió la escarapela y la colocó en el gorro
colorado. Esto conmovió mucho al pueblo. Con todas sus fuerzas
gritaron: «¡Viva el rey! ¡Viva la nación!» Y el rey, con los demás, gritaba:
«Viva la nación,» y agitaba el gorro en el aire. —Así entretenía a la
multitud y rehusaba obstinadamente la sanción de los derechos.
Por fin la Asamblea se había enterado de la situación del rey y se
movía lentamente, juzgando sin duda que la lección había de ser
bastante fuerte para que produjera impresión. Sin embargo, la negativa
del rey podía a la larga cansar y exasperar a algunos furiosos,
ocasionando una escena trágica. Los primeros que lo comprendieron y
se emocionaron fueron los dos grandes oradores de la Asamblea,
Vergniaud e Isnard. Sin esperar a saber qué medidas se votarían,
corrieron en persona al castillo y atravesaron por entre la multitud con
gran trabajo. Isnard se hizo llevar sobre los hombros de dos guardias
nacionales y dijo al pueblo que, si obtenía en seguida lo que pedía, se
creería arrancado por la violencia, que se le daría satisfacción y que
respondía de ello con su cabeza. Pero ni Isnard ni Vergniaud produjeron
la menor impresión. Los gritos continuaban sin interrupción: «¡Abajo el
veto! ¡Llamad a los ministros!» Los dos oradores continuaron, sin
embargo, se convirtieron en guardianes del rey protegiéndole con su
popularidad y en caso de necesidad con sus cuerpos.
Entretanto la turba había penetrado en las habitaciones,
observando con curiosidad aquellos lugares tan nuevos para ella,
haciendo comentarios a veces con frases más groseras que hostiles o
violentas. En la alcoba, por ejemplo, decían todos: «El gordo Veto tiene
una buena cama, mejor, á fe mía, que la nuestra.»

93
La reina se había quedado en la cámara del consejo, refugiada en
el hueco de una ventana y protegida por una maciza mesa que habían
colocado delante de ella. El ministro de la guerra, Lajard, había reunido
en la sala una veintena de granaderos. Tenía cerca de ella a su hija y a
madama Lamballe, con algunas otras damas; delante ellas, sentado
sobre la mesa, estaba el delfín. Esta era la mejor defensa contraía
multitud que pasaba. Casi todos experimentaban un respeto inesperado,
varios un súbito cambio en sus sentimientos, en presencia de aquella
madre, de aquella reina verdaderamente altiva y digna. Entre las mujeres
más violentas, se detuvo una muchacha un momento y prorrumpió en
mil imprecaciones. La reina, sin admirarse, la preguntó si la había hecho
algún daño personalmente: «Ninguno, contestó, pero sois vos la que
perdéis la nación. —Os han engañado, dijo "la reina. Yo me he casado
con el rey de Francia, soy la madre del delfín, soy francesa y ya no
volveré jamás a mi país. No seré feliz o desgraciada más que en Francia;
era muy dichosa cuando me queríais. —«¡Ah! señora, perdonadme, no
os conocía y ahora veo que sois buena.»
Habían puesto al pobre delfín un enorme gorro colorado que le
sofocaba. El mismo Santerre, al pasar quedó conmovido y se lo quitó:
«¿No veis, dijo, que el niño se ahoga con ese gorro?»
Por fin llegó Petion, a las seis: «Señor, dijo; en este instante acabo
de saber...—Es muy extraño, dijo el rey, porque ya hace dos horas que
dura esto.»—En realidad no se podía acusar al alcalde por su tardanza.
Está probado de una manera indudable que no le habían advertido hasta
hacía una hora, que en el mismo instante había tomado un coche con
Sergent y otros municipales; pero que, en los patios, en las escaleras, en
las habitaciones, no había podido penetrar sino a fuerza de una serie de
arengas. Fueron precisos grandes esfuerzos para introducirle y lanzarle
a través de la masa compacta que rodeaba al rey.
Cuando al fin llegó, «agitado y sofocado» dice un testigo ocular, le
alzaron en un sillón sóbrelos hombros de un granadero. Habló con su
placidez natural, sin embargo, con bastante claridad: «Ciudadanos, ya
habéis presentado vuestra petición, y no podéis ir más lejos. El rey no
puede ni debe responder a una petición presentada a mano armada. Con
calma verá lo que debe hacer. Seréis imitados en los departamentos y el
rey no podrá negarse a acceder al voto del pueblo.» ( Aplausos de la
multitud.)
Un joven rubio de veinticinco años avanza entonces furioso y grita
a voz en cuello: «Señor, señor, en nombre de cien mil almas que están
aquí, el llamamiento de los ministros patriotas y la sanción de los

94
decretos ¡o pereceréis! —A. lo cual repuso el rey con frialdad: «Os
apartáis de la ley: dirigíos a los magistrados del pueblo.»
Petion callaba. Uno de los municipales le instó para que despidiera
al pueblo, añadiendo que su conducta sería criticada por lo sucedido.
Entonces se decidió: «Retiraos, ciudadanos, si no queréis comprometer
a vuestros magistrados... El pueblo ha hecho lo que debía hacer. Habéis
obrado con la fiereza y la dignidad de los hombres libres. Pero ya basta,
retiraos.»—Y el rey añadió con seriedad cómica y mucha presencia de
ánimo. «He mandado que se abran las habitaciones: el pueblo al retirarse
por el lado de la galería tendrá el gusto de verlas.»
La curiosidad se apoderó de la gente. La sala se vaciaba ya, cuando
llegó una diputación de veinticuatro representantes. El rey les dijo: «Doy
gracias a la Asamblea; estoy tranquilo en medio de los franceses.» Y
repitiendo la acción que había hecho al principio, tomó la mano de un
guardia nacional, la puso sobre su corazón y dijo: «Ya lo veis, estoy
tranquilo.»
Entonces, rodeado de diputados, de guardias nacionales,
protegido por su comandante, se dirigió bruscamente hacia una puerta
excusada, cerca de la chimenea, y salió, cerrándose inmediatamente
aquel tras de él.
Poco después, la reina enseñaba a la diputación el aspecto
deplorable de la habitación con las puertas destrozadas. Se percató de
que un diputado, el ardiente Merlin de Thionville tenía las lágrimas en
los ojos. Aquél se excusó con viveza.
«Lloro, si, señora, lloro, pero sobre las desgracias de una mujer
sensible y bella, de una madre... No lloro por la reina. Odio a las reinas
y a los reyes... Tal es mi religión.»
El rey, de regreso en sus habitaciones, conservaba sin darse
cuenta, el gorro colorado que se había puesto. Aquel gorro demasiado
pequeño para su cabeza se había quedado sobre sus cabellos. Se lo
hicieron notar y fué lo que más sintió; lo arrojó violentamente a sus pies,
indignándose, en aquella jornada, en que por lo demás se mostró
heroico, de hallar sobre sí aquella señal de fingimiento.

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CAPITULO VI

Inminencia de la insurrección (Julio-Agosto del 99.)

El 20 de Junio y el 10 de Agosto comienza la guerra—Los voluntarios de 1792.—La Asamblea


(Marzo del 92). — Un altar de la patria en cada ayuntamiento. —Lafayette se declara en favor
de la corte contra la Gironda. —Lafayette llega a París, se presenta en la barra de la Asamblea
(27 de Junio del 92). —Lafayette no encuentra apoyo ni en la corte ni en París. —Peligros de
Francia en el exterior y en el interior (Junio-Julio del 92). —Discusión sobre el peligro de la
patria (Julio del 92.)—Declaración de la patria en peligro (22 de Julio del 97). —Impotencia de
la Asamblea, de los Jacobinos, de Robespierre y de Petion. —Conducta prudente de Danton.—
La Francia no debió su salvación más que a sí misma. —Manifiesto del duque de Brunswick —
La insurrección de París es preparada públicamente. —Recibimiento hecho a los federados de
los departamentos (julio del 92). —Llegada de los marselleses (fin de Julio del 92). — Petion
acusa al rey ante la Asamblea (13 Agosto del 92). —La Gironda vacila ante la insurrección.

El pueblo salió muy triste de las Tullerías. Todos decían: «No


hemos conseguido nada... Preciso será volver.»
Los realistas estaban gozosos más bien que indignados. Aquella
última afrenta hecha al rey les daba esperanza; les parecía que la
Revolución había llegado al fondo del abismo, y que desde aquel día la
monarquía no podría más que realzarse.
En realidad, el hecho había producido dos resultados graves.
Muchos corazones se conmovían en Francia y en Europa al recuerdo de
aquella imagen trágica del real Ecce homo, con el gorro colorado, firme,
sin embargo, ante los ultrajes, diciendo: «Soy vuestro rey.»
Esto en cuanto al sentimiento. Pero la situación era la misma. El
combate de las dos ideas se había precisado con claridad. La masa
revolucionaria, yendo a chocar con las Tullerías, había creído no
encontrar allí más que al ídolo del despotismo, y resultaba que había
hallado la vieja fe de la edad media, todavía entera y viva, y bajo la
prosaica faz de Luis XVI, hermosa con la poesía de los mártires.
¡Grande espectáculo! donde desaparecen los hombres. Quedan en
frente dos ideas, dos fes, ¡dos religiones! ¡Cosa inaudita, espantosa,
como si en pleno día viéramos dos soles en el cielo!
¡Los dos benditos o blasfemos! ¿pero negarlo? ¿quién podía? El
sol de la Revolución, nacido ayer, ya inmenso, inundaba los ojos de luz,
las almas de calor y de esperanza; siempre creciendo, de hora en hora,
anunciaba ya que muy pronto su rival de la edad media iría palideciendo
en las oscuras profundidades.
Era duro, falso, injusto, reconocerla fe en la negativa de Luis XVI y
no reconocerla en la petición del pueblo. No se debe considerar el 20 de

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Junio como un motín, como un simple acceso de cólera. El pueblo de
París fué allí el órgano violento, pero órgano legítimo del sentimiento de
la Francia, Fué como la vanguardia del movimiento general que la
arrastraba hacia la guerra. —La guerra interior, primero, para hacer en
seguida frente a la otra.
El hachazo dado en la puerta de la cámara del rey, aquel golpe, es
preciso decirlo, fué asestado al enemigo.
Apartad la vista de París, y contemplad, si vuestra mirada puede
abarcar la inmensa, la inconcebible grandeza del movimiento.
Seiscientos mil voluntarios inscritos quieren marchar a la frontera. No
faltan más que fusiles, zapatos y pan. Los cuadros están preparados, las
federaciones pacíficas del 90 son los batallones entusiastas del 92. Con
frecuencia son los mismos jefes los que los mandan; los que llevaron al
pueblo a las fiestas van a guiarlo en los combates. Para no citar más que
un ejemplo: fijémonos en aquel hijo del amor, el bastardo Championet,
jefe de la primera federación del Mediodía, la de la Estrella, cerca de
Valence. Vedle mandando sus federados: Sexto batallón de la Brome.
De igual suerte, en Herault, los federales de Montpellier van a
resultar aquel cuerpo famoso, la inmortal, la invencible 32. a media
brigada.
Aquellos innumerables voluntarios han conservado todo un
carácter de la época verdaderamente única que les engendró para la
gloria. Y ahora, estén donde estén, muertos ó vivos, muertos inmortales,
ilustres sabios, viejos y gloriosos soldados, todos están marcados con
una señal que los distingue en la historia. La señal, la fórmula, la palabra
que hizo temblar toda la tierra, no es más que este nombre sencillo:
Voluntarios del 92.
Sus maestros, los que les instruyeron y disciplinaron su
entusiasmo, los que marcharon delante de ellos como columna de
fuego, eran los suboficiales o soldados del antiguo ejército, que la
Revolución había puesto por delante, sus hijos que sin ella no eran nada
y que por ella habían ganado ya la batalla más grande, la victoria de la
libertad. Generación admirable que en un mismo rayo vio la libertad y la
gloria, y robó el fuego del cielo.
Era el joven, el heroico, el sublime Hoche, que tan poco debía vivir,
al que no pudo ver nadie sin adorarle. —Era la pureza misma, aquella
cara noble, virginal y guerrera, Marceau, llorado por el enemigo. — Era
el huracán de las batallas, el colérico Kleber, que, bajo un aspecto
terrible, tuvo un corazón humano y bueno, y que, en sus notas secretas,
lamenta por la noche las campiñas vendeanas que se ve precisado a

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devastar de día. —Era el hombre del sacrificio que quería siempre el
deber y jamás la gloria para sí, que la da con frecuencia a los demás,
hasta a costa de su vida, un justo, un héroe, un santo: el irreprochable
Desaix.
Y luego, detrás de estos héroes, llegan los ambiciosos, los ávidos,
los políticos, los temibles capitanes que más adelante buscaron fortuna
con o contra César: la espada más acerada, el áspero piamontés
Massena con su perfil de lobo; reyes o gente a propósito para serlo: los
Bernadotte y los Soult, el gran sable de Murat.
Y luego una gloriosa multitud, en la que cada hombre en otro país
y en otros tiempos hubiera ilustrado un imperio. En Francia hay todo un
pueblo. Los nombraré sin orden y omitiré muchos sin duda: Kellermann,
Joubert, Jourdan, Ney, Augereau, Oudinot, ¡Víctor, Lefebvre, Mortier,
Couvion, Saint-Cyr, Moncey, Davoust, Macdonald, Clarke, Serurier,
Perignon, etc., etc. Tales fueron los oficiales, los maestros y los
instructores de las legiones del 92.
Grandes maestros que enseñaban con el ejemplo. No hay que
creer, sin embargo, que aquellos rudos y valientes soldados, como
muchos de estos, los Augereau, los Lefebvre, representasen el espíritu,
el gran soplo del momento sagrado. ¡Ah! lo que le hacía sublime es que,
hablando con propiedad, aquel momento no era militar. Fué heroico. Por
encima del impulso de la guerra, de su furor y de su violencia, flotaba
siempre el pensamiento grande, verdaderamente santo, de la
Revolución, la liberación del mundo.
En recompensa le fué dado a la gran alma de la Francia, en aquel
momento desinteresado y sagrado, el encontrar un canto que, repetido
de boca en boca, ha dado la vuelta al mundo. Es cosa divina y rara el
dotar de un canto eterno a la voz de las naciones.
Fué inventado en Strasburgo, a dos pasos del enemigo. Su autor
le denominó el Canto del ejército del Rhin. Compuesto en Marzo o Abril,
en los primeros momentos de la guerra, no necesitó más de dos meses
para recorrer toda la Francia. Resonó en el fondo del Mediodía, como
por un eco violento, y Marsella respondió al Rhin. ¡Destino sublime el de
aquel canto! Fué cantado por los marselleses en el asalto de las Tullerías;
quebranta el trono el 10 de Agosto. Se le llama la Marsellesa. Es cantado
en Valmy, fortalece nuestras filas vacilantes y espanta al águila negra de
Prusia. Y con aquel canto escalaron nuestros jóvenes y bisoños soldados
la cuesta de Jemmapes, atravesaron los reductos austríacos y batieron
las veteranas bandas húngaras aguerridas en sus luchas con los turcos.

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Ni el hierro ni el fuego podían con ellas: fué necesario para abatir su
valor, el canto de la libertad.
De todas nuestras provincias, ya lo hemos dicho, la que
experimentó quizás más vivamente la dicha de la emancipación, el 89,
fue aquella donde estaban los últimos siervos, el triste Franco-Condado.
Un joven noble nacido en Lonsle-Saulnier, Rouget de l'Isle, fué el
compositor del canto de la Francia. Rouget de l'Isle era oficial de
ingenieros a los veinte años.
Se hallaba entonces en Strasburgo, respirando la atmósfera
ardiente de los batallones de voluntarios que acudían allí de todas
partes. Había que ver aquella ciudad en aquellos momentos, su hirviente
hogar de guerra, de juventud, de alegría, de placer, de banquetes, de
bailes, de revistas, al pie de la flecha sublimo que se refleja en el Rhin;
los instrumentos militares, los amigos que se encuentran, que se
despiden y se abrazan en las plazas públicas. Las mujeres rezan en las
iglesias, las campanas lloran, y zumba el cañón, como una voz solemne,
de Francia a Alemania.
No fué, como se ha dicho, en una comida de familia donde se
compuso el canto sagrado. Fué en medio de una multitud conmovida.
Los voluntarios partían al día siguiente. El alcalde de Strasburgo,
Dietrich, les invitó a un banquete, en el que los oficiales de la guarnición
fraternizaron con ellos y les estrecharon las manos. Las varias hijas de
Dietrich y señoritas, nobles y tiernas hijas de la Alsacia embellecían
aquel banquete de despedida con sus gracias y sus lágrimas. Todos
estaban emocionados; se adivinaba que iba a comenzar la guerra de la
libertad que durante treinta años ha inundado la Europa de sangre. Los
que asistían a la comida, sin duda no veían tanto. Ignoraban que dentro
de poco tiempo habrían desaparecido todos, el amable Dietrich, entre
otros, que tanto les obsequiaba, y que todas aquellas encantadoras
jóvenes, antes de un año, vestirían luto. Mas de uno en medio de la
alegría del banquete, soñó, bajo la impresión de vagos presentimientos,
como cuando estamos sentados a las orillas del Océano. Pero los
corazones estaban muy elevados, llenos de entusiasmo y de sacrificio, y
todos aceptaban la tempestad. Aquel impulso común que agitaba todos
los pechos con un movimiento uniforme necesitaba un ritmo, un canto
que consolase los corazones. El canto de la Revolución, colérico el 93, el
Ca irá, no armonizaba bien con la dulce y fraternal emoción que animaba
a los convidados. Uno de ellos la tradujo: ¡Vamos!»
Y al decir esta palabra todo se encontró. Rouget de l'Isle, porque
era él, salió precipitadamente de la sala y escribió la letra y la música.

99
Entró cantando la estrofa: «¡Marchemos hijos de la patria!» Fué cómo
un rayo celestial. Todo el mundo se conmovió entusiasmado; todos
reconocieron aquel canto que oían por primera vez. Todos le sabían,
todos le cantaron, todo Strasburgo, toda la Francia. El mundo, mientras
haya mundo, le cantará siempre.
Si no fuera más que un canto de guerra, no le hubieran adoptado
las naciones. Es un canto de fraternidad, son batallones de hermanos,
que, por la santa defensa del hogar, de la patria, van juntos con un solo
corazón. Es un canto que, en la guerra, conserva un espíritu de paz.
Quien no conoce la santa estrofa: «¡Epargnez cer tristes victimes!»
Tal era entonces el alma de Francia, conmovida por el inminente
combate, violenta contra el obstáculo, pero magnánima todavía, con
grandeza joven y sencilla, en el mismo acceso de cólera, por encima de
la cólera.
La Asamblea experimentó verdaderamente aquel momento
sagrado de la Francia, ordenando (el 6 de Julio) que en cada comuna se
erigiese un altar de la patria. A él se llevarían los niños, y allí se
inscribirían los nacimientos. Allí irían los jóvenes esposos a unirse en la
nueva fe. Allí se inscribirían también los que habían pagado su deuda a
la vida.
Estos grandes actos de la vida humana, nacimientos, matrimonios
y defunciones, estos actos siempre tan religiosos como legales, sea
cualquiera el lugar en que se consagren, se hallaban de este modo
transportados desde la antigua iglesia al nuevo altar de la ley. La
cuestión solemne de la vida moderna, aplazada hasta entonces por la
timidez de nuestras asambleas, era al fin abordada sencilla,
valerosamente. No más compromisos bastardos, no más mezcla
heterogénea del pasado con el presente.
Lafayette y los Fuldenses se obstinaban en colocar su esperanza
en aquella mezcla. Eran, en realidad, la piedra de escándalo de la
Revolución. Cosa extraña y propia para hacer sospechoso á Lafayette, si
no le hubieran justificado las prisiones de Austria; quería él republicano,
él, amigo de Washington, hacer gravitar el movimiento revolucionario
alrededor de un rey, de una corte incorregible. ¿Cómo calificar semejante
ceguedad?
En aquel gran peligro de la Francia, le había sido dirigido por los
Girondinos un último llamamiento, una intimación suprema para que se
afiliara a los principios que en fondo eran los suyos. Servan era aún
ministro de la guerra él fué, o mejor sin duda, fué madama Roland, que
todo lo podía con aquel ministro, quien envió a Roederer al general para

100
saber si decididamente se declaraba por la Gironda o por la corte.
Escogió este último partido, sea por antipatía personal hacia los Roland,
sea porque creyó que muy pronto la Gironda sería arrastrada y
absorbida por los Jacobinos. Y esto resultó ser cierto: ¿por qué? La razón
más poderosa que acaso pueda encontrarse es precisamente que
Lafayette lo creyó así. Esto sucede con frecuencia: la misma profecía, la
creencia en la profecía la hace verídica y produce el suceso. Si Lafayette
se hubiera decidido por la Gironda, si al partido del impulso se hubieran
unido las fuerzas del partido moderado, es probable que no hubiera
habido necesidad del partido del terror.
La corte no ignoraba nada de esto. Sin querer utilizar a Lafayette ni
depender de él, se sentía como apoyada por su ejército de las Ardennes
y aumentaba su confianza en él. Se veía claramente que la Asamblea
estaba flotante é indecisa, muy inquieta por el efecto que la violencia del
20 de Junio iba a producir en todos los espíritus. Este temor se demostró
el 21; por un decreto acordó que en adelante no pudiese presentarse en
la barra ni delante de ninguna autoridad constituida, reunión alguna de
ciudadanos armados; apartándose de la conducta que hasta entonces
había observado y retractándose del aliento que había dado el 20 de
Junio por la acogida que dispensó a las anunciaban el movimiento.
De este modo, mientras la Asamblea retrocedía, la corte avanzaba.
El 21 por la mañana al presentarse en las Tullerías Petion con otros
municipales, fué insultado; los guardias nacionales del batallón de las
Filles-Saint-Tomas le llenaron de injurias y de amenazas; uno de ellos le
levantó la mano á Sergent, á pesar de su banda y le abofeteó con tal
rudeza que le tiró de espaldas. Algunos diputados como Duhem y otros,
no fueron mejor tratados en el jardín de las Tullerías por los caballeros
de San Luis o por los guardias constitucionales. Un hombre fué allí
detenido por haber gritado: ¡Viva la nación!
No fué esto sólo; en aquel desfallecimiento moral de la Asamblea
se creyó posible sorprenderla y escamotearla la ley marcial como había
hecho a la Constituyente en Julio del 91. Se formó una pequeña reunión
que fué empujada hasta el Louvre; y luego, a una señal bruscamente
convenida, a la Asamblea, para producir más impresión. Pero advertido
Petion, llegó en el preciso momento, y declaró que la alarma era
infundada y que el orden reinaba por doquier.
Desde la Asamblea volvió Petion a las Tullerías. Estaban allí de
muy mal humor, no habiendo podido, como esperaban obtener la ley
marcial. El alcalde comenzó en tono respetuoso y firme, pero el rey, sin

101
ninguna precaución oratoria, le dijo secamente. «¡Callaos!» y le volvió la
espalda.
El 22 por la mañana se publicó una carta del rey a la Asamblea, una
proclama real a la nación. En ella se hacía hablar a Luis XVI con el mismo
tono que hubiera empleado si tuviese un ejército en París. Anunciaba
que tenía «severos derechos que llenar, que no los sacrificaría,» etc., etc.
Este tono amenazador indicaba que se creían fuertes. Se contaba
con la indignación de los realistas y los constitucionales. El Directorio del
departamento, su presidente, el duque de Larochefoucauld, respondía
de estos últimos. El 2 de Junio por la noche, -Lafayette, con gran
admiración de todo el mundo, llega a París y se aloja en casa de
Larochefoucauld. El 28 se presenta en la barra de la Asamblea y
pronuncia un discurso audazmente ridículo. El, soldado fiel a su bandera,
ligado por la disciplina, él, general que dependía del ministro de la
guerra, viene a regentar la Asamblea nacional. No ha temido venir solo,
«salir de la honorable muralla que el afecto de sus tropas forma a su
alrededor.»—Ha adquirido con sus compañeros de armas «el
compromiso de expresar solo un sentimiento común.»—Suplica a la
Asamblea que persiga a los autores del 20 de Junio «y que destruya una
secta, etc.» Se refería a los Jacobinos precisamente en los mismos
términos que había empleado Leopoldo.
Guadet preguntó si se había concluido la guerra para que un
general abandonase de tal modo a su ejército, si éste había deliberado
para dar sus poderes a Lafayette; preguntó si tenía licencia del ministro,
y propuso que se interrogase a éste sobre el particular y que se acordara
redactar un informe' acerca del peligro de conceder a los generales el
derecho de petición.
El Fuldense Ramond pidió, por el contrario, una información sobre
la desorganización que acababa de denunciar Lafayette. La moción de
Guadet fué desechada por una mayoría de cien votos (339 contra 234.)
Aquella mayoría considerable en favor de Lafayette fué una cosa
muy grave y decisiva en la historia de la Revolución. Se reconoció la
misma y más fuerte el 8 de Agosto. Demostró que jamás tendría la
Asamblea la energía suficiente para abatir el gran obstáculo que
neutralizaba en el interior las fuerzas de la Francia y la entregaba
desarmada y en desacuerdo al enemigo. Aquel obstáculo, la monarquía,
acababa de defenderlo Lafayette. Justificar a aquel defensor del trono,
era proteger el trono y sostener la impotencia de Francia por su culpa en
el momento de la invasión; si la Asamblea no salvaba a la nación, esta
procuraría salvarse a sí misma.

102
Nada tan imprudente como la conducta de Lafayette. La corte, a la
que él venía a defender, no le quería. En la familia real solo tenía una voz
que le defendiera, la de madama Isabel, que comprendía su
caballerosidad; pero la reina estaba en contra suya y dijo que antes de
ser salvada por él, era preferible perecer. No se limitó a esto. Debía
verificarse. una revista, en que Lafayette hubiera arengado a la guardia
nacional, reanimando su espíritu. La reina hizo que por la noche avisaran
a Santerre y á Petion, y éste, una hora antes de que amaneciera dio
contraorden suprimiendo la revista. Entonces Lafayette reunió en su
casa a varios oficiales influyentes de la guardia nacional y les preguntó
si querían marchar con él contra los Jacobinos. El mismo no refiere este
hecho en sus memorias, pero fué afirmado por su amigo Toulongeon.
Ofrecieron reunirse por la noche en los Campos Eliseos, y dieron apenas
acudieron hombres. Se aplazó el acto para el día siguiente, con el fin de
ver si se reunían trescientos y no llegaron a treinta. Lafayette vio al rey,
que le dio las gracias sin aceptar sus ofrecimientos, y partió al siguiente
día.
¿Como explicar la inacción de los Fuldenses y de los guardias
nacionales? ¿Por el miedo? Sin embargo, muchos que pudiéramos citar,
se distinguieron luego gloriosamente en las guerras de la Revolución y
del Imperio. No, lo que más contribuyó a paralizarlos, es que temían
trabajar solo en provecho de los realistas.
Desconfiaban del rey más que nunca, y se fiaban aún menos en el
buen sentido de Lafayette. El proyecto que éste confiesa justifica aquella
desconfianza. Hubiera llevado al rey a Compiegne, y allí el rey, mejor
rodeado, convertido de pronto en amigo de la Revolución, se habría
puesto a la vanguardia, hubiera tomado, en caso de necesidad, el mando
del ejército y marchado contra el enemigo. —¡Suposición extraña! El
enemigo, en opinión de la corte, era precisamente el salvador. La reina
habría llevado al rey a la frontera, pero para atravesarla y colocarle entre
las filas austríacas.
La indecisión de los Fuldenses, su repugnancia en seguir a
Lafayette en sus proyectos insensatos, demuestran que les quedaba más
razón y patriotismo del que se les suponía Pronto les veremos aplaudir
en la Asamblea el discurso terrible con que Vergniaud aterró al trono en
nombre de la Francia en peligro.
Este peligro era demasiado visible lo mismo en el exterior que en
el interior. El acuerdo de todos los reyes aparecía contra la Revolución.
En Ratisbonne, el consejo de embajadores se negó por unanimidad
a admitir al ministro de Francia. Inglaterra, nuestra amiga, preparaba un

103
gran armamento. Los príncipes del imperio, que hasta entonces se
mostraban neutrales, recibían al enemigo en sus plazas y se
aproximaban a nuestras fronteras. El duque de Badén había situado a
los austríacos en Kehl. Se hablaba de un complot para entregarles
Strasburgo. Alsacia pedía a gritos armas que no la enviaban. Los
oficiales abandonaban esta tierra condenada y pasaban a la otra orilla.
El comandante de artillería del Rhin desertó, llevándose parte de sus
mejores soldados. En Flandes aún era peor. El viejo soldado Luckner,
ignorante, embrutecido, era el general de la Revolución. Tenía cuarenta
mil hombres, contra doscientos mil que llegaban. Verdad es que los
cuerpos de voluntarios demostraban el entusiasmo más ardiente. No
podía contenerse su Ímpetu más que amenazándoles con enviarles a sus
casas. Pero carecían de hábiles militares, y tenían muy poca disciplina.
Luckner no avanzaba más que para retroceder. Se apoderó de Courtrai y
de otras dos plazas; obtuvo éxito bastante para comprometer a los
infortunados amigos de Francia y luego se vio precisado a retroceder
ante fuerzas superiores. Uno de sus oficiales, al retirarse, dejó, para
memoria de nuestro paso un cruel incendio en que desaparecieron los
arrabales de Courtrai.
He aquí las noticias dolorosas que llegaban a París una tras otra. Y
el peligro era quizás más grande en el interior. Dos casos ocurrían que
son precisamente causa de la muerte de todo cuerpo político. El centro
no funcionaba, no quería funcionar. No solamente no se enviaban a los
ejércitos ni armas ni provisiones, si no que las mismas leyes de la
Asamblea no eran expedidas a los departamentos, no se daba
conocimiento de ellas a la Francia. Por otra parte, las extremidades,
entregadas a sí mismas, querían y obraban por su cuenta. Por ejemplo,
las Bocas del Ródano, acordaron retener y cobrar contribución, con el
pretexto de enviarlas al ejército de los Alpes, que ocupaba la Provenza.
Nada impedía al realismo que se aprovechase de semejante
desorganización. En las montañas más inaccesibles del Languedoc, en
aquel país de piedra, en la Ardeche, sin vías ni caminos, apareció un
lugarteniente general de los príncipes, gobernador del Bajo Languedoc
y de las Cevennes. Dijo que había exhibido a la nobleza del país sus
poderes para gobernar durante el cautiverio del rey. Ordenó a todas las
antiguas autoridades que volvieran a posesionarse de sus destinos, que
detuvieran a los nuevos funcionarios y a todos los miembros de los
clubs. Dio armas a los aldeanos, y puso sitio a Jalés y a otros castillos.
Si miramos al Mediodía y al Oeste, comienza a prender el fuego.
Un aldeano, Alian Redeler, publica, a la salida de misa, que los amigos

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del rey deberán tomar las armas cerca de una capilla próxima. Al primer
aviso acuden quinientos. El somaten suena de aldea en aldea. El
incendio se hubiera extendido por la Bretaña, si Quimper, sin perder un
momento, no hubiese enarbolado la bandera roja, y empleando un
cañón no hubiese aplastado aquel primer ensayo de guerra civil. El
aldeano volvió a su hogar, pero sombrío, implacable, sediento de
combate, de emboscadas nocturnas, de sangre. Desde entonces la
chuanería tuvo su asilo en sus corazones.
En general, en el reino, los directorios de los departamentos eran
Fuldenses o Fayettistas, convertidos a la monarquía. Las
municipalidades más revolucionarias sostenían contra los directorios,
con la da ayude los clubs, una lucha sin tregua, que producía por
doquiera la anarquía. El Directorio del Sena Inferior, el de la Somme, se
significaron por la vehemencia de sus proclamas contrarrevolucionarias
después del 20 de Junio. El ministro hizo imprimir en la imprenta real y
publicar gran número de ejemplares de la proclama de la Somme,
insultante contra la Asamblea.
La magnitud del peligro produjo un efecto singular, imprevisto,
que, a pesar de su corta duración, prestó una fuerza de cohesión terrible
a la Revolución. El 28, Brissot, que ya no iba á los Jacobinos, fué, se
presentó como acusador de Lafayette y pidió la unión y el olvido.
Brissot, el hombre de la prensa y Robespierre, el hombre de los
Jacobinos, reconciliados un momento, se dirigieron palabras de paz.
El 30 de Junio, Juan Debry, en nombre de la comisión de los doce,
presentó a la Asamblea un informe: «Sobre las medidas que había que
tomar en caso de peligro de la patria» y trató especialmente del caso en
que aquel peligro viniera precisamente del poder ejecutivo, cuya misión
era rechazarle.
De este modo estaba planteada la cuestión en todos los espíritus.
Cuando toda Francia fué advertida por el informe y cuando en todas las
aldeas y ciudades empezó a oírse esta frase la patria en peligro,
entonces, por la segunda vez, la causa nacional contra la monarquía
quedó encomendada al noble y puro Vergniaud.
Su discurso, de estilo elevado y de un desarrollo grandioso, con
muchas redundancias, admira al leerlo. El procedimiento es muy
diferente del de Mirabeau; cada cosa tiene aquí menos relieve y saliente,
todo está subordinado al movimiento general, a un inmenso crescendo
que al avanzar lo arrolla todo. Es como aquellos grandes ríos de América,
de varias leguas de anchura, que al mirarlos tienen el aspecto de un mar
tranquilo de agua dulce; si os embarcarais en ellos, iría vuestra

105
embarcación rápida como una flecha; se mide con terror la velocidad de
la corriente; va arrastrada, sin medio alguno para detenerla, se desliza,
corre y va al abismo, a las espumosas cataratas donde la masa de las
aguas se rompe al peso de un mar.
La tesis del discurso es la respuesta a la frase que el rey decía y
repetía el 20 de Junio: «No me he apartado de la Constitución, etc.» Lo
que caracteriza aquel sublime discurso, lo que le coloca por encima de
su tiempo y de las mismas circunstancias, es la leal reclamación del
honor contra la pérfida interpretación literal que se apoya en la falsa
conciencia, para matar y exterminar el sentido recto.
En todos los hombres de partido se despertó la confianza cuando
Vergniaud, haciendo un llamamiento en una hipótesis elocuente que
desgraciadamente estaba muy cerca de la realidad, pronunció estas
memorables palabras:
«Si tal fuera el resultado de la conducta que acabo de trazar, que
Francia nadase en un mar de sangre, que el extranjero dominara en ella,
que la Constitución fuese atropellada, que la contrarrevolución fuera un
hecho y que el rey os dijera para justificarse:
» Es cierto que los enemigos que desgarran la Francia alegan que
sólo obran para realzar mi poder que suponen aniquilado, vengar mi
dignidad que suponen escarnecida, devolverme mis derechos reales que
suponen comprometidos o perdidos, pero yo he probado que no era
cómplice suyo, he obedecido la Constitución que me ordena oponerme
con un acto formal a sus intentos, toda vez que he puesto mis ejércitos
en campaña; es cierto que esos ejércitos eran muy débiles, pero la
Constitución no designa el grado de fuerza que debía yo darles; es cierto
que los he reunido demasiado tarde, pero la Constitución no señala el
tiempo en que yo debía reunirlos: es cierto que los campamentos de
reserva hubieran podido sostenerlos, pero la Constitución no me obliga
a crear campamentos de reserva; es cierto que cuando los generales
avanzaban vencedores sobre el territorio enemigo les he ordenado que
se detuvieran, pero la Constitución no me prescribe que alcance
victorias, hasta me prohíbe las conquistas; es cierto que se ha intentado
desorganizar los ejércitos con las dimisiones combinadas de oficiales y
por medio de intrigas, y que yo no he hecho ningún esfuerzo para
detener el curso de aquellas dimisiones o de aquellas intrigas, pero la
Constitución no ha previsto lo que yo debiera hacer en semejante caso;
es cierto que mis ministros han engañado constantemente a la Asamblea
nacional sobre el número, la disposición de las tropas y de su
aprovisionamiento, que he conservado todo el tiempo que he podido los

106
que dificultaban la marcha del gobierno constitucional y lo menos
posible las que podían darle fuerza, pero la Constitución sólo hace
depender su nombramiento de mi-voluntad, y en ninguna parte me
ordena que yo conceda mi confianza a los patriotas y que despida a los
contrarrevolucionarios; es cierto que la Asamblea nacional ha votado
decretos útiles y necesarios, y que yo he rehusado sancionarlos, pero yo
tenía ese derecho, es sagrado, porque me lo concede la Constitución; es
cierto, en fin, que se hace la contrarrevolución, que el despotismo va a
poner de nuevo entre mis manos su cetro de hierro, que os aplastaré con
él, que vais a humillaros, que os castigaré por haber tenido la insolencia
de querer ser libres, pero yo he hecho todo lo que la Constitución me
prescribe, no ha emanado de mí ningún acto que la Constitución
condene, no se puede, por consiguiente, dudar de mi fidelidad hacia ella,
de mi celo para defenderla. ( Vivos aplausos.)
» Si fuese posible que, entre las calamidades de una guerra
funesta, en medio de los desórdenes de un trastorno
contrarrevolucionario, el rey de los franceses les dirigiera aquel discurso
irrisorio; si fuese posible que les hablase de su amor a la Constitución
con una ironía tan insultante, no estarían aquellos en su derecho
respondiéndole:
«Oh rey, que sin duda habéis creído, como el tirano Lisandro, que
la verdad no valía más que la mentira y que era preciso entretener a los
hombres con juramentos como se divierte a los niños con juguetes; que
sólo habéis fingido amar las leyes para conservar el poder que os serviría
para desafiarlas; la Constitución, para que no os arrojase del trono,
donde necesitabais estar para destruirla; la nación, para asegurar el buen
éxito de vuestras perfidias, inspirándola confianza; ¿pensáis engañarnos
hoy con vuestras hipócritas protestas? ¿Pensáis engañarnos sobre la
causa de nuestras desgracias, con el artificio de vuestras excusas y la
audacia de vuestros sofismas? ¿Era defendernos el oponer a los
soldados extranjeros fuerzas cuya inferioridad no dejaba duda sobre su
derrota? ¿Era defendernos el rechazar los proyectos que tendían a
fortificar el interior del reino, o a hacer los preparativos de resistencia
para la época en que fuéramos ya la presa de los tiranos? ¿Era
defendernos el no reprimir a un general que violaba la Constitución y
encadenar el valor de los que la defendían? ¿Era defendernos el paralizar
constantemente el gobierno con la desorganización continua del
ministerio? ¿Os deja la Constitución la elección de los ministros para
nuestra felicidad o para nuestra ruina? ¿Os hizo jefe del ejército para
nuestra gloria o para nuestra vergüenza? ¿Os dio, en fin, el derecho de

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sanción, una lista civil y tantas y tan grandes prerrogativas para que
perdieseis constitucionalmente la Constitución y el Imperio? ¡No, no;
hombre al que no ha podido conmover la generosidad de los franceses,
¡hombre al que solo ha hecho sensible el amor al despotismo, no habéis
cumplido el voto de la Constitución! ¡Quizás puede ser derribada, pero
no recogeréis vos el fruto de vuestro perjurio! ¡No os habéis opuesto con
un acto formal a las victorias que se alcanzaban en vuestro nombre
contra la libertad, pero no recogeréis el fruto de estos indignos triunfos!
¡Ya no sois nada para esa Constitución que tan indignamente habéis
violado, para ese pueblo que tan cobardemente habéis traicionado!»
(Aplausos reiterados.)
El efecto fué el de una tromba. El movimiento, largo tiempo y
hábilmente balanceado, aumentado, creciendo en fuerza y en velocidad,
cada vez más grande y más terrible, se hizo irresistible. Nadie se libró de
él. La Asamblea en masa, envuelta en el poderoso torbellino, fue
arrastrada por él. Fuldenses y Fayettistas, realistas, constitucionales de
todos matices, estuvieron de acuerdo con sus enemigos, y todos juntos
proferían gritos de entusiasmo. ¡Tal es la tiranía de la elocuencia que
nadie podía librarse de ella! ¿O más bien debemos creer que todos,
franceses en el fondo, olvidaron el discurso, y el hombre y el partido y
su propia opinión, y en aquella voz solemne reconocieron, a pesar suyo,
la voz de la patria?
Pero cuando un diputado, Torné, propuso claramente a la
Asamblea, lo que era sin embargo la conclusión lógica, que se apoderase
del poder y gobernase la Francia valiéndose de sus comisiones, cuando
el positivo, el frío, el vasto espíritu de Condorcet llamó la atención sobre
todos los medios prácticos que debía adoptar la Asamblea en su nuevo
oficio de rey, entonces experimentó algún terror y se replegó sobre sí
misma. Tuvo una última mirada, un sentimiento sobre el acuerdo de los
poderes, que hubiera evitado la guerra civil, si el rey hubiese tenido un
poco de buena fe.
Era el 6 de Julio. El nuevo obispo de Lyón, Lamourette, tomando
pie de una frase que había pronunciado Carnot sobre la concordia y la
paz, dijo que era preciso a toda costa ponerse de acuerdo, que las dos
mitades de la Asamblea debían tranquilizarse mutuamente sobre los
temores que experimentaba cada una de ellas; que bastaba que el
presidente pronunciara estas solas palabras: «Que los que abjuran y
execran igualmente la República—y las dos Cámaras—se levanten al
mismo tiempo.»

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La Asamblea se conmovió y se levantó en masa. ¡Cosa extraña y
de difícil explicación! ¿Qué es lo que quería, pues, aquella Gironda, que
hasta entonces, bajo la inspiración de madama Roland combatía al trono
sin tregua? Sin duda cedieron a la emoción universal. No estaba en
desacuerdo con su pensamiento íntimo. Desde el efecto inmenso
producido por el discurso de Vergniaud, que tan profundamente había
conmovido la Francia, sentía que todo temblaba, comenzaba a temer que
triunfaba demasiado, y que derribaba el trono, para sentar sobre sus
restos el trono de la anarquía, el reinado de los clubs.
Sea lo que fuere, la escena fué tan extraña como imprevista.
Movidos por un mismo impulso, la derecha y la izquierda se
confundieron y se abrazaron; las filas superiores descendieron, la
Montaña se arrojó sobre la Llanura. Se vio sentarse juntos a los
Fuldenses y a los Jacobinos, Merlin al lado de Jaucourt y Gensonné al
de Vaublanc. Estas efusiones sencillas no deben sorprendernos. Francia
es una nación donde el buen corazón se desborda en las más violentas
discusiones. ¿No se vio una hora antes de la sangrienta batalla de
Azincourt a nuestros caballeros y nuestros barones, divididos por odios
tan profundos, pedirse perdón y abrazarse? Aquí, lo mismo en vísperas
de la sangrienta batalla de la Revolución, estos se conmovieron un
momento, dijeron adiós a la paz y dieron un último abrazo a la
naturaleza, a la humanidad, a los más caros sentimientos del alma.
La escena cambió pronto y se enfrió mucho, cuando una carta de
Petion puso en conocimiento de la Asamblea que había sido suspendido
por orden del Directorio de París y que éste disponía persecuciones por
las ocurrencias del 20 de Junio. Se empezó a comprender que la escena
tan hábilmente preparada por Lamourette no había sido más que un
ardid de guerra, un medio de entorpecer a la Asamblea, obligándola a
que aplazase la gran medida popular que se temía: la declaración del
peligro de la patria.
Y fué confirmada la suspensión y publicada por una proclama del
rey, enviada por él a la Asamblea.
Entretanto la población se movía en favor de su alcalde, y llovían
peticiones en su favor; se presentó una en nombre de los cuarenta mil
obreros de París.» El mismo Petion fué a la barra, y dijo como
justificación principal, esto que es muy grave: «Que a ningún precio y
sucediera lo que sucediera no había querido arriesgarse a que corriese
la sangre.»—El 13, la Asamblea alzó la suspensión del alcalde y la
mantuvo todavía, dato notable, para el procurador de la comuna,

109
Manuel, quien, según todas las apariencias, bajo la dirección de Danton,
había tomado una parte muy activa en la organización del movimiento.
La fiesta aniversario del 14 de Julio no fué otra cosa que el triunfo
de Petión sobre el rey. Los hombres, armados con picas, llevaban escrito
en los sombreros con tiza: «¡Viva Petion!» Sin embargo, todo pasó
tranquilamente; en medio, no obstante, de una emoción visible, era una
calma con estremecimientos, como un descanso antes del combate.
Entre los símbolos ordinarios que figuraban en el cortejo solemne, tales
como la Ley, la Libertad, etc., algunos hombres vestidos de negro,
coronados de ciprés, llevaban también una cosa misteriosa y temible,
que se veía brillar a través de un crespón; era la espada de la ley. Velada
todavía, iba a desgarrar su tenue envoltura y a convertirse en el hierro
del Terror.
El rey iba como a la fuerza, y parecía la víctima. Víctima más que
de la Revolución de sus obstinadas convicciones. Iba odioso con su
doble veto, pensativo, melancólico, esperando ser asesinado, tranquilo
por su muerte, inquieto por los suyos. Por vez primera, a sus instancias,
llevaba un peto oculto. «Su aspecto, dice un escritor realista, era el de un
deudor al que llevan a la cárcel.» Sin embargo, no se dejó llevar hasta el
fin. Cuando le invitaron a que prendiese fuego al árbol de que pendían
las insignias feudales, dijo que la cosa era innecesaria, y protestó así en
cierto modo, aquel último día de la monarquía, en nombre del antiguo
régimen expirante.
La monarquía, ostensiblemente, había concluido. El ministerio
había presentado la dimisión el 9 de Julio; el directorio de París presentó
la suya el 20. Desapareció toda autoridad. El Estado quedó sin gobierno,
la capital sin administradores, el ejército sin generales.
Quedaba la Asamblea, indecisa y flotante. Quedaba la nación
conmovida, indignada por los obstáculos, ignorando los remedios,
buscándose a tientas, sintiéndose fuerte, atestiguando la Asamblea y no
pidiendo más que un signo.
Este signo era la Declaración de la patria en peligro.
¿Qué era en realidad? Robespierre lo dijo perfectamente: una
confesión que hacía la autoridad de su impotencia, del estado horrible
de crisis a que habían llegado las cosas, un llamamiento a la nación para
que se salvara ella misma.
Esta declaración pedida el 30 de Junio, formulada el 4 de Julio,
votada el 11, no fué promulgada basta el domingo 22 de Julio. Se
acababan de recibir las noticias más alarmantes del Este. El directorio de
París, en vísperas de su dimisión, se oponía al reclutamiento: fué

110
acusado de ello positivamente por dos excelentes ciudadanos, Cambon
y Carnot. Desde el 11 basta el 22, no se pudo obtener del poder ejecutivo
la autorización necesaria para proclamar el peligro de la patria.
El alma de la Francia estaba tan conmovida en aquel momento, los
pechos tan próximos a estallar, que todos anhelaban alzar la bandera del
entusiasmo. Se temía que la embriaguez degenerase en furor.
Por fin fué preciso conceder la declaración tan impacientemente
deseada por el pueblo.' El domingo 22 de Julio se hizo la proclamación
en las plazas de París. Fué repetida en todas las plazas de Francia.
El decreto de la Asamblea mandaba que hecha la proclamación se
constituirían en vigilancia permanente los consejos de los
departamentos, de los distritos, de las comunas: que todos los guardias
nacionales entrarían en activo; que todos los ciudadanos declararían las
armas que tenían; que la Asamblea determinaría el número de hombres
que había de proporcionar cada departamento: que el departamento, el
distrito, distribuirían el cupo; que tres días después escogerían los
hombres de cada cantón los que el cantón debía presentar; que los que
hubieran obtenido este honor se presentarían dentro de tercero día en la
cabeza del distrito, donde les darían el socorro, la pólvora y las balas.
Nada de obligación para uniformarse: podían ir al combate con sus trajes
de trabajo.
En París se hizo la proclamación con una solemnidad austera,
digna de la situación. El genio de la Revolución, allí se demostró, estaba
verdaderamente en la Comuna. Danton influía ya en ella por Manuel,
procurador de la Comuna, por los oficiales municipales y el consejo
general. Su aliento parece haber animado al autor del programa, a
Sergent, artista mediano, pero poseído en aquel momento por un vértigo
sublime; demasiado lo transmitió a las grandes y terribles fiestas que
precedieron y siguieron al 10 de Agosto. Parece como que Sergent fue
en esta ocasión el artista de Danton, como más adelante David lo fué de
Robespierre. Sergent, inferior como artista, parece que fué más
poderosamente inspirado que David para la mise en escena de aquellas
representaciones populares. Produjeron un efecto verdaderamente
espantoso. Una de ellas, la fiesta fúnebre, celebrada después del 10 de
Agosto, causó en la población una impresión de dolor furioso, que acaso
deba considerarse como una de las causas de la matanza que se ejecutó
después.
El domingo 22 de Julio a las seis de la mañana comenzaron a
disparar los cañones del Puente Nuevo, y continuaron de hora en hora,
hasta las siete de la tarde. Un cañón del Arsenal respondía y hacía el eco.

111
Toda la guardia nacional compuesta de sus seis legiones,
agrupada alrededor de sus banderas, se reunió frente al Hotel de Ville y
organizó allí los dos cortejos que habían de hacer la proclamación en
París. Cada uno llevaba al frente un destacamento de caballería con
trompetas, tambores, música y cañones. Cuatro alguaciles a caballo
llevaban cuatro banderas representando la Libertad, la Igualdad, la
Constitución y la patria. Doce oficiales municipales con bandas, y detrás,
un guardia nacional a caballo llevando una gran bandera tricolor donde
estaban escritas estas palabras: «¡Ciudadanos! la patria está en
peligro.»—Seguían luego seis cañones y otro destacamento de guardia
nacional. La caballería cerraba la marcha.
La proclamación se hizo en las calles y en los puentes.
En cada parada se ordenaba silencio agitando las banderas y con
un redoble de tambor. Se adelantaba un oficial municipal, y con voz
grave leía el acta del cuerpo legislativo y decía: «La patria está en
peligro.»
Aquella solemnidad era como la voz de la nación, su llamamiento
a sí misma. A ella le incumbía ahora el ver lo que debía hacer, la
abnegación y el sacrificio de que era capaz, el ver quién quería combatir
en defensa del inmenso patrimonio de libertades ayer conquistadas,
quién quería salvar la Francia y la esperanza del mundo.
En todas las grandes plazas y en el atrio de Nuestra Señora, se
habían construido tablados para registrar los alistamientos. Tiendas de
campaña con banderas tricolores y coronas de roble; una tabla
sencillamente colocada sobre dos tambores. Municipales con seis
notables estaban sentados para escribir y dar a los afiliados sus
certificados; a derecha e izquierda las banderas custodiadas por
individuos de los respectivos batallones.
El tablado estaba aislado y defendido por un gran círculo de
ciudadanos armados y dos piezas de artillería. En el centro estaba la
música tocando himnos guerreros y patrióticos.
Habían hecho bien al rodear así los tablados. La multitud se
precipitaba hacia ellos. El círculo de los centinelas apenas bastaba para
contenerla. Todos querían llegar al mismo tiempo y alistarse a la vez. Se
les contenía, se les apartaba para regular la inscripción, pasaban
algunos, subían impacientemente las escaleras, apiñándose en las
balaustradas; a cada momento llegaban otros, los inscritos bajaban
yendo a sentarse alegremente en el gran círculo de la plaza, cantando al
compás de la música y acariciando los cañones.

112
Un periodista se lamenta de no haber visto ya más picas, es decir
hombres de la clase inferior. Allí todo estaba mezclado, ya no había altos
ni bajos, ni superiores ni inferiores, eran hombres nada más, era la
Francia entera que se precipitaba al combate.
Se presentaban muy jóvenes tratando de demostrar que tenían
diez y seis años y que tenían derecho a partir. La Asamblea, por un favor,
había rebajado hasta aquella edad la facultad de alistarse.
Había hombres maduros, hombres ya encanecidos, que por nada
del mundo querían desperdiciar la ocasión, y más ligeros que los
jóvenes, se dirigían ya a la frontera. Se vieron cosas extrañas. En el fondo
de la Bretaña baja, el honrado Latour d'Auvergne, de edad madura, ya
retirado, abandonó una mañana las hermosas antigüedades célticas que
constituían toda su felicidad, se fué a abrazar á su maestro, un viejo sabio
celtomaniaco, parte sin más socorro que su querida gramática bretona,
que llevaba sobre el pecho y que le libró de las balas. Se alistó en
aquellas bandas a los cincuenta años, y se consagró heroicamente a
ilustrar a aquella juventud.
Nadie podía ver aquello sin emocionarse. La joven audacia de
aquellos niños, la abnegación de aquellos hombres que lo dejaban allí
todo, hacían salir las lágrimas a los ojos. Algunos lloraban y se
desesperaban por no poder partir ellos también. Los que marchaban
cantaban y bailaban cuando los municipales les llevaban por la noche al
Hotel de Ville. Decían a la multitud conmovida: «¡Cantad vosotros
también! Gritad: ¡Viva la nación!»
El entusiasmo fué tal, la fermentación tan grande, los corazones y
las imaginaciones tan poderosamente conmovidas, que los mismos que
habían decretado la Declaración del peligro de la patria no estaban
exentos de inquietud; se asustaron de su propia obra.
Brissot advirtió al pueblo «que la corte quería un motín, que no
buscaba más que un pretexto para que se alejase el rey.»
No, no se necesitaba un motín, sino una insurrección grande y
general o perecía la Francia.
La Asamblea era impotente. No se atrevía a condenar a Lafayette,
el apoyo de la monarquía.
Los Jacobinos eran impotentes. Robespierre, su oráculo,
demostraba a las mil maravillas que la Asamblea no hacía nada, que la
Gironda esperaba que Luis XVI, en último extremo, le devolviera el
poder. Pero cuando le preguntaban qué remedio debía emplearse, no
sabía decir más si no que era preciso convocar las asambleas primarias,
que elegirían electores, y que estos elegirían una Convención para que

113
esta Asamblea, legalmente autorizada, pudiera reformar la Constitución.
Esta Constitución perfeccionada no dejaría sin duda de debilitar y
desarmar al poder ejecutivo.
Una medicina tan lenta hubiera producido el efecto natural de dejar
morir al enfermo. Antes de que fuesen siquiera convocadas las
asambleas primarias, los prusianos y los austríacos, dando la mano a
Luis XVI, podían llegar a París.
¿La impotencia de la Gironda y de la Asamblea, de Robespierre y
los Jacobinos, alcanzaría también a la comuna de París? No era nada
inverosímil. Petion, su jefe, era hombre de palabras y de discursos, de
ningún modo hombre de acción. Habiendo salido de la noble
Constituyente, de una asamblea esencialmente habladora, académica,
conservaba su carácter. El cargo de alcalde de París, aquel cargo que sin
cesar obliga a parlamentar parece que paraliza siempre a los que le
desempeñan. Petión era lo mismo que Bailly su antecesor, majestuoso,
frío y vacío, una ceremonia viviente. Vano como él, y más ansioso
todavía de popularidad, todos sus discursos se resumen poco más o
menos en las palabras que pronunció el 20 de Junio y que repetía
siempre: «Pueblo, has sido sublime... Pueblo, ya has hecho bastante,
mereces descanso... Pueblo, vuelve a tus hogares.»
Ninguna fuerza individual hubiera podido jamás poner en
movimiento a aquel ídolo. Para sacarle de su inercia, lanzarle a acusar al
rey, como vamos a ver luego, se necesitaba una de aquellas grandes
mareas del océano popular que le hace salir de su lecho por un
movimiento invencible, arrastrándolo todo con sus ondas, hasta las
piedras inertes y pesadas.
Repitámoslo, nadie en particular puede alabarse del 10 de Agosto,
ni la Asamblea, ni los Jacobinos, ni la Comuna. El 10 de Agosto, como el
14 de Julio y el 6 de Octubre, fué un gran acto del pueblo.
Acto de energía, de abnegación, de valor desesperado, menos
general sin embargo que los dos precedentes; pero si se considera el
sentimiento universal de indignación que le inspiró, puede llamarse así:
un gran acto del pueblo.
Millones de hombres quisieron: veinte mil ejecutaron.
El individuo hizo poco o nada. Sin embargo, es justo reconocer que
nadie observó mejor el movimiento y se asoció a él más hábilmente que
Danton.
El 13 de Julio propuso en los Jacobinos que los federados
procedentes de los departamentos prestasen al siguiente día, en la fiesta
del 14, un juramento suplementario: el de permanecer en París mientras

114
estuviera la patria en peligro: «Y si los federados dijesen lo que toda la
Francia piensa, que el peligro de la patria no procede más que del poder
ejecutivo, ¿quién les quitaría el derecho de examinar esta cuestión?»
El 17, el procurador de la Comuna, Manuel (indudablemente bajo
la influencia de Danton), pidió y obtuvo que las secciones entonces
permanentes, tuviesen en el Hotel de Ville una oficina central de
correspondencia, por medio de la cual se entendieran entre sí de una
manera segura y pronta. Medida grave que creaba la unidad, ya no
ficticia, si no real, activa, de aquel gran pueblo de París.
El 27, decidieron los Franciscanos, presididos por Danton, que:
«Habiendo entregado la Constituyente el depósito de la Constitución a
todos los franceses, todos, ante el peligro de la Constitución, ciudadanos
pasivos como activos son admitidos por la misma Constitución a
deliberar, a tomar las armas para defenderla; que la sección del Teatro-
Francés les llama así, etc., etc.» El acuerdo está firmado por Danton y
dos secretarios, Momoro y Chaumette.
De este modo, en aquel momento supremo, la famosa sección de
los Franciscanos y el mismo Danton se esforzaban por mantener todavía
sobre la insurrección una capa de legalidad; atestiguaban la Constitución
en el mismo momento en que la salvación de Francia obligaba a
romperla.
La Francia fué salvada por la Francia, por las masas desconocidas.
El impulso fué dado por el mismo extranjero, por sus insolentes
amenazas. Le somos deudores de aquel magnífico arrebato de cólera
nacional, de donde salió la salvación.
El 26 de Julio salía de Coblenza el manifiesto imperiosamente
insultante del general de la coalición, del duque de Brunwick. Este
príncipe, que era de buen juicio, lo calificaba él mismo de absurdo; pero
los reyes le imponían aquella obra insensata de la emigración. Se
anunciaba en aquel documento una guerra extraña, nueva,
completamente contraria al derecho de las naciones civilizadas. Todo
francés era culpable; toda ciudad o aldea que opusiera resistencia debía
ser demolida, incendiada. En cuanto a la ciudad de París debía sufrir
severidades terribles: «Sus Majestades hacían responsables con su
cabeza de todos los acontecimientos, para ser juzgados militarmente, sin
esperanza de perdón, a todos los miembros de la Asamblea, del
departamento, del distrito, de la municipalidad, a los jueces de la paz, a
los guardias nacionales y a todos los demás... Si se hacía la menor
violencia al rey, sería vengada de una manera memorable, entregando
París a una ejecución militar y a una subversión total etc., etc.

115
Aquel manifiesto del 26, fué conocido (cosa extraña) en París el 28;
se hubiera creído que salía de las Tullerías y no de Coblenza. Cayó como
un rayo sobre pólvora. La sección de Mauconseil abandonó el terreno de
las vaguedades constitucionales y declaró: 1.° que era imposible salvar
la libertad por la Constitución;¿2.° que abjuraba de su juramento y no
reconocía ya a Luis como rey; 3.° que el domingo, 5 de Agosto, se
trasladaría a la Asamblea y le preguntaría si quería por fin salvar la
patria, reservándose, según la respuesta, el tomar la determinación
ulterior que procediese, jurando sepultarse, si era preciso, bajo las ruinas
de la libertad.
Esta declaración fué firmada por seiscientos nombres,
enteramente desconocidos.
Jamás insurrección alguna fué anunciada más clara y
francamente. Los que después de la victoria se la atribuyeron como suya
y preparada por ellos, se vieron obligados, para hacer creer que ellos lo
habían hecho todo, a suponer misterios a cuya sombra habían trabajado.
Todo indica, digan lo que quieran, que aquellos misterios no hicieron
nada o casi nada. Fué una conspiración inmensa, universal, nacional,
que se preparó a voz en grito en la plaza pública, en pleno día, a la luz
del sol. Uno de los que trataron después de atribuirse el honor de la cosa
había dicho mejor antes: «En este momento, somos un millón de
facciosos.»
De cuarenta y ocho secciones, votaron la caída de Luis XVI
cuarenta y siete.
Para pronunciarle sin riesgo de colisión, era preciso desarmar a la
corte. En este punto estaban de acuerdo la Gironda y los Jacobinos. El
girondino Fauchet y el jacobino Choudien, pidieron y obtuvieron de la
Asamblea que las tropas de línea fuesen enviadas a la frontera. La
Asamblea, bajo esta doble influencia, ordenó el licenciamiento de la
guardia nacional. Esto era romper en París la espada de Lafayette, ya
embotada, pero aun en su poder.
De este modo perdía la corte sus defensas y sus barreras. Aun
fueron más allá; se pusieron en tela de juicio los suizos; se cayó entonces
en la cuenta de que su jefe, su coronel general estaba en Coblenza; era
el conde de Artois, y parte de sus oficiales eran pagados en Coblenza con
el dinero de la nación.
Mientras se procuraba desarmar la monarquía llegaban cada día a
París los ejércitos de la Revolución. Me refiero a los diferentes cuerpos
federados de los departamentos. Estos federados no eran unos
cualquieras, voluntarios escogidos al azar; eran los que se habían

116
presentado en la elección para combatir los primeros, los que se
destinaban a las armas, los elegidos bajo la influencia de las sociedades
populares, como patriotas más ardientes y más firmes soldados.
Los federados cayeron enmedio de la fermentación de París como
un exceso de ardiente levadura. Alojado en las casas particulares o
concentrados en los cuarteles, inactivos y devorados por la necesidad de
moverse, iban por todas partes, mostrándose por doquiera,
multiplicándose. Frescos y no fatigados, entusiasmados por verse al fin
(la mayor parte por primera vez) en el terreno de las revoluciones, en el
mismo cráter del volcán, aquellos terribles viajeros apresuraban la
erupción. Tomaron dos resoluciones que les dieron gran fuerza: la de
unirse y crear cuerpo, —formaron un comité central en los Jacobinos, —
y la de permanecer en París. El 17 de Julio habían dirigido a la Asamblea
una petición audaz: «¿Habéis declarado el peligro de la patria; ¿pero no
sois vosotros los que la hacéis peligrar, prolongando la impunidad de
los traidores?... Proceded contra Lafayette, suspended el poder
ejecutivo, destituid los directorios de los departamentos, renovad el
poder judicial.»
La indignación de la Asamblea fué casi unánime, pasó a la orden
del día. Los federados, extrañados por tan mala acogida, escribieron a
los departamentos: «Ya no nos volveréis a ver, o nos veréis libres.
Vamos a combatir por la libertad, por la vida... Si sucumbimos, vosotros
nos vengaréis y la libertad renacerá de sus cenizas.»
Mejor recibidos por los Jacobinos, se sentían animados por la
Comuna de París. El procurador de la Comuna, Manuel, expuso en los
Jacobinos esta nueva doctrina: que los federados, elegidos por los
departamentos, eran sus representantes legítimos. Petion, que estaba
allí, apoyó esta afirmación con su presencia, con la poderosa autoridad
del primer magistrado de París. París, representado por Petion, parecía
que adoptaba a aquellos enviados de la Francia y que les animaba al
combate.
El 25 de Julio fueron obsequiados los federados con un festín
cívico en el solar de las ruinas de la Bastilla, y la misma noche del 25 al
28 se reunió un directorio de insurrección en el Sol de oro, pequeño figón
de las cercanías. Asistieron cinco miembros del comité de los federados,
los dos jefes de los barrios, Santerre y Alexandre, tres hombres de
acción; Fournier, llamado el Americano, Westermann y Lozouski, el
jacobino Antonio, los periodistas Carra y Corsas, hijos predilectos de la
Gironda. Fournier llevó una bandera roja con esta inscripción dictada por
Carra: «Ley marcial del pueblo soberano contra la rebelión del poder

117
ejecutivo.» Se trataba de apoderarse del Hotel de Ville y dé las Tullerías,
secuestrar al rey sin hacerle daño, y encerrarle en Vincennes. El secreto,
confiado a demasiadas personas, era conocido de la corte. El
comandante de la guardia nacional fué en busca de Petion y le dijo que
había puesto el castillo en estado de defensa. En la misma noche fue
Petion á disolver a los convidados del festín cívico que creían que iban a
combatir al hacerse de día. Se acordó entonces esperar la llegada de los
federados de Marsella.
Barbaroux, su compatriota, había escrito a Marsella pidiendo que
enviasen a París «quinientos hombres que supiesen morir.» Rebecqui,
otro marsellés, había ido a reclutarlos, a escogerlos él mismo. No debe
olvidarse que desde hacía dos o tres años existía en el Mediodía la
guerra bajo diversas formas. Los motines de Montauban, de Tolosa, el
sangriento combate de Nimes el 90; la guerra civil de Avignon el 90 y 91;
los sucesos de Arlés, d'Aix, sobre todo los últimos, donde los guardias
nacionales habían desarmado a un regimiento suizo, todo esto había
excitado en aquellas comarcas el orgullo militar, el amor a los combates,
la furia de la Revolución. Rebecqui y sus marselleses eran aliados y
amigos del partido francés de Avignon; consideraban los crímenes como
represalias disculpables.
Los quinientos hombres de Marsella, que no eran todos
exclusivamente marselleses, eran ya, aunque jóvenes, soldados viejos
de la guerra civil, acostumbrados a la sangre, muy curtidos; unos, rudos
hombres del pueblo como lo son los marineros o los aldeanos de
Provenza, población áspera, sin miedo ni piedad; otros aún más
peligrosos, jóvenes de la clase más distinguida, en su primer acceso de
furor y de fanatismo, criaturas extrañas, turbias y tempestuosas,
destinadas desde su nacimiento al vértigo, como solo se ven en aquel
cálido clima. Furiosos prematuros y sin objeto, como se presente
ocasión encontraréis en ellos los Mainvielle, que no retroceden por nada
del mundo, ni por la Glaciere.
Puede decirse que una cosa les sostenía en su cólera y les hacía
aptos para todo; que tenían fe. La fe revolucionaria, formulada por un
hombre del Norte en la Marsellesa, había fortificado el corazón del
Mediodía. Todos, hasta los que ignoraban las leyes de la Revolución, sus
reformas, sus beneficios, todos sabían, gracias a un cántico, por quien
debían desde entonces combatir, matar y morir. La pequeña tropa de
marselleses, atravesando las villas y ciudades, exaltó, asustó a la Francia
con su ardor frenético por el canto nuevo. En sus bocas tomaba un
acento muy contrario a la inspiración primitiva, acento feroz y de muerte;

118
aquel canto generoso, heroico, se convertía en un canto de cólera;
pronto iba a asociarse a los aullidos del Terror.
Barbaroux y Rebecqui fueron a Charenton a recibir a los
marselleses. El primero, joven, entusiasta, generoso, ligado por una
parte a los Girondinos, por la amistad de los Roland, y por otra, íntimo
de aquellos hombres violentos del Mediodía, ideaba una insurrección
grandiosa y pacífica, una fiesta temible en que cuarenta mil parisienses
acogerían a los marselleses, y tomándolos, por decirlo así, en sus brazos,
con un solo impulso, sin necesidad de combatir, se llevarían el Hotel de
Ville, las Tuberías, arrastrarían la Asamblea y fundarían la República.
«Aquella insurrección por la libertad hubiese sido majestuosa como ella,
santa como los derechos que debía asegurar, digna de servir de ejemplo
a los pueblos; para romper sus hierros bastaba enseñárselos a los
tiranos.»
Santerre ofreció los cuarenta mil hombres y llevó doscientos. No
tenía interés en proporcionar a los marselleses el honor de tan gran
movimiento. Barbaroux pudo convencerse muy pronto de lo poco
práctico de su romántico plan de una insurrección inocente, generosa y
pacífica, ejecutada por manos furiosas y ya ensangrentadas. Desde la
mañana siguiente, los marselleses invitados a un festín en los Campos
Elíseos se hallaron a dos pasos de los granaderos de las Filles-Saint-
Tomás, ó inmediatamente se produjo una sangrienta colisión. ¿Quién
empezó? no se sabe. Los marselleses, atacando unidos, alcanzaron una
fácil victoria; sus adversarios huyeron. El puente levadizo de las Tullerías
se bajó para recibirlos y se volvió a levantar para detener a los
marselleses, que se lanzaron en su persecución. Varios heridos,
acogidos en las Tuberías, fueron atendidos y curados por las damas de
la corte.
El reducido ejército federado, quinientos marselleses, trescientos
bretones, etc., en total cinco mil hombres, estaba completo en París; la
insurrección era inminente. Todo el mundo la esperaba. Un toque de
rebato mudo resonaba en todos los oídos y en todos los corazones. El 3
de Agosto resonó en la misma Asamblea. Petion, a la cabeza de la
Comuna, se presentó en la barra. Extraño espectáculo: el frío, el
flemático Petion, seguido de sus dogos, los Danton y los Sergent, que le
empujaban por detrás, pronunció con su voz glacial un ardiente
llamamiento a las armas.
«La Comuna os denuncia el poder ejecutivo... Para curar los males
de la Francia, es "preciso atacarlos en su origen y no perder un
momento.»—Siguen los crímenes de Luis XVI; sus proyectos

119
sanguinarios contra París, los beneficios recibidos de la nación, su
ingratitud, la descripción de las trabas que pone a la defensa nacional, la
insolencia de las autoridades de los departamentos que se erigen en
árbitros entre la Asamblea y el rey, y quisieran constituir la Francia en
república federativa...» Habríamos deseado poder pedir solamente la
suspensión momentánea de Luis XVI; la Constitución se opone a ello. El
invoca sin cesar la Constitución; nosotros la invocamos a nuestra vez, y
pedimos su destronamiento... Es dudoso que la nación pueda fiarse de
la dinastía; pedimos ministros nombrados fuera de la Asamblea, por la
elección de los hombres libres, mientras esperamos que la voluntad del
pueblo, nuestro soberano y el vuestro sea legalmente pronunciada en
Convención nacional.»
Hubo un silencio profundo. Se acordó que la petición pasase a un
comité. La cuestión del destronamiento fué aplazada hasta el jueves 9 de
Agosto. Ya no se trataba de un arrebato popular, de una bravata de los
federados. Era la gran Comuna la que se colocaba en la vanguardia é
intimaba a la Asamblea que la siguiese; era el rey de París, que iba a
denunciar al rey. En el estado de miseria, de furor sordo en que se
hallaba la población, podía temerse que la discusión de semejante
arenga produjese el asalto de las Tullerías, que las palabras se
tradujesen en actos, que la causa de la libertad, en vez de ventilarse por
las batallas del Rhin, quedase encomendada al azar de un motín en París.
La sesión de la tarde fué corta. Cada cual se fué á su casa á
consultar con los suyos. En esas grandes circunstancias los hombres
inciertos, indecisos, flotantes, es cuando siguen, sin darse cuenta, la
influencia de los que los rodean, de las personas de su intimidad.
Cuando vacila la luz de la inteligencia se busca la del corazón. Sería
curioso saber de qué se trató aquella noche en la mesa de los grandes
jefes de la opinión, lo que dijo Robespierre en la de los Duplay,
Vergniaud en; casa de madama Roland o de la señorita Candeille. Según
todas las conjeturas, sea por temor de la libertad que podía perecer en
una hora, sea por instinto de humanidad, en el momento de ver correr
la sangre, todos estuvieron vacilantes o retrocedieron ante la próxima
aparición del terrible suceso.
Robespierre no dijo nada por la noche en los Jacobinos, y
probablemente se abstuvo de ir para no manifestar ninguna opinión
sobre las disposiciones que convenía tomar. Dejó pasar el día
ordinariamente decisivo en las revoluciones de París, el domingo. (5 de
Agosto.) Se calló el 3, siguió mudo el 4, y no hizo uso de la palabra hasta
que pasó el día, el lunes 6 de Agosto.

120
Respecto a la Gironda y a los amigos de los Roland, que estaban
en acción, no se abstuvieron, pero se dividieron. La Gironda
propiamente dicha, su pensamiento Brissot, su palabra Vergniaud,
temían la insurrección. Los amigos de los Girondinos, el joven marsellés
Barbaroux, la llamaban y la preparaban. Nada indica hacia qué lado se
inclinó madama Roland.
No puede acusarse a nadie. Verdaderamente no había tiempo para
vacilar ni para reflexionar. Se podía apostar que la corte llevaría ventaja
si se arriesgaba el combate. La Gironda había provocado y ordenado la
organización del ejército de picas, pero apenas comenzaba. Nada menos
disciplinado, menos ejercitado, menos imponente que las bandas de los
barrios. Los mismos federados, aunque valientes, ¿eran verdaderos
soldados? En cuanto al ejército de bayonetas era muy probable que una
gran parte no haría nada, y que otra, muy numerosa, estaría en contra
de la insurrección.
El ataque a las Tullerías no era cosa fácil. El castillo, sobre todo por
el lado del Carrousel, era muy temible. No tenía verjas como hoy, no
había ningún gran espacio libre, si no tres pequeños patios contra el
castillo, cerrados por muros, cuyas luces daban sobre el Carrousel y
permitían disparar muy cómodamente sobre los asaltantes. Si estos
conseguían penetrar allí, estaban perdidos; aquellos tres patios eran tres
trampas como las del patio del castillo del Cairo, en donde el pachá fusiló
a mansalva a los mamelucos. Una vez allí debían ser acribillados desde
las ventanas, atacados por todas partes.
La guarnición era muy segura. Se componía, además de los
guardias nacionales más fieles, de los batallones suizos, milicia valiente
y leal, de los restos de la guardia constitucional (ya hemos visto a los
Murat, los Rochejacquelein), y de la Nobleza francesa; así sollamaban
ellos mismos los nobles que se aprestaban a defender el castillo. Su jefe
D'Hervilly, era una espada temible; había formado y reclutado un cuerpo
muy temido, compuesto únicamente de maestros de esgrima y de
espadachines que el mismo examinaba.
Si, era cosa de pensarlo. Si la insurrección iba a dejarse coger y
sorprender en la ratonera de las Tullerías, la misma Asamblea quedaba
herida de muerte y perdía la fuerza legal que basta entonces había
estado en sus manos. Si podía con esta fuerza vencer sin combatir,
obligar al rey a que entregase otra vez el poder a los ministros patriotas,
¿por qué entregar la gran causa a los azares de un combate, a las
probabilidades de una sorpresa, de un pánico acaso, de un revés
irreparable?

121
Tales fueron los pensamientos de la Gironda. Sin duda la ambición
tuvo en ellos alguna parte. Pero aun dejando aparte la ambición, preciso
es reconocer que había motivo para dudar. Digamos también que, en
aquella gran época, en aquel raro momento de patriotismo y de
entusiasmo, el egoísmo y el interés personal, sin desaparecer
enteramente, influyeron de una manera muy secundaria en las
resoluciones de aquellos hombres. Hay que hacerles esta justicia a los
hombres de todos los partidos.
El 26 de Julio, había confesado Brisot el motivo muy serio que, en
el momento de quebrantar el trono, hacía dudar a la Gironda; estaba
fundado en la antigua superstición, absurda, pero muy real, y que no
podía dejarse de apreciar: «Los hombres atribuyen a la palabra rey una
virtud mágica que y preserva su propiedad.»
Añádase a esta idea un sentimiento, natural al aspecto del furor
que se veía germinar en el pueblo: el temor de una grande y terrible
efusión de sangre humana que renovase las escenas dé la Glaciere,
calumniase la libertad y deshonrase a la Francia. Se supo que en
Marsella un contrarrevolucionario había sido degollado por el pueblo.
En Tolón, cosa deplorable y fatal a los amigos de la libertad, la misma
ley, es decir sus principales órganos, habían sido las víctimas de la
venganza. El procurador general síndico (prefecto) del departamento,
cuatro administradores, el acusador público, un miembro del distrito y
otros ciudadanos habían sido asesinados. Si tales cosas ocurrían tan
lejos contra magistrados secundarios cuya responsabilidad no podía ser
muy grande, ¿qué harían con el rey? ¿qué sucedería en París, donde
desde largo tiempo los Marat y los Freron pedían cabezas, sangre,
suplicios atroces, mutilación y carnicerías?
Un hecho más tarde revelado, demuestra cuán asustados estaban
Petion y los mismos que estaban al frente, del carácter de violencia
asesina que iba a tomar la Revolución. Duval d'Espremenil, aquel que en
otro tiempo la había iniciado en el Parlamento, pero que después se
manifestó loco y furioso en sentido contrario, habló indiscretamente en
favor de la corte en el jardín de las Tullerías, y reconocido y perseguido
por la muchedumbre, fué golpeado y maltratado; sus vestidos
desgarrados eran arrancados a tiras o colgaban de él hechos girones
ensangrentados. Atravesó, vivo todavía, el Palais Royal, y se refugió
afortunadamente en la Tesorería que estaba enfrente. Se cerraron las
puertas. La multitud rugía a la parte de fuera, iba a derribarlas. La pobre
mujer de Duval (acababa de casarse); consiguió abrirse paso, queriendo
morir con él. Fueron a buscar a toda prisa al alcalde de París. Llegó

122
Petion, en efecto, entró, y vio sobre un colchón un espectro pálido y
ensangrentado. Era Duval, que le dijo: «Y yo también, Petion, yo he sido
el ídolo del pueblo.» No había concluido de pronunciar estas palabras,
cuando sea por el exceso de calor, sea terror y presentimiento
demasiado verdadero de su próximo destino, Petion se desmayó.
Si, era cosa de pensarlo, la víspera del 10 de Agosto. No era
solamente la Gironda la que dudaba, eran excelentes ciudadanos,
Cambon, por ejemplo, que no pertenecían a la Gironda; que no
participaron de su espíritu y no conocieron más sentimiento que el
interés de la Francia. El 4 de Agosto obtuvo Cambon que la Asamblea
pidiese a su comisión de los doce un informe: «Para atraer al pueblo
nuevamente a los verdaderos principios de la Constitución.» Esta
comisión trabajó en ello inmediatamente y Vergniaud llegó, en su
nombre, acto continuo á proponer que se anulase el acta sediciosa de
Manconseil, lo cual fué decretado al instante sin discusión.
Y, sin embargo, hoy podemos apreciarlo mejor, Vergniaud y
Cambon estaban equivocados. Solo la insurrección y una insurrección
inmediata, podía aun salvar a la patria. No había que perder ni un solo
día. La monarquía, siempre en las Tullerías, sirviendo de punto de enlace
a los nobles y a los curas de todo el reino, era el auxiliar más formidable
de los ejércitos de la coalición. La reina esperaba y llamaba a aquellos
ejércitos día y noche. Confiaba a sus damas sus deseos y sus esperanzas.
«Una noche, dice madama Campan, que la luna iluminaba la habitación,
ella la contemplaba y me dijo que dentro de un mes ya no vería aquella
luna sin estar libre de sus cadenas. Me confió que todo marchaba bien
para libertarla. Me dijo que iba a ponerse sitio a Lille, que temían que, a
pesar del comandante militar, la autoridad civil quisiera defender la
ciudad. Tenía el itinerario de los príncipes y de los prusianos-, tal día
estarían en Verdun, tal otro en otra parte. ¿Qué sucedería en París? El rey
no era cobarde, pero tenía poca energía- «Yo bien montaría a caballo,
añadía ella, pero entonces anularía al rey...»
Todo el mundo veía a las puertas de Francia dos ejércitos
disciplinados temibles por sus precedentes; el prusiano orgulloso con la
tradición del gran Federico; el austriaco y el húngaro ilustre por el éxito
de la guerra contra los turcos. Aquellos dos ejércitos tenían además la
grave particularidad de que acababan, casi sin disparar un tiro, de
sofocar dos revoluciones, la de Holanda y la de Bélgica. Ningún político,
ningún militar podía creer en una resistencia seria por parte de nuestros
ejércitos desorganizados, de las masas indisciplinadas que iban detrás,
de nuestros generales sospechosos, de una corte que llamaba al

123
enemigo. Sólo un milagro podía salvar la Francia, y muy pocas gentes
confiaban en él.
Madame Roland confiesa sin rodeos que esperaba poco de la
defensa del Norte, que calculaba con Barbaroux y con Serván las
probabilidades de salvar la libertad en el Mediodía fundando allí una
República. «Tomábamos, dice, unos mapas y trazábamos una línea de
demarcación.» «Si nuestros marselleses no triunfan, decía Barbaroux,
ese será nuestro recurso.»
Esto no era sólo peculiar de los Girondinos. Marat, la víspera del
10 de Agosto, pidió a uno de aquellos que le pusiera a salvo en Marsella,
y se dispuso a huir disfrazado de carbonero. Vergniaud afirma que
Robespierre tenía la misma intención y que quería retirarse también a
Marsella. Aunque parezca sospechosa la afirmación de un enemigo
contra un enemigo, confieso que el testimonio de semejante hombre,
leal, de corazón y de honor, me parece de mucho peso.
Solos dos hombres, entre los que tenían influencia, parece que se
opusieron invariablemente a la idea de salir de París; los dos hombres
de genio, Vergniaud y Danton. La cosa es casi indudable respecto de
Danton. El que después del 10 de Agosto, cuando el enemigo se
acercaba, no pestañeó y se obstinó en hacer frente, ese, antes del 10, en
un peligro menos eminente, con seguridad que no tembló.
Respecto de Vergniaud, no tiene duda. Dio su opinión en presencia
de cerca de doscientos diputados. Contra la opinión de la mayor parte
de sus amigos, dijo: «Que era en París donde se necesitaba asegurar el
triunfo de la libertad o perecer con ella que, si la Asamblea salía de París,
no podía ser más que como Temístocles, con todos los ciudadanos, no
dejando sino cenizas, no huyendo un momento ante el enemigo más que
para cavar su sepulcro.» Vergniaud y Danton pensaron como Richelieu,
cuando la reina Enriqueta le mandó preguntar si podría refugiarse en
Francia. Escribió al margen de la carta: «Será preciso decir a la reina de
Inglaterra que el que abandona su sitio le pierde?»—Y Luis XI, decía: «Si
pierdo el reino y me salvo con París, me salvo con la corona en la
cabeza.»
¿Cómo iban a arreglarse para resistir en París? Lo primero que
había que hacer era hacerse dueños de él. Pero París no podía
apoderarse de París en tanto que el amigo de los prusianos estuviese en
las Tullerías. Por las Tullerías era por donde había de comenzarse la
guerra.
¿Se conseguiría de un pueblo poco aguerrido hasta entonces, un
momento de cólera generosa, un violento acceso de heroísmo que

124
hiciese aquella locura sublime? Era muy dudoso. Aquel pueblo parecía
demasiado miserable, abatido quizás bajo el peso de sus males. El
girondino Grangeneuve, en el ardor de su fanatismo, pidió por favor al
capuchino Chabot que le levantase la tapa de los sesos una noche, en
una callejuela, para ver si aquel asesinato, que con seguridad se habría
achacado a la corte, decidía el movimiento. El capuchino, hombre de
pocos escrúpulos, se encargó del asunto; pero en el momento ' preciso
tuvo miedo, y Grangeneuve estuvo toda la noche esperando en vano la
muerte, desolado por no poderla obtener.

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CAPITULO VII

La víspera y la noche del 10 de Agosto

Como se ha desfigurado la historia del 10 de Agosto. —El 10 de Agosto estaba previsto. —


Varios reclaman la iniciativa del 10 de Agosto. —La Asamblea declara que no procede acusar
a Lafayette (8 de Agosto). —Se desespera ya de que la Asamblea pueda salvar la patria (8 de
Agosto). —Preparativos del combate (9 de Agosto). —Las probabilidades en favor de la corte
eran muy grandes —El somatén, la noche del 10 de Agosto.

No conozco ningún suceso de los- tiempos antiguos ni modernos


que haya sido más completamente desfigurado que el 10 de Agosto, más
alterado en sus circunstancias esenciales, más cargado y oscurecido con
accesorios legendarios o falsos.
Todos los partidos, a porfía, parece que han conspirado para
exterminar la historia, hacerla imposible, enterrarla, sepultarla de modo
que no pueda ser encontrada jamás.
Varios aluviones de mentiras de sorprendente espesor han pasado
por encima. Si habéis visto las orillas del Loire después de las
inundaciones de los últimos años, de qué modo ha sido la tierra
removida, los enormes montones de fango, de arena, de guijarros, bajo
los cuales han desaparecido campos enteros, tendréis una ligera idea del
estado en que ha quedado la historia del 10 de Agosto.
Lo peor es que grandes artistas, no viendo en estas tradiciones,
verdaderas o falsas, más que objetos de arte, se han apoderado de ellas,
las han hecho el honor de adoptarlas, las han empleado hábilmente,
magníficamente, consagrándolas con estilo eterno. De suerte que las
mentiras que hasta entonces permanecían incoherentes, ridículas,
fáciles de destruir, han tomado, entre aquellas manos hábiles una
consistencia deplorable, y participan ya de la inmortalidad de las obras
del genio que desgraciadamente las acogió.
Se necesitaría nada menos que un libro para discutir una por una
todas aquellas falsas tradiciones. Dejamos esta tarea a otras personas.
Por nuestra parte, nos limitamos aquí a referir únicamente dos clases de
hechos, los unos probados por actas auténticas, los otros vistos o
realizados por testigos irrecusables, varios de los cuales viven todavía.
Los hemos preferido sin dificultad a los historiadores conocidos, o a los
autores de Memorias, por la razón grave y decisiva de que ninguno o
casi ninguno de estos (ni Barbaroux, ni Weber, ni Petion, etc.) tomaron
parte en la batalla, y ni siquiera la vieron.

126
La batalla del 10 de Agosto parece uno de aquellos leales combates
en que los dos partidos, desde larga fecha, han tenido cuidado de
avisarse de antemano. La población de París, por una parte, y la corte
por otra, dieron la mayor publicidad a los preparativos.
No hubo allí ninguna sorpresa. Se engaña completamente el que
suponga que el rey fué atacado de improviso. Con una comuna en
desacuerdo, un alcalde como Petion, con la desorganización absoluta en
que se hallaban todos los poderes, con la fuerza militar de que podía
disponer el rey, tenía más libertad para huir que había tenido nunca, Las
masas, como vamos a ver, se reunieron con gran trabajo, tarde y muy
lentamente. El 10 de Agosto, a las seis de la mañana, el rey pudo
perfectamente irse, él y los suyos, con toda libertad, colocándose en el
centro de un cuadro de suizos y de nobles. A dos leguas de allí montaba
a caballo y llegaba a Normandía, donde era esperado. Vaciló, y la reina
no trató de huir, creyendo seguro que por esta vez aplastaría la
Revolución en el patio de las Tullerías.
Desde el 3 de Agosto, el barrio más miserable de París, el que
sufría más el hambre en aquella parada cruel, sin paz ni guerra, San
Marcelo, tomó su partido; envió comisionados a la sección de los
Quinze-Vingts, invitando a sus hermanos del barrio de San Antonio a
que marchasen juntos con armas; estos respondieron que irían. —
Primera advertencia.
Otra el 4. La Asamblea había condenado la declaración sediciosa
de la sección de Mauconseil y la Comuna se negó a publicar este decreto.
He aquí actos públicos y en verdad bastante claros. Al mismo
tiempo muchos particulares querían obrar, se movían, conspiraban
públicamente. Muchos reclaman aquí la gran iniciativa y pretenden
haber hecho el 10 de Agosto.
«Soy yo», dijo Danton varias veces. Sin duda contribuyó mucho,
pero menos por su acción inmediata que por su impulso que dio, o
aumentó, mucho tiempo antes, por su influencia sobre la Comuna, sobre
Manuel, sobre Sergent y otros, acaso sobre el mismo Petion.
«Soy yo, dijo Thuriot (el 17 de Mayo del 92), el que antes del 10 de
Agosto he señalado, preparado el instante en que era preciso exterminar
a los conspiradores.»
«Soy yo, dice Carra a su vez, el que reunió el directorio insurrecto,
el 4 de Agosto, en el Cuadrante Azul, y escribió el plan de la insurrección.
Desde allí nos dirigimos a casa de Antonio, en la calle de San Honorato,
frente a la Asunción, en la casa donde vive Robespierre. Su patrona se
quedó tan sorprendida que fué a preguntar a Antonio si quería que

127
degollasen á Robespierre. A lo cual repuso Antonio: «Si alguien corre
peligro de ser degollado, somos nosotros; en cuanto a Robespierre, que
se esconda.»
Barbaroux, reconociendo que el 10 de Agosto fué consecuencia de
un movimiento irregular que prepararon muchos hombres, se atribuye
sin embargo una buena parte en la dirección del movimiento. También
él trazó el plan de la insurrección. Aquel documento importante, que
hubiera podido revelarlo todo, confiesa que lo dejó en el bolsillo de un
traje de verano, y que aquel traje, con el plan, estuvo varios días en casa
de su planchadora.
Acabamos de ver que Robespierre no se daba prisa en obrar. No
había aconsejado el movimiento, pero no le perdía de vista, y sin
mezclarse en él para nada, estaba dispuesto a aprovecharse del mismo.
Mandó a decir a Barbaroux, con un abate andrajoso (después uno de los
jueces del 93), que Panis le aguardaba en la alcaldía con Sergent y
Freron. Estos dos últimos estaban influenciados por Danton. Pero Panis
era hechura de Robespierre. Advirtieron a Barbaroux que era preciso
convencer a los marselleses de que abandonaran su cuartel, muy
alejado, y que se establecieran en los Franciscanos. Allí, situados cerca
del Puente Nuevo, estaban mejor dispuestos para obrar sobre las
Tullerías, colocarse a la vanguardia del movimiento y darle un impulso
y una fuerza que no podían darles las bandas poco disciplinadas de los
barrios. La ventaja era indudable para el buen éxito del negocio. Sin
embargo, había que tener esto presente: Danton reinaba en los
Franciscanos; ¿iba a ser el motor esencial, el agente principal? Esto fué
motivo de inquietud para Robespierre. Salió de su reserva e hizo que
rogasen a Barbaroux y a Rebecqui que se pasasen por su casa.
La habitación de Robespierre, adornada por madama Duplay, era
una verdadera capilla, que reproducía en las paredes, sobre los muebles
la imagen de un Dios sólo y único, Robespierre. A la derecha estaba su
retrato en pintura, a la izquierda grabado. En el fondo estaba su busto,
enfrente su bajo relieve. Además, sobre las mesas, había en grabados
media docena de Robespierres. A cualquier lado que dirigiese la mirada,
había de verse su imagen. Se habló de los marselleses y de la
Revolución. Robespierre se jactó de haber apresurado su curso y
contribuido más que nadie a la crisis en que se encontraban. Pero no
¿detendría la Revolución si no se escogía un hombre muy popular para
que dirigiese el movimiento?» «No, dijo brutalmente Rebecqui, nada de
dictador, ni de rey.» Salieron pronto, pero Panis, que era el que les había
llevado, no les soltó: «Habéis entendido mal, dijo. Se trataba únicamente

128
de una autoridad de un momento. Si se aprobaba esta idea, nadie más
digno que Robespierre.»
Todo el mundo, según la antigua rutina, creía que el movimiento
se verificaría un domingo, el 5 o el 12. El sábado 4 por la noche, dos
jóvenes marselleses fueron a la alcaldía y encontraron en el despacho a
Sergent y á Panis. Aquellos jóvenes eran notables por su valor, su
impaciencia y su dolor. Veían que se aproximaba el día del combate y no
tenían nada en sus manos para combatir. Uno de ellos gritaba:
«¡Pólvora! ¡cartuchos! ¡o me pego un tiro!» Llevaba una pistola y se la
acercaba a la frente.
Sergent, hombre espontáneo, que tenía corazón de artista, de
francés, comprendió que acaso era aquel el verdadero grito de la patria.
Su respuesta filé echarse a llorar; su emoción se comunicó a Pañis. Se
jugaron las cabezas a un golpe de dados, y firmaron la orden que hubiera
sido su sentencia de muerte (si no hubiera vencido Francia) para que se
entregasen cartuchos a los marselleses.
La corte no se descuidaba. Durante la noche del 4 al 5 hizo acudir
silenciosamente desde Courbevoie a las Tullerías a los fieles y temibles
batallones de suizos. Se habían enviado algunas compañías a Gaillon,
donde debía hallar el rey un asilo.
Aquel rumor de fuga circuló por París el lunes 6. Los federados
decían que quería rodear el castillo. No eran más que cinco o seis mil.
Pero la sección de los Quinze-Vingts declaró que también ella marcharía
a las Tullerías. Lo que le faltaba para esto era su jefe ordinario. Santerre
había sido arrestado en su casa por el comandante de la guardia
nacional; se aprovechó de esto y tal fué su- respeto a la disciplina, que
cumplió al pie de la letra la consigna en aquel día que parecía que debía
ser el del combate.
Era imposible saber lo que quería la Asamblea. El 6 acogió una
petición fulminante de los federados, que la amenazaban a ella misma,
y dispensó a los federados los honores de la sesión. El 8 declaró que no
había lugar a la acusación contra Lafayette. El informe de Juan Debry, el
violento comentario que le añadió Brissot, no sirvieron de nada. La
conducta ciertamente ilegal y audaz del general respecto a la Asamblea,
aquel precedente que contenía la esencia del 18 brumario, fué
disculpado. Cuatrocientos seis votos así lo declararon contra doscientos
veinticuatro. Lo que acaso les disculpaba es la tentación natural a la
resistencia, que daban a los diputados las amenazas que se les dirigían.
Varios de ellos fueron golpeados a la salida; otros estuvieron a punto de

129
perecer, librándose gracias a una pronta y secreta evasión de la
venganza del pueblo.
En vano se quejaron en la sesión del 9. Las autoridades tuvieron
que confesar disponían de pocos medios para reprimir los desórdenes.
Roederer, procurador del departamento, acusó al alcalde porque no
acudió á ponerse de acuerdo respecto de las medidas que debían
tomarse. Advirtió que los Quinze-Vingts hablaban de tocar a somaten,
de alzar el pueblo en masa, si no se acordaba el destronamiento del rey.
Después el alcalde a su vez habló de los guardias de reserva que aquel
colocaba en las Tullerías, dando a entender al mismo tiempo que no
podían contar mucho con ellos; «que toda fuerza armada se había
convertido en cuerpo deliberante, y que como todos los ciudadanos
tenían opiniones contradictorias.»
Un diputado fuldense pidió que los federados saliesen de París y
que se preguntase al alcalde si podía asegurar la salvación pública. —
«No, dijo el girondino Guadet, preguntádselo antes al rey.»—Y el
jacobino Choudieu añadió que a quien había que hacer la pregunta era
a la Asamblea. «Los peligros dé la patria, dijo, están en vuestra debilidad,
de la que nos habéis dado ayer un vergonzoso ejemplo a propósito de
Lafayette. Aquí hay hombres que carecen de valor para tener una
opinión. Los que ayer tuvieron miedo de un general, de un ejército, esos
no se atreverán jamás a poner la mano sobre el foco de las
conspiraciones que está en las gradas del trono. Enviadme a la Abadía,
si queréis, pero declarad que sois incapaces de salvar la patria.»
Este era el pensamiento de París. Por la noche se reunieron las
cuarenta y ocho secciones. Nombraron comisarios para reemplazar el
consejo general de la comuna, y los invistieron de poderes ilimitados,
absolutos, para salvar la cosa pública. El antiguo consejo se reunía en el
Hotel de Ville; los miembros del nuevo, enviados por las secciones, se
reunieron allí por la noche, a medida que eran nombrados y les
reemplazaron al llegar el día.
La corte no podía ignorarlo. Pero se creía muy fuerte. Por de pronto
acababa de obtener, con el voto a favor de Lafayette, la mayoría de la
Asamblea, cuatrocientos votos contra doscientos. No debía temer que la
hiriese la espada de la ley. La esperanza de la llegada de los ejércitos
extranjeros y la casi seguridad de que Francia sería aplastada, habían
aumentado considerablemente el celo de sus partidarios. Jamás, dice un
contemporáneo, había sido la corte más numerosa, más brillante quizás,
que en los días que precedieron inmediatamente al 10 de Agosto. Los
suizos y los caballeros que la rodeaban constituían un núcleo muy

130
seguro de fuerza militar, al que, Mandat, el comandante de la guardia
nacional, muy realista, podía añadir a voluntad sus batallones más
celosos. Legalmente no podía obrar más que con autorización del
alcalde. Se ha discutido mucho si la tenía o no la tenía. El mismo ha
afirmado, y es muy verosímil, que varios días antes había obtenido del
alcalde tal cual autorización; como las circunstancias no eran en manera
alguna favorables a la insurrección, la autorización entonces carecía de
importancia. El 10 de Agosto, aquella autorización atrasada ya no podía
servir; Mandat la suplió con una requisitoria al departamento de París.
Durante la jornada del 9 habían cortado la galería del Louvre para
impedir por aquel lado la entrada en el castillo. Se había hecho entrar,
con gran publicidad, fuertes maderas de encina para obstruir y blindar
las ventanas, excepto las que se reservarían para ametrallar al enemigo.
Desde la media noche sonó el somatén en los Franciscanos donde
estaban Danton y los marselleses, y luego se tocó en todo París. Pero
produjo poco efecto; los barrios se conmovieron lenta y difícilmente; el
viernes no es día a propósito. Los directores mismos decían con lenguaje
significativo «que el somatén no se oía.»
Petion había sido llamado a las Tullerías con cualquier pretexto, y
no se atrevió a negarse. Una cabeza tan querida del pueblo, al ser
retenida como en rehenes, quitaba grandes probabilidades a la
insurrección.
Se dice que a Santerre le parecía todo esto de mal agüero y no
quería marchar. El barrio no se movía fácilmente sin el famoso
cervecero. Así es que se hizo esperar cerca de una hora. Dejó que
partiesen a la vanguardia los Ardents, que como luego veremos, se
hicieron acribillar; luego aun dejó ir a los marselleses, que se quedaron
solos un momento y que estuvieron a punto de perecer.
Aunque hubiesen sido mejores aquellas bandas, las disposiciones
del comandante general Mandat, parecían infalibles, por poco que
hubieran sido obedecidas. Un cuerpo en el Hotel de Ville, otro en el
Puente Nuevo, debían dejar pasar las gentes de los dos barrios, y luego
atacarlas por detrás, mientras los suizos cargaban por el frente. Si las
cosas sucedían así, los barrios debían ser no solo vencidos, si no
exterminados.
Y aun después de la defección de los dos cuerpos, muchos creen
que la insurrección hubiera sido vencida, solo con que el rey hubiese
permanecido en las Tullerías. Los suizos y los valientes caballeros que
estaban con ellos no hubieran entregado sus vidas desesperados como
lo hicieron. La resistencia hubiera sido terrible, larga y por consiguiente

131
victoriosa. El pueblo contaba con pocos soldados verdaderos y habría
retrocedido.
Todo el mundo lo creía así. Los directores de los marselleses,
Barbaroux entre otros, que dirigían el movimiento y le imprimían unidad,
no pudieron combatir personalmente y no tenían el recurso de hacerse
matar, a pesar de que se hallaban dispuestos a morir. Barbaroux iba
provisto de un veneno, a fin de ser dueño de sí mismo y no caer en las
manos de la corte, que según todas las probabilidades, iba a quedar
victoriosa.
La revolución, bien mirado, a pesar del gran número de los que
combatían por ella, tenía desventajas. La fuerza militar estaba por el
partido contrario. Lo que ella tenía era la fuerza moral, la cólera, la
indignación, el entusiasmo, la fe.
Sabemos cuáles eran los pensamientos de aquella gran población,
la emoción, la inquietud terrible de las mujeres y de las familias, cuando
oyeron tocar el somatén, por un testimonio muy conmovedor, el de la
joven esposa de Camilo Desmoulins, la bella, la infortunada Lucila.
Reproducimos sin cambiar una palabra aquella página sencilla:
«El 8 de Agosto volví del campo; todos los espíritus se hallaban
fuertemente excitados; tuve a comer unos marselleses y nos divertimos
bastante. Después de comer fuimos a casa de Mr. Danton. La madre
lloraba y estaba de lo más triste; el pequeño estaba como asombrado.
Danton parecía resuelto, yo reía como una loca. Temían que el suceso
no se realizase; aunque yo no estaba segura del todo, les decía que sí
que se verificaría:» ¿Pero ¿cómo os podéis reír así? —me preguntaba
madama Danton. —«¡Ay de mí! la contesté, eso me presagia que esta
noche derramaré muchas lágrimas.»—Hacía buen tiempo; fuimos a dar
algunas vueltas por las calles; había bastante gente. Varios
descamisados pasaban gritando: «¡Viva la nación!» Luego tropas a
caballo; por fin tropas numerosas. Me dio miedo; tome aparte a madama
Danton y la dije: «Vámonos.» Ella se rio de mi miedo; pero a fuerza de
repetírselo, la dio miedo también. Yo le dije a su madre: «Adiós, no
tardaréis en oír tocar a somatén...» Cuando llegó a su casa vio que todos
se armaban. Camilo, mi querido Camilo llegó con un fusil. ¡Oh Dios! Me
escondí en la alcoba, me oculté el rostro con las manos y me eché a
llorar. Sin embargo, no queriendo mostrar tanta debilidad y decir a
Camilo en voz alta que no quería que se mezclara en todo aquello,
aguardé el momento en que podía hablarle sin que nos oyesen, y le
manifesté todos mis temores. Me tranquilizó diciéndome que no se
separaría de Danton. Después supe que se había expuesto. Freron

132
parecía dispuesto a sucumbir. «Estoy cansado de la vida, decía, y sólo
busco la muerte.» A cada patrulla que venía, creía verlos por última vez.
Fui a refugiarme en el salón que estaba a oscuras, para no ver todos
aquellos preparativos... Partieron nuestros patriotas; fui a sentarme
cerca de un lecho, rendida, aniquilada, aletargándome a ratos; y cuando
quería hablar desvariaba. Danton volvió a acostarse; no parecía muy
preocupado y casi no salió. Se acercaba la media noche; fueron a
buscarle varias veces; por fin salió y se fué a la Comuna. El somatén de
los Franciscanos sonaba, sonaba largo tiempo. Sola, bañada en
lágrimas, arrodillada ante la ventana, ocultándome con el pañuelo,
escuchaba el sonido de aquella campana fatal. Volvió Danton. Fueron
varias veces a darnos buenas y malas noticias; creí comprender que su
proyecto era ir a las Tullerías y se lo dije sollozando. Creí que iba a
desmayarme. Madama Robert preguntaba a todo el mundo por su
marido. «Si muere, me dijo, no le sobreviviré. Pero ese Danton, si mi
marido perece, soy mujer para darle de puñaladas... Camilo volvió a la
una; se durmió recostado en mi hombro... Madama Danton parece que
se preparaba para la muerte de su marido. Por la mañana sonó el cañón.
Lo oye, palidece, y se cae desvanecida...
«¿Qué va a ser de nosotros, oh mi pobre Camilo? ya no me quedan
fuerzas para respirar... ¡Dios mío! si es verdad que existes, salva a los
hombres que son dignos de fe... Queremos ser libres; ¡oh, Dios, que
cueste tanto!»

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CAPITULO VIII

El 10 de Agosto

El pensamiento del 10 de Agosto. —Los vencedores del 10 de Agosto —Las secciones nombran
comisionados y los envían al Hotel de Ville. —Precauciones militares de la corte, que retiene a
Petion en las Tullerías. —Petion en libertad —La nueva comuna prepara el camino a la
insurrección. —Estado interior del castillo. —Los nobles, los suizos, la guardia nacional.—El
rey intenta pasar revista.—El rey universalmente abandonado —La Comuna detiene al
Comandante de la guardia nacional.—Muerte de Mandat.—El rey abandona el castillo con la
reina.—La vanguardia de la insurrección se presenta en las Tullerías; es sorprendida,
degollada, dispersada.—¿Esperaba la corte descargar un golpe sobre la Asamblea?—La
insurrección ataca las Tullerías.—El rey manda que cese el fuego cuando ya no tiene
esperanzas.—Defensa obstinada de los suizos, su heroica retirada.—La guardia nacional en
masa se decide en favor de la insurrección.—-Matanza de los suizos.—Clemencia y
moderación de los vencedores del 10 de Agosto.

La noche del 10 de Agosto fué muy hermosa, iluminada


dulcemente por la luna, tranquila hasta media noche, y aun un poco
después. A aquella hora no había aun nadie o casi nadie por las calles.
En particular el barrio de San Antonio estaba silencioso. La población
dormía esperando la hora del combate.
Y, sin embargo, por la tarde había corrido el rumor de que una
columna enviada por las Tullerías iba a atacar el Hotel de Ville. Se temía
una sorpresa. Fuertes patrullas de guardia nacional iban y venían por el
barrio. Todas las ventanas estaban iluminadas. Tantas luces en una
noche tan hermosa, aquellas luces solitarias para no alumbrar a nadie
eran de un efecto extraño y siniestro. Se comprendía que aquella
iluminación no era la de una fiesta.
¿Cuál era el pensamiento dominante con que se había dormido el
pueblo y que sirvió de almohada a tantos hombres cuya última noche
fué aquella? Uno de los combatientes del 10 de Agosto, que vive todavía,
me lo ha explicado claramente: «Se quería acabar con los públicos:
enemigos no se hablaba ni de república ni de monarquía; se hablaba del
extranjero, del comité austriaco que nos le iba a traer. Un rico panadero
del Marais, vecino mío, me dijo cuando era más vivo el fuego, en el patio
de las Tullerías: «Es un gran pecado el matar tantos cristianos; pero al
fin estos menos serán para abrirla puerta al Austria.»
El 10 de Agosto, digámoslo, fué un gran acto de la Francia. Sin
género ninguno de duda habría perecido si no hubiera tomado las
Tullerías.

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La cosa era muy difícil. No fué en manera alguna ejecutada, como
se ha dicho, por un hacinamiento de populacho, si no verdaderamente
por el pueblo; quiero decir, por una masa compuesta de hombres de
todas clases: militares y no militares, obreros y burgueses, parisienses y
provincianos. Varios barrios de París enviaron sin excepción a todos los
hombres que podían combatir; en la sección de los Mínimos, por
ejemplo, de mil hombres inscritos se presentaron seiscientos,
proporción considerable, cuando se sabía demasiado que no se trataba
de una parada, sino de una cosa muy seria. Los hombres con picas
componían casi en su totalidad las primeras bandas que se presentaron
muy temprano ante el castillo; pero el ejército de la insurrección, el que
se apoderó de él, tenía pocas, en comparación; estaba armado de fusiles.
Su columna principal, que se reunió entre siete y ocho, se escalonó
desde la Bastilla a la Greve, constaba de ochenta o cien compañías, cada
una de cien hombres armados regularmente; eran cerca de ocho o diez
mil guardias nacionales. Había allí dos o tres mil hombres armados de
picas, mezclados entre los batallones de aquellas diez mil bayonetas.
Esto es lo que nos han referido los testigos y actores aun vivientes del
10 de Agosto. En cuanto a la vanguardia que afrontó el primer peligro,
forzó la entrada del castillo y realizó la más ruda y peligrosa operación,
se componía, como es sabido, de quinientos federados marselleses,
escogidos con cuidado entre antiguos militares, de trescientos federados
bretones, el honor y el valor en persona, de los cuales habían servido
muchos. Y lo que no se ha dicho en ninguna parte, pero es más que
verosímil, aquellos valientes debieron ser apoyados por otros valientes,
mucho más animados todavía, por la masa de los guardias franceses,
convertidos por Lafayette en guardia nacional a sueldo y licenciados
recientemente con tanta imprudencia como ingratitud. Ya volveremos
sobre esto.
Todo ello fué obra de un mismo movimiento de indignación y de
patriotismo. No hubo ningún preparativo, ningún jefe, a pesar de cuanto
se ha dicho. Lejos de que hubiera ningún individuo con bastante
influencia en aquel momento para sublevar al pueblo, los mismos clubs
hicieron muy poco para ello. Estaban menos frecuentados en el mes de
Agosto que en ninguna otra época del año. Se cansaban de su charla
eterna; se comprendía que lo que se necesitaban eran actos. Sus mejores
oradores predicaban en desierto.
Lo que provocó la insurrección y la hizo estallar un día poco
ordinario, un viernes, es que los marselleses, que carecían de recursos
en París, querían combatir o marcharse. Parece que el somatén sonó

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primero en los Franciscanos, donde se hallaban alojados. Respondió el
barrio de San Antonio y siguió luego el resto de la ciudad. Las secciones,
como ya hemos visto, estaban de acuerdo; de cuarenta y ocho habían
votado el destronamiento del rey cuarenta y siete. El 8 de Agosto, antes
de medianoche, habían hecho el acto decisivo de nombrar cada una tres
comisionados, para que se reunieran en la Comuna y salvasen a la
patria. Tal fué el poder general y vago que recibieron. Aquellos
comisionados fueron en su major parte hombres oscuros, desconocidos,
o por lo menos muy secundarios. No fueron nombrados ni Marat, ni
Robespierre, ni ninguno de los grandes jefes de la opinión. Danton, lo
mismo que Marat, pertenecían a la antigua municipalidad. Los
comisionados fueron de uno en uno al Hotel de Ville, sin armas, y les
dejaron entrar. Se encontraron con el antiguo consejo de la Comuna en
sesión permanente, pero muy poco numeroso, disminuyendo de día en
día su número. Cerca del Hotel de Ville, en el arco de San Juan, principal
salida de la calle de San Antonio que desembocaba en la Greve había
sido apostada una fuerza considerable por el comandante general de la
guardia nacional, Mandat, fayettistas entusiasta y realista constitucional.
Aquella fuerza le respondía del Hotel de Ville y guardaba el paso; su
consigna era dejar que pasasen los del barrio y atacarlos por la
retaguardia.
Además, había situado Mandat artillería en el Puente Nuevo, de
suerte que, si el barrio llegaba hasta allí, era ametrallado y no podía
operar su unión con los Franciscanos y el barrio de San Marcelo.
Todo esto no era lo más a propósito para dar ánimos a los
comisionados de las secciones enviadas al Hotel de Ville. ¿Cómo había
de reemplazar a la antigua Comuna realista y constituirse en autoridad
soberana de París? Esta era la cuestión. El somatén tocaba en todas
partes sin producir grandes resultados. El ejército de la corte estaba en
pie hacía largo tiempo, arma al brazo; el ejército de la insurrección estaba
acostado; alrededor de los Quinze-Vingts no había reunidos mil
quinientas personas. Únicamente escudriñando en las largas y
profundas callejuelas que desembocan en las calles del barrio de San
Antonio se empezaban a ver luces en movimiento, hombres que iban y
venían. Algunos, más diligentes, estaban en las puertas, preparados con
armas, esperando otros. Muchos estaban perezosos; oían tocar a
somatén, pero no era costumbre empezar una asonada a media noche;
había sobre esto una tradición reconocida.
Aquel retraso era espantoso. Varios comisionados de las
secciones, reunidos en el Hotel de Ville, se lamentaban de que se hubiera

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tocado a somatén. La antigua Comuna se había evaporado o poco
menos. Pero para constituir la nueva, no se veían los comisionados
suficientemente apoyados. Lo que aumentaba su confusión era que, en
aquel momento, tenía la corte en rehenes al alcalde popular de París, a
Petion. También tenía a Roederer, procurador síndico del departamento.
En caso necesario podía hacer hablar a las dos primeras autoridades de
la ciudad, al departamento y a la alcaldía. Petion, al que llamaron a las
once desde el castillo, no se había atrevido a negarse a ir. Su primera
conducta en los días precedentes había sido muy extraña. El 4, como ya
hemos visto, había declarado la guerra a la monarquía. EL 8 pareció que
se interesaba todavía por la monarquía, y advirtió al departamento que
no podía responder de la seguridad del castillo. El 9, había pedido que
se estableciese un campamento en el Carrousel.
¿Aquel campamento de guardias nacionales dominando la plaza la
hubiera defendido? ¿o, por el contrario, había hecho imposible toda
defensa? Esto es lo que no puede asegurarse. El castillo no hubiera
podido disparar desde sus ventanas si no haciendo fuego sobre sus
defensores. El 9, todavía, Petion, sea para adormecer a la corte, sea por
cansancio, o por convicción de que el movimiento no se verificaría, había
pedido al departamento la suma de 20.000 francos para despedir a los
marselleses que, desanimados, querían alejarse de París.
Petion entró, pues, de buena o de mala gana en la caverna de los
leones. Jamás había tenido el castillo un aspecto tan sombrío. Sin contar
una masa de tropas de todas armas, de la artillería formidable que
ocupaba los patios, tuvo que atravesar una muralla de oficiales franceses
o suizos que le miraban de una manera poco tranquilizadora. En cuanto
a los guardias nacionales, su actitud no era más satisfactoria; los que
estaban allí eran únicamente los más violentos realistas de los
batallones, conocidos por su realismo, de los Filles-Saint-Tomas, de los
Petits-Peres y de la Butte-des Moulins. Los nombres de traidor y de
Judas eran lanzados al rostro del alcalde de París. Demostró su flema
acostumbrada. Llegó sin obstáculo a las habitaciones del rey, llenas de
gente, sombrías, a aquella misma habitación donde en la noche del 21
de Junio le había hablado Luis XVI con tanta dureza; aquel mismo
diálogo, si se hubiera repetido la noche del 10 de Agosto, habría sido la
sentencia de muerte para Petion. Había allí muchos caballeros de rostro
pálido a los que la sola presencia del alcalde de París producía
estremecimientos nerviosos. Mandat, el comandante de la guardia
nacional, sin calcular que acaso exponía a Petion a ser asesinado, le
sometió a esta especie de interrogatorio: «¿Por qué habían distribuido

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los administradores de la ciudad cartuchos a los marselleses? ¿Por qué
él, Mandat, no había recibido más que tres cartuchos para cada uno de
sus guardias nacionales?»—La corte, que desconfiaba mucho de la
guardia nacional, no había exigido que estuviese mejor provista de
provisiones. En cambio, cada uno de sus suizos podía disparar cuarenta
tiros.
Petion, sin admirarse, repuso con el aire tranquilo que le era
peculiar: «Habéis pedido pólvora, pero no estabais en regla para
tenerla.»
La respuesta no era muy satisfactoria; el mismo alcalde, Petion, era
el que debía hacer que la municipalidad lo acordase y diera poder al
comandante; si éste no estaba en regla, era porque el alcalde no le ponía.
La conferencia tomaba mal giro; todo el mundo estaba conmovido,
excepto el rey, que se separaba de su confesor, acababa de poner en paz
su conciencia y no se inquietaba mucho por lo que pudiera suceder.
Petion no se encontraba bien. La habitación era pequeña, había en ella
mucha gente y la atmósfera estaba viciada. «Se ahoga uno aquí, dijo;
bajo para tomar el aire.» Y sin que nadie se atreviera a impedírselo, bajó
al jardín.
Su paseo fué largo, mucho más de lo que él hubiera deseado. El
jardín estaba cuidadosamente cerrado. Petion no estaba arrestado, pero
le seguían y vigilaban de cerca. Los guardias nacionales que iban y
venían le llenaban de injurias y de amenazas. Por un momento se cogió
del brazo de Roederer, procurador síndico del departamento, y se sentó
hablando con él, sobre la terraza que rodea el palacio. La luna iluminaba
el jardín; pero aquella terraza, envuelta en la sombra que proyectaban
los edificios, había sido iluminada por una fila de farolillos. Los
granaderos de los Filies-Saint-Tomás los apagaron. Varios decían: «Ya
le tenemos; su cabeza responderá de todo: «Otros, más jóvenes o más
exaltados por el- vino y el peligro, aparentaban no comprender cuanto
importaba conservar una cabeza tan preciosa. A cada momento llegaba
el ministro de justicia a decirle: «Subid, no os vayáis sin haber hablado
con el rey; el rey quiere hablaros a toda costa.» A lo cual respondía
flemáticamente: «Está bien» y así ganaba tiempo.
En el Hotel de Ville no podían hacer nada hasta que hubieran
rescatado a Petion. Se ideó pedir a la Asamblea que le reclamase.
Algunos diputados, al toque de rebato, se habían reunido, aunque en
pequeño número; sin embargo, decretaron como Asamblea nacional
que el alcalde debía presentarse en la barra. Petion, obligado en nombre
del rey a quedarse y en nombre de la Asamblea a partir, optó desde

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luego por la Asamblea, no hizo más que atravesarla y se volvió a pie a
su casa. Entretanto, esperaba su coche en el patio de las Tullerías, como
en representación suya: hasta las cuatro tuvieron en el castillo la
candidez de creer que iba a volver de un momento a otro, entregándose
nuevamente en manos de sus enemigos.
Los amigos de Petion le recibieron con demostraciones de alegría,
pero le pusieron a buen recaudo, encerrándole cuidadosamente,
creyendo con razón que, en los momentos de acción, el ídolo popular no
servía para nada. Teniéndole ya en seguridad eran libres de obrar. Los
comisionados de las secciones reemplazaron a la antigua Comuna en
nombre del pueblo, mantuvieron en su puesto al procurador de la
Comuna Manuel y a su sustituto Danton, y dieron como primera orden
la de que desalojase la artillería el Puente-Nuevo, en donde estaba por
mandato del comandante de la guardia nacional. De este modo
restablecieron la comunicación entre las dos orillas y abrieron el paso al
barrio de San Marcelo a los Franciscanos y a los marselleses.
Este era, en realidad, el acto decisivo de la insurrección. Danton,
que basta entonces había permanecido en el Hotel de Ville, volvió
tranquilamente a su casa a tranquilizar a su mujer. La suerte estaba
echada, y no había más que fiarla al destino.
El interior del castillo en aquel instante ofrecía un espectáculo
cómico y terrible. Todo era indecisión, debilidad, ignorancia. La única
autoridad popular que había en el castillo era Roederer, procurador
síndico del departamento. Uno de los ministros le preguntó: «¿No nos
permitiría la Constitución proclamar la ley marcial?» El procurador sacó
la Constitución del bolsillo y buscó en vano el artículo. ¿Pero, aunque se
hubiese proclamado la ley, quién la habría ejecutado?
Cuando se supo que Manuel había ordenado que se desalojase el
Puente Nuevo, es decir, que se había asegurado el paso a la insurrección,
ni los ministros, ni Roederer quisieron cargar con la responsabilidad de
dar una orden contraria. Roederer dijo que no podía hacer nada sin saber
si Manuel había obrado con la autorización de la municipalidad; que era
preciso, para discutirlo, hacer que fuesen todos los miembros del
departamento a las Tullerías (cosa difícil a aquella hora). El
departamento envió únicamente a dos de sus miembros; Roederer
quería que fuesen todos. Para esto se necesitaba una orden del rey. El
rey dijo que constitucionalmente no podía ordenar nada sino por medio
de un ministro. El ministro no estaba allí y se aplazó la cosa hasta el
momento en que volviese.

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Eran cerca de las cuatro. Se oyó el ruido de un coche; abrieron un
balcón: era el coche del alcalde que, cansado de esperar, se iba vacío. El
día comenzaba a clarear; madama Isabel se acercó a una ventana y dijo
a la reina: «Hermana, venid a ver como se levanta la aurora.» La reina
fué, el día era ya espléndido, pero el cielo tenía color de sangre.
Examinemos, puesto que ya es de día, el estado de la plaza;
calculemos sus fuerzas. Eran todavía formidables, menos que a media
noche, es cierto; una parte de los guardias nacionales había
desaparecido.
El núcleo de la guarnición eran 1.330 suizos, excelentes soldados,
valientes y disciplinados, obedientes hasta morir. Este número es el que
acusa en su libro el comandante Pfyffer. Pero hay que agregar a él un
número bastante considerable de guardias constitucionales licenciados,
que habían adoptado el uniforme rojo de los suizos y fueron a combatir
bajo aquel disfraz. Sus cadáveres, después del combate, se distinguían
fácilmente en lo fino de sus ropas interiores y en la elegancia de sus
peinados; los verdaderos suizos llevaban el pelo cortado al rape; sus
camisas eran ordinarias. La presencia de aquellos falsos suizos en las
filas de los verdaderos extrañó sin duda a éstos y no dejó de causarles
inquietud. Pudieron entonces comprender mejor que se trataba de una
guerra civil, de una querella entre franceses, en debían la que no
intervenirlos extranjeros sin ciertas precauciones. El viejo coronel suizo
Affry se abstuvo positivamente y no quiso pelear. Los otros prometieron
hacer únicamente lo que hiciera la guardia nacional, y nada más, ni
menos.
Aquélla, con mayor razón, se preocupaba con parecidos
pensamientos. Aunque hubiesen sido escogidos entre los batallones
realistas y minuciosamente escogidos entre estos batallones, aunque
todos ellos hubiesen respondido al llamamiento supremo de aquella
noche por ser partidarios decididos del rey, aquellos defensores
burgueses del castillo no podían ver sin envidia a los nobles caballeros,
á los que se había llamado para compartir el peligro, y a los que sin duda
alguna hubiera atribuido la corte todo el honor de la defensa. Aquellos
nobles eran por regla general los mismos caballeros del puñal que la
guardia nacional, mandada por Lafayette, había arrojado del castillo en
Abril del 90. Sin embargo, aceptaron el peligro y fueron a defender al rey
el 10 de Agosto del 92. Peligro real en más de un sentido. Para llegar al
castillo tenían que atravesar por entre una multitud hostil sin armas
ostensibles, con puñales o pistolas. Y allí se encontraban con la
malquerencia y la envidia natural de los guardias nacionales. Había

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motivos para vacilar, pero les habían enviado tarjetas personales de
llamamiento a domicilio. Seiscientos acudieron al llamamiento, a los que
hay que añadir la servidumbre de los castillos reales, los antiguos
servidores que no hicieron falta en el día del peligro. El todo constituía
una corte muy seria, sin orden, ni etiqueta, pero verdaderamente
imponente y militar. Aquellas gentes, vestidas de negro, todos oficiales
o caballeros de San Luis, llevaban el traje civil, y por un extraño
contraste, los comerciantes, los empleados, los proveedores, eran los
que como guardias nacionales vestían de soldados. Al aspecto de
aquellas fisonomías burguesas, las gentes de armas creyeron que no
estaría de más el animarles algo, y dándoles palmadas en los hombros,
les decían: «Vamos, caballeros de la guardia, este es el momento de
demostrar valor.»—«¿Valor? estad tranquilo, replicó un capitán de la
guardia nacional, ya lo demostraremos, creedlo, pero no a vuestro lado.»
En realidad, no se tenía mucha confianza en la guardia nacional.
Los nobles ocupaban las habitaciones más inferiores, los puestos de
confianza. Los suizos tenían cuarenta cartuchos cada uno, y los guardias
nacionales tres. Sobre todo, la artillería de la guardia nacional fue objeto
de una desconfianza excesiva, lo cual hizo, como sucede siempre, que la
mereció de veras. Colocaron detrás de los artilleros de cada pieza,
pelotones de suizos o de granaderos de los Filles-Saint-Tomás, que los
vigilaban, con los sables desenvainados, prontos a lanzarse sobre ellos.
Aquellos artilleros se hallaban colocados precisamente debajo de los
balcones, a tiro de los mismos. Varias veces intentaron cambiar de sitio
la batería; pero otras tantas fueron colocadas por el estado mayor en
punto donde podían fusilarlos a mansalva.
¿Quién mandaba en el castillo? Los guardias nacionales no
reconocían más jefe que Mandat. La Comuna le mandó llamar. Su
instinto le aconsejaba el no ir. Al segundo llamamiento vaciló y consultó
a los que le rodeaban. Los ministros le incitaban a que no fuera. El
constitucional Roederer le dijo que con arreglo a la ley el comandante de
la guardia nacional estaba a las órdenes de la municipalidad. Entonces
ya no dudó. Le pareció que en efecto había que aclarar lo de los cañones
del Puente Nuevo, y sin duda también asegurarse del puesto que había
situado en la Greve para atacar y destrozar al barrio cuando pasase. En
su consecuencia trató de convencerse a sí mismo, abogó sus
presentimientos, hizo un esfuerzo y partió.
Su marcha debilitaba la defensa del castillo. Dejó el mando a un
oficial muy poco sereno. La reina que también tenía sus presentimientos
llamó aparte a Roederer y le preguntó qué creía él que debía hacerse.

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Y precisamente en aquel momento habían hecho los consejeros de
la reina, sin saberlo los ministros, una verdadera imprudencia. A aquella
guardia nacional indecisa y de mal humor, que se preguntaba por qué
iba a pelear, y si no cometía una locura tirando con los nobles contra la
guardia nacional, idearon mostrarla lo que mejor debía convencerla de
que tenía razón para dudar. Para confirmar a todo el mundo en la
convicción de que la monarquía era imposible, nada mejor que
enseñarles el rey.
Aquel pobre hombre pesado y poltrón, ni aun en aquella noche
suprema para la monarquía había podido velar hasta el fin; había
dormido una hora y acababa de levantarse. Se adivinaba en su peluca
aplastada y desrizada de un lado. Entonces se pudo apreciar lo
peligrosas que eran aquellas modas pérfidas en tiempo de Revolución.
¿Quién podía tener la seguridad, en una de aquellas crisis, de tener en el
momento preciso dispuesto al peluquero?... Tal como estaba, le hicieron
bajar aquellos torpes, le mostraron y le pasearon. Para colmo de la mala
suerte, iba vestido de color de violeta: este color es el luto de los reyes;
entonces era el luto de la realeza. Aun en esto había algo, sin embargo,
que podía conmover, pero tuvieron la desgracia de convertir una escena
trágica en otra sumamente ridícula. El viejo mariscal de Mailly se
arrodilla á los pies de aquel rey despeinado, desenvaina su espada y en
nombre de los gentiles hombres que le rodean, jura vencer o morir por
el nieto de Enrique IV. El efecto fué de lo más grotesco y excedió á cuanto
inventó la caricatura de los volatineros de 1815. El rey gordo y pálido,
paseando una mirada triste que no se fijaba en nadie, apareció, en medio
de aquellos nobles, lo que era realmente: la sombra y el espectro del
pasado.
Por un movimiento natural, todos aquellos guardias nacionales y
hombres de todas clases, pasando violentamente de aquel pasado a la
realidad viviente, exclamaron: «¡Viva la nación!»
Decididamente la nación no quería degollarse a sí misma; aquella
matanza impía era imposible. A las insinuaciones de los oficiales
municipales habían contestado los guardias nacionales: «¿Podemos
disparar contra nuestros hermanos?» El aspecto de aquel rey y de los
nobles acabó de decidirlos. Aquello fué una deserción universal. Los
artilleros no solamente querían marcharse, sino que querían llevarse los
cañones. No pudiendo hacerlo expuestos al fuego que les amenazaba
desde los balcones, inutilizaron las piezas, introduciendo en ellas a la
fuerza una bala sin pólvora; para extraerla se hubiera necesitado una

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operación larga y difícil, imposible de realizar en el momento en que iba
a empezar el combate.
El rey volvió sofocado, jadeante por el ejercicio que había hecho,
entró en su habitación, se sentó y descansó. La reina lloraba sin
pronunciar palabra; pero se repuso pronto y se presentó con el delfín,
valerosa y con aire despreocupado, con los ojos secos, aunque
enrojecidos. La multitud de los concurrentes se hallaba reunida en la sala
de billar, muchos de pie sobre las banquetas para presenciar mejor lo
que iba a suceder. Mr. D’Hervilly, con la espada desenvainada, dijo en
alta voz: «Ugier, abrid las puertas a la nobleza de Francia.» El efecto del
golpe de teatro que se creía que produciría aquellas palabras, fue muy
mediano. Doscientas personas entraron en la sala, otras se alinearon en
las habitaciones precedentes. Una parte no pequeña de aquella nobleza
se componía de burgueses. Muchos de ellos estaban ridículamente
armados y se burlaban unos de otros. Un paje y un escudero del rey, por
ejemplo, llevaban sobre los hombros, a guisa de mosquete, un par de
tenazas que se acababan de dividir. La mayor parte, sin embargo, tenía
armas inocentes, puñales, pistolas y cuchillos de caza. Otros llevaban
trabucos.
Se colocaron en orden de batalla en las habitaciones. Los que
quedaban de la guardia nacional para defender el castillo, creyeron que
se dirigía contra ellos la maniobra de aquella nobleza tan bruscamente
llamada. El comandante de los guardias nacionales había ido a recibir
órdenes y no se las habían dado. Se aprovechó aquel momento de
ausencia para dividir su tropa, colocando veinte hombres en otro puesto.
La guardia nacional, manifiestamente suspicaz, no se obstinó ya en
defender a los que no querían ser defendidos por ella; y acabó por
desfilar salvo un número insignificante. Entre estos estaba Weber, el
hermano de leche de la reina; trastornado de dolor y de inquietud por
ella, volvió, entró en sus habitaciones, y la encontró llorando: «¿Pero
Weber, ¿qué hacéis? le dijo ella, no podéis continuar aquí... Sois el único
de la guardia nacional.»
El abandono de las Tullerías era mucho más grande de lo que creía
la reina. El castillo estaba ya solo y como una isla en medio de París.
Toda la ciudad se mostraba hostil o en una neutralidad menos que
simpática. La Revolución acababa de verificarse en el Hotel de Ville; se
había vertido la primera sangre, la de Mandat, comandante de la guardia
nacional.
Mandat, al llegar a la Greve, lo había encontrado todo cambiado.
Una multitud inmensa llenaba el Hotel de Ville y toda la plaza. La guardia

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que había puesto en el arco de San Juan había sido alejada de allí.
Avanzar era peligroso; retroceder imposible. Se abandonó a la fatalidad,
subió y se encontró enfrente de la nueva Comuna, en presencia de la
insurrección que había prometido sofocar. Cogido en el lazo que él les
había tendido, interrogado en virtud de qué orden había reforzado la
guardia del castillo, pretextó una orden del alcalde (orden ya antigua, sin
relación con la jomada del 10); luego manifestó que no podía presentar
más acta que una requisición dirigida por él al departamento. Por fin, no
sabiendo ya qué decir, alegó que un comandante tenía el derecho de
tomar precauciones súbitas para un suceso imprevisto. Se le recordó
que había dicho en el castillo, hablando de Petión: «Su cabeza nos
responde del menor movimiento». La de Mandat pendía de un cabello.
Lo que decidió su suerte fué que arrojaron sobre la mesa la misma orden
que él había dado al comandante del puesto del arco de San Juan para
que hiciese fuego sobre las columnas del pueblo, atacándole por detrás.
Un clamor universal se alzó contra él: le cogieron por el pescuezo y le
llevaron a la prisión de la ciudad; pero alguien objetó que le matarían en
el acto y trataron de llevarle a la Abadía.
Hasta entonces había, al parecer, vacilación entre los jefes,
incertidumbre sobre las disposiciones reales del pueblo, temor y dudas.
El somatén pareció al principio que no producía resultado, y por un
momento tuvieron la idea de hacerlo cesar; acaso lo habrían hecho si se
hubiese podido; pero hubiera sido muy difícil circular por todo París la
contraorden, y las campanas habían sido ya echadas al vuelo. A eso de
las seis, cuando se presentó Mandat en el Hotel de Ville y fué detenido,
intentó la Comuna justificar aquel acto. Envió a la Asamblea nacional
para que acusaran a Mandat, asegurando que era él el que había hecho
tocar a somatén y que por esta causa le habían reprendido. Un accidente
imprevisto desbarató estas intrigas políticas. Los exaltados no
permitieron que Mandat llegase vivo a la Abadía. A la salida del Hotel de
Ville le rompieron la cabeza de un pistoletazo.
Al perder así la Comuna su rehén más precioso no podía ya
retroceder; se arrojó decididamente y sin escape en la insurrección, y dio
orden de tocar generala. Eran las siete de la mañana, y ya, desde la
Bastilla hasta la iglesia de San Pablo, en la parte espaciosa y ancha de la
calle de San Antonio, había, como hemos dicho, 80 o 100 divisiones,
compuesta cada una de cien hombres, armados de fusiles, sobre ocho o
diez mil guardias nacionales. Su apresuramiento había sido
extraordinario, contra lo que podía esperarse dada la lentitud de la
víspera. La masa, aumentada en la calle de San Antonio por cada una

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de- sus laterales que había servido de afluentes a aquel río, pasó sin
dificultad el fatal arco de San Juan, donde se había jactado Mandat que
la destrozaría. Una hora permaneció en la Greve, sin poder obtener
ninguna orden; los unos decían que la Comuna esperaba todavía
algunas concesiones de la corte, los otros que el barrio San Marcelo se
atrasaba, que se temía que no pudiera realizar a tiempo su unión en el
Puente Nuevo.
A las ocho y media, un millar de hombres con picas perdieron la
paciencia y tomaron su partido, rompiendo las filas de la guardia
nacional y diciendo que se pasarían sin ella. Estaban muy mal armados;
entre todos no tenían una docena de fusiles; muchos ni aun picas tenían,
si no navajas, o simplemente herramientas de sus oficios. Algunos
federados, marselleses y otros que no lo eran, soldados aguerridos, no
pudieron ver que aquellas gentes se marchasen solas, con tan pocas
probabilidades de vencer; trataron de dirigirles y se arriesgaron a
marchar a su cabeza a arrostrar el primer fuego.
La familia real acababa de dejar las Tullerías El procurador síndico
Roederer había unido su ruego al de los celosos servidores que a toda
costa querían librar al rey del peligro. Por ambas partes se parlamentaba.
Un joven pálido y delgado, que entró como diputado de los
asaltantes, había obtenido de Roederer autorización para que entrasen
veinte diputados en el castillo. Mientras tanto, varios, sin más
ceremonia, se habían subido a caballo sobre la muralla y hablaban
familiarmente con los pocos guardias nacionales que aún quedaban en
los patios.
Roederer creyó el peligro inminente. Entretuvo al joven
parlamentario con el ofrecimiento de introducir a los diputados de la
insurrección, corrió a escape al castillo, atravesó rápidamente por entre
la multitud que llenaba los salones y dijo al rey. «Señor, Vuestra
Majestad no tiene que perder un momento: no hay salvación para ella
más que en la Asamblea nacional.»
Un administrador del departamento (proveedor de encajes de la
reina, celoso constitucional) habló también en este sentido. «Callaos, Mr.
Gerdret, le dijo la reina; el que ha hecho el daño no tiene el derecho de
hablar... No os está permitido alzar aquí la voz.»—Luego, volviéndose
hacia Roederer: «Pero tenemos fuerzas...—Señora, todo París marcha...
Señor, no es un ruego lo que acabamos de dirigiros... no tenemos más
que un partido que tomar... os pedimos el permiso para llevaros.» El rey
levantó la cabeza, miró fijamente á Roederer, y luego dirigiéndose a la
reina, dijo: «¡Marchemos!» y se levantó.

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El rey, al dirigir esta palabra a la reina, resolvió una cuestión
delicada, que en otro caso se hubiera suscitado. ¿Iría él solo a la
Asamblea? ¿o se presentaría a ella acompañado de una esposa tan
impopular? Esta era acaso en aquel momento la cuestión decisiva de la
monarquía. Monsieur de Lally-Tollendal, en las supuestas memorias de
Weber, confiesa lo que han disimulado todos los demás historiadores, a
saber, que, según el rumor público, el departamento y la municipalidad
debían invitar al rey a que saliese solo de las Tuberías y se fuese solo a
la Asamblea nacional. Este proyecto ofrecía a la monarquía alguna
esperanza de salvación. Verdad es que la reina quedaba en peligro;
acaso estaba menos expuesta a que la matasen que á que la cogiesen y
la juzgasen (cosa que ella temía más), sujetándola a un proceso
escandaloso que la habría sepultado deshonrada y degradada en el
fondo de un convento.
Roederer, obligado a llevar a la reina con el rey, insistió para que
al menos no les acompañase nadie de la corte. Pero la reina quiso que
la siguiesen madama Lamballe y madama de Tourzel, institutrices dé los
niños. Las otras damas quedaron aterradas, inconsolables al ser
abandonadas.
«Cuando estuvimos al pie de la escalera, dice Roederer, me dijo el
rey: «¿Qué va a ser de las personas que han quedado allá arriba? —
Señor, están con trajes de calle. Dejarán las espadas y os seguirán por el
jardín. —Es verdad, dijo el rey... Pero no hay mucha gente en el
Carrousel. —¡Ah! señor, doce piezas de artillería, un pueblo inmenso que
llega...»
Este último recuerdo, esta vacilación, es todo lo que merecieron de
Luis XVI sus defensores. Se dejó llevar y los abandonó a la muerte.
Un oficial suizo, d'Affry, ha declarado que la reina le había
ordenado que obligase a los suizos a que hicieran fuego. Otro, el coronel
Ptyffer, en su libro publicado en 1821, dice que el viejo mariscal de
Noailles anunció que el rey le dejaba el mando y que no debían dejarse
forzar. —La reina no dudaba de que la defensa sería victoriosa: al
marchar dijo a las damas que dejaba: «Vamos a volver.»
Los que se quedaban se afectaron de diferentes modos con la
marcha del rey. Un oficial suizo preguntó tristemente á Roederer:
«¿Creéis salvar al rey llevándole a la Asamblea?» Algunos se
desesperaron al verse abandonados de aquella suerte; otros se
arrancaron las cruces de San Luis y rompieron sus espadas.
Varios, por el contrario, no teniendo ya que cuidarse del rey ni que
proteger mujeres y niños, experimentaron como un acceso de alegría

146
furiosa por el combate a muerte que iban a entablar. Sirvieron a los
suizos aguardiente sin tasa, y sin cuidarse de defender la larga línea de
murallas que existían entre el patio y el Carrousel, dieron órdenes al
conserje para que levantase las barras dé la puerta real. La multitud que
golpeaba aquella puerta se precipitó por ella con ciega confianza, se
lanzó a través del estrecho patio, sin fijarse en las ventanas de enfrente
erizadas de fusiles, ni en las barracas laterales que cerraban el patio por
derecha e izquierda, y les acechaban con ojos feroces.
Los que entraban eran los impacientes de que ya hemos hablado,
aquellos hombres armados con picas que habían tomado la delantera, y
que en el camino habían ido aumentando hasta llegar a dos o tres mil
hombres. Llegaron sin detenerse, corriendo, hasta el vestíbulo. Allí, al
fin, se pararon. El vestíbulo del palacio, mucho más grande que hoy.,
estaba verdaderamente imponente. La escalera grande por donde se
subía majestuosamente a la capilla y a las habitaciones tenía ocupados
todos sus escalones por una línea de suizos. Inmóviles, silenciosos,
desde el pie hasta lo último de la escalera, apuntaban a los asaltantes.
¿Cuáles eran las intenciones de aquellos suizos? Muy diversas, difícil de
expresar. Muchos, sin duda, deseaban no hacer fuego. Un gran número
de aquellos soldados eran del cantón de Friburgo, otros del Vaud, es
decir franceses, franceses por el idioma y franceses por el carácter. Sin
duda les parecía odioso e impío disparar sobre su verdadera patria la
Francia.
Un momento antes de la irrupción habían ido algunos artilleros de
la guardia nacional a buscar a aquellos pobres suizos, que con lágrimas
en los ojos se habían arrojado en sus brazos. Dos de ellos no vacilaron
en abandonar el castillo y siguieron a los artilleros. Estaban bajo un
balcón desde donde les veían sus oficiales. Se oyeron dos disparos con
tan certera puntería que cayeron los dos suizos, sin ser heridos los
franceses.
Dura lección para los demás. La disciplina, además, y el honor de
la bandera, el juramento, les mantenían inmóviles. La turba de los
asaltantes, al ver aquellos hombres de piedra, no tuvo miedo, antes bien
se echó a reír. Empezó a dirigirles pullas; pero los suizos no se reían. Se
hubiera podido dudar de que estuvieran realmente vivos. El pilluelo se
envalentona pronto, y en cierto modo todo el pueblo parisiense se
compone de pihuelos. Aquellos con doce fusiles viejos, unas picas y
unas navajas, no estaban en disposición de combatir con aquel ejército
de suizos armados hasta los dientes. Sabían que varios suizos habían
intentado pasarse a la guardia nacional y trataron de aprovechar

147
aquellas buenas disposiciones. Algunos que llevaban garfios en las
puntas de los palos, idearon arrojar aquella especie de anzuelos y
enganchar primero uno y luego otro cogiéndoles del uniforme y tirando
de ellos con grandes carcajadas. La pesca de los suizos dio buen
resultado. Cinco o seis se dejaron coger sin hacer resistencia. Los
oficiales empezaron a temer que llegasen a entenderse los atacados y
los que atacaban, y dieron orden de hacer fuego.
Entonces pudo apreciarse toda la fuerza de la disciplina.
Disparaban sin vacilar. El efecto de aquel fuego escalonado de arriba a
abajo, convergiendo todo y casi a boca de jarro sobre una masa viviente,
fue espantoso. Jamás hubo en un sitio tan estrecho una carnicería tan
horrible. Todos los tiros hacían blanco. La masa vaciló y cayó a un
tiempo. Ninguno de los que entraron en el vestíbulo salió vivo. Las
referencias únicas que tenemos son las de los realistas que estaban en
las escaleras. Dos horas después uno de los asaltantes que atravesó el
vestíbulo y vio aquella montaña de muertos, dijo que sofocaba aquel
olor de carnicería y que no se podía respirar.
No hay para que decir que todos los que se bailaban en el patio
echaron a correr con toda la celeridad que les permitieron sus piernas.
No pudieron huir, sin embargo, tan a prisa, que se libraran de ser
acribillados al paso por el fuego de las barracas de derecha e izquierda,
que estaban llenas de soldados. Fué verdaderamente una caza a la
espera; los cazadores tenían la caza en la boca de los fusiles y podían
escoger. Tres o cuatrocientos hombres perecieron en aquel fatal
desfiladero sin que pudiesen disparar un tiro.
Dos salidas se hicieron a la vez de aquel palacio asesino, una por
los suizos en el centro, bajo el pabellón del Reloj, otra por los nobles que,
saliendo del pabellón de Flora, llevaron la persecución a lo lejos del
muelle, hacia las callejuelas del Louvre y la calle de San Honorato. Los
suizos, formados en batalla en el Carrousel, haciendo fuego en todas
direcciones fusilaron la retaguardia de los que huían y sembraron toda
la plaza de cadáveres.
El castillo se creyó vencedor, imaginando que había aplastado la
insurrección; pero no era más que a la vanguardia. En medio del fuego,
mientras que los suizos disparaban todavía sobre la multitud
amontonada en las embocaduras de las estrechas calles, Mr. d'Hervilly
se dirige a ellos, sin sombrero, sin armas y les dice: «No es eso, hay que
ir a la Asamblea, con el rey.» El viejo Viomenil gritaba: «Adelante,
valientes suizos, adelante; salvad al rey; vuestros antepasados le
salvaron más de una vez.»

148
Entonces creyó Roederer (y varios de los actores del 10 de Agosto
lo creen hoy todavía) que aquel momento había sido previsto, y que con
esta esperanza había deseado la corte el combate. Vencida la
insurrección, o al menos descorazonada por el rigor del primer golpe, se
replegaría la guarnición sobre la Asamblea nacional; se proclamaba su
disolución, y el rey, rodeado de sus tropas, salía de París, huía á Rouen,
donde era esperado y se encontraba otra vez rey.
Yo creo que la reina, si no se hubiera creído segura del resultado,
jamás habría abandonado en las Tullerías á tantos fieles servidores.
Esperaba en la Asamblea, pálida y palpitante, el éxito de aquel terrible
golpe a lo Jarnac dado a la Revolución. Por un momento, la misma
Asamblea creyó llegada su última hora, esperando ser acuchillada, o por
lo menos prisionera del rey que había acogido en su seno.
Y, sin embargo, lejos de haber vencido la contrarrevolución, era la
revolución la que avanzaba.
La unión de San Antonio y San Marcelo se había verificado en el
Puente Nuevo. Desde el pabellón de Flora podía verse allí en el muelle
del Louvre al ejército vengador del pueblo, el bosque de sus bayonetas
reflejando las luces de la mañana.
Habían tropezado con muchos obstáculos; el ejército, poco
acostumbrado a las maniobras, había perdido mucho tiempo, teniendo
qué avanzar en columnas por aquellos muelles entonces tan estrechos.
Los quinientos marselleses, los trescientos bretones y los otros
federados, tropas muy militares, iban en el puesto de honor; caminaban
al fuego los primeros; debían entrar en el Carrousel por los postigos
próximos al puente Real. Los del Marais y las otras secciones de la orilla
derecha debían penetrar por el Louvre; San Marcelo y la orilla izquierda
se encargarían del puente Real, del muelle de las Tullerías, del de la
Concordia y de la plaza, de modo que el castillo quedase entre, dos
fuegos. San Antonio tenía dos cañones pequeños y San Marcelo otros
tantos; esta era toda su artillería.
Si la masa de los fugitivos hubiese sido rechazada hacia el muelle,
hubiera podido producir confusión y pánico entre las columnas que
venían; pero como hemos dicho, fué repelida hacia la calle de San
Honorato y las callejuelas del Louvre. Los marselleses y el barrio de San
Antonio no vieron aquel desconsolador espectáculo; llegaron frescos,
confiados, con la cabeza alta. Sabían en general que habían atraído y
fusilado a sus hermanos, y redoblaron el paso, furiosos. Las secciones
del Marais, que llegaron al Carrousel por las encrucijadas del Louvre,
vieron infinidad de heridos; pero aquellos heridos, llenos de entusiasmo,

149
de odio y de cólera, pedían venganza por la perfidia de los suizos:
«Íbamos a besarles en las mejillas, cuando han derramado nuestra
sangre.»
Los marselleses atravesaron los postigos del muelle, vieron a los
suizos formados en batalla en el Carrousel, se abrieron bruscamente
dando paso a sus cañones y dispararon a boca de jarro dos metrallazos.
Los soldados se entraron sin esperar un segundo disparo, abandonando
sus heridos, sin duda un poco sorprendidos al encontrar viva hasta aquel
punto la insurrección que se figuraban haber muerto. Los federados de
San Antonio avanzaron a paso de carga y ocuparon dos de aquellos
patios: el real o del centro y el de los príncipes, próximo al pabellón de
Flora y al muelle. Las secciones que habían venido por el Louvre habían
llenado el Carrousel, mucho menos grande en aquella época; empujaban
a los que habían llegado primero y penetraban en los patios todo cuanto
podían. La inmensa y sombría fachada vomitaba rayos por sus cien
ventanas. Además de todos los fuegos del frente, los nobles, al acecho
desde las ventanas del pabellón Flora y de la galería grande del Louvre,
tiraban sobre el flanco. Detrás del pabellón del Reloj, bajo los fuegos
cruzados que detenían a los asaltantes, estaban formados los
granaderos suizos, que contestaban con salvas a los tiradores de la
insurrección. El tiempo estaba en calma, el humo era muy espeso; no
había ni un soplo de aire para disiparle; se tiraba a ciegas, lo cual era
desfavorable a los asaltantes, pues apenas distinguían las ventanas, y
sus tiros se estrellaban contra las paredes. Por el contrario, sus
enemigos, apuntando a murallas vivas, quiero decir, á masas de
hombres, tenían que dar en el blanco a la fuerza: cada tiro mataba o
hería. Cansados los federados de recibir sin dar, enmedio de una lluvia
de balas, colocaron en batería, en la puerta grande, una pieza de a cuatro,
dos de cuyos disparos obligaron a los suizos a abandonar el patio. Se
replegaron al vestíbulo en buen orden, y de cuando en cuando salían por
pelotones para tirar todavía.
En el momento en que los federados pasaron del Carrousel al
patio, las barracas colocadas paralelamente al castillo hicieron fuego por
detrás, creyendo obtener el mismo éxito que habían logrado una hora
antes. Pero desde la primera descarga se lanzaron con furia los
marselleses sobre las aperturas de las barracas, y no pudiendo forzarlas
lanzaron sobre ella dos cartuchos de artillería cuya explosión hizo saltar
los techos, derribó las paredes y lo incendió todo.
El fuego se propagó en un abrir y cerrar de ojos de un extremo a
otro, recorrió toda la línea desapareciendo todo entre torbellinos de

150
llamas y de humo, escena horrible de la que los mismos asaltantes
apartaron las miradas con horror.
¿Fué entonces o mucho antes cuando un capitán suizo, Turler, fue
a preguntar al rey si era preciso rendir las armas? Grave cuestión
histórica que, resuelta en un sentido o en otro, debe modificar nuestras
ideas sobre el carácter de Luis XVI.
Según una tradición realista, los suizos, un momento vencedores,
iban a marchar contra la Asamblea; un diputado les detuvo, les intimó
que entregasen las armas, y el capitán consultó al rey, sin obtener otra
respuesta, sino que era preciso entregarlas a la guardia nacional.
Según otra versión más creíble, puesto que consta en el proceso
verbal de la Asamblea, después que el rey oyó el informe del procurador
general Roederer anunciando a la Asamblea que el castillo se había
rendido, entonces y después del terror pánico que se apoderó de la
Asamblea, fué cuando el rey advirtió al presidente que había hecho dar
la orden a los suizos para que no hiciesen fuego.
Esto aclara la cuestión que se ha intentado oscurecer. El rey quiso
evitar una mayor efusión de sangre, cuando supo que el castillo había
sido tomado, cuando ya no tuvo ninguna esperanza. Esta orden podía
tener la doble ventaja de disminuir la exasperación de ¿los vencedores y
de dejar a cubierto el honor de los vencidos, de suerte que estos
pudiesen decir, como efectivamente dijeron, que únicamente la orden
del rey pudo quitarles la victoria.
A aquella hora había sido tomado el castillo; los suizos que habían
defendido palmo a palmo la escalera, la capilla, las galerías, habían sido
arrollados en todas partes, perseguidos, muertos. Los más afortunados
habían sido los nobles, que dueños de la galería grande del Louvre,
tenían siempre una salida dispuesta para escapar. Todos o casi todos se
escaparon; entre los muertos no se encontró ninguno. Los cadáveres,
vestidos con ropa fina, llevaban también vestido rojo, eran los falsos
suizos, antiguos guardias constitucionales, y no los nobles.
Los uniformes rojos eran muy numerosos, muchos más de los
1.380 verdaderos suizos que menciona su capitán. Suizos o no se
portaron admirablemente. Se retiraron lentamente por el jardín,
aguardando, recogiendo a sus camaradas con la sangre fría y el aplomo
de tropas veteranas, maniobrando como en una parada, estrechando
tranquilamente sus filas a medida que el fuego enemigo los aclaraba.
Hicieron quizás diez paradas al atravesar el jardín (dice un testigo ocular)
para rechazar a los asaltantes cada vez con dos fuegos de fila
perfectamente ejecutados.

151
Una cosa debió extrañarles mucho, la prodigiosa multitud de
guardias nacionales que invadía el jardín y que iba siempre en aumento.
A las ocho, antes del combate, había habido en la Greve ocho o diez mil
guardias nacionales armados con fusiles; entre doce y una,
inmediatamente después del combate, el mismo testigo vio en las
Tullerías hasta treinta o cuarenta mil.
Descontando la parte ordinariamente numerosa de los hombres
que corren siempre en auxilio de la victoria, resulta sin embargo
evidenciado que el 10 de Agosto fué realizado o consentido, ratificado
en cierto modo, por el conjunto de la población, no por una parte del
pueblo, y de ningún modo por una parte ínfima como tantas veces se ha
repetido. Había un gran número de hombres uniformados entre los que
tomaron el castillo. Estos mismos uniformes ocasionaron una fatal
equivocación. Los federados bretones, que llevaban trajes rojos, fueron
equivocados por los oficiales del castillo con suizos pasados al enemigo,
y objeto de preferente puntería cayeron ocho al primer disparo.
La espantosa unanimidad de la guardia nacional, que de momento
en momento se manifestaba a los suizos, acabó por quebrantarlos.
Cuando llegaron cerca de la fuente grande, hacia la plaza de Luis XV,
vacilaron sus filas, comenzaron a desbandarse; la idea mortal dé la
salvación del individuo, que casi siempre pierde a los hombres, se
apoderó visiblemente de ellos. Vieron, o creyeron ver que su valor, su
admirable disciplina les había perdido retrasando su retirada. Algunos
centenares se lanzaron como ciervos furiosos al abrigo de los grandes
árboles, rechazaron a los tiradores enemigos y ganaron la puerta que
está enfrente de la calle de San Florentino; trescientos próximamente
escaparon; un grupo, perseguido muy de cerca, se refugió en el hotel de
la marina; allí fueron encontrados y degollados.
Los que permanecieron unidos intentaron pasar desde las Tullerías
a los Campos Elíseos; pero apenas pusieron el pie en la plaza, un batallón
de San Marcelo, que tenía dos piezas colocadas en batería a la bajada
del puente, les disparó un cañonazo con metralla: un solo tiro, que
derribó por tierra a treinta y cuatro. Los otros, dispersos por aquel
terrible fuego, arrojaron sus fusiles y desenvainaron los sables, arma
inútil contra las picas de sus encarnizados enemigos. Unos treinta se
defendieron un instante cerca de la estatua de Luis XVI (donde ahora
está el obelisco), al pie de aquel triste monumento de la monarquía, tan
poco digna de su abnegación y de su fidelidad.

152
Otros que tuvieron la suerte de ganar los Campos Elíseos, fueron
ocultados por buenas gentes que les disfrazaron y les hicieron escapar
por la noche.
En general en aquella jornada sangrienta no hubo término medio;
los vencidos encontraron o la muerte o la hospitalidad más cariñosa,
generosa hasta el heroísmo, que, en caso necesario, llegó hasta afrontar
la muerte para salvarlos. Y esto prescindiendo de toda opinión política;
violentos revolucionarios se condujeron como los realistas.
En el mismo castillo, la multitud, horriblemente irritada por sus
enormes pérdidas y por lo que creía la perfidia de los suizos, no se
mostró tan bárbaramente ciega como podía suponerse. Las damas de la
reina, infinitamente más odiadas que los hombres, como consejeras y
confidentes de la austríaca, no sufrieron la menor indignidad. La
princesa de Tarento había hecho abrir las puertas y recomendó a los
primeros que entraron a una joven señorita, Paulina de Tourzel. Algunas
mujeres, madama Campan entre otras, fueron detenidas un momento y
amenazadas de muerte; pero no fué más que el susto; las dejaron libres
con estas palabras: «Bribonas, la nación os perdona.» Los mismos
vencedores las escoltaron para que se escapasen y las ayudaron a
disfrazarse para que se libraran de las bandas de verduleras que las
seguían gritando que debieran matarlas.
Uno de los asaltantes Mr. Singier (luego conocido y estimado
como director de teatro) ha contado que al entrar en la habitación de la
reina vio que la multitud rompía los muebles y los arrojaba por las
ventanas; un magnífico clavicordio, lleno de pinturas preciosas, iba a
seguir el mismo camino. Singier no perdió un momento, y se puso a
tocar en él cantando la Marsellesa. Todos aquellos hombres furiosos,
sangrientos, olvidaron en un momento su furor; hacen coro, se colocan
alrededor del clavicordio, y se ponen a bailar, entonando el himno
nacional.
No, aquella multitud, tan abigarrada, de los vencedores del 10 de
Agosto no era, como tanto se ha dicho, una banda de bandidos, de
bárbaros. Era el pueblo entero: sin ninguna duda se hallaban allí
reunidos todos los caracteres, todas las condiciones, todas las
naturalezas. Allí se encontraron las pasiones más furiosas; pero nada
indica que en aquel momento de exaltación heroica se mostraran en
nadie las pasiones bajas o las innobles. Hubo muchos actos
magnánimos. Y la conmovedora frase del panadero que citamos al
principio de este capítulo, demuestra suficientemente que el peligro, que
con tanta frecuencia hace feroces a los hombres que lo afrontan por vez

153
primera, no había apagado de ningún modo en el corazón de los
asaltantes los sentimientos de humanidad.
Una escena extraordinaria, patética en sumo grado, se desarrolló
en la Asamblea nacional. Que pase a la posteridad, para atestiguar
eternamente la magnanimidad del 10 de Agosto, del noble genio de la
Francia, que conservó aun enmedio de los furores de la victoria.
Un grupo de vencedores penetró en la Asamblea Confundido con
los suizos. Uno de ellos tomó la palabra: «Cubiertos de sangre y de
polvo, con el corazón traspasado de dolor, venimos a depositar en
vuestro seno nuestra indignación. Desde hace mucho tiempo una corte
pérfida ha preparado la catástrofe. No hemos podido penetrar en este
palacio si no pasando por encima de nuestros hermanos asesinados.
Hemos hecho prisioneros a estos desgraciados instrumentos de la
traición; muchos de ellos han rendido las armas: contra ellos solo
emplearemos la generosidad (se arroja en brazos de un suizo, y por el
exceso de la emoción se desmaya; los diputados le auxilian. Entonces
recobra el uso de la palabra:) Necesito una venganza. Ruego a la
Asamblea que me permita llevarme a este desgraciado; quiero darle
habitación y mantenerle.»

154
CAPITULO IX

El 10 de Agosto en la Asamblea. —Lucha de la Asamblea y de la


Comuns. (Fin de Agosto).

Los vencedores del 10 de Agosto, federados, guardias franceses, etc. —Theroigne de Mericourt
— Asesinato de Suleau. —Impotencia de la Asamblea. —Inercia de los Girondinos durante la
noche del 10 de Agosto. —El rey se refugia en el seno de la Asamblea. —Dos pánicos en la
Asamblea. —El rey, no teniendo ya esperanza, hace cesar el fuego. —La Asamblea ofrece a la
monarquía una probabilidad de resurrección —La Asamblea se anula a sí misma —
Desesperación de las familias de las víctimas del 10 de Agosto. —Desconfianza y furor del
pueblo — Peligros de la situación. —El rey es encerrado prisionero en el Temple. —La Comuna
exige la creación de un tribunal extraordinario. — Influencia de Marat sobre la Comuna. —
Creación del tribunal extraordinario (17 de Agosto del 92J. Peligros que amenazaron a Francia;
Longwy sitiado el 20 de Agosto. —Amenazas de Lafayette, su- fuga. —Firmeza magnánima de
Danton. Primeros movimientos de la Vendee. —El nuevo tribunal es acusado por la lentitud
con que funciona. —Noticia de la toma de Longwy. — Fiesta de los muertos del 10 de Agosto.

No es fácil sondar el profundo volcán de furor de donde brotó el


10 de Agosto, enumerarlas cóleras de todas clases amontonadas,
aumentadas, mutuamente recalentadas por una fermentación tan
terrible. Si no podemos detallar su fuerza y su violencia, enumeremos al
menos, analicemos los diversos elementos, que amalgamados
compusieron la ardiente lava.
El sufrimiento del pueblo, su dolorosa miseria fué el elemento más
débil. Y sin embargo la miseria era extremada. Largo tiempo hacía que
se habían consumido los últimos recursos; aunque el pan estaba barato,
como el trabajo faltaba en absoluto, no había medio de comprarlo. La
muerte en un camastro, en una bohardilla ignorada o en la calle en una
encrucijada, era la última perspectiva. Aquellas pobres gentes, casi sin
armas y nada aguerridas entonces, no hicieron una gran cosa el 10 de
Agosto; se limitaron a ir los primeros a los Tullerías; ellos recibieron la
primera y mortífera descarga. Si no hubiera habido más que ellos no
habría sido tomado el castillo.
Había otro elemento en el que la corte no pensaba; un elemento
muy militar, que obró ciertamente de un modo más eficaz.
Se ha comprendido a todos los vencedores con el dictado de
Marselleses; se ha creído por lo menos que casi todos eran federados de
los departamentos, Marselleses, Bretones y otros. Pero con ellos iban
otros hombres no menos aguerridos, tan furiosos por lo menos como
ellos y exasperados además por una herida más reciente. ¿Quienes? Los
hijos mayores de la libertad, los antiguos guardias franceses. Había entre

155
ellos jóvenes de una audacia y una ambición extraordinaria, varios de
los cuales alcanzaron notoriedad. Por un momento, los guardias
franceses se habían dejado debilitar por Lafayette, habían formado el
núcleo, el nervio de la guardia nacional a sueldo. La conducta muy
diversa de aquel cuerpo en la matanza del Campo de Marte (una parte
hizo fuego y la otra se negó a disparar) dio mucho que pensar. En Enero,
el ministro de la guerra, Narbonne, consiguió que fuesen asimilados a
las tropas de línea, cesasen de recibir buena paga y no fuesen ya una
tropa privilegiada. La mayor parte no aceptó este cambio y se dedicó a
vagar por las calles, esperando los acontecimientos, mezclándose con
los grupos, alentando a la guerra y al combate, dando seguridad al
pueblo, comunicándole su espíritu militar. Una carta escrita un año
después por uno de aquellos guardias franceses (que luego fué el
general Hoche) dirigida a un periodista, carta altiva, amarga, irritada,
describe a maravilla a aquella juventud, el espíritu soberbio que la
animaba, su indignación violenta contra todo obstáculo. Creeríase que
fué la misma pluma que en Enero del 92 escribió el elocuente Adiós de
los guardias franceses a las secciones de París. Aquellas filípicas
militares están respirando el genio colérico que dio el golpe del 10 de
Agosto.
Por la mañana uno de aquellos guardias franceses estaba en la
terraza de los Fuldenses con la famosa amazona Theroigne de Mericourt.
Estaba ésta con armas y se disponía a combatir; fué en efecto y se
distinguió tanto que mereció una corona que le ofrecieron los
vencedores. No eran todavía más que las siete o las ocho, una hora antes
del combate. Una falsa patrulla que acababa de ser detenida fué
conducida a la terraza. Eran once realistas armados de trabucos que iban
a reconocer los Campos Elíseos y los alrededores de las Tullerías. Había
entre ellos varios hombres muy conocidos, muy odiosos, escritores
violentos, designados como realistas largo tiempo hacía al rencor
popular, entre otros el abate Bocejon, autor dramático, y Suleau el
periodista, joven audaz, uno de los más furiosos agentes de la
aristocracia. Suleau y Theroigne, el furor contra el furor, se hallaron
frente a frente.
Suleau era odiado personalmente por Theroigne, no solamente
por las burlas con que le había zaherido en las Actas de los Apóstoles,
sino también por haber publicado en Bruselas uno de los diarios que
aplastaron la Revolución de los Países Bajos y de Lieja, El Somatén de
los reyes. La infortunada ciudad de Lieja, unánimemente francesa y que,
en masa, hasta el último ciudadano votó su anexión a Francia, había sido

156
libre dos años y acababa de caer de nuevo bajo la innoble tiranía del
clero por la violencia de Austria. Theroigne, en aquel momento decisivo
no dejó de cumplir lo que debía a su patria. Pero fué espiada desde París
basta Lieja, y detenida por los austríacos a su llegada, acusada como
culpable del atentado del 6 de Octubre contra la reina de Francia,
hermana del austríaco Leopoldo. Conducida a Viena y puesta en libertad
mucho de pues por falta de pruebas, volvía exasperada, acusando sobre
todo a los agentes de la reina que la habían seguido y entregado. Escribió
su aventura, iba a imprimirla, y había leído ya algunas páginas en los
Jacobinos. El genio violento del 10 de Agosto vivía en Theroigne. Era
una mujer audaz, galante, pero no una perdida como decían los realistas;
no se había degradado de ningún modo. Sus pasiones más conocidas
fueron por hombres enemigos del amor; la primera por un italiano
castrado que la arruinó; luego por el abstracto, el seco, el frío Sieyes, por
el matemático Romme, austero jacobino, preceptor del príncipe
Strogonoff; Romme no se privaba de llevar a su discípulo a casa de la
hermosa y elocuente patriota. El honrado Petion era amigo de
Theroigne. Siempre, a pesar de alguna irregularidad que pudiera haber
en su vida íntima, aspiró, en sus amistades, a lo más alto, a lo más puro;
quería en los hombres lo que ella tenía, el valor y la sinceridad. Uno de
sus biógrafos más hostiles confiesa que experimentaba aquélla el más
profundo desprecio hacia la inmoralidad de Mirabeau, hacia su rostro de
Jano. Y no demostró menos antipatía hacia Robespierre; detestaba su
fariseísmo. Esta imprudente franqueza, que fué causa de una terrible
aventura, se manifestó en Abril del 92. En aquella época en que
Robespierre se desataba en calumnias, en denuncias sin pruebas, dijo
con fiereza en un café «que le retiraba su estimación.» La frase, referida
por la noche irónicamente en los Jacobinos por Collot d'Herbois, produjo
en la amazona un exceso de furor. Estaba Theroigne en una tribuna, en
medio de devotos de Robespierre. A pesar de los esfuerzos que hicieron
para contenerla, saltó por encima de la barrera que separaba las tribunas
de la sala, atravesó por entre aquella turba enemiga y pidió en vano la
palabra; todos se taparon los oídos, temiendo escuchar alguna blasfemia
contra el dios del templo; la pobre Theroigne fué expulsada brutalmente,
sin ser oída.
Este insulto presagiaba otro más cruel, que la hirió de muerte.
Después del 10 de Agosto y el 2 de Septiembre, Theroigne (complicada
sin la menor prueba y contra toda probabilidad en este último suceso)
se decidió con su violencia acostumbrada por el partido que censuraba
a los asesinos de Septiembre. Aún era muy popular, amada y admirada

157
por todo el pueblo por su valor y su belleza. Los montañeses idearon un
medio para arrebatarla aquel prestigio, para envilecerla, cometiendo una
de las violencias más cobardes que un hombre puede cometer contra
una mujer. Se paseaba casi sola por la terraza dé los Fuldenses;
formaron un grupo alrededor de ella, cerraron el corro, la cogieron, la
levantaron las faldas, y desnuda, entre las risotadas de la 'multitud la
azotaron como a un niño. Sus ruegos, sus gritos, sus aullidos de
desesperación sólo sirvieron para excitar las burlas de aquella turba
cínica y cruel. Cuando por fin la soltaron, la infortunada continuó sus
rugidos; herida en su dignidad y en su valor por aquella bárbara injuria,
había perdido la razón. Desde 1793 hasta 1817, durante aquel largo
período de veinticuatro años (¡la mitad de su vida!), vivió loca furiosa,
aullando como el primer día. Era un espectáculo que partía el alma, el
ver a aquella mujer heroica y encantadora convertida en una fiera,
golpeando los barrotes de su jaula, destrozándose ella misma y
comiendo sus excrementos. Los realistas se complacían en ver en esto
una venganza de Dios contra aquella hermosura fatal que embriagó a la
Revolución en sus primeros días; agradecieron infinito a la brutalidad de
los hombres de la montaña el que la inutilizaran así. Aun hoy, realistas y
robespierristas están de acuerdo, después de haberla envilecido en vida,
para envilecer su memoria.
He querido referir de una vez aquel destino trágico. Veamos el acto
violento, culpable, por el que acaso mereció Theroigne aquel destino el
10 de Agosto. Tenía delante de ella á aquel Suleau tan detestado, al que
consideraba como el más mortal enemigo de la Revolución en Francia y
en los Países Bajos. Era un hombre peligroso, no tan solo por su pluma,
si no por su valor, por sus infinitas relaciones en su provincia y en todas
partes. Refiere Montlosier que Suleau, en un peligro, le decía:
«En caso necesario enviaré toda mi Picardía en vuestro socorro.»
Suleau, prodigiosamente activo, se multiplicaba; con frecuencia se le
veía disfrazado. Lafayette dice que le encontró así, saliendo por la noche
del hotel del arzobispo de Burdeos. Disfrazado también, armado, en la
misma mañana del 10 de Agosto, en el momento en que era más violenta
la furia popular, cuando la multitud, ebria por adelantado con el combate
que iba a entablar, no buscaba más que enemigos; cogido Suleau, podía
darse por muerto.
Desmoulins, picardo como él y su compañero en el colegio de Luis
el grande, había tenido un presentimiento de lo que iba a suceder, y
ofreció a Suleau ocultarle en su casa. Pero este creía vencer y cayó en el
lazo antes de empezar a combatir.

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Si perecía, al menos no era Theroigne la que podía matarle. Las
mismas burlas que él había publicado contra ella hubieran podido
protegerle. Desde el punto de vista caballeresco, debía ella defenderle;
desde el punto de vista que dominaba entonces, la imitación feroz de los
republicanos de la antigüedad debía herir al enemigo público, aunque
fuese también su enemigo. Un comisario, subido en un caballete,
intentaba calmar a la multitud; Theroigne le derribó, subió en su lugar y
habló contra Suleau. Doscientos hombres de la guardia nacional
defendían a los prisioneros; consiguieron de la sección una orden para
que cesasen en su resistencia. Llamados uno a uno, fueron degollados
por la multitud. Se dice que Suleau demostró mucho valor se apoderó
de un sable de los que le atacaban y trató de abrirse paso. Para exagerar
el hecho, han querido suponer que la amazona (pequeña y endeble, a
pesar de su ardiente energía) había acuchillado por su propia mano a
aquel hombre de gran estatura, de un vigor y una fuerza multiplicadas
por la desesperación. Otros decían que fué el guardia francés que llevaba
a Theroigne del brazo el que le dio el primer golpe.
Este asesinato, cometido en la plaza de Vendôme, ante la puerta
de los Fuldenses, y casi a la vista de la Asamblea, patentizó de una
manera terrible la impotencia de aquélla. Declaró por dos veces que los
prisioneros se hallaban bajo la salvaguardia de la ley, y no la hicieron
caso. Se estableció un precedente fatal, un prejuicio terrible, a saber: que
el primer llegado podía, a despecho de las autoridades nombradas por
el pueblo, representar al pueblo soberano en su función más delicada: la
justicia. Esta justicia de combate, hecha en el momento de la batalla por
el enemigo sobre el enemigo, va a reproducirse dentro de un mes, en
Septiembre, sobre prisioneros desarmados.
La Asamblea estaba en entredicho lo mismo que la monarquía. La
mayoría qué acababa de absolver a Lafayette, había perdido, por esto
mismo, en el concepto del pueblo, a la Asamblea. Verdad es que los
Girondinos, por conducto de Brissot, habían atacado al general y podían
lavarse las manos en aquella extraña absolución. Pero era muy evidente
que creían poderse valer todavía de la monarquía; enemigos o no de
Lafayette, se parecían a él en esto: republicanos en principio, como él,
pero como él realistas en política, no se diferenciaban más que en la
extensión de los plazos que habían concedido a la institución real. Nada
indica que tuvieran con la corte la menor relación directa. La famosa
consulta dada al rey, según se dice, por Vergniaud, y copia, da
dócilmente por todos los historiadores, no es más que una burda ficción.
Por muy ligeros que fueran los Girondinos, jamás hubieran dado

159
semejante escrito contra ellos mismos. ¿Y a quién? a aquella corte que
en las elecciones y en todas partes prefería sin dificultad a los más
violentos Jacobinos. Hay una cosa evidente que hemos afirmado varias
veces y que repetimos ahora: la corte, hasta el 10 de Agosto, en todas
ocasiones consideró a los Girondinos como sus enemigos más
peligrosos. Se hubiera fiado de Danton mucho mejor que de Vergniaud.
Vergniaud, Brissot, Roland, Guadet, fueron objeto de un odio profundo.
Les consideraba muy cerca del poder y capaces de conservarle. Hubiese
preferido cien veces el triunfo pasajero de los violentos a la victoria de
los moderados que en un plazo muy corto podían establecer la
República.
Los Girondinos no se presentaron en la Asamblea la noche del 10
de Agosto. Había comenzado aquella a reunirse a eso de las doce y
media, al ruido del somatén. Los pocos diputados que acudieron eran
Fuldenses, y fueron para salvar la monarquía; se ve en el presidente que
eligieron: el Fuldense Pastoret. El referido Pastoret se eclipsó; entonces
nombraron para que los presidiera a un diputado desconocido. ¿En
dónde estaban entonces Brissot, Vergniaud, el pensamiento de la
Gironda, su grande y potente voz? ¿dónde estaban? ¿qué pensaban?
Esperaban y se reservaban. Cosa que nada tiene de particular por
otra parte, cuando vemos la vacilación de los actores conocidos de todos
los partidos. Robespierre se abstuvo en aquella noche, de la misma
manera que Vergniaud.
Evidentemente los Girondinos se reservaban el papel de
mediadores; esperaban que la corte, aturdida por el eco de las
descargas, iría a arrojarse en sus brazos.
La Asamblea poco numerosa que se reunió aquella noche, en
ausencia de los grandes jefes de la opinión, demostró mucha prudencia.
Sobre todo, evitó el lazo que la tendían llamándola a palacio. Algunos
miembros propusieron que en vez de ir ellos, fuera el rey a la Asamblea.
La discusión, frecuentemente interrumpida, duró basta la mañana; los
Girondinos, avergonzados de su ausencia en semejantes momentos,
acudieron al fin; a las siete ocupó Vergniaud el sillón.
Y fué para verse obligado a saludar el poder, poder desconocido
misterioso, salido del volcán por la mañana, como para aplastar a la
Asamblea: la Comuna del 10 de Agosto.
Un sustituto del procurador de la Comuna (¿no sería Dan ton?
entonces se titulaba así) entró, con dos oficiales municipales, y notificó,
sin preámbulos a la Asamblea nacional, que el pueblo soberano, reunido
en secciones, había nombrado comisarios, que ejercían todos los

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poderes, y que, como primer ensayo, habían tomado el acuerdo de
suspender el consejo general de la Comuna.
Un miembro de la Asamblea propuso que se anulase todo, los
comisarios y el acuerdo. Pero en el mismo instante otro miembro dijo
prudentemente que era preferible una insinuación a un acto de violencia;
que en caso de peligro era imprudente prescindir de los hombres útiles,
y que en todo caso era preciso esperar ulteriores aclaraciones. La
Asamblea decidió aguardar, lo cual era lo más fácil. Entre la victoria del
realismo y la de la anarquía, entre el castillo y la Comuna, igualmente
amenazada de ser devorada por las dos partes, respetó lo desconocido
y guardó ante la esfinge un silencio de terror.
Y en aquel mismo momento en que no se atrevía a obrar ni a
decidirse, por una extraña contradicción, las circunstancias reclamaban
de ella, en cierto modo, la fuerza que ya no tenía.
En aquel momento fué cuando la pidieron que protegiese a Suleau
y a los otros prisioneros; intentó hacerlo, y vio desconocida su autoridad
(a las ocho). En el mismo instante la anunciaron también que el rey
quería refugiarse en su seno. Contestó fríamente: «Que la Constitución
le facultaba para ello.» Se pidió que se permitiese la entrada a la guardia
del rey: temían que fuese asesinada si permanecía a la puerta. Pero la
Asamblea, al recibirla, se exponía a convertir su propia sala en un campo
de batalla; se atuvo a la letra de la ley, que prohibía las deliberaciones
entre bayonetas; fingió creer que aquella guardia iba allí a proteger a la
Asamblea y declaró: «Que no quería más guardia que el amor del
pueblo.»
En el capítulo precedente no hemos referido, cuando
explicábamos la batalla, el viaje del rey a la Asamblea. Aquel viaje no era
largo, pero parecía sumamente peligroso, dado el estado de irritación en
que se encontraba la multitud. No lo era, sin embargo: no sirvió más que
para probar que ni la vida del rey, ni aún la de la reina, estaban de ningún
modo en peligro.
Al partir probablemente el rey no estaba tranquilo. Se quitó el sombrero,
que tenía una pluma blanca, y se puso otro que tomó a un guardia
nacional. Las Tullerías estaban solitarias, cubiertas ya de hojas secas
mucho antes de lo regular; el rey lo hizo notar: «Este año caen muy
pronto.» Manuel había dicho que la Monarquía caería antes que las
hojas. A medida que se aproximaban a la terraza de los Fuldenses, se
distinguía una multitud de hombres y de mujeres muy animadas. A unos
veinticinco pasos de la terraza fué una comisión de la Asamblea a recibir
al rey; los diputados le rodearon, pero aquella escolta no bastaba para

161
contener a algunos de los más violentos. Un hombre, desde lo alto de la
terraza, blandía una pértiga de ocho o diez pies de longitud: «¡No! no,
gritaba, no entrarán; ellos son la causa de todas nuestras desgracias...
¡Es preciso que esto acabe!... ¡Abajo! ¡abajo!» Roederer arengó a la
multitud; y viendo que el hombre de la pértiga no quería callar, se la
arrancó de las manos y la tiró al jardín sin más ceremonia; el hombre se
quedó estupefacto y ya no dijo nada.
Después de un momento de confusión originado por el barullo, al
llegar la familia real al pasaje que comunica con la Asamblea, un guardia
nacional provenzal dijo al rey con el original acento del Mediodía:
«Señor, no tengáis miedo; somos buena gente, pero no queremos que
nos hagan traición otra vez. Sed un buen ciudadano, señor... Y sobre
todo no olvidéis el despedir del palacio a la clerigalla.»
Otro guardia nacional (algunos aseguran que el mismo hombre de
la pértiga que parecía tan furioso) se conmovió al ver al delfín oprimido
por la muchedumbre en aquel pasaje tan estrecho; le tomó en sus brazos
y fué a colocarle sobre la mesa de los secretarios. Todo el mundo
aplaudía.
El rey y la familia real se habían sentado en los asientos poco
elevados que ordinariamente ocupaban los ministros. Dijo a la
Asamblea: «He venido aquí para evitar un gran crimen...» Palabras
injustas y duras que no estaban justificadas. La multitud había invadido
el 20 de Junio las Tullerías, sin peligro para Luis XVI, y el mismo 10 de
Agosto nada anunció que hubieran querido atentar contra su vida ni
contra la de la reina.
El presidente Vergniaud contestó que la Asamblea «había jurado
morir sosteniendo los derechos del pueblo y las autoridades
constituidas», y entonces el rey subió y fué a sentarse a su lado. Pero un
diputado hizo observar que la Constitución prohibía que se deliberase en
presencia del rey. Entonces designó la Asamblea la tribuna del
taquígrafo, que estaba separada de la sala por una verja de hierro y al
nivel de los asientos elevados de la Asamblea. El rey se trasladó allí con
su familia; y se sentó de frente, indiferente, impasible; la reina un poco
de lado, pudiendo ocultar en aquel sitio la terrible ansiedad por el
resultado del combate. En aquel momento se oyó la terrible descarga
que derribó a tantos hombres del pueblo e hizo creer a los nobles que ya
no faltaba más que marchar contra la Asamblea, dispersarla y llevarse al
rey. La reina no decía una palabra; tenía los labios apretados, dice un
testigo ocular (Mr. David, luego cónsul y diputado); sus ojos estaban
secos y ardientes, las mejillas inflamadas, las manos sobre las rodillas.

162
Combatía con el corazón, y ninguno sin duda, de los que se hacían matar
en el castillo, sentía en la batalla una pasión más ardiente.
Desde aquella tribuna, desde la sala ligeramente construida, se
oían todos los ruidos. A la primera descarga siguió un gran silencio:
luego a las nueve o nueve y media, los cañonazos disparados por los
marselleses hicieron vibrar todos los cristales. Algunos creyeron que en
la sala habían entrado algunas balas. La Asamblea se mantenía muy
digna, en actitud firme y tranquila, que conservó a pesar de dos pánicos.
Por un momento, la fusilería muy próxima, hizo creer a las tribunas que
los suizos eran los vencedores y que llegaban para invadir la sala y
dispersar la Asamblea. Todos los presentes gritaban a los diputados:
«Ahí están los suizos: no os abandonamos, pereceremos con vosotros.»
Un oficial de la guardia nacional estaba en la barra y decía: «Nos han
vencido.» Diputados, tribunas, asistentes, guardias nacionales, todos
hasta los secretarios jóvenes que se hallaban al lado del rey, se
levantaron con movimiento heroico y juraron morir por la libertad...
¿Contra quién semejante juramento, si no contra el mismo rey, al que
entonces creían vencedor?... Jamás se demostró tanto como entonces
su aislamiento. En aquel momento se despejaba la situación: a un lado,
la Asamblea, el pueblo; a la otra parte el rey... Enfrente, la Francia y el
enemigo.
Otro pánico se produjo, pero en sentido contrario. La victoria del
pueblo motivó los temores de la Asamblea por la seguridad del rey... Por
un momento se creyó que los vencedores, arrebatados por la furia,
podrían ir a herir en él al jefe de aquellos suizos, de aquellos nobles, que
habían hecho tan gran carnicería en el pueblo. Se arrancó la verja que
separaba de la sala la tribuna del taquígrafo, a fin de que en caso
necesario pudiera la familia real refugiarse en el santuario nacional.
Varios diputados trabajaron para arrancarla, y el mismo rey ayudó con
su fuerza poco común y su habilidad de herrero.
Roederer, el procurador del departamento fué a anunciar que el
castillo había sido tomado. Poco después se oyó una descarga de
artillería: era el barrio de San Marcelo, que desde el puente de la
Concordia disparaba sobre los suizos fugitivos. —Y entonces solamente,
tarde, demasiado tarde en verdad, fué cuando el rey, habiendo perdido
toda esperanza, hizo saber al presidente que había dado orden a los
suizos para que no tirasen y se retirasen a sus cuarteles.
Aunque la Asamblea había manifestado tan vivamente el temor de
que venciera el rey, la victoria de la insurrección, realizada sin su ayuda,
pareció que la abatía y la anulaba. Realmente la insurrección transfería

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el poder de hecho a una potencia nueva, la Comuna, a la que se atribuía
el honor de la victoria. Cuando propusieron a la Asamblea que nombrase
un comandante de la guardia nacional, declinó esta elección en la
omnipotente Comuna. Luego, cuando los combatientes llevaron las
joyas tomadas en las Tullerías, no aceptó tampoco la Asamblea esta
responsabilidad, pretextando que no tenía donde guardarlas. Y las envió
también a la Comuna.
Al parecer la Asamblea creía que el pueblo desconfiaba de ella. Por
dos veces, siguiendo el impulso del exterior, y queriendo tranquilizar a
la muchedumbre, se levantaron de sus asientos los diputados y
repitieron el juramento: Vivir libres o morir. Añadieron una súplica, pero
muy general y vaga, en que se aconsejaba al pueblo que respetase los
derechos del hombre.
Guadet ocupaba la presidencia y respondía a las diversas
diputaciones que se sucedían en la barra. Ya era una sección que venía
a intimar a la Asamblea que jurase que salvaría el imperio: la Asamblea
juraba. Ya era la Comuna que llegaba para comunicar que había
entregado el mando a Santerre y presentaba su voto para el
destronamiento del rey. Luego un grupo de desconocidos iba a declarar
que era preciso hacer justicia contra la gran traición: «Las Tuberías están
ardiendo, decían, y no apagaremos el fuego hasta después que se
satisfaga la venganza del pueblo... Necesitamos la caída del rey.» Y lo
hicieron como decían, rechazando a tiros a los bomberos. Novecientas
losas del edificio estaban ardiendo.
La Asamblea se sentía deslizar por la pendiente. Quiso refrenarse.
¡Refrenarse! ¿pero con qué? Con la misma monarquía. Para detener su
caída, buscó precisamente el peso fatal que debía precipitarla.
Vergniaud entró con aire abatido, para comunicar a la Asamblea el
parecer de la comisión extraordinaria que se había creado
expresamente. El gran orador sufría al tener que corresponder a la
confianza del rey refugiado en la Asamblea con una medida de rigor. La
cosa parecía dura, poco hospitalaria. «Me remito, dijo, al dolor que
experimentáis para que juzguéis si importa a la salvación de la patria el
que adoptéis esta medida inmediatamente. Pido la suspensión del poder
ejecutivo, un decreto para el nombramiento del ayo del príncipe real.
Una convención acordará las disposiciones ulteriores... El rey se alojará
en el Luxemburgo. Los ministros serán nombrados por la Asamblea
nacional.»

164
En aquel mismo momento volvió el pueblo obstinado y golpeó en
la puerta: «¡La destitución! ¡la destitución!» este era también el grito de
los nuevos peticionarios.
A lo cual repuso Vergniaud que la Asamblea había hecho todo lo
que la permitían hacer sus poderes, y que a la Convención día el acordar
correspondía sobre la destitución.
Se fueron silenciosos, pero no satisfechos. La Asamblea que
aseguraba que ella no decidía nada, no iba a prejuzgar audazmente el
porvenir con el nombramiento de un ayo para el heredero del trono,
cuando aún era dudoso si habría o no trono.
¡Alojar al rey en el Luxemburgo en vez de en París, donde le era
más posible escapar! ¿Quién ignora que el Luxemburgo está edificado
sobre las catacumbas y que por veinte subterráneos podía volver a poner
la monarquía camino de Varennes? Esto fué lo que una sección hizo
notar precisamente a la Asamblea.
Esta, hiciera lo que hiciera, ya no podía marchar sino en pos de la
Comuna. A los ministros girondinos que restableció, añadió como
ministro de justicia al hombre de la Comuna: Danton. Acordó que los
comuneros tendrían derecho para hacer en todas partes visitas
domiciliarias para averiguar si los sospechosos tenían armas
escondidas. Esto era armar al nuevo poder, del que tanto desconfiaban
poco antes, con una inquisición sin límites.
Eran las tres de la madrugada. En aquella sesión de veintisiete
horas, la Asamblea vencida, cerca de la realeza vencida, había abdicado
en realidad.
Aquel eclipse del primer poder del Estado, del único, después de
todo, que fué reconocido por la Francia, era terrible en aquella situación.
El combate no había concluido; continuaba todavía en los corazones
henchidos de venganza. La noche del 10 de Agosto habían enterrado a
toda prisa en el cementerio de la Magdalena los cadáveres de los
setecientos suizos muertos. Pero el número de los insurrectos muertos
era mucho mayor. Los suizos, por regla general, habían hecho fuego
detrás de buenas murallas; los otros no habían tenido más que sus
pechos para parar los golpes; mil cien insurgentes habían perecido,
muchos de ellos casados, pobres padres de familia, a los que la extrema
miseria había impulsado al combate, y que entre una mujer desesperada
e hijos hambrientos, habían preferido la muerte. Recogidos en carretas
y llevados a sus barrios, los exponían allí para que fueran identificados.
Cada vez que uno de aquellos lúgubres carros, cubiertos, pero que se
conocían por el largo reguero de sangre que dejaban a su paso, cada vez

165
que entraba uno en el barrio, la multitud le rodeaba muda, anhelante,
con ansiedad horrible. Y después estallaban, con extraña variedad de
incidentes a cual más patéticos, los lamentos de la desesperación.
Cada escena de esta clase que se reproducía arrojaba en el alma
de los espectadores un nuevo fermento de venganza; los jóvenes volvían
a tomar las picas y entraban de nuevo en París para matar... ¿A quién
matar, ¿dónde y cómo? Esta era la cuestión. Iban a la Abadía, donde
estaban los oficiales suizos. Iban a la Asamblea nacional donde habían
buscado asilo ciento cincuenta soldados suizos. En vano se les explicaba
que aquellos soldados habían hecho fuego contra su voluntad; que
otros, por ejemplo, los que llevaron de Versalles, estaban ausentes en la
hora del combate. Iban ciegos y sordos, resonando en los oídos los
sollozos de las viudas, con los ojos llenos de la roja visión de los
convoyes chorreando sangre. No querían más que sangre y golpeaban
las puertas con sus cabezas.
La Comuna, nacida del furor del 10 de Agosto, no estaba para
oponerse a aquellos movimientos de venganza. En la mañana del 11
tomó un acuerdo siniestro. La prisión de la Abadía, donde se hallaban
los oficiales suizos, estaba muy amenazada, rodeada de grupos; a pesar
de la Asamblea nacional, que, para salvar a los soldados, los enviaba al
palacio Borbón, decidió la Comuna que fueran a la Abadía; y así se hizo.
Había en aquella Comuna elementos muy diversos. Una parte, la
mejor, eran hombres sencillos, grosero», simples y coléricos, que no
eran incapaces de sentimientos generosos; desgraciadamente siguieron
hasta el fin la máxima brutal y estúpida: concluir con el enemigo. Pero el
asesinato no concluye nada. Los otros eran fanáticos, fanáticos por
abstracción, geómetras políticos, dispuestos a recortar con el hierro todo
lo que sobresalía de la línea precisa del contorno que se habían trazado
con el compás. En fin, y este era el peor elemento, había habladores,
confeccionadores de arengas, sanguinarios por aturdimiento (de este
género era Tallien); había escribas malvados, naturalezas bajas y
atrabiliarias, malas irremediablemente, sin mezcla ni compostura,
porque eran ligeros, secos, vacíos, sin ninguna consistencia. Aquellas
garduñas de hocico puntiagudo, pronto a bañarse en sangre, se
caracterizaban con dos nombres: uno Chaumette, estudiante de
medicina y periodista; otro Hebert, vendedor de contraseñas a la salida
de los teatros, que rimaba coplas antes de hacerse horriblemente célebre
bajo el nombre del padre Duchene.
Estos escritos fueron desde luego la clavija maestra de la Comuna.

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Desde el 11 de Agosto al 2 de Septiembre llamó a su seno al escriba
de los escribas, y al loco de los locos, á Marat y á Robespierre. Ambos
salieron de sus madrigueras y tomaron asiento en la Comuna.
En la mañana del 11 envió la Comuna a la Asamblea a dos de sus
miembros letrados, a Hebert y a Leonardo Bourdon, un regente, pedante
furioso, que fundó una pensión según las instituciones de Licurgo. En el
camino no pudieron prescindir de subir a casa del alcalde, Petion, que
aún se hallaba acostado. Allí encontraron á Brissot, que se fué con ellos
muy conmovido: «¿Qué furor es este? dijo: ¡Cómo! ¿no se acabarán los
asesinatos?» Petion habló en el mismo sentido. Hebert y Bourdon se
encogieron de hombros y se fueron sin decir una palabra. Después
denunciaron aquella debilidad de Petion y de Brissot, aquella
sensibilidad culpable, para llevarles a la muerte.
La Comuna, sin duda inspirada por ellos, comprendiendo cuanto
podía estorbarles Petión para las grandes medidas de alta política que
se proponía tomar, hizo saber a la Asamblea que llevada de su tierna
solicitud por la vida tan preciosa de aquel buen alcalde de París, de aquel
padre del pueblo etc., etc., ante el temor de que fuese víctima del puñal
realista, había puesto a su lado dos agentes que le siguiesen a todas
partes sin perderle de vista, custodiándole día y noche.
Aquella violencia hipócrita contrastaba con la sensibilidad sencilla
y exaltada que mostraba el pueblo por doquiera. Desgraciadamente su
sensibilidad se manifestaba por dos efectos contrarios.
Los unos, compadecidos de las familias de luto conmovidos por aquel
gran desastre público y privado, querían justicia y venganza, un castigo
ejemplar; si no lo hacía la ley iban a hacerlo ellos mismos.
Los otros, interesándose por los hombres inermes, que culpables
o no, sólo debían ser, después de todo, castigados por la ley, querían a
toda costa salvar a sus enemigos, salvar la humanidad y el honor de la
Francia.
Estos movimientos contradictorios de sensibilidad, humana aquí,
allí furiosa, se produjeron más de una vez, cosa rara, en las mismas
personas. Las tribunas de la Asamblea estaban llenas de hombres fuera
de sí, que habían ido expresamente para obtener leyes sangrientas. Los
suizos se hallaban allí, en el círculo de los Fuldenses y la multitud en las
tribunas, en los patios, en las calles próximas, esperando su presa. Un
diputado hizo observar que aquellos infortunados suizos no habían
comido en treinta horas; las tribunas se conmovieron. Un buen hombre
fué a la barra y dijo que rogaba a las tribunas que le ayudasen a salvar a
los suizos, que fuesen con él para hacer entrar en razón a la turba de

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fuera. Todos le siguieron; arrancaron de manos del pueblo a varios
suizos de los que tenían en su poder y volvieron a entrar con aquellos
desdichados; fué una escena extraordinaria y conmovedora; las víctimas
se arrojaron en brazos de aquellos que poco antes pedían su muerte y
que ahora les habían librado: los suizos alzaban al cielo los brazos,
prestaban juramento por la causa del pueblo y se consagraban a la
Francia.
El ministro de justicia, Danton, se mostró muy digno en su nuevo
cargo, conduciéndose como defensor de los derechos de la humanidad.
Expuso ante la Asamblea nacional una idea de severidad magnánima,
que latía en el corazón de los verdaderos vencedores del 10 de Agosto:
«Donde comienza la acción de la justicia, allí deben cesarlas venganzas
populares. Delante de la Asamblea nacional me obligo a proteger a los
hombres que se hallan en su recinto: yo iré al frente de ellos y respondo
de ellos.»
La justicia era, en efecto, el único remedio contra la venganza.
Había allí toda una población exasperada por sus pérdidas. Si la túnica
de César, expuesta a los romanos, fué una señal de matanza, qué sería
de la vesta del pueblo, de la camisa ensangrentada de las víctimas del
10 de Agosto, reproducida y multiplicada por todas partes, por doquiera
expuesta a las miradas indignadas, con la leyenda terrible de la traición
de los suizos y aquella frase de los honrados federados bretones, que
corría de boca en boca: «¡Teníamos todavía la boca en sus mejillas... nos
han asesinado!»
¿Los así acusados eran considerados por el pueblo como
prisioneros ordinarios o como criminales? Después de la victoria,
después de la batalla, pasado el peligro, el vencedor siente por los
prisioneros un impulso de clemencia; pero la batalla duraba todavía. El
gran partido realista, por muy grave que fuese el golpe recibido,
continuaba entero. A los realistas puros había que agregar la masa de
los realistas constitucionales, los veinte mil burgueses que habían
firmado la protesta contra el 20 de Junio y se habían declarado en favor
del rey. Nadie, aún después del 10 de Agosto, veía con claridad en favor
de quién se decidiría en último término la cuestión. El 10, muchos temían
que les viesen con los vencedores. El 11, temían muchos verse obligados
a custodiar al rey. Santerre, el nuevo comandante de la guardia nacional
no era obedecido por nadie: dos ayudantes se negaron resueltamente a
ir a vigilar al rey en los Fuldenses. Santerre se vio precisado a confesar
en la Comuna: «Que la diversidad de opiniones hacía que tuviese poca

168
fuerza.» Y al mismo tiempo un diputado, Thuriot, fué a declarar que tenía
noticias de su proyecto para libertad a la familia real.
La Comuna por conducto de su procurador, Manuel, declaró en la
Asamblea que, si llevaban al rey al Luxemburgo, o como querían otros
al ministerio de justicia, no respondía ya de él. La Asamblea la
encomendó que se encargase de escoger el lugar y escogió el Temple,
torreón aislado, antigua torre, cuyo foso se rehízo. Aquella torre, baja,
fuerte, sombría, lúgubre, era el antiguo tesoro de la orden de los
Templarios. Era, desde hacía largo tiempo, un lugar desmantelado, casi
abandonado, señalado con una extraña fatalidad histórica. La monarquía
quebrantó la edad media allí por mano de Felipe el Hermoso, y ella
misma fue allí quebrantada a su vez en la persona de Luis XVI. Aquella
fea torre, cuyo destino se desconocía entonces, se hallaba allí como
espantada, en pleno sol, en un barrio muy popular. Era por lo demás,
como hoy, un barrio de pobre industria, de comercio miserable, de
revendedores y pequeñas industrias ejercidas por fabricantes y a la vez
obreros. El recinto del Temple se había poblado con gran facilidad por
aquellas industrias explotadas por obreros sin patente, no autorizados,
quienes, al abrigo del antiguo privilegio del lugar, vendían libremente a
los pobres cosas malas y viejas tal cual remendadas. Aquel recinto, por
un efecto de este triste privilegio, había también servido de asilo a los
quebrados fraudulentos que, según la ley enérgica de la edad media,
pagaban sus deudas sin dinero, «poniéndose el gorro verde y dando con
el culo sobre la piedra.» Caída rápida y cruel. Luis XVI, rey todavía el 10
si permanecía en el Luxemburgo, residencia ordinaria de los príncipes,
—prisionero declarado e] 11 si quedaba bajo la llave del ministerio de
justicia—parecía en el Temple el cautivo de la quiebra real y el
concursado de la monarquía.
Luis XVI era un rehén; su vida importaba a la Francia. Parecía
seguro. Entonces todos, aun los más violentos habrían defendido una
cabeza de tanto precio. La venganza popular, contenida por esta parte,
se revolvía mucho más furiosa contra los otros prisioneros. El único
medio que acaso quedaba para sustraerlos a una matanza general, era
considerarlo como prisioneros de guerra, someterlos a un consejo
militar, que condenara únicamente a los que habían tenido mando,
salvando de este modo a la mayoría que no había hecho más que
obedecer. Un antiguo militar, el diputado Lacroix, propuso a la Asamblea
que el comandante de la guardia nacional nombrase un consejo de
guerra para que juzgase sin desampararlos a los suizos, oficiales y
soldados. La parte principal que los federados, marselleses y bretones,

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casi todos soldados viejos, habían tenido en la victoria, sería sin duda
causa de que los jueces fuesen escogidos entre ellos. Estos militares se
hubieran mostrado más indulgentes con un delito militar, que los jueces
populares salidos de entre la multitud ebria de venganza. Esto no es una
suposición, sino una deducción legítima. La mayor parte de los
federados de Marsella, lejos de participar del furor común, declararon
que no considerarían a los vencidos como enemigos, y pidieron permiso
a la Asamblea para escoltar a los suizos, formando una muralla con sus
cuerpos para defenderlos. Como soldados comprendían mucho mejor la
verdadera posición del soldado, la inexorable necesidad de la disciplina
que había pesado sobre aquellos suizos y les había convertido en
culpables contra su voluntad.
Lacroix, que dio este consejo, violento en apariencia, en realidad
humano, para que inmediatamente fuesen juzgados los vencidos por un
tribunal marcial, era un hombre demasiado secundario para que no
busquemos más arriba a quién pertenece la iniciativa real de esta gran
medida. Lacroix militaba entonces en las filas de la Gironda, pero ya, y
cada vez más, estaba unido en espíritu a Danton. Lo que tenían común
era la facilidad de carácter, el amor a la vida, al placer; los dos eran
hombres de energía, y bajo formas ásperas, violentas, no eran en modo
alguno enemigos de la humanidad. No creo que la proposición fuera
inspirada por los Girondinos, pocos amigos de las formas militares. Los
montañeses, en general, tampoco eran partidarios de ellas, Robespierre
lo mismo que Brissot. Me inclino a creer que Lacroix era intérprete del
pensamiento de Danton.
Lo que hace suponer que aquella medida habría evitado el
derramamiento de sangre, es que la rechazó la Comuna. Colocada en el
centro mismo de la conmoción popular, lejos de calmar el espíritu de
venganza, iba irritándole siempre. No se atrevía a decir claramente que
temía que los federados militares fuesen demasiado generosos con los
vencidos; el 13 pidió únicamente que en vez de tribunal marcial se crease
un tribunal formado en parte de federados y en parte de miembros de
las secciones de París.
El 15 se envalentonó, no habló ya de federados, y pidió que el juicio
se hiciera por comisionados lomados de cada sección. Los que en tal
momento se escogiesen habían de ser precisamente los más violentos
de las secciones, y probablemente los mismos miembros de la Comuna.
En otros términos, la Comuna rogaba a la Asamblea que encargase a la
misma Comuna que juzgase a muerte a todos los que habían sido
detenidos y a los que se detuvieran. ¿Hasta dónde llegarían? No podía

170
preverse. El 12, una banda de peticionarios había ido hasta los mismos
bancos de la Asamblea nacional a designar como traidor a un diputado,
pidiendo que fuese juzgado.
Nada puede extrañar de la Comuna, sabiendo quién es el oráculo
que comenzaba a consultar. El 10 por la noche, una tropa horrible de
gentes ebrias y de pilluelos habían acompañado con gran ruido hasta el
Hotel de Ville al hombre de las tinieblas, al exhumado, al resucitado, al
mártir y al profeta, al divino Marat. Era el vencedor del 10 de Agosto,
según decían ellos. Le habían paseado triunfalmente por París, sin que
se resintiese su modestia. Le llevaron en brazos, coronado de laurel y le
depositaron allí, en medio del gran consejo de la Comuna. Varios se
rieron, muchos se estremecieron; todos fueron arrastrados. Sólo él no
tenía ninguna duda, ni escrúpulo, ni vacilación. La terrible seguridad de
un loco que no sabe nada de los obstáculos del mundo ni de los de la
conciencia se traslucía en su persona. Su frente amarilla, su vasto rictus
de reptil, sonreían espantosamente bajo su corona de laurel. Desde
aquel día fué asiduo a la Comuna, aunque no fuera de sus miembros y
habló siempre muy alto. Los políticos hubieron de pensar si seguirían
hasta al fin a un alienado. ¿Pero cómo atreverse a contradecir a Marat
delante de aquella multitud furiosa? Danton no se hubiera atrevido; se
contentaba con ir poco a la Comuna. Robespierre, que formaba parte de
ella, aun lo hubiera osado menos. La cosa debió costarle cara.
La Comuna adoptó varias decisiones verdaderamente
sorprendentes, y entre otras, esta dictada evidentemente por Marat:
«Que en adelante las prensas de los envenenadores realistas serían
confiscadas y adjudicadas a los impresores patriotas.» Antes de que se
tomara tan hermoso acuerdo, el mismo Marat lo había ejecutado. Se
había ido derecho a la imprenta real declarando que las prensas y la
fundición de aquel establecimiento pertenecían al primero, al más
grande de los periodistas, y no limitándose a decirlo, había tomado por
derecho de conquista la prensa y la letra que le pareció y se lo llevó todo
a su casa.
Tenía, pues, que decidir la Asamblea si entregaría a la Comuna, de
tal modo dirigida, la espada de la justicia nacional. ¿Cuál sería esta
justicia? Los unos querían un tribunal vengador, rápido, expeditivo.
Marat prefería un degüello. Esta idea, lejos de oponerse a su filantropía,
era, decía él, su característica: «Me disputan, decía, el título de
filántropo... ¡Ah! ¡qué injusticia! ¿Quién no ve que quiero cortar un
pequeño número de cabezas para salvar un gran número?» En lo que

171
variaba es en este pequeño número; en los últimos días de su vida había
fijado, fio sé por qué, como cifra mínima la de 273.000.
El tribunal de venganza podía evitar el degüello. La Comuna, por
conducto de Robespierre, pidió a la Asamblea la creación inmediata de
aquél. Presentada en forma suave, con distingos insidiosos, mezclados
con amenazas, fué recibida la proposición con un profundo silencio. Un
solo diputado (Chabot) se levantó para apoyarla. Y sin embargo pasó. Se
pensó eludir la proposición en la práctica, pero fué acordada en
principio.
Desde aquel momento, de hora en hora, peticiones amenazadoras
se presentaron a pedir la ejecución del decreto aprobado. En una noche
se sucedieron en la barra tres diputaciones de la Comuna. La tercera
llegó a decir: «Si no decidís nada, vamos a esperar.» El 17 se presentó
una nueva diputación diciendo: «El pueblo está cansado de no vengarse;
temed que se haga él mismo justicia. Esta noche, a media noche, se
tocará a somatén. Es preciso un tribunal criminal en las Tuberías, un juez
por cada sección. Luis XVI y Antonieta querían sangre, pues que vean
correr la de sus satélites.»
A esta brutal violencia, el jacobino Choudieu, y Thuriot, amigo de
Danton, contestaron noblemente. El primero dijo: «Los que vienen aquí
a gritar no son los amigos del pueblo; son sus aduladores... Se quiere
una inquisición; yo me opondré basta morir...»
Y Thuriot esta frase sublime: «La Revolución no es solamente de
Francia; somos responsables de ella ante la humanidad.»
En aquel momento entraban los de las secciones encargados por
la Comuna de formar el jurado. Uno de ellos dijo: «Estáis a oscuras de lo
que sucede. Si antes de dos o tres horas no ha sido nombrado el director
del jurado, si los jurados no están en disposición de funcionar, ocurrirán
grandes desgracias en París.»
La Asamblea obedeció inmediatamente, y votó la creación de un
tribunal extraordinario, con una precaución, sin embargo: la dé la
elección por dos grados, como para los diputados; el pueblo nombraba
un elector por sección, y estos electores nombraban los jueces.
Los negros nubarrones del exterior, la tormenta de la frontera,
velaban, preciso es decirlo el interior, con un negro velo; cada vez se
distinguía menos la imagen de la justicia. Se recibían cartas, como otros
tantos gritos de las ciudades fronterizas, como los cañonazos del cañón
de alarma que de momento en momento disparaba el buque nacional
que parecía próximo a zozobrar. Ya era en Thionville, ya Sarrelouis, los
que llamaban a la Asamblea. Decía la primera que, abandonada por

172
Francia, antes volaría que abrir puertas. Los prusianos habían salido de
Coblenza el3C de Julio con un magnífico cuerpo de caballería de
emigrados, noventa escuadrones. El 18 de Agosto los prusianos
operaron su unión con el general austríaco Clarifay. El ejército
combinado, compuesto de cien mil hombres, atacó Longwy el 20 de
Agosto.
¿Qué defensa había en el interior? Merlin de Thineville dijo en la
Asamblea que en el comité de vigilancia había cuatrocientas cartas
demostrando que el plan y la época de la invasión eran conocidos en
París desde hacía mucho tiempo. En realidad, la reina y muchos realistas
tenían el itinerario del enemigo, le veían caminar sobre el mapa y le
seguían día por día.
Parecía que Lafayette no veía enemigos más que en los Jacobinos.
En una proclama pedía a su ejército que restableciese la Constitución,
deshiciese el 10 de Agosto y restaurase al rey. Esto equivalía a meter al
enemigo en París. No hay ejemplo de semejante infatuación.
Afortunadamente no encontró apoyo ninguno en su ejército. Revistó las
tropas y no oyó más grito que: «¡Viva la nación!» Se vio solo y no tuvo
más remedio que pasar la frontera. Los austríacos le hicieron el gran
favor de detenerle y con esto le rehabilitaron. Sin aquella cautividad
estaba perdido: sobre su memoria habría quedado una sombra muy
negra.
El 16 decretó la Asamblea la acusación. El mando del Este le fue
conferido á Dumouriez, y en el Norte, Luckner fué reemplazado por
Kellermann.
El mismo día, el 18, estaba ya organizado el tribunal extraordinario.
Danton aprovechó la ocasión y creyó poner coto a las venganzas. En una
proposición admirable en la que parecen que laten con el gran corazón
de Danton el talento de sus secretarios, Camilo Desmoulins y Fabre
d'Eglantine, planteó el derecho revolucionario, el derecho del 10 de
Agosto, hirió de muerte la monarquía, demostrando que había hecho
traición hasta sus propios amigos. Pero al mismo tiempo, empleando los
términos del terror, sentaba, para el nuevo orden, las bases de la justicia.
Este discurso, inspirado al par, que, calculado, tenía en cuenta a las
dos potencias: una, la Comuna de París, «sancionada por la Asamblea
nacional;» Danton la realzaba generosamente: «Felicitémosla, decía, por
sus decretos libertadores.»
Con un admirable espíritu de previsión, señalaba a lo lejos el mal
social, muy profundo, que cubría la agitación revolucionaria; a los
primeros rugidos subterráneos, que nadie oía bien todavía, aquel genio

173
penetrante adivinaba y señalaba el volcán. ¡Cosa notable! en aquel
discurso profético se ocupa Danton de Babeuf y le ve en espíritu; aquel
que no debe aparecer hasta que todos los grandes hombres de la
Revolución descansen bajo tierra, Danton le ve y le condena, dejando a
la sociedad para que se defienda algún día la autoridad de su nombre:
«Todos mis pensamientos, dice, no han tenido más objeto que la libertad
política e individual, el mantenimiento de las leyes, la tranquilidad
pública, la unidad de los ochenta y tres departamentos, el esplendor del
Estado, la prosperidad del pueblo francés, y no la igualdad imposible de
los bienes, si no una igualdad de derecho y felicidad.
En resumen, en aquella proposición, hábilmente violenta, entre el
trueno y los rayos del 10 de Agosto, proclamaba Danton todo lo que la
situación permitía de razón y de justicia. Hacía constar la unión de los
poderes públicos, la suya con la misma Gironda; decía que no dirigía a
los tribunales más reproches que los que Roland, el ministro del interior,
dirigía a los cuerpos administrativos. Se asociaba a la pasión popular,
para calmarla; pedía a los tribunales la severidad, que únicamente en
semejante momento podía producir en los corazones una reacción en
favor de la clemencia. La proposición terminaba con estas graves
palabras: «Que comience la justicia de los tribunales y cesará la justicia
del pueblo.»
Por un momento pareció la Asamblea animada de semejante
espíritu. Todo se había salvado si enarbolaba con mano firme, como
pedía Danton, la bandera de la Revolución y la tremolaba ante el pueblo.
Dio dos grandes golpes revolucionarios: sobre los nobles, el secuestro
de los bienes de los emigrados, que entraban en Francia con armas;
sobre los curas no juramentados, la expulsión en el plazo de quince días.
Esta última medida no parecía demasiado violenta, al saber que la
Vendee, que los Dos-Sevres, excitados por sus predicaciones, acababan
de alzarse en armas. La indignación llegó hasta el punto de que
Vergniaud, el hombre más humano de todos propuso que se deportase
a los refractarios a la Guyena.
Esta severidad no era bastante para la Comuna. Los suplicios que
comenzaron tampoco la calmaron. El tribunal extraordinario, sin
dilaciones y sin apelaciones, creado el 18, juzgó el 19 y el 20; el 21 por la
noche fué guillotinado un realista en la plaza del Carrousel. La ejecución
a la luz de las antorchas, ante la negra fachada del palacio, aun salpicada
de sangre, resultó de un efecto siniestro. El mismo verdugo, a pesar de
lo acostumbrado a tales espectáculos, no pudo resistirlo. En el momento
en que cogía la cabeza del ejecutado y la mostraba al pueblo desde lo

174
alto del cadalso, cayó de espaldas. Corrieron a sostenerle, pero estaba
muerto.
Aquella escena terrible, la ejecución de Laporte, el fiel confidente
de Luis XVI, produjeron terrible sensación. Laporte había sido el principal
agente de las corrupciones de la corté; no tenía más que una disculpa,
que había sido mandado. Aparte de esto, en su vida privada era
estimado y considerado. Su blanca cabeza no cayó sin excitar alguna
piedad. La Crónica de París, diario de Condorcet, intentó en aquella
ocasión ablandar los corazones.
Parece que la Comuna debía estar contenta del nuevo tribunal que
ella había pedido, creado y escogido. No daba menos de una cabeza por
día; sin embargo, se quejaba de su lentitud y creyó necesario justificarse.
En un libro preciosamente encuadernado, explicaron los miembros del
tribunal el enorme trabajo que se habían impuesto para obtener tan
satisfactorios resultados: «En conciencia, decían, no se puede ir más
aprisa. El folleto está firmado por nombres que, solos, dicen bastante,
entre otros Fouquier-Tinville.»
Pero no era un juez por severo que fuese, lo que se deseaba: hacía
falta una matanza. El 23 por la noche una diputación de la Comuna,
seguida de una multitud de gente del pueblo, se presentó a eso de la
media noche en la Asamblea nacional y pronunció estas furiosas
palabras: «Que debían ser traídos los prisioneros de Orleans para sufrir
su suplicio.» No decían: Para ser juzgados, considerando sin duda esta
formalidad como absolutamente superflua. Añadían esta amenaza: «Ya
nos habéis oído y sabéis que la insurrección es un deber sagrado.»
El presidente de la Asamblea, Lacroix, estuvo muy inspirado en
aquel momento. Ante aquella turba furiosa o ebria que invadía la sala en
aquella hora sombría de la noche, habló con el vigor de un amigo de
Danton, Lacroix era un militar veterano de formas atléticas, de estatura
colosal; con majestuosa calma, dijo: «Nosotros hemos cumplido con
nuestro deber... Si nuestra muerte es necesaria para probárselo al
pueblo, puede disponer de nuestra vida... Decídselo a nuestros
comitentes.» Los Jacobinos más exaltados, los mismos Choudieu y
Bazire, se mostraron indignados por aquellas amenazas; propusieron y
lograron que se pasase a la orden del día.
El 25 por la noche guillotinaba en el Carrousel a un libelista realista;
en las Tullerías se ocupaban de los preparativos de una fiesta nacional,
la de los muertos el 10 de Agosto. En la Asamblea y en París circuló el
rumor de que la plaza de Longwy se había rendido a los prusianos. Los
voluntarios de las Ardennes y de la Cote-d'Or, se habían portado

175
admirablemente. Pero la malevolencia había anulado y ocultado todos
los medios de defensa. En el momento del ataque había sido imposible
encontrar al comandante. La Asamblea recibió y leyó la misma carta en
que los emigrados habían acordado su defección. La ciudad fué ocupada
por los extranjeros «en nombre de S. M. el rey de Francia.» La traición
era flagrante. Se decretó, en el momento mismo, que todo ciudadano
que en una plaza sitiada hablase de rendirse, sería castigado con la
muerte. Inmediatamente se reclutaron treinta mil hombres en París y en
los departamentos próximos. Sin embargo, de esto, se verificó la fiesta
el domingo 27; pero aquella fiesta de los muertos, por un pueblo que se
hallaba traicionado y vendido, resultó en realidad la fiesta de la
venganza.
El organizador de la fiesta era Sergent, uno de los admiradores de
la Comuna, hombre de mucho corazón, de sensibilidad ardiente, pero
como lo son a menudo las mujeres, sensible hasta el furor. Grabador y
dibujante mediocre, encontró entonces, en su fanatismo, una verdadera
inspiración. Jamás hubo fiesta alguna más a propósito para inundar las
almas de luto y de venganza, de dolor asesino. Había sido construida
una pirámide sobre la gran fuente de las Tullerías, cubierta de bayeta
negra, con inscripciones que recordaban las matanzas que se achacaban
a los realistas: las de Nancy, de Nimes, de Montauban, del Campo de
Marte, etc.
Aquella pirámide de muerte erigida en el jardín tenía su pendant
en el Carrousel, el instrumento de muerte, la guillotina. Y las dos
funcionaban al mismo tiempo: una mataba, otra parecía que invitaba a
matar.
Entre nubes de perfumes, las víctimas del 10 de Agosto, las viudas
y los huérfanos, vestidos de blanco con lazos negros, llevaban en un arca
la petición del 17 de Julio del 91, que desde entonces había pedido en
vano la República. Seguían luego enormes sarcófagos negros, que
contenían al parecer, montañas de carne humana. Después iba la Ley,
colosal, armada de su cuchilla, y detrás los jueces, todos los tribunales y
a su frente el tribunal del 1o de Agosto. Detrás de este tribunal marchaba
el que había creado la terrible Comuna con la estatua de la Libertad. Por
fin, la Asamblea nacional, llevando coronas cívicas para honrar y
consolar a los muertos. Los cánticos severos de Chenier, la música
áspera y terrible de Gorsec, la noche que llegaba y llevaba su luto, el
incienso que subía, como para elevar al cielo la voz de la venganza, todo
inundó los corazones de una embriaguez de muerte o de
presentimientos sombríos.

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Al día siguiente aun fué peor. Las dos estatuas de la Libertad y de
la Ley, aquellas figuras adoradas por el pueblo, que el domingo eran
miradas como dioses, fueron despojadas de sus adornos, expuestas
tristemente a las miradas sus partes menos honorables que habían sido
veladas con paños, no sin algunas burlas imprudentes de los
espectadores realistas. La multitud se enfureció, corrió a la Asamblea
pidiendo venganza, afirmando que aquella deshonra era una
desesperación; que obreros pérfidos habían desnudado
vergonzosamente a sus divinidades para entregarlas al desprecio de los
aristócratas. Se apoderó de las estatuas, las vistió decentemente, las
llevó como en desagravio a la plaza de Luis XV, y allí las tributó un culto
frenético.

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CAPITULO X

La invasión, terror y furor del pueblo (fin de Agosto).

Terror de París ante la noticia de la invasión (Agosto Septiembre 92). —Espera de un


juicio solemne de la Revolución por los reyes. —Francia se ve sorprendida y fraccionada —El
rey prisionero era aún muy formidable. —Heroico impulso de Francia entera. —Nuestros
enemigos en este cuadro inmenso no han querido ver más que un punto, una mancha de
sangre. —Francia entera se da a la patria. —Abnegación y desesperación de las mujeres y de
las madres. —Danton fué entonces la voz de Francia. — Pide las visitas domiciliarias. - Lucha
de la Asamblea y de la Comuna. — La Asamblea intenta destruirla. —La Comuna quiere
sostenerse por todos los medios —Disposiciones a la matanza (fin de Agosto 92).

La acción de Longwy, la de Verdun, que se supo muy poco


después, produjeron en París una sombría impresión de vértigo y de
terror. Ya no había nada seguro. Era demasiado visible que el extranjero
tenía inteligencias en todas partes. Avanzaba con una seguridad, una
confianza significativa, como en un país suyo. ¿Quién le detendría antes
de París? Nadie seguramente. ¿Aquí mismo, que resistencia sería
posible, en medio de tantos traidores? ¿Y cómo distinguirlos? Todo el
mundo sospechaba de su vecino; en las plazas y en las calles los
transeúntes se miraban con desconfianza, inquietos; todos creían ver en
todos a los amigos del enemigo. •
Es indudable que un gran número de malos franceses le
esperaban, le llamaban, se regocijaban por su proximidad, saboreaban
la esperanza de la derrota de la libertad y la humillación de su país. En
unas cartas halladas el 10 de Agosto en las Tullerías y que se guardan
en nuestro Archivo, se anunciaba con alegría que los tribunales llegaban
detrás de los ejércitos, que los parlamentarios emigrados instruían,
mientras caminaban, en el campo del rey de Prusia, el proceso de la
Revolución, preparaban las horcas para los Jacobinos. Ya, sin duda, a fin
de proveer a estos tribunales la caballería austríaca en los alrededores
de Sarrelouis prendía a las madres patriotas y a los republicanos
conocidos. Con frecuencia para ir más a prisa, los hulanos cortaban las
orejas a los oficiales municipales que podían prender, y se las clavaban
en la frente.
Este último detalle fué anunciado en el Boletín oficial de la guerra
y no es inverosímil, a juzgar por las terribles amenazas que el mismo
duque de Brunswick lanzaba contra los países invadidos y las plazas
sitiadas y también por la intimación que hizo a la de Verdun. Conocíase
en esto la mano de los emigrados, se encontraba su espíritu en sus
palabras furiosas que un enemigo ordinario no hubiera pronunciado. Ya
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Bouillé, en su famosa carta de Junio de 1791, amenazaba con no dejar
en París, piedra sobre piedra.
París se sentía en peligro; en él, seguramente, quería hacerse un
gran ejemplo. Todo el mundo comenzaba a hacer examen de conciencia
y nadie había que pudiera creerse seguro. Lafayette, el imprudente
defensor del rey, que parecía haber lavado suficientemente con la sangre
del Campo de Marte su gestión cerca de la Asamblea, sus atrevimientos
revolucionarios, ¿no estaba encerrado en un calabozo? ¿Qué les
sucedería a los treinta mil, mucho más culpables, que habían ido a
Versalles
á prender al rey, a los veinte mil que habían invadido el castillo el 20 de
Junio, que lo habían forzado el 10 de Agosto? Todos seguramente
criminales de lesa majestad. Las mujeres, en todas las familias,
comenzaban a sentir gran inquietud, no dormían y sus imaginaciones
turbadas, no sabiendo lo que ocurría, engendraban sueños terribles. Los
mismos temores, las mismas calamidades, producen los mismos
terrores. Aquellos espíritus aterrorizados por su misma debilidad se
convertían en poetas, grandes y sombríos poetas, legendarios como los
de la edad media. La filosofía no tenía intervención alguna. A fines del
siglo diez y ocho, según Voltaire, después de todo un siglo de duda, la
imaginación es la misma; ¿y por qué? por que el miedo es el mismo.
Como en los tiempos de las invasiones bárbaras, como en los tiempos
de las guerras inglesas es el azote de Dios que se acerca, es el juicio final.
He aquí cómo se verificará este juicio (seguimos en esto el
pensamiento popular tal y como los periódicos lo recogieron entonces).
En una gran llanura desierta, probablemente en la llanura de Saint-Denis
se verá arrastrada toda la población, arrojada a manadas a los pies de
los reyes aliados. Con anterioridad la tierra habrá sido devastada, las
ciudades incendiadas: «Por qué han dicho los soberanos los desiertos
valen más que los pueblos sublevados. Poco les importará si queda un
reino a Luis XVI, si vive o si muere; su peligro no les detendrá. Allí, pues,
ante aquellos vencedores implacables, se hará una separación de los
buenos y los malos, los unos a la derecha, los otros a la izquierda.
¿Quiénes serán los malos? Los revolucionarios sin duda alguna:
perecerán, se les guillotinará. Los reyes aplicarán a la Revolución el
suplicio que esta ha inventado.... «Ya en el fondo de sus palacios, en
medio de sus orgías secretas, los aristócratas saborean aquel
espectáculo, hacen colocar entre los platos pequeñas guillotinas para
decapitar a su gusto la efigie de los patriotas.»

179
Mas si este gran juicio debe alcanzar a todos los revolucionarios,
¿quiénes se librarán? ¿Quién no ha participado de una manera o de otra
en la Revolución! Todos perecerán y en Francia y en toda la tierra el juicio
será universal. Ningún país, es cosa convenida entre los reyes, servirá
de asilo a los proscritos. Los que va hayan pasado a países extranjeros
serán perseguidos. Nada quedará sobre el globo de aquella raza
condenada; sólo, tal vez, las mujeres que se reservarán para ser
ultrajadas por el vencedor.
¡Ah! no serán solo los hombres los que perezcan, sino también el
pensamiento de Francia. Hemos creído neciamente que la justicia era
justa, que el derecho era el derecho, y la autoridad que llega, soberana
y sin apelación, va a cambiarlo todo. No viene para vencer solamente, si
no para juzgar, para condenar a la Justicia. Esta será abolida y la Razón
amordazada como enajenada y loca. Los jueces llegan con el ejército de
los bárbaros y con ellos los sofistas, para confundir a la pobre
Revolución, para contrariarla y mofarse de ella, de suerte que quede
balbuciente, ruborizada como un niño intimidado que ya no sabe lo que
dice. Vendrá en el ejército del rey de Prusia el gran Mefistófeles de
Alemania, el doctor de la ironía para matar con el ridículo a aquellos a
quienes no haya matado la espada. Por nada del mundo querrá Goethe
perder una ocasión semejante para observar los desalientos del
entusiasmo y las decepciones de la fe.
Sorpresa dura y cruel, verdaderamente lastimosa. El pueblo cree,
predica, enseña, trabaja en pro del mundo, habla por su salvación, y el
mundo, su discípulo, vuelve la espalda contra él.
Figuraos a un pobre hombre que se despierta asustado, que se ha
creído entre amigos y que no ve más que enemigos; «¡Mis armas!
¿dónde están mis armas? —¡Si no tienes, pobre loco! ¡Te las hemos
quitado!
Esta es la imagen de Francia. Se despertó y se sintió sorprendida.
Era aquello como una gran cacería del mundo contra ella y ella era la
caza. España y Cerdeña por detrás la tenían cerrada la red, por delante
Prusia y Austria le enseñaban los venablos: Rusia la empujaba y la
Inglaterra se reía. Francia retrocedía a la madriguera y la madriguera
estaba vendida al enemigo. La madriguera estaba completamente
abierta, sin muro, ni defensa. Después que nos casamos con una
austríaca, hemos dejado prudentemente en la frontera más expuestas
nuestras murallas por el suelo. ¡Nación buena y crédula, confiada en Luis
XVI, había creído que querría seriamente detener los ejércitos de los
reyes, sus libertadores; confiada en sus ministros, que se decían

180
revolucionarios, ¡había creído la palabra agradable de Narbonne! «Todo
lo he visto», había dicho; había visto armas y no las había, municiones y
tampoco las había, ejércitos y eran nulos, desorganizados, moralmente
destruidos. Un hombre poco seguro, Dumouriez, que no retrocedió ante
aquella situación desesperada, se encontró en un momento con que no
tenía más que quince mil o veinte mil hombres contra cien mil soldados
viejos.
Y el peligro exterior no era el mayor; los prusianos eran enemigos
menos terribles que los curas; el ejército que venía por el Este era poco
en comparación con la gran conspiración eclesiástica para armar a los
aldeanos del Oeste. París estaba bajo el golpe de la traición de Longwy
cuando supo que las campiñas de Deux-Sevres habían tomado las
armas; este era el comienzo de un largo reguero de pólvora. En el
momento estalla y Morbihan se incendia. La democrática Grenoble es el
hogar de un complot aristocrático. Los correos llegaban uno tras de otro
a la Asamblea nacional que apenas había tenido tiempo de reponerse de
los efectos de una noticia, cuando llegaba otra más terrible. Se estaba
bajo la impresión de estos peligros del interior, cuando se supo que en
el Norte se ponía en movimiento la retaguardia de la gran invasión, un
cuerpo de treinta mil rusos.
Todo esto no eran casualidades, hechos notados; eran
visiblemente partes de un gran sistema, bien concebido, seguro de
triunfar, que se desarrollaba poco. ¿En qué confiaban el extranjero, el
emigrado y el cura, sino en la traición?
¿Y el punto central, el nudo de la gran tela tejida por los traidores,
dónde colocarle? ¿dónde se sostenía, para emplear la enérgica
expresión de un autor de la edad media, el peligroso tejido de la
universal araña? ¿dónde si no en las Tullerías?
Y ahora qua las Tullerías eran heridas por el rayo, el trono
destrozado, el rey cautivo y arrojado al polvo, alrededor mismo de la
torre del Temple venía a reanudarse la tela hecha girones; la red se
formaba de nuevo. Al conocerse la noticia de que Longwy se había
entregado, reuniones de realistas se celebraron alrededor del Temple,
uniéndose a la familia real en una alegría común y saludando juntos el
feliz éxito del extranjero.
El 10 de Agosto no había quitado nada a las fuerzas del enemigo.
Setecientos suizos habían perecido, pero la masa de los realistas se
mantenía oculta y en armas. Sin hablar de una parte muy considerable
de la guardia nacional, comprometida para siempre por la monarquía,
París estaba lleno de extranjeros, de provincianos, de agentes del

181
antiguo régimen o del extranjero, de militares sin uniforme, más o
menos disfrazados, de abates, por ejemplo, cuyo aire guerrero y figura
marcial desmentían su hábito. La misma Inglaterra, nuestra amiga, tenía
aquí, en aquella época innumerables agentes, pagados y no pagados,
muchos espías honorarios que venían a ver y a estudiar. Uno de estos
ingleses que vivía hacia el año 1820 me lo refirió. El hijo del célebre Burke
escribía a Luis XVI una frase profundamente verdadera: «No os
inquietéis; Europa entera está por vos y la Inglaterra no está contra vos.»
Mostrábase favorable al rey, a medida que la monarquía era la enemiga
de Francia.
Así Luis XVI, destronado, caído, hasta en el mismo Temple era
formidable. Había perdido las Tullerías y conservaba Europa; todos los
reyes eran sus aliados y Francia estaba sola. Los curas eran sus amigos,
defensores y abogados en todas las naciones; todos los días se
predicaba por él en toda la tierra, se le daba el corazón de las poblaciones
crédulas, se le hacían soldados' y enemigos mortales de la Revolución.
Podía apostarse ciento contra uno a que no perecería (la cabeza de aquel
rehén era demasiado preciosa), pero que Francia perecería, teniendo
poco a poco contra ella no solamente a los reyes, si no a los pueblos,
cuyo sentido se pervertía. La historia no guarda recuerdos de pueblo
alguno que haya entrado tan allá en el camino de la muerte. Cuando
Holanda al ver a Luis XVI á sus puertas no tuvo otro recurso que
inundarse y ahogarse a sí misma, estuvo en menos peligro; Europa
estaba en su favor. Cuando Atenas vio el trono de Jerjes sobre la roca
de Salamina, perdió tierra, se arrojó a nadar y no tuvo más que el agua
por patria, fué menor el peligro en que se halló, estaba toda sobre su
flota, poderosa, organizada, en manos del gran Temístocles, y no tenía
la traición en su seno.
Francia estaba desorganizada y casi disuelta, traicionada,
entregada, vendida.
Y precisamente en aquel momento en que sintió sobre sí la mano
de la muerte, suscitó por medio de una violenta y terrible contracción,
un poder inesperado, hizo salir de sí misma una llama que el mundo
jamás había visto, llegó a ser como un volcán en ignición. Toda la fuerza
de Francia se hizo luminosa y en todas partes surgió como un impulso
de heroísmo que surgió y relumbró en el cielo. Espectáculo
verdaderamente prodigioso, cuya inmensa diversidad desafía y hace
imposible toda descripción. Escenas como aquellas se escapan al arte
por su excesiva grandeza, por una multiplicidad infinita de accidentes
sublimes. El primer movimiento impulsa a escribir, a comunicar a la

182
memoria aquellos heroicos esfuerzos, aquellos impulsos divinos de la
voluntad. Cuanto más se recoge, más se relata y más se encuentra que
referir. Viene entonces el desaliento, la admiración sin agotarse, se cansa
y se calla. Dejemos aquellas grandes cosas que nuestros padres hicieron
y quisieron hacer por la libertad del mundo, dejémoslas en el depósito
sagrado en el que nada se pierde, la profunda memoria del pueblo, que
hasta en las aldeas guarda su historia heroica, confiémoslas a la justicia
del Dios de la libertad, del cual fué Francia el brazo en aquel gran día y
que recompensará estas cosas (esta es nuestra fe) en los mundos
ulteriores.
¿Quién creería que, ante esta escena admirable, espléndidamente
luminosa, Europa haya cerrado los ojos, que no haya querido ver tantas
cosas que honran para siempre a la naturaleza humana y que haya
reservado y fijado su atención sobre un solo punto, una mancha negra
de lodo y de sangre, la matanza de los prisioneros de Septiembre?
¡Líbrenos Dios de disminuir el horror que aquel crimen ha dejado en la
memoria! Nadie seguramente lo ha sentido más que nosotros; quizás
nadie ha llorado más sinceramente a aquellos mil hombres que
perecieron, que casi todos habían hecho en su vida mucho mal a Francia,
pero que con su muerte la hicieron un mal eterno.
¡Ah! pluguiera al cielo que viesen aquellos nobles que llamaban al
extranjero, aquellos sacerdotes conspiradores, que, por el rey, por la
Vendee, ponían ante los pies de la Revolución el obstáculo secreto,
pérfido en que debía chocar con la inmensa efusión de sangre, que aún
no ha acabado. Los tres o cuatrocientos borrachos que los mataron han
hecho por el antiguo régimen y contra la libertad más que todos los
ejércitos de los reyes, más que la misma Inglaterra con todos los
millones que gastaron sus ejércitos. Aquellos idiotas han elevado la
montaña de sangre que ha aislado a Francia, y que en su aislamiento la
ha forzado a buscar su salvación en los medios del Terror. Aquella
sangre de un millar de culpables, aquel crimen de algunos centenares
de hombres ha ocultado a los ojos de Europa la inmensidad de la escena
heroica que nos valía entonces la admiración del mundo.
¡Vuelva al fin la justicia, después de tantos años! y confiésese que,
en toda nación, en el fondo de toda capital, existe siempre ese lodo
sanguinario, el elemento cobarde y estúpido que, en los momentos de
pánico, como lo fué el de Septiembre, se hace muy cruel. Lo mismo
hubiera ocurrido en Inglaterra, en Alemania y en todos los pueblos de
Europa; su historia no es estéril en matanza. Pero lo que la historia de
ningún pueblo presenta en tan alto grado, es la asombrosa erupción de

183
heroísmo, el inmenso impulso de abnegación y de sacrificios que
entonces presentó Francia.
Cuanto más se sondee aquella época, cuanto más seriamente se
investigue lo que verdaderamente fué el fondo general de la inspiración
popular, más se hallará en realidad que en modo alguno fué la venganza,
si no el sentimiento profundo de la justicia ultrajada, contra el insolente
reto de los tiranos, la legítima indignación del derecho eterno. ¡Ah!
cuánto desearía poder presentar a Francia en aquel día grande y sublime.
Es muy poco ver París; quisiera que se pudieran ver los departamentos
de Gard, de la Haute-Saoene y algunos otros, todos alzados en ocho días
y lanzando cada uno un ejército para ir contra el enemigo. Los
ofrecimientos particulares eran innumerables, muchos excesivos. Dos
hombres por si solos armaron y equiparon cada uno un escuadrón de
caballería. Varios dieron todo lo que tenían. En una aldea no lejos de
París, se vio cuando se levantó la tribuna para hacer el alistamiento y
recibir las ofrendas que toda la aldea se ofreció y que aportó la enorme
suma de trescientos mil francos. Cuando el aldeano se decide a dar su
dinero, no regatea su sangre, la da, la prodiga. Hubo padres que ofrecían
a todos sus hijos, y creyendo no haber dado aún bastante, se armaban y
partían ellos también.
Los donativos llovían en la Asamblea en medio de las fúnebres
escenas de Septiembre. ¿Por qué pues, no se recuerda de aquellos días
más que un solo hecho, un hecho local, el de los asesinatos? ¿por qué
no recordar que son dignos de memoria, por el heroico impulso de un
gran pueblo, de tantos millones de hombres, por mil hechos
conmovedores y sublimes?
París presentaba el aspecto de una plaza fuerte; hubierase creído
estar en Lille o en Estrasburgo. En todas partes consignas, precauciones
militares, a decir verdad, prematuras, puesto que el enemigo se hallaba
aun a cincuenta o sesenta leguas. Lo que era verdaderamente más serio
y conmovedor, era el sentimiento de solidaridad profunda, admirable,
que en todas partes se revelaba. Todo el mundo se dirigía a todos,
hablaba, rogaba por la patria. Todo el mundo se hacía reclutador, iba de
casa en casa, ofrecía a aquél que podía partir armas, un uniforme, lo que
tenía. Todo el mundo era orador, predicaba, pronunciaba discursos,
entonaba cantos patrióticos ¿Quién no era autor en aquel momento
singular, ¿quién no imprimía, ¿quién no actor en anunciaba? ¿Quién no
era aquel gran espectáculo? Las escenas más sencillas, en las que todos
figuraban, se representaban en todas partes, en los teatros,
alistamientos, en las tribunas en las que se inscribía, todo era cantos,

184
gritos, lágrimas de entusiasmo o de despedida. Y sobre todos estos
ruidos sonaba una gran voz en los corazones, voz muda y tanto más
profunda, cuanto que era la voz misma de Francia, elocuente en todos
sus símbolos, patética en el más trágico de todos, la bandera santa y
terrible del Peligro ele la Patria, izada en las ventanas del Hotel de Ville.
Bandera inmensa, que flotaba a los vientos j parecía hacer señales o las
legiones populares para que marcharan apresuradamente desde los
Pirineos al Escaut, del Sena al Rhin.
Para saber lo que fué aquel momento de sacrificio, sería preciso,
en cada casucha, en cada choza miserable, ver el arranque de las
mujeres, la desgarradura de las madres en aquel segundo parto más
cruel cien veces que aquel en que el hijo nació de sus entrañas
ensangrentadas. Precisaría verá las ancianas con los ojos secos y el
corazón desgarrado, recoger apresuradamente algunas monedas que él
se llevará, las pobres economías, los sueldos ahorrados por el ayuno, lo
que se robaron a sí mismas para su hijo, para aquel día dé los últimos
dolores. Dar sus hijos para aquella guerra que comenzaba con tan poca
fortuna, inmolarles en aquella situación extrema y desesperada, era más
de lo que la mayor parte podían hacer. Sucumbían a estos pensamientos
o bien por una reacción natural caían en accesos de furor. Ningún terror
se siente en tal situación del espíritu: ¿qué terror existe para el que ansía,
la muerte?
Se nos ha referido que un día (sin duda en Agosto o Septiembre)
una bandada de aquellas mujeres furiosas encontró a Danton en la calle
y le injuriaron como hubieran injuriado a la misma guerra,
reprochándole toda la Revolución, toda la sangre que sería vertida y la
muerte de sus hijos, maldiciéndole, rogando a Dios que todo cayera
sobre su cabeza. Él no se admiró; y aunque sintió junto a si las uñas, se
volvió bruscamente, miró a las mujeres y se apiadó de ellas; Danton
tenía mucho corazón. Se subió sobre un guarda cantón, y, para
consolarlas, comenzó por injuriarlas en su lengua. Sus primeras palabras
fueron violentas, burlescas, obscenas. Quedáronse anonadadas: el furor
de él, verdadero o simulado, desconcertó el de ellas. Aquel prodigioso
orador, instintivo y calculado, tenía un temperamento sensual y fuerte,
todo hecho para el amor físico, en él dominaba la carne, la sangre.
Danton era ante todo y sobre todo un varón, había en él algo del león y
del dogo y mucho también del toro. Su rostro asustaba, la sublime
fealdad de su cara agitada prestaba a su palabra brusca una especie de
aguijón salvaje. Las masas que aman la fuerza sentían ante él ese temor
y esa simpatía, sin embargo, que hace experimentar todo ser

185
poderosamente generador. Y, además, debajo de aquel rostro violento,
furioso, se sentía también un corazón, se adivinaba, sin duda alguna, que
aquel hombre terrible que no hablaba si no amenazando, era en el fondo
un hombre honrado. Aquellas mujeres amotinadas a su alrededor
sintieron confusamente todo esto; se dejaron arengar, dominar y las
llevó dónde y cómo quiso. Las explicó rudamente para qué sirve la
mujer, para que sirve el amor, la generación y que no se engendra para
sí, si no para la patria. Y al llegar a este punto, se elevó de pronto, no
habló ya para nadie, sino para sí... Todo su corazón se le salía del pecho,
con palabras de una violenta ternura para Francia... Y sobre aquel rostro
extraño, picado de viruelas y que se parecía a las escorias del Vesubio o
del Etna, comenzaron a caer gruesas gotas, eran lágrimas. Aquellas
mujeres no pudieron contenerse; lloraron por Francia en lugar de llorar
por sus hijos y sollozantes huyeron, ocultando el rostro en sus
delantales.
Danton fué, preciso es decirlo, en aquel momento sublime y
siniestro la voz misma de la Revolución y de Francia; en él habló el
corazón enérgico, el pecho profundo, la actitud grandiosa que podía
expresar su fe. No se diga que la palabra es cosa nimia en tales
momentos. Palabra y hecho es todo uno. La poderosa, la enérgica
afirmación que asegura los corazones, es una creación de hechos; lo que
ella dice, lo produce. La acción es aquí la sierva de la palabra, va detrás,
dócilmente, como en el primer día del mundo: «Dijo y el mundo fué.» La
palabra de Danton, la explicaríamos si fuera este lugar oportuno, de tal
manera es una acción, una cosa heroica (sublime y práctica a la vez) que
se sale de toda clasificación literaria. Entonces él fué el único que no se
derivaba de Rousseau. Su parentesco con Diderot es exterior; Danton era
nervioso y positivo; Diderot, hinchado y vago. Repitámoslo: su palabra
no fué una palabra, fué la energía de Francia que se hacía visible, un grito
del corazón de la patria.
El trágico nombre de Danton, aunque manchado y desfigurado por
el mismo y por los partidos, se conservará siempre en el fondo de los
recuerdos queridos y de las penas de Francia. ¡Ah! ¿Cómo se arrancó
ella a aquel que había formulado su fe en su día más terrible? El mismo
se sentía sagrado y no quería creer en su muerte. Sabidas son sus
palabras cuando se le advirtió el peligro: «A mí no se me toca, estoy en
el arca. Lo había estado, en efecto, el 92; y como el arca que contenía la
fe de Israel, había entonces marchado delante de nosotros.
Danton no tuvo nunca más que un acusador serio, él mismo. Más
tarde se verán los motivos extraños que pudieron hacerle reivindicar

186
para sí los crímenes que no había cometido. Estos crímenes son
inciertos, improbables, por más que haya dicho la liga de los realistas y
de los robespierristas, unidas contra su memoria. Lo seguro es que tuvo
la iniciativa de muchas de las grandes y prudentes medidas que salvaron
a Francia, y no lo es menos que tuvo con su amigo, el gran escritor de la
época, el pobre Camilo, la iniciativa de las reclamaciones de la
humanidad. El 28 de Agosto, por la noche, Danton se presentó en la
Asamblea y reclamó la grande e indispensable medida de las visitas
domiciliarias. En un peligro tan extremo, cuando un ejército realista, no
puede decirse de otro modo está en peligro, dijo muy bien Danton, todo
pertenece a la patria. Y añadía: «Autorizando a los municipios a que
tomen lo que es necesario, nos comprometeremos a indemnizar a los
poseedores.» «Cada municipio, dijo en la Asamblea, será autorizado a
tomar los mejores hombres bien equipados que tenga.» Y al mismo
tiempo propuso a la Comuna que alistara a los ciudadanos necesitados
que pudiesen llevar las armas y les fijara un sueldo. Había una ventaja
indudable, y en dos sentidos, en dar cuadros militares a esas masas
confusas, de las cuales una parte yéndose al ejército hubiera aligerado
París.
El 29 a las cuatro de la tarde, en un hermoso día de Agosto, se tocó
a generala y se advirtió a todo el mundo que a las seis en punto debía
encerrarse en su casa, y París, que un instante antes estaba tan animado
y popular, se quedó en un momento desierto. Todas las tiendas y todas
las puertas cerradas. Las barreras y el río estaban custodiadas. Las
visitas no comenzaron hasta la una de la mañana. Todas las calles fueron
ocupadas por fuertes patrullas, cada una de sesenta hombres; los
comisarios de secciones subían á las casas y llamaban en los pisos. «En
nombré de la ley.» Estas voces, los golpes en las puertas, el ruido de las
de los ausentes que se abrían á viva fuerza, resonaban en la noche de un
modo que causaba espanto. Se recogieron dos mil fusiles, fueron
detenidas cerca de tres mil personas, que generalmente fueron dejadas
en libertad al siguiente día. Se obtuvo el efecto buscado y deseado: los
realistas temblaron. Nada lo prueba mejor, que la narración de uno de
los suyos, Peltier, escritor embustero y muy mediano, pero en esto
sincero, elocuente y admirable de verdad y de miedo. Todos los otros
historiadores le han copiado fielmente.
Por lo demás, esta visita no hizo más que regularizar por la
autoridad pública lo que el pueblo hacía por sí mismo, irregularmente.
Por las voces que corrían de que en ciertas casas había depósitos de
armas, la multitud las había invadido; así ocurrió particularmente en la

187
casa y en los jardines de Beaumarchais, en la puerta de San Antonio. El
pueblo las hizo abrir, lo examinó todo cuidadosamente, sin tocar ni
tomar nada; el mismo Beaumarchais lo refiere; solo una mujer se atrevió
a coger una flor y la multitud quiso arrojarla al pilón del jardín.
Superfluo es decir que esta terrible medida de las visitas
domiciliarias fué muy mal ejecutada. Confiada la operación a manos
torpes e ignorantes, fué una obra de la casualidad, prodigiosamente
arbitraria, varió infinitamente' en sus resultados. Varios comisarios
creyeron que debían detener a todos aquellos que habían firmado la
petición realista contra el 20 de Junio. Los firmantes eran veinte mil. La
Comuna se apresuró a declarar que era preciso dejarles en libertad, que
bastaba con desarmarles.
Dos cosas eran de temer. Las visitas domiciliarias habían abierto a
la masa de los comisarios armados los palacios de los ricos,
revelándoles un mundo desconocido de opulencia y de goce, atizado su
codicia, daba a los pobres no el deseo del pillaje, pero si una excitación
de la ira, de sombrío furor; no se confesaban los diversos sentimientos
que los trabajaban y creían no odiar a los ricos si no como aristócratas,
como enemigos de Francia. Gran peligro para el orden público. Si el
terror popular no hubiese circunscrito su objeto, quién sábelo que los
barrios de los hubiera pasado en ricos, especialmente en las casas de los
vendedores de plata, que la Comuna, muy imprudentemente, había
declarado dignos de la pena de muerte.
Otro peligro no menos grave de las visitas domiciliarias fué que
cambiaron en guerra abierta la sorda hostilidad que existía desde hacía
veinte días entre la Asamblea y la Comuna.
Volvamos a estos veinte días. La Asamblea, poco segura de sí
misma, se había dejado arrastrar por la Comuna, tratando de deshacer
lo que esta hacía; después, cuando enseñó los dientes, la Asamblea
retrocedió con torpeza. La Asamblea hubiera debido suspender al
Directorio del departamento, enteramente realista: la Comuna lo hizo por
ella. Entonces la Asamblea precipitadamente decretó que las secciones
nombrasen nuevos administradores del departamento; por un decreto
ordenó que la policía de seguridad, que pertenecía a los comunes, no
obrara si no con autorización de los administradores del departamento,
y que estos mismos necesitaban el consentimiento de un comité de la
Asamblea, la cual de este modo hubiera sido el centro de la policía del
reino y hubiera conservado todos los hilos en la mano.
Para hacer aceptar dulcemente todo esto á la temida Comuna, la
Asamblea votó generosamente para ella la suma enorme, monstruosa,

188
de cerca de un millón mensual para la policía de París. Pero este donativo
no enterneció a la Comuna, la cual declaró que no quería intermediario
entre ella y la Asamblea, que no toleraría un Directorio de París,
añadiendo esta amenaza: «Si no será preciso que el pueblo se arme aun
de su venganza.» La Asamblea tuvo vergüenza de revocar su decreto;
Lacroix halló un medio de retroceder honrosamente; se decidió que
hubiera un Directorio, pero que no dirigiera nada, limitándose a vigilarlas
contribuciones.
La Comuna, preciso es decirlo, había colocado su dictadura en las
terribles manos, no de los hombres del pueblo, si no en las de los
miserables escribas, los Hebert y los Chaumette. Confió a éste la facultad
de abrir y cerrar las prisiones, de detener y decretar la libertad. Tomó
también otra decisión, infinitamente peligrosa, la de anunciar en las
puertas de las prisiones los nombres de los prisioneros. Estos nombres,
leídos y releídos sin cesar por el pueblo, eran para él una constante
excitación, un llamamiento a la violencia, como una titilación de todos
los deseos crueles, que debían producir el efecto de hacerlos
irresistibles. Para quien conozca la naturaleza, semejante anuncio era
una fatalidad de asesinato y de sangre.
No es esto todo: la extraña dictadura, lejos de inquietarse por la
vida de tantos proscriptos, no temió hacer otros. Hizo imprimir los
nombres de los electores aristócratas de la Santa Capilla. Decidió que los
vendedores de plata serían castigados condena capital. Nada la detenía;
se puso a dictar juicios sobre individuos en un momento en que el
derecho de manifestar su opinión equivalía a la muerte. No sé qué
individuo fué a pedir a la Comuna que decidiera que Mr. Duport había
perdido la confianza de la nación. Se hizo esta declaración y tuvo Danton
que hacer los esfuerzos más perseverantes para impedir que el célebre
diputado de la Constituyente, así designado a la muerte, no fuera
inmolado tres meses después.
No contenta con pisotear toda libertad individual, dio el 29 de
Agosto el ataque más directo a la libertad de la prensa. Mandó a la barra,
persiguió en París a Girey Duprey, joven y atrevido Girondino, por un
artículo periodístico; llegó hasta hacer registrar el ministerio de la
Guerra, en donde según se decía, se había refugiado Gerey Duprey. La
Asamblea a su vez mandó a su barra ah presidente de la Comuna
Huguenin, quien no se dignó comparecer, por lo cual tomó una
resolución natural, pero muy peligrosa en aquella situación, y fué la de
disolver la Comuna.

189
Disolvíase está, por si misma por su furioso espíritu de tiranía
anárquica. Cada uno de los miembros de aquel extraño cuerpo ejercía la
dictadura, obraba como dueño y por sí solo, sin preocuparse de ninguna
otra autoridad anterior, con frecuencia sin consultar a la misma Comuna.
No era esto todo: cada uno de aquellos dictadores creía poder delegar
su dictadura en sus amigos. Los asuntos más delicados, en que se
jugaba la vida, la libertad, la fortuna de los hombres se entregaba en
manos de. desconocidos, sin mandato, sin misión, por celosos patriotas,
des¬ interesados llenos de buena voluntad, pero sin ningún otro título.
Iban a casa de los sospechosos (y todo rico lo era), hacían pesquisas,
inventarios, se apoderaban de las armas preciosas o de otros objetos,
que de¬ cían eran de utilidad pública. Un hecho asombroso de este
género fue revelado a la Asamblea. Un quidam que decía ser miembro
de la Comuna, mandó abrir el guarda muebles, y viendo un cañón de
plata que en otro tiempo había sido regalado a Luis XVI, lo juzgó buena
presa y se lo llevó. Cambon, el austero guardián de la fortuna pública se
indignó ante este desorden y llevó a la barra al hombre que tal uso hacía
de la autoridad de la Comuna. Compareció el acusado y ni negó ni se
excusó; dijo fríamente' que había pensado que aquel objeto corría gran
riesgo de que otros se apoderaran de él y que, para evitar tal desgracia,
se lo había llevado a su casa.
La Asamblea no quiso saber más; aquel hecho hablaba muy alto.
Una sección, la de los Lombardos, presidida por el joven Louvet, había
declarado que el consejo general de la Comuna era culpable de
usurpación. Cambon pidió e hizo decretar por la Asamblea nacional que
los miembros de aquellos consejos presentaran los poderes que tenían
del pueblo: «Si no pueden, dijo, es preciso castigarlos.» El mismo día 30
de Agosto, a las cinco de la tarde, la Asamblea, a propuesta de Gaudet,
decidió que el presidente de la Comuna, aquel Huguenin que ordenaba
comparecer ante ella, fuera llevado a la barra y que se nombrara por las
secciones y en el término de veinticuatro horas una nueva Comuna. Para
atenuar lo duro de la decisión, se decretó que la antigua había merecido
bien de la patria. Se la coronaba y se la echaba.
La Comuna del 10 de Agosto se obstinaba en subsistir; no quería
ser ni echada ni coronada. Su secretario Tallien, en la sección de las
Termas, cerca de los Franciscanos, pidió que se hicieran armas contra la
sección de los Lombardos, culpable de censurar a la Comuna. Y lo que
pareció aterrador, fué que el presidente Robespierre habló en el mismo
sentido, en el seno del Consejo general, en el Hotel de Ville. Un amigo
de Robespierre, Lhuiller, en la sección de Mauconseil, sostuvo la opinión

190
de que el pueblo se levantara y sostuviera con las armas a la Comuna
contra la Asamblea.
Era evidente que la Comuna estaba resuelta a mantenerse por
todos los medios. Tallien se encargó de atemorizar á la Asamblea.
Aquella misma noche fué con un grupo de hombres armados con picas
y recordó insolentemente: «que la Comuna había hecho subir á la
Asamblea al rango de representantes de un pueblo libre»; elogió los
actos de la Comuna, especialmente la prisión de los sacerdotes
perturbadores. «Dentro de pocos días, dijo, el suelo de la libertad se verá
libre de su presencia.»
Esta última frase, horriblemente equívoca, levantaba una punta del
velo. Los directores estaban decididos a conservar la dictadura, si era
preciso, por una matanza. Tallien no hablaba más que de los curas; pero
Marat, que por lo menos tuvo siempre el mérito de la claridad, pedía en
sus escritos que se matara con preferencia a la Asamblea nacional.
Eran las dos de la noche; la banda que representaba el pueblo y
que seguía a Tallien, solicitó que se la permitiera desfilar en el salón
«para ver, decían, a los representantes de la Comuna», afectando creer
que estaban en peligro en el seno de la Asamblea. Esta se mostró muy
firme y mandó decir que no entrarían. «Entonces, dijo el orador de la
banda con un tono de candidez feroz, entonces no somos libres.» El
efecto fué precisamente el contrario del que se había esperado. La
Asamblea se irritó y se mostró decidida a tomar medidas severas y el
procurador de la Comuna, Manuel, creyó prudente calmar aquella
agitación haciendo prender al orador.
Al siguiente día, Huguenin, procedente dé la Comuna, fué a
entretener a la Asamblea con unas frases de reparación ilusoria. El
objeto era probablemente, encubrir lo que preparaban los directores.
Firmemente convencidos de que sólo ellos podían salvar a la patria,
querían, por medio del terror, asegurar su reelección. La matanza quedó
desde entonces decidida en su ánimo.
No era necesario ordenar: bastaba con dejar París en el estado de
sordo furor que hervía en el fondo de las masas. Aquella gran masa de
hombres, que, desde la mañana a la tarde, con los brazos cruzados y el
vientre vacío, paseaban por las calles, sufrían infinitamente, no
solamente por su miseria, si no por su inacción. Aquel pueblo no tenía
nada que hacer y pedía que se le ocupara en algo; vagaba, sombrío
obrero, buscando al menos alguna obra de ruina y de muerte. Los
espectáculos que tenía ante sus ojos no eran los más a propósito para
calmarle. En las Tullerías se veía expuesto un simulacro de la ceremonia

191
fúnebre de los muertos del 10 de Agosto que pedían siempre venganza.
La guillotina permanente en el Carrousel era una destrucción, los ojos
estaban ocupados, pero las manos permanecían ociosas. En algún
momento se habían empleado en destrozar las estatuas de los reyes.
¿Mas por qué romper las imágenes y no a los representados? ¿En lugar
de castigar a los reyes en pintura no hubiera sido mejor apoderarse del
que estaba en el Temple, de sus amigos, de los aristócratas que
llamaban al extranjero? Vamos a combatir a los enemigos a la frontera,
decían, y los dejamos aquí.
La actitud de los realistas era singularmente provocadora. No
podía pasarse por cerca de las prisiones sin oírles cantar. Los de la
Abadía insultaban a las gentes del barrio, a través de las rejas, con gritos,
amenazas y ademanes insultantes. Así se lee en la información hecha
más tarde sobre los asesinatos de Septiembre. Un día los de la Forcé
trataron de incendiar la prisión y fué preciso reforzar la guardia nacional.
Ricos la mayor parte de ellos y no importándoles el gasto, los
prisioneros pasaban el tiempo en alegres banquetes, bebían a la salud
del rey, por los prusianos y por su próxima libertad. Sus queridas iban a
verles y a comer con ellos. Los carceleros, convertidos en ayudas de
cámara y en recaderos, iban y venían por mandato de sus nobles
dueños, llevaban, subían, delante de todo el mundo, vinos finos y
manjares delicados. El oro corría en la Abadía. Los hambrientos de la
calle miraban y se indignaban; preguntaban de donde les venía a los
prisioneros aquel Pactolo inagotable; se suponía, y quizá la suposición
no era infundada, que la enorme cantidad de asignados falsos que
circulaba en París y desesperaba al pueblo se fabricaba en las prisiones.
La Comuna dio a esta sospecha nueva consistencia, al ordenar una
información. La multitud se sentía deseosa de simplificar la información
matando a todos sin distinción, aristócratas, falsarios y monederos
falsos, rompiéndoles en la cabeza la plancha falsa de los asignados.
Otra idea se inició a la tentación de asesinato; idea bárbara, infantil,
que tantas veces se encuentra en la más primera idea de los pueblos, en
remota antigüedad; la idea de un expurgo moral, grande y radical, la
esperanza de sanear al mundo por el exterminio absoluto del mal.
La Comuna, órgano en esto del sentimiento popular, declaró que
prendería no a los aristócratas solamente; si no a los estafadores, a los
jugadores, a las gentes de mal vivir. El asesinato, y este es un hecho poco
notado, fué más general en el Chatelet, en donde estaban los ladrones
que en la Abadía y en la Forcé, donde estaban los aristócratas. La idea
absoluta de un esfuerzo moral dio a mucho de ellos una terrible

192
serenidad de conciencia, un terrorífico escrúpulo de no ceder ante nada.
Un hombre fué algunos días después a confesar a Marat que había
tenido la debilidad de librar a un aristócrata y hacía esta confesión con
los ojos llenos de lágrimas. El amigo del pueblo le habló con bondad, le
dio la absolución; pero aquel hombre no se perdonaba así mismo, no
lograba consolarse.

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CAPITULO XI

Preludios de la matanza (1. ° de Septiembre 92.)

Ningún hombre, ni Danton, ni Robespierre; dominaron la situación.—Caracteres querían la


diversos de los que matanza.—Influencia de los maratistas sobre la Comuna.—La Comuna
obstinada en no disolverse.—Preludios de la matanza —La Asamblea para tranquilizará la
Comuna, revoca su decreto.—Robespierre aconseja a la Comuna que entregue el poder al
pueblo.—Del comité de vigilancia, Sergent, Pañis, cuñado de Santerre, amigo común de
Robespierre y de Marat.— Introduce á Marat en el comité de vigilancia.

En aquellas profundas tinieblas que todo contribuía a espesar en


que la idea de justicia, bizarramente pervertida, contribuía a obscurecer
el último fulgor de lo justo, la conciencia pública se hubiera quizás
conservado, si hubiera habido un hombre bastante fuerte para guardar
la suya, por lo menos, y mantener firme y elevado su corazón.
No precisaba salir al encuentro del furor popular, si no cernerse en
superiores alturas, hacer que el pueblo viera en aquellos que le
inspiraban confianza una serenidad heroica que le asegurara, le
afirmara, le elevara por encima de los bajos y crueles pensamientos del
miedo. Una sola cosa faltó en aquella situación, la única que salva a los
hombres cuando en ellos se obscurece la razón, un hombre
verdaderamente gran¬ de, un héroe.
Robespierre tenía autoridad; Danton tenía fuerza; ninguno de ellos
fué el hombre necesario, ninguno se atrevió.
El jefe de los Jacobinos, con su gravedad, su tenacidad, su poder
moral; el jefe de los Franciscanos, con su energía y sus instintos
magnánimos, no tuvieron sin embargo ni uno ni otro una sublime
facultad, lo único que pudo iluminar, transfigurar el sombrío furor del
momento. Les faltaba enteramente esa cosa, común después y más rara
entonces de lo que generalmente se cree. Para arrojar de los corazones
el demonio de la muerte, hacerle avergonzar de sí mismo, despeñarle a
sus tinieblas, era preciso tener en si el genio sereno y noble de las
batallas, que hiere sin miedo ni cólera y mira en paz y tranquilo la
muerte.
El que hubiera tenido este genio, hubiera tomado una bandera,
hubiera preguntado a las masas si no querían batirse más que con
gentes desarmadas; habría declarado infame a cualquiera que hubiera
amenazado las prisiones. Aunque una gran parte del pueblo aprobaba la
matanza, los matadores, como después se verá, eran poco numerosos.
Y en manera alguna hubiese sido necesario matarlos para contenerlos;

194
hubiera bastado, lo repetimos, no tener miedo, aprovechar el inmenso
ardor militar que dominaba en París, envolver a aquel pequeño número
en la masa y el turbión que se hubiese formado de voluntarios
verdaderamente soldados y de la parte patriota de la guardia nacional.
Preciso hubiera sido que la parte sana y buena del pueblo,
incomparablemente más numerosa, fuera tranquilizada, animada por
hombres cuyos nombres fueran populares. ¿Quién no hubiera seguido a
Robespierre y a Danton, si ambos, en aquella crisis, unidos y no
constituyendo más que un solo hombre para salvar el honor de Francia,
hubiesen proclamado que la bandera de la humanidad era la de la patria?
Observemos detenidamente a aquellos dos jefes y directores de la
opinión, cuya autoridad moral se borró en presencia del vergonzoso
acontecimiento.
La de Robespierre, preciso es decirlo, estaba algo quebrantada.
Francia entera había querido la guerra; Robespierre aconsejó la paz. La
guerra al rey, la insurrección no había sido de ninguna manera
estimulada por él, que había protestado diciendo que se encerraba en
los límites de la Constitución. El comité de la insurrección del 15 de
Agosto se reunió en cierta ocasión en la casa en que vivía Robespierre y
éste no asistió a la reunión. Nombrado acusador público del alto tribunal
criminal declinó aquel triste y peligroso honor, pretextando que los
aristócratas, a los que durante tanto tiempo había denunciado eran sus
enemigos personales y que por esta razón tenían derecho a recusarle.
¿El Monitor le había designado como consejero de Danton en el
ministerio de justicia; qué hizo en él? Tomaba asiento como miembro
del consejo de la Comuna y allí, excepto un discurso en la Asamblea
nacional, no se veían tampoco huellas de su actividad.
Y, sin embargo, allí se encontraba en el terreno de las pasiones
más ardientes; allí no había medio de atenerse a los principios generales,
como había hecho en la Constituyente, ni a las delaciones hacía vagas,
como en los Jacobinos. Por primera vez en su vida se vi u obligado a
obrar, a hablar con claridad, o anularse para siempre. La Comuna del 10
de Agosto, aunque era muy violenta, contaba sin embargo en su seno
con dos partidos, los indulgentes y los atroces. Decidirse por los
primeros era formar en el séquito de Petion y de Manuel, dejar a Danton
la vanguardia de la Revolución, probablemente la iniciativa de la
violencia. Danton parecía poco por la Comuna; ninguna medida atroz fue
nunca aconsejada por él, pero el secretario de la Comuna era un
exaltadísimo dantonista, que decía y hacía creer que tenía la
representación de Danton; me refiero al joven Tallien.

195
La competencia de Danton, el temor de dejarle engrandecer
mientras decrecía, era sin duda alguna la preocupación de Robespierre.
Había en esto como una impulsión fatal que podía llevarle a todo.
Encontraba en la Comuna y fuera de ella, entre los más avanzados una
clase de hombres especialmente que le molestaba mucho, colocándole
en situación de decidirse en el acto. Estos exaltados que directa o
indirectamente (algunos sin saberlo), impulsaban a la matanza, eran, por
un contraste extraño, aquellos a quienes podía llamárseles los artistas y
hombres sensibles. Eran gentes que nacieron ebrias, si se me permite
expresarme en este modo; retóricos lacrimosos, todos tenían el don de
las lágrimas: Hebert lloraba, Collot lloraba, Panis lloraba, etcétera.
Además, como la mayor parte eran autores de tercer orden, artistas
medianos, actores silbados, tenían bajo su filantropía un fondo general
de rencor y de veneno que en ciertos momentos llegaba a la rabia. El
tipo del género era Collot d'Herbois, actor mediano, escritor huero, autor
moral y patriotero, hombre sensible, siempre ebrio, ahogado en
lágrimas y en aguardiente. Conocida es su borrachera de Lyon, la poesía
de exterminio que buscó cuando se ametrallaba, gozando (como aquel
otro artista Nerón) ante la destrucción de una ciudad. Relegado a
Sunamary, tratando de aumentar la dosis de aguardiente y de emoción,
acabó dignamente su vida con una botella de agua fuerte.
No todos estaban a este nivel; pero todos en aquella clase de
artistas, querían seguir el genio del drama, llevar la situación hasta
donde pudiera llegar. Necesitaban crisis rápidas y políticas, sobre todo
transformaciones a la vista. La muerte, bajo este último aspecto, parece
artística y conmovedora; la vida parece menos artística, porque en ella
los cambios son lentos y sucesivos. Son precisos ojos y corazón para ver
y apreciar las lentas transformaciones de la vida, de la naturaleza que
engendra, y en cambio la destrucción admira al hombre más vulgar. Los
dramaturgos malos, los retóricos impotentes que buscan los grandes
efectos, deben complacerse en las destrucciones rápidas. Se creen
entonces grandes magos, dioses, cuando deshacen la obra de Dios.
Encuentran hermoso poder exterminar con una sola palabra lo que costó
tanto tiempo, suprimir en un abrir y cerrar de ojos el obstáculo y yo, ver
a sus enemigos desaparecer de un soplo, saborean la poesía estúpida y
bárbara de la frase: «He pasado, ya no son».
Esta clase de hombres, sin ser positivamente locos furiosos como
Marat, participan más o menos de su excentricidad, se agrupan a su
alrededor. Constituían la gran dificultad de Danton y Robespierre. Estos
dos rivales no osaron contradecir a los maratistas porque cualquiera de

196
ellos que hubiera aventurado una sola frase de objeción hubiese dado
este partido a su rival y se hubiese anulado, como absorbido en la Gi200
ronda. Danton, ministro de justicia, tenía en sus más funciones un
pretexto o menos especioso para no aparecer por la Comuna en aquella
terrible crisis. Ahora se verá cómo logró desaparecer antes y durante la
matanza.
Robespierre, miembro de la Comuna y sin ninguna otra función,
no tenía más remedio qua asistir a las sesiones. Esperó hasta el último
momento para decidirse a abrazar el partido de los violentos; pero una
vez dado el paso, recuperó el tiempo perdido, los alcanzó y los dejó atrás.
El gran día del 1. ° de Septiembre debía decidir entre la Asamblea y la
Comuna. La Asamblea el 30 de Agosto había decretado que en el término
de veinticuatro horas las secciones nombraran un nuevo consejo general
de la Comuna. Las veinticuatro horas comenzaron a contarse desde el
momento en que se dio el decreto (cuatro de la tarde), y debía ejecutarse
al siguiente día a la misma hora. Pero la Comuna causaba tal terror en
las secciones, que la mayor parte no se atrevieron a ejecutar el decreto
de la Asamblea, pretextando que no se les había notificado oficialmente.
¿Qué hubiera sucedido el 1° de Septiembre si la Asamblea confirmaba
su decreto, si el combate se hubiese entablado entre los que obedecieron
y los que no quisieron obedecer? La Asamblea en este caso hubiera
sufrido una desgracia, se hubiese visto a los realistas que se unían a ella,
quizá por ella se hubieran armado y la hubieran comprometido mientras
esperaban vencerla. Victoriosa, estaba perdida y quizá Francia con ella.
La Comuna, por muy indignos que fueran muchos de sus
miembros por su tiranía y su ferocidad, tenía esto en su favor, que los
realistas jamás podrían pactar con ella, porque representaba el 10 de
Agosto. Todo el mundo reconocía o exageraba la parte que había
tomado en aquel acto del pueblo. Gloria o crimen, cualquiera que fuese
la opinión de los partidos, a la Comuna se atribuía el derrumbamiento
de la monarquía. Era evidentemente una fuerza antirrealista, la más
segura contra el extranjero. Todo patriota debía pensarlo mucho, a pesar
de los excesos de la Comuna, antes de declararse en contra suya.
Tenía la Comuna fe en sí misma; muchos de sus miembros creían
sinceramente que solo ellos podían salvar a Francia. Querían a todo
trance conservar la dictadura de la salvación pública que creían tener en
su mano. Otros, preciso es decirlo, estaban confirmados en esta fe por
su instinto de tiranía, eran reyes de París por la gracia del 10 de Agosto
y querían seguir siéndolo. Disponían de fondos enormes, impuestos
municipales, fondos de Obras públicas, subsistencias, etc. Iban a recibir

197
los monstruosos fondos de policía; un millón anual, que había votado la
Asamblea. El 92 aún no se robaba mucho, antes de la desmoralización
que siguió a las matanzas de Septiembre. Se conservaba en todos, cierta
pureza de juventud y entusiasmo, la codicia se mantenía atrás. Los más
puros, sin embargo, manejaban con gusto el dinero, gastaban de él, por
lo menos, como poder popular.
Por todas estas diversas razones, la Comuna estaba perfectamente
decidida a no permitir la ejecución del decreto de la Asamblea, y a
mantenerse por la fuerza.
La situación de París, tempestuosa en el más alto grado, no podía
menos de ofrecer pretexto a los que querían desobedecer.
El 31 de Agosto había habido un alboroto en los alrededores de la
Abadía. Fué absuelto un individuo llamado Montmorin, a quien la
multitud confundió con el ministro del mismo apellido y amenazó con
forzar la prisión y hacer justicia por sí misma.
El 1. ° de Septiembre ocurrió una escena espantosa en la plaza de
la Grève. Un ladrón a quién se exponía y sin duda estaba ebrio tuvo la
mala idea de gritar: ¡Viva el rey! ¡Vivan los prusianos y muera la nación!
Inmediatamente fué arrancado de la picota e iba a ser despedazado
cuando el procurador de la Comuna, Manuel, se precipitó; lo arrancó de
las manos del pueblo y lo salvó metiéndolo en el Hotel de Ville, pero no
sin correr grave peligro. Fué lar preciso prometer que un jurado popular
juzgaría al culpable. Este jurado le sentenció a muerte, la autoridad
confirmó la sentencia y fué ejecutado el siguiente día.
Todo impulsaba a la matanza. El mismo día 1. ° de Septiembre un
gendarme llevó a la Comuna un reloj de oro que había cogido el 10 de
Agosto, y preguntó qué debía hacer de él. El secretario Tallien le dijo que
debía guardárselo. Gran estímulo para el asesinato. Varios sacaron la
consecuencia de este precedente de que los despojos de los grandes
señores, de los ricos que estaban en la Abadía, pertenecerían a los que
pudieran librar a la nación de estos enemigos públicos.
La sesión del Consejo general de la Comuna fué suspendida hasta
las cinco de la tarde. La Asamblea, atemorizada por el acontecimiento
que todo el mundo veía venir para el siguiente día domingo, intentó en
aquel intervalo un último medio de prevenirlo. Trató de apaciguar a la
Comuna y derogó el decretó que prescribía a sus miembros justificar los
poderes que habían recibido el 10 de Agosto.
«No es esto todo, dijo un miembro de la Asamblea; habéis
decretado hace dos días que la Comuna ha merecido bien de la patria;
esta redacción nada vale; es preciso un nuevo voto, en el que se diga

198
expresamente: los representantes de la Comuna». En efecto, elogiando
a la Comuna en general, hubiérase podido después buscar y perseguir a
algunos de sus miembros por tantos actos ilegales. La nueva redacción
les aseguraba cada uno particularmente el bill de indemnidad más
tranquilizador. La Asamblea no quiso discutir en aquel momento y votó
lo que se quería.
La sesión de la Comuna se reanudó a las cinco de la tarde. En un
principio pareció que el decreto pacífico de la Asamblea no era todavía
conocido. Robespierre habló de las nuevas elecciones, pero al darse a
conocer el decreto durante la sesión, Robespierre, envalentonado por las
tergiversaciones de la Asamblea, volvió a usar de la palabra en un tono
muy diferente, con una violencia inesperada. Habló extensamente de las
maniobras que se habían empleado para hacer perder al consejo general
la confianza pública y sostuvo que por muy digno que fuese el consejo
de esta confianza, debía retirarse, emplear el único medio que quedaba
para salvar al pueblo, devolver al pueblo el poder.
¿Devolver al pueblo el poder ? ¿Cómo debía entenderse esta frase?
¿Significaba que era preciso dejar que el pueblo hiciera las nuevas
elecciones, comenzadas según el decreto y bajo la influencia de la
Asamblea? De ninguna manera: Robespierre acababa de hacer el
proceso de la misma Asamblea enumerando las maniobras dirigidas
contra la Comuna. No hubiera podido sin contradecirse abiertamente
proponer que se dejara votar al pueblo a gusto de una Asamblea
sospechosa. Devolver el poder al pueblo significaba evidentemente:
depositar el poder legal para someterse a la acción revolucionaria de las
masas, llamar al pueblo contra la Asamblea.
No estando elegido el nuevo consejo, y retirándose el antiguo,
París se hubiese quedado sin autoridad. Si la Comuna del 10 de Agosto,
la gran autoridad popular que parecía haber salvado ya la patria una vez,
declaraba que nada podía hacer para su salvación, a quién entregaría el
poder? A nadie más que a la desesperación, a la rabia popular. Diciendo
que nada haría por si, que correspondía a las masas obrar, obraba en
realidad y de la manera más terrible; era como si hubiese retirado su
defensa de la puerta de las prisiones, la hubiese abierto de par en par.
La matanza era de esperar; pero el exceso mismo de desorden, el
espanto de París hubiese producido el efecto necesario de acudir otra
vez a la Comuna. De rodillas iban a ir a buscarla y a llamarla; volvería a
entrar en triunfo en el Hotel de Ville. La nulidad de la Asamblea estaba
demostrada definitivamente; la Comuna de París, el gran poder
revolucionario reinaba solo y salvaba a la Francia.

199
Demasiado conocido es Robespierre para creer que el primer día
precisara sus acusaciones. Presentadas en el primer momento bajo
formas vagas, a través de sombras terribles, habían causado mayor
efecto. Todo el mundo comprendió, sin esfuerzo alguno, lo que los
amigos de la Comuna decían desde hacía ocho días por todo París, lo
que Robespierre articuló al día siguiente, 2 de Septiembre, durante la
matanza; Que un partido poderoso ofreció el trono al duque de
Brunswick. En aquel momento ningún partido era poderoso más que la
Gironda. La culpable locura de ofrecer la Francia al extranjero había sido
del ministerio de Narbonne. Era una horrible calumnia imputarla a los
Girondinos, que habían arrojado a Narbonne. Los Girondinos, esta era
su gloria, habían comprendido el aliento guerrero de Francia; habían
predicado contra Robespierre la cruzada de la libertad. Imputar a los
apóstoles de la guerra el proyecto de aquella paz execrable, decir que
Vergniaud, que Roland, madama Roland, las gentes más honradas de
Francia, la vendían y la entregaban, era de tal manera increíble y tan
ridículamente absurdo, que en cualquiera otro momento esta calumnia
hubiera caído sobre su autor, el cual hubiera muerto con su propio
veneno.
¿Semejante absurdo podía ser sinceramente creído por un espíritu tan
serio como el de Robespierre? Asombra el hecho y sin embargo
responderemos sin dudar. Sí. Había nacido tan crédulo para todo lo que
el odio y el miedo podían aconsejarle, creer, de tal modo fanático y
dispuesto a adorar sus sueños, que a cada denuncia que lanzaba contra
sus enemigos nacía en él una firme convicción. Cuanto más avanzaba en
sus asertos apasionados y trabajaba en darles color y verosimilitud, más
se convencía y con mayor necesidad creía en lo que pensaba. El
prodigioso respeto que tenía por su palabra acababa por hacerle creer
que toda prueba era superflua. Sus discursos hubieran podido resumirse
en estas palabras: «Robespierre puede jurarlo, porque Robespierre lo ha
dicho.»
En el prodigioso estudio de desconfianza en que estaban los
espíritus, enfermos y llenos de vértigo, se creían las cosas precisamente
en proporción a lo milagroso, a lo absurdo con que impresionaban los
ánimos. Sí, desde el consejo general llegaban semejantes acusaciones a
la multitud, podían producir efectos incalculables. ¿Quién podía adivinar
si la masa furiosa, ebria y enloquecida, no iba a forzar la Asamblea, en
lugar de forzar las prisiones, y a buscar en sus bancos, empuñando el
puñal, a aquellos traidores, aquellos apóstatas, aquellos renegados de la

200
libertad que se la designaba como cien veces más culpables que los
prisioneros realistas?
El procurador de la Comuna, Manuel, respondió a Robespierre;
mas no era hombre capaz de oponerse a aquella autoridad, la primera
del tiempo. Manuel era un pobre pendante, expasante o preceptor,
hombre de letras ridículo, que por su desgracia había llegado por su
palabrería al fatal honor que le colocó la cuerda en el cuello. Intentó, sin
embargo, luchar; su buen corazón y sus sentimientos humanitarios le
prestaron fuerzas. Prodigando enfáticos elogios a su terrible adversario,
recordó el juramento de los miembros del consejo general: «De no
abandonar su puesto hasta que la patria no estuviera libre de peligro.»
La mayoría pensó como él. La víspera del terrible acontecimiento que se
preparaba y que parecía ineludible, varios quisieron acelerarlo con su
influencia; otros, por el contrario, pensaban que, si como cuerpo nada
podían impedir, podrían al menos con su título y su insignia de
miembros de la Comuna, salvar individuos.
Esta insignia titular, Manuel tuvo la dicha de emplearla en el
mismo momento. Recordó que estaba en la prisión un enemigo suyo
personal, Beaumarchais. Manuel era una de las -víctimas literarias a
quien el autor de Fígaro gustaba de acribillar con sus flechas. Manuel
corre a la Abadía, mandó que le llevaran a Beaumarchais, quien al verle
se turbó y excusó: «No se trata ahora de eso, caballero, le dijo Manuel;
sois mi enemigo; si permanecéis aquí para ser asesinado mañana; se
diría que he querido vengarme; salid de aquí inmediatamente.
Beaumarchais cayó en sus brazos; estaba salvado y no lo estuvo menos
Manuel para el honor y el porvenir.
Nadie dudaba de la matanza; Robespierre, Tallien y otros
reclamaron de las prisiones a algunos sacerdotes, antiguos profesores
suyos. Danton, Fabre d'Eglantine, Fauchot salvaron también a algunas
personas.
Robespierre había adquirido una responsabilidad inmensa. En
aquel momento de suprema espera, en el que Francia rodaba entre la
vida la y muerte, en que buscaba una posición firme, que la asegurase
contra su propio vértigo, Robespierre había acabado de hacer que fuera
todo incierto, flotante, sospechosa toda autoridad. La fuerza que restaba
quedó como paralizada por aquel poder de muerte. El ministerio y la
Asamblea heridos por su dardo yacían inertes y nada podían.
El mismo consejo general al que Robespierre había impulsado a
declarar que se entregaba al pueblo y que no lo había hecho, no estaba

201
menos profundamente turbado y en la duda de lo que le convenía hacer.
¿Quería? ¿No quería? Obraría o no obraría, apenas si lo sabía ella misma.
Y si el consejo general nada quería, nada hacía, si se dispersaba el
domingo, o se reunía en número insuficiente mínimo, como sucedió,
¿quién quedaría para ejecutar, sino el Comité de vigilancia1. En la gran
asamblea del consejo general por violento que quisiera ser, los hombres
de sangre jamás hubieran tenido mayoría. Por el contrario, en el Comité
de vigilancia compuesto por quince personas, el único disentimiento que
existía es que los unos querían la matanza y los otros la permitían.
Había dos hombres principales en esté comité, Sergent y Panis.
Sergent, artista hasta entonces estimable, laborioso y honrado, hombre
de corazón ardiente, apasionado, novelesco (que amó aun hasta la
muerte) tuvo el honor de llegar a ser cuñado del ilustre general Marceau.
El fué quien, con peligro de su vida, algunos días antes del 10 de Agosto,
conmovido por la desesperación y las lágrimas de los Marselleses, se
decidió, con Panis, a entregarles cartuchos, que les dieron la victoria.
Sergent sentía antipatía (así lo afirma en sus Notas publicadas por M.
Noel Parfait) por la hipocresía de Robespierre y os furores de Marat.
Asegura que fué extraño a los sucesos del 2 de Septiembre. Había sido
el ordenador de aquella terrible fiesta de los muertos que más que otra
cosa, exaltó en las masas la idea de la venganza y de la matanza. Pero
cuando llegó el día, se conmovió su corazón, y aunque compartió sin
duda la idea absurda del momento, de que la matanza podía ser la
salvación de Francia, desapareció de París. El mismo en sus notas
justificativas hizo esta confesión terminante: Que la mañana del 2 de
Septiembre se fué al campo y no volvió hasta por la noche.
Panis, exprocurador, autor de versos ridículos, espíritu mezquino,
duro y falso, era incapaz de tener influencia, pero era cuñado del famoso
cervecero del barrio, Santerre, nuevo comandante de la guardia
nacional. Esta alianza y su posición en el comité de vigilancia le hacían
muy importante. Daba órdenes en el comité y por su cuñado podía influir
en la ejecución, obrar o dejar de obrar. Aun cuando la mayoría le hubiese
sido contraria, hubiera podido impedir que se ejecutase por Santerre lo
resuelto por la mayoría.
Panis tenía una cosa que no siempre tienen los tontos, era dócil.
Reconocía dos autoridades, dos papas, Robespierre y Marat.
Robespierre era su doctor, Marat su profeta. El divino Marat le parecía
quizá un poco excéntrico; ¿pero no podía decir otro tanto de Isaías y de
Ezequiel, al cual Panis los comparaba? En cuanto a Robespierre pudiera
decirse que era la conciencia de Pañis. Todas las mañanas se le veía en

202
la calle de Saint Honore a la puerta de su director; iba a preguntar a
Robespierre lo que debía pensar, hacer y decir durante el día. Así lo
asegura Sergent, su colega, que casi no le abandonó mientras duró el
comité de vigilancia. Pañis era tan devoto de Robespierre, que no podía
contenerse en su favor; él fué quien antes del 10 de Agosto, conduciendo
a Barbarrouse y Rebecqui, dos individuos poco afectos a su dios,
cometió la imprudencia de decir: «Que se necesitaba un dictador, un
hombre como Robespierre,» y recibió de los marselleses la violenta
respuesta que se ha citado anteriormente.
Robespierre servido, adulado, adorado por Pañis' sintió debilidad
por él. Panis le era indispensable, como cuñado del hombre que
gobernaba el barrio y que disponía de la fuerza arcada de París. Pañis
fue según todas las apariencias quien disminuyó el alejamiento natural
de Robespierre por Marat. El primero, hombre político, de carácter fino,
mesurado, atildado, empolvado, sentía disgusto por la sociedad del otro,
por su personalidad a la vez trivial y salvaje, su facundia ditirámbica.
Marat por su parte despreciaba á Robespierre como político tímido, sin
grandes miras, sin audacia. Visitáronse un día y Marat viendo que
Robespierre no entraba enteramente en sus ideas de matanza, que
conservaba aun algún escrúpulo de legalidad, alzó los hombros.
La repugnancia era recíproca. La de Robespierre por Marat impidió
a éste, después de la ovación que se le hizo en la Comuna, llegar a ser
miembro de la misma.
El 23 de Agosto, sin embargo, la Comuna decretó que se erigiera
una tribuna en la sala, para un periodista, para Marat. Su influencia iba
en aumento; desde entonces, sin duda, Robespierre tuvo miedo de
oponerse delante de él y recomendó a Marat las asambleas electorales.
Panis, el hombre de Robespierre, su criatura, su servil discípulo, el que
digámoslo otra vez, no pasaba jamás un día sin consultarle, fué quien
llevó al comité de vigilancia (verdadero directorio de la matanza) al
exterminador Marat.
Robespierre dijo, con verdadero atrevimiento, que nada había
hecho el 2 de Septiembre; y en efecto, de obra nada hizo, pero mucho
con la palabra, y en aquel día las palabras eran actos. El 3, una vez
comenzado el suceso y lanzado (quizá aun más de lo que se quería se
obscureció y no volvió a reaparecer. Pero el 1. ° de Septiembre había
cubierto las violencias de su autoridad moral, aconsejando a la Comuna
que se retirara, que entregara la acción al pueblo. El 2, Panis entronizó
en el Hotel de Ville al asesinato personificado, al hombre que desde hacía
tres años pedía el 2 de Septiembre. Este mismo día Robespierre habló

203
durante la matanza y no para llevar la calma; todo lo contrario, de una
manera extremadamente irritante.
La introducción de Marat fué extraordinaria e ilegal a todas luces.
Ningún magistrado de la ciudad, ningún miembro de la municipalidad,
especialmente del comité de vigilancia, podía ser elegido como no
formara parte de la gran Comuna popular de los comisarios de secciones
que habían hecho el 10 de Agosto.
Marat no era de estos comisarios y no podía ser elegido, pero
Panis, a la vez por Santerre y por Robespierre, pesaba con tal
ascendiente sobre la municipalidad que le autorizó para elegir tres
miembros que completasen el comité de vigilancia.
Panis, investido de este singular poder de elegir por sí solo, no se
atrevió sin embargo a ejercerlo. En la mañana del 2 de Septiembre llamó
en su ayuda a sus colegas Sergent, Duplaix y Jourdeil y nombraron a
cinco: Deforgues, Lentant, Guermeur, Leclerc y Durfort.
El acta original, con las cuatro firmas, tiene en el margen una nota
confusamente escrita por uno solo de los cuatro firmantes. Esta nota no
es otra cosa que el nombramiento de un sexto miembro, agregado así,
de pronto, y este sexto es Marat.

204
CAPITULO XII

El 2 de Septiembre

Proposición conciliadora del dantonista Thuriot —Dos lecciones por cuarenta y ocho votaron
la matanza -La Comuna quería la matanza y la dictadura—Discurso valiente de Vergniaud. —
Se solicita de la Asamblea la dictadura para el ministerio. — La Asamblea desconfía de Danton
que sin embargo evita reunirse a la Comuna —El comité de vigilancia entrega veinticuatro
prisioneros a la muerte. —Asesinatos en la Abadía. —Danton no acepta la invitación de la
Comuna — Quienes fueron los asesinos de la Abadía. —Asesinato en los Carmelitas. —
Impotencia de las autoridades. —El hotel de Roland es invadido - Robespierre denuncia una
gran conspiración. —Tentativa de los ministros para calmar al pueblo. — Intervención inútil de
Manuel y de los comisarios de la Asamblea. —Asesinatos en el Chalet y en la Conserjería. —
Maillard organiza un tribunal en la Abadía y se va a cuarenta y tres personas. —Abnegación
de Alttes Cazotte y Lombreuil, de Geoffroy de Saint-Hilaire.

El domingo 2 de Septiembre, al abrir la Asamblea a las nueve de


la mañana el diputado Thuriot, amigo de Danton, presentó una
proposición conciliadora que se creyó que podría impedir la desgracia
que se preveía.
Thuriot, en más de una ocasión había defendido y justificado a la
Comuna. Nacida el 10 de Agosto, la Comuna le parecía la Revolución
misma; pensaba que deshacerla era deshacerla obra del 10 de Agosto.
Por otra parte, había resistido con extremada violencia a las insolentes
ordenes que la Comuna osaba dar a la Asamblea. Su conducta en todo
esto parece haber sido la expresión atrevida del pensamiento más
contenido de Danton. Este en sus discursos, en sus circulares, fundaba
la esperanza de la patria en el acuerdo de la Asamblea y de la Comuna.
El fué, no lo dudamos, quien buscó un expediente para restablecer este
acuerdo y quien hizo que Thuriot lo propusiera a la Asamblea.
La proposición era la siguiente: Elevar a trescientos miembros el
consejo general de la Comuna, de manera que pudieran continuar los
antiguos creados el 10 de Agosto y recibir a los nuevos, elegidos en
aquel mismo momento por las secciones que obedecían los decretos de
la Asamblea. Esta proposición tenía dos aspectos completamente
contrarios.
Por una parte, tenía el efecto revolucionario de constituir sobre una
base fija la representación de París, manifestar ante Francia entera la
importancia real, la autoridad de la gran ciudad, que formada por todos
los elementos de Francia entera, es la cabeza y el cerebro, y que tantas
veces tuvo la iniciativa de las ideas que la salvaran.

205
Por otra parte, en la situación, la proposición tenía un efecto
práctico, que hacía la crisis mucho menos peligrosa. Neutralizaba la
Comuna agrandándola, la aumentaba en número y modificaba el
espíritu; introducía en ella, con elegidos de las secciones dóciles a la
Asamblea un elemento nuevo. Si aquella mañana hubiera sido votada,
hubiera dado a, sus secciones un poderoso impulso, sacándolas de su
estupor, los nuevamente elegidos encaminándose inmediatamente a la
Comuna, con el decreto en la mano, hubiera según todas las apariencias,
paralizado a los maratistas.
Y no es esto todo. Un último artículo, muy propio para que
recordara a la Comuna, el espíritu de la Comuna del 10 de Agosto,
advertía simplemente y sin rodeos que los miembros del consejo general
no eran inamovibles, que las secciones que los nombraban tenían
siempre el derecho de destituirles. El artículo tal como estaba colocado,
parecía hablar a los nuevos miembros, establecía la regla, el
imprescriptible derecho del pueblo, contra el cual aparentemente los
antiguos miembros en la posición real en que se colocaban no hubieran
osado reclamar. Debían, pues, pensarlo mucho; en el momento en que
parecían dispuestos a tomar la terrible iniciativa, venía la ley, en cierto
modo, a ponerle la mano en el hombro y a recordarles el gran juez, el
pueblo que podía juzgarlos siempre.
Thuriot adornó esta proposición con elogios y halagos a la
Comuna y la justificó de muchas y muchas acusaciones. Dijo, sin duda,
para ganar a los miembros de la Comuna para el acto que contra ellos
proponía, que este aumento de número permitiría elegir de su seno a los
agentes que podía necesitar el poder ejecutivo. Llamamiento directo, al
interés; la Comuna iba a ser un plantel de Estadistas a los que confería
el gobierno las misiones honrosas y lucrativas.
Sucedió a Thuriot lo que sucede a todos aquellos que cuentan
demasiado con la penetración de las asambleas. Su profundo maestro
Danton le había aleccionado demasiado bien, inclinándole con exceso a
la hipocresía. La Asamblea no le comprendió. Tanto había Thuriot
elogiado a la Comuna que la Asamblea creyó favorable la proposición
para aquélla y pensó que comenzaba a asustarse y se valía de Thuriot
para hacerla proposiciones conciliadoras. Recibió la proposición muy
fríamente, no imaginó siquiera la ventaja que obtendría votándola
inmediatamente. Pidió un informe, esperó y retardó. El informe llegó al
mediodía, y poco favorable. Los Girondinos que lo hicieron no gustaban
de nada que procediera de los amigos de Danton. Le creían el hombre
de la Comuna, como lo había sido el 10 de Agosto; no comprendían los

206
manejos de aquella política. Les desagradaba el proyecto por que
aumentaba la importancia de París y regularizaba y fundaba aquel poder
hasta entonces irregular, constituyendo un cuerpo temible, con el cual
tendría que contar la Asamblea. Hubieran querido que la Comuna se
hubiere renovado totalmente. No arrastraron a la Asamblea que,
comprendiendo al fin la utilidad de la proposición, acabó por votar
contra los Girondinos por el dantonista Thuriot. Ocurrió esto a la una,
pero ya era demasiado tarde: la tempestad estaba desencadenada.
Volvamos a lo que ocurrió por la mañana y en la Comuna.
¿Qué quería? ¿Qué deseaban los pocos miembros que dirigían el
consejo general? ¿Qué quería la mayoría del comité de vigilancia? Sin
duda salvar la patria, pero salvarla por los medios que Marat aconsejaba
desde hacía tres años, la matanza y la dictadura.
La matanza no era todavía tan fácil como podía creerse, a juzgar
por la terrible agitación del pueblo y sus palabras violentas. Por la noche
y la mañana los furiosos charlatanes que predicaban desde hacía mucho
tiempo la teoría de Marat recorrían las asambleas de las secciones casi
desiertas, reducidas a minorías imperceptibles que decidían por la
totalidad. Pidieron y obtuvieron detenciones individuales que valían
tanto como sentencias de muerte. Pero en cuanto a las medidas
generales, parece que sus palabras no hallaron bastante eco. No hubo
más que dos secciones (la de Luxemburgo y la sección Poissoniere) en
que la proposición de matar a los prisioneros fuera acogida. Dos
secciones por cuarenta y cuatro votaron la muerte. La sección
Poissoniere tomó el acuerdo siguiente:
«La sección, considerando los peligros inminentes de la patria y las
maniobras infernales de los curas, opina que todos los curas y personas
sospechosas detenidas en las prisiones de París, Orleans y otras
sean condenadas a muerte.»
En cuanto a la dictadura era aún más difícil de organizar que la
matanza. No había hombre alguno aceptado por el pueblo para que la
ejerciera por sí solo; era necesario un triunvirato; el mismo Marat lo
decía.
El profeta Marat, a quien París acababa de entronizar en el comité
de vigilancia, no dejaba de atemorizar aun a sus propios admiradores.
Pero su extremada violencia parecía apoyada, autorizada por
Robespierre, quien el día 4 por la tarde había dicho que era preciso
despertar la acción del pueblo. Marat era ya del comité, Robespierre fué
a formar parte del consejo general. El tercer triunviro, si era necesario un
triunviro, no podía ser otro que Danton; pero éste era sospechoso. En

207
todas las ocasiones elogiaba a la Comuna, y su amigo Thuriot le había
hecho aún más sospechoso aquel mismo día, al proponer un plan que
neutralizaba a la Comuna. ¿Estaba verdaderamente en favor de la
Comuna o de la Asamblea? No se veía claro. Desde el 29 no iba al Hotel
de Ville. ¿Preferiría compartir el nuevo poder con Marat y Robespierre o
continuar ministro de justicia, ministro omnipotente por consecuencia
de la anulación de la Asamblea, recogiendo los frutos de la matanza sin
haber intervenido en ella, llegando a ser en fin el solo hombre de la
situación entre la Comuna ensangrentada y la Gironda humillada? Esta
era la cuestión; la última opinión no era inverosímil. Danton era un
político audaz, pero no menos astuto.
Sea como fuere, estando reunida la Comuna el 2 por la mañana,
bajo la presidencia de Huguenin, el procurador Manuel anunció el
peligro de Verdun, propuso que aquella misma noche acampasen en el
Campo de Marte los hombres alistados y partiesen inmediatamente.
París se habría visto libre de una masa peligrosa que, en espera de la
marcha, vagaba, se emborrachaba, y de un momento a otro, podía, en
vez de una guerra lejana, iniciar aquí con preferencia una guerra lucrativa
contra enemigos ricos y desarmados.
A esta prudente proposición se agregó otra excesivamente
peligrosa, que también fué votada. Se acordó: «Que en el instante se
disparase el cañón de alarma, que se tocara á somatén y á generala.» El
efecto podía ser un pánico horrible, en una ciudad tan conmovida, un
pánico asesino: nada tan cruel como el miedo.
Dos miembros del consejo municipal fueron comisionados para
prevenir a la Asamblea lo que ordenaba la Comuna. Fueron acogidos
con un discurso enérgico de Vergniaud, de noble atrevimiento,
pronunciado ante la inminencia de una matanza y casi amenazado por
los puñales asesinos. Felicitó a París porque demostraba valor y
desplegaba al fin la energía que se esperaba; aconsejó que desechara
los terrores pánicos. Preguntó porque se hablaba tanto y se obraba tan
poco. «¿Por qué las trincheras del campamento que está junto a las
murallas de la ciudad no están más avanzadas? donde están los picos,
azadones y todos los instrumentos que erigieron el altar de la Federación
y nivelado el Campo de Marte?... Habéis manifestado un gran ardor por
las fiestas; sin duda demostraréis el mismo en los combates. Habéis
cantado y celebrado la libertad; es preciso defenderla. Ya no tenéis reyes
de bronce que derribar, si no reyes rodeados de ejércitos poderosos.
Pido que la Comuna de París concierte con el poder ejecutivo las
medidas que tiene intención de tomar. Pido también que la Asamblea

208
nacional, que en este momento es más bien un gran comité militar que
un Cuerpo legislativo, envíe en el instante, y cada día, doce
comisionados al campamento, no para que exhorten con vanos
discursos a que trabajen los ciudadanos, si no para que trabajen ellos
mismos; porque ya no es tiempo de discurrir, hay que cavar la fosa de
nuestros enemigos, o cada paso que ellos adelanten cavan la nuestra.»
Este discurso, tan atrevido en aquellas circunstancias, fué
aplaudido; no solamente por la Asamblea, sino por las tribunas, por
aquel pueblo cuya inacción censuraba tan severamente.
El gran orador, como se ve, quería dar un cauce regular al torrente
popular que giraba tan terriblemente sobre sí mismo, arrastrarle fuera
de París en pos de los enviados de la Asamblea, para que perdiera en el
entusiasmo militar el pánico y el terror.
Trataba de subordinar la Comuna a los ministros, los ministros a la
Asamblea. ¿Podía mantenerse obstinadamente en semejante día aquella
jerarquía que en los tiempos ordinarios estaba en la misma ley y en la
razón? ¿No era preciso prescindir de las deliberaciones, de las palabras,
cuando las decisiones, según las circunstancias, hubieran de ser
inmediatas, rápidas como el pensamiento? No se podía dejar que flotase
el poder en la esfera superior, alejada de la acción, en las débiles y torpes
manos de una grave Asamblea que hablaba, hablaba, hablaba y perdía
el tiempo. No se le podía confiar a la discreción dé la Comuna, ciega y
furiosa, disuelta en realidad, y que ya no era más que un caos sangriento
bajo el hálito de Marat. El sentido común decía que entregado el poder
arriba o abajo a los dos cuerpos deliberantes, a la Asamblea o al consejo
de la Comuna, ya no sería tal poder. Era necesario fijarle allí donde
pudiera ser enérgico, donde por otra parte le colocaba la naturaleza
misma de las cosas, en las manos de los ministros; era necesario fiarse
de ellos, en aquella gran circunstancia, rogarles, encargarles que fuesen
fuertes, si no, todo iba a perecer.
Desgraciadamente el ministerio no tenía unidad de pensamiento
ni de voluntades. Hubiera sido preciso que se pusiera de acuerdo, que
fuera unánimemente a pedir la dictadura, que la ejerciera bajo la
inspección de los comisionados de la Asamblea.
El ministerio tenía dos cabezas, Roland y Danton.
Danton fué antes de las dos de la tarde a tantear por la última vez
las disposiciones de la Asamblea.
Propuso que se votara: «Que el que rehusara servir con su persona
o se resistiera a entregar sus armas fuese castigado con la muerte.»

209
Y Lacroix (que entonces militaba a la vez en los Girondinos y a las
órdenes de Danton) pidió, además: «Que se castigase con la muerte
también a los que directa o indirectamente rehusasen ejecutar o
dificultaran fuera como fuera, las órdenes dadas y las medidas
adoptadas por el poder ejecutivo.»
La Asamblea hizo como que lo aprobaba; pero en vez de votar en
el acto, aplazó la cuestión y no quiso decidir nada sin oír la opinión de
su comisión extraordinaria (Vergniaud, Guadet, la Gironda). Encargó a
esta comisión que redactase los decretos, muy bien redactados ya, y que
la presentasen lo redactado a las seis de la tarde.
Esto era un retraso de cuatro horas, que quizás ha retardado un
siglo las libertades en Europa.
Danton sufrió entonces el castigo de su mala reputación, de sus
tristes precedentes; la Asamblea le negó los medios de salvar al Estado.
No se atrevió a confiar el poder a un hombre tan sospechoso.
Dos cosas le hicieron fracasar: 1. ° Que no fué Roland, no le apoyó;
Danton se encontró solo, y parecía que se pedía para el solo un poder
ilimitado. 2.° Al mismo tiempo que solicitaba que la Asamblea
concurriera con los ministros d dirigir el movimiento del pueblo, elogió
las disposiciones tomadas por la Comuna; dijo estas palabras: «El toque
de somatén que va a sonar no es una señal de alarma; es la señal de
desafío a los enemigos de la patria. {Aplausos.) Para vencerlos
necesitamos audacia, audacia y siempre audacia; y la Francia está
salvada.»
La Asamblea no vio en Danton más que al hombre de la Comuna
y se guardó muy bien de entregarle el poder.
Si lo hubiera sido verdaderamente, como creía la Asamblea, se
hubiera encaminado al Hotel de Ville, donde le esperaban; fué al Campo
de Marte.
Una gran multitud le seguía. Allí, en aquella llanura inmensa, a cielo
descubierto, hablando a todo un ejército, predicó la cruzada como
hubieran hecho Pedro el Ermitaño o San Bernardo. A lo lejos zumbaba
el cañón, tocaba el somatén, y la poderosa voz de Danton que lo
dominaba todo, parecía la de la ciudad estremecida, la voz de la Francia.
El tiempo pasaba: eran más de las dos.
Al salir del Campo de Marte tampoco fué Danton a la Comuna. Se
fué a su casa. ¿Fué al consejo de ministros? La cosa era controvertible.
Visiblemente esperaba que el peligro obligase a la Asamblea á que diese
la dictadura al ministerio, al ministro popular que solo podía ejercerlo.
Hubiese preferido tenerla de la Asamblea nacional, reconocida por la

210
Francia entera; vacilaba en recibir de la Comuna de París una tercera
parte de dictadura en compañía de Robespierre y de Marat.
Habiendo votado temprano el consejo general de la Comuna,
como se ha visto, la proclamación, el cañón y el somatén (que sonaron
a las dos) suspendieron su sesión hasta las cuatro, y se dispersó. No
quedó más que el comité de vigilancia; es decir Panis, Marat y algunos
amigos de Marat.
El comité, desde muy temprano, pudo tener conocimiento de las
proposiciones de matanza hechas en varias secciones y de la resolución
que acababan de tomar dos secciones, y obró en su consecuencia;
ordenó y permitió la traslación de veinticuatro prisioneros desde la
Alcaldía, donde tenía su residencia (lo que es hoy día de Prefectura de
policía) a la prisión de la Abadía. De aquellos prisioneros, varios llevaban
el traje que más violentamente excitaba el odio del pueblo, el traje de los
que organizaban la guerra civil del Mediodía y de la Vendee, el traje
eclesiástico. En el momento en que se oyó el cañonazo de alarma,
algunos hombres armados penetraron en las prisiones de la Alcaldía y
dijeron a los prisioneros que era preciso ir a la Abadía. Aquella invasión
se hizo, no por una masa del pueblo, si no por soldados, federados de
Marsella o de Avignon; lo cual parece indicar que no fué un accidente
fortuito, si no autorizado, que el comité, por una autorización verbal
cuando menos, entregó aquellos prisioneros a la muerte.
Fácilmente hubieran podido ser asesinados en la prisión; pero
entonces no hubiera podido atribuirse el hecho a un acto espontáneo del
pueblo. Se necesitaba que hubiera una apariencia de casualidad; si
hubieran ido a pie, el azar habría favorecido más a prisa la intención de
los asesinos; pero pidieron carruajes. Los veinticuatro prisioneros se
acomodaron en seis coches; esto les protegía algo. Era preciso que los
asesinos encontrasen medio o de irritar a los prisioneros a fuerza de
ultrajes, hasta el punto de que perdiesen la paciencia, se excitasen,
olvidasen toda prudencia y pareciese que habían provocado y merecido
su desgracia, o era necesario irritar al pueblo y excitar su furor contra los
prisioneros; esto es lo que se intentó desde luego. La procesión lenta de
los seis flacres tuvo todo el carácter de una exhibición horrible: «¡Aquí
están, gritaban los asesinos; helos aquí a los traidores, los que han
entregado Verdun; los que iban a degollar a vuestras mujeres y a
vuestros hijos!... ¡Vamos, ayudadnos, matadlos!»
Esto no daba resultado. La multitud se irritaba, es cierto, aullaba a
su alrededor, pero no obraba. No se obtuvo ningún resultado a lo largo
del muelle, ni al atravesar el Puente Nuevo, ni en toda la calle del Delfín.

211
Llegaban a la de Buci, cerca de la Abadía, sin haber podido cansar la
paciencia de los prisioneros ni decidir al pueblo a que pusiese en ellos
sus manos. Iban a entrar en la prisión, no había tiempo que perder; si los
mataban después de llegar, sin que se preparase la cosa con alguna
demostración casi popular, iba a hacerse visible que perecían por orden
y mandato de la autoridad. En la plaza, donde estaba levantado el teatro
para los alistamientos, había mucha concurrencia, una gran multitud. Allí
los asesinos, aprovechando la confusión, tomaron su partido, y
empezaron a dar sablazos y golpes con las picas en el interior de los
carruajes. Un prisionero que tenía un bastón sea por instinto de defensa,
sea por desprecio a aquellos miserables que herían a gentes indefensas,
dio a uno de ellos un bastonazo en la cara. Así proporcionó el pretexto
que se esperaba. Varios fueron muertos en los mismos coches; otros,
como vamos a ver, al bajar en el patio de la Abadía. Esta primera
matanza se verificó no en el patio de la prisión, si no en el de la iglesia
(hoy la calle d'Erfuth), donde hicieron entrar los coches.
Eran cerca de las tres. A las cuatro se constituyó en sesión el
consejo general dé la Comuna, bajo la presidencia de Huguenin. El
comité de vigilancia tenía prisa de hacer aceptar y legalizar por el consejo
general la horrible iniciativa que acababa de tomar. Lo consiguió
indirectamente y no sin habilidad. Pidió y obtuvo que se protegiera a los
prisioneros... detenidos por deudas y otras causas civiles. Proteger
únicamente esta clase de prisioneros, era decir que no se protegía a los
prisioneros políticos, que se les abandonaba, que les entregaban a la
muerte, y que los que habían muerto, se consideraba que estaban bien
muertos.
El golpe maestro hubiera sido autorizar la matanza con una
autoridad individual, inmensa en aquel momento, superior a la de
ninguna corporación, con la autoridad de Danton. Desde muy temprano
le había escrito la Comuna que acudiese al Hotel de Ville; pero él no se
presentaba. Causó gran extrañeza, a eso de las cinco, cuando el consejo
general vio entrar al ministro de la guerra, al girondino Servan, todo
turbado y poco tranquilo, preguntando qué era lo que le querían.
Entonces se aclaró la equivocación. La carta dirigida al ministro de la
justicia había sido llevada al ministro de la guerra. El recadero, según se
dijo, se había equivocado de dirección. Recuérdese que Tallien, el
secretario de la Comuna era un ardiente dantonista; servía a su maestro,
sin duda, como quería ser servido. Entre Marat y Robespierre, no tenía
Danton ninguna prisa en tomar el tercer papel. Demostró
suficientemente que no sentía la equivocación: podía ser reparada en

212
menos de media hora; se obstinó en no ser avisado, y se mantuvo
alejado de la Comuna como si hubiera cien leguas de distancia desde el
Hotel de Ville al ministerio de justicia. No acudió ni el 2 por la noche ni
mucho menos el 3.
En la Abadía continuaba la matanza. Es curioso saber quiénes eran
los asesinos.
Los primeros, ya lo hemos visto, habían sido los, federados
marselleses, los de Avignon y otros del Mediodía, a los que se unieron,
si ha de creerse la tradición, algunos criados de carniceros, gentes de
oficios rudos, sobre todo jóvenes, pilluelos ya robustos y dispuestos a
hacer daño, aprendices cruelmente educados a fuerza de golpes, y que
en días semejantes, los devuelven al primero que llega; había entre otros
un aprendiz de peluquería que mató por su mano a varios hombres.
Sin embargo, la información que más tarde se hizo contra los
septembrizadores, no menciona ni a una ni a otra de aquellas dos clases,
ni a los soldados del mediodía, ni a la turba popular que, sin duda,
desapareció, y ya no pudo ser hallada. Designa únicamente a gentes
establecidas, a las que se podía echar mano: en total cincuenta y tres
personas de la vecindad, casi todos comerciantes de la calle de Santa
Margarita y de las calles próximas. Los había de todas profesiones,
relojeros, limoneros, fabricantes de embutidos, fruteros, zapateros,
yeseros, panaderos, etc. No hay más que un solo carnicero con
establecimiento. Varios sastres, dos de ellos alemanes o acaso
alsacianos.
Si ha de creerse aquella información, estas gentes se habían
alabado no solamente de haber matado un gran número de prisioneros,
si no de haber cometido con los cadáveres las atrocidades más horribles.
¿Estos comerciantes de las cercanías de la Abadía, vecinos de los
Franciscanos, de Marat, y sin dada sus habituales electores, eran
maratistas elegidos que llamó la Comuna para comprometer a la guardia
nacional en la matanza, cubrirla con el uniforme burgués, e impedir que
la gran masa de la guardia nacional interviniera para detener la efusión
de sangre? No es inverosímil.
Sin embargo, no es absolutamente necesario recurrir a esta
hipótesis. Ellos mismos declararon en la información que los prisioneros
les insultaban, les provocaban todos los días a través de las rejas, y que
les amenazaban con la llegada de los prusianos y los castigos que les
esperaban.
El más cruel ya lo estaban experimentando, era la paralización
absoluta del comercio, las quiebras, el cierre de las tiendas, la ruina y el

213
hambre, la muerte de París. El obrero soporta mejor el hambre que el
comerciante la quiebra. Esto obedece a dos causas, sobre todo a una
muy digna de tenerse en cuenta; a que en Francia la quiebra no es una
desgracia simplemente (como en Inglaterra y en América), si no la
pérdida del honor. Hacer honor a su firma es un proverbio francés que
solo existe en Francia. El comerciante fallido aquí se hace feroz.
Aquellas gentes habían esperado tres años a que se acabase la
revolución; habían creído por un momento que el rey acabaría con ella
apoyándose en Lafayette. ¿Quién lo había impedido más que los
cortesanos y los curas que estaban en la Abadía? «Nos han perdido y se
han perdido, decían aquellos tenderos furiosos: ¡pues que mueran
ahora!»
No hay duda también de que el pánico entró por mucho en su
furor. El toque de arrebato perturbó su espíritu; el cañón que se
disparaba les produjo el mismo efecto que si fuera de los prusianos.
Arruinados, desesperados, ebrios de rabia y de miedo, se arrojaron
sobre el enemigo, por lo menos sobre el que se hallaba a su alcance,
desarmado, fácil de vencer, y al que podían matar a su sabor, casi sin
salir de casa.
Los veinticuatro prisioneros no costaron mucho de matar; no
hicieron más que tomarles el gusto. Entre ellos había sacerdotes. La
matanza comenzó entre los otros curas que estaban en la Abadía, cuyo
claustro ocupaban. Pero se cayó en la cuenta de que el mayor número
estaba en los Carmelitas, calle de Vaugirard; varios corrieron allí y
dejaron a los de la Abadía.
En los Carmelitas había un puesto de diez y seis guardias
nacionales; ocho estaban ausentes; pero de los ocho que quedaban, el
sargento era un hombre de resolución poco común, pequeño, robusto,
rojo, extremadamente fuerte y sanguíneo. La puerta grande estaba
cerrada; se colocó en la pequeña, obstruyéndola por decirlo así con sus
anchas espaldas y los detuvo en seco.
Aquella multitud no era imponente; había muchos chillones,
pilluelos y mujeres, y solamente veinte hombres con armas; su jefe, un
zapatero, tuerto y cojo, con su mandil de cuero sobre su pantalón rayado
de algodón, no llevaba por toda arma más que un cuchillo atado al
extremo de un palo. Los otros, a primera vista, parecían aguadores
borrachos. Detrás seguían los curiosos que se entretuvieron todo el día
con tan hermoso espectáculo. El más conocido era un actor, hablador,
ridículo, lindo joven de costumbres extrañas y que podía pasar por
mujer. En aquella ocasión se hacía el valiente y creía que era un hombre.

214
El hombre rojo, dirigiendo a la banda una mirada de desprecio, les
dijo que de allí no pasarían, a menos de que fuese relevado por el mismo
oficial que le había puesto allí. Fueron a buscar una orden a la sección,
pero él no quiso reconocerla; luego una orden del jefe del batallón de la
que tampoco hizo caso. No abandonó su puesto hasta que se encontró
y llevaron a su capitán, un pintor de paredes de la calle próxima, que
relevó el puesto.
Los asesinos entraron gritando; «¿Dónde está el arzobispo de
Arlés?» La palabra de Arlés era muy significativa; bastaba para recordar
el más furioso fanatismo contrarrevolucionario, la asociación tan
conocida con el nombre de la Chiffonne, el peligroso foco de la guerra
civil en todo el Mediodía. Y a tal obispado tal obispo; el de Arlés era el
hombre de la resistencia; una dura cabeza, que aun en los mismos
Carmelitas confirmó en sus compañeros de cautividad la creencia
obstinadamente estrecha que les hacía ver la ruina de la religión en una
cuestión exterior y de disciplina. Estaban con él dos obispos, grandes
señores que, por su nombre y su fortuna, se imponían a aquellos pobres
curas, les dominaban, sumiéndoles en su triste punto de honor.
El cura más conocido, después del arzobispo de Aries, era el
confesor de Luis XVI, el padre Hebert, el que en el 20 de Junio y el 10 de
Agosto tuvo entre sus manos la conciencia del rey, fortaleciéndole en su
obstinación, y el que le dio la absolución pocos instantes antes de la
matanza. ¿Aquellos curas que perdieron al rey y se perdieron, eran
sinceros? Así lo creemos de buen grado.
Una sombra queda, sin embargo, sobre ellos, y nos hace dudar si
aquellos mártires fueron santos; es el ánimo que dieron a Luis XVI en la
duplicidad funesta que le hizo sin cesar de atestiguar con la Constitución
contra la Constitución para acabar con ella invocando la letra estricta,
para anular mejor su espíritu.
París demostró por su suerte la más profunda indiferencia. Había
en el Teatro Francés (Odeon) un grupo de voluntarios y guardias
nacionales que se habían reunido al toque de somatén. Trescientos
hacían el ejercicio en el jardín de Luxemburgo. A la menor señal de
Santerre hubieran ido a los Carmelitas, a la Abadía, y sin la menor
dificultad habrían impedido el degüello. Como no recibieron ninguna
orden, no se movieron.
El consejo general de la Comuna, constituido en sesión desde las
cuatro, recibió, como hemos visto, varios avisos, y tampoco se
conmovió. Era en aquel momento la sola autoridad real de París, y envió

215
a preguntar al Poder legislativo, a la Asamblea, qué es lo que se debía
hacer.
Al mismo tiempo, como para desmentir aquella apariencia de
humanidad, autorizó a las secciones «para que impidiesen la emigración
por el río.» Llamaba emigración a la fuga demasiado natural de los que
eran asesinados al azar y sin proceso.
El alcalde de París estaba anulado hacía mucho tiempo. La Comuna
había usurpado una por una todas sus funciones; en cierto modo le tenía
con centinelas de vista. Petion no se alojaba en el Hotel de Ville, sino en
la Alcaldía (hoy Prefectura de policía, como ya hemos dicho, en el muelle
de los Plateros), bajo la vigilancia hostil, inquieta del comité de
vigilancia, que, como dueño absoluto, ocupaba el mismo hotel, rodeado
de sus agentes.
Petion escribió á Santerre, comandante de la guardia nacional, el 2
y el 3, y no tuvo respuesta. ¿Cómo había de responder si Pañis, el cuñado
de Santerre, era el que acababa de introducir a Marat en el comité de
vigilancia, á Marat el degüello personificado?
Las autoridades de París no podían nada o no querían nada; faltaba
saber lo que podrían los ministros.
Los ministros girondinos habían sido atacados la víspera y
atravesados por los dardos mortales de Robespierre. Los directores de
la Asamblea, los traidores, los amigos de Brunswick, los que le ofrecían
el trono, ¿dónde buscarlos?... ¿había nombrado Robespierre á Roland y
a los demás? no se sabe; pero es indudable que los designaba tan
claramente que todo el mundo les nombraba.
El 2, el 3 y el 4 solo se discutió en la Comuna si se dictaría un auto
de detención contra el ministro del interior, y le enviarían a la Abadía. Un
funcionario así denunciado y sospechoso, hubiera sido anulado por este
solo hecho aun cuando la Constitución del 91 le hubiera permitido obrar;
pero esta Constitución, combinada para enervar el poder central en
beneficio del de las comunas, no permitía al ministro que obrase más
que por mediación de la Comuna de París, a la que se trataba de reprimir.
Para paralizar mejor á Roland, el 2 de Septiembre, a las seis,
durante la matanza, doscientos hombres rodearon tumultuosamente el
ministerio del interior gritando y pidiendo armas. ¿Qué se quería? Aislar
a monsieur y madama Roland, aterrorizar a sus amigos, hacer
comprender que toda medida de rigor les exponía a hacerles asesinar.
Los doscientos gritaban traición, blandiendo sus sables. Roland
estaba ausente. Madama Roland no se asustó; les dijo fríamente que
jamás había habido armas en el ministerio del interior, que podían

216
registrar el hotel; que si querían ver a Roland debían ir al ministerio de
Marina, donde se hallaban reunidos los ministros en consejo. No
quisieron retirarse hasta que se llevaron como en rehén a un empleado
de la secretaría.
En cuanto al ministro de justicia, Danton, ya hemos visto que se
obstinaba en ignorar que la Comuna le invitaba a que fuese; observaba
una conducta espectante, equívoca, entre la Comuna y la Asamblea.
Robespierre, el 2 de Septiembre, renovando en el consejo general sus
acusaciones de la víspera y precisándolas dijo que había una gran
conspiración para ofrecer el trono al duque de Brunswick . Billault-
Varennes lo afirmó. El consejo general aplaudió. Todo el mundo
comprendió que los conspiradores eran los mismos ministros, que el
poder ejecutivo quería entregar la Francia. Al instante corrió esta especie
por todo París. Se dijo, se repitió y se creyó «que la Comuna declaraba
que el poder ejecutivo había perdido la confianza nacional.» El poco
poder moral que conservaba el ministerio quedó anulado.
Una sección (de la isla de San Luis) tuvo sin embargo el valor de
informarse exactamente de lo que debía creer. Sea por un impulso
espontáneo, sea que fuere obligada por los ministros, envió a preguntar
a la Asamblea si era cierto que la Comuna lo había acordado así. La
Asamblea contestó negativamente, y esta negativa no produjo efecto
alguno en la opinión. Los ministros quedaron aniquilados.
Parece, sin embargo, que por la noche trataron de recobrar fuerzas;
hicieron obrar á Petion. El inerte, el inmóvil alcalde de París recobró de
pronto el movimiento. Invitó a los presidentes de todas las secciones a
que se reuniesen en su casa, para oír, según decía, un informe del
ministro de la guerra sobre los preparativos de la marcha de los
voluntarios. Reunida aquella asamblea, y formando una especie de
cuerpo que en cierto modo podía oponerse al consejo general de la
Comuna, se la propuso y se la hizo votar una medida muy atrevida, cuyo
efecto hubiera sido neutralizar en gran parte a la Comuna igualándola y
excediéndola en su impulso revolucionario. Se decidió que
independientemente de la soldada, se asegurarla a los voluntarios
fondos -para subvenir a las necesidades de sus familias; —además, que
se elevaría a sesenta mil los treinta mil hombres pedidos por la
Asamblea a la ciudad de París y a los departamentos limítrofes,
completando por medio de la suerte los que se presentaran
voluntariamente a alistarse;—y en tercer lugar, que se crearía una
comisión de vigilancia para el empleo de las armas (que en efecto eran

217
odiosamente malgastados, con frecuencia robadas y vendidas) y que se
fundirían balas, empleando hasta el plomo de los ataúdes.
Esta proposición era triplemente revolucionaria. Por la simple
autoridad de París hacía tres cosas que solo la Asamblea tenía derecho
para hacer: creaba un impuesto (por largo tiempo y considerable);
cambiaba el sistema de reclutamiento, haciendo sus resultados ciertos,
precisos y eficaces; y doblaba el número de hombres pedido por una ley.
Si Petion reunió en su casa a los comisionados de las secciones para
hacerles votar semejante acuerdo tan ilegal, es que sin duda se hallaba
autorizado para ello por el consejo de ministros. El de la guerra se
hallaba presente en aquella reunión.
Era la medida más prudente que podía tomarse en aquella
situación. Podía tranquilizar los ánimos y aumentaba el entusiasmo
militar. ¿Qué era lo que preocupaba a los que partían? No era el hecho
de partir, era generalmente el abandono, el desamparo en que dejaban
a sus familias. Pues bien, la patria estaba allí para recibirlas y adoptarlas;
en el desconsuelo producido por la marcha, aquella mujer llorosa,
aquellos hijos, no se apartaban de los brazos del padre más que para
caer en las buenas manos maternales de la Francia. ¿Quién era el que no
partiría entonces con el corazón heroico y tranquilo, con la valerosa
serenidad con que el hombre acepta de antemano voluntariamente la
vida y voluntariamente la muerte?
Esta medida tomada el 1. ° de Septiembre hubiera producido
excelentes resultados. El 2, era ya tardía. No fué conocida hasta el 3 y
apenas llamó la atención.
El 2, por la noche, mientras discutían de este modo en casa de
Petion los medios posibles para calmar al pueblo, continuaba la matanza
en los Carmelitas y en la Abadía. En los Carmelitas habían matado al
principio a los obispos y á veintitrés curas refugiados en la pequeña
capilla que hay en el fondo del jardín. Otros que huían por el jardín, o
trataban de escapar por encima de las tapias, eran perseguidos y
rematados en medio de crueles risotadas. En la Abadía se asesinaba a
una treintena de suizos y otros tantos guardias del rey. No hubo medio
de salvarlos. Manuel, que era muy estimado, fué desde la Comuna,
predico, hizo los últimos esfuerzos y tuvo el sentimiento de ver lo poco
que sirve el amor del pueblo. Faltó poco para que los furiosos le
atropellasen. La Asamblea había enviado también a varios de sus
miembros más populares: el buen viejo Diesaulx, cuya noble fisonomía
militar y hermosos cabellos blancos podían recordar al pueblo su tiempo
de heroica pureza, la toma de la Bastilla; Isnard, el orador de la guerra,

218
de ardiente palabra. Se les había agregado un héroe del populacho,
violento, astuto, a propósito, para responder a las malas pasiones, acaso
para moderarlas, compartiéndolas; me refiero al capuchino Chabot.
Todo fué inútil. La multitud estaba sorda y ciega; bebía cada vez
más, y comprendía cada vez menos. Da noche se aproximaba; los
sombríos patios de la Abadía se ponían más y más sombríos. Las
antorchas que se encendían hacían resaltar más la oscuridad dé lo que
no iluminaba con sus fúnebres reflejos. Los diputados, en medio de
aquel tumulto espantoso, no estaban tampoco muy seguros. Chabot
temblaba como un azogado. Más adelante confesó que creía haber
cruzado por bajo una bóveda de diez mil sables. Por muy embustero que
fuese de ordinario, creo de buena fe, que entonces no mintió. El miedo
le haría ver multiplicados hasta el infinito los objetos. Por lo demás,
basta ver el lugar de la escena, los patios de la Abadía, el atrio de la
iglesia, la calle de Santa Margarita, para comprender que algunos
centenares de hombres llenarían con exceso aquel lugar muy reducido,
cercado por todas partes.
Lo que comenzaba a dar un carácter terrible a la matanza, es que
por lo mismo que la escena era muy limitada, los espectadores
mezclados en la acción, rodeados de sangre y de muertos, estaban como
envueltos en el torbellino magnético que arrastraba a los asesinos.
Bebían con los verdugos y se convertían en verdugos. El efecto
horriblemente fantástico de aquella escena nocturna, aquellos gritos,
aquellas luces siniestras, les habían fascinado al principio y clavado en
el mismo sitio. Luego llegaba el vértigo, acababan de perder la cabeza;
seguían las piernas y los brazos, se ponían en movimiento, entraban] en
aquel horrible aquelarre y hacían lo que lo demás.
En cuanto mataban una vez ya no se conocían y querían seguir
matando. Una misma frase repetían sin cesar aquellas bocas
balbucientes: «Hoy es preciso acabar.» Y con esto no aludían sólo a
matar a los aristócratas, si no a acabar con todo lo malo que existía, a
purgar a París, no dejando en él nada al marchar que pudiera ser
peligroso; matar a los ladrones, a los monederos falsos, a los fabricantes
de asignados, matar a los jugadores, a los estafadores; matar hasta las
prostitutas. ¿Dónde se detendría el asesinato colocado en aquella fatal
pendiente? ¿Cómo limitar aquel furor de depuración absoluta? ¿Qué
sucedería, y quién estaría seguro de conservar la vida, si por encima de
aquella embriaguez de aguardiente y de muerte se agitaba otra, además,
la embriaguez de la justicia, de una falsa y bárbara justicia, que no medía

219
nada; de una justicia al revés, ¿qué castigaba les simples delitos con
crímenes?
En esta horrible disposición de ánimo, a muchos les pareció que la
Abadía era un campo muy estrecho y corrieron al Chatelet. El Chatelet
no era una prisión política; se encerraban allí los ladrones y los
condenados a detención por faltas menos graves. Aquellos prisioneros,
que habían oído decir la víspera que muy pronto que vaciarían las
prisiones, creyendo encontrar su libertad en la confusión pública,
pensando que con la proximidad del enemigo podrían abrirles las
puertas los realistas, habían hecho el 1. ° de Septiembre sus preparativos
de marcha; varios con sus petates bajo del brazo, se paseaban por los
patios. Salieron, pero de manera diferente. A las siete de la noche llegó
al Chatelet desde la Abadía una tromba horrible; una matanza sin
distinción comenzó a sablazos y a tiros. En ningún sitio se mostraron
menos implacables. De cerca de doscientos prisioneros, no se escaparon
más de cuarenta. Estos obtuvieron la vida, según se dice, jurando que
en verdad habían robado, pero que habían tenido siempre la delicadeza
de no robar más que a los ladrones, a los ricos y a los aristócratas.
El Chatelet estaba a un extremo del puente Change; la Conserjería
estaba en el otro. Allí se encontraban entre otros prisioneros,
ochocientos oficiales suizos. En el mismo momento, uno de ellos, el
mayor Bachmann, era juzgado por el tribunal extraordinario; el solo
entre todos, fué exceptuado, reservado para el cadalso. La matanza de
los suizos y de los otros prisioneros se verificó cerca del Tribunal, y a
cada instante fué interrumpida la audiencia por sus gritos. En aquellos
días espantosos no hubo nada tan repugnante como aquella mezcla de
la justicia regular y de la justicia sumaria, aquel espectáculo de los jueces
temblando en sus estrados, continuando en el tribunal unas
formalidades inútiles, apresurando un vano simulacro de proceso,
cuando el acusado no tenía más probabilidad que la de ser asesinado en
el día o guillotinado al siguiente.
Mientras mataron así los ladrones, los suizos o los curas, los
asesinos herían sin vacilación. La primera dificultad surgió en la Abadía,
cuando muchos curas que vivían todavía declararon que querían morir,
pero pedían tiempo para confesarse. La petición les pareció justa y les
concedieron algunas horas.
En aquel momento quedaba poca gente en la Abadía. Además del
destacamento enviado temprano a los Carmelitas, muchos, como hemos
visto, trabajaban en el Chatelet. Se intentó (probablemente a eso de las
siete de la tarde) organizar un tribunal, en la Abadía; de suerte que no se

220
matase ya indistintamente y se libraran algunas personas. Aquel tribunal
produjo el resultado de salvar un gran número de individuos. Demos a
conocer al hombre que formó el tribunal y le presidió.
Había en el barrio de San Antonio un personaje extraño, del que
ya hemos hablado, el famoso hujier Maillard. Era un fanático sombrío y
violento, bajo formas muy frías, de un valor y de una sangre fría raras y
singulares. Cuando la toma de la Bastilla, al romperse el puente levadizo,
fué sustituido con una plancha, y el primero que pasó por ella cayó al
foso desde una altura de treinta pies, y se mató en el acto. Maillard pasó
el segundo, y sin vacilación, sin vértigo, llegó a la otra orilla. Se le volvió
a ver el 5 de Octubre, cuando la conducción de las mujeres, no
permitiendo en el camino, ni pillaje, ni desorden; mientras estuvo a la
cabeza de aquella turba no hubo ninguna violencia. Su originalidad era,
en los movimientos más tumultuosos, conservar-las formas regulares y
casi legales. El pueblo le amaba y le temía. Tenía cerca de seis pies; su
talle, su vestido negro, honrado, usado pero limpio, su figura colosal,
solemne, lúgubre, imponían a todos.
Maillard quería la matanza, sin duda; pero hombre de orden, ante
todo, aspiraba igualmente a dos cosas; 1.a a que los aristócratas fuesen
muertos; 2.a a que lo fuesen legalmente, con algunas formalidades, por
la sentencia del pueblo, único juez infalible.
Procedió con método, se hizo llevar el registro de la prisión, y con
él a la vista hizo los llamamientos de suerte que comparecieron todos
por turno. Se constituyó un jurado, elegido no entre los obreros, si no
entre personas establecidas, padres de familia de la vecindad, modestos
tenderos. Estos burgueses se encontraron, por gracia de Maillard, con la
aprobación de la multitud, formando parte de un tribunal popular
formidable, que con una señal decidía la vida o la muerte. Pálidos y
mudos, se establecieron allí aquella noche y los días siguientes,
juzgando por señas, dando su opinión con movimientos de cabeza.
Varios, cuando veían a la multitud algo favorable a algún prisionero,
pronunciaban frases de indulgencia.
Con la creación de este tribunal, solo se había librado un hombre,
el abate Sicard, profesor de sordo-mudos, reclamado además por la
Asamblea nacional. Desde que Maillard tomó asiento, con su jurado,
hubo distinción, hubo culpables e inocentes; muchas gentes se libraron.
Maillard consultaba la multitud; pero en realidad su autoridad era tal que
imponía su opinión. Era respetada, fuese la que fuese, aun cuando
absolvía. Cuando el fantasma negro se levantaba, ponía la mano sobre
la cabeza del prisionero y le proclamaba inocente, nadie se atrevía a

221
decir: No. Aquellas absoluciones, solemnemente pronunciadas, eran
acogidas generalmente por los asesinos con clamoreos de alegría.
Varios, poruña extraña reacción de sensibilidad, derramaban lágrimas, y
se arrojaban en los brazos de aquel que un momento antes les hubiera
degollado. No era una prueba pequeña el recibir aquellos apretones de
manos sangrientas, el ser estrechado sobre el pecho de aquellos
asesinos sensibles. No se contentaban con esto. Acompañaban a «aquel
buen hombre, a aquel buen ciudadano, a aquel buen patriota.» Le
enseñaban con alegría, con entusiasmo, le recomendaban a la piedad
del pueblo. Si no le conocían, y no tenían nada que decir de él, lo suplían
con su exaltada imaginación, y componían su leyenda; la contaban por
el camino, y cosa extraña, a medida que la improvisaban y se la hacían
creer a los transeúntes, acababan por creerla ellos mismos.
«Ciudadanos, decían; ¿veis a este patriota? pues bien, le habían
encerrado por haber hablado demasiado bien de la nación...»—«¿Veis a
este desgraciado? Gritaba otro—sus parientes le habían hecho encerrar
para apoderarse de sus bienes.» «Al mismo tiempo, dice el que nos ha
referido estos detalles, los transeúntes se apiñaban pava verme
alrededor del coche donde yo estaba, me abrazaban a través de las
ventanillas...»
Los que-acompañaban-a un prisionero-, tenían a gala -no recibir
nada, contentándose con aceptar a lo más un vaso de vino de los amigos
o parientes a cuya casa le llevaban. Decían que estaban bastante
pagados con presenciar aquella escena de alegría y con frecuencia
lloraban de satisfacción. -
Había, por lo menos al principio de la matanza, un desinterés muy
real. Sumas considerables en luises de oro, que se encontraron-en la
Abadía sobre las primeras víctimas, fueron inmediatamente llevadas a
la Comuna. Lo mismo ocurrió en los Carmelitas. El zapatero que había
entrado el-primero y se]había hecho capilar, tuvo un cuidado
escrupuloso de todo lo que se cogió. Un testigo ocular, que me lo ha
referido', le vio por la noche entrar con su banda en la iglesia de San
Sulpicio, llevando bajo su delantal de cuero ensangrentado, una gran
masa de oro y alhajas, anillos episcopales y sortijas de gran valor. De
todo hizo fiel entrega, ante testigos, a la autoridad.
Al día siguiente, en la mañana del 3, hubo un notable ejemplo dé
desinterés. Acordose que la matanza de los ladrones del Chatelet era
incompleta si no se agregaba a ella el de unos sesenta forzados que
¿estaban en los Bernardinos, esperando su conducción. Fueron a
degollarlos; y arrojaron sus despojos a la calle con prohibición de que se

222
tocasen. Un aguador que pasaba miró con curiosidad un traje y lo cogió
para mirarlo mejor, siendo muerto en el mismo momento.
Aquella justicia al azar, alterada tan pronto por el furor como por
la piedad, por el desinterés y el sentimiento del honor, hirió a más de un
republicano salvando a los realistas. En el Chatelet, d'Epresmenil se hizo
pasar por asesino; tan grande era el desorden. Lo que más extraña, es
que hubo realistas perdonados por el solo hecho de confesar
valerosamente que eran realistas, alegando que lo habían sido dé
corazón y por sentimiento, sin tener nada que reprocharse. Así es Como
se libró un periodista muy aristócrata, uno de los redactores de las Actas
de los Apóstoles, Journiac de Saind-Meard. Había interesado en su favor
a uno de sus guardianes, provenzal como él, que le proporcionó una
botella de vino; la bebió de "un trago, y habló con una seguridad que
cautivó al tribunal. Maillard proclamó que la justicia del pueblo castigaba
los actos y no tos pensamientos y le despidió absuelto.
Por este solo hecho se ve la audacia extraordinaria del juez de la
Abadía. A veces puso a prueba la obediencia de los asesinos. Algunos
se indignaron, reclamaron y entraron en el tribunal con el sable en la
mano. Una vez delante de Maillard se intimidaban y se iban.
Había en la Abadía una joven encantadora, la señorita Cazotte, que
se había encerrado allí con su padre Cazotte, el ingenioso visionario,
autor de óperas cómicas; era muy aristócrata; había contra él y sus hijos
pruebas escritas muy graves. No había grandes probabilidades de
salvarle. Maillard concedió a la joven el favor de asistir al juicio y a la
matanza, y de circular libremente por todas partes. Aquella joven
valerosa se aprovechó de ello para captarse las simpatías de los
asesinos; los conquistó, los encantó, se ganó su corazón, y cuando se
presentó su padre ya no hubo nadie que quisiera matarle.
Esto ocurrió el 4 de Septiembre. Hacía tres días que Maillard
permanecía inmutable en su asiento: condenaba y absolvía. Había
salvado a cuarenta y dos personas. La que hacía cuarenta y tres era muy
difícil, imposible de salvar, al parecer. Era Mr. de Sombreuil, conocido
como enemigo declarado de la Revolución. Sus] hijos estaban en aquel
momento en el ejército enemigo, y uno de ellos se batió también contra
la Francia y fué condecorado por el rey de Prusia. La única probabilidad
de Sombreuil estaba en que su bija se bailaba encerrada con él.
Cuando compareció ante el tribunal, aquel realista encarnizado,
aquel culpable, aquel aristócrata, y se vio a un antiguo militar que en
otras épocas había servido valientemente a la Francia, Maillard,
haciendo un esfuerzo grande, pronunció estas nobles palabras:

223
«Inocente o culpable, creo que sería indigno del pueblo que se salpicase
las manos con la sangre de este anciano.»
La señorita de Sombreuil, animada por estas frases, cogió
intrépidamente a su padre y le llevó al patio abrazándole y estrechándole
entre sus brazos. Estaba así tan hermosa y tan patética, que excitó la
admiración de todos. Algunos, sin embargo, después de haber
derramado tanta sangre por lo que creían de justicia, tenían escrúpulos
en seguir los impulsos de su corazón, cediendo a la piedad y perdonando
al más culpable. Se ha dicho sin ninguna prueba que para conceder a la
señorita de Sombreuil la vida de su padre, la exigieron que jurase la
Revolución, abjurando la aristocracia, y que, en odio a los aristócratas,
bebiese sangre de éstos.
No es posible que la señorita de Sombreuil hubiese obtenido de
este modo el perdón de su padre. Pero ni la habrían hecho esta
proposición, ni deferido el juramento, si el juez de la Abadía no hubiese
apelado a la generosidad del pueblo, y si la palabra que le dio la vida no
hubiera brotado de los labios de la Muerte,
Este fué el último acto de la matanza. Maillard salió de la Abadía,
llevando la vida de cuarenta y tres personas a las que había salvado y la
execración de la posteridad.

224
CAPITULO XIII

(Continuación) el 3 y el 4 de Septiembre

Terror universal en la noche del 2 al 3. —Inercia calculada de Danton. —Progreso de la el 2, 3


y 4 de Septiembre. —En la Abadía la matanza barbarie, se convierte en un espectáculo (3 de
Septiembre del 93)—Tentativa sobre el hospicio de mujeres. —Peligro de las mujeres en la
Forcé.—Matanza en la Forcé (3 de Septiembre del 92)—Muerte de madama de Lamballe.— La
cabeza de madama Lamballe llevada al Temple (8 de Septiembre del 93), —Los ministros piden
en vano que la Asamblea llame a las armas a la guardia nacional.—Carta de madama Roland
a la Asamblea.—Circular de Marat en nombre de la Comuna aconsejando la matanza en los
departamentos —Degüello de las mujeres y los niños en la Salpetriere y en Bicetre (4 de
Septiembre del 92).

Nadie en la noche del 3 al 4 de Septiembre se daba todavía cuenta


del alcance y del carácter del terrible suceso. Al velo de la noche añadían
un doble velo el vértigo y el terror. Tantos hombres que más adelante
supieron morir tan bien sobre el cadalso o en el campo de batalla, se
aturdieron aquella noche y tuvieron miedo. Extraño poder de la
imaginación, de las ilusiones nocturnas, de las tinieblas... Después de
todo solo era la muerte.
Nadie podía figurarse cuan reducido era el número de los actores
de la tragedia. El gran número de los espectadores y de los curiosos,
engañó a todo el mundo. Los asesinos, cuando empezaron, no llegaban
a cincuenta; y por más que reclutaron algunos jamás pasaron de los tres
ó cuatrocientos. La Abadía fué su cuartel general; allí trabajaron tres días,
y desde allí fueron la mayor parte a las diversas prisiones, el 2 a los
Carmelitas, al Chatelet, a la Conserjería; el 3 a la Forcé, a los Bernardinos,
a San Fermín. El 4 salieron en gran número de París e hicieron la
expedición a la Salpetriere y el saqueo de Bicetre.
Pero las imaginaciones no lo vieron así: Chabot, presente en la
Abadía, creía haber visto diez mil sables. Los ausentes vieron cien mil.
El contagio de los furores populares es a veces tan rápido y tan
grande, que podía creerse en efecto que la primera chispa produciría un
gran incendio. ¿No iba la masa de los voluntarios, cuyo número no sabía
nadie, a ponerse en movimiento, dar la batalla en las prisiones, luego en
la Asamblea acaso, después de hotel en hotel a los aristócratas?... No
podía adivinarse. ¿Si ocurría así, qué hacer? ¿qué fuerza podía
oponérseles? A menos que no se pidiera auxilio a los realistas, o, dicho
de otro modo, al enemigo; a menos que se abriese el Temple y se
deshiciese lo hecho el 10 de Agosto.

225
A la una de la madrugada del 3, algunos comisionados de la
Comuna fueron a llevar noticias de la matanza a los pocos diputados
que, a aquella hora tan avanzada de la noche, representaban solos a la
Asamblea nacional. Dieron a entender que todo había concluido, y
hablaron de la matanza como de un hecho consumado. Uno de ellos,
Truchon, relató con dolor los débiles resultados que había producido su
intervención en la Forcé. Pero Tallien y otro no tuvieron escrúpulo en
demostrar una especie de aprobación a la justa venganza del pueblo,
que por otra parte sólo había recaído sobre criminales reconocidos;
hablaron del desinterés de los asesinos y de la hermosa organización del
tribunal de la Abadía. —Todo esto era escuchado en medio de un
lúgubre silencio.
Todos los poderes públicos se hallaban paralizados. Los ministros,
por regla general, creían que no tenían más que hacer que salir de París.
Y del mismo modo parecían anulados todos los poderes morales.
Robespierre estaba escondido. Aquella noche había abandonado la casa
de los Duplay y se había refugiado en casa de uno de sus fervientes
discípulos, recién llegado a París, entonces desconocido, pero que
después fué demasiado conocido, Saint-Just. Se asegura que
Robespierre no se acostó.
Si se ha de creer a Thuriot, amigo de Danton, este fué el solo en
aquella noche terrible que permaneció en pie y firme, que estuvo
decidido a salvar al Estado.
El violento y colérico Thuriot había pronunciado una frase
hermosa, oponiéndose en la Asamblea a las exigencias asesinas de la
Comuna: «La Revolución no pertenece exclusivamente a la Francia;
somos responsables de ella ante la humanidad.» Hay derecho para
suponer que pidió a Danton cuenta de la sangre que había derramado.
Salvar al Estado, esta frase expresaba dos cosas: Quedarse en
París a pesar de todo, quedarse hasta la muerte y obligar a que se
quedasen los demás; —por otra» parte conservar o restablecer la unidad
de los poderes públicos, evitar una colisión entre los dos poderes que
quedaban, la Asamblea y la Comuna.
Alzar la mano contra la Comuna, en aquella crisis desesperada,
romper el último poder que aún tenía fuerza, era una operación terrible,
en la que, la Francia agonizante, podía expirar. Por otro lado, dejar obrar
a la Comuna, someterse, cerrar los ojos sobre la matanza, era envilecerse
con aquella tolerancia forzada, dejar decir que tenían miedo, que eran
débiles, cobardes, infames y lacayos de Marat.

226
Quedaba un tercer partido, el del orgullo, decir que la matanza
estaba bien hecha, que la Comuna tenía razón—o hacer creer que se
había querido el degüello, que se había ordenado, y que la Comuna no
hacía más que obedecer.
Este tercer partido, horriblemente descarado, tenía la ventaja de
que, al adoptarlo, se ponía Danton a la vanguardia de los violentos, se
subordinaba a Marat, y apartaba las denuncias vagas con las que se
trataba de envolverle.
Había en aquel hombre, ya lo he dicho, algo del león, pero algo
también del dogo y del zorro. Y este, a toda costa, conservó la piel del
león.
¿Qué dijo en la noche del 2? No puedo creer que hubiese aceptado
ya la responsabilidad plena del crimen. El éxito estaba todavía
demasiado oscuro. Ya veremos por qué serie de grados llegó Danton a
adoptarla, reivindicándola.
Las cosas fueron entregadas a la fatalidad, al azar, al terrible
crescendo que el crimen en libertad sigue inevitablemente.
En la noche del 3 al 4 se pudo ver que la matanza iría cambiando
de carácter, que no conservaría el aspecto de una justicia popular y
salvaje, sino desinteresada, que se le creía dar al principio.
Los asesinos, ya lo hemos visto, estaban compuestos de
elementos diversos que, el primer día, distintos y contenidos unos por
otros, se manifestaron en seguida; los peores fueron llevando ventaja.
Había gentes pagadas; había ebrios y fanáticos; bandidos, estos
surgieron poco a poco.
Salvo los cincuenta y tantos burgueses que mataron en la Abadía
y que, sin duda, se alejaron poco de allí, los otros (en total, dos o
trescientos) fueron de prisión en prisión, embriagándose,
ensangrentándose, manchándose cada vez más, recorriendo en los tres
días una larga vida de crímenes. La matanza que el 2 fué para muchos
un esfuerzo, se convirtió el 3 en un placer. Poco a poco se mezcló con el
robo. Comenzaron por matar a las mujeres. El 4 se cometieron
violaciones, y hasta mataron niños.
El principio fué modesto. En la noche del 2, o en la del 2 a.1 3,
varios de los que mataban en la Abadía, y carecían de medias y zapatos,
miraron con envidia el calzado de los aristócratas. No quisieron cogerlos
sin estar autorizados para ello; subieron a la sección, que tenía sus
oficinas en la misma Abadía, y pidieron permiso para calzarse los
zapatos de los muertos. Como lo lograron sin dificultad, entraron en

227
ganas y pidieron más; buen vino en casa de los almacenistas, para
sostener a los trabajadores y excitarles al trabajo.
La cosa no paró en esto. A medida que se iban aturdiendo, varios
se atrevieron a robar algunas prendas. Uno de los que trabajaron aquella
noche con más ardor, en este sentido, era un ropavejero del muelle del
Louvre, llamado Laforet. Su horrible mujer también mataba y robaba
descaradamente; eran pillos conocidos. Más adelante, el 31 de Mayo, se
quejó amargamente Laforet de que no había habido saqueo en las casas:
«En un día como aquel, decía, deberían haberme tocado por lo menos
cincuenta casas.»
Sea que a Maillard le parecería que aquellos ladrones le echaban
a perder su matanza j se lo advirtió a la Comuna, sea porque ella misma
hubiera querido conservar una especie de pureza en medio de aquella
hermosa justicia popular, uno de sus miembros llegó a eso de la media
noche a la Abadía, un hombre de aspecto dulce, Billauld-Varennes. No
trató de contener el degüello; el ejemplo de Manuel, Dussart y otros
diputados demostraba bastante que la cosa era imposible. Insistió
únicamente en que se salvaran los despojos. Sin embargo, como todo
trabajo merece una recompensa, prometió a los obreros un salario
regular. Esta medida muy odiosa, y que implicaba una aprobación,
produjo sin embargo buen efecto, desde el momento en que fueron
pagados regularmente, trabajaron mucho menos, se tomaron más
tiempo j se dieron menos prisa.
Una gran parte de los asesinos se habían trasladado al Chatelet y
a la Forcé. La matanza de la Abadía se convirtió en un negocio de placer,
de recreo, en un espectáculo. Se amontonaron algunas ropas en medio
del patio, formando una especie de colchón. La víctima, lanzada desde
la puerta a aquella arena, pasando de sable en sable, por las lanzas o por
las picas, iba a caer a aquel colchón mojado y empapado de sangre. Los
asistentes se interesaban en el modo de correr, de gritar y de caer de
cada cual, en el valor o en la cobardía que habían mostrado y juzgaban
como inteligentes. Sobre todo, las mujeres gozaban mucho en ello; una
vez vencidas sus primeras repugnancias, se convertían en espectadoras
terribles, insaciables, furiosas de placer y de curiosidad. Los asesinos,
encantados por el interés que se tomaban en sus trabajos, habían
colocado bancos alrededor del patio, muy iluminado por candilejas;
bancos separados para los espectadores de los dos sexos; los había para
los caballeros y para las señoras, en pro del orden y de la moralidad.
Dos espectadores producían gran admiración y formaban parte del
espectáculo; eran dos ingleses; uno gordo, otro delgado, con largos

228
levitones que les llegaban hasta el suelo. Estaban de pie; uno a la
derecha y otro a la izquierda con botellas y vasos en las manos; se habían
encargado de dar de refrescar a los trabajadores, y para ello les servían
toda la noche vino y aguardiente. Se dijo que eran agentes del gobierno
inglés. Según una hipótesis más probable (confirmada por una obra
publicada en Londres por uno de los dos ingleses, al parecer) no eran si
no viajeros curiosos, excéntricos, en busca de emociones violentas,
radicales exaltados, y lamentando tan sólo una cosa, que el hecho no se
verificase en Londres. La matanza convirtiéndose en una ocasión para
robar los unos, y en un espectáculo para otros, se ponía cada vez más
fea. Se veía demasiado que varios gozaban matando. Esta tendencia
monstruosa se empezó a observar en la misma noche, en el suplicio
meditado que se hizo sufrir a una mujer. Era una florista muy conocida
en el Palacio-Real.
El abominable placer que habían tenido haciendo sufrir a una
mujer, había envilecido los ánimos y corrompido el mismo asesinato.
Por la mañana un grupo de hombres se dirigieron al gran hospicio de las
mujeres, a la Salpetriere. Había allí de todas edades y de todas clases,
viejas y enfermas, pequeñas y jóvenes y mujeres públicas. Estas, ya lo
hemos dicho, con razón o sin ella, eran sospechosas de realismo. Sin
embargo, aquel furor patriótico, que se encarnizaba en mujeres la mayor
parte jóvenes y lindas, ¿era puro fanatismo, o es que la idea de la
violación había comenzado a germinar en sus espíritus?... Sea como
fuere, encontraron allí un grupo de guardia nacional, y como eran poco
numerosos todavía, aplazaron la expedición.
El 3 se señaló sobre todo por la matanza en la Forcé; había en esta
prisión muchas mujeres y muy en peligro. En la misma noche había
mandado la Comuna que fueran retiradas de allí por lo menos las que
solo estaban por deudas. Era ya media noche y los asesinos se hallaban
ya ante las puertas, poco numerosos en verdad. Era una cosa vergonzosa
el ver unos cincuenta hombres, de ningún modo apoyados por el pueblo
y haciendo retroceder a sus verdaderos representantes, a los miembros
de la Comuna. Estos magistrados populares no fueron respetados lo más
mínimo; levantaron los sables sobre ellos. Sin embargo, se llevaron no
solamente a las prisioneras por deudas, sino también a madama Touzel,
aya del delfín, su joven hija Paulina, a tres camareras de la reina y a la
de madama de Lamballe. En cuanto a esta princesa, amiga personal de
la reina, claramente designada al odio público, no se atrevieron a
llevársela.

229
La Comuna no tenía razón ninguna para desear que se matase. El
asesinato de cuatro prisiones había producido, con exceso, el efecto de
terror que la mantenía en el poder. Tenía aterrorizada a la Asamblea, la
prensa y París. En la mañana del 3, a las siete, para producir más
directamente el efecto de terror, envió dos de sus comisarios a casa del
hombre más importante de la prensa, Brissot, con el pretexto de buscar
entre sus papeles las pruebas de la gran traición, de las relaciones con
Brunswick que había denunciado Robespierre el 1 y el 2 de Septiembre.
Se sabía que no se encontraría nada y en efecto nada se encontró; no se
quería más que hacer miedo, aterrar a la Asamblea, quebrantarla sin
romperla, matar la prensa y hacerla callar. Los dos efectos se lograron.
Ningún periodista podía creerse seguro, cuando Brissot, un miembro tan
importante de la Asamblea era buscado y amenazado en su casa. El
horrible estupor que reinó el 2 es visible en los diarios que se redactaron
aquel día y se publicaron al siguiente día y los sucesivos. Allí es donde
hay que estudiar el fenómeno fisiológico, vergonzoso, humillante del
miedo. Aquellos periodistas más adelante murieron heroicamente; ni
uno demostró debilidad. Y bien, hay que confesarlo; efecto
verdaderamente admirable de aquella fantasmagoría nocturna, de aquel
sueño espantoso, de aquellos arroyos de sangre que se figuraban ver
correr al resplandor de las antorchas en la Abadía... el 2 se quedaron
como helados; no se atrevieron ni aun a callar; balbucearon en sus
diarios, equivocaron, casi alabaron la justicia terrible del juez.
Dos miembros de la Comuna presidieron la matanza en la Forcé
(¿Hebert, Leullier, Chepy? hay duda en algunos nombres). Si querían
salvar a las víctimas, su misión parecía más fácil que la de los jueces de
la Abadía. La Forcé contenía menos prisioneros políticos. Los asesinos
eran menos numerosos, los espectadores más animados. La población
del barrio presenciaba fríamente la cosa y no intervenía en ella. En
cambio, los jueces estaban muy lejos de poseer la autoridad de Maillard;
no dominaron a los asesinos si no fueron dominados por ellos, más bien
fueron sus instrumentos, y salvaron á muy pocas personas.
«Dejar hacer, dejar matar,» era al parecer, el 3 por la mañana, la
idea de la Comuna. A esta hora recibió a algunos de los Quinze-Vingts,
que hablando como si tuvieran poderes de su sección, pedían no solo la
muerte de los conspiradores, sino también la prisión de las mujeres de
los emigrados. La prisión en semejante día se parecía mucho a la muerte.
La Comuna no se atrevió a decir: No, y contestó cobardemente: «. Que
las secciones podían con su prudencia tomar las disposiciones que
juzgaran indispensables.»

230
Manuel y Petion, que fueron á la Forcé para tratar de intervenir,
vieron con horror a sus colegas de la Comuna sentados, y con sus
bandas, legalizando la matanza. Manuel quiso salvar al menos a la última
mujer que quedaba en la Forcé, madama de Lamballe, y no se retiró
hasta que creyó asegurada su salvación. Ya la víspera, en la Comuna,
había tenido la suerte de salvar á madama Stael. Su título de embajadora
de Suecia no era suficiente para protegerla; Manuel lo consiguió
demostrando que estaba embarazada.
Volviendo a la Forcé, Petion arengó a los asesinos, se hizo escuchar
por ellos; habló muy sabiamente, y creyó que los había convertido a la
humanidad y la filosofía; hasta logró que se fueran y les hizo salir por
una puerta. Cuando él salió, volvieron ellos a entrar por la otra y
continuaron a más y mejor.
El distrito y el barrio de San Antonio continuaban ajenos al asunto.
Por un momento pudo creerse que saldrían de su inacción, que la masa
honrada se decidiría a arrojar a los asesinos. Algunos fueron a buscar un
cañón a la sección (hablo con referencia a un testigo ocular) y empezaron
a arrastrarle hacia la Forcé. Guando llegaron muy cerca de la iglesia,
vieron que no les seguían, y abandonaron allí su cañón.
Los asesinos continuaron. La víctima que esperaban y que
deseaban era madama de Lamballe. Habían perdonado a cuatro o cinco
ayudas de cámara del rey y del delfín, reconociendo que la obediencia
forzada de un servidor puede no ser un crimen; pero a madame de
Lamballe la consideraban como la principal consejera de la austríaca, su
confidenta, su amiga, y algo más. Una curiosidad obscena y feroz se
mezclaba al odio que su solo nombre excitaba y hacía que deseasen su
muerte.
Se engañaban ciertamente en la influencia que suponían que
ejercía sobre la reina. Más cierto era lo contrario. Si la reina era ligera,
no era dócil; tenía cualidades masculinas y fuertes, dominadoras, un
carácter intrépido. Madama de Lamballe era, en el sentido propio, una
mujer. Su retrato, más que femenino, es el de una jovencilla saboyana;
se sabe que era, en efecto, de aquel país. La cabeza es muy pequeña,
salvo el enorme y ridículo promontorio de cabellos que entonces se
llevaba; las facciones son también muy pequeñas, más lindas que
hermosas; la boca es bonita; pero apretada, con la sonrisa fina del
saboyano y del cortesano. Aquella boca no expresa gran cosa; se sabe
efectivamente, que la gentil princesa tenía poca conversación y ninguna
idea; era poco entretenida. El retrato, que responde muy bien a la
historia, es-el de una persona agradable y mediocre, nacida para

231
depender y obedecer, para sufrir y para morir (aquel débil cuello hace
pensar demasiado en la catástrofe). Pero lo que el retrato no dice
bastante, es que estaba también hecha para amar; a su muerte se
demostró.
La reina la amaba bastante, pero fué con ella como con todos,
ligera y desigual. Se entregó al principio a ella con todo el arrebato de
su carácter. La pobre joven, extranjera, desgraciada con su marido que
la abandonó y se murió pronto, fue agradecida y entregó su corazón
entero y para siempre. Bien o mal tratada, permaneció cariñosa y fiel con
la constancia de su país. Aquella mujer joven y linda era toda de dos
personas, del viejo duque de Penthievre, su suegro, que la miraba como
a una hija, y de la reina que la olvidaba por madama de Polignac. La reina
no tenía ninguna necesidad de tratarla bien; estaba segura de su ciega
abnegación en todo, fuese o no decoroso; se servía de ella para todos
los asuntos y toda clase de intrigas, la comprometía de mil maneras y
usaba y abusaba de ella. Júzguese de ello por un hecho: madama de
Lamballe fué enviada por ella a la Salpetriere para que ofreciese dinero
a madama de Lamotte recientemente azotada y marcada; la reina temía
sin duda que publicara sus memorias sobre el feo asunto del collar. El
dócil instrumento de María Antonieta oyó de la superiora del hospicio
esta frase contundente: «Está condenada, señora, pero no a veros.»
La reina, el 90 y el 91, se sirvió de madama de Lamballe de una
manera menos vergonzosa, pero muy peligrosa; y la puso en camino de
la muerte. Dispuso de su salón para recibir; en su casa o por su conducto
trató con los hombres más importantes de la Asamblea, a los que
intentaba corromper; allí hizo que acudieran los periodistas realistas, los
hombres más odiados, los que más podían comprometerla. De este
modo daba a su amiga una importancia política que en ningún caso la
habrían dado su carácter, su debilidad y su falta absoluta de capacidad.
El pueblo comenzó a considerar a aquella mujer como a un gran jefe de
partido. Lo único cierto es que poseía todos los secretos de María
Antonieta, que la sabía por completo, no habiéndose dignado jamás
ocultarse para nada de una amiga tan sumisa, tan débil y que la amaba
a pesar de todo como quiere un perro a su dueño.
Aquella desgraciada estaba en seguridad cuando supo el peligro
de la reina. Sin reflexión, sin voluntad, su instinto la llevó para morir si
aquella moría. Estuvo con ella el 10 de Agosto, y con ella en el Temple.
No la permitieron que permaneciese allí; la arrancaron del lado de María
Antonieta y la encerraron en la Forcé. Entonces empezó a comprender
que su abnegación la había llevado demasiado lejos, hasta una prueba

232
que su debilidad no podía soportar. Estaba enferma de miedo. En la
noche del 2 al 3, había visto partir a madama de Tourzel, y ella
continuaba allí. Esto la anunciaba la suerte que la esperaba. Oía ruidos
terribles, escuchaba y se escondía en su lecho- como los niños que
tienen miedo. A eso de las ocho, entraron bruscamente dos guardias
nacionales: «Levantaos, señora; hay que ir a la Abadía. — Pero señores,
prisión por prisión prefiero esta; dejadme.» Ellos insistieron y entonces
les rogó que salieran un momento a fin de que pudiera vestirse. Al fin lo
consiguió, pero no podía sostenerse; temblorosa se apoyó en el brazo
de uno de los guardias nacionales; baja y llega ante aquel tribunal
infernal. Vio á los jueces, las armas, la cara seca de Hibert y de los demás
hombres ebrios y con las manos ensangrentadas. Cae y se desmaya.
Vuelve en sí y torna á desmayarse. No sabía que muchas gentes
deseaban ardientemente salvarla. Los jueces estaban predispuestos en
su favor; entre aquellos mismos que la trataban con rudeza, hasta entre
los asesinos, la habían procurado amigos. Todo lo que se necesitaba es
que hubiera podido hablar un poco, que hubiera podido salir de su boca
una, palabra que se hubiese podido interpretar para motivar su
salvación. Se dice que contestó bastante bien sobre el 10 de Agosto; pero
cuando la pidieron que jurase odio a la monarquía, odio al rey, ¡odio a
la reina! su corazón se encogió de tal modo que ya no pudo hablar;
perdió la calma, se tapó los ojos con las manos y se volvió hacia la
puerta. En el momento en que la franqueaba, encontró a un tal Truchon,
miembro de la Comuna, que se apoderó de ella, y, por otro lado, un
asesino, el gran Nicolás, la cogió también. Los dos, y otros más, habían
prometido salvarla. Hasta se dice que varias gentes de su servidumbre
se habían mezclado entre los sacrificadores y la esperaban en la calle:
«Grita. ¡Viva la nación! la decían, y no te haremos daño.»
En aquel momento distinguió en un rincón de la calle de San
Antonio algo horrible, una masa blanda y sangrienta, sobre la que uno
de los asesinos pateaba con sus zapatos claveteados. Era un montón de
cuerpos desnudos, blancos, que habían amontonado allí. Sobre ellos
debía poner la mano y prestar juramento: aquella prueba era demasiado
fuerte. Se volvió de espaldas y gritó: «¡Ah! ¡qué horror!»
Sin duda había entre los asesinos, fanáticos furiosos, que después
de haber matado a tantos inocentes desconocidos, se indignaban al ver
a ésta, la más culpable, a su juicio, la amiga y la confidenta de la reina,
que iba a ser perdonada. ¿Por qué? Porque era muy rica, y había sin duda
mucho dinero que ganar si la sacaban de allí. Se asegura que en efecto

233
se habían distribuido sumas considerables entre los que se proponían
salvarla de la muerte.
La lucha, según las apariencias, se hallaba entablada por ella entre
los mercenarios y los fanáticos. Uno de los más exaltados, un peluquero,
Charlat, tambor de voluntarios, se dirige hacia ella, y con su pica la
arranca su toca; sus hermosos cabellos se despeinan y caen. La mano
torpe o ebria que la había inferido este ultraje temblaba, y la pica la rozó
la frente, brotando sangre; varios se arrojaron sobre ella; uno llegó por
detrás y la tiro un palo, cayó y en el momento fué atravesada con varios
golpes.
Apenas había expirado, cuando los asistentes, con una indigna
curiosidad, que acaso fué la causa principal de su muerte, se echaron
encima de ella para verla. Los observadores obscenos se mezclaban con
los asesinos, creyendo sorprender sobre ella algún vergonzoso misterio
que confirmase los rumores que habían circulado. La arrancaron todo,
vestidos y camisa; y desnuda como la había creado Dios, fué expuesta
en un rincón a la entrada de la calle de San Antonio. Su pobre cuerpo,
muy bien conservado relativamente (ya no era muy joven) atestiguaba
por ella; su pequeña cabeza de niña, más conmovedora por su muerte,
decía demasiado su inocencia, o al menos demostraba claramente que
no había podido ser culpable más que por obediencia o exceso de
amistad.
Aquel cuerpo lamentable permaneció desde las ocho hasta las
doce sobre el pavimento inundado de sangre. Aquella sangre que
brotaba de sus innumerables heridas, la cubría por momentos, y la
velaba hasta los ojos. Un hombre se colocó a su lado para contener la
sangre y enseñaba el cuerpo a la multitud: «¿Veis qué blanca era? ¿veis
qué hermoso cutis?» Hay que notar que esta última circunstancia, lejos
de excitar la piedad, animaba su odio, considerándola como un signo
aristocrático. Fué una de las que en la matanza ayudaba más a los
asesinos en sus extraños juicios contra los que iban a matar. La frase:
«Señor de la piel fina» era una sentencia de muerte.
Entre tanto, sea para aumentar la vergüenza y el ultraje, sea por
miedo a que los concurrentes se enternecieran, los asesinos empezaron
a desfigurar el cuerpo. Uno llamado Girsen le cortó la cabeza; otro, tuvo
la indignidad de mutilarlo en el mismo sitio que todos debemos respetar
¡puesto que por él salimos todos!
Apresurémonos a decir que de aquellos dos bandidos, uno fué
guillotinado más adelante como jefe de una cuadrilla de ladrones; el

234
otro, Charlot, fué muerto en el ejército por sus camaradas que no
quisieron tener en su compañía a un hombre tan infame.
Fué una escena horrible el verles partir de la Forcé, llevando en el
extremo de las picas, por la ancha y triunfal calle de San Antonio, sus
horribles trofeos. Una multitud inmensa los seguía, muda de admiración.
Excepto algunos chicos y algunos borrachos que daban gritos, los
demás iban horrorizados. Una mujer para no presenciar aquel
espectáculo se metió en casa de un peluquero; y he aquí que la cabeza
cortada llega a la tienda y entra... Aquella mujer anonadada por el miedo
cae de espaldas; felizmente cayó en la trastienda. Los asesinos arrojan
la cabeza sobre el mostrador, y dicen al peluquero que es preciso
peinarla; la llevaban, decían, a ver a su querida al Temple; no hubiera
sido decente que se presentara así. Su capricho era, en efecto, obligar a
la reina a que presenciase aquel suplicio atroz e infame, forzándola a que
viese el corazón, la cabeza, y las partes vergonzosas de madama
Lamballe—¡aquel corazón que tanto la había amado!
El Temple inspiraba grandes temores. La intención de los asesinos,
manifestada desde muy temprano, hizo temer a la Comuna dos cosas,
en efecto muy funestas: o que el rey y su familia, rehenes tan preciosos,
fuesen degollados, o que la Asamblea, para protegerlos, autorizase una
requisa de armas que hubiera proporcionado a los realistas un pretexto
para sublevarse. La Comuna envió a la Asamblea, envió al Temple. Los
comisionados idearon un medio ingenioso para garantía al Temple
evitando toda probabilidad de colisión; fué rodear la muralla con una
sencilla cinta tricolor. Por muy críticas que fueran las circunstancias
sabían perfectamente que la gran masa del pueblo respetaría aquella
cinta y la haría respetar; varios en efecto, según se dice, la besaron con
entusiasmo. No era de temer que los sacrificadores se atreviesen a
forzarla; ellos mismos no lo querían; solo querían circular por bajo las
ventanas de la familia real, haciéndose ver por la reina. No se atrevieron
a negárselo; hasta invitaron al rey para que se asomara a la ventana en
el momento en que la lívida cabeza, con sus largos cabellos, llegaba
balanceándose sobre la pica y era elevada a la altura de las ventanas...
Uno de los comisarios, por humanidad, se colocó delante del rey, pero
no pudo impedir que la viese y la reconociese... El rey contuvo a la reina
que iba a asomarse, y le evitó tan espantosa visión.
El paseo continuó por todo París sin que nadie opusiese el menor
obstáculo. Llevaron la cabeza al Palacio Real, y el duque de Orleans, que
estaba comiendo, se vio obligado a levantarse de la mesa y a asomarse
al balcón, para saludar a los asesinos. Era una amiga de la reina, una

235
enemiga suya por consecuencia. Vio también el porvenir y lo que él
mismo debía esperar muy pronto, y volvió a entrar aterrado. Su querida,
madama Buffon, exclamó juntando las manos: «¡Dios mío! también
llevarán mi cabeza por las calles.»
Aquel triunfo de la abominación, la infamia y la insolencia de un
pequeño número de bandidos que obligaba a todo un pueblo a ensuciar
así sus ojos, produjo una violenta reacción de la conciencia pública. El
pesado velo de terror que cubría a París pareció que por un momento
iba a descorrerse. Los ministros de la guerra y del interior fueron a pedir
a la Asamblea medidas de orden y paz, no en nombre de la humanidad
(nadie se atrevía ya a pronunciar esta palabra) sino en nombre de la
defensa.
El enemigo avanzaba, acababa de tomar a Verdun. Este suceso,
negado, afirmado, vuelto a negar, fué anunciado esta vez de una manera
oficial. El enemigo avanzaba, marchaba hacia París, e iba a encontrarle
en el estado de extrema debilidad que sigue a una orgía sangrienta, en
el innoble despertar de un día de embriaguez furiosa, embrutecido por
el miedo, borracho de sangre.
Los ministros tuvieron razón al afirmar que los excesos cometidos
en París eran producto de la debilidad y no de la fuerza, que eran un
obstáculo, una traba para la defensa; pidieron que la Asamblea
continuase reunida toda la noche, y que pusiera la guardia nacional
sobre las armas. No hicieron mención alguna de la Comuna, ni del
comandante de la guardia nacional Santerre; parecía, en efecto, difícil
pedir que concluyese la matanza a los mismos que la habían empezado.
La Asamblea no hizo lo que pedían los ministros Roland y Servan;
no obró por sí misma, no llamó a la guardia nacional, pero
constitucional, obró por la Comuna, por el comandante Santerre. Esto
no era obrar.
No veía más que dos ministros, los dos Girondinos, no veía a
Danton; siempre ausente dé la Comuna, lo estaba también de la
Asamblea. Esta temió sin duda crear una división en el poder ejecutivo;
se contentó con declarar a la Comuna y al comandante responsables de
lo que se hiciera; les ordenó, lo mismo que a los presidentes de las
secciones de París, que fuesen a jurar a la barra que velarían por la
seguridad pública.
Vana medida, tímida, insuficiente ¡un juramento, palabras! A lo
que el ministro Roland añadió otras palabras, una carta que había escrito
su mujer sin duda, y que hizo leer en la Asamblea. Era más valerosa que
hábil; amenazaba a París. En aquel momento en que la defensa pedía la

236
mayor unidad, en que era preciso evitar todo lo que quebrantaba la fe
en esta unidad, hablaba de separación. Decía que ya, sin el 10 de Agosto,
«el Mediodía, lleno de fuego, de energía, de valor, estaba dispuesto a
separarse para asegurar su independencia, y que, si en París no había
libertad, los prudentes y los tímidos se reunirían para establecer en otra
parte el Centro de la Convención.» La carta reflejaba visiblemente las
conversaciones de Barbaroux y de madama Roland. Había imprudencia
en provocar así el amor propio de París, injusticia en reprocharle los
excesos que le mortificaban más que a nadie, excesos cometidos por un
pequeño número, por hombres que, en su mayor parte, no eran de París.
«Ayer, decía la carta, fué un día sobre cuyos acontecimientos hay
que correr un velo; sé que el pueblo, terrible en su venganza, comete una
especie de justicia...» ¡Débil, demasiado débil condenación de tantos
atentados a los que alaba al censurarlos!... Hay que tener en cuenta, sin
embargo, que esto fué escrito el 3 de Septiembre; que Roland, que
madama Roland estaban los dos bajo la amenaza de los puñales,
designados desde el 1. ° de Septiembre por la noche, después de las
acusaciones de Robespierre. Madama Roland, muy intrépida y sin
ningún temor de la muerte, tenía otros, que ella misma confiesa,
desgraciadamente muy natural; conocía a sus adversarios, su cobarde
ferocidad, sabía que, en el desorden del momento, podían prepararle la
casual apariencia de un mortal ultraje, de una invasión nocturna, en la
que aquella que sabían que era más que un hombre, sería tratada como
una mujer. La aventura ocurrida en pleno día por otra mujer, de la que
hemos hablado, demuestra bastante lo que podía esperarse del cinismo
calculado de los maratistas y robespierristas. La que fué ultrajada no
había hecho más que hablar mal de Robespierre. Madama Roland,
mucho más en peligro, quería ser, en todo caso, dueña de su vida y tenía
siempre dos pistolas debajo de la almohada.
Lo que levantó los ánimos en la Asamblea nacional, no menos que
la carta de Roland, fué el ver a un individuo aislado llegar a decir a la
Asamblea que, por su parte, la daba las gracias por el decreto que había
votado. Y al mismo tiempo dijo lo que acababa de oír; se excitaba a la
multitud para que saquease a los fabricantes: «Yo, dijo, no soy
sospechoso, soy voluntario y parto mañana.» Era uno de los artilleros de
las secciones parisienses, que también se habían portado el 10 de
Agosto. Su opinión era ciertamente la de París, y no había duda que era
también la del ejército.
La reacción humanitaria parecía que se hacía sentir en todas
partes, hasta en el seno de la Comuna. El consejo general, reunido por

237
la tarde y por la noche, flotaba con bruscas alternativas, violentas, desde
la humanidad a la crueldad, desde Manuel á Marat.
El primero pareció que triunfaba por un momento. Consiguió una
medida general que parecía una reprobación de la matanza. El consejo
general, a propuesta de Manuel, acordó que se dictaría un acuerdo:
«Sobre la necesidad de encargar a la ley el castigo de los culpables.» Lo
que fué no menos grave, es que habiendo dicho un ciudadano que él se
encargaría de alojar y mantener a un pobre prisionero escapado del
degüello de la Forcé, fué aplaudido con entusiasmo y colmado de
bendiciones.
Entre tanto, esta Asamblea estaba de tal modo indecisa, que, a un
periodista realista, Duplain, que fué conducido ante ella, le envió a la
Abadía, o lo que es lo mismo, a la muerte. Brillaud-Varennes había
propuesto otro acuerdo más benigno. Los maratistas se sublevaron y
obtuvieron del consejo esta decisión atroz que la endosaba la
responsabilidad de los asesinatos.
Era la noche del 3 de Septiembre (a las ocho o las nueve). Desde la
imprenta de Marat salía para toda la Francia, en ochenta y tres paquetes,
una espantosa circular que él solo había redactado, y que había firmado
intrépidamente con los nombres de todos los miembros del comité de
vigilancia. Denunciaba en ella da versatilidad de la Asamblea, que había
alabado, roto y restablecido la Comuna; glorificaba la matanza y
recomendaba que fuese imitada.
Marat envió su circular al ministerio de la justicia, pidiendo que la
repartiesen con sobre del ministerio. Gran prueba para Danton. No iba a
la Comuna y esta iba a él y le obligaba a que se decidiera.
La más elemental prudencia imponía a todo el que conociese a
Marat el averiguar positivamente si aquella acta, impresa en su casa por
sus obreros y con sus prensas, emanaba efectivamente del comité de
vigilancia. ¿Las firmas impresas de sus miembros eran firmas
verdaderas? Porque, aun suponiendo que la circular emanase realmente
del comité, podía realizar un acto tan grave, dirigir a Francia aquellas
terribles y mortíferas palabras, ¿sin estar autorizado para ello por el
consejo general de la Comuna? Esto es lo que Danton debía examinar;
no se atrevió a hacerlo. Digámoslo (es la frase más dura para un hombre
que toda su vida Fizo ostentación de su audacia) tuvo miedo delante de
Marat.
Miedo de quedarse atrás, miedo de ceder a Marat y a Robespierre
la posición dé la vanguardia, miedo de que pareciese que tenía miedo.

238
¿Hay que suponer que había llegado a creer él mismo que esta
bárbara ejecución era un medio de aguerrir al pueblo, de darle el valor
de la desesperación, de quitarle todo medio de retroceder? ¿qué lo creyó
el 2, cuando se asesinaba a los prisioneros políticos? ¿qué lo creyó el 3
y el 4, cuando se asesinaba a los prisioneros de todas clases?... Aceptó
hasta el fin la horrible solidaridad. ¡Miserable víctima del orgullo y de la
ambición, o de un falso patriotismo, que le hizo ver en aquellos crímenes
insensatos la salvación de la Francia!
Y, sin embargo, por muy horrible que fuese el querer demostrar la
utilidad de un asesinato político, era evidente que no tenía este carácter.
El 4 de Septiembre hubo muy pocos asesinatos políticos; uno sólo bien
comprobado: el de un tal Guyet a quien el comité de vigilancia envió a
la Abadía y que fué muerto en el instante.
El 4 llegó el horror al colmo.
Ya hacía treinta y seis horas, bandas salidas de París iban a
amenazar a Bicetre. Los que habían asesinado a los ladrones de Chatelet,
a los forzados de los Bernardinos creían continuar su obra. En vano se
les demostraba que el enorme, el inmenso castillo de Bicetre, que
contenía millares de hombres, alojaba además de criminales un gran
número de inocentes, de pobres buenos, de viejos, de enfermos de todas
clases. Había también en reclusión, por diversas causas, infortunados,
que se hallaban allí recluidos largo tiempo hacía por el arbitrario antiguo
régimen, como locos ó de otro modo, y que no eran puestos en libertad,
precisamente porque ya nadie sabía por qué habían entrado. Allí había
estado Latude largo tiempo. Salió de Bicetre por el heroísmo de madama
Legros. (Véase nuestro tomo primero.)
Imposible expresar lo que sufrían en Bicetre los prisioneros, los
enfermos, los mendigos, durmiendo hasta siete en un lecho, comidos de
gusanos, alimentados con pan florecido, amontonados en lugares
húmedos, a veces en cuevas, y molidos á golpes por el menor motivo,
envidiaban el presidio como si fuera un paraíso.
En Bicetre no se perdía ninguna ocasión para pegar ¡Quién ha de
creer que el 92 existía todavía la bárbara costumbre de azotar a las
jóvenes que iban allí a curarse las enfermedades venéreas! Crueldad
eclesiástica renovada en la edad media. El pecador, cuando llegaba allí
debía expiar, despojarse, humillarse, someterse al pueril castigo que
envilece al hombre y le quita toda dignidad del hombre.
En la Corrección había unos-cincuenta niños aún más cruelmente
tratados, apaleados todos los días. La mayor parte solo estaban allí por
delitos muy leves; varios no habían cometido más crímenes que tener

239
unos padres muy severos, o una madrastra mala. Otros huérfanos,
aprendices, domésticos pequeños habían sido encerrados por una
simple orden de sus dueños. Estos huérfanos eran preferidos para el
servicio doméstico, porque así podían tratarles como querían. Un gran
señor que encontraba poco dócil a su jockey, le castigaba con una sola
palabra: «Bicetre.» En las colonias, en las plantaciones, se oyen los
golpes, los gritos y los chasquidos del látigo; el señor participa del
suplicio por la pena de oírlo. Los voluptuosos hoteles de París no oían
nada de esto. El dueño se ahorraba el trabajo y la sensibilidad; enviaba
al niño a la Corrección. Lo que él allí sufría, sólo lo sabían las paredes. Si
se dignaban sacarle, volvía domado, temblando, humilde, embustero y
adulador, dispuesto a todos los caprichos vergonzosos. x
Si había algún lugar que la Revolución debía respetar, era aquel
lugar de misericordia. ¿Qué eran Bicetre, la Salpetriere, aquel gran
Bicetre de las mujeres, más que el verdadero infierno del antiguo
régimen, donde mejor podía ser aborrecido, al encontrar allí reunidos
todo lo más bárbaro, vergonzoso y abusivo? ¿Quién hubiera creído que
aquellos locos furiosos que en Septiembre asesinaban irían a arrojarse
sobre los que ya habían sido tan cruelmente atormentados por el antiguo
régimen; que aquellas víctimas infortunadas hallarían en sus padres o
sus hermanos, vencedores por la Revolución, no libertadores, ¿sino
asesinos?
Nada hace comprender mejor la ceguera, la imbecilidad que
presidió a las matanzas. Muchos de los que mataron al azar en aquellos
dos hospicios podían muy bien tener a su padre en Bicetre entre los
mendigos o a su madre en la Salpetriere: era aquello el pobre matando
al pobre, el pueblo estrangulando al pueblo. No se conoce otro ejemplo
de tan insensato furor.
Las primeras bandas que amenazaron a Bicetre eran poco
numerosas. Los enfermos y los prisioneros se pusieron a la defensiva.
De aquí el rumor calumnioso, propio para hacerles exterminar, de que
estaban en plena sublevación. Los asesinos llevaron cañones para forzar
las puertas. Parte de ellos no llegaron á Bicetre; se detuvieron ante la
Salpetriere, y tuvieron el horrible antojo de entrar en el hospicio de las
mujeres. El primer día fueron detenidos por una fuerza militar bastante
considerable; pero al día siguiente forzaron la entrada y empezaron por
matar a cinco o seis ancianas, sin otra razón ni pretexto si no que eran
viejas. Después se arrojaron sobre las jóvenes, las mujeres públicas, y
mataron treinta, de las cuales gozaron antes o después de la muerte. Y
no fué esto bastante; entraron en los dormitorios de las huerfanitas,

240
violaron a varias de ellas, y aun se dice que se llevaron algunas para
abusar de ellas fuera de allí.
Aquellos abominables salvajes no abandonaron la Salpetriere más
que para ir a ayudar a sus compadres de Bicetre. Allí fueron muertas
sesenta y seis personas sin distinción de clases: pobres, locos, dos
capellanes, el administrador, los escribientes. La inmensidad del local
daba a las víctimas facilidades para luchar, para diferir por lo menos su
muerte. Fueron empleados, los medios más bárbaros; el hierro, el fuego,
el agua, hasta la metralla.
En 1840 se ha encontrado en el registro fúnebre de Bicetre (véase
el libro de Mr. Maurice) el hecho más execrable de las matanzas de
Septiembre, escondido, ignorado hasta hoy; y es que no contentos con
las huerfanitas de la Salpetriere penetraron asimismo en la Corrección,
en donde había cincuenta y cinco niños. En su mayoría ya lo hemos
dicho, eran poco culpables: muchos habían sido llevados allí únicamente
para dominar su carácter por medio de los castigos. Cubiertos de golpes,
de cicatrices, continuamente azotados por el menor motivo, y aun sin
motivo alguno, hubieran partido los corazones más duros. Importaba
sacarlos de allí, volverlos al aire y al sol, curarlos y cuidarlos, entregarlos
en manos de mujeres. Su mal y su vicio, en cuanto a la mayor parte,
venía de ahí, de que no habían tenido madres. Septiembre les dio por
madre y nodriza la muerte. —Libró sus jóvenes almas de aquellos pobres
cuerpos que ya habían sufrido tanto. —Treinta y tres perecieron. La
mayoría de los que escaparon fueron arrebatados por los voluntarios
que ofrecieron convertirlos en soldados. Los asesinos habían llegado a
tal estado de vértigo, de horrible deslumbramiento, y como de furor
hidrófobo, que apenas les dejaba distinguir a quién herían. Sin embargo,
dijeron una cosa que hace comprender todo lo culpables que fueron. A
pesar de este extravío no dejaron de observar que aquellas tiernas vidas,
apenas comenzadas no se resignaban de ningún modo, huían de la
muerte con un invencible horror y se obstinaban en vivir. «Preferiríamos
matar hombres: estos chiquillos cuestan más de rematar.»

241
CAPITULO XIV

Estado de París después de la matanza. —Fin de la legislativa


(5-20 de Octubre del 92)

Postración moral después de la matanza. —El pueblo y el ejército la miraron con horror.
—Opiniones de Marat y de Danton sobre la matanza. —La Asamblea jura combatir a los reyes
y a la monarquía (4 de Septiembre del 92). — Cambon ataca a la Comuna. —Reacción
humanitaria. — Continúa sin embargo la matanza (5 y 6 de Septiembre); —Temores de la
Comuna. —Los maratistas intentan extender la matanza por toda Francia. —Los prisioneros
de Orleans asesinados en Versalles (9 de Septiembre). —Danton salva a Adrián Duport a pesar
de la Comuna — Lucha entre Danton y Marat. — Elecciones bajo la impresión de las matanzas.
—Federación de mutua garantía. —Robos y pillajes. —Homicidios y temores de matanza. —
Temores de la Asamblea (27 de Septiembre). —Discurso de Vergniaud y solemne abnegación
por la Asamblea nacional. —Su clausura.

El efecto inmediato de la matanza para la mayor parte de la


población de París fué la sensación intensamente cruel que conocen
demasiado bien todos los enfermos del corazón cuando después de
haber latido apresuradamente y con horrible precipitación durante
algunos minutos se para de repente... En todo el organismo se nota un
silencio mortal... Después viene la sofocación, los espasmos, el
anonadamiento completo, el abandono del ser... a lo sumo aquel grito
interior, aquella voz muda que dice: «¡Oh muerte!»
Para las personas débiles y pobres de espíritu muy viejas ya,
abrumadas, de años o de desdichas, el acceso fué seguido de una
cesación absoluta de ideas, de un aniquilamiento de la personalidad muy
parecido al idiotismo. Los que sobreponiéndose al terror se atrevían a
salir refugiábanse en las iglesias, hacía mucho tiempo abandonadas, y
maquinalmente se ponían a orar; se las veía murmurar, moviendo la
cabeza, cuyos ojos estaban sin luz. Otras permanecían encerradas en sus
casas y se abismaban en los éxtasis de un extraño misticismo, diciendo
como más tarde Saint Martín, que aquello era seguramente una escena
del juicio final, un acto de la terrible comedia del Apocalipsis. Había
cerebros en que todo esto se mezclaba confusamente: la religión y la
revolución. Marat y el Antecristo, todo se confundía para aquellos pobres
espíritus completamente ofuscados; cuanto más se empeñaban en
reflexionar, en meditar, en distinguir, más perdidos se veían. Otros para
no extraviarse adoptaban una idea fija, se aferraban a una sola palabra
y no cesaban de repetirla en todo el día.
En un granero de la calle Montmartre (permítaseme contar este
hecho que servirá para juzgar de los demás) en el séptimo piso, vivía una

242
pobre anciana que los vecinos de las ventanas de enfrente veían siempre
arrodillada. Sobre la chimenea tenía colocados dos pequeños bustos de
yeso, alumbrados por dos velas, y ante ellos decía sin cesar sus
oraciones. Los curiosos aplicaron el oído a la puerta y pudieron
comprobar que desde por la mañana basta por la noche repetía esta
invariable letanía: «Dios salve a Manuel y a Petion, Dios salve a Manuel
y a Petion.» Los dos magistrados populares que, durante las matanzas,
impotentes para evitarlas, habían mostrado por lo menos sus
sentimientos humanitarios, se habían convertido para ella en dos santos
cuyas imágenes honraba y por los cuales pedía al Todopoderoso.
En el naufragio dé las antiguas ideas religiosas, y cuando la nueva
fe se hallaba tan cruelmente comprometida en su cuna, sobrevivía la
humanidad, y el horror de la sangre era la única religión del pobre
corazón abandonado. Débil, viejo, indigente, en su totalidad llena de
horror, trataba de tranquilizarse, de hacer renacer la esperanza,
nombrando a los amigos de la humanidad. ¡Hilo frágil, miserable apoyo!
De los dos patronos de la anciana, el uno, al cabo de un año, debía
perecer en el patíbulo; el otro un poco más adelante, debía ser
encontrado muerto de hambre y de miseria y devorado por los perros.
Una señal infinitamente grave, deplorable, del singular estado en
que se hallaban los espíritus, es que en aquella ciudad inmensa en que
la miseria era excesiva desde hacía mucho tiempo, nadie quería trabajar.
La Comuna no encontraba por ningún precio obreros para los
aterramientos del campamento de Montmartre. Ofrecía dos francos
diarios (equivalentes hoy a tres) y no se presentaba nadie. Llegó hasta
hacer requisa de los constructores de edificios ofreciéndoles el salario
más elevado que ganasen en su industria, y tampoco acudió ninguno.
Por fin ensayaron la prestación personal haciendo turnar a las secciones.
Nadie, o casi nadie, respondía a los llamamientos de la guardia
nacional; con trabajo se completaba la guardia de la Asamblea, la de los
depósitos de objetos preciosos, la del guarda-muebles, por ejemplo, que
una noche quedó, como vamos a ver, casi abandonado.
En los clubs reinaba la soledad. Muchos de sus miembros se
habían ausentado, el disgusto se apoderaba de los restantes. Esto era
muy sensible en las actas de los Jacobinos. La ausencia de todos los
oradores ordinarios hizo figurar en ellos en primera línea a gente
completamente desconocida.
Los que han dicho que el crimen era un medio de fuerza, un cordial
poderoso para hacer de un cobarde un héroe, esos no conocían la
historia, y han calumniado a la naturaleza humana. Sepan esos culpables

243
ignorantes que con tanta ligereza hablan de cosas tan terribles, la
profunda inervación que es consecuencia de tales actos.
¡Ah! Si al día siguiente de los placeres vulgares (cuando el hombre,
por ejemplo, ha prodigado su vida al viento y el amor a los bajos
placeres) entra en su casa embrutecido y triste, no atreviéndose a
mirarse a sí mismo, ¡cuánto más el que ha buscado un execrable placer
en el dolor y en la muerte! El acto más contra naturaleza que sin duda es
el asesinato, quebranta cruelmente la naturaleza del que lo comete; el
asesino ve después, que se ha matado él mismo; se inspira él mismo la
repulsión que produce un cadáver, siente unas náuseas horribles y
quisiera vomitar su propio ser.
Los historiadores han adoptado con ligereza la opinión de que la
matanza había sido el punto de partida de la victoria, que semejante
crimen había abierto un abismo, y el pueblo comprendió que era preciso
vencer o morir y por fin que los asesinos de Septiembre habían
arrastrado al ejército, formando la vanguardia de Valmy y de Jemmapes.
¡Triste confesión verdaderamente si fuera cierta, hecha para humillar! El
enemigo se ha apresurado a acoger esta opinión, fingiendo creer a esos
extraños franceses que pretenden que Francia venció por la energía del
crimen. Vamos a demostrar la falsedad de aquella creencia. De los tres
o cuatrocientos hombres que intervinieron en la matanza, muchos de los
cuales son conocidos, pocos, muy pocos eran militares. Los que
partieron fueron recibidos en el ejército con horror y con asco; Charlat,
entre otros, que se alababa insolentemente de su crimen, fué acuchillado
por sus camaradas.
Hemos comprobado con documentos irrecusables, y con la
unánime afirmación de testigos oculares que aún viven, el número
infinitamente pequeño de los asesinos. Eran a lo más cuatrocientos.
El número de los muertos (aun contando los dudosos) es de 966.
El barrio de San Antonio, en particular, que había hecho el 10 de
Agosto, fué completamente extraño al 2 de Septiembre. Gonchon, su
célebre orador, (hombre honrado y que murió pobre), pudo decir seis
meses después (22 de abril del 93) sin temor de ser desmentido: «El
barrio no recela de los hombres tranquilos. La jornada del 2 de
Septiembre no ha hallado cómplices entre nosotros.»
No es menos curioso el juicio que los hombres, a quienes se
acusaba de haber tomado parte, han formado sobre aquellos sucesos.
«Suceso desastroso», dice Marat en Octubre del 92 (n. ° XII de su
diario).

244
«Jornadas sangrientas, dice Dan ton, por las cuales ha gemido
todo buen ciudadano» (9 de Marzo del 93).
«Recuerdo doloroso», dice Tallien (en su apología, publicada dos
meses después de las matanzas de Septiembre).
¡Sí, desastrosos, sí dolorosos, dignos de que se gima eternamente!
Sin embargo, estas lamentaciones tardías no curaban la incurable
llaga hecha al honor, hecha al sentimiento de la Francia... La vitalidad
nacional sobre todo en París parecía herida; una especie de parálisis de
muerte quedaba al parecer en los corazones.
Se trataba de saber en dónde comenzaría nuevamente la vida.
Podía dudarse que empezara en la Asamblea legislativa. ¿Vivía ella? no
se había visto en aquellos días horribles. Enervada desde larga fecha por
sus tergiversaciones, estaba moribunda—no, muerta, acabada, —
exterminada por la calumnia.
Parecía tocada y convencida de dos crímenes perfectamente
opuestos, hacer un rey, y rehacer un rey, restaurar a Luis XVI, hacer un
rey, Brunswick. Una sencilla palabra hubiera bastado y nadie se atrevía
a pronunciarla: Aquella Asamblea acusada de traición, acababa de
quitarse los medios para ello\ se quebrantaba ella misma, convocando
para dentro de algunos días a la Convención que la reemplazaba.
Representantes y ministros, todos iban a ser anulados al momento ante
aquella Asamblea soberana.
En la mañana del 4 de Septiembre llevaba Guadet en nombre de la
comisión extraordinaria (creada en la Asamblea el 10 de Agosto) una
proposición en que los representantes rechazaban los rumores
injuriosos que se hacían correr, jurando combatir con todas sus fuerzas
a los reyes y d la monarquía.
Chabot tuvo noticia de ello y arrebató la iniciativa a la Gironda; en
cuanto se abrió la sesión, propuso que se prestase juramento de odio a
la monarquía.
«¡No más rey!» fué el grito, el juramento de la Asamblea toda,
conmovida per su palabra.
Entonces se levanta un militar, Aubert-Dufayet, y con voz fuerte y
sonora: «¡Jamás capitulación!... ¡Jamás rey extranjero!»
Y el joven girondino Enrique Lariviere: «¡No, ni extranjero ni
francés!... ¡Ningún rey mancillará ya el suelo de la libertad!»
Produjo sorpresa el oír a Thuriot contener aquel movimiento:
«Señores, dijo, seamos prudentes, no anticipemos sobre lo que puede
decidir la Convención.»

245
A lo cual, Fauchet, usando del derecho que parecía darle una noble
iniciativa (su diario era el primero que había propuesto la República),
Fauchet, con un gran impulso de su corazón dijo: «No, que la Convención
decida lo que quiera; si restaura el rey, nosotros podremos continuar
siendo libres, y huir de una tierra de esclavos que volverían a tomar un
tirano.»
Para conciliarlo todo, la proposición reserva a la Convención su
derecho: el juramento fué individual, cada diputado se comprometió por
sí.
La comisión extraordinaria, por conducto de Vergniaud, dijo
entonces que, acusada en el seno de la Comuna, pedía concluir y
devolver sus poderes. La Asamblea no lo aceptó. Entonces tuvo Cambon
un arranque heroico (téngase en cuenta que en aquellos momentos se
asesinaba en Bicetre, y aun en la Forcé y en la Abadía). Se indignó de la
timidez de la comisión: «¡Cómo! dijo, acabáis de jurar la guerra a los
reyes y a la monarquía, ¡y ya dobláis la cabeza ante no sé qué tiranía! ...
Si no queremos que gobierne la Comuna, sometámonos
tranquilamente. Alguna vez he combatido a la comisión; hoy la
defiendo... Veo unos hombres que se cubren con la máscara del
patriotismo para trabajar contra la patria. ¿Qué quieren esos agitadores?
¿Ser nombrados de la Convención, reemplazarnos?... Pues bien, que
tomen de mí esta lección.» Continuó valerosamente, con una profecía
fúnebre sobre las revoluciones, con las que los intrigantes luchando
unos con otros, acabaría Francia por entregarse al extranjero.
Este gran hombre, sólo conocido como el severo é irreprochable
hacendista de la República, tuvo entonces, y con frecuencia después, en
las crisis más tempestuosas, una rara originalidad: el heroísmo del buen
sentido, al que nada hacía retroceder. Resistió toda la Revolución firme
y solo y respetado. No quería la Gironda y la defendió; no amaba a
Robespierre, y le sostuvo cuando fué necesario. Y el día en que
Robespierre, en un último acceso de rabia denunciadora, llegó hasta
atacar la probidad de Gambón, cayó herido él mismo.
Cambon había llamado con el nombre verdadero la victoria de la
Comuna: una tiranía, una resurrección dé la monarquía bajo otro
nombre. La reacción fué muy fuerte. Sucedió lo que ocurre en esos
momentos en que nadie se atreve a hablar: en cuanto uno habla todos
rompen a hablar con valentía.
Los comisionados de la Asamblea enviados por ella a las secciones
fueron recibidos por estas, contra lo que se esperaba, con amor y alegría.
Es que la multitud había vuelto a las asambleas de las secciones;

246
desiertas el 2 y el 3 fueron numerosas el 4. Todo el mundo tenía prisa
por agruparse alrededor de los comisionados, para tranquilizarse y creer
que había allí una Francia, una patria, una humanidad todavía y un
mundo de vivientes. El pueblo, en cierto modo, surgió de lo profundo,
salió de las tinieblas de la muerte, para abrazar en sus representantes la
imagen sagrada de la ley. Los calumniadores de la Asamblea creían que
ya no les quedaba que hacer más que ocultarse; se excusaban con gran
trabajo. En la sección del Luxemburgo, uno de ellos había obedecido a
la autoridad alegó que, de Robespierre, a pesar de lo cual se acordó que
merecía ser expulsado de su sección. En la de Postas, Cambon fué
recibido como un dios salvador. Las mujeres y los niños que trabajaban
en las tiendas de los equipos militares, los rodearon a él y a sus colegas
con verdadero delirio. Todos en la sección, hombres y mujeres, querían
arrojarse en sus brazos; le estrechaban y le abrazaban, y cuando llegó el
decreto que anunciaba que la Asamblea iba a cerrarse, a dar fin a sus
trabajos, a disolverse, todos los rostros estaban inundados de lágrimas.
Todo parecía cambiado desde la noche del 4. Oficiales municipales
fueron a la Asamblea a presentar al abate Sicard salvado de la Abadía
(así lo daban ellos a entender), gracias a su valerosa humanidad. Un
miembro de la comuna, el mismo que había ido a la Asamblea con
Tallien en la noche del dos al tres, y que entonces había elogiado la
hermosa justicia popular, fué el cinco con un inglés al que dijo que había
salvado de la matanza. Lo que no fué menos característico fué la
humanidad repentina, los sentimientos generosos de que hizo alarde
Santerre. Severamente amonestado el 4 por el ministro del Interior, se
excusó con la inercia de la Guardia nacional, y dijo que, si persistía, su
cuerpo serviría de escudo a las víctimas. Realmente, no podía censurar
aquella inercia, no habiendo hecho ningún llamamiento, ningún
esfuerzo, ni mandado que tomaran las armas. Y cómo podía haber dado
semejante orden, cuando su cuñado Pañis hacía que tomase asiento en
el comité directivo Marat, ¿el apóstol de la matanza? Fué un espectáculo
extraño el ver a Santerre convertido bruscamente, predicando en la gran
Sala del Hotel de Ville a la multitud que llenaba las tribunas, explicando
las ventajas del orden y el peligro que habría, creyendo con ligereza,
acusaciones poco fundadas en matar antes de esclarecerlas.
La Comuna, privada largo tiempo de la presencia de Danton, le vio
con asombro llegar por fin el 4 por la noche: iba a proteger a Roland
quien, ciertamente, en aquel momento, ya no necesitaba protección.
Pidió que se revocase el extraño acuerdo que se había dictado el 2 contra

247
el ministro del Interior, y que se mantenía aun suspendido sobre su
cabeza como una espada, sin atreverse a dejarla caer.
Los vientos no eran ya de matanza: todo el mundo la miraba con
horror. Sin embargo, continuaba. Entonces se vio cuán lentamente los
espíritus, una vez quebrantados, vuelven a recobrar la fuerza y el valor.
Un extraño letargo, una parálisis inexplicable encadenaba las masas.
Había todavía unos cincuenta hombres en la Abadía y otros tantos en la
Forcé, que mataban tranquilamente. Nadie se atrevía a molestarles. No
mataban a muchos; los de la Abadía, habiendo hecho tabla rasa, no
tenían más víctimas que los que el Comité de Vigilancia se encargaba de
enviarles. En cuanto a la Forcé, los magistrados no se atrevían a turbar a
aquellos asesinos en el ejercicio de sus funciones; únicamente se
aventuraban a robarles algunos prisioneros que ocultaban en la cercana
iglesia.
Habían adquirido ya la costumbre: los asesinos no querían ni
podían hacer otra cosa. Era una profesión. Ellos mismos se consideraban
como verdaderos funcionarías encargados de ejecutar la justicia del
pueblo soberano. La Comuna declaró el 4 que la habían afectado los
excesos de la Forcé y de la Abadía, y envió; pero al mismo tiempo rehusó
salvar a los' infortunados de Bicetre, permitiendo que se alistasen. El
Consejo general, reducido a escaso número, estaba compuesto de los
más violentos. Invitó a las secciones a que completasen el número de
sus comisarios. De este modo las elecciones municipales se verificaron
en pleno terror, durante la matanza. Las de la- Convención se hicieron
bajo la misma influencia. El primer elegido de París el 5 de Septiembre
fué Robespierre.
Nada indicaba que la Comuna quisiera seriamente contenerla
efusión de sangre. El 4 y el 6 le propusieron que amnistiase a ciertos
hombres que estaban con mortales angustias, los veinte o treinta mil
firmantes de las peticiones fayetistas y constitucionales en favor del rey.
Un gran número de voluntarios que partían para los ejércitos habían
hecho generosamente el juramento de olvidar el error de sus hermanos.
La Comuna rechazó violentamente la proposición de votar el olvido.
El 4, la comisión extraordinaria de la Asamblea había propuesto a
Danton un medio muy sencillo para cambiar de golpe la situación:
prender a Marat. Remedio radical, heroico. Sólo que se corría el riesgo
de producir una violenta reacción. Prender a Marat era ejecutar el
decreto de acusación que el partido fayetista, realista, constitucional,
había hecho publicar contra él. Era hacerse acusar como cómplice de
Lafayette, era realzar la esperanza de los realistas, iniciar un movimiento

248
que podía llegar demasiado lejos. En tales momentos, el viento va
aprisa; la tempestad una vez desencadenada en sentido inverso hacía
posible que los realistas constitucionales triunfasen desde el primer día,
a los ocho días los realistas puros, ocho días después los prusianos.
Danton contestó que antes que hacer prender á Marat, presentaría su
dimisión.
Brissot, a su vez, fué a casa de Danton y le instó vivamente para
que obrase: «¿Cómo impedir, le dijo, que los inocentes perezcan con los
otros?»—«No hay ninguno»—repuso Danton.
Retrayéndose así la autoridad de una manera tan absoluta, no
podía cambiar la situación, a no ser por una manifestación vigorosa de
la indignación del pueblo. No se atrevió a manifestarse el 5, y no se
produjo hasta el 6. Este mismo día, aun hubo algunos asesinatos. Petion
había ido al Consejo general, y se pronunciaba contra los agitadores que
pedían nuevas víctimas. Se oyeron aplausos confusos, luego voces
distintas que manifestaban el asentimiento más decidido; por fin, gritos
de furor contra los bebedores de sangre: «Nosotros los perseguiremos.
¡Nosotros los prenderemos!» fué la frase unánime que salió de aquella
tempestad, la verdadera voz del pueblo que, al fin, se manifestaba.
Petion se puso en marcha, arrastró vencedor a la Comuna humillada, fue
a apoderarse de la Forcé, y cerró sus ensangrentadas puertas (6 de
Septiembre).
Aquellas voces de indignación parece que debieran hacer hundirse
en la tierra a los sanguinarios idiotas que habían creído salvar a la
Francia deshonrándola. El 5, un miembro del Consejo dejó oír amargas
quejas contra Pañis, el que furtivamente había introducido á Marat en el
comité de vigilancia. Pañis se presentó a contestar el 6 por la noche; no
se sabe lo que pudo decir, pero el Consejo se declaró satisfecho.
Su apología había sido precedida por una extraña disertación de Sergent
sobre la sensibilidad del pueblo, su bondad, su justicia, etc. Estas
habladurías causan horror cuando tienen lugar entre la matanza de París
y la matanza de Versalles que la Comuna preparaba, quería
expresamente.
Quería, podemos afirmarlo; de otro modo, no hubiera mostrado
una obstinación feroz en violar por tres veces los decretos de la
Asamblea. La Asamblea había ordenado que los prisioneros de Orleans
continuasen allí, luego que fuesen a Blois, por fin, a Saumur. La Comuna,
oponiendo atrevidamente sus decretos a los de los representantes de la
Francia, ordenó que los prisioneros fuesen conducidos, a París, mejor
dicho, a la muerte: que se empezara de nuevo la matanza.

249
Los directores de la Comuna necesitaban un nuevo golpe de terror
no ya para salvar a la Francia (como tantas veces habían repetido), si no
para salvarse ellos mismos. El 7, el Consejo general, apremiado de
nuevo, se había visto obligado a nombrar una Comisión para que
examinase las quejas presentadas contra Panis. La maldición pública
comenzaba a pesar sordamente sobre las cabezas de aquellos hombres,
y en medio de su terror, se unían cada vez más a Marat, a la idea del
exterminio.
En el cambio universal de los espíritus había un hombre que no
cambiaba. Solo Marat mostraba una notable constancia en su opinión.
Para él, los principios eran, ante todo, quiero decir, un solo principio, y
muy sencillo: matar. No contento con los prisioneros enviados a las
prisiones durante la misma ejecución, continuaba poblándolas con la
esperanza de que un día u otro se vaciarían de una vez. Todos los días
afirmaba que la salvación pública exigía «que se asesinara cuanto antes
a la Asamblea nacional.»
Su sueño más dulce hubiese sido una San Barthelemy general en
toda Francia. París era poco para él. Había obtenido del Comité de
Vigilancia que enviaría comisionados para propagar la cosa con este
título nuevo: Comisionados de los administradores de la salvación
pública. Uno de los medios de salvación que estos Comisarios proponían
en Meaux, era fundir un cañón del calibre exacto de la cabeza de Luis
XVI, a fin de que al primer paso que se atreviesen a dar los prusianos, se
les enviase dicha cabeza en lugar de una bala.
La circular en que Marat recomendaba la matanza en nombre de la
Comuna, y que había hecho circular bajo sobre del ministro de justicia
(gracias a la cobardía de Danton) corría de departamento en
departamento. El ejemplo de París, siempre tan poderoso, la autoridad
respetable de la gloriosa Comuna, causaban gran impresión. En todas
las ciudades hay siempre un puñado de alborotadores violentos (o que
fingen serlo), un buen número también de imitadores imbéciles, que se
reunían en la plaza y decían: «¿Y nosotros? ¿Es qué no vamos a hacer
algo atrevido ...?» La debilidad de los periódicos parisienses, que no se
atrevían a censurar la matanza, contribuía no poco a engañar a los
provincianos. ¿Qué decir cuando se lee en el pálido y frío Monitor estas
vergonzosas palabras: «que el pueblo había formado la resolución más
atrevida y más terrible?» Y ¿quién es el que en Francia se conforma con
parecer menos atrevido?
En Reims, en Meaux, en Lyon, se hizo a conciencia todo lo posible
para no quedar muy por debajo de París. Se mataron muchos

250
prisioneros, curas, nobles, y también algunos ladrones; cerca de treinta
personas perdieron la vida.
Ningunos prisioneros estaban tan expuestos como los de Orleans;
eran unos cuarenta los que esperaban el juicio del alto tribunal que allí
tenía asiento. La mayor parte eran hombres que se habían significado de
una manera odiosa contra la Revolución. Había entre otros el ministro
Delessart, conocido instrumento de las intrigas de la corte, de sus
negociaciones con el enemigo. Estaba también allí Mr. de Brissac,
comandante de aquella guardia constitucional tan perfectamente
reclutada entre los nobles de provincia más fanáticos, los burgueses más
retrógrados, los maestros de armas, los espadachines reconocidos en
los garitos. Mr. de Brissac reunía condiciones estimables, era amigo
personal de Luis XVI; en la corte se le citaba como un perfecto modelo
de caballero francés, lo cual no le impedía ser amante de la Dubarry. Fue
hallado escondido en casa de su amante, en el pabellón de
Louveciennes.
La expedición de Orleans fué confiada a dos hombres cruelmente
fanáticos, Lazouzki y Fournier, llamado el americano. Este era tan
entusiasta por la cosa, que sufragó los gastos necesarios con ayuda de
un joyero y algunos otros. Adelantó unos veinte mil francos que más
adelante le fueron reintegrados por la Comuna. Lazouski era dos veces
furioso, doblemente exasperado, con rabia polaca y francesa. Hay que
tener presente que en aquellos momentos (en el verano del 92) los tres
asesinos de Polonia consumaban su obra execrable, hipócrita, de
reparto.
Lazouski se vengaba aquí de los crímenes de Petersburgo. Asesinaba a
los realistas, no pudiendo asesinar a los reyes.
La Asamblea, con su apasionado deseo de evitar la efusión de
sangre, se humilló una vez más. Se convino tácitamente con la Comuna.
Se acordó que los prisioneros no llegarían a París, si no que se quedarían
en Versalles. Roland lo hizo preparar todo allí. Se envió por delante, para
protegerlos, una masa de guardia nacional.
Versalles no era menos peligroso que París. Ya lo hemos visto el 6
de Octubre. En ninguna parte era más odiado él antiguo régimen. Había
además entonces en aquella ciudad cinco o seis mil voluntarios, no
armados, no uniformados, que esperaban el momento de partir,
desocupados, aburridos y descontentos, vagando por las calles y
tabernas. Excusado es decir que la noticia de la llegada de los prisioneros
de Orleans los puso en conmoción. Se podía apostar que, si llegaban a
Versalles, perecerían basta el último.

251
Se asegura que un magistrado de Versalles, adivinando el peligro,
fué á París y corrió a casa de Danton, que le recibió muy mal. Danton no
podía ordenar que el cortejo retrocediera, sin cortar el gran litigio, sin
declararse por la Asamblea contra la Comuna. La Comuna acababa de
lograr una victoria; aquel mismo día había sido nombrado Marat
diputado por París. Danton, gruñendo, dijo al pronto estas palabras, en
voz baja, como un perro: —«Esos hombres son muy culpables. —
Concedido, pero el tiempo apremia...—¡Esos hombres son muy
culpables! — ¿Pero, en fin, ¿qué queréis hacer? —¡Eh! ¿caballero,
exclamó entonces Danton con voz de trueno, no veis que, si tuviera algo
que responderos, hace tiempo que ya lo habría hecho?... ¿Qué os
importan esos prisioneros? Cumplid vuestro deber. Ocupaos de vuestros
negocios.»
La cosa ocurrió como podía preverse. La escolta formada delante
y detrás, no protegía los flancos del convoy. En la verja de la Orangerie
una tropa confusa rodeó las carretas y las asaltó. Un jardinero al que otro
tiempo había despedido Mr. de Brissac le dijo: «¿Me reconoces?»
(Sabemos este detalle por un testigo ocular.) Le cogió por la solapa y le
rompió en la cabeza un jarro de barro que tenía en la mano. Esto fué el
principio de la matanza. El alcalde de Versalles hizo esfuerzos increíbles
para salvar a los prisioneros; él mismo estuvo en peligro. Todo fué inútil.
Una vez excitados con la vista de la sangre corrieron a la prisión y
mataron allí todavía una docena de personas.
Lazouski y Fournier volvieron tranquilamente a París con sus
carretas vacías y no encontraron allí el recibimiento que se habían hecho
la ilusión que tendrían. Sus hombres, inquietos al no ver París tan
enérgico como le habían dejado, intentaron tranquilizarse con alguna
demostración de aprobación del ministro patriota. Fueron ante la casa
del ministro de justicia y gritaron: «¡Danton! ¡Danton!» Contestó a este
llamamiento, y parecía en el balcón el miserable esclavo acostumbrado
a ocultar la debilidad de sus actos con el orgullo de su palabra: «El que
os da las gracias, dijo (al menos así se asegura) no es el ministro de la
justicia, es el ministro de la Revolución.»
Danton se veía entonces en una crisis peligrosa en la que iba a
encontrarse frente de la terrible Comuna, en oposición con ella; la
máscara que había adoptado peligraba que se la arrancasen. Disputaba
a la Comuna la vida de un prisionero mucho más importante para él que
todos los que habían perecido en Versalles, el célebre constituyente
Adrián Duport. La corte le había consultado, lo mismo que a Barnave y a
Lameth.

252
En el mismo manifiesto de Leopoldo, en el retrato poco lisonjero
que el emperador hacía en él de los Jacobinos, se había creído reconocer
la pluma demasiado hábil del famoso triunvirato.
Estas culpables inteligencias con el enemigo eran demasiado
creíbles, pero no estaban de ningún modo comprobadas. Lo que lo
estaba mejor, lo que era cierto, histórico, eran los inmensos servicios
que Adrián Duport había prestado, en la Constituyente, a la Francia y a
la Revolución. La vida de semejante hombre era en verdad sagrada. La
Revolución no podía atentar contra ella si no con mano parricida. Danton
quería salvarle a toda costa, y con ello pagaba la deuda de la patria,
mejor aún, la de la humanidad entera. ¿Quién no recordaba las palabras
conmovedoras de Duport en su discurso contra la pena de muerte:
«Hagamos al hombre respetable ante el hombre?»
Todo esto estaba ya olvidado. ¡Y apenas hacía un año, de tal modo
había caminado aprisa el tiempo desde el 91 al 92! Pero Danton se
acordaba y quería salvar a Duport a toda costa.
Danton podía tener alguna razón personal para temer que un
hombre que sabía tantas cosas fuese interrogado e hiciese pública
confesión. En la primitiva organización de los Jacobinos, y más adelante,
quizás en algunas de sus intrigas con la corte, habría probablemente
empleado Duport á Danton. ¿Era interés? ¿generosidad? acaso los dos
motivos a la vez le hacían desear apasionadamente salvar a Duport.
Este era precisamente uno de los que el comité de vigilancia había
tenido cuidado de hacer buscar, en el momento de las visitas
domiciliarias, el 28 de Agosto. Sin embargo, no estaba de ningún modo
comprometido por los últimos acontecimientos. Hacía más de seis
meses que la corte no se servía de Duport ni de los constitucionales; no
se dignaba ya engañarlos; no tenía esperanza más que en el apoyo del
extranjero. Duport, que continuaba en París, en su casa del Marais, no se
ocupaba más que de cumplir sus deberes como presidente del tribunal
criminal; era un magistrado, un burgués inofensivo, un guardia nacional;
había hecho su guardia en la noche del 10 de Agosto, había permanecido
en su puesto y no había estado en el castillo. Durante las jornadas de
Septiembre había estado en su casa de campo de Nemours; el 4, cuando
volvía de paseo con su mujer, fué arrestado por el alcalde del lugar
acompañado de unos treinta guardias nacionales.
El ilustre legista dijo a aquel alcalde de aldea que su autorización
de un comité de policía de París no tenía valor alguno fuera de París.
Pero la población estaba muy agitada; y las amenazas de los voluntarios
que estaban allí, obligaron al alcalde a conducirle a las prisiones de

253
Melun. Si hubiera sido llevado a París, hubiera perecido con seguridad;
aún mataban allí el 5 y hasta el 6. Afortunadamente avisado Danton a
tiempo, ordenó a la municipalidad de Melun que le conservaran
prisionero, fuesen cual fuesen las órdenes que se le comunicasen.
Además, y por temor de que su mensaje no llegara o no produjera efecto,
dio orden a todas las autoridades de las localidades del camino lo
tuviesen prisionero, en cualquier punto del viaje en que se hallara.
Entretanto los celosos de Melun no perdían el tiempo. Hicieron
creer a Duport que iban a reclamar ante la Asamblea nacional contra la
ilegalidad de su detención y en realidad lo que hicieron fué pedir al
comité de vigilancia una nueva orden para sacarle de la prisión de Melun
y conducirle a París. Llegó esta orden a Melun y ved a la municipalidad
de esta ciudad entre el comité de vigilancia que ordena que se le
entregue y el ministro de justicia que manda que le conserven. En la
duda cree lo más prudente no hacer nada, dejar las cosas en el mismo
estado en que se hallaban y guarda al prisionero.
Danton había previsto muy bien el conflicto. Al siguiente día del en
que envió a Melun, se proveyó de un decreto de la Asamblea (8 de
Septiembre) que encargaba al poder ejecutivo (es decir a Danton) que
acordase acerca de la legalidad de la detención de Duport. Con este acto
vigoroso, arrancaba Danton una víctima a la Comuna; era la primera vez
que se mostraba valiente contra ella y que se atrevía a oponérsela,
desmintiendo su falsa unanimidad con los hombres de la sangre.
Duport continuó en Melun; pero Danton no se atrevió a llevar más
adelante su ventaja. Rogó al comité de vigilancia que comunicase los
antecedentes a los tribunales. El comité repuso con dureza que no
necesitaba instruir proceso para prender a semejante hombre, que por
otra parte habían encontrado sobre Duport cartas singularmente
sospechosas. El comité se sentía fuerte. Las matanzas se habían
traducido inmediatamente en elecciones favorables a la Comuna. En los
días de terror en que las asambleas electorales eran poco numerosas,
los violentos luchaban con ventaja. El 5 eligieron a Robespierre y el 8 a
Marat. Dos días después de la matanza de Versalles, el 11, resultaron
elegidos Pañis y Sergent.
Entonces creyó Marat que podría obligar a Danton, poniéndole en
el caso de adoptar una situación más clara que la que hasta allí había
mostrado. Le tenía cruelmente cogido por el asunto de Duport. El 13
publicó con las cartas de Danton y del comité, las que se habían
encontrado sobre Duport, cartas enigmáticas, y a propósito por lo tanto
para excitar la curiosidad. Estas cartas publicadas primero en el Amigo

254
del pueblo se insertaron después en otros diarios; todos aprovecharon
la ocasión para perder a Danton, mostrándolo en connivencia con un
conspirador realista. Marat creyó haberle herido de muerte; entonces le
escribió una carta injuriosa, insultante, en la que le anunciaba que, desde
los periódicos folletos y pasquines, iba a arrastrarle por el lodo.
El león furioso sintió la cadena, se vio cogido por un perro... Ni
siquiera rugió. Cedió a las circunstancias, devoró su corazón y corrió a
la alcaldía. En el mismo hotel residían el inocente alcalde de París,
Petion, y la dictadura de la matanza, el comité de vigilancia, Marat y los
maratistas. Danton no fué desde luego recto al que quería ver, si no a
casa de Petion. Gritó, gesticuló, declamó contra la insolente carta Marat
que se había atrevido a escribirle. —«Pues bien, le dijo Petion, bajemos
al comité y os explicaréis juntos.»—Bajaron. En presencia de Marat, se
volvió a apoderar el orgullo de Danton, y trató á aquel duramente. Marat
no desmintió nada, sostuvo lo que había dicho, añadiendo que por lo
demás, en semejante situación debía olvidarse todo. Y entonces tuvo un
arranque de sensibilidad, como le sucedía con frecuencia, desgarró la
carta que había mortificado á Danton y se arrojó en sus brazos. Danton
soportó el beso, sin perjuicio de lavarse en seguida.
No por ello dejaba de sentir la cadena ceñida al cuello. Marat le
tenía cogido por Duport. Si Danton defendía á Duport, estaba perdido,
mordido de muerte por Marat. Si Danton entregaba a Duport, estaba
perdido probablemente; Duport hablaría, sin duda, antes de morir, y
arrastraría consigo a Danton.
Este debía esperar, ganar tiempo. Los maratistas podían perecer
por sus mismos excesos. Lo que parecía que debía romper, en muy poco
tiempo, aquella tiranía anárquica, no era solamente el horror dé la
sangre, si no el temor al pillaje. Los robos se multiplicaban. Los que se
creían dueños de la vida de los hombres, se creían con mayor razón
dueños de sus bienes.
Si Marat no aconsejaba el reparto de las propiedades, su amigo
Chabot aseguraba que era porque no creía a los hombres todavía
bastante virtuosos. Muchos no lo creían así; se juzgaban suficientemente
virtuosos para empezar, ensayaban hacer el reparto con sus propias
manos; primero el de las alhajas, y los relojes, en pleno día, en los
bulevares. Si el hombre despojado gritaba, los ladrones gritaban mucho
más alto: «¡Al aristócrata!» La multitud pasaba con la cabeza baja ante
aquel grito-tan temido, y no se atrevía a intervenir.
París volvía al estado salvaje.

255
Y como sucede en tales casos, no esperando los individuos nada
de la protección de la ley, intentaron asociarse para protegerse ellos
mismos. Las antiguas fraternidades bárbaras, los ensayos antiguos y
groseros de solidaridad, de protección mutua, encontraron imitadores
en París, a fines del siglo diez y ocho. En la Abadía, la sección
ensangrentada, temblando todavía por la matanza, propuso a las otras
secciones «una confederación entre toáoslos ciudadanos para
garantirse mutuamente los bienes y la vida.» Debían hacerse reconocer
llevando siempre consigo una tarjeta de la sección. De este modo cada
uno tenía su sección por garantía, estaba protegido por ella. Debía
esperarse que ya no se vería a un desconocido, a un quidam con banda,
llamar a la puerta en nombre de la ley, romperla si no la abrían, coger a
un ciudadano, llevársele y arrojarle en las prisiones todavía húmedas de
sangre. Luego, cuando se quería buscar el origen, no se encontraba
nada. ¿En el comité de vigilancia y de policía? El mismo no sabía nada.
Se acababa por descubrir que era uno de sus miembros, uno solo con
mucha frecuencia, y lo más frecuente Marat, quien, por todos, sin
prevenirlos, había firmado con sus nombres, redactado el mandato de
detención, autorizado al quídam.
Las autoridades de París no se contentaban ya con reinar en
aquella ciudad. Extendían su reino a treinta y a cuarenta leguas. Daban
a las gentes a las que se les ocurría llamar administradores de la salud
pública poderes concebidos en estos términos: «Autorizamos al
ciudadano tal para que se traslade a tal ciudad para que se apodere de
las personas sospechosas y de los efectos preciosos.» Desde las
ciudades aquellos comisarios, con su espíritu de conquista, circulaban
por los campos, iban a los castillos cercanos, y tomaban y se llevaban
todos los objetos de valor.
La ocasión era oportuna para atacar a la Comuna. La Asamblea
tomó sus medidas y esta vez con una temible unanimidad, que
demostraba que los dantonistas obraban de acuerdo con la Gironda.
La Asamblea publicó un decreto 'prohibiendo que se obedeciera a
los comisarios de una municipalidad fuera de su territorio.
Un golpe no menos grave se asestó a la Comuna y a todo aquel
pueblo de agentes que creaba a su capricho, delegando su tiranía en el
primero a quien se le antojaba ceñirle su terrible banda. A propuesta del
dantonista Thuriot decretó la Asamblea que «todo el que indebidamente
usara la banda municipal sería castigado con la muerte.»
No nos cabe duda de que en esta ocasión habló Danton por boca
de Thuriot, tomando la revancha del beso de Marat.

256
Se quería hacer creer para justificar tan violento decreto, que todas
aquellas gentes con banda, que sin derecho ni autoridad ponían los
sellos, hacían embargos y se llevaban lo que les parecía, eran unos
pillos. ¿Acaso los mismos municipales estaban completamente limpios?
Tentados estamos a dudarlo. Su ilimitada autoridad, la disposición
absoluta que en todos los asuntos se atribuían, les colocaba en una
pendiente muy resbaladiza. Era de temer que aquellos brutos, inflexibles
por naturaleza, inaccesibles a la piedad, verdaderos estoicos para los
demás, lo fuesen menos para ellos mismos. ¿En el vértigo del momento,
con el manejo confuso, indistinto de tantos asuntos y de tantos objetos,
no se impondría la pasión dominante? (por que todos tienen una, éste
las mujeres, aquél el dinero, etc.).
Se cuenta que el comité de vigilancia que tenía en su poder los
despojos de los muertos de Septiembre, una gran masa de alhajas tuvo
la idea en un momento de apuro público de convertirlas en dinero.
Quizás era un poco demasiado pronto (algunos días después de la
matanza); apenas había habido tiempo para lavar las manchas; aquellas
joyas olían a sangre. Anillos abollados por el sable que había cortado los
dedos, pendientes arrancados con trozos de orejas, eran en verdad cosas
demasiado tristes que no convenía enseñar; mejor hubiera sido enterrar
aquellos tristes despojos marcados con las huellas de la muerte, que no
podían llevar la buena suerte a nadie. Los miembros del comité trataron
de venderlos en pública subasta; pero por muy pública que fuese no era
menos sospechosa; ¿quién se hubiera atrevido a pujar ningún objeto si
se les antojaba decir que ellos compraban tal o cual? Y esto es
precisamente lo que ocurrió. Sergent, por su condición de artista, miraba
y daba vueltas sin cesar a un camafeo de ágata, de gran precio: «No era,
dice en sus justificaciones, un camafeo antiguo.» Poco importa; fuese
antiguo o moderno, se enamoró de él. Nadie se atrevió a pujarle. Sergent
lo adquirió por el precio de tasación. ¿Lo pagó? Aquí comienza la
disputa. Sergent, en sus Notas, dice: Sí; la información conservada en la
prefectura de policía parece que dice: No. Se inclina uno a creer que el
artista necesitado, que recibía una pequeña indemnización por su
asistencia al rey de Francia, obró en aquella ocasión realmente, se
reservó el derecho de pagar cuando quisiera y provisionalmente se
adjudicó el objeto que había excitado su capricho. No hay duda de que
pudo coger otras cosas mucho más preciosas. Sea como fuere, Sergent,
en su larga vida, muy honrada, ha sufrido esto miserablemente,
hablando de ello sin cesar, escribiendo de ello sin parar, apostándose al
paso de los extranjeros de Europa, deteniéndolos, obligándolos por

257
decirlo así, a oír su apología. Hasta su muerte, estuvo como perseguido
por aquel fúnebre dije, que parece haberle tentado pérfidamente para
amargarle sus días con el recuerdo de Septiembre.
Todo el mundo, en realidad, en aquellos momentos, obraba a lo
rey. Habiendo sido descubiertos bajo los escombros del Carrousel unas
cuevas con toneles de aceite y de vino, los transeúntes, como pueblo
soberano, herederos naturales del rey, decidieron que el aceite y el vino
les pertenecía. Bebieron el vino, vendieron el aceite, y todo esto
sencillamente, en pleno día, sin reparos ni escrúpulos.
No era esto solo. Se recordará que un miembro de la Comuna
había creído en el mes de Agosto que debía retirar del Guarda-Muebles
un cañoncito de plata. Este hecho llamó la atención de algunos sobre el
depósito dicho.
Notaron que apenas estaba custodiado; no se podía ni reunir ni
mantener un destacamento bastante numeroso de guardia nacional. En
el saqueo universal que imperaba por doquier, se adjudicaron la mejor
parte, los diamantes de la corona. Se llevaron entre otros el Regente, y
esperando la ocasión de poderse deshacer de él, le ocultaron bajo una
viga de una casa de la Cité.
La audacia de semejante robo revelaba bien a las claras la
debilidad de los poderes públicos. El ministro del interior iba
invariablemente todas las mañanas a la Asamblea a confesar que no
podía nada, que-no era nada, y que la autoridad ya no existía.
La conciencia pública flotaba, conmovida por la matanza; muchos
hombres juzgaban problemático el derecho del prójimo a la vida. Un
cura, el superior de Sainte-Barbe, había obtenido, el 10, un pasaporte de
Roland, a título de humanidad; esta era la nota del ministro. En el
momento de partir, hizo noche en casa de un pariente suyo, que le
septembrizó. El hecho fué revelado por una muchacha que durmió con
el asesino aquella misma noche.
Circulaban rumores horribles; las prisiones, llenas de nuevo y
atestadas, temían de un momento a otro que empezase otro degüello
general. Los prisioneros de Santa Pelagia, con la agonía del miedo,
dirigieron una petición a la Asamblea para que no se les matase, por lo
menos antes de juzgarles.
La misma Asamblea estaba tan en peligro como todo el mundo.
Marat pedía todos los días que fueran degollados aquellos traidores,
aquellos realistas, aquellos partidarios de Brunswick. Asesinar a la
Legislativa era su tema ordinario.

258
Lo más extraño, lo que no se hubiera podido adivinar jamás, es
que al parecer quería ya que se degollase a la Convención que no existía
todavía. Recomendaba al pueblo que la rodeara, «que quitase a sus
miembros el talismán de la inviolabilidad, a fin de poder entregarlos a la
justicia popular... Importa, decía, que la Convención esté sin cesar a la
vista del pueblo y que pueda apedrearla...»
Degollar a la Asamblea antigua, amenazar de muerte a la otra que
llegaba, era el medio infalible para impedir el restablecimiento del orden,
toda resurrección del poder público.
Y hubo felizmente diputados enérgicos que, importándoles poco
vivir o morir, insistieron con indignación para salvar al menos su honor,
para rechazar el infame dictado de traidores que tan atrevidamente se
prodigaba contra los miembros de la Asamblea. Aubert-Dubayet instó a
la comisión encargada de examinar los papeles cogidos el 10 de Agosto,
para que dijera si había alguien que inculpase verdaderamente a alguno
de los representantes. El irreprochable Gohier, miembro de esta
comisión, repuso:
«Que, examinados aquellos papeles en presencia de los
comisarios de la Comuna, no habían ofrecido nada que pudiese arrojar
la menor sospecha contra ninguno de los miembros de la Asamblea
legislativa.»
Cambon se expresó entonces con la profunda indignación de la
virtud ultrajada.
«¡Se dice, se publica que cuatrocientos diputados son traidores, y
continuamos aquí repitiéndonoslo al oído!... ¡No, no, muramos si es
preciso pero que se salve Francia!... La soberanía esta usurpada. ¿Por
quién? Por treinta o cuarenta personas asalariadas por la nación ... ¡Que
se armen todos los ciudadanos! ¡Requiramos la fuerza armada! Ella
aplastará, a esas gentes de lodo que venden la libertad a cambio de oro.
Pido que las autoridades comparezcan ante la barra, que la Asamblea les
diga el estado de París y les recuerde su juramento.»
Esta violenta exclamación con que el hombre más considerado por
su probidad hacía una especie de llamamiento a las armas contra la
Comuna era menos terrible aun en si misma que por la ocasión que la
había motivado; la ocasión era nada menos que el robo del Guarda-
Muebles. El suceso del cañón de plata, el de la plata robada, el del
camafeo de Sergent, un gran número de embargos ilegales de objetos
preciosos, la falta de orden y de contabilidad, hacían demasiado
verosímil esta acusación (en realidad, injusta).

259
Aquel mismo día, 17 de Septiembre, Danton creyó que la Comuna
estaba bastante quebrantada, y tuvo un rasgo de audacia. Sin
preocuparse de lo que dijera el comité de vigilancia, ni de los ladridos de
Marat, encargó el asunto de Duport, no al tribunal extraordinario, como
había ofrecido él mismo, sino sencillamente al tribunal de Melún,
encargándole que fallase acerca de la legalidad de la detención de
Duport.
Este tribunal no perdió un minuto, y el 17, en cuanto se recibió el
correo, declaró ilegal la detención y puso en libertad al prisionero.
Danton aprovechó la ocasión para hacer una cosa muy humana.
Hizo abreviar para todos los detenidos que habían escapado de la
matanza, el tiempo de su detención.
Un hecho demostró cuanto había cambiado la situación en pocos
días: una comuna del Franco-Condado no temió prender a dos de
aquellos terribles comisarios de la salud pública. La comuna del
Champlitte, en nombre de la igualdad, declaró que no obedecía a la de
París. — Este ejemplo fué imitado por un gran número de ciudades.
El consejo general de la Comuna comprendió que ya era tiempo de
sacrificar a su comité de vigilancia.
El 18 por la noche se sublevó violentamente contra este comité,
rechazó sobre él la responsabilidad de todo lo que se había hecho, le
anuló y recordó que ninguna persona extraña al consejo general podía
formar parte del comité de vigilancia. Esto en contra de Marat,
introducido subrepticiamente, contra Pañis, el culpable introductor de
Marat.
La loca y furiosa audacia de los maratistas era tan conocida, que
no podía creerse que recibiesen aquel golpe sin contestar con un crimen,
con alguna nueva tentativa de matanza. Estos temores aumentaron en
vez de disminuir, cuando el 19, declaró el consejo general que estaba
dispuesto a morir por la seguridad pública.
El mismo día proclamó la Asamblea, en un manifiesto para terror
de la Francia, el rumor que corría. Que el día en que cesara la Asamblea
en sus funciones serían asesinados los representantes del pueblo.
Sancionó medidas de seguridad para la ciudad de París, singularmente
aquella federación de defensa mutua de la que había dado el ejemplo la
sección de la Abadía, y la obligación que tenían todos los ciudadanos de
llevar siempre consigo una tarjeta de seguridad.
A pesar de todas estas precauciones nadie estaba tranquilo. Nadie
se persuadía de que Francia franquearía sin algún nuevo y terrible
choque el temido paso de la Legislativa a la Convención. ¿Aquellos que

260
para sostenerse habían empuñado una vez el vacilarían en volverle puñal
del 2 de Septiembre, a empuñar? Nadie lo creía. Un gran número de
diputados estaban convencidos de que les quedaba muy poco tiempo de
vida. La mayor parte juzgaba que era inminente una nueva matanza en
las prisiones. Vergniaud halló en aquella espera, temible para los
corazones vulgares, en un rapto de inspiración sublime, una frase
sagrada que repetirán los siglos venideros.
Otros que no tenían derecho para decirla, han usurpado aquella
frase. Han dicho después que Vergniaud: «¡Perezca mi memoria por la
salvación de Francia!» Para que se inmole su memoria, es preciso

Vergniaud, ¡después de haber hablado de la tiranía de la Comuna


y demostrado que Francia estaba perdida si no derrocaba aquella nueva
realeza: «Tienen puñales ya, lo sé... ¿Pero ¿qué le importa la vida a los
representantes del pueblo cuando se trata de su salvación?... Cuando
Guillermo Tell apuntó la flecha para disparar contra la fatal manzana
colocada sobre la cabeza de su hijo, dijo: ¡Perezcan mi nombre y mi
memoria, con tal de que Suiza sea libre!... Y nosotros también diremos:
¡Perezca la Asamblea nacional, con tal de que sea libre Francia! ¡Que
perezca, si evita una mancha al nombre francés! ¡si su vigor enseña a la
Europa que a pesar de las calumnias, hay aquí algún respeto a la
humanidad y alguna virtud pública!... ¡Sí, perezcamos y ojalá sobre
nuestras cenizas puedan nuestros sucesores, más felices, asegurar la
dicha de la Francia y fundar la libertad!»
La Asamblea en masa se levantó, lo mismo que el público de las
tribunas. Aquella generación heroica se sacrificó en aquel momento, por
las que habían devenir. Todos repitieron a una voz: «¡Sí, sí, perezcamos,
si es preciso... y perezca nuestra memoria!»
El pueblo que esto decía merecía no perecer. —Y en aquel mismo
momento se había salvado. Francia ganó tres días después la batalla de
Valmy.

261
CAPITULO XV

Batalla de Valmy (20 de Septiembre del 92.)

Impulso de la guerra. —Muerte heroica de Beaurepaire (1. ° de Septiembre). —


Ofrecimientos patrióticos —Admirable concordia de los partidos. —Dumouriez apoyado por
los Girondinos, los Jacobinos y por Danton. —Abnegación unánime de todos. —Profunda
inmoralidad de las potencias invasoras. —Duda e incertidumbre de los alemanes. —Goethe y
Fausto. —Indecisión del duque de Brunswinck. —Los prusianos hablan de restaurar el clero y
de obligar a que sean devueltos los bienes nacionales. —Pureza heroica de nuestro ejército;
como recibe a los septembrizadores. — Dumouriez se deja envolver. —Unanimidad para
sostenerle. —Estado formidable de los campos del Este—Dumouriez y Kellermann en Valmy
(20 de Septiembre). —Firmeza del ejército bisoño bajo el fuego.—Los prusianos avanzan dos
veces y se retiran

El gran orador había sido, en aquel momento sublime, el pontífice


de la Revolución. Había hallado y dado la fórmula religiosa de la
abnegación heroica. Así en las antiguas batallas de Roma, cuando la
victoria estaba indecisa, cuando vacilaban las legiones, avanzaba el
pontífice, vestido de blanco, al frente del ejército y pronunciaba las
palabras del rito sagrado; se presentaba un hombre, Decio o Curtió, que
las repetía palabra por palabra y se sacrificaba por el pueblo. Aquí,
Vergniaud fué el pontífice; pero no fué un hombre el que repitió su
fórmula, fué todo el pueblo. Francia fué Decio.
No, la anarquía de París no debía engañar a nadie sobre el carácter
de aquel momento. Aquella muerte era una vida. El alejamiento que se
reprochaba a la población por los trabajos interiores obedecía a su
impulso por la guerra. Comprendía muy bien instintivamente que la
batalla del mundo no se libraría aquí.
La defensa está en la mano y no está en el corazón. Preparar la
defensa de París es siempre el augurio más triste. Sépase bien que el día
en que el pesado materialismo de la monarquía fortificó a París, lo
debilitó. El día en que queráis que sea inexpugnable derribad sus
murallas.
La defensiva no es para Francia. Francia no es un escudo. Francia
es una espada viva. Ella misma se dirigía a la garganta del enemigo.
Cada día salían de París 1.800 voluntarios, y así hasta 20.000.
Hubiera habido muchos más si no los hubieran contenido. La Asamblea
se vio obligada a retener en sus talleres a los tipógrafos que imprimían
las actas de sus sesiones. Tuvo necesidad de decretar que cierta clase de
obreros, los herreros, por ejemplo, útiles para fabricar armas, no debían
partir. No habría quedado ninguno para forjarlas.

262
Las iglesias presentaban un espectáculo extraordinario, como no
le ofrecían hacía muchos siglos. Habían vuelto a adquirir el carácter
municipal y político que tuvieron durante la edad media. Las asambleas
de las secciones que en los templos se celebraban recordaban las de las
antiguas comunas de Francia o las de los municipios italianos que se
reunían en las iglesias. La campana, ese gran instrumento popular cuyo
monopolio se ha apropiado el clero, había vuelto a ser lo que fue
entonces, la gran voz de la ciudad, el llamamiento al pueblo.
Las iglesias de la edad media habían recibido a veces las ferias y
las reuniones comerciales. El 92, ofrecieron un espectáculo análogo
(pero menos mercantil, más conmovedor), las reuniones de la industria
patriótica que trabajaba para la salvación común. Allí se habían reunido
millares de mujeres para preparar las tiendas, los vestidos, los equipos
militares. Trabajaban y eran felices, comprendiendo que con aquel
trabajo daban albergue y vestían a sus padres y a sus hijos. Al principio
de aquella ruda campaña de invierno que se preparaba para tantos
hombres hasta entonces quietos en el hogar, calentaban de antemano
aquel pobre traje de soldado con su aliento y su corazón.
Cerca de aquellos talleres de mujeres, las mismas iglesias ofrecían
escenas misteriosas y terribles de numerosas exhumaciones. Se había
acordado de que se aprovecharía para el ejército el cobre y el plomo de
los féretros. —¿Por qué no? ¡Y cuán cruelmente no se ha injuriado a los
hombres del 92 por aquel trasiego de las tumbas! ¡Cómo! ¿la Francia de
los vivos, tan próxima a perecer, no tenía derecho a pedir socorro a la
Francia de los muertos, y obtener de ella armas para defenderse? Si para
juzgar semejante acto, es preciso-conocer la opinión de los muertos, la
historia responderá, sin vacilar, en nombre de nuestros padres cuyos
sepulcros se abrieron, que las hubieran dado para salvar a sus hijos. —
¡Ah! si hubieran sido interrogados los mejores de aquellos muertos, si
se hubiera podido conocer la opinión de un Vauban, de un Colbert, de
un Catinat, de un canciller Hopital, de todos estos grandes ciudadanos,
si se hubiera consultado el oráculo de la que merece no una tumba, si
no un altar, de la Doncella de Orleans toda aquella antigua y heroica
Francia habría contestado: «No vaciléis, abrid, registrad, tomad nuestros
féretros, nuestros huesos, si aquellos no bastan. Todo lo que resta de
nosotros llevárselo, sin dudar, para hacer frente al enemigo.»
HISTORIA DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 269
Un sentimiento muy parecido hizo vibrar á la Francia estremeciéndola
profundamente, cuando en efecto, la atravesó un ataúd, traído desde la

263
frontera, el del inmortal Beaurepaire, que no con palabras, si no con un
acto y de un golpe, le dijo lo que debía hacer en aquellas
grandes circunstancias.
Beaurepaire, antiguo oficial de carabineros, había formado y
mandado, desde el 89, el intrépido batallón de los voluntarios de Maine
y Loire. En el momento de la invasión aquellos valientes tuvieron miedo
de no llegar bastante aprisa.
No se entretuvieron hablando en el camino; atravesaron toda
Francia a paso de carga y se metieron en Verdun. Tenían el
presentimiento de que en medio de las traiciones que les rodeaban,
debían perecer. Encargaron a un diputado patriota que diese a sus
familias el último adiós, que las consolase y las dijese que habían
muerto. —Beaurepaire acababa de casarse, se separaba de su joven
esposa, y no por ello tuvo menos firmeza. El comandante de Verdun
reunió un consejo de guerra para que le autorizasen a entregar la plaza.
Beaurepaire rechazó todos los argumentos de la cobardía. Viendo por fin
que no conseguía nada de aquellos nobles oficiales, cuyos corazones
realistas estaban ya en el otro campo: «Señores, dijo, he jurado no
entregarme si no muerto... Sobrevivid á vuestra vergüenza... Soy fiel a
mi juramento; he aquí mi última palabra, yo muero.» Y se levantó la tapa
de los sesos.
La Francia se reconoció, y se estremeció de admiración. Se puso la
mano sobre el corazón y sintió que la fe volvía a él. La patria no flotó ya
incierta é indecisa; se la vio real y viva. No se duda de los dioses ante los
que así se sacrifican.
Con un verdadero sentimiento religioso, millares de hombres
apenas armados, mal equipados todavía, pedían desfilar ante la
Asamblea nacional. Sus palabras, a menudo enfáticas y declamatorias,
que atestiguaban su impotencia para expresar lo que sentían, rebosan el
sentimiento vivísimo de fe que henchía sus corazones. No es en los
discursos preparados de sus oradores donde hay que buscar aquellos
sentimientos, si no en los gritos, en las exclamaciones que brotan de sus
pechos: «Venimos como a la iglesia,» decía uno. —Y otro: «Padres de la
patria, henos aquí; bendeciréis a vuestros hijos.»
En aquellos días, el sacrificio fué verdaderamente universal,
inmenso y sin límites. Varios cientos de miles dieron sus cuerpos y sus
vidas, otros su fortuna, todos sus corazones, con el mismo impulso...
De entre las interminables columnas de aquellas ofrendas infinitas
de un pueblo, entresaquemos cualquier línea, al azar.

264
Unas pobres mujeres del Mercado llevaron cuatro mil francos, el
producto sin duda de algunas toscas alhajas, acaso sus anillos de boda...
Varias mujeres de los departamentos, especialmente las del Jura,
habían dicho que si partían todos los hombres ellas harían las guardias.
Esto fué también lo que ofreció en la Asamblea nacional una tendera de
la calle de San Martín que iba con su hija. La madre dio su cruz, un
corazón de oro y su dedal de plata. La niña dio lo que tenía, un pequeño
cubierto de plata y una moneda de quince sueldos. ¡Aquel dedal, el
instrumento de trabajo para la pobre viuda, la pequeña moneda que
constituía toda la fortuna de la niña! ¡Ah! ¡tesoro! ¿Y cómo así no había
de vencer la Francia?... ¡Dios te lo premie en el cielo, niña! ¡Con tu dedal
y tu moneda de plata va la Francia a organizar
ejércitos, ganar batallas, derrotar a los reyes en Jemmapes!... ¡Tesoro
sin fondo!... Y cuántos más enemigos vengan más se encontrará
todavía... Al cabo de dos años habrá para pagar nuestros doce ejércitos.
Ningún partido, preciso es decirlo, se mostró indigno de la Francia
en aquel momento sagrado. Digamos mejor, si había violentos
disentimientos sobre la cuestión interior, sobre la cuestión de la defensa
no hubo partidos. El pueblo fué admirable, y nuestros jefes fueron
admirables.
Demos gracias a la vez a la Gironda, a los Jacobinos y á Danton.
La salvación de la patria dependió ciertamente de un acto muy
hermoso, desde luego de unanimidad, de sacrificio mutuo, que
realizaron en aquel momento encarnizados enemigos. Todos se
pusieron de acuerdo para confiar la defensa nacional a un hombre al que
la mayor parte odiaba y detestaba.
Los Girondinos odiaban a Dumouriez, y no sin razón. Ellos le
habían hecho llegar al ministerio, él les había arrojado de él con tanta
falsedad como ingratitud. Ellos fueron a buscarle al ejército del Norte, en
la modesta situación que ocupaba, y le nombraron general en jefe.
Los Jacobinos no querían de ningún modo a Dumouriez;
comprendían bien su doble juego. Sin embargo, juzgaron que aquel
hombre querría, ante todo, la gloria, que querría vencer. Esta fué la
opinión de un joven muy influyente entre ellos, Couthon, amigo de
Robespierre; aprobaron y sostuvieron su nombramiento de general en
Jefe
Danton hizo más. Dirigió a Dumouriez. Le envió sucesivamente su
idea, Fabre d'Eglantine, y su brazo, Westermann, uno de los
combatientes del 10 de Agosto. Rodeó aquel espíritu intrigante del

265
antiguo régimen del gran aliento revolucionario, que de otro modo le
hubiera faltado.
Hubo así perfecta unanimidad en la elección del hombre, y la
misma unanimidad para concentrar todas las fuerzas en su mano.
Fueron separados o se le subordinaron todos los oficiales
generales que podían pretender una parte del mando. El viejo Luckner
fué enviado a Chalons para que formase reclutas. Se ordenó a Dillon,
más antiguo que Dumouriez en jerarquía militar, que obedeciese a
Dumouriez. La misma orden se dio a Kellermann, que gruñó, pero que
obedeció.
Todas las fuerzas de Francia, y su destino, fueron entregadas aun
oficial poco conocido y que basta entonces no había mandado en jefe.
Así es como el genio soberano de la Revolución elevaba a quien le
agradaba. ¿Por qué adivinaba también a los hombres? es que ella misma
era quien los hacía.
Esta vez hizo un hombre. Aquel Dumouriez que había vivido
miserablemente en los grados inferiores, en una diplomacia próxima al
espionaje, le coge la Revolución, le adopta, lo eleva por encima de sí
mismo, y le dice: Se tu mi espada.
Aquel hombre eminentemente valiente y espiritual no fué en
verdad indigno de las circunstancias. Demostró una actividad, una
inteligencia extraordinaria; sus Memorias lo atestiguan. Lo que no se ve
en ellas, sin embargo, es el espíritu de sacrificio, el ardor y la abnegación
que bailó por doquiera, y que hizo fácil su tarea; es la fuerte resolución
que se encontró en todos los corazones para salvar a la Francia a toda
costa, sacrificando no solo la vida, no solo la fortuna, si no el orgullo, la
vanidad, lo que se llama el honor. Solo un hecho para hacerlo
comprender. El valiente coronel Leveneur, que se hizo célebre por haber
tomado (él solo, puede asegurarse) la ciudadela de Namur había tenido
la desgracia de seguir a Lafayette en su fuga. Se arrepintió y volvió. No
ingresó de nuevo en el ejército si no como soldado, y sin murmurar, ciñó
el sable de sencillo húsar, basta que nuevos servicios le hicieron
acreedor a que se le devolviese su espada.
La unidad de acción era fácil con semejantes hombres. Hasta las
bandas indisciplinadas de voluntarios que llegaban de París, una vez en
los cuadros, contenidos, el mismo Dumouriez lo confiesa, se hacían
excelentes, soportaban las fatigas y las privaciones mejor que los
soldados veteranos.
En sus Memorias se ve bien todo lo que hizo por el ejército, pero
no se ve bastante como fué sostenido aquel ejército. Le sucede a

266
Dumouriez como a la mayor parte de los militares, que no toman
bastante en cuenta las causas morales. Hace abstracción del grande y
terrible efecto que produjo sobre el ejército alemán la unanimidad de la
Francia. No ve, al parecer, todos aquellos campamentos de guardias
nacionales que erizan las colinas de la Meurthe, de los Vosgos y de
tantos otros departamentos. No ve desde al Rhin al Marne, al aldeano
armado y de pie sobre su surco. Pero el enemigo le ha visto bien y be
aquí por qué ha insistido tan poco, por qué ha combatido tan poco y se
ha aprovechado tan poco de las faltas de Dumouriez.
He aquí el secreto de toda aquella campaña. No hay que buscarle
exclusivamente en las operaciones militares. Aquí, entre un desorden
inmenso, pero exterior, había una profunda unidad de pasión y de
voluntad, y de parte de los alemanes, con todas las apariencias del orden
y de la disciplina, había división, vacilación, incertidumbre absoluta
sobre los medios y el fin.
Para juzgar el principio de la guerra hay que ver el fin. Es preciso
para apreciar la estimación que merecen aquellos Cruzados que aquí
levantaron la bandera contra la Revolución, es preciso, digo, saber a qué
precio se arreglarán con ella dentro de algunos años. Después de tantas
frases sonoras sobre el derecho y la justicia, los caballeros se mostrarán
tales como son, como unos ladrones. Prusia robará en el Rhin y Austria
en Italia. Una y otra, no habiendo podido ganar nada al enemigo,
ganarán a costa de sus amigos. Cosa extraña, se los verá tender la mano
a la Francia y hacerse entregar por ella (una enemiga victoriosa) entregar
a sus propios amigos y decir poco más o menos esto: «No he podido
tomar tu vida. Dame la vida de mi hermano.»—Así Prusia devorará a los
pequeños príncipes alemanes y Austria absorberá a su fiel aliada
Venecia.
Todo esto se verá muy pronto. Pero sin esperar tanto, en el mismo
año en que estamos, en el 92, ¿cómo ver su horror la escena que ocurría
en el Norte?...
Por mi parte, no pido que se muestre humanitario el oso blanco de
Rusia, ni los cuervos de Alemania. Que Polonia sea devorada, no me
extrañará. Pero que aquellas bestias salvajes hayan podido tomar
formas humanas, voces dulces, palabras de miel, eso conmueve y da
frío... ¿Qué necesidad tenía Prusia de comprometer, de ofrecer, de
empujar a Polonia hacía la libertad? ¡Cómo! ¿miserable, para que
amenazada por los dientes del oso le diese Thorn y Dantzig? ¡Y qué cosa
más horrible que ver a la misma Rusia hablar de libertad, quejarse de
que Polonia no sea bastante libre! Luego, mezclándola burla con la

267
execrable hipocresía, acusar a su víctima tan pronto de que era realista,
¡como jacobina!... Por fin aquellas honradas gentes dirán el 93 que, en
su afán por la pobre Polonia y por miedo de que a sí misma no se
perjudique, creen conveniente para ella que se encierre, aún más, entre
ciertos límites.
En Francia es donde Prusia y Austria debían ¿encontrar su
expiación. Entraron como conquistadores y salieron como ladrones, sin
guerra formal y sin combate. Algunos cañonazos y los silbidos de
nuestras mujeres, esto es lo que nos costó. El famoso duque de
Brunswick se fué sin volverse....
¡Líbrenos Dios de insultar a la Prusia del gran Federico ni a sus
excelentes soldados a los que llevaba a la muerte!... La mala conciencia
de sus jefes, la vacilación natural del político inmoral que solo obedece
al interés del día, he ahí lo que perdió a aquellos pobres alemanes y les
puso en ridículo. Digámoslo también, su bondad excesiva, su dulzura, su
paciencia para seguir a sus indignos reyes.
Los dos ladrones, Prusia y Austria, no obraban de ningún modo de
acuerdo. El prusiano, solicitando hacía mucho tiempo el tratar aparte,
era por esto mismo sospechoso a su camarada. El austriaco, que se
mostraba como pariente de la reina de Francia, tenía sin embargo el
pensamiento secreto de robar por su parte, de meter las manos en la
Alsacia o en los Países Bajos, aprovechándose de la miseria de Luis XVI,
al que venía a poner en libertad, para despojarle al mismo tiempo.
Con tan buenas disposiciones y tales secretas miras, se guardaron
muy bien de conceder a monsieur el título de regente de Francia, que
hubiera agrupado a su alrededor a todos los realistas, dando una nueva
energía al ejército de los emigrados. No querían de ninguna manera
triunfar gracias a los franceses. Querían obtener buen éxito y temían
obtenerlo demasiado bueno. Querían y no querían.
Si entre el ejército de los emigrados había alguno oficial
inteligente, intrépido como Mr. de Bouillé, se guardaron bien de
emplearle; se le mantuvo en última fila, dejándole en el bloqueo de
Thionville, enviándole al Rhin, a Suiza, a todas partes, en fin, donde era
inútil.
Es curioso ver al ejército de la contrarrevolución caminar
pesadamente por Coblenza y Treves; hermoso ejército, por lo demás,
bien organizado, rico, sobrecargado de equipajes magníficos, con un
tren real y otro de no sé cuántos príncipes. Brunswick, el general en jefe,
había dicho: «Es un paseo militar.» El rey de Prusia había abandonado
sus queridas para dar aquel paseo. Su presencia, la conservación de su

268
preciosa persona, hubiera hecho prudente á Brunswick, si ya él no lo
hubiera sido.
Lo esencial, no era vencer; el interés capital estaba en no exponer
demasiado al rey de Prusia, devolviéndole sano y salvo.
Esta es la idea que el prudente Brunswick debió acariciar sin cesar,
y a esto se limitó el éxito de la expedición.
Brunswick era ya un hombre de edad; era él también príncipe
soberano; era un hombre prodigiosamente instruido; además vacilante
y escéptico. El que sabe mucho, duda mucho. Lo único en que creía era
en el placer. Pero el placer prolongado más allá de cierta edad enerva no
solo el cuerpo, sino también la facultad de querer. El duque se había
conservado valiente, sabio, espiritual, lleno de ideas y de experiencia; no
había perdido más que una cosa, por lo que era eunuco; ¿qué cosa? La
voluntad.
En aquel ejército de reyes, de príncipes, había entre otros un
príncipe soberano, el duque de Weimar, y con él, su amigo, el príncipe
del pensamiento alemán, ya lo hemos dicho, el célebre Goethe. Había
venido a ver la guerra, y de paso, en el fondo de un furgón, escribía los
primeros fragmentos del Fausto, que publicó a su regreso. Aquel asiduo
cortesano de la opinión, que la expuso fielmente, sin adelantarse a ella
jamás, expresaba entonces, a su manera, la descomposición, la duda, el
desfallecimiento de la Alemania. En una obra sublime poetizaba su vacío
moral, la viva agitación de su espíritu. Salió de este estado
gloriosamente gracias a hombres de fe, á Schiller, á Fichte y sobre todo
a Beethoven. Pero aún no era llegado la hora.
Ninguna idea, ningún principio predominaban en aquel ejército.
Avanzaba lentamente, como era natural, no teniendo razón ninguna para
avanzar. Allí estaban los emigrados, rogando, suplicando, muñéndose
de impaciencia. Brunswick soñaba. Es verdad que podía tomar un
partido; pero este no valía más que otro, á menos que un tercero no
fuese mejor todavía. Por fin, cuando después de pensarlo se había
decidido hacer algo, comenzaba á ejecutarse lentamente por el prudente
prusiano Hohenlohe, ó por el más prudente aun el austríaco Clairfaf. Hay
que tener presente que no había habido guerra desde hacía treinta años.
La guerra veloz como el rayo del gran Federico había sido olvidada. La
prudente táctica de los generales austríacos era muy apreciada. ¿Qué
necesidad había de ir tan aprisa, si se podía, casi sin moverse, esperar
los mejores resultados?
No es conveniente, decía el duque de Brunswick a nuestros
fogosos emigrados, que demos algo de tiempo a esos realistas cuyos

269
socorros me prometéis, para que se decidan y se pongan en
movimiento. Sin duda van a llegar las diputaciones de un pueblo feliz al
ser libertado, que vendrán a saludar y alimentar a sus libertadores. «Aun
no los veo.»
Y en vez de verlos, el aldeano, en toda la línea, permanecía
maliciosamente inmóvil, guardaba y ocultaba sus granos, los recogía a
toda prisa y se los llevaba. Los alemanes se extrañaban de encontrar tan
pocos recursos. Se apoderaron de Longuy y de Verdun, como hemos
visto, pero por la traición de algunos oficiales realistas, por el miedo de
algunos burgueses que temieron el bombardeo; dos accidentes y nada
más. Los soldados de las guarniciones, los voluntarios de Ardennes, los
de Maine-et-Loire, forzados a entregarse, demostraron la más violenta
indignación. El joven oficial al que se obligó que llevase al rey de Prusia
la capitulación de Verdun, obedeció dando muestras de verdadera
desesperación; con el rostro inundado por las lágrimas. El rey preguntó
el nombre de aquel joven, que se llamaba Marceau.
Mezieres, Sedan, Thionville, demostraron mejor voluntad para
resistir que Verdun. Thionville fué sitiado con fuerzas considerables
(recibieron los sitiadores un refuerzo de doce mil hombres). Wimpfen, el
general francés que mandaba la plaza hizo un alarde de vigor; su defensa
era ofensiva: a cada momento, iba con audaces salidas a visitar
al enemigo.
Cuando Brunswick entró en Verdun, se encontró tan
cómodamente, que permaneció allí una semana. Los emigrados que
rodeaban al rey de Prusia, comenzaron ya allí a recordarle las promesas
que había hecho. El príncipe había pronunciado, al partir, estas palabras
extrañas. (Handenberg las oyó): Que no se intervendría en el gobierno
de la Francia, que solamente devolvería al rey la autoridad absoluta.
Devolver al rey la monarquía, los curas a las iglesias, las propiedades a
los propietarios, era su única ambición. Y a cambio de estos beneficios,
¿qué pedía él a la Francia? Ninguna cesión de territorio, nada más que
los gastos de una guerra emprendida para salvarla.
Esta sencilla frase devolver las propiedades significaba mucho. El
gran propietario era el clero; se trataba de restituirle unos bienes que
valían cuatro mil millones, de anular las ventas hechas por valor de mil
millones desde Enero del 92, y que habían acrecido después
enormemente en nueve meses. ¿En qué iban a convertirse una infinidad
de contratos de que aquella operación inmensa había sido la causa
directa o indirecta? No eran solamente los compradores los que
resultarían perjudicados, sino los que les habían prestado dinero, los que

270
de ellos los habían comprado a su vez, una multitud de terceras
personas... Un gran pueblo verdaderamente ligado a la Revolución por
un interés respetable. La Revolución había dado su verdadero destino a
aquellas propiedades distraídas bacía varios siglos del objeto a que las
habían destinado los fundadores piadosos, dedicándolas a la vida y
sustento del pobre. Habían pasado de la mano muerta a la viva, de los
perezosos a los trabajadores, de los abates libertinos, de los obesos
canónigos, de los fastuosos obispos, al honrado labrador. En aquel corto
espacio de tiempo se había formado una Francia nueva. Y aquellos
ignorantes que traían al extranjero no lo sospechaban siquiera. Ni los
dos agentes de Monsieur, ni M. de Caraman, agente secreto de Luís XVI,
que estaban al lado del Rey de Prusia, no le advirtieron el grave peligro
que se corría al tocar tan delicado asunto.
Apenas llegó a Verdún ordenó (o se ordenó en su nombre) a los
oficiales municipales de todas las ciudades que expulsasen a los curas
constitucionales y restablecieran a los que no habían jurado,
entregándoles los registros del estado civil, a fin de restituir a los
religiosos lo que les pertenecía. Lo mismo ocurrió en la frontera del
Norte. En todas las ciudades de Flandes francés en que penetraban
momentáneamente los austríacos, su primer cuidado era volver a
colocar a los curas que no habían prestado juramento.
Si Danton, si Dumouriez, hubiesen tenido el honor de pertenecer
al consejo del rey de Prusia, le habrían aconsejado, sin duda alguna,
semejantes medidas.
Al oír estas significativas palabras de restauración de los curas, de
restitución, etc., el aldeano aguzaba el oído y comprendió que era la
contrarrevolución la que entraba en Francia y que iba a ocurrir una
mutación inmensa de las cosas y las personas.
No todos tenían fusiles, pero los que tenían lo cogieron. El que
tenía una horquilla, tomó la horquilla, y el que una hoz, una hoz.
Sobre la tierra de Francia se verificó un extraño fenómeno.
Apareció cambiada de pronto al paso del extranjero. Se convirtió en un
desierto. Los granos desaparecieron, y como si hubieran sido
arrastrados por un torbellino, se trasladaron al Oeste. En todo el camino
solo quedó una cosa para el enemigo, los racimos verdes, la enfermedad
y la muerte.
El cielo estaba de su parte. Una lluvia constante, incesante, caía
sobre los prusianos, mojándolos basta los huesos, siguiéndoles
fielmente y preparándoles el camino. En Lorena encontraron ya barro;
en Metz y en Verdun la tierra comenzaba a empaparse; y por fin en la

271
Champagne se les apareció como un verdadero pantano en donde se
hundían en baches de mortero, como cogidos con lazo.
Los trabajos eran poco más o menos los mismos en los dos
ejércitos. La lluvia, pocas subsistencias, mal pan y mala cerveza. Pero en
lo moral la diferencia era muy grande. El francés cantaba, y en la avena
o en el centeno saboreaba alegremente el pan de la libertad.
Aquel atrevido Gascón que les llevaba al combate tenía en la
mirada y en la palabra un rayo del Mediodía que brillaba en aquel tiempo
sombrío. Se sabía que, siendo húsar a los veinte años, había sido
acuchillado y ahora, a los cincuenta estaba tan bueno... El general estaba
contento, y el ejército lo estaba también. El cuerpo que él había mandado
en Flandes, y que fué á su encuentro, muy atrevido, muy aguerrido, no
dejaba pasar un día, en sus primeros campamentos, sin dar bailes, y con
frecuencia los daba sobre terreno enemigo. En los bailes y en las batallas
figuraban en primera línea dos jóvenes y lindos húsares, que, si hemos
de creer las crónicas, eran nada menos que dos señoritas, dos hermanas,
muy juiciosas.
Aquel ejército estaba sin culpa en los excesos del interior. Tuvo
conocimiento de ellos con horror, y dio una violenta lección al populacho
armado que le mandaron de Chalons. Era una turba de voluntarios,
mitad fanáticos y mitad bandidos, que al leer la circular de Marat la
habían puesto en práctica al momento, matando a varias personas.
Llegaban, vociferando ante Dumouriez, gritando al traidor, pidiendo su
cabeza, y quedaron admirados del vacío inmenso que se hizo a su
alrededor. Nadie les habló. Al día siguiente, revista del general. Se vieron
rodeados de caballería, muy numerosa y muy hostil, dispuesta a
acuchillarlos, con la artillería amenazándoles por otra parte, que les
hubiera ametrallado a la menor señal. Entonces llegó Dumouriez con sus
húsares y les dijo: «Estáis deshonrados. Hay entre vosotros criminales
que os instigan al crimen; arrojadles vosotros mismos. A la primera
sedición os mando hacer pedazos. Aquí no consiento asesinos ni
verdugos... Si os igualáis a aquellos entre los que tenéis el honor de ser
admitidos, encontraréis en mí un padre.»
No pronunciaron una palabra, y llegaron a ser muy buenos
soldados. Adquirieron el espíritu general del ejército. Aquel ejército era
magnánimo, verdaderamente heroico por su valor y su humanidad. Más
tarde pudo observarse, en la retirada de los prusianos. Cuando los
franceses les vieron hambrientos, enfermos, lívidos, casi arrastrándose,
les miraban con piedad y les dejaban pasar. Todos los que llegaban para

272
entregarse veían el campamento francés convertido en hospital alemán
y encontraban enfermeros en vez de enemigos.
El ejército francés, al principio muy débil, era en cambio, mucho
más ligero y movible que el prusiano. Se trataba de reunir a los cuerpos
dispersos; esto es lo que realizó Dumouriez con un golpe de vista, una
audacia y una vivacidad admirables, tomando todos los desfiladeros del
bosque de Argonne en presencia del enemigo. El austriaco, que había
pasado el Meuse, se hallaba junto al bosque; podía perfectamente
oponerse a Dumouriez. Este, con un falso ataque, les hizo repasar el
Meuse, les escamoteó, por decirlo así, la posición ocupada, y tomó los
desfiladeros en las barbas del austriaco asombrado (el 7 de Septiembre).
El solo, así lo asegura, sostuvo contra todos que era preciso
defender la línea de Argonne, que separa el rico país de Metz, Toul y
Verdun de la Champagne Pouilleuse. En vano insistían para que se
retirara hacia Chalons y defendiera la línea de Maine. Pudo despreciar
aquellos murmullos; cualquier otro general se hubiera visto precisado á
ceder. Pero Dumouriez tenía a su lado, cerca de él, durante la campaña,
para responder por él y sostenerle, á Westermann, es decir a Danton.
Solamente cometió la falta de escribir a París: «Que Argonne sería
las Termopilas de la Francia, que él las defendería, y que sería más
afortunado que Leónidas.» El Leónidas francés estuvo a punto de
perecer como el otro. Confiesa él mismo, con una sinceridad propia tan
solo de los hombres superiores, que defendió mal uno de los pasos del
Argonne, y que se dejó cercar (13 de Septiembre).
Dos de sus lugartenientes se hallaban en plena retirada, y ya no
sabía ni donde estaban. Por un momento se vio reducido a quince mil
hombres, perdido sin recursos, si los austríacos que habían forzado los
desfiladeros se aprovechaban de sus ventajas. Una vez más perdieron el
tiempo. Dumouriez en una lluviosa noche, sin ruido, verificó su retirada,
y fue seguido con tal lentitud, que pudo reunir sus tropas y hacer venir
desde Rethel a Beurnonville con diez mil hombres.
Aquella retirada fue turbada dos veces por inexplicables pánicos,
en los que 1500 húsares austríacos, con alguna artillería volante,
dispersaron cuerpos seis veces más numerosos. Lo peor fue que dos mil
hombres corriendo treinta ó cuarenta leguas, iban publicando por todas
partes que el ejército había sido destruido. El rumor llegó hasta París
causando viva alarma, hasta que el mismo Deumouriez escribió lo
ocurrido, con toda exactitud, á la Asamblea nacional. La Asamblea y los
ministros, en aquella ocasión se mostraron admirables. A pesar de este
doble accidente, los ministros girondinos, por una parte, y Danton por

273
otra, sostuvieron unánimemente á Dumouriez. La opinión se mantuvo
enérgica y firme a favor del general en retirada. Dumouriez arrollado; el
ejército perseguido, se detuvieron, sostenidos por el corazón invencible
de la Francia.
El 17 de Septiembre ocupó el campo de Sainte-Menehould, y ante
él se posesionaron los prusianos de las colinas opuestas, que se
llamaron el campo de la Luna. Ellos estaban más cerca de París, él más
cerca de Alemania. ¿Cuál de los dos contenía al otro? era discutible.
«Nosotros les aislamos de París, decían los prusianos.» En realidad su
situación era muy comprometida. Su pesado ejército, cargado de
impedimenta, no podía proseguir su camino fácilmente ante un ejército
ligero, ardoroso, que le estrechaba por la retaguardia. No podía
alimentarse; sus convoyes venían de lo más profundo de Alemania y se
quedaban en el camino. El suelo de Francia le rechazaba y no le ofrecía
nada para vivir más que el mismo suelo. Su ejército con todos aquellos
equipajes reales no era ya más que una procesión lúgubre, que iba
dejando todos sus hombres en los caminos. El desfallecimiento era
extremado. Se veían atascados en la fangosa Champagne, bajo una
lluvia implacable, como tristes babosas que se arrastran, sin adelantar
un paso, entre el agua y la lluvia.
Dumouriez, al que se le unió el 19 Kellermann, se encontró al frente
de setenta y seis mil hombres, más fuertes que los prusianos que no
eran más que sesenta mil. Estos, internados en Francia, habiendo dejado
á un lado Thionville y otras plazas, se enteraban de que en el mismo
momento un ejército francés invadía la Alemania. Custine marchó contra
Spire, saltándola el 19. Le llamaban en Maguncia y en Francfort. Una
Alemania revolucionaria, una Francia, por decirlo así, se alzaba
inopinadamente para dar la mano a la Francia desde la otra orilla del
Rhin.
Aquí, corría la población al combate con tal arranque, que la
autoridad comenzaba a asustarse y la contenía. Masas compactas casi
sin armas, se precipitaban hacia un mismo punto; no sabían cómo
alojarlas, ni como mantenerlas. En el Este, especialmente en la Lorena,
las colinas y todos los puestos elevados se habían convertido en otros
tantos campamentos groseramente fortificados con árboles caídos, a la
manera de nuestros antiguos campos en tiempo de César. Versingetorix
se hubiera creído, ante aquel espectáculo, en plena Galia. Los alemanes
se preocupaban con razón, cuando avanzaban, al dejar tras sí aquellos
campamentos populares. ¿De qué modo volverían? ¿cómo hubiera sido
una derrota a través de aquellas masas hostiles, que habrían bajado

274
contra ellos de todas partes, como las aguas cuando se produce un gran
deshielo?... ¿Debían apercibirse: ¿no era con un ejército con quien tenían
que luchar, si no contra toda la Francia? ¿Qué era comparado con ella
aquel ejército de setenta mil alemanes? Desaparecía como una mosca
en aquel espantoso océano de poblaciones armadas.
Tales eran sus preocupaciones, serias en verdad, cuando vieron
que se realizaba, sin haberlo podido impedir, la reunión de Dumouriez y
Kellermann. Este, antiguo soldado alsaciano de la guerra de los Siete
años, celoso de Dumouriez, no había seguido de ningún modo sus
indicaciones. Se había alejado un poco de él. En el Valle que separaba
los dos campos, el francés y el prusiano, se había colocado delante,
sobre una especie de promontorio, de protuberancia avanzada, donde
se hallaba el molino de Valmy. Buena posición para el combate
detestable para la retirada. Kellermann - no hubiera podido retroceder
más que haciendo pasar su ejército por un solo punto con el mayor
peligro. No podía replegarse sobre la derecha de Dumouriez si no
atravesando un pantano donde se habría atascado; y aún menos sobre
la izquierda de Dumouriez, del que estaba separado por un pantano y
por un profundo valle.
No había, pues, retirada fácil; pero para el combate, la posición era
tanto más ventajosa cuanto atrevida. Los prusianos no podían llegar a
Kellermann más que recibiendo en el flanco todos los fuegos de
Dumouriez. Hermoso lugar para vencer ó morir. Aquel ejército
entusiasta, pero poco aguerrido todavía, quizás necesitaba que le
cerrasen la retirada.
Por otra parte, para los prusianos era materia de gran reflexión;
debieron comprender que los que se habían situado allí no querían
retroceder.
Suprimimos de una narración seria las circunstancias épicas, con
que la mayor parte de los historiadores han creído que debían adornar
aquel gran hecho nacional, bastante hermoso para poder prescindir de
adornos. Con mayor razón prescindiremos dé las ficciones torpes con las
que se ha pretendido confiscar en provecho de tal o cual individuo lo que
es la gloria de todos.
Reservamos solamente la parte real que corresponde a Dumouriez.
Aunque Kellermann se había colocado de otro modo que como él le
había ordenado, aunque, contra su parecer, hubiese tomado por campo
aquel puesto avanzado, Dumouriez demostró un celo extremado en
sostenerle por la derecha y por la izquierda. Cualquier pasión pequeña,
cualquier rivalidad desaparecían en tan solemnes circunstancias.

275
¿Hubiera ocurrido lo mismo entre generales del antiguo régimen? No
puedo creerlo. ¿Cuántas veces las rivalidades, las intrigas de los
generales cortesanos, continuadas en el campo de batalla, han sido
causa de nuestras derrotas?
No, el corazón se había agrandado entre nosotros; estuvieron por
encima de ellos mismos. Dumouriez no fué ya el hombre sospechoso, el
personaje equívoco; fué magnánimo, desinteresado, heroico, trabajó por
la salvación de la Francia y por la gloria de su colega; fué él mismo en
diversas ocasiones a sus filas, para compartir con él el peligro animarle
y ayudarle. Y Kellermann no fué el oficial de caballería, el valiente y
mediocre general que fué toda su vida. Fué un héroe aquel día, a la altura
del pueblo, porque fué ciertamente el pueblo el que estuvo en Valmy
mejor que el ejército. Kellermann se acordó siempre con cariño y ternura
del día en que fué un hombre, no un simple soldado, del día en que su
corazón vulgar fué visitado un momento por el genio de la Francia, y
pidió que su corazón pudiese descansar en Valmy.
Los prusianos ignoraban tan perfectamente con quien tenían que
habérselas, que creyeron que habían copado a Dumouriez, cerrándole el
camino. Se figuraron que aquel ejército de vagos, de sastres y de
zapateros, como decían los emigrados, tenía prisa por ir a esconderse en
Chalons, en Reimes. Se quedaron algo admirados cuando les vieron
audazmente apostados en aquel molino de Valmy. Supusieron por lo
menos que aquellas gentes, de las que la mayor parte no habían oído
jamás el cañón, se asombrarían al oír el nuevo concierto de sesenta
bocas de fuego. Sesenta les contestaron y todo el día, aquel ejército,
compuesto en parte de guardias nacionales, soportó una prueba más
ruda que ningún combate; la inmovilidad bajo el fuego. Se tiraba entre
la bruma de la mañana, y más tarde entre el humo. La distancia, sin
embargo, era pequeña. Se tiraba sobre una masa: poco importaba
apuntar. Aquella masa viva, de un ejército bisoño conmovido por su
primer combate; de un ejército ardiente y francés que se consumía de
impaciencia por avanzar, se mantenía allí bajo las balas, recibiéndolas a
millares, sin saber si las suyas daban en el blanco; aquel ejército
soportaba la prueba más ruda que pueda darse. Sin razón se pretende
disminuir el honor de aquella jornada. Un combate de ataque o de asalto
habría honrado menos la Francia.
Por un momento los obuses dé los prusianos, mejor dirigidos,
sembraron la confusión. Cayeron sobre dos cajas que explotaron
hiriendo y matando a mucha gente. Los conductores de los carros se
apartaron a toda prisa de la explosión, y algunos batallones comenzaron

276
a vacilar. La desgracia hizo que en aquel momento una bala matase el
caballo de Kellermann, derribándole en tierra. Montó en otro en seguida,
con gran sangre fría, y rehízo las líneas indecisas. Ya era tiempo.
Los prusianos, dejando a la caballería en batalla para sostener la
infantería, formaban esta, en tres columnas que se dirigían hacia el llano
de Valmy (a eso de las once). Kellermann vio este movimiento, forma
también tres columnas de frente y manda decir a toda la línea: «No
disparéis, esperad y recibidlos con la bayoneta.»
Hubo un momento de silencio. El humo se disipaba. Los prusianos
habían descendido y franqueaban el espacio intermedio con la gravedad
de un ejército veterano de Federico yendo a subir donde estaban los
franceses.
Brunswick enfocó su anteojo y vio un espectáculo sorprendente,
extraordinario. A imitación de Kellermann, todos los franceses, con sus
sombreros en las puntas de los sables, de las espadas y de las
bayonetas, habían lanzado un gran grito... Este grito de treinta mil
hombres atronaba todo el valle: era como un grito de alegría, pero
admirablemente prolongado; no duró menos de un cuarto de hora;
cuando acabó, empezó de nuevo, con más fuerza cada vez: la tierra
temblaba... Era: «¡Viva la nación!»
Los prusianos subían firmes y sombríos. Pero por firmes que
fuesen, las líneas flotaban, se producían vacíos por momentos, y luego
volvían a llenarse. Era que por la izquierda recibían una lluvia de hierro,
que les mandaba Dumouriez.
Brunswick contuvo aquella carnicería inútil e hizo tocar alto.
El espiritual y sabio general había reconocido muy bien en el
ejército que tenía enfrente un fenómeno que no se había visto desde las
guerras religiosas, un ejército de fanáticos, y si hubiera sido preciso, de
mártires. Repitió al rey lo que había sostenido siempre contra la opinión
de los emigrados, que el asunto era difícil, y que con las grandes
probabilidades que tenía Prusia en aquel momento para entenderse con
el Norte, era absolutamente inútil e imprudente comprometerse con
aquellas gentes.
El rey estaba sumamente descontento y mortificado. A eso de las
cuatro o las cinco se cansó de aquel eterno cañoneo que no producía
más resultado que aguerrir al enemigo. No consultó a Brunswick, y dijo
que se tocase a carga.
El mismo, según dicen, se acercó con su estado mayor para
reconocer de cerca a aquellos furiosos, aquellos salvajes. Llevó su

277
valerosa y dócil infantería bajo el fuego de la metralla, hacia el llano de
Valmy.
Y al avanzar, reconoció la actitud firme de los que les esperaban
allá arriba.
Estaban ja acostumbrados al trueno que oían desde tantas horas j
comenzaban a reírse de él.
Una seguridad visible reinaba en sus filas. Sobre todo, aquel
ejército gravitaba algo, como un reflejo heroico, del que no comprendió
nada el rey (si no la vuelta a Prusia).
Aquel reflejo era la Fe.
Y aquel alegre ejército que le miraba desde arriba era ya el ejército
de la REPUBLICA.
Fundada el 20 de Septiembre en Valmy, por la victoria, fué
decretada en París el 21, en el seno de la Convención.

278
CAPITULO XVI

El mundo se entrega a Francia —La Vendee contra Francia


(Septiembre Noviembre del 91),

Impulso universal del mundo hacia Francia. —Fácil conquista de


Niza. —La Saboya se entrega a Francia (fin de Septiembre).—Las
poblaciones del Rhin llaman a la Francia.— Spire, Worms, Maguncia
(Septiembre-Octubre).—Lille bombardeada rechaza a los austríacos (6
de Octubre). —Francia conquistadora contra su voluntad. —Los pueblos
libertados quieren ser franceses. — Francia no les acepta más que para
salvarlos. —Encuentra un enemigo en su seno. —Ingratitud de la
Vendee. —Su primer combate (24-25 de Agosto). —Parcialidad de la
Revolución por el aldeano (26 de Agosto). —La Revolución más cristiana
que la Vendee.

La Convención había enarbolado el 21 de Septiembre, en el


pabellón de las Tullerías, la bandera de la República. No habían
transcurrido dos meses y todos los pueblos de los alrededores habían
abrazado aquella bandera izándola sobre las torres de sus ciudades.
El 24 y 29 de Septiembre, Chambery y Niza abren sus puertas, la
puerta de Italia. Maguncia recibe el 24 de Octubre a nuestras tropas con
el aplauso de Alemania. El 14 de Noviembre es izada la bandera tricolor
en Bruselas; Inglaterra y Holanda la ven con horror flotar en la torre de
Amberes.
En dos meses, había inundado la Revolución a su alrededor todas
las orillas; subía, como el Nilo, saludable y fecunda, entre las
bendiciones de los hombres.
Lo más maravilloso en aquella admirable conquista, es que no fue
una conquista. No fué otra cosa más que un mutuo impulso de
fraternidad. Dos hermanos, largo tiempo separados, se encuentran y se
abrazan; esta es aquella grande y sencilla historia.
¡Hermosa victoria! ¡la única! ¡cómo no se ha vuelto a ver jamás!
Allí no había vencidos.
Francia dio un solo golpe y se rompió la cadena. Este golpe lo dio
en Jemmapes. Le dio con la autoridad de la fe, cantando su himno
sagrado. Los soldados bárbaros se estremecieron en sus reductos, bajo
tres líneas de fuegos, cuando vieron venir un coro de cincuenta mil
hombres que marchaban hacia ellos cantando: «Marchemos, hijos de la
Patria!»

279
¡Todos los pueblos repitieron! «¡Vamos, hijos de la Francia!» y se
arrojaron en nuestros brazos.
¡Era un espectáculo extraño! Nuestros cantos hacían caer todas las
murallas de las ciudades. Los franceses llegaban a las puertas con la
bandera tricolor, las encontraban abiertas y no podían pasar; todo el
mundo salía a su encuentro y les reconocía sin haberlos visto jamás; los
hombres les abrazaban; las mujeres les bendecían, los niños les
desarmaban... Les arrancaban las banderas, y todos decían: «Es la
nuestra.»
¡Grande y hermosa jornada para ellos! ¡Ganaban por nosotros, en
un día, toda la conquista de los siglos! Aquella herencia de razón y de
libertad por la cual suspiraron en vano tantos hombres, aquella tierra
prometida que hubieran querido entrever a costa de sus vidas, se las
daba de balde a quien las quería la generosidad de la Francia. Ya,
durante tres años, había formulado en leyes aquella sabiduría de los
¡siglos; ya ella había sufrido por aquellas leyes, las había ganado con su
sangre, con sus lágrimas... Aquellas leyes, aquella sangre y aquellas
lágrimas, las daba a todos, diciéndoles: «Esta es mi sangre bebed.»
No hay exageración en esto. Se ha podido poner en duda y sonreír.
Hoy la cosa está juzgada. ¿No los veis a todos (hasta la orgullosa
Inglaterra) haciendo un acto de contrición, que reclaman como su mejor
progreso leyes que la Francia ya poseía el 92 y que desde entonces
ofrecía generosamente a las naciones?
Y las naciones en cambio, se ofrecían, se entregaban ellas mismas.
Todas hacían señas a la Francia, la rogaban que las conquistase.
Refiramos una conquista, la de los puertos de Italia, del condado
de Niza, tomado y vuelto a tomar en otro tiempo, regado con tanta
sangre. Veamos lo que nos costó.
El rey de Cerdeña había hecho preparativos formidables. Tenía
sobre la frontera un ejército para invadir la Francia, una numerosa
artillería, doscientos cañones; los franceses tenían cuatro. Él tenía tropas
veteranas. Nosotros no teníamos más que guardias nacionales. El
general Anselmo recibe la orden de entrar; era, al parecer, ordenar lo
imposible: lo imposible se hace, sin disparar un tiro. Una flota francesa
amaga el ir a atacar a los piamonteses por la retaguardia; Anselmo
dispone alojamientos para cuarenta mil hombres (no tenía ni doce). Esto
bastó: el grueso ejército retrocede. Niza se entrega. Las fortalezas se
apresuran a abrirse. Anselmo va solo con catorce dragones, intima la
rendición á Villefranche, la amenaza y la toma; encuentra allí cien

280
cañones, cinco mil fusiles, municiones inmensas y dos barcos artillados
en el puerto.
La Saboya costó menos aún; no se necesitó ni astucia, ni amenaza.
Debió su libertad a su violento amor por la escarapela francesa.
Los emigrados, numerosos en Chambery, insolentes, pendencieros,
habían arrancado la escarapela tricolor a un negociante. Los saboyanos,
en venganza, ataron la escarapela realista en la cola de sus perros. Este
fué el principio de su revolución. Fué unánime, sin contradicción de
nadie. El general francés Montesquieu llegaba con precaución; al entrar
en Saboya había enviado un cuerpo para forzar ante todo los reductos
que se le opusieron. Fueron tomados sin trabajo; no había nadie en ellos,
los piamonteses se habían ido. Montesquieu, sin esperar a su ejército
que le seguía lentamente, partió al galope á Chambery. El solo conquistó
el país, entró triunfalmente en aquella ciudad, entre los gritos de un
pueblo ebrio de alegría. Los comisarios de la Comuna que se reunieron
con él muy pronto quedaron admirados, profundamente conmovidos, al
descubrir una Francia desconocida, una antigua Francia sencilla, que en
el idioma de Enrique VI balbuceaba la Revolución. Nada más original ni
más conmovedor que el encontrar allí vivas y jóvenes, todas nuestras
antiguas historias. Se canta todavía en el valle de Chaumonix, como cosa
nueva, la balada de Mr. de Biron, muerto en 1602. Simpático pueblo de
San Francisco de Sales, pueblo hecho por Rousseau (¿quién lo ha hecho
si no?) ¡Qué alegría para unos y otros el encontrarse después de tantos
siglos! ¡y con qué ardor se abrazaron los dos hermanos reunidos, bajo
el árbol de la libertad!
Desde que aquel excelente pueblo supo que llegaban sus
libertadores, ya no hubo manera de contenerle. Todo en masa salió a su
encuentro. Fué como un alzamiento universal de la comarca; solo los
hombres partieron, pero los árboles y las piedras, toda la tierra de
Saboya hubiese querido ponerse en camino. Una multitud inmensa
descendió de todas las montañas hasta Chambery, con espontáneo
impulso, con un mismo transporte de alegría y de reconocimiento.
Aquellas pobres gentes cruelmente oprimidas por el Piamonte, que les
prohibía a la vez la industria y el comercio, tenían desde hacía mucho
tiempo la costumbre de ir a buscarse la vida a Francia. Y ahora, era
Francia la que iba a verles, a sentarse en su hogar; iba hacia ellos, con
las manos llenas de los dones de Dios, llevándoles, todos en uno, el
tesoro de la libertad. Salvados por ella del bárbaro Faraón, entonaron
como Israel un cántico de libertad. Sesenta mil saboyanos a la vez, de
acuerdo con el ejército francés, cantaron la Marsellesa con inexplicable

281
devoción. Y cuando aquellos infelices llegaron a la estrofa: ¡Libertad
querida! se produjo un gran ruido, como el producido por una
avalancha: una avalancha de hombres por delante de los Alpes!
¡Conmovedor espectáculo! Todo aquel pueblo se había arrodillado; de
este modo acababa el cántico y regaban la tierra con sus lágrimas.
En el Rhin la misma facilidad, salvo un pequeño combate en Spire.
El general Custine tenía orden de operar sobre el Mosela, y hubiera
asegurado así la derrota de los prusianos. Pero los mismos alemanes
fueron a buscarle y le llevaron al Rhin. Dueño de Spire, cuyas puertas
forzó, fué llamado a Worms; un profesor de esta ciudad puso en ella al
ejército francés, y escribió en nombre de Custine, en nombre de la
Francia, el llamamiento de Alemania a la libertad. No era esta la primera
vez que Francia le hablaba así. En el siglo diez y seis, las mismas
proclamas, por el rey Enrique II, adornadas como en el 92 con el gorro
de la libertad. Aquellos ardientes patriotas alemanes que guiaban a
Custine, le prometieron Maguncia. El vaciló, y por un momento,
temiendo ser copado, retrocedió hacia Landau. Pero no soltaron su
presa; fueron a buscarle, le llevaron de grado o por fuerza, y le obligaron
contra su voluntad a hacer aquella conquista que le cubría de gloria. Uno
de los sujos mandaba los ingenieros en Maguncia, y decidió la rendición.
Produjo gran admiración el saber que se había rendido semejante plaza,
con todo un ejército por guarnición, j una artillería inmensa, recogida de
toda Alemania. Enviados de Nassau, de Deux-Ponts, de Nassau-
Saarbruck, se presentaban en la barra, ante la Convención, y pedían su
unión a Francia.
En aquel momento los prusianos, muy contentos por haberse
librado de su expedición conquistadora, llegaban a Coblenza; ja
volveremos a ocuparnos de ellos en seguida. Habían debido su salvación
al alejamiento de Custine y a la moderación política de Dumouriez. Este
quería separar a Prusia de la liga contra la Francia. Creía que era bastante
hermoso el haber detenido semejante ejército, el primero de Europa, con
un ejército bisoño, compuesto en parte de guardias nacionales. Esta era
también la opinión de Danton, tan prudente como audaz. El 25 de
Septiembre, una carta del poder ejecutivo había autorizado al general
para que tratase de la evacuación. Los prusianos se retiraron
tranquilamente. Los tiros que se dispararon fueron tan solo sobre los
emigrados.
Nuestros enemigos no obraban de ningún modo acordes. En el
momento en que salen los prusianos entre los imperiales, su general, el
duque Alberto de Sajonia, inducido sin duda por falsos informes, fué con

282
veintidós mil hombres á acampar delante de Lille. Un ejército tan débil
no servía para reducir semejante plaza; bastaba para incendiarla. Doce
morteros, veinticuatro piezas de grueso calibre, dispararon durante ocho
días bombas explosivas, con preferencia sobre los barrios poblados y
pobres, sobre las casas pequeñas, en las que las familias se refugiaban
en las cuevas. Los bárbaros no perdonaron ni las iglesias, ni aun el
hospital militar, haciendo pedazos las bombas a los heridos en sus
mismos lechos. Todo esto solo sirvió para mostrar la Francia a Europa
bajo un nuevo punto de vista. Con frecuencia se hablaba de la furia
francesa, de aquel arranque que cede al menor obstáculo, retrocede, etc.
Fué preciso cambiar de opinión. La Francia apareció allí, como en Valmy
indomable. Y aquí no eran los hombres, como en Valmy; eran las
mujeres y los niños. No había ultraje o burla que no se hiciera á fas
bombas: recogidas en cacerolas, eran apagadas sin trabajo y después
jugaban con ellas a la pelota. Una de las bombas austríacas fué cogida
por unos muchachos y adornada con el gorro colorado. Un peluquero se
estableció en una plaza sobre la que caía una granizada de balas; utilizó
como vacía un casco de bomba, y todo el mundo se hacía afeitar en ella.
La infamia del bombardeo sin objeto duró ocho días, al cabo de los
cuales se fué el alemán bastante aprisa, abandonando una buena parte
de su material. Una mujer, la archiduquesa Cristina, hermana de la reina
de Francia, había ido a ver desde las baterías aquella guerra a las
mujeres y a los niños. La dama partió poco satisfecha. Pero amenazaban
tres ejércitos franceses. Primero el de Lille; no sé cuántos batallones de
voluntarios habían entrado en la plaza. Luego otro que guiaba
Bourdonnais, un poco tarde, por cierto. Por fin Dumouriez, libre de los
prusianos, no podía tardar en llegar.
Grande era la gloria de Francia después de aquella resistencia
heroica, aquella huida miserable de dos ejércitos enemigos. No contenta
con rechazar a los prusianos y a los austríacos, había penetrado en el
corazón de Alemania, puesta la mano sobre el Rhin, y cogido el águila
imperial. El mismo día en que acababa el bombardeo de Lille, las
banderas alemanas, el águila cautiva, enviada desde el Rhin, por Custine,
comparecieron ante la barra, y fueron colgadas de las bóvedas de la
Convención. Pero mucho más gloriosas que aquellos trofeos de la guerra
y de la victoria eran las diputaciones que enviaban los pueblos pidiendo
ser franceses. Francia era dos veces victoriosa; tenía para vencer mucho
más que la fuerza: el amor. Le bastaba una mano para romper la espada
de los tiranos, y con la otra mano abrazaba a los pueblos redimidos y los
estrechaba contra su seno.

283
¿Cuál era su intención? Protegerles y no conquistarles. En aquel
primer momento no tenía ninguna idea de conquista. Esta idea no se la
ocurrió hasta más adelante, y por una especie de necesidad. Todo lo que
al pronto pedía a las naciones libertadas era que permaneciesen libres
para guardar sus derechos, que amasen a Francia como a una hermana.
No puede leerse sin emoción la conmovedora y sencilla proclama que el
filósofo Anacharsis Clootz escribió a los saboyanos (a los allobroges
como entonces se decía), en nombre de la Convención. «La República de
los conquistadores de la libertad os felicita, amigos... Los allobroges del
Delfinado abrazan a los del monte Blanc... Nos ayudaremos mutuamente
para fundar la libertad duradera. La sola autoridad que Francia quiere
tener sobre vosotros es la de aconsejaros. ¿Con qué objeto? Con el de
vuestra felicidad... ¡Pueblo feliz! al haceros libres sin efusión de sangre,
olvidamos todo lo que os hemos sacrificado. Tendréis una transición
incruenta de los reyes a las leyes, una revolución benigna; será límpida
como vuestros ríos y pura como vuestros lagos...»
Añadía que era una Francia desmembrada que volvía a su patria:
«Ved el desmenuzamiento aristocrático de Suiza, ved la igualdad, la
unidad democrática de Francia... Escoged... Todo os predica la unidad
indivisible. ¿No estaría la frontera mejor colocada en la cúspide de los
Alpes? ¿No os guardará mejor Briancon si le volvemos sobre San
Bernardo?»
La Convención, con una moderación admirable vaciló antes de
enviar este escrito, que parecía prejuzgar la anexión de Saboya y quizás
la hubiera hecho creer que no se la dejaba libertad completa para decidir
ella misma sobre sus destinos.
Esta era la preocupación de Francia en aquel momento. Había
dicho que no quería conquistas, y las hacía contra su voluntad. Aquellos
pueblos decían que no les bastaba ser libres; tenían la ambición de ser
franceses.
La Convención tenía una corte extraña; sus alrededores estaban
ocupados por hombres de todas las naciones, que iban a intrigar, a
solicitar... ¿Para qué? Para hacerse franceses, para desposarse con
Francia. Perderse en ella, no ser ya ellos, este era su más ardiente deseo.
Jamás se vio semejante impaciencia de suicidio nacional; su pasado les
abrumaba; deseaban aniquilar su yo de esclavitud, y no vivir ya más que
en esta amada Francia, en la que ellos no veían ya una nación, si no una
idea sagrada, la libertad, la vida y el porvenir.
Francia se resistía. Tened cuidado, decía, desconfiad del primer
arrebato... ¿Sabéis bien lo que es el seguirme en las grandes empresas

284
en que me veo comprometida? Daréis la sangre a ríos, el dinero... El
impuesto será duplo o cuádruplo. —Pero no querían oír nada,
asegurando que la supresión de los diezmos, de los derechos feudales y
de toda especie de impuestos bárbaros, les producirían recursos
inmensos, inagotables, que dándolo todo no echaban de menos nada;
que hasta entonces nada habían tenido, ni aún sus personas; que no
darían a la libertad y a Francia más que lo que habían recibido de la
libertad.
Los refugiados belgas, para hacerse franceses, alegaban el
brillante ardor que demostraron en Valmy y en Lille. El enemigo,
creyendo herir solo a la Francia, había encontrado pechos belgas ante
sus balas. Los saboyanos se hallaban entre nuestros héroes del 10 de
Agosto. La víspera formaron una legión, y el día del combate marcharon
entre los bretones y los marselleses. Libertadores de la Francia, y luego
libertados por ella, ¿qué eran, pues, si no franceses?
Francia estaba conmovida. Pero lo que la decidía era la salvación
de los mismos pueblos. Jóvenes, niños para la libertad, no podían
mantenerse libres sin el apoyo y la ayuda de la gran nación. Dejarles
entregados a sí mismos era dejarles perecer.
Tal fué la hermosa y generosa deliberación que hubo en el seno de
la Convención, tal la noble reserva que empleó la Francia para aceptar
aquellos pueblos que acudían a sus pies rogándola que los recibiese.
Léase sobre todo el informe de Gregoire en el que discute estas cosas
con motivo de las súplicas de Saboya que pedía su anexión. Mirad con
qué alteza de miras, con qué noble y benévola prudencia hace resaltar el
pro y el contra. La conclusión a que llega es que sea cual fuese el interés
de Francia, la Saboya no se defenderá ya en adelante, no vivirá sin ella,
y que a toda costa debe Francia abrirla su seno.
Esto ocurrió el 28 de Noviembre. Y el 19, con motivo de la
proposición de la Reveillere-Lepeaux, declaró la Convención: «Que todo
pueblo que quisiera ser libre encontraría en ella apoyo y fraternidad.»
Por esta sola frase se había constituido la bandera de Francia en
bandera del género humano, de la libertad universal. Con ella, el Escalda,
cerrado desde cerca de dos siglos, corría por fin libre al mar. El Rhin,
cautivo bajo sus cien fortalezas, cobraba esperanzas, viendo reflejar en
su superficie los tres santos colores que Maguncia miraba en sus aguas.
Saboya los había colocado en la cima del Mont-Blanc; Europa,
conmovida por el amor y el terror, las veía brillar sobre su cabeza en las
nieves eternas, en el cielo y en el sol. El mundo de los pobres y de los
esclavos, el pueblo de los que lloran se estremecía ante aquella gran

285
insignia; en ella leían distintamente lo que en otro tiempo leyó
Constantino: «Con esta señal vencerás.»
¡No hubo más que un pueblo ¡ay! ¿Lo diremos? Querríamos
detenernos aquí. Y, sin embargo, aunque el corazón se oprima hay que
decirlo. En el momento en que el mundo se lanza y se entrega a Francia,
se hace francés por el corazón, hay un país que constituye la excepción;
existe un pueblo tan ciego y tan raramente extraviado, que se arma
contra la Revolución, contra su madre, contra la salvación del pueblo,
contra sí mismo. Y por un milagro diabólico, esto ocurre en Francia; es
una parte de Francia la que da este espectáculo; este pueblo extraño es
la Vendee.
En el momento en que los emigrados, conduciendo al enemigo de
la mano, le abren nuestras fronteras del Este el 24 y el 25 de Agosto,
aniversario de la San Bartolomé, estalla en el Oeste la guerra de la
Vendee, la guerra impía de los curas.
Cosa notable, el 25 de Agosto, el mismo día en que el aldeano
vendeano atacaba la Revolución, la Revolución con su generosa
parcialidad, sentenciaba en favor del aldeano el largo proceso de los
siglos, y abolía los derechos feudales, sin indemnización. —Y no
solamente los derechos propiamente feudales, si no los censuales. Esta
palabra sola contenía un equívoco inmenso, favorable al arrendador.
Se establecía una jurisprudencia nueva, en beneficio del aldeano
contra el señor, que no era sino una reacción violenta contra la antigua,
una reparación apasionada de la iniquidad feudal. La Revolución parece
que decía: «Durante mil años, con razón o sin ella, se ha juzgado contra
el pobre. Pues bien, yo hoy juzgaré a su favor. Bastante ha sufrido,
trabajado y merecido. Lo que no pueda adjudicarle como suyo, se lo
adjudico como indemnización.»
No es esto todo. La ley de 25 de Agosto decía al señor: si
verdaderamente esa renta que cobráis del 'pobre fué fundada y no
arrancada, probadlo; presentad a la justicia el acta primordial que pruebe
que en efecto le dabais tierra para fundar esta renta.
En muchos países no existía tal acta.
En varios, por ejemplo, en el país bretón, el señor tenía el subsuelo,
la tierra; el aldeano el suelo, la casa. Y el señor, pagándole la casa, podía
expulsarle de la tierra.
El aldeano se creía sin embargo el hombre de la tierra, nacido en ella,
habiéndola ocupado desde Adán, su verdadero propietario. Lo cierto es
que él la había hecho, aquella tierra él la había creado; sin él, no existiría;
hubiera sido el arenal inculto, la roca y el guijarro. Los anticuarios

286
estaban en un compromiso. La Revolución no lo estuvo. No desató el
nudo, pero lo cortó. Dio la tierra al hombre al que se podía despedir, y
despidió al señor.
¿Era legal esta decisión? puede discutirse. Pero era cristiana.
Pronto hará dos mil años que el cristianismo nos dice que el pobre es
miembro vivo de Jesucristo. ¿Cómo pesar el derecho del pobre con tal
doctrina? En cuanto se ensaya, el mismo Cristo se coloca en la balanza
desde el cielo hasta el abismo.
La Revolución no limitó a decir; hizo.
Y lo hizo de una manera admirable.
Consagró la propiedad (bajo pena de muerte en Marzo del 93), la
propiedad, es decir el hogar; la estabilidad de las costumbres morales,
la fecunda acumulación—regulada, claro está, por la ley del Estado, con
ventaja para el Estado y para todos.
Pero en caso de duda, en todo litigio entre la propiedad y el trabajo,
se decidió por el trabajo (base originaria de la propiedad, propiedad la
más sagrada de todas).
Mientras que la feudal Inglaterra, en Escocia y en todas partes ha
fallado en favor del feudo contra el hombre, la Revolución en Bretaña, y
por doquiera ha fallado por el hombre contra el feudo.
Decisión santa, humana, caritativa, tanto como razonable, según
Dios y según la razón.
Que se calle el mundo y que se admire. Que trate de aprovecharse.
Que reconozca el carácter verdaderamente religioso de la Revolución.
La Vendee no la hizo la guerra más que por una mala inteligencia
monstruosa, por un increíble fenómeno de ingratitud, de injusticia, y de
absurdo. La Revolución atacada por impía era ultra-cristiana; realizaba
los actos que hubiera debido realizar el cristianismo. ¿Y el cura, qué
hacía? Hacía valiéndose del aldeano, una guerra ultra-pagana, que
hubiera restablecido la feudalidad, el dominio de la tierra sobre el
hombre y de la materia sobre el espíritu.
¡Cruel equivocación! aquellos vendeanos eran sinceros en medio
de sus errores. Murieron con fe leal. Uno de ellos, herido de muerte,
yacía al pie de un árbol. Un republicano le dijo: «¡Rinde las armas!» El
otro le contestó: «¡Devuélveme mi Dios!»
¿Tu Dios? ¡pobre hombre!... ¿Pues qué, no es el nuestro? ¿Hay
acaso dos? No hay más que un Dios, el de la igualdad, el de la equidad,
el que viene al cabo de mil años a ofrecerte esta reparación, el que ha
juzgado en tu favor el 25 de Agosto, el día mismo, insensato, en que has
levantado tu brazo contra él. El mismo Dios y la misma fe. Se

287
desconocerán, bajo el lenguaje diferente, en aquella frase del soldado
patriota, que teniendo ya como el vendeano, el hierro en el corazón dijo:
«¡Plantadme aquí el árbol de la Libertad!»
El alcalde republicano de Rennes, Leperdit, un sastre, que libró la
ciudad del Terror y de la Vendee, fué asaltado un día por un populacho
furioso, que, con el pretexto del hambre, quería apedrear a sus
magistrados. Baja intrépidamente de la casa del pueblo, enmedio de una
lluvia de piedras; herido en la frente, se limpia la sangre sonriendo, y
dice: «No puedo convertir las piedras en pan... Pero si mi sangre puede
alimentaros, es vuestra hasta la última gota.» Y cayeron a sus pies...
Veían en ello algo superior al evangelio.
Se ha reprochado a la Revolución el no ser cristiana, fué más. La
frase de Leperdit la realizó. ¿De qué ha vivido el mundo más que de la
sangre de la Francia? Si está macilenta j pálida, no os extrañéis. —
¿Quién puede dudar que también ha convertido las piedras en pan? El
89 se dijo: «No puedo alimentar a veinticuatro millones de hombres...
Pues bien, alimentaré a treinta y cinco.» Y ha cumplido su palabra.

288
CAPITULO XVII

El cura, la mujer y la Tendee (Agosto-Septiembre del 92)

La mujer fué el agente de la Vendee. —La mujer en general fué contrarrevolucionaria.—


La impide al marido mujer que compre los bienes nacionales.—¿Estaba el Oeste sometido al
cura y al noble antes del 92?—Relación del cura y de la mujer, sobre todo en el Oeste.—El cura
estaba menos influido por el ama que por su penitente.—Entusiasmo apasionado de las
mujeres del Oeste por el cura.—Desesperación de las mujeres cuando la ley aleja al cura.—Los
conventos focos de conspiración—Los curas anuncian la guerra civil (9 de Febrero del 92).—
De qué modo la fomentan.—Apariciones, milagros, etc.—Primeras matanzas (Junio del 92).—
La nobleza se contenta con dar dinero —Asociación noble de la Rouërie.—Una carta del rey es
el motivo de la guerra civil en Bretaña (Julio del 92). —Formidable alzamiento de la Vendee y
primer combate de Chatillon y Bressiure, (24 y 25 de Agosto del 92. —Nantes y el Finisterre
por la Revolución—La Vendee poco contagiosa para Francia. —El aldeano compra en todas
partes los bienes nacionales. —Lo que tranquilizaba su conciencia. —Nulidad de las actas
feudales.

La Revolución es la luz misma. Los solemnes debates de la


Convención comienzan ante la vista de Europa. Las puertas se abren de
par en par. Amigos y enemigos, todos pueden llegar, ver y oír. La prueba
de la Revolución, su primer Juicio de Dios, la batalla de Jemmapes, es
ganada alegremente por el joven ejército de Francia, cantando la
Marsellesa, a la luz del sol, a medio día.
Y al mismo tiempo comienza en los bosques y entre las brumas
del Oeste la vasta guerra de las tinieblas. En los arenales del Morbihan,
a lo largo de las brumosas islas, en las sombrías malezas del Maine, en
el húmedo laberinto de la floresta vendeana, aparecían con formas
dudosas los primeros ensayos de la guerra civil. Una casa ha sido
incendiada, un patriota asesinado, y allá otro más. ¿Por quién? Nadie se
atreverá a decirlo. La guerra, que, dentro de un año, llevará un gran
ejército bajo los muros de Nantes, se ensaya todavía tímidamente
durante el crepúsculo o por la noche.
¿Aquel silbido, aquella queja, son la voz del bubo ó de la lechuza?
Creeríais que es el pájaro de muerte... Sí, y del seto vecino parte un tiro.
Es una guerra de fantasmas, de espíritus impalpables. Todo es
oscuro, incierto. Entre el público circulan los informes más
contradictorios. Las informaciones no descubren nada. Después de
algún suceso trágico, llegan los comisarios enviados, inesperados en la
parroquia, y todo está tranquilo; el aldeano está trabajando, la mujer a
la puerta, enmedio de sus hijos, sentada, hilando, con su gran rosario al
cuello. ¿El señor? está comiendo; invita a los comisarios, que se retiran

289
encantados. Los asesinatos y los incendios comienzan de nuevo al
siguiente día. ¿Dónde podremos coger al fugitivo de la guerra civil?
Observemos. No veo nada más que allá en el arenal una hermana
que camina humildemente con la cabeza baja.
No veo nada. Solamente entreveo entre dos bosques una dama a
caballo, que, seguida de un criado, camina rápidamente saltando los
fosos, deja el camino y toma la traviesa. Sin duda desea no ser vista.
Por el mismo camino va una honrada aldeana, con el cesto al
brazo, llevando huevos o frutos. Va deprisa y quiere llegar a la ciudad
antes de que anochezca.
¿Pero la hermana, pero la dama, pero la aldeana, dónde van? Por
tres caminos distintos llegan al mismo sitio. Las tres van a llamar a la
puerta de un convento. ¿Por qué no? La dama tiene allí a su hija para que
la eduquen; la aldeana va a vender; la buena hermana pide asilo por una
sola noche.
¿Queréis suponer que van allí a tomar órdenes del cura? No está
hoy. —Sí, pero estuvo ayer. Era preciso que fuese el sábado a confesar
a las religiosas. Confesor y director, no las dirige solo a ellas, si no por
medio de ellas a otros muchos; confía a aquellos corazones apasionados,
a aquellas lenguas infatigables, el secreto que quiere que se sepa, el
falso rumor que se quiere divulgar, la señal que se desea hacer correr.
Inmóvil en su retiro, por medio de aquellas monjas inmóviles agita toda
la comarca.
Mujer y cura, ahí está todo, la Vendee, la guerra civil.
Nótese bien que, sin la mujer, el cura no habría podido nada.
¡Ah bandido! decía una noche un comandante republicano, al
llegar a una aldea donde solo habían quedado las mujeres, cuando
aquella guerra horrible había hecho perecer a tantos hombres, las
mujeres son, decía, la causa de nuestras desgracias; sin las mujeres,
estaría establecida la República, y nosotros estaríamos tranquilos en
nuestras casas... Andad, pereceréis todas, mañana os fusilaremos. Y
pasado mañana los bandidos vendrán a matarnos a nosotros.»
(Memorias de múdame de Sapinaud).
No mató a las mujeres. Pero realmente había dicho la verdadera
causa de la guerra civil. La sabía mejor que cualquier otro. Aquel oficial
republicano era un cura que había colgado la sotana; sabía
perfectamente que todas las obras de las tinieblas se realizaban por la
íntima y profunda inteligencia entre la mujer y el cura.
La mujer es la casa; pero es también la iglesia y el confesonario.
Aquel sombrío armario de encina, donde la mujer, de rodillas, entre

290
lágrimas y rezos, recibe y envía más ardiente la chispa fanática, es el
verdadero foco de la guerra civil.
¿Qué es además la mujer? El lecho, la influencia poderosa de las
costumbres conyugales, la fuerza invencible de los suspiros y de los
lloros sobre la almohada... El marido duerme fatigado. Pero ella no
duerme. Se vuelve, se revuelve, consigue despertarle. Sin cesar suspira
profundamente, a veces solloza. «¿Pero ¿qué tienes esta noche? —¡Ay!
¡el pobre rey en el Temple!... ¡Ay! ¡le han abofeteado como a Nuestro
¡Señor Jesucristo!»—Y si el hombre vuelve a dormirse un momento:
«¡Dicen que van a vender la iglesia! ¡la iglesia y el presbiterio!... ¡Ah!
¡desgraciado el que lo compre!»
De este modo, en cada familia, en cada casa, la contrarrevolución
tenía un predicador ardiente, celoso, infatigable, nada sospechoso,
sincero, sencillamente apasionado, que lloraba, que sufría y no decía una
palabra que no fuese o pareciese un lamento de un corazón destrozado...
Fuerza inmensa, verdaderamente invencible. A medida que la
Revolución provocada por las resistencias, se veía obligada a dar un
golpe, recibió otro, la reacción de los lloros, el suspiro, el sollozo, el grito
de la mujer más agudo que los puñales.
Poco a poco comenzó a revelarse aquella inmensa desgracia, aquel
cruel divorcio; generalmente la mujer se convertía en el obstáculo y la
contradicción del progreso revolucionario que pedía el marido.
Este hecho, el más grave y el más terrible de la época, ha sido
demasiado observado.
El hierro cortó la vida de muchos hombres. Pero un hierro invisible
corta el nudo de la familia, dejando a un lado al hombre y al otro a la
mujer.
Este fenómeno trágico y doloroso ocurrió el 92. Sea por amor al
pasado, fuerza de las costumbre, debilidad de corazón y piedad muy
natural a las víctimas de la Revolución, sea en fin por devoción y
dependencia de los curas, la mujer generalmente (la gran mayoría de las
mujeres) se convirtió en abogada de la contrarrevolución.
Generalmente se producía la disputa moral entre el hombre y la
mujer al tratar la cuestión material de la adquisición de los bienes
nacionales.
¿Cuestión material? sí y no. Desde luego era la cuestión de vida o
muerte para la Revolución. Si no cobraba el impuesto, no tenía más
recursos que los producidos por la venta de los bienes nacionales. Si no
realizaba esta venta quedaba desarmada, entregada a la invasión. La

291
salvación de la revolución moral, la victoria de los principios dependía
de la revolución financiera.
Comprar era un acto de civismo, que aprovechaba muy
eficazmente a la salvación del país. Acto de fe y de esperanza.
Era decir que se embarcaban decididamente en el navío del Estado
en peligro, y que con él se quería llegar al puerto o zozobrar. El buen
ciudadano compraba, el mal ciudadano impedía que se comprase.
Impedir por una parte el cobro del impuesto, por otra la venta de
los bienes nacionales, quitar los víveres a la Revolución, hacerla morir
de hambre, he aquí el plan sencillo, muy bien concebido del partido
eclesiástico, n
El noble traía al extranjero, y el cura impedía que pudiéramos
defendernos. Uno apuñaleaba a la Francia, mientras el otro la
desarmaba.
¿Cómo se oponía el cura al movimiento de la Revolución?
Llevándola a la familia, oponiendo la mujer al marido, cerrando gracias
a aquella la bolsa de cada familia a las necesidades del Estado.
Cuarenta mil pulpitos, cien mil confesonarios trabajaban en este
sentido. Máquina inmensa, de fuerza incalculable, que luchó sin
dificultad contra la máquina revolucionaria de la obligó a estos, si prensa
y de los clubs y querían vencer, a organizar el Terror. Pero ya el 89, el 90,
91 y aún el 92, el Terror eclesiástico maltrataba en los sermones y en la
confesión. La mujer volvía a su casa con la cabeza baja, llena de terror,
aniquilada. Por todas partes veía infierno y llamas eternas. No se podía
hacer nada sin condenarse. No podían obedecerse las leyes sin
exponerse a la condenación. Pero el fondo del abismo, el horror de los
tormentos sin remedio, la garra más aguda del diablo era para los
compradores de los bienes nacionales... ¿Cómo se hubiera atrevido a
continuar comiendo con él? su pan no era más que ceniza. ¿Cómo
acostarse con el réprobo? ¿ser su mujer, su mitad, su misma carne, no
era arder ja, entrar viva en la eterna condenación?
¡Quién podrá decir de cuantas maneras era perseguido el marido,
asaltado, atormentado para que no comprase! Jamás un hábil general,
un astuto capitán, dando vueltas a los muros de la ciudad en que quisiera
entrar, empleó recursos más diversos; eran bienes malditos; ya se había
visto por lo que le había ocurrido a cierto comprador. Juan, que compró
había perdido las cosechas a causa del granizo; Jaime había sufrido una
inundación, Pedro, aún peor, se había caído del tejado, y a Pablo se le
había muerto su hijo. El señor cura lo ha dicho muy bien: «Así perecieron
los primogénitos de Egipto.»

292
Generalmente el marido no contestaba, se volvía de espaldas,
fingía dormir. No tenía que oponer a aquel torrente de palabras. La mujer
le aturdía por la viveza del sentimiento, por la elocuencia sencilla y
patética, cuando menos por los lloros. No respondía o contestaba con
una sola palabra que ahora mismo diremos. No se rendía, sin embargo.
No se convirtió fácilmente en enemigo de la Revolución, su
bienhechora, su madre, la que tomaba su defensa, sentenciaba en su
favor, le manumitía, le hacía hombre y le sacaba de la nada. Aunque no
hubiese él ganado nada, ¿cómo no alegrarse de la liberación general?
Podía desconocer el triunfo de la Justicia, cerrar los ojos ante el
espectáculo sublime de aquella creación inmensa: ¡todo un mundo que
nacía a nueva vida! —Se resistía. «No, decía, no, todo es justo, por más
que digan; y aunque yo no fuera el hombre que se aprovecha de ello,
también lo creería justo.»
He aquí lo que ocurría en casi toda la Francia. El marido resistió, el
hombre permaneció fiel a la Revolución.
En la Vendee, en una gran parte de Anjou, del Maine y de la
Bretaña, la mujer triunfó, la mujer y el cura, estrechamente unidos.
Nada lo hubiera hecho prever. Los aldeanos del Oeste no habían
sido tan insensibles como parece al sublime rajo de la Revolución. Se
había visto, el 90, en la federación de Mans, aquellos mismos aldeanos
que más tarde se convirtieron en chuanes, rendir culto a la libertad, y
emocionados besar el altar del dios desconocido.
Prescindamos de las novelas que se han escrito sobre la vida
patriarcal de las comarcas del Oeste antes de la Revolución. Los señores
llenos de deudas, en la Vendee como en todas partes, no podían ser los
patronos indulgentes que nos han pintado. Quisieran o no, entregaban
sus arrendadores a los hombres de negocios, a los que hipotecaban sus
bienes. Así se vio el 89, cuando las gentes de Maulevier tomaron las
armas contra aquellos cuervos que iban a devorarlos. El odio del aldeano
contra el procurador se remontaba a los señores, a los nobles en general.
De los cuatro bueyes que uncía a la carreta, al más malo, a aquel al que
golpeaba más, le llamaba noblet, es decir haragán.
Sin embargo, hay que tener presente que el aldeano vendeano,
generalmente dedicado a la recría de ganado, realizando sus ventas en
dinero que no sabía cómo colocar, le confiaba frecuentemente al noble
y se hallaba de este modo interesado en la fortuna de su señor.
Fácilmente se comprende con cuanta desesperación vería emigrar a
aquel señor, y que la Revolución atentaba por medio de las leyes contra
aquella fortuna.

293
El aldeano, en todo el Oeste, estaba unido al cura, por una razón
muy natural. Porque el cura era el mismo aldeano, su hijo, su hermano
o su primo. El bajo clero salía en masa de los campos. Aquel cura tenía
influencia por lo mismo que constituía la pasión del aldeano; la tenía por
la tierra, es decir por el poder que el cura y el hechicero tienen para
bendecir o maldecir, para hacer o no mal de ojo a la tierra y a los
animales.
El diezmo, sin embargo, era un impuesto tan pesado, tan odioso,
especialmente por la fiscalización vejatoria que ejercía el cura en tiempo
de la recolección, que antes del 89 eran comunes los procesos, lo mismo
en el Oeste que en otras partes, entre los curas y sus feligreses. La
Revolución al suprimir el diezmo los reconcilió; suprimió precisamente
lo que neutralizaba la influencia del clero, y dio al cura un poder moral
del que carecía por completo antes del 89. El aldeano podía consultar a
dos personas; al procurador y al cura; desde el momento en que éste no
cobró ya el diezmo, fué el solo consultado. Sus consejos, apoyados,
repetidos, inculcados día y noche por la mujer, se hicieron irresistibles.
¿Y por qué fueron los consejos del cura tan violentamente hostiles
contra la Revolución?
¿Hay que buscar la causa en la oposición (demasiado real) de los
principios revolucionarios con las doctrinas del cristianismo? No, esta
oposición que hemos hecho notar en otra parte (véase en el primer tomo
nuestra Introducción, y el capítulo IX), no influyó sin embargo más que
de una manera muy secundaria. Las doctrinas originales del cristianismo
estaban muy relajadas. La cuestión profunda y vital que le hace ser o no
ser (la cuestión de la justicia y la gracia) no se debatía ya. ¡Cosa rara! el
clero la juzgaba ridícula y se burlaba de los obstinados que querían
dilucidarla todavía.
Que la Revolución, como doctrina fuese o no fuese contraria a las
doctrinas del cura, no se había mostrado lo más mínimo hostil hacia él.
Se había preocupado por él más que sus mismos jefes. Al arruinar al alto
clero, a los grandes señores eclesiásticos, había mejorado la suerte del
clero inferior. Si le había quitado el diezmo, aquel impuesto variable,
odioso, que le ponía en guerra con el aldeano, le daba, de los fondos del
Estado, una renta superior, fija y regular que le recompensaba con
exceso. ¿Cuáles eran, pues, las causas de la exasperación de los curas
rurales?
La autoridad del papa y de los obispos, el espíritu de cuerpo
bastaría, sin duda alguna, para explicar la resistencia. Acostumbrados a
obedecer, obedecieron los curas cuando fué preciso decidirse entre los

294
tiranos eclesiásticos y la Revolución que los libertaba. Si solo hubiera
sido impuesta la resistencia por la autoridad superior, hubiera sido
pasiva, inerte, por decirlo así, y no hubiera tenido el carácter activo,
ardiente, apasionado, que tuvo especialmente en el Oeste. Hubo además
otra causa muy grave y muy profunda que es preciso analizar.
Todo el esfuerzo de la mujer tendía a impedir que su marido
comprase los bienes nacionales. En el momento en que la ley le
entregaba, por decirlo así, aquella tierra tan deseada por el aldeano, se
interponía la mujer y le apartaba de ella en nombre de Dios.
Y en presencia de aquel desinterés (ciego, pero honorable) de la
mujer, ¿era posible que el cura se hubiese aprovechado de las ventajas
materiales que le ofrecía la Revolución? Seguramente habría
desmerecido en el concepto de sus feligreses, hubiese perdido su
confianza, habría descendido del alto pedestal en que su corazón amante
gozaba en mantenerle.
Se ha hablado mucho de la influencia de los curas sobre las
mujeres, pero no lo bastante de la de las mujeres sobre los curas.
Nuestra convicción es que ellas fueron más sinceramente y más
violentamente fanáticas que los mismos curas; que su ardiente
sensibilidad, su piedad por las víctimas culpables o inocentes de la
Revolución, la exaltación que las produjo la trágica leyenda del rey en el
Temple, de la reina, del delfín, de madama Lamballe, en una palabra, la
profunda reacción de la piedad y de la naturaleza en el corazón de las
mujeres, fué la causa real de la fuerza de la contrarrevolución. Ellas
arrastraron, dominaron a los que al parecer las conducían, empujaron a
sus confesores por el camino del martirio, y a sus maridos a la guerra
civil.
El siglo diez y ocho conocía poco el alma del cura. Sabía que la
mujer tenía influencia sobre él; pero creía, de acuerdo con la tradición y
las habladurías de la aldea, que la mujer que dirige al cura era su ama,
la que duerme bajo su mismo techo, la sirvienta dueña, la señora del
presbiterio. Y en esto se engañaba.
No hay duda de que, si el ama hubiera sido la mujer del corazón,
la que influye profundamente, el cura habría recibido con alegría los
beneficios de la Revolución. Funcionario con sueldo fijo y bastante para
la familia, habría hallado pronto en el progreso natural del nuevo orden
de cosas su emancipación verdadera, la facultad de poder convertir el
concubinato en matrimonio. El ama no era indigna de ella.
Desgraciadamente, por mucho que sea su mérito, es generalmente de
más edad que el cura, y de aspecto tosco y vulgar. Aunque fuese joven

295
y bella, tampoco le pertenecería el corazón del cura. Su corazón, sépase
bien, no está en el presbiterio, está en el confesonario. El ama es su vida
cuotidiana y vulgar, su prosa. La penitente es su poesía; con ella tiene
sus relaciones del corazón, íntimas y profundas.
Y estas relaciones en ninguna parte son tan estrechas como en el
Oeste.
En nuestras fronteras del Norte, en todas las comarcas de paso
frecuentadas por las tropas, donde se respira un hálito de guerra, el ideal
de la mujer es el militar, el oficial. La charretera es casi invencible.
En el Mediodía y sobre todo en el Oeste, el ideal de la mujer, por
lo menos de la aldeana, es el cura.
El cura de Bretaña, especialmente, debe agradar y gobernar. Hijo
de aldeano, está por su condición al nivel de la aldeana; está en relación
con ella por el lenguaje y por el pensamiento; está por encima de su
cultura, pero no por muy encima. Si fuera más letrado, más distinguido
de lo que es, habría logrado menos influencia. La vecindad, a veces la
familia, ayudan a crear relaciones entre ellos. Ella ha visto niño a aquel
cura, ha jugado con él, le ha visto crecer. Es como un hermano joven a
quien gusta confiar sus penas; la mayor pena sobre todo para la mujer:
que el matrimonio no siempre es un matrimonio, que la más feliz
necesita consuelo; y la más amada, amor.
Si el matrimonio es la unión de las almas, el verdadero marido era
el confesor. Este matrimonio espiritual era muy fuerte, sobre todo
cuando era puro. El cura era con frecuencia amado con pasión, con
abandono, con entusiasmo y celos que se disimulaban poco. Estos
sentimientos se revelaron con extremada fuerza en Junio del 91, cuando
al volver el rey de Varennes se creyó en la existencia de una gran
conspiración en el Oeste, y varios directorios de los departamentos
encarcelaron bajo su responsabilidad a los curas. En Septiembre fueron
puestos en libertad, cuando juró el rey la Constitución. Pero en
Noviembre se adoptó una medida general contra los que se resistieron
a jurar. La Asamblea autorizó a los directorios para que separasen a
todos los curas refractarios de las comunas en que se produjeran
disturbios religiosos.
Esta medida fué motivada no tan solo por las violencias de que
eran víctimas en todas partes los curas constitucionales, sino también
por una necesidad política y financiera. La consigna que todos aquellos
curas habían recibido de sus superiores eclesiásticos, y que ellos
cumplían fielmente, era, ya lo hemos dicho, sitiar por hambre a la
Revolución. Hacían imposible el cobro del impuesto. En Bretaña era esto

296
tan peligroso que nadie quería encargarse de cobrarlo. Los alguaciles y
oficiales municipales se hallaban en peligro de muerte. La Asamblea se
vio obligada a publicar el decreto de 27 de Noviembre del 91, que
enviaba a la cabeza de partido a los curas refractarios, les alejaba de su
comuna, de su centro de actividad, del foco del fanatismo y de rebelión
donde atizaban el fuego. Les trasladaba a la gran ciudad, sometidos a la
inspección, a la inquieta vigilancia de las sociedades patrióticas.
Imposible referir todos los clamores que suscitó este decreto. Las
mujeres atronaron el espacio con sus gritos. La ley había creído en el
celibato del cura, le había tratado como a un individuo aislado, que
puede cambiar de domicilio más fácilmente que un padre de familia. ¿El
cura, el hombre espiritual está ligado a las personas? ¿no es
esencialmente movible como el espíritu cuyo ministro es? A todas estas
preguntas contestaban negativamente; ellos mismos se acusaban. En el
momento en que la ley arrancaba de la tierra al cura, se enteraba de las
raíces vivientes que tenía en la tierra, brotaban sangre, gritaban:
«Ay, desterrado tan lejos, llevado a la cabeza de partido, a quince
leguas, ¡a veinte de la aldea!... Lloraban aquel lejano destierro. Por la
extrema lentitud de los viajes de entonces, cuando se invertían dos días
para franquear aquella distancia, aun afligía mucho más. La cabeza de
partido era el fin del mundo. Para emprender semejante viaje se hacía
testamento y se arreglaban todos los asuntos de conciencia.
¿Quién podrá referir las dolorosas escenas de aquellas
separaciones violentas? Reunida toda la gente de la aldea, arrodilladas
las mujeres para recibir aun la bendición, anegadas en lágrimas,
sofocadas por los sollozos... Unas lloraban día y noche. Si el marido se
extrañaba algo, no era por el destierro del cura, era por una iglesia que
iban a vender, por un convento que iban a cerrar... En la primavera del
92 las necesidades financieras de la Revolución obligaron a decidir la
venta de las iglesias que no eran indispensables para el culto, las de los
conventos de hombres y mujeres. Una carta de un obispo emigrado,
fechada en Salisbury, dirigida a las Ursulinas de Landerneau, fué
demostró de interceptada y una manera evidente que el centro y el foco
de toda intriga realista estaba en los conventos. Las religiosas no
olvidaron nada para dar a su expulsión un aparato dramático; se
agarraron a las rejas y no quisieron salir hasta que los oficiales
municipales, obligados ellos mismos a obedecer la ley y responsables
de su ejecución, no los separaron violentamente de las rejas.
Semejantes escenas, referidas, repetidas, sobrecargadas con
episodios patéticos, perturbaban todos los espíritus. Los hombres

297
comenzaban a conmoverse casi tanto como las mujeres. ¡Cambio
sorprendente y rápido! el 88 estaba el aldeano en guerra con la iglesia
por el diezmo, inclinado siempre a disputar con ella. ¿Quién le había
reconciliado tan pronto y también con el cura? La misma Revolución
aboliendo el diezmo. Con esta medida más generosa que política,
devolvió al cura su influencia en los campos. Si hubiera continuado el
diezmo jamás hubiera cedido el aldeano ante su mujer ni hubiera
tomado las armas contra la Revolución.
Los curas refractarios, reunidos en la cabeza de partido, conocían
perfectamente este estado de las campiñas, el dolor profundo de las
mujeres y la sombría indignación de los hombres. Esto les fundió una
gran esperanza y se propusieron comunicárselo al rey. En una multitud
de cartas que le escribieron, o hicieron que le escribiesen en la primavera
del 92, le animaban para que se mantuviese firme, que no tuviera miedo
a la Revolución, y que la paralizara valiéndose del obstáculo
constitucional, el veto. En todos los tonos y con argumentos variados le
predicaban la resistencia bajo nombres de personas diversas. Unas
veces eran cartas de obispos, escritas con frases de Bossuet: «Señor,
sois el rey cristianísimo... Acordaos de vuestros antecesores... ¿Qué
habría hecho San Luis? etc.» Otras veces eran cartas escritas por
religiosas, o en su nombre, cartas lastimosas. Aquellas palomas
quejumbrosas, arrancadas de sus nidos, piden al rey la facultad de
permanecer allí y morir. En otros términos, quieren que el rey suspenda
la ejecución de las leyes relativas a la venta de los bienes eclesiásticos.
Las de Rennes confiesan que el municipio las ofrece una casa, pero no
es la suya, y ellas jamás aceptarán otras.
Las cartas más atrevidas, la más curiosas, son las de los curas:
«Señor, sois un hombre piadoso, no lo ignoramos. Haréis lo que
podáis... Pero sabedlo, al fin, el pueblo está cansado de la Revolución.
Su espíritu ha cambiado; le ha vuelto el fervor, frecuenta los
sacramentos. A las canciones han sucedido los cánticos... El pueblo está
con nosotros...»
Una carta terrible en este género, que debió engañar al rey y darle
ánimo, inclinándole a la resistencia, es la de los curas refractarios
reunidos en Angers (el 9 de Febrero del 92). Puede considerarse como el
acta originaria de la Vendee, la anuncia y la predice, como quien tiene a
su disposición un ejército disponible, una partida de aldeanos. Aquella
página sangrienta parece escrita por la mano, con el puñal de Bernier,
un joven cura de Angers, quien más que nadie fomentó la Vendee, la

298
manchó con sus crímenes, la dividió con su ambición, y la explotó en su
provecho.
«¿Se dice que excitamos a las poblaciones?... Pero es todo lo
contrario. ¿Qué sería del reino si no contuviéramos al pueblo? Vuestro
trono no se apoyaría más que en un montón de cadáveres y ruinas...—
Ya sabéis, demasiado sabéis, señor, lo que puede, hacer un pueblo que
se cree patriota. Pero no sabéis de lo que sería capaz un pueblo que se
ve arrebatar su culto, sus templos y sus altares.»
Hay en aquella atrevida carta una confesión notable. Se ve que el
cura se juega el resto, es su último grito antes de la guerra civil. No vacila
en revelar la causa íntima y profunda de su desesperación, a saber, el
dolor de verse separado de aquellas a quienes dirige: «Se atreven a
romper aquellas comunicaciones que la Iglesia no solo permite, si no
que las autoriza,» etc.
Aquellos profetas de la guerra civil estaban seguros de sus
profecías, no era fácil que se equivocase al predecir lo que ellos mismos
habían de hacer. Las mujeres de los curas, las amas y las otras se
declararon las primeras, con una violencia más que conyugal, contra los
curas ciudadanos. En Saint-Servan, cerca de Saint-Malo, hubo como un
motín de mujeres. En Alsacia, fué el ama de un cura la primera que tocó
a arrebato para lanzarse contra los curas que habían prestado juramento.
Las bretonas no tocaban, golpeaban; invadían la iglesia armadas de
escobas, y pegaban al cura en el altar. Las religiosas daban aun golpes
más seguros. Las ursulinas en sus inocentes escuelas de niñas
preparaban la guerra de los chuanes. Las Hijas de la sabiduría, cuya casa
madre estaba en Saint-Laurent, cerca de Montaigu, iban atizando el
fuego; aquellas buenas hermanas enfermeras, al curar a los enfermos,
les inoculaban la rabia.
«Dejadlas hacer, decían los filósofos, los amigos de la tolerancia.
Dejadlas llorar y gritar, que canten sus viejos cánticos. ¿Qué mal hay en
todo ello?» Sí, pero entrad por la noche en aquella iglesia de aldea,
donde el pueblo se precipita en tumulto. ¿Oís aquellos cantos? ¿No os
estremecéis?... Las letanías, los himnos, con las letras antiguas, se
convierten por el acento en otra Marsellesa. ¿Y aquel Dies irae aullado
con furor, que es más que un canto de muerte, un llamamiento a los
fuegos eternos?
«Dejadles hacer, decían, cantan, pero no obran.» Sin embargo, ya
se veía conmoverse grandes muchedumbres. En Alsacia se reunieron
ocho mil aldeanos para impedir que se pusieran los sellos sobre una
finca eclesiástica. Aquellas buenas gentes, no tenían en verdad, según

299
decían, más armas que sus rosarios. Pero por la noche tenían otras,
cuando el cura constitucional, recogido en su casa, veía que le rompían
los cristales a pedradas, y que a veces un tiro le agujereaba las ventanas.
No se utilizaban pequeñas intrigas tímidamente realizadas, ni
medios indirectos, para excitar a las masas a la guerra civil. Se
empleaban atrevidamente los medios más groseros para perturbar su
espíritu, embriagándoles por el fanatismo; les servían el error y el
asesinato a vasos llenos. La buena virgen María se aparecía y quería que
se matase. En Apt, el 92, como el 90 en Avignon, se movió, hizo milagros,
declaró que no quería permanecer en poder de los constitucionales, y
los refractarios la libertaron a costa de un violento combate. Pero en
Provenza hay demasiado sol; la virgen prefería aparecerse en la Vendee;
entre brumas, en los espesos bosques, entre los setos impenetrables.
Aprovechó las antiguas supersticiones locales; se mostró en tres lugares
diferentes, y siempre cerca de una vieja encina druida. Su lugar
predilecto era Saint-Laurent, en donde las Hijas de la Sabiduría
divulgaban las historias milagrosas. Los mendigos las secundaban, eran
excelentes propagadores de noticias, muy buenos agentes
revolucionarios. Eran muy numerosos, la mayor parte activos y
robustos. De trescientas mil almas que residían en la Vendee, cincuenta
mil vivían de la limosna sin hacer nada, especialmente de las limosnas
del clero; vivían gracias a él, y hubieran muerto por él, antes que trabajar.
Hoy se conocen los medios y los agentes de aquella guerra impía.
El elemento político, el rey y la nobleza fueron muy secundarios. El cura
lo fué en ella casi todo. Si se preguntaba al vendeano que es lo que
quería, no respondía si no que le devolviesen a su cura, que dejasen
volver a su cura a la aldea. Hay que ver en una relación auténtica a uno
de aquellos aldeanos que custodiaba unos prisioneros republicanos á
los que iban a matar, y que queriendo salvar al menos su alma, les
rogaba que se confesasen. A uno de ellos, magistrado muy estimado, le
decía: «Señor, nosotros os queremos de veras; habéis hecho todo el bien
que habéis podido. Nos disgusta mucho teneros aquí. No nos importan
los nobles, no pedimos rey. Pero queremos a nuestros buenos curas, y
vosotros no los queréis... Confesaos, os lo ruego, confesaos; porque
tenemos piedad de vuestra alma, y, sin embargo, es preciso que os
matemos...»
Esta frase es bastante clara: «Queremos a nuestros buenos curas.»
Se dijo el 93. Volvamos a Junio del 92 y veamos el proceso verbal de
uno de los primeros actos de aquella triste guerra de asesinato. Sin
ninguna duda se incoaron otros cien, parecidos á éste, que lo fué por dos

300
comisarios del Loire-Inferior, enviados el 6 de Junio, desde Nantes al
distrito de Savenay. Parece que los curas refractarios tuvieron el
proyecto de crear un centro de insurrección en el Bajo-Loire, posición en
efecto central entre las dos guerras inminentes de Bretaña y la Vendee.
Habían conseguido ya armar una parroquia, la convencieron y se
dirigieron a otras siete a las que creían convencer igualmente. Pero
encontraron en ellas resistencia, incendiaron varias casas y mataron a
varios hombres, entre ellos dos dragones. Estos dragones rijos de
Bretaña eran patriotas voluntarios, que demostraban un celo admirable
y gran intrepidez.
«A las tres de la madrugada nos hemos presentado con la fuerza
armada en las islas Brieres; las casas estaban vacías, los habitantes se
precipitaban en los pantanos. Sin embargo, una mujer de cincuenta años
se ofreció a nuestra vista cerca de la iglesia; tenía un crucifijo sobre el
pecho y un rosario en la mano. La interrogamos acerca de la causa de
los asesinatos cometidos durante la noche del domingo 3 de Junio. Nos
contestó «que no había tenido ninguna noticia de ellos; y que estaba
dispuesta a sacrificar su vida por la causa de Dios.»
«Nos dirigimos a la aldea donde habían sido muertos los dragones
e incendiadas tres casas. Otras casas se hallaban abandonadas y los
muebles destrozados. Nos fué presentado el llamado Guy Vinsse, y le
obligamos a que nos guiase al lugar de la matanza; el sitio se hallaba
cubierto de turba pulverizada y la tierra acababa de ser removida; en
vano buscamos las huellas de hombre, sangre. Las respuestas equívocas
de aquel y una herida reciente que le vimos en la cabeza, encima de la
oreja, nos decidieron a prenderle. Desde allí nos encaminamos a la aldea
de las islas, donde dos casas incendiadas humeaban todavía...»
¿Qué apoyo prestaría la nobleza a aquellas rebeliones populares
iniciadas por los curas? Esta era la gran cuestión. Los nobles de
provincias, tanto tiempo sacrificados, bajo el antiguo régimen, a la
nobleza de la corte, temían mucho, al emprender la campaña, no
conseguir otra cosa más que el triunfo de sus antiguos enemigos. No
querían á Coblenza, conocían a los emigrados. Varios habían ido allí a
verlos, y se habían vuelto. Si ellos sacaban la espada y atraían sobre sí
las fuerzas de la Revolución, según toda probabilidad conseguirían que
volviesen los emigrados con los ejércitos enemigos; los cortesanos, la
banda de la reina y del conde de Artois, los caballeros de O'Eil de Boeuf
volverían a Versalles, pedirían, exigirían y se lo llevarían todo; y en
cambio se permitiría a los nobles rurales que volviesen a sus casas, que
viesen de nuevo sus tierras arruinadas, que se dedicasen otra vez a su

301
vida monótona, pobre, oscura, fastidiosa; la misa y la caza por toda
diversión.
Nada tan juicioso como estas reflexiones; nada más difícil que
sacar de aquí a los nobles del campo. Los intrigantes que dirigían la
emigración, que pensaban explotar la victoria, no omitían nada para
ofuscar el buen sentido de aquellos nobles; predicaban la cruzada en
todos los tonos, haciendo alarde de honor y de caballería. Se escribían
cartas anónimas a los perezosos, y se les enviaban ruegos. Uno de estos
agentes realistas, Tuffin de la Rouërie, muy mala cabeza, personaje
equívoco, que había desempeñado cien papeles, oficial, monje trapense,
voluntario de América, revolucionario, luego enemigo de la Revolución,
fué á Coblenza a ofrecerse prometiendo sublevar, según decía á toda la
Bretaña. Solo se necesitaba que en la insurrección se observasen las
mismas formas de los antiguos Estados de la provincia, que los comités
de la insurrección, sacados de los tres brazos, fuesen Estados en minia¬
tura. Al pronto no se pediría ningún acto, ningún esfuerzo, únicamente
dinero. Este último punto agradó a Calonne y obtuvo su sufragio. Hizo
que el conde de Artois aceptase el plan, y el 5 de Diciembre del 91
autorizaron los hermanos del rey a La Rouërie.
Realmente el plan era hábil. Los nobles que no emigraban,
apremiados, insultados por su inacción, atormentadas sus conciencias
realistas por sus propios escrúpulos, obtenían una tregua, dando a la
asociación las rentas de un año. A este precio lograban un salvo
conducto para ellos y para sus' propiedades, que quedaban libres del
saqueo de los realistas. Y por otra parte la asociación les garantizaba
también, permitiéndoles, ordenándoles que se reconciliasen con las
autoridades constituidas, hasta que pudieran hacerlas traición.
Un número considerable de nobles encontraron cómodo este
arreglo, lo suscribieron y dieron su nombre y su dinero. De este modo
se bailaron insensiblemente comprometidos, afiliados sin darse metidos
cuenta, y en la misma guerra que querían evitar. Era evidente que el día
en que se descubriese la asociación,' los asociados más pacíficos se
verían obligados a tomar las armas en su defensa, si no querían ser
presos.
Lo que precipitaba a Rouërie y podía obligarle a adelantar los
sucesos, es que tenía un rival en Botherei, exprocurador síndico de los
Estados de Bretaña, que dirigía a los emigrados de Jersey y Guernesey,
bajo la protección de Inglaterra, lisonjeándoles con la esperanza de que
les desembarcaría una flota inglesa. Rouërie tenía de su parte a
Coblenza, a los príncipes y a los hermanos del rey. En efecto, obtuvo de

302
los príncipes (el 2 de Marzo del 92) una comisión que le confería todos
los poderes y le nombraba jefe de los realistas del Oeste, con orden de
que le obedecieran.
Había tan poco acuerdo entre los realistas, que Rouërie quería
esperar para aumentar la asociación una señal fortuita de guerra civil,
hecha desde las Tullerías. En los primeros días de Juño, los curas que
dirigían al rey obtuvieron de éste una carta para el directorio del
Finisterre, pidiendo que fueran puestos en libertad los curas refractarios
prisioneros en Brest. En aquel momento creía el rey que era muy fuerte;
le habían hecho creer que la afrenta del 20 de Junio, su palacio invadido,
su familia insultada, el gorro colorado sobre su cabeza real habían
provocado una reacción inmensa de la opinión pública en su favor y que
era preciso aprovecharla. Todos los púlpitos, en efecto, los
confesonarios, los conciliábulos devotos, habían sacado un partido
increíble de aquel hecho patético, muy apropósito para la leyenda; el rey,
en opinión de las mujeres y de una gran parte de los hombres del campo,
había recibido como una especie de nueva consagración, por una afrenta
que recordaba la Pasión de Nuestro Señor. Muchos lloraban a la sola
idea conmovedora del Ecce homo de la ¡monarquía.
El acto del rey en favor de los curas de Brest era poco y mucho.
Podía interpretarse como un acto de caridad humana, que no compro¬
metía lo más mínimo a su autor, que no se podía censurar. Y era, en
aquellas circunstancias (se vio luego por lo que ocurrió) en el estado de
combustión terrible en que se hallaba Bretaña, una señal de incendio, un
rayo sobre pólvora. En Fovesnant, cerca de Quimper, un aldeano que era
juez de paz, Allain Nedellec, agente del marqués do Cheffontaine y
administrador de sus bienes, comenzó (el 9 de Julio) después de misa, a
predicar a los aldeanos delante de la iglesia: quinientos tomaron las
armas. Los agentes de Nedellec recorren el país, amenazan con incendiar
las casas de los que no tomen la defensa de Dios y del rey; el rey lo
quiere, él mismo ha escrito que ordenaba la libertad de los curas y su
reposición.
Al siguiente día, 10 de Julio, a las tres de la madrugada, ciento
cincuenta guardias nacionales de Quimper, con algunos gendarmes y un
cañón, caminando rápidamente a través de campiñas cuya topografía
desconocían, partieron con dirección a Fouesmant. Los magistrados con
la bandera roja iban al frente. Recíbenlos con una descarga mortífera que
les hicieron a boca de jarro trescientos aldeanos, disolvieron aquella
partida tomaron la aldea, se establecieron en ella y pasaron la noche en

303
la iglesia, con sus muertos y heridos. Al otro día regresaron a Quimper,
y toda la ciudad salió a recibirles.
Aquel vigor admiró a los sublevados y les hizo reflexionar. La
ausencia de los nobles en todo esto indicaba bastante que las cosas no
estaban en sazón. La Rouërie quería esperar; en Bretaña tenía razón. En
París, sin embargo, los acontecimientos se precipitaban, parecía que
tenían alas. Hiere el 10 de Agosto.
El contra golpe se dio, no en Bretaña, entregada a mil influencias
contrarias, si no en un país donde menos se esperaba un pronto
alzamiento. La Vendee se pronuncia.
Estalló con arranque una unanimidad notable, que contrastaba
mucho con el de resistencia individual y solidaria de los bretones y de
los chuanes. Cuarenta parroquias a la vez, ocho mil hombres del campo,
en las cercanías del Chatillon, se armaron el mismo día (24 de Agosto).
Allí, como en todas partes, los magistrados pérfidos de la Revolución
fueron los que se sublevaron contra ella. Delouche, alcalde de Bressuire,
fué el verdadero jefe del motín. Un comandante dé la guardia nacional,
un noble, se hizo secuestrar de su castillo, por los aldeanos, para ser su
general. Cayeron sobre Chatillon, le devastaron y quemaron los
documentos del distrito. De allí se dirigieron a atacar a Bressuire.
Detenidos por una tormenta que les tuvo dispersos algún tiempo,
perdieron el momento oportuno. El somatén revolucionario que
contestó al somatén realista reunió en una noche a los guardias
nacionales de las cercanías. Hubo un entusiasmo extraordinario. Los de
las ciudades lejanas, desde Angers a la Rochela, se pusieron en
movimiento.
Los que primero llegaron, pocos en número, defendieron a
Bressuire. Bajo los muros se dio un combate en que perecieron cien
aldeanos. Fueron cogidos quinientos, y se dice que los vencedores que
recorrieron las campiñas tomaron duras represalias por los hombres que
habían perdido. Lo que es cierto, es que, a pesar de ello, los prisioneros
fueron tratados con humanidad. Se contentaron con llevarlo ante el
tribunal criminal de Niort. Esta ciudad era un foco de ardiente
patriotismo. El tribunal creyó que debía de ser indulgente con aquellos
hombres extraviados y los puso en libertad, suponiendo
magnánimamente, que solo los muertos habían sido culpables.
La Vendee permaneció muda ante este golpe. Pero por aquel
siniestro suceso pudo adivinarse lo que fermentaba en su seno. Por el
92 se pudo prever el 94. Era indudable que las ciudades pequeñas y poco
pobladas en aquel país no podrían por mucha que fuera su energía,

304
contener a los del campo, que estos lo dominarían todo, y que tarde o
temprano la Vendee en masa se alzaría como un solo hombre, que
marcharía unida con los curas a la cabeza, disciplinada de antemano,
bajo las banderas de sus parroquias.
Pero no se podía prever que aquel grande y terrible esfuerzo (la
Vendee era secundada por una parte de los tres departamentos vecinos)
no sería sin embargo contagiosa para Francia, que quedaría pronto
circunscrito, encerrado dentro de una zona limitada, y que muy pronto,
cada vez más, quedaría planteada la cuestión en estos términos: de un
lado la Vendee, y de otro Francia.
Lo que hacía desde luego improbable e imposible el triunfo de la
Vendee, es que no obraba de acuerdo con la Bretaña. Estos dos países
diferían profundamente. Y la Bretaña, por su parte, tampoco estaba de
acuerdo consigo misma. Los curas estaban allí también divididos. El cura
noble llamado exclusivamente el Señor abate despreciaba y tiranizaba
al cura aldeano, al que hubiera influido sobre el pueblo. Entre los nobles
había también poca concordia: ya hemos visto las diversas direcciones
de Rouërie y Botherei. Por el contrario, los revolucionarios bretones
encontraron, por lo menos los de Finisterre, un principio común en las
hermosas leyes de Agosto del 92; estas leyes favorables al aldeano le
reconciliaron con la opinión de las ciudades, con la Revolución.
Produjeron un efecto inmenso y quizás salvaron a la Francia afiliando a
la Revolución la mitad de la Bretaña, la temible punta que forma la
retaguardia del Oeste. La otra Bretaña, Anjou, el Maine y la Vendee,
comprendieron en todos sus movimientos, que teniendo a París y la
Revolución delante, tenían a su espalda Brest y Finistere, que eran
también la Revolución.
La Vendee, a pesar de cuanto se ha dicho, era un hecho artificial
(al menos en una gran parte), un hecho sabiamente preparado por un
hábil trabajo. En aquel rincón de tierra, oscuro, retirado y sin caminos,
había encontrado el cura un admirable elemento de resistencia, un
pueblo naturalmente opuesto a toda influencia extraña. Allí, bien
ayudado por las mujeres, había podido crear por largo tiempo, y a su
gusto, una obra de arte extraña y singular: una revolución contra la
Revolución, una república contra la República.
Pero este hecho muy artificial, se hallaba en oposición con el gran
hecho natural, que ofrecía Francia en espectáculo, hecho necesario,
derivado legítimamente del fondo de los siglos, que venía, invencible,
como viene el Océano a su hora, y que como el Océano, podía absorberlo
todo.

305
La Vendee, encerrada, cegada en su maleza salvaje, no veía de
ningún modo lo que pasaba a su alrededor. Si lo hubiera visto, se habría
descorazonado y no habría combatido. Hubiera sido preciso que la
hubieran llevado a un sitio muy alto, a la cúspide de una montaña, y que
allí, dando a su vista un alcance extraordinario, la hubieran hecho ver
aquel espectáculo prodigioso. Se hubiera persignado, se había creído en
el Juicio final, y hubiera dicho: Está de Dios.
El espectáculo que Francia habría ofrecido a sus ojos era como un
torbellino inmenso, una circulación rápida, violenta de los hombres y de
los bienes, de las cosas y de las personas. Las aduanas entre provincias,
los impuestos en las puertas de las ciudades, los portazgos, los
pontazgos, todas aquellas barreras del antiguo régimen habían
desaparecido de repente. Las cercas se derribaban, los muros caían, los
antiguos castillos se abrían. Las cosas, lo mismo que los hombres,
habían encontrado nuevamente el movimiento. Una fórmula poderosa,
que se oía por doquiera, las evocaba y parecía animarlas: ¡En nombre de
la ley! Despertados con estas palabras, los inmuebles adquirían alas!
Dos mil millones de bienes del clero volaban, en hojas ligeras, en forma
de asignados. Los dominios, divididos, cortados, se prestaban á las
nuevas necesidades de un pueblo inmenso, inmensamente multiplicado.
Por todas partes ventas y compras; se compraba fácilmente, el asignado
se daba más pronto que se habría dado el dinero. En todas partes se
celebraban matrimonios (fueron innumerables, por lo menos en los
prime¬ ros años de la Revolución) y la nación constituía el dote. Daba
bienes nacionales, con frecuencia por el producto del primer año; una
casa se pagaba con solo el plomo de las canales, un bosque con el
importe de la primera corta. Desaparecía aquel viejo bosque, y la llanura
inmediatamente sembrada, proporcionaba el trigo a la alegre nidada,
nacida de la tierra y del sol de la Revolución.
Jamás movimiento tan grande se realizó con el alma más
tranquila, con menos escrúpulo, con mayor tranquilidad de conciencia.
Jamás la violencia y la fuerza estuvieron mejor apoyados en el derecho.
La reclamación de la mujer no produjo ningún efecto en el hombre. A
todas sus palabras no opuso más que dos. Palabras sin réplica, que en
su concepto concluían la cuestión.
La primera le sirvió para los bienes eclesiásticos, bienes de
prelados, de canonesas y de monjes. Esta palabra fué: ¡Holgazanes!
La segunda le sirvió para las rentas y los derechos debidos a los
señores, y más adelante para los bienes de los emigrados. Esta palabra
fué: ¡Feudal!

306
«Es bien feudal», y esta palabra poderosa tranquilizaba su
conciencia.
Los bienes de la iglesia le parecían, no sin razón, inficionados de
feudalismo. ¿Cómo juzgarlos de otro modo, cuando veía en el palacio
del obispo, del abate, lo mismo que en los castillos laicos, el horno del
señor, la prensa obligada, la grada para el juicio, la argolla señorial, la
horca y todo el aparato de las antiguas justicias? Si no conservaban en
especie los derechos feudales, los percibían en dinero.
Feudal, esta palabra estaba sin cesar en la boca y en la mente del
aldeano. No comprendía ni su esencia ni su historia, pero sí el sentido y
la inteligencia instintiva. Las veinte o treinta generaciones que murieron
en el trabajo, sin monumento, sin tradición, habían dejado, sin embargo,
un mismo testamento a sus hijos, por testamento una palabra, que bien
conservada debió ser para él una prenda infalible de reparación. El
labrador libre de los tiempos antiguos, privado de libertad por la fuerza
ó por la astucia, no teniendo ni bienes, ni título, habiendo perdido su
tierra, su cuerpo, ¡ay! y su persona, —¿qué digo? el alma y el recuerdo,
—vivía solo por una palabra...
Esta palabra, repetida en voz baja durante ochocientos años, para
impedir la prescripción, esta palabra que el 89 explotó con más rapidez
que el rayo, esta palabra que en francés significa violencia, tiranía,
injusticia, es la palabra Feudal.
A todo lo que se le objetaba al aldeano, a todo aquel que le hubiera
presentado títulos y actas, movía la cabeza y decía: Feudal.
La Constituyente, al reprimir los derechos feudales, se esforzó para
establecer una distinción sutil. Hay dos feudalismos, decía al aldeano: el
feudalismo dominan le, impuesto por fuerza a vuestros antecesores, este
le abolimos: pero hay también un feudalismo contratante, que resulta de
una libre inteligencia entre el señor y el aldeano; no podéis sacudir el
yugo de este feudalismo consentido más que indemnizando al señor. —
El aldeano tiene la cabeza dura; se obstinó en no comprender, no dijo
una palabra y continuó su camino. Un contrato firmado entre el fuerte y
el débil, entre el que lo era todo y no era nada; una convención pactada
libremente por un hombre no libre, por un hombre que ni aun era dueño
de su cuerpo, que no era persona, que legalmente no existía, eran cosas
buenas para litigar entre legistas, pero difíciles de sostener entre
hombres de buen sentido. El castigo aplicado al sistema feudal y la
expiación de su tiranía, fué que el día del juicio todo acto suyo pareció
tiránico, y si alguna vez había respetado la libertad, pedido
consentimiento, contratado libremente, no encontró nadie que lo

307
creyera. A cualquier acto que alegase, libre o no, se reían, decían: Feudal,
y ya estaba todo dicho.
La Asamblea constituyente y sus legistas habían cortado con
ligereza una cuestión muy grave de antigüedad y de derecho. Habían
supuesto que el señor poseía originariamente toda la tierra, y que, por
tal servicio, por tal recompensa, se había dignado dar parte de sus tierras
a este y al otro. Veían el origen de toda propiedad en las concesiones de
los feudos. Negaban los orígenes de la propiedad, ignoraban la historia.
¿Quién no sabe que los hechos ocurrieron, con más frecuencia en
sentido inverso? que, por el contrario, fué el propietario libre, el débil, el
pequeño y el pobre, el forzado por mil vejaciones, a recomendarse, como
se decía a su poderoso vecino, a tomar á censo su propia tierra, ¿a dar
al señor la propiedad para conservar al menos el uso?
«Tú eres libre, buen hombre; la tierra y tu familia también, no te
quitamos nada. Piensa sin embargo que la tierra libre, en medio de los
feudos, tiene la propiedad singular de que ya no produce. No te
quitamos nada. Solamente que tus vecinos, como buenos vecinos,
visitarán esa tierra; los caballos y los perros del señor la correrán a su
capricho; es el camino más corto para ir al bosque. Los pajes del señor
son alegres; pegarán fuego a las colas de tus vacas, sin malicia, para
reírse nada más. Tomarán a tu hija de los campos, no para hacerla mal,
solo para reírse; te la devolverán al día siguiente...» Cuando le había
sucedido todo esto, cuando había sufrido los males del siervo, entonces
aquel hombre libre iba libremente no sin lágrimas, y ponía sus manos
en las del señor. -.. «Monseñor, os doy mi fe, mi tierra, todo lo que yo
tenía lo pierdo, os lo ofrezco, os lo doy. En adelante es vuestro, y yo lo
recibiré de vos...» He aquí un contrato libre del buen tiempo feudal.
Lo horrible de este contrato es que aquella tierra así dada y
ofrecida, lejos de aliviar la suerte del propietario, le esclavizaba haciendo
que después de haber dado su tierra, se encontrara con que había dado
su cuerpo, y el de los suyos. ¡Todos siervos!... Esto no es una metáfora,
a pesar de cuanto se ha dicho. Lo vemos claramente hoy mismo en los
países que aún hay esclavos: la mujer y la hija del esclavo pagan
literalmente con sus cuerpos, si no al mismo señor de la propiedad al
intendente, o a los lacayos del señor, una serie interminable de
vergüenzas.
Al llegar aquí me detiene una cosa. ¿Cómo he de ser justo con la
Revolución, cómo hacerla comprender, si antes no doy a conocer la Edad
Media, aquel terror de mil años?... Y sin embargo no pudo. No se resume
la Edad Media. Lo que hay de esencial es su terrible duración, y al

308
abreviarlo no se dice nada de ella. Sería preciso poder reproducir, con
su lentitud implacable, los mil años que pasó la humanidad bajo aquella
lluvia de dolores que caía gota a gota, cada una de las cuales penetraba
hasta los huesos.
Y aun cuando abreviara, para poder hacerlo, necesitaría un libro
muy grande. ¿Cómo ponerle aquí, metiendo el grande dentro del
pequeño? Este último no le contendría, reventaría, dislocado y roto. —
Seré, pues, injusto; no diré lo que sería preciso saber; nuestros
adversarios podrán decir a su sabor que la Revolución fué un accidente,
un capricho, que fué la reparación de males imaginarios, de sufrimientos
que no existían.
No habiendo explicado de qué modo, en la Edad Media, la
esclavitud de la tierra esclavizó la persona, no podré hacer comprender
cómo la liberación de la persona, con la Revolución, produjo la liberación
de la tierra. Porque fué liberada el 89, también ella, que conste. Salió de
las manos del señor, del que se llamaba el hombre de espada, el hijo de
la conquista, del que veía en la tierra un despojo, una cosa para usar y
abusar. Pasó a las manos del hombre de la tierra, sabe del que no nada
de su persona si no que ha nacido de aquello, que estuvo siempre ligado
d la tierra',—y tan bien ligado, en verdad, con tal encarnizamiento, que
la ama más que a su familia; que está casado con ella (tres veces más
que con su mujer); y si lo dudáis, cavando la tierra encontraréis en el
fondo el corazón del aldeano.
Este matrimonio de la tierra y el hombre que la cultivaba fué el
capital de la Revolución. Las historias, diarios y memorias no dicen casi
nada de ello. Y este «hecho era el todo.
Danton lo dijo, pero tímidamente: «Antes había tocado la tierra,» y
sacaba fuerzas de ella. —Tocar, es decir muy poco. Había entrado en ella
con alma y corazón, y eran una misma persona. La identidad del hombre
y la tierra, aquel misterio terrible, al realizarse en Francia, hacía de esta
tierra una tierra sagrada, inacatable; el que la violase estaba seguro de
morir. La cuestión de la guerra estaba resuelta de antemano. La Francia
era demasiado fuerte para el mundo.

309
CAPITULO XVIII

La Convención, —La Gironda y la Montaña (Septiembre-Octubre del 92).

Divisiones de la Comuna. —Constituyen el mayor peligro para Francia. —Acusaciones mutuas


de los dos partidos, igualmente injustas. —Desconfianzas mutuas de París y los
departamentos. — Apertura de la Convención 21 Septiembre del 92). —La Convención, en
general, apoya desde luego a la derecha (Septiembre y Octubre del 92). —Danton y
Robespierre quieren tranquilizar a la Convención (21 de Septiembre del 92). —Danton pide que
se garantice la propiedad. — Abolición de la monarquía. —Primera oposición de Danton y de
la Gironda sobre la capacidad del pueblo (22 de Septiembre del 92). —Acusaciones mutuas de
desorganización y desmembramiento (23 de Septiembre). —Apología de Danton; sus consejos
pacíficos (25 de Septiembre del 92). —Apología de Robespierre. —Apología de Marat—
Apología de la Comuna, que desautoriza a los hombres de Septiembre.

Era Francia demasiado fuerte para el mundo. Pero si se hacía la


guerra a sí misma ¿lo sería igualmente? He aquí la cuestión.
Ciertamente que la nación que improvisaba un millón de
propietarios; armaba tres millones de guardias nacionales, que combatía
con un capital de diez mil millones podía burlarse de Europa.
El peligro capital no estaba en la invasión; no estaba en el rey, al
menos por el momento.
Este se había declarado y reconocido embustero y degradado de
su carácter sagrado por la declaración de Varennes: «Un rey no miente
nunca.»
Francia en el 92 le creía traidor y cómplice de la invasión. En su
mayoría Francia era si no republicana, antirrealista por la cólera y la
indignación. Desprestigiado y deshonrado el rey, estaba caído en el lodo
para siempre si la misma Revolución no le elevaba por medio del
patíbulo.
Si en Francia había algún peligro real, este era el cisma. Cisma
religioso en el Oeste que armaba el pueblo contra el pueblo. Cisma
político en el seno de la Convención entre republicanos y republicanos.
Esta Asamblea, congregada para asegurar la unidad de Francia
escribiendo su nuevo credo, fué muy pronto desgarrada por el cisma y
la herejía.
¿Dónde estaba el corazón de Francia más que en la Convención? Y
¿qué sería de la vida de cada ser si en el corazón mismo estaba el germen
de la división? Ningún mal más cercano a la muerte.
Aun antes de tener existencia ya estaba dividida. Abría sus
sesiones el 21 de Septiembre y en los días que precedieron a la apertura
ya sonaban los nombres de realistas y hombres de Septiembre.

310
Desde los de la derecha a los de la izquierda se cruzaban estos
epítetos mortíferos.
Se podía ver ya el río de sangre que había de costar el separar los
dos bandos.
En vano Danton en nombre de la patria tendía su mano poderosa
desde la Montaña a la Gironda.
Los Girondinos forzaron a Danton a que los perdiera,
entregándolos a Robespierre que destruyó a Danton, que fué destruido
él mismo y la República con ellos. Todos estos acontecimientos terribles
van a desarrollarse con la rapidez de una piedra que cae en el abismo.
Un intervalo apenas de cuatro meses separa estas revoluciones
que en otras circunstancias hubieran necesitado para desarrollarse una
edad entera de la historia.
Aquí cada intervalo es un siglo. ¿Qué digo? Olvidaba el carácter
extraordinario de este sueño sangriento. Allí no había ni siglos, ni años
ni meses: allí el tiempo no existía.
La revolución para estar a su gusto había empezado por destruir el
tiempo.
Libre del tiempo corría sin detenerse.
Lo que parte el corazón es pensar que aquellos hombres se
destruyeron mutuamente sin conocerse; se desconocieron
profundamente.
Si hay algo después de la muerte, ellos saben a estas horas cuan
injustas fueron sus mutuas acusaciones y sin duda ninguna se han
reconciliado. No es dudoso que estos grandes ciudadanos muertos tan
jóvenes y que murieron para crear esta patria se han abrazado
fraternalmente en la eternidad.
No, sus acusaciones no fueron merecidas. Todos fueron
excelentes patriotas y ardientes amigos de Francia. Sintieron el amor
fuerte, celoso, inquebrantable por la República y esto les perjudicó.
Se destruyeron porque amaron demasiado.
El tiempo ha venido a esclarecerlos y el juez inexorable, la muerte.
En la Convención no hubo un solo traidor. La República no tuvo un
enemigo.
No ha habido jamás una Asamblea más noble.
El miedo y el odio influyeron en algunos de sus miembros, el
interés en ninguno.
Salvo dos ó tres conocidos y castigados, los demás murieron
pobres.

311
Aunque la violencia o el furor les arrastrara a algunos actos
reprobables, de cada uno de ellos se pudo decir lo que los suizos ante el
cadáver de Zwinglio: «Tú fuiste un hombre sincero y amaste a tu patria.»
Contentémonos aquí con poner un sello sobre nuestro corazón
prohibiéndole hablar.
Debemos este respeto a los hombres heroicos; no deplorar su
muerte, sino hacerles un panegírico civil y digno de ellos.
Repitámoslo otra vez: las dos acusaciones fueron falsas. Los
girondinos no eran realistas.
Fundadores de la República, la llevaban en el corazón. Era su
esperanza y su Dios.
Ella les alentó, no les faltó, les acompañó en la carreta desde la
Conserjería a la plaza de la Revolución. El último pensamiento de
aquellos hombres no fué para ellos mismos sino para la República.
Los de la Montaña no eran los autores de los acontecimientos de
Septiembre.
Salvo Marat y otros dos ó tres, ninguno de los de la izquierda tuvo
parte.
Este partido en que estuvieron los hombres más violentos fué el
que también tuvo a los defensores de la humanidad.
Los Carnot, los Cambón, los Merfin de Thienville, los Prieur y
tantos otros no fueron hombres sanguinarios.
La gran mayoría de los de la izquierda desaprobaba lo hecho en
Septiembre, pero creía que el castigo era imposible.
Los que, como Danton, sabían que Francia estaba sobre un volcán,
comprendían que debía dedicarse a cuidar de sí misma y que tratar de
castigos o de luchas era perderse.
Pensamiento tanto más razonable cuanto que las provincias
acusaban a París y le hubieran juzgado cruelmente.
Danton y la Montaña asumieron la responsabilidad y dijeron:
«Somos nosotros los que hemos cometido el crimen.»
Los nuevos representantes trajeron de sus distritos el terror hacia
los hechos de Septiembre.
El relato de lo sucedido había sido aprovechado por los enemigos
de la Revolución coreados por los provincianos.
El odio a París hacía que se creyera todo.
Creyeron en los diez mil muertos de que hablaban los realistas.
Se decía que llevaban a las gentes de cárcel en cárcel y que había
en París un lago de sangre de doce pies de profundidad.
Se exageraba también el número de muertos.

312
Unos hablaban de diez mil, otros de cien mil. Toda la capital había
tomado parte en la carnicería.
Los convencionales llegaban a París llenos de espanto y todo les
parecía sombrío y lúgubre.
La inmensa mayoría de estos representantes llegaban con el
espíritu inquieto, receloso y apto para cambiarse según las diversas
impresiones.
La Convención se conmovió por la emoción que vio había causado
en Francia el golpe de Septiembre.
Procedía todo de la burguesía. Tenía basta ciertos filetes
aristocráticos, efecto de haber llamado a votar a los criados. Por esto los
convencionales eran médicos, abogados, profesores, literatos,
comerciantes. No había más que un obrero, un cardador de lana de
Reims. Estos burgueses eran gentes de bien, amigos del pueblo y menos
crueles de lo que se cree.
De setecientos cuarenta y cinco individuos que componían la
Convención, quinientos no eran ni girondinos ni de la Montaña. La
Gironda les inspiraba aversión, la Montaña horror.
Era evidente que el triunfo sería del que supiera apoderarse de esta
masa flotante de quinientos individuos que eran la Convención misma.
La moderación natural y el terror a Septiembre les llevaba a la
derecha, pero un terror más grande los podía llevar a la izquierda.
Los prejuicios que ellos traían sobre París no disminuyeron
ciertamente por las impresiones recogidas al pasar por calles y plazas.
— Oían decir a su paso: «¿Para qué traer tanta gente para gobernar a
Francia? ¿no había bastante en París?»
Estas frases escapadas de labios imbéciles entraron en la
Convención y fortificaron la idea de que París quería ser rey de Francia.
Esta idea falsa, injusta e irritante para los parisienses hizo que se
acogiera otra acusación contra la Gironda, la de que pretendía hacer de
Francia algo parecido a lo de los Estados Unidos dividiéndola en tantas
repúblicas como provincias y destruyendo así la unidad de la patria
apenas establecida.
Hubo por ambas partes la misma credulidad.
Los veinte diputados de París que gobernaban la Montaña; los
veinte o veinticinco girondinos que influían en la derecha creyeron estas
cosas y las hicieron creer a los demás.
Ellos se apoderaron del campo desde el primer día, se impusieron
a la Convención y la gastaron en este debate fatal.

313
Tantas arengas y esfuerzos; tantos días terribles y tantas noches
tenebrosas; la terrible lucha en que se empeñó Francia, todo vino a
reducirse a un simple diálogo.
La Gironda decía a la Montaña, a la diputación de París, a Danton
y Robespierre: Vosotros queréis la desorganización social para que el
desorden haga necesaria la dictadura.
La Montaña a la Gironda, a Brissot, a Vergniaud, Roland: Vosotros
deseáis la desmembración de Francia en varias repúblicas federadas
para que la guerra civil restablezca la monarquía.
Error en ambos bandos; error e injusticia profunda.
Si los de la Montaña no querían obstáculos que impidieran el
ímpetu revolucionario que había de salvar a Francia, no por esto eran
anarquistas, sino que querían una república vigorosa en que las leyes
fuesen obedecidas.
Los Girondinos que más tarde habían de buscar apoyo en los
distritos para defender sus derechos y los de la Convención no pensaban
más que solo en esto.
Ni entonces ni nunca pensaron en la desmembración de la patria.
Unos y otros eran excelentes ciudadanos capaces de dar su sangre por
la república.
He aquí, pues, la Asamblea reunida en la sala de las Tullerías que
había servido de teatro.
Este teatrito de corte va a contener un mundo, el mundo de las
tempestades infernales, el pandemónium de la Convención.
Y cuanto más pequeño es el campo, tanto más furiosos serán los
combates que en él se libren.
Todos desde el primer día sufrieron de verse tan extremadamente
reunidos.
El corto espacio que separa a estos combatientes no permitirá que
se pierda ningún ataque y ninguna mirada hostil.
Los unos y los otros se dispararon a quema-ropa.
Aun en los momentos de tregua se respirará allí un ambiente de
odio; reinará una especie de magnetismo que oprimirá todos los pechos
y turbará todas las cabezas, llenando los ojos de visiones.
Esta Asamblea tan dividida desde sus comienzos tenía, no
obstante, un principio de unión, aquel de que había nacido: el 10 de
Agosto.
Tenía este pensamiento: Que Francia era definitivamente mayor de
edad; que su institutriz, la monarquía, había caído para siempre como

314
cómplice del enemigo; que todo rey era imposible y no había más rey
que el pueblo. Sobre esto no había que discutir.
Lo Convención tenía conciencia de la fuerza del movimiento y del
volcán de cólera que la habían engendrado.
Cualquiera que fuera el poder que tuviera, no se presentó como
soberana; no dictó un código, sino que lo propuso al pueblo.
Todo lo que de lejos o de cerca hubiera parecido monarquía
hubiera sublevado el sentimiento público.
La Convención se desentendió de Manuel que proponía honores
casi reales para el presidente y aplaudió estas palabras de uno de sus
miembros: «Francia ha manifestado su voluntad enviando aquí
doscientos miembros de la Asamblea legislativa que han hecho el
juramento de combatir los reyes y la monarquía. ¡No, no habrá nunca
presidente de Francia!»
El presidente escogido por la Asamblea fué Petión; los secretarios
fueron dos constitucionales, Camús y Rabaut Saint Etienne; los
girondinos Brissot, Verguiaud la Source y Condorcet, amigo de la
Gironda. Ni un solo hombre de la izquierda la Asamblea se inclinaba del
todo a la derecha. La elección había sido dictada visiblemente por el
horror hacia los hechos de Septiembre.
Este sentimiento, honroso sin duda, debió, sin embargo, ¿en la
crisis suprema por que atravesaba Francia, haberse subordinado al
interés de la nación? Sin la enérgica legión de la Montaña de cien
representantes y sin el apoyo de dos jefes, Robespierre y Danton ¿era
posible la salvación? Robespierre, la gran autoridad moral de las
innumerables sociedades jacobinas; Danton, la gran fuerza, el genio
político, que tenía en sus manos los hilos de la diplomacia y los de la
policía, negociando de una parte la retirada de los prusianos y de otra la
prisión de los realistas del Mediodía y de la Bretaña.
La gran mayoría de la Convención no veía esto. Estaba dominada
por el recuerdo del fúnebre acontecimiento, por la estima que inspiraba
la Gironda, por sus celos de París y la diputación de París y por la
aversión y el estremecimiento nervioso que le causaba la Montaña. Por
un movimiento instintivo y sin darse cuenta el centro apoyaba la
derecha. Desde allí miraba constantemente y como fascinado a la terrible
Montaña sin poder apartar los ojos.
Veía en aquellos bancos la famosa Comuna representada por sus
miembros más violentos y con su comité de vigilancia de tristes
recuerdos. Los jefes de la Montaña no eran tipos para tranquilizar. La
figura inquisitorial de Robespierre enfermizo, ocultando sus ojos bajo las

315
gasas era la de una esfinge rara que miraba sin cesar a su pesar y que
sufría mirando. Danton, con la boca torcida, medio hombre y medio toro,
con su fealdad extraordinaria metía miedo, dijera lo que dijera, su voz y
sus gestos parecían los de un tirano. Este grupo sombrío donde estaba
representada toda pasión violenta tenía en su cima una corona grotesca,
una visión terrible y ridícula, la cabeza de Marat. Escapado de su bodega,
sin costumbre de ver la luz, este personaje extraordinario de cara
bronceada no parecía de este mundo. El notaba el asombro de los
sencillos y se gozaba en él. Con la nariz levantada, vanidoso y
embriagándose con el aura de la popularidad, los labios prontos a
vomitar injurias y calumnias daba asco, indignaba y bacía reír; pero este
conjunto recordaba a Septiembre y entonces ya no se reía.
Robespierre y Danton comprendían perfectamente que era
necesario lo antes posible tranquilizar a la Convención y refutar las
acusaciones de tiranía y dictadura que se hacían contra ellos. Nada había
contribuido tanto a fortificar tales rumores como las palabras de Marat,
que pedía sin cesar un dictador. Muchos de los de la Montaña habían
llegado a creer que, en efecto, Francia no se salvaría más que por la
unidad de poder, puesto todo en la misma mano. Hablar contra la
dictadura era hablar contra Marat, desautorizarle, separarse de él.
Desautorizar al hombre de Septiembre, era político en este momento y
podía atraer hacia a la Montaña una parte de la Convención.
Robespierre lo hizo con una extrema prudencia; no habló él
mismo, si no que hizo hablar a su amigo y discípulo el paraliticó Couthon
que se sentaba a su lado y que recibía sus inspiraciones. Couthon
propuso un juramento de odio a la monarquía, de odio a la dictadura y a
todo poder individual.
Danton habló el mismo de esta manera-: «Antes de exponer mi
opinión sobre lo primero que debe hacer la Asamblea Nacional, séame
permitido dejar en su seno los poderes que un día me había dado la
Asamblea legislativa. Yo los recibí entre el estampido del cañón. De
ahora en adelante yo no soy más que un mandatario del pueblo y con
este carácter voy a hablar... no puede haber más Constitución que la que
acepte textualmente la mayoría de las asambleas primarias. Estos vanos
fantasmas de dictadura con los que se quiere amedrentar al pueblo, es
necesario que los disipemos. Declaremos que no hay más Constitución
que la que él ha aceptado. Hasta aquí no se ha hecho más que agitarle,
es necesario despertarle contra los tiranos. De ahora en adelante, que las
leyes sean tan terribles contra quien las viole, como el pueblo lo ha sido
destruyendo la tiranía; que castiguen a todos los culpables... Abjuremos,

316
declaremos que toda propiedad territorial e industrial será eternamente
defendida.»
Gran discurso, hábil para la disposición en que se encontraba
Danton y que respondía, maravillosamente a la situación general y a los
secretos pensamientos de Francia.
Francia estaba inquieta y la inquietud después de la matanza de
Septiembre no era como podría creerse que volvieran las matanzas. La
violencia contra las personas no hubiera amenazado más que a un
pequeño número. El temor general era menos por la seguridad personal
que por la propiedad.
París temblaba. Los tenderos parisienses habían visto con pena la
matanza de los aristócratas; pero los robos en pleno día cometidos en el
mismo boulevard, les impresionaron más. El tendero de ultramarinos
abría su tienda temblando.
Francia temía. En este movimiento inmenso de propiedades,
autorizado y pedido por la ley, podían ocurrir mil accidentes que la ley
no había previsto. La inviolabilidad del dominio feudal se había perdido
y los antiguos muros se habían derrumbado.
Y no era solamente el propietario antiguo el que temía, sino que el
nuevo temía también. El aldeano propietario de ayer, no habiendo
pagado todavía su propiedad, era ya un ardiente conservador. Se le veía
mañana y tarde hacer la guardia a su campo armado con un fusil.
No valían, pues, engaños; una palabra de Danton contraía
propiedad, una broma imprudente, podía hacer surgir en un momento
millones de enemigos de la Revolución.
Todos querían la propiedad y la querían sagrada aun los mismos
que no eran aún propietarios. Estos contaban con serlo mañana.
Tal era el pensamiento de la Revolución: que todos fueran
propietarios pagando poco, pagando de su trabajo y de sus ahorros. La
propiedad que adquirimos gratis se va como ha venido. Por eso la
Revolución no daba nada, sino que vendía. Ella exigía al hombre que
probara por su esfuerzo y por su actividad, que era digno de ser
propietario. Adquirida así la propiedad, es sagrada y dura tanto como la
voluntad y el trabajo de donde procede.
La Constituyente y la Legislativa, habían empezado la libertad.
Pero la libertad no estaba asegurada más que al abrigo de la propiedad.
Así debía haber sido la obra de la Convención, fundar la propiedad para
todos, fundar el hogar del pobre, su hogar permanente, el nido para la
familia.

317
Las dos proposiciones de Danton tenían una gran importancia.
Marcaban el camino que debía seguir la Revolución. Era la misma
Revolución marcando sus límites y sus principios: su principio: el
derecho del hombre a gobernarse libremente a sí mismo, su límite: el
derecho del hombre a poseer los frutos de su libre actividad.
Entre la libertad y la propiedad no puede haber contradicción, no
siendo la propiedad más que la consagración de los frutos de la actividad
libre. Y, sin embargo, la aparente oposición de estas ideas constituía el
peligro de Francia. Tan ciegos todos como sinceros, iban a luchar
estando de acuerdo. Danton, el primer día, propuso manifestar este
acuerdo consagrando a la vez los dos principios en una fórmula que
contenía la paz.
Esta fórmula de paz ofrecida a los partidos encarnizados tenía una
fuerza especial por los labios que la pronunciaban. Era precisamente el
hombre a quien se miraba como un ciclón y como el genio de las
tempestades el que venía, en el momento en que el navío peligraba, a
echar las dos anclas que habían de salvar a Francia.
Los partidos se caracterizaron al instante. Dos reclamaciones se
elevaron en sentido inverso.
En el lado izquierdo, el dictador financiero de la Revolución,
Cambon, dijo, que él hubiera preferido que Danton se atuviera a su
primera proposición, que establecía solamente el derecho del pueblo a
votar su constitución.
Cambon, que no era enemigo sistemático de la propiedad, quería
sin duda en medio del peligro público, que el pueblo tuviera siempre el
derecho de reglamentarla para el bien común. ¿Qué importaba en efecto
que subsistiera la propiedad, si perecía la persona? Se recordaba a este
propósito la frase tan exacta de Danton: «Cuando la patria está en peligro
todo pertenece a la patria.»
En el lado derecho, en el grupo que se llama la Gironda, surgió el
principio contrario. El girondino Lasource sostuvo que Danton, pidiendo
que se consagrara la propiedad, la comprometía. El tocarla aún para
robustecerla, es quebrantarla. La propiedad, dijo, es anterior a toda ley.
La Convención decretó las dos proposiciones de Danton, pero en
la forma siguiente, sin explicarse en la segunda acerca del derecho de
propiedad: 1. ° No puede haber constitución si no es aceptada por el
pueblo. 2.° La seguridad de las personas y de las propiedades está bajo
la salvaguardia de la nación: «No es esto todo, dijo Manuel; vosotros
habéis consagrado la soberanía del verdadero soberano el pueblo; es
necesario ahora desembarazarle de su rival el falso soberano, el rey.»

318
Objetando un diputado que el pueblo solo debía juzgar en esta
cuestión, Gregoire en un arranque de su corazón, dijo: «Ciertamente
nadie propondrá en Francia que se conserve la raza funesta de los reyes.
Sabemos demasiado que todas las dinastías no han sido más que razas
devoradoras que vivían de carne humana, pero es necesario tranquilizar
del todo a los amigos de la libertad. Es necesario destruir ese talismán
cuya fuerza mágica todavía puede influir en muchos hombres. Yo pido
pues que por una ley solemne consagréis la abolición de la monarquía.»
Bacire, perteneciente a la Montaña, quería que se huyera de toda
precipitación y que se esperara el voto del pueblo. El proporcionó a
Gregoire una ocasión para manifestar del todo su propio pensamiento.
La grandeza del entusiasmo le arrancó del corazón lo que su espíritu no
hubiera encontrado jamás, la fórmula original que terminaba la cuestión:
«El rey es en el orden moral lo que en el orden físico es el monstruo.
Verdaderamente que el ser que se sienta en un trono en lugar de
un pueblo, que cree contener en sí un pueblo, que se cree un infinito,
que se imagina concentrar en sí la razón de todos ¿cómo se le puede
calificar? es acaso un loco, un monstruo, un Dios seguramente: no es un
hombre.
La monarquía fué abolida. Los primeros que entraron en la
Convención y supieron la feliz noticia fueron unos jóvenes voluntarios
que partían al día siguiente. Arrebatados por el delirio del entusiasmo
dieron gracias a la Convención y fuera de sí corrieron a difundir la noticia
por todas partes. Tal era la convicción de que el único obstáculo era el
rey, el peligro de la situación, que una muchedumbre de hombres, que
eran monárquicos, tomaron parte en la alegría común.
El crédito se elevó y la banca significó por el alza de los fondos que
la situación se consolidaba al hacer una franca declaración que era un
hecho y un principio. Francia, en efecto, después de un año, se
gobernaba a sí misma.
La abolición expresa de la monarquía, tenía la ventaja, además, de
que no solamente destronaba al rey presente sino al futuro.
¿Era el duque de Orleans este rey? Los intrigantes como
Dumouriez no se dieron por vencidos. A falta del padre mostraron al hijo
en Valmy y Jemmapes sin perdonar medio de ponerlo a la vista y hacerlo
valer.
En la segunda sesión, donde se decidió que todos los cuerpos
administrativos, municipales y judiciales fueran renovados, tuvo lugar
una discusión luminosa entre la Gironda y Danton, sobre si el juez había
de ser elegido precisamente entre los legistas. Los Girondinos, todos

319
abogados, se mostraron aquí tal cual eran e hicieron ver que no estaba
en ellos el espíritu de la Revolución.
Si la Revolución significa algo, es indudable que el instinto público
tiene sus derechos enfrente de los de la ciencia.
Al legista y al cura, la Revolución ha opuesto el hombre y le ha
colocado al mismo nivel.
La Revolución proclamó la mayor edad del hombre, sujeto al cura
y al legista, como una criatura impotente y obscurecida por el pecado
original.
Danton, con su talento sin igual, puso la cuestión en su verdadero
terreno.
«Los legistas son como los curas y, como ellos, engañan al
pueblo.»
Fué apoyado por uno de sus mismos adversarios que confesó:
«Que era de desear que en todos los tribunales hubiera un hombre ajeno
a las leyes, que impusiera allí las del buen sentido.»
Thuriot hubiera querido que, en los tribunales, solo el presidente
fuera legista.
El diputado Osselin pronunció esta frase notable: «Se quiera
descartar también el establecimiento de jueces de paz. La experiencia ha
demostrado cuan necesarios son. Debemos dar el último golpe a la
curia.»
Danton había levantado mucho la cuestión y la mantuvo alta,
declarando que él no combatía a los jurisconsultos, sino a la nube de
escribanos y procuradores y que era necesario, a falta de jueces
patriotas, dar al pueblo el derecho de elegirse otros.
Después de esta declaración todos debían entenderse y terminar
el debate; pero los Girondinos se obstinaron; Vergniaud habló todavía y
logró que el proyecto admitido en principio fuera antes de su ejecución
examinado por una comisión.
La lucha comenzada así en el terreno especulativo estalló al mismo
tiempo en la gran cuestión política y, desde el primer momento, fué más
bien un duelo que un debate.
Brissot dio la señal de empezar cuando dijo en su diario que en la
Convención había un partido desorganizador.
El aludido recriminó a los Jacobinos. Chabot aseguró que los
Girondinos querían reducir a Francia al estado de una federación, o sea
que deseaban un desmembramiento.

320
Esta acusación tenía poca importancia en boca de Chabot, pero la
tuvo muy grande cuando la repitió Robespierre en el seno de la
Convención.
La torpeza de los Girondinos fué muy grande.
Su respuesta a estos ataques de los diputados por París, se
revolvieron contra el mismo París que no tenía la culpa.
El 22 de Septiembre, Kersains, Buzot, Vergniaud, aprovechando la
ocasión de nuevas escenas de sangre que habían tenido lugar en
Chalons, obtuvieron de la Convención una ley especial contra los que
excitaran al asesinato y una guardia especial compuesta de provincia¬
nos que defendiera a los convencionales.
Ya Roland había expuesto la necesidad de rodear de soldados la
Convención.
Nada más impolítico que hacer esta desconfianza de París. Porque
¿qué es París sino una población compuesta de provincianos? y ¿era
culpable esta población de los hechos de Septiembre? De ninguna
manera. Si la Commune había hecho o tolerado la matanza, si la guardia
nacional no había podido hacer nada ¿a quién acusar? A la Asamblea
por haber creado la Commune y la guardia nacional como garantía del
orden.
Ya que la legislativa no lo había hecho, debía hacerlo la
Convención. «Aquí es donde debía haberse promovido el debate sobre
esta cuestión y no sobre la guardia departamental. Hacer sospechoso a
París, corazón y cabeza de Francia, era injusto e insensato. Convenía, por
el contrario, hacer un llamamiento a los buenos sentimientos de la
capital, mostrar confianza en ella, y si la Comuna era tiránica,
reemplazarla bajo la autoridad de la Convención.
Esta no corría ningún peligro en aquella época. Se fundaban en ella
grandes esperanzas. Se apelaba á ella en todos los apuros, se fiaba en
ella y en ella se creía. ¿Qué había de temer cuando el gran tribuno, el
futuro dictador, Danton, la había, desde la primera sesión, entregado su
autoridad abjurando de toda exageración? Y, para mayor seguridad, el
25 pidió la muerte de todo el que quisiera hacer un dictador.
Esta sesión fué una batalla en toda regla. La Gironda, con mucha
violencia, pero poca habilidad, atacó a tres hombres muy diferentes
afectando confundirlos, Danton, Robespierre y Marat. Se les atacaba
como un triunvirato posible, tal como Marat lo había pedido en
Septiembre. La Gironda fracasó en este ataque, sobre todo por haber
mezclado a París en la cuestión. Se creyó ver en estos ataques no más

321
que el deseo de hacer ver la necesidad de una guardia departamental
que protegiera la Convención de los ataques de París.
Danton respondió en un discurso levantado y hábil al mismo
tiempo.
Empezó por desautorizar a Marat, recordando la carta
amenazadora que le había escrito. Puso las cosas en el terreno del buen
sentido y dijo que el famoso amigo del pueblo era comparable a un
realista por sus exageraciones, ridículo por sus violencias, añadiendo
que la bodega le había turbado el espíritu.
El discurso fué más bien una profesión de fe y una exposición de
principios. Se le podía condensar en estas frases. —¡Muera la unidad
perjudicial, la dictadura! ¡Muera la libertad perniciosa, el espíritu
regional, el espíritu de división! En este último punto increpó a los
girondinos, diciendo que de acusadores podían convertirse en acusados.
— «Es un gran día para la nación, un gran día para la República este que
nos ha traído a una explicación fraternal. Si hay alguien que quiere
dominar despóticamente, el pueblo hará que se le corte la cabeza. Se
habla de dictadura y triunvirato. Esta acusación debe hacerse de un
modo claro, no vagamente; yo voy a hacerla... No es a la diputación de
París a la que hay que recriminar.
No disculpo o justifico a todos sus miembros. No respondo más
que de mí. Yo no soy parisién, pertenezco a una provincia hacia la cual
se vuelven continuamente mis ojos llenos de cariño, y, sin embargo, creo
que no pertenezco a mi provincia, si no a mi patria toda entera, que
aprovecha esta discusión a toda Francia. Decretemos la pena de muerte
para todo el que defienda la dictadura o el triunvirato.
Se pretende que algunos de nosotros quiere dominar a Francia;
disipemos esa idea absurda poniendo pena de muerte para el que la
sostenga.
Francia debe ser un todo indivisible. Debe tener unidad de
representación. Los ciudadanos de Marsella deben dar la mano a los de
Dunkerque. Yo pido la pena de muerte para todo el que quiera
desmembrar la patria y propongo que la Convención declare que la base
de todos sus acuerdos será la unidad de representación y de ejecución.
Los austríacos recibirán llenos de coraje la noticia de esta santa armonía.
Entonces, creedlo, nuestros enemigos están muertos.»
Robespierre habló en el mismo sentido. Recordando como
siempre, sus grandes servicios a la libertad, aseguró que jamás en las
asambleas electorales había atentado a la propiedad. Formuló

322
claramente la sospecha de que un partido quería reducir a Francia al
estado de una federación.
Notando que su discurso era acogido con frialdad, se dirigió al
público de las tribunas, se humilló, se prosternó, y rechazando el dictado
de adulador del pueblo, dijo que él no adulaba jamás ni al pueblo y a la
divinidad.
Todo esto fué mal recibido. Pero Robespierre quedó bien por la
torpeza de uno de los girondinos que le siguió en el uso de la palabra.
Barbaroux se ofreció a precisar la acusación de dictadura y afirmó
que todo el mundo presentía que se quería hacer dictador á Robespierre.
Atacó a la Comuna, declarando que por París mismo no tenía
desconfianza. Por lo tanto, aconsejó que se reunieran en una provincia
los suplentes de la Convención, por si esta perecía en París. Anunció que
Marsella enviaba doscientos caballeros todos jóvenes y de buena
posición, los cuales habían recibido de sus padres caballos, armas y
quinientas libras. ¡Qué cosa más peligrosa que una doble asamblea! ¡Y
en medio de una guerra civil! Por otra parte, nada más humillante para
los parisienses que el envío de una tropa aristocrática para contenerlos
o amedrentarlos.
Desde el principio de la sesión Larource había dicho que era
preciso reducir a París al estado de una de tantas provincias con su parte
correspondiente de influencia.
Visiblemente los representantes del Mediodía ignoraban el
verdadero estado de Francia y el papel importantísimo que jugaba el
principal organismo nacional. La gran villa es el foco eléctrico donde
todos los demás vienen a electrizarse, a buscar chispas, a imanarse.
Toda Francia tiene que pasar por París, y cada vez que con él tiene
contacto, se hace más Francia, por decirlo así.
Un solo diputado del Mediodía estuvo firme enmedio de los dos
partidos: Cambon.
Declaró en nombre de los meridionales que todos querían la
unidad de la República; que si el espíritu de egoísmo y tiranía se
encontraban en alguna parte era en la Comuna de París. No atacó a París,
si no a la Comuna. Vergniaud evitó también la influencia de los
girondinos. No atacó a la Comuna en masa ni a la diputación de París
colectivamente; reconoció que en ambas partes había buenos
ciudadanos como el venerable Dusaulx, el gran artista David y otros.
Atacó directamente a Robespierre; recordó que Robespierre en la
noche vergonzosa del 2 al 3 de Septiembre había afirmado que existía
un complot en que entraban Brissot, Vergniaud, Gaudet, Condorcet, para

323
entregar la Francia á Brunswick. Habiéndole alguien desmentido añadió
con una moderación que daba más fuerza á sus palabras: «Yo no he
tenido nunca para Robespierre más que palabras de estima... todavía
hoy hablo sin amargura; yo me felicitaría de que Robespierre así acusado
probara plenamente que había sido calumniado.»
Había llegado para Robespierre el momento de explicar su
discurso del 2 de Septiembre y sincerarse para siempre. Su adversario
declaró que le creería bajo su palabra. Entonces, delante de la
Convención y de Francia, debió negar lo que luego negó ya tarde, fuera
del debate y en un largo discurso. No habiendo contestado a Verginand
quedó manchado y manchado está para siempre.
Vergniaud recordó la espantosa circular firmada por Marat,
Sergent y Pañis y enviada a todas las provincias para extender por ellas
las matanzas de París. Un estremecimiento de horror corrió por toda la
Asamblea; pero los murmullos se convirtieron en gritos de reprobación
cuando un diputado sacó del bolsillo un decreto firmado por Marat en
21 de Septiembre y publicado el 22. En él se decía que no había que
esperar nada de la Convención; que era necesaria otra insurrección y que
al cabo de cincuenta años de anarquía vendría la dictadura. Acababa con
estas palabras significativas al día siguiente de Septiembre: «¡Oh pueblo
estúpido, si tú supieras obrar!»
Cogido así dando este grito de asesinato y con las manos tintas en
sangre, Marat debió quedar aterrado, pero sucedió todo lo contrario. El,
que siempre se había ocultado, pareció feliz de mostrarse a la luz del día;
aceptó valientemente la luz y la desafió. El hombre de las tinieblas vino
a colocarse al sol sonriendo con su boca enorme y con todo el aire de
decir a los que, como Madame Roland, dudaban si era un ser real:
«¿Vosotros lo dudáis? Pues miradlo.»
Su sola presencia en la tribuna sublevó a todo el mundo; parecía
deshonrada. Aquella figura ancha y baja que apenas asomaba la cabeza;
aquellas manos gruesas y grasientas que colocaba en la barandilla;
aquellos ojos saltones, no parecían de un hombre, sino más bien de una
hiena. «¡Abajo! ¡abajo!» se gritó. El, sin desconcertarse, dijo: «Yo tengo
en esta Asamblea un gran número de enemigos...» «Todos, todos»
exclamó la Convención levantándose casi en masa. Ni aun esto le turbó.
Devolviendo ultraje por ultraje: «Yo os invito a tener pudor», dijo. Marat
era audaz, pero no valiente. Lo que aquí le envalentonaba es que sabía
que hablaba a la vista de los suyos. La batalla estaba prevista; algunas
palabras imprudentes de Barbaroux la habían anunciado la víspera.

324
Los maratistas advertidos habían llenado las tribunas.
Comprendían que se hacía el proceso de Septiembre y el suyo. Todos Comentado [JLVY2]:
los hombres comprometidos habían venido a ver si la Convención se
atrevía con ellos, entrando por el castigo de Marat en las vías de la
justicia. Castigado él, todos sabían que lo serían a su vez. Se les conocía
en gran número por sus condiciones, oficios y domicilios. Estas gentes
tenían que triunfar con Marat o perecer con él. Su destino era el suyo.
Júzguese, pues, si serían puntuales en ocupar las tribunas. Desde la
noche anterior estaban a la puerta formando cola en tropel que echaba
a los que eran de otro partido; si dejaban pasar a alguien era a algún
obrero simple al que bien pronto convencían.
El traje estrambótico de Marat; su casaca grasienta, su cuello
desnudo, hacían buen efecto en estas gentes.
No sabían todo lo que había de ambicioso en aquel descuido y de
soberbio en aquella suciedad.
Marat estuvo más hábil de lo que podía esperarse. Sus palabras
fueron perfectamente calculadas para las tribunas. Glorificó a
Septiembre: «¿Me imputaréis como un crimen haber llevado el hacha
del pueblo a herir la cabeza de los traidores? No, si vosotros la
inmutarais, el pueblo os desmentiría porque, obediente a mi voz, él ha
comprendido que no había otra manera de salvar la patria y, dictador
por un momento, se ha desembarazado de los que le traicionaban.
Fué una grande sorpresa para la asamblea ver que las palabras de
Marat eran acogidas por las tribunas con murmullos de aprobación y
que Marat no estaba solo en la tribuna, si no en el pueblo.
Uno de los girondinos no pudo contener la indignación y se quiso
marchar. El oficial de guardia, le dijo «No salga usted; todas estas gentes
están de su parte; y como se le condene, hoy mismo comenzará la
matanza.» Marat, cada vez más orgulloso, se elevaba en la tribuna: «La
dictadura, pero Danton y Robespierre no han aprobado nunca tal idea.
Esa idea es mía; no hay razón para acusar a la diputación de París; la
inculpación no tendría ningún valor si no fuera porque yo soy miembro.
Si, yo mismo he temido los movimientos del pueblo; he pedido que se
nombre un buen ciudadano al cual se ate corto sin dejarle más autoridad
que la de cortar cabezas. (Murmullos.) Si vosotros no estáis á bastante
altura para comprenderme tanto peor para vosotros.» Después de haber
declarado ingenuamente que deseaba un dictador y por dictador Marat,
se recomendó a la benevolencia de las tribunas y mostrando su gorra
grasienta y abriendo sus vestidos sucios exclamó: «¿Me acusaréis de
ambición viendo mi porte?»

325
Reparando, sin embargo, el horror que inspiraba a la Convención
temió la votación y sostuvo que el número de su periódico, aparecido el
22, había sido escrito diez días antes; se había dado manuscrito y solo
por un error se había impreso.
«Leed, dijo, el primer número de El Republicano y veréis los
elogios que allí hago de la Convención y como deseo marchar con
vosotros, con los amigos de la patria.»
Este número, que fué leído, no contenía tal cosa. Marat en él
acusaba cruelmente, prometiendo no acusar. Allí se decía entre otras
cosas: «Yo ahogaré mi indignación al ver la cara de los traidores. Yo oiré
sin furor el relato de viejos y niños estrangulados por viles asesinos.»
Esta declamación sangrienta empezaba ridículamente por un
apostrofe de la Marsellesa:
«Amor sagrado de la patria.»
La lectura de esta pieza, nada justificante, fué seguida de una
comedia lamentable que tuvo que sufrir la Convención por respeto a las
tribunas que la tomaban en serio. Marat pareció enternecerse: «¡He aquí
el fruto de tres años de esfuerzos y trabajos! ¡El fruto de mis vigilias y de
mis sufrimientos! Qué ¿acaso si mi justificación no hubiera parecido me
hubierais echado al montón de los tiranos? Ese furor es indigno de
hombres libres; pero yo no temo nada bajo el sol. (Aquí tiró de una
pistola y se la aplicó a la frente). Declaro que si el decreto de acusación
hubiera pasado me hubiera levantado la tapa de los sesos.» Muchos se
rieron, otros se indignaron; aquel comediante remedó lo que habían
hecho dos jóvenes marselleses que amenazaron con suicidarse si no les
daban cartuchos.
Las tribunas aplaudieron; pero en la Asamblea el asco llegó al
colmo; muchos llegaron a levantar el puño gritando: «A la guillotina.» Él
dijo: «Permaneceré entre vosotros para desafiar vuestros furores.»
La Asamblea estaba fatigada. El centro temía a las tribunas y se
inclinaba a la izquierda. Un hombre de Septiembre, Tallien, pidió «que
se dejen estas discusiones escandalosas, que se deje a los individuos.»
Obtuvo la orden del día. Se decretó la segunda de las proposiciones de
Dan ton: «La República francesa es una e indiscutible.» Su primera
proposición: Pena de muerte al que proponga la dictadura, no fué
decretada.
Muchos creyeron que después de una crisis tan violenta, acaso
conviniera una dictadura.

326
Los Girondinos habían fracasado en todos sus ataques; hasta
Marat había escapado bien. Esta sesión violenta dio un gran resultado.
París se conmovió.
El juicio de los hechos de Septiembre, por lo mismo que no fue
hecho por la Convención, quedó más grabado en los corazones. Los
adversarios de Septiembre habían fracasado en el salón de sesiones,
bajo la presión de las tribunas maratistas y también por la debilidad del
centro. Otra cosa fué en la masa del pueblo. Allí los Girondinos tuvieron
una corona, la victoria de la humanidad.
Aquella tarde misma una diputación de la Comuna fué a la barra
de la Convención, desautorizó a los enviados en su nombre a las
provincias y declaró que no querían más que propagar la unión fraternal.
La Comuna llegó a decir: «Os denunciamos a la junta de vigilancia.
Ha obrado sin saberlo nosotros. Nosotros hemos depuesto a varios de
sus miembros. Vosotros debéis castigarlos.» La humanidad estaba
vengada, Septiembre negado y denunciado por la misma Comuna.
El 10 de Agosto y el 2 de Septiembre, o sea la vergüenza y la gloria,
no podían confundirse; la conciencia pública se había establecido sobre
la base de la invariable moral eterna.

327
CAPITULO XX

La Gironda contra Danton (Septiembre-Octubre 92.)

La Gironda cree ver a Danton inclinarse a la apoya tiranía. —La


Gironda, hasta entonces democrática se en la burguesía contra la
dictadura. —Los Jacobinos ocupan el puesto que ocupaba la Gironda,
defensora de la legalidad. —La incapacidad de los girondinos había
obligado a Danton a ejercer el poder. — Los girondinos persiguen a
Danton como cómplice de Septiembre. —Persiguen a Danton y la
Comuna como malversadores de los caudales públicos —Danton no
puede dar cuenta de sus gastos secretos. —Como Danton había
predicho, arrecia la conspiración del Oeste. —Como Danton negoció la
evacuación del territorio. —Dumouriez en París. —Dan¬ ton y Dumouriez
quieren atraerse a la Gironda. —Últimas negociaciones de Danton con
los girondinos (fin de Octubre). —La Convención en realidad no estaba
dividida en las cuestiones de actualidad.

El último voto de la Convención había sido muy conveniente para


ella. Había pronunciado una orden del día acerca de todo aquel que in¬
tentase establecer la dictadura, imponiéndole pena de muerte. Aunque
la proposición estaba hecha y apoyada por los jefes de la Montaña, los
individuos de aquel grupo votaron la orden del día. Chabot había
pretextado el respeto al pueblo sosteniendo que la Convención no podía
imponerle una forma de gobierno. Este argumento iba muy lejos. Podía
llegar hasta deshacer lo hecho en 10 de Agosto y hacer ilusorio el decreto
de 21 de Septiembre aboliendo la monarquía.
Los girondinos se confirmaron en la sospecha de que la Montaña
quería, por medio de la anarquía como había dicho Marat, ir a la
dictadura.
¿Pero Marat había dicho tal cosa? Acordaos de que en 21 de
Septiembre, cuando llena de entusiasmo, la Asamblea votaba la
abolición de la monarquía, un solo hombre reclamó, Bazir, furioso
montañés y amigo de Danton, que dijo: «Sería de un efecto deplorable
que la Asamblea decidiera en un momento de entusiasmo.»
Se había visto aparecer en la gran batalla del 25 a los tres hombres
a quienes se llamaba el triunvirato de Septiembre. Pero no se les
confundía. Marat aparecía como inmovible. El antiguo charlatán de
plaza, vendedor de específicos, había aparecido y la ira habían
reemplazado al horror. Robespierre no había brillado; sin adulaciones a
328
las tribunas, precisamente cuando decía que no se debe adular al pueblo,
fueron acogidas fríamente aun por los mismos a quienes iban dirigidas.
Se sabía el ascendiente que tenía sobre las sociedades Jacobinas;
pero esas sociedades, a pesar de la opinión de Robespierre, se hicieron
partidarias de la guerra. Vencido en esta cuestión eminentemente
nacional, el adversario de la guerra, refutado por la victoria, parecía
anulado, al menos para mucho tiempo.
Danton había estado más hábil en la famosa sesión. Su apología,
de una bondad aparente, había tenido el carácter de audacia y de
grandeza que caracterizaba sus palabras.
Abominable político que, descartando la izquierda y el jefe de los
violentos, formaba ascendiente sobre los moderados. Esto era lo que
llenaba de miedo a los girondinos. Creían siempre ver a Danton llegar a
la tiranía: «No le habéis visto desde el primer día (él, Danton, el más
ardiente amigo de los despojadores) tomar la iniciativa reclamando
garantías para la propiedad, quitándonos el mérito de satisfacer los
deseos de la opinión pública. En el mismo día en que abdicó ese poder
¿no vimos todos que no podía descender?»
Tal era el motivo de los temores de los girondinos y de las novelas
que, a fuerza de imaginación, se forjaban con respecto a Danton. Por lo
demás tenían el mismo carácter los dos lados de la Asamblea. El exceso
de apasionamientos hacía el mismo efecto. Todos se habían hecho
extraordinariamente cavilosos, recelosos, crédulos y afectados por los
menores vislumbres y obcecados una vez no tenían fuerza para salir de
tal estado. Algunos por el estado del espíritu, estaban también enfermos
del cuerpo. El tipo de estos enfermos, Robespierre, estaba a la izquierda;
pero había muchos a la derecha. Muchos que no hablaban, pasaban las
largas sesiones contemplando a sus adversarios, examinándolos;
queriendo, por un gesto, adivinar su pensamiento y forjando las más
terribles novelas. El doble enigma que preocupaba a estos nuevos
Edipos, eran Danton y Robespierre. Acerca del segundo había el
convencimiento de que no era hombre de acción; pero creían que sería
un instrumento en manos de su poderoso rival. Algunos se inclinaban,
por lo mismo, a romper el instrumento y atacar a Robespierre. Otros,
viendo a Danton muy cerca de la tiranía, creían que se le debía
desenmascarar inmediatamente. Todos, dándose a soñar, se habían
forjado una novela que prueba como los hombres más razonables
pueden ir muy lejos en el absurdo, una vez que la pasión ha turbado el
espíritu y la razón.

329
De esta manera el terror hacia el 2 de Septiembre, la sombra de
aquellas noches sangrientas en que cada uno se sintió morir no
contribuyeron poco á turbar los ánimos y tenerlos en un estado de
ilusión perpetua.
Parece como que la Montaña y los hombres de Septiembre se
habían mezclado, según aquellas imaginaciones enfermas, con el
famoso Viejo de la Montaña y los Asesinos. Según ellos, desde el 89 se
había fraguado un complot en favor de los Orleans. ¿Por quién? Según
ellos por Laclor, el vano autor de Las relaciones peligrosas, Lafayette y
Mirabeau, unidos íntimamente (¡) habían sido los autores de la trama;
habían enviado a Orleans a Inglaterra para arreglarlo todo con Pitt:
«Danton, Marat, que llevaban al asesinato a los septembristas, ahogarán
un día todo el partido de la derecha y harán rey al duque de York. Orleans
asesinará al inglés; pero será asesinado por Marat, Danton y
Robespierre. ¿Cuál quedará de los tres? Danton, que es el más hábil, y
por lo tanto será el rey.»
Este conjunto de locuras no asombraba a nadie. Se le creía
verosímil y cada uno encontraba bien los hechos que parecían apoyarlo.
Si alguno de los girondinos contestaba era para tejer otra novela no
menos absurda. El único que conservó serena la cabeza fué Condorcet,
pero no se le escuchó.
Lo que si era verdad es que Danton, al dejar el ministerio, no había
dejado nada. No tenía ningún título, pero la fuerza que había tenido
durante la gran disolución la conservaba. Conservaba los hilos de la
diplomacia y de la política; parecía el dueño de París y el del ejército. El
parecía que dirigía a Dumouriez en la campaña y parecía también que,
con las armas en la mano, dirigía a los prusianos para que evacuaran el
territorio francés. Una porción de hombres comprometidos creían tener
la seguridad en el patrocinio de Danton; él los habrá defendido
llamándose su cómplice. Estos hombres le pertenecían, le rodeaban de
continuo, escuchando con avidez sus palabras y venerando sus gestos.
Le formaban una corte aumentada por los curiosos que le seguían a
todas partes y le amaban y le admiraban. Al verle hubiérase creído que
el dictador no había que buscarlo, que estaba allí y era aquel rey de la
anarquía.
Los girondinos se creían fundadores de la República; la defendían
contra la dictadura, no solamente por patriotismo, sino por amor propio
de autor.
Aunque Camilo Desmoulins hubiera tenido en la prensa la valiente
iniciativa; aunque Danton, maestro de Desmoulins, concibiera el primero

330
la grandiosa idea, eran, sin embargo, los escritores girondinos los que,
en el momento decisivo, habían acostumbrado la opinión pública a la
idea de la abolición.
Los místicos Fauchet y Bonneville, en la Bouche de fer; los
razonadores Brissot, Condorcet, Tomás Paine, habían convencido al
público y puesto la primera piedra de la República. Los jacobinos,
Robespierre, se habían callado sobre la cuestión. Los cordeleros se
habían declarado republicanos; pero no todos los cordeleros, ni los más
influyentes; Marat y Danton en sus vagos y violentos discursos no
habían hablado claro.
La Gironda, en la República, creía defender su obra contra la
dictadura y la monarquía, que vendría por la anarquía.
Contra la autoridad real de Danton, de París y de la Comuna; y
también contra la de Robespierre y de las sociedades jacobinas, que, si
hasta entonces habían sido burguesas, ahora no rechazaban al pueblo.
Los girondinos hasta entonces habían tenido una confianza
admirable en las clases inferiores y en la totalidad del pueblo. Burgueses
la mayor parte, pero antes que todo, filósofos, imbuidos en la filosofía
generosa del siglo diez y ocho, habían aplicado sin reservas la idea de
legalidad que llevaban en el corazón.
Esto se vio en el 90 de una manera clara en las poblaciones donde
dominaron, como Burdeos y Marsella. Se organizaba la guardia nacional
como en París, como Lafayette, y se recomendó el uniforme. Los nobles
ciudadanos, bajo la inspiración del futuro partido girondino, declararon
esta distinción odiosa y propia para crear rivalidades.
Nada de uniforme, una cinta, una simple cinta tricolor para
reconocerse; un signo poco costoso que pudieran llevar igualmente los
ricos y los pobres.
La Gironda, todopoderosa en el invierno del 91, en la primavera
del 92 estuvo fiel a sus doctrinas; ella, de grado o por fuerza, y a pesar
de la resistencia de los Jacobinos, impuso a todo el mundo el gorro de
lana roja que llevaban antes los aldeanos y que fué puesto sobre la
cabeza de los reyes.
La Gironda obró legalmente mientras fué posible, dando armas a
todos; secundando el anhelo de guerra y, en defecto de fusiles, autorizó
a todo el mundo para forjar picas. Ella comprendió la guerra en el sentido
más santo, en aquel bajo el cual la guerra es verdadera madre de la paz,
es decir como una verdadera cruzada de la libertad; como la prueba de
que había nacido una Francia nueva, la iniciación del pueblo en la
legalidad y el abatimiento de la aristocracia.

331
La verdadera manera de destruir la nobleza era darla a todo el
mundo; ceñir a todos la espada. En esto la Gironda había interpretado el
deseo de Francia. Nadie pensaba en la igualdad de bienes; pocos
comprendían la igualdad ante la ley; todos deseaban la igualdad bajo las
banderas.
He aquí los antecedentes de la Gironda, los cuales le bastaban para
permanecer fiel.
¿Por qué extraño cambio la vemos abandonar el puesto que había
ocupado en la Revolución?
Fatal comparación. Marsella en el 90 había rechazado la idea del
uniforme para la aristocracia, y en el 92 propuso en la Convención lo de
los ochocientos jóvenes que vinieran a meter en cintura a París.
Eso era precisamente lo contrario de lo que hacía falta. Para
guardar la Convención, impedir los asesinatos y los robos, ¿para que
apelar a los ricos? Lo que hacía falta eran franceses y, si se quería elegir,
elegir pobres y hacer un llamamiento a su honor. Nosotros analizaremos
más tarde el elemento aristocrático que se encontraba en la Gironda, el
elemento legista, el municipal y el mercantil de las ciudades del
Mediodía. Notemos aquí el horror que turbó su vista y lo hizo inclinarse
poco a poco en este sentido; creyó ver la propiedad en peligro. A pesar
de grandes desórdenes, no había nada que temer; al contrario, la
propiedad, comunicada a todos, tenía una base más firme por que era
más ancha.
Bajo la influencia de este error, la Gironda acudió al socorro de
Francia contra la dictadura y contra las leyes agrarias que el dictador
hubiera podido dar. Ella se fio de los móviles e intereses a quienes
pudiera convenir mañana que el rey volviera; en una palabra, por
rechazar la monarquía revolucionaria, se apoyó en una clase que se
inclinaba fatalmente a la monarquía.
Barbaroux, con su aturdimiento provenzal, hacía ver todo esto. Él
dijo contra los suyos lo que no hubieran dicho sus más crueles
enemigos. A estos mostró el punto vulnerable donde podían pegar.
El pareció haber dictado á Robespierre el programa del nuevo
periódico que debía aparecer pocos días después. (Cartas a sus electores
y a todos los franceses). Decía así: «No es nada lo que hemos hecho
derribando el trono; lo interesante es levantar una legalidad sobre sus
escombros... El reinado de la legalidad empieza.» Pensamiento justo y
noble que él desenvolvió con grandeza de ánimo. Menos feliz estuvo
cuando habló de los medios de establecer esa legalidad: «¿Cómo
obtenerla? Protegiendo al débil contra el fuerte. Por qué lo más fuerte

332
que hay en el Estado es el gobierno...» De aquí dedujo que el objeto de
las leyes constitutivas debía ser luchar contra los gobiernos; conclusión
trivial y falsa, pues si esto fuera así el Estado se convertiría en un
combate continuo, sin nada positivo, infecundo. Esto sería venir a las
pequeñeces de la política inglesa, que consiste no más en ciertas
garantías para hacer la oposición.
De esta manera la Gironda, que había sido el partido de la
legalidad, abandonó su papel y se dejó vencer por los Jacobinos, por la
Montaña.
La incapacidad de este partido se revelaba todos los días por el
contraste que ofrecían su posición dominante y su incapacidad. Tenía
mayoría en la Convención y en el ministerio y había nombrado el
presidente y los secretarios. En la administración, daba todos los
destinos. Dominaba la prensa. Parecía así que tenía las dos armas más
fuertes: la autoridad y la publicidad. Él tenía todo y no tenía nada. Tenía
en la mano el poder, pero no la podía cerrar. Era nulo en los clubs: ¿por
qué? Porque los clubs girondinos hubieran sido impotentes para
contrarrestar la conspiración eclesiástica y realista que se presentaba
amenazadora en el Oeste.
El partido que se pasaba el tiempo hablando era inhábil para dirigir
la política.
Danton quiso entregarle esa dirección, como lo vamos a ver; pero
advirtiendo su nulidad, tuvo que recobrarla él y rodearse de hombres
tomados de todas partes.
No había podido tener el poder y no perdonaba a Danton el tenerlo
y conservarlo. Ése partido se encarnizó con Danton y atacó
imprudentemente al hombre que simbolizaba el genio revolucionario y
el de la salud pública. Este empeño imposible ¿era desinteresado? Se
podía dudar. Danton era el verdadero rival de elocuencia y de influencia.
Solo él, en la gran crisis parecía no desesperar de la salud de la patria.
Mr. y Madame Roland, a pesar de su gran valor, tuvieron que confesar
que, en el momento del peligro, se vieron neutralizados por Danton.
Por eso el hombre que había sabido sobreponerse a todos llevaba
ya para siempre un sello de gloria y de genio.
Pasara lo que pasara, Francia no podía abandonar al hombre que
la había salvado.
Danton había dicho el 21 de Septiembre: «Dejemos las
exageraciones y protejamos la propiedad.» Y el 25 desautorizó á Marat.
No podía ir más lejos, sin perder la gran posición que ocupaba,
para salvar a la República, del jefe de los violentos.

333
Era una fortuna que hubiera un hombre de tan gran espíritu que, a
pesar de sus palabras insolentes y amenazadoras, estaba siempre
dispuesto a recibir toda idea razonable. Él no era enemigo de los
girondinos ni quería guerra con ellos. Desde su primer discurso, ya se
ha visto, trató de atraerlos. Era una ocasión preciosa para alejar a Danton
de Robespierre. Un partido desligado de los otros se hubiera creado
entonces en la Convención. No el partido de los débiles y los cobardes
como era el centro, sino el de los fuertes, el de los hombres de genio e
independientes como Danton, Vergniaud. Unid a estos a Cambon,
Carnot, que eran fuerzas "que se negaban a unirse a los Jacobinos. A
estos se hubieran aproximado Condorcet, Barreré y otros imparciales
que no amaban a la Gironda ni a la Montaña, sino que las seguían a su
pesar, deseando no tener otro partido que Francia y la Revolución.
Era necesario aceptar a Danton. Si él avanzaba un paso, era
necesario dar dos hacia él. Había desautorizado a Marat y esto bastaba.
Por lo demás, si él quería cubrir con su autoridad la Comune de París,
había que cerrar los ojos. Se proclamaba culpable, debía no creérsele,
dejarle hacer lo que pedían su política, esto es, que fuese el más violento
de los violentos. No pedir que dejara de ser Danton, sino que siéndolo,
mezclara su magnanimidad a los intereses de partido. Los girondinos no
tuvieron esta penetración ni estos miramientos justos y políticos.
Avanzó hacia ellos y no se fiaron de él. Para hacerse creer hubiera
sido necesario que se comprometiera y se perdiera para la Montaña.
Mucho tiempo después, un joven representante de la izquierda le
dijo que tenía medio de atraer a los de la derecha, pero Danton le dijo:
«No tienen confianza.» El joven insistió, pero no arrancó a Danton más
que estas palabras: «No tienen confianza.»
Triste respuesta, pero verdadera. Como que contiene la historia de
la Convención, su fúnebre destino y la triste Ilíada de nuestras
desgracias, la libertad comprometida y tantos argumentos terribles que
la Revolución ha usado contra sí misma.
Todo consistió en este divorcio fatal: «No tienen confianza.» Yo no
he podido escribir estas palabras sin recordar todos los males de mi
patria.
Acogido en la Convención con miradas hostiles y maltratado por
los periódicos, Danton hizo la guerra a su pesar.
Acosado y acorralado, el jabalí da mordiscos oblicuos que causan
la muerte.
El primer golpe que dio fué el 29 de Septiembre cuando Roland
dimitió el ministerio y se quería que permaneciera siendo ministro.

334
Danton dio una dentellada: «Nadie hace más justicia que yo a Roland;
pero ya que le invitéis a seguir en el ministerio, invitad también a su
mujer, pues todo el mundo sabe que es ella la ministra.» (Murmullos).
Puesto que se trata de decir mi pensamiento, declararé que cuando no
había quien quisiera ser ministro, Roland tuvo la ocurrencia de
marcharse de París.»
Danton no pudo descargar sobre los girondinos un golpe más
sensible. Se había tocado a lo más santo, ¡madama Roland! Era
precisamente lo más extraordinario del partido tener por jefe una mujer
y convenía hacerlo constar claramente.
A este partido que le decía: «Eres un sanguinario», contestaba: «Tu
eres una mujer y has querido huir.» Los girondinos no eran
consecuentes.
Los girondinos, en su puritanismo, celosos del honor de Francia,
no eran consecuentes. Ellos fueron los que, en el mismo año, el 19 de
Marzo del 92, habían obtenido la amnistía para los sucesos de Aviñón,
llamados con razón el Septiembre del Mediodía. Sus amigos de
Marsella, Barbaroux, Rebecqui eran los protectores de Duprat y de
Muivielle. Rebecqui los devolvió triunfantes a Aviñón y, en su
reconocimiento, hicieron a Barbaroux miembro de la Convención.
También Juan Duprat y Muivielle tomaron asiento en la Gironda.
No era seguro que Danton hubiera hecho Septiembre, pero sí era
cierto que Muivielle había hecho la Glaciere. ¿Por qué los girondinos
habían amnistiado a los hombres de la Glaciere? Porque los
monárquicos hubieran sacado partido de esta lucha interior de los
amigos de la Revolución.
El mismo motivo debía obligar, en una crisis aún más peligrosa, a
cesar en las persecuciones por motivo de los hechos de Septiembre y,
sobre todo, a no comprometer a un hombre que estaba en lo más alto
de la República y al que no se podía perder sin perder a Francia.
La frase de Danton acerca de Roland y su mujer agrió hasta lo
sumo el ánimo de sus enemigos.
Los girondinos no habían hecho más gestiones para que Roland
continuara en el ministerio; y, en realidad, era mejor que fuera ministro
otro no tan expuesto a las críticas de la prensa. La palabra de Danton lo
cambió todo; los Roland, puestos en evidencia, decidieron dar pruebas
de valor, sucediera lo que quisiera. A esta asamblea, que no le rogaba
que se quedara, contestó: «Me quedo.»
Este documento, escrito por Madame Roland y con su estilo más
vivo, tenía el tono valeroso pero conmovido que produce la irritación.

335
El debate de la Convención y sus intenciones manifiestas no
permitían dudar... «Ella me muestra el camino y yo me lanzo a él con
valor. Permanezco porque hay peligros... Yo renuncio al reposo que tan
agradable me sería en mi vejez; consumo el sacrificio y me consagro a
la patria hasta la muerte.»
Roland negó que hubiera querido huir, sino que solamente había
advertido «Si acercándose el enemigo la huida de la Asamblea no sería
una medida acertada.»
Discutía después de un modo admirable la ciega violencia del
partido del terror y hacía el retrato de su jefe, «un individuo superior a la
horda insensata que hacía el papel de Sila y de Rienzi.» No añadía más,
pero todo el mundo pronunciaba el nombre de Danton.
Una palabra resaltaba al final de la carta: «Yo desconfío del civismo
de todo aquel que no tiene moralidad.»
Esto era preparar el terreno para la nueva persecución que la
Convención iba a emprender contra el que odiaba. Quería una cosa
imposible; no solamente perder a Danton, sino deshonrarle. No se
deshonra una gran figura cuando no se tiene una prueba concluyente y
hasta se corre el riesgo de rehabilitarla con la acusación.
Los esfuerzos de los girondinos se dirigían a envolver a Danton en
el proceso de dinero que se seguía a la Comuna, exigiendo cuentas
regulares de todo lo gastado durante la gran crisis. Durante los meses
de Septiembre y Octubre, los de la Comuna habían sido citados para
rendir cuentas sin que pudieran hacerlo.
Había habido, según las trazas, sumas mal empleadas y sustraídas.
No había, sin embargo, ningún robo, sino que la contabilidad había sido
casi imposible. No eran solamente los enemigos políticos de la Comuna
los que así la perseguían.
El áspero y austero Cambon, celoso defensor del tesoro público
denunciaba cada día hechos sospechosos. Esta Comuna, tiránica odiosa
estaba decidida a dos cosas: a no rendir cuentas y a no consentir que se
renovara su personal.
Lo odioso de esta conducta se extendía al defensor de la Comuna
Danton. Él tampoco quería o podía rendir cuentas. Estaba convenido
entre los ministros que, con respecto a los gastos secretos, se dieran
cuenta unos a otros. Esto fué lo que Danton alegó cuando tuvo que
explicarse en la Convención. Roland, inexorable en este punto, dijo que
a él no le había dado cuenta ninguna y que tampoco en las actas de los
consejos de ministros constaba nada de eso.

336
Danton dio una explicación muy especiosa. Dijo que en el
momento de peligro la Asamblea le había dicho: «No escasee usted
nada, prodigue el dinero. Hay gastos que no se pueden explicar:
misiones revolucionarias; sumarios que no es lícito descubrir.»
Esta respuesta pareció a la Gironda un defecto, y, sin embargo, era
verdadera. Lo que antes era un misterio ahora está a la vista. Danton
tenía en su mano todos los asuntos de la diplomacia y de la política y
tenía que dar el dinero sin contarlo.
¿Por qué estaban los asuntos solamente en la mano y en la cabeza
de Danton? Porque la Gironda había sido incapaz de gobernar. Ella
hablaba, escribía, pero nada más. En el momento que había que obrar y
un momento de vacilación podía perderlo todo, ella deliberaba. Por eso
Danton echó mano al gobernable.
El primer negocio en que Danton tuvo que dar el dinero a manos
llenas fué la conspiración realista de Bretaña que descubrió por una
casualidad antes del 10 de Agosto.
Él era amado de individuos de todas clases como buen amigo,
llano y corriente y, por lo tanto, seguro cuando alguien se confiaba a él.
En Julio un joven médico de Bretaña fué a buscarle, y le dijo que
tenía que revelarle un gran secreto que le pesaba guardar. Un tal
Sarüerie le envió una porción de oro, enviando para esto a su sobrino.
Este sobrino reveló los detalles de la conspiración. El médico no era un
traidor, sino un hombre que veía el abismo a que Francia iba. Danton,
sin perder un momento, acudió al comité de seguridad; era Julio y
cuando estaba reunida la Legislativa; el comité estaba compuesto de
girondinos. Se espantaron; pero ¿qué hacer? Por un se dice no iban a
prender tan gran número de personas. No podían nada y nada harían.
Danton, sin desanimarse, corre a ver al médico, le convence de que
vuelva a Bretaña; se apodera de las pruebas del complot y haciéndole
traición salva a Francia.
Esto después del 10 de Agosto. Se esperaba la invasión prusiana y
se creía que una armada inglesa llevando a Saint-Malo a los emigrados
de Jersey daría una gran fuerza a los conspiradores bretones. Estos
estaban tan seguros del éxito, que tenían ya fijado el día de su entrada
en París, al mismo tiempo que los prusianos. Los bretones pensaban
entrar por los Campos Elíseos y los prusianos por la puerta de San
Martín.
¿Qué argumentos empleó Danton con el médico? ¿la elocuencia?
¿el dinero?

337
Probablemente las dos cosas. Danton era entonces ministro de
Justicia. Habló del asunto a los otros ministros; pero viendo su ineptitud,
tomó por sí mismo las iniciativas y medidas convenientes para la
salvación de la patria.
La vergonzosa comisión que el médico llevaba a Bretaña consistía
en ir a decir a su amigo Larruerie que Danton era realista; que, cansado
de los excesos del populacho, quería el establecimiento del antiguo
régimen.; que él, el médico, había recibido de Danton autorización para
alejar las tropas. En efecto, temiendo la invasión prusiana se las hacía
correr hacia el Este. Larruerie se dejó engañar, creyó a Larouche y una
mañana recibió el golpe de Valmy.
Ninguna esperanza; el ejército prusiano se retiraba.
Un consejo secreto se celebró por los conspiradores en un castillo.
Uno de los jefes era una amazona romántica é intrépida de las que
hicieron tan novelesca la guerra civil y que, sin embargo, de ligereza en
ligereza tanto sirvieron a la causa de la República.
Esta, Teresa de Moëlen, avergonzó a Larruerie por su debilidad y
le animó a persistir. Se convino en enviar a Inglaterra al hombre
sospechoso, a Latouche, que se decía amigo de Danton. La conspiración
realista tuvo así por agente al mismo que tenía Danton y por lo tanto éste
fué dueño de todos los secretos y las más peligrosas relaciones.
Otro Larouche, un aventurero realista, denunció los tratos en que
estaban con los realistas los enemigos de Coblentz. Fué enviado allá y
descubrió una vastísima conspiración cujas ramificaciones se extendían
por ochenta leguas del contorno.
Los príncipes ja habían nombrado un gobernador del Langüedoc y
de Quevennes que se había establecido en el castillo de Jales. Fue
sorprendido y muerto.
Los actos secretos de salvación pública fueron cumplidos por el
mismo Danton como ministro o bajo su poderosa influencia cuando no
estaba en el ministerio.
El solo entre los hombres de su tiempo tuvo la energía necesaria;
él solo la fuerza de seducción necesaria para tener inteligencias en el
campo enemigo y lograr que algunos de entre los adversarios hicieran
traición, siendo así que de otra manera no la hubieran hecho. Ni
Latouche ni Morillon eran de la madera de los traidores; Latouche era
patriota, Morillon, humano. Era necesario para seducirles el torrente
magnífico con el que este genio de la Revolución seducía a amigos y
enemigos. El envolvía en oro a los hombres; pero esta era su menor
seducción, si no que al uno le decía: «Salva a Francia»; al otro: «Abrevia

338
la lucha», al de más allá: «Termina la guerra civil». —A los más rebeldes
al oro y a la palabra, les tomaba la mano y entonces ninguno resistía;
una fuerza superior los arrastraba; los escrúpulos, el pasado, el porvenir,
todo desaparecía ante la amistad de Danton.
Este grande y terrible defensor de la República que, fuera como
fuera, la salvaba, no podía detenerse a escoger hombres puros para
confiarles sus comisiones. Escogía los más entusiastas; los menos
escrupulosos que marchaban con los ojos cerrados.
Sobre todo, se le entregaban los que estando manchados por los
hechos de Septiembre, no tenían más esperanza que el triunfo de la
libertad. Se le entregaban los que no habían nacido para el crimen; pero,
arrastrados por el vértigo de sangre tenían necesidad de rehabilitarse
por el sacrificio y la abnegación. Con tal de que no se les hablara de los
días nefastos, hubieran con mucho gusto dado la vida por Francia.
Danton los acogía sin dificultades para servirse de ellos. Fueran buenos
o malos, la verdad es que muchas veces Danton no disponía de otros.
Un día en que se le reprochaba por enviar tales agentes, dijo: ¿Qué
quiere usted, que envié señoritas?
Por estos agentes y estos medios, Danton consiguió la evacuación
del territorio. No hay nada que indique que comprara la retirada de los
prusianos. Lo que es indudable es que los agentes inferiores que
intervinieron en el asunto, no lo hicieron de balde.
Westermann y Fabre d'Englantin eran vividores que no hacían
nada más que por dinero.
La asociación bretona se había paralizado en la idea de que Danton
la defendía. Y, de la misma manera, los prusianos, sabiendo que tenían
enfrente dos hombres como Dumouriez y Danton, creyeron mejor dejar
una lucha en que tenían que vencer a todo un pueblo.
Pero tan oscuro como estaba el asunto de Bretaña, estaba claro el
de Champagne.
La dificultad consistía en comunicarse con el enemigo para hacerle
retirar sin combatir. El engaño era incompatible con el orgullo nacional,
aumentado por el inesperado suceso de Valmy. Francia quería batirse.
Toda la prensa era partidaria de la guerra; Pañis, repuesto de la terrible
impresión que le causó el 2 de Septiembre, había pasado al extremo
opuesto. Los clubs rebosaban de ardores bélicos; se preguntaba: ¿Por
qué el rey de Prusia no está ya aquí agarrotado? En realidad, los
prusianos no habían perdido nada ni había por qué se retirasen.
Permanecieron inmóviles doce días después de la batalla. Habían

339
recibido víveres y el orgullo del rey de Prusia le clavaba por decirlo así
en el territorio francés.
Los duques de Borglie y de Castrien opinaban que la victoria era
fácil mientras á ejércitos organizados se opusieran milicias solamente.
El rey de Prusia estaba perplejo; en su tienda y en su campo había
una discusión que también estaba en su corazón. El negocio de la
invasión le preocupaba menos que un negocio de corte y de favoritos.
De estos, algunos, quizás pagados por Rusia y Austria, eran
partidarios de la guerra a todo trance. Los pacíficos estaban apoyados
por la amante del rey la condesa de Sichtenan, que enviaba todos los
días cartas empapadas en lágrimas. Ella había llegado hasta las aguas
de Sper y desde allí llamaba a su rea) amante. Temía a las balas y temía
a las francesas, pues el corazón del rey era muy inconstante.
La derrota de Valmy fué un argumento en favor de Brunswick y se
unió a ellos. Estos hicieron ver al rey que trabajaba en favor de Austria
que le asistía tan mal.
Pero ¿la causa de la monarquía, la libertad de Luis XVI no era una
vergüenza abandonarlas? El rey tenía al lado dos franceses: él secretario
Lombard y el general Heymann, que acababa de emigrar y hacerse
prusiano. Estos persistían en que Luis XVI debía recobrar la libertad y el
reinado constitucional. Lombard pidió permiso para hacerse aprisionar
por los franceses y negociar con ellos.
Dumouriez dijo que, si era la salvación de Luis XVI lo que deseaba
el rey de Prusia, no debía dar un paso más, pues su avance sería la
muerte del prisionero.
Para mejor convencer a los prusianos les envió con Lombard al
hombre de confianza de Danton que debía tratar secretamente con
Heymann.
Brunswick supo en estas conferencias que la Asamblea había
votado la supresión de la monarquía y se había declarado violentamente
contra la intrusión de un extranjero. Que se había querido perder a
Brissot solo por el crimen de haber nombrado a Brunswick. Este se
quedó pasmado. Hacía unos seis meses que un periodista le había
adjudicado la corona. Él había rehusado prudentemente. Sin embargo,
conservaba como una reminiscencia de la proposición. Este príncipe,
casado con una hermana de la reina de Inglaterra, era, por lo tanto, anglo
alemán. Inglaterra hubiera apoyado con todo interés tal candidatura.
Una de las razones que éste tenía era que esperaba la orden de los
ingleses, pues aliado con ellos se debía combatir, pero no de otra
manera. Por eso esperaba. Dumouriez había mandado a pedir la orden

340
de Danton en este difícil asunto, no fuera a echarlo a perder la
intemperancia de los periodistas y de los clubs. No había nada más
difícil. Era necesario, en pleno entusiasmo, hacer aceptar algo frío y
práctico; es decir, el convencimiento de que no había mejor victoria que
no combatir y hacer ver al mundo que Europa abandonaba a Luis XVI y
a los emigrados y trataba de potencia á potencia con la joven República
y su gobierno recién nacido.
Esto fué lo que Danton dijo en el consejo de ministros, que le vio
con sorpresa quitarse la máscara de hombre furioso y violento para
mostrarse como un gran político. Lo difícil no era convencer a les
ministros, si no a los menores, a la opinión republicana y esto lo
consiguió Danton.
Dumouriez recibió dos cartas: una del consejo de ministros
ostensible y orgullosa. La República no trataría con el enemigo más que
cuando éste hubiera evacuado el territorio francés. La otra era particular
de Danton; explicaba la primera; admitía la conveniencia de tratar con el
enemigo y anunciaba á Dumouriez que salían de París tres emisarios:
Prieur de la Marne (jacobino), Carré y Sillesi (dos girondinos).
Pudo temerse que este mensaje pacífico no sirviera para nada. La
noticia de la abolición de la monarquía había hecho caer otra vez al rey
de Prusia en su humor negro y en su cólera. Quería combatir y, a pesar
de Brunswick, dio la orden para el día 29 de Septiembre.
Brunswick lo dijo a los emigrados que saltaron de gozo. Además,
por complacer al rey, dio un manifiesto lleno de injurias y de amenazas.
Dumouriez rompió el armisticio sintiendo no poder usar la autorización"
que tenía para entrar en negociaciones.
El 28 de Septiembre la cólera del rey, que se había ido en palabras,
tuvo menos necesidad de traducirse en hechos. Antes de la batalla hubo
un consejo en que se leyeron cartas de Inglaterra y de Holanda
negándose a entrar en la coalición y a favorecer a Prusia. Lo que más
influyó fué que un oficial francés había dicho a un general prusiano que
Custine marchaba sobre el Rhin.
Iba a encontrar indefensa toda la frontera de Prusia; no se hubiera
encontrado un soldado entre Maguncia y Coblenza. ¿Quién le impedía
tomar esta fortaleza? y entonces el regreso del rey se hubiera visto muy
comprometido.
Entonces el rey lleno de cólera y no pudiendo saciarla en sus
enemigos, la sació en sus amigos. Llenó de injurias a los emigrados y ni
aun trató de protegerlos, si no que por completo los abandonó. Ellos se

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vieron en grande apuro, teniendo que seguir los flancos del ejército
prusiano que no los protegía.
El rey de Prusia se inquietó todavía menos por la Austria;
Brunswick, en una entrevista con Kellermann, en que éste le pedía
noticias sobre las condiciones del arreglo, dijo: «Nada más sencillo, nos
vamos cada uno a nuestra casa.» y «¿Quién pagará las costas? porque
me parece que el emperador que ha atacado el primero bien nos debe
los Países Bajos.» A lo que Brunswick contestó fríamente: «Que los
prusianos querían la paz, y lo mismo les daba tratar de ella en
Luxemburgo que
en los Países Bajos,» dando a entender que no los defenderían.
El rey no se inquietó más que por la suerte de Luis XVI y esto no
como rey, si no como persona. Preguntó cómo era tratado en el Temple
y Danton mostró decretos de la Comuna en que se demostraba que vivía
rodeado de cuidados. Si se ha de creer a los prusianos, estos no se
hubieran retirado si Danton no les hubiera dado palabra de salvar a todo
trance la cabeza del rey. El día 29 de Septiembre empezó a retirarse el
ejército prusiano. Los franceses, no enterados del arreglo, a veces los
molestaban, pero ellos siguieron su marcha y pasaron la frontera al
sentir el ruido de los pasos de Custine.
Una parte del ejército francés había vuelto del Norte y del Este y se
encaminaba hacia Bélgica. El 12 de Octubre Dumouriez fué á París con
el pretexto de preparar sus planes de campaña, pero, en realidad, para
estudiar de cerca la situación y ver qué vientos corrían.
Encontró a todo el mundo más enterado de sus planes que él
mismo. Fué á ver a madame Roland en el mismo gabinete del ministerio
del Interior de donde él había hecho salir a Roland, destituido por Luis
XVI. La llevó un ramo para captarse su benevolencia y ella le recibió,
pero le dijo con franqueza que se le juzgaba realista; que tenía
demasiado talento y esto le hacía peligroso y que el gobierno se
guardaría muy bien de subordinarle otros generales. Esta desconfianza
era natural. Dumouriez, presentado a la Convención, había eludido hacer
lo que más se deseaba de él, un juramento de fidelidad a la República.
Él dijo con una ligereza atrevida que no impresionó a nadie: «No haré
más juramentos, yo me haré digno de mandar a los soldados de la patria
y de defender las leyes que se ha dado el pueblo soberano.»
Por la tarde fué recibido por los Jacobinos con una frialdad
extrema. En un discurso dijo Collot: «que había acompañado al rey de
Prusia con demasiada finura.»

342
Hasta el mismo Danton que parecía identificado con Dumouriez le
dijo: «Consoladnos con las victorias sobre Austria de no ver aquí al
déspota de Prusia.»
Cualquiera que fuera la desconfianza que inspirara Dumouriez,
hubiera sido insensato deponerle después de haber prestado tan
grandes servicios.
No se puede andar en regateos con la victoria; él la había
comenzado y él la había de continuar.
El peligro no se había conjurado. Francia no estaba salvada
mientras no pudiera tomar la ofensiva y vencer al enemigo en su propio
territorio. Había un hombre que había triunfado, que tenía feliz estrella,
que es la primera cualidad que se pide a un general. Era, pues, necesario
fiarse de él y hacer creer a todos la íntima unión entre el poder ejecutivo,
la Convención y el poder militar. El brazo, la cabeza y la espada.
Las desconfianzas excesivas del poder militar tienen razón de ser
en una República caduca, pero no en una República joven y vigorosa.
Entonces los hombres no son nada y las ideas lo son todo. Esto se vid
en Lafayette, que tenía hondas raíces en el ejército y en la armada; pero
en el momento en que quiso faltar a la Revolución se encontró solo.
Dumouriez era un general nuevo y, si algunos cuerpos de infantería y
caballería le querían personalmente, el ejército entero, aquella avalancha
enorme de voluntarios, no tenía más dios que la República.
Si hubiera habido un hombre que se atreviera a equipararse con la
patria se le hubiera echado a latigazos.
El peligro contrario era más de temer. Por la universal desconfianza
que reinaba y estos pánicos y gritos de traición, podía muy bien suceder
que se desautorizara al hombre que había de combatir al enemigo. A
Danton le había ya costado mucho trabajo el sostenerlo. Por dos veces
Dumouriez hubiera caído en el descrédito sin la ayuda de Danton.
Primero cuando volvió de las Termopilas de que se había creído
Leónidas y luego cuando negoció la retirada de los prusianos, tratando
con ellos y enviando regalos de café al rey. Danton le cubrió y le defendió
y la prensa desautorizó á Marat, que como ladraba siempre había
perdido toda autoridad.
Desde que Dumouriez llegó a París, Danton no se separó de él; se
mostró con él en todas partes; en los teatros, en los Jacobinos, en las
fiestas.
Los últimos triunfos de la Revolución en Niza, en Saboya y en el
Rhin; el anhelo nacional de la invasión de Bélgica y la espera de la
victoria, hacían que los espíritus se remontaran a la región donde no

343
existen los odios, el momento de unirse todos era este. La Gironda
festejaba a Dumouriez; pero como no podía separarlo de su protector y
amigo Danton, tenía que festejar a éste también.
Los dos hombres superiores, Danton y Dumouriez, comprendían
perfectamente que la salvación de Francia consistía no tanto en la
victoria sobre los enemigos exteriores cuanto en la paz entre los
inferiores reconciliándose la Gironda con Dan ton. No omitieron medio
alguno para llegar a este resultado. Danton conocía el carácter difícil de
los girondinos; su amor propio inquieto; la susceptibilidad de madame
Roland que no le perdonaba haber puesto en ridículo a su marido.
Danton, en su bondad atrevida, quiso de un golpe romper el hielo.
Habiendo llevado a Dumouriez al teatro entró no en el mismo palco, sino
en el de al lado para hablar con el general. Este palco era el del ministro
del interior, de Roland. Danton, como antiguo compañero, se instaló allí
familiarmente con dos señoras, su madre y su mujer, a la que quería con
pasión. Esto era ja una señal de paz. Todo el mundo sabe que madame
Danton fué tan maltratada por los periódicos al hablar de los hechos de
Septiembre, que murió al poco tiempo.
Se podía apostar que las señoras se unirían, pues si madama
Roland entraba en el palco sería conquistada. Por lo demás, que los
Roland tomaran bien o mal la cosa, esta podía tener admirables
resultados políticos. Los periódicos dirían que habían visto juntas en un
palco a la Gironda y a la Montaña; que los partidos habían desaparecido
y que todos eran unos. Esta sola apariencia de unión hubiera
aprovechado a Francia más que ganar una batalla.
Madama Roland llegó, en efecto, la detuvieron en la puerta
diciendo que su palco estaba ocupado; se lo hizo abrir; dejó a Danton en
el sitio que ella hubiera ocupado j cerca del héroe de la fiesta y no quiso
favorecer a Dumouriez con la corona de su simpatía.
Ella se había hecho acompañar por Verginaud para estar entre el
gran el orador y el general. Danton echó a perder el plan. Sea lo que
quiera, el caso es que madama Roland tomó por pretexto las señoras.
Vio, según decía, unas mujeres de mal aspecto j, sin averiguar si a pesar
del aspecto eran respetables, cerró el palco sin entrar j se retiró.
Vergniaud no participaba del odio de los girondinos hacia Danton. La
mujer a quien amaba y era la bondadosa señorita Candeille hizo un
conmovedor esfuerzo para unir a los dos partidos.
La ocasión fué una fiesta que dio a Dumouriez. Danton y Vergniaud
estaban allí. Los literatos, los artistas, las gentes de todas clases
procuraban unirlos, hacerles olvidar por completo sus odios. Era la

344
Francia nueva que en, vísperas del terror, pedía perdón a la Francia vieja
que iba a destruir.
La mayor parte de los que estaban allí debían vivir muy poco.
Vergniaud, un año; Danton, diez y ocho meses apenas; y Dumouriez, el
héroe de la fiesta más desgraciado todavía debía caer en la infamia y
presenciar desde un destierro de treinta años de las más gloriosas
victorias de Francia.
Un velo cubría todo el porvenir afortunadamente y todos se
juzgaban dichosos. La Gironda y la Montaña aparecían confundidas. Un
acontecimiento inesperado vino a turbarlo todo; Sauverne, que asistía a
la fiesta apareció turbado y tembloroso: «¿Qué tiene usted?» le
preguntaron y contestó: «Marat está ahí y pregunta por el general.»
Fué un golpe teatral. Muchos se marcharon y los que se quedaron
palidecieron.
Hacía muchos días que Marat buscaba á Dumouriez. Tomó el
encargo de los Jacobinos de pedir cuentas de un castigo que en el
ejército se había hecho de unos voluntarios afectos a Marat.
La figura amarilla y raquítica entró entre dos Jacobinos que le
llevaban la cabeza. Marat había creído producir un gran efecto.
Marat se había propuesto producir un gran efecto haciendo sufrir
al general un interrogatorio delante de todo el mundo. Dumouriez no le
quiso dar esta satisfacción. A la primera palabra, le miró con desprecio
de alto á bajo y dijo: «¿Usted es Marat? Pues no tengo nada que decir a
usted.» La sangre fría de Dumouriez se comunicó a los demás. Los
militares increparon duramente al periodista. Marat fué a quejarse y a
gritar a los Jacobinos. Lo que le dolió sobre todo fué el tono de broma
con que los periódicos dieron cuenta de la escena: «Podemos
perdonarles el haber reído, dijo, porque nosotros les haremos llorar.»
Cuando Marat se marchó, pretendieron todos que continuara la
fiesta, pero las señoras continuaban asustadas. Los hombres se
esforzaban en sonreír para tranquilizarlas. Cada uno, sin embargo,
observaba que su vecino estaba pálido y que todos estaban turbados.
¿Por qué?
El suceso era pequeño realmente para producir tanta emoción. La
ridícula aparición no debía significar nada para tantos hombres que eran
la fuerza y la ilustración de Francia. Las amenazas, las predicciones
siniestras del sanguinario agorero, la misma muerte no hubiera puesto
espanto en aquellas gentes. Lo que habían visto en Marat era el genio
de la división y de la discordia que parecía eclipsado. Por eso estamos
tristes y silenciosos. La reunión amistosa cesó é instintivamente cada

345
uno buscó rodearse de los suyos. Antes, pues, de salir ya se habían
renovado los bandos.
Dumouriez no quería dejar París sin hacer un último esfuerzo para
la conciliación. Reunió en su mesa a Danton y los girondinos. Le llevó a
casa de ellos; les hizo así partir el pan juntos y creyó haber adelantado
algo, pero se engañó. La Gironda permaneció firme. Si daba la mano,
era la mano sin el corazón, la mano fría de un muerto.
Después de la marcha de Dumouriez, Danton aprovechó dos
ocasiones para votar con la Gironda y demostrar así que no tenía ni
cólera ni resentimientos.
El 23 de Octubre, con motivo de votarse las leyes contra los
emigrados, él se adhirió a la opinión de Buzot que había dicho: «La
emigración no merece la muerte, pero expulsemos a los emigrados de
manera que les castiguemos con la muerte apenas pongan el pie en
Francia. Danton dijo que, en efecto, el destierro bastaba.
Pero la ocasión más notable en que se puso al lado de los
girondinos, fué el día 16 de Octubre. Un representante había presentado
una proposición inoportuna en que se pedía que se sometiese al pueblo
la abolición de la monarquía y el establecimiento de la República. Buzot
combatió tal proposición y Danton apoyó a Buzot con estas palabras: «La
República está ya sancionada por el ejército, por el pueblo y por el genio
de la libertad, que rechazan a todos los reyes.» «Sí, pues, no cabe duda
de que Francia es republicana, ocupémonos de hacer una constitución
acorde con este principio y cuando la hayáis hecho, habréis sancionado,
por decirlo así, la opinión pública y tendrán una aceptación rápida por
parte de todos desapareciendo los distintos partidos.»
Gran cuestión de iniciativas. Los republicanos que estaban en
minoría, ¿tenían el derecho de imponerse a los demás? Sí, porque la
mayoría, si no comprendía la República, la amaba instintivamente; era
antirrealista; sentía que la monarquía, cómplice de la invasión, se había
hecho imposible. La minoría no hacía, por tanto, más que explicar y
formular lo que deseaba la mayoría.
Sobre esta cuestión, que no es más que la eterna de la autoridad,
el genio revolucionario de la Montaña estuvo de acuerdo con el filosófico
de la Gironda.
A través de los discursos se veía la unidad de miras que reinaba en
esta ilustre Asamblea. Con admiración y con dolor hemos de exclamar:
¿por qué esos dos partidos se tirarán a degüello?
¡Qué espectáculo ver aquellos hombres de inmenso talento y de
corazón más grande todavía que, estando de acuerdo en todo lo

346
importante para la salud de la patria, se empeñan en una lucha que no
ha de dejar a nadie con vida! ¡Verlos encerrados en aquella salita, sobre
aquella arena de cuatro pies en cuadro, que ha de verse empapada en
sangre! ¿De qué les servía todo su talento y genio? Iban ciegos sin ver lo
que todo el mundo veía. Estos ilustres ciudadanos hubieran querido
morir por la patria e iban ellos a matarla. Esto fué lo que les dijeron,
llenos de dolor los pobres vecinos del barrio de San Antonio. Fué una
escena conmovedora. Era este el verdadero pueblo soberano (soberano
por la razón) que venía a corregir a los sabios, a los prudentes, a los
listos, rogándoles con lágrimas en los ojos que dejaran las sutilezas y
empezaran a ver la realidad. Ellos no estaban separados por cuestiones
que afectaran a la salvación de la patria. Todos tenían su unión en
Francia a la que llevaban dentro del alma.
Estos honrados trabajadores defendieron a París y dijeron que no
había necesidad de que lo defendieran los soldados.
«Que vengan seis, ocho mil hombres, los que quieran; los
recibiremos con los brazos abiertos y encontraran los mismos hogares
que encontraron cuando la Federación, cuando los hombres del barrio
de San Antonio hacían estos nobles alardes de fraternidad todo el
mundo se preguntaba cómo la Comuna no seguía su ejemplo.
«Con profundo dolor vemos que se odian los hombres que
debieran estar unidos... ¡Ah! ¿no sois vosotros como nosotros los
defensores de la República/el azote de" los reyes y los amigos de la
justicia?! ¿No tenéis los mismos deberes que cumplir y los mismos
peligros que evitar? ¡Creed a ciudadanos que son ajenos a la intriga!»
«Se atribuyen mutuamente crímenes que no se han cometido "y, sin
estar a la cabeza de los partidos seres apegados a la cábala, la masa del
pueblo es buena y se la está engañando. Creed que los hombres no son
tan malos como creéis. Que se calle el amor propio y en el momento
desaparecerán las luchas intestinas. Las opiniones distintas engendran
el recelo; pero este no es la certidumbre. ¡Ah!, el día que la luz de la
legalidad aparezca y los ciudadanos no gasten el tiempo en prepararse
lazos y combatirse! Vosotros, legisladores, debéis preparar los ánimos.
Temed más los anatemas de la posteridad que el puñal del asesino o el
arma del extranjero.» A estas justas acusaciones del pueblo, la
Convención no contestó más que una palabra que era su disculpa para
lo porvenir.
La palabra de Isnard al final de la sesión en que se pidió una leva
de 300.000 hombres. No podemos resistir al deseo de ponerla aquí:
«¡Soldados, marinos; que una saludable emulación os anime; ¡que el

347
mismo éxito os corone! Si morís en el combate nada igualará a vuestra
gloria y nosotros grabaremos vuestro nombre en lo más alto del templo
de la libertad humana. Las generaciones dirán leyendo: He aquí los
héroes que rompieron los hierros de la esclavitud del hombre y se
sacrificaron por nosotros antes de que existiéramos... (Después,
pasando de los soldados a los legisladores). Nosotros, firmes en nuestro
puesto, os daremos el ejemplo de valor y de fidelidad. Nosotros
esperaremos si es preciso la muerte sin abandonar nuestros sitiales. Se
os ha dicho que estamos divididos; guardaos bien de creerlo.
Si nuestras opiniones difieren, nuestros afectos son los mismos.
Todos vamos a un mismo fin, aunque por distintos caminos. Nuestras
deliberaciones son apasionadas; pero ¿cómo no entusiasmarse al tratar
cuestiones tan interesantes? Es la pasión por el bien la que nos agita;
pero, una vez dado el decreto, el ruido cesa y la ley subsiste.»
Noble discurso en sí mismo y sublime por las circunstancias.
Isnard lo pronunció cuando su partido iba a perecer y, por lo tanto,
fué como una voz salida de la tumba. Los mismos que mueren justifican
aquí a los partidos sin excluir a los que los matan.
Por un noble pudor cívico se dice al ejército: no creáis en nuestras
discusiones, cuando estas cuestan la vida.
Estas discordias tan sangrientas no afectaban para nada a la
salvación de la patria. Versaban sobre cuestiones del porvenir muy
prematuras todavía.
La cuestión de la burguesía y el proletariado no debió preocupar a
una Asamblea que tenía tantas propiedades para distribuir al pueblo. Los
diputados de la Convención discutían todavía tesis filosóficas y tiquis
miquis revolucionarios.
Esta Asamblea, que asemejaba un concilio, trataba de política por
la noche en los comités y de día se entretenía en discutir el símbolo de
la nueva ley. Lo más fuerte de sus combates estuvo en la discusión de
cosas aéreas, espirituales.
Este es precisamente el espectáculo admirable que ofreció al
mundo. Fiel a la filosofía del siglo diez y ocho, no prestaba tanta atención
a las cosas como a las ideas. Los hombres a quienes condenó, no los
condenó por conspiradores, sino por herejes.
Francia entraba con tal fuerza en la vida de unidad, que sentía
horror por todo lo que a ella atentara.
Las nubes más ligeras parecíanle en este punto grandes nublados.
Las otras naciones, por el contrario, no habiendo alcanzado unidad
ninguna de ideas, no se guardaban de las más fuertes disonancias.

348
Bárbaros que no sabían que lo eran aceptaban sin empacho la
diversidad de clases que llevaban en su seno.
Esta era la Francia, esta la Convención. El que sepa distinguir la
unidad de principios que allí reinaba a pesar de la diversidad de
opiniones, dirá como Isnard: «No, Asamblea gloriosa, no estuviste
dividida.»

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CAPITULO XX

Jemmapes (6 de Noviembre.)

Importancia de la batalla de Jemmapes. —La guerra en grandes masas salió del


instinto de fraternidad. —Lo que fueron nuestros grandes ejércitos. —Lo que fué el ejército de
Jemmapes. — Exaltación filantrópica de este ejército. —Probidad firme de nuestros oficiales
plebeyos. — Severidad del ejército para los hechos sanguinarios. —El ejército no fué vencido
en una sola acción. —Formidable posición de los austríacos en Jemmapes. —La batalla
comenzada por la Marsellesa. — Valor de nuestros voluntarios a la derecha del ejército. —La
batalla de Jemmapes decidida por la Marsellesa.

Francia tenía unidad y el mundo estaba dividido.


Ella no conocía su unidad, pero lo probaba por la victoria. Ganó en
6 de Noviembre la batalla de Jemmapes.
Aquí no se podía decir como en Valmy que se trataba de un mero
cañoneo; de una batalla ganada con el arma al brazo. Fué una batalla en
que, mezclados los ejércitos, se combatió con arma blanca y en que
nuestros soldados, descalzos, en ayunas y en un terreno fangoso
pelearon heroicamente y tomaron los reductos que defendían, cubiertos
por una triple valla de fuego los Granaderos de Hungría.
¡Oh juventud!, ¡oh esperanza!, ¡oh fuerza de la razón y del
derecho! Nuestros voluntarios tuvieron un momento de excitación
cuando se encontraron frente a frente con la boca de los cañones que
vomitaban metralla.
Pero encontraron dentro de sí mismos algo que les hizo avanzar
como una avalancha; el sentimiento del derecho del género humano. El
derecho no puede retroceder.
El derecho va a los reductos y los deshace. Entró con nosotros en
las filas de los vencidos. La libertad venciéndolos los emancipaba, los
hacía hombres libres. Parecía que Francia había descargado más sus
golpes sobre las cadenas que sobre los enemigos. Los belgas fueron
libertados de un golpe; los alemanes empezaron un camino nuevo; la
batalla de Jemmapes fué el comienzo de una era de libertad.
¡Verdaderamente Dios estaba en Francia! La espada con que peleaba en
vez de herir curaba a los pueblos.
El golpe del hierro despertaba, deshacía el encanto fatal que los
había tenido miles de años reducidos al estado de bestias que pacen la
hierba de los campos.
Esta victoria de la República tuvo por enemigos a todos los que se
tenían por pensadores. Los Jacobinos dijeron que no se vencería y los

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demás que, sí se había vencido era contra todas las reglas del arte de la
guerra.
Verdaderamente la batalla fué absurda como lo es todo milagro.
El ejército republicano era hasta ridículo a los ojos de los tácticos.
Compuesto de voluntarios sin instrucción, sin uniforme, presentaba un
conjunto abigarrado. Había batallón en que los soldados iban todavía
con gorros de aldeanos.
Había cuerpo de ejército de todos los nombres: cazadores,
nacionales, etc....
Esto no era un ejército, era el pueblo, era Francia que acudía al
campo de batalla lleno de vigor y juventud.
Robespierre había probado, hacía ya un año, que la guerra era
absurda. Había hecho decir a Camilo Desmoulins que la Gironda era
traidora por que deseaba la guerra. Y tan arraigada estaba esta
convicción en el ánimo de los Jacobinos, que fué una de las razones más
poderosas que hizo valer Billaud-Varennes para condenar a muerte a los
girondinos.
Si, la guerra era absurda. Era necesario estar loco para ir a buscar
al enemigo en su territorio cuando en Francia se había establecido un
gobierno nuevo. Era entonces precisamente cuando pasaba el poder de
los girondinos a los Jacobinos. El ministerio de la guerra, el más
importante en aquellos momentos, pasó del girondino Servan al
Jacobino Pache que desorganizó todos los servicios.
La guerra era también absurda por que los generales de la
República eran realistas. Dumouriez, Didon, Custine lo eran y no lo
ocultaban. Ya se ha visto como Dumouriez eludió el juramento de
fidelidad a la República. Habiendo vivido treinta años bajo la monarquía
no podía no ser monárquico. Él dijo por todas partes que el fruto que
esperaba de sus victorias era el restablecimiento del rey. En caso de que
el rey fuera imposible tenía la candidatura del joven duque de Chartres.
Dos generales realistas, obrando en nombre de la República,
habían de tener en sus movimientos algo de equívoco y de falso. Tenían
necesidad de excitar el entusiasmo republicano y temían excitarlo y
cuando la llama quería levantarse echaban agua al fuego.
Cuando, por ejemplo, los republicanos alemanes, embriagados
con la nueva idea, preguntaron a Custine cuál sería el gobierno definitivo
de Francia, contestó: «La monarquía, y ¿quién reinará? El Delfín.»
Los sentimientos de Dumouriez se manifestaban en los cargos que
distribuía entre los generales subordinados suyos. Al general Valence,
amigo íntimo de los Orleans y en particular del duque de Chartres le

351
confió el encargo glorioso de ocupar la Meuse y detener a los austríacos
que llevaban socorros. Al Jacobino Labourdonniere le dio el encargo
oscuro de seguirle de lejos y reunírsele cuando la campaña terminara.
Ni Valence ni Labourdonniere podían hacer nada de provecho. Las
alas de ejército que mandaban resultaban demasiado separadas para
obrar. Valence tuvo que dejar pasar a los austríacos. Labourdonniere,
irritado hizo lo menos que pudo y eso, mal. La ventaja del número que
llevaba Dumouriez se perdió de esta manera. Reunido el ejército contaba
cien mil hombres; disperso el número mayor que se presentaba era
cuarenta mil. Los austríacos podían reunir cuarenta y cinco mil soldados
veteranos y disciplinados. Si lo hubieran sabido manejar, hubieran
aplastado a Dumouriez.
Esto lo reconoció él mismo. No había comprendido la guerra nueva
hecha por grandes cuerpos de ejército. Estos ejércitos que son todo un
pueblo lleno de entusiasmo y de vigor deben pelear sin dividirse, los
amigos con los amigos, como dice el soldado. Amigos con amigos,
parientes con parientes. Lo difícil es separarlos, no reunirlos. El aislarlos
era quitarles la major fuerza con que contaban. Estas grandes masas
eran como cuerpos humanos. Desmembrarlos era matarlos. «Plus ou est
de amis, miex la marche» dice todavía el adagio popular.
Los generales acabaron por comprender donde estaba la fuerza del
ejército. El mundo vio el espectáculo de cien mil. hombres, unidos en un
mismo anhelo y un mismo corazón.
He aquí el origen de las guerras modernas. Al principio no se hizo
así por arte ni por sistema. Salió del corazón de Francia y de su
sociabilidad. Los tácticos no hubieran ideado jamás tal cosa. No había
cálculo.
Los calculadores tuvieron que confesar que lo creían porque lo
veían. Los generales monárquicos no hubieran podido nunca
comprender el sublime y profundo misterio de la solidaridad moderna
en las grandes guerras de amistad.
Las federaciones del 90 hicieron presentir algo de esto.
Cuando se vio a todo un cantón abrazarse en armas, se pudieron
predecir las brigadas de la República.
Cuando aparecieron aquellos ejércitos inmensos formados por
muchos cantones que se daban la mano y se unían íntimamente, ya se
pudo vaticinar que surgiría el ejército inmenso de la República, el de
Lambre-et-Meuse; el pacificador armado del Oeste; el invencible ejército
del Rhin, victorioso hasta en sus retiradas; el ejército fulminante de Italia.

352
No eran ejércitos, eran personas con su carácter distinto. Tal fue el
espíritu de fidelidad y de entusiasmo que animó á sus hombres. Ellos se
confundían con algunas legiones que era cada una Francia en tierra
extranjera. Estos soldados, algunos de los cuales debían no volver más,
llevaban consigo el hogar y la patria. Donde estaban ellos estaba Francia.
Y Francia reina en todas partes donde aquellos fieles amigos
sembraron sus huesos.
Vosotros, extranjeros, que contempláis las colinas de huesos que
dejaron nuestros ejércitos, sabed que no solamente eran terribles si no
también venerables.
Lo que les dio la victoria fué la unidad de sentimientos y de
corazones. Guardaros bien de atribuir tales hechos a este o al otro
hombre. Cuando Francia se despierte levantará monumentos en honor
de los ejércitos aquellos, no de sus generales. Los calculadores no
podrán adjudicarse la gloria de un pueblo de héroes.
Será bastante que el nombre de los caudillos aparezca escrito en
la base del monumento.
Miremos con atención aquellos ejércitos en todo el vigor
candoroso de la cuna.
Considerándolos fríamente, presentaban un aspecto extraño; el de
un pueblo entero lleno de desprecio por la vida y de entusiasmo que, sin
contar con diplomacias ni consideraciones, llevaba por todo el mundo la
filosofía del siglo diez y ocho en la punta de las bayonetas.
Aquellos principios que los mismos filósofos parecían no tomar en
serio fueron aplicados por la fuerza de las armas. Esta filosofía flotaba
vaga en su espíritu.
Uno de los caracteres de la Revolución era precisamente no tener
un pensamiento, un símbolo, una tradición, y precisamente su misma
vaguedad era la que causaba verdadera embriaguez y locos transportes
de entusiasmo.
Una sola cosa hacía las veces de credo, la canción de la Marsellesa.
Todos la sabían y la cantaban hasta que se encontraban sin voz y sin
fuerzas. Era todo el Evangelio.
Se aplicaba en buen y en mal sentido. Ella hizo correr sangre y
ejercitar también nobles generosidades.
Ya lo hemos dicho: cuando los revolucionarios franceses vieron
pasar las carretas en que iban los soldados austríacos, muertos de
hambre, de frío y de disentería, les dejaron pasar respetuosamente. Y si
a algunos detuvieron fué para llevarlos a los hospitales. En Strasburgo,
soldados y paisanos trataron a los prisioneros como hermanos. Se partió

353
con ellos el pan y la sopa, y cuando partieron para el interior de Francia
se les llenaron los bolsillos de tabaco por medio de una suscripción
general. El gasto no fué pequeño, pues se trababa de tres mil.
Generosidad admirable en el momento en que los nuestros no tenían ni
calzado. Los resultados fueron admirables. Los prisioneros pedían
pluma y papel para escribir a Alemania que allí ya no había
nacionalidades, si no que todos eran hermanos.
La sensibilidad es mudable y la exaltación dura poco.
Pero en este ejército descollaba un elemento resistente y fuerte:
«Nuestros oficiales del antiguo régimen eran superiores a todos los
oficiales de Europa», había dicho Lafayette. Hechos oficiales por las leyes
de la Revolución, empezaron a ser aquellos de que habla el general Rey
en una página admirable de sus «Guerras de la península,» testimonio
de la verdad más sincera y título de gloria para Francia: «Nuestros
oficiales de infantería eran el honor mismo, la virtud modesta y la
resignación. El ideal de estas honradas gentes, devotas del deber era
Latour d' Auvergne, granadero de la República e instructor del ejército
de España.
Estos oficiales, tan mal pagados; algunos casados y seguidos de
lejos por sus valientes esposas, mostraron un desinterés tan grande, que
muchas veces vertían su sangre por enriquecer a los generales del
Imperio.
Estas honradas gentes a las que la Revolución acababa de ofrecer
una carrera le eran por completo adictas. Menos expansivas que los
soldados tenían por la patria un amor callado, serio, pero no menos
ardiente.
Guardadores fieles del honor de la patria, se esforzaban por
inocular en las muchedumbres el amor del orden y del deber. Reprimían
los excesos más por medio de la censura y del desprecio que por la
autoridad.
¿Cómo no había de respetarlos todo el mundo si les veía repartir
su pan con el soldado y marchar en la batalla veinte pasos delante? Tanto
en Valmy como en Jemmapes se vio, en medio de un entusiasmo
delirante una honradez tan grande que no admitía tacha en el uniforme
militar. Este ejército naciente se justificó a sí mismo castigando y
rechazando el crimen.
Un suceso muy desagradable tuvo lugar en Rethel.
Acababan de llegar dos batallones de voluntarios parisienses (el
republicano y el manconseil). Venían llenos de fanáticos. Lo primero que
hicieron fué asesinar a cuatro pobres soldados, criados de emigrados

354
que habían vuelto a servir en el ejército. Es verdad que la ley sentenciaba
a muerte a los emigrados que volvieran a Francia.
La Convención acababa de acordar que se quemara por mano del
verdugo una bandera de los emigrados que se había cogido en Valmy.
Esto, sin embargo, no hacía menos odioso el hecho de asesinar unos
pobres diablos que arrastrados primero por sus amos, volvían deseosos
de servir a la nación.
Este crimen además de bárbaro era impolítico, pues ponía un muro
infranqueable entre nosotros y los emigrados. No podía haber
tránsfugas.
Es de advertir que el crimen no lo cometió todo el regimiento.
Fueron unos cuarenta hombres, y estos fanatizados por las
declamaciones del revolucionario Palloy, que se había enriquecido
vendiendo las piedras de la Bastilla.
El sacaba de quicio con sus declamaciones a las gentes y luego del
robo y del asesinato hacía su negocio. El creía que, si el general en jefe
hubiera sido asesinado, le hubieran puesto en su lugar. Sucedió todo
muy de otra manera. Palloy hizo bastante con escaparse vivo. Los dos
batallones fueron desarmados y conducidos a los fosos de Merieves.
El general Bournonville les fué a buscar allí y les dijo que estaban
perdidos si no delataban a los culpables. Aquellos hijos de París se
echaron a llorar y los dos batallones fueron luego el modelo de todo el
ejército.
Con un tal ejército tan lleno de entusiasmo el éxito era seguro. La
Francia estaba en uno de esos momentos en que el hombre fuera de si
no encuentra nada imposible. Mirando este ejército se podía decir: «Los
Países Bajos están conquistados: «Dumouriez lo creía así y escribió a la
Convención. «El 25 estaré en Bruselas y el 30 en Lieja.» Se engañó,
porque estuvo en Bruselas el 14 y el 28 en Lieja.
Este ejército novel tuvo que soportar una prueba que los ejércitos
más veteranos no hubieran soportado.
Debutó con una derrota. Nuestros refugiados belgas llegaron a la
frontera sin más deseo que posesionarse del país natal y, sin esperar
nada atacaron, al enemigo.
No pudiéndolos retener, se les dieron húsares para que los
protegieran. Se apoderaron de una avanzada, y luego, dejándose llevar
por un arranque de juventud y de valor bajaron al llano donde fué á
envolverlos la caballería austríaca. Hubieran perecido sin nuestros
húsares. Beurnenville era de parecer de replegarse y reformarse y
reforzar las filas. Dumouriez creyó mejor seguir la ofensiva y avanzar.

355
Los imperiales, a pesar de su ventaja, reculaban y perdieron una buena
posición. Querían atraernos hacia Jemmapes, que juzgaban
inexpugnable por la naturaleza y por el arte. Este era e) parecer del
austríaco Clairtayt y arrastró al general en jefe, que lo era el duque de
Saxe-Teschen que después de su percance de Lille deseaba a todo trance
rehabilitarse por una victoria.
Uno de sus subordinados, el belga Beaubien, le aconsejó no
aceptar la batalla, sino presentarla él mismo cayendo inopinadamente
sobre los franceses y deshaciendo aquel conjunto de soldados bisoños.
Los veintiocho mil soldados veteranos de que disponía bastaban para
esto. El duque dudó en dar este golpe que parecía más propio de un
guerrillero. Príncipe del imperio, duque y lugarteniente del emperador,
no podía comprometerse en un ataque peligroso. Le pareció mejor
esperar majestuosamente a los franceses en la posición inexpugnable
de Jemmapes.
Nuestro ejército se encontró el 5 de Noviembre a la vista de aquella
fortaleza, que no solamente es formidable, sino que es imponente y
solemne. Habla a la imaginación y, aun sin saber que se llama
Jemmapes, hace detener en su presencia. Es una línea de rocas delante
de Mons; un anfiteatro que baja hasta tocar los bordes de dos pueblos;
Cuesmes a la derecha y Jemmapes a la izquierda; Cuesmes ayuda
menos para la defensa y por eso aquel lado estaba lleno de reductos
donde estaban los granaderos de Hungría. Estos reductos y los dos
pueblos formaban una serie de posiciones que era necesario tomar. Las
pendientes del centro estaban llenas de empalizadas. Si nuestros
soldados forzaban las empalizadas, los pueblos y los reductos, todavía
encontraban detrás diez y nueve mil excelentes soldados.
No es gran cosa como ejército, pero si como guarnición de una
fortaleza. Tan segura parecía que el duque de Laxe dejó para defender a
Mons los miles de soldados que le sobraban. La superioridad del número
le servía de poco á Dumouriez, pues no podían aproximarse a las
posiciones austríacas más que por sitios estrechos que no permitían
desplegarse. No se podía atacar más que por columnas. El valor de las
cabezas de columna tenía que decidir el ataque.
El ataque de los caseríos, de los reductos y de las empalizadas
exigía una lucha terrible cuerpo a cuerpo.
La posición tiene cierta analogía con la de Waterloo.
Como los ingleses en Waterloo, los austriacos en Jemmapes
tenían detrás un pueblo de donde podían recibir los auxilios que

356
quisieran. Pero cuanto más formidable era la fortaleza donde se coronó
de gloria la República que lo que destruyó al ejército francés.
También hubo la semejanza de que en las dos batallas el ejército
tuvo que estar toda una noche en un terreno húmedo y a la madrugada
cuando estaba rendido y destemplado se le llevó al combate.
Esta noche pasada sobre el fango hubiera enfriado y deshecho al
ejército si él no estuviese caldeado con el fuego del entusiasmo y el
valor. Porque, al fin y al cabo, estaban con los pies desnudos en un
verdadero estanque, y cuando buscaban refugio en alguna eminencia
sentían que se desmoronaba bajo su peso. No ha habido país más
transformado por la industria y, sin embargo, todavía hoy es húmedo
aquel un país y fangoso. Desde el fondo del pantano y tiritando de frío
nuestros soldados vieron por la mañana en los formidables reductos a
sus enemigos; los húsares con sus vistosas pieles; los granaderos con el
lujo bárbaro de su uniforme extraño y los dragones majestuosamente
envueltos en sus mantos blancos.
Lo que los nuestros les envidiaban por el pronto era haberse
desayunado. Los austriacos esperaban bien alimentados. Mons estaba
detrás y proveía de todo. A los franceses se les había dicho que la batalla
sería corta y era mejor desayunarse después de la victoria.
Un belga, viejo que fué el único que vio la batalla, dijo que no se
borraría nunca en él la impresión que Recibió.
En el momento en que nuestro ejército empezó a moverse
envuelto en la niebla de Noviembre se oyó un concierto majestuoso, una
música entusiasta; era que todas las bandas militares tocaban la
Marsellesa. Durante la batalla y en los momentos de intervalo entre el
ruido del cañón se oía el mismo himno sagrado. El estruendo de la
artillería no podía ahogar del todo el acento de la guerra fraternal.
Francia entre las balas, enviaba al enemigo ráfagas de civilización y de
libertad.
El mayor esfuerzo tenían que hacerlo los franceses para tomar el
pueblo de Jemmapes y los formidables reductos de la derecha. El
veterano general Gerraud mandaba el ala izquierda y el valiente
Bournonville la derecha. Este era un puesto de honor por ser el de mayor
peligro y allí se había puesto a nuestros voluntarios parisienses, jóvenes
que acababan de empezar su servicio y no habían entrado en fuego
todavía. Dumouriez tenía a su lado en el centro al duque de Chartres para
lanzarlo del lado en que se creía que estaba la victoria y así el candidato
a la corona de Francia debía decidir el triunfo.

357
Las dificultades a derecha e izquierda eran tremendas. El ala
derecha no adelantaba casi nada por más que llevaba peleando tres
horas y a la derecha la victoria parecía imposible. A las once Dumouriez
envió al ala izquierda a su segundo, persona de toda su confianza, el
inteligente Thouvenot que tomó el mando y atacó a Femmapes.
Dumouriez acudió a la derecha a ver si se podía forzar el obstáculo que
detenía a Bournonville.
Nunca general alguno ha llegado más a tiempo. Los voluntarios
parisienses daban un paso adelante llevados por Daupierre que
marchaba solo delante de ellos con el regimiento de Flandes. Estaban en
gran peligro, pero no reculaban. Estaban bajo las miradas de los
soldados más adictos a Dumouriez y que no pudiendo ver a los
voluntarios examinaban si es que retrocedían.
En el momento en que hubieran cedido lo más mínimo un
regimiento de dragones estaba preparado para acuchillarlos. Al fin llegó
Dumouriez. Encontró a los voluntarios un poco ofendidos pues creían
que se les había llevado allí para acabar con ellos por más de que
peleaba a su lado el regimiento de Lombard que se componía de
girondinos.
Hasta en el campo de batalla se presentaba la diferencia política;
pero seguramente que contribuyó a que aquella gente se batiera mejor.
La caballería era la que flaqueaba un poco. Dumouriez corrió allá,
cuando he aquí que los dragones inesperados caen como una avalancha
sobre nuestros voluntarios. Estos demostraron entonces una gran
sangre fría; esperaron a que la caballería estuviera cerca; hicieron una
descarga a boca de jarro que puso fuera de combate más de cien
caballos e hizo que el enemigo saliera huyendo hasta refugiarse en
Mons.
Dumouriez entonces se dirige a la infantería y empieza con todas
sus fuerzas a cantar la Marsellesa. Fué el delirio del entusiasmo. Los
voluntarios se lanzaron, arrasaron los reductos, tomaron las posiciones;
pasaron por encima de los granaderos húngaros que miraban
espantados aquella furia y los dominaron y acuchillaron.
Dumouriez dijo que la victoria se debía a los regimientos veteranos
de caballería; pero la Índole de la batalla indica que allí debió llevar la
mayor parte la infantería. Su malevolencia es tal para nuestros
parisienses que habiendo en sus memorias hecho mención de ellos, lo
corrigió para no nombrarlos. Hay sin embargo una carta escrita por el
general a raíz de la batalla en que hace justicia a los voluntarios.

358
Vencedor a derecha e izquierda, el general no se inquietó gran cosa
por el centro. Sin embargo, dos brigadas tuvieron un momento de
excitación y hubieran acaso cedido, cuando el duque de Chartres, con un
valor que no podía esperarse de sus pocos años, hizo que no se
retrocediera.
El centro todo entonces forzó los reductos que se le oponían.
Dumouriez quiso llamar la atención de todos hacia el centro para que se
luciera el duque de Chartres; pero descubrió demasiado el juego.
Cuando dio cuenta de la batalla a la Convención atribuyó el mayor mérito
al centro. Las gentes de Mons opinaban, no obstante, de otra manera.
Cuando nuestras tropas entraron en la ciudad la sociedad Amigos de la
Constitución ofreció una corona al general y otra a Dampierre, el que al
frente de nuestros voluntarios había tomado terribles posiciones cuando
aún el enemigo no estaba quebrantado. Allí había estado, en efecto, el
heroísmo más grande, pues heroico era basta sostenerse en medio de
aquel fuego terrible. El campo de esta victoria le visitamos llenos de
emoción y de respeto el año 1849.
Vimos llenos de tristeza que allí no hay un monumento que la
conmemore; ni una cruz para los muertos.
Francia que cerca de allí restauraba la tumba del tirano de los
Países Bajos, Carlos el Temerario, no tuvo un recuerdo para los héroes
de la libertad.
Los belgas que por nosotros fueron libertados, llegaron al mar y
pudieron comenzar la guerra de Inglaterra, no han tenido un recuerdo
para los muertos de Jemmapes.
¿Es que el hecho tuvo poca importancia?
Ha habido, es cierto batallas más grandes, unas sangrientas y más
calculadas, pero ninguna tan grande como fenómeno moral. Esta en el
torrente de nuestras victorias es la que engendró a las otras: es la que
puso el triunfo en el corazón de nuestros soldados.
Fué, por decirlo así, el juicio de Dios de la Revolución que los
aseguró en la justicia de su causa.
Fué la victoria del pueblo y no del ejército.
Gran revolución. La infantería francesa tomó posesión de los
campos de batalla y la alemana se eclipsó.
Lo que la batalla de Rocroi fué para los españoles fué la de
Jemmapes para los austríacos. Cada vez que la infantería se apodera de
un territorio significa una revolución política más que una revolución
militar. Tuvieron lugar allí acontecimientos demasiado importantes para
que no los conmemore un monumento. No le hay allí artificial; pero está

359
allí el terrible anfiteatro para recordar el esfuerzo titánico de Francia. Un
signo material simbolizaría mal una victoria que se debió toda al espíritu.
El espíritu sí, y la fe ganaron la batalla. Todo lo demás estaba contra
nosotros.
En esta época dice el general republicano con noble orgullo, no era
necesario entusiasmar al soldado para llevarle al combate, pues él
estaba embriagado de entusiasmo y espíritu guerrero.
En el momento supremo aquella gente se sentía arrastrada basta
por la embriaguez de los cautos. La Marsellesa y el «Ca ira» fueron los
que tomaron los reductos.
Cuando a las dos de la tarde los vencedores de Jemmapes se
sentaron sobre un motón de muertos a desayunarse; a comer el pan que
tan ganado tenían, extendieron la vista por la llanura de Mons y entonces
fué cuando del corazón de Francia brotó una frase de esperanza heroica.
Esta frase fué un cántico que bastó para veinticinco años de batallas.
«La victoria cantando nos abre la barrera.»
Una nueva edad se abre por este cántico que es un sonido de
clarín. Partió del ejército y el pueblo lo acogió. Y, sin embargo, ¡cuántas
cosas han cambiado! ¿Ha llegado la hora de que se cumplan ciertos
destinos? Dios lo sabe.
Del Norte al Mediodía la trompeta guerrera de la señal del
combate.

360
CAPITULO XXI

Invasión de Bélgica. —Lucha entre Cambón y Dumouriez.


(Noviembre 92.)

Inglaterra se une a la coalición. —Alegría de las poblaciones marítimas de los Países


Bajos. —Terror de Inglaterra. —Inglaterra trabajó contra nosotros. —La verdadera y la falsa
Bélgica. —Francia anatematizada por los mismos a quienes liberta. —Doblez de Dumouriez. —
Se encarga de proteger al clero belga. —Los belgas rehúsan la libertad en nombre de la
libertad. —¿Serán unidos a Francia los Países Bajos? —Cambon contra Dumouriez. —Dictadura
financiera de Cambon.— Rey financiero de Inglaterra y Francia.

La batalla de Jemmapes fué ganada el 6 de Noviembre y el 25


entraba en Inglaterra en la coalición contra Francia.
Lo que había rehusado a Prusia en Septiembre, lo ofreció en
Noviembre y envió un emisario a Viena a solicitar que se la admitiese en
la coalición y Prusia enviase un cuerpo de ejército para protegerá
Holanda.
Inglaterra no había visto ni previsto nada, para que se vea como la
gran maestra en fuerzas materiales no sabía nada de movimientos del
espíritu.
No había adivinado lo que iba a hacer la Revolución. Creyó que
nuestro ejército huiría al primer tiro.
Pitt temía; pero ¿que temía? que la Prusia absorbiera a Francia. He
aquí lo que los Pitt y los Grenville habían entendido la revolución.
Este colosal movimiento, el triunfo de estas ideas y el de la bandera
tricolor no lo vieron hasta que se les puso materialmente debajo de los
ojos. Los políticos miopes no vieron nada hasta que esta gran nación
que se creía amada de la vieja Inglaterra la pegó duramente.
Fué un pánico terrible el que se extendía por la gran Inglaterra.
¡Francia inundando a Europa! ¡Francia en el Rhin, en los Alpes, en los
Países Bajos! Más aun; en Ostende, en Auvers amenazando a Inglaterra.
Atreviéndose con Escaut, con Holanda. ¡Cielo santo, iba a entrar en
Londres!
Toda la costa de Bélgica tiranizada durante tantos años saludó con
entusiasmo la llegada de los franceses^ no tanto por traerles la libertad
si no por abrirles el camino del mar.
Un oficial americano al servicio de Francia que entró en Ostende y
vio tal delirio de alegría creyó que estaban locos. Era precisamente lo
contrario.

361
Los que estuvieron locos fueron los reyes y los gobiernos que por
saciar la ambición de Inglaterra cometieron un crimen de lesa naturaleza,
cerrando el Escaut que fué sacar los viera el ojo de Europa para que no
despotismo de Londres.
Los miedos de Inglaterra tienen un carácter eminentemente
cómico. Por lo mismo que es un pueblo rodeado de mar tiene como la
obsesión de las invasiones. Esta nación naturalmente valiente, pero poco
ejercitada en el manejo de las armas, al menor peligro se trastorna por
completo. Este espectáculo se dio en el 92. Francia se desbordaba y
vencía en todas partes paseando en triunfo la bandera de la libertad sin
sospechar que metía tanto miedo a su querida hermana mayor.
El miedo clásico de Inglaterra hace que exagere los elogios y
entusiasmos por todos los que considera libertadores. Les entrega el
poder, todo el dinero, todos los medios de acción.
Esto sucedió con Pitt, hombre animado de dos grandes pasiones;
el miedo y el odio con los cuales anduvo pronto el camino de la gloria.
La apertura del Parlamento fué una gran escena.
Allí ya no hubo wigles ni torys, si no una sola bandera que rodeaba
a Pitt. No era una conversión razonada de ideas políticas, no era una
adhesión ciega inconsciente, la aplicación del consejo del famoso
jansenista «embruteceos.»
Todos decían el mea culpa por haber creído jamás en la libertad,
haber tenido sueños de reformas parlamentarias y gemían y se daban
golpes de pecho. Fox, que teniendo menos miedo estaba menos
convertido, les preguntó que por qué no temían el crecimiento de los
reyes que llegaban hasta repartirse Polonia y temían el de la libertad.
Les conjuró a que, antes de empezar una guerra terrible que nadie
sabía dónde iría a parar, se enviara un embajador a París a ver si
efectivamente los agravios hechos a Inglaterra eran tales que no podían
lavarse más que con el exterminio de una de las dos naciones.
No se podía lograr nada con gentes que veían el infierno al otro
lado del estrecho. El infierno Jacobino, como se le llamaba, llegándose
a temer que de un momento a otro desembarcara en Inglaterra con todos
sus diablos y fantasmas.
Temblaban también viendo que en Londres se establecían clubs al
estilo de París. Veían extenderse la epidemia y con mucho gusto se
hubieran hecho aplicar exorcismos, como más tarde se los aplicó
Luwarovo a los prisioneros Jacobinos.
Una palabra sobre todo había hecho que todos aquellos hombres
arrojaran la máscara liberal y se mostraran tal cual eran, es decir

362
aristócratas, la palabra de Gregoire contestando a las felicitaciones de
una sociedad inglesa. «Amigos republicanos: La monarquía muere
sóbrelos escombros del feudalismo. Un fuego devorador va a hacerla
desaparecer y este fuego es los derechos del hombre.»
Esta frase: los derechos del hombre, era la desaparición de
Inglaterra con sus fanatismos y sus convencionalismos.
Un solo hombre, Sieyes, comprendió esto y lo dijo en el 89. No hay
ningún parecido entre Francia e Inglaterra. No se puede esperar nada de
ella. No se tuvieron en cuenta estas palabras de un profundo pensador y
Francia hizo a su hermana las concesiones más imprudentes. Los
periodistas llegaron hasta querer hacer rey de Francia a un inglés, el
duque de York. Otros a un semi inglés el de Brunswick.
La prudente madame Staël se decía que se inclinaba a esto. El
ministerio Stael-Narbonne había enviado un emisario a Pitt, Talleyrand,
el cual seguía una negociación en público y otra subterránea
revolucionaria.
Talleyrand al lado de Pitt era el zorro al cordero. Inglaterra temía
tanto al poder de Rusia como al de Prusia. Por eso al principio guardó
neutralidad negando su ayuda a Prusia. Pero cuando vio comprometida
su querida Holanda con los mares que son el camino para Londres,
Inglaterra, el campeón de las libertades como la ha llamado madame
Isaël defendida por sus escuadras y por sus balas de algodón, enviaba
al continente donde pensaba combatir empleando la espada y el puñal.
La espada fué Alemania, siempre devota del oro inglés, y el puñal fué
siempre el catolicismo con sus frailes, sus monjas y sus curas.
Las islas inglesas de Jersey y Guernesey emplazadas como
espinas en las batías francesas, estaban llenas completamente de curas
y de frailes que formaban un concilio y un cuartel general. Los ingleses
tenían así en la mano el verdadero centro de la conspiración realista. Allí
se daban esperanzas a los bretones de que de un momento a otro iba a
partir la escuadra inglesa que no partía nunca.
Bélgica en el momento mismo en que la libertamos se tizo un
centro de conspiración contra nosotros.
Hay que distinguir, sin embargo, y no acusar a un pueblo donde
con tantos amigos cuenta Francia.
¿Quiénes eran los verdaderos belgas? ¿Los que llamaban a los
franceses? Pero precisamente estos eran los más débiles. En las
provincias marítimas estaban en mayoría; pero en el interior,
especialmente en Brabante, formaban una minoría insignificante.

363
Los franceses entraron en Bélgica creídos que un pueblo que había
hecho ya una revolución contra los austriacos sería partidario de la
libertad. Por eso se encontraron sorprendidos al ver que allí se vivía en
plena edad media con frailes, capuchinos y cofradías que ya hacía
mucho tiempo no se veían por Francia.
No había más que una fuerza y era la de un clero ignorante y
además eminentemente conspirador. Este clero fué el que dirigido por
Vander Noot se levantó contra José II, que quería suprimir los frailes
como los había suprimido en su casa. José II se mostró mejor belga que
los demás, haciendo esfuerzos por abrir el Escaut. Toda Europa se
revolvió contra él. Pero él se fué a Ostende, donde intentaba hacer un
gran puerto. Las provincias del interior, Bruselas, Malinas y Brabante no
veían aquello con buenos ojos. Los proyectos de centralización no les
agradaban, pues habían vivido divididos y divididos querían seguir.
Entonces siguieron a los curas, que tuvieron la habilidad de escribir la
palabra libertad en las banderas del privilegio. Pero cuando la libertad
entró con el ejército francés cambiaron de sistema. El primero de los
periodistas, el jesuita Feller, uno de los héroes de la revolución, dijo que:
«antes mil muertes que prestar el juramento que pedía Francia, el
juramento execrable de Igualdad reprobado por Dios y contrario a la
autoridad, legítima que él ha establecido. ¡Libertad, es decir, licencia,
libertinaje, un monstruo de desorden! ¡Soberanía del pueblo! ¡Palabra
seductora inventada por el demonio!»
Este credo de los jesuitas fué aceptado por los curas, por las
mujeres y por muchos hombres. Se extendió por toda Bélgica hasta el
punto de que, firmada por treinta mil personas, se enviara a la
Convención una solicitud pidiendo la conservación de los privilegios.
La solicitud podía reducirse a estas frases: «Nosotros hemos vivido
en la ilegalidad y queremos seguir en ella.» Las elecciones fueron en este
sentido. Las representaciones provinciales en vista de tales cosas
desesperaron de la salvación del país. «Pobres de nosotros, decían a los
belgas; pobres de vosotros que os habéis dejado engañar. Vuestros hijos
y vuestros nietos os maldecirán.
Lo que más había animado al partido retrógrado era la conducta
equívoca de Dumouriez. Dudosa entonces, hoy claramente pérfida. Este
jefe del ejército admirable de la fe y del entusiasmo pretendía
corromperlo y hacer de él un instrumento de engaño.
Lo condujo a Bélgica; creó a la carrera otro ejército belga y lo
mezcló con él para centralizar el espíritu republicano. ¿Qué haría
después? Ni él mismo lo sabía.

364
¿Dirigiría este ejército contra Francia y contra la Revolución que lo
habían puesto en sus manos? ¿Lo emplearía en crear para su provecho
una situación independiente? O bien, en vez de traicionar a Francia
traicionaría a la misma Bélgica, ¿entregándola a los austríacos como
precio de la paz? Lo único cierto por entonces era que Dumouriez era un
traidor.
Él había enviado delante dos agentes, uno revolucionario y otro
retrógrado. El primero, el ladrador célebre Saint-Hurugue, el marqués de
Fort-des-halles, que había brillado el 20 de Junio, tenía que gustar a un
pueblo acostumbrado a los ladridos de Van de Noor. El segundo tenía la
misión de hablar con el austriaco Metternich y decirle que el ejército
francés no conquistaba si no para volver a abandonar lo conquistado y,
por lo tanto, que dejara una persona en Bruselas con quien tratar.
Llegó a Bruselas y le ofrecieron las llaves de la ciudad: «Guardadlas
vosotros; no sufráis extranjeros en la ciudad,» respondió. De esta
manera la cuestión de quién había de pertenecer aquel pueblo que jamás
pudo vivir por sí mismo ni tener unidad, el general la resolvía contra su
patria. Sin embargo, la cuestión está clara. Si este país no es Francia, es
la puerta de Francia y el camino por donde pueden avanzar los ejércitos
de sus enemigos.
Los belgas comprendieron en seguida que aquel ambicioso, sin
ningún arraigo en el país, buscaba en ellos un apoyo que le hacía falta
para sus planes. Para empezar, en vez de pedir víveres al reconocimiento
del país libertado, se dirigió a los banqueros y al clero haciendo un
empréstito. Por este empréstito hizo imposible ja la causa de la
Revolución. Esta no podía ganarse la voluntad del pueblo más que
rebajando o suprimiendo impuestos. Esto no podía hacerse más que
vendiendo los bienes eclesiásticos.
¿Cómo iban a venderse si Dumouriez los reconocía en el momento
que les pedía un préstamo?
Así lo que pasó fué que Dumouriez no ganó la confianza de Bélgica
y perdió la de Francia. El rogó a Bélgica que se hiciera un pueblo; pero
aquel monstruo no entendió lo que se decía.
El monstruo quiso seguir siendo monstruo.
Dumouriez les rogó que formaran un ejército para neutralizar el
nuestro, pero cada villa tuvo el suyo. Quiso establecer la unidad
judiciaria y cada pueblo tuvo sus jueces.
Dumouriez les metía prisa para que reunieran una Convención
belga enfrente de la francesa. Las elecciones comenzaron; pero
detestables y retrógradas. El primer uso que se hizo de la libertad fué

365
para matar la misma libertad. No hay ejemplo en la historia de ceguedad
semejante. Este pueblo al que Francia ofrecía el medio de librarse de
tributos quiso permanecer pobre para que fuera riquísimo el clero. Votó
contra la libertad y el pan que Francia le ofrecía.
El pueblo que iba de rodillas a la iglesia pidiendo a Dios el
exterminio de los austríacos, aullaba ahora contra los clubs de las
libertades.
Dumouriez se esforzó por hacerle ver su interés; pero el 27 hubo
ya una sublevación contra él. Quiso emplear la fuerza y fue
ignominiosamente silbado. Los malvados que dirigían este pueblo ciego
no cesaban de hablarle de soberanía nacional. ¿No es este un pueblo
libre e independiente? Y reclamaban la libertad del suicidio.
¿Ei pueblo? pero ¿en qué conocer que aquello era un pueblo si más
bien presentaba el aspecto de una reunión de villas y aldeas sin unión
alguna ni orden ni concierto?
La traición del general francés hubiera sido un motivo para que se
unieran; pero los antiguos odios y preocupaciones les volvían al dominio
de Austria.
¿Cómo llevaba todo esto Francia? De una manera que demuestra
su fidelidad a los principios, su desinterés, la pureza admirable de la
Revolución.
Sigamos con cuidado la conducta de nuestros hombres de Estado,
sus escrúpulos; en ellos no había nada sistemático ni impremeditado.
En el primer momento se ensancha su corazón.
Ven desbordarse a Francia por Europa y se embriagan con su
grandeza. En el momento de Jemmapes y de la entrega voluntaria de
Saboya Brissot escribía á Dumouriez estas palabras llenas de emoción:
«Ah mi querido general: ¿qué son los proyectos de Richelieu y los de
Alberoni comparados con este levantamiento del mundo entero que
nosotros estamos llamados a hacer? No nos ocupemos de la alianza con
Inglaterra o con Prusia; que nada nos detenga; la república no debe tener
más límite que el Rhin.»
Esta opinión no era, sin embargo, general. El primer movimiento
fué de alegría desinteresada.
Y aún más tarde muchos girondinos apoyaron las pretensiones de
los belgas sosteniendo así aquel fantasma de pueblo, instrumento de la
reacción con máscara de libertad.
Dos hombres no se equivocaron entonces. Danton, identificado
hasta entonces con Dumouriez, se separó de él, fué á Bélgica, procuró
inocularle la idea de la anexión y trabajó por ella á pesar del general.

366
Cambon, que parecía inclinarse a los girondinos, desautorizó a
Dumouriez, deshizo sus empréstitos y destrozó sus peligrosos
proyectos.
Dumouriez, como el cardenal de Retz, había aprendido en la vida
de César que no hay nada mejor en política que deber mucho y tener así
muchos acreedores interesados en la fortuna del gobierno.
Él había aplicado este sistema no haciendo sus acreedores no
solamente a los grandes banqueros del país, si no a la gran potencia, al
clero.
Él había obtenido, sin la garantía de la Convención, si no solamente
con la del nombre de Dumouriez, la enorme cantidad de cien millones
de francos.
Júzguese con cuanto interés le apoyarían los que no tenían más
esperanza de pago que su confirmación en el poder.
Entonces estuvo en condiciones de tratar con Francia de potencia
a potencia. La concedió la limosna de tres millones, pidiéndole que le
dejara guardar el resto y respetara a los acreedores, es decir al clero, al
feudalismo, a los abusos de todo género.
A pesar de su talento él no conocía a la Revolución y fué a
estrellarse contra ella.
Cuando Dumouriez fué a Bélgica pronunció una palabra que
halagó a Cambon y a todo el mundo financiero: «Yo me encargo de dar
valor a nuestro papel.» Esta palabra tenía un día importancia, porque la
Revolución además deberlo en las ideas lo era en los intereses, en la
propiedad.
La revolución tenía un papel en que estaba su crédito, el pagaré.
Todo el que tomaba un pagaré hacía tácitamente profesión de fe y decía:
«Creo a la Revolución.»
La religión de la tierra, la devoción que el aldeano, el hombre del
pueblo temía a la Revolución se traducía en la fe, en el pagaré.
El centro de esta religión estaba precisamente en el mismo edificio
donde estuvo el timbre, en la calle de la Paz. Dos cañones colocados
á la puerta daban idea del misterio que se verificaba allí dentro.
Una gran caja de hierro inabrible para los profanos encerraba el
tesoro; el maravilloso papel que tenía la virtud de convertirse en dinero.
Cambon estaba persuadido de que los pagarés serían dinero; que
Francia a fuerza de pagarés sería la nación más rica del mundo.
Nadie más que él contribuyó a acabar la guerra cuando dijo:
«Nosotros tenemos más dinero que todos los reyes del mundo.»
Nosotros tenemos fe admirable, hubiera estado mejor dicho.

367
¡Cosa extraña! Precisamente en aquel momento decía Pitt al
parlamento inglés: «Cuanto más se debe más rico se es.» El parlamento
pareció decir con San Agustín: «Creo porque es un absurdo.» Francia e
Inglaterra se lanzan al gran combate por un acto de fe.
Cambon, como garantía de sus pagarés mostraba la inmensidad
de la tierra.
Pitt no mostraba nada.
Era el gran movimiento de industria que iban a iniciar dos
hombres:
Arkwigt y Wat.
Ellos iban a dar cuerpo a las quimeras de Pitt.
Cambon creía fuertemente por que tenía necesidad de creer. Su fe
robusta estaba a prueba a cada momento por los abismos y peligros que
se abrían a sus pies. El los llenaba por un momento, pero los abismos
seguían amenazados.
Muy difícilmente podía medirse su profundidad.
Cuando fué necesario formar un ejército no sobre el papel, si no
de verdad, esto constituyó un nuevo abismo. Hubo que pagar la multitud
enorme de voluntarios que acudían de todas partes.
Todos los días se veía que las cajas del erario estaban vacías y
todos los días también llegaba a París una turba de gentes que pedían
batalla con el enemigo y el pan de la República.
Los cajeros del erario, sentados en sus despachos, amenazados,
ahogados, gritaban todos y clamaban al gobierno de París. Los clamores
de todos venían a retumbar en el mismo sitio. Esta terrible penuria de
dinero y abundancia de hombres venía a formar como un ciclón de
armas y de batallones.
Los antiguos agentes de negocios, aptos para tiempos ordinarios,
eran insuficientes para una crisis tan terrible. Permanecían mudos y
temblorosos.
Los banqueros, banda de aves de rapiña, permanecían alejados
esperando el momento de desorden para acercarse y morder.
Solamente un hombre tuvo valor en esta situación, Cambon.
Presidente del comité de hacienda y su invariable director, se apoderó
del caos, lo encauzó e hizo resurgir el orden. Albañil intrépido, tomando
de todas partes ruinas y escombros, edificó el gran libro, el libro mayor.
Si se quiere conocer cuál fué la cabeza tan fuerte que sufrió aquel
torbellino de cifras en que él debe y el haber libraron tantas batallas, es
necesario tener el retrato de David.

368
El personaje que fué el alma de Colbert durante el terror no aparece
en sus retratos sombrío y triste como Colbert. Al contrario, si Colbert
parece que está diciendo como el ministro de Luis XIV: «No se puede ir
más allá», la cara de Danton parece que exclama: «Se irá.»
De aspecto sano, rudo, salvaje, representando unos treinta años,
tal es él. El aspecto inteligente pero franco de un comerciante de
provincia.
La tradición severa del Languedoc que enseñó contabilidad a
Francia aparece aquí. Los abastecedores debían encontrarse mal ante la
mirada de aquel hombre, al que era imposible engañar.
La fuerza y el vigor de la nueva Francia estaban allí; estaba también
la pureza, la probidad de un hombre que podía ser intransigente con los
demás porque lo era consigo mismo.
Este hombre fué avaro, rapaz, duro, pero en favor de la República.
Yo tengo a mi disposición la cuenta exacta de su fortuna antes y después
de la Revolución. De ella resulta que entró en el manejo de los negocios
teniendo seis mil francos de renta y salió teniendo tres mil. Vuelto a su
casa, administró sus bienes con la severidad con que había administrado
los de la República. Á fuerza de economía y de trabajo y explotando una
alquería de que era dueño y en la que vendía leche, llegó en veinte años
a reponer los seis mil francos de renta. Lo que más sorprendió a muchos
fué que en 1815, desterrado con varios en Bruselas, atendió con su corta
renta a la manutención de todos.
«Yo le he debido cien veces la vida», decía el duque de Gaëta»;
pero él salvó a muchos otros que, por el desprecio general, hubieran
muerto si no hubiera sido por él.
En el momento en que nos encontramos, durante el 92 con sus
grandes apuros en que hubo que hacer ventas rápidas, él fué el gran
agente de la Revolución. El compró, vendió, administró y llenó aquellos
armarios que no se llenaban. Echado delante como un dogo,
manifestaba por sus gruñidos el hambre y la sed del fisco.
La Convención de cuando en cuando le echaba á roer un decreto.
Durante el terror del 93 él también fué un objeto de terror. Raras veces
se atrevió nadie a atacarle y nunca impunemente. El mordió una vez á
Brissot y otra a Robespierre. Quien tiene la desgracia de ser mordido,
muere. No tiene espera; representa la cosa que todos temen. ¿Cual? La
necesidad.
Los 1.500 millones de bienes vendidos en el 91, parecía que no
habían hecho otra cosa que aumentar el hambre. En los primeros meses
del 92 gastáronse de un tirón 500 millones; sin embargo, Cambon

369
continuaba teniendo hambre. Entonces insistió en que se vendiera la
parte de los bienes eclesiásticos reservados aun, los edificios, las iglesias
y conventos inclusive. Proposición audaz. Pronto veremos sus
resultados.
La dificultad más grande era la de inclinar a nuestros asambleístas
a la venta de los bienes de los emigrados. La legislativa había
manifestado un verdadero y profundo horror por la confiscación.
¿Podría obrar por sí misma la Convención? En el momento de la
invasión de emigrados armados no faltó el golpe que revelaba la
presencia de Cambon.
Un diputado de la villa de Ardennes se acercó a la barra a lamentar
la devastación de sus campos, el saqueo de sus viviendas, sus granjas
incendiadas... La Convención decretó un pequeño socorro de 50.000
francos tomados de los bienes de los emigrados. ¿Hay nada más justo
que indemnizar a las víctimas de la guerra a expensas de los enemigos?
Esto es lo que esperaba Cambon. Por este agujero se introdujo en el arca
de los bienes de los emigrados, riqueza inmensa que se valuaba en
cuatro mil millones. El mismo día hizo decretar que, en un plazo de
veinticuatro Loras, los banqueros, notarios y otros depositarios de
fondos de la emigración, declararían que cantidades tenían en su poder
y veinticuatro horas más tarde las ingresarían en la caja de los distritos.
Sobre este y otros puntos, encontró Cambon por obstáculos los
escrúpulos de una parte de la derecha y del centro. Se La visto en
Octubre del 91 la excitación de la legislativa sobre la cuestión de los
bienes de los emigrados. Tomarlos, era violar la Constitución que
suprimía la confiscación. Respetarlos era dejar armado al enemigo, á los
que arrojaban sobre Francia los ejércitos extranjeros, concediéndoles
toda la fuerza moral que se agrega a los poseedores de las grandes
fortunas. Muchos emigrados aun tuvieron medios para proveerse de
recursos. Los intendentes y hombres de negocios, previendo su regreso
continuaron enviándoles los frutos de bienes que no habían sido
secuestrados. Nada se ganó contra la emigración hasta que sus bienes
no fueron vendidos, y sobre todo vendidos por parcelas, divididos entre
una muchedumbre de adquirentes, quedando los bienes
desnaturalizados y desfigurados al pasar por el crisol de la Revolución,
agregándose bajo una forma nueva a la vida general.
La Gironda en gran parte (con Condorcet a la cabeza) titubeó aquí,
retrocedió. Querían la Revolución, pero sin la Revolución. Querían la
guerra, pero sin emplear los medios de la guerra.
Cambon estaba contra ellos.

370
Por otra parte, Cambon había arrojado contra si el odio de una
buena parte de la Montaña por su inflexibilidad al exigir las cuentas a la
Comuna de París.
Especialmente Robespierre lo aborrecía, pero por otros motivos.
Lo aborrecía como todo el que tenía alguna autoridad en la Convención
y además por naturaleza.
El hombre de palabras y de discursos incapaz para los negocios
detestaba al hombre que sabía emprenderlos. No osaba atacarle
Robespierre, pero indirectamente le minaba el terreno en todos los
periódicos. Hacia fines de Noviembre no pudo contenerse más. Lanzó
contra él una fuerza revolucionaria nueva, temible, al violento Saint-Just,
que principió así en la Convención.
Entre la indecisión de la Gironda que apenas lo apoyaba y la
malquerencia de una parte importante de la Montaña, Cambon siguió su
camino como si nada hubiera visto.
Tenía Cambon sus ojos fijos en el siguiente tema que era la
cuestión dominante de la Revolución: (por la que distribuyendo la tierra
entre todos alcanzaría la Revolución una fuerza poderosa, sólida e
irrevocable, y la movilización y circulación de estos bienes bajo la forma
de asignados.
Para Cambon no habían más amigos que los que querían la venta
y el asignado.
La invasión de Bélgica, país aristocrático y de curas, había revela¬
do en él la esperanza de lo infinito.
Cambon amaba el dinero en general, pero mucho más el dinero de
curas.
Lo que más odiaba en el mundo era a los curas y frailes. Nada más
vivo en el corazón de los franceses que el odio a los haraganes.
Todo esto, irritado por una circunstancia personal, separaba aun
más á Robespierre y Cambon.
Cambon, de Montpellier, emigró a Cholet, a la puerta de la Vendée;
aquí estableció una fábrica que la afrentosa guerra de los curas convirtió
en montón de cenizas. En este punto, Cambon pudo estudiar y ver de
cerca las intrigas de los curas en los pueblecillos contra las ciudades
fabriles y revolucionarias.
Cambon les guardó rencor.
La Bélgica llegaba a punto de pagarle la Vendée.
Fué para él una fiesta poderse sentar en espíritu al banquete
eclesiástico, comiendo con toda su hambre de los bienes de frailes y
canónigos. Cambon aguzó sus dientes.

371
La venta de bienes circulando en moneda y asignados, arrastró a
Bélgica a la causa revolucionaria. Este país ayudó a Francia en la gran
lucha por la libertad común mientras se enriquecía, dando valor a los
bienes que habían permanecido inertes en las manos del clero.
Cuando supo que Dumouriez, por un tratado precipitado con el
clero belga, se le devolvían sus bienes, fué presa de violento furor.
Rechazó los tratados que el audaz general arrojaba sobre el Tesoro, hizo
romper los contratos con los abastecedores, los mandó arrestar,
conduciéndolos a la barra de la Convención y revolvió iracundo todos
los proyectos de Dumouriez.
Romper la espada de un general vencedor es una cosa grave en
todos los países.
Y, sin embargo, Cambon lo hacía.
La ruptura con Inglaterra hizo más grave la situación de Cambon
frente a Dumouriez.
¿Dónde se apoyaría Cambon para evitar los golpes de aquella
nación? ¿Sobre qué bancos de la Convención podría sentarse
tranquilamente?
Los girondinos tardaron, titubearon y no marcharon de acuerdo.
Respecto a Cambon obraron como hombres ligeros e ingratos,
como se verá en el libro siguiente.
Ayudados por él en un caso decisivo, ni lo sostuvieron en su guerra
contra Dumouriez, ni contra los ataques de Robespierre y de Saint- Just.
Esta fué una de las causas de su caída.
Cambon quedó fijado a la izquierda de la Convención. Con él
votaron hombres sin interés de partido, amantes de la Revolución,
embarcada en la importante cuestión de los bienes nacionales o
arrastrada en la pesada carreta de los asignados.

372
CAPITULO XXII

Grandeza y decadencia de la Gironda (Octubre-Noviembre 92).

La Gironda fuerte en Octubre. —Petion obtiene la unanimidad de París (15 de


Octubre\—En el proceso del rey empujan las violencias. —La Comuna lanza un documento
contra la Convención (19 Octubre). —La violencia de la Comuna compromete a la Montaña y
a la sociedad de los Jacobinos. —Muda irritación de Sieyes y del centro. —La Convención
ataca a Danton y a la Comuna. —División del partido girondino. —Una fracción de la Gironda
(la fracción Roland) ataca a Robespierre por Loubet (29 Octubre). —Apología de Robespierre a
los Jacobinos y a la Convención (5 de Noviembre). —Barede la salva insultándola. —La
Gironda pierde su influencia en París. —Abre el proceso del rey (7 de Noviembre). —Daño de
este proceso para Francia.

Un hecho precipitó la batalla interior de la Convención y de la


Comuna. París, que la Comuna pretendía poseer, se declaró contrario de
un modo ruidoso. El primer uso libre que pudo hacer de su voluntad, fué
desmentir por una elección significativa cuanto se había dicho en su
nombre. Los violentos, desenmascarados así, viendo con terror su
nombre publicado por el resultado de la elección, no encontraron
salvación más que en un golpe de audacia: precipitando la Revolución.
El acontecimiento que cambió así la faz de las cosas fué la elección
de Petion (que dejó la presidencia de la Convención) a la alcaldía de París
(15 de Octubre). Petion fué elegido por unanimidad, excepto
contadísimos votos. De 15.000 electores obtuvo el voto de 14.000. Y de
los mil votos restantes los candidatos de la Comuna no obtuvieron, jun¬
tos, ni quinientos.
París se justificó así ante Francia y ante Europa. Manifestó su
horror hacia Septiembre y su cariño a la moderación y a la probidad.
Si, por lo tanto, la Revolución debía en lo sucesivo apoyarse en la
probidad inerte y la moderación impotente, es seguro que combatiría la
parálisis que la amenazaba. Petion, dispuesto perfectamente para
ocupar un sillón, lo mismo el de presidente de la Asamblea que el trono
de a casa ayuntamiento, el rey Petion, como se le llamaba, estaba dotado
de la cualidad que se busca especialmente en un rey constitucional: la
incapacidad de tratar, de realizar un acto propio. Para las funciones
vegetativas que la constitución inglesa exige a su rey o Sieyes a su gran
elector, Petion no tenía precio. Bastaba como símbolo, como bandera,
como ficción. Pero el tiempo despiadado prescribía la ficción. Hacían
falta realidades, un hombre de acción, de actos rápidos y enérgicos en
la terrible crisis que atravesaba Francia.

373
En este sentido, la elección de Petion (bueno y respetable) era
alarmante. Era una declaración de inercia. La gran mayoría, no
solamente de gentes acomodadas, sino también del pueblo se componía
de honradas gentes, extremadamente fatigadas ya por la Revolución y
que nada querían hacer en lo sucesivo, ni avanzar ni retroceder.
Nombrando a Petion hiciéronse la cuenta de que se moverían poco.
Equivocárnosle en su cálculo. No avanzando más retrocediose
rápidamente de Petion a Bailly, a los hombres del 89, que no habían
podido detener a la reacción. Esta nos hizo rodar por su horrorosa
pendiente hasta la cima del antiguo régimen, al triunfo de los emigrados,
al triunfo de los extranjeros, a las miserias de la invasión.
Porque la reacción no retumbó solo en el 88, si no aún más en 1815,
un 1815 pero sin la Revolución, sin el imperio, sin la gloria, sin la
universalidad de las ideas francesas en. Europa, sin el respeto de los
vencidos.
La Revolución existía, pero faltaba un hombre. Faltaba que a este
ser se le viese combatir, moverse, avanzar. Por delante había mil
peligrosas aventuras, pero atrás quedaba ya un temible remolino.
Retroceder por temor a los daños era un daño mayor, sería la ruina, la
caída cierta, el abismo.
La Revolución, para que viva debe marchar para sí y fuera de sí,
con un mismo movimiento. ¿Cuál? Ya lo hemos dicho: la magnanimidad
en la justicia. ¿Qué movimiento? Una grande e inmensa dilatación del
corazón que ponga a la humanidad en el camino del desinterés heroico,
del sacrificio sin límites.
Hacía que aquellos a quienes la Revolución pedía justicia, a los
dichosos que hasta entonces se habían aprovechado de ella y voluntaria
o imprudentemente se aprovecharon de los abusos contestaran: «¿Qué
queréis, justicia? No os haremos esperar más tiempo.>
Esta es la gloriosa respuesta que dieron muchos patriotas dueños
de las primeras fortunas de Francia. Hubo hombres admirables. La
mayor parte de los ricos, en el 93, hicieron esfuerzos para descender,
ambicionando la legalidad. Esto hacía falta que se hiciera en el 92 para
adelantar los anhelos de Revolución. No se trata de promover ruidos, de
cometer groserías, de adular al pueblo, si no de ser más pueblo de
corazón que él mismo, de marchar en primera fila delante de él, de suerte
que pueda avanzar: el pueblo encontró grandes corazones.
La Francia adoptó a la Francia, derrochándose con noble
abundancia los sentimientos generosos que hombres. La penetraban en
el corazón de todos los Francia se prodigo magnánimamente.

374
¡Desgraciada de ella si hubiera pretendido ser justa y libre para ella sola!
Los dones de Dios no son tales si se los guarda para sí. Debía la Francia
conquistar los pueblos con una nueva táctica, como hicieron los
franceses en Strasburgo por los alemanes, como hicieron por una plaza
sitiada en la que se morían de hambre: entraron con la espada en la
mano y el pan en la punta de la espada. Así la espada de 'la Francia debía
ofrecer y dar el pan a toda la tierra.
He aquí como la Revolución debía avanzar por fuera y por dentro
con un movimiento rápido pero ordenado. Su genio no era nada
contemplativo. Introducirle en la cabeza la inercia de Petion, o la facundia
de abogados girondinos, era obligarla a sufrir la enfermedad contraria a
su espíritu, o sea en la furia de los movimientos desordenados que
sobradamente tomó la Montaña por acción real y progreso de la vida.
Este refrán profundo de la Edad Media, tan verdadero en moral, lo
es así mismo en política: «El corazón del hombre es una muela que da
vueltas todo el día: si no ponéis nada a moler se corre el peligro de que
se muela ella misma.»
No había que perder un momento entre Valmy y Jemmapes; hacía
falta dar a la Revolución algo para moler, según su naturaleza y su
verdadero sentido.
La rueda se engancha; el progreso tarda. Y entonces la Revolución
comienza a molerse a sí misma. Inmediatamente empieza a comer
débilmente: la cabeza de un rey, sin detenerse un momento; la muela da
vueltas, rechinando los dientes y pulverizando sus propias ruinas.
Esta fatal impulsión le fué dada antes de la batalla de Jemmapes,
antes de las grandes leyes revolucionarias de la Convención, que
tranquilizaron los pueblos, garantizándoles para siempre la victoria de la
legalidad. Si la Revolución hubiera caminado con pasos firmes en el
sagrado camino de esta legalidad no hubiera cometido la locura de
matar a un rey, ni mucho menos el crimen de emplear la Convención
para matarse ella misma.
La batalla se ganó el día 0 de Noviembre y el mismo día tuvo lugar
el decreto contra Luis XVI. Si la batalla hubiera sido ganada más pronto,
la opinión pública hubiera tomado otro rumbo. Si el proceso se hubiera
detenido entonces, seguramente no hubiese tenido tan sangriento
resultado. Fué antes de la batalla, y muy ^probablemente en los
primeros días del mes de Octubre, cuando las sociedades jacobinas de
los departamentos debieron recibir desde París la orden de la Montaña
y de la Comuna: «Somos una minoría; es preciso moverse y hacer
miedo; poner la Gironda en peligro de perderse si se salva al rey o

375
envilecerla si lo condenan contra sus sentimientos y a conocidos...
Pidamos la muerte del rey.»
La cólera nacional, terrible en Junio del 91, terrible también en
Agosto del 92, se extinguía. Sobrevino el olvido. La nación estaba muy
lejos de pedir la cabeza de Luis XVI. Un observador excelente,
Dumouriez, que se encontraba en París a mediados de Octubre, dice que
en esta época nada indicaba que el rey estuviese en peligro; bacía falta
mucha fuerza para despertar al país de su sueño. Las sociedades de
Jacobinos portáronse admirablemente; funcionaron con una docilidad y
una energía que hubiera excitado la envidia de las corporaciones
sacerdotales y políticas de la Edad Media.
De todos modos, su trabajo hubiera resultado inútil si en el pueblo
no se hubieran encontrado elementos predispuestos para la excitación.
Por esto, la inquietud extremada que se sufrió en esta gran crisis en la
que Valmy no dio más que una tregua momentánea. La revolución podrá
perecer todavía, perecer en beneficio del rey: «Arrebatemos al rey;
venguemos por adelantado nuestra suerte para que él no se"
aproveche.» He aquí lo que se decía al pueblo. Encontrósele bien
dispuesto, sufriendo, irritado, a la entrada de este invierno. ¡Un invierno
más sin trabajo y sin pan! Es el cuarto desde 1889 y por un progreso
natural resultaba más duro; por que los recursos se agotan, los socorros
desaparecen, la caridad se enfría; los mismos ricos se creen pobres...
«Decidnos; ¿la causa primera de tanto mal no es el rey?»
Durante la elección del alcalde hacia el 10 de Octubre un
pretendido herido del 10 de Agosto, el brazo en cabestrillo y un emplasto
sobre un ojo, pidió que la Convención le hiciera justicia. Un comité se
encargó de dictaminar en el asunto del rey.
Petion fué elegido alcalde el 15 de Octubre y el 16 se recibió una
petición de los Jacobinos de Auxerre no apoyando el proceso del rey si
no solicitando su muerte sencillamente. Esta petición fué apoyada con
gran violencia por un hombre profundamente sincero que fué siempre
en la vanguardia (como lo demostró en la Vendee): Montagnard
Bourbotte que indudablemente no sabía lo que se fraguaba.
La comisión encargada del examen de documentos dijo que
necesitaba algún tiempo todavía.
El 19, nueva maquinación. La Comuna envía una enérgica
comunicación a la Convención contra la Convención y contra los reyes
que piden una guardia.

376
Así el partido violento ocultó su derrota electoral con un acto de
audacia, comenzando de cierto modo el proceso de una Asamblea
soberana, investida por la Francia de los poderes más absolutos.
Y para perderla se la emplazó no solamente sobre el terreno de la
guardia departamental, si no sobre el terreno más escabroso todavía del
asunto del rey. El debate debía versar sobre la cabeza del rey
Luis XVI. Los hombres que la Convención acusaba de haber derramado
sangre pensaban derramarla otra vez. Ellos mismos hacían responsables
a la Asamblea cuando ya casi se había lanzado contra ella la acusación.
Continuamente decían: «Quien no mata, traiciona.»
Lo que había de enorme en la comunicación de la Comuna sobre
la guardia departamental es que, alzando la voz sobre la de la
Convención y llamándose el soberano (el pueblo), la Commune
disputaba a la Asamblea el derecho a formular leyes.
La Convención, investida de poderes ilimitados, había prometido
en su generosa modestia someter la Constitución a la sanción de las
asambleas primarias. Esta generosidad se tornó contra ella misma. Se le
sostenía que este decreto de seguridad era un decreto constitucional,
que debía como el resto de la Constitución ser sometido a la sanción del
pueblo. La Comuna no reconocía a la Convención el derecho a legislar ni
aun provisionalmente, ni simples decretos de urgencia. Siguiendo este
principio, hasta la lejana época de una sanción general de la
Constitución, Francia hubiera vivido sin leyes.
Si la comunicación no hubiera sido un acto de demencia hubiera
podido calificarse de un llamamiento a la insurrección contra la nueva
Asamblea, nacida apenas de una elección que llegó con todas las fuerzas
de Francia. Era un reto lanzado, no por París, si no por algunos
centenares de hombres que París, por un voto unánime, acababa de
rechazar.
Estos hombres, en trece secciones, habían, contra un decreto de la
Convención, exigido que se votara en alta voz, sin que por esto fueran
menos rechazados. I)e cuarenta y ocho, en una sola sección se les siguió
hasta el fin, decidiendo que si el escrutinio se hacía secreto marcharían
en armas contra la Convención.
Puede creerse que estas locuras no fueron aconsejadas por la
Montaña. Vieron con pena, sin duda, que la imprudente comunicación
del 19 de Agosto había lanzado contra ellos la ira unánime de la
Asamblea.
Los jóvenes que se agitaban en la Comuna (Tallien, Chaumette,
Hebert, etc., etc.) arrastraban a la Montaña y sus jefes por una rápida

377
pendiente que los hubiera anulado en la Convención, sin dejarles más
fuerza que el tumulto, ni otro campo que la calle, de suerte que Roland,
Robespierre y Danton se hubieran convertido en segundos o subalternos
de Hebert y Chaumette.
Robespierre hallábase en una situación crítica. Se le atribuía cuanto se
hacía en el Municipio y él no osaba negarlo. Los agitadores de la Comuna
lo maltrataban diariamente, poniéndole como un trapo. Conocíanlo muy
a fondo y sabían que por conservar esta posición de elevada autoridad
moral y de jefe aparente era capaz de cometer las más grandes
insensateces.
Su loca comunicación del 19, que ni Robespierre ni nadie osó
apoyar con una palabra en la Convención, fué enviada, por acuerdo
tomado durante la noche en la Comuna, a todos los municipios. La
Convención anuló su acuerdo. Entonces obtuvieron el apoyo de
Robespierre, no en la Convención, si no en una asamblea oscura de su
distrito, en la sección de Piques. Se le arrojó así poco a poco. Se quiso
obtener de él el elogio de Marat. Lo hizo, sin embargo, pero de modo
que pudiera en algún caso desautorizarlo: hízolo aconsejado por su
hermano, Robespierre joven, a los Jacobinos. Dijo que Septiembre era
la obra de París y que proseguir Septiembre era hacer la causa del
pueblo parisién. Entonces, cuando estaba abierto el camino, apareció en
la tribuna de los Jacobinos un cualquiera, que se dijo federado,
dispuesto a salir para la frontera, el cual dijo imprudentemente: «fo
trabajé en el 2 de do hablar. Septiembre: pue¬ Estad tranquilos; no
hemos degollado más que a conspiradores, a embaucadores de falsos
asignados.»
Habíase colmado la medida. Aquello era ya demasiado. Se quería
disminuir el horror y se aumentaba. El desvergonzado fué mal recibido.
La sociedad de los Jacobinos hacía gala de cierto decoro; el cinismo del
septembrino causó estupor. De un golpe penetró en la sociedad. Esta se
vio entrar, quisiéralo o no, en el camino de las violencias, en el cual las
sociedades de- provincias podrían no seguirla. Marsella había ya roto
sus relaciones con ella: Burdeos imitó esta conducta, y después
siguieron: Lorient, Saint-Etienne, Agen, Montauban, Bayona, Perpignan,
Rioms, Chalons, Valognes, etc., etc. y las que mayor significación tenían,
Nantes y el Mans, nuestras vanguardias republicanas contra la Bretaña
y la Vendee.
En el seno de la Asamblea existía el mismo desastre. La Montaña,
aunque no apoyó la desdichada comunicación de la Comuna se encontró

378
contra ella, no los treinta girondinos, ni los ciento de la derecha, si no
más de seiscientos miembros, es decir la Convención.
La Asamblea, generalmente inerte, envidiosa de la Gironda, fue
muy lentamente para acordar medidas enérgicas. Contaba con muchos
miembros de la Constituyente, de la legislativa, mudos, agriados ya, que
se creían mayores y demasiado viejos para tomar por tutores a
abogados de veinticinco años.
En el fondo mismo del centro (del vientre, como se decía) teníase
envuelto en sombras de miedo y de silencio al abate Sieyes, como
aterido e inerte.
Resumía toda la timidez y la envidia sorda de esta parte de la
Asamblea. Después que descendió de su elevado pedestal de la
Constituyente, rechazó la luz y se quedó en tinieblas sobre la tierra. Se
le llamaba muy propiamente el tumor de la Revolución. Jamás
pronunció Sieyes una palabra sin que se le obligara a ello. Detestaba a
los girondinos como a quienes se burlaban de sus sistemas. Sieyes era
muy violento. El buen abate, cuando los jóvenes medio prácticos le
consultaban, contestaba: «El cañón, la muerte». Viendo a los girondinos
indecisos los abandonó.
En la época a que nos referimos Sieyes no desesperaba de la
Gironda. Fué á visitar de noche a los Roland. Puede ser que fuera él quien
los guiaba, quien les prestó las luces de su odio de cura, de su
experiencia y los hizo marchar más rectamente de lo que ellos hubieran
ido. La dirección, aunque débil, fué marcada con durante precisión, para
lastimar mucho tiempo, separando la cuestión financiera, la
responsabilidad pecuniaria y la cuestión de dinero.
La Convención entera (excepto algunos miembros obstinados de
la Montaña) atacó a la Comuna, decretando que presentara sus cuentas
en el término señalado de tres días.
Al mismo tiempo atacó a la Montaña ordenando que el poder
ejecutivo (esto afecta a Danton) justificaría en el término do veinticuatro
horas la forma en que se habían invertido los fondos para los gastos
secretos.
¿Había habilidad siquiera al descargar este golpe sobre Danton
para hacer descender esta noble figura del republicanismo a las miserias
de un deudor vulgar? Ninguna.
Danton, comprometido para siempre, inutilizado: ¿a quién había
de aprovechar esto si no á Robespierre?
La Montaña, la fracción de los violentos, si naturalmente fuerte en
los momentos de violencia, era débil desde el momento en que se

379
dividía, mejor dicho, en que se duplicaba bajo el mandato de dos jefes.
Para que resultara fuerte era necesario anular uno de los dos. Este
servicio fué el que los Roland prestaron a sus enemigos.
Danton, una vez inutilizado, reducido a la defensiva, no llevaba
más la bandera: a su abrigo la conducía Robespierre. El jefe moral de los
Jacobinos resultó jefe político de la Montaña, de la Convención, y la
Revolución, a partir de entonces, fría y terrible, tenía detrás un consejero
que no representaba ciertamente los sentimientos magnánimos.
Robespierre, dicho propiamente, avanzó en fuerza de no hacer nada. Sus
adversarios o sus rivales se inmolaban los unos a los otros, trabajando
por él y ensalzándolo continuamente. por él, en el .91, los Lameth
anularon a Mirabeau; los girondinos ayudados por el centro comenzaron
a destrozar a Danton.
Los girondinos por lo mismo no estaban conformes con la táctica
que se seguía contra Danton y Robespierre. Su hombre de genio
Vergniaud, quería que se respetara el genio de la Montaña, que
amenazaba a Danton. Brissot, tan ardiente como fuera en atacar
moralmente a Robespierre, no se mostró conforme en atacarlo
jurídicamente en un proceso en regla en que se le envolvió. Rabaud de
Saint-Etienne, el ilustre pastor protestante (el hijo del mártir de las
Cevennes), iniciado a la vida política por la larga tradición de los partidos
no quería que se atacara a ningún enemigo si no se tenía la seguridad
de perderlo. Brissot, Rabaud, en sus periódicos desautorizaban
claramente los ataques que los Roland hicieron, a pesar suyo sin duda y
sin consultarles.
Madama Roland llegó en su odio contra Danton y Robespierre a un
grado tal de irritación que se asombró de poseer un alma tan fuerte. Ella
no tenía más vicio que el de la virtud, yo doy este nombre a la tendencia
de las almas austeras no solo a condenar a quienes creen malos, sino a
aborrecerlos; aún más, a dividir el mundo en dos partes exactamente,
imaginando que todo el mal está en un sitio y todo el bien en otro, a
excomulgar sin remedio todo lo que se separa de la línea recta que ellas
se jactan en seguir solamente. Es esto lo que se ha visto en el siglo XIII
en el muy puro, muy austero y muy odioso partido jansenista. Es esto lo
que se vio en la virtuosa tertulia de la familia Roland. La señora hízose
más áspera, alejada por su sexo de los asambleístas, no pudiendo, según
su carácter, entrar en la pelea, sin calmar su deseo de laxitud. Encerrada
en su templo, entre sus amigos arrodillados, esta divinidad adorada por
ellos como la virtud y la libertad mismas debió tomar excesiva

380
repugnancia a la prensa. En tal adoración las injurias parecían
blasfemias.
Fué aquello como la guerra de los dioses. Había tres: madama
Roland era, para cuantos la rodeaban, un objeto de culto. Robespierre
tenía sus devotos, sobre todo sus devotas. Danton era adorado
extraordinariamente por quienes le adoraban, ávidamente observado,
escuchado y seguido; era aquello como una religión de amor y de terror.
El entusiasmo público, que no separábalas figuras de Dumouriez y
Danton como defensores del territorio, se manifestaba más débilmente
respecto de madama Roland, ya indignada del calificativo que se lanzó
contra ella desde la tribuna. ¡Mucho más se indignó todavía de la fiesta
que Julia Taima dio á Dumouriez y en la que vio a Danton al lado de
Vergniaud!
Madama Roland deseaba excomulgar á Vergniaud, borrarlo de la
lista de los escogidos. Aquel mismo día, o al siguiente, el 14 de Octubre,
escribió a Bancal, su íntimo amigo, estas agrias y duras palabras: «Decid
sin temor a Vergniaud que ha de trabajar mucho para restablecerse en
el concepto público, si tiene aún algo de hombre honrado, lo que yo
dudo.»
En cuanto a Robespierre, lo aborrecía, pero nada más que por
natural antipatía. Dos veces intentó tratar con él; dos veces, por interés
de la patria (no otra cosa), quiso adelantársele. Robespierre retrocedía
siempre, se alejaba. Ignoraba la influencia que las damas Duplay ejercían
sobre él. Robespierre, con un perfecto sentido, que más que otra cosa
demostró su superioridad, evitó su paso por los salones, temiendo a la
mujer de letras, a la Julia pura y valiente en la que la sociedad reconocía
el ideal de Rousseau. Robespierre, imitando al autor del Contrato Social,
precoz discípulo literaria y políticamente seguía sus ejemplos en la vida
privada, con inteligencia, en el verdadero sentido de su papel.
Robespierre ama con el pueblo.
No se hizo ebanista como Emilio de Rousseau, pero amó a su hija.
Así, su vida fué siempre regulada, metódica en la intimidad, y mientras
otros difícilmente conciliaban sus sentimientos con los principios
políticos y sociales que profesaban, Robespierre predicaba la legalidad
no con palabras vanas, sino con el tremo insistiremos ejemplo. Sobre
este importante ex¬ más adelante.
Madama Roland había creído, no sin razón, que Robespierre tenía
un corazón sensible para las mujeres, que era susceptible a los
sentimientos delicados, que la palabra de la mujer virtuosa ejercería
mucho imperio sobre él. En el 91 le escribió ella con muchas reservas. El

381
estilo correcto y fino. Nueva carta en Agosto del 92: esperaba madama
Roland que él fuese digno de ella. La carta muy severa. Quería arrancarlo
de la fatal Comuna. En efecto, no hubo respuesta alguna. Desde
entonces le declaró la guerra.
Se ha visto su débil apología en el 25 de Septiembre. Después
Robespierre vivió tranquilo y no pensó en elevarse jamás. En Octubre, el
imprudente ataque de los Roland lo elevó en cierto modo sobre su
pedestal. Ya no descendió.
Los papeles se distribuyeron convenientemente. Se fijó la fecha
para el 29 de Octubre. Roland debía atacar inmediatamente a la Comuna
en general. Después un amigo de los Roland, joven lleno de anhelos y
entusiasmo, debía atacar a Robespierre, batirse cuerpo a cuerpo. Roland,
en un hermoso trabajo, trazó un cuadro patético de la anarquía que
reinaba en París. Señaló los abusos de autoridad que cometía la
Comuna. A ésta atribuyó todos los desórdenes de la situación. El hombre
más autorizado de la Comuna era Robespierre. Rolaud no lo nombraba,
más sobre él iba todo el plomo de esta violenta acusación. Robespierre
quiso hablar, pero la Asamblea, demasiado emociona¬ da, se obstinó en
no entenderlo.
Entonces subió a la tribuna un hombre de pequeña talla, delicado,
rubio, bastante calvo, de ojos azules y dulce voz. Louvet (era él, el famoso
novelista) con este exterior femenino, no era menos ardiente, fogoso.
Lo había probado en la sección de los Lombardos, al frente de los
cuales se puso, demostrando extraordinaria energía en días terribles.
Hijo de un gorrero, dependiente de una librería, tenía en su figura
de joven hermoso algo que revelaba fáciles triunfos de libertinaje con las
mujeres de la moda. Su novela Faublas, sacada enteramente del
Querubín de Fígaro, no era otra cosa que la historia del mismo Louvet,
una confidencia hecha al público de sus aventuras. Sea lo que fuere,
Louvet se elevó por el amor, un amor puro y exaltado. Olvidó su Faublas
por Lodoiska; sintió la necesidad de ser in hombre, un ciudadano. Fué
remitido a las manos puras y severas de madama Roland, que le hacía
escribir el periódico El Centinela para su marido.
A pesar de su metamorfosis, el ardiente y brillante escritor, ni fué
menos ligero, ni menos romancesco.
Nada más alejado de la gravedad. Si realmente se hubiera vuelto
grave y serio nadie lo hubiera creído. Su voz, su tono repugaban. Su
joven rostro era de los que no envejecen nunca. Se le conocía
muchísimo. La fatal celebridad de su Dovela le perseguía basta en la
tribuna. Parecía que le estaba prohibido hablar en serio. Cuando él

382
aparecía se oía un murmullo, veíase una sonrisa y sus mismos amigos
decían: «¡Es Faublas!»
He aquí el hombre a quien los Roland cometieron la imprudencia
de encargar el papel de acusador de Robespierre.
¿Frente al pálido rostro de éste, que respiraba austeridad, se
colocaba al rubio Louvet, el novelista, el hablador, el hombre de palabras
ligeras?
¿Hombre? ¿Lo era realmente? Parecía una niña. E indudablemente
un tipo así debía pertenecer al sexo femenino. En efecto; Louvet
pertenecía a los Roland.
Roma, cuja historia tanto madama Roland como sus amigos
habían estudiado profundamente, debió enseñarle la importancia de la
acusación como acto público. Los romanos sabían perfectamente que en
estas cosas el efecto decisivo dependía menos de la elocuencia que del
carácter, de la autoridad del acusador. Era necesario que antes de hablar,
cuando se presentaba a los jueces, con su gravedad conocida
apareciendo en toda su persona, abatiera ya al enemigo con sus miradas
severas y silenciosas, sufriendo más que otro insoportable martirio el de
austera acusación de Catón.
¡Y aquí no era Catón el que acusaba! ¡Era Louvet! El nombre no
suplía sin embargo a las personas. Louvet estuvo violento, vivo,
elocuente, vago siempre. Le acusó de amañar un gran complot y añadió
que las pruebas estaban en poder de los comités; él no las aportó. Todo
lo que dijo en claro era lo que se sabía desde hacía mucho tiempo, esto
es, que el día de 2 de Septiembre, cuando las palabras no eran ya
palabras si no hechos terribles; cuando una palabra era peor que un
puñetazo, Robespierre en el seno de la Comuna designó a sus enemigos,
y por lo tanto les dio de puñadas con su palabra.
Que los hubiera nombrado o vagamente designado esta es la
cuestión. El acta de la Comuna (que tenemos a la vista) es muy breve en
esto como en todo y da cuenta del discurso en tres líneas. La Convención
no pudo, pues, encontrar más luz que nosotros hoy. A juzgar por todo lo
que sabemos de Robespierre y de las calumnias vagas amontonadas
contra él, es probable que no lo nombrara y entonces su discurso no
sería otra cosa que lo que se ha dicho cien veces: «Existe un gran
complot, se debe librar a la Francia,» etc., etc. Solamente que estas
vaciedades en días ordinarios nada significan; pero en un día como aquel
pudieran tener una terrible importancia.
Louvet no enseñó nada a la Convención, no dio más que
alegaciones. No recogió más que aplausos. Ni un solo hombre

383
importante de la Gironda se levantó para apoyarlo. Si Brissot, Rabaut,
Saint Etienne estuvieron en la Convención como lo leí al día siguiente en
los periódicos, su frialdad fué muy grande y la Convención pudo
examinar la discordia interior del partido, las mudas desavenencias,
observando en el discurso de Louvet las imprudencias de sus graves
consejeros.
La Comuna, convencida definitivamente, viendo que la Gironda, el
lado derecho, no hacía nada y la Convención nada tampoco, no sé
contuvo más. Sus insolentes agitadores, los Hebert, los Chaumette,
creyeron poder tratar a la Convención como los niños tratan a un viejo
cho¬ cho, como Casandra imbécil; le molestaron, le el buen hombre
importunaron, hasta que largó el brazo y les dio con el bastón. El día 19
le dirigieron una comunicación llena de ultrajes, enviándola al correo
para todos los departamentos: Roland la detiene y la denuncia a la
Convención. Esta al fin, parece reanimarse al sentir la mordedura.
Comienza a sufrir la epidermis cuando el hierro casi toca el hueso.
Si en aquel momento la Gironda hubiera propuesto la disolución
de la Comuna, se hubiera hecho. Barbaroux la salvó, si bien pasando los
límites pidió mucho contra ella. Quería no solamente que se llamara a
París a los federados, si no que la Convención se constituyera en tribunal
de justicia, que se declarara que una población donde fuese deshonrada
la representación nacional perdería el derecho a poseer cuerpo
legislativo. Demanda insensata que parecía hacer la guerra a París, en el
momento mismo en que esta capital, con su voto unánime a favor de
Petion se mostraba contrario a la Comuna y favorable a la Asamblea. En
la Comuna mismo era preciso distinguir. Atacar indistinta la Comuna del
10 de Agosto era apagar las voces de los realistas; una Asamblea
republicana, debía, en la Comuna, respetar el 10 de Agosto, que era la
República; aislar, separar a los agitadores. Cambon lo propuso en vano:
«Haced que os presenten los registros, dijo con buen sentido y sabréis
si el delito lo comete el cuerpo entero o algunos de sus individuos.»
La Convención pudiendo tener hechos estimaba más las palabras.
Envió diez miembros a la Comuna para preguntar lo que
verdaderamente había ordenado la Comuna. Los agitadores, ante tan
suaves procedimientos, mintieron cuanto les vino en gana. Chaumette,
con hipócrita humildad, clamó contra los anarquistas (es decir, contra él
mismo), apoyando sus palabras con ayes y gemidos: «¡Ah; es muy
cierto; no faltan prevaricadores en la Comuna; los hombres puro» los
colocarán bajo el hacha de la ley! ¡Ah; no confundáis a los inocentes con
los culpables! ¿Si separáis la confianza que en nosotros tienen los

384
ciudadanos, como queréis que descubramos a los provocadores al
crimen?» etc., etcétera. Hay suficiente para vomitar. Los mismos'
girondinos pidieron la orden del día.
Los días siguientes ofrecieron una serie de enmiendas
respetuosas. Tallieu enseñó un dibujo en el que aparecía él, llorando
sobre Septiembre, diciendo: «que él no había tomado parte más que
para salvar a algunos individuos.»
Robespierre debía comparecer en la tribuna de la Convención para
justificarse el día 5 de Noviembre. Preparose para esta sesión con un
discurso muy estudiado «sobre el poder de la Calumnia» que debía a los
Jacobinos. La historia de la calumnia, trazada por un maestro en este
género, se reanuda al principio de la Revolución, redactada hábilmente,
de modo que Brissot y la Gironda son los continuadores del abate
Maury; todo tendía a la calumniosa especie de la destrucción de París.
Todo se apoyaba sobre la envidia y la concupiscencia; mostraba a los
girondinos dando todos los cargos a los suyos, excluyendo a los
Jacobinos. El, Robespierre, estaba solo, sin partido, sin influencia, sin
cargo alguno ni dinero.
Y después de esto aún se osaba acusarle de dictador.
«¡Desgraciados los patriotas que no tengan apoyo! ¡Serán
exterminados!» ¡Júzguese el efecto de estas palabras, de estos lamentos
en tribunas atestadas de mujeres! ¡Qué de sollozos!
Llegó, finalmente, el 5 de Noviembre y Robespierre pronunció ante
la Convención una humilde y hábil apología. A una acusación vaga como
la de Louvet basta una respuesta vaga también. Y Robespierre hizo una
respuesta precisa sobre un punto. Dijo lo que era cierto, que él celebró
una entrevista con Marat, y que Marat lo dejó por no descubrir en él ni
la audacia ni las miras del hombre de Estado. No elogió a Septiembre; lo
deploró por una razón singular: «Se asegura que ha perecido un
inocente... ¡Oh, es demasiado!»
Robespierre en su discurso hizo juegos peligrosos que hubieran
perdido a un hombre menos apocado por los Jacobinos, este partido
maquiavélico que, en su fanatismo, como partido de curas, una vez
descubierto el engaño en los suyos los abandonaba. Robespierre mintió
temerariamente sobre dos puntos que en el mismo instante hubieran
sido refutados con pruebas irrecusables, acusándole de mentira.
1.° Dijo que nunca tuvo la menor relación con el comité de
vigilancia de la Comuna. Es cierto que no se había amamantado en la
Comuna, pero su miembro más importante, el que introdujo Marat el 2
de Septiembre, Pañis, no desconocía a Robespierre. Además, cien

385
testigos se veían todas las mañanas tomar el orden en la casa Duplay,
calle de Saint-Honoré.
2.° La segunda mentira, más desvergonzada que la primera y que
podía ser refutada enseguida por prueba escrita y auténtica por el libro
de actas de la Comuna (que tenemos a la vista), fué la siguiente: «Se ha
insinuado que comprometí la seguridad de varios diputados
denunciándolos a la Comuna durante las ejecuciones. He de responder
a esta infamia manifestando que cesé de ir a la Comuna antes de las
ejecuciones... «El acta hace constar que el día 1. ° de Septiembre y el 2,
durante las ejecuciones, Robespierre estuvo en la Comuna e hizo
denuncias. ¿Qué significa la palabra antes ni que importa? No se trata de
saber si fué antes (el 31 de Agosto, por ejemplo) a la Comuna; si no más
bien de saber si la víspera, el 1. ° de Septiembre, el día de los
preparativos y si el 2, el día de las ejecuciones, durante las ejecuciones,
fué a la Comuna, denunció y con su lengua mató a sus enemigos.
Loubet, Barbaroux, que pedían la palabra, querían decir, sin duda:
La Gironda ha triunfado, pero la masa de la Convención no lo permitió.
Un hombre de agradable espíritu y nacido para ayudar siempre a la
fuerza colocándose al lado suyo, observó que esta existía en la envidiosa
masa de 500 diputados neutros. Salió del centro el bearnes Barere y con
la presteza y agilidad propia de los danzadores de su tierra, lanzó a
Robespierre un humillante puntapié que le salvó, sin embargo,
devolviéndole el aplomo: «No levantéis, dijo, pedestales a los pigmeos;
no deis importancia a hombres que la opinión sabrá juzgar y colocar en
el sitio que les corresponde. Para acusar a un hombre de dictador hace
falta ante todo suponerle carácter, genio, la audacia de los grandes
éxitos políticos o militares. Que un gran general, por ejemplo, viniera
aquí coronado de laureles, dominando a los legisladores, insultando los
derechos del pueblo, atraería, sin duda, la atención de vuestras miradas
y caería la ley severa sobre la cabeza de este culpable. Pere que hagáis
este honor a quienes en sus coronas cívicas están mezcladas las ramas
de ciprés he aquí lo que no. puedo concebir. Estos hombres han dejado
de ser dañinos en una república. No se llega tan fácilmente al poder»
supremo en un país que debe elevar a la humanidad el primer templo
del mundo...»
Barere fué aplaudido por todos; gustó a la Montaña, excepto a
Robespierre; al centro y a la derecha los humilló; a la Convención
generalmente dio pretexto para que continuara sin hacer nada. Sin
embargo, reclamaron dos individuos. Barbaroux, a quien no se quería
escuchar, y Robespierre, cruelmente mortificado, que no quería salvarse

386
a, tanta costa. Barere propuso que en la orden del día figurara un nuevo
punto en que no resultaban injuriados. La Convención no debía ocuparse
otra cosa que de los intereses públicos. Robespierre decía que esto era
de una injuria para la Convención; hizo eliminar estas palabras, votar la
orden del día, pura y simplemente, lo que produjo el grave efecto de
borrar de la opinión el discurso de Barere. Robespierre, que al principiar
la sesión era un acusado sentado en el banquillo, triunfó al fin y se colocó
a gran altura.
Aunque una fracción de la Gironda, la tertulia Roland, atacó
solamente a Robespierre, el partido se comprometió enteramente. Era
evidente que la Gironda no era sostenida por el centro, la gran masa de
la Convención. París vio, como la Gironda mismo, que vivía dividida en
fracciones no vencería más, y con un sano instinto de prudencia
comenzó a abandonarla. La Gironda, unida el 15 de Octubre con el
centro, había elevado en París por unanimidad la figura de Petión.
Dividida, quebrantada por sus discordias y por la envidia del centro, vio
del 15 al 30 de Noviembre cómo se alejaba París de ella y aproximarse
con mucha pena por muy poco tiempo, sin duda. Durante muchos días
que duró la elección del alcalde (Petión había rechazado), el hombre de
confianza de Robespierre, Lhuillier, el excordelero de la calle del
Manconseil, agitó el nombre de Chambón, médico, que £ duras penas
fue designado.
Signo grave para la Gironda. Estaba ya arrastrándose por la
pendiente. No podía negarse a la Montaña para seguirla por el escabroso
y sangriento camino del proceso del rey. Y aun entonces estaba dividida.
Machos girondinos, ardientes, violentos, tanto como puros, creían de
buena fe que el rey era digno de la muerte; se daban cuenta de la
fatalidad que encerraba la situación; de la debilidad de carácter del rey,
esclavo de los curas, víctima de los escrúpulos religiosos. Con esta
diversidad de puntos de vista, el ataque podría ser muy vivo, pero no
franco, manifestándose la discordia interior' del partido.
El 6 de Noviembre, el mismo día de la batalla de Jennmapes, el
girondino Valazé hizo el primer informe sobre La acusación del rey,
informe declamatorio y vago y por lo tanto violento, en el que,
saliéndose ya de los límites de la cuestión, quería enterarse de la pena
que había de sufrir el rey, proponiendo en principio la caducidad', no se
atrevía a decir la muerte.
La Montaña al día siguiente lanzó también su informe menos vago
más sinceramente violento. El jacobino Mailhe, en nombre del comité de
legislación, examinó este asunto: «¿Se le puede juzgar? ¿Y por quién?

387
Por la Convención sola.» Convirtió a la nada la quimera de la
inviolabilidad del rey.
La anulación era visible entre los dos partidos. Veíase que si este
hombre vivía era como un cuerpo muerto sobre el cual se batían unos y
otros, creyendo que cada golpe era una herida para el enemigo. Nada
más propio para atraer sobre él el interés público, la piedad. El rey ya no
existía. Había perecido el 10 de Agosto; quedaba un hombre: la piedad
pública no vio otra cosa. El proceso fué seguido tan torpemente, que hizo
llorar a los hombres de Septiembre; Hebert derramó lágrimas. Cuando
el tirano fué conducido a la barra y se vio que era un hombre como los
demás, un padre de familia, con aire muy simple, un poco miope, pálido
por la cárcel, sintiendo ya la muerte, todos se vieron turbados. Podíase
medir el golpe tremendo que los autores de este proceso daban a la
República. La triste defensa que los abogados del acusado le dictaron,
no quitó importancia e interés al acto. El golpe se hizo para el provecho
de los realistas con todas sus consecuencias: las faltas del rey olvidadas,
la República aborrecida por el realismo culpable, y este culpable
canonizado por el patíbulo.
Esta verdad, tan limpia y tan clara hoy, no era, sin embargo,
desconocida entonces por algunos hombres. Vergniaud la conocía en la
Gironda y Danton no la veía menos clara desde la Montaña. ¿Quién
osaría proclamarla antes, advertir a Francia el peligro? Hacía falta para
esto sentirse fuerte; para ser fuerte unirse. Unos y otros eran débiles si
continuaban en sus bandos, si no prolongaban la longitud de la sala, el
estrecho espacio de la derecha a la izquierda; estrecho, más de tal
manera, que es como las hendiduras del Océano glacial, profundas hasta
lo infinito.

388
CAPITULO XXIII

Ruptura definitiva de Danton y los girondinos (Noviembre 92).

Danton perseguido pe r la Gironda. —Los tres enemigos de Danton: Lafayette Roland,


Robespierre; sus acusaciones sin pruebas. —Carácter de Danton; su insociabilidad; Danton no
quiere otra cosa que ser Danton—En lo que él diferencia a los girondinos de los Jacobinos. —
Fue humilde de origen, no acomodado. - No tuvo nada de fariseo. —Los indulgentes: Danton,
Desmoulins, Fabre d' Eglantine. —Palabra peligrosa de Danton en favor del rey. —Situación
embarazosa de Danton. —Su esposa enferma. —Virtudes y fin de madama Danton. —Este no
puede vivir en París. -—Su última entrevista con los girondinos.

Hacía mucho tiempo que la Gironda se aproximaba a Danton. Era


muy tarde.
La pendiente fatal del proceso brusco y precipitado del furor de
unos, el miedo de otros era muy fácil de observar. Los girondinos iban
arrastrados. Si había alguna probabilidad todavía, no para el rey, sino
para ellos mismos, fué por un rápido acuerdo con una de las dos fuerzas
que componían la Montaña. ¿Había algo de inexplicable entre estos y
Danton que les impedía aproximarse? Nada se veía. Ni Danton ni nadie
había ordenado los hechos de Septiembre. La dictadura de Danton, si
realmente hubiera debido temerse, no existía ya, con la importancia que
los gastos de los girondinos aseguraban á Robespierre. Esto es lo que
hacían los más sabios entre ellos.
Ni Vergniaud, ni Condorcet, ni el mismo Brissot lo ignoraban.
Claveries, con los ministros de Marina, de Negocios Extranjeros, Monge
y Toudu-Lebrun, recibieron cuentas de Robespierre. Clavieres,
exbanquero ginebrino, afirmó que las grandes cuestiones de policía
política o se podían tratar como cuentas
Danton hubiera quedado completamente limpio si su principal
acusador hubiese querido asistir al Consejo de ministros. Roland se
abstuvo. Transcurrió un mes sin que apareciera y después ya no quiso
ir. Danton no quedó nunca completamente purificado ante la opinión-.
Los Roland y sus amigos se encontraron con que habían neutralizado en
él una de las más grandes fuerzas para la República, a quien más la sirvió
y podía salvarla aún.
Diariamente destruían la confianza que había inspirado bien puede
ser la confianza en sí mismo. Desde la primera ocasión, el 29 de Octubre,
en la acusación solemne de Roland contra la Montaña, no encontramos
ya en las palabras de Danton la precisión vigorosa que le era peculiar.
Se contentó con responder vagamente; camina hacia la frialdad, evita,

389
elude. No recrimina ya a la Gironda como el 25 de Septiembre. La sola
cosa clara y positiva de su discurso es que desautoriza a Marat más
elocuentemente de lo que lo había hecho: «Declaro ante la Convención
y la nación entera que no estimo á Marat; declaro con franqueza que he
estudiado su temperamento; no solamente es volcánico y díscolo, sino
insociable...»
En el momento fatal en que vemos debilitar, palidecer el soberano
vigor de una cabeza en cuya poderosa fuerza se apoyó la patria un día,
permítasenos examinar en dos palabras si verdaderamente Francia
estaba obligada, por la justicia y el honor, a una ingratitud, a renegar de
quien tanto debía.
Todas las acusaciones contra la probidad de Danton descansan
sobre las alegaciones de tres de sus enemigos.
La primera solamente tiene algo de veracidad. Lafayette afirma
que Danton vendió su cargo de abogado al consejo por diez mil libras
(cifra muy corta ciertamente). La corte, sin embargo, le dio cien mil. De
aquí la esperanza de la, reina y sobre todo de madama Elisabeth, de que
Danton defendería, si no la corona, al menos la vida de la familia real.
La segunda acusación era la de Roland, relativa a los fondos que
Danton había dilapidado en su ministerio. Hemos visto a cada momento
las necesidades terribles de la época que exigían dar, arrojar muchísimo
dinero.
Estas negociaciones subrepticias que exigía la salud pública no
eran precisamente de las que podían explicarse, poniéndolas en estado
de limpieza indubitable. En estos momentos de crisis el dinero rueda,
desaparece sin saber cómo. Cada ministro tenía cuatrocientos mil
francos para gastos secretos. Danton empleó sólo los suyos y salvó la
patria. Lo que costó la negociación prusiana y por otra parte el contra
complot de Bretaña, la traición de los traidores no se podía saber, pero
cuatrocientos mil francos parecen muy poca cosa en asuntos
semejantes. Los demás ministros ni gastaban ni hacían nada. ¿No eran,
pues, éstos realmente quienes necesitaban una amnistía?
La tercera acusación era la que Robespierre y sus amigos repetían
incesantemente. Danton, enviado a Bélgica, apoderándose por las
necesidades de dinero de los objetos de las iglesias. ¿La prueba?
Acusaciones de los mismos belgas. Débil prueba, si existía. ¿Quién no
conoce el odio y la rabia que se desencadenó contra quienes por
entonces querían la unión de Bélgica? —¿Pero esta prueba existe? —No;
ha existido. — ¿Dónde? —En un expediente de Lebas, el íntimo de
Robespierre, expediente que había sido quemado más tarde por los

390
dantonistas. ¿Pero todo esto quién lo prueba? Es como un círculo
vicioso. La palabra de Robespierre es para apoyar el expediente. —¿Y el
expediente? —Es la palabra de Robespierre.
Es muy extraño aceptar por única prueba contra el honor de un
hombre las palabras de sus enemigos.
Se dirá que los tres son honrados. Sí, desde luego, pero inspirados
por el odio y después crédulos en proporción directa con esta misma
pasión. Lo que está fuera de duda era la fuerza incalculable que dan a las
acusaciones, la perseverancia, la unanimidad con la que innumerables
sociedades jacobinas repetían, reproducían la fórmula conocida en parís,
cantando invariablemente, sin que faltara ni una sola vez el mismo coro.
Se vio en el siglo XVII, sobre todo en la guerra de los jesuitas contra Port-
Royal, la fuerza invencible de una palabra repetida a todas horas, todos
los días, por un coro de treinta mil voces. Y aquí no eran treinta mil, sino
doscientas mil o más. El oído, una vez habituado, acaba por aceptar este
rumor como opinión general; la voz del pueblo es la voz de Dios.
Comiénzase dulcemente, por un tono bajo, muy bajo; se eleva
lentamente con un crescendo hábilmente preparado y se llega hasta la
violencia sin detenerse ya. Sobreviene el estallido; el enemigo queda
aturdido, hundido...
La fortuna de Danton, de la cual tengo un detalle auténtico (que
usaré a su debido tiempo) parece haber podido variar desde el 91 al 96.
Consistía en una casa y algunos pedazos de tierra en Arcis, que ensanchó
muy poco, y los cuales posee aún su honrada familia.
Yo no digo que Danton y todos los hombres que entonces
manejaron los negocios en medio de la tempestad no hayan vivido con
largueza, no hayan amontonado y perdido, no hayan sido malos
administradores de la fortuna pública. Pero que hayan robado, que, en
medio de tantos peligros, seguros de morir al día siguiente, hayan tenido
la baja e innoble prevención de llenar sus bolsillos para vaciarlos en el
patíbulo, no lo creeré jamás.
Danton, con una naturaleza a propósito para los vicios, no tenía
ninguno que fuera costoso. Ni era bebedor, ni jugador, ni tuvo ningún
lujo ni pudo tenerlos. Era precisamente aquella la época en que los
hombres de lujo tenían necesidad de arrojarlo de sí. Amaba las mujeres,
es verdad, y sobre todas la suya. Las mujeres era la parte sensible por
donde los partidos le atacaban, queriendo conquistar alguna influencia
sobre él. Así el partido de Orleans trató de hechizarlo por medio de la
hermosa princesa, la hermosa señora Buffon. Danton, por imaginación,
por exigencia de su temperamento fogoso, era muy inconsecuente. Sin

391
embargo, su necesidad de amor real le conducía todas las noches a su
bogar, al lado de la buena y querida mujer de su juventud, en la obscura
cámara del viejo Danton.
En realidad, no tenía ningún vicio caro, sino una larga e inevitable
hospitalidad, una mesa siempre preparada, a la que sus amigos (y el
número era grande) debían de su grado o por fuerza sentarse. Siempre
fué el mismo, aun en sus épocas de pobreza, ignorando siempre el valor
del dinero. Abogado sin pleitos, sin poseer dietas, socorrido por su buen
padre, el limonero de Pont-Neuf, que le proporcionaba algunos luises
cada mes, vivía regiamente en París, sin preocupaciones ni inquietud,
ganando poco, no deseando nada, derramando por todas partes el oro
inapreciable de su palabra. Era entonces muy ignorante, no leía nunca.
Tenía horror a la pluma, hasta el extremo de no encontrarse escritos
suyos. Guando le faltaban víveres se marchaba a Fontenay, cerca de
Vincennes, donde su padre poseía una pequeña finca.
Suponer que tal personaje pudiera trocarse en un ser calculador,
egoísta, es hacer demasiado honor a su imprevisión. Suponer que
amaba locamente y por encima de todo la moneda, es una metamorfosis
original, rarísima, increíble. Lo que sí es muy probable, verosímil, es que
en su ministerio hubiera el mismo orden que en su casita del pasaje del
Comercio, pues Danton, ni era fuerte en aritmética ni tuvo jamás pre¬
dilección a hacer logaritmos. Habituado a vivir como un bohemio, no
importa cómo, hace el mismo caso del dinero de la República como del
de su buen padre, con la diferencia que en lugar de la buena y sabia
madama Danton que aún lograba poner un poco de orden en el hogar,
tuvo en el gran hogar de la República por administradores y amas de
gobierno a sus amigos Lacroix, Fabre, Westermann y otros, quienes para
el juego o el amor abusaban frecuente y escandalosamente de la
demasiada amistad.
Los hombres de esta época, acostumbrados a ver en cada hombre
y en toda cosa un fin premeditado y positivo, preguntaron: «¿Qué quería
Danton? ¿Hacia dónde mira? ¿Si no soñaba en el dinero, aspiraba
entonces al poder? ¿Anhelaba la dictadura? —Esta fué la cuestión
planteada por los girondinos, y esto prueba elocuentemente su espíritu
superficial, poco capaz para penetrar en las profundidades de la
naturaleza, bien observada.
Un estudio atento y minucioso de este carácter nos autoriza para
decir lo que del resto han dicho dos contemporáneos bajo otra forma:
Danton no quería ser otra cosa que ser Danton, es decir, dar expansión
a toda la fuerza que residía en él. No tenía ambición política, sintiéndose

392
instintivamente una potencia natural, un elemento, como el rayo, el mar.
¡Ser rey! ¡Qué miseria! ¿Trocarse en el rey de la revolución
destruyéndola? Esto hubiera sido descender para quien se sentía la
revolución misma.
Madama Roland jamás comprendió nada de esto. Desconocía en
absoluto, crasísimamente a quien aborrecía.
Madama Roland y la Gironda, lo mismo que Robespierre y los
jacobinos, pertenecían como ya hemos dicho, al siglo XVIII, a Rousseau,
a la burguesía filosófica. Todo eran espíritus de análisis y lógica. Danton
era una fuerza orgánica: diferencia profunda de naturaleza y de método
que debía convertirlos a aquellos y a éste en enemigos irreconciliables,
más irreconciliables aún que su odio.
Danton, a pesar de su notable relieve como figura de actualidad,
no ha sido exclusivamente hombre de su siglo. Pertenece a un elemento
muy denso de las masas que jamás varía. Ocurre como con el Océano:
creeréis sin duda que el movimiento, las variantes que aparecen en la
superficie revelan la agitación profunda del mar. Nada más equivocado.
A veinte o treinta pies de la superficie, salvo ciertas corrientes, el Océano
permanece inmóvil. Así es eternamente la masa de campesinos de
Francia.
Todo cambia: sólo ellos no cambian jamás.
Danton, de raza de agricultor, tenía sobre las condiciones de
abogado, de tribuno, de gran orador, una corteza de campesino. Se le
adivinaba sin dificultad por su recia estructura, sus anchas espaldas y
sus manos rudas. Su rostro de cíclope cruelmente minado por la viruela
recordaba el de la gente de campaña, donde los niños no reciben más
cuidados que los de la naturaleza. La escuela no le modificó gran cosa,
gracias a la holgazanería del alumno. Con modificaciones de educación
y situación, subsiste en él el personaje enérgico, conocido entre los
campesinos de Champagne, los astutos compatriotas del buen La
Fontaine.
Estos hombres que se cree sencillos no lo son para aceptar
principios de muy dudosa ortodoxia. Admiten, por ejemplo, sin
dificultad, la falsa doctrina de que existen dos morales, una pública, otra
privada, y que la primera, si es necesario, debe ahogar a la segunda. Es
la teoría de todos los políticos de la época. Creíanse hijos de Bruto,
siéndolo de Maquiavelo. Los jesuitas no se hubieran expresado de mejor
modo: todo se permite para el mayor bien.
Grave principio de corrupción para los hombres revolucionarios.

393
En Danton se reveló siempre incontestablemente la
inconsecuencia de principios opuestos: nunca las ideas de violencia y
humanidad se ligaron en su alma en maridaje bastardo, sino al contrario,
repudiándose. No fué siempre sincero; como los demás, intrigó, mintió.
Desde luego, no mintió por aparentar bondad. Entre el cúmulo inmenso
de palabras improvisadas, lanzadas en el variable curso de los
acontecimientos, no se le encuentra una que revele al parisién. S i
defecto fué todo lo contrario.
Lo que oculta o lo que brilla frecuentemente en sus discursos y
muchas veces en sus actos, esto fué lo que tuvo de bueno. Una multitud
de hombres a quienes él salvó (cada día la tradición revela hechos de
este género) afirman la humanidad de Danton.
Sus amigos no se equivocaron; vieron ese lado sensible de Danton,
esto es, que tenía corazón.
Tanto él como los sujos fueron bautizados desde entonces con una
palabra: los indulgentes. Sus fanfarronadas terroristas no les sirvieron
de nada.
No se pudieron lavar de este crimen. Danton, Camilo Desmoulins,
Fabre de Eglantine abrieron j cerraron la revolución con una palabra
proscrita: clemencia. El último en su Philinte escribe al final de su obra
esta palabra, esta voz del verdadero corazón de la Francia: Nada hay
grande sin la piedad.
Se ha visto (tomo II) en nuestras citas de Camilo Desmoulins como
intentaba eludir las terribles exigencias de Marat, compartiendo con él,
dándole alguna cosa para salvar mucho más. Esta fué la opinión común,
su contradicción. Creyeron al terrorismo como principio, lo admitieron
como necesidad absoluta para la salud pública, y creyeron que
organizando el terror podrían limitarlo.
Necesitábase entonces excesivo valor, desde que terminó el 92,
para arriesgar una palabra de piedad. Danton cuando comenzó el
proceso del rey, se aventuró, intentando despertar, no la misericordia,
sino la generosidad del vencedor, el instinto magnánimo de no acabar
con el enemigo arrastrándole por los suelos. Este detalle lo hace constar
en honor de Danton un historiador digno de crédito y enemigo suyo.
La obra no era difícil si se hubiera podido hablar a la Francia. ¿Pero
cómo? ¿Por los periódicos? Danton se abstuvo siempre. Nada hubiera
sido menos inseguro. Prefería dirigirse al club, seguro de que una
palabra elocuente que expresara la justicia y prendiera en la
muchedumbre, se extendería rápidamente hasta lo infinito, como las
vibraciones del día y de la luz que en un momento irradian millones de

394
leguas. Danton creía que, en un pueblo eminentemente vivo, nervioso,
la chispa de la magnanimidad puede provocar un incendio inmenso de
misericordia, transformándolo todo. Guardose muy bien de hacer sus
ensayos con los jacobinos en el centro de la política revolucionaria.
Prefería el club de los cordeleros, la antecámara del furor y de la
violencia, porque Danton creía en el corazón de los furiosos. Un día que
algunos cordeleros le censuraron porque no hablaba ya del proceso del
rey retardando su muerte, contesto: «Una nación se salva, pero no se
venga».
Admiráronse los cordeleros, pero la frase ganó poco terreno.
Acerca de esta cuestión existía un partido, una emulación, una especie
de apuesta entre los furiosos. Luchaban en el fatal terreno del honor y la
fe revolucionarios, en el que no se podía retroceder ni un paso.
La situación de Danton era muy embarazosa. No pudiendo tratar
con los furiosos debía dirigirse a los moderados, dar la mano a la
Gironda, ganar por ella el lado derecho y arrastrar el centro y dar el
sorprendente espectáculo de un Danton moderado afrontar el epíteto de
traidor que de un golpe le arrancaría a todos sus amigos de la Montaña,
siéndole fiel solo la derecha y quedando a la piedad de sus nuevos
amigos... Esto no podía ser.
El efecto que produjeron las declaraciones de Danton fué debilitar
a la Montaña y la Convención y el provecho no fué realmente para la
Gironda, sino para los realistas.
No a los realistas sólo, al extranjero, al enemigo. Hacía falta que la
Gironda no obligara a Danton a ser girondino, dejándole como era, que
fuera Danton, que el combate continuara sobre puntos secundarios.
Danton hizo un supremo esfuerzo para la unidad de la patria.
Solicitó (hacia el 30 de Noviembre ó quizás algo después) una última
entrevista con los jefes de la Gironda. Era indispensable para él que
fuese secreta. Si en tal encuentro hubiera sido pública, Danton
irremisiblemente se hubiera perdido. La entrevista tuvo lugar en una
casa de campo, a cuatro leguas de París, en los alrededores de Sceaux.
En este país de bosques había entonces una arboleda más espesa
todavía que hoy, por lo que merecía el nombre que uno de sus cantones
lleva: Val-aux Loups. ¿Cómo siendo tan conocido Danton se atrevió a
salir de París sin llamar la atención? Es muy probable que en el
pueblecillo de Cachau, que está en el mismo camino lo recibiera Camilo
Desmoulins con su madre, la madre de Lucila, amiga íntima de madama
Danton.

395
La influencia de ésta, muy decisiva sobre Danton, fué durante
mucho tiempo la brújula de éste si no nos equivocamos. Danton amaba
con pasión a su mujer y la veía morir. La aplastante rapidez de aquella
revolución descargó sobre la buena señora, golpe tras golpe,
quebrantándola. La reputación terrible de su esposo, que gozaba la
espantable fama de haber hecho la revolución de Septiembre, la había
muerto. Fue esto como una sombra que surgió en la casita del pasaje del
Comercio, en la triste casa, que fué como arcada y bóveda entre el pasaje
y la calle (triste, por cierto) de los Cordeleros. Hoy se llama calle de la
Escuela de Medicina.
El golpe fué muy fuerte para Danton. Llegó al punto fatal en que el
hombre, habiendo cumplido por la concentración de sus facultades con
la misión principal de su vida, se reduce, se achica en su unidad. El
resorte de la voluntad tiene menos tensión, funcionan con pena la
naturaleza y el corazón, lo que fué primitivo en el hombre. Todo esto en
el curso ordinario de los sucesos llega en dos distintas épocas de la vida,
divididas por el tiempo. Pero entonces, ya lo hemos dicho, no existía ya
este tiempo. La Revolución le había muerto también otras cosas.
Llegó el momento para Danton. Su obra hecha, la salud pública en
el 92. Tuvo, contra su voluntad, un momento de flaqueza, la insurrección
de la naturaleza que le mortificó el corazón, despertando el orgullo y el
furor, sacudiéndole casi hasta la muerte.
Los hombres que viven en la calle, popularizados, que nutren los
pueblos con su palabra, con el poderoso ímpetu de su pecho y ardiente
sangre de su corazón, sienten una extraordinaria necesidad del Es
preciso hogar. que se tranquilice el espíritu, que se calme el corazón. Y
esto no lo puede hacer nadie más que una mujer y muy buena, como la
de Danton. Si juzgamos su físico por su retrato, era bella, tranquila,
dulce. La tradición de Arcis, donde ella iba frecuentemente, la hace
piadosa, naturalmente melancólica, de un carácter tímido.
Tenía el mérito de haber querido, en su situación tranquila y feliz,
correr la azarosa vida con un hombre joven, genio ignorado sin
reputación ni fortuna. Virtuosa, lo escogió a pesar de sus vicios que
delataba su semblante descompuesto. Se asoció a su destino obscuro,
batiendo sus alas sobre el temporal.
«La mujer es la fortuna», se ha dicho en algún sitio.
No fué solamente la mujer lo que perdió Danton: fué su fortuna, su
destino; era la juventud y la gracia. Una mujer de un profeta árabe le
preguntaba por qué recordaba frecuentemente a su primera mujer: «Es,
dijo, porque creyó en mí cuando nadie me creía».

396
Yo no sé si fué madama Danton la que hizo prometer a su esposo
que salvara la vida del rey si peligraba o en todo caso la de la reina, la
piadosa madama Elisabeth, los dos niños. Ella tenía también dos hijos:
uno nació en el momento solemne que siguió a la toma de la Bastilla; el
otro en el 91, cuando muerto Mirabeau y la Constituyente extinguida se
abría el porvenir de Danton, quien se convirtió en rey dé la palabra en la
nueva Asamblea.
Esta madre, entre dos cunas, gemía enferma, asistida por la madre
de Danton. Cada vez que entraba, estrujado, herido por las cosas de la
calle, dejando a la puerta la armadura del hombre político y la careta de
acero, encontraba esta otra herida, esta llaga terrible, dolorosa, la
certidumbre de que dentro de poco le han de desgarrar el alma, le han
de guillotinar el corazón. Danton amó siempre a esta excelente mujer,
pero su ligereza, su prisa, sus ocupaciones le llevaban a otra parte. Y he
aquí que ella partía, he aquí como Danton se apercibía de la fuerza, de lo
profundo de su amor. Y él nada podía hacer; huía su esposa, se escapaba
de su lado.
Lo más duro es que él no la podía ver hasta el último instante y
recibir su último adiós. No podía permanecer así. Tenía que abandonar
el lecho mortuorio. Su situación contradictoria iba a aparecer; le era
imposible poner de acuerdo a Danton con Danton. La Francia, el mundo,
iba a fijar sus ojos sobre él en este fatal proceso del rey. No podía hablar
ya, debía callarse. Si no encontraba medios para reunir la derecha y el
centro, la masa de la Convención tendría que alejarse de París,
desterrarse a Bruselas para volver solo cuando el curso de las cosas y el
destino hubieran desligado o roto el nudo. ¿Pero entonces, esta pobre
mujer enferma, tan enferma, viviría? ¿Encontraría en su amor suficiente
aliento y fuerza para vivir hasta entonces, a pesar de la naturaleza y
guardar el último suspiro para su marido que regresa?... Sería muy tarde;
lo presentía; no encontraría más que la casa en plena soledad, sus hijos
sin madre y este cuerpo amado hasta lo infinito en el fondo del ataúd.
Danton no creía en el alma. Era el cuerpo a quien perseguía y deseaba
ver de nuevo.
Un velo encubría este trágico porvenir.
Danton tuvo la presciencia de su porvenir cuando conferenció con
sus enemigos en Sceaux pidiéndoles amnistía. Ya encontramos a este
hombre fiero, arrastrado por la necesidad, aislado, sombrío a los
primeros soplos del invierno. Ignoramos desgraciadamente los detalles
de la entrevista. Sólo el azar hizo conocer el resultado tan fatal para
Francia.

397
Tampoco sabemos el nombre de los girondinos que fueron
llamados a la cita misteriosa. Parece que muchos (Vergniaud, sin duda,
Petión, Condorcet, Geusonné, Clavieres y Brisot, quizás) lo amnistiaron;
los demás no quisieron tratar.
Eran amigos personales de los Roland, Buzot y Barbarroja.
Los otros eran tres girondinos propiamente dichos, abogados de
Burdeos, llamados Guadet, Ducas y Fonfrede. Los dos últimos, en su
entusiasmo ardiente de pureza republicana, querían que la Revolución,
su virgen adorada, llevara su ropa sin mancha. Guadet, el atleta ordinario
de la derecha, hablador fogoso e infatigable, había combatido muy
frecuentemente á Danton para perder el amargor de la lucha.
¿Qué palabras tuvo Danton, qué respuestas, qué encontró en su
corazón en este momento decisivo para defenderse él y defender la
unidad de la patria? Nadie lo ha sabido, ni nadie lo sabrá. La historia
enmudece aquí. Sólo se conocen las últimas palabras que dijo a Guadet,
cediendo a su orgullo: «Guadet, Guadet, no tienes razón: tú no sabes
perdonar; no sabes sacrificar tus resentimientos a la patria; tú eres
testarudo y perecerás.»

398
LIBRO V

CAPITULO PRIMERO
Luis XVI era, culpable

Objeto de los capítulos siguientes. —Circunstancias atenuantes en favor de Luis XVI.


—Mentiras del rey demostradas por los realistas. —Llamamiento del rey a las potencias
extranjeras. —No había en el 93 ningún documento contra él. —Su jesuitismo político y su
sumisión a las doctrinas de la razón de Estado y de la salud pública. —Los reyes y príncipes,
formando una familia, desconocen, traicionan la nacionalidad. —La nación se convierte en un
ser, la violación de una nación es el crimen más grande.

Somos conducidos ja por el drama revolucionario sin que nada nos


pueda detener. Del proceso del rey a la catástrofe de los girondinos, al
Terror, no hay detención posible.
Este drama, sin embargo, es toda la Revolución.
I. Ofrece, aparte, un hecho inmenso que es independiente y que
pudiera llamarse la gran corriente de la Revolución, corriente regular
invariable, invencible, como las grandes fuerzas de la naturaleza. Es la
conquista interior de la Francia por ella misma, ta conquista de la tierra
para el trabajador, el cambio más grande que tuvo jamás lugar en los
anales de la propiedad desde las leyes agrarias de la antigüedad y de la
invasión bárbara.
II. Estos dos movimientos, sin embargo, no lo abarcan todo. Bajo
la conquista del territorio y el drama revolucionario se descubre un
mundo inmóvil, una región dudosa a la que nos hace descender, donde
existe el marasmo de la indiferencia pública. Se había observado este
hecho ya en algunas poblaciones desde el fin del 92. Marat lo deploró en
Diciembre. Las secciones son poco frecuentadas, los clubs casi desiertos.
¿Dónde están las grandes muchedumbres del 89, los millones de
hombres que rodearon el 90 el altar de las federaciones? No se sabe. El
pueblo en el 93 entró en sí; al fin de este año hará falta alquilarlo para
que vuelva a las secciones.
III. En esta reciente apatía y para remediarla, se rehace, se re¬
compone la temible máquina que descansó el 92, la máquina de la salud
pública y su principal resorte la sociedad de tos Jacobinos.
Tales son las tres cuestiones graves donde nos debemos detener
antes de entrar en el torrente del que no saldremos más.

399
Sin el conocimiento previo de cuanto afectaba al proceso del rey
no podemos juzgar el proceso mismo. Sin embargo, no suspenderemos
hasta entonces la atención del lector, sin duda interesado en esta
cuestión de derecho y de humanidad. Diremos inmediatamente y sin
titubear, que estamos convencidos de la culpabilidad del rey Luis XVI.
Cosa independiente de la narración del proceso. El proceso era
imposible en el año 93; no había ningún documento decisivo contra él.
El proceso podría hacerse perfectamente porque tenemos en nuestro
poder pruebas irrecusables.
Luis XVI era culpable. Es suficiente para convencerse poner frente
a sus alegaciones las de la parte contraria, las aplastantes confesiones
que han hecho, sobre todo después del 1815 los realistas franceses y
extranjeros, los más devotos servidores del rey. Nos apresuramos a
confesar, de todos modos, que había en su favor importantes
circunstancias atenuantes. La fatalidad de raza, de educación; de medio
ambiente comunicábanle terrible ignorancia. Cosa extraña; entre sus
innumerables mentiras dice él que no sabe nada, que es inocente. Su
ministerio Turgot, la gloria marítima de su reino, Cherburgo y la guerra
de América eran hechos que pedían clemencia para él. Aproximemos
sus alegaciones y los mentís que les dan los realistas.
I. Yo no tuve jamás la intención de salir de mi reino, dijo el 26 de
Junio del 91, en su declaración a los comisarios de la Constituyente. El
20 de Junio dijo á Mr. de Valory, guardia de corps: Mañana iré a
acostarme a la abadía de Orval, abadía situada fuera del reino, en tierra
austríaca (publicada en 1823, pág. 257 del tomo Affaire de Vascunes,
colección Bariere.) Ningún testigo más grave que el mismo monsieur de
Valory y que dio la vida al rey en el peligroso viaje de Varennes y
sobreviviendo milagrosamente desplegó en 1815 su fanatismo realista
como presidente de la Cámara de Doubs.
II. Yo no tengo ninguna relación con mis hermanos, dijo el rey en
la misma declaración del 26 del 91. Y diez días después, el 7 de Julio dijo
Bertrand de Molleville: El rey expedía sus poderes a Monseñor. —Las
memorias judiciales de Froment, primer organizador de las Vendees
meridionales nos han enterado en 1820, de que el rey tenía por agente
ordinario entre él y sus hermanos al alemán Flachslanden.
III. Yo no tengo ninguna relación con las potencias extranjeras
ni les he dirigido ninguna protesta, declaración del 26 de Junio del 91).
Las memorias de un hombre de Estado (I. 103) nos da textualmente
el documento que dirigió a Alemania el 3 de Diciembre del 90: y
atestiguan que dirigió iguales documentos a España y otros países.

400
Mallen Dupan especialmente fué enviado, en el 91, a los príncipes
alemanes para explicar de viva voz lo que no quería escribir.
El mismo día en que el rey aceptó solemnemente la Constitución,
recibiendo de cierto modo la amnistía nacional, lo vimos entrar llorando
de cólera, humillado por la nueva ceremonia, y en este exceso, escribir
inmediatamente, ab irato, al emperador (Madama. Canysan, II, 196.) El
testimonio azaz ligero de la camarera se troca en grave cuando se trata
de esta escena interior, tan pacífica, de la que ella fué testigo y muchas
más personas.
IV. Sí niega toda relación con las potencias extranjeras con más
razón negará que haya pedido auxilio en los ejércitos extranjeros . Sin
embargo, Mrs. de Bouillé, en sus justificaciones dirigidas a los realistas
dijeron con franqueza militar lo que había. J31 padre explicó y dijo ya
algo en 1797. El hijo (Mem. 1823, pág. 41) habla más claro todavía.
Enviado para preparar el viaje de Varennes, exigió un escrito del rey y
de la reina. «La reina decía en este escrito que era necesario asegurarse
la alianza con las naciones extranjeras y que se debía trabajar con calor...
La carta del rey era de su puño y estaba detallada. Decía que hacía falta
buscar socorros extranjeros.»
Dio amplios poderes a Breteuil para tratar con el extranjero. Todos
los escritores realistas lo atestiguan sin dificultad.
En 1835, la Revista retrospectiva publicó la carta que la reina
escribió al emperador su hermano el 1. ° de Junio del 91, para obtener
de él un socorro de tropas austríacas, diez mil hombres para comenzar;
pero una vez el rey libre, dice, verían con alegría a las potencias hacer
su causa.
Mr. Hué, ayuda de cámara del rey, que el 10 de Agosto lo
acompañó de las Tullerías a la Asamblea, le vio enviar un gentilhombre
al rey de Prusia. —¿Con qué fin? La invasión inmediata de las tropas lo
indica demasiado elocuentemente. Durante toda la expedición de
Longuy a Verdum, de Verdum a Valmy, un agente personal de Luis XVI,
Mr. de Caraman, va con el rey de Prusia {Memorias de un hombre de
Estado, I. 418) sin duda, para equilibrar la influencia de los jefes de los
emigrados y que conservara la expedición el carácter de un socorro
pedido por Luis XVI, dirigido por él mismo y aprovecharlo en beneficio
propio.
Temía a los emigrados y a sus hermanos tanto como a los
Jacobinos. Tomó desde luego sus precauciones cerca de los soberanos.
Lector asiduo de Hume, lleno de recuerdos de Garlos I, que pereció por
haber provocado la guerra civil, quiso evitarla más que toda otra cosa.

401
Pensó que penetrando los extranjeros en Francia no apartarían de las
furiosas pasiones dé los emigrados, su espíritu de venganza, su
insolencia, su espíritu de reacción. Su primer plan fué introducir al
extranjero, pero en tal medida resultó ser un maestro; llamó un cuerpo
considerable de suizos, los veinte mil hombres que autorizaban las
antiguas capitulaciones, otro cuerpo de españoles y piamonteses, doce
mil austríacos nada más y menos prusianos. El desconfiaba de Austria y
mucho más de Alemania. Fué ya en los últimos momentos, después del
10 de Agosto, cuando se arrojó en brazos de ésta última nación.
Se puede decir que en realidad sus hermanos le perdieron.
Implacables enemigos de la reina no hubieran entrado nunca más que
para hacer el proceso del rey, anulándolo y arrogándose la realeza como
tenencia general. Luis XVI temía sobre todo al conde de Artois, el pupilo
del avispado Colonna. Lo que pudiera ser más agradable a esta corte de
intrigantes, es la muerte de Luis XVI. Se bailó en Coblentz (si debemos
creer a un libro muy realista) el 21 de Enero.
La Convención ignoraba perfectamente esta situación de Luis XVI
con respecto a la emigración. Hubiera tenido alguna piedad si hubiera
sabido que este hombre infortunado estaba entre dos fuegos y temía
hasta a su propia familia.
Ignoraba asimismo la Convención los hechos graves y reales que
se inculpaban a Luis XVI.
Ni uno de los que le acusaron en la Convención, ni Gohier, ni
Valazé, ni Mailhe, ni Rulth, ni Robert Lindet supieron nada ni articularon
nada positivo. Declamaban generalmente, divagaban, caminaban en
tinieblas, queriendo averiguar a tientas. Acusaban por tres series de
cosas: por cosas amnistiadas, (Nancy, Varennes; el Campo de Marte) por
su aceptación de la Constitución en Septiembre del 91; por cosas
inciertas y difíciles de probar (¿ha dado dinero para pagar un decreto?
¿voluntariamente ha descuidado la organización de un ejército?) o por
cosas que no pueden motivar la acusación más que indirectamente. (Se
censura, por ejemplo, que no señalara un día a la semana para leer las
cartas a Francia, mientras que diariamente y en el acto de la recepción
abría las del extranjero.
Ahora que conocemos los hechos y vamos caminando hacia la luz,
nos queda un punto oscuro, y es explicar como un hombre que nació
honrado, que vivió creyendo serlo, pudo mentir sobre tantos puntos.
No hablo siquiera de sus actos pasajeros que los políticos
acuerdan sin escrúpulos, según las circunstancias y que parecen formar
parte de la comedia de la realeza. Hablo de sus discursos diarios, de

402
conversaciones continuadas hasta hacer creer, aun en Junio del 91, en
su celo constitucional mientras escribía el 20 su declaración
desautorizando todas estas palabras, proclamándose asimismo hombre
falso, prevaricador informal.
La educación jesuítica que recibió y la libertad que los curas le
ofrecían para mentir, no resulta aun suficiente para explicar sus grandes
contradicciones. En su dependencia mismo, Danton los conocía
demasiado y no los obedecía si sus consejos estaban reñidos con su
conciencia
realista.
El fondo de esta conciencia lo conocemos por el más grave de
todos los testigos, Mr. de Malesherbes, era la tradición realista heredada
directamente de Luis XIV" pero mucho más antigua. El principio de salud
pública o de la razón de Estado. Ya en los tiempos de Felipe el Hermoso
se empleaba la primera razón, pero en el siglo XVIII, bajo Richelieu,
Mazarino, Luis XIV, prevalece la segunda. Luis XVI, desde su juventud
está imbuido en la idea de que la salud pública es la suprema ley y que
en su nombre todo está permitido.
Su ayuda de cámara Mr. Hue cuenta en sus memorias que,
detenido durante el Terror cerca de Mr. de Maleshebeg, fué á verlo por
la noche y a recoger sus últimas palabras. El ilustre anciano le habló sin
cesar de Luis XVI, de sus buenas intenciones y de sus virtudes. Sobre un
punto, sin embargo, la rehabilitación de los protestantes encontró
dificultades cerca del rey. Una ley que no solamente excluía a los
protestantes de los empleos, si no que no les permitía vivir y morir
legalmente, le parecía naturalmente muy dura: «Pero, en fin—decía - es
una ley de Estado, una ley de Luis XIV; no mudemos los signos de lo
antiguo: desconfiemos de una ciega filantropía. —Seguir—le decía
Malesherbes, —lo que Luis XIV juzgaba útil entonces hubiera podido
trocarlo en nocivo, ya que la política nunca va contra la justicia. —
¿Dónde puede residir más dignamente la justicia? ¿La ley suprema no es
la razón del Estado?» Esta tradicional máxima hacía inflexible al rey.
Malesherbes no obtuvo para los protestantes más que la supresión de
las leyes penales formuladas contra ellos, y su rehabilitación fué menos
obtenida que arrancada diez años después, gobernando Lomenie, es
decir por la Revolución misma que ya llamaba a la puerta, amenazadora
y terrible.
La doctrina de la salud publica atestada contra los reyes, no fue
menos que el fondo de su propia política, el gran misterio de Estado,
«arcanum imperii,» que se transmitían todas las familias reales. Los

403
jesuitas la enseñaban contra los mismos papas si estos no obedecían a
los jesuitas. Luis XVI había recibido estas doctrinas por dos fuentes a la
vez, por su gobernador, La Vauguyon, jesuita de sayo corto y por la
tradición de Luis XIV, por el respeto hereditario de la familia hacía la
memoria del gran rey y del gran reino.
Este cómodo príncipe (verdadero jesuita político) de acuerdo con
la política del jesuitismo religioso permitía todo desafuero a los reyes y
aun justificaba el asesinato. Una casa honrada, la devota casa de Austria,
no rechazó el asesinato de Waldstein y de otros muertos célebres. Luis
XIV, un hombre honrado, acordó por razones de Estado la proscripción
de seiscientos mil franceses. ¿Quién llenó todas las Bastillas bajo Luis
XV, quién las conservó llenas durante sesenta años (en tiempos de paz),
quién, sino la razón de Estado?
¿Cuánto más debió absorber a Luis XVI este principio en aquella
terrible crisis de falsas murmuraciones, donde la mentira se profesaba
habitualmente, cuando se hizo un llamamiento al extranjero?
Pero el mismo principio se volvió contra su maestro, repitiendo
despiadadamente los argumentos monárquicos para demostrar que la
razón de Estado exigía la muerte del rey.
La Revolución, que se trocó en reina, entró en las Tullerías,
encontró este viejo mueble y lo empleó inmediatamente arrojándolo a
la cabeza de los reyes que lo habían utilizado.
El rey, a decir verdad, era menos culpable que la realeza. Esta hacía
de los soberanos una clase de seres aparte, que no se aliaban más que
entre sí, constituyendo una sola familia todos los reyes de Europa. Todos
se convirtieron en parientes y encontraban demasiado natural ayudarse
mutuamente contra los pueblos. El rey de Francia, por ejemplo, más
próximo pariente de España que ningún otro francés (más que el mismo
Orleans, más que los Condé) llamó sin escrúpulo a sus primos contra la
Francia.
A medida que la idea de las nacionalidades se fortificaba, se
precisaba, siendo sagrada para los hombres, los reyes, no siendo más
que una misma raza, una misma sangre, formando una sola familia
aparte de la humanidad perdían enteramente de vista la noción dé la
patria. Marchaban así al revés de la corriente general de la humanidad;
puede decirse sin reparos el juicio apasionado de Gregorio: hablando, si,
francamente sin acusación personal alguna, calificando a los más
honrados como a los más desleales, los reyes se vuelven monstruos.
La originalidad del mundo moderno es que, conservándose,
aumenta la solidaridad de los pueblos y fortifica por lo tanto el carácter

404
de cada uno, precisa su nacionalidad, basta que cada pueblo obtiene su
unidad absoluta, aparece como una persona, un alma consagrada ante
Dios.
La idea de la patria francesa, obscura en el siglo X, y como perdida
entre la generalidad católica, va apareciendo, estalla en la guerra dé los
ingleses y se transfigura en la Pucelle. Se obscurece nuevamente en las
guerras de la religión del siglo XVI; hay católicos, hay protestantes.
¿Quedan todavía franceses? Sí; las brumas se disipan; hay y habrá una
Francia; la nacionalidad se señala con fuerza irresistible; la nación no es
ya una colección de seres diversos, sino un ser organizado, aún más, un
ser moral, revélase un admirable misterio: la gran alma dé la Francia.
La persona es cosa santa. A medida que una nación toma el
carácter de una persona y se convierte en alma su inviolabilidad
aumenta en proporción. El crimen de violar la personalidad de la nación
se convierte en el más grande de los crímenes.
Es esto lo que no comprendieron jamás los príncipes, ni los
grandes señores, aliados como los reyes con familias extranjeras. Se
sabe con qué ligereza los Neumurs, los Borbones, los Guisas y les
Condé, los Biron, los Montmorency, los Turenne arrojaron al enemigo
en Francia. Las lecciones más severas no les hicieron comprender el
derecho. Luis XI trabaja; Richelieu trabaja en este sentido también, y la
historia, dócil esclava de señores que la pagan, ha escarnecido la
memoria de estos preceptores de la aristocracia... ¿Y sin estos, por lo
tanto, como hubierais comprendido lo que todo el pueblo sentía? ¿Cómo
rudas cabezas feudales pudieran convertirse en ciudadanos, en
franceses?
Hacía ya doscientos años que la Pucelle había dicho: «El corazón
se me parte de ver correr la sangre de un francés.» Y este sentimiento
nacional tan poco desarrollado entre la aristocracia francesa, que cuando
Richelieu puso a la muerte a un Montmerency, aliado de los españoles,
empuñó las armas y derramando sin escrúpulo la sangre de la guerra
civil, fué para la nobleza motivo de escándalo y asombro.
¿Las naciones no tienen, pues, su inviolabilidad? ¿La Francia no es
como una persona, como un ser viviente, una vida consagrada y
garantizada con las penalidades del derecho? ¿Es, al contrario, un objeto
cualquiera contra el cual todo se permite?
Matar a un hombre es un crimen. ¿Qué será matar una nación?
¿Cómo se calificará este atentado? —Y bien: hay, sin embargo, algo peor
que matarla y es envilecerla, entregarla a los ultrajes del extranjero,
hacerla violar, arrancarle el honor.

405
Hay para una nación, como para la mujer, algo que defender o, al
contrario, morir.
No hace falta para esto consultar a los sabios, ni los libros de
derecho público. Los libros son nuestras provincias asoladas por el
extranjero. Estas ya no se restablecen más. La Provenza en muchas
partes es hoy un desierto por la traición, hace trescientos años, de los
Borbones. Las provincias conocen esto perfectamente, sobre todo en las
campiñas del Este, que tanto sufrieron después de 1815 por la invasión
del extranjero. Si el egoísmo de las capitales ha podido olvidarlo, los
campesinos no olvidan nunca el día en que les incendiaron la hacienda
y les matáronla bestia...
¡Anatema a quienes nos han puesto en semejante caso, abriendo
las puertas al cosaco; que, en la casa de Francia desarmada, ¡entre la
madre que llora y la joven que tiembla, ayudaron al bárbaro rey!
Los que dé cerca o de lejos provocaron estos acontecimientos
serán eternamente responsables. Este crimen es para el único que no
puede haber clemencia.
Muchos realistas leales, los que, en 1813, siguieron a ojos cerrados
su legítima impaciencia por destruir el juego imperial insoportable, han
sido duramente castigados; entre tan triste suceso, ni siquiera les quedó
el consuelo de absolverse a sí mismos de haber abierto las puertas (al
menos indirectamente) al extranjero. Yo tengo una prueba que debo
mencionar aquí. Esto me ha hecho experimentar que, si la ilusión, el
instinto mismo de la libertad han conducido muchas veces a los
hombres a violar la patria, es inmenso también el remordimiento, la
inquietud que sienten por los juicios del porvenir.
En el momento en que publiqué el principio de la Historia de
Francia, vi llegar hasta mí un hombre de respetable edad, de venerable
aspecto, uno de los más fieles realistas, Mr. Lainé. —Vino para una
consulta que quería hacer en los Archivos sobre una comuna que
pretendía desahuciar a no sé qué personaje: proceso desgraciadamente
muy común entonces y después.
Esta cuestión hizo que nos aproximásemos, y a pesar de la
distancia de nuestras opiniones generales, Mr. Lainé me habló de mi
Historia y me excitó a que la continuara: «Ya llegaréis, me dijo, al 1815;
no olvidéis de que si nos hemos decidido a izar bandera blanca en
Burdeos es porque muchos hablaban de que los ingleses iban a ocupar
la población y á enarbolar la bandera roja.» Mr. Lainé, enfermo entonces,
débil y jadeante, alto, seco, (parecía un fantasma) habló de este triste
suceso con una fuerza, con tanto calor que me sorprendió y me

406
conmovió; sentí el aguijón profundo que mortificaba su alma y respeté
en él, no solo sus años y su talento, sino su carácter, su moralidad y sus
remordimientos.

407
CAPITULO II

Aparente desorganización de la Francia (Octubre-Diciembre 92)

Por qué parecía necesario el proceso. —Agitación de los campos y cambio general en
la propiedad. —Ningún acontecimiento impide la venta de los bienes nacionales. — La
población se desanima. —El campesino no creyó nunca en el regreso del antiguo régimen. —
El país permanece indiferente a los negocios públicos. —Pintura de París, especialmente del
Palais-Royal. —La sociedad parisién enerva a los hombres públicos. —Influencia funesta del
mundo financiero. —Descomposición dé la Gironda. —Individualidades insociables. - Espíritu
legisla; espíritu escriba; fracciones meridionales. —La autoridad no figura nunca en las
fracciones de este partido. —Indecisión; no hay genios de acción. —Vergniaud y la señorita
Candeille (Diciembre 22).

Luis XVI era culpable, pero no se tenían pruebas de su culpabilidad.


La Francia victoriosa, conquistadora, a cuyos brazos se arrojaba el
mundo, ¿qué peligro inmediato podía temer? Indudablemente alguno
extraño. ¿La salud pública exigía que se acelerase el proceso del rey y
que se le llevara a la muerte?
Si se busca una explicación del ardor y la persistencia que los
políticos de entonces mostraron, se encontrará, sin duda, una razón muy
fácil en la oposición encarnizada de los partidos de la Convención, su
sombría furia de jugadores que apuestan unos y otros su cabeza sobre
la cabeza del rey. Pero sería cometer una injusticia con estos acendrados
ciudadanos si no se les reconociera que en esta lucha se inspiraron en
un sincero patriotismo, creyendo verdaderamente que no podían fundar
la nueva sociedad más que aniquilando la sociedad vieja en su principal
símbolo. Creyeron en que la muerte de Luis XVI era la vida de la Francia.
Todo el mundo estaba asustado de la desorganización universal.
Queríase un gobierno. Los girondinos creyeron no poderlo crear más
que con el castigo de las matanzas de Septiembre, los de la Montaña con
el castigo de las matanzas del 10 de Agosto y por la muerte del rey que,
según ellos, las había ordenado.
Toda soberanía se hace constar en la jurisdicción. Todo antiguo
señorío comenzó realizando un acto de justicia, plantando la horca en su
palacio. Muchos creyeron que la Revolución debía hacer lo mismo,
asentando su soberanía, empuñando su cuchilla, haciendo auto de fe,
probando que creía en sus propios derechos.
La sociedad les parecía cubierta de polvo que arrastraban los
cuatro vientos. Había necesidad de reunir, por grado o por fuerza, a
todos los elementos indóciles; de recomenzar la unidad sobre un nuevo
edificio social. ¿Cuál sería la primera piedra? Una vigorosa negación del

408
viejo sistema. ¿Qué hicieron los romanos para fundar su Capitolio?
Miraron en su fondo una cabeza sangrienta, sin duda, la cólera de un rey.
Dos cosas parecían espantar más aún que el peligro exterior la
parálisis creciente de los pueblos en los que las masas permanecían
indiferentes a los negocios públicos y la agitación en los campos donde
la propiedad estaba transformada; en unos y otros aniquilada la
autoridad pública.
El campo, esta Francia durmiente que se mueve cada mil años,
daba miedo, parecía el vértigo por su agitación. El hogar viejo fué
destruido y el nuevo apenas si estaba fundado. Desgarrado el antiguo
dominio; rotas sus barreras; vendidos los muebles señoriales,
destrozados, arrojados por la ventana, sillones dorados, retratos de
nobles antepasados cocían el puchero. Los comunales, este patrimonio
que fué durante mucho tiempo granjería de los ricos, quedaron al fin en
poder del pueblo. El mismo abusaba; no conocía límites; toda propiedad
corría el riesgo de ser comunal.
Los animales dóciles hacen como los hombres; inteligentes
imitadores, parecen comprender que todo ha cambiado; marchan, se
confían a las libertades de la naturaleza, haciéndolo todo dulcemente. La
democracia animal, invasora, insaciable, franqueó las vallas, los fosos.
El toro pace gravemente por la señorial dehesa. La cabra, más picara,
hace sus reconocimientos en el seno de las seculares florestas: sin
piedad su níveo diente hiere de muerte el árbol feudal.
Las florestas naciones no estaban tampoco mejor tratadas. El
nuevo rey, el pueblo, no tenía grandes miramientos hacia sus propios
dominios. El campesino, para hacerse un par de zuecos, escogía aquel
árbol, señalado por la marina, con el que podía hacerse la arboladura de
un barco; lo atacaba por el pie prendiéndole fuego y lo derrumbaba,
destrozándolo. Saqueaba el monte, arrasaba el bosque mismo que en el
invierno sostenía las nieves protegiendo del viento a la población.
No hace falta más que una mirada ligera para reconocer en medio
de todos estos accidentales desórdenes el nuevo orden que se fundaba.
Una misma voz, sobre todos los rumores, se elevaba poderosa,
pronunciando el Ca ira de la conquista y no la voz de la anarquía.
Entre las bandas de voluntarios que sin medias ni zapatos se
marchaban alegremente hacia el Norte habréis visto indudablemente
otras bandas no menos ardientes, las de campesinos que marchaban a
la venta de los bienes nacionales. Jamás ejército en batalla, jamás
soldado que entra en fuego tuvo un corazón más duro. Fué aquello como
la revancha del antiguo régimen.

409
Asunto capital y supremo para la Revolución, que no siente las
mismas crisis de la Revolución. Influye sobre las crisis y no recibe su
influencia. Camina sordo, ciego. ¿Insensible? No se sabe, pero marcha...
Traza un camino invariable, de una regularidad fatal, recto, todo una
línea. Es como la nerviosa pendiente de la catarata. Se trata de la compra
de bienes nacionales. El campesino ha jurado comprar o morir. Los
acontecimientos ni le detienen ni le importan. Declárase y compra. Se
derrumba el trono y compra. Se acerca el enemigo y no siente emoción,
continua comprando sin pestañear; la proximidad de sesenta mil
prusianos le hace encogerse de hombros. ¿Qué haría esta gente por la
expropiación de un pueblo?
En esta época se había vendido ya por valor de TRES MIL
MILLONES de bienes nacionales (informes del 21 de Septiembre y del 24
de Octubre).
Sólida por su masa, la venta de los bienes alcanzó una división
infinita.
Los partidos convertidos en parcelas; las parcelas en átomos; casi
no quedó nadie a quien no alcanzara algo. Millones de hombres, directa
o indirectamente, de cerca o de lejos y aun sin quererlo, formaban esta
liga: sino como adquirentes, subadquirentes, asociados, interesados, era
como prestatarios, acreedores, deudores, como parientes finalmente,
como herederos lejanos, posibles. Era una muchedumbre espantable
por su número, no menos en fuerza, en pasión, en espíritu de protección
para los suyos. Tocar a uno era tocarlos a todos. El interés individual se
convertía en interés colectivo. Procesar a un adquirente hizo surgir de la
tierra más hombres que la invasión. Intereses sensibles hasta este
extremo, mezclados, enredados, habían adquirido el carácter de
inatacables. Una revolución fundada sobre estos cimientos era sólida,
fuerte necesariamente. Figuraos un inmenso bosque en el que, en muy
poco tiempo, por virtud de un terreno feraz y fértil, crecen los árboles
entrelazándose sus ramas, trenzándose unos con otros materialmente,
pegándose sus resinas de suerte que la mirada no llega a descubrir
donde hay un tronco aislado. Podrán llegar sobre el bosque todos los
huracanes del mundo, pero no logrará arrancar un solo tronco.
Pero justamente, por ser la nueva creación una máquina
complicada, se la comprendía menos; no se veía más que el azar, el
desorden exterior; no podía vislumbrarse el orden perfecto y profundo
que la naturaleza coloca en todas sus obras. Asustábala complicación
del fenómeno; pero precisamente en esta complicación radicaba su
fuerza.

410
Decían los políticos a voz en grito: «Vamos a perecer.» El
campesino reíase. No hubo un momento de vacilación. Nunca se les
sugirió la ridícula idea de la reconstitución del antiguo régimen.
¿Para revivir había vivido? ¿Fué nunca un ser? Miserable tablero
de cien piezas góticas, nada tenía de ser organizado. Vivía fuera de la
naturaleza y contra la naturaleza, pero apenas destruido, al día siguiente
nadie creyó en él. Había entrado en el período histórico: pertenecía al
pasado, al mundo de la quimera: era como una pesadilla durante una
larga noche. Este carnaval de monjes blancos, morenos, grises, negros,
de gentes de espada polvorienta y enmohecida, llevando mangas como
las mujeres, había concluido. Había vuelto la luz del día y las máscaras
se habían alejado. Parece cosa increíble que a Europa le costase tanto
para echar a los capuchinos.
«¡Holgazán! —era la ruda maldición del hombre de trabajo, la frase
que destinaba a la bestia perezosa, al burro estúpido o la muía indócil.
—¡Tú no trabajas, holgarán, pero no comerás!»
Este era su sermón ordinario. Es la fórmula de excomunión que
empleó para expropiar al antiguo régimen, condenándole por absurdo y
anacrónico.
Que los holgazanes pudieran encumbrar al mundo con su
inutilidad es cosa muy poco verosímil. Que la propiedad, devuelta a su
primitivo dueño, al trabajo, le fuera arrebatada todavía esto, parece
monstruoso. Tenía esta máxima en el corazón: Propiedad obliga.
La Revolución, pues, estaba fundada, muy bien fundada, sobre los
intereses, inspirándose en la opinión. Las masas agrícolas tenían la fe
profunda de que la Revolución sería durable, eterna. La naturaleza no
sería la naturaleza ni la crisis la crisis, si en un cambio tan rápido no se
produjeran mil excesos, mil accidentes violentos.
El punto de vista por el que debía guiarse el legislador era que el
movimiento no era una fuerza ciega ni se volvía contra sí mismo.
Sus excesos eran su único obstáculo, la pasión de las propias
masas. La Revolución ofreciendo al campesino los bienes por tan poca
cosa aumentó prodigiosamente en él la pasión del dinero, la codicia. Era
muy difícil arrancar los impuestos. Dar un sueldo precisamente en el
momento en que este sueldo bien empleado podía hacer a uno
propietario, era como un mal de corazón.
Por la misma razón, muchos escondían el trigo esperando la
carestía para venderlo y aun provocándola. Las leyes más terribles
contra el acaparamiento y el monopolio no surtían efecto; la pena de
muerte no los atemorizaba; preferían morir a vender. Una campesina me

411
dijo: «¡Qué buenos eran los tiempos de mi padre! Escondía su trigo...
¡Oh qué buenos eran aquellos tiempos! Se adquiría entonces todo un
campo por un saco de trigo...»
Muy pronto se formaron asociaciones de adquirentes de bienes
nacionales; los amigos contrataban juntos. Se recuerda la asociación
proyectada por Bancal y Roland.
Las compañías, propiamente dichas, tuvieron su origen de
fundación en la venta de las iglesias suprimidas, de los conventos,
comenzada al principio del 92. Estos grandes inmuebles, poco
susceptibles de división, poco útiles (la Francia tenía entonces pocas
manufacturas que almacenar), ajustáronse a precios viles por lo bajos;
puede decirse que por nada para las primeras bandas negras que los
demolían. Las asociaciones no se limitaban a comprar lotes indivisibles,
si no que extendían su especulación, y ligándose, realizaban mil
maquinaciones para dominar la venta, quedarse con la parte del león.
La rapidez de la operación, la excesiva urgencia de las necesidades
públicas, el desorden inevitable de un movimiento tan amplio,
facilitaban extraordinariamente el fraude. Era tiempo ya para que una
autoridad previsora echase sus miradas sobre los verdaderos intereses
del pueblo. Lo que se hace sentir en este instante aún más que la
necesidad de un gobierno es que las grandes masas de las poblaciones,
especial¬ mente de París, pierden su deseo de intervención en la política,
no quieren gobernar. El pueblo no acude a las asambleas populares, a
los clubs, a las secciones, etc., etc.
Es creíble lo que dijo Marat: «El tedio y el disgusto deja desiertas
las Asambleas.»
«La permanencia de las secciones es inútil, dice aun... (12 Junio del
93) los obreros no pueden asistir. Robespierre dice precisamente lo
mismo (17 Septiembre del 93); alega los mismos motivos y pide
indemnización para los que asistan.
La Gironda está de acuerdo con la Montaña. Atestigua los mismos
hechos. En una sección que contenía tres o cuatro mil ciudadanos, tan
solo veinticinco forman la Asamblea. (Diciembre del 92). La de más allá
treinta o cuarenta. Un agente de Roland le escribe en una comunicación
de aquel tiempo: «Muy raramente se ven sesenta individuos por sección,
de los cuales diez son del partido agitador; el resto escucha y levanta las
manos maquinalmente.»
¿Qué significa este cambio? ¿Dónde está ahora la vida? ¿Dónde va
la muchedumbre? ¿Aquellas multitudes asombrosas que tomaron parte

412
en las primeras escenas de la Revolución, se han fundido, han
desaparecido, donde se han arrojado?
La masa, no encontrando mejora en el gobierno de la charla, se
descorazonó. Diremos por qué arte se operó el descenso en los barrios.
La gente timorata de la burguesía es arrojada, después de
Septiembre, en un tabuco. Apenas si se atreve a asomar la cabeza y
lanzar una temblorosa mirada a la calle. La marcha nacional está sorda;
no entiende el llamamiento; los ladrones tuvieron tiempo sobrado y mil
ocasiones para despacharse a su gusto. El correo quedó desierto.
Pero si los cuerpos de la guardia, los clubs y las sesiones estaban
hoy poco frecuentadas, en cambio los sitios de placer estaban atestados.
Los cafés siempre llenos; los espectáculos lo mismo; y por el estilo las
casas de juego y otras peores todavía. Ni la impresión reciente de las
matanzas, ni el drama sangriento del proceso del rey eran motivo
suficiente para separar a los parisienses de su grave ocupación: el placer.
Si los realistas lloraban, como se ha dicho, derramarían sus lágrimas por
la mañana solamente; por la noche, como los demás, se divertían,
brillaban en los palcos de los teatros, reían las comedias y las preferían
a las obras serias sobre asuntos patrióticos.
El asunto del rey iba mal, pero los realistas muy bien; esta era la
opinión. La discordia de la Convención era muy visible. La Comuna yacía
sobre la sangre de Septiembre y no podía incorporarse. Los
departamentos cada día mostrábanse más hostiles a la tiranía de París.
Septiembre había hecho mucho bien. La muerte del rey, si se verifica,
por penosa que sea, producirá asimismo algún bien.
Estos eran los razonamientos de los realistas. Muchos concibieron
la idea loca y generosa de salvar al rey. Después, viendo que la cosa era
imposible, se resignaron y aprovecharon su alejamiento para otros
asuntos; sumergíanse con avidez increíble en los placeres que
proporcionaba París. Los defensores del rey mártir, los caballeros de la
reina, hacían
su campaña en el Palais-Royal entre el juego y las muchachas. Estas
pensaban muy bien; eran ingenuamente, ardientemente realistas y
sentíanse dichosas al ayudar de todos modos a los amigos del rey. Estos,
perfectamente puestos en orden, provistos del necesario pasaporte,
ajustado a buen precio, provistos de barajas que escamoteaban en las
secciones, burlábanse de la policía; es verdad también que en el fondo
ésta no existía. Las visitas domiciliarias avisadas con antelación,
ejecutadas lentamente, no producían más que un temor puramente
imaginario.

413
Los más comprometidos iban y venían furtivamente. Vivían
generalmente en el centro, alrededor mismo del palacio real; esto era
como una especie de cuartel general mucho más poblado entonces que
ahora. Los distritos lejanos, los barrios de Saint-Germain, la calzada de
Antin, estaban desiertos. La hierba crecía en los muros de los palacios
abandonados y aun en las mismas calles. Buscando a los dueños de
estos edificios en Coblentz se les encontró durmiendo en el granero de
una muchacha, durmiendo en la ropería de un teatro o roncando en el
sillón de un garito. Como los insectos o las ratas se adivinaba su
presencia, pero no se les encontraba por ninguna parte. Encontraban
seguridad en el fondo mismo de la ratonera.
Los patriotas, irritados, de tiempo en tiempo hacían una razzia de
teatros, pero sin resultado. Hacían lo mismo con el juego cuyas casas
siempre tenían la misma afluencia. Aquél era arrestado y conducido;
pero este castigo ni servía de escarmiento ni acobardaba a los demás.
Cuando partía la patrulla victoriosa y estrepitosamente, después de
haber quemado las barajas, destrozado y arrojado por la ventana los
dados o los tableros de damas, se reparaba todo inmediatamente: «Ya
no volverá a ocurrir esto. El temporal ha pasado. ¿Y si vienen otra vez y
nos arrestan? ¡Bah!; no hay que tener miedo.»
Las emociones demasiado vivas, las alternativas violentas, las
caídas y reincidencias no solamente habían herido el nervio moral, sino
que habían embotado en muchos hombres el sentimiento de la vida; se
le hubiera creído muy arraigado en estos hombres que se entregaban
ciegamente al placer, pero resultó todo lo contrario. Muchos aburridos,
disgustados, poco enamorados de la vida, tomaban el placer como
suicidio. Esto se ha podido observar desde el principio de la Revolución.
A medida que un partido político se debilitaba, degeneraba en enfermo,
miraba hacia la muerte, los hombres que lo componían no soñaban más
que en jugar. Se vio en Mirabeau, Capellier, Talleyrand, Clerman,
Tonnerre en el 89 que se restauró el Palais-Royal a costa del juego. La
brillante tertulia se convirtió en una compañía de jugadores. ¿Qué era
este palacio real, coruscante de luz, de lujo y de oro, adornado de
hermosas mujeres sino el palacio de la muerte?
Presentábase allí bajo todas las formas. En el Perron los
mercaderes de oro; en las galerías las muchachas, las masas. Los
primeros ofrecían los medios para arruinarnos. Prestaban dinero j una
vez la cartera repleta se dejaba una parte en los cafés, otra en el Perron,
otra en las mesas del primer piso j el resto en el segundo. Cuando se
llegaba al alero se había evaporado la corteza. No fué en estos últimos

414
tiempos del Palais-Royal cuando los cafés se convirtieron en iglesias de
la Revolución naciente. Una vez se reunían en el café Camilo, otras se
predica la cruzada en el café de Foy. No fué en estos últimos tiempos de
inocencia revolucionaria cuando el buen Fauchet profesó en el circo la
doctrina de los amigos y tomó fuerza el Círculo de la Verdad. Sí;
frecuentábase mucho estos establecimientos, pero tenían algo de
sombríos. No se predicaba ya la Revolución entre las agitaciones de la
concurrencia. Eran sitios fúnebres. El restaurador Fevrier vio como
mataban cerca de él á Saint-Fargeau. En el café Corazza se fraguó la
muerte de la Gi- ronda. La vida, la muerte, el placer rápido, grotesco,
violento, el placer exterminador: Esto fué el Palais-Royal del 93.
Hacían faltas juegos en los que sobre una carta pudiera perderse
una fortuna de una vez.
Faltaban muchachas, no de la raza mezquina de las que van por las
calles y que suelen conducir a los hombres a la continencia. Las
muchachas se escogían entonces, como se escoge en los grandes
campos normandos el gigantesco animal exuberante de carne y de vida
que se monta durante los días de carnaval. Desnudos los pechos, las
espaldas, los brazos, en pleno invierno; la cabeza empenachada de
enormes ramilletes, dominaban con su altura a todos los hombres. Los
viejos se acuerdan, los que vivieron del Terror al Consulado, de haber
visto en el Palais-Royal cuatro rubias gigantescas, colosales, enormes,
verdaderos atlas de la prostitución que llevaron todo el peso de la orgía
revolucionaria. ¡Con qué menosprecio veían agitarse en las galerías el
enjambre de inventores de modas de espiritual semblante que con sus
miradas picarescas rescataban las carnes para cubrir su delgadez!
He aquí los lados visibles del Palais-Royal. Pero quien haya
recorrido las calles de Gomorra que existen a su alrededor, quien haya
escalado los nueve pisos del pasaje de Radzivill, verdadera torre de
Sodoma habrá encontrado cosas muy distintas. La mayoría preferían
estos centros obscuros, agujeros tenebrosos, pequeñas garitas,
impregnada la atmósfera de insípido olor de casa vieja, al mismo
Versalles con sus pompas y sus perfumes. La vieja duquesa de D. al
entrar en las Tulle- rías en 1814 cuando se la felicita por el regreso de los
buenos tiempos dice tristemente: «¡Sí, pero aquí no hace el mismo olor
que en Versalles!»
He aquí el mundo sucio, infecto, de vergonzosos juegos, en donde
se refugió una muchedumbre, unos contrarrevolucionarios, otros sin
partido, degastados, abatidos, abrumados por los acontecimientos, sin
corazón ni ideales. Buscaban alivio en el juego y las mujeres;

415
envolviéndose, escondiéndose allí dentro decididos a no pensar. El
pueblo moría de hambre y el ejército de frío. ¿Qué les importaba?
Enemigos de la Revolución que los llamaba al sacrificio, parecían decirle:
«Vivimos en tu caverna, escondidos; puedes comernos uno a uno; a mi
hoy, a él mañana; para esto estamos de acuerdo, pero para hacer de
nosotros hombres, para despertar nuestro corazón haciéndonos
generosos, sensibles a los sufrimientos infinitos del mundo... para esto
te desafiamos.»
Nos fiemos sumergido en el egoísmo, abierto la sentina: Volvamos
la cabeza.
Existían entonces casas de mujeres en las mismas casas de juego
servidas por jóvenes de equívoca virtud. Los teatros llegaron al mismo
nivel que los salones de mujeres de letras, intrigantes políticos, y las
actrices desarrollaban todo su ingenio para rivalizar en la intriga. Triste
escalera en la que la elevación no significa mejoramiento. “El más bajo
es el menos dañino. Las mujeres sirven en estas circunstancias para
embrutecer y señalar el camino de la muerte. Pero una muerte peor que
la otra: la muerte de los principios, de las creencias, la enervación de las
opiniones, un arte fatal para ablandar y destemplar los caracteres.
Muevense en París hombres que son carácteres nuevos, pero
agitanse en un sitio donde todo está de acuerdo para debilitarlos,
arrancándoles el nervio cívico, el entusiasmo, la austeridad. La mayor
parte de los girondinos, perdieron bajo esta influencia, no el ardor del
combate, el coraje, no la fuerza para morir, sino más bien la de vencer,
la fuerte y viril resolución de alcanzar la victoria a toda costa. Se
dulcificaron, perdieron la «acritud en la sangre que hace ganar las
batallas.» Ayudándose el placer con la filosofía, hizo hombres
resignados: desde el momento en que un hombre político se resigna es
hombre perdido.
Estos hombres, la mayor parte jóvenes, basta entonces envueltos
en las oscuridades de la provincia, veíanse transportados
repentinamente á presencia de un lujo nuevo para ellos, envuelto en un
lenguaje cortés, las caricias del mundo elegante. Cortesías, caricias, más
poderosas cuanto menos sinceras. Las mujeres, sobre todo, las mujeres
más hermosas en estos casos ejercen una dañina influencia a la cual
nadie se resiste. Seducen por sus gracias más aún que por el interés que
inspiran, por la alegría con que viven a vuestro lado y por el espanto que
demuestran cuando intentáis realizar un acto. Tal hombre llegaba bien
dispuesto, armado, acorazado; la belleza no pudo seducirle. ¿Pero qué
hacer contra una mujer, que tiene miedo, que se os abraza? «¡Ah,

416
señor! vos podéis salvarnos todavía, hablad por nosotros; haced por mí
tal ruego, tal pregunta, tal diligencia, tal discurso. Yo sé que no lo haríais
por otra, pero por mí sí... Sentid como me palpita el corazón.»
Estas mujeres eran habilísimas. Guardábanse muy bien de enseñar
el doble fondo de su pensamiento. En el primer día no se veían en sus
salones más que buenos republicanos, moderados, honestos. El
segundo ya os presentaban fayetistas, realistas y durante algún tiempo
no os volvían a enseñar nada. Finalmente, seguras de su poder,
habiendo conquistado un débil corazón, teniendo acostumbrados los
oídos, los ojos a la degradación de las sociedades republicanas,
desenmascaraban el verdadero fondo y aparecían los antiguos amigos
realistas. ¡Dichoso del pobre joven, que llegado muy puro a París no se
encontraba sin saberlo mezclado con espías gentiles hombres,
intrigantes de Coblentz!
La Gironda cayó así casi enteramente. No hace falta pedir a los
girondinos que se hagan realistas: basta hacerse girondino. Este partido
se convirtió poco a poco en el asilo del realismo, la máscara protectora
bajo la cual podía mantenerse en París la contrarrevolución frente a la
Revolución misma. Los hombres de dinero, de banca, se habían dividido
unos en girondinos y otros en Jacobinos. Durante la transición de sus
primeras opiniones, muy conocidas, hasta las opiniones republicanas,
les parecía más cómodo inclinarse del lado de la Gironda. Los salones
de artistas, sobre todo de mujeres a la moda, eran un terreno neutral
donde las banqueros encontraban por azar a los hombres políticos,
hablaban con ellos y sin más presentación acababan por entenderse.
Más directamente todavía entraba el mundo de la banca en la
Gironda, por el girondino Clavieres, banquero ginebrino, nombrado
ministro de Hacienda. Clavieres fué republicano, hombre honrado. Diose
prisa después, como Brissot, por mezclarse mucho en las cosas. Del
ministerio de Hacienda se lanzó sobre los de la Guerra, del Interior, sobre
todos. Era una cabeza ardiente, de iniciativas, un poco romancesca.
Arrojado de Ginebra en el 82 por su republicanismo exaltado, quiso
fundar entonces una colonia, una sociedad nueva desesperando de la
vieja. Esta colonia se estableció en Irlanda y América. Para realizar este
intento envió a sus expensas a los Estados Unidos a Brissot para que
estudiara el terreno. Pero la Revolución, que estalló muy pronto, le
descubrió en Francia un terreno a propósito para sus especulaciones
políticas y financieras. Clavieres fué el Law de la Revolución; inventó los
asignados, dando el invento a la Constituyente, a Mirabeau que
apreciaron su valor.

417
Desde entonces tuvo por enemigos a todos los que, antes de los
asignados, emitían papel, la gente dé la Caja de Descuento, cuerpos
poderosos en los que figuraban muchos hacendistas generales. Tuvo al
mismo tiempo contra él banqueros políticos, seres equivocados,
anfibios, quienes, como cónsules agentes de gobiernos extranjeros con
diferentes títulos se agitaban solapadamente en intrigas y negocios.
Nombremos en primer término al ministro de los Estados Unidos,
Morris, testigo odioso de la Revolución, cuyas crisis de Bolsa explotó en
beneficio propio. Se han publicado sus cartas. Puede leerse su pena por
los sucesos del campo de Marte. Defiende (17 de Mayo del 91) la
legitimidad de la Deuda de los Estados Unidos, las condiciones onerosas
que impuso Francia para que se realizara el empréstito. En Septiembre
del 92, en el momento en que la Francia próxima a perecer lanza a los
americanos su gemido de agonía pidiéndoles una parte de este dinero
que los salvó, Morris se niega a pagarlo, oponiéndose fríamente a poner
su firma.
Todos estos jugadores a la baja tenían prisa de ver como se hundía
la Revolución y, como si se tratara de un buque, de vez en cuando
echaban la cala. El ministro de Hacienda, batido por la prensa conjurada,
Marat y otros, fué trabajando en beneficio de estos dañinos insectos.
Clavieres daba pasto a los ataques de la prensa; al revés de Brissot y
Roland, Clavieres vivía en el fausto, encontrando en él sus delicias.
Madama Clavieres, envidiosa del genio de madama Roland, figurábala
primera, al menos en lujo. Al verla en el trono de los- salones dorados
donde figuró madama Necker nada menos, diríase que nada había
cambiado, que estábamos todavía en el 89, en la capital de los estados
generales.
La rápida descomposición de la Gironda aparecía ante todas las
miradas. Pudo ser un partido mientras el anhelo de guerra (contra el rey,
contra Europa) al comenzar el 92, le dio unidad de acción sino de idea.
Después del 10 de Agosto presenta fracciones, grupos, mejor dicho,
tertulias que se sostuvieron juntas por el odio a Septiembre y al furor
que desplegó la Montaña. Estos grupos mismos ofrecen diversidades
interiores que hemos de señalar; se resolvían en individuos: el partido
se convirtió en polvo.
La notable individualidad de tal o cual de los girondinos no
contribuyó poco a esta disolución. Vergniaud hablaba desde alturas
inaccesibles a sus amigos y estaba solo. El sombrío Isnard, envuelto en
su fanatismo, quedó salvaje, insociable. Madama Roland, que con tantos
títulos podría atraer, reunir los hombres por el culto común que se le

418
profesaba, estuvo altanera y dura; su pereza no perdonaba nada; todos
se le aproximaban, pero con temor; rodeada, admirada, estaba sola o
casi sola.
Lo mismo puede decirse del extraño Fauchet, el misterioso, el
filósofo, el tribuno, el cura de cabeza quimérica, frecuentemente vulgar
por sus cosas desmedidas; sentíase transfigurado en la luz, hablaba
como Isaías... ¿Era un loco? ¿Un profeta? ¿Quién hubiera seguido a uno
u otro? ¿Los curiosos o los niños?
La Gironda, nombrada no sé por qué así, comprendía todos los
elementos, toda la opinión. No tenía más que tres hombres en Burdeos;
el resto no eran todos meridionales; al lado de los provenzales y
languedocenses había parisienses, normandos, lioneses y ginebrinos.
Las profesiones no eran menos diversas. Siempre dominaban los
abogados. El espíritu legista era una enfermedad de la Gironda. ¡Cosa
extraña! Entre estos jóvenes emancipados, elevados por la filosofía del
siglo XVIII, encontrábanse trazos de un tímido formalismo
diametralmente opuesto al espíritu revolucionario. Esto surgió
precisamente en la discusión que sostuvieron con Danton: «El juez debe
ser necesariamente un legista.»
Otro defecto de la Gironda es el espíritu periodista, belletriste, por
decirlo como los alemanes. Brissot era el tipo, pluma rápida, inagotable,
la facilidad misma, escribió más volúmenes que sus enemigos discursos.
Madama Roland, más severa, escribía sin embargo mucho. Tantas
palabras por elocuentes y brillantes que fuesen no fatigaban menos al
público, excitaban los nervios, los odios. Nada enerva tanto a un partido
como el continuo fuego que se pone en las palabras, "proporcionando
infinidad de escritos materia de disputas, siempre discutibles. Los
Roland tuvieron que lamentar en su guerra contra Robespierre el papel
que desempeñó Louvet, cabeza aturdida que acusó sin pruebas, que
ladró sin morder. Brissot tenía en su poder un hombre ingenioso,
brillante dotado de una felicidad que Brissot no encontró
frecuentemente. Llamabase Girey-Dupré, redactaba el Patriota. Una
mañana publicó una canción en la que Robespierre, Danton y toda la
Montaña fueron tan cruelmente mordidos que en la mordedura debieron
sentir la quemadura. Danton sobre todo quedaba traspasado de parte a
parte; se le arrancaba su misterio, su máscara de audacia. El despiadado
poeta le atribuía en el drama de la Pasión el papel de Poncio Pilatos, que
se lava las manos y no dice que sí ni que no.
Espíritu legista, escriba: las dos enfermedades de la Gironda.

419
La tercera era la malvada herencia de las facciones del Mediodía.
Los provenzales Barbarroux, Rebecqui los moderados de la Convención,
con palabras imprudentes comprometieron más de una vez los asuntos
de la Gironda, perjudicándola aún más por su estrecha intimidad con los
hombres de Avignon. Estos ardientes franceses, fogosos
revolucionarios, dieron su país a la Francia por un precio afrentoso como
se sabe. Barboroux, a la cabeza de sus marselleses, había conducido a
Avignon en triunfo a los hombres de la Glaciere, los Duprat, Menvielle y
Jourdan. Estos, en recompensa, le ayudaron en la unión dándole los
votos de Avignon.
Cuando estos, reclamaban contra los hombres de Septiembre se
le hubiera podido contestar: «¿Y a vos, ¿quién os ha elegido?»
Las viejas rencillas y rencores del Mediodía se mezclaban
indiscretamente en las cuestiones generales. Quien obtuvo de la
legislativa la amnistía para Avignon fué el protestante Lasource, ilustre
pastor de Cevennes, elocuente, honesto, sinceramente fanático, quien
no olvidó sin duda, que Avignon había hecho lo mismo que Nimes.
Los protestantes eran una causa de disolución de la Gironda. Al
lado del violento Lasource sentábanse los moderados como Rabaut
Saint-Etienne y Rabaut-Pommier, dos constitucionales de noble carácter.
Rabaut de Saint-Etienne no sostuvo ni en la Asamblea ni en su periódico
el ataque de Louvet contra Robespierre. Pero hizo un retrato de
Robespierre cura enmedio de sus devotos, amargo, odioso,
despreciador. Robespierre no sintió los ataques de Louvet, pero estos le
hicieron tremendo daño.
Brissot, ya lo hemos visto, ni apoyó a Louvet ni secundó a los
Roland. Los periódicos de la Gironda iban aparte, tiraban a derecha o
izquierda sin consultar. El Patriota de Brissot y Girey, El Centinela de
Roland y Louvet, Los Anales de Cazza, Los Amigos, de Fauchet, La
Crónica, de Condorcet y Rabaut, parecían en ciertos momentos
representar cinco partidos distintos.
¿Dónde estaba la autoridad? En ninguna parte. Ni en el genio de
Vergniaud, ni en la virtud de Roland, ni en la habilidad de Brissot, ni en
la universalidad enciclopédica de Condorcet residía autoridad alguna.
¿Y la iniciativa, y el orden, y el mando en estos momentos
decisivos?
En Octubre, por ejemplo, los girondinos eran muy fuertes en París.
La mayoría de los vencedores del 10 de Agosto, marselleses, bretones,
permanecían aun fieles. Los numerosos federales, llamados de todas
partes, no juraban más que por la Gironda. El marsellés Gravier, hombre

420
valiente, que entró el primero en las Tullerías para ganar los suizos y
salvarlos, se declaró en Octubre enemigo jurado de Marat. Estos eran los
sentimientos del batallón de Lombardos (el que figuró en primera línea
en la batalla de Semmapes). Todos estos elementos estuvieron entre las
manos de la Gironda en Octubre y no supo aprovecharlos. Los federados
fueron ganados por los Jacobinos en cuyo partido ingresaron. Gravier,
por ejemplo, se fué como teniente coronel al ejército de Saboya, el
batallón de los Lombardos se incorporó al ejército del Norte. En el
invierno la Gironda deploró su descuido, no haber aprovechado todas
estas fuerzas; ni supo siquiera sostener lo que de federados quedaba en
el espíritu de su organismo.
De esta incapacidad absoluta para la acción, de esta impotencia, se
descubría una cosa; que los espíritus vanos y quiméricos (Louvet,
Fauchet, Brissot mismo) trocábanse en más vanos, más superficiales y
seguían inconscientemente este o el otro resplandor. El gran espíritu de
Vergniaud vivía lejos de la tierra, inadvertido de la realidad,
balanceándose en sus sueños, sonriendo con melancolía a las amenazas
del destino.
Poseía un mundo de él, un mundo de oro que lo hacía insensible
al mundo de cobre: la posesión de su genio, de su corazón libre en el
amor. Una mujer hermosa y arrebatadora, llena de gracia moral,
atractiva por su talento, por sus virtudes interiores, por la ternura de su
piedad filial, buscó y amó a este perezoso genio que dormía sobre las
alturas. Vergniaud se dejó amar. Envolvió su vida en este amor y
continuó sus sueños. Demasiado clarividente para dejar de comprender
que marchaban los dos por el borde de un abismo donde iban a
precipitarse, aumentó esto su pena. Otra amargura más. Esta hermosa
mujer que se entregaba a él no podía ser protegida. Pertenecía al
público. Su piedad, la necesidad de sostener a su familia la lanzó al
teatro, expuesta a los caprichos de un mundo mercándola. La que quería
gustar a uno solo, estaba obligada a agradar a todos, dividir entre esta
muchedumbre ávida de sensaciones, deshonesta, inmoral, el tesoro de
su belleza, al cual solo un hombre tenía derecho. ¡Cosa humillante y
dolorosa, terrible cuando se piensa que una mujer puede jugar con un
partido, constituyendo para ella una bárbara diversión!
Aquí era vulnerable el gran orador; ni tenía hábito, ni coraza que le
garantizara el corazón.
Durante este tiempo amó el daño. Era, precisamente enmedio del
proceso del rey, bajo las miradas homicidas de los partidos que pedían
su muerte. Vergniaud acababa de conquistar el más grande de sus

421
triunfos, el triunfo de la humanidad. La señorita Candeille descendió
hasta el teatro para poner en escena La belle fermiere. Esta obra
asombró al público hasta el extremo que se llegó a olvidar los daños de
la patria. Triunfó la experiencia. La belle fermiere obtuvo un éxito
inmenso; los mismos Jacobinos perdonaron y respetaron esta mujer
encantadora, que vertía sobre todos el elixir de amor. La impresión de la
Gironda no fué menos favorable. La obra de Vergniaud revelaba
demasiado que su partido era el de la humanidad más que el de la patria,
que en él se refugiarían todos los vencidos; partido que no tenía la
inflexible austeridad de que aquella época parecía estar necesitada.

422
CAPITULO III

Reconstitución de los Jacobinos antes del proceso del rey


(Septiembre-Diciembre 92).

Necesidad de los Jacobinos (fin del 92). —Su doble papel: la censura, la iniciativa
revolucionaria. —¿Pudieron desempeñarlas? —Dieron los Jacobinos una especie de unidad a
la Revolución. —El exclusivismo y la concentración de su sociedad. — Esta faltó en el 92. —
Las elecciones de Septiembre se hicieron en el local de los Jacobinos. —La Sociedad Jacobina
adquiere nueva fuerza. —Ataca a la (Lironda en Fauchet (19 Septiembre). —Atácala en Brissot
(10 de Octubre). —Amenaza las reuniones mixtas de representantes. —Disuelve una reunión
mixta de miembros de la Convención (Octubre 92). —Prudencia y silencio de Robespierre. —
Este teme haber empujado demasiado a la Convención. —Pide, por el órgano de Couthon, que
los Jacobinos corrijan y castiguen a los exagerados (Octubre 92). —Los Jacobinos castigan a
los exagerados y se arrepienten (14 Octubre 92). —Robespierre se resigna y continuación de
los exagerados.

Hablar de la descomposición, de la impotencia de la Gironda, los


signos de desorganización que aparecían en toda la sociedad, es hablar
de las necesidades de los Jacobinos.
En vez de una asociación natural que diera a la Revolución la
unidad viviente, hacía falta una asociación artificial, una liga, una conjura
que le diera al menos una especie de unidad mecánica.
Una máquina política necesita una gran fuerza de acción, una
poderosa palanca de energía.
La prensa no podía realizar esta misión: era insuficiente. Su acción
es inmensa; pero entre tantas cosas contradictorias que vierte, esta
acción es vaga, insólita. Nunca falta el momento para las palabras:
siempre falta para la acción. Muchos de los que han leído los periódicos,
han satisfecho su pasión, se han recreado, pero nada más.
La Asamblea no era tampoco la fuerza de que hablamos. La gran
masa de la Convención, quinientos diputados lo menos, tímidos,
indecisos, frecuentemente pensaban de un modo y votaban lo contrario;
agitaban les brazos, nadaban, pero no podían avanzar.
La situación requería una fuerza que, sin llevar precisamente a la
Asamblea a remolque, marchara ante ella allanando los obstáculos, lo
que pudiera derribarla; escogiendo, depurando con antelación los
hombres y las ideas, sosteniéndola en la estrecha e inflexible línea de los
principios.
Gran misión, que suponía una autoridad extraordinaria. Implicaba
dos hechos completamente diversos, y que exigían virtudes raramente

423
conciliadas: la censura moral política, fuerza negativa y la iniciativa
revolucionaria, fuerza positiva.
La censura exige ante todo a quien debe ejercerla una idea del
derecho y de la pureza muy profunda, muy arraigada. Los Jacobinos,
como se verá, flotaron entre dos ideas. Renováronse muchas veces sin
por esto resultar más consecuentes. Organizados por el abogado Duport
y los Lameth, como máquina de polémica y de vigilancia, cambiaron
muy poco de carácter. Sus veleidades morales, bajo Robespierre, fueron
impotentes. El encarnizamiento hacia las personalidades los separa de
los principios que poseían: hacía falta una censura y ellos no fueron más
que una policía.
En cuanto a las iniciativas revolucionarias jamás las sintieron;
ninguno de los actos solemnes de la Revolución surgió de los Jacobinos.
Nacidos apenas ocurrió la toma de la Bastilla, fueron extraños al
llamamiento de las Federaciones. Declaráronse francamente contra la
guerra, contra la cruzada para la liberación universal, pensando que la
Francia ante todo debía pensar en ella misma y robustecer su salud. No
tuvieron más que una parte muy indirecta en los sucesos del 10 de
Agosto para la creación de la República.
La iniciativa revolucionaria pedía un don supremo que raramente
se encuentra en las sociedades disciplinadas, donde la cohesión se
ajusta al precio de la inmolación común. Este don es el genio y la
magnanimidad.
Sus grandes facultades, poco asociables, indisciplinadas eran mal
vistas por los Jacobinos, como obra de su suspicacia. El genio
(Mirabeau, Danton) les sentaba mal a los Jacobinos. Los hombres
fuertes, singularmente Cambon, Carnot no pusieron jamás los pies en
sus sociedades.
Elevados principios de vida y de luz que nadie tuvo en esta
espantosa noche de combate, pedían ante todo la grandeza de corazón
que eleva los sentimientos.
Las bienhechoras medidas que oportunamente hubieran calmado
los ánimos dejando inútiles todas las violencias de la Revolución, no
podían ser inspiradas más que por una cualidad absolutamente extraña
al espíritu jacobino: la bondad heroica.
La lucha los absorbe; luchadores encarnizados, sucesivamente
destruyeron todos los obstáculos. Hacía falta dominarlos y arrojarlos
desde lo alto. ¿Arrojarlos? No; lo que hace falta es elevar el mundo hasta
la fraternidad.

424
Concibieron la fe, sin duda; pero esta fe ni fué amada ni inspirada.
Fueron abogados fogosos, encarnizados, procuradores de la Revolución,
cuando ella pedía apóstoles y profetas.
¿Quién negará con todo esto los grandes servicios que prestaron a
la patria? Su vigilancia inquieta a la Asamblea, su mirada fija sobre los
políticos, su exclusión severa de los débiles darán a la Revolución un
nervio poderoso. Lo que más les honra es que, apenas salidos del
antiguo régimen, frecuentemente corrompidos ellos mismos, atacados
de la general podredumbre realista, reformaron las costumbres. Hicieron
grandes esfuerzos para reformarse a sí mismos y reformar a los demás.
Noble esfuerzo que, con su patriotismo sincero y ardiente, se les
tiene en cuenta en el porvenir. ¿Quién puede ver hoy todavía, sin
emoción y temor las tres pequeñas puertas de los Jacobinos en la negra
y húmeda calle que da al mercado? Por detrás conducían al claustro. La
entrada principal estaba por la calle de Saint-Honoré, pero la de la
pequeña calle era frecuentemente preferida a las demás por los
principales agitadores. Robespierre, Couthon, Saint-Just, subían por la
sombría escalera. La barandilla de hierro, trabajado al estilo Luis XV, el
pasamano de madera de la sala que sobre el muro os sirve de apoyo,
todo esto no ha desaparecido y aun parece sentirse el cálido contacto de
las manos febriles y secas que se apoyaron entonces.
Este viejo y malo edificio de frailes, sin muebles, deslavazado,
producía mala impresión cuando se entraba en él; daba pena. Todo era
estrecho y mezquino. El claustro, de un estilo seco y árido, la escalera
reducida (para dos personas juntas) apoyada sobre cuatro evangelistas
de media talla, la biblioteca raquítica, mostrando un cuadro jansenista,
la capilla desnuda, pobre, desparramadas las tribunas que parecía
patíbulos por encima de las tumbas de los monjes, todo daba penosa
impresión. No había aire; se respiraba mal.
A tal casa tales huéspedes. Los nuevos como los anteriores tenían
por idea fija una estrecha ortodoxia. Los antiguos Jacobinos, encerrados
en su hábito de San Domingo, habían tenido la pretensión de ser los
únicos que marchaban por la verdadera senda del catolicismo; y los
nuevos jacobinos preciábanse de poseer solos el depósito de la fe
revolucionaria. Era una compañía exclusivista, concentrada en sí misma.
Ellos se conocían entre sí y no se conocían más que para ellos; todo lo
que no es jacobino les es sospechoso; puede decirse que trataron de
asegurarlo todo; movían la cabeza con aire de incredulidad a todo lo que
no era suyo; tenían sus palabras, sus santos, sus devociones, fórmulas
que ellos repetían: «¡Los principios ante todo! ¡Los principios!»—¡Sobre

425
todo hombres puros, etc., etc.! No se oía otra cosa, cuando hacia las siete
de la noche esta muchedumbre con cabelleras negras y gruesas
hopalandas del tiempo, mostrando una pobreza calculada, iban
devotamente a escuchar el sermón de Robespierre.
La rigidez de la actitud, la fijeza exterior, le fueron más necesarios
que en realidad su credo. Algunos cambios que se operaban en la
situación, algunas desviaciones que esta imponía a sus doctrinas
afirmaban su unidad.
Esta unidad aparente, esta rigidez o fijeza exterior en ciertas
fórmulas, esta intolerancia para los que animados de un mismo espíritu
no pronunciaban las mismas palabras, sirvieron a la Revolución en
muchas circunstancias, siéndole en otras fatales.
La Francia del 92, en sus inmensos y vehementes anhelos de
república y de combate, al primer toque de corneta parece olvidar
momentáneamente a sus fatigosos preceptores. El gran soplo de
Danton, el cañón del 10 de Agosto anunciaba otra fiesta. Tan alto se
entonaba la Marsellesa que no se oía casi el murmurio de los Jacobinos.
(¡Los principios, ante todo, los principios!)
La jornada del 10 de Agosto se hizo sin ellos, y lo que es más
notable: se preparó cerca de ellos. En el recinto mismo de los Jacobinos
había una caverna. Allí el 10 de Agosto y puede ser desde antes del 20
de Junio y la primera invasión de las Tullerías, se reunían por la noche
los más ardientes defensores de la Asamblea legislativa. No llegaban
hasta la media noche, una hora después de la clausura de la Asamblea y
de los Jacobinos. A esta reunión acudían mezclados hombres que más
tarde se dividieron en girondinos y montañeses; al lado del girondino
Petion se sentaba el dantonista Thuriot. Ignoramos enteramente] cuál
fué la parte que tomó este conciliábulo en el trastorno de la realeza. ¿Esta
pequeña Asamblea nacional autorizaba el cambio de la Comuna, dio
órdenes a Manuel y a Danton y tuvo conocimiento de los trabajos
practicados por el comité insurreccional para el 10 de Agosto? Lo
ignoramos. Lo que es seguro es que los representantes no se fiaron de
la sociedad, demasiado mezclada, de los Jacobinos; que esta sociedad
que guardaba obstinadamente su título de Amigos de la Constitución no
hubiera aceptado de sus audaces actos ni los compromisos de la victoria
incierta. Se ha visto con qué intención Robespierre se preservó de todo
contacto con el comité revolucionario. El hospedero de Robespierre,
temiendo que se le comprometiera, no quiso sufrir al comité
revolucionario en la cámara de una misma fonda y puso a la Revolución

426
de pies en la calle. Marsella, como otras poblaciones, no correspondía
ya a los Jacobinos.
Fué sin su aviso cuando Marsella reclutó lo más selecto, envió una
serie de verdaderos valientes que fueron como la vanguardia del 10 de
Agosto. La inercia de la sociedad no equivocó mucho a sus miembros en
estas circunstancias. Muchos fueron llamados si no el 10 al menos el 11
a la nueva Comuna. Aprovecháronse muchos de la victoria ocupando
plazas de preferencia, jueces, misiones especiales, presidencias o
secretarías de secciones. El club quedó desierto.
Había que temer a una cosa, y es que los Jacobinos
desapareciendo como individuos no perecen como sociedad.
Ya la correspondencia con las provincias estaba desorganizada.
¿Qué sobrevendría si mientras París se despuebla, toman cuerpo
las reuniones que sus representantes celebran en su mismo recinto?
¿Acabarían por reemplazar a la antigua sociedad, tomando su nombre
(que no era otro que el del local) titulándose los Jacobinos? La sociedad
amenazada basta este extremo debía de hacer un esfuerzo decisivo para
vivir, o resignarse de lo contrario con la muerte.
Esta era la situación simplificada y resuelta el 2 de Agosto. Se
encontró medio para hacer las elecciones de París desde este día en el
mismo seno de los Jacobinos. Robespierre, sin perder una parte directa
en el terrible acontecimiento, supo aprovecharse de él á maravilla.
El cuerpo electoral llamado el mismo día por la Comuna para elegir
los diputados de la Convención fué temblando al municipio: quinientos
veinticinco electores solamente. Estas pobres gentes se aseguraron
nombrando presidente y vicepresidente a los famosos patriotas Collot d'
Herbois y Robespierre. Se les persuadió entonces para no hacer las
elecciones en el lugar ordinario, que era una sala del arzobispado, si no
buscar otro más tranquilo, más alejado del lugar de las matanzas, el local
de los Jacobinos. No estuvieron tranquilos durante los días 4 y 5, hasta
que se vio llegar frecuentemente a muchos que se decían voluntarios y
que antes de partir para la guerra querían arrojar del censo a cual o tal
aristócrata. Robespierre hizo constar que no dejaría votar a nadie de los
que firmaron las famosas peticiones constitucionales. Conócese el
resultado de las elecciones. Condujeron a la Asamblea además de
Robespierre, Danton, Desmoulins, etc. á Pañis y Murat.
Era un verdadero golpe de maestro haber hecho de un club
desierto el teatro popular del gran acontecimiento del día, las elecciones
de París. Hechas las elecciones la sociedad se reanima, poco numerosa
todavía, es verdad, pero apoyándose sobre el punto de partida del

427
cuerpo electoral, dominado por Robespierre: Depurar la Convención,
reservar al pueblo la facultad de revocar a sus diputados; depurar los
decretos de la Convención, sometiéndolos a la revisión, a la sanción
popular. La Asamblea futura antes de ser nombrada fué colocada bajo la
tutela de los clubs, que es como si dijéramos de la revuelta y del motín.
La muchedumbre emprendía de nuevo el camino de los Jacobinos.
En Octubre mismo un miembro se asombró de ver menos Jacobinos que
en su pueblo, donde la Asamblea se componía de seis o setecientos
individuos. La sociedad fraternal de hombres y mujeres que tomaba
asiento en un local inmediato, quejose de la soledad en que estaba y
pidió ayuda al consejo.
El terror solo, el temor a la excomunión jacobina podría devolver
fuerzas a la sociedad. Quedábale gran autoridad en la opinión, de la que
usó maliciosamente para intimidar a la Convención, no atacando, es
verdad, más que a diputados Jacobinos ni pidiendo jurisdicción más que
sobre sus propios miembros, de modo que pudiera imprimir en todos
los actos el terror de sus justicias.
Hízose el experimento sobre Fauchet. Este personaje ligero,
quimérico, que se creía a la vez revolucionario y cristiano, obispo del
Calvados, y como tal poco en relación con sus cofrades de la Gironda,
volterianos en su mayoría, es el primero de los girondinos que atacaron
los Jacobinos. Es como un miembro exterior de la Gironda, al cual había
necesidad de destruir inmediatamente. Su crimen fué haber pedido un
pasaporte al comité de defensa general para el ministro Narbonne: «¡Un
pasaporte! había dicho Bernard de Saintes, presidente del comité. —¿Un
pasaporte? He expedido lo que merecía, esto es, el mandato de arresto.»
Fauchet entonces se conturbó, balbuceó: en realidad no conocía a
Narbonne, pero él sostuvo lo que nadie creyó, que el pasaporte que pidió
para aquél era realmente para una persona desconocida.
Fauchet, sin duda, era culpable de haber querido sustraer del
examen jurídico a un hombre responsable, un ministro que no había
rendido cuentas. Y, por lo tanto, y en tal momento, cuando todo el
mundo entrevé los sucesos de Septiembre, cuando hay tan pocas
probabilidades de un examen serio, de una sentencia equitativa por las
turbulencias populares ¿quién de nosotros hubiera cometido esta falta
de humanidad?
Fauchet fué sustituido el 19 de Septiembre, y pocos días después,
el 10 de Octubre, enardecida la sociedad, hacía lo propio con Brissot.
Hízose inflexible, despiadado. Uno de sus miembros más
exaltados Albitte, que aventuró un día ciertas frases de humanidad

428
diciendo que al castigar de muerte a los emigrados que combatían
contra la patria debía tenerse en cuenta a los que emigraron por miedo...
provocó tremenda indignación, escuchando murmullos que
desaprobaban sus palabras. Albitte, asustado, se enmendó, declarando
enrojecido que se arrepentía de haber cedido por un instante a este
movimiento instintivo de sensibilidad y debilidad.
La sociedad recuperaba sus ascendiente terrorista. Declaró que
excluiría de su seno d todo diputado que perteneciera a una sociedad no
pública, o en estos términos, que no permitiría más a la Convención
que continuara haciendo lo que había hecho la legislativa; que los
representantes muy numerosos (doscientos aproximadamente) que se
reunirán fuera del club en el mismo recinto no podrían ser Jacobinos.
Verdadera tiranía. Descontando todo espíritu de partido, debíase
convenir en que una infinidad de asuntos políticos y diplomáticos que
no podían ser tratados 'en la Convención ante las tribunas, no podían
tampoco ser entregados al público, anticipadamente, con frecuencia
heterogéneo, que visitaba la Asamblea de los Jacobinos. La reunión (que
así la llamaban los doscientos) mezclada de girondinos y dantonistas,
había provocado no solamente los celos de los jacobinos si no su temor.
Alguien propuso, después del 2 de Septiembre, que se acusara a
Robespierre.
Entonces los jacobinos, ya resucitados, amenazan y enseñan los
dientes: «Nada de términos medios: o sois con nosotros o contra
nosotros.»
El primero que cobró miedo fué Girault, concesionario del local de
los Jacobinos. Viendo la excomunión de sus terribles inquilinos
suspendida sobre su cabeza, rogó a los doscientos diputados que no le
comprometieran. Agraviar a la Convención era cosa poco importante;
pero ofender a una sociedad tan exaltada y rencorosa era un daño muy
grande. Girault conferenció con los Jacobinos y presentó sus excusas.
La imperiosa sociedad, no contenta con haber arrojado a los
diputados de sus proximidades, los emplazó para que presentaran sus
excusas por no asistir a las sesiones. Exigencia grande, maliciosa la de
querer que hombres de una Asamblea apenas nacida y apenas al
corriente de los sucesos, empleados durante el día en la sesión y por la
noche en las comisiones, tuvieran tiempo todavía para asistir al club,
escuchar las infinitas arrogancias de una sociedad amalgamada de
charlatanes infatigables que casi nunca abandonaban la tribuna, como
Chabot y Callot, Callot y Chabot. El comediante de provincias encendido
de embriaguez lanzaba de vez en cuando frases picarescas. El capuchino

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apoyaba después la farsa, con su rostro iluminado por la lujuria,
moviéndose en la tribuna de las mujeres, haciendo reír aun sin hablar.
Superior a Callot, lleno de fuerza y sentimiento, este excelente titiritero,
espiritualmente trivial, ponía el condimento, encontraba insípido o
salado el gusto del público, mucho mejor que su padre el cocinero de
Rodez.
Se ha visto más arriba como, el 23 de Septiembre, comenzó la
prensa partidaria de la Gironda. Chabot ocupaba este día el sillón
presidencial y Callot hablaba: «¿No es cosa escandalosa ver a diputados
que llamándose Jacobinos celebran sus reuniones lejos de los
Jacobinos? ¿Qué buscan estos patriotas? ¿No está aquí la cálida estufa
que hace germinar la planta republicana extendiendo sus ramas por todo
el imperio francés? ¿No es aquí solamente donde se la puede cultivar?
Este requerimiento fué entendido y Petion al día siguiente regresó a la
sociedad de la que era presidente nominal.
Es conocida esta sesión. Todo adquiere relieve, señalándose
independientemente. Chabot dice que hacía falta ante todo obligar d la
Convención a que constituyera un gobierno. Respondiendo a los
artículos de Brissot que denunciaba un partido desorganizador, Chabot
señaló a un partido federalista que quería desmembrar la Francia en
beneficio de la aristocracia. Acusación calumniosa que parece
confirmada por las amenazas insensatas del atrevido Barbaroux.
Los dantonistas quieren a toda costa figurar en la vanguardia de la
Revolución, adelantándose a los Jacobinos, maldiciendo a la Gironda.
Entretanto es probable que conserven la esperanza de continuar la
reunión mixta que previno el divorcio absoluto de la Convención. Thuriot
(expresando aquí, según creo, el pensamiento de Danton) pidió aún el 1.
° de Octubre que los Jacobinos revocasen su decreto de exclusión; dijo
que la reunión había tenido lugar a media noche después de la sesión;
no dijo, pero todo el mundo lo comprendió, que tratándose de asuntos
que demandaban el secreto no podían ser divulgados por los Jacobinos.
Estas sensatas palabras no sirvieron más que para aderezar un triunfo
Callot. El declamador sostuvo, con los aplausos de las tribunas, que no
podía haber secretos para el pueblo soberano, que nada puede hacer
como no sea con anuencia del pueblo, que todo debe hacerse bajo las
miradas del pueblo, es decir, tratar los más secretos asuntos de
diplomacia, confidencias de los agentes realistas y espías extranjeros,
mezclados con el pueblo en las tribunas.
La sociedad confirmó su decreto de expulsión. Los doscientos
cedieron y no se reunieron más. La cosa era muy grave. Desde este

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momento no es posible encontrar campo neutral. Siempre se vive en el
campo de batalla; a la Convención o a los Jacobinos; siempre bajo las
miradas de las tribunas, con la máscara oficial en la tenida obligada de
los gladiadores políticos. Toda esperanza de acuerdo entre los partidos
desaparece. Todo gobierno por la Convención resulta imposible. Estaría
obligada a tratar con comités, pequeños grupos que los Jacobinos
influenciarían dominarían, o que salidos de los Jacobinos resultarían los
tiranos de la Asamblea.
¿Qué hacía durante este tiempo Robespierre? Nada, al menos
ostensiblemente. Durante esta ejecución, este acto de dura presión que
los Jacobinos ejercían sobre la Asamblea, se hacía el muerto.
Resurreccionista habilísimo, aprovechó el 2 de Septiembre y las
elecciones de París celebráronse en la casa de los Jacobinos para
galvanizar la sociedad. Pero una vez revelado, lanzado de nuevo a la vida
y la acción, el ser singular de Robespierre quería creer que todo estaba
sobre Callot, Chabot, pero no sobre Robespierre. El fondo propio del
Jacobino, el patriotismo, verdadero y acendrado, era (Robespierre lo
sabía muy bien) motivo de envidia y orgullo. Si en sus principios este
hábil restaurador de la sociedad, a quien ella debía tanto, no hubiera
tomado precauciones para conservarse sobre un segundo plano, el
Jacobino, silencioso y rígido hubiera podido volverse contra su padre y
creador: hubiera mordido al ama que lo amamantó.
Robespierre, pues, estaba tranquilo en su puesto, soltando
maniquíes parlantes y no diciendo él una palabra.
Apenas dice una palabra el día 3 y otra el día 5 de Octubre. El 3
habló de él para alcalde de París: «Ninguna fuerza humana me hará
abandonar el cargo de representante del pueblo.»
El 5 habló de enviar a las sociedades afiliadas el número de
diputados convertidos al jacobinismo para denunciar indirectamente a
los que no se habían convertido. Robespierre, con una moderación que
todo el mundo admira pide que se apruebe en la orden del día: «Toda
medida coercitiva es indigna de una sociedad de hombres libres.» La
sociedad encontró que Robespierre tenía muy buen corazón y sin
consultarlo envió los nombres.
Su dulzura y su paciencia se revelaron aún más, cuando un
miembro osó decir que la diputación de París deshonraba a la capital;
Robespierre calmó a los diputados y pidió por toda pena en la orden del
día el olvido.
Esta conducta daba sus frutos. Robespierre, aun sin hablar,
ejecuta, por medio de Collot y otros, el golpe decisivo que meditaba

431
hacía mucho tiempo, la exclusión de Brissot y la condenación solemne
por la sociedad, con una publicidad inmensa, más homicida que pudiera
haber sido el mandato de arresto dirigido el 2 de Septiembre a la Abadía.
Hayan sido las que fueren las faltas de Brissot, su espíritu bullicioso,
inquieto, su ardor por desempeñar todos los puestos de sus amigos, su
miserable credulidad por Lafayette y Dumouriez, entre los que está
confundido cuando se lee la comunicación de los Jacobinos, y que
enviada a dos ó tres mil sociedades Jacobinas, leída en las tribunas,
repetida de boca en boca, multiplicada en proporción geométrica de
modo que debió llegar en ocho días a conocimiento de un millón de
'hombres, todos convencidos desde entonces de que una cosa
examinada por la Incorruptible estaba decididamente juzgada y sobre
este examen todos la condenaban a muerte sobre la palabra de Caten,
se comprende la importancia grande de aquel hecho.
No hay ningún ejemplo en la memoria de los hombres de un
documento tan brutalmente calumnioso. Nunca el furor del espíritu de
cuerpo, el fanatismo monástico, la embriaguez de cofradía que
anunciaba a todos y de grado en grado, marchando sin contradicción en
la calumnia hasta los límites del absurdo, ha hecho cosas semejantes.
Brissot, entre otros delitos, había redactado la petición republicana del
Campo de Marte, para dar a los realistas la ocasión de ahogar al pueblo.
La Gironda ha calumniado, antes del 10 de Agosto, á los federados de
los departamentos, acusación verdaderamente extraña, vergonzosa,
imprudente mismo, que demuestra hasta donde sus redactores
contaban con la credulidad de los Jacobinos en provincias. ¿Quién no
sabía que la Gironda era la que había hecho un llamamiento en Junio a
20.000 federados y que se retiró el ministerio girondino al rechazar
aquello el rey? ¿Quién no sabía que los federados del 10 de Agosto, los
de Marsella cuanto menos, habían sido embaucados por los girondinos
Rebecqui y Barbaroux? En aquel mismo momento, en Octubre, los
girondinos llamaban a París todos los federados que rechazaban los
Jacobinos.
¿Cuáles eran las disposiciones de la Convención, de la gran masa
del centro? No se conmovía mucho del golpe descargado sobre la
Gironda. Como una banda de niños, se divertía de que, a su preceptor y
pedagogo, Brissot, le atacasen los Jacobinos. Lo que le gustaba menos
era la excomunión que estos lanzaron contra una reunión mixta de los
doscientos de todos matices, montañistas inclusive, porque era en cierto
modo una interdicción para reunirse cerca de ellos, a la puerta del santo
de los santos. ¿Qué era, pues, esta sociedad reclutada fácilmente sin que,

432
misión ni título juzgaba la Convención, a los representantes elegidos por
la Francia con poderes ilimitados? ¿Qué era ese poder superior al poder
supremo? ¿Era un concilio? ¿Era un papa?
Robespierre, afortunadamente no había dicho una sola palabra. El
hacía hablar, pero no hablaba. No habiendo avanzado podría retroceder
sin pena. ¿Retroceder por él mismo? No, por otro. Esto es lo que se
aventuró a hacer por medio del órgano de Couthon, el primer Jacobino
después de él. Era un joven representante auvernés, de una gravedad
poco común, inmóvil por enfermedad (estaba paralítico), de una voz muy
dulce, de un carácter áspero y duro y de una fuerza poderosa y
concentrada. No se habló de él una sola vez que no se dijera: «el
respetable Couthon.»
Para dar un mal paso podría darse con el hombre más estimado
de la sociedad.
Hace falta saber que Robespierre, persiguiendo a la Gironda, sentó
sobre sus costillas un partido exaltado, violento, que puede ser más
dañino que la Gironda mismo. Hablo de la Comuna, donde se alojó la
fracción más exaltada dé los cordeleros, Hebert, Chaumette, Momoro.
Detrás de la Comuna venían extrañas figuras de agitadores sospechosos;
el cura Roux, una bestia salvaje, el pequeño Varlet, tribuno del arroyo,
del que hablaremos frecuentemente y un llamado Guzmán, español, que
se hacía pasar por grande de España. Guzmán era militar y vino a poner
su es¬ pada al servicio de la libertad; muy popular en los barrios donde
se le vio diariamente a la cabeza de los movimientos; muchos suponían
que era un agente extranjero.
Este dañino personaje fué nombrado el 1. ° de Octubre presidente
de la sección de la plaza de Vendôme, sección de Robespierre, donde se
sentaban hombres como Lhuillier que fué alcalde de París, Dumas,
futuro presidente del Tribunal revolucionario, Duplay, huésped de
Robespierre, quien le hizo nombrar jurado de este mismo tribunal.
Evidentemente la superficie se hinchaba más de lo que quería
Robespierre. El plan de Guzmán y sus amigos (tolerado por la Comuna)
parece haber sido formar de las reuniones frecuentes de comisarios una
Asamblea casi permanente, una contra-Convención, que pudiera en caso
necesario hundir a la Asamblea Nacional. Robespierre vio con inquietud
enseguida la creación de esta fuerza anárquica. Después la marcha de
los acontecimientos le obligó, como se verá, a formar con ella, a
ayudarse para mutilar la Convención y destruir la Gironda.

433
Estaba lejos de querer esto en el momento en que nos
encontramos (12 Octubre). Creyó útil entonces atacar a estos exagerados
por voz de Couthon y la desaprobación de los Jacobinos.
Couthon era muy fogoso. No profesaba ninguna teoría de
equilibrio. Decía que frente a los intrigantes de la Gironda había
exagerados que caminaban hacia la anarquía. Los Jacobinos en toda
época se vanagloriaban de ser los sabios de la Revolución, quienes
sostenían la balanza. Couthon entró en sus propósitos, mostroles en
ellos mismos el equilibrio de la Montaña, de la Convención, de la Francia,
es decir, del mundo. Elevada así la cuestión todos se dejaron transportar
por el más grande entusiasmo. Los mismos dantonistas, poco
satisfechos de la sociedad, cedieron a sus anhelos. Thuriot apoyó á
Couthon. «Los hombres del 89 y del 90 nos hemos reunido el 10 de
Agosto y nos uniremos cuando sea necesario.»
Todos vieron la patria salvada, salvada por ellos; tomaron las
palabras de Thuriot como una declaración de los dantonistas para unirse
sin reservas a los Jacobinos. Todos se precipitan en el local; no
contentos solo con el discurso de Thuriot, quieren firmar su discurso. El
viejo Dussaulx solo no quiso poner su firma al pie, no reconociendo
doctrina de equilibrio en un discurso cuyo punto de partida era la muerte
de la Gironda, la supresión de la derecha y que buscaba la línea central
no en la Convención, si no solamente en la izquierda.
Por una razón contraria, los cordeleros tomaron a mal la cuestión.
Muchos Jacobinos creyeron que todo estaba preparado en la Revolución
y no pudieron criticar las exageraciones que se observaban.
¡Movilización de los asambleístas, actividad! Todo ha cambiado del 12
al 14. Tallien, el hombre de la Comuna, Camilo Desmoulins,
representando a los cordeleros, los Jacobinos Bentabole, Albitte, Chabot
mismo, piden una modificación del discurso que han firmado. ¿Por qué
hablar de exaltados? No hay nadie exaltado; uno solo puede serlo,
Marat, y un individuo solo no puede llamarse un partido. La sociedad
ruega a Couthon que modifique su discurso; éste se niega, pasa a la
orden del día y no se aprueba el discurso, no se le envía a los
departamentos.
Grave golpe para Robespierre. Sábese que Couthon no hizo otra
cosa que expresar su pensamiento; pero los Jacobinos se habían dicho:
Robespierre está aún muy moderado, muy suave; no podemos seguirle;
es un filósofo, un sabio, más aún que un político; es un moralista, un
santo...»

434
Los exaltados, enardecidos por esta manifiesta derrota de
Robespierre en los Jacobinos firmaron e hicieron firmar una furiosa
petición, redactada por Guzmán y sus amigos y aprobada por Tallien,
Chaumette, Hebert, reconociendo a la Convención el derecho a formular
las leyes. Este acto insensato estableció provisionalmente la anarquía.
El efecto fué tal en la Convención, que la Montaña acogió la
petición con silencio de desaprobación. Robespierre no sufrió lo más
mínimo y Guzmán, sin desanimarse, presentó la petición en la sección
de la que era presidente (sección de Robespierre) y recibió felicitaciones
consoladoras. Se le agregó un individuo para que llevara la queja a los
Jacobinos. Fué muy bien acogido, a pesar de las reclamaciones de
muchos representantes. Lo que fué más grave, tanto al menos como la
petición, es que Santerre, viendo que los exaltados triunfaban, vomitó
contra la Asamblea palabras de hombre ebrio: «Yo ya lo avisé, hubieran
podido entenderlo por qué tienen las orejas muy largas... Que se
marchen al Mediodía donde se les pondrá los estribos... He aquí un
hombre a quien se le confió el orden y la seguridad públicas.
Robespierre, afortunadamente para él, no había profesado la
doctrina del equilibrio; habiendo hablado otro, él estaba a tiempo de
pactar con los exaltados y volver sobre sus pasos. Nosotros lo veremos,
en efecto, en el proceso de Luis XVI, apoyarse sobre la Comuna,
renovada y fanatizada, y finalmente en su combate con la Gironda
recurrir a la fuerza anárquica, que en su primer movimiento había
querido reprimir.

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CAPITULO IV

Continuación de la historia do los Jacobinos. Robespierre


(fin del 92)

Los Jacobinos del 92 son la tercera generación que ha llevado aquel nombre. —
Esfuerzo de Robespierre para disciplinarlos. —Austeridad creciente de sus hábitos. —
Robespierre establecido entre la familia de un carpintero hacia el fin del 92. — Su desconfianza
y su acritud crecientes. —Marat le recrimina asegurando que se inclina hacia la inquisición. —
Sus virtudes y sus vicios lo convierten4en hombre despiadado. —Los Jacobinos hacen temer
un nuevo desastre de la misma Convención. —Gambón decide a la Convención a que sostenga
en París a los federados. — (10 Noviembre 92).

¿La ventaja obtenida por los exaltados sobre Robespierre en el


seno de la sociedad jacobina es un azar, un movimiento de ceguera,
inconsciente, como en todas las asambleas? ¿Significa desconfianza
para Robespierre que siente impacientes vehemencias por manumitir su
autoridad moral? No es ni una cosa ni otra; es el efecto de un cambio
grave y esencial en el fondo mismo de la sociedad jacobina.
Continúan llamándose Jacobinos, pero bajo esta nominación
generalmente hay otros seres.
Entra en la sociedad una tercera generación. Ha habido el
jacobinismo parlamentario y nobiliario, de Duport, Barnave y Lameth, el
que mató a Mirabeau. Ha habido jacobinismo mixto, de periodistas
republicanos, orleanistas, Brissot, Lacios, etc., etc., en el que ha
prevalecido Robespierre. Finalmente, esta segunda legión, habiéndose
como fundido en el 92, con sus misiones diversas, su administración, da
vida al tercer jacobinismo, al de Couthon, Sain-Just, Dumas, etc., etc., y
el cual debe usar Robespierre.
Esta tercera legión, convocada en algún modo con el nombre de
legalidad, difería mucho de las otras dos. Por lo pronto era más joven.
Después la mayoría era gente poco letrada, como el carpintero Duplay,
el sillero Rigueur, etc. Estos apreciables ciudadanos, excesivamente
apasionados, pero generalmente honrados y honestos, tenían una fe
acendrada, dócil. Profundamente fanáticos de la salud de la patria,
confesando su ignorancia, no deseaban más que un jefe, un director;
hacíales falta un hombre honrado, de profundas convicciones, que
supiera aprovecharlos: finalmente, pusieron su conciencia en las manos
de Robespierre.
Eran, si no me equivoco, más ingenuos y más apasionados, menos
fríos y menos penetrantes que el pueblo de hoy. Cuando le convenía al

436
jefe que su pensamiento llegase indirectamente (como se hizo con
Couthon) podía realizarse en la seguridad de que no comprenderían
nada. Tan alta colocaban la santidad política de Robespierre, que
frecuentemente creíanse en el deber de ahorrarle el rigor de tal o cual
medida que imponía la soberana ley de la salud pública, por temor a que
sufriese su corazón o la pureza de su carácter. Si necesitaba practicar
algún intento maquiavélico preferían hacerlo ellos solos, lejos de
Robespierre, para que no se gastase su impecable figura, fuera o no este
intento con arreglo a la política palpitante predicada por él. No hacía falta
quien los desviara de esta forma, llevándoles aún más allá que
Robespierre; gente de letras de la peor especie, artistas adolescentes
famélicos que jugaban con su candidez.
El fanatismo sincero, poco explorado de unos, la violencia
verdadera o simulada de otros, rivalizando todos por montar más pronto
en cólera patriótica, hacía a la sociedad (a pesar de su aparente régimen
disciplinario) difícil de manejar. Frecuentemente se extralimitaba.
Robespierre aprovechó el terror de Septiembre para hacer las elecciones
de París. Conveníale mucho que la Convención conservara aquellos
restos de terror que la convertía en enemiga del motín, más aún que el
revoltoso partido de los Jacobinos.
El grado de autoridad o de presión que quería ejercer sobre la
Asamblea está bien gráficamente expresado en las palabras que hizo
pronunciar al representante Durand de Maillave en las primeras sesiones
de la Convención. Cura, canónigo galicano, tímido entre los tímidos,
díjole que se sentara a la derecha, al lado mismo de Petion. Robespierre
comprendió perfectamente que el pobre hombre tenía miedo a la
Montaña y que como tantos otros no tenía más partido que su seguridad.
Un amigo de Robespierre atravesó la sala y le dijo: «Creéis que ha
terminado la Revolución y os equivocáis. El -partido más seguro es el
que tiene más vigor y fuerza contra los enemigos de la libertad.»
Para conmover a la derecha, el centro, por amenazas o dulzuras,
por prudentes consejos o amenazadoras profecías, hablábase del motín
y las revueltas. Necesitábase que los Jacobinos, moderados,
disciplinados en las violencias, pudieran servir de intermediarios entre
la Asamblea y la calle, espantar a la Convención y asegurarla,
garantizarla.
Su gran proyecto era, pues, disciplinar a los Jacobinos, cosa muy
difícil, con la invasión de los bárbaros que la sociedad acababa de sufrir.
La disciplina política se sujeta poco o tiende menos a las costumbres de
decencia, a pesar de su aparente expresión de condiciones morales.

437
Robespierre, fuere la que fuere la autoridad de sus discursos, nada
alcanzaba más que con su ejemplo. Ninguna palabra tenía poder
suficiente, pero su conducta personal, su vida conocida, la atmósfera de
honradez que lo envolvía, hablaban de moralidad, al menos
exteriormente.
En este sentido puede decirse que jamás practicó un acto de su vi¬
da privada que no fuera un acto de su vida pública. Los discursos
significan la menor parte de su influencia. La muda impresión de una
personalidad tan fuertemente arraigada era mucho más eficaz.
Toda la vida de este hombre fué un trabajo de cálculo, un esfuerzo,
una tensión no interrumpida de la voluntad. Aunque haya variado de un
modo notable, como se verá, en sus costumbres y sus principios, sus
variaciones fueron estudiadas, no ingenuas, de suerte que aun
evolucionando fué sistemático, se presenta en una pieza.
Nadie ha podido ordenar su vida más afortunadamente en
purificación progresiva de sus costumbres. Llegado a la Constituyente y
por la amistad de los Lameth sintió y tocó en esta sociedad de jóvenes
nobles la corrupción del tiempo. Puede ser que aún siga a su maestro, el
Rousseau de las Confesiones. Sepárase á tiempo. El Emilio, el Vicario
saboyano, el Contrato social lo elevaron y ennoblecieron; así fué siempre
Robespierre. En sus costumbres jamás descendió.
Lo vimos el mismo día de las matanzas en el Campo de Marte (17
Julio 91) cobijarse en la casa de un carpintero; un afortunado azar lo
quiso así; pero él volvió en sí, medito y vio que en nada parecía aquello
un azar.
Al regreso de su triunfo de Arras, después de la Constituyente, en
Octubre del 91, se alojó con su hermana en un departamento de la calle
de Sain-Florentin, calle distinguida, aristocrática, de la que los nobles
habían emigrado.
Carlota de Robespierre, de un carácter rígido y duro, tenía en su
primera juventud actitudes y refunfuños de vieja; sus gustos, sus
inclinaciones eran exactamente las de la aristocracia de provincias.
Robespierre, más fino, más femenino, tenía en su semblante no menos
rígido, en la dureza de su aspecto, un aire de distinción aristocrática
parlamentaria. Su palabra era siempre noble, aun en la familiaridad, sus
predilecciones literarias nobles y elevadas: Racine, Rousseau.
No ha sido miembro de la Legisladora. Rechazó el cargo de
acusador público, porque según él dijo, habiéndose pronunciado
violentamente contra los que se perseguía, lo hubieran podido recusar
como enemigo personal. Así se suponía que realmente Robespierre al

438
no aceptar el cargo era por sentir repugnancias hacia la pena de muerte.
En Arras se decidió a abandonar su plaza de juez de la Iglesia. En la
Asamblea Constituyente se declaró contra la pena de muerte, contra la
ley marcial y toda medida violenta de salud pública, porque repugnaba
a sus sentimientos.
En este año, de Septiembre del 91 a Septiembre del 92,
Robespierre, fuera de las funciones públicas, sin misión ni otra
ocupación que las del periodista y miembro de los Jacobinos, apareció
poco en el teatro de los sucesos. Los girondinos brillaban por su acorde
perfecto con el sentimiento nacional en la cuestión de la guerra.
Robespierre y los Jacobinos adoptaron el partido de la paz, tesis
esencialmente impopular, que les causó grandes perjuicios. Sin ninguna
duda en esta época la popularidad del gran demócrata no tenía
necesidad esencial de fortificarse y rejuvenecerse. Había hablado
mucho, se había prodigado durante tres años, ocupando y ^fatigando la
atención; finalmente obtuvo un triunfo y su corona de laurel. Era de
temer que el público, ese rey, caprichoso como un rey, fácil de estregar,
cansado de Robespierre, fijara sus miradas sobre algún otro favorito.
La palabra de Robespierre no podía cambiar; no tenía más que un
estilo; podrían cambiar solamente su teatro, su mise en scene. Hacía falta
una máquina; Robespierre no la buscó; vino a sus manos en cierto modo.
La aceptó, la examinó y sin duda alguna creyó que era providencial,
afortunada: la de alojarse en la casa de un carpintero.
La mise en scene entra por mucho en el teatro revolucionario.
Marat lo sentía instintivamente. Pudo muy cómodamente quedarse en
su primer asilo, el espacioso granero del matarife Legendre; prefiere sin
embargo la lúgubre caverna dé los cordeleros; este retiro subterráneo
donde sus incendiarias palabras hacían erupción todas las mañanas,
como un volcán desconocido, atraían su imaginación; debía seducir la
del pueblo. Marat, muy imitador, sabía perfectamente que en el 88 el
Marat belga, el jesuita Feller, adquirió gran popularidad por haber
elegido domicilio a cien pies bajo tierra en el fondo de un pozo de hulla.
Robespierre no imitó a Feller ni Marat, desde luego, pero
aprovechaba todas las ocasiones para imitar a Rousseau, de poner en
práctica el libro que imitaba en sus palabras, de copiar el Emilio tan
pronto como pudiera.
Estuvo enfermo en la calle de Saint-Florentin, enfermo de sus
fatigas, enfermo de una inacción nueva para él, enfermo de su hermana,
cuando madama Duplay hizo a Carlota una espantosa escena, por no
haberla advertido de la enfermedad de su hermano. Madama Duplay no

439
se marchó sin llevarse a Robespierre, que se dejó conducir de muy buen
grado.
Lo instaló cerca de sí, a pesar de lo menguado del local, en una
habitación alta con los mejores muebles de la casa, un bonito lecho azul
y blanco y algunas sillas. Sobre unos listones de abeto colocaba los
libros, poco numerosos del orador; sus discursos, informes, memorias,
etcétera, etc., muy numerosos, llenaban el resto. Salvo Racine y
Rousseau, Robespierre no leía más que a Robespierre. En los muros la
mano apasionada de la señora Duplay había suspendido imágenes y
retratos que tenía de su dios. No podía volver la cabeza para evitarse a
sí mismo: a derecha e izquierda Robespierre, siempre Robespierre. La
más hábil tapicera política no hubiera podido arreglar un aposento tan
propio como lo hizo el azar. Si no era una cueva como el teatral
alojamiento de Marat, la pequeña sala tétrica y sombría valía tanto
come» una cueva. La casa cuyas verduscas tejas atestiguaban la
humedad, como un jardinillo sin aire que poseía a la otra parte, parecía
como ahogada entre las aristocráticas y gigantescas mansiones de la
calle de Saint-Honoré, barrio mixto en aquella época de nobles y
banqueros. Más abajo encontrábanse los principales hoteles de la
manzana y la espléndida calle Real, con los odiosos recuerdos de los
1.500 ahogados del matrimonio de Luis XVI. Más allá estaban las casas
de los hacendados generales de la plaza de Vendôme, bastidores de las
miseria del pueblo.
¿Cuáles eran las impresiones de los visitantes de Robespierre, sus
devotos, los peregrinos, cuando en este barrio impío, donde todo hería
la vista iban a contemplar al justo? La casa predicaba, hablaba. Desde el
umbral, el aspecto pobre y triste de la habitación, la covacha, el cepillo,
el suelo todo le decía al pueblo: «¡Aquí vive el incorruptible!» Si subían
la casa les encantaba más. Pobre, laborioso, en las tablas de abeto veíase
el trabajo infatigable de Duplay, su honradez perfecta, una vida
entregada al pueblo enteramente. Allí no había los golpes teatrales y
fantasmagóricos de Marat lanzándose en su cueva, maniático, variable
de palabra y mise. No había nada caprichoso; todo honesto, todo serio.
Todo respiraba ternura. Creíase haber visto por primera vez la mansión
de la virtud. Obsérvese que la casa bien mirada, no parecía la de un
obrero. El primer mueble ya lo revelaba. Era un clavicordio, instrumento
raro entonces aun entre la burguesía. El instrumento dejaba adivinar la
esmerada educación que las señoritas Duplay habían recibido en un
convento vecino, al menos durante algunos meses. El carpintero no era

440
precisamente carpintero, sino contratista del maderamen para barcos.
La casa, aunque pequeña, era de su propiedad.
Todo esto tenía dos aspectos; de una parte, aparecía el pueblo; en
la otra no existía. Ha sido si se quiere el pueblo laborioso elevado
recientemente, por sus esfuerzos y su trabajo, a una modesta burguesía.
La transición era visible. El padre buen hombre, fogoso y rudo y la madre
de una poderosa fuerza de voluntad, los dos llenos de energía, de amor,
son gente del pueblo. La más joven de sus cuatro hijas tenía caprichosos
anhelos. Las otras se diferenciaban, especialmente la mayor, que los
patriotas llamaban con respetuosa galantería señorita Cornelia. Esta
decididamente era una señorita; comprendió á Racine cuando
Robespierre hubo hecho algunas lecturas en familia. Tenía una gracia de
fiera austeridad, lo mismo cuando ayudaba a lavar a su madre que
cuando arrancaba sonidos al clavicordio.
Robespierre pasó allí un año, lejos de la tribuna, escritor y
periodista, preparando diariamente los discursos que debía por la noche
distribuir o vender entre los Jacobinos; un año solo que en realidad vivió
en este mundo; la señora Duplay encontró muy dulce cobijarlo, rodearlo
de solicitud. Puédese juzgar su cariño por la vivacidad con que contestó
al comité del 10 de Agosto que buscaba en su casa un sitio seguro:
«Marcharos de aquí; vosotros queréis perder a Robespierre.»
Era el pequeño de la casa, el dios. Todos estaban para él. El hijo le
servía de secretario, copiaba y volvía a copiar sus discursos tan limados.
El Sr. Duplay, su sobrino, lo escuchaban siempre insaciablemente,
devoraban todos sus palabras. Las señoritas Duplay lo querían como una
hermana. La más joven, vivaracha y encantadora, no perdía ocasión de
alegrar al pálido orador. Con tal hospitalidad ninguna casa hay triste. La
pequeña casa, alegrada por la familia y los obreros, no perdía
movimiento. Robespierre, sentado a su mesa de madera donde escribía
sus discursos, levantaba los ojos y veía ir y venir a la señorita Cornelia o
a alguna de sus amantes hermanas. ¡Cómo debió fortificarse en su
imaginación la idea democrática por una tan dulce imagen de la vida del
pueblo! ¡Del pueblo, menos la vulgaridad grosera, menos los vicios
compañeros de la miseria! Se eleva el nivel moral de esas familias
populares que todo lo ennoblecen con su asiduidad y su amor. Las casas
más humildes del hogar adquieren belleza cuando las prepara la mano
amada. ¿Quién no ha sentido todas estas cosas? No dudamos que el
infortunado Robespierre en la vida árida, seca, sombría, artificial, que las
circunstancias le habían creado desde su nacimiento, sintiera en aquel

441
momento los encantos de la naturaleza despertando a sus adorables
caricias.
Compréndese desde luego que, viviendo entre aquella familia,
ofrecer una pensión es imposible. Juzgo que debe ser así por las
palabras que un Jacobino disidente dijo á Robespierre: «...explotando la
casa Duplay, haciéndose mantener como Orgon mantenía á Tartufo,»
reproche bajo y grosero de un hombre indigno de sentir la fraternidad
de la época y la alegría de la amistad. Si Robespierre se aventuró algún
día a ofrecer pensión es seguro que los Duplay la rechazarían duramente.
Lo que causa asombro es que un año pasado de este modo no
dulcificara el corazón de Robespierre y modificara su carácter, antes, al
contrario. ¡Hecho inesperado!
La amistad, lo que a otros sirve de placer, a esta alma áspera,
trabajada desde la infancia por la desgracia, producía efectos contrarios.
Todo lo que poseía en su teoría de amor y predilección al pueblo,
fortificado por el espectáculo que tuvo en esta excelente familia, parece
haber exaltado su odio contra los enemigos del pueblo; el amor, los
sentimientos más puros y dulces, sirviéronlo de amargura. Se hizo
despiadado, como nunca lo había sido hasta entonces. Su odio, más
grande de día en día le hacía desear la muerte de sus enemigos, de los
de la Revolución; para él era lo mismo.
En este número comprendía a los que no estuviesen sobre la línea
señalada por él. El justo medio de la Montaña que él creía haber
encontrado fué un trazo preciso, línea excesivamente estrecha como el
hilo de una lámina acerada, sin torceduras. Los dos lados eran
igualmente la condenación. La mediocridad que fué su ideal en política,
en fortuna, en costumbres y en todo, era recordada sin cesar en sus
frases morales y sentimentales, especie de homilias y diatribas; aún lo
era más en su persona, en sus costumbres, en su aspecto. La blancura
purísima y honesta de sus medias, de su chaleco y su corbata, vigiladas
severamente por la señora y las señoritas Duplay; los calzoncillos de
nanquín y su hábito a rayas; polvoreados los cabellos partidos en dos
alas, todo en Robespierre daba la idea de un rentista mediocre, el tipo
mismo que el gran demócrata tenía en espíritu. El hombre de tres mil
libras de renta.
Al primer golpe de vista se descubría que este rentista vivía a la
antigua, lo que era verdad.
Molestábanle las ingenuas franquezas del espíritu revolucionario,
el tuteo fraternal; todo le era insoportable; durante mucho tiempo
impidió estas familiaridades entre los Jacobinos como cosas

442
inconvenientes. Lo primero la decencia. La suya era menos la de un
tribuno que la de un moralizador de la República, de un censor
impotente y triste. Su risa, y raramente se reía, era aguda; si sonreía
adquiría su semblante un aspecto de tristeza, como si su corazón no
pudiera soportar la sonrisa.
Tenía la idea, justa en el fondo, de que, si fundía la estatua de la
República mitad oro y mitad cieno, el cieno acabaría absorbiendo el oro
y la estatua se derrumbaría. ¿Cómo impedir esta mezcla con la triste
herencia del antiguo régimen? ¿Cómo distinguir el oro del patriotismo y
de la virtud? ¿Por qué signos se le conocería? Se había abusado de todos.
El Terror, solapadamente se enmascaraba con los signos patrióticos. El
distintivo de los partidos políticos era una máscara del 89. El hábito
sencillo, de colores sombríos, los cabellos plata y negro, todo fué
adoptado el 91 por los aristócratas. ¿Quién practicaba la filantropía? No
se puede culpar a Robespierre como autor del origen de este estado. Los
exaltados especialmente le eran muy sospechosos; los creía traidores,
pagados por Pitt o por Coblentz para deshonrar la Revolución.
Todas estas penosas ideas, mortificándole interiormente, dieron a
su rostro el carácter de un objeto extraño. Desmadejado, enfermo,
sufriendo desde el 89 las risotadas de la Constituyente, montó en odio y
se fortificó a los aplausos del pueblo. Su modo de andar automático
parecía el de un ser de piedra. Sus ojos inquietos, con brillantez de acero
pálido, expresaban el esfuerzo de un miope que quiere profundizar hasta
el corazón y la abstracción confiada de un hombre que renuncia a ser
hombre para ser un principio viviente.
¡Vano esfuerzo! Siempre fué hombre: —para odiar aún más; —fue
un principio inflexible que jamás perdonó.
Marat le había dicho el 90 (24 Octubre) que tendía a la Inquisición.
Quería comprender entonces entre los criminales de esa nación no
solamente a los que atacaban la existencia física de la Francia, si no su
existencia moral. Desde entonces, como dijo muy bien Marat,
condenaría a muerte a los libertinos, porque atacan con golpes seguros
las costumbres de la nación. El mismo Evangelio no está muy seguro; su
precepto de obedecer a las potencias corporales puede resultar un
ataque directo a la moralidad política de la nación.
Esta tendencia ultramoralista se hubiera arraigado profundamente
bajo Robespierre si las circunstancias violentamente políticas le
hubieran sido propicias. Comiénzase a llevar, sea a la Comuna, sea a los
Jacobinos, causas por adulterio y otras causas morales, que en la Edad
Media se sometían a la autoridad eclesiástica.

443
Robespierre tenía una condición muy propia en las naturalezas de
cera, y es que sus vicios y sus virtudes se adaptaban perfectamente,
prestándose una especie de fraternal asistencia. Su rigor de costumbres
y su elevación de ideas santificaba sus odios. Sus enemigos, sus rivales,
aún sus amigos, poco dóciles, los que se llamaban Indulgentes (Danton,
Desmoulins, Lacroix, Fabre d' Eglantine) fueron sacrificados por él,
condenándolos con todo el rigor que pudo como censor de las
costumbres.
Finalmente creyó inspiradas en la justicia y el derecho sus
acusaciones y juzgó dignos de la muerte a quienes él tenía interés en
perder.
El sueño atroz de una selección absoluta para la República se
arraigó en él. Imitador por temperamento, bárbaramente imitador,
parece inspirarse no solo en los pasajes más duros y amargos de
Rousseau, si no en un pequeño libro que conocía profundamente: el
paradójico Diálogo de Sila y Sócrates. Le gustaba repetir estas enfadosas
palabras (que tanto hubiera sentido Montesquieu si hubiese sabido el
uso que iban a tener): «La posteridad puede ser que encuentre poca
sangre derramada y que no todos los enemigos de la libertad han sido
proscritos.»
Juzgábase él muy puro y capaz de desempeñar este papel. He aquí
el error. ¿Quién es puro?
¿Cómo no se puede descubrir en su alma enferma, a través del
patriotismo que lleva su fondo, el mal terrible que reside en él? Hablo de
la exasperación de rivalidades y competencias. Nada le fué más fatal que
sus celos por no haber tomado parte en las grandes jornadas de la
República, ni en Julio del 91, ni en Agosto del 92. La prensa girondina se
lo recordaba sin cesar y él sufría cruelmente. Aun estrechándose en los
moldes de la continencia, sintió las picaduras de estos insectos
venenosos. Perjudicole también su insaciable interés en acusar a Brissot
de autor de los sucesos del Campo de Marte, proclamándole asesino del
pueblo.
Aun sufría veleidades, desequilibrios y dio alguna vez la mano a
los furiosos que quiso sojuzgar antes de dirigir aquel insensato
documento a la Convención.
Los Jacobinos descendían. Una escena inesperada reveló hasta
qué extremo podían encontrar amigos y auxiliares. Tenía Robespierre en
lo más bajo de la escalera de la tribuna un muchacho llamado Varlet, que
apenas tenía veinte años y a quien se había visto ya en todas partes
Donde se había derramado sangre. Marat más de una vez se expresó con

444
terror del joven tigre. Hablaba de la muerte Marat, pero de la muerte
política, como es Septiembre. Varlet seguía su camino riéndose del buen
Marat. Veíasele generalmente con un palo en la mano derecha y un
tablado de tijera en la izquierda. Si la ocasión le parecía propicio saltaba
sobre la tribuna portátil y hablaba. Sobre todo, gustábale hablar a la
puerta de los fuldenses, a la puerta de la Asamblea, pues el hablar de las
matanzas era su texto ordinario. Los Jacobinos hasta entonces no habían
recibido a Varlet más que a silbidos. Una vez, el 7 de Noviembre, entró
con un gorro frigio a la punta de su palo, se le concedió el uso de la
palabra y dijo que en su tribuna ambulante se había constituido en
defensor de Robespierre, acusador dé la Gironda etc., etc. La audacia de
aquel bribón hizo enrojecer a muchos. Uno solo osó hablar para quitarle
el uso de la palabra, un hombre honrado, el carnicero Legendre. Los
demás cobraron valor entonces y lo arrojaron. Cosa triste, un miembro
importante de la Convención y .de la Montaña, Bazire, tomó su defensa,
exigió que se le creyera. Entró Varlet triunfante, se instaló en la tribuna
habló cuanto quiso y fué aplaudido.
La aparición de un cómico de su encrucijada, de un farsante que
habitualmente rogaba por la reproducción de Septiembre ¿era un
accidente? ¿Esta afrentosa sed de sangre era un fulgor fortuito? Había de
todo. Dos días antes (el 5 de Noviembre) el orador ordinario de la
Sociedad, el que frecuentemente ocupaba la tribuna con grandes
aplausos, Collot de Herbois, declaró: «Nuestro credo es Septiembre.»
La sociedad se envilecía. Dan ton mismo, nada hostil a los hombres
más violentos y exaltados, no quiso acercarse más, disgustado por el
triunfo dé las fanfarronadas y la falsa energía. Nombrado presidente en
Octubre no asistió más que dos veces, en dos ocasiones solemnes, para
felicitar a Dumouriez, vencedor, y para acoger a los saboyanos que se
entregaban a la Francia.
Una parte de la Montaña, Cambon, Carnot, Thibaudeau y otros no
pudieron nunca dominar la instintiva repugnancia que sentían hacia los
Jacobinos por la violencia de unos y la hipocresía de otros. Respirábase
a la entrada del cavernáculo un olor a sangre que muchos no.
soportaban
Nadie dudó entonces de que con los Jacobinos era imposible
constituir un partido que hiciera otro 2 de Septiembre. El hecho de
alabarse de haber lanzado la turba motinesca en sus más viles
representantes suponía en ellos siniestros designios. La guardia
departamental aún no había sido creada, pero un gran número de
federados se agrupaban para la defensa de la vida de sus diputados en

445
peligro, los otros para unirse más lejos al ejército; estos quedábanse
para impedir los motines. La Convención casi entera acordó que los
federados estuvieran en París.
Estaba impresionada profundamente por una palabra de Buzot,
palabra profética de un hombre nada tímido: «¿Se os va a hacer votar la
orden del día forzosamente? ¿Qué gobierno queréis entonces? ¿ Qué
aprestos fúnebres son estos que os preparáis para vosotros mismos ?
La Asamblea sintió frío, tembló. Después tomó bríos, cuando un
hombre independiente de la tertulia girondina, Cambon, mostroles su
verdadera situación, el abismo al que dejábase arrastrar fascinada por la
violencia. Los jacobinos querían obligar a los federados a que partieran,
esto es, desarmar la Convención. Hízose presentar hipócritamente la
demanda por el ministro de la guerra so pretexto de necesidades
públicas. Cambon estalló en palabras terribles, concisas, como un
hombre que dijera: No, yo no puedo morir. La Convención rechazó la
demanda del ministro, esto es, votó que los federados estuviesen en
París.
El discurso de Cambon falto de elocuencia y pretensiones, decía
poco más o menos: ¿Quién ha hecho el 10 de Agosto? No los que se
alaban, sino nosotros, la Legisladora, que hemos desarmado al rey y
hemos arrojado su guardia. Y bien, la Convención, si arroja a los
federados, no hace más que prepararse un 10 de Agosto contra ella
misma. Habla después de Septiembre con violencia y horror, censura las
afrentosas escenas de entonces y recordó amargamente que la
Convención no estuvo prevenida para apoderarse de la guardia
municipal.
«Es todavía (dijo) por los terrores de Septiembre por lo que el
ministro de la guerra ha hecho esa demanda de alejar a los federados,
de desarmar a la Convención... Dícese que los meridionales quieren
federalizar a Francia. Si ellos quisieran ese gobierno, nosotros no
estaríamos aquí. Si quisieran lo tendría. Pero ocurre todo lo contrario. A
la partida de los diputados del Mediodía nos dijeron: «Nosotros
queremos ser franceses, ser unos con nuestros hermanos del Norte y
que no haya más que una Francia... Vuestras cabezas nos
responderán...»
Se ha hablado de una dictadura de Cromwell; unos han dicho: No
queremos Cromwell. ¡Sin duda, ya no se le quiere más! Pero llegará un
día en que un ambicioso habrá ganado victorias y os dirá: «¡Hacedme
rey y seréis más dichosos!... Sí; he aquí lo que se os dirá: pero esto no

446
será mucho. ¡Mueren los reyes, los dictadores, los protectores, los
Cromwell!
De un solo golpe atacó a Dumouriez como pérfido y á Robespierre
como impotente.

447
CAPITULO V
El proceso del rey. —Intento de la, izquierda para aterrorizar a la derecha. —
Saint- Just (13 Noviembre 92)

La ideal moral de la Revolución. —Unanimidad moral de la Francia revolucionaria hasta


los últimos meses del 92.—Prueba única y terrible que sufrió entonces Francia.—Había
motivos suficientes para tomar medidas de seguridad personal.-El proceso mal determinado
por la Gironda.—Homicida discurso de Saint-Just.— Figura de Saint-Just.—Sus antecedentes,
sus primeros ensayos.—Es nombrado, antes de la edad reglamentaria, miembro de la
Convención.—Su discurso es una amenaza para la Convención (13 Noviembre 92).—La
derecha atemorizada por la audacia de la Montaña.__

Los federados de los departamentos quédanse en París; la Francia


guarda la Convención. Desde entonces ésta tiene menos que temer
materialmente. Falta que se sepa conservarse moralmente. Se podrá
ejercer sobre ella el terror en la opinión si permanece vacilante, si no
está firme en su asiento y falla su tribunal inspirándose en principios
invariables que hagan olvidar las vanas agitaciones pasadas.
En el momento mismo en que comienza un proceso criminal, un
juicio a muerte, la primera necesidad es que el juez, con la mano puesta
sobre el corazón, siente bien sus principios, sus leyes, su fe, la idea por
la cual se quiere violar lo que es inviolable: la vida humana.
Siendo una la idea del derecho, el derecho judicial y el derecho
político tienen el mismo fundamento. Determinar el principio en virtud
del cual ha de morir el acusado es determinar el principio en que vive la
sociedad que lo juzgó. La Revolución, juzgando a Luis XVI, se juzgó
asimismo implícitamente; indicaba de qué ideas morales se componían
su vida y su derecho.
¿Cuál era la idea moral de Francia?... Todos los políticos eminentes
de Francia sonríen, mueven la cabeza ante la palabra idea. Saben que el
glorioso enemigo de los ideólogos pereció por faltarle una idea. Los que
viven, viven por un ideal; los otros, son los muertos.
Su idea vital de la Revolución estalló con incomparable luz del 89
al 92:
La idea de Justicia.
Y por la primera vez se ha visto lo que es la justicia. Se había hecho
hasta entonces de esta virtud soberana una seca, una estrecha virtud.
Antes que la Francia la revelara al mundo aún no se había supuesto su
grandiosidad inmensa.

448
Justicia generosa, humana, amante hasta la ternura por la pobre
humanidad.
Toda la tierra antes de Septiembre adoró la Justicia de Francia. Se
la admiraba viendo como en uno de los pliegues de sus vestiduras
llevaba lo mejor de la herencia de la Edad Media. Su justicia dulce y
magnánima parecía inspirada por la Gracia. Era la Gracia misma, pero
sin sus arbitrariedades ni sus caprichos. Su gracia es según el que no
varía nunca: según Dios.
Por la primera vez en este mundo la ley y la religión se abrazaron
penetrándose y confundiéndose.
La Asamblea Constituyente, usando de su derecho, del derecho de
los héroes salvadores, bienhechores del género humano, levantole un
altar, el primero verdaderamente que se le ha elevado a la humanidad.
Ordenó que este altar existiera en todas las municipalidades, que se
hicieran las prácticas civiles, que se santificaran los tres grandes
accidentes del hombre: vida, matrimonio y muerte. El primer creyente
que llevó su hijo a este altar fué Camilo Desmoulins y sin embargo, el
altar no existía aún.
Si existe en las leyes. No pueden leerse estas leyes humanas y
generosas llenas de amor hacia el hombre sin sentir ternura. Se manejan
con respeto las actas de las grandes discusiones que las prepararon. Si
en algo se las puede reprochar es de excesivamente confiadas; creen
demasiado en la bondad de la naturaleza humana, y siendo leyes para
juzgar y reprimir, hacenlo por procedimientos muy clementes y suaves.
Suprimieron el derecho de gracia y en su legislación encontrábase en
cada línea.
El alma del siglo XVIII, su mejor inspiración, la más humana y la
más tierna, la de Voltaire, de Montesquieu, de Rousseau y algunas veces
también la utópica de Bernardino Saint-Pierre, se exprimieron aquí.
Disintiendo sobre tantas cosas los jefes de la Revolución están per
perfectamente de acuerdo sobre dos puntos: 1. ° Nada hay útil más que
lo justo; 2. ° lo más sagrado es la vida humana.
Leed Adrien Duport, leed Brissot y Condorcet, leed Robespierre (en
la Constituyente); el acorde es perfecto.
«Hagamos al hombre respetable ante el hombre.» Esta gran frase
de Duport es el pensamiento de Robespierre en su discurso contra la
pena de muerte. Quiere, al menos, que para condenar haya perfecta
unanimidad entre los jueces.

449
Brissot, antes del 89, había publicado un libro sobre las
Instituciones criminales, inspirado en el espíritu de Beccaria, en la
dulzura de los cuákeros americanos, que acababa de visitar.
Condorcet va más lejos en sus últimos escritos. Espíritu
profundamente humano, sus propias desgracias no sirven más que p ira
ahondar en él el amor a la humanidad, la piedad, el amor universal de la
vida; confían en que gracias al progreso de las ciencias el hombre llegará
en el porvenir hasta suprimir la muerte.
El hombre bien; pero ¿y los animales? Morirán siempre. Su muerte
es necesaria para la vida general. Condorcet se entristece con las últimas
palabras que escribe. Su muerte quedará como una luz fatal del mundo;
no puede consolarse.
¡Ah dulce genio de la Francia y de la Revolución... ¡No puedo
romper la pluma y terminar aquí este libro!
La humanidad en la Justicia no es una idea que flota, si no
fundamentada; la Justicia es la reina absoluta; he aquí el Credo, la fe de
esta nueva era, su símbolo tres veces santo, más aún que el de Nicea.
«El derecho, ha dicho Mirabeau, es el soberano del mundo.»
Robespierre: «Nada es justo más que lo que es honesto; nada es
útil más que lo que es justo.» (16 Mayo 91).
Y Condorcet (25 Octubre 91): «Es un error creer que la salud pública
pueda exigir una injusticia.»
Durante el año 92 continúa el mismo lenguaje.
Todos caen entonces en la tentación.
Levántase el peligro por todas partes, como necesidad terrible; la
amenaza de Europa, las traiciones de los de dentro. Ya se habla menos
de justicia. Todos se dicen en voz baja: «¿Qué se sabe? Vamos a perecer
sin duda, si somos justos ahora. Salvemos la Francia hoy; ya seremos
justos mañana.»
La Gironda hace los primeros intentos y perece la primera.
La duplicidad de la corte le enseña su verdadera situación. Juzga a
su rey, que la juzga a ella: tratando con él se quebranta.
El honor está comprometido aquí. Aún existe humanidad, respeto
a la vida. Viendo la segunda tentativa, la invasión de Septiembre, ¿qué
dirán los filántropos? Sobreviene después el proceso del rey, la ocasión
de aplicar la justicia o desacreditarla. ¿Ha de perecer él para ser justos?
¿Perecer? Pensemos serenamente en que no se trata de juzgar
hechos que no han producido más que un daño sencillamente individual,
no solo daño a la patria. Si temió el rey a la Francia revolucionaria, no
fué por la Francia misma. Apóstol y depositario de los derechos comunes
450
del género humano conducidos a través de los mares, entre las más
terribles tempestades, ¿podía Francia tener la suficiente sangre fría para
abandonarlos sobre las crestas de las olas? ¿Esta luz tan esperada había
de extinguirse con la Francia en su común naufragio? Esta tenía derecho
a vivir, viendo que su muerte era la muerte de la humanidad.
Todo esto, sin embargo, tiene aún algo de hipotético. Lo que
resulta evidente, incontrovertible, es que Francia quiso salvar la primera
y la última palabra de la nueva ley que le dio al mundo: Justicia.
Esta nueva ley se condensaba en muy pocas palabras: La
humanidad exige derecho y justicia absolutos. Justicia ciega al interés,
sorda a la política. Justicia ignorante, divinamente ignorante de las
razones del hombre de Estado.
¡Ah! jamás pueblo alguno sufrió tan terrible prueba como la
Francia ni fué sometido a tan espantosa tentación. Joven todavía, sin
experiencias de la nueva ley, al principio de una nueva vida, sin tiempo
aun para afirmar su corazón y su conciencia en el derecho, aparece una
mañana frente a esta prueba. ¿Qué hubierais hecho todos vosotros, los
que calculáis fríamente estas cosas? Ni uno solo de vosotros hubiera
dejado de gritar con humana y heroica fe: «¡Perezca la Francia! ¡Perezca
el género humano, cuando se iba a recoger la cosecha de la Justicia!...
¡Viva la Justicia, pura, abstracta, como sea. Ella marchará inviolable,
inmaculada. ¡Ella sabrá formar un mundo para reinar!
¡Fe terrible, más grande quizá de lo que se puede esperar de la
naturaleza! ¡Despreciar toda cosa calculada! ¡Ver si la Revolución
desligada de la política, podía vivir! Nuestros padres no profesaron esta
fe. Pero ¿quién la hubiera tenido? Creyeron ellos que salvaban la Francia
y diéronla á su salud, la fortaleza de su alma, el temple de los
sentimientos de su corazón, su honor, más aun, sus principios. No vieron
entonces ni nadie podía vislumbrar lo que hoy se ve y hemos dicho más
arriba; que la Revolución, sumergida, se construyó una base sólida y
profunda. Estaba fundada dos veces en la tierra, en la fe del pueblo.
Este, sorprendido por la tempestad en uno de los fuertes del dique
de Cherburgo, vio como sobre su cabeza, hendiendo el espacio, pasa la
asustadora nube, pero no advirtió que bajo sus pies tenía una base que
se ríe del mar: la inmóvil y sólida montaña de granito de la Revolución.
Millares de propiedades vendidas y divididas hasta lo infinito. Millones
de espadas arrojadas, rotas. ¡He aquí lo que llamo la base, el granito de
la montaña! Una montaña viviente. Si hace un movimiento tiembla el
mundo.

451
No hay necesidad que la Francia sea bárbara ó débil ante el temor
a los sacrificios humanos. Había de ser justa. ¿Clemente? No; el
momento era crítico, de infinitas revueltas y gravísimos peligros. Hacía
falta una justicia acerada y fuerte, una justicia, en fin.
Robespierre dijo en uno de sus discursos de Enero, que su corazón
había titubeado. Lo creo, verdaderamente. Palabra escapada de su
corazón, de la naturaleza, de un alma torturada por ella misma. Si, dudó,
cuando por la muerte de un hombre culpable, comprendió que se abría
a la muerte un anchuroso camino en el que ya no se detendría. En los
primeros meses del 02 Robespierre y todo el mundo habla aun de
humanidad. La tinta de sus discursos ardientes, sinceros, aun no se
había secado sobre el papel en que proclamaban la fuerza inviolable de
la vida humana. Repetíanlo los montes, y el eco aún no se había
extinguido. ¡Cuanto más nobles eran estas palabras, era mayor el
sufrimiento de quienes habiéndolas pronunciado iban a pasar tan rápida
y bruscamente de la civilización, de la humanidad a la barbarie!
La Francia fué cogida ardiente de elevada bondad, de bienestar
universal, por una mano de hierro y arrojada a la fría región de los
muertos.
La discusión comenzó el 13 de Noviembre. Petion pidió
previamente que se discutiera si el rey era inviolable.
Pregunta inoportuna, que causó a la derecha de la Gironda
grandísimo daño, haciéndose sospechosa desde este momento en el
proceso del rey, como si quisiera hacerlo abortar. La inviolabilidad era
una cuestión conocidísima ya, olvidada. ¿Cómo podía ignorar Petion los
ejemplos de tantos siglos y de tantos hechos precedentes? Sabíase
también general¬ mente que existía una Constitución, la del 91,
compuesta de leyes antiguas, cargadas de años y achaques enterradas
en las catacumbas de la historia entre Licurgo y Minos. Aun de la
inviolabilidad no se acordaba nadie.
Para que resultara más manifiesto el error cometido por Petion no
le faltaba más si no que lo hubieran apoyado los realistas. ¿Había en la
Convención? Uno de la Vendee se presentó audaz y trémulo y dijo que
él no defendía a Luis XVI, pero que a pesar de todas sus equivocaciones
el rey era inviolable.
Principios torpes y funestos que no sirvieron para otra cosa que,
para anular y comprometer una buena parte de la Asamblea, la mitad.
Estalló la indignación en las tribunas del pueblo de un modo formidable
y la sangre del 10 de Agosto comenzó a hervir. Los exaltados produjeron
gran alboroto. No había en la Montaña ni sesenta que quisieran la

452
muerte del rey; pero desde el momento en que los insensatos
campeones de la inviolabilidad quisieron cubrirla con el manto de la ley,
los sesenta se convirtieron en ministros de la indignación pública y
viéronse seguidos por una muchedumbre. La moderación y la clemencia
eran ya imposibles.
¿Quién llevaba la cuchilla? Los jefes de la Montaña se abstuvieron,
quedáronse en sus bancos. La cuchilla de la Montaña fué empuñada por
Saint-Just.
Necesitábase un hombre nuevo, sin que le adornara su vida ningún
precedente filantrópico, que no hubiera pronunciado jamás una palabra
de dulzura ni de piedad, que hubiera hecho caso omiso de las nobles
discusiones de la Asamblea en las que se juró el respeto a la vida y
sangre humanas.
Saint-Just subió lentamente a la tribuna y pronunció sin
apasionarse un discurso atroz. Dijo que no convenía extenderse mucho
en el proceso del rey; que lo que había que hacer era matarlo.
Ha de matársele; ya no hay leyes para juzgarlo; él mismo las ha
destruido.
Hay que matarlo como un enemigo; juzgado por un ciudadano;
para sentenciar el símbolo de la tiranía el ciudadano es el llamado. Hay
que matarlo como culpable sorprendido en flagrante delito, con las
manos tintas en sangre. La realeza es desde entonces un eterno crimen.
Un rey está fuera de la naturaleza; entre el pueblo y el rey no hay relación
humana.
Obsérvase que Saint-Just se preocupa poco en poner de acuerdo
y ordenadamente todas estas razones, estos medios; emite sus ideas
sencillamente; todos los medios son buenos para matar al rey.
Tenía dos frases terribles, dos ultrajes violentos, sanguinarios:
«Llegará un día en que los hombres alejados de nuestros prejuicios se
asombrarán de la barbarie de un siglo para el cual fué cosa sagrada
juzgar a un tirano...» Y por una odiosa irrisión: «Se intenta remover la
piedad, se ajustarán a buen precio las lágrimas como en los entierros de
Roma...»
El día en que la piedad adopta una figura burlesca comienza la
etapa de la barbarie.
Saint-Just había obtenido de la Montaña y de Robespierre la
terrible iniciativa de dar este primer golpe. Pero estamos tentados de
creer que su discurso no fué inspirado por nadie. Llegó a decir en dos
pasajes que ni aun el pueblo podía obligar a ningún ciudadano a que
votara por el perdón del tirano, porque cada uno en este asunto era juez;

453
recordaba Saint-Just que para juzgar César no empleaba otras
formalidades más que dar veintidós puñetazos, etc., etc. Y terminaba
aconsejando a la Asamblea que juzgara con rapidez. Era de temer que
algún individúo de la Asamblea se juzgara autorizado por las violentas
palabras de Saint-Just a ser juez y verdugo.
Temialo el mismo Robespierre, y en su discurso (3 de Diciembre)
dijo que era necesario detenerse y, que él no hacía más que prevenirlo.
Pudo comprenderse desde entonces que el joven Saint-Just no
sería un discípulo de Robespierre, si no que acelerando su paso se
adelantaría a Robespierre mismo, llegando a constituir una peligrosa
competencia.
Y esto llegó sin necesidad del golpe de Thermidor.
La atrocidad del discurso tuvo un éxito asombroso. A pesar de las
reminiscencias clásicas que se]observaban en su discurso (Luis era un
Catilina) nadie mostraba deseos de reírse. El modo de declamar de Saint-
Just no era vulgar; se notaba en el joven orador un verdadero fanatismo.
Sus palabras lentas, mesuradas, causaban el deslumbramiento del
cuchillo de la guillotina. Por un contraste raro estas palabras salían
fríamente, despiadadamente de una boca que parecía femenina. Sin sus
ojos azules fijos y duros y sus cejas fruncidas Saint-Just hubiera podido
pasar por una mujer. ¿Era la virgen de Tauride? No; ni los ojos, ni la piel
blanca y delicada dejan en el espíritu sentimiento de pureza. Esta piel
muy aristocrática, con un carácter singular de blancura y transparencia,
parecía muy hermosa y dejaba la duda de si Saint-Just estaba sano. La
enorme corbata atada, que él solamente llevaba entonces, hizo decir a
sus enemigos, puede que, sin causa, que tapaba tumores fríos. El cuello
estaba como suprimido por la corbata y por el alzacuello alto y tieso;
efecto llamativo, tanto más cuanto su talla elevada no hacía suponer tan
corto cuello. Tenía la frente muy baja y la cabeza como deprimida, de
suerte que los cabellos, sin ser largos, le llegaban hasta los ojos. Pero lo
más extraño era su paso, de una rigidez automática que a nadie
semejaba. La rigidez de Saint-Just era característica. ¿Revelaba altanería,
orgullo, altivez calculadas? poco importa. Intimida y desde este
momento no es ridícula. Comprendíase que un hombre inflexible en sus
movimientos lo fuera también en sus palabras. Lo mismo cuando
pronunció su discurso contra el rey que cuando habló contra la Gironda,
moviose de una pieza hacia la derecha y nadie hubo que no sintiera el
frio del acero.
Falta saber quién es este joven que para su debut escogió el
fúnebre papel de hablar en nombre de la muerte, en nombre de la

454
venganza del pueblo, quien, por encima de la Montaña, por encima de
Robespierre, imponía a la Asamblea el asesinato político.
Había publicado Mis pasatiempos o el nuevo Organt de 1792, por
un diputado de la Asamblea Nacional.
Esta obra, que tiene por lo tanto algún mérito, murió apenas hizo
su primera aparición en el 89 y su segunda aparición en el 92. La terrible
celebridad de que gozaba entonces su autor no le sirvió al libro. Sus
amigos fueron, se puede creer así, los más empeñados en enterrarlo, en
crearle el vacío.
Saint-Just nació en Nievre, una de las más rudas regiones de
Francia y que ha producido más de un hombre de savia áspera y amarga.
(Béze, entre otros, el brazo derecho de Calvino). Su padre fué un soldado
afortunado. Uno de esos militares del antiguo régimen que después de
una larga vida de esfuerzos obtienen la cruz de San Luis y acaban siendo
nobles. Todo este esfuerzo acumulado se resumía en Saint-Just. Nació
serio, ásperamente laborioso; esto se observa en sus cuadernos de
estudiante que todavía existen. El que tengo a la vista prometía un
espíritu exacto, un poco pesado, llamado a los trabajos de erudición. Es
una cansada historia del castillo de Coucy. Su familia tenía bienes en
Aisne (Blerancourt) cerca de Nayon.
Enviado a Reims para estudiar el derecho, el joven no encontró en
estas academias, vergonzosamente deficientes entonces, más que el
vacío, el aburrimiento y malas costumbres. De tiempo en tiempo hacía
un viaje a Blerancourt, y hacía (si hemos de juzgar por los versos que
entonces escribía) la vida de los jóvenes gentiles hombres de campo.
Una vez le absorbió una idea y escribió un poema.
El autor valía mucho más que la obra. No había nacido para cultivar
la poesía. Poseía el sabor natural de las grandes cosas, una poderosa
voluntad, un alma elevada y emprendedora. Devorábase á sí mismo en
esta vida de tedio. Di cese que en Reims pintó su dormitorio de negro
con lágrimas blancas y que pasaba largas horas en esta especie de
sepulcro creyendo que había muerto ya en la antigüedad. Los seres
heroicos de la antigua Roma visitaban con mucha frecuencia esta
cámara, penetrando en la fogosa alma de Saint-Just. Este repetía con
frecuencia: «El mundo ha quedado vacío después de los romanos.»
Saint-Just sentía vehementes deseos de llenarlo.
Para salir de la provincia y vivir el día, se dirigió al brillante
periodista de Aisne, a Camilo Desmoulins; éste, de una naturaleza
antipática a la suya, no hizo una gran acogida al altivo estudiante; no vio
en Saint-Just más que fatuidad y pretensión; no encontró ni al romano

455
ni al poeta; Camilo Desmoulins se burló de los dos. Saint-Just queda
nuevamente en su soledad irritado, impaciente, indignado de
permanecer aun en la oscuridad leyendo sus Plutarco, Sila, Mario.
Presentósele una magnífica ocasión. Saint-Just había recobrado
sus ánimos. Blerancourt iba a perder un mercado que era su vida. Saint-
Just escribió a Robespierre sin conocerlo rogándole que apoyase la
reclamación del pueblo. Ofrece dar sus escasos bienes, todo lo que tiene
a la propiedad nacional.
¿Fué aceptada la oferta? Lo ignoro. Lo cierto es que Robespierre
que amaba a las gentes desinteresadas admitió desde entonces al joven
que entregaba sus bienes tan noblemente sin reservas ni escrúpulos. Fué
feliz cuando pudo oponer en el Aisne Saint-Just, fanático suyo, á
Condorcet, que detestaba y a Camilo Desmoulins, poco seguro. Por esto
fué, sin duda alguna, y empleando su poderosa influencia, por lo que
Saint-Just fué nombrado a los veinticuatro años miembro de la
Convención. El presidente del cuerpo electoral Juan Debry protestó en
vano.
La magnitud de los sucesos, el desinterés con que procedió Saint-
Just fueron como una revelación. Si su poema reaparece en el 92 no es
por Saint-Just, si no por el librero. El autor parece purificado.
Llegó lleno de elevadas ideas. Vivía en la intimidad de Robespierre.
Participaba de su austeridad.
Participaba de sus desconfianzas y sus odios, adoptando también
el carácter de un áspero censor, de un purificador despiadado de la
República. El programa que el mismo Robespierre dio en las elecciones
de París y recibido por los Jacobinos, depurar la Convención, era el
pensamiento de Saint-Just.
Entraba en la Asamblea y miraba a todas partes como si escogiera
a quienes debían morir y quienes debían vivir.
Sentíase esto en su primer discurso persiguiendo al rey,
amenazando a la Convención, haciendo a la vez el proceso de Luis XVI y
el de los jueces que dubitarían antes de condenarlo.
Para él había ja acusados que debían separarse en distintas
categorías. Aseguraba Saint-Just que solo la muerte del tirano podía
asegurar la unión de la Francia.
Unos tienen miedo, decía, otros lástima a la monarquía: «Otros
temen un acto de virtud que sería un lazo de unidad para la República.»
Los cimientos para la unión han de ser, pues, de sangre. Lo que Callot se
aventuró a decir en la sociedad de los Jacobinos, el joven y grave Saint-
Just, que se sentaba cerca de Robespierre, lo repetía, lo proclamaba en

456
el seno de la Convención. La sangre era la prueba, el signo fatal que sólo
debían reconocer los patriotas.
Este discurso ejerció en el proceso un efecto enorme, un efecto que
ni el mismo Robespierre pudo adivinar y dio ocasión a su discípulo para
que llevara la bandera más lejos en adelante.
La brutalidad violenta de la idea, la forma clásicamente
declamatoria, la dureza magistral de su discurso todo impresionó a las
tribunas. Sintieron la mano del genio j temblaron de gozo.
Sus ídolos basta entonces habían sido los habladores, los
pedagogos de la oratoria.
Ahora era un tirano.
La Gironda sonrió para asegurarse. Saint-Just más Aparentó no
ver en el joven que el estudiante: Brissot en el Patriota lo elogia: «Entre
ideas exageradas que revelan los pocos años del orador» encuentra en
su discurso «luminosas ideas, un talento que puede honrar la Francia.
Joven o no, exagerado o no, tuvo el poder de dar el tono para todo
el proceso. El determinó el diapasón. Dio la tónica. Se continuará
cantando al tono de Saint-Just; apenas si se osa aventurar una palabra
de moderación. El primer orador, Fauchet, no encuentra para salvar al
rey más que esta razón piadosa, ridículamente hipócrita: Que sus
crímenes son tan grandes que su muerte resultaría un castigo muy dulce;
se le debía condenar a vivir.

457
CAPITULO VI
El proceso. —Intento de la izquierda, para aterrorizar el centro y los neutros.
— Lucha de Cambón y Robespierre
(Noviembre-Diciembre 92)

Bazere intimidado inclinase a la izquierda (5Noviembre). -Fuerte posición de Cambon.


—Prevé la guerra universal y la revolución territorial. -Cambon, hostil a Robespierre, a la
Comuna. —Es atacado por los Jacobinos, los curas y los banqueros. —Sus peligrosos intentos
de que Dumouriez revolucione Bélgica (15 Noviembre). —Es denunciado a los Jacobinos (16
Noviembre).—Robespierre por los curas contra Cambon.— Su artículo contra Cambon.—
Pídele que reprima y limite la guerra.—Saint- Just ataca el asignado y á Cambon (29
Noviembre).—La (lironda no apoya a Cambon.—Cambon no se somete a los Jacobinos pero
los aventaja.—Proclama la guerra revolucionaria.—Limita el poder de los generales.—Danton
apoya el decreto de Cambon.—En adelante Cambon se sienta en la izquierda.—Cambon y sus
amigos votaron por la muerte del rey.

La derecha estaba profundamente quebrantada por las audacias


de la Montaña. ¿Quién podía imaginar que componían el centro
quinientos diputados de setecientos cincuenta aproximadamente que
contaba la Asamblea?
¿Esta masa muda y pesada era sólida como masa? ¿En su número,
en su silencio, encontraba su seguridad? ¿Cómo influir sobre ella?
Directamente era imposible, pero podía ser indirectamente,
atacando a los hombres más importantes y que figuran como jefes de sí
mismos, independientes, agitándose una vez en la derecha, otra en la
izquierda, según su libre opinión. Llamémosles neutros. Hablo
especialmente de dos personas, del orador flexible y fácil, Barere, muy
agradable, muy estimado en la Asamblea y del hombre importante a
quien ésta obedecía dócilmente en las cuestiones financieras: Cambon.
Si estos dos hombres figuraban en la izquierda, era de esperar que el
centro, especie de amontonamiento de diputados, se sumara íntegro, en
breve, a la izquierda también.
El mismo día (5 de Noviembre), en que, en un momento de la más
afortunada audacia, deslumbró a la Convención, salvó a Robespierre,
mortificando y abatiéndolo, tembló de su éxito y corrió por la noche a la
sociedad de los Jacobinos a explicar sus palabras y a demandar gracia.
Sucedió a Callot que elogiaba la fecha del 2 de Septiembre y afirmaba
que esta sintetizaba el credo de los Jacobinos. Barere manifestó que sus
opiniones eran como las de Callot, y que, en efecto, el 2 de Septiembre
«tenía mucho bueno a los ojos de los hombres de Estado.»

458
Barere temía ser vencido por dos puntos igualmente graves. Por
una parte, su nombre constaba en las cartas de Laporte al rey,
comprometiéndose (en Febrero del 92) a escribir un informe puramente
realista en la cuestión de competencia. Por otra sus relaciones íntimas
con madama Genlis le daban un título de la casa de Orleans, el de tutor
de la linda Pamela, hija natural del príncipe, que se educaba con sus
hijos. Barere, joven espiritual, ligero de costumbres, de carácter, estaba
muy lejos de merecer este título que siempre revela gravedad en quien
lo tiene. ¿Cómo se le retribuía? ¿En dinero o en amor? No se sabe. Lo
que resulta innegable es que a consecuencia de los violentos ataques
que la Gironda dirigía a la casa de Orleans, Barere, temiendo verse
pendido, se arrojó al fondo mismo de la izquierda, en el seno de la
Montaña y en el proceso del rey conviértese en una especie de
procurador general contra él, resume las opiniones de todos y pide la
muerte del rey en sus conclusiones.
Cambon era otro hombre y difícilmente podíasele atemorizar.
Estaba fuertemente asido en la Convención, representando la
importante cuestión de los asignados y la venta de los bienes nacionales,
cuestión eminentemente revolucionaria que removía el fondo de la
tierra, cambiando sus condiciones de arriba abajo. La fuerza de este
problema arrastraba a Cambon, deseando la guerra a todo trance
(contrariamente a Robespierre), para difundir por todas partes el
asignado. Los girondinos igualmente deseaban la guerra y las
franquicias de todos los pueblos; solamente por un respeto a la libertad,
funesto a la libertad misma, dejábanlos dueños de sí mismos para
ingresar o no en la Revolución. Cambon no secundaba estas reservas ni
sufría, semejantes indecisiones; ansiaba una revolución profunda en
toda Europa; una revolución territorial; quería, según la frase de Adrien
Duport, labrar el suelo profundamente. No aceptaba componenda
alguna ni con girondinos, ni con Jacobinos; sentíase más que Jacobino
en la cuestión de la guerra, más que girondino en el espíritu de invasión,
de nivelación común, de asimilación de los pueblos a la Francia
ordenada y nivelada. El genio de la gran revolución agraria que residía
en él hacíale indiferente, despreciativo hacia todas las entidades
políticas. ¿Dividir la tierra significaba para él distribuirla entre los
trabajadores? ¿Regalarla? No, ciertamente. Esta división significaba la
venta, la venta a bajo precio y por anticipado, de modo que resultara
siempre la prima del trabajo hecho o del trabajo por hacer.
Su idea constante, fija, que era también la que sustentaba Danton,
era revolucionar a Bélgica, transformarla vendiendo todos los bienes

459
eclesiásticos o feudales en provecho de la guerra, nivelar el país.
«Entonces le dijo una vez Dumouriez en una conferencia que celebraron,
— ¿vos queréis aparentemente que ellos sean como nosotros,
miserables y pobres? Si, señor, precisamente—replicó sin inmutarse
Cambon. Que sean miserables como nosotros, pobres como nosotros;
entonces se asociarán a nosotros y los recibiremos...—¿Y después? —
Después iremos mucho más lejos; iremos nosotros delante de nosotros
mismos; toda la tierra hecha a nuestra imagen será la Revolución.» El
general retrocedió: «Es un loco furioso.» La locura de la Revolución: aquí
estaba la sabiduría, la prudencia. La Revolución no haría nada, no sería
útil si no lo transformaba todo. Su primera condición para ser
imperecedera era la de ser universal. Su segunda era la de profundizarlo
todo, tocándolo todo en la propiedad, cimentándose en la tierra. La
genial violencia de esta teoría, que era la Revolución adquiriendo forma
palpable y material al atacar los intereses territoriales, padecía una
pirámide, ruda, gigantesca, fea, levantada en medio de la Convención.
Faltaba encontrar el hierro o la lima que mordiera su granítica mole,
atacándola por su base y derrumbándola.
Robespierre daba vueltas alrededor de esta mole para perforar sus
fundamentos. Lo vemos todavía, para esta obra dificilísima, emplear la
puntiaguda cuchilla de Saint-Just.
Por granítico que fuera Cambon, como idea, como principio, era al
fin un hombre de carne y destructible por lo mismo. Deseaba acelerar la
obra, sobre todo por el furor que despertaban en él los obstáculos, el
odio a los falseadores de la República, la cólera contra la charla
interminable, la insuficiencia de los recursos, la inmensidad de las
necesidades, el clamor de un mundo infinito que llamaba a todas partes.
El vértigo de esta situación no turbó su sereno espíritu, pero manteníalo
en un estado de violencia y cólera continuos. Llevaba en el alma
recuerdos que la ulceraban, que le humillaban. ¿Cómo pudo ser anulada,
aterrorizada, la Legislación del 2 de Septiembre? Impúsose a la Comuna,
la que antes de esta época había amenazado a la Asamblea por el órgano
de Robespierre. Así, cuando Louvet recordó estas escenas fúnebres con
el apoyo de la Convención y de una parte de los girondinos, Cambon no
pudo contenerse, y lanzándose desde su banco hasta el medio de la sala,
gritó a Robespierre enseñando los puños: «¡Miserable! He aquí el
decreto del dictador.»
Inflexible la Comuna á cuanto decía Cambon, éste se irritó:
«¡Vuestras cuentas! ¡Entregad vuestras cuentas inmediatamente!» A
pesar de todas las crisis fué imposible retroceder un paso hasta que en

460
el mes de Marzo se abrió la información que tan tristes confesiones
escuchó de Sergent. Contra Cambon existía una hostilidad general,
singular, extraordinaria.
La Comuna quería perder en él su principal acusador.
Los Jacobinos querían anularlo. No le perdonaban su ausencia, su
alejamiento de la sociedad, el olvido en que aparentaba tenerla.
Los curas querían inutilizarlo. Vendía sus bienes en Francia y que¬
ría venderlos también en Bélgica.
Pero los más furiosos enemigos de Cambon y su asignado no eran
los banqueros. La banca, derribada en Bélgica, amenazada en su capital,
quiero decir, en Holanda, en Inglaterra mismo, agitábase contra él
moviendo sus brazos invisibles. Cambon sentíalos por todas partes, pero
no podía descubrirlos. Todo lo que vislumbraba desde las ventanas de
la Tesorería era el Perron, los mercaderes del oro del Palais-Royal,
corredores de sangre y de dinero. Teníalos bajo sus propias miradas,
tramar a su antojo, sembrar falsas noticias, desacreditar el asignado,
matar la Francia. Veíalos allí, y frecuentemente cambiaba con ellos
miradas de odio y de furor.
Adoptó una actitud violenta contra el mundo del dinero, de la
banca. Jugose su cabeza. Decidió que el día 15 de Noviembre cesara la
antigua administración para los suministros del ejército y que comenzara
la nueva administración el primero de Enero. Durante seis semanas, por
virtud de este decreto, el ejército sería lo que podría ser. Dumouriez gritó.
Dijo que Cambon estaba loco. Cambon sabía que un ejército establecido
en la nación más grande del mundo no podía perecer; creyó que por su
destreza obligaría a que se tocaran los bienes eclesiásticos y feudales,
estableciendo los asignados. Esta cuestión tan sumamente grave, sobre
la cual dudaba la Convención, fué zanjada por la necesidad. Bélgica, a
pesar de Dumouriez, se había transformado desde el fondo a la
superficie.
El ambicioso general, que deseaba que Bélgica fuera lo que había
sido, con su clero, sus nobles, su viejo sistema gótico, se arregló con
este clero, esta banca, queriendo vivir sin hacer la Revolución. Cambon
se encontró en una situación terrible, después de haber aventurado al
ejército, habiendo reunido contra él lo que nunca hubiera creído; lastres
grandes fuerzas del mundo: la banca, los curas y los jacobinos.
Los Jacobinos creyeron llegado el momento y que este hombre a
quien persona alguna pudo hincar el diente estaba en sazón ya, se
reblandecía, poníase en condiciones de ser mordido. El 16 de
Noviembre, un miembro del comité de hacienda, un colega de Cambon,

461
lo denunció a la sociedad: «Se ha creído á Cambon enemigo de los
banqueros, de los agiotistas y se ha sufrido una equivocación. A estas
gentes no se les hiere más que con el impuesto mobiliario, y Cambon
quiere eximirlo. Quiere suprimir las patentes. Un proyecto presentado
por él suprime asimismo el salario que el Estado da a los sacerdotes.
¿Qué medio hay más eficaz para irritar el pueblo, para preparar la guerra
civil?»
En realidad, el completo aniquilamiento de la industria, la clausura
general de los comercios, hacían que el impuesto sobre patentes fuera
poco productivo. El impuesto mobiliario rendía poco. Los ricos o se
habían marchado o se habían empequeñecido y humillado. El impuesto
no tenía donde agarrarse. Al contrario, nada hubiera sido más razonable
que llevar el impuesto sobre la propiedad en un momento en que sufría
un cambio favorable. El nuevo propietario, deslumbrado por su
adquisición, era demasiado dichoso poseyendo la tierra.
En cuanto a los curas, Cambon había tomado su partido. Creía no
sin razón que los curas, aun juramentándose, siempre son curas. Se ha
visto la facilidad con que la iglesia, que se creyó algunas veces
revolucionaria, se sometió a los juegos del Papa. Las tres cuartas partes
de esta gran masa de clérigos eran enemigos de la Revolución y su
principal obstáculo; la otra parte, sin autoridad moral y sin fuerza, era un
apoyo débil sobre el que la Revolución no podía reclinarse sin peligro de
dar un batacazo.
Cambon, que había vivido mucho tiempo a la puerta de la Vendee,
creía que esta cuestión de salario no produciría crisis alguna. Danton
opinaba lo contrario. Temía que estas economías fueran el pretexto para
la erupción.
Para Robespierre era esta cuestión un apoyo excelente. Se ha visto
que durante el período de la Constituyente fué el defensor de los curas.
Era este uno de los puntos menos variables de su política; fué fiel aun en
pleno Terror; por ellos, por mantener su antiguo culto, atacó a Hebert y
a Chaumette. Los curas agradecieron infinito este sacrificio y siempre
confiaron en él. Fuerte base para un político asentarse a la vez sobre las
únicas asociaciones que existían en Francia, jefe de los Jacobinos y
dueño de la sociedad eclesiástica siempre fuerte.
Este papel, sin embargo, tenía sus peligros. Robespierre, al atacar
el proyecto de Cambon, mostró una excesiva prudencia. No habló,
escribió. En una Carta a sus comitentes alegó contra el proyecto razones
puramente políticas, recordando que antiguos legisladores habían
preparado los prejuicios de sus conciudadanos «aconsejando se

462
esperase el momento en que las bases sagradas de la moralidad pública
pudieran ser reemplazadas por las leyes, las costumbres y la luz.»
Después parece que fía poco en la fe del pueblo por el viejo culto: «no
pagar este culto y dejarlo perecer es una cosa.»
Hacia el fin de la carta desliza un ataque a Cambon, directo,
personal. Si quiere economías puede hacerlas por otro lado, dice:
«Serían de tal suerte que imposibilitarían las depredaciones del
gobierno... tales que no dejarían a uno solo la administración casi
arbitraria de los inmensos dominios de la nación, con una dictadura tan
ridícula como monstruosa.»
Las palabras administración y dominios eran muy intencionadas.
Cambon nunca quiso administrar nada, ni tuvo entre sus manos la
menor parte de los dominios de la nación ni manejó un solo céntimo del
Estado. Vigilaba solo. He aquí todo. Era, si puede decirse así, censor
general de las finanzas, de mirada despiadada y severa, siempre abiertos
los ojos sobre las cuentas, los suministros, etc., etc. Estas palabras
completamente inexactas, administración y dominios, estaban
hábilmente combinadas para herir la imaginación.
Todo vago; ninguna acusación precisa. Pero esto originaba
comentarios suspicaces; el público podía añadir: «Robespierre no lo dice
todo; se ve que alude a Cambon; no importa; se adivina fácilmente que
un hombre que administra toda la riqueza pública no puede
empobrecerse...» Hipótesis más naturales que el reproche de
administrar arbitrariamente tos dominios precedido a dos líneas de
distancia por la palabra depredación...
No le falta arte a todo esto. Emplear el hierro y el fuego para
derribar un roble es un procedimiento grosero, es hacer ruido,
resplandor. Mas mérito tendrá quien al pasar coloque una carcoma en
su resina. Podrá seguir su camino, desempeñar sus negocios. La
carcoma continuará también, tácitamente, dulcemente su obra de
destrucción.
La carta aconsejaba aún, si se querían hacer economías, «fijar
sabios límites a nuestras empresas militares», entrando en el templo de
las equivocaciones políticas que nos hacen suponer si este gran táctico
del club carecía de genio revolucionario. ¡Contener una revolución en los
límites sabios y prudentes. Equivale a amurallarla, a encerrarla, cosa
imposible, injusta y ridícula. La Revolución pertenece al mundo. Nadie
puede intentar circunscribirla. Debe perecer o extenderse infinitamente.
Es una idea ridículamente infantil la de decirle al Etna: «Tú harás
erupción hasta tal punto...» Es tratar este terrible volcán como esos

463
pequeños pozos de fuego en que China se aplican a las necesidades
domésticas, pequeños volcanes inocentes que no tienen más empleo
que calentar las marmitas.
Robespierre ordinariamente no indicaba para remediar los daños
públicos más que remedios muy vagos. Se ha de temer a la intriga; hay
que evitar medidas menguadas, tener vistas generales y profundas.
Nunca descendía al terreno escabroso, difícil de las indicaciones y de los
medios. Dejó este cuidado al aventurero Saint-Just, quien el 29 de
Noviembre, en ocasión en que se discutía apasionadamente sobre la
cuestión de las subsistencias, atacó el sistema de Cambon, toda la
economía de aquel tiempo, especialmente la del asignado.
La Convención prestó a este discurso benévola atención.
Transportola a un mundo diferente del en que había vivido fatigada; un
mundo fijo y sin movimiento, una economía política cuyo primer punto
era que la tierra no podía ser objeto de comercio. Era el principio
inmueble de antiquísima legislación, adoptado por nuestros filósofos:
Licurgo y Mably. Todo esto dicho con notoria autoridad; con una
gravedad poco común, un estilo sentencioso, imperioso, de temple
brusco y fuerte, de efectos como Montesquieu. De tiempo en tiempo,
entre las utopías, cosas de muy buen sentido práctico, revelando que el
joven orador había vivido en los campos y había hecho un acabado
estudio. Inquietábase, por ejemplo, por la inmensidad del terreno
inculto, por la disminución de bosques, de pasturajes y de ganado. Pero
sobre la causa real de la carestía de subsistencias, se equivocaba
acusando al asignado, y la dificultad que opone el campesino a recibir el
papel. Este papel era bien recibido entonces, con efecto; no perdía
mucho en el comercio y se le podía devolver al Estado, sea como pago
de impuestos, sea ajustando bienes nacionales. La carestía originábase
en los obstáculos que las comunas oponían a la circulación de granos,
en la avaricia de los campe¬ sinos, que conservaban, esperando vender
más caro al día siguiente, adquirir como ellos decían «todo un campo
por un saco de trigo.»
¿Qué remedio económico proponía Saint-Just a los inconvenientes
de la época? El antiguo remedio de Vauban, el impuesto en especies, en
géneros. Sin examinar todo lo que este sistema tiene de complejo, sus
dificultades prácticas, es bastante el observar la lentitud que imprime a
la marcha del Estado. Era en el momento de la crisis más terrible, de las
necesidades más urgentes, cuando ni el metal ni el asignado
encontraban amplio desarrollo; era repetimos, proponer la inercia de las

464
sociedad.es bárbaras. Era aconsejar la parálisis, el hombre que pide a
Dios alas para correr a salvar su casa que se incendia.
Al día siguiente Brissot en El Patriota hizo este elogio del discurso
de Saint-Just: «Saint-Just trata la cuestión a fondo bajo todos sus
aspectos morales y políticos. Despliega las facultades de su espíritu,
filosofa, y honra su talento defendiendo la libertad del comercio.
(Número 1.206, pág. 622).
Este elogio, obra insensata de un aturdido prodigado por el más
importante de los hombres de la Gironda al adversario de Cambon,
debió demostrar a éste que no podía esperar apoyo de la derecha. La
reclamación del joven orador fué acogida por él sin darse cuenta de que
su discurso volvía de arriba abajo la piedra angular de la Revolución: el
asignado. Conmover la fe apoyándola sobre una base de papel,
haciéndola vacilar durante aquella crisis, cuando existían necesidades
tan imperiosas y cuando en realidad no se proponían medios serios de
sustitución, era una gran ligereza, una asombrosa ignorancia de la
situación.
Triple falta. Robespierre quería una guerra pequeña, limitada;
descorazonábale la gran guerra de la revolución universal. Saint-Just
desgarró el papel que representaba esta guerra; inmovilizaba la tierra
movilizada por el asignado, cortaba las alas a la Revolución. ¿Y qué decía
a todo esto la Gironda? ¿Anatematizaba a la guerra y el asignado? ¿La
Gironda? Cosa increíble, aplaudía.
Existía una rivalidad enfadosa, una envidia interior poco edificante.
A los girondinos molestábales la vigilancia que Cambon ejercía sobre
Clavieres su ministro de Hacienda.
Cambon, desligado de la Gironda, debía tomar un partido. O
marcharse a los Jacobinos como Barere, someterse a Robespierre,
subordinar los asuntos a las palabras y pedir consejos a la ciencia de
Saint-Just, o pasar por encima de todo esto, precipitar más allá del
jacobinismo el carro de la Revolución, empujar la guerra y reglamentar
la conquista de modo favorable a la Revolución.
No se dirigió ni a la Gironda ni a la Montaña, si no a la Convención,
y contrariamente a las ideas de Robespierre, propuso el 15 de Diciembre
el grande y terrible decreto de la guerra revolucionaria, de la conquista,
o, mejor dicho, de la liberación.
Nadie se opuso.
La Revolución habló esta vez por sí misma. Era el segundo golpe
de trompeta que sonaba en el mundo.

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El 18 de Noviembre la Convención proclamó la guerra política
diciendo que apoyaría a toda nación que quisiera la libertad.
Y el día 15 de Diciembre dio a la guerra un carácter social, como
de defensor del pueblo, de los pobres en toda la tierra, renovando los
gobiernos por medio del sufragio universal y finalmente (Cambón lo
dijo) en todo país invadido donde se tocara á somatén.
El documento escrito por él en nombre de los comités (Hacienda,
Diplomacia y Ejército), es un manifiesto solemne, el testamento eterno
que la Francia legó al porvenir, no por un acto accidental: por actos que
revelaban el poder de Francia cuando esta despertaba y volvía en sí. Este
manifiesto es la negación del viejo régimen: «Cuando la Francia se
levantó en el 89, dijo: Todo privilegio de los menos es una usurpación;
anula y sepulta cuanto se creó sobre el despotismo por un acto de mi
voluntad. He aquí lo que deben hacer todos los pueblos que quieran ser
libres y merecer la protección de Francia.
«Por ella misma, por sus efectos allá donde penetre, débese
declarar francamente poder revolucionario, sin disfraz alguno, tocar a
somatén... Si no lo hace así, si con palabras disfraza los actos, los
pueblos no tendrán fuerzas para romper sus cadenas... Ved ya a Bélgica.
Vuestros enemigos han triunfado, se presentan amenazadores, hablan
de Vísperas sicilianas. Vuestros amigos están abatidos; han llegado aquí
temblorosos y tímidos, sin ni siquiera el valor de confesar sus principios
y os tienden las manos diciéndoos: «¿Nos abandonareis vosotros?»
«No; no es de este modo como debe proceder la Francia. Cuando
los generales penetran en un país, deben conciliar, unir al pueblo,
nombrando jueces, autoridades interinas, administradores
provisionales, una autoridad nueva que destruya y aniquile á la vieja...
¿Queréis que vuestros enemigos continúen á la cabeza de los asuntos?
Es preciso que los sans-culottes participen en todas partes en la
administración. (Trueno de aplausos).
» Nuestros generales deben garantizar las vidas y asegurar la
propiedad. Pero las del Estado, las de los príncipes y sus satélites, las de
las comunidades laicas o eclesiásticas deben monopolizarlas (es como
la fianza de los gastos de guerra), no entre sus manos, si no entre las de
los administradores que nombrará el pueblo libertado.
» Deben suprimir toda servidumbre, todo privilegio, los derechos
feudales, los diezmos, los impuestos tradicionales. Si son necesarias las
contribuciones no es a nuestros generales a quienes corresponde
establecerlas; es a los administradores accidentales, a vuestros
comisarios, que las deben implantar sobre los ricos solamente; el

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indigente no puede pagar. Nosotros no somos agentes del fisco.
Nosotros no venimos a vejar la población.
» Asegurad los pueblos invadidos; garantizadles solemnemente
que jamás trataréis con su antiguo tirano. Si hay algunos cobardes que
se confabulen con él, la Francia les dirá: «¡Fuera, vosotros sois mis
enemigos!» Ella los tratará como tales.»
Ni Robespierre ni nadie osó hacer una objeción. No podía
disimular después que un decreto de esta naturaleza declarando la
guerra revolucionaria, social, la declaraba universal.
La Francia declarábase institutriz de los pueblos jóvenes,
encargábase de sostener a los pueblos en el camino de la libertad. Fiose
Francia de sí misma, de su gran independencia. No creía que los esclavos
debilitados por una larga prisión, con las carnes surcadas por las
cadenas, parpadeando bajo la luz del sol que de repente hiere su vista,
estuvieran en estado de luchar solos contra la astucia y la fuerza del viejo
mundo conjurado. Temía con razón que se acobardasen y se arrojasen
de nuevo asustados en el mundo de las tinieblas y de la muerte. Francia
gritaba con voz tonante: «¡Vivid para vosotros mismos, para vuestra
libertad! Si os amáis preferid antes la muerte que la pérdida de vuestros
derechos. ¡Yo no os perdonaría jamás!»
Ninguna objeción se hizo. Solamente presentose una adición muy
razonable expuesta por la Gironda. Buzot pide y obtiene que, en cada
país invadido, los nobles, los miembros de las corporaciones
privilegiadas no puedan ser elegidos entre los nuevos administradores ,
con exclusión momentánea después y limitada a la primera elección.
Otro girondino, Fontfrede, quería (cosa notable en un diputado de
Burdeos) que se excluyera a los «banqueros, a los capitalistas, todos
enemigos de la libertad.»
Muchos amigos de Robespierre, no osando atacar en general el
manifiesto de Cambon, se indemnizaron combatiendo la adición de
Buzot. Pero Rewbell y otros de la Montaña más razonables la apoyaron,
demostrando por los hechos que si Bélgica iba mal era precisamente
porque en las primeras elecciones nombró a nobles, aristócratas y curas.
Constituyó a los lobos en guardas de los corderos.
El decreto del 15 de Diciembre desplegó al viento la verdadera
bandera de la Francia sobre todos los partidos. Si alguien ha podido
dudar, con solo mirar a tal club, a tal Asamblea podría convencerse de
lo que pensaba el gran pueblo, el país. Se estremecía entero sintiendo la
necesidad suprema que llegaba de lo alto. El nuevo manifiesto era el de
la cruzada para la liberación de todos los pueblos; anunció a los tiranos

467
que Francia partía para salvar la tierra... ¿Cuándo terminará tal situación?
¿Cómo se detendrá? Es imposible adivinarlo.
Pero si la Francia se estremecía, estremecíase también todo el viejo
mundo. Previeron nuestra audacia, pero no hasta tal extremo. Advirtió
con terror que Francia llamaba a la alianza universal tribus sin nombre y
sin número, infinitas como el polvo, como el polvo arremolinadas. Era la
evocación de una creación inferior, olvidada, muda que, a la voz de la
Francia, salió de las sombras de la muerte.
Inglaterra arroja su antifaz hipócrita, convencida de que para nada
sirve. Se arma.
Este gran golpe cayó como un plomo sobre Holanda y Bélgica.
¿Qué sobrevendría a Inglaterra si la costa de enfrente, cuya anulación
hizo la grandeza británica, resucita al soplo de la Revolución?
Dumouriez y sus aliados los banqueros y los curas iban de cabeza.
¿El ambicioso general había recibido los golpes de los decretos? No,
recibió puñetazos. Antes de ser César se encontró a Bruto.
Con el decreto del 15 de Diciembre recibió uno del 13 que defendía
a los generales de presentar cuenta alguna. Creaba ordenadores cerca
de estos, los cuales no ordenaban nada antes de informar al ministró y
el ministro después rendía sus cuentas a la Convención. El ministro era
a la sazón Pache, un examigo de Roland, convertido a los Jacobinos y
que poblaba sus salones de Jacobinos solamente.
Toda esta pureza cívica no impedía que la Convención,
desconfiada con el general, no lo fuera con el ministro. Un ministro que
rindió sus cuentas por semanas fué destituido.
Así Cambon, sobre fijar y por decirlo así, entregar el gran gobierno
de la guerra en las manos de la Convención, no le permite ser confiada
ni de un lado ni de otro. La Gironda se hubiera fiado de Dumouriez, la
Montaña de Pache, el ministro Jacobino.
El condujo a la barra a los amigos de Dumouriez, grandes
potencias en dinero que creían hacerlo todo en la mayor impunidad.
Después
los espulgó, escudriñó hasta lo más recóndito. Cambon decía que uno
solo, un abate gascón, sobre las subsistencias suministradas al ejército
había realizado la ganancia moderada y honesta de 21.000 francos
diarios.
Dumouriez tenía cerca de si a Danton en Bélgica cuando recibió
este profundo golpe, del decreto del 15 de Diciembre. Presa de gran
consternación se lo enseñó a Danton y le pidió su opinión: «Lo que yo
pienso, dijo Danton, es que yo soy el autor.»

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Es una gloria duradera la de Danton la de haber si no hecho, al
menos sostenido la gran medida revolucionaria que Cambon firmaba
con su nombre. Este, en sus apremios por hacer economías algunas
veces mal entendidas, había favorecido demasiado a los enemigos de
Danton, pidiéndole a éste unas cuentas imposibles. Indudablemente
debió el decreto a su gran influencia en la Convención. Los dantonistas
al votar el decreto del 15 de Diciembre fueron aplaudidos por el pueblo.
Si los robespierristas hubiesen votado en contra hubieran arrostrado una
extrema impopularidad.
Fué enviado un ordenador general para que vigilara á Dumouriez,
siendo escogido entre los exaltados que Robespierre hizo atacar en
Octubre en la sociedad de los Jacobinos. Era un íntimo amigo de los
hombres de la Comuna y su futuro general el poeta y militar Rousin.
Robespierre más tarde lo hizo guillotinar. ¿Fué elegido con el
consentimiento de Cambon? Sin ninguna duda. Si fué así debemos creer
que el violento dictador de la revolución agraria, desligado de la Gironda,
atacado por los Jacobinos, no tuvo escrúpulos en buscar aliados en lo
más profundo de la Montaña, por encima de Robespierre, fuera de la
Montaña misma y de la Convención.
Cambon entonces se sentó en la izquierda, casado, sin esperanzas
de divorcio, decidido a seguirla a todas partes, no solo hasta la muerte
del rey (que yo creo le costó poco) si no a todos los extremos, incluso a
las últimas miserias del 93. Lo aguanta y lo sufre todo excepto el 31 de
Mayo que le arranca el corazón. Esto no lo perdonó nunca.
El arrastró a la Montaña el 15 de Diciembre y él a su vez fue
arrastrado. Mató al rey con la Montaña creyendo que rompía los
obstáculos que detenían a la Revolución agraria, impidiendo que se
desbordara. El rey parecía el límite, la barrera. Muchos creyeron que era
imposible repasar la frontera como no fuese sobre su cadáver; que hacía
falta un sacrificio humano, un hombre inmolado al dios de las batallas.
La autoridad y el ejemplo de quien representaba la revolución
agraria debieron pesar mucho. Esta revolución no sangrienta hasta
ahora, distinta de aquel drama, se convirtió en su auxiliar; la venta se
envolvió en el proceso, creyéndose garantida con la condenación del rey;
el asignado parecía asirse a la cabeza de Luis XVI.

469
CAPITULO VII
El proceso. —El rey en el Temple. —El armario de hierro
(Noviembre-Diciembre 92)

El proceso del rey debió ser el de la realeza. —Opiniones de Gregorio y Tomás Payne. La
Montaña y la Comuna cometen la imprudencia de excitar la piedad. —Estado de la familia del
rey en el Temple. —Gastos considerables para los prisioneros. — Cómo se alimentaba el rey.
—Interés que la Comuna demuestra a los servidores de Luis XVI. —Qué crédito merece la
leyenda del Temple. —Documentos que el rey tenía en el armario de hierro. - Roland se incauta
de los papeles y se los lleva. —Estos documentos no acusan casi más que al rey y a los curas.
—Se reanuda el proceso el 9 de Diciembre.

Una vez acordado el proceso, solo a una cosa debíase aspirar para
Francia, para el género humano, y es que, dándole toda su grandeza, no
significara la sentencia de un individuo, si no la condenación eterna de
la institución monárquica.
Conducido así este proceso tenía una doble utilidad: la de
reemplazar la realeza donde se encontraba verdaderamente , en el
pueblo, haciendo constar el derecho de éste y de comenzar para él el
ejercicio de sus facultades en toda la tierra; por otra parte, someter a la
luz el ridículo misterio del que la humanidad bárbara ha hecho durante
muchos siglos una religión, el misterio de la encarnación monárquica, la
peregrina teoría que supone un pueblo sabio concentrado en el cuerpo
de un imbécil, gobierno de la unidad que se llama, como si esta pobre
cabeza no fuera ordinariamente el juego de mil influencias contrarias
que se la disputan.
Hacía falta que la realeza fuese sometida á la luz del sol, abierta
para que el pueblo viera dentro del ídolo carcomido la dorada cabeza
llena de insectos y gusanos.
La realeza y el rey debían de ser útilmente condenados, juzgados,
puestos bajo el cuchillo. ¿Debía este caer? Esto ya es otra cuestión. El,
confundido con la institución muerta, no es más que una cabeza de
madera vacía. Un objeto a quien sin hacerle sangre no se sabe si es ser
viviente, pero que apenas derramadas revive. algunas gotas parece que
Desde este punto de vista la opinión más prudente, más sabia que
se emitió en el proceso del rey ni surgió de la Gironda, ni de la Montaña.
Salió de Gregorio y de Tomás Payne.
Gregorio votó con la izquierda y ni pertenecía a la Montaña ni a la
Gironda. Payne fué elegido por la Gironda; tenía relaciones con ella, pero
no era girondino.

470
Eran dos espíritus bravamente independientes que pasaban por
bizarros. Gregorio, sanguíneo, colérico, exaltado, inquieto, estaba en
desacuerdo con su indumentaria de cura. Payne era más flemático que
un inglés, que un americano; cubría con la placidez aparente de un
cuákero, un alma más naturalmente republicana, como quizás no fué la
de ninguno de los grandes campeones de la República.
El discurso de Gregorio fué un ataque fulminante para Luis XVI. Es
preciso juzgarlo, dice; pero tanto ha hecho para que se le desprecie que
no ha dejado lugar para que se le tenga odio. El rasgo final fué
abrumador. El día 10 de Agosto sus servidores morían por él, mientras
el rey comía tranquilamente en la Asamblea.
Payne en una carta que escribió a la Convención se pronunció
contra la inviolabilidad. Deseaba el proceso del rey no por Luis XVI, pues
esto no valía la pena, si no como el principio de la instrucción judicial
contra la bandada de reyes. «De estos individuos tenemos uno en
nuestro poder. Él nos pondrá en camino para la conspiración general.
Hay grandes prejuicios sobre Mr. Guelfe, elector de Hannover, en su
calidad de rey de Inglaterra. Si por el proceso de la realeza se averigua
que el rey ajustó alemanes, dando dinero inglés al landgrave de Hesse,
al execrable traficante en carne humana, será un beneficio para
Inglaterra sentar estos hechos.
La Francia convertida en República tiene interés en realizar una
revolución universal. Luis XVI es muy útil para demostrar a todos la
necesidad de las revoluciones.»
Que la forma fuera o no arrogante no importa. El fondo fué la
misma sabiduría. Era necesario procesar al rey, a la realeza, hacer el
proceso general de los reyes. El solo pueblo que fué república, es decir,
que fué grande agitábase por todos los demás que eran muy pequeños,
procediendo contra tutores infieles. Engrandeciendo el proceso y
transportándolo a una esfera superior, la Francia se elevaba. Sentábase
como juez en la causa general de los pueblos, mereciendo el
reconocimiento del género humano.
Ni la Montaña, ni la Gironda parecían haber comprendido esto.
Una y otra dieron al proceso un carácter sobradamente individual.
Cabe dudar si hubiese sido más conveniente no comenzar el
proceso. Pero una vez decidido era necesario entrar franca y
resueltamente, sin oponer obstáculos, sin demora, vigorosamente. No
fue esto lo que hizo la Gironda. Dejose arrastrar y se hizo sospechosa.
Fué tan torpe que concluyó por inspirar la creencia de que era
realista (lo que era falso) y de que quería proclamar la inocencia del rey

471
(lo que era falso también). La desconfianza y el espíritu de contradicción
fueron aumentando; una muchedumbre, moderados basta entonces, se
indignaron ante la idea de que se quería escamotear al culpable, y desde
aquel momento desearon con mayor encarnizamiento la cabeza de Luis
XYI.
La Montaña por otra parte mostró una pasión verdaderamente
furiosa, hasta el extremo que excitó la piedad hacia el rey. Ella fué en
realidad la que hizo creer en la inocencia del rey. Un hombre tan
cruelmente perseguido no debe ser culpable. Esta fué su disposición de
ánimo más generosa que lógica. La Montaña vence al fin a la Gironda,
la aplasta, la envilece.
Enalteció a Luis XVI, lo glorificó colocando una aureola en su
frente. Triunfó de la Convención, perjudicándose ante el género humano.
Pero el golpe más grave, el más cruel que pudo descargarse sobre
la Revolución, fué ciertamente la ineptitud de los que tuvieron a Luis XVI
en constante evidencia bajo los ojos de la población y en comunicación
con ella, dejando que lo vieran todos como hombre y como prisionero,
que se enteraran de sus cosas más interesantes, su hogar, mostrándolo
rodeado de su familia prisionera como él, sin olvidar detalle alguno que
no inspirara piedad, que no arrancara lágrimas.
Dadme un prisionero, el menos interesante de los hombres, por
culpable que sea y abominables que sean sus crímenes y con el régimen
que la Comuna estableció en el Temple, os hará llorar a todos. Cada día
la Comuna enviaba menos guardias municipales al Temple. Diariamente
un nuevo destacamento de guardias nacionales hacía el relevo interior y
exterior. Llegaban estas gentes, la mayor parte contrarias al rey,
saturadas de la pasión de la época, con los ultrajes en la boca. ¿Cómo
salían al día siguiente? Enteramente cambiados.
He aquí una conversación entre un guardia y su mujer que lo
esperaba impaciente: «Y bien: ¿has visto al rey? —Sí, contestó triste el
nombre. —Pero ¿cómo está? ¿qué hace? A fe mía que no puedo decir si
no que el tirano tiene cara de ser un buen hombre. —Lo hubiera tomado
sin saber que es el rey por un rentista de Marais. Pasa el tiempo después
de hechas sus oraciones con sus hijos estudiando, leyendo latín. —¿Y
qué más? —Busca el desciframiento de los misterios de Mercurio para
distraer a la reina. —¿Y qué más? — Por la noche seguramente cuida de
su ayuda de cámara. Se levanta en camisa para darle un vaso de
tisana.»—Júzguese el efecto de estos ingenuos detalles. La mujer
prorrumpe en sollozos y el marido deja que se le escapen las lágrimas.

472
Lo que más sorprendía a los guardias nacionales, haciéndoles
creer en la inocencia del rey, era la tranquilidad de su sueño. Todos los
días después de comer, dormíase dos horas, enmedio de su familia y
entre el ruido de los que iban y venían. Era el sueño de un hombre de
tranquila conciencia, que se sentía justo y bien con Dios.
Grueso como estaba, el ejercicio le era muy necesario. Sufría
mucho en la cárcel. La humedad de la torre hízosele coger, a la entrada
del invierno, reumas y fluxiones. Su hermana madama Elisabeth, joven
y robusta, de veintiocho años de edad, tenía el mismo temperamento.
En su virginidad pura sufría mucho de la sangre, de los humores. Fué
necesario instalar en el Temple una estufa. Pasaba el tiempo cosiendo ó
arreglando los muebles o leyendo los oficios. La pobre princesa no tenía
por cierto elevadas devociones, ni mucha instrucción, si se juzgan estas
cualidades por sus cuadernos de muchacha que tengo a la vista. En las
Tullerías intentó aprender el inglés y el italiano, estudiando este último
idioma en el libro más necio religioso que persona haya conocido, la
Canonización del bienaventurado Labre, escrito en el siglo pasado.
Aunque la vigilancia fuera escrupulosa en el gobierno de la
Convención, joven aun en los procedimientos tiránicos, era muy fácil
llegar hasta el rey. Bastaba para eso ponerse furioso el ciudadano,
gesticular, vomitar injurias contra Luis XVI. No solamente la guardia se
aproximaba al rey para contemplarlo, si no que los obreros que
trabajaban en la torre y otros desconocidos acercábanse sin pretexto ni
motivo, por curiosidad exclusivamente. Algunos acechaban por medio
de esta comedia de cólera patriótica el momento de servirle y serle útil.
Esto no lo comprendió siempre la familia real. Esta comía, engordaba
con ostentación mientras el rey ayunaba. Indignose la familia del rey
contra un médico que solicitó permiso a la Convención para dar en la
Cámara real una conferencia sobre la educación democrática que
convenía al Delfín. El objeto de la más viva aversión de aquella familia
era el conserje, el zapador Rocher, que no perdía ocasión de
insolentarse. Este hombre era un agente de Petion colocado por la
Gironda. Pertenecía al partido que quería ahorrar la sangre del rey.
Detestado por la familia real, fué denunciado a los clubs y ni siquiera
quiso justificarse ante los Jacobinos. Fué reemplazado en Diciembre.
Los tratos de que el rey hubiera podido quejarse no los aprobaba
la Convención, ni los autorizaba. Petion concibió la idea de trasladar al
rey al centro de Francia, lejos del motín, lejos de París, donde su
presencia agitaba a las masas, en una residencia digna de un rey
descalzo, en Chambord, idea humana, política quizás. Se temió en

473
alguna tentativa de la Vendee. Se pensó en el Luxemburgo, pero había
el peligro de una fuga por las catacumbas. La Comuna exigía que se le
tuviera en el Temple y la Convención lo votó así.
Fué en el mismo instante de la traslación y cuando Petion había
conducido a la familia real al palacio cuando la Comuna, alarmada por
una denuncia, decidió encerrarla en el Temple. La ejecución de esta
orden era difícil. Nada había prevenido.
La torre jamás había sido habitada, más que por un portero desde
hacía dos siglos.
Este alojamiento abandonado no ofrecía en su reducido circuito
más que miserables desvanes, húmedos zaquizamís, viejas camas. El
mismo Manuel enrojeció cuando condujo al rey. Se trabajó
inmediatamente para convertir la torre en sitio habitable.
La Convención no había adquirido provisiones para el rey. Votó en
seguida la suma de 500.000 libras. De esta suma gastose en cuatro
meses 40.000 mil libras en comida solamente, es decir, 10.000 libras cada
mes, 333 cada día (en asignados, aunque entonces el poco); era un gasto
suficiente papel perdía Luis para tiempos de hambre y miseria general.
XVI tenía en| el Temple tres criadas y trece oficiales a mesa y mantel.
Los platos de su comida componíanse de: «Cuatro asados, cada
principios, dos uno de tres trozos, cuatro entremeses, tres clases de
conservas, tres fruteros, una garrafa pequeña de Burdeos y otra de
Malvoisie o de Madera.» Este vino solo era para él; su familia no bebía.
Esta alimentación, suficiente" para quien ha pasado un día de caza
en los bosques de Rambouillet ó de Versalles, era demasiado abundante
para un prisionero. Por todo paseo tenía no una sala, ni un jardín, si no
un terreno seco y árido con dos ó tres replantíos de céspedes marchitos
y algunos árboles desmedrados y deshojados por el viento del otoño.
Todos los días a las dos de la tarde la familia real tomaba aire y dejaba
al niño que jugase. Era el objeto poco respetuoso, por cierto, de la
curiosidad de los guardias nacionales que se- relevaban diariamente.
Palabras groseras, ultrajes, escapábanse con frecuencia; algunas veces
frases licenciosas que no debieran escuchar las princesas. La actitud de
la reina (hablo ahora por el testimonio de mi padre que montó la guardia
del Temple) era soberbiamente provocadora e irritante. La joven delfina,
a pesar del encanto de sus pocos años, interesaba muy poco; más
austríaca aun que su madre, era toda María Teresa. Armaba sus ojos de
fiereza y desprecio.

474
El rey con su aire de miope, la mirada vaga, la marcha pesada, con
el balanceo peculiar de los Borbones, causaba a mi padre la impresión
de un hacendado de Beauce.
El niño era hermoso e interesante. Tenía (puede verse en sus
retratos) los ojos de un azul crudo, duro, como son generalmente los
ojos de los príncipes de la casa de Austria. Muy educado por su madre,
comprendía todo lo que "pasaba, sentía la situación, demostrando una
penetración política sorprendente en un muchacho tan inocente y tan
joven. ¿Cuál era en realidad el trato que] la Comuna daba a la familia
real? Rigoroso, por cierto, lleno de desconfianzas y vejaciones. No se
hacía otra cosa que pensar en tentativas de fuga, en reuniones
sospechosas que se verificaban cerca de la Torre y que la guardia
nacional estaba mezclada de realistas. Se comprende perfectamente la
inquietud de la Comuna, que respondía a la Francia de tal depósito.
No olvidemos que estos terribles acusadores de la Comuna eran
los hombres menos libres, pues a cada instante han de obedecer a un
tirano más terrible, el capricho popular movido al azar de una
declaración, de un rumor falso. Por una palabra mal entendida corrían a
la casa del pueblo y ordenaban a la Comuna que tomara tal medida para
vigilar el Temple. No había otro remedio que obedecer.
El ayuda de cámara Mr. Hue cuenta que en Septiembre no
encontró en Manuel más que dulzura y humanidad. Manuel se ausentó
y fué sustituido por Tallien con gran pesar del ayuda de cámara. Veía
entrar en su calabozo un hombre joven, de dulce fisonomía, que le
demostraba mucho interés, lo consolaba y le daba esperanzas. Este
hombre era Tallien.
Mr. Hue salió de la cárcel y solicitó con insistencia que se le
permitiera ingresar en el Temple, yendo a pedir la protección de
Chaumette que se trocó en el procurador, como se verá, de la Comuna.
Chaumette lo recibió muy cariñosamente y cerró la puerta para hablarle
más tranquilamente. Le contó toda su historia, su encarcelamiento en la
Bastilla por un artículo de periódico, como si quisiera justificar su actual
violencia con el rigor de las persecuciones que sufrió entonces. Citó a
Mr. Hue el nombre de los traidores que se encontraban entre los
servidores del rey y habló, con interés del Delfín: «Yo procuraría por su
educación, dijo; pero será mucho mejor que se aleje de su familia para
que pierda la idea de su rango. En cuanto al rey perecerá.» Dirigiéndose
á Hue, dijo: «El rey os ama.» Y como Hue derramara lágrimas, añadió:
«Llorad, dad curso á vuestro dolor... Os despreciaría si no sintierais pesar
por la muerte de vuestro señor.»

475
Chaumette ha sido guillotinado como toda la Comuna. Una buena
parte de la Montaña también lo ha sido. No kan tenido tiempo para
escribir, kan abandonado su memoria a los azares del porvenir. Los
realistas, que se presentan como únicas víctimas y reclaman para ellos
la conmiseración pública, kan sobrevivido y kan tenido tiempo y lugar
para arreglar a su gusto estos acontecimientos. ¿Quién no los ha
contado? No un Jacobino, ni uno de la Montaña, ni uno de la Comuna.
Los solos testigos por los cuales conocemos los detalles de la estancia
del rey en el Temple son sus ayudas de cámara. Es Mr. Hue, quien, en
1814, imprime en la tipografía real sus memorias en plena reacción. Es
Clery quien imprime en Londres en el 98 entre ingleses y emigrados,
quienes tenían interés en canonizar al que con su muerte les causaba un
bien. Observad que las anécdotas muy ingenuas y sencillas de la primera
edición kan sido maliciosamente suprimidas en la edición francesa.
Tenemos también pretendidas memorias de madama de Angulema,
escritas en la Torre del Temple, donde no tuvo jamás papel y tinta. Los
que fueron a libertarla vieron por toda escritura mucho carbón en las
paredes.
Los realistas van empleando santas mentiras, piedad de fraude en
sus actos de mártires (especialmente en la Vendee). Nosotros los
sorprendemos en flagrantes delitos, pues nos kan legado pruebas acerca
de la leyenda del Temple, en las que solo ellos hablan de su propia causa.
Muchas veces se contradicen. No intentaré discutirlos. Siento solamente
que los historiadores hayan copiado servilmente estos documentos,
desenvolviendo la prolija leyenda de los cronistas del partido.
Esta cuestión torpemente, brutalmente llevada por el gobierno de
la muchedumbre y del azar ha sido presentada hábilmente por el punto
de vista legendario para que ejerciera sobre la opinión un efecto terrible,
desencadenando el odio contra la Francia revolucionaria. Los tiranos son
más hábiles; no enseñan a sus víctimas; los esconden, los entierran en
Spielberg ó en los pozos de Venecia. En su prisión abierta, aun sobre el
patíbulo, Luis XVI reina todavía.
Había muchas razones para acelerar este proceso fatal que
diariamente creaba muchos partidarios del rey. Cosa notable o
inesperada fué la suspensión de las sesiones de la Montaña hasta el 3
de Diciembre.
Quería ante todo y razonablemente, como lo confesó, que se
examinara severa y escrupulosamente en los papeles de las Tullerías si,
como circulaba el rumor, muchos diputados de la Legislativa convertidos
en miembros de la Convención estaban comprometidos. Una comisión

476
quedó encargada de este examen y la Gironda nombró representante al
diputado Rulh, exaltado miembro de la Montaña que era como la quinta
esencia del jacobinismo.
Estos documentos excitaban vivísima curiosidad. Era Luis XVI
quien los escondió en un muro de las Tullerías. El príncipe herrero, sin
otro testigo que su ordinario compañero de fragua construyó una puerta
de hierro que cubierta con una tabla de madera ensamblada escondía la
caja. El compañero, espíritu débil, no pudo soportar mucho tiempo el
secreto. Había oído frecuentemente historias de príncipes que hacían
desaparecer al depositario de sus secretos. Cuando se le ocurrieron estas
trágicas escenas perdió la tranquilidad, no pudo dormir sosegadamente.
Temió a los sortilegios, imaginose que el rey lo había envenenado.
Recordó con efecto que un día, viéndole el rey intranquilo, le dio a beber
con su propia mano. Desde este día comenzó a languidecer. Su mujer le
confirmó en esta creencia. Quiso vengarse antes de morir y corrió a
revelar el secreto al ministro del Interior.
Los esposos Roland, creyeron que no había momento que perder.
Ni llamaron a nadie ni a nadie hicieron partícipe del descubrimiento.
Roland corrió a las Tullerías, abrió el armario misterioso, envolvió los
papeles en una servilleta j fué á revolverlos sobré las rodillas de su
esposa. Después de un examen rápido de los esposos, después que
Roland tomó nota de cada legajo é inscrito fuera su nombre, entonces
solamente el fatal tesoro fué llevado a la Convención (20 de Noviembre).
La conducta de Roland en este asuntó fue extraña, difícil de
justificar. ¿Cuándo recogió los papeles no debía presenciarlo una,
comisión le representantes? ¿No debía llevarlos inmediatamente a la
Asamblea Nacional? Sí, según la costumbre, la razón, la ley Con su
conducta al entregarlos a la Convención, confiándolos a una comisión,
bajo la llave de los comisarios, se hubieran podido falsificar algunos
documentos y otros ser sustraídos. Aquellos salones eran inseguros. Un
miembro de la comisión podía abrir, trabajar a su antojo.
No era la primera vez que. habían desaparecido, documentos, o
que hábilmente alterados habían servido como instrumentos para
levantar odios. En la Convención ocurrió un hecho vergonzoso;
aprovechose un nombre poco diferente del de Brissot; por medio de una
ligerísima enmienda, cambiando, una letra o dos, un enemigo trató de
perder a gran girondino naciéndole pasar por traidor. ¿A quién acusar?
¿A los empleados del edificio o a los mismos, representantes que todos
los días, en el seno de las comisiones tenían los documentos a discreción
haciendo anotaciones y exámenes?

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Los papeles del armario de hierro guardados hoy en los Archivos
Nacionales tienen la firma de Roland. Estoy dispuesto a creer que el
desconfiado ministro no los dejó escapar de sus manos sin haber
tomado esta precaución contra la Convención, es decir, contra las manos
desconocidas a las cuales la Convención debía confiar su custodia.
Releyendo atentamente este montón de papeles, cartas,
memorias, actas de todos géneros, encuentro que no contienen
compromiso alguno grave más que para el rey y los curas que lo dirigían.
Ni un solo político de importancia aparecía complicado en ningún acto
que pudiera ser probado. Allí aparecían los curas como verdaderos
autores de la civil. Después de los funestos guerra vaticinios del obispo
de Clermont, oráculo consultado diariamente por Luis XVI desde el año
89 hasta las fatales y homicidas filípicas de los sacerdotes del Maine-et-
Loire que le inspiraron en el 92 valor para resistirse precipitando su
caída, esta correspondencia eclesiástica presenta la última escena de la
Revolución, sus miserables bastidores.
El rey mismo aparecía de un modo enfadoso, ingrato, agrio, de
espíritu estrecho, aborreciendo a cuantos querían salvarlo: Necker,
Mirabeau, Lafayette son los principales objetos de su odio.
Lo que más apena es ver como este príncipe devoto entra
caprichosamente en los planes de corrupción que le presentan un
ministro confidente, Laporte, un magistrado de aptitudes especiales para
cuestiones policíacas, Talón, que escamoteó el fatal papel de Favras, y
la demás gente intrigante, aventurera, como Saint-Foy y otros. Ningún
escrúpulo, ninguna repugnancia parece sentir el rey. Se le ve pasar con
asombro del confesonario a la manipulación de las conciencias políticas.
¿Y esta corrupción escrita, en proyectos, llega hasta los hechos? ¿Las
personas que los intrigantes se glorían de haber comprado lo fueron
efectivamente? Nada hay que lo indique. Yo no he visto los recibos. Lo
que sí que he visto es que la mayor parte de estos comisionistas de
conciencias, eran gentes miserables a quienes nadie les hubiera
prestado atención ni crédito en la más mínima cosa. ¿Quién nos asegura
que el dinero que dicen haber repartido no se quedara en los propios
bolsillos? A quien solo tengo ganas de creer es a Laporte, cuando habla
de las sumas que Mirabeau exigía para organizar su ministerio de la
opinión pública.
Madama Roland, sin duda, deseó ardientemente encontrar algún
dato contra Danton. Nada encuentra entonces ni después. Hoy aun no
queda más que una alegación de sus enemigos Lafayette y Bertrand de
Molleville.

478
Rulh busca, como puede imaginarse, documentos contra la
Gironda y tampoco encuentra nada. Solamente hay una frase contra
Kersaint. Y esta frase en realidad era su elogio; un consejero quiere
acabar con el mal por el exceso del mal y propone colocar en el
ministerio de Marina a un exaltado patriota: Kersaint.
Los secretos salvadores de la Monarquía escribían al rey
indicándole que si quería proporcionarles la pequeña suma de dos
millones se comprometían a comprar dieciséis miembros de los más
notables por su talento y su patriotismo que existían en la Asamblea.
Una palabra de Guaret, una palabra de Barere, acusado vagamente
como se ha visto, demostraron que ningún compromiso existía para la
Legislativa, que sus miembros podían proceder al juicio del rey.
Barbaroux pide que el rey sea procesado.
—No, dice Charlier; que sea puesto en estado de acusación.
—Y que sea oído, añadió un diputado de la derecha.
Juan Saint-André: «Luis Capet ha sido juzgado el 10 de Agosto;
hablar nuevamente de su juicio es hacer el proceso de la Revolución; os
declaráis rebeldes si procedéis así.»
Robespierre se asió a esta idea, desarrollándola en un discurso
muy calculado que nadie esperaba, que él guardaba desde hacía tres
semanas (después del discurso de Saint-Just) y que lanzó en el momento
en que la Comuna de París expresaba después de su renovación, con su
voto, el deseo de que el rey fuera ejecutado inmediatamente. El discurso
de Robespierre en estos momentos adquiere una autoridad terrible.
Una palabra acerca de la renovación de la Comuna que viene a
cambiar la faz de los acontecimientos.

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CAPITULO VIII
El proceso»—Comparecencia del rey (11 Diciembre 92)

La nueva Comuna (2 Diciembre). —Discurso de Robespierre contra el rey (3 de


Diciembre). —Versatilidad singular de la Gironda y la Montaña (4-9 Diciembre). —Credulidad
hacia las acusaciones. —Madama Roland en la Convención (7 Diciembre). — Actas de
acusaciones4e Lindet y Barbaroux. —El rey comparece a la barra (11 Diciembre). —No recusa
a la Convención. -Mentiras evidentes.; —Regreso del rey al Temple. —Interés que inspira el
rey...—Los defensores del rey. —Malesherbes. — Su muerte en el 93. —Olimpo de Gouges
quiere defender al rey (Diciembre 92). — Su muerte en el 93.

La Comuna del 10 de Agosto desaparece el 2 de Diciembre y se


instaura la Comuna del 93.
Es ya otra generación, otros seres, otra raza, la que toma asiento
en el Consejo general; la mayor parte de estos son obreros de todos los
oficios, de hábitos rudos y groseros, muy distintos a los obreros de hoy,
sin su marcialidad ni su temple militar, ni su vivacidad espiritual ni sus
anhelos caballerescos, sin la experiencia que estos ha recibido durante
sesenta años de historia (¡y de una historia como esta!)
A estos hombres de manos callosas y nervudos brazos, de gritos
salvajes, dirigíanlos, como ahora, gentes de pluma. Llamo así a tres
personajes ya influyentes en la Comuna del 10 de Agosto: Lhuillier, el
hombre de confianza de Robespierre, exzapatero un poco cura y que
entonces tomábase el título de hombre de leyes; después, aparte de
Robespierre, los aventureros periodistas Hebert y Chaumette. Se
hicieron nombrar procuradores y procurador-síndico de la Comuna. Solo
el alcalde fué un girondino el médico Chambar; se ha podido observar
en Septiembre por la alcaldía de Petion que este cargo lo era más de
honor que de autoridad.
El 2 de Diciembre, la víspera del discurso de Robespierre, la nueva
Comuna apenas nombrada arrolló como ola furiosa a la Convención.
¿Este furor era simulado o verdadero? Si el énfasis ridículo hacía
sospechosas las palabras, se creerá sin grandes dificultades que la
comunicación contra aquel organismo, fría y violenta, hinchada hasta
parecer burlesca, salió de la pluma de un hipócrita (quizás de Hebert). El
nuevo rey, el pueblo, lanzaba de vez en cuando entre sus banalidades
las siguientes significativas palabras: «El pueblo puede cansarse,
desesperar... La muerte puede librar a vuestra víctima y entonces se diría
que los franceses no tuvieron valor para juzgar al rey.»

480
El discurso de Robespierre pronunciado el día 3, fué como la
traducción literaria, académica de esta bárbara retórica. El discurso,
trabajosamente modelado, que más parecía hecho para la lectura que
para la declamación (salvo alguna antítesis) tenía una gravedad triste y
noble, poca agudeza, poco filo. Por mi parte prefiero la romana fuerza de
Saint-Just, más atroz y más odiosa.
Saint-Just más violento en apariencia, más hábil en realidad, no
insiste en si se trata de una cosa justa. Para él la realeza es una cosa fuera
de la naturaleza; un rey no puede estar en comunicación con el pueblo;
un rey es un monstruo a quien hay que decapitar, y si es un hombre es
un enemigo a quien hay que matar más pronto.
Robespierre adopta esta tesis, pero la hace más odiosa en fuerza
de querer profundizarla, queriendo ser justo, remontándose a lo que él
cree el origen, la cuna de la justicia que no es otro, según él, más que la
voluntad popular. Hace del pueblo no el órgano natural y verdadero de
la justicia eterna, si no que quiere confundirlo con la justicia misma.
Insensata deificación del rey que avasallaba el derecho.
Había en su discurso muchas confusiones, discutibles sobre el
orden de la naturaleza que nosotros tomamos por el desorden, y sobre
el estado de la naturaleza que, según él, es de continua guerra. Hablaba
de los majestuosos movimientos de un gran pueblo, que nuestra
inexperiencia toma por erupción, volcán, etc., etc.
Lo más serio y que Saint-Just, descuidó, era la tesis del interés
expuesta por Robespierre mucho mejor que la de la justicia: «El rey está
en guerra con nosotros y os combate desde el fondo de su calabozo...
¿Qué ocurrirá si el proceso dura hasta la primavera, cuando los déspotas
librarán contra nosotros un ataque general?» Robespierre encontrábase
en terreno firme. Tuvo tiempo para pensar en si la vida del rey en esta
época era un daño nacional: «Determinemos, pues. Nada de proceso, si
no una medida de salud pública, un acto que sea como de providencia
nacional. Luis debe morir para que la patria viva... Declarado traidor a la
nación, criminal de la humanidad, que muera en el mismo sitio donde el
10 de Agosto murieron los mártires de la libertad...»
Robespierre decía algo en este discurso que podría volverse contra
él y que sus adversarios podrían aprovechar: «El rey ha sido muerto.
¿Quién tiene derecho a resucitarlo para dar pretexto a nuevas revueltas
y rebeliones?»
Es precisamente lo que decía la Gironda: « El rey ha sido muerto
Vosotros lo resucitáis queriéndolo matar aún. —Y en efecto, la cosa llego

481
así. El rey, muerto el 10 de Agosto, revivió por el proceso y el 21 de Enero
consumó su resurrección en el alma y el corazón de Europa.
«Pido—dice Buzot, el 4 de Diciembre—que quien hable de
restaurar la realeza sea castigado con la muerte... Así se sabrá si hay
realistas en la Asamblea.»—Gran tumulto. La Montaña pide que se le
reserven al pueblo sus derechos, el de las asambleas primarias. Y la
Gironda grita: Vosotros, pues, sois realistas—La Asamblea por
aclamación aprueba la proposición de Buzot, pero concede a la Montaña
que el rey será juzgado sin ser desamparado. Robespierre quería que no
fuese oído. Buzot pidió y obtuvo que se le dejara hablar, al menos para
que nombrara sus cómplices.
La Montaña el 4 de Diciembre afirmó el poder supremo de las
asambleas primarias, su derecho absoluto sobre todas las cuestiones,
aun contra la república, lo cual implicaba el absurdo de que el pueblo
tenía el derecho de renegar de sí, de abdicarse, de suicidarse, de no ser
el pueblo.
¡Piedad para la naturaleza humana que sufre el espantable vértigo
de una tempestad en el cerebro del hombre! Esta dañina tesis del
derecho ilimitado del pueblo es adoptada nuevamente por la Gironda, el
día 9, conduciéndola a otra cuestión. Pero entonces la Montaña no
conserva el recuerdo de los absurdos que realizó el día 4, es razonable y
rechaza la teoría que defendió cinco días antes.
Se trata esta vez del funesto principio que causó la muerte a la
Convención y que desde su nacimiento fué sustentado contra ella por
Robespierre en la sociedad jacobina: Que el pueblo tenga derecho a
revocar sus diputados, que en cada momento pueda anular la elección
que acaba de hacer, de suerte que no haya elección sólida ni asamblea
segura de poder vivir; el diputado se sentará temblando y votará bajo la
censura previa de las tribunas públicas, sometiendo diariamente su
conciencia al mandamiento de la muchedumbre. A lo cual, añadía Marat
que el pueblo soberano iría a escuchar a sus diputados con los bolsillos
llenos de piedras, para en caso de que no procedieran rectamente, no
sólo anular la elección, si no aniquilar a los elegidos.
El día 9 los girondinos reanudaron la tesis jacobina de la
revocabilidad de los diputados, como un arma contra la Montaña. Este
día firmaron su muerte.
Con esta arma querían destruir al apóstol de Septiembre, Marat.
Pero no sólo era Marat el que llevaba la representación nacional; violarla
en uno solo era destruir la de todos; arrancar a todos la toga de

482
representantes del pueblo y desnudos, descarnados, despojados,
librarlos a las violencias de la fuerza, al furor de los facciosos.
Era mucho más peligroso discutir este asunto en la Convención,
por cuanto esta no era creación del sufragio universal; no fué nombrada
por las asambleas primarias, si no por elección gradual, llamémosle así.
Los electores, elegidos ellos mismos, que habían nombrado esta
asamblea, dábanle la misma fuerza que si hubiera surgido sin
intermediario del pueblo. Era esta una cuestión delicada de resolver,
espantable por sus consecuencias, que pudieran ser diez años de
anarquía.
La Gironda por el órgano de Guadet, cometió la insigne torpeza de
apoyar una comunicación de Bouches de Rhôue, invocando contra Marat
el principio jacobino, la revocabilidad de los diputados.
Guadet pide y la Convención aprueba por aclamación: «Que las
asambleas primarias se reunirían para pronunciarse sobre el
llamamiento de los hombres que hubiesen traicionado la patria.»
Encuéntranse afortunadamente algunos hombres de buen sentido,
de diversos matices políticos, que declaran lo absurdo del principio
jacobino y los daños que puede causar. Manuel, Barere, Prieur,
mostraron a la Convención el abismo que abría bajo sus pies. Prieur dijo
que el llamamiento a las asambleas primarias en tal instante era
concertar las influencias aristocráticas, mezclándolas en una cuestión de
puritanismo democrático, y que cuando iba a celebrar un juicio,
matábase la Asamblea proclamando ella misma que su autoridad es
incierta, provisional. El mismo Guadet pide el aplazamiento de su
proposición y la Asamblea revocó su decreto.
Entre las dos jornadas del 4 y del 9, en las que los dos partidos
dieron el extraño espectáculo de cambiar de papel, encargándose uno
de sostener la tesis que otro abandonaba, la Convención tuvo un
vergonzoso paréntesis, el día 7, en que se vio el exceso de credulidad o
de pasión que rebajaba a los hombres.
Un intrigante llamado Viard comunicó a Fauchet y al ministro
Lebrun, que sostenía inteligencias con algunos individuos del partido
realista medio del que se valía para enterarse de los secretos de aquel
partido. Realizó una misión que se le encargó, y cuando regresó, no
satisfecho, sin duda, con la recompensa, buscó a Chabot y Marat, a
quienes ofreció los hilos de un gran complot girondino en el que
figuraban el mismo Roland y su esposa. Marat se arrojó sobre su hamaca
como un tiburón. Chabot era muy ligero, un papamoscas, de espíritu
débil, pobre, sin delicadeza. Creyó en seguida sin necesidad de

483
examinar. La Convención perdió todo un día disputando, injuriándose.
Hízose a Viard el honor de llamarlo, y apenas se le vio produjo el efecto
de un espía de oficio que probablemente trabajaba para todos los
partidos. Se llamó a madama Roland, que convenció a toda la Asamblea
por su gracia, su modestia, su tacto y su buen sentido. Chabot fué
perdido, anonadado. Marat, furioso, escribió por la noche en su
periódico que todo el mundo estaba en comunicación con los rolandistas
para mixtificar a los buenos patriotas y ridiculizarlos.
Hacía cerca de un año que, comenzado el proceso, habíase
detenido; ni se le removía, ni avanzaba; en realidad había cedido su
puesto a un proceso mucho más grande. Llamo así a la lucha de
exterminio entablada entre la Montaña y la Gironda, lucha torpe, de
gladiadores novicios que necesitaban tantear el cuerpo para encontrar
el corazón.
Finalmente, el día 10 en nombre de los veintiún individuos
encargados del proceso, Roberto Lindet leyó una especie de historia del
rey después del 89, historia que era una habilidosísima acusación y en
la que se reconocía la mano de in legista normando, consumado maestro
de sagacidad. Los Lindet eran dos hermanos, Roberto y Tomás, el
abogado y el cura. Los dos sentábanse en la Montaña. Roberto en su
exposición histórica concentraba todas las acusaciones en la persona del
rey, impidiendo que se volviesen contra los ministros. Estableció de un
modo indudable que los ministros habían ejercido muy poca influencia
sobre el rey. Lo que no dijo Lindet, fué que la influencia de la reina en la
corte durante algún tiempo había sido la de los curas. Las piezas del
proceso lo testificaban demasiado.
Cada partido quería tener parte en la acusación. La comisión dio a
la Montaña la parte histórica o indemnizó a la Gironda, encargando al
girondino Barbaroux de presentar el capítulo de cargos, acta en cada la
que artículo suministraba al presidente la materia de acusación en la
forma en que debía dirigirse al acusado.
«El día 11 de Diciembre, Luis se levantó a las siete de la mañana.
Sus oraciones duraron tres cuartes de hora. A las ocho de la mañana
escuchó con inquietud el redoble del tambor; paséase por la cámara y
oye con atención: «Parece dice, que oigo el trote de los caballos.»
Después desayunó en familia. La más grande agitación reinaba en todos
los semblantes. Después del desayuno, en vez de la cotidiana lección de
geografía, jugó un rato con su hijo. Se le anunció que había llegado el
alcalde. Abrazó a su hijo y lo despidió. El alcalde leyó al rey el decreto en
que se condenaba a Luis Capet á que compareciera a la barra. «Yo no

484
me llamo Capet; mis antepasados llevaron este nombre, pero yo nunca
me he llamado así. Lo demás es una serie de calificativos que escucho
desde hace seis meses a la fuerza...» Y después añadió: «Me habéis
privado de una hora agradable con mi hijo.» Pidió su redingote color
avellana. Bajo, en el patio, esperábale un ejército con fusiles, picas y
otros instrumentos, cuya formación desconocía. Pareció inquietarse.
Lanzó una última mirada a la torre donde dejaba a su familia y partió.
Llovía.
«Durante el camino no dio señal alguna de preocupación ni de
tristeza. Habló poco. Frente a las puertas de Saint-Martín y Saint-Denis,
preguntó. Llegó finalmente y Santerre, cogiéndolo de un brazo, lo
condujo a la barra, sentándolo en el sitial mismo en que aceptó la
Constitución.»
El rey hasta entonces estaba sin consejo. Sin embargo, había
reflexionado ya sobre lo que tenía que hacer. La historia de Carlos I,
quien primero se negó a hablar y quiso hacerlo cuando era tarde,
instruyó al rey decidiéndose a seguir una marcha completamente
opuesta. No recusó a sus jueces. Dio a entender que, no cediendo a las
imposiciones de la fuerza, al responder a las preguntas del presidente
aceptábalo como una autoridad legítima.
Primer punto: «¿Por qué rodeasteis la Asamblea el 23 de Junio de
tropas queriendo imponer vuestras leyes a la nación?»—El rey: «No
existía ley que me lo prohibiera. Yo era dueño de enviar á todas partes
al ejército, pero no quise derramar sangre.»
Después continuó contestando con acierto y tranquilidad de
espíritu, ora disculpándose con los ministros, ora alegando la
Constitución misma que le autorizaba para ejercer los cargos que se le
imputaban; y para los hechos pasados decía que la Constitución que
aceptó en Septiembre del 91 los había borrado. Sostuvo que el 10 de
Agosto no hizo más que defender las autoridades constituidas y reunidas
en el castillo. Y cuando se le cita, por ejemplo, los millones que ha dado
para comprar conciencias contesta fríamente: «Mi placer más grande ha
sido dar dinero a quien lo necesitaba.»
Aseguró que no tenía noticia de ningún proyecto de
contrarrevolución.
Acerca de las cartas, actas y memorias contrarrevolucionarias que
se le presentaron fechadas y anotadas de su puño y letra, siempre
contestó lo mismo: «No las reconozco.» Esta triste manera de embrollar
su vida con mentiras evidentes disminuyó el interés hacia él. Entretanto,
la fuerza poderosa de la situación, el carácter terrible de la tragedia,

485
hacen olvidar las miserias y pequeñeces de la defensa. Todos se
conmovieron aun los que, más exaltados, pedían desde el principio la
muerte del rey.
«Al salir de la Convención, Luis estuvo en la sala de conferencias;
como transcurrieran cinco horas, el alcalde le preguntó si deseaba tomar
alguna cosa. El rey contestó negativamente, pero después, viendo a un
granadero que, sacándose un pan del bolsillo, daba la mitad a
Chaumette, se acercó para pedirle un trozo. Chaumette retrocedió. —
«Decid lo que queréis, señor. —Os pido un pedazo de pan. —De buena
gana; tomad; es un desayuno digno de Espartaco.
Al descender fué acogido el rey por un formidable coro de gente
que cantaban a voz en grito aquellas palabras de la Marsellesa.

«¡QU’ UN SANG IMPUR ABREUVE NOS SILLONS!»


(¡Qué nuestros campos riegue sangre impura!)

El rey subió a su coche. Comía solamente la corteza del pan. No


sabía cómo desembarazarse de la miga y habló con Chaumette. Este
cogió el pan y lo arrojó por la portezuela: «¡Oh, repuso Capet, es
inoportuno arrojar el pan así y más en momentos en que escasea! —¿Y
cómo sabéis que anda escaso? —Porque el que he comido sabe un poco
a tierra. —El procurador de la Comuna después de un corto silencio
añadió: —Mi abuela me repetía frecuentemente: Chiquillo, no pierdas ni
una miga de pan porque ya no podrás recuperarla. —Señor Chaumette
—dijo el rey. —Vuestra abuela debió ser una mujer de gran sentido.»
Silencio. Chaumette enmudeció, sepultándose en el coche. Poco
después, sea porque su desayuno no fué mejor que el del rey, sea que
las fatigas y la fuerza de las impresiones violentas triunfaran sobre su
naturaleza, Chaumette confesó que se sentía enfermo. El rey lo atribuyó
al balanceo del carruaje. «¿Habéis viajado por mar? preguntó Luis. —Sí.
—Contestó Chaumette—hice la guerra con Lamotte-Piquet...»—
Lamotte-Piquet, añadió el rey, era un buen hombre.» El rey parecía
transportarse a su pasión favorita, la marina, a esta gloriosa época de su
reino ya lejana, en la que sus buques eran vencedores en todos los
mares, cuando él mismo daba instrucciones a La Pérouse dibujándole el
puerto de Cherburgo. ¡Ah, sí hubo contrastes en su vida, este fué uno!
Pensar en el pasado cuando el rey joven, poderoso, exuberante de vida,
en su deslumbrador uniforme de almirante, bajo el humo de cien
cañones atravesó la rada creada por él y su visita al famoso dique en el

486
que la Francia, más que Inglaterra, había vencido el Océano y apreciar
su estado actual, era doloroso.
¿Quién lo hubiera reconocido el día 11 de Diciembre con su
aspecto recogido, envuelto durante este largo día de invierno en su
oscuro ropaje, navegando por decirlo así entre la lluvia que caía y la
niebla de las boulevards? ¡Confesión triste! Los detalles de estas
miserias, lejos de aumentar el interés lo neutralizan. La vida del rey
entonces no está realzada por efectos seductores. No era ningún
espectro lívido, la sombra de Ugolin, que la imaginación cree ver
siempre en un prisionero. Era el hombre grueso todavía, bien
conservado, pero de piel pálida, como de enfermo, blanda, de grandes
pliegues en el cuello. Hacía tres días que le habían afeitado. La
antevíspera quitáronle de las manos las navajas. Ni corta ni larga su
barba era inculta, como una vegetación desigual, fortuita; villanos pelos
rubios daban un tinte raro a su cara áspera. Cuando regresó, sobre todo,
la fatiga, la debilidad dábale un aspecto compasivo. Este hombre que
parecía fuerte era pesado, blando, nada podía soportar. Se vio la noche
del 10 de Agosto, esta noche terrible y suprema para la monarquía que
no podía velar. Tuvo El día 11, enfurecido que acostarse. en cierto modo,
lanzó, sobre la muchedumbre una mirada que, vaga, incierta nada decía.
Solamente cuando atravesaban una calle sobre la línea de los
boulevards, la facultad proverbial de los Borbones, la memoria
automática, le hacía decir: «He aquí tal calle», y después repetía lo
mismo, como un niño somnoliento que repite maquinalmente una
lección. Una cosa pareció despertarle: preguntó por la calle de Orleans.
«La calle de Felipe Igualdad, querréis decir, señor le dijeron.» Desde
entonces se tendió y no dijo una palabra.
Su paso no produjo manifestación alguna. Reinó gran silencio,
crisis de muerte, Había gente, pero aislada; ni un grupo. Miraban,
escudriñaban, pero contenían su pensamiento. Sin embargo, se inició un
movimiento de piedad en todos los corazones. Los que menos temieron
manifestarlo fueron los que habían pedido con más ahinco la muerte del
rey. Las Revoluciones de París, periódico donde Chaumette había escrito
frecuentemente y puede ser que escribiera aun entonces, no dudó en
expresar el sentimiento público.
Este periódico condena las manifestaciones de un comisario de la
Comuna que se permitió bromear «a costa de un prisionero que iba a
sufrir un juicio de muerte.» Condena a la Comuna misma: «Luis se ha
quejado con razón de que se le ha negado la compañía de su hijo. Es
fácil conciliar los derechos de la justicia con la voz de la humanidad. Se

487
ha seguido con los prisioneros del Temple tal conducta que han acabado
por mover a compasión, excitando la piedad y el sentimiento.»
Esta era la impresión general que se refleja con fuerza en la misma
Convención. Manifiesta torcidamente el deseo de que el proceso del rey
se hiciera de un modo irregular. El día 12 Thuriot pide que se acelere el
proceso del rey y que «a la mayor brevedad lleve el tirano su cabeza al
patíbulo.» Movimiento de indignación en la Asamblea. Se le grita:
«Recordad vuestro carácter de juez.» Obligósele a que se explicara:
Quiero decir, que, si los crímenes imputados a Luis son indudables, debe
perecer...»
Un miembro insiste en que se dé al acusado tiempo suficiente para
que examine los documentos diciendo: «Nosotros no tememos alodio
de los reyes, si no a la execración dé la historia.»
El día 15, un representante significado hasta entonces entre los
más exaltados de la Montaña, el hombre del 6 de Octubre, Lecointre, de
Versalles, sorprendió a la Asamblea pidiendo que Luis pudiera ver a su
familia.
La oposición furiosa de Tallien, que llegó hasta el extremo de decir:
«En vano querrá la Convención si la Comuna se opone» dio mayor fuerza
a la proposición de Lecointre. Se vota que el acusado pueda ver a sus
hijos, pero que no podrían estos ver a su madre y a su tía hasta después
de los interrogatorios.
Lo que fué más significativo es que Barere, al salir de la
presidencia, fué sustituido por Fermont, que el 11 pidió que el acusado
pudiera sentarse al ser conducido a la barra. Los secretarios fueron
girondinos esto es, de opinión moderada: Louvet, Creusé, Latouche y
Oselin.
El rey nombró defensores á abogados que pudieran conducirle
rectamente en su triste género de defensa que era como una especie de
compilación de mentiras, negaciones y contradicciones.
Uno de ellos, Tronchet, dijo que estaba enfermo, lo que era verdad,
y no podía aceptar. El rey lo sustituyó con un hombre conocidísimo en
el foro, el abogado Séze.
El gentilhombre que el rey envió al rey de Prusia Mr. Aubier, quiso
venir a defenderlo. Un Mr. Gourdat, de Troyes, hizo el mismo
ofrecimiento, diciendo ingenuamente «que si defendía a Luis XVI era por
el sentimiento de su inocencia.»
El ofrecimiento de Mr. Aubier era tardío; no tuvo otro efecto que
una pensión de doce mil libras que le dio el rey de Prusia.

488
Los otros dos que se ofrecieron habían, por diversos títulos,
merecido la gratitud de la Revolución y nada tenían que ver con la corte.
Menos afortunados que el abogado realista, por recompensa no tuvieron
otra cosa que la guillotina. La primera víctima fué Malesherbes.
La otra víctima fué una mujer, la brillante improvisadora
meridional, de la que ya hemos hablado, Olimpia de Gouges.
He de decir aquí mismo lo que pienso sobre el destino de estas
personas generosas. No puedo esperar hasta el 93; pasarán entre la
muchedumbre, mezclados con otros, en el fatal carromato. Ahora quiero
colocarlos aparte, en el sitio en que fueron héroes.
Malesherbes pertenecía a la familia Lamoignon, laboriosa entre
todas, que trabajó útilmente, bajo Luis XIV en la reforma de las leyes;
honrada familia que nunca tuvo la bajeza servil de sumisión monárquica.
Malesherbes era sobrino de Lamoignon de Basville, el tirano de
Languedoc, el verdugo de los protestantes, que cubrió este país de
horcas, ruedas y hogueras. El sobrino por esto, sin duda, fué filósofo.
Vivió intelectual y moralmente en la parte opuesta, y si he de creer a uno
de sus más íntimos, fué el más incrédulo de los incrédulos.
No se encontraba mejor hombre, más honrado, más generoso. Sin
esperanzas de gran porvenir (que por sus virtudes merecía) sin el apoyo
y el consuelo que se encuentra en las creencias divinas, siguió su senda
rectamente, con fortaleza, inspirándose en las ideas del bien y del
deber... Jamás la magistratura escuchó palabras más dignas que las
advertencias y amonestaciones de Malesherbes, presidente de Ja sala
de Socorro. Fué ministro con Turgot y cayó con él. Era poco adaptable a
los accidentalismos del poder, pues nació sin conocimiento de los
hombres.
Entre los muchos servicios prestados a su patria que consagran la
memoria de este hombre, uno solo basta para que se le recuerde
eternamente. Sin él, ni él Emilio, ni la Enciclopedia, ni la mayor parte de
las grandes obras del siglo XVIII hubieran aparecido. Era entonces
director de la biblioteca; extendió su protección a la libertad del
pensamiento y enseñó a los escritores del tiempo a eludir la absurda
tiranía de la época. El mismo se modifica, no censura ya, corrige con
respeto las pruebas de Rousseau.
La edad no alteró la vida de Malesherbes; tenía el 92 setenta y dos
años y conservaba sano su espíritu, fuerte su corazón como en su edad
viril. Era un contraste notable encontrar en este hombre de pequeña
estatura, casi redondo, un poco vulgar (verdadera figura de boticario
bajo una empolvada peluca) un héroe de los pasados tiempos. Tenía en

489
la palabra la savia, la malicia, el humorismo algo cáustico de la pasada
magistratura. Nobles rasgos de su carácter escapábanse unidos a sus
párrafos, revelando un alma sublime.
Al preguntarle un convencional por qué discurría en tal sentido
sobre el proceso del rey, dijo: «Por qué desprecio la vida.»
Vivió tranquilo en el campo el 93. Un hombre como Malesherbes
no piensa emigrar. ¿No vivía bajo la protección de las grandes sombras
del siglo XVIII? ¡Quién le hubiera dicho á Rousseau que sus inteligentes
discípulos matarían al benévolo censor, al propagandista del Emilio, en
nombre de sus doctrinas!
En Octubre del 93 fué arrestado su yerno, el presidente Rosambo
a consecuencia de una protesta del parlamento formulada en el 89; falta
censurable, pero ya antigua, de un hombre inofensivo.
Al día siguiente sin causa ni pretexto arrestaron a Malesherbes.
Mostróse indiferente o más bien contento. Deseaba terminar. El solo
testigo que existía contra él era un criado que al decir el 89 a su amo que
las viñas se habían helado, le contestó Malesherbes: «¡Tanto mejor; si
nos quedamos sin vino nuestras cabezas estarán más despejadas.» No
quiso defenderse y tranquilamente marchó a la guillotina.
El conserje del Manceaux que acompañaba a los ajusticiados, tuvo
una prueba de la sangre fría de Malesherbes. Cuando lo desnudó
encontró su reloj puesto a las doce. Habitualmente Malesherbes
arreglaba su cronómetro a las doce del día. Dos horas antes de morir
hizo la misma operación.
Se creerá inconveniente que junto a un nombre tan venerable
coloque el de Olimpia de Gouges, una mujer ligerísima; esta mujer se
acercó a Malesherbes por analogía de pensamiento y él la aproximó a la
muerte. ¡Que sea acogida, pues, con él en esta historia con la bondad
paternal y la indulgencia que Malesherbes demostró en vida!
Ella no estaba protegida por larga lista de servicios prestados al
país como Malesherbes. Su cabeza hacía tiempo que peligraba. Estaba
muy comprometida. Muchos amigos, entre ellos Mercier, aconsejáronle
que se contuviera. No escuchó los consejos de nadie; hablaba fuerte,
marchando ostensiblemente de una parte a otra, según su sensibilidad.
Revolucionaria por naturaleza y por tendencias, cuando vio el día 6 al rey
y a la reina prisioneros, se sintió realista. La mala fe de la corte y su
evidente traición hiciéronla republicana, y después contó ingenuamente
al público su conversión en un folleto: La fiereza de la inocencia. Fundó
entonces sociedades populares de mujeres, intentando sostenerse en un
difícil medio entre Jacobinos y fuldenses. Sus relaciones con la Gironda,

490
su Pronóstico sobre Robespierre, colocábanle en inminente peligro,
cuando la conmovedora escena del 11 de Diciembre, elevándola sobre
la consideración de sus peligros personales, la hizo ofrecer sus servicios
al rey. La oferta no fué aceptada, pero ella se perdió desde entonces.
Las mujeres, en sus opiniones públicas, sirven para embravecer a
los partidos, corren más riesgos que los hombres. Fué un odioso
maquiavelismo de los bárbaros de aquel tiempo poner las manos sobre
las mujeres cuyo heroísmo hubiera podido excitar el entusiasmo,
ridiculizándolas brutalmente. Se han oído las quejas de madama Roland
y el insulto que se la dirigió en Theroigne el 93. Olimpia fué tratada lo
mismo o más cruelmente todavía. Un día la detuvo un grupo; un canalla
sujetó su cabeza y le arrancó el gorro frigio. Sus cabellos cayeron
desordenados, cabellos grises a pesar de sus treinta y ocho años. La
fiebre y el talento habíanla consumido. «¿Quién quiere la cabeza de
Olimpia por quince sueldos?» —gritó el bárbaro. Olimpia, sonriendo
dulcemente, sin turbarse, dijo: —«Amigo mío, yo doy treinta»—y se
escapó riéndose.
No duró su libertad mucho tiempo. Conducida ante el tribunal
revolucionario, sufrió la amarga y afrentosa pena de ver a su hijo como
la repudiaba. Entonces perdió toda su energía. Apareció la mujer, débil,
temblorosa, deshaciéndose en lágrimas, crisis del espíritu, reacción que
sufren aun las almas más templadas. Cobró espantoso miedo a la
muerte. Dijéronl9 que las mujeres embarazadas lograban el
aplazamiento de su ejecución. Con las lágrimas en los ojos solicitó un
favor de un amigo... Las matronas y los cirujanos, sin embargo, fueron
tan crueles, que aseguraron no poder certificar su embarazo por que
parecía muy reciente.
Ante el patíbulo, Olimpia de Gouges recobró todo su coraje, toda
su alma y al morir encomendó a la Patria su venganza y la rehabilitación
de su nombre.

491
CAPITULO IX
El proceso. —Disensión sobre la, educación. - Contra el duque de Orleans
(Diciembre 92)

Plan ele educación por los girondinos (Diciembre). —Los» curas y


los Jacobinos de acuerdo para no aceptar más que un solo grado en la
instrucción (Diciembre 92). - Arrebato de filosofismo girondino. -
Robespierre destroza el busto de Helvetius (5 Diciembre). —Debilidad
moral dé los dos partidos en sus planes de educación. —Continuación
del proceso. —Contra la casa Orleans. —La Montaña salva al duque de
Orleans (17 Diciembre 92).

La Convención llenaba los intervalos del proceso con una cuestión


no menos grave, la organización de un sistema de educación nacional.
La Constituyente, que había llegado al fin de su larga carrera sin
tener tiempo para colocar la primera piedra de la nueva sociedad, dejó a
la Legislativa en herencia un fastuoso informe de Talleyrand sobre la
instrucción en general. Disertación literaria elegante que exponía los
principios con una vaga generalidad. La Legislativa añadió un trabajo
más filosófico, el informe de Condorcet sobre la instrucción. En esta obra
seria, importante a la vez por la elevación de los puntos de vista y por su
tendencia práctica, señalábanse cuatro grados de instrucción, desde las
escuelas primarias hasta el Instituto. La Convención, en los principios de
Diciembre, recibió y discutió un proyecto de organización de escuelas
primarias propuesto por su comité de instrucción pública, inspirándose
en al informe de Condorcet.
Este proyecto, aportado por Lauthenas, amigo de Roland y
entonces jefe de negociado de su ministerio, contenía el pensamiento
más democrático de la Gironda, pensamiento por el cual creía que se
llegaría a la nivelación de la sociedad. La escuela primaria gratuita para
todos era la puerta por la cual el hijo del pobre podía entrar en la escuela
superior dé los discípulos de la patria para cursar gratuitamente los
demás grados de la instrucción.
Los maestros eran elegidos en sufragio universal por los padres de
familia. El cura no podía enseñar más que renunciando a sus hábitos. La
enseñanza era común a todos sin distinción de cultos. «Lo que concernía
a los cultos no se enseñaba en las escuelas, si no en el templo.»
El proyecto girondino basábase como se ve en la separación de la
iglesia y del Estado; a los curas, aún a los constitucionales, se les alejaba

492
de la escuela, enviábaseles al templo a que proporcionaran
estrictamente las enseñanzas religiosas; el cura Durand de Maillare,
sentado a la derecha de los mismos bancos de los girondinos, protesta
vivamente contra el proyecto. Pide que los curas puedan ser instructores
y sostiene la tesis popular de que la instrucción compónese de un solo
grado. Acordose esto conforme al criterio de Robespierre que creía
herida la legalidad por una jerarquía de escuelas cuya elevación impedía
que fueran visitadas por todos. ¿Qué hacer en la práctica? Los partidarios
de esta tesis serán obligados a admitir una de las dos siguientes
opiniones: o que se suprima la enseñanza superior, destronando la
ciencia, suprimiendo a la vez las escuelas filosóficas que la representan
y las escuelas especiales que la profundizan, nivelando la ciencia para
nivelar los hombres, rebajándola, haciendo una especie de ciencia
menos sabía, mejor dicho, una ciencia que no fuera tal ciencia, o bien
llevar a la enseñanza primaria elevados principios científicos,
profesándoles los que apenas deletrean y desconocen el cálculo
infinitesimal y las dificultades de la metafísica.
Durand de Maillare era un canónigo galicano; reputábasele de
hombre sabio. Asombró oírle decir que una sola escuela era suficiente,
esto es, que debían cerrarse las escuelas superiores. El cura no hacía en
esto más que seguir las inspiraciones de Robespierre. Había
comprendido perfectamente el consejo de éste: «La seguridad está en la
izquierda.» No se sentó en la izquierda, pero encontró muy político hacer
constar, mientras estaba en la derecha, que era independiente a las
opiniones de esta y que sobre cuestiones doctrinales pertenecía
realmente a la sociedad jacobina a la que se agregó.
Se le respondió desde la derecha y desde la izquierda. Chenier, que
estaba en la izquierda, pero que no dependía en nada de la iglesia
jacobina, protestó contra la clausura de los altos centros de instrucción
y del rebajamiento de las ciencias.
Un diputado de la derecha, Duport, respondió con viveza a las
declamaciones clericales y jacobinas de Durand contra la filosofía,
diciendo con fortuna: «Vos sois diputado de Marsella... y bien; ¿sabéis
quién ha armado a vuestros marselleses contra el trono y quién ha hecho
el 10 de Agosto? ¿Es la filosofía? Vos preguntáis bárbaramente si las
artes mecánicas deben o no ser tan recomendadas como la ciencia. Vos
ignoráis que todo tiene íntima relación y que el maderaje de un buque,
su construcción, tienen todo lo que poseen las ciencias de elevado y
abstracto...»

493
Después, atacando directamente al cura y perdiendo su sangre fría,
Duport lanza un furioso ditirambo, estilo Diderot, muy poco filosófico y
menos político, propio para comprometer a su partido: «Los tronos, dice,
están derribados, los reyes perecen, los altares destruidos. Por lo mismo,
los tronos abatidos dejan sin apoyo a los altares y basta solo un soplo
para derrumbarlos. Queréis fundar, pues, la República con otros altares
que no sean los de la patria...» Sus palabras desde derecha a izquierda
fueron apagadas por la vociferación de curas y obispos constitucionales
muy numerosos en la Convención.
Entonces Duport repitió las palabras de Isnart: «La naturaleza y la
razón son los dioses del hombre, mis dioses... (el abate Avriden: «No
puedo escuchar más...» Y se marcha). Duport se anima aún más: «Yo lo
confesaré ante la Convención: soy ateo. (Rumores: algunas voces dicen:
¿Y qué importa?: vos sois un hombre honrado). Pero yo desafío a todos
a que ataquen mi vida, mis costumbres. Yo no sé si los cristianos de
Durand podrán lanzar el mismo reto.»
El arrebato del girondino, que creía no poder negar al cura como
no fuera negando al mismo Dios, cayó contra su partido. Los efectos
fueron alejar de la Gironda muchas almas religiosas, una buena parte
del pueblo.
Robespierre, mucho más hábil, durante esta discusión se declaró
en los Jacobinos enemigo irreconciliable de la filosofía inmoral,
irreligiosa del siglo XVIII. Propuso ante su sociedad que se proscribiera
esta filosofía, lo mismo que la corrupción política. Un miembro pidió que
se destrozaran los bustos de Mirabeau, y Robespierre propuso que se
destruyera el de Helvetius: «Un intrigante—dijo—un miserable
perseguidor de Juan Jacobo... Helvetius, aumentó la muchedumbre de
intrigantes que desoían la patria...»
Buscáronse escaleras y bajárnosle los bustos, siendo hechos trizas
y polvo bajo los pies de la muchedumbre y quemadas sus coronas,
aplaudiendo con entusiasmo la gente. Los girondinos habían no solo
defendido, si no patrocinado la filosofía del siglo XVIII (sin comprender
los distintos caracteres de que constaba). Destrozar el busto de Helvetius
era inferirle un grave golpe.
Se ha visto también que este partido estaba necesitado de unidad
de espíritu y se ha podido adivinar que era incapaz de crear una fe
sencilla. Esta es la censura más grave que se puede dirigir contra el plan
de Condorcet en el proyecto especial de Lauthenas y Roland. No se
inspira en una robusta idea moral, en la autoridad de la fe, por ejemplo;
Condorcet pretende que el estudio de las ciencias físicas y de las

494
matemáticas debe ser anterior y superior al estudio de las ciencias
morales, sin advertir que las matemáticas son un instrumento, un
método, un procedimiento que, aparte de la educación, nada dan para
La substancia. En cuanto a las ciencias naturales, estas suministran
fuerza a la substancia moral, sin duda, a condición de que se
desenvuelvan, vivificadas y penetradas en la savia de la vida, que es el
alma.
La sencillez de la idea moral, la religión del derecho absoluto, son
condiciones de que carecen en los dos partidos, la Montaña y la Gironda,
Condorcet y Robespierre.
Es este precisamente el momento en que Robespierre,
abandonando su doctrina primitiva (nada hay útil más que lo que es
justo), invoca una ley-suprema, el interés, la salud pública.
Si invoca a la providencia no es como testigo del Derecho absoluto,
es como un consuelo en la tierra, como una esperanza, un porvenir, algo
que interesa poco, que está muy lejos.
Su espíritu, como el de su maestro Rousseau, flota en el Emilio y
coloca el Derecho absoluto como independiente de Dios, y tan absoluto
que comprende al Dios mismo. En el Contrato social siente la necesidad
de dar al derecho otra base que no sea el derecho solo: cree encontrar
esta base en el interés. (Interés público, privado. Libro II, capítulo IV).
La piedra de toque de los corazones y de las doctrinas encuéntrase
en las dos cuestiones que abstraían a la Asamblea, la cuestión de juzgar
(¿matar? ¿inspirándose en que fe?) y la cuestión de la educación (¿crear?
¿en virtud de que principios?)—Ni uno ni otro partido contestaban
categóricamente.
¿Qué enseñanza era la que Condorcet proponía en su informe sobre la
instrucción? Un poco de moral y otro poco de historia ¿Pero qué moral?
Falta que se diga. La sociedad será enteramente distinta si en su base
colocáis una moral diferente.
Lepelletier Saint-Fargean, en su notabilísimo plan de educación
leído en la tribuna por Robespierre es, respecto a este punto, deficiente,
vago. Adopta, dice, las proposiciones del comité respecto a elección de
textos; se darán a los alumnos principios de moral, y se grabará en su
memoria las más bellas páginas de la historia de los pueblos libres.
Saint-Just en sus Instigaciones Políticas no toca este punto. Se
ocupa del marco de la educación, pero no del fondo. Ni una palabra de
moral.
El proyecto de Lakanal, inspirado por Sieyes, presentado después
del 9 Thermidor y votado por la Convención, no es más explícito sobre

495
esta misma cuestión. Todos hablan de la forma exterior de la educación,
pero nadie llega al fondo, a la substancia, al alma de la educación.
En esta incertidumbre sobre el principio moral, las discusiones
necesariamente han de ser accidentadas. En la Convención no solo se
exasperan las pasiones, si no que se fluctúa entre principios; no hay base
fija y fuerte. La historia, a su costa, ha querido sistematizar, metodizar
estas discusiones descosidas. No debe hacerlo. Debe seguirlas, pero no
dejarse seducir por ellas, sin querer ser más sabia.
El día 16, a consecuencia de no sé qué rumores de traición realista,
de pacto con el extranjero, surgen dos acusaciones imprevistas. Thuriot:
«¡Muerte a quien atente contra la unidad de la República o la de su
gobierno, o quiera desmembrar trozos de su territorio para unir a un
territorio extranjero!»
La derecha, toda la Convención responde sin titubear a este grito
de la Montaña.
La derecha pide por voz de Buzot que todos los Borbones sean
arrojados de Francia, especialmente la rama de Orleans.
Indicó con precisión los peligros que existían para que esta rama
subiera al poder.
De una parte, sus amistades poderosas con Europa (quiero decir
con Inglaterra), por otra sus esfuerzos para captarse la popularidad de
Francia, con el nombre Igualdad que acababa de adoptar, su ambición,
sus intrigas.»
Louvet apoyó otra moción diciendo que no podía ver sin temor las
armas en manos de los generales orleanistas (Dumouriez, Biron,
Valence).
Buzot y Louvet, eran los órganos, ordinariamente, no de la Gironda
en general, si no dé la fracción Roland.
No encontraron ningún apoyo en los otros girondinos. Brissot creyó
inoportuno un ataque en el que no se exceptuara á Dumouriez, el general
afortunado, el hombre indispensable para el problema de Bélgica Petion
y otros girondinos 6 razón neutros, Barere, por ejemplo, tenían una
personal para apoyar la casa de Orleans estando íntimamente
relacionada con madama de Genlis Las mujeres de esta casa parecían
haberse dividido la obra de corrupción/
Madama de Genlis y su esposo influían en la Gironda. Madama
Buffon, dueña del príncipe, tenía influencia sobre Dan ton, y, por tanto,
en la Montaña donde el mismo príncipe tomaba asiento.
La proposición de expulsión hecha por los rolandistas solos (no
por todos los girondinos) tuvo el aspecto de un acto de hostilidad

496
personal. La Montaña respondió en la misma forma, tomando
represalias: «¡Débese expulsar a Roland!»—Y daban a entender que
temían que el mismo Roland llegara a ser rey de Francia.
Respuesta verdaderamente ridícula, propia para que se dude de la
sinceridad de quien la diera. Roland con su virtud y el genio de su mujer,
no era aún un partido, ni una potencia en estos momentos en que la
Gironda no les prestaba gran apoyo. Gozaron una época de popularidad
y he aquí todo. Era insensato compararlo á la poderosa casa Orleans que,
independiente de sus amistades y sus deudos, por el dinero solo, por la
fuerza de una fortuna monstruosa, la más grande de Europa, era una
realeza.
Era insensato creer que no podía hacerse una república mientras
se tuviera por medio un rey de plata. Realeza no disputada, mucho más
legítima que la de Luis XVI, realeza sin cargos ni deberes, disponía de
todos los medios en completa libertad, sin más regla que la utilidad
personal, la dirección oculta de una política tenebrosa.
No se sabe cómo creció esta fortuna prodigiosa, como poco a
poco, atrayendo el oro al oro, arrastrando la masa a la masa, se formó
una bola de nieve, por decirlo así, hasta tomar caracteres de avalancha
que amenazaba al trono.
¡Vanas previsiones de los hombres! Los reyes temieron que sus
hijos, legítimos o bastardos, regaran con sangre la tierra luchando por la
legitimidad de la realeza, del origen. Creyeron que, acumulando la
propiedad en sus manos les satisfacían su ambición, les saciaban su
avaricia. La propiedad por la cual se les quería alejar del trono era
justamente el camino del trono.
Luis XIII tenía miedo a su hermano y lo ahoga, lo abruma,
concediéndole bienes.
Luis XIV hace lo mismo con su hermano y logra reunir este
antepasado de Orleans, las dos fortunas, esto es, ciento cincuenta
millones.
El mismo Luis XIV, frente a los Orleans, había constituido una
potencia, la de sus bastardos, dotados cada uno con cincuenta millones.
Se extinguen los bastardos sin otro heredero que una niña, la señorita
de Penthievre, que a su matrimonio aporta cien millones a la casa de
Orleans, reuniendo esta doscientos cincuenta millones.
Felipe-Igualdad heredó de su padre siete millones y medio de
rentas y de su mujer cuatro millones y medio—doce o trece millones,
según un cálculo muy moderado.

497
Fortuna disminuida indudablemente por la cantidad considerable
de dinero que arrojó en la Revolución, pero aumentada por otra parte en
especulaciones afortunadas, especialmente en la construcción del
Palais-Royal.
La regencia nada nos ha hecho gastar, dicen los Orleans. El regente
no puso ni un sueldo suyo a disposición del Estado, al contrario, hizo
que su pupilo el rey dotara a sus hijas. La Revolución del 93 no disminuye
en nada su fortuna. La señora de Orleans entra en posesión de sus
bienes personales el año 95 y su hijo encuentra el resto de la fortuna el
año 1814, como bienes no vendidos o como una indemnización. La
Revolución de 1830, finalmente, no disminuye tampoco su fortuna. El
rey, como se sabe, entrega todo su caudal a sus las Tullerías. La
Revolución del 48 hijos en tampoco tocó esta fortuna. Ha creído ó hecho
creer que esta riqueza de la que todo el mundo conoce el origen político
sea una propiedad privada.
Este reino en un reino exige, como puede comprenderse
fácilmente una administración complicadísima, gran número de criados,
guardias, obreros, empleados. Solamente los guardacampos forman un
ejército. Añadid la legión interminable de contratistas, comerciantes,
pequeños acreedores en la dependencia de este poderoso deudor, que
se divierte haciéndolos esperar, suspendiéndolos de su fortuna. Añadid
otro pueblo, el de los aspirantes, que solicitan, esperan las vacantes que
sobrevendrán.
Potencia enorme hoy, en el antiguo régimen y bajo la Revolución
conservaba un carácter feudal. Este personal inmenso era, al contrario
de hoy, inamovible. Se componía de familias hereditariamente
empleadas en las mismas funciones. En regiones pequeñas y aisladas
como el principado de Dombes y el ducado de Penthiévre el dinero tiene
una fuerza tres veces poderosa; es el señor feudal, el rey y nada resiste
a su influjo.
El duque, poseedor de tan grande fortuna, podía decir, sin duda,
que era rey, hasta el extremo que no se preocupó de serlo antes de
Francia. Nada indica tampoco seriamente que él soñara esto. Hízose
revolucionario siguiendo consejos de mujeres y deseando vengar
algunas ligerezas cometidas por la reina.
Quedó satisfecha su venganza, cuando el día 6 de Octubre, desde
la terraza de su castillo de Passy la vio venir de Versalles en la mayor
abyección, arrastrándose por el cieno, cautiva entre la carnavalesca
confusión de hombres ebrios que juegan con cabezas cortadas,
ensangrentadas. Es macabro, es horrible.

498
Esto calmó un tanto su espíritu. Su correspondencia con el rey es
como la de un hombre que desea reconciliarse a toda prisa y a toda
costa; toma miedo a la Revolución y escribe al rey servilmente.
Expresamente hizo un viaje a las Tuberías para obtener la gracia y el
perdón del rey. Este le habló seca y fríamente. La reina le volvió la
espalda. Un servidor de ella, el caballero Goguelot (el Goguelot de
Varennes), enardecido por la insolencia de toaos, escupió sobre él en la
escalera.
Su situación fué embarazosa. Sus trabajos para que la
Constituyente le diera en dote una hija del rey (¡rasgo increíble de
avaricia!) causaron en la opinión efectos deplorables y el duque de
Orleans quedó como anulado. Arrojose al fondo de la Montaña,
adoptando el extraño nombre de Felipe-Igualdad, que era como burlesca
caricatura. Desde entonces se le da este nombre.
No era trabajo fácil ni hacedero defender en el 93 tan poderosa
fortuna y Felipe-Igualdad, dedicó a esto sus esfuerzos, sin ahorrar ningún
medio. Primeramente, se asió de Marat. Hizo el esfuerzo poderoso
(esfuerzo penosísimo en él que no nació sanguinario) de votar por la
muerte del rey. Total, salvó toda*'su fortuna y no perdió la cabeza. Esto
es todo lo que quería.
El, por sí mismo, era muy poco temible, al contrario de sus hijos,
nacidos con distintas condiciones de temperamento y diferentes
tendencias. Viose con qué habilidad manejaron los boletines de la guerra
cuando lo de Valmy y Jemmapes para exagerar el valor de sus servicios.
El esposo de la señora Genlis, Sillery, encontró medios para ser uno de
los tres comisarios enviados al ejército después de la batalla de Valmy,
y tantear el terreno entre los prusianos acerca de las probabilidades que
los Orleans tendrían de ser reyes y el apoyo que merecerían a Europa.
Publicose entonces, seguramente con el propósito de crear
opinión, de atraer público a la causa, un curioso periódico del duque de
Chartres, en el que el excelente discípulo de la señora Genlis le narraba
diariamente, como si fuera su madre, todas sus bellas acciones: su visita
a los hospitales, socorros hechos a los enfermos, un hombre que logró
extraer del río cuando estaba casi ahogado, otro hombre que salvó del
furor del pueblo, etc., etc.
Los Roland no se equivocaron en su juicio. Vieron en el joven
duque un pretendiente. Creían que apenas muerto Luis XVI sería éste el
dios salvador que surgiría entre la anárquica confusión en que iba a
quedar el país. Logró el duque por medios hábiles y un tanto delicados
afianzarse en la opinión. La equivocación de los Roland al suponer al

499
duque de Chartres un conspirador, fué la de creer que en el complot
figuraba de cuerpo entero la Montaña. Esta sociedad era tan inocente
como la Gironda. Un girondino, Sillery, y un montañés, Danton quizás,
fueron en otros tiempos orleanistas. Me hace dudar de esto todavía la
fuerza, la insistencia con que Danton quiere revolucionar la Bélgica, a
despecho de Dumouriez, su afán por republicanizar, sus anhelos para
unir la Francia republicana, destruyendo la segunda ilusión de la casa
Orleans.
Chabot apoyó a Igualdad diciendo que era representante. La
Convención aplazó su acuerdo. El 19, después de una vivísima discusión,
se decide la Gironda. Un girondino mismo inutilizó la obra de esta
sociedad. Petion hizo descartar la proposición de Buzot y pidió que se
aplazara todo hasta después del proceso del rey.

500
CAPITULO X
El proceso. —Defensa, del rey. —Robespierre y Vergniaud
(Diciembre 92)

Los polacos piden socorro (30 Diciembre). —Conjura de los reyes


contra Polonia.—La Revolución debió ser el proceso general de los
reyes.—Defensa del rey (26 Diciembre).—El rey créese inocente.—El rey
se cree siempre rey.—No puede existir otro juez que la Convención.—La
Convención no sabe si juzga o si falla inspirándose en medidas de
seguridad.—Debió declarar que juzgaba por el derecho solo, no por el
interés público y por la seguridad.—Los dos partidos hablan más del
interés público que de la justicia.—Robespierre indica que la Convención
es la que debe juzgar (27 Diciembre). - En nombre de la Montaña sostiene
el derecho de las minorías. —Sombríos vaticinios de Vergniaud sóbrelas
desgracias que ocurrirán después de la muerte del rey (30 Diciembre). __

El día 30 de Diciembre, un polaco, miembro de la Asamblea


Nacional, expuso ante la Convención la demanda de Polonia. Jamás
pueblo alguno fué tan indignamente traicionado, vendido más
vergonzosamente. Jamás se vio tan espléndidamente iluminado y
demostrado el axioma de que los reyes son la perturbación de la moral
y del derecho de las naciones. La realeza creando seres extraordinarios,
extrahumanos, fuera de la naturaleza, los coloca también fuera de la
moralidad, lejos del bien. Las terribles palabras de Saint-Just: No hoy
nada de común entré el pueblo y el rey, sintetizan la máxima no
proclamada, pero practicada por los reyes: Entre el rey y el pueblo no
hay nada de común, ni justicia, ni piedad.
Rusia el año 92, proclamándose protectora de la libertad de
Polonia, fomenta en este desgraciado país una confederación de
traidores que seducen a los inocentes y crédulos poloneses, creyendo en
la generosidad del enemigo, al que se confía la esperanza de la
independencia nacional.
Prusia y Austria, que la víspera alentaban las nobles aspiraciones
de Polonia, prometiéndole su apoyo, vuélvense contra ella y la
abandonan. El rey Poniatowski, deseoso de abdicar, pidió por toda gracia
cruel Catalina que terminase el largo suplicio de un pueblo y que
propusiera a un príncipe ruso para sucesor.

501
¿Qué contestó Rusia? ¡Estaba indignada! ¡Gran Dios! ¡Semejante
lenguaje revelaba el desconocimiento más completo del desinterés con
que procedía la emperatriz! ¿Trabaja Catalina acaso en provecho propio?
No; los beneficios son para Polonia exclusivamente; únicamente por su
interés Catalina tortura, abate, extenúa a la desgraciadísima Polonia.
Emplea los medios de seducción más grandes para cautivarla.
Desarrolla las gracias de la mujer bizantina... para ahogar al joven
favoritivo entre sus desnudos brazos. Y aún la víspera se le hace creer a
Polonia que, proclamada la Constitución republicana, el ejército de su
reina, honradamente, noblemente, repasará la frontera. Promesas
pérfidas, arrullos de un falso amor en que caía envuelta Polonia.
Hasta aquí el 92. El año 93 todo cambia. La emperatriz, siente
súbito miedo a los jacobinos polacos. Dice que ama la libertad. Comienza
una nueva farsa. Se comprende desde luego que hubiera algunos
Jacobinos en los pueblos de la vasta Polonia, pero indudablemente muy
pocos. Las gentes del campo no habían soñado aun en tal partido. ¿La
nobleza, que era real y verdaderamente el cuerpo principalísimo de la
nación, podía ser seriamente jacobina? Lo hubiera perdido todo.
Esta espantosa comedia debió convertir en seres execrables a los
tres bandidos con corona que intervinieron. Pero nada ocurrió, antes, al
contrario. Inglaterra, celosa de los progresos de Rusia, solicitó su
amistad adoptando tiernas actitudes. La lealtad de Prusia y Austria
conquistáronle el corazón. He aquí Europa reconciliada. La fraternidad
más acendrada reina entre todos los reyes. ¡Bello y dulce espectáculo!
La Francia solo, es un brochazo que disiente de la amable tonalidad de
este cuadro. Desde luego obsérvase que los reyes de esta época no han
sido peores que los que les precedieron y los que les han sucedido. Su
conducta en este caso concreto revela solamente la resultante fatal y
necesaria de lo que en todas épocas ha sido el alma de la monarquía,
esta institución monstruosa: el desprecio más profundo hacia la especie
humana.
Todo esto que se ha revelado hace sesenta años, se ha ido
conociendo con más perfección, más minuciosamente, a medida que se
ha despertado el amor a la lectura, al estudio, a la instrucción.
Los pueblos desde hace ya muchos siglos debieran haber
estudiado profundamente el problema. ¡Camina tan lentamente la luz!
La misma Francia en el 92 no tenía la convicción, el concepto del papel
que debía representar. Desconocía el profundo misterio que llevaba
grabado en su alma y que era: el juicio de los reyes.

502
¿Lo diremos? Le falta audacia. El proceso de Luis XVI era
insignificante. Desde el momento en que se decretó la guerra con el
carácter de revolución en todos los países donde se suspirara por la
libertad, desde el instante en que airadamente se levantó la espada
contra los reyes, proceso de Luis XVI no era más que un pequeñísimo
incidente, un ligerísimo careo del gran proceso, quizás un accesorio. Es
necesario dar a este proceso un carácter universal, haciendo de la guerra
europea como una especie de ejecución jurídica. La Francia, por el hecho
mismo de la promulgación de estos decretos, era el juez universal.
Es como si ella dijera: «El derecho es igual para todos. Yo juzgo a
toda la tierra, mis decisiones tienen carácter universal.»
«Mis quebrantos no son los que más me apenan y me conturban.
Yo defiendo estos pueblos pequeños sin voz para quejarse, para
demandar, sin abogado que les defienda. Hablaré, lucharé por ellos. Soy
el juez que, de oficio, demanda en su nombre.
» Catalina de Auhalt, aventurera alemana que empleando el
homicidio y la sorpresa robó la corona del gran pueblo ruso:
Comparaced y responded...»
Un simple hujier de la Convención bastaba para citar a los reyes. Y
seguramente no hubieran faltado patriotas que hubiesen fijado la
citación en Roma, Viena, Moscou, con la mayor intrepidez... Estos
orgullosos ídolos, deificados por la ignorancia y la candidez originarias
del mundo, hubieran leído una mañana quizás, al salir de sus palacios,
sobre las puertas y los muros: «Tal día compareceréis para responder
ante Dios y ante la República...»
¡Cuánto hubiera difundido la luz, la instrucción este sumario! El
mundo estaba asombrado viendo como estos miserables embrollaban
las cuestiones humanas. Es suficiente recordar la afrentosa y cruel
intriga que tanta sangre costó en Turquía y en Polonia.
«¡Pero ¡qué!... Este gran proceso no ha tenido ni un solo detalle
ridículo. La Francia que no podía enviar ni víveres, ni zapatos a su ejército
de Bélgica, ¿no hubiera sentado plaza de loca si hubiese lanzado a las
potencias del mundo sus impotentes amenazas, imposibles de realizar?
¿No se hubieran reído los reyes de un extraño Don Quijote que
pretendiera enderezar los entuertos de todo el género humano?»
No; los reyes no se hubieran reído. ¿Nuestros ejércitos eran
impotentes? ¿Estaban mal equipados, sin dinero? Esto es una solemne
equivocación. Nuestros ejércitos estaban admirablemente armados,
equipados, vestidos, aprovisionados... ¿de qué? Tenían un pequeño
talismán, que no era por esto menos terrible, el decreto del 15 de

503
Diciembre, el llamamiento universal a los pueblos, que ansiaban la
libertad, arrojar al tirano, expulsar al invasor, sin más obediencia y
acatamiento que a los magistrados nombrados por él mismo,
dispensando a las masas del pago de impuestos. Aplicado el decreto
seria y sabiamente, hubiera perforado las murallas, aniquilado los
fuertes, revuelto las torres. Sin ejército, por la sola fuerza del principio
político que Francia proclamaba, por la virtud social de su cruzada,
hubiera abatido, pulverizado a los reyes.
La defensa de Luis XVI, cuyo informe presentó su abogado el día
26 de Diciembre, es un trabajo de habilidad y de sagacidad
extraordinaria. Indica este informe en el rey perfecta tranquilidad.
Denota aplomo en sus facultades.
Sabía Luis XVI que la Convención no tenía prueba alguna de sus
acusaciones, aun de las que se referían a conciliábulos con el
extranjeros. Probablemente sus abogados Séze, Tronchet y el bueno de
Malesherbes, no sabían de esto más que la Convención. En esta
ignorancia se afirmó la seguridad, la convicción que el primero tenía de
la inocencia del rey y esta misma ignorancia hirió la extremada
sensibilidad del último, quien no pudo hablar porque le ahogaban las
lágrimas.
Causan asombro cuando se leen las después palabras que
pronunció el rey de la defensa de Séze. Protesta de que nada tiene que
reprocharse a sí mismo.
¿Pero qué es, digamos, una conciencia católica? ¿Qué fuerza
mortífera es la de los directores espirituales que matan la conciencia del Comentado [JLVY3]:
rey, haciéndole insensible? ¿Cómo ha de reconocer sus errores, como ha
de confesar sus insensateces si tiene el concepto de que son ilimitados
sus derechos, hasta el extremo de encontrar legítimo el llamamiento a
las armas extranjeras, crimen que se acomoda perfectamente en el
molde de su conciencia cristiana?
Para explicar lógicamente esta tranquilidad de espíritu, esta
ausencia total de remordimientos, de escrúpulos, es necesario pensar en
los trabajos que realizaron los curas, sus consejeros, para educarlo en
esta escuela, dejando que sobresalieran a las demás facultades las que
residían originariamente en él, las condiciones de herencia moral... que
pue¬ den compendiarse en pocas palabras, a saber: Que él era rey, rey
de sus actos, de sus palabras, que en él residía un derecho absoluto, sea
para reinar por la fuerza o según las necesidades. Un periodista leyó, con
habilísima penetración, cuando aún era prisionero, el 11 de Diciembre,

504
en su semblante las siguientes palabras: «Haced lo que queráis. Yo soy
siempre vuestro rey. Cuando llegue la primavera tomaré revancha.»
Sí; Luis XVI, fuera Versalles, separado del trono, solo y sin corte,
despojado de toda apariencia de majestad, se creía rey, a pesar de todo,
á pesar del juicio de Dios, a pesar de sus Taitas, que él no Ignoraba sin
duda, pero que creía excusables, absueltas como estaban desde hacía
mucho tiempo y lavadas por la única autoridad que reconocía sobre él:
Dios.
Esto es lo que se quiso matar.
Este fatal pensamiento (la apropiación de un pueblo por un
hombre) era lo que perseguía la Revolución para extirpar las raíces que
existían en la sangre de Luis XVI.
Cautivo en el Temple, en medio de sus carceleros, creíase el centro
de todas las cosas, imaginábase que el mundo daba vueltas alrededor
suyo, que su raza tenía un elevado origen misterioso y casi divino. Una
vez dijo a un individuo: «¿No habéis visto como se pasea alrededor del
Temple el fantasma blanco? Jamás deja de aparecer para anunciarme la
muerte de un miembro de mi familia.»
En las palabras que añade al informe del abogado Séze protesta
también de que él quisiera derramar sangre. Luis XVI negaba y mentía
coléricamente. Nada había en su temperamento que significara virtud,
pureza, ternura. Alemán por su madre, tenía lo que es común a los
individuos de su raza, una aparente bondad, sensibilidad sanguinaria y
lágrimas fáciles. En dos ocasiones se venció a sí mismo; en dos
ocasiones graves, dominó estas predisposiciones naturales. El 10 de
Agosto no
ordenó que cesara el combate, terminando asila efusión de sangre, basta
que transcurrió una hora después que fué tomado el castillo, cuando ya
habían sido derrotados los suyos y estaba perdida su causa. ¡Tardía
humanidad! La cuestión de Nancy, ya lo hemos visto, fué un arreglo
hecho con antelación entre la corte, Lafayette y Bouillé; se quiso dar un
golpe de fuerza, sangriento. No se hizo esto ciertamente ignorándolo
Luis XVI. Acerca de la sangre derramada escribió a Bouillé, que sentid
respecto a tan desconsolador asunto, una extremada satisfacción.
Agradecíale su conducta y excitábale a que continuara.
Toda la fuerza de la defensa de Séze reposaba sobre la
competencia de la Convención atacada por Luis XVI: «Yo busco jueces,
no acusadores.»
Palabras que el bretón Lanjuinais tradujo en la siguiente forma:
«Vosotros sois jueces y partes. ¿Cómo queréis que el rey sea juzgado

505
por conspiradores del 10 de Agosto? Estas frases, dichas con expresión
de ira y violencia, levantaron una espantosa tempestad. —Que explique
esas palabras.»—Lanjuinais explica su pensamiento diciendo que «hay
conspiraciones que son santas etc., etc.»
¿Santas? Pero ¿por qué son santas estas conspiraciones? ¡Ab!,
seguramente por qué significan el regreso a la época del derecho.
Domina el verdadero maestro; es arrojado el intruso, el pretendido
Mentor. Entre el pueblo que lo es todo, y el rey que cree serlo todo ¿quién
quedará vencedor? ¿quién será el Arbitro? ¿dónde queréis encontrar un
juez que no sea el pueblo mismo? ¿a quién llamar?
¿El rey, pues, será juzgado por la insurrección? —dijo Lanjuinais.
— Sin duda, —le contestan. —¿Cómo queréis que se le juzgue? Quien
entre sus manos de hombre confiscó la potencia pública, el alma de un
pueblo, su genio, el que se constituyó en dios contra Dios, no puede
esperar casi los respetos y miramientos del hombre. Locamente,
caprichosamente se ha colocado más allá de nuestro nivel. Ha
pretendido ser infinito. Infinita será también su caída.
¿Quiénes son los verdaderos regicidas? Los que forjan los reyes.
Imaginad cuán terrible es imponer a una sola criatura el cuidado, la
responsabilidad de gobernar un pueblo, de adivinar su genio... ¿Y de
imponerlo a quién? A quien por el efecto mismo de su elevadísima
situación sentirá el vértigo de lo infinito, discurrirá peor que los demás
hombres...
Los hechos hablan elocuentemente. El buen sentido se impone. Es
difícil encontrar ahora un ser tan imprudente, tan imbécil que acepte
estas espantables situaciones políticas. Los realistas, obstinados, son
quienes desean caricaturizar a Dios colocando a un pobre diablo sobre
un trono. Nunca se expía moderadamente el crimen de contrahacer a
Dios. La majestad y los reyes pasarán a ser seres paradójicos y la futura
crítica negará que hayan existido.
El pueblo sólo debe juzgar al rey: no debe de haber otro juez. Sin
embargo, ¿la Convención representa al pueblo? Es difícil conocerlo.
¿Pero tiene representación directa y expresa en su poder judicial? Para
responder a esta cuestión, precisa recordar el momento en que fué
elegida.
La Convención se eligió cuando aún humeaba la sangre del 10 de
Agosto, cuando se creía un hecho la invasión dudaba habíala extranjera,
la que nadie preparado el rey. Este acababa de ser conducido al Temple,
no en rehenes solamente, si no como responsable ante la nación,
innegablemente culpable. Los electores, al elegir representantes, más lo

506
hicieron como si eligieran jueces. Es justo, por lo tanto, advertir que
algunos departamentos, Seine-et-Morne, por ejemplo, no creyeron
nombrar jueces: quisieron elegir un alto jurado.
La cólera pública languideció en Octubre, como ya hemos dicho;
entonces se pudo dudar de si realmente el país deseaba la muerte de
Luis XVI; sin embargo, este cambio de espíritu, mejor dicho, esta crisis,
no alteraba en nada el carácter de poder que a la Convención imprimió
la elección de Septiembre.
Si se constituye como juez surgirá un dilema cuyo efecto será
evidenciar ante quienes tienen el privilegio absurdo de la omnipotencia,
otro absurdo más grande todavía, el de la impecabilidad. «¿Es rey? ¿Es
ciudadano? Si es rey es inviolable. Si es ciudadano, los ciudadanos
tendrán que juzgarlo.» Es decir, se aportarán al juicio la lentitud, las
reservas, las formas complicadas que rodearán el asunto de nuevas
circunstancias políticas que amortiguarán el golpe. En el primer caso el
juicio es ilegítimo, imposible; en el segundo habría vaguedades,
complicaciones, no sería menos imposible. De los dos modos se salva el
rey; habiendo exterminado a un pueblo resulta inocente, impecable; se
escapa, se burla del pueblo mismo.
Fuera cual fuese la forma del juicio, este debió efectuarse con
rapidez. Era necesario observar si las pruebas de su culpabilidad eran
evidentes de modo que se pudiera juzgar sin perder una hora en el
examen dé las mismas. Esta cuestión agitaba extraordinariamente al
pueblo francés, de hielo para las cuestiones generales, de fuego para la
tragedia individual. Sin hablar de la agitación de los clubs, de las
reuniones, los hogares, las familias, eran la misma turbulencia. Frente a
frente encontrábanse con frecuencia dos bandos: el hombre indiferente
o republicano y la mujer ardientemente realista; la cuestión del proceso
discutíase entre ellos invocando la humanidad y los más bellos
sentimientos del alma; en cuyas materias ellas especialmente estaban
fuertes. El más firme republicano encontraba cerca de sí la
contrarrevolución, audaz y ruidosa: una insurrección de gritos y
lágrimas.
Lanjuinais y Petion, órganos de una parte de la derecha,
presentaron una extraña proposición declarando que no se juzgaba d
Luis XVI, si no que se le sentenciaba como medida de seguridad pública.
Piden aun otro aplazamiento de tres días para el examen de la defensa.
El tumulto fué terrible; un montañés del Mediodía, Juliano de
Tolosa, juró en nombre de la izquierda que se trataba de matar la
Revolución; pero que los montañeses no retrocederían un paso y que

507
este lado de la Asamblea sería como las Termopilas de la Revolución
que ellos defenderían hasta la muerte.
Couthon, con razones poderosas, obtuvo que la Convención
continuara el examen del proceso, manifestando que para esto había
sido elegida la Convención.
Pero nadie pudo impedir que la Asamblea adoptara las reservas
que recomendó Petion, esto es, que no juzgaba a Luis XVI, si no que
sentenciaba o se pronunciaba contra él como medida de seguridad
pública.
¡Rara dubitación la de una Asamblea que no está segura de sus
propios derechos y que no sabe si es tribunal o Asamblea política! Fue
esta una importante concesión que se hizo a los realistas.
La vida o la muerte del rey, siendo una tan grave cuestión, giraba
dentro de la órbita de otra más importante todavía. La cuestión
capitalísima es que él fué juzgado, que el falso rey rindió cuentas al
verdadero rey, al pueblo; que éste, volviendo por los fueros de su
soberanía, la estableció con el eminente carácter de jurisdicción. ¿Y qué
es la jurisdicción? En este caso el poder de un Dios sobre la tierra, poder
que no podían ejercitarlo los reyes, si no el pueblo.
Abandonar la palabra juicio por la de seguridad, medida de salud
pública o alguna otra que entonces se formuló, era desertar de la alta
jurisdicción del pueblo, obligando a que descendiera el tribunal,
confesando que no era juez y que por puro expediente trataba de velar
por la seguridad...
Los que de tal modo rebajaban la cuestión, hacíanlo
indudablemente guiados por un instinto de humanidad y porque
realmente resultaba difícil confesar que se mataba a un hombre por la
seguridad pública. La Montaña iba a representar un bellísimo papel,
defendiendo la cuestión de derecho. Se sentaría la Montaña sobre una
roca inmensa; (no la de la utilidad variable, no sobre la necesidad,
muchas veces inmoral) la de la justicia y del derecho.
Era necesario conducir el proceso a esta isla inaccesible, libre de
los embates de las olas y de los temporales de la política. Y desde lo alto
de la justicia decir al pueblo: «No es por ningún interés humano por lo
que juzgamos a este hombre. Por tu salud no inmolamos una víctima
humana. No hemos pensado en ti, pueblo, si no en la equidad, en la
justicia. Vivo o muerto, solo el derecho habría dictado el fallo.» El pueblo
lo hubiera reconocido y en tal tribunal hubiera encontrado dignificada su
representación. La gran masa de la nación tenía una necesidad moral

508
que ninguno de los dos partidos supo satisfacer; la necesidad de creer
que a Luis XVI no se le inmolaba al interés general.
Era necesario fortificar el alma del pueblo, tranquilizar su espíritu
diciéndole: El derecho por el derecho; no se debió permitir que ni por un
instante entraran los remordimientos en la conciencia del pueblo
haciéndole creer que sus tutores, demasiado celosos, habían muerto a
un hombre por él.
Muchos hombres de la Asamblea tenían demasiado talento para
arreglar un lecho donde la conciencia pública hubiera dormido todo el
porvenir.
El alma noble y elevada de Vergniaud merecía ocuparse en esto.
Corazones como el de Vergniaud había algunos en la Montaña.
Saint-Just pudo hacer creer un momento que pertenecía a aquellos
seres.
El más joven de la Asamblea (quien por sus años no tenía derecho
a sentarse) viéndola indecisa el 27, sin saber si era juez o lo que era, le
dirigió esta censura de notoria gravedad: «Habéis permitido que se
ultrajase la majestad del pueblo, la majestad del soberano... La cuestión
ha cambiado. Luis es ahora acusador. Vosotros sois los acusados. Ahora
se recusará a los representantes que han hablado contra el rey. Nos
otros, pues, recusaremos en nombre de la patria a los que nada han
hecho por ella. Tened el valor de decir la verdad en alta voz... La verdad
brilla en nuestros corazones como una lámpara en una tumba...
(aplausos). Saint-Just, por espontáneo anhelo, como obedeciendo al
fuego de su inspiración, aborda el asunto logrando conmover al
auditorio. Pudo tratar con la grandeza que le era característica la tesis del
derecho absoluto. Pero en vez de entregar el espíritu a las elevaciones
del ideal, entró en consideraciones políticas menguadas y banales de
interés público. Ningún orador de la Gironda ni de la Montaña elevose
sobre el nivel de los hombres inferiores. Los dos principales
combatientes, Robespierre y Vergniaud (admirables por su
perseverancia), no se portaron mejor.
Hablaron de humanidad, de salud pública, subordinando a estos
dos conceptos los elevados ideales de derecho y de justicia.
Rebajado así el proceso del rey, la cuestión versó, no sobre su
culpabilidad (todos lo creían culpable), sino principalmente sobre la
determinación del tribunal que había de juzgarle en última instancia.
Los montañeses, por jueces querían a la Convención. La Gironda a
la nación. La mayor parte de los girondinos deseaban que la sentencia

509
de la Convención fuese ratificada por las asambleas primarias. De esta
suerte invirtiéronse los papeles.
La Gironda, tachada de aristocrática, se entregó al pueblo. La
Montaña, que representaba indudablemente la esencia del pueblo,
pareció desconfiar de éste.
La Montaña, por este hecho, se encontró en una posición falsa. Por
una parte, sus excesos, su furor. Por otra sus acusaciones terribles contra
la Gironda, acusaciones calumniosas y homicidas. La Gironda no
cometía traición alguna. No tenía nada de realista. Algunos girondinos
hiciéronse más tarde realistas, pero esto mismo ocurrió a algunos
montañeses. Esto nada prueba contra la sinceridad de los dos partidos
en el año 92.
Muchos girondinos quisieron y votaron la muerte del rey sin
apelación, sin condición. Otros que votaron la apelación precisamente
creían con sinceridad en la superioridad de la justicia popular y
opinaban, conformes con las lecciones de filosofía que habían recibido,
que no hay sabiduría como la del pueblo.
Sí; en el conjunto de los siglos la voz del pueblo es la voz de Dios.
Pero tratándose de una cuestión particular, ¿quién osaría afirmar la in¬
falibilidad del pueblo?
En asuntos judiciales singularmente, el juicio de grandes masas es
muy peligroso, factible.
Elegid jurados, escoged algunos hombres y aisladlos de buena
mañana, antes que se contagien de la pasión del día. No os quepa la
menor duda que juzgarán siguiendo ingenuamente las inspiraciones del
buen sentido y de la razón. Pero un pueblo entero en fermentación tiene
la menor cantidad posible de serenidad, de razón fría, de sentido
imparcial. Es lo más dañino para los jueces. El azar, cuyo origen
misterioso sin que pueda ser explicado se presiente, influye en todas sus
decisiones. Nadie sabe lo que saldrá de este abismo que se llama
muchedumbre. Antes surgirá ciertamente la guerra civil que la justicia.
La Montaña no se expresó con claridad acerca de la primera
cuestión: esto es, la incapacidad de toda una nación para juzgar en masa;
solamente contestó con energía a la Gironda, respecto a la segunda
cuestión: «¡Queréis, pues, la guerra civil!»
Robespierre, en su discurso, demostró de un modo evidente y
verdaderamente político lo absurdo que era enviar un proceso a
cuarenta mil tribunales, haciendo de cada comuna un centro de disputas,
quizás un campo de batalla.

510
Para sostener su peligrosa proposición, los girondinos tuvieron
que apoyarse sobre un principio falso, a saber: que el pueblo no puede
delegar ninguna parte de su soberanía sin reservarse el derecho de
ratificación. Por el hecho de que la Constitución se presentaba a la
aprobación del pueblo, deducíase que toda medida política o judicial
estaba en idéntico caso.
Robespierre estaba en la difícil situación de hablar contra el
derecho ilimitado del pueblo. ¿Negar la autoridad del número, no era
destruir el principio mismo sobre el que se asentaba la Revolución?
Robespierre guardose muy bien de mirar frente a frente este terrible
dilema y se escurrió pronunciando párrafos elocuentes sobre el derecho
de la minoría: «¿La virtud, dijo, no estuvo siempre en minoría sobre la
tierra? ¿No es por esto precisamente por lo que la tierra está poblada de
esclavos y de tiranos? Sidney pertenecía a la minoría y murió en el
patíbulo. Sócrates bebió la mortal cicuta. Catón pertenecía también a la
minoría y se desgarró las entrañas. Veo aquí muchos hombres que
servirán de Sidney, Sócrates y Catón...»
Protesta nobilísima que la aplaudió hasta la mayoría y el público
de las tribunas.
Todos creían que el proceso del rey fuese cual fuese su resultado,
iba a costar mucha sangre. Si los partidarios de la inocencia del rey veían
desde lejos la terrible amenaza de los Jacobinos, los acusadores del rey
sentían sobre su pecho los puñetazos de Saint-Fargeau.
Robespierre luchaba denodadamente contra la Gironda,
proclamando como juez único a la Convención. También él podía decir
que, si representaba en la Asamblea a la minoría, llevaba tras si la
inmensa mayoría del pueblo.
La Francia quería que la Asamblea entendiese en el proceso.
Pero, sin embargo, sólo había una exigua minoría que estuviese de
acuerdo con lo que la Montaña proponía, esto es, la muerte del rey. La
Francia no quería la muerte.
Vergniaud ejerció entonces toda su poderosa fuerza. La
Convención durante algunos días rodó por el camino que él había
trazado. Su discurso causó un efecto deslumbrador. Todos repetían la
misma palabra respecto al discurso de Vergniaud: La humanidad es
santa.
La fuerza de Vergniaud residía en la magnitud de sus conceptos,
en la majestad de un noble espíritu que flota en sus palabras, en su voz
de catarata que se oye desde muy lejos, como ocurre con los elevados

511
saltos de los ríos de América. No hemos de citar más que las palabras
sombríamente proféticas con que termina su discurso:
«Amo demasiado la gloria de mi país para permitir que en
momentos tan trascendentales la Convención se deje influenciar por el
temor de lo que pudieran hacer las potencias extranjeras. Como no hago
otra cosa que escuchar de labios de la gente que estamos juzgando una
cuestión política, entiendo que no será para vosotros molesto que hable
de política un instante solamente. Si la sentencia de Luis XVI no resulta
motivo suficiente para que estalle una guerra exterior, su muerte será un
pretexto más que suficiente. Vosotros venceréis a todos estos
numerosos enemigos; pero ¿qué reconocimiento os deberá la patria por
haber derramado ríos de sangre j por haber ejercido en su nombre un
acto de venganza que originó tantas calamidades? ¿Cómo podréis hablar
de vuestras victorias? Aparto mis miradas de los acontecimientos
adversos. Pero aun refiriéndome a los más prósperos, suponiendo que
se abra una era de prosperidad incalculable, la Francia se extenuará bajo
el peso mismo de sus éxitos. Temed que, en medio de sus triunfos, la
Francia no se parezca a las pirámides de Egipto, ¡monumentos famosos
que han vencido al tiempo, pero que el extranjero no puede encontrar
más que cenizas inanimadas y un silencio de muerte!...
«¿No oís gritar todos los días por encima de la cabeza de los
hombres: «Si el pan está caro la causa está en el Temple; si hay poco
dinero, si nuestro ejército está mal aprovisionado, la causa está en el
Temple; si diariamente sufrimos los espectáculos que nos proporciona
la miseria pública, la causa está en el Temple?
» Los que hablan este lenguaje saben, sin embargo, que la carestía
del pan, la falta de circulación de la moneda y de las subsistencias, la
dilapidación del dinero de nuestro ejército, la desnudez del pueblo y del
soldado tienen otras causas. ¿Por qué hablan así, pues? ¿Cuáles son sus
propósitos? ¿Quién me garantiza que estos mismos hombres no gritarán
después de muerto Luis XVI con violencia mayor todavía:
«¿Si el pan está caro, si hay poco dinero, si nuestro ejército está
sin» provisiones, si las calamidades de la guerra han aumentado por las»
declaraciones de guerra de España e Inglaterra, la causa está en la
»Convención que ha provocado estos sucesos con la muerte de Luis
XVI?»
«¿Quién me garantiza que no resurjan los asesinos de Septiembre?
«¿A qué horrores se sometería París?» Nadie podría habitar la
ciudad de la desolación y de la muerte.

512
» Y vosotros, laboriosos ciudadanos, cuya riqueza es el trabajo,
¿qué haríais si todos los instrumentos de trabajo quedaran destruida s?
¿De dónde sacaríais los recursos necesarios para vivir sin trabajar? ¿Qué
manos prestarían auxilio a vuestras desesperadas familias? ¿Iríais a
pedir el apoyo de los falsos amigos, de los conspiradores pérfidos que
os habrían arrojado al abismo?
» ¡Oh, huid de ellos; dudad de su respuesta que yo os anticiparé:
«Id y disputad a la tierra algunos girones sangrientos de la carne que
hemos descuartizado... ¿No queríais sangre? Tomad. Esta es la sangre
de los muertos. No podemos ofreceros otros alimentos.»
» Temblad, ciudadanos, estremeceos... ¡Oh patria mía! ¡A mi vez
haré esfuerzos sobrehumanos para salvarte de esta terrible crisis!»

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CAPITULO XI
El proceso. —Amenazas de la Comuna. —Pacificadora tentativa de Danton
(Diciembre 92.—Enero 93)

Valor de los dos partidos. —Generosidad de la Gironda. —Audacia


de la Montaña. — Equivocación que sufrieron los dos partidos. —En qué
se equivocó la Montaña. — En qué la Gironda. —La Gironda acusada de
sostener relaciones con el rey (3 de Enero 93). —La Convención enervada
y envilecida por las tergiversaciones del centro (Enero 93). - La Comuna
intenta intimidar a la Convención. —Conflicto sobre las leyes. —Los
Jacobinos reclutan no al populacho, si no a los federados de los
departamentos. —La batalla parece inminente. —Disposiciones de
Danton en pro de la paz. —Danton trajo de Bélgica la opinión del ejército.
—Heroísmo del ejército contra sí mismo. —Lo que Danton había hecho
en Bélgica. —Teme una explosión de fanatismo religioso. —Los
«Chouans». —La leyenda del rey. —Afluencia a las iglesias, la
Nochebuena. —Danton da un paso hacia la Gironda. —¿Quería salvar al
rey o a la Convención? —Danton es rechazado (14 Enero 93).

Los dos partidos, en esta terrible discusión, demostraron gran


valor. Hubo muchos que defendieron la vida del rey en presencia de
seres fanáticos, furiosos, que, desde las tribunas, enseñaban los puños,
siendo rodeados a la salida y a la entrada de individuos que proferían
terribles amenazas. También sufrieron amenazas los confiados
acusadores de Luis XVI. París estaba lleno de realistas disfrazados, unos
con el traje del obrero, otros parecían venir de los arrabales; todos eran
militares duelistas y que por la más mínima cosa derramaban sangre.
No era creíble que maduraran un golpe, como no fuera dejándose
arrastrar por el más enfurecido fanatismo.
Esto significaba, desde luego, que se corrían peligros; y tanto por
una parte como por otra, se derrochó el valor, pues ambos partidos
apoyaban su opinión sobre extremos que les hubieran podido costar la
vida.
Los girondinos no ignoraban que sus nombres eran los primeros
escritos en la lista de proscriptos de Coblentz. ¿Después de lo ocurrido a
Lafayette, defensor obstinado del rey, después de la sangre derramada
en el Campo de Marte, que podía esperar Brissot, autor del primer acto
que efectuó la República? ¿Qué debían temer los que crearon el gorro
frigio y el día 20 de Mayo lo colocaron sobre la cabeza del rey? Si la

514
emigración tuvo sed de sangre de patriota, fué con la sangre de
girondino con lo que se aplacó. Los emigrados, en sus furiosos libelos,
saborean de antemano la muerte de Brissot, se bañan en espíritu en la
sangre de Vergniaud y Roland. La Gironda lo sabía. Y quizás, por esto,
defendía a Luis XVI. Era caballeresco, loco, quizás, pero heroico, dejarse
ahogar en el motín por salvar al rey, cuando se sabía perfectamente que
la entrada de los realistas en Francia se inauguraría con la muerte de los
girondinos.
La defensa de la vida del rey por la república misma parecía
absurda, pero era sublime.
No olvidemos que esta defensa la hizo la Gironda entre dos
patíbulos. Vencerían los realistas o los Jacobinos, pero los girondinos
habían de perecer.
Por otra parte, la Montaña, no fué menos grande, menos audaz,
menos noble. Decía la Montaña que era imposible fundar una República
como no fuera aterrorizando a los reyes, demostrando por medio de un
proceso que un rey es un ser responsable, que su cabeza no tiene más
que la de cualquiera otro hombre, mostrando al pueblo el vano prestigio
de estos seres, en que se funda su absurda tradición. Creía la Montaña,
no sin razón, que el hombre es antes cuerpo que espíritu y que no estaría
convencido de la muerte de la realeza hasta que no viera, no tocara el
inerte cuerpo de Luis XVI, con su cabeza separada del tronco. Entonces
la Francia diría: «He visto y creo... Estoy convencida; el rey ha muerto:
¡Viva la República!»
Los montañeses sabían desde luego que sus principales enemigos
eran los reyes de Europa; que las familias de los soberanos, unidas entre
sí, ejercen una poderosísima influencia y les jurarían un odio implacable
a través de los siglos. Mídase la importancia que esto ejerce en la vida
social y se comprenderá el valor que demostró la Montaña. Un montañés
puede ir hoy contra un rey; pero ¿qué será de él mañana? Se encontrará
sólo, como un simple particular, sin representación alguna en la vida
política, débil, desarmado, como antes del 89; médico, oscuro abogado,
pobre maestro expuesto diariamente a los rudos golpes del poder, a la
venganza odiosa del tirano, interesado en demostrar ante el mundo que
no impunemente se atacan sus intereses sagrados. ¿Qué ocurriría si la
monarquía, trabajando hábilmente, aprovechando los materiales que le
proporcionaba el mal público, lograba persuadir al pueblo de que los
culpables eran aquellos jueces intrépidos?...

515
La Montaña no ignoraba que juzgando al rey abría bajo sus pies un
abismo de execración y de muerte. Vio el abismo y se arrojó a él,
creyendo salvar la Francia, si en su caída arrastraba al rey.
Debemos este homenaje al heroísmo de los dos partidos. Todos,
montañeses y girondinos, sabían de antemano que se jugaban la vida,
y, sin embargo, nadie titubeó. Quisieron morir por nosotros.
La Montaña se equivocó respecto a los efectos que había de causar
la muerte de Luis XVI.
Los reyes recibieron una terrible ofensa, desde luego, al guillotinar
a uno de los suyos. Hacíase escarnio con esto de su omnipotencia,
pisoteando sobre un tablado su soberbia, su altivez, su orgullo. Pero la
muerte de un rey no era cosa nueva. Carlos I murió también hecho la y
por este causa monárquica no sufrió descomposición. Luis XYI al
perecer, aumentaba el poder de su causa. Envilecida la religión
monárquica por el carácter de los reyes del siglo XVIII, sentía esta la
necesidad de un mártir. La gastada institución monárquica ha recibido
nueva savia con la muerte de Luis XVI y las glorias de Napoleón. Dos
leyendas.
La muerte de Luis XVI ha servido a los intereses de los reyes, hasta
el extremo que no hicieron esfuerzo alguno sus colegas por salvarlo.
El rey de España, su primo, no se inquieta. Luis XVI recibió una
tardía carta del ministro español, Ozcáriz, que fué como un movimiento
de generosidad, espontáneo, del pueblo español. Carta que no tuvo
carácter alguno oficial. El mismo Ozcáriz confiesa que su señor nada le
ha indicado.
El emperador, primo de la reina, tampoco muestra su diligencia en
esta crisis. Inglaterra vio complaciente la ruina de Luis XVI, que era como
una venganza de la guerra de América. Hubiérase alegrado aún más si
hubiese visto a la Francia hundirse en sus propios cimientos.
Rusia aceptó de Francia esta lección sobre los horrores de la
anarquía, horrores que la daban mayor autoridad para proceder contra
Polonia y los Jacobinos polacos.
El resto de los soberanos de Europa enmudecen ante las
desgracias de su colega. Su muerte les servía. Les era útil. Monseñor se
hace proclamar por el emperador regente de Francia, y el conde de
Artois no tarda un minuto en conseguir de Monseñor el título de teniente
general del reino. Calonne reina tan pacíficamente que llena las prisiones
de emigrados franceses.
Lo repetimos. La Montaña sufrió una equivocación La muerte del
rey no tuvo los efectos que suponía. Levantó, eso sí, la opinión de toda

516
Europa contra la Francia. Matando al rey, sin demostrar que tenía
derecho a matarlo, olvidó que la justicia, para ser luminosa, ejemplar, ha
de convencer; si el cuchillo de la justicia es terrible es porque al
levantarse airado ilumina con sus reflejos.
La Gironda, por otra parte, se equivocó igualmente, sosteniendo
que la Convención no podía juzgar al rey en última instancia,
mostrándose partidaria de que el pueblo revisara el proceso, lo cual era
impracticable, imposible.
Estos excelentes republicanos comprometían la República. Si no
se celebra un juicio rápido, enérgico y por la Convención, la República
correrá gravísimos peligros.
El triunfo de Vergniaud, si hubiera sido duradero, hubiera cambia¬
do la faz de los sucesos. ¿Quién hubiese triunfado? La Gironda, no los
realistas.
Los girondinos equivocáronse lamentablemente, Creían en que el
patriotismo era un sentimiento demasiado ingenuo. Ignoraban que
había una muchedumbre de realistas que, disfrazados, inundaron París,
realizando un habilísimo y temible trabajo de conspiración, minando la
fe republicana en muchos corazones. Tampoco se dieron cuenta de la
conspiración de los curas, que escondidos escuchaban todas las
discusiones, acechando la ocasión para declarar la guerra civil. Esta
situación es terrible. Ocurrió entonces una nueva crisis. Súbitamente se
experimentó el efecto de una caída, de una derrota; sintiose pánico y
pareció como se escuchaba el grito de sálvese quien pueda. La Montaña
sintió la situación instintivamente. Atacó a la Gironda porque enervaba
la fuerza de la Revolución, y en un momento de furor, mezclados la rabia,
el odio, los deseos de venganza personal, intentó inferirle el golpe que
previó Vergniaud.
El 3 de Enero, la Montaña, por medio de una censurable
maquinación, hizo cambiar de posición a los girondinos que se
convirtieron de jueces en acusados.
Un representante a quien se le concedía poca autoridad política
llamado Gasparín, declaró que Boze, pintor del rey, con el cual conversó
el verano precedente, le había hablado de un documento escrito por los
girondinos y firmado por Vergniaud, Guadet y Gensonné en el que
exigían al rey que adoptase un nuevo ministerio girondino.
Gasparín supo el suceso desde el mes de Junio o algo después y
guardó el secreto durante cinco meses.

517
Aparentemente se le concedía poca importancia al hecho. Si
hubiera visto en esto un acto de traición seguramente no hubiera
tardado cinco meses en revelarlo a la Convención.
La Montaña había quedado aterrada. El discurso de Vergniaud la
anonadó. Gensonné habló inmediatamente después de Vergniaud,
apoyando su discurso, aguijoneando la herida del enemigo. Habló sin
cólera, adoptando un tono irónico, de desprecio para Robespierre,
llegando hasta decirle: «Podéis estar tranquilo; nadie atentará contra
vuestra vida; probablemente sois incapaz de atentar contra la de nadie...
quizás sea este uno de vuestros más grandes sentimientos...»
Al día siguiente Gasparín fué lanzado por Robespierre contra la
Gironda, confesando lo que oyó decir al pintor del rey.
El hecho no pudo ser negado.
Los representantes inculpados declararon sin dificultad que, a
ruegos de Boze, quien los interrogó acerca de los medios para remediar
el desequilibrio y la miseria nacional creyeron un deber manifestar su
opinión. Gensonné tenía en su poder una carta: Guadet y Vergniaud la
habían firmado. ¿Quién podía censurar que en una época de frecuentes
aventuras hubiesen accedido aquellos hombres a dar un consejo para
evitar la continua efusión de sangre?
El tiempo transcurría con celeridad. Las cosas habían cambiado.
No se puede comprender que bajo la deslumbradora luz de la República
pudiera haber en aquella época tantas tinieblas; no se había perdido el
sentimiento del ideal, pero faltaba memoria; tanto la Montaña como la
Gironda parecía que habían perdido tan importante facultad. Los
girondinos sufrían ataques generalmente débiles, a pesar de lo cual, para
defenderse, hacían grandes esfuerzos, pues no podían oponerse a la
marcha de un mundo nuevo que, a pesar de sus trabajos, de los
obstáculos que le oponían, avanzaba con majestuosa marcha.
Cuando Guadet dijo para defenderse que «después de la pésima
impresión que había dejado el 20 de Junio no era difícil dudar de lo que
ocurriría respecto a la jornada del 10 de Agosto...», la izquierda se
levantó furiosa, indignada, como diciéndole: «¡Habéis dudado del
pueblo!... ¡No tenéis fe en él!...
Se discute la orden del día y la Convención rinde homenaje de
estimación á Vergniaud nombrándolo presidente. Triunfo de la Gironda.
Los secretarios fueron girondinos, girondino también el comité de
vigilancia. Recházanse las acusaciones de la Comuna contra Roland y se
acogen con benevolencia las demandas del Finisterre y la Hante-Loire
que solicitan la exclusión de Marat, Robespierre y Danton. La segunda

518
de aquellas regiones ofrece una escolta para guardar la Convención,
ayudándola d salir de París. El furor, fingido quizás, de las tribunas que
interrumpían sin cesar, llenando de ultrajes y denuestos a los
representantes; la violencia de los gritos y los libelos escandalosísimos,
agotaron toda la paciencia. Los montañeses más honrados estaban
indignados. Rewbell pidió que fueran arrojados de la Convención los que
iban a la Convención misma a vender los folletos contra ella; el girondino
Ducos pide que se haga constar esta cuestión en la orden de) día. EL
honrado Legendre, con el acento de hombre sincero y patriota de
corazón, denuncia una ligereza que ha cometido un colega suyo, el
montañés Bentabole, quien hizo una señal a las tribunas para que
mortificaran a la derecha aplaudiéndola ruidosa é irónicamente.
¿Por qué se adoptó este arbitrario sistema de desacreditar la
Convención?
Los más exaltados pensaron en que si diariamente, por medio de
manifestaciones de esta naturaleza se desautorizaba un poder se llegaría
pronto al caos de la anarquía.
¿Quién, en realidad, atacaba a la Convención? ¿Cómo explicar el
fenómeno de su impotencia? ¿Por el terror? Efectivamente; en torno de,
la Convención veíanse individuos que la amenazaban, pero hasta
entonces ningún diputado de la Convención fué agredido por esta
muchedumbre que la rodeaba.
Los quinientos diputados del centro, protegidos por su oscuridad,
podían votar en escrutinio secreto las medidas enérgicas que después
les fueron propuestas. ¿Quién los detuvo? El temor de entregar el poder
a los mismos que proponían estas medidas de rigor. Esta gran masa
muda del centro tenía también sus directores silenciosos; Sieyes y otros
políticos ejercían en ella mucha influencia; obedecía, el centro, a un
sentimiento mixto de desconfianza patriótica y de envidia ridícula.
Cometió grandes contradicciones. Algunas veces votó con la
izquierda creyendo que mantenía así el equilibrio con la derecha. No
advierte el centro que él mismo se desautoriza, se arranca su
personalidad, se convierte en un factor ciego. Esta conducta, los
enemigos atribúyenla al miedo y emplean los más osados medios de
intimidación. La Convención no vio que su falsa política de báscula, de
falso equilibrio, era como una prima para los terroristas.
La Comuna, el 27 de Diciembre realizó un acto de audacia. Lanzó
una acusación contra un representante del pueblo, Carlos de Vilette,
quien publicó un artículo en un diario girondino aconsejando la
resistencia armada a las violencias de los revolucionarios, consejo del

519
que los realistas pudieron sacar grandes provechos. Debía perseguirse
al articulista, pero era necesaria la autorización de la Asamblea.
Otro incidente siniestro. Desde la casa del pueblo se vio el cuerpo
de un hombre asesinado que lo conducían por la plaza de la Greve. El 31
de Diciembre, un tal Louvain, exmosquetero de Lafayette, pronunció
palabras en favor del rey y un federado lo atravesó con su sable.
Esta muerte en tales instantes, cuando la Comuna osó emplazar a
un representante, parecía cometida expresamente para asustar a la
Asamblea con un crimen que era como el preludio de otros muchos
crímenes. Todo el mundo se indignó. Marat mismo se levantó y habló
con violencia contra Chaumette, envolviéndole en una mirada de odio y
de desprecio. Chaumette tomó miedo, y fué á excusarse ante la Comuna.
Villette se creyó a las puertas de la Convención rodeado de una
muchedumbre que pediría su cabeza, pero tuvo ocasión para reírse ante
sus narices. Esta gente que gritaba de continuo no siempre estaba de
valor a la altura de sus gritos. Una vez un diputado a quien se amenazó
de muerte, cogió a un individuo y lo magulló a puñetazos.
En el momento mismo en que la Comuna se excusa ante la
Convención se le infiere un nuevo ultraje. Representábase en el teatro
francés el Amigo de las leyes, obra muy mediana, pero en aquella época
muy atrevida.
Juzgándola literariamente no era la obra contrarrevolucionaria,
pero lo era, ciertamente, de espíritu. Grandes discusiones en pro y en
contra. La Convención consultada no permite la representación. La
Comuna defiende la obra. Los Jacobinos entran nuevamente en acción.
La prensa entera cierra contra ellos, pero los Jacobinos se inquietaban
tan poco, que piensan arrojar a los periodistas de la sala. Gustábales la
propaganda puramente personal contra la Convención. Tomada la
cuestión bajo este aspecto, poco había que esperar del arrabal de San
Antonio. Aunque hubiera excesiva miseria y se sintieran con más
intensidad los acontecimientos, estos habitantes han tenido más respeto
a las leyes de lo que generalmente se cree. Tengo a la vista las actas de
las secciones del arrabal (Quinze-Vingts, Popincourt y Montreuil). Nada
hay más edificante. En esos documentos hay mucha menos política que
caridad.
Palpitan los sentimientos de las mujeres de los que partieron a la
guerra, de los viejos, de los niños. El arrabal no formaba un cuerpo como
se ha dicho. Las tres secciones tenían espíritu diferente; teníanse celos
entre sí; sus asambleas eran pacíficas y muy poco numerosas, de ciento,
doscientos, quinientos hombres a lo sumo y esto en circunstancias

520
excepcionales. Los emisarios Jacobinos no manejaban el arrabal a su
antojo como se ha creído. El hombre de confianza de Robespierre,
Hebert (el 5 de Noviembre) apenas si puede reunir la sección de
Popincourt para las elecciones.
Los federados del 10 de Agosto habían partido. La mayor parte
eran gente establecida y padres de familia, y por grande que fuese su
entusiasmo por la Asamblea no pudieron continuar. Las sociedades
jacobinas enviaron otros federados de los departamentos, o fanáticos o
hambrientos, ávidos de explotar la hospitalidad parisiense. Los
ministros, Roland y sus colegas, guardábanse muy bien de facilitarles
los medios de vida. Esperaban que el hambre que los había conducido a
París los arrojara de aquí precisamente. Los Jacobinos trabajaban por
ellos. Los alojaban, los catequizaban, uno a uno, preparándolos con gran
celo y habilidad. La Comuna los auxiliaba igualmente, empleándolos y
proporcionándoles facilidades. De distrito en distrito, fué dotándolos de
armamento para imprimir el terror.
Los Jacobinos estaban de acuerdo con la Comuna. Unión de los
exaltados. Los unos y los otros tenían en su poder un fuerte ejército
irregular compuesto de hombres desconocidos y extraños a la población
de París. Situación verdaderamente extraña.
El 18 de Enero, la sección de Gravilliers propuso en el Obispado la
creación de un comité de vigilancia que ayudará al de la Convención,
recibirá las delaciones y detendrá a los acusados. El día 14, esta misma
sección propone que se forme un jurado para juzgar a los miembros de
la Convención. El mismo día, aceptando la invitación de la sección del
Arcis, se celebra una reunión armada en una iglesia, reunión compuesta
en parte de federados que se titulan colectivamente, Asamblea
federativa de los departamentos y en parte de individuos de la sección
de los Cordeleros, entre los cuales figuraban diputados de la Comuna.
¿Para que tomar las armas? Bajo el pretexto extraño y vago de jurar por
la defensa de la República y la muerte de los tiranos.
La batalla presentábase con caracteres de inminente. El ministro
del Interior comunicó a la Convención que él era impotente para conjurar
el conflicto. «Pues bien, dice Gensonné y Barboroux. La misma
Asamblea se encargará de velar por París.» La Convención protesta. Si
teme a la insurrección teme también a la Gironda. La Convención
decreta... es decir, se entretiene hablando... toma medidas vagas. pide
informes otra vez al ministro... ¿Y. qué ha de decirles de nuevo el
ministro si ya por la mañana ha hecho declaración de su impotencia?

521
En estos sombríos momentos en que la barca iba a zozobrar,
Danton, llamado por decreto, como los demás representantes de la
misión, llegaba de Bélgica. Pudo juzgar Danton cuánto pierden los
hombres políticos que se alejan un momento de la arena del combate,
Convención, habían cambiado París, la hasta estar desconocidos.
Un cambio de carácter gravísimo y que pudo hundirlo
inmediatamente, fué encontrar a Camilo Desmoulins y Fabre d'
Eglantine, arrastrados por el torbellino. Votaban a las órdenes de
Robespierre. Robespierre y los Jacobinos daban la mano a los exaltados.
Los dantonistas cayeron en la sugestión.
Aun pudo descubrir otro signo. Los Jacobinos habían elegido para
presidente a hombres de notoria gravedad: Petion, Danton, Robespierre.
Ahora el presidente era Sain-Just. ¿Y a este hombre de veinticuatro años
se le apreciaba tanto por dos discursos que había pronunciado? No,
ciertamente. Se le estimó por que se presentía en él la cuchilla
vengadora. La sociedad que durante tanto tiempo se consagró a la
discusión de principios, deseaba su inmediata ejecución. El asunto de
los federados era cuestión de [los Jacobinos. Robespierre mismo
confesó el 20 de Enero que los Jacobinos reclutaron gente. Danton
presentábase con nuevas ideas, otros rumbos. Danton había estudiado
el corazón del ejército. Esta importante cuestión que en los clubs se
resolvía con la misma facilidad que los grandes problemas en los cafés,
conocíala a fondo Danton. El ejército guardó con referencia al proceso
del rey, reservas que revelaban excelente buen sentido. Jamás expresó
ni una palabra en pro ni en contra. El ejército no podía resolver una
cuestión tan oscura. Pudo creer culpable al rey, por ejemplo, pero en su
poder no existía ninguna prueba. El ejército no deseaba su muerte.
Esta moderación del ejército era más notable por cuanto debía
estar exasperado por sus excesivos sufrimientos. La Francia lo había
abandonado. La lucha entre Cambon y Dumouriez, la desorganización
absoluta que existía convirtió al ejército en un montón de seres
harapientos. Y entre aquellos soldados había muchos que sujetos a
industrias sedentarias, toda su vida habían trabajado bajo un techo, sin
haber sufrido las inclemencias de la naturaleza, ni la dureza de los
inviernos del Norte. Había gran número de artesanos, artistas y entre
otras fuerzas un batallón compuesto de pintores y escultores
exclusivamente. Estos jóvenes alegres, vestidos algunos elegantemente,
mostrando otros calzones blancos y medias de algodón, sufrieron el
terrible cierzo bajo ligerísima ropa, no tenían en sus bolsillos para
alimentar su fe y su estómago más que la Marsellesa y algún ejemplar

522
de los periódicos abiertamente patrióticos. Jamás hubo un ejército tan
pobre vegetando en un país tan rico. Este contraste mismo era lo más
encantador de su miseria. Parecía que habían soltado un ejército
famélico en el país más rico del mundo para sentir más el hambre. La
pesada opulencia de los Países Bajos, deslumbradora en las iglesias, los
castillos, las abadías, las abundantes despensas de los frailes, no eran
más que motivos de tentación.
Este ejército entusiasta, en la ingenua exaltación del dogma
revolucionario, se encontró desde el principio ante la alternativa de robar
o morir de hambre. Con frecuencia ha confesado Dumouriez que aquel
ejército enamorado de la pureza sublime de su ideal sufrió
extraordinariamente viendo que la necesidad iba a conducirlo al saqueo
y al pillaje. Enrojeció, indignose ante su censurable conducta y aun pidió
a su general que lo defendiera contra sus malas tentaciones,
proclamando la pena de muerte contra la indisciplina y la rapiña.
Danton, enviado a Bélgica, a su regreso encontró serias
dificultades. Era imposible convertir a Dumouriez en amigo de la
Revolución. Sus conocidos, públicos o secretos, sus amigos, eran curas,
banqueros, aristócratas. Danton en contraposición debía sostener en
tensión extrema el nervio revolucionario. Esto fué especialmente lo que
hizo en Lieja. Este valiente pueblo, que por su propio esfuerzo conquistó
su amenazada libertad, francés de corazón, quiso ser francés hasta el
último instante y recibió a Danton como si fuera el mismo Dios. Danton
vivió entre los forjadores de Meuse, aventó el fuego, digámoslo así, en
el que se fundió la plata de las iglesias para satisfacer las necesidades
del ejército; santas y santos pasaron sobre el yunque acerado. Si las
interjecciones eran terribles, espantosas, los actos que se realizaban
eran humanos. Danton regresó a París, queriendo desatar el nudo que
se había formado. El ejército, como él suponía no quería la muerte del
rey. La Francia estaba en idéntica situación. Y, sin embargo, los sucesos
habían tomado tal rumbo que salvar a Luis XVI significaba tanto como
matar la República. ¿Pero no corría los mismos riesgos si se conducía al
patíbulo al rey? Ciertamente. Anunciábanse graves acontecimientos que
habían de ocurrir en el Oeste. El amigo de Danton, Latouche, que en
Londres expiaba a los realistas, diole detalles verdaderamente terribles
de lo que se tramaba en la Vendee y Bretaña.
Un peligro sobre todos debíase temer, y quizás el único terrible.
La Revolución realmente nada podía contra los trabajos
subterráneos, por decirlo así, que desde el extranjero practicaban los
realistas; su único recurso y este era el peligro, era el de convertirse en

523
la Revolución del fanatismo. Esto es, una Revolución fanática,
destructora. ¿Qué sucedería si en Francia estallara la espantosa y
contagiosa epidemia del fanatismo?
Apenas habían transcurrido dos siglos desde la matanza de Saint-
Berthelemy. Hacia el fin mismo del siglo XVII, en plena civilización ¿no
se vio en Cevennes el fenómeno de un pueblo sobrecogido de epilepsia?
En medio de una asamblea que tenía aspecto de pacífica, de hombres
que hubierais creído sabios, se observaba el espíritu de revolución.
Las mujeres, con los cabellos flotantes, rogaban por el ejército; los
niños eran los profetas que siempre anunciaban victorias.
Danton, conocía poco lo pasado, pero penetraba en la historia
medio de por su genio; presentía los sucesos, los adivinaba. Desde esta
época comenzó a vigilar a la Vendee.
Signos misteriosos aparecían por el Oeste. La Virgen redoblaba los
milagros. Asesinábase con más frecuencia. Todo revelaba un estado de
honda crisis. En el Maine, en Saval y Fouguere, los hermanos Chouan
lanzáronse a los bosques aterrorizando con sus actos de bandidaje. Para
comenzar asesinaron a un juez de paz. Su protector era un cura, Legge,
que gobernaba a estos bandidos como si fueran una tribu bíblica. Era
una especie de Samuel. Un hermano suyo había sido militar. Júzguese
el efecto que, en poblaciones predispuestas así, causaría la leyenda del
Temple, aumentada con todo el carácter de tragedia que da a estas cosas
la excesiva fantasía popular. El rey quedó comparado a Cristo y cada uno
de los incidentes de la Pasión aplicados al martirio de Luis XVI. La Pasión
de Luis XVI, sería como un poema tradicional que pasaría de generación
en generación, de boca en boca, entre mujeres y campesinos. La leyenda
de la Francia bárbara.
Debemos advertir que no sólo en el Oeste había la superstición,
establecido su imperio. En el mismo París había una gran masa de
fanáticos, que no se atrevían a pronunciar una palabra, pero que
representaban una poderosa fuerza. La Revolución sentía bajo sus pies
el sordo trabajo de sus enemigos. Desarrollábanse dos fanatismos. Las
mujeres, en el mes de Enero, sufriendo un terrible frío, levantábanse
para escuchar en una oscura iglesia la leyenda del Temple, contada por
un cura, reaccionario. Y, sin embargo, estas mujeres callaban. Tenían en
su corazón todo el odio que los revolucionarios despedían por los labios;
era la rabia silenciosa y concentrada del bando contrario que amenazaba
ya con desbordarse. Era como un sombrío furor contra el dogma
opuesto.

524
En Saint-Etienne-du-Mont, ocurrió en la Nochebuena del 92, un
suceso que llamó la atención. Tal fué la concurrencia a la iglesia que se
quedaron sin poder entrar más de mil personas. Explicase desde luego,
esta aglomeración, porque se trata de pueblos en que domina la clase
campesina siempre fanática. Sin embargo, apunto el dato para que se
vaya observando el trabajo de zapa que realizaban los curas.
¡Triste situación! Todo el trabajo de la Revolución servía para que
las iglesias se llenaran de gente. Desiertas en el 88, están atestadas en el
92, atestadas de un pueblo que reza contra la revolución, esto es, contra
el triunfo mismo del pueblo.
Era esto como una enfermedad popular. Los enfermos sentían latir
en su corazón sentimientos de humanidad. Abominaban del
derramamiento de sangre, así fuese la de un rey, dejándose dominar por
la piedad.
Luis XVI iba a ser juzgado, todo lo cual era muy útil, pero sería
posible que esto provocara una explosión del fanatismo, creando
entonces el obstáculo más grande para una República: el culto a un rey
mártir.
Un girondino pudo quizás salvar al rey y no lo hizo, mostrando su
conformidad con que se le guillotinase.
¿Es culpable? ¿La decisión de la Montaña será ratificada? ¿Qué
resultados tendrá?

525
CAPITULO XII

El juicio de Luis XVI (15-20 Enero)

No puede acusarse de barbarie a los que votaron la muerte del rey. —No se puede
acusar de débiles a quienes votaron el sobreseimiento, el destierro, etc.—La Gironda aborrecía
al rey tanto como la Montaña. —La Gironda por respeto al pueblo quiso ahorrar la sangre del
rey. —Testamento republicano de la Gironda. —Los dos partidos piden la publicidad de los
votos. —Descorazonamiento de Danton (15 Enero). —Es declarado culpable por unanimidad—
El juicio no sometido al pueblo (15 Enero). —Danton ocupa de nuevo la vanguardia de la
Montaña contra el rey y la Gironda (16 Enero). —El rey sentenciado a muerte (16-17 Enero). —
Discusión acerca del sobreseimiento. —El sobreseimiento rechazado. - Asesinato de
Lepelletier (20 Enero). —Enérgica actitud de los Jacobinos (noche del 20-21 Enero).

Ningún acontecimiento ha desfigurado tanto la historia como el


proceso de Luis XVI. Escritores de grande celebridad han acogido y
autorizado las más vergonzosas injurias que se han lanzado contra la
Francia.
Rogamos al lector que no se deje arrastrar por este surco que ha
trazado una historia equivocada; deseamos que el lector examine
espontánea y personalmente el proceso y que juzgue por su criterio. Le
pedimos al lector que no sienta parcialidad contra Francia.
Aunque la Gironda y la Montaña se hayan equivocado (en nuestra
opinión) merecen nuestro profundo respeto por la sinceridad con que
ambos organismos trabajaron y por el valor de que dieron prueba.
Lo que parece de pronto sorprendente es que entre quienes
deseaban la muerte del rey, hubiera hombres de tiernos sentimientos,
de buen corazón, sencillos, ingenuos. Jamás ha existido un hombre tan
profundamente honrado, ni de alma más sensible, que el gran hombre
que organizó el ejército de la República, el bueno, el excelente Carnot.
Quizás no hayan existido dos seres más noblemente magnánimos que
los hermanos políticos bordeleses Ducos y Fontfrede. Nadie hubo que
expresara como ellos la encantadora dulzura y el espíritu
eminentemente humano del país de Montesquieu. La Francia podía
mostrar al mundo entero a estos dos jóvenes como modelo de hombres
bajo el régimen de la Libertad y de la civilización. Espíritus
independientes, educados en una elevada filosofía, salidos de familias
compuestas de comerciantes, más de una vez protestaron contra la
aristocracia mercantil. Admirables por la pureza de sus sentimientos, por
su candor, por su sinceridad, llegaron hasta á conmover a Marat. Este
trató de salvarlos de las maquinaciones de la Gironda: Ducos y Fontfrede

526
hablaron con arrogancia, siguiendo la misma suerte, buscando los
mismos laureles.
No acuséis de barbarie a quienes votaron la muerte del rey. No fué
un bárbaro el gran poeta Andrés Chenier, el autor del canto de la victoria.
No era un bárbaro Guyton-Morveau, el ilustre químico. No era un
bárbaro el modesto Lakanal, quien tomó parte activísima en todas las
instituciones creadas en el período revolucionario, el Museo, la Escuela
Normal, el Instituto, la reforma radical de los métodos de enseñanza. No
era Cambon un bárbaro. La violencia de su revolución financiera no fué
obra suya, si no de su tiempo. No hemos de juzgar tampoco a la Montaña
por el furor de las declaraciones de sus representantes que tan mal
tradujeron su pensamiento muchas veces. Juzguémosla por el carácter
de individuos que, menos turbulentos, menos fogosos, más útiles, se
sentaban a la izquierda. Juzguémosla por estos laboriosos obreros que,
en presencia de los grandes males que pesaban sobre la patria,
organizaron allí dentro la República y la defendieron en la calle,
batiéndose en primera línea, cubriendo masas de soldados con el
heroísmo de su pecho y su banda tricolor que respetaban las balas.
Por otra parte, tampoco hubo cobardía entre los que votare n el
destierro, la reclusión, el llamamiento al pueblo, la muerte con
sobreseimiento...
Sobre este punto me encuentro solo completamente. Los
historiadores están en contra de mi tesis. ¡Qué importa! Pese a ellos, la
historia me da la razón. Entiendo por historia los sucesos que provoca el
estado, la condición social, la cultura, el amor patrio de la época. Y
entiendo por historia también, los testigos serios, irrecusables de
aquellos sucesos. Los realistas han inventado esta vergonzosa tradición
que hemos continuado nosotros.
Acostumbrados a saquear a Francia, lo mismo han hecho con su
honor que hicieron con su territorio. Maliciosamente han urdido la
leyenda de que la Convención sintió miedo, no a su conciencia, cuando
se trató de votar la muerte del rey, si no al regreso de los emigrados, a
la venganza de los realistas.
Lo más curioso que puede observarse, es que su odio se concentra
precisamente en la Gironda, en el partido que trata de salvar al rey.
Robespierre les disgusta menos; han indultado a los Jacobinos y han
besado la mano del feroz duque de Otranto.
Los girondinos merecieron tal odio. La prensa girondina fué la que
fundó la República. Los Jacobinos, aun en el 91, cometieron la torpeza
de creer que la forma de gobierno, república o monarquía era una

527
cuestión accesoria, exterior, secundaria. Robespierre dijo en esta época:
«Yo no soy republicano ni monárquico.»
La Gironda dio dos veces su vida al ideal. Nacida de la filosofía del
siglo XVIII, llevó la lógica a los bancos de la Convención. Un principio
político les indujo a atacar a la realeza, y este mismo principio les inspiró
para salvar al rey: la soberanía del pueblo.
Escribieron este principio y lo aplicaron en el Campo de Marte el
91; lo escribieron también sobre los muros de las Tullerías, con las balas
y las granadas de la legión marsellesa. Los girondinos fueron
consecuentes. En el proceso del rey sostuvieron (ilógica o
racionalmente) aquel principio, manifestando que no podían comenzar
el camino de la República violando el dogma cuya pureza se proclamó
la víspera.
La Montaña sostuvo abiertamente el derecho de la minoría;
pretendió salvar al pueblo sin respetar su soberanía. Ardientemente
sincera, la Montaña entró con heroísmo en un camino escabroso. Si la
mayoría no es nadie^ si el bien es solo quien debe prevalecer, por poco
numeroso que sea, este bien cabe que se presente en forma numérica
en las funciones políticas, en las funciones de gobierno: puede estar
representado por ejemplo por el Supremo Consejo de los Diez de
Venecia, o por un hombre solo, un papa, un rey. Estas deducciones
revelan en aquellos principios notorias contradicciones. La Montaña, al
atacar al rey, debió hacerlo en el sentido de derribar la significación, el
principio de su autoridad, la monarquía.
Sería ignorar singularmente las cosas de aquel tiempo, desconocer
el alma de los hombres de entonces, si afirmásemos que en la Gironda
se profesó a Luis XVI menos odio que en la Montaña.
Los realistas, muy bien informados, negaron esta diferencia. La
Montaña jamás se aproximó a Luis XVI. En sus sentimientos era muy
furiosa, pero no fué más hostil que la Gironda respecto al rey. La corte y
la Gironda se conocían bien y se aborrecían, no con un odio vago, si no
con rabia encarnizada. Los montañeses persiguen al rey como si fuera
un monstruo. Los girondinos lo aborrecían como rey y como hombre. La
pena capital votaron la muchos girondinos como si ejercieran una
venganza personal. Después del respeto debido al principio político, fué
la razón misma la que los decidió a adoptar su actitud. Era su enemigo.
Madama Roland, sentía hacia Luis XVI una antipatía natural,
instintiva. El carácter débil y falso del rey la repugnaba más que si
hubiese sido un hombre perverso. La discípula de Esparta y Roma,
admiradora de Plutarco, sentía horror hacia los jesuitas. Prescindía para

528
juzgar a Luis XVI de las circunstancias atenuantes del hombre que nace
rey. No podía admitir la tradición odiosa de la realeza.
Si madama Roland hubiera tenido asiento en la Convención,
hubiera procedido con mucho rigor.
Sus amigos dividiéronse. ¿Cuál de ellos expresaba los
sentimientos de madama Roland? Difícil es asegurarlo. Sin duda, el que
ella amaba, aunque nadie fué entonces tan alto que pudiera ser su ideal
absoluto. ¿Qué amigo votó lo que quería ella?
¿Fué el animoso Barbaroux? Este votó por la muerte. ¿Sería el
ilustre Buzot, el verdadero corazón de la Gironda, a quien ella profesaba
profunda estimación? Salvo la rectificación del pueblo, Buzot votó por
que el rey fuera guillotinado. Lanthenas, que vivía muy aproximado a
ella, pero como un amigo de categoría inferior, como un criado
distinguido, también votó la muerte con sobreseimiento. Bancal, a quien
ella amó, votó por la reclusión. Y así fué el voto de su periodista, de su
cronista, el ardiente, romancesco y fanático Louvet. Los que vieron á
Louvet, abrumado bajo el peso de las acusaciones de los realistas ¡hasta
de su propia mujer! han debido comprender su situación. En lo más
profundo de su corazón tenía grabada la República. Odiaba al rey. Votó
por el respeto a la soberanía del pueblo. Más aún que guillotinar al rey,
le gustaba matar el principio político que él representaba. El pueblo no
quería la muerte y Louvet votó por que viviera el rey. Seguro que los
verdaderos republicanos habrán derramado lágrimas de sangre al leer
las memorias de Louvet, en las que no se encuentra otro sentimiento
que su invencible amor a la República, su odio al federalismo y su amor
hacia la unidad.
Me conmuevo aun, recordando la impresión que me causó en 30
de Septiembre de 1849 la lectura de dos papelotes manoseados, tintos
en rojo. Eran, nada menos, que los últimos pensamientos de Buzot y
Petion, su testamento de muerte. El rojo del papel no era de su sangre.
Llevaban el testamento guardado en el chaleco colorado. Sus cuerpos
fueron abandonados a la lluvia y el papel tomó el color del chaleco. Están
rotos por las orillas. Petion en una carta a su mujer asegúrale que se
podrá dudar de la honestidad de su vida, pero no de la bondad de su
conciencia. Buzot, en un manuscrito, de firme y enérgica letra, protesta
«en el momento en que van a terminar sus días» contra las imputaciones
que deshonran a su partido, contra la injuria que se le lanzó al asegurar
que quería dividir a la Francia. La adoración a la patria palpita en cada
línea. ¡Santas reliquias! ¿Quién no os creerá?... Cuando se piensa que
estos documentos fueron escritos en el momento en que, sintiéndose

529
perseguidos (por la jauría de perros, que dicen en sus cartas),
abandonaron la casa en que vivían para no comprometer a su huésped
y se fueron a la calle tranquilamente a morir juntos, sin otro abrigo que
el cielo, se siente emoción profunda.
Invocan a la Providencia. La Providencia ha respondido. Los
perros, devorando una parte de su cuerpo, dejaron intactos estos
documentos que la lluvia enrojeció.
¡Quién dijo que fueron unos cobardes los que murieron así, con
esta dulzura heroica! ¡Que la Convención tuvo miedo, que Roland murió
como Catón, que Vergniaud murió como Sidney, temblando y
sollozando!... Las amenazas y los gritos pudieron turbar a un Barere, a
un Sieyes, quiero creerlo. Pero ¿cómo osáis decir, con qué pruebas
afirmáis que la derecha y la izquierda votaron por miedo? os dicen, que
tuvieron miedo frente a probables peligros y yo os afirmo que no
sintieron desfallecimiento ante la muerte misma; sonrieron sobre el
carromato y muchos cantaron sobre el patíbulo el himno de la libertad.
No me convenceréis, si decís que los que llevaron la cabeza levantada,
mirando valientemente la fatal cuchilla, se sintieran sobrecogidos de
temor, ante los gritos de la muchedumbre, por que quien no se asustó
ante su propia ejecución en el mes de Octubre o de Thermidor no pudo
turbarse ante las contingencias del mes de Enero.
En su empeño de empequeñecer las figuras más grandes de la
Convención y en defecto de detalles precisos, han inventado historias
pintorescas, melodramáticas, conociendo que se difundirían al menos
por sus efectos literarios. Según ellos, Vergniaud juró a su mujer la
víspera que no votaría por la pena de muerte, y después, lentamente
sube a la tribuna y en medio de un profundo silencio, bajo las
fascinadoras miradas de los montañeses y de las tribunas, bajando los
ojos, sintiendo, sin duda, como se le debilitaba el corazón, dijo con voz
sorda: «¡Muerte!»
¡Indigna y vergonzosa historia!
¡No hay otras pruebas que el infame libelo de un reaccionario! ¡No
hay otro testigo que un hombre que, durante el proceso del rey, cambia
varias veces de opinión!
El fondo de la historia es el siguiente:
Vergniaud creía al rey culpable de haber llamado en su auxilio al
extranjero, delito de lesa nación, que merecía la muerte por castigo. Sin
embargo, existían según él circunstancias atenuantes por las que el
pueblo podía otorgar gracia al rey. Vergniaud deseaba esto sin duda y
sostuvo el llamamiento al pueblo, para que éste juzgara o ratificara la

530
sentencia, pero habiéndose rechazado esta proposición votó por la
muerte del rey, como los demás diputados de Burdeos, como Ducos,
Fontfréde, añadiendo que admitía la probabilidad de un sobreseimiento.
En todo esto ni hay debilidad ni contradicción.
Supongamos que Vergniaud sintiera miedo de que estallara la
guerra civil si se salvaba la vida del rey y ante el temor de que se
derramen torrentes de sangre inocente, vota por la muerte de Luis XVI.
Le culparemos de haber sido severo en el cumplimiento de un deber de
humanidad, pero no diremos que ha sido cobarde.
Los dos partidos estimulábanse. La Gironda pidió por medio del
órgano de Birodeau que los oradores revelaran desde la tribuna con toda
franqueza su opinión y la actitud que observarían.
El montañés Loenardo Bourdon logró que se acordara la
obligación de que cada uno firmase su voto. Un hombre de la derecha,
Rouger, de acuerdo con el montañés Saint-André, pidió que se nombrara
una comisión de lista, la cual haría constar los nombres de los faltaran a
las diputados que sesiones, enviando además una comunicación a los
departamentos.
Esta disposición caía de lleno sobre Danton.
El día 15 de Enero, día decisivo en que se votó la culpabilidad del
rey y el llamamiento al pueblo, permaneció Danton lejos de la Asamblea.
Lo ocurrido el día 14 había disgustado, descorazonado á Danton. Esta es
la sola explicación que cabe dar de su deplorable ausencia. Dolorido el
corazón por desgracias íntimas, tenía aún menos fortaleza para
sobrellevar los reveses públicos. La derecha se había dividido y por lo
tanto anulado, y no era difícil ver que el centro, débil y mudo, sería
arrastrado por la izquierda, que la Asamblea en masa perdería su
equilibrio. Desde entonces no hubo ya Asamblea. Quedó la Montaña.
Pero la Montaña, a pesar de su fuerza, de su energía, de sus estrepitosas
manifestaciones, no sufría menos la presión de fuera, es decir, la presión
de los Jacobinos. Este poderoso instrumento de la Revolución, los
Jacobinos, no servía más que para desnaturalizar su espíritu
introduciendo el de policía, el de inquisición, el espíritu mismo tiránico y
antipático de la reacción. Al penetrar el jacobinismo en la Revolución era
preciso que pereciera esta; encontró una fuerza, pero una fuerza ruinosa.
Danton meditó todo esto. Vio claramente, cuando otros apenas lo
vislumbraban, que perdida completamente como estaba la derecha se
había perdido la Asamblea. Viose allí, él, Danton, sirviendo a la
mediocridad jacobina, condenado perpetuamente a obedecer a

531
Robespierre, como dueño, doctor y maestro, siguiendo su pesada, lenta
y abrumadora marcha.
Estas ideas tuvieron como anonadado a Danton durante el 15 de
Enero, cuando su mujer se despedía de él para siempre.
El rey fué declarado culpable por unanimidad (recusáronse treinta
y siete diputados). Esto se preveía. Lo que no podía adivinarse es que no
se aprobara El envío del proceso al pueblo para su ratificación.
Cerca de cuatrocientos votos, contra trescientos, tomaron parte en
la votación. Y aun en esto la derecha aparece en desorden, dividida.
Algunos diputados como Condorcet, Ducos, Fontfréde, etc., etc.,
pronunciáronse contra la ratificación que solicitaba la Gironda.
El día 16, Danton encontró fuerzas en su propio furor. Tonante,
terrible, volvió a la lucha y de individuo de la Gironda pasó a representar
la vanguardia de la Revolución. ¿No era Danton el más fuerte de la
Comuna? ¿Quiénes eran los de la Comuna? ¿Jacobinos? No. La mayor
parte seguían a Danton con entusiasmo, al Danton convertido otra vez
en el instrumento de las venganzas populares, al Danton de la cólera y
de la muerte.
Este día levantábase una tempestad en torno de la Convención. Se
habla de un 2 de Septiembre. En París cundió el pánico y mucha gente
se dio a la fuga. Roland escribió a la Convención una carta desesperada.
Un hombre de la izquierda, Lebas (crédulo y ardiente patriota), confesó
que participaba de las inquietudes de la derecha y expresó el temor de
que serían sacrificados.
La Comuna pidió cañones para la defensa de las secciones de
París.
Entonces se decidió Danton por la Comuna. Hablando de El amigo
de las leyes, dijo: «Se trata de una comedia que anticipa la tragedia que
representaremos ante las naciones; se trata, señores, de la cabeza de un
tirano que haremos caer bajo el hacha de las leyes.» Ante la Comuna
Danton habló de su misión en Bélgica manifestando que se opuso a que
el poder fuera entregado a la Gironda para evitar que el ejército sufriera
la inspección de Roland.
Discutiose la mayoría de los votos, que era necesaria para
acordarla muerte del rey. Muchos pidieron que la mayoría la
compusieran dos tercios de la Asamblea. —«¡Cómo! —dijo
enérgicamente Danton. —¿Con una simple mayoría reglamentaria
babéis decidido la suerte de la nación, de la República, babéis votado la
guerra, y ahora para juzgar a un individuo reclamáis una mayoría
verdaderamente extraordinaria? Se quiere que el fallo de la Asamblea

532
no sea definitivo. ¿Acaso la sangre que en el campo de batalla se
derrama por este hombre tiene remedio?» Estas palabras recordaron
una reciente carta de Rewbell, Merlinde y Thionville escrita entre los
muertos y heridos del ejército, en la que preguntaban a la Convención si
aun existía el autor de estos males. Se acordó que para aprobar la
muerte del rey bastaba con la mitad más uno de los miembros.
Eran las ocho cuando se hizo la tercera pregunta: ¿ Qué pena se le
impondrá? La sesión duró toda la noche, una fría noche de Enero, y todo
el día siguiente, un pálido día de invierno, basta las ocho de la noche.
Terminó a la misma hora que comenzó. Cuando aún no se había
proclamado el resultado, se recibió una carta de España. Danton saltó de
su asiento y tomó la palabra sin pedirla... Louvet hizo una hermosa frase:
«Danton—le gritó—que aún no eres rey.»
«Me asombro—dijo Danton—de ver la audacia con que una nación
quiere intervenir en nuestras deliberaciones. ¡Cómo! ¿No reconocen el
poder de la República y quieren dictarnos leyes?... Esto es absurdo.
Ahora debiéramos votar la guerra contra España. Responded,
presidente, al rey español, que los vencedores de Jemmapes no
perderán sus fuerzas basta que no hayan exterminado los reyes.»
La Gironda pidió y obtuvo que la carta, sin leerla, pasara a la orden
del día.
Los defensores de Luis XVI quisieron hablar antes de proclamado
el escrutinio. Danton consintió, pero Robespierre se opuso.
Un diputado del Alto Garona, Juan Mailhe, montañés, pero
moderado, expresó su voto de modo que reunió varios elementos de la
derecha y el centro para votar en idéntica forma. Vota la muerte, pero
añade la siguiente proposición que él comienza declarando
independiente de su voto: «Deseo que, una vez votada su muerte,
discuta la Asamblea si es de interés público que se aplace la ejecución o
que sea inmediata.»
El efecto de esta demanda fué fatal para el rey y fácil de prever al
mismo tiempo. ¿Es posible creer que los que votaron en esta forma
como Vergniaud, por ejemplo, desconocieran el resultado que esto iba a
ofrecer? ¿Quién osará decirlo? Cada uno especificó expresamente su
voto, manifestando que votaban por la muerte del rey, pero esto
independientemente de la cuestión a discutir, del sobreseimiento.
Por la muerte, hubo 387 votos y por la reclusión o por la muerte
condicional 334. Mayoría de cincuenta y tres votos.
El presidente (Vergniaud) con acento de dolor: «La pena que la
Convención impone a Luis Capeto es la de muerte.»

533
Defensores del rey introducidos en la Asamblea, leyeron una carta
del rey protestando de su inocencia y apelando a la nación. Séze y
Tronchet hicieron notar que era muy duro aprobar tan dura sentencia
por tan reducida mayoría, y más aún si se tiene en cuenta que cuarenta
y seis pedían el sobreseimiento después de sentenciado el rey, de suerte
que no tuviera la sentencia más que su efecto moral. Solo siete pedían
la muerte a todo trance.
El infortunado Malesherbes se asombró del resultado, turbose,
balbuceó algunas frases, perdió su orientación, solicitó que se le
reservara la palabra basta el día siguiente. Toda la Asamblea sintió
profunda emoción. Robespierre declaró que, efectivamente, estaba
emocionado y añadió que el llamamiento al pueblo era imposible
hacerlo porque se colocaría a la nación en una situación violenta.
Manifestó, que quienes trabajaban para despertar la piedad hacia el rey
en los corazones, merecían ser perseguidos como perturbadores del
reposo público.
Guadet no admitió tampoco el llamamiento, pero pidió que
Malesherbes pudiera hablar al día siguiente. La Convención no aprobó
ninguna de las dos cosas, acuerdo verdaderamente político, pues era
imposible sostener durante más tiempo una situación tan sumamente
peligrosa. Sentíase fuego bajo los pies.
La sesión terminó a las once de la noche. Al objeto de que los
representantes pudieran caminar seguros por París, ordenose una
iluminación general. Nada más siniestro. Desde las ventanas, hachas y
otras luces iluminaban la calle, dando a París un falso color de fiesta.
Toda la noche estuvo oyéndose el mismo grito: «¡La muerte!»
El 18 se vio la cuestión del sobreseimiento, cuestión mucho más
grave de lo que podía suponerse. El sobreseimiento era un medio para
eludir la sentencia, dando tiempo a los realistas a quienes se abría la
puerta de la guerra civil. La muerte del rey, aplazada, podía causar miles
de muertes.
La Montaña habló en este sentido, pero muy torpemente.
Reproduciendo las palabras que Robespierre patrocinó (interés público,
salud pública, bien de la humanidad) todos repiten lo mismo: «Nada de
sobreseimiento, dijo Couthon; la humanidad exige la ejecución, es
necesario abreviar sus angustias, es brutal tenerlo en expectación
algunos días más, haciéndole concebir esperanzas que no se
realizarán...»
«Nada de sobreseimiento, dice Couthon; la sentencia se tiene que
cumplir porque así lo exige la humanidad, como toda otra sentencia,

534
durante las veinticuatro horas subsiguientes.» Robespierre repite no sé
cuántas veces la palabra humanidad. La Convención perdía la paciencia.
Cambon, Dannou, Reveillere-Lepeaux, expresaron su indignación contra
este modo de hablar dulzón e hipócrita. Aunque la sesión terminó poco
antes de las once, la Montaña estuvo deliberando hasta las doce,
llevando su exaltación hasta el extremo de proponer la muerte de los
realistas y de los brissotistas. Acordáronse de Lacroix y se avergonzaron
de este acceso de hidrofobia. Legendre los persuadió filialmente de que
no debían perturbar a París.
Nada más incoherente que la discusión del 16. La Gironda,
descaminada, corría aquí y allá buscando la brújula. Buzot y Barboroux
renovaron sus ataques contra el duque de Orleans, ataques absurdos,
intempestivos.
Condorcet evidenció la falta de leyes de organización política para
demostrar que la muerte del rey no significaría un acto de inhumanidad.
Mostró el estado de Europa y dijo que, precipitando la ejecución, se
popularizaba su causa y se haría a los pueblos aliados de los reyes y los
reyes constituirían una liga temible contra Francia;
Un espectáculo sorprendente en una Asamblea tan conmovida, fué
la aparición en la tribuna de la severa, muda y glacial figura de Tomás
Payne. Quería proponer la mismo, pena que deseaba la nación',
reclusión o destierro. Preguntó si la Francia quería perder a su único
aliado, a los Estados Unidos, potencia amiga por gratitud hacia Luis XYI.
Declaró que esto sería una gran satisfacción para Inglaterra. Sería
vengarla del libertador de América. Y añadió con admirable buen
sentido: «Convenced a la opinión, sed grandes y justos y nada tendréis
que temer de la guerra; la opinión os dará armas si lográis que esté de
vuestra parte; la guerra contra la libertad no puede durar, a menos que
los tiranos logren interesar a los pueblos...» Después, con asombrosa
claridad, penetrando con profunda intuición en lo porvenir, contó,
predijo lo que sobrevendría después de muerto el rey. Los reyes
explotarían la piedad pública, la indignación de los pueblos,
aprovecharían su ignorancia, la propensión a la leyenda, y crearían una
poderosa fuerza contrarrevolucionaria.
El espíritu de su discurso respondió a su buen sentido. Barere
contestó a Payne. Fué sutil, ingenioso, certero. Resumió con habilidad
todas las opiniones contra el sobreseimiento, del mismo modo que
había resumido cuanto se dijo contra el llamamiento definitivo del
pueblo. Si Barere habló de humanidad, no fué con el acento hipócrita de
los montañeses. Preguntó a quienes deseaban tener en rehenes a Luis

535
XVI, si no era más terrible, aunque la muerte, tener a un hombre con el
cuello puesto sobre la fatal cuchilla, esperando el golpe. Desviándose un
poco de este asunto habló a la Convención de reformas que debían
practicarse en sentido filantrópico, abriendo un horizonte inmenso en la
carrera para el bien público. La Asamblea se sintió transportada a otro
ideal. Sentía: impaciencia-de emprender el camino que tan sabiamente
trazó Barere, llegar a la tierra prometida. El rey era su único obstáculo y
pasó por encima de su cuerpo. No hubo a favor del sobreseimiento más
que 300 votos y en contra cerca de 400. Luis XVI esta segunda vez fué
muerto ya, decididamente muerto.
La sesión se levantó a las tres de la madrugada del domingo 20 de
Enero. El mismo día fué asesinado por un guardia del rey uno de los que
votaron su muerte: Lepelletier Saint-Fargeau, a quien aborrecían de
muerte los realistas, que lo consideraban como tránsfuga de su partido.
Orleans y Lepelletier eran sus Judas; Lepelletier y su familia fueron
protegidos del rey, a quienes éste había colmado, abrumado de bienes,
gentes del rey, que decían entonces significando la ciega e incondicional
adhesión de unos seres a otros. Lepelletier tenía seiscientos mil francos
de renta. Fué fiel al rey a su manera.
Cuando la toma de la Bastilla, la realeza pasó a ser el-pueblo y él
pasó a servir al nuevo rey, del mismo modo que había servido al
primero. Hay familias que necesitan, por tendencias hereditarias servir
solo a los poderosos mientras lo son. En esto no hay hipocresía.
Lepelletier fué sincero. Era un buen hombre, de carácter apacible y
generosos sentimientos, hasta profesar un amor inmenso a la
humanidad. En un ensayo de Código Penal que escribió, declarose
enemigo de la pena de muerte. Su plan de educación del que
hablaremos y que después ha sido notablemente desfigurado, está lleno
de cosas excelentes, reveladoras de un buen sentido práctico. Lepelletier
vivía subordinado a Robespierre, le obedecía ciegamente, presidía con
frecuencia a los Jacobinos. Era uno de esos hombres a quienes
Robespierre agitaba.
Los realistas no desesperaron de obtener su voto para la cuestión
del rey. Resistíanse a creer que el antiguo magistrado a quien colmó
aquel de favores, se atreviera a proclamar su muerte en plena Asamblea.
Lepelletier, aunque en secreto le costara esfuerzos, entre su señor y sus
principios fué fiel a estos y votó por la muerte.
Muchos realistas no perdieron nunca la esperanza de salvar al rey.
Comprometiéronse a ello quinientos, pero el día fatal solo se reunieron
veinticinco; esto lo declaró el mismo confesor de Luis XVI. No todos los

536
realistas eran gente noble. Había gran parte de empleados del palacio
real, viejos guardias constitucionales; esta guardia, lo hemos dicho ya,
se había reclutado entre espadachines y gente de valor, de picardía;
gentes siempre, menos dispuesta a la batalla que a preparar golpes
aislados. Estos bravi paseaban por el centro de París el día que habían
de ocurrir acontecimientos, después marchábanse á los sitios más
apartados para sorprender furtivamente a los enemigos que se retiraban
confiados; los bajos del palacio real parecían hechos expresamente;
oscuras galerías, cuevas tenebrosas donde vivían los guardias...
Uno de estos, llamado París, hijo de un empleado de la casa del
conde de Artois, salió una noche del domicilio de su amante, una joven
perfumista, con dirección al palacio real. Era París alto, valeroso,
inteligente, audaz. Maldecía a su partido porque era impotente para
salvar al rey y quiso eximirse de esta tacha de impotencia e incapacidad;
lo más bello, debió pensar, sería matar al duque de Orleans; París
paseábase alrededor del palacio real. El 20 lo encontró un amigo y le
invitó a que descendiera a una tienda del hostelero Fevrier, instalada en
los bajos del palacio real. Allí vio a Saint-Fargeau. Este había comido en
la casa de Fevrier, para recoger seguramente los rumores que circulaban
por palacio, saber lo que se decía de su voto. Saint-Fargeau pagó su
cuenta y se levantó. Acercose Paris: «¿Sois Saint-Fargeau? —Sí,
caballero. —Tenéis, pues, aire de hombre de bien. No habréis votado la
muerte del rey...—He votado caballero, por su muerte; mi conciencia así
me lo exigía...—He aquí, pues, tu recompensa.» París le dio una
cuchillada en el corazón, dejándolo muerto. Después se disfrazó, pero»
tan audaz era, que al día siguiente se paseaba por el palacio real buscan¬
do al duque de Orleans. Malamente herido en Normandía se levantó la
tapa de los sesos.
Este trágico acontecimiento pudo tener resultados que no se
preveían. ¿Pasaría el terror de los realistas a los Jacobinos? Se pudo
temer esto. Estos últimos mostraron admirable firmeza. Cogieron entre
sus manos, digámoslo así, la cosa pública.
Cuando hizo Thuriot su proposición, declaráronse en sesión
permanente; cerraron la puerta impidiendo que saliera nadie a revelar
sus deliberaciones, sus acuerdos, antes que estuvieran discutidos y
aprobados. Los dantonistas patrióticamente unidos a los Jacobinos,
acordaron que la 'Comuna doblara todas las guardias de París y que se
dieran órdenes a las cuarenta y ocho secciones para que detuvieran a
todos los del enemigos orden. Los Jacobinos encargáronse de visitar los

537
cuerpos de guardia y de asegurar por todos los medios la represión del
complot realista.
Robespierre, con gran presencia de ánimo, pide algo más que
excitar el celo del jefe de la guardia nacional. Infunde valor a los débiles
y no permite que se hable de la muerte de Lepelletier: «Se ha inferido un
ultraje a un diputado, dijo; pero dejemos esto y vayamos derechos al
tirano... ¡Mañana, alrededor del patíbulo reinará una calma imponente y
terrible!»
¡Cosa extraña y que revela la exaltación de aquellos ciudadanos!
Thuriot no dudó que entre los comprometidos en el complot realista
figurase la Gironda. Y Robespierre, abundando en su opinión, pide una
información en la que los jacobinos descubrirán las maniobras de los
intrigantes para destruir a los patriotas al día siguiente de la ejecución.

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CAPITULO XIII
La ejecución de Luis XVI (21 de Enero de 1793)

Interés que Luis XVI inspira a los guardias. —Cambio de los


sentimientos de la reina respecto al rey. —Se apasiona por él, —El rey
somete su conciencia al examen de los curas. —Se le hace creer que es
un santo. —Ejecución del rey. —Su confesor da carácter de Pasión de
Jesucristo a la muerte del rey. —Efectos dolorosos de la muerte de Luis
XVI. —Furor de la Montaña contra la Gironda. —Danton pide la unión. —
Un juicio sobre otro juicio.

Existía un daño real y evidente que no era ni la Gironda, ni les


realistas, los cuatrocientos o quinientos que tomaron a empeño la
salvación del rey. El daño era la piedad pública. El peligro eran las
mujeres sollozantes, gimiendo, derramando lágrimas ante la guardia
nacional, entre el pueblo. No es a la realeza a la que atribuyen las
equivocaciones que se han cometido, si no al carácter del rey, y esto no
merece castigarse nada menos que con la pena de muerte. En su
cautiverio de muchos meses, ganó el corazón de todos los que le
visitaron en el Temple, guardias nacionales, oficiales municipales, a la
misma Comuna.
Un guardia nacional expresó ingenuamente a Clery la ternura que
sobrecogía a quienes visitaban al rey. Un hombre del arrabal expresó su
vehemente deseo de verlo. Clery accedió: «Que bueno es el rey— decía
después—cuánto quiere a sus hijos. ¡Ah! jamás podré creer que nos
haya hecho tanto daño como han dicho.»
El rey conversaba con los guardias municipales; hablábales de su
estado, de sus deberes, de si eran instruidos, juiciosos. Se informaba al
mismo tiempo de su familia, de sus hijos... La familia era el punto
vulnerable de Luis XVI.
¿Quién no sintió emoción al oírle decir el 10 de Diciembre: «Me
habéis privado de pasar una hora feliz con mi hijo» La separación de los
suyos era perfectamente inútil en un proceso que, como éste, no había
que temer las comunicaciones entre los prisioneros.
La reina dio lugar a escenas dolorosas que enternecieron el
corazón de todos. El 19 de Diciembre dijo a Clery, ante los guardias
municipales: «Hoy es el cumpleaños de mi hija...» «¡Tal día como hoy
nació y hoy no puedo verla!» Algunas lágrimas rodaron sobre sus

539
mejillas. Los guardias municipales respetaron su dolor y alguien de ellos
hizo esfuerzos para no llorar también.
En su desgracia, Luis XVI tuvo una compensación, y fué el cambio
total de los sentimientos de la reina respecto a él. Cerca de la muerte
consiguió el rey que lo amara su esposa.
La reina era muy romántica. Hacía mucho que había dicho:
«Mientras no estemos mucho tiempo en una torre no nos salvaremos»
Ella se salvó moralmente. El cautiverio la elevó y la purificó. Fundiose de
nuevo su alma; pasó por el crisol del dolor. El mejor cambio que se operó
en ella fué el regreso a los puros y santos afectos de la familia, de los
que se alejó desde el 89. Despreciaba a su marido porque no descubrió
en él más que pesadez y vulgaridad. Su escasa resolución cuando lo de
Varennes y el 10 de Agosto, hiciéronle creer que a su esposo le faltaba
valor, pero en el Temple vio que en realidad estaba dotado de fortaleza
de ánimo; tenía su alma una fuerza pasiva que se basaba principalmente
sobre la resignación religiosa. Su esposa participó del interés general,
viéndole tan tranquilo en situación semejante, tan paciente entre los
ultrajes, bueno con los hombres y fuerte en la adversidad. La frialdad
natural de las mujeres mundanas se convierte en estos casos en ternura
inefable hacia el esposo. ¡Quedan tan pocos días para amarle!
Más que amarlo con ternura, la reina se apasionó por él. Cuando
cayó enfermo, hasta ayudó a hacer la cama. A este nuevo amor, la
separación iba a darle un carácter trágico y doloroso. La reina dijo que
quería morirse y que no comería. No lloraba, no derramaba lágrimas,
gritaba desesperadamente, traspasando el alma con sus voces. Un
guardia municipal no pudo contenerse durante más tiempo y con el
asentimiento de los demás y bajo su responsabilidad reunió a la real
familia para que al menos comieran un día juntos. La idea sola de que
iba a reunirse con los suyos hizo vibrar de alegría a la reina. Abrazó a sus
hijos, y cuando les participaron la noticia la hermana del rey levantó las
manos hacia el cielo agradeciendo a Dios el favor del guardia. La piedad
venció, ante este cuadro, a todos los presentes y hasta el zapatero
Simón, el feroz guarda del Temple, dijo llevándose las manos a los ojos:
«¡Creo, en verdad, que estas... mujeres me harán llorar!»
El rey parece que siente el amargo placer de ser amado
profundamente poco antes de morir. Esta cruel herida fué la que mostró
a su confesor en el instante de su separación: «¡Tanto que la amo y tanto
como soy amado!»
En su testamento, por un sentimiento de generosidad y de
clemencia que honra su corazón, evita con fina delicadeza que su mujer

540
pueda sentir remordimientos por lo pasado y comienza pidiéndole
perdón a ella por los pesares que la haya podido proporcionar: «Ella
pueda estar segura de que no le guardo ningún rencor si ha cometido
algún acto digno de censura.»
La religión fué su ayuda en los supremos momentos. Desde que
ingresó en el Temple, estuvo repasando el breviario, fortaleciendo su
alma. Leía algunas horas del día, y por la mañana, al levantarse,
permanecía largo rato arrodillado. Su libro predilecto era la Imitación,
que le proporcionaba el consuelo de sus sufrimientos contemplando los
de Jesucristo. Su familia y la servidumbre creían que era un santo.
Depuró su carácter. Desaparecieron sus debilidades, sus defectos
naturales.
Se habló de lo menguado de su mesa, y lejos de irritarse, dijo:
«¡Mientras haya suficiente cantidad de pan!» Lo que indica su fuerte
temple de alma es que al pedir a la Convención que le deje ver a sus
hijos, se le contesta que la Convención no puede acceder a ello:
«Esperaré algunos días más. La Convención no me los negará.»
Era muy estrecho el espíritu de su devoción. Diariamente, en las
protestas de su inocencia dirigidas al arzobispo de París, sumiso como
una oveja a su pastor, observábase el carácter de su devoción
acendrada. Luis XVI no tuvo más que un solo vicio, del que no se pudo
purgar. Habló siempre de la legitimidad del poder absoluto, y en su
consecuencia, de los medios de violencia, que él creyó legítimos también
y que podía emplear para sostenerse en el poder. Esto explica que no
rectificara ninguno de los errores que sustentó, ni aun a la hora de la
muerte. Decía que él era el rey y esto creía que era suficiente para
cohonestar todos sus actos. En su testamento, al recomendar a sus hijos
que reinen sujetándose al espíritu de las leyes y de la Constitución, dice:
«Un rey no puede hacer el bien de su país mientras no se le conceda la
suprema autoridad, la inviolabilidad de su persona.» Todo debe estar
legislado excepto la autoridad del rey. Este debe ser absoluto. Luis XVI
murió así, en la impenitencia regia, sustentando el principio que hace
antipática a la monarquía.
En nuestro concepto esta creencia del rey perjudicaba la pureza de
su conciencia. Confirmaba la existencia de su orgullo, de su altivez más
que regia. Era como una extraña deificación de sí mismo.
Sus guardias pidiéronle objetos, prendas de vestir para
conservarlas como reliquias. «Sus despojos—dijo Clery—antes de morir
eran sagrados para sus guardias.»

541
A uno le dio su corbata, a otro sus guantes. ¿Qué opinión tenía de
sí mismo el hombre que creyó que las menores bagatelas se convertían
en prendas preciosas por el hecho de haberlas tocado él? Luis XVI estaba
muy lejos de profesar la humildad cristiana.
La Convención le autorizó para que escogiera el cura que le había
de auxiliar en sus últimos momentos. El designó al director espiritual de
su hermana Isabel, un irlandés discípulo de los jesuitas en Tolosa, el
abate Edgeworth de Firmout. Este cura pertenecía a la iglesia de los que
perdieron al rey, iglesia no juramentada, iglesia oculta, pero que existía
sobre la tierra y causaba estragos con su propaganda misteriosa. Esta
iglesia se apoderó del corazón de Luis XVI, hasta el extremo de que su
último acto fué de solemne simpatía hacia estos enemigos de las leyes.
Clery escribió la última dolorosa entrevista entre el rey y su familia.
Si no la reproducimos no es porque no participamos de las mismas
emociones que experimentaron los que pudieron presenciar tan patético
cuadro. Estas emociones, las sentimos en la mayoría de los actos que
ocurrieron el 93; y no todos los que perdieron su vida por la patria
tuvieron el consuelo del rey, que llegó al momento supremo sintiendo
las caricias, el amor, el consuelo de su familia amándolo que lo rodeaba,
lo abrazaba, con delirio mayor cuanto más se aproximaba la muerte. Luis
XVI fué al patíbulo ocupando la imaginación de todos, dominando los
latidos del corazón de todos; movió a piedad su desgracia y lo lloró toda
la tierra.
¡Desigualdad execrable que aún subsiste, la de que un rey sea más
llorado que un hombre! ¿Quién ha contado los infinitos detalles y
accidentes patéticos, conmovedores, dramáticos que rodearon la muerte
de los héroes de la Montaña y de la Gironda? Nadie. Sin embargo, el
género humano aprendería a morir de ellos, tal fué el heroísmo, la fe
inquebrantable con que llegaron a la guillotina tantos patriotas
franceses. Ninguno de éstos ha obtenido ni una palabra de elogio. Solo
alguna injuria baja y cobarde se les ha deslizado. ¡Vergonzosa ingratitud
de la especie humana!
Luis XVI escuchó la sentencia en el Temple con notable firmeza.
Durmió profundamente la víspera de la ejecución. Se despertó a las
cinco y se arrodilló, escuchando misa. Expresó su confianza en la justicia
de Dios.
Prometió la víspera a su esposa que la volvería a ver por la
mañana, pero su confesor obtuvo de él que evitara tan terrible momento
a su familia.

542
A las ocho, fortalecido y provisto de la bendición del cura, salió de
su gabinete y marchó a su alcoba, donde le esperaban los guardias. Vio
que todos tenían cubierta la cabeza y pidió su sombrero. Después
entregó a Clery su anillo nupcial, diciéndole: «Entregad este anillo a mi
esposa y decidla que me separo de ella con profundo dolor.» Para sus
hijos entregó un sello del escudo de Francia, transmitiéndoles la insignia
principal de la realeza. Quiso entregar su testamento a un hombre de la
Comuna, aun exaltado, un furioso, Jacques Roux, quien se retiró sin
decir una palabra; y lo más notable es que después este Roux se preciaba
de haber contestado al rey ferozmente: «Yo no estoy aquí más que para
conduciros al patíbulo.» Otro guardia municipal se encargó del
testamento.
El rey vestía una casaca oscura, calzón negro', medias blancas y
chaleco de muletón.
Subió a su coche pintado de verde, acompañado de su confesor y
dos guardias. Leía los Salmos.
Había poca gente por las calles. Las tiendas estaban entreabiertas.
Nadie había en las puertas, ni a nadie se veía por las ventanas.
A las diez y diez minutos llegó a la plaza. Cerca de las columnas de
la Marina, estaban los comisarios de la Comuna; alrededor del patíbulo,
colocaron una línea de cañones y las tropas se extendían hasta perderse
de vista. Los espectadores, pues, estaban extremadamente alejados del
sitio de la ejecución. El rey desciende de su coche y habla con el
confesor. El mismo se quita la corbata.
Según un relato, parece que el rey se contrarió al no ver más que
soldados, y dando con el pie en tierra, gritó fuertemente a los tambores:
«¡Callad, vosotros!» Y como continuaba el redoble, añadió: «¡Estoy
perdido, estoy perdido!»
Los verdugos quisiéronle atar las manos. El rey se resistió. Iban a
pedir auxilio a la fuerza. El rey miró a su confesor pidiéndole consejo.
Este se quedó mudo de horror y de espanto. Finalmente pudo decirle:
«Señor, este último ultraje hace que sea mayor el parecido entre vuestra
majestad y Jesucristo.»
El rey elevó sus miradas al cielo y dijo: «Haced lo que queráis;
beberé el cáliz hasta las heces.» Apoyado el rey en el cura llegó a la
última grada y corrió como si se escapara al otro extremo. Luis XVI
estaba rojo, como congestionado.
Los tambores cesaron un momento y el rey extendió sus miradas
sobre la muchedumbre. Algunas voces gritaron a los verdugos:

543
«¡Cumplid con vuestro deber!» Cuatro hombres se apoderaron de él y le
sujetaron las manos por detrás fuertemente; el rey lanzó un grito terrible.
El cuerpo del rey, colocado en una cesta grande, fué conducido al
cementerio de la Magdalena y arrojado en la cal.
Por veneración o excediéndose la gente en sus ultrajes al rey, los
soldados y otros individuos mojaron papel, sus armas, pañuelos, en la
sangre que quedó en el patíbulo. Los ingleses compraban a, subido
precio, las reliquias de este nuevo mártir.
Muy pocos se atrevieron a pedir gracia para al rey; pero después
de su muerte se sintió una sacudida de dolor. Una mujer se arrojó al
Sena, un barbero se cortó la garganta, un librero se volvió loco, un viejo
oficial murió de pasmo. La realeza muerta en Varennes, envilecida por el
egoísmo de Luis XVI el 10 de Agosto, resucita por la fuerza de la piedad
y la virtud de la sangre.
Al día siguiente, apenas cumplida la fatal sentencia, humeando aun
la sangre del rey se recibió en la Convención una carta de sencillez
terrible, amargo ataque a las conciencias. Un hombre pedía «el cuerpo
del rey para enterrarlo cerca del cuerpo de su padre.»
La Montaña estaba muy agitada. La muerte de Lepelletier, relatada
por Thuriot, produce tremenda sensación. El relato lo terminó
Duquesnoy (un fraile exclaustrado en continuo estado de furor), quien
arrojó las sospechas sobre la Gironda, diciendo: «¡Son los que hace un
mes nos injuriaban, nos amenazaban hasta el extremo de dirigir contra
mí una espada!» El golpe iba bien dirigido. La montaña exigió
nuevamente la constitución del Comité de seguridad general, cuya
mayoría se componía de girondinos.
Sobre la Montaña cae un torrente de acusaciones. Toda la derecha
es confundida e inculpada. Robespierre, llorando la muerte de
Lepelletier, recomendando la unión, prepara un nuevo golpe. Pide que
el nuevo comité de seguridad comience sus trabajos examinando la
conducta de Roland. La Convención, dócil, suprime las oficinas de los
periódicos en el ministerio de Roland.
Petion, torpe entre los torpes, cometió la imprudencia de mezclarse
en la cuestión; subió a la tribuna y habló de la desconfianza que reinaba
en la Asamblea.
En un instante surgen contra él innumerables acusaciones; gritos,
protestas, injurias. El pobre hombre quedó como estupefacto: no sabía
qué decir.

544
Danton tuvo piedad. Comprendió que no era aquella ocasión para
dar el último golpe al viejo ídolo popular que representaba todavía en la
Asamblea la época humana de la Revolución.
Descendió Petion de la tribuna y subió Danton, quien dijo que
seguramente se habían sufrido equivocaciones y que él, Danton, no
podía acusar a Petion. Jamás la unión y la paz fueron más necesarias.
Nada de medidas violentas; las visitas domiciliarias propuestas por
alguien, creyolas Danton inútiles. Pidió el cambio del ministerio
girondino; que Roland abandonase el del Interior; por otra parte,
tampoco le complacía que en el ministerio formado por Jacobinos
figurase Pache como ministro de la guerra. Habló expresando sus
sentimientos: «Tranquilidad, fraternidad, paz, que cese la discordia
interior y unámonos contra el enemigo extranjero. Que olvide cada uno
sus odios y piense en la patria para darle su vida. «Danton recuerda a
Lepelletier, no para llorarlo: «¡Dichosa muerte!»—dijo con acento
doloroso, penetrante, profundamente sincero. «¡Ah, si yo pudiera morir
así!» Con solemne silencio se escucháronse estas palabras;
conmoviéronse los corazones; toda la Asamblea pensó en el porvenir y
quizás todos repitieran las frases de Danton.
Una tumba cerrada es silenciosa; parece que está satisfecha del ser
que lleva en sus entrañas; pero se había abierto una tumba hambrienta,
exigente, sedienta...
La cal del cementerio de la Magdalena es devorante, cálida;
humea, necesita mucho pasto. Luis XVI es muy poca cosa. Necesitaba
nuestros grandes patriotas, nuestros primeros hombres, los héroes, los
ciudadanos ilustres.
Aunque se haya abierto la tumba hemos de decir algunas palabras:
hemos de juzgar el juicio del rey.
Este proceso, lo hemos dicho ya, tuvo el efecto fatal de mostrar al
rey ante el pueblo rodeado de guardias, entre el aparato de la fuerza y
de la violencia, hasta crear un héroe legendario cuyo nombre repetían
las personas inocentes de buen corazón. Luis XVI, en Versalles, rodeado
de cortesanos, de guardias, del mundo oficial, permanecía desconocido
para el pueblo.
En el Temple aparece como debe ser un rey, en continua
comunicación con el pueblo, comiendo, leyendo, durmiendo a los ojos
de todos, comensal, por decirlo así, del comerciante y del obrero. He aquí
un rey culpable que aparece ante el pueblo con todo lo que tenía de
tierno, de inocente, de respetable. Es un hombre, un padre de familia;
todo se olvida. La naturaleza y la piedad desarman a la justicia.

545
Al mostrar al rey, éste sufre un cambio. El pueblo hace de él un
hombre. En Versalles era un ser prosaico, vulgar, bonachón, sencillote,
sensible y blando de corazón, siervo de sus propias costumbres, sujeto
a su familia, fanático, pero con devoción viciosa, sensual en los
manjares.
Un encarcelamiento humanitario hubiera permitido al rey
continuar este mismo régimen; pero se le prodigaron los insultos,
llovieron ultrajes, injustos muchos, atroces y mortificantes todos, y el rey
templó su alma, haciéndose fuerte en aquella adversidad. Su pesada y
vulgar naturaleza se esconde tras la cortina del dolor. La-resignación, la
paciencia, el valor, lo ennoblecen, lo elevan; sagrado por sus infortunios,
sus desgracias, resulta un personaje poético; este cambio afecta a su
misma familia. ¿Quién pudo decir a la reina en el 88 que amaría a Luis
XVI?
Y, sin embargo, ¿el fondo del hombre había cambiado? No; nada
lo indica. Ante la Convención continúa mintiendo; el nuevo santo lo
mismo aparece en lo que afecta a su fondo; su doblez no le abandona;
siempre es un discípulo del jesuita la Vauguyon.
En torno suyo se hace un trabajo terrible de conspiración para
afirmarlo en el dogma de su poder absoluto, en la convicción profunda
que él tiene de su derecho ilimitado. Muere sin tener la menor noción de
sus pecados. Resulta inaudito, entre cristianos, creerse inocente y justo.
¿Qué digo? Al rey se le hace creer que es un santo, una reproducción de
Jesucristo, y al aceptar esta similitud, el rey muere diciendo: «¡Beberé
hasta las heces el cáliz!»
Torpe proceso que en vez de purificarlo (verdadero fin de la
justicia) envía ante Dios a un hombre que necesitaba mucho tiempo para
comprender y expiar sus faltas; su prisión en vez de servir como medio
para comprender sus torpezas, colocando al rey en el sitio del hombre,
afirma la convicción de su poder absoluto, perturbando su razón.
El resultado de su muerte en el patíbulo fué funesto. El falso mártir
desposó dos grandes mentiras.
La iglesia vieja, decadente y la monarquía, abandonada por Dios
desde hacía mucho tiempo, terminan esta larga lucha uniéndose,
reconciliándose ante la Pasión de un rey.
La sangre de éste les da nueva vida: engendra la muerte del rey un
nuevo ser, una nueva raza que pulula por Francia exprimiendo sus
pechos: el mundo del error y de la mentira, un mundo de falsa poesía,
una raza de sofistas impíos y desalmados.

546
Fuesen los que fueren los resultados del proceso del rey, han de
merecer nuestro respeto profundo y eterno. No se deben juzgar por sus
frutos, si no por el espíritu noble que los inspiró. Los que juzgaron sabían
demasiado cuánto les costaría su trabajo en lo porvenir. Sabían que,
matando al rey, se dictaban su sentencia de muerte, y así pudo decir
Carnot: «¡Ningún deber me ha costado tanto!»
Pensaron estos valientes que, si perdonaban en el proceso del rey
el llamamiento al extranjero, la inviolabilidad de la patria sería un mito
en lo sucesivo. Creyeron qué no se podría arraigar la creencia de todas
las naciones: la patria es sagrada y quien atente contra ella morirá.
Cuando aún no existíamos nosotros, ellos nos garantizaron el
respeto a la Francia, la integridad del territorio, la religión de los límites.
¿Vivieron en el error? Nosotros, a quienes ellos pensaron salvar, no
tenemos autoridad para censurarlos. ¡No, hombres heroicos! Vuestros
hijos reconocidos, os tienden la mano a través del tiempo... Hasta
vuestros enemigos, que son los de la Francia, han de respetar y honrar
en vosotros a los vencedores, a los fundadores de la República, su
vencedor para el porvenir.

547
LIBRO VI

CAPITULO PRIMERO

La unidad de la patria. —La educación. — Funerales de Lepelletier (24 de


Enero de 1793)

La unanimidad de la Convención respecto a la muerte del rey. —Causa de disolución


en el 93. —El problema de la unidad no se había expuesto aun seriamente. — El carácter
original del 93 es la lucha del federalismo contra la unidad. —Todos en el 89 eran federalistas
o realistas. —La ley resignó toda su fuerza en las municipalidades. —Brissot federalista en el
89, en beneficio de París. —Condorcet afirma que París, el 89, es el instrumento de la unidad.
—Camilo Desmoulins y Marat, el 91, hacen un llamamiento a los departamentos contra París.
—La Gironda fué arrastrada por la fatalidad de su situación a un involuntario federalismo. —
Se creyó entonces que la ley bastaría para crear la unidad. —La educación puede preparar la
unidad. —Hermoso plan de educación de Lepelletier. —Funerales de Lepelletier (24 Enero 93).

Al día siguiente de la muerte del rey, la Convención estuvo


admirable. Se creyó en un momento que iban a desaparecer los partidos.
La unidad de la nación, representada desde hacía mucho tiempo por el
rey, se dibujó en la Asamblea con trazos más enérgicos. A cuantos
creyeran comprometida esta unidad se les podría decir: «La Francia está
en mí.»
Por unanimidad, se acordaron importantes medidas para la
seguridad pública. El decreto enviado a los departamentos el 21 de Enero
fue así mismo votado unánimemente. Los girondinos redactaron y
firmaron el decreto reclamando para sí la responsabilidad del acto que
se acababa de realizar: «Este juicio—decía el decreto—pertenece a cada
uno de nosotros como pertenece a la totalidad de la nación.»
Votose también un crédito de doscientos millones de asignados y
el levantamiento de trescientos mil hombres. Se faculta a las
municipalidades para que en el término de ocho días proporcionen trajes
y equipo a las tropas. El ejército nacional se compone de una mescolanza
de patriotas voluntarios y de soldados, de entusiasmo y de disciplina. La
Gironda propone la guerra contra la Gran Bretaña y se vota
inmediatamente (1. ° de Febrero).
Danton quería comenzar por un gran golpe realizando su sueño: la
unión de Bélgica. Aplazada, hasta que los belgas expresaron su deseo,
aceptan estos y se reúne el comité de Niza que pide la nacionalidad
francesa.

548
Los dantonistas propusieron un grave acuerdo para la tranquilidad
pública, solicitando la concesión de poder ilimitado páralos misioneros
que se enviaban. La primera misión no tenía más que un propósito
especial: asegurar las plazas fuertes. Sus actos eran independientes de
la Asamblea. Danton propuso esta especie de dictadura ambulante y la
Asamblea entró en desconfianzas y suspicacias. Fabre de Eglantine
formuló la proposición.
Dictadura en los comités tan fuertemente organizados, dictadura
en las misiones; este fué el remedio que aplicó la Convención a los
peligros infinitos de la situación. En esto se distingue de la Legislativa y
la Constituyente, que hablaron mucho sin- hacer nada; estas dejaron la
acción en poder del rey, del enemigo, y colocaron a Francia a los bordes
de un abismo, con su doctrina de la separación de los poderes.
La Convención resumió todo el poder y trabajó en todas partes, no
solo por la defensa del territorio, si no por la unidad.
Los enemigos de Francia miraban y esperaban: «Ella perecerá»,
decía Pitt. «Se disolverá—decía Burke—se desmembrará convirtiéndose
en un miserable estado de federación de provincias.»
Estos juzgaban dé acuerdo con la tradición de Francia, esto es, que
la unidad era el rey. De aquí se deriva precisamente el concepto de que
el rey no muere nunca, pues cuando baja su cuerpo a la tumba se grita
con nueva fuerza: «¡Viva el rey!» Todo parecía que iba a volver al caos.
En el cementerio de la Magdalena se abrió una tumba: ¿ Qué vivas daría
la Francia?
¿La República? Muchos bretones preguntaban: «¿Y quién es esta
mujer?»
¿La Patria? Gente que había vivido bajo el antiguo régimen sonreía
al oír esta palabra abstracta que traía a la imaginación recuerdos
esfumados, reminiscencias clásicas. Piadoso olvido de los largos siglos
bárbaros en que vivió. La grosera visión de la monarquía parecíales
realidad, mientras que el nombre de la patria, que es para nosotros hoy
lo más sagrado, les hacía el efecto de una abstracción.
«¿Qué ya no hay autoridad, ni curas, ni rey? decían los insensatos
del Oeste. —Pues nos batiremos con la Nación-.» No sabían siquiera que
la nación eran ellos. Creían que la Nación era el gobierno de París. El rey
fué para ellos la ley viviente: «Si quiere el rey, quiere la ley» decían
antiguamente, y ahora decían: «Muerto el rey, muerta la ley».
Tres causas de disolución había:
El furor de estos cegados campesinos. Desde Octubre del 92 (un
mes después del asunto de Chatillon) se vio en Morbihan furiosas

549
muchedumbres, a cuya cabeza figuraban las mujeres (empujadas por los
curas) atacando a los magistrados.
Otra causa era la indiferencia, la laxitud, el egoísmo creciente de
los pueblos; cada uno de estos era un rey; algunos cientos de hombres
entusiastas gritaban aún en las secciones.
La tercera causa de desorganización, y no la menos importante, era
el entusiasmo mismo de estos individuos de las secciones, sus
movimientos desordenados, irregulares, sin subordinación a la acción
general, sus esfuerzos discordantes y dislocantes. Sobre todo, los
departamentos muy alejados trabajan independientemente, sin
corresponder, y esto significa un peligro gravísimo.
El Var, por ejemplo, dedicó sus contribuciones a la creación de
nuevo ejército para la defensa de su vida y su dinero.
La Convención tenía algo más que hacer que defender la existencia
de la Francia; nuestros reyes la han defendido frecuentemente. Su
misión especial, verdaderamente difícil, era fundar por todos los medios
la unidad nacional.
La unidad de la Patria, la indivisibilidad de la República.
No es negativo el trabajo de este año terrible, en el que se hace un
llamamiento a la guerra civil. Se busca la resolución del gran problema
de la unidad que solo tenía por base la paz.
Fuera de la unidad no existe la vida. Este es un axioma
incontrovertible. No se suscitaba la unidad como materia de pura
controversia escolástica; era una cuestión de salud para la patria. Para
los seres orgánicos la división es la muerte. Cuando más bien
organizados están, más es la unidad condición esencial de su vida.
Dividir al hombre es matarlo.
La Francia, salida de la edad bárbara, no podía contentarse con la
falsa unidad real que durante tanto tiempo había encubierto una
profunda desunión. No podía por adelantado aceptar la entonces débil
unidad federativa de los Estados Unidos y de Suiza, que no significaban
más que una discordia tolerada. Adoptar una u otra forma, era o perecer
o descender, bajar un peldaño en la escala de Jos seres elevados y
colocarse al nivel de criaturas inferiormente organizadas que no
necesitan la unidad. Apenas vislumbró Francia la feliz idea de la unidad
(lejano fin del género humano), quedó seducida, amó de corazón esta
forma. Cualquiera que hable o piense de los dos enemigos, realismo y
federalismo, las dos formas de la discordia, es un enemigo de la
humanidad, un asesino de Francia.

550
Fundar tan elevada unidad era un difícil problema. No solamente
no se resolvió, si no que en adelante no se planteó de nuevo (al menos
en un grande imperio). La Revolución que se burlaba del tiempo, en su
precipitado curso, sorprendió un día al mundo con esta imprevista
cuestión. Nadie la soñaba en el 89. En el 93, la esfinge se colocó frente a
la Francia y le dijo: «¡Adivina o muere!»
¿Qué contestar? Nada se había estudiado, nada se encontraba en
los libros. El trabajo que se hizo para descifrar el enigma, fué
encarnizado. Se estudió en la propia sangre, marchando hacia la luz por
la eliminación.
¿Quién pudo iluminarlos?
No tenían más que un libro, una Biblia consultada siempre
ardientemente: Rousseau; pero Rousseau sobre este punto no tiene una
opinión fija; es unitario en un pequeño estado en su Contrato social,
federalista para una nación grande en su libro Gobierno de Polonia.
Tratábase de saber cómo un gran estado no monárquico obtenía su
unidad.
La experiencia no les decía más que los libros. Como ejemplares
de organización, presentábanse los Estados Unidos de Holanda, de Suiza
y América, tres compuestos imperfectos de débiles piezas heterogéneas.
Los dos primeros decaídos y el tercero grande, pero desorganizado
siempre. Su situación singular, entre el mar y el desierto, contribuyen a
esto.
La vieja Francia, a pesar del carácter de unidad que le dio la
monarquía, con su infinita diversidad de costumbres, sus pesas, sus
medidas, sus aduanas entre provincias, con sus regiones de diversos
patrimonios y privilegios, tenía mucho de la debilidad, heterogeneidad
de los estados federativos. Bajo un rey fué como una federación grosera
en la que todas las formas sociales, feudos, repúblicas, coexistían en
confusión inexpresable, en ridículo desacuerdo.
En este estado de cosas, más de una vez se piensa en el
restablecimiento de la federación de feudos: «Amo tanto a la Francia—
dice bajo Luis XVI, el buen duque de Bretaña, que en vez de un rey
quisiera tener seis.» Los Guisas decían lo mismo. Cazales y su partido
creyeron que la Bretaña era un aliado de Francia, ni más ni menos; los
constitucionales de la época dicen por boca de Barnave: «Es necesario
que Francia escoja: federación o monarquía.»
La Asamblea Constituyente, con admirable inconsecuencia,
proclamó que la unidad estaba en el soberano, en el pueblo, no en el rey.
Ya no es la monarquía el medio conducente a la unidad; cesa como

551
religión. Y si ya no es religión, ya no es nada. Era preciso eliminarla, pues
mientras el cuerpo extraño está en las carnes se mantiene la fiebre. La
Asamblea Constituyente, al hacer la división departamental, enervó o
anuló los directorios de los departamentos (nuestras prefecturas de hoy),
y concentró la fuerza real en las municipalidades. En esto sirvió
poderosamente a la Revolución. Estos directorios, siempre en poder de
los notables, eran como un nido de aristócratas. Las municipalidades, al
contrario, bajo la acción incesante de los patriotas, se fueron
democratizando.
El rey, desde el 89, no existe más que como obstáculo. El nuevo
soberano, el pueblo, aún no está organizado para marchar de acuerdo,
ni puede manifestar la unidad que reside en él. El pueblo de París es, en
cierto modo, el poder ejecutivo de la Francia. Es él quien manifiesta la
fuerza y la unidad central, sin la cual la Francia muere.
París ha cometido grandes errores que se conservan vivos en la
memoria, pero cuando pienso en el bien que ha hecho para la libertad
de la especie humana, siento deseos de besar la piedra de sus
monumentos...
Y lo que digo de París, lo digo de toda Francia.
¿Qué es París más que una pequeña Francia reunida, un lazo de
todas las provincias? Nada importa el odio de algunos provincianos a
París; a quienes aborrecen es a ellos mismos. Cualquiera de esos, que
coja a un hombre que pasee por París y se encontrará con un normando,
un provenzal... No hay más que un tercio de parisienses de raza.
En el 89, tomó París la Bastilla; organizó la fuerza armada de la
Revolución, la guardia nacional y proporcionó dos modelos, uno para el
armamento y otro para la moralidad en las costumbres.
Esta uniformidad era muy significativa; todas las grandes
federaciones de provincias se ligaban a París; nada hay extranjero dentro
de Francia. Tal municipalidad de Auvernia le pide pólvora y se le envía;
por otra parte, resulta justo que estas mismas provincias procuren
aprovisionar a París de cuanto necesita, ya que el pueblo combate por
su libertad. Los parisienses, espada en mano, adquieren en Normandía
el trigo realista que no quieren enviar.
¿Cuál será la organización de París? Es esta una cuestión gravísima
y decisiva para Francia. El realista Bailly quiere que el alcalde y la alcaldía
tengan gran autoridad; el republicano Brissot propone un plan que anula
esta monarquía municipal.
Entre el rey, que es el enemigo, y la Asamblea Constituyente que
coincide casi siempre con las opiniones del rey, Brissot busca un punto

552
de apoyo. Sienta el principio de que, la ciudad, ha de organizar lo que es
esencial en la ciudad misma; sostiene que las ciudades federadas de una
misma provincia tienen los mismos derechos en lo que respecta al
interés provincial: «Siempre—dice — los principios de las
administraciones municipales deben ser conformes a los de la
constitución nacional.» Esta conformidad es el lazo federal que une las
gentes de un vasto imperio.
La palabra federal, empleada por los realistas el 89 y adoptada por
los Jacobinos el 93, hizo guillotinar a Brissot y con él a toda la Gironda.
Realistas y Jacobinos dicen unánimemente: «Examinad la palabra
federal. ¿No es evidente que Brissot ha querido rebajar el mérito de la
Francia convirtiéndola en un estado de provincias parecido a los Estados
Unidos de América, o más bien con el deseo de demoler a Francia como
polvo impalpable o estableciendo una Francia compuesta de cuarenta
mil pequeñas repúblicas?»
Una federación en la que cada elemento municipal ha de tener el
mismo carácter que la constitución nacional, como dijo Brissot, no
puede tener semejanza con la federación de la América del Norte. Se
necesita estar ciegos para confundir una federación de elementos
idénticos, que es de lo que se trata aquí, y una federación de elementos
heterogéneos y discordantes.
Hace falta ir más adelante. Jamás Brissot soñó entonces ni
después en la federación.
Su plan del 89 debe ser juzgado solamente desde el punto de vista
del 89. Contra el rey, contra una asamblea monárquica ¿cómo si no así
ha de esgrimir Brissot la palanca de la República? Pide que se organice
París.
Apenas la capital realice esta organización, las demás poblaciones
seguirán el mismo camino. ¿Fuera de París se podían encontrar
elementos de fuerza republicana?
La palabra de Brissot, por la cual fué tan atacado, era admisible en
el 89. La salud pública... Organicemos a París y las demás federaciones
provinciales imitarán, reproducirán. A pesar del rey, de la Asamblea, la
Francia entera, como llevada por una misma corriente, marcha
solemnemente hacia la República.
Nada se ha dicho tan elocuente acerca de la unidad de la patria,
sobre la indivisibilidad de la República, como los discursos de la
Gironda.
Tanto amaron la unidad que murieron los girondinos por ella.
Vergniaud, el 20 de Abril, cuando muchos de sus amigos querían que se

553
convocara a las asambleas primarias, dijo que esta convocatoria salvaría
a la Gironda, pero podría perderse la Francia. Hacer un llamamiento al
pueblo en el momento mismo en que iba a estallar la guerra civil, era
muy peligroso.
Sobrevenía la invasión; los girondinos no hicieron objeción alguna
el día en que la Asamblea fijó su criterio; aceptaron silenciosamente el
gran discurso del heroico orador y se desautorizaron, salvando y
sancionando con su muerte la unidad fundada por ellos.
Uno de ellos, Rabaud Saint-Etienne, el 9 de Agosto del 91, hizo
proclamar la unidad indivisible de la Francia.
Condorcet, en un admirable opúsculo, afirma que París era el
instrumento de esta unidad.
La admiración de París por Lafayette era un justo motivo de
suspicacia de las provincias contra la capital. Camilo Desmoulins y
Marat, por esta razón, lanzaron contra París el 91 los más atroces
anatemas: “Confío en los departamentos—dice Marat—no en los
imbéciles parisienses.» «¡París, París—dice Desmoulins—cuidado que
no adviertan tu conducta en los departamentos!... ¡Tú necesitas de ellos
para existir; ellos no necesitan de ti para ser libres!»
Después del 17 de Julio, dice «que París verá como los
departamentos, indignados, lo abandonan por su corrupción si se
constituyen en Estados Unidos.»
Ocurría esto en el 91. París, por sus grandes esfuerzos, estaba
fatigado, debilitado. Los departamentos, precisa decirlo, comenzaban a
desempeñar su papel. Muchos hicieron sacrificios sobrehumanos:
Marsella, Burdeos, el Jura, levantaban gentes en armas, los pagaban,
gastando enormes cantidades, durante el año 92. Los departamentos
obtuvieron una parte de gloria en la jornada del 10 de Agosto; fué menos
apreciable la parte que les correspondía por los hechos del 2 de
Septiembre; se cometió la injusticia de no citar en elogio más que a París.
En la espantosa crisis por que atravesaba París, se vio obligado a
apelar al patriotismo de las localidades, y obligado también a tener fe en
el espíritu de los departamentos. A este accidente circunstancial se le
puso el nombre de federalismo. Uno de los hombres menos separados
de la derecha de la Revolución, Cambon generalizó estas ideas. Marat
mismo en el 27 de Marzo del 93, cuando el comité de defensa, alarmado
por la situación pidió auxilio a los ministros y a la Comuna, Marat,
repetimos, dijo que en tal crisis la soberanía del pueblo no era indivisible,
que cada comuna era soberana de su territorio y que el pueblo podía
tomar las medidas que estimara buenas a su salud y su reposo.

554
La Gironda, en Septiembre del 92, a la entrada de los prusianos,
pensó un momento abandonar París, anárquico y furioso, difícil de
defender, casi imposible de sostenerse frente al enemigo. Algunos
diputados del Mediodía, de indiscutible valor, Barbaroux, entre otros,
mostraban a madama Roland cartas que se recibían de pueblos
eminentemente republicanos, que prestaban todo su apoyo a la patria.
Se trató de llevar al Loira la gran línea de defensa, que sirvió otra vez a
Carlos VI, en su extrema debilidad, para defenderle contra los ingleses
dueños absolutos del Norte.
Danton se opuso con energía. Aquel día se demostró que el genio
de la Revolución no residía en los girondinos; pero por su patriotismo,
su heroísmo, su pureza, nadie estudiará su historia sin sentir admiración
y respeto.
He aquí el fondo de las cosas. Los girondinos eran inocentes;
querían la unidad aun á trueque de la muerte y se sacrificaron.
¿Luego las violentas acusaciones y calumnias de la Montaña eran
una falsedad? Seguramente asombrará nuestra contestación.
No, la Montaña no calumnió a la Gironda.
Los girondinos, unitarios de corazón, iban arrastrados por la
fatalidad a un federalismo involuntario.
Los jefes de los departamentos, los notables, los ricos, todos los
amigos tibios de la República, los realistas disfrazados, todos se
llamaban girondinos. Su disposición era muy peligrosa y a propósito
para debilitar el nervio de la Revolución, disminuir la influencia central y
aumentar la fuerza local que era la suya. Estos hombres en general eran
enemigos de la unidad.
He aquí, pues, los girondinos, una treintena de abogados, de
gentes de letras, los fundadores de la República, los promovedores de la
gran guerra, los creadores de la igualdad, los forjadores de picas, los que
hicieron el 10 de Agosto; he aquí los infortunados, reconocidos de bueno
o mal grado por los jefes de los ricos, los jefes de los tibios de que antes
hablábamos; de los patriotas hipócritas, los jefes de todos los que
sostuvieron el caciquismo local contra la unidad de la patria.
En Abril-Mayo del 93 su situación fué comprometida, terrible...
Entonces se les escapan gritos de venganza, imprudentes llamamientos
a las regiones... Ya no dudaron más, quisieron morir; tenían sed de su
propia sangre.
La Montaña podía matarlos, pero no debía tolerar que se los
insultase. ¿Ultrajada en ellos la representación nacional no era denigrar
la de todos? El furor de la Montaña contra los federalistas fué tan ciego,

555
tan rayano a la locura, que ni siquiera advertía que caía ella a cada
instante en el defecto político que censuraba a las demás. ¿Si el
federalismo es la disgregación, la exclusión, el aislamiento, no es peor
el federalismo de una ciudad que quiere gobernar a toda una nación?
¿Qué digo? En esta misma capital una sola sección se alzó, por decirlo
así, contra todas las demás. La sección de los Cordeleros, por ejemplo,
censuró las sentencias, las modificó é hízose llevar los libros del registro.
Algunas secciones que a cada instante llegaban a la que comunicaba
órdenes no representaban más que exiguas minorías. La parte mandaba
al todo, pero la parte era imperceptible, téngase en cuenta. Se dirá que
esta parte era la compuesta por los patriotas, por los bien intencionados;
pero, en fin, esta parte no podía gobernar como no fuera dando un
solemne mentís a los puros principios republicanos, a la soberanía del
pueblo.
¡Yo no acuso ni a unos ni a otros! ¡Es el tiempo que estudia el
carácter de nuestra Revolución! El elevado ideal moderno, la unidad de
un inmenso imperio regido por la ley, sólo se entrevió el 89; en el 92 se
busca su realización. ¿Quién [interviene para acelerar este movimiento?
¿La precipitación que el hombre imprime a sus actos? No; los
acontecimientos. La misma monarquía al verse amenazada, al llamar al
extranjero en su favor, lleva a la Francia hacia el camino de la República,
arrojando a la nación en la aventura del 93, buscando un nuevo mundo,
el mundo de la unidad, en beneficio del porvenir.
¡La unidad! ¡El sueño eterno del linaje humano! El día en que se
creyó poseerla, cuando se creyó poderla realizar en la sociedad que
desde el 89 manejaba los destinos del mundo, todos se estremecieron
de placer. La alegría les dio vértigo. Nadie hubo que al ofrecer Dios esta
copa se mojara los labios impunemente.
Una embriaguez salvaje, como las de los antiguos misterios
divinos, se apoderó de los filósofos, de los racionalistas, haciéndoles
delirar. La unidad de la patria fué para ellos la sola vida real. Aniquilar
este dogma, de cerca o de lejos, era a sus ojos asesinar a la misma patria
y merecía tres veces la muerte. Este es el secreto de cuantas tragedias
tengo que contar.
Lo que caracteriza a esta época es que, a pesar de la impaciencia
que reina, se espera que la unidad llueva hecha del cielo y se aplique
como si fuera un milagro. En su ingenua fe hacia las leyes, creían que
una vez implantada la unidad existiría; no parecía que se daban cuenta
exacta de los medios que había necesidad de emplear. La unidad, antes
que se decrete desde lo alto, ha de existir, ha de florecer entre los

556
ciudadanos, en el fondo de las voluntades humanas; es la flor de las
creencias nacionales.
Modificar estas creencias, es obra del tiempo sin duda y no se
puede acusar al legislador que no puede encerrar los siglos en una ley.
Sin embargo, nada nos dispensará el estudio del trabajo que entonces
se hizo, su verdadero fondo, mejor dicho. Existen dos partidos y ninguno
de los dos se da cuenta exacta del hecho que realiza. La obra social y
religiosa es grandiosa, pero no lo saben del todo. Ignoraban que su
misión no era la de repetir vagamente, como el cristianismo, la palabra
unidad. Su misión era buscar efectivamente la unidad, pero por medios
serios, grandes y dignos. El cristianismo fracasó en esta tentativa; bajo
su dominación, la más fuerte y absoluta—hemos visto como se fundían
dos pueblos en une—al pueblo pequeño que solo ha seguido la vida
llamada de la civilización, que ha creado la literatura de los Hacine y de
los Boileau, y el gran pueblo de abajo (que es casi todo el mundo)
abandonado, inculto, casi sin comunicación con el otro pueblo, sin
lengua común, sin una educación común; "hablando sus dialectos,
rezando sin' que nadie los entienda y sin que la Iglesia misma
comprenda lo que rezan.
¡Espectáculo impío, bárbaro, que causa dolor a quien siente en su
corazón la menor chispa de amor a Dios!
El problema de la Revolución era crear un alma é infundirla al
cuerpo social. La ley supone una educación que ha de tener
precisamente el origen de la misma ley, y esta educación implica
principios fijos, sociales y religiosos.
Un velo encubre esta cuestión a los hombres del 93. Marchaban
arrogantes, sin vacilar, a la consecución de su ideal sublime, la ley
soberana del mundo, sin distinguir bien la vasta región que los separaba
de este fin, la región de los artes infinitos que ha creado la civilización y
la educación para preparar los hombres a más grandes evoluciones.
Entrevieron un punto, un medio; la instrucción y el teatro, pero no podían
precisar qué métodos de enseñanza privarían.
La primera tentativa de un plan de educación ha hecho la gloria de
Lepelletier Saint-Fargeau. Este hombre honrado se elevó sobre si mismo
y trazó un plan de educación que era como una continua serie de reflejos
de su extraordinaria bondad. Verdadero representante de la Revolución
no era indigno de morir por ella. El realismo arrancó esta vida que
contenía la más generosa resolución, el más humano y delicado
proyecto.

557
Lepelletier en este proyecto, poco literario de forma, admirable por
su intención práctica, establece que se trate más pronto de atender a la
educación que a la instrucción: confiesa que no tiene esperanzas de la
fundación de una ley igualitaria para educación nacional. La sociedad
debe proporcionar esta educación—pero no la sociedad solo (como en
las instituciones de Licurgo), la sociedad con la ayuda y la vigilancia de
los padres de familia, cerca del hogar, de modo que el padre y la madre
no pierdan de vista al niño.
Si este es pobre se le mantendrá en el mismo colegio.
Desaparecerá el indigno espectáculo de que el hijo del pobre que es
quien más necesita educarse e instruirse no sea admitido en los altos
centros.
¡Ah: yo abrigo la esperanza de que en la tierra desaparecerán los
niños miserables y hambrientos! ¡Se persigue el mejoramiento social
del hombre y es preciso que se piense en el pequeño! ¡Si se ha de sufrir,
suframos nosotros los hombres, pero a los niños que son inocentes no
les debe faltar nada, que estén protegidos y garantidas sus vidas! Esta
es la primera ley si ha de existir la patria, la Patria que decían los griegos,
designando con respeto a los legisladores; si en la ley se trata de castigar
los delitos del hombre, proteged al niño y veréis cuan pronto se
suprimirá aquella ley.
Una de las antiguas bárbaras creencias era la de considerar
culpable al niño desde el momento que había nacido: culpable de un
pecado que no había cometido y que por lo mismo no debía expiarlo; si
se admite la enormidad teórica de creer que un niño ha nacido culpable,
se admitirá también la brutal práctica de ver en el origen del nacimiento
el porvenir de un ser.
La educación en la Edad Media era Castigo. Castigar las cosas
insignificantes, es la obra de Dios. ¡Y Dios castiga a quien nada ha hecho!
¿Oís los gritos, los llantos de estas pobres criaturas? Están en la
escuela; es el infierno de aquí abajo.
¡Tres veces benditas sean las cenizas del hombre honrado y
cariñoso que dio a la Revolución este carácter educador y humanitario:
que el niño no tenga más frío ni hambre, que se le eduque, se le instruya
para que ame a la patria!
Los funerales de Lepelletier fueron solemnes.
Tuvieron, por decirlo así, algo del amor que él profesaba a los
niños.

558
Detrás del cadáver, presidiendo los funerales, hallábase la hija de
Lepelletier, la hija de la República, solemnemente adoptada por la
Francia. Cerca de ella iban otros niños.
El cuerpo descubierto y sangriento, fué expuesto en la plaza de
Vendome, donde el presidente de la Convención colocó una corona
sobre la cabeza del cadáver; un federado de los departamentos derramó
sus lágrimas y temió por la Francia.
La comitiva numerosísima marchó por la calle de Saint-Honoré.
El duelo fué sincero. La Convención, la Comuna, toda la Francia
revolucionaria lloraban, pero no fingidamente. El asesinato de Basville
en Roma revelaba a los amigos de la libertad cuál era su porvenir. El
derecho público no era nada; Francia vivía fuera de la ley del mundo. Se
vio esto cuando en Rostadt, fueron sableados nuestros plenipotenciarios
por los dragones austríacos. Se vio en Inglaterra, donde se organizó
contra nosotros odiosa guerra, haciendo circular moneda falsa,
asignados falsos, para arruinar a Francia, llevándola a la bancarrota,
arrancándole el honor.
La ruina parecía sobrevenir. Mientras que por París se conducía el
cadáver de Lepelletier, llevábanse a Londres las reliquias de Luis XVI,
sus cabellos, los pañuelos manchados en su sangre. Eran las primeras
banderas de una guerra que había de durar veinticinco años.
Nadie podrá calcular los grandes sacrificios que costará esta
guerra.
La Francia no podía imaginar que diez millones de hijos suyos se
desparramarían por toda Europa.
La Convención, la Comuna, siguiendo á Lepelletier, sabían que no
tardaría en reunirsele. Todos sustentaban esta creencia. Todos tenían
medido el tiempo de su vida. Las banderas mostraban frecuentemente
negros velos. Los tambores batían con fúnebre solemnidad; las
trompetas, conservando sus siniestras sordinas, producían sonidos
graves como un canto a la muerte.
Seguros como estaban de que iban a perecer ¿habían de morir sin
haber hecho nada útil? Quisieron dejar leyes; pero ¿qué son las leyes sin
los hombres? ¿La Revolución no era otra cosa que la promulgación de
una fórmula sublime legada a las generaciones futuras, inútil al mundo
actual, hacia la cual se va siempre y siempre siguiendo un camino
peligroso? Más de uno sustentó tan sombríos pensamientos.
Cuando llegaron al panteón, el hermano de Lepelletier,
emocionado, pronunció una solemne oración fúnebre, prometiendo

559
publicar su plan de educación, plan que nosotros, en nuestro profundo
respeto, llamaremos la Revolución de la Infancia.

560
CAPITULO II
La coalición. —Asesinato de Basville (13 Enero 93)

Fines egoístas de la coalición. —Pitt no quiso intervenir en el proceso a favor del rey.
A Pitt le acompañó la fortuna más que la previsión. —Dominación de Inglaterra sobre Nápoles.
— Acton y Emma Hamilton. —El gobierno romano y estado de Italia. — Maury y madama
Adelaida en Roma. —Es asesinado Basville (13 Enero).— El Papa perdió a Luis XVI.-Su
influencia interviene en la preparación de las guerras de la Bretaña y de la Vendee. —Heroísmo
de la Bretaña republicana. —Los ingleses de acuerdo con el pillaje de París. —Dumouriez hace
creer que los ingleses quieren tratar con él. —Opiniones contrarias de Dumouriez y los
girondinos. —La (lironda quiso la guerra universal. —Declárasela guerra contra Inglaterra (1.o
de Febrero del 93).

Puede juzgarse la moralidad de la coalición sin frases: algunos


Lechos bastarán. La Francia al decir de las potencias había suprimido la
moral, matando el derecho. Estas naciones que criticaban la moralidad
de Francia demostraron desde hacía algún tiempo y aun en el mismo 93,
que no poseían ni escrúpulos, ni delicadeza.
Entramos en el más anárquico y salvaje de los tiempos. —Quien
pueda robar, robará.
Inglaterra quería ser la dueña de los mares; Rusia suspiraba por
Polonia. Era como una división: para ti el mar, para mí la tierra.
El 16 de Febrero se realiza otra invasión en Polonia. Prusia entra
para proteger la libertad de los poloneses; solamente que, una vez
adoptada esta actitud, comprende que no puede realizar su fin si no es
apropiándose Dantzig (24 Febrero).
También vemos a los austríacos y los ingleses saquear Tolón y
otras plazas del Norte, penetrados de dolor por la muerte del rey. Los
austríacos, en Condé, arbolan el águila imperial. Los ingleses dueños de
Tolón niéganse a la entrada de emigrados y del hermano del rey. Los
emigrados dicen furiosos: «En este caso lo mejor que podemos hacer ya
es unirnos a los Jacobinos.»
En Francia hay una región donde el realismo produjo sacudidas
violentas, la Vendée. Jamás los ingleses pudieron aproximarse a este
punto. Charette y otros pidiéronles auxilio, pero los ingleses solo
indirectamente los socorrieron para que durase la guerra sin resultados
decisivos.
No era proyecto de los ingleses hacer fuertes a los realistas.
Ya hemos revelado el objeto de la coalición de naciones. Nos resta
a continuación hacer la historia de quienes intervienen en estas
cuestiones.

561
Mr. Pitt era un hombre extremadamente serio, Se asegura que no
río en su vida más que tres veces. En estos casos, escapáronsele
palabras bajas o triviales en desacuerdo abierto con su ordinaria rigidez,
palabras sinceras, apasionadas que salían del corazón y revelaban su
fondo. Con motivo del incendio de Saint-Domingo hizo una frase
mortificante para los franceses. Cuando se dijo que España entraba en
la guerra, dijo Pitt, creyendo ya que se había apoderado de las colonias
españolas: «Cuando más grande sea el puchero con más fuerza hervirá»
El 21 de Enero fué para él una fecha simpática; creyó que la Francia se
arrojaba a la tiranía: «No habrá hecho Francia—decía—más que conocer
la libertad.» «Será un blanco en el mapa de Europa.»—Esperó fría y
pacientemente la muerte de Luis XVI. En vano Fox y Sheridan, en un
noble deseo de su corazón, obtuvieron de la Cámara de los Comunes
que Inglaterra intervendría cerca de la Convención. Pitt quedó como
mudo. Hace cálculos sobre el terror que producirá el acontecimiento. Los
ingleses se indignaron de la forma como juzgaron a Luis XVI. Ellos
decapitaron a Carlos I, pero a éste lo sentenciaron los jueces y no las
asambleas populares. Cuando se acordó la intervención, Pitt comunicó
al cónsul francés que debía abandonar la capital en un plazo de
veinticuatro horas.
El ministerio inglés no tuvo inconveniente en confesar ante la
Cámara de los lores, el motivo político de tan brusca expulsión, que no
era otro que el temor al contagio revolucionario, a la propaganda
jacobina que bacía el enviado de Francia.
La aristocracia inglesa, como aterrorizada, agrupábase en torno de
Pitt. Tenía prisa de que una guerra brusca y violenta aislara los dos
países para siempre, asegurando a Inglaterra los beneficios de su
posición insular. La aristocracia se arrojó entre los brazos de un hombre
que por sus odios y rencores podía crear entre los dos pueblos antipatías
profundas y eternas.
Pitt nació whig y se convirtió en tory\ de sus sentimientos
sobresalía el odio, querida y preciosa herencia de su padre Chatham. Y
así repetía frecuentemente: «Lo mejor del amor es el odio.» Aborrece
tanto que se hace amar.
Amar de la vieja Inglaterra feudal, obstinada en el error y la
injusticia, que frente a la Revolución se moría de odio y miedo creyendo
ver desembarcar a cada instante los Derechos del Hombre.
Amar de la Inglaterra mercantil, celosamente representada en el
mar. Esta creyó en la desaparición de la marina francesa.

562
Formábase entonces otra Inglaterra creada por él, afecta a él; era
una gran nación ociosa: hablo del mundo de la Bolsa y de los acreedores
del Estado.
En Francia se divide la tierra y en Inglaterra es la renta lo que se
divide. Todas las mañanas corrían a la Bolsa con entusiasmo: el 5 por
100 interior de 92 ha subido a 120. Pitt era un gran hombre. El 4, de 75 a
105. Pitt era un héroe. El 3, de 57 a 97. Pitt era un Dios.
Como llegó en una época ciega de egoísmo, Pitt aprovechó todos
los accidentes de la buena suerte y de la necesidad. Los capitales
fugitivos de Francia y Holanda llegarían a Inglaterra también.
Todos, amigos y enemigos, creían que Pitt había adivinado el
genio de la Revolución francesa. Según muchos, fué él mismo quien la
hizo. Fijándonos atentamente y haciéndonos eco de autorizadas
opiniones, parece verse que Pitt tiene a sueldo las tropas de Lafayette,
entre las cuales reparte dinero para que se amotinen y rompan la espada
del hombre que quiso conciliar la monarquía con la democracia. Si esto
es así, hay que convenir en que Pitt es uno de los fundadores de la
República francesa.
Yo no veo la previsión de Pitt al rechazar la alianza con Prusia al
principio del 92. En el mismo año tuvo que mendigarla.
Lo que fué verdaderamente notable en Pitt, fué el encarnizamiento
para el trabajo, su perseverancia, su ardor. Desde su nacimiento no
pretendió realizar moralmente más que un ideal: ser un buen hombre.
Tomline, su preceptor, obispo de Winchester, que escribió la
historia o la leyenda de este nuevo sabio, dice que no pudo descubrir el
menor defecto en el carácter de Pitt. En realidad, no tuvo más que uno.
A consecuencia de su deplorable estado de salud, se hizo áspero, agrio
su carácter. Todo lo emprendía con encarnizamiento, como para olvidar
sus dolores; el estudio, los negocies, la guerra después contra Francia.
Ni tenía amigos ni hacía visitas. De amores estaba lo mismo.
Era como un modelo de hombre aborrecido y despreciado. La
austeridad era su virtud. Era respetable en el más alto sentido de la
palabra. Honrado y perfecto gentleman, jefe de unas gentes muy
honradas también. Conservando en Inglaterra ciertas apariencias,
introduce la corrupción en la política. Jamás retrocedió, así tuviera que
emplear los más criminales procedimientos, en su guerra contra la
Revolución, contra Francia. Quería destruirla. Los revolucionarios le han
imputado muchas cosas bajas. Pitt no ignoraba los métodos de
destrucción propuestos por Maquiavelo, las máquinas infernales y

563
espantosas que causan horror al mundo. Si no las ha pagado, ha
aprobado las brutales hazañas de piratas y asesinos.
Obligado a entrar en los detalles, curiosos, aunque impropios, de
la diplomacia europea que forman esta triste comedia política, ruego al
lector que soporte con paciencia estas minucias. Omnia munda mundis.
Es preciso imitar a la luz, que su pureza, su brillantez penetre en todas
partes.
Solo nos hemos de ocupar aquí de un lado de la diplomacia
inglesa: la acción de Inglaterra sobre Nápoles, la de los emigrados sobre
Roma, el informe de Roma a Viena.
Su poder era absoluto en Nápoles; mandaba sobre el reino, en
palacio, sobre la reina, en la alcoba regia y el lecho regio.
La reina Carolina de Austria, hermana de María Antonieta,
anglómana, vivía gobernada por un intrigante irlandés, su ministro
Acton y una desvergonzada inglesa, Emma Hamilton, a la que amaba
locamente. En el museo del Palais-Royal, destruido desgraciadamente,
todo el mundo ha podido ver un hermoso busto italiano representando
esta Mesalina de Nápoles. Todo observador a primera vista decía: «Es la
imagen misma del vicio.» Sobre su cabeza sensual, inclinada, llena de
pasiones furiosas y de lujuria desenfrenada, se puede jurar que la
historia no ha mentido.
El odio de Carolina contra la Francia no data de la Revolución ni de
las desgracias de su hermana. Venía de su amante Acton, irlandés de
raza, nacido en Besancon, que sufrió humillaciones siendo marino
francés y guardaba hondos rencores. Se puede juzgar su odio por lo
siguiente: Sufrió Nápoles una vez mucha hambre. El rey de Francia envió
un buque cargado de trigo, pero Acton se negó a recibirlo.
Emma, que llegó el 91, compartía la influencia con Acton. La reina
se entregó a ella. Tenía todas las pasiones de María Antonieta, pero sin
gracia; la amistad apasionada de la reina de Francia hacia las señoras de
Lamballe y Polignac (dos señoras encantadoras, honradas) sirvió de
imitación y Carolina amó a Emma, mujer escandalosa y de un increíble
cinismo. Emma era hermosa, pero de una belleza enérgica, viril, robusta.
Había sido sirvienta en el principado de Gales. Elevada a la categoría de
mujer de cámara, después señora entretenida, después mujer pública, la
encontró un sobrino de Hamilton, el embajador de Nápoles, quien por
algún dinero la cedió a su tío. La bribona logró casarse, y hela aquí,
convertida en embajadora, gran dama; representa divinamente su
grandiosa y teatral figura todos los pintores la buscan; sus brazos
poderosos, su hermoso cuello, su cabeza cubierta de un ondulante mar

564
de cabellos de color castaño, llenan todos los cuadros de aquella época.
Es Venus, es la bacante, es la sibila de Comos.
Esta sibila desembarcada en Nápoles, parecía que estaba entre su
propio elemento. Brilla, reina; cada día imagina una moda y una mueca;
inventó entonces la danza del pañuelo. La reina, seducida, ya no la
abandona. Mientras los dos esposos se entregan a sus aficiones, uno
pescando y otro divirtiéndose en el Vesubio, las dos mujeres viven
juntas. La reina va a todas partes con ella, cambia sus vestidos con ella,
se acuestan juntas. La impudencia de estas mujeres las lleva a obligar a
la gente cortesana a que emplee una etiqueta insensata.
¿Por qué este vergonzoso hecho? Helo aquí: esta hermosa Emma,
esta sibila, esta bacante, esta Venus, era una espía. Desde el año 1798
hasta 1800 comunica a Inglaterra todos los secretos de Italia y muchas
veces los de España. Vivía en las mismas habitaciones de la reina y leía
las cartas de ésta. Para Francia, ejerció funesta influencia. Nelson
aseguró que, obteniendo a Nápoles para el aprovisionamiento de su
flota, podía dar fácilmente la batalla de Aboukú y destruir la escuadra
francesa. Una carta de España a Nápoles pidiendo su alianza para
declarar la guerra a Inglaterra, fué comunicada por Emma a esta nación.
España, a consecuencia de esto, sufrió un golpe terrible. Pero lo que da
a Emma carácter trágico es la historia de la parte que tomó en las
venganzas de Carolina en 1798.
Ella deshonró a Nelson. Este bravo y brutal marino, que jamás
descendió a tierra, que ignoraba lo que ocurría en el mundo, hizo de
Emma una especie de reina suya, y ante Europa se convirtió en el
caballero de una meretriz impúdica. El espectáculo fué sorprendente; el
almirante tuerto y manco, acarició á Emma cuando ya le había negado
sus caricias a la reina. No contento con violar la capitulación que había
firmado, empleó sus buques victoriosos en cárceles para los jefes de la
república de Nápoles.
Ella exigió, y obtuvo, que la bandera británica ondease como
pabellón indiscutible. Y, bajo estos pliegues, frente a los mártires, se
efectuó una bacanal que hizo enrojecer a las rocas de Caprea. Emma dio
a luz un niño que fué reconocido por Nelson, a pesar de las protestas de
lady Nelson y del marido de Emma. Muerto Nelson, Emma comercia con
sus recuerdos, vende sus cartas de amor.
El gobierno de Nápoles aún era mejor que el de Roma. Un romano
me dijo: «¡Oh, si al menos pudiera fiarme de mi mujer y de mi hija!»
Era aquel un gobierno con hábitos de policía.

565
Quien revela con profunda sinceridad el estado del alma italiana
en aquella época es el gran artista Piranesi. No se pueden contemplar
sus aguas-fuertes, sin exhalar suspiros dolorosos, como si se tuviera el
peso de una montaña sobre el corazón. Las Prisiones del Piranesi, son la
imagen de un mundo enterrado vivo, en el que las magnificencias del
arte, los recuerdos de grandezas perdidas aparecen para torturar el
corazón, el alma... Vastas y subterráneas prisiones con aparatos para los
suplicios, laberintos infernales por los que se puede caminar sin terminar
nunca, escaleras sin fin, que dan la idea de alguien que sube sin cesar,
sin llegar nunca más que a la impotencia o a la desesperación. Estas
bellas imágenes del dolor de los italianos aún son infieles; tan grande,
tan poético es su infortunio. Lo más duro del suplicio y que Piranesi no
ha podido reproducir es la abyección, la bajeza, la relajación del alma, la
descomposición grosera de la inteligencia de los italianos, hundida en el
fango por la brutal tiranía de los reyes.
Era tiempo de que en los calabozos penetrara alguna luz, que la
Francia republicana los iluminara con sus rayos.
Su más cruel enemigo no era Londres, si no Roma. De Roma venía
el soplo de muerte: La Vendée. Los ingleses mataban a Francia por fuera:
los curas por dentro. Aun el mismo gobierno romano, no hubiera hecho
tan sorda guerra a Francia, si no lo hubiesen instigado a ello los mismos
franceses. Seguía el Papa, los impulsos del cardenal Bernis, viejo
veleidoso, a quien manejaban dos emigrados franceses: un hombre
joven y una mujer vieja. El pequeño Maury, escapado de Francia,
contagiaba su rabia a los gobiernos de Roma y Viena. Adelaida, tía del
rey, inspiraba su conducta al papa. Tenía entonces sesenta años, pero
conservaba su energía de fanática. Ya hemos indicado (tomo I) como el
clero, amenazado en sus intereses por el ministro filósofo bajo la
Pompadeur, empleó con éxito sobre el sensual Luis XIV, la irresistible
potencia de su propia hija, que entonces tenía dieciséis años, cómo esta
nueva Judith se sometió, por tan santa causa, a tan extraño sacrificio,
para salvar al pueblo de Dios. Así era la tradición de Versalles y así la
hemos recogido bajo la restauración, de labios de los emigrados. Según
ellos, Mr. De Narbonne nació de este incesto. La princesa obtuvo sobre
su padre una influencia poderosa. Déspota y variable como era, nunca
hubiera osado desayunarse una mañana lejos de su hija.
En cierto modo era ella el jefe del partido jesuita, y, por desgracia
empleó todo su poder en beneficio de éste. Contribuyó no poco a la caída
de Maurepas y a que su padre arrojara a Turgot.

566
Escapada de Francia en el 91, se instaló en la mejor casa de Roma,
la que era como el centro de la sociedad italiana y extranjera, el palacio
del cardenal Bernis.
Este viejo servidor de Austria, tanto como de Francia, era un lazo
natural entre Roma y Viena. Juntamente con el cardenal Zelada,
manejaba a su antojo al Papa. Bernis vanidoso, ligero y lenguaraz, no
ocultaba la influencia que ejercía sobre el jefe de los cristianos y se
jactaba de ella: «Es un niño de excelente temperamento—decía Bernis—
pero muy vivo y por lo mismo hay que vigilarlo atentamente; de lo
contrario podría arrojarse por la ventana.»
Los girondinos, que establecieron fuertemente su poder al
siguiente día del 10 de Agosto, resolvieron dar dos golpes, sobre Roma
y Nápoles.
Ordenan al almirante Latouche que vaya a aguas de Nápoles, gane
el puerto y obligue al gobierno a que reciba a un ministro francés. Un
representante de Francia se establecería en Roma, de suerte que Italia
no solo oiría hablar de la República si no que la vería, la tendría presente
en sus fiestas, con sus colores nacionales, sus nuevas armas, su
vencedora bandera dispuesta siempre a destruir tiranos.
Esta agresión era muy merecida. No es posible dar un paso por
Europa sin que se deje de encontrar rastro de las intrigas romanas y
sicilianas. Enviamos a Constantinopla a un representante y no puede
estar por que la influencia de Nápoles lo impide; mejor dicho, no es
Nápoles, es Inglaterra, soberana de Nápoles por Acton y Emma.
A pesar del viento contrario, Latouche ejecuta una hábil maniobra
y logra franquear el puerto. ¿Quién es el que está ahora en peligro, la
escuadra ó la capital? No era difícil adivinarlo. La escuadra, bajo el fuego
de las baterías de la riva, podía ser destruida si atacaba a Nápoles. Sin
embargo, Nápoles tuvo miedo. Sus mujeres, siempre dispuestas para la
guerra desde lejos, sintieron debilidad, y el famoso marino Acton, no se
encontraba seguro ni tranquilo. Latouche envió sencillamente a un
granadero de la República, quien dio al rey una hora de plazo para que
reconociera y recibiera al ministro francés.
Si tarda un minuto más comienza el bombardeo. El rey firma sin
pronunciar una palabra.
El ministro, desembarcado enmedio de tanto enemigo pérfido,
debía realizar una misión peligrosa, y era la de enviar un representante
a Roma, el cual, sin flota, sin ejército, por la fuerza del nombre francés y
de la República, tomaría posesión cerca del pagano. Era muy expuesto
afrontar la brutalidad de los bárbaros del Transtevere y de los vaqueros

567
de Marais-Pontins, ciegos y fieros como sus bestias. Con solo un silbido
de sus señores, estos salvajes se arrojarían sobre los franceses y los
patriotas italianos.
El hombre que afrontó estos peligros y que por su sacrificio ha
colocado muy alto su nombre en la historia, era un republicano
moderado; Basville (sus obras lo indican) parece ser de los que se
hubieran dado por satisfechos con las primeras conquistas de la
Revolución, pero que al verla por tan rápida pendiente aceptaron un
puesto aventurado.
Llegó con un amigo, el enviado de nuestra embajada en Nápoles.
Todo estaba preparado desde el primer momento para recibirlos. El
cobarde gobierno, no confiando solo con sus tropas regulares, apeló a
todas partes para reclutar salvajes, especialmente de los Apeninos. En
los púlpitos y en los confesonarios, se predicaba a las mujeres contra los
franceses, aquellos sacrílegos que sobre la ciudad santa querían izar la
bandera de Satán. Las mujeres encendían cirios, rogaban, daban
alaridos: los hombres afilaban los cuchillos.
Nuestros bravos franceses entraron mostrando la escarapela sobre
la oreja, oyendo gritos de muerte por todas partes. Los franceses no
oyen, no entienden. Seres caritativos les aconsejan que se escondan en
el bolsillo el maldito distintivo. A través de la furiosa muchedumbre
marchan al palacio del cardenal Zelada, para mostrarle sus poderes y
que se reconozca a la República. Nada obtienen en el palacio y, sin
precipitarse, poniendo su coche al paso, regresan lentamente. Eran las
cuatro de la tarde (13 Enero 93). Sobre ellos caía una lluvia de injurias y
amenazas. Entonces demostraron que solo dos republicanos, franceses,
a trueque de perder su vida, se bastaban para pasear la bandera de la
libertad y de la civilización por la gran ciudad reaccionaria y bárbara, y a
pesar de todas las provocaciones colocaron el lienzo tricolor sobre su
carruaje.
Comienzan a llover piedras. Algunos dan golpes sobre el coche. El
cochero, espantado, suelta a galope a sus caballos y lanza el coche en el
patio de la casa de un banquero francés. Falta tiempo para cerrar la
puerta; la muchedumbre entra en el patio; los franceses descienden del
coche; un barbero saca una navaja é infiere a Basville una profunda
herida; Basville muere al día siguiente.
Los infames que guardaron su cuerpo en los últimos instantes de
su vida han declarado que, en su postrer momento, se acordó de Dios, y
renegó de sus creencias, tomando la comunión de manos de sus
asesinos. Esto es una infamia.

568
El Papa se lavó las manos con la sangre de Basville. ¿Qué hizo él
para evitar su muerte? ¿Qué hizo para castigarla? El gobierno pontificio
guardose mucho de perseguir al peluquero asesino a quien todo el
mundo conocía y mostraba.
Pero ante la historia, el Papa será siempre el asesino de Luis XVI.
Arrancó, gradualmente, concesiones al rey de Francia, tantas que lo
condujo a la muerte.
Tampoco le perdonará la historia, la sangre de quinientos mil
hombres que costó la guerra del Oeste. El día 29 de Marzo del 90, declaró
al rey que si aprobaba los decretos relativos al clero comenzaría la guerra
civil. En esta carta insolente, decía con astucia el Papa, mezclando la miel
y la hiel: «Hemos empleado todo nuestro celo hasta ahora, para impedir,
que, por Nos, estallara un movimiento», dando a entender que él tenía
suficiente poder para organizar la guerra civil. En esto mintió. El
movimiento entonces era imposible. El campesino, estaba muy lejos
entonces de lanzarse al campo para una guerra religiosa. Falta aún
tiempo para esto y propaganda solapada; el clero se aprovechaba de la
ceguedad de las mujeres. Con gran dificultad se hubiera arrancado a un
campesino de su casa».
Las cartas del Papa que tenemos a la vista indican poca convicción.
En el 90, los decretos referentes al clero le parecían cismáticos, pero no
se atreve a decir que el fondo de la religión ha sufrido un golpe. El 91,
Ios mismos asuntos se han trocado en heréticos; así los califica el Papa;
el progreso de su cólera ha cambiado la naturaleza a los decretos.
La guerra tardaba demasiado, a disgusto del padre de los fieles.
Con este propósito envió al joven emperador Francisco II al venerable
abate Maury. Le ruega, le suplica que tire de la espada. El 8 de Agosto le
agradece que, finalmente, se decida a comenzar la campaña.
La del Papa comenzó desde hacía mucho ciudades del Oeste.
Guerreaba tiempo en nuestras a su modo, difundiendo bulas y cartas
que dirigía a los obispos. Sus cartas al rey, más secretas como
documentos oficiales, las comunicaba a los curas y estos las divulgaban.
Llega el invierno y los curas, ante los ojos de la Francia, sin ocultarse,
predican la guerra civil en los villorrios y pueblos normandos. Si es
necesario, el cura visita una choza donde puede encontrar un soldado
para la causa del Papa. Publícase la última bula del Papa, supremo
esfuerzo del cardenal Zelada, de la que se hizo una tirada incalculable,
arrojada sobre las costas por las chalupas inglesas.
De confidencia en confidencia la Bretaña, la Vendée y el Anjou,
estaban perfectamente instruidos en los propósitos del Papa.

569
Hemos dicho ya cuáles fueron sus primeros resultados: en Agosto
del 92, la sangrienta batalla de Chátillon y Bresmire; en Octubre, la
cuestión del Morbihan, cuestión pequeña pero brutal, salvaje, odiosa, en
la que se vio a las mujeres enloquecidas por el miedo al infierno,
manejadas como instrumentos por los curas, temiendo aún más al
infierno que a la muerte y arrojándose sobre la boca de los fusiles.
Durante todo el invierno, reinó un silencio profundo; la gente
opuso la resistencia de la inercia, una desobediencia pasiva; se negaban
a pagar los impuestos, surgían grandes dificultades para la recluta; los
magistrados eran impotentes, las leyes estaban suspendidas. Los curas
impedían especialmente, que se reclutara gente para la marina. Si algún
hombre quiso partir, su mujer se agarró a sus ropas, se arrodilló a sus
pies.
El aspecto que presentaban nuestras costas era deplorable.
Nuestros puertos, nuestros arsenales estaban desiertos. La general
traición de nuestros oficiales de marina, quienes abandonaron la Francia,
nos dejaba a merced del enemigo.
¡Ah, quien recuerde el estado de Francia entonces y la situación de
Inglaterra, dueña de Calais, interviniendo en nuestros asuntos,
apoderándose del estrecho, no tendrá bastantes fuerzas para maldecir a
los locos criminales que abrieron a los ingleses los puertos de Francia!
¿Quién defendía entonces a la nación? La Bretaña republicana; su
nombre será inmortal.
Si; algunos cientos de ciudadanos y campesinos (especialmente
los de Finisterre) fueron voluntariamente a servir a las baterías de
nuestras costas, patrullando a lo largo de la orilla del mar, esperando
durante la noche un desembarco de Jersey, teniendo detrás de si un
pueblo de salvajes, de fanáticos y enfrente las velas de los barcos
ingleses. La Francia los olvidaba y los amenazaba Inglaterra; los
emigrados iban a regresar; el suelo parecía temblar á sus pasos; sin
embargo, permanecieron de pie, firmes, valerosos, enérgicos,
ardorosos, neutralizando una fuerza poderosa que amenazaba consumir
el país de la libertad y de la redención.
¿Y, cómo los ingleses, conociendo que nuestras costas eran
indefendibles, no se atrevieron a lanzar sus buques, o no se
aprovecharon de su superioridad? ¿Quién podía seriamente impedir que
desembarcaran cuantos soldados tuviesen en gana? Los rodillas a los
emigrados de Jersey pidieron de ingleses que conquistaran la Francia.
Charette hizo lo mismo: basta leer las Memorias de madama
Larochejaquelain.

570
Mr. Pitt, para desembarcar, quería ser dueño en absoluto de un
puerto, el de Lorient o la Rochela. Su propósito era introducir en Francia
una fuerza contrarrevolucionaria.
Trabajaba, forjaba, divulgaba, adornándola, prestándola detalles
puramente imaginarios, la leyenda del rey mártir. Mostraba su pañuelo
sangriento; algunos creen que este mismo fué arbolado sobre la Torre
de Londres. Entonces dijo Pitt: «¡Hijos de San Luis, subid al cielo!» Lo
que levantó una gran fuerza de opinión fué las exageraciones de los
pillajes cometidos en París. Hacia fines de Febrero, la emisión de mil
millones de asignados, sin otra garantía que la futura venta de los bienes
de los emigrados quebranta el crédito de Francia. El papel moneda sufre
una sensible baja. El obrero, cuya jornada no ha disminuido, encuentra
en el pago un valor menor realmente al que tiene derecho a percibir,
insuficiente a sus necesidades. El panadero y el tendero le exigían el
pago adelantado. Su furor se dirigió contra todo el comercio, contra los
acaparadores. Todo el mundo pedía a una que los comestibles
estuviesen tarifados. No podían imaginar que una ley como esta,
eliminando la especulación, provocaría el encarecimiento de los
géneros. Marat, no menos ignorante, ni menos cegado, sufriendo (como
él decía) los mismos contratiempos del pueblo, en contacto con el cual
vive, formula las quejas de la multitud con la misma violencia, con el
mismo furor que si estuviera hambriento. El día 12 de Febrero, reveló
una notable moderación, debida quizás a la volubilidad de su carácter.
Con Buzot y la Gironda, censuró a quienes pidieron que la Convención
dictara una ley sobre subsistencias. Y el 23 de Febrero, dijo lo siguiente:
«El saqueo de los almacenes y el escarmiento de los acaparadores
pondrá fin a estos robos...» Al día siguiente, el 14, se cumplió lo que él
predijo. La muchedumbre, dócil a su apóstol, arranca las puertas de las
tahonas y de las tiendas de especias y se distribuye, pagando a un precio
que creyeron razonable, el jabón, el aceite, las velas de sebo y los
géneros de lujo, como, por ejemplo, el café y el azúcar.' Más importancia
hubieran podido alcanzar las revueltas y los desórdenes si no se
hubiesen encontrado en París los federados de Brest, que intervinieron.
Es acusado a la Convención Marat, y a pesar de su loca furia, contesta
con seguridad y aplomo. La Gironda consigue en beneficio del honor
nacional, que se encarguen los tribunales de perseguir a los
«instigadores al pillaje.»
El extranjero, pudo definir el carácter de Francia entonces, diciendo
que era una nación de ladrones y brigantes. Sin embargo, el verdadero
pueblo, repudiaba estos desórdenes, la conciencia [nacional se sentía

571
molestada vivamente. Algunos individuos siguieron el motín, se
sintieron arrastrados por el magnetismo popular y fueron sin saber
dónde iban. Alguien lloró después sinceramente esta equivocación. En
un acta que be leído de la sección del Bonconseil (archivos de la Policía)
hay un ciudadano que confiesa, derramando lágrimas, haber tenido la
debilidad de recibir azúcar procedente de la distribución de que
hablábamos antes: «Temo ser indigno, ahora, de ostentar el título de
ciudadano.»
Como se ve, por esto, las continuas exacciones y violencias, no
significaban tampoco que en el alma de la Francia existiera un fondo de
inmoralidad originaria e incurable. Ni tampoco podemos suponer que
los autores de tales actos se inspiraran en doctrinas antisociales,
anárquicas, disolventes.
La Francia de entonces, y así hay que confesarlo, era ingenua en
sus actos y al mismo tiempo más colérica, menos razonable que la
Francia de hoy. Hacía el vacío a las furiosas acusaciones
contrarrevolucionarias. Abandonada poco a poco Francia, perdidas las
simpatías de una Europa dominada por el miedo y apegada a la resina
de un pasado bárbaro, selvático, siendo paulatinamente menos visitada,
parecía una isla, un pueblo incomunicado, en el cual era fácil forjar
historias, mentir, amontonar supercherías y fábulas como los geógrafos
de la Edad Media escribían de las regiones desconocidas entonces. La
estrepitosa trompeta que Mr. Pitt alquiló por 2.000 francos mensuales,
Burke, facilitó a nuestros enemigos la fórmula con la que creyeron
sintetizar la Revolución francesa contenida en un verso del autor del
Paraíso perdido. «Monstruo informe, aborto del caos y del infierno»,
había dicho el famoso Milton. Monti creyó débil este verso y añadió
algunas groserías más, en el poema en que celebra la muerte de Basville.
Para él la Convención es el "pandemónium. Apenas se la nombra, cree
oír la tartárea trompa.
Nuestro embajador, abandonó Londres a y encargó su
representación a un hombre cuya vida no es más que un continuo
ejercicio de la falsedad y de la mentira, Talleyrand» Talleyrand y
Dumouriez, un traidor y otro traidor, se entienden, se confabulan, se
corresponden.
Dumouriez estuvo en París el 1. ° de Enero para pulsar la opinión y
conocer hasta qué extremo se le apreciaba. Llegó e hizo cosas extra¬
ordinarias. En vez de colocarse franca, leal y noblemente a las órdenes
de la Convención, mostrándose con la frente alta, como podía hacerlo el
glorioso servidor de la República, se envolvió en el misterio, viviendo en

572
el retiro de una pequeña casa de Clichy. Desde aquí, vistiendo distintos
trajes para no ser conocido, marchaba al arrabal de San Antonio, en
donde hablaba con Santerre y Pañis, los amigos de Robespierre, o iba al
comité diplomático, en donde pretendía engañar a Brissot y a los
girondinos acerca de los acontecimientos internacionales. Debió
convencerse el general, de que nadie le hacía caso. ¿Y qué hizo
entonces? Ensayó una máquina, que, si hubiera dado buenos resultados,
hubiese he¬ cho de Dumouriez el eje de la política, el centro de la acción
general y, por decirlo así, el árbitro del mundo.
Un hombro que le debía su puesto a Dumouriez, el ministro
plenipotenciario en la Haya, declaró entonces que, ni Holanda ni
Inglaterra, deseaban la guerra, pero que no estaban dispuestos a tratar
con la Convención ni con el ministerio; que únicamente negociarían
voluntaria y gustosamente con una sola persona, el general Dumouriez.
Esto mismo asegura un agente de Talleyrand, que éste dejó en Londres,
como queriendo decir que estaba en relaciones con Pitt. Este lo
despreciaba y ni siquiera quería recibirlo.
En el consejo había dos ministros extremadamente crédulos,
honrados, el de Negocios Extranjeros y el de Justicia, Toudu-Lebrun y
Garat.
Los dos mordieron el cebo, pero los otros tres ministros, el
girondino Clavieres y los Jacobinos Pache y Monge, adivinaron que todo
era obra de Dumouriez. El solo nombre de Talleyrand infundió
sospechas a los Jacobinos, pues sabían que estaba ligado a los
asociados contra Francia. Talleyrand, como se sabe, era un emigrado
constitucional.' Dumouriez lo aprovechó para que reconocieran las
potencias su autoridad soberana en Francia y que con él debían tratar
precisamente para entenderse.
En el comité diplomático, donde dominaban Brissot y la Gironda,
fué mal recibido este plan. Esto confirmaba lo que escribió hacia fines
del 92 Brissot, que Dumouriez era un hombre sospechoso del que se
debía desconfiar. Brissot pensaba frecuentemente en otro general,
hombre honrado e incorruptible, su amigo íntimo y de Petion.
Hablaremos de él a su debido tiempo.
¿Pero este desconocido, cómo podría suplantar a Dumouriez?
¿Cómo oscurecer al héroe de Jemmapes y Valmy, el solo hombre en el
que el ejército tenía confianza? No se podía ni soñar en esto. La Gironda
lo intentó y lo arrojó a la Montaña. Hizo de él un ídolo popular, una
gloriosa víctima, un Belisario perseguido por la tiranía, ultrajado en sus
laureles... ¡Hermoso texto para declamación!... Dumouriez, sin embargo,

573
tomaba sus precauciones respecto a la Montaña. Trabajaba a los amigos
de Robespierre queriéndoles embaucar y acariciaba a la Comuna y a los
hombres de Septiembre.
No pudiendo destituir a Dumouriez, era necesario emplearlo de
modo que estuviera obligado a seguir el camino rectamente
revolucionario, y a pesar suyo, cuando intentara retroceder, lanzarlo a la
gloria de la guerra y dé la conquista. La opinión general que se tenía de
su indiferencia política es que, no estando aun sujeto a ningún partido,
podría ingresar en alguno de ellos si así lo reclamaran su interés y su
honor. Esta fué la opinión de los girondinos, opinión que estimamos
aventurada. Pero ¿qué hacer? Danton, en esta cuestión, estaba de
acuerdo con la Gironda. Robespierre mismo, el 10 de Marzo, y Marat el
12, confesaron que, cuanto viniera de Dumouriez, debía merecer
confianza, «por qué el general estaba ligado por interés de su honor, a
la salud y al bien público.»
Solo un hombre le fué invariablemente contrario. Cambon, con
admirable buen sentido, repetía frecuentemente que, Dumouriez, era un
hombre funesto, un traidor nacido para perder la Francia. La fe inmensa
que los girondinos tenían en los progresos de la Revolución les hizo
despreciar estos augurios. Vieron marchar a la Revolución como
invencible gigante a través de Europa. Creyeron que todos los
ciudadanos buenos o malos, fieles o no, arrastrados por la corriente
revolucionaria, no tendrían otro camino que el de la bondad, el de la
honradez, el del amor fraternal a la humanidad.
Dumouriez, según ellos, no tendría otro remedio que seguir
conducido por el torbellino, blandiendo la espada de la libertad. Brissot
no era un devoto de la Revolución, era un fanático y, por lo mismo, creía
en sus milagros; creyó con firme y acendrada fe que, con o sin medios
humanos, la divinidad de la Revolución se pasearía vencedora por todo
el mundo... Para él aparecían signos evidentes en el horizonte. Inglaterra
comenzaba a hervir, se iniciaba la fermentación; la Torre de Londres
tambaleábase. Irlanda, como exhumada de su sepulcro, arrojaba su
sudario de muerte. Formábanse batallones nacionales. El joven Fitz-
Gerald, que fué á París a fraternizar con los franceses, juró que a la
primera señal se sublevaría Irlanda. Inglaterra, atacada la Irlanda
retaguardia por y el frente por Francia, no veía más que enemigos.
Muchos historiadores aseguran que Pitt deseaba demostrar que
nosotros éramos los culpables y engañó a Brissot para que los franceses
fueran los primeros en declarar la guerra. Esto era desconocer la Francia
y la Gironda. El anhelo nacional, el plan de los girondinos, era tomar la

574
ofensiva en todas partes, lanzarse por todo el mundo representando la
cruzada de la libertad. Este era un proyecto audaz, pero comprensible;
en vez de esperar el ataque era lógico anticiparse, colocando al pueblo
en el camino de la reivindicación de sus derechos.
Luis XIV tomó la ofensiva contra toda Europa; no la esperó, se fue
hacia ella. ¿La Francia hubiera retardado su marcha cuando podía
avanzar por la fuerza de un sublime principio, bajo la bandera de la
libertad del mundo?
Brissot propuso la declaración de la guerra y se acordó por
unanimidad el 1. ° de Febrero.
Con esto terminó la equívoca situación de Francia, que ni tenía paz
ni tenía guerra, y arrancó la patria del poder de los que, como Dumouriez,
querían envolverla en una funesta trama.

575
CAPITULO III
Triple peligro de la. Francia. — Lion, Bretaña, Bélgica
(Marzo del 93)

Dumouriez se niega a marchar sobre el Rhin. —Adula a los belgas. —No quiere solicitar su
apoyo. — La Gironda no quiere forzar a los belgas. —Dumouriez cree engañar a Europa y es
él quien se engaña. —La Gironda quiere sustituir a Dumouriez, colocando en su lugar a
Miranda. —Vida de Miranda. —La Gironda no tiene otro remedio que sostener a Dumouriez.
—Propósitos de la Gironda contra Austria, Italia y España. —El plan de Dumouriez. Los
austríacos fuerzan nuestras líneas. —Fuga de patriotas liejeses. —Movimiento de Lion. —Los
realistas de Lion llámanse girondinos. —Disgusto general contra los girondinos a quienes se
acusa de los peligros que sufre la patria. -Su respeto a la legalidad, aumenta el peligro de la
situación. —La Comuna enarbola la bandera negra (9 de Marzo del 93).

Sin duda alguna, quien ante la historia aparecerá con mayor


responsabilidad, es Dumouriez. La Francia sufrió pesar amargo al confiar
a tal hombre la cruzada de la libertad.
En tres meses, hizo dos cosas distintas: dejó que en sus manos
desapareciera el heroico ejército de Jemmapes é inutilizó nuestra
conquista de Bélgica, porque cuando el enemigo se presentó ya está
estaba para nosotros perdida.
Sufrió entonces Francia un nuevo golpe, la Vendée, del que pudo
escapar practicando el Terror contra ella misma, operación espantosa
que la salvó momentáneamente, la perdió para el porvenir y al mismo
tiempo" la libertad del mundo se difirió medio siglo.
La Bélgica no debía significar más que un paso para Dumouriez.
El ejército llegó jadeante, conmovido ante su victoria, joven, lleno
de esperanzas, creyendo que debía marchar hacia el Rhin. El general
mismo había dicho: «El día 20 de Noviembre estaré en Lieja y el 30 en
Polonia.» Pero no pasó de Aix-La-Chapelle y el 12 de Diciembre
estableció aquí sus cuarteles de invierno.
Custine, que había perdido á Francfort, escribíale carta sobre carta
para lograr que se pusiera en movimiento. El consejo ejecutivo (en el
que dominaban entonces los girondinos) enviole órdenes terminantes, y
para animarle puso al ejército de Moselle (intermediario entre
Dumouriez y Custine) a las órdenes de Bournonville, amigo de
Dumouriez. Nada se consigue. Dumouriez declara que presentará su
dimisión antes de avanzar un paso.
«¿Qué podía hacer? —dice en sus memorias. Se había permitido al
enemigo que se estableciera en Luxemburgo, entre mi fuerza y Custine.

576
¡Lo hubiera podido dejar detrás de mí, pero seguramente hubiese
comprometido a mi ejército!»
Si, pero no avanzando comprometiais a Bélgica, como lo
demostraron los acontecimientos. No secundando a Custine,
comprometiais a nuestros amigos del Rhin, que se habían
comprometido y perdido por nosotros. —Habéis dicho que fuisteis
cobarde y esto tampoco lo creo.
«¿Qué hubiera hecho? —añade—sin víveres, ni forraje; mis
caballos morían de hambre. Nada se me enviaba desde Francia.» En otro
pasaje de sus memorias, leo que, cuando menos, le enviaban su paga.
No puedo decir nada más.
Pero aquí se encuentra precisamente el fondo de la cuestión. A
Dumouriez se le sorprende en flagrante delito...
Dumouriez debía apoderarse de Bélgica como de un instrumento,
como de un arma para liberar a Alemania. Era como la vanguardia. Lieja
no pedía otra cosa. En Flandes debía organizar la Revolución, de suerte
que los bienes de los curas, de los nobles emigrados, sirviendo de
hipoteca al asignado, alimentasen al ejército.
«¿Y qué derecho tenía a disponer de los bienes de Bélgica?» El
derecho de la sangre derramada en Jemmapes, el derecho de la
emancipación del Escaut, ajustada al precio espantoso de la guerra con
Inglaterra. Esta causa fué precisamente la que provocó los odios de la
Gran Bretaña con nosotros y esta razón invocó siempre Pitt contra
Francia. No pudo ver sin terror la resurrección de Amberes, la bandera
de la libertad y de la Revolución frente a Londres,
No, cuando la Francia emprendía para Bélgica y para el mundo, la
guerra que desde el 95 al 1815 le costó diez millones de hijos, los belgas,
no podían escatimar un puñado de monedas. Era necesario elevar el
espíritu; despedirse de Francia, cerrar los ojos y lanzarse á esta carrera
de sacrificios, de heroísmo, de abnegación, cuyo inapreciable fin era la
conquista de la libertad humana. Era esto muy bello para sentir tantos
escrúpulos. Así lo comprendió y lo demostró Lieja cuando de diez mil
electores, todos, excepto cuarenta, solicitaron la anexión a Francia.
El alma de Bélgica, su verdadero genio, fué Danton, quien dos
veces, el 22 de Enero y el 1. ° de Febrero, pidió a la Convención la unión
de las dos naciones. Y no expresaba Danton solamente el sentimiento
de Lieja y de la Bélgica francesa, sino el pensamiento de toda la costa
marítima, de Ostende y de los puertos. Si habló el Escaut, se expresó
como Danton.

577
Dumouriez opuso obstáculos a todo. Desde su llegada a Bruselas,
cuando pudo exigir a Bélgica el precio de la sangre derramada por ellos,
los aduló, los lisonjeó, aconsejándoles que se gobernaran ellos por ellos,
es decir, que escogieran entre la Revolución y la tiranía. El, mantuvo a
Bélgica en completa desorganización, impidiendo que tomara una
actitud decidida, sosteniendo no sé qué equilibrio entre los aristócratas
y los patriotas, entre los amigos y los enemigos. Los patriotas en gran
número en el Este, Oeste, Lieja y el litoral, andaban escasos en el centro
y muy débiles, además. Era necesario fortificarlos enviándoles nuestros
guardias nacionales que se reclutaban en los departamentos del Norte,
una emigración compuesta de ardientes republicanos. Dumouriez hízolo
así.
¿Cómo veían esto los girondinos? Girondinos eran entonces los
que gobernaban los comités de la Convención. Mostráronse muy
escrupulosos, es decir, incapaces.
«¿Qué hacer—decían—si los belgas no quieren venir con
nosotros? Obedecer la soberanía del pueblo; son soberanos como
nosotros, no podemos forzarlos... ¿Qué hacer?»
¿Qué hacer? Aparentemente era necesario deshacer lo que se
había hecho en Jemmapes. La Francia gastó sus hijos y sus millones en
vano. El veto de un millón de flamencos detuvo la Revolución del
mundo; el grito disonante de los belgas, que no se entendían entre sí,
prevaleció sobre la voz unánime de treinta pueblos que llamaban a la
Francia.
El decreto del 15 de Diciembre, esta poderosa máquina, se puso en
movimiento precisamente cuando Dumouriez reveló sus propósitos
funestos. Se proclama la cruzada revolucionaria, el llamamiento
universal y Dumouriez entra en sus cuarteles de invierno (12 de
Diciembre).
Este hombre creyó que iba a engañar al mundo. Escribía a cada
momento memorias y más memorias engañosas, innobles... Su vanidad
de diplomático ahogó completamente su prudencia política. Creyó que
halda adormecido á Prusia con sus memorias dirigidas al rey en
Brunswick. Después de Jemmapes, cuando iba a entrar triunfalmente en
Bruselas ¿qué hizo? Escribe, bajo mano, al austríaco Metternich,
diciéndole que la conquista de los Países Bajos, restituyéndolos a
Austria, puede serla base de una sólida amistad. Más tarde, en el
momento de invadir Holanda, por medios indirectos, comienza a
negociar con los ingleses. Todos hacen como que lo creen y se preparan.
No tardará en ser sorprendido y arrojado vergonzosamente de Bélgica.

578
Nada honra más a la Revolución, al candor, a la sinceridad de los
partidos revolucionarios, que el injurioso cuadro que presenta
Dumouriez. Lo hemos visto en París negociando con todos y siendo mal
acogido en todas partes. No pudo engañar a nadie porque todos eran
gentes nobles, enemigos de la deslealtad. No había más que un lenguaje
común: el de la honradez.
Nada consiguió sobre Cambon, nada obtuvo de los jacobinos.
Estos, en todas partes, querían un gobierno revolucionario: Dumouriez
no era su hombre. Los girondinos querían que la propaganda fuese
revolucionaria, la cruzada universal. Dumouriez tampoco era su hombre.
Hacía falta un general más entusiasta, de más fuego en la sangre, que
calculara con menos prudencia acerca de los medios materiales, pero
convencido, creyendo en las victorias de la fe, un noble Don Quijote de
la Revolución. Finalmente se logró encontrarlo. Era el amigo de Petion,
de Brissot, un teniente de Dumouriez, exvoluntario de Washington:
Miranda de Caracas.
Que nos sea permitido decir algunas palabras para contribuir a la
gloria del infortunado Miranda, a la gloria del carácter español,
dignamente representado en él en su vida y en su muerte. Este hombre
austero, heroico, noble y rico de origen, sacrificó en su juventud su
reposo y su fortuna por un ideal, por la libertad de la América española.
No hay ejemplo de un hombre como éste, que haya dedicado con más
fe, con más ardor toda su vida a una idea, sin sentir quebrantos, sin
debilidad, alejado del egoísmo personal, de la granjería. Desde su
infancia llamó cerca de si a España, a los más grandes maestros y
adquirió hermosos libros, a pesar de la Inquisición. Después, marcha a
estudiar por toda Europa, a los Estados Unidos, sobre todos los campos
de batalla. Le hacía falta un ejército y lo pidió, primero a Inglaterra.
Suena el 89 y se entrega a Francia. Vamos a ver la suerte que le está
reservada.
Dumouriez, que lo había calumniado indignamente, tuvo que
confesar los méritos singulares del general español. Nadie había más
valeroso, nadie más instruido. Tenía la brillante iniciativa de nuestros
generales, el más alto grado de la firmeza castellana y otra cualidad
fundada sobre esta, la fuerza y la profundidad de su fe revolucionaria.
Cuando el ejército de Dumouriez, presa del pánico en las famosas
Termópilas de Argona, de las que Miranda decía ser el Leónidas, corrió
a la desbandada en alas del miedo, Miranda fué á la retaguardia y se
colocó frente al enemigo. Esta sangre Ma, este heroísmo, es algo
opuesto al carácter francés. Miranda, con su morena tez española, altivo

579
y sombrío, tenía el aspecto de un hombre destinado al martirio más que
a la gloria. Había nacido infortunado.
A fines del 92, Brissot y Petion, querían que Miranda sustituyera a
Dumouriez, que el español reemplazara al gascón. Para esto, lo hemos
dicho ya, existían mil dificultades. Miranda era extranjero y apenas
conocido en Francia. Nada había hecho en nuestro país que fuera
sorprendente, llamativo. Sustituir a Dumouriez como general en jefe
hubiera sido escandalizar al mundo, dar mucho juego a la Montaña. Ni
un solo teniente de Dumouriez le habría obedecido.
Los girondinos estaban en mayoría aún, en casi todos los comités,
en el ministerio.
La principal responsabilidad de lo que ocurría en el exterior pesaba
sobre ellos. Por sospechoso que fuera Dumouriez por sus relaciones con
los aristócratas de Bélgica y por sus relaciones con los jacobinos y los
terroristas de París, no había otro remedio que sostenerlo. ¿Qué digo?
Apoyarlo en público, recabar respetos para el hombre que llevaba la
espada de la Francia, pronta a desnudarse.
En las reuniones que celebraron con Miranda, encontráronse en
desacuerdo con sus ideas. Él quería tomar la defensiva sobre el Rhin, la
ofensiva en Holanda. Ellos todo lo contrario. El asegura que, antes de
llamar la atención de las naciones, sobrábale tiempo para escamotear a
Holanda. Creyeron ellos con razón que, antes que él pudiera realizar esto,
sería advertido por Prusia y Austria, batiéndole sobre el Mosa. Tampoco
se mostraron conformes con la invasión de Holanda en tres meses,
porque no podía hacerse más que dividiendo la fuerza y descubriendo el
Mosa y Lieja, esto es, perdiendo lo que se había ganado, como así
ocurrió.
Durante mucho tiempo Brissot amenazó a Inglaterra. Conocía
Brissot perfectamente la historia de este país, y sabía que se había
engañado asimismo con su falsa revolución. Este pueblo hubiera muerto
si su aristocracia no le hubiera abierto todas los puertos del mundo,
facilitándole el paso de todos los mares. Brissot creía, lógica y
razonablemente, que los ingleses imitarían la Revolución de Francia.
Pensando cuerdamente, se equivocó Brissot.
Otra de las razones que exponía Brissot, es la siguiente: «Los
pueblos que han tenido ya la fortuna de hacer la revolución religiosa, no
pueden ser enemigos de la revolución política; los ingleses, holandeses
y alemanes, son nuestros amigos naturales, como pueblos protestantes.
Es contra los católicos, contra el fanatismo del Mediodía, de Austria, de

580
Italia, de España y las colonias españolas donde debemos llevar nuestras
armas.»
Nada podía ser más lógico en teoría. Prácticamente nada había
más
equivocado.
Brissot y los girondinos hubieran querido dar tres golpes al mismo
tiempo: en el Rhin, Italia y España. Existía ya el ejército de Italia, quizás
más numeroso que el de Bonaparte en el 96, pero desgraciadamente
menos aguerrido. Kellermann, que lo mandaba, confiaba mucho, sin
embargo. Cuando salió de la Convención, dijo: «Me marcho a Roma.» En
cuanto al del Rhin, la actitud de Dumouriez negándose a cooperar con
Custine un movimiento, obligaba a aplazar las operaciones;
desobedeció la orden de invadir a Holanda, entreteniéndose para
esquivar la guerra y sostener la desorganización del ejército que dejó en
Lieja y Aix-la-Chapelle.
Vio a los prusianos que partieron el 30 y entraron en Cleves. Vio a
los austríacos, fuertes sobre el Rhin y el bajo Rhin, fuertes en el
Luxemburgo, llamando un cuarto cuerpo de ejército en socorro de
Holanda.
Un pequeño río, el Roer, los separaba de los franceses. Estos,
dispersados, divididos, ninguna plaza tenían a sus espaldas. Su primer
golpe era caer sobre Lieja. En ausencia de Valence (el hombre que
Dumouriez envió a París), dejó el mando de una columna a Miranda, sin
indicar siquiera donde se reunirían los cuerpos en caso de 2taque; él
mismo confiesa su imprevisión. No le dio más instrucciones si no que
tomara Mäestrich, que, según él, debía rendirse al disparar la tercera
bomba. Miranda disparó cinco mil. Puede creerse, sin hacer una
conjetura aventurada, que Dumouriez conocía la parcialidad de los
jacobinos en favor del general español y por lo mismo quiso que, si
alguna derrota se había de sufrir, fuese Miranda quien la sufriera,
pretendiendo humillarlo.
El 1. o de Marzo, mientras que Dumouriez se ocupa en la invasión
de Holanda, los austríacos desbordan nuestras líneas, con los húsares
húngaros a la vanguardia mandados por el joven príncipe Carlos, que
hace entonces sus primeras armas.
El primer golpe les obliga á retirarse sobre Lieja. Todo el mundo lo
había previsto excepto el general, que se fiaba de sus negociaciones
subrepticias, solapadas, mientras el enemigo se preparaba y adelantaba
sobre él.

581
Esta precipitada fuga, era muy perjudicial. Descubrió a un pueblo
que se había comprometido por nosotros. La valiente población liejesa,
que desde hacía dos meses pedía armas, esta heroica ciudad por la que
Dumouriez nada hizo, quedó abandonada y nuestros mejores amigos a
merced de la venganza de Austria. Los patriotas liejeses no tendrían otro
remedio que huir. ¿Pero cómo? Nada había preparado. Ni dinero, ni
carruajes; mujeres y niños lloraban y ni se les podía dejar, ni llevar. La
temperatura era espantosa. Hacía mucho más frío que en invierno. La
nieve caía a grandes copos. Sobrevino la noche (la noche del 4 de
Marzo). Se sabe que el ejército francés evacúa sus posiciones
continuamente y que retrocede hacia Saind-Troud. Ya no hay un
momento que perder. En plena noche, sobre la nieve, hombres, mujeres,
niños, como formando fúnebre procesión, toman la carretera de
Bruselas, miserable colonia, sin otros recursos para el porvenir que la
limosna de Francia.
Toda esta historia de Lieja es muy difícil de contar para un francés.
Yo que la he continuado desde el siglo XV, que desde Luis XI he dicho
todo lo que ha sufrido este pueblo por Francia, siento como amargos
remordimientos.
Los liejeses no pudieron alabar la República. Su general, no tomó
precauciones ni para sostenerlos, ni para protegerlos.
Esta desgracia, esta vergüenza, este primer contratiempo de la
Francia, el abandono de nuestros amigos, todas estas fatales noticias, se
conocieron aquí del 5 al 10 de Marzo. París, hay que confesarlo, entonces
no era un organismo inanimado. El golpe le produjo una violenta
sacudida. Sintió vergüenza, enrojeció de ira y de indignación patriótica.
Ninguna manifestación nacional fué tan imponente como la que se
efectuó el domingo 10 de Marzo de 1793, en la que los girondinos
creyeron ver algo así como una grande conspiración. Sobre la conciencia
de Francia hubiera caído una mancha de ignominia si la sangre no se
hubiera agolpado a su rostro en tal momento.
Lo que se mezcló de artificial en esto lo diremos también.
Explicaremos también cómo los partidos por sus extrañas rivalidades
aprovecharon en favor de su causa este movimiento y analizado todo se
sacará en consecuencia que el movimiento era el anhelo firme fiel
corazón de Francia.
Durante ocho o diez días cayó sobre París como un granizada de noticias
pesimistas, alarmantes.
Comienzan por Lion. Se dice que ha estallado un movimiento. Siempre
esta populosa ciudad habíase mostrado contrarrevolucionaria. En sus

582
elevadas casas de diez pisos, negras y misteriosas, escondíanselos los
agentes de la emigración. Allí, aprovechándose de las relaciones del
comercio, dirigían comunicaciones a París, a los Alpes, a los revoltosos
de Jalés, a la Bretaña, a la Vendée. El golpe del 21 de Enero sirvió para
excitarlos. Todo un pueblo de curas refractarios, de nobles disfrazados,
de exaltados religiosos, fué á sumirse a Lion, trabajando y explotando
su fanatismo. El gran Lion comercial e industrial, que trabaja poco y
vende menos, estaba en relación con la aristocracia. Los comerciantes
habían sido y se creían aun girondinos; eran ya realistas. El partido
republicano, que disminuía diariamente, vivía en la impotencia. Tenía de
su parte las leyes y no podía hacer nada. Dos excuras discípulos de
Marat, Laussel y Chalier, se agitaban en vano; gritaban, invocaban hasta
la muerte, hablaban de la guillotina; haciendo esto inconscientemente
servían a sus enemigos. Hacían más realistas que todos los
nobles y todos los curas.
Las cosas llegaron hasta el extremo que, los batallones federales
que se llamaban de los Hijos de familia insultaron a los municipales
girondinos, arrancáronles sus bandas de colores nacionales, colgaron
del árbol de la Libertad las estatuas de la Libertad y de Juan-Jacobo que
adornaban la plaza de Bellecourt y destrozaron cuanto había en los clubs.
¿En provecho de quién irá esta revuelta? No se sabe. Estaba
enmascarada con un traje de girondismo. Los emigrados de Turín habían
atravesado la frontera. ¿No habrán encontrado abiertas las puertas de
Lion?
La Convención no podía enviar fuerzas porque carecía de ellas.
Imitó un procedimiento antiquísimo que ya empleó Esparta: envió al
hombre más honrado, más íntegro, al carnicero Legendre. Este hombre
tan sumamente bueno bajo su aspecto furioso, que tenía la República en
el corazón, se mostró moderado, imparcial y heroico en muchas
ocasiones. Hablaba siempre como si tuviera cien mil hombres detrás de
él. Dio tajos y mandobles a derecha e izquierda, metió en la cárcel al
candidato girondino a la alcaldía, que apoyaban los realistas y condujo
á la cárcel también al Marat lionés Laussel, hasta que explicó unas
cuentas dudosas. Una extraña fatalidad sorprendió a la Gironda.
Estos realistas de Lion, que con las armas en la mano cerraban los
clubs revolucionarios, insultaban a los magistrados, amenazaban al
enviado de la Convención y se proclamaban girondinos.
Dumouriez sufría los primeros reveses y la prensa girondina lo
defendía. Los girondinos que se sostenían aun en posición
gubernamental no podían abandonar al general único, a quien no podían

583
reemplazar. Los montañeses, que no tenían semejante responsabilidad,
expresaban su desconfianza hacia Dumouriez y decían en voz alta que
habían previsto la traición del general girondino.
Todo acusaba, pues, a la Gironda.
El conflicto estalló el día 5. Se exige que se hagan públicas las
noticias de Bélgica. Se pide que los federados de Brest, que quedaban
en París, sean enviados al ejército de operaciones.
La Gironda se decide.
Era vergonzoso, ante el gran peligro que corría la patria, tener
hombres armados en París para la seguridad personal de ellos, cuando
tan útiles podían ser en la frontera. Una parte de girondinos se confía a
la lealtad de los parisienses. Venga lo que viniere, ellos envían a la
frontera a los guardias.
La Gironda queda desarmada. ¿Cómo la defenderá la Convención
cuando el motín sobrevenga? La cuestión suprema de la libertad del
único poder que existía en Francia se encuentra empeñada aquí.
La situación de nuestro ejército era peligrosa. El día 3 se descorrió
el velo que cubría la trama tenebrosa fraguada en la Bretaña. La Vendée
estalló el 10. En París ignorábanse estos peligros.
Evidentemente se hundía la Francia, y lo más terrible es que la
Convención la dejaría que se hundiese. Bajo la influencia de Sieyes,
Barere y otros, había adoptado malos hábitos, esto es, votaba las
medidas que le pedía la Montaña, confiando su cumplimiento a quienes
no las querían ejecutar, o sean los girondinos.
La Asamblea, excepto la izquierda, está paralítica. La Montaña
gritaba, la Gironda pleiteaba, Barere peroraba y Robespierre rezaba.
Nadie hacía nada.
La Francia tenía un enemigo de muerte: era este la ley.
La ley se había inspirado hasta entonces en el odio y la
desconfianza hacia el poder ejecutivo, que había sido como un rey.
Para caminar, encontrábase el fatal entorpecimiento; cuando no
había algún abogado girondino, partidario decidido de la ley, que decía:
«Perezcamos legalmente.» Todo este auxilio es el que prestaban a
Francia. Las leyes del 91, apenas modificadas el 92, hechas para otros
tiempos, mejor diría, para otros siglos, ¿merecían de verdad el sacrificio
de este fanatismo? Lo dudo.
La Gironda era el verdadero obstáculo de la situación, porque
cuando un minuto que se retrasara en adoptar medidas salvadoras podía
hundirse la patria, aún la prensa girondina negaba la existencia del
peligro.

584
Este fué el deplorable estado de cosas que se encontró Danton al
regresar de Bélgica.
El día 8, Danton y Lacroix penetran en la Asamblea. Lacroix, como
militar, hizo primero uso de la palabra y acusó al ministro Bournonville
de los errores cometidos. Él lo ha observado. ¿Desea la Asamblea que
se publiquen los detalles? —Sí. —Entonces Lacroix cuenta la tenebrosa
historia. Es necesario que todos, voluntarios y soldados, se unan al
ejército de Bélgica en el más breve tiempo a razón de siete leguas por
día. Esto se decreta unánimemente.
Danton añade que la ley de reclutamiento es muy lenta. Es preciso
que París haga un supremo esfuerzo. Dumouriez no es culpable... Se le
prometieron treinta mil hombres de refuerzos y no ha recibido nada. Es
preciso que los comisarios recorran las cuarenta y ocho secciones
llamando a las armas a todos los ciudadanos.
«Es necesario—dice el jacobino Duhem—que los periodistas no
engañen a la opinión.»
—¡Cómo! —Grita Fonfrede. —¡Queréis restablecer la censura de la
inquisición!
—No—responde el montañés fanático, pero honrado, Saint-André.
—La Convención solo cerrará sus puertas a los libelistas que la denigran.
Por la noche se repite la escena en la Comuna. Se publica una
proclama dirigida al pueblo de París. Si se tarda un momento más en
tomar medidas todo se ha perdido. La Bélgica ha sido invadida. Lo de
Valenciennes ha podido detener algo la invasión. Es sobre todo a los
parisienses a quienes se llama. Que se armen, que defiendan sus
mujeres y sus hijos.
Sobre la Torre de Nuestra Señora flota la bandera negra.

585
CAPITULO IV
Movimiento del 1O de Marzo del 93. —Tribunal revolucionario

Movimiento nacional, 9 y 10 de Marzo. —¿Qué pretendían los agitadores


revolucionarios? —Querían neutralizarla Gironda, no sofocarla (9 y 10 de Marzo 93). —
Violentos designios del comité del Obispado, de Varlet, Fournier, etc. (9 de Marzo). —
Equivocación de la prensa girondina al ocultar los peligros de la situación. —Los peligros de
la Francia. —Se descubren el día 9 de Marzo). — Las imprentas de los girondinos son
destruidas (noche del 9 de Marzo). — Se pretende arrastrar el movimiento a la Comuna y a las
secciones (10 de Marzo). —La Convención el 10 de Marzo. —Danton, sus discursos, anhelos
generosos, amenazas. Organización del tribunal revolucionario que pidió Cambacérés y
propuso Robert Lindet. — Resistencia de Cambon y de los girondinos. —Insistencia de Danton.
—La Gironda amenazada se ausenta de la Convención. —La Comuna no apoya proyectos
funestos. —El tribunal revolucionario queda constituido durante la sesión de la noche.

Precisamente había de iniciarse un movimiento el día 9 para salvar


o perder la Francia, para la vida o la muerte. ¿Tendría este movimiento
aspecto militar o político?
París parecía amortiguado. Las asambleas de las secciones
permanecían desiertas. Los clubs se despoblaban. Nadie se inscribía.
Este extremo lo hemos leído en la prensa de la época, que lo deploraba.
¿Qué se hizo del París del 92? ¿Había existido París? Durante el invierno,
la carencia de trabajo, la ausencia del comercio, el frío, el hambre, todas
las miserias minaron y enervaron la capital infortunada. ¡Hecho grave!
Septiembre hirió su alma. Las alternativas del proceso del rey, el
malestar y las quejas que se oían por todos lados, los amargos sollozos
de las mujeres habían quebrantado la moral de la nación.
El día 9, cuando se vio sobre Nuestra Señora, desde todas partes,
la bandera negra, cuando en el edificio de la Comuna se desplegó el
estandarte histórico de los Peligros de la Patria, estandarte de los
voluntarios de Valmy y Jemmapes, París volvió en sí. Aun salió de su
enflaquecido pecho un suspiro y una lágrima de sus ojos hundidos. Los
que apenas si habían comido quedaron ahitos; los que no bebieron
sintiéronse como borrachos. El amor patrio satisfizo la ansiedad de
todos. La actitud en que se colocó el arrabal de San Antonio, fué
ejemplar, admirable.
Lejos de participar de las revueltas y motines, el día 11 ofrece una
guardia a la Convención. Esta se ocupa solo en las necesidades, en los
peligros públicos; tenía su corazón en la frontera. Su primer
pensamiento fué armar a todos precipitadamente; recibir los hombres
en masa que se ofrecían, equipar a los voluntarios lo menos mal que se

586
pudiera; los desórdenes domésticos que causa una brusca partida, el
adiós de despedida, los apretones de manos, las lágrimas de las madres;
de todo esto se compuso el movimiento de París.
En los Mercados ocurrían los hechos de otro modo. Entre los que
debían partir al día siguiente se acordó cenar aún la noche del domingo
(10 de Marzo) con la familia. ¡Sombría partida! ¿Cuándo regresarían?
Iban a comenzar esta especie de carrera de judío errante, a través de toda
la tierra, sin encontrar reposo más que sobre el blanco lecho de las
nieves de Rusia.
Muy pocos llegaron hasta el 1815. Pocos regresaron a Francia,
mutilados, encorvados, convertidos en ruinas, para trabajar de nuevo
con el único brazo que les quedaba.
Bajo las columnas de los Mercados, reuniéronse miles de
voluntarios para darse el adiós de despedida. Cada uno acudió con sus
viandas, al menos, el que las tenía. Quien no, comía de los demás. Quien
tenía dinero convidaba a beber.
El enemigo está en Francia, —decíanse todos—se le ve ya en
Valenciennes y va a caer sobre París.
Pero lo que causó una sensación profunda, lo que enardeció hasta
lo increíble a las gentes, fué la suerte de Lieja, que se había perdido por
los franceses. Creíase que la villa había sido saqueada y destruida
completamente; se llegó a decir que los austríacos degollaban a los
médicos que curaban heridos franceses. ¡Qué hondo sentimiento causó
el infortunio de los liejeses! Estos fueron recibidos con efusión, con
entusiasmo, derramando lágrimas de amor y lanzando rugidos de ira
contra el austríaco. El Hotel de Ville fué su primer alojamiento. Aquí
instalaron sus archivos. Cuando a través de París se transportó la
ejecutoria de Lieja, se presenció un solemne espectáculo. Era la misma
Lieja que venía a tomar asiento en el hogar de la gran ciudad; para recibir
a Lieja se fundó la fiesta de la Fraternidad.
El entusiasmo que reinó durante el banquete del 10 de Marzo es
indescriptible. No un sentimiento pasajero que se desvanece con los
vapores del vino, si no amor inmenso, amor acendrado a la libertad y a
la patria fué lo que se puso de manifiesto. Una sola sección, el mercado
del trigo, de los menos miserables, porque su comercio es fijo y quizás
el más activo y que más brazos necesita, dio el domingo mil voluntarios
a la guerra, quienes por la noche desfilaron ante los Jacobinos.
Estos hombres, cuyas palabras son actos, realizaron
inmediatamente su sacrificio, lo que su corazón les dictaba por la
venganza de Lieja, por la causa de las libertades del mundo. Desde

587
entonces ellos mismos se llamaron los Fuertes por la Patria y partieron
dejando a su familia, abandonando su oficio, sus salarios, para sufrir,
combatir, en un ejército sin pan.
Este es el movimiento popular del 9 y 10 de Marzo del 93, tan
parecido a los más bellos del 92.
¿Cuál era entretanto el propósito de los agitadores
revolucionarios? ¿Cómo pretendieron aprovecharse de este movimiento
para arrancar a la Convención enérgicas medidas? Es necesario
examinar esto.
El pensamiento de la Montaña como el de la Comuna en esto era
idéntico: la Francia se perdía si la Convención no abandonaba su tímido
sistema de la legalidad, si no concentraba todos los poderes en sus
manos, incluso el poder judicial, que ejercería un tribunal bajo sus
órdenes inmediatas en París, en el corazón mismo de la Revolución.
Los mismos girondinos habían expresado esta opinión.
Confesaron que enmedio de la conspiración realista inmensa en que se
había envuelto a París, era necesario un tribunal especial, de una acción
rápida, eficaz, un Tribunal revolucionario.
Los tribunales ordinarios no ejercían acción alguna; eran como la
irrisión de los enemigos del orden público; cuando absolvieron a un
conocido contrarrevolucionario, Lacosta, ministro de Marina, bajo Luis
XVI, Buzot deploró este sobreseimiento, manifestando que los tribunales
con su debilidad y su impotencia anulaban la Revolución.
Por otra parte, los girondinos pidieron un tribunal especial, pero
no nombrado por la Convención, si no directamente por el pueblo.
Temblaban ante el formidable poder de esta Asamblea al tener a sus
órdenes a un tribunal semejante. Querían legislar, sí, pero no aplicar las
leyes por un procedimiento como este. Empuñar el cuchillo de la justicia,
convertirse de legisladores en jueces, en puros instrumentos de la
justicia política, este era su temor. Realizar esto significa para ellos
abdicar de la Revolución, remontarse aún más allá de la monarquía, a
los tiempos tiránicos de la antigüedad. Una vez en esta pendiente, dicen,
llegaremos hasta las proscripciones de Octavio.
¡Noble y gloriosa resistencia! Por el honor de la Francia era preciso
defender con tanto tesón los principios... Sin embargo, se corría un
inminente peligro. Y ¿qué proponía la Gironda? Como un hombre que se
ahoga, la Gironda, por el instinto de conservación, hizo cosas
estupendas que provocaron el furor general.

588
Algo execrable, brutal, acudía a la imaginación de algunos
insensatos: «Si los girondinos son el obstáculo, degollemos a los
girondinos.»
Otros decían: «En el momento en que nosotros pedimos la unidad,
cuando atacamos a la Gironda, que es enemiga, se ha declarado la
guerra civil. Debemos» pues, comenzarla nosotros, guillotinando a los
girondinos.»
Tan criminal locura, hemos de decirlo, no es imputable, durante el
mes de Marzo, a ninguno de los agitadores populares: ni a Danton, ni a
Robespierre o a los jacobinos, ni a la Comuna, ni al mismo Marat. El
criterio de la Gironda respecto a estos es injusto. Aquellos no querían
que pereciera la Gironda; querían neutralizarla para que no fuese
obstáculo a la concentración de poderes, a la creación de un tribunal
revolucionario.
Marat ha dicho que durante estos días de emoción hubo de
contener a las sociedades patrióticas: «Con mi cuerpo—dijo—hubiera
cubierto el de los representantes.» No Creo que Marat haya mentido.
Marat era indudablemente el mejor de los maratistas. El nombre odioso
de hombres de Estado que él daba a los girondinos era el mismo con
que le denominaban sus discípulos y sus imitadores. Su moderación,
decían, sus arreglos políticos, los perdonaban imaginando que eran
cosas de hombres de Estado.
Los hombres de la Comuna, Chaumette y Hebert no imaginaban
que iba a derramarse sangre. Estos eludieron toda responsabilidad
cuando se trató de alguna ejecución.
En París existía una Asamblea irregular de delegados de las
secciones que se reunían con frecuencia en el Obispado. Hemos
observado que desde el 92, desde la apertura de la Convención, ha
tomado las más terribles iniciativas. Hemos visto también que, en los
Jacobinos, Couthon (como si dijéramos Robespierre) trató de neutralizar
esta fuerza terrible empleando la grande autoridad del jacobinismo.
Durante algún tiempo, con diversos pretextos (especialmente el de las
subsistencias), celebráronse reuniones en el Obispado. Aquello es como
una insurrección. Los jefes permanecen en la obscuridad. Nadie sabe
quién son. Son gente desconocida o poco menos. En Octubre, uno de
los jefes era el español Guzmán. En Marzo del 93, no se ve agitarse a
ningún jefe, propiamente dicho. Los más exaltados se reúnen todas las
noches, después de cerrados los clubs y las secciones, con algunos
individuos de la Comuna, (Tallien, por ejemplo) algunos jacobinos

589
(Callot d'Herbois) y algunos cordeleros. El punto de reunión de estos era
el café Corazza, situado en el Palais-Royal.
Estos cordeleros y jacobinos, gritaban desaforadamente, como
predicadores de sangre y estaban lejos de ser hombres de acción. Los
del Obispado, al menos tres o cuatro, eran más impacientes, más
decididos. Varlet decía que los laureles que alcanzó en Septiembre le
robaban la tranquilidad y apenas si le dejaban dormir. Fournier, el
auvernés, hombre duro y rudo, por temperamento, se inclinaba al
derramamiento de sangre. Únense a estos otros individuos menos
perversos, pero tan exaltados como el polaco Lazouski, que tanto brilló
el 10 de Agosto: éste deseaba que cada día amaneciera un 10 de Agosto.
Lazouski, alto, de espesos cabellos negros, era el héroe, el ídolo del
arrabal de Saint-Marceau y a sostenerse en este lugar se encaminaban
sus esfuerzos.
Esta trinidad de héroes resolvió trabajar por su cuenta, sin hacer
caso de las debilidades de Marat, ni de las amenazas de la Comuna.
Creyeron que, si el sábado lograban preparar el ánimo del pueblo para
un acontecimiento, el domingo habría grandes reuniones en las que
podrían electrizar a las masas, arrastrar una sección populosa, la de los
Cordeleras, que obligase a la Comuna á aceptar el poder. Caerían los
girondinos, o se les exterminaría...
«La patria, decían, se habrá salvado.»
Imaginaban que ni Robespierre, ni Danton opondrían a este plan
obstáculo alguno. El día 8 por la noche, Robespierre fué a la sección de
la Buena-Nueva donde pronunció un discurso violento contra la Gironda;
mientras hablaba, uno de los suyos dijo que era necesario exterminar no
solo a la Gironda, si no a los que firmaron las famosas peticiones: «a los
ocho mil y a los veinte mil.»
El sábado 9 por la mañana todo el mundo decía: «Va a ocurrir
algo.» Había hombres resueltos a todo, pero se estaba muy lejos de
adivinar la insignificancia de su número. Muchos con buena intención y
otros por asustarlas, habían dicho a las mujeres que ordinariamente
concurrían a la Convención: «No vayáis hoy.» Aquella mañana, pues,
hacia las nueve, cuando iba a abrirse la sesión, Fonfrede, girondino que
se entendía con la Montaña, fué a conferenciar con Danton a quien
interrogó acerca de los rumores que circulaban: «¡Bah, dijo Danton con
serenidad, no será nada; quizás se contenten las masas solo con
destrozar las imprentas de algunos periódicos que no supieron expresar
la voz de la opinión, ¡ni defender los intereses del país!»

590
Danton conocía detalladamente el plan de aquellos furiosos. Estos,
en pequeño número, no tenían otro propósito que el de arrastrar al
pueblo, explotar su indignación contra la prensa girondina. Esta se
obstinó en decir aun los días 8 y 9: «que era imposible que el enemigo
se aventurara a penetrar en Bélgica, y que Lieja podría ser evacuada pero
no tomada.» ¡Y a pesar de estas afirmaciones llegaban comisarios de la
Convención para atestiguar el desastre! ¡Y los mismos liejeses llegaban
desgarrando el cielo con sus gritos, invocando la venganza de Dios, la
palabra de Francia!
Poco satisfecho Fonfrede de la indiferencia con que le contestó
Danton insistió en su interrogatorio: «¿Luego hay un complot realista?»
Los girondinos al hablar de un complot limitaban su existencia a
París; Danton hablaba siempre de lo que ocurría en Francia.
Realmente, en toda la nación existía la red inmensa de un complot
realista. La coincidencia de las fechas demuestra que los distintos
movimientos que estallaron en Francia, en diversas regiones alejadas,
no fueron azares de la insurrección popular. En Lion, Bretaña, la Vendée,
estalló la insurrección al mismo tiempo. En Borgoña, Auvernia y el
Calvados, hubo también movimientos de alguna significación. Lo
ocurrido en Lion, aconteció en otras poblaciones, aunque con distintos
caracteres.
La llave de todos estos enigmas se encuentra en el campo de los
austríacos, en el ataque de nuestras líneas, en la invasión del enemigo.
Los movimientos interiores se iniciaron cuando los austríacos entraron
en Lieja, simultáneamente.
Los golpes mortales que se descargan contra Francia, lejos de
anonadarla, le producían el vértigo de la ira. La jovialidad de Danton el
10 por la mañana, su trágica sonrisa al contestar a Fonfrede, indican que
el peligro es inminente y terrible.
Veamos lo que sabía Danton el día 9.
Sabía que Lion, no pudiendo elegir aun un alcalde realista, eligió a
un girondino; que los batallones de hijos de familia se habían apoderado
del arsenal, de la pólvora y de los cañones; que el valeroso Legendre,
enviado por la Convención, sin otras fuerzas que la Comuna
revolucionaria, tuvo que autorizar la prisión de este alcalde la noche del
4. Esto era demasiado audacia. ¿Qué consecuencias sobrevendrían?
Nada podía presumirse. Quizás el día 10, había perecido Legendre,
ondearía la bandera blanca sobre Fourmieres y los sardos marcharían
sobre Lion.

591
Conocía Danton el trágico acontecimiento que conmoviendo a
Bretaña la decidió a insurreccionarse. El agente de Danton, Latouche,
llegado de Inglaterra descubrió al de la Convención el hilo de la trama
fatal en la que se había envuelto a casi toda la Francia. Este agente,
Morillon-Laligaut, debía de recibir un cuerpo de siete milhombres. Y de
siete mil hombres no recibió ni uno. Morillon, tuvo el valor de entrar, sin
otro auxilio que algunos guardias nacionales, en las regiones en que se
tramaba la sublevación.
Logró encontrar entercada una vasija de cristal que guardaba la
lista de los nobles conjurados. Toda la plana mayor de la nobleza estaba
inscripta. Todos debían de combatir o perecer. Esperaban un nuevo jefe,
el valiente Malseigne, la mejor espada de la emigración, y una flota que
había de conducir a todos los emigrados de Jersey.
La requisición, que debía de comenzar el día 10, les proporcionaría
más positivos socorros. En Acholet, pueblo de la Vendée, Morillon solo,
perdido entre una muchedumbre de campesinos furiosos, demostró
extraordinario valor. Detuvo a veinticuatro individuos y antes del día 10
los encerró en Saint-Malo. Pero ¿quién sabía todo esto el 10 por la
mañana en París? Lo más lógico era creer que Morillon en la Bretaña y
Legendre en Lion, habían perecido, que la contrarrevolución había
vencido en los dos extremos de Francia.
La situación en Bélgica, como se habrá comprendido, era terrible.
No era de temer solo la retirada del ejército si no su destrucción. Hubiera
ocurrido esto a no ser por la lentitud del general austríaco Coburg, que
no supo aprovecharse de las tropas ligeras, los terribles húsares
húngaros, ni de la indignación de los belgas que, en Brabante, sobre
todo, si hubiesen sido apoyados por las avanzadas, hubiesen caído sobre
los mismos franceses. ¿Qué hacer ante estos peligros? Esperar el
regreso de Dumouriez. ¿Pero qué creer del mismo Dumouriez? Nadie se
fiaba de él y por lo mismo, cuando se tuvo noticia del desastre, todo el
mundo dijo que él solo era el verdadero responsable. Esta fué la opinión
no solamente de los girondinos si no de Danton, de Robespierre, de
Marat.
Tal era el estado peligrosísimo de la situación, tal la tempestad de
noticias espantosas que caía sobre Francia y que hervía en el cerebro de
Danton. Ni tuvo miedo, ni se turbó: tomó su partido. La Montaña veía los
males, pero no sabía aplicar los remedios.
La derecha, preocupada en el movimiento que se desarrollaba en
París, creyó que se trataba de un motín, que había algo artificial; estuvo
lejos de imaginar las causas á que obedecía.

592
Estos hombres de tanto genio ¿estaban sordos, ciegos?... Vivían en
los comités y debían de conocer perfectamente las noticias.
Era necesario acabar con esta parálisis fatal que la derecha
comunicaba a toda Convención. Los exaltados creían que para
resucitarla era necesario' que sonara el cañón de alarma, el espantoso
grito del pueblo de París. Los políticos, especialmente Pache, Danton y
la Comuna, comprendieron que, empleando estos medios, se
desnaturalizarían los hechos. No rechazaron en absoluto las medidas de
terror. Las emplearon y lo contuvieron; sin que costara una sola gota de
sangre arrancaron a la Convención las mejores medidas revolucionarias.
A primera hora, el alcalde y el procurador de la Comuna se
presentaron en la Convención. Solicitaron dos medidas: una de gracia y
otra de justicia: «Socorros para las familias de los que parten a la guerra
y un tribunal revolucionario para juzgar a los traidores y a los malos
ciudadanos.»
Al partir estos, desfilando en el salón ante los representantes,
decían:
«¡Padres de la patria: a vosotros dejamos nuestros hijos!»
—«No os despediremos en la frontera—contestaron los
representantes—si no que iremos con vosotros.» Carnot presentó una
proposición pidiendo que ochenta representantes tomasen las armas y
formaran entre las filas del ejército. Así se acordó.
Los diputados encargados de visitar a las secciones expusieron
que estas insistían en la formación del tribunal revolucionario: «Sin este
tribunal decían—no podréis vencer a los egoístas, que ni quieren
combatir ni ayudar a los que combaten por ellos.»
La demanda fué apoyada por Juan Saint-André, formulada y
redactada por Levasseur y aprobada por la Convención.
El nombre de estos dos miembros, que aparece cubierto de gloria
en las expediciones militares, indica demasiado que, este tribunal, se
adoptó como arma de guerra. No era el cuchillo de la justicia lo qué se
forjaba, si no una espada.
Quienes obligaron a que la Convención aprobase el arma fueron
gentes que ningún daño podían temer de ella. Jamás ha habido hombres
de mayor abnegación que Saint-André y Levasseur. ¿Adivinaron ellos el
empleo que había de darse a esta arma? No, seguramente. Ellos eran
héroes, no verdugos. La sangre que querían derramar para regenerar la
Francia era la de ellos mismos.
¿Quiénes eran estos hombres? Levasseur, un médico, y tal fe
residía en él que, destinado a un regimiento en plena sublevación, le

593
bastó una palabra y una mirada para dominarlo. Saint-André era pastor
protestante y tal era su entusiasmo que creó una marina, la improvisó y
la lanzó contra el enemigo.
El tribunal revolucionario fué votado al principio en términos
generales. No había ofrecido hasta entonces dificultades. Hasta la misma
Gironda parecía reconocer la necesidad de un tribunal excepcional.
Falta regular la organización del mismo. Aquí comenzaron las
dificultades. Para vencer las repugnancias de la Convención, Danton
creyó que se debía emplear el terror.
Habló en sentido misteriosamente significativo, dando a entender
que, si no se aprobaba rápidamente la constitución del citado tribunal,
podían ocurrir terribles sucesos, matanzas... El día 9, Danton, apoyó el
propósito para la constitución del tribunal.
Después alejó toda idea de intimidación y de terror y habló con
elevación, con nobleza: «Consagrad este principio que tiende a asegurar
la libertad de todos, evitando que la sociedad delinca... Suprimamos la
tiranía de la riqueza sobre la miseria. Por deudas nadie debe ir a la cárcel.
Que no se alarmen los propietarios. Nada deben temer. Que respeten a
la miseria y esta respetará a la opulencia...» La Asamblea comprendió a
maravilla la filosofía que encierran estas palabras y unánimemente
convirtió en ley lo que expresó Danton.
Sin embargo, la gente que cometió las violencias que se temían,
no fué llevada a la cárcel ni castigada.
Un numeroso grupo se dirigió a las principales imprentas de los
girondinos, Gorsas y Fieve, rompió las máquinas, desgarró, quemó el
papel, revolvió, inutilizó la letra.
Gorsas empuñó una pistola y pudo atravesar entre estos bandidos
y encontrando cerrada la puerta se escapó saltando por el tejado a la
casa inmediata, refugiándose en su sección. Todo terminó al poco rato.
El grupo se componía de doscientos hombres quienes creyeron
conveniente dispersarse después de esta hazaña.
La noticia de este suceso causó un efecto penosísimo. Gorsas era
representante. La Convención recibió una herida en su inviolabilidad.
Parecía dispuesta a tomar una medida de rigor. Sin embargo, se limita a
declarar en adelante la incompatibilidad de los cargos de periodista y
representante. Esta medida atacaba por igual a Marat que á Gorsas. Este,
suficientemente quebrantado por el motín, aun recibió un nuevo castigo.
¡Justicia extraña! La Convención se mostró débil. La constitución del
tribunal revolucionario se imponía.

594
Los grandes agitadores revolucionarios ¿hasta qué extremo
autorizarían las iniciativas y los preparativos del comité de insurrección
que pondría en práctica el domingo?
Era esta una situación comprometida y más si se tiene en cuenta
que, a cada momento, se recordaban los hechos del 2 de Septiembre. Lo
que nos parecía evidente en el comité de insurrección es que no
pretendía derramar sangre, pues esto perjudicaba a sus propósitos; su
deseo era arrastrar tras sí a la Convención por medio del terror.
A las cuatro de la madrugada, en plena noche, Varlet y los suyos
se reúnen en los Gravilliers. Los que se habían constituido en sesión
permanente eran pocos en número y además sentían sueño: «Somos—
dijeron maliciosamente—los enviados por los Jacobinos. Estos desean
la insurrección y que la Comuna represente los poderes de la
Convención.» La sección de los Gravilliers no obraba casi más que a
impulsos de un cura, Jacobo Roux (el que condujo a la muerte a Luis
XVI). Roux era de la Comuna y dijo que esta no quería precipitar los
acontecimientos. Esperaba la Comuna observar el efecto que causaría
en la opinión el acto cívico que se había de verificar por la noche. La
sección, política y cortésmente, puso a los Jacobinos en el arroyo.
Al amanecer, se dirigieron a una sección menos numerosa todavía,
a la de las Cuatro-Naciones que tomaba asiento en la Abadía. Esta vez
dijeron: «Somos enviados de los Cordeleros y es la voz de los cordeleros
la que expresamos.»
Gracias a esta mentira, obtuvieron la adhesión de los pocos
individuos que formaban en aquel momento toda la sección.
Se aproximaba la hora en que se debía de verificar la comida de
despedida. Con esta adhesión, los jacobinos dirigiéronse a los Mercados.
Allí tenían ya a sus agentes y no desesperaban de arrastrar a la
muchedumbre. Iban a llegar a la Comuna no solamente como portadores
del deseo de los Cordeleros y de los de las Cuatro-Naciones, si no como
indiscutibles representantes del pueblo, del pueblo que no sabía nada de
lo que se fraguaba en su nombre.
El alcalde Pache, más asustado que contento de la dictadura
insurreccional que se ofrecía a la Comuna, encuentra no sé qué razones
para que esperasen. Hebert, les habló en igual sentido. Había necesidad
de ver qué aspecto tomaba la comida cívica.
Finalmente, se propone a toda esta gran masa que fraternice con
los Jacobinos, nuestros hermanos... Los voluntarios del Mercado
aceptan con entusiasmo. La muchedumbre se dirige a la calle de Saint-
Honoré entonando cantos patrióticos. «¡Vencer o morir!». Algunos

595
llevaban ya el sable en la mano. Entran en los Jacobinos. Un voluntario,
no parisién si no del Mediodía, en execrable jerga quiere hacer una
moción. La patria no se puede salvar más que ahogando a los traidores;
esta vez «es necesario matar a los ministros pérfidos y a los
representantes infieles...» Esta proposición no asustó a los jacobinos.
Uno de estos se levantó y dijo: «Mejor fuera que inmediatamente
detuviéramos a los traidores...» La proposición primera con esta
enmienda iba a ser votada. Afortunadamente la advirtió la Montaña
(muy probablemente avisada por Danton y Robespierre). Dubois-Grancé
entró en este preciso momento y pidió la palabra.
Era un hombre de talla colosal. Habló franca y resueltamente, sin
temor; dijo que, queriendo salvará la patria iban a perderla.
Repentinamente cambia el pueblo de opinión: «Tiene razón ese
hombre,» dice la gente. Salen de los Jacobinos. La mayor parte forma
nutridos grupos, atraviesan el Sena para ir a fraternizar con los
cordeleros. Algunos marcharon al ministerio de la Guerra, en donde
dieron gritos de muerte contra Bournonville, a quien creían autor del
desastre de nuestro ejército.
Lo ocurrido en los Jacobinos tuvo un testigo propenso al espanto
y a sufrir la viva impresión del terror. La mujer de Loubet vivía muy cerca
de los Jacobinos, y cuando se enteró del principio de la sesión corrió
como una loca a advertir a su marido de los peligros; éste avisó a todos
los demás girondinos. La esposa de Louvet no se enteró del giro pacífico
que había tomado la sesión, merced al discurso de Dubois-Francé.
Es oportuno decir en qué estado se encontraba la Convención. La
sesión del 10 se abrió con una denuncia de la derecha. Decía esta que se
tenía el propósito de intimidar a la Convención y que se pretendía
cometer algún acto sangriento (las mujeres no acudieron a la sesión).
Barere rogó que se tuviera valor y dignidad, añadiendo que él nada
temía. En alta voz dijo: «¿A qué temer por la cabeza de los diputados?
¿Acaso no reposan estas sobre la existencia de todos los ciudadanos?
¿Quién osará tocarlas? El día que ocurra este crimen París quedará
aniquilado.» Pasa esta cuestión a la orden del día.
Se leen algunas cartas del general Dumouriez y, contra lo que se
esperaba, Robespierre dijo que tenía confianza en él. Palabras muy
políticas y en aquel instante incluso patrióticas. El peligro más grande
hubiera sido quebrantar la fe del ejército en el hombre que tenía entre
sus manos la salud pública. Robespierre añadió con muy buen sentido
que, los momentos, reclamaban un poder fuerte, secreto, rápido, una
vigorosa acción gubernamental. Robespierre repitió sus continuas

596
acusaciones contra la Gironda. Dumouriez había pedido hacía tres meses
invadir Holanda, pero la Gironda se negó a ello.
«Todo esto es verdad—dijo Danton—pero menos sé trata ahora de
examinar los males que de aplicar los remedios. Cuando arde el edificio
no pretendo salvar los muebles, si no sofocar el incendio. No podemos
perder un momento para salvar la República. ¿Queremos ser libres? Si
queremos serlo marchemos a la guerra, tomemos Holanda. Después
Inglaterra no vivirá ya más que para la libertad. En esta nación no ha
muerto el partido de la libertad y precisamente espera el momento de
manifestarse. Tended las manos a cuantos ansían su emancipación. Así
se salvará la patria y se librará el mundo.
«Que partan nuestros comisarios; que partan esta noche, ahora
mismo y que digan a las clases adineradas: «Queremos que la
aristocracia de Europa sucumba bajo el peso de nuestros esfuerzos y de
nuestro poder; que pague esa aristocracia nuestras deudas o pagadlas
vosotros. ¡Vamos, miserables, prodigad vuestras riquezas!» (Nutridos
aplausos). Ved, ciudadanos, qué hermoso porvenir nos espera. ¡Cómo!
¡Tenéis a vuestro lado una nación entera que os sigue, la razón por punto
de apoyo y aún no habéis transformado el mundo! (Aumentan los
aplausos). Para esto es necesario carácter, decisión, arrojo y
verdaderamente estas cualidades han flojeado. Dejo a un lado todas las
pasiones. Excepto la del bien público me son indiferentes ahora. En
circunstancias críticas, cuando el enemigo estaba á das puertas de París,
os dije: Vuestras discusiones son pequeñas. ¡Yo no conozco más que al
enemigo! (Grandes aplausos). Quienes se entretienen hablando en vez
de ocuparse en la vida de la República son unos traidores y los
desprecio.»
Esta era la revelación completa del pensamiento de Danton, que
provocó el entusiasmo y la admiración general; todos los representantes
se olvidaron de sus pequeñeces y se elevaron sobre si mismos; habían
desaparecido los partidos. Pero Danton conocía muy bien el espíritu
inconsecuente de las Asambleas; por lo mismo, confió poco en que los
representantes perseverasen y aseguró el golpe clavando en las almas
el aguijón del terror: «He de advertiros a todos que no me importan ni
mi reputación ni mi personalidad. Yo quiero que se salve la Francia. Poco
me molesta que me llamen sanguinario. Bebamos la sangre de los
enemigos de la humanidad si es necesario; combatamos,
conquistemos.»
Nadie, al oír estas palabras, dudó de que Danton estuviese en
connivencia con los que pedían el derramamiento de sangre. Y, sin

597
embargo, era lo contrario. El mismo advirtió a los girondinos el peligro
que corrían.
La Asamblea quería tan solo tomar una medida que tranquilizara
momentáneamente los ánimos, por ejemplo, detener a dos generales
sospechosos, cuando un individuo que hablaba raras veces tomó aquí
una gran iniciativa. Dijo que se declarase la sesión permanente hasta
constituir un Tribunal revolucionario.
Este miembro era un apreciado legista amigo de Cambon y
compañero en la diputación de Montpellier, tan moderado como
Cambon violento é irascible; fué el primer relator del Código civil (Agosto
del 93), más tarde segundo cónsul, archicanciller del imperio: era el
grave y dulce Cambacéres. Este se aproximaba a quienes estaban
dotados de una cualidad que él no poseía, la acometividad y el valor
personal, la energía viril. Si en otra época se ligó á Bonaparte, en el 93 y
en dos ocasiones decisivas se colocó al lado de Danton. Solo en toda la
Convención, él solo apoyó la proposición de Danton que hubiera salvado
la vida del rey; votó Cambacéres entonces por la vida de Luis XVI y,
ahora, el día 10 de Agosto, podía decirse que había votado por la muerte
al autorizar, con su palabra siempre moderada y suave, la creación de un
tribunal revolucionario. Cambacéres dijo: «Todos los poderes se os
confían; debéis ejercerlos todos; no puede haber separación entre el
cuerpo que delibera y el que ejecuta... No cabe seguir ahora ya los
procedimientos ordinarios...»
Estalla una tempestad de gritos: «¡A votar, a votar!»
Buzot pronuncia un discurso bellísimo, elocuente: «Se quiere un
despotismo más afrentoso que el de la anarquía (aquí gritos furiosos de
protesta). Yo doy gracias por cada momento que transcurre de mi vida a
quienes me conceden el favor de vivir. Yo quiero salvar en este asunto
mi responsabilidad, la memoria de mi nombre para el porvenir, quiero
huir del deshonor votando contra la tiranía de la Convención. ¿Qué
importa que el tirano sea uno o tenga múltiples formas? ¿Cómo acabará
el despotismo si todos los poderes estarán concentrados aquí?»
Lacroix consiguió que se discutiera la proposición, y Robert Lindet,
el abogado de Evreux, sacó de su bolsillo el proyecto redactado. Lindet,
por sobrenombre la hiena (no merecía este duro apelativo), era un
abogado del antiguo régimen, moderado por temperamento;
perteneciente a la vieja escuela monárquica, acostumbrado a juicios por
comisiones aplicaba sin escrúpulos a las necesidades revolucionarias las
ordenanzas de Luis XVI, sobre todo, las que hizo para acabar con los
protestantes. En el arsenal del Terror monárquico encontró los

598
elementos: para el nuevo Terror. Poco trabajo tenía que hacer: cambiar
una palabra: donde decía el rey debía colocar la Convención.
«Nueve jueces nombrados por la Convención, juzgaran los
procesados por decreto de esta. No se empleará ninguna forma de
instrucción. No hay jurados. Todos los procedimientos son buenos para
formar la convicción del delito cometido.
» Se perseguirá no solamente a los prevaricadores, si no a los que
deserten de sus puestos o sean negligentes en el cumplimiento de su
deber; a los que, con sus palabras, escritos o hechos, pudieran engañar
al pueblo; a los que ocuparan antiguas plazas y pretendan prerrogativas
usurpadas por los déspotas.»
A esto hay que añadir una manifestación verdaderamente tiránica:
«En la Cámara habrá siempre un miembro para recibir las denuncias.»
«Esto es la inquisición—dijo Vergniaud—esto es peor que el
tribunal de Venecia.»
«Ciertamente—dijo Cambon—yo he reclamado la creación de un
tribunal revolucionario, porque entiendo que hace falta, pero en distinta
forma. ¿Qué valla opondréis a la tiranía de esos nueve jueces? ¿Y si
sentencian a la misma Asamblea?»
«¡Ah—grita furioso Duhan—y habláis con menosprecio de loe
jurados! ¡Ved si lo son los patriotas degollados en Lieja! Eso es un
tribunal execrable a propósito para asesinos.»
Cambon añade: «Con tribunal semejante no encontraréis un
hombre honrado que quiera intervenir en las funciones públicas.» Barere
lo apoyó: «Los jurados son la garantía para los hombres libres.»
Al oír esto la Montaña parece que siente un golpe en el corazón.
Billaut-Varennes dijo que estaba de acuerdo con Cambon y que en tal
tribunal debían figurar jurados nombrados por las secciones.
Los montañeses se dividen: «Nada de jurados, dice Phelippoaux.»
Otros montañeses quieren jurados.
Por fin se obtuvo el jurado. La Convención quedaba facultada para
nombrarlo del seno de las secciones y departamentos.
Se levantó la sesión. Danton permaneció en su asiento y con gesto
y voz terrible dijo: «Ruego a los buenos patriotas que permanezcan en
sus puestos.»
Todos se sentaron de nuevo: «¡Pero qué, ciudadanos, ¿os vais a
marchar sin tomar ninguna de las grandes medidas que exige la salud
de la patria? Pensad en que, derrotados Miranda y Dumouriez, vendrán
obligados a deponer las armas ante el enemigo, sufriendo la nación un
golpe que la arruinaría. Los enemigos de la libertad se muestran

599
audaces, y si nos vencieran en toda la línea serían provocadores. Dentro
de Francia es preciso primero garantizar la vida de los ciudadanos
constituyendo un tribunal de alta justicia que contenga los perversos
intentos de los reaccionarios y evite que retroceda el país en su triunfal
marcha para la conquistado la libertad universal. Constituyamos, pues,
este alto comité de justicia. Organizado éste, enviemos nuestros
representantes a la guerra, creemos un nuevo ministerio, una marina...
que la patria tenga en todas partes su defensa. Son respetadas las
naciones cuando son temibles. Desarrollemos toda la fuerza nacional,
pero sin designar para su dirección más que a los ciudadanos que,
estando en continuo contacto con vosotros, nos aseguren el
cumplimiento exacto de las medidas aprobadas por vosotros. Aun no
somos un cuerpo constituido; es preciso trabajar con ahinco para serlo,
si queremos desempeñar el papel que reclama nuestra categoría.
«Resumamos. Esta noche aprobemos la constitución del tribunal y
la formación de un nuevo ministerio; mañana organización militar y
partida de nuestros representantes; que nadie objete si son de la derecha
o de la izquierda; son patriotas solamente. Elevada Francia, podrá serena
y resueltamente marchar sobre el enemigo, invadir Holanda, libertar
Bélgica y echar los gérmenes de la-revolución política de Inglaterra. ¡Que
nuestras armas lleven a todas partes la libertad y la dicha del pueblo!
¡Que sea vengado el mundo!»
A las siete de la noche se levantó la sesión. En aquel momento,
Loubet, advertido por su mujer, llegó jadeante y avisó a la derecha que
un grupo armado marchaba a la Convención para degollar a algunos
representantes. A quienes no encontró en la Asamblea, Louvet fué á
advertirles en su propio domicilio. La mayor parte no creyó muy
oportuno inmolarse el día 10 favoreciendo los planes de los asesinos y
tomó las necesarias medidas para su conservación. El girondino
Kervélégan fué al arrabal de Saint-Marceau y puso en movimiento a los
honrados y valerosos federados bretones que aún no habían salido de
París; el ministro de la Guerra, Bournonville, se puso a su frente,
organizó patrullas, dio órdenes... No encontró a nadie. El grupo se había
disuelto. Ni un ruido sospechoso se oyó. Un girondino, Petion, juzgó con
una frase gráfica el movimiento, y lejos de buscar un refugio permaneció
en su casa. Cuando Louvet llegó acalorado y le comunicó los peligros
que corría para que se pusiera a salvo, Petion, frío por naturaleza y que
en pocos años había adquirido provechosa experiencia de las
revoluciones, abrió la ventana y dijo sencillamente: «¡No ocurrirá nada:
está lloviendo!»

600
Dos ministros, los menos amenazados, fueron a la Convención al
objeto de informarse. Encontraron a Pache en su actitud ordinaria de
tranquilidad. Pache siempre estaba así; aunque se le hicieran cargos en
pleno consejo o se le gritara muy fuerte no perdía su imperturbable
calma. Contestó a los ministros que el comité de insurrección, Varlet y
Fournier, habían esperado largo rato en la Comuna, que Hebert había
aplaudido los propósitos del comité y Varlet y Fournier salieron de la
Comuna diciendo que esta no era más que refugio de aristócratas.
Varlet y su banda habían dicho que era necesario «arrestar
doscientos representantes girondinos.»
¿Qué hacía entretanto el arrabal de San Antonio? Su actitud lo
decidió todo. Santerre, el general cervecero, pronunció un discurso
ininteligible. El arrabal comprendió todo lo que quería decir el cervecero
y no le hizo caso. Fracasó el movimiento. Santerre y Pache tuvieron que
prestar ante la Convención juramento de buenos ciudadanos. Ambos
convinieron en achacar el suceso a manejos de los realistas. Era
necesario sacrificar a Varlet, Fournier, etc. Santerre presentó así la cosa,
diciendo que el movimiento tenía por objeto instaurar la monarquía con
el nombre de Igualdad, pero que nada había que temer. Habló
jactándose de haber evitado que el arrabal prestara su apoyo al
movimiento, cuando era el arrabal quien no había hecho caso de sus
excitaciones sospechosas.
Cuando Santerre explicaba esto la Asamblea era poco numerosa.
Se abrió la sesión a las nueve de la noche, pero gran número de
diputados dejó de asistir. La Asamblea estaba casi desierta. Todo
presentaba un aspecto triste, siniestro. En la sala oscura, desguarnecida
en el centro, destartalada, debían permanecer de pie los diputados,
porque muchos sentían escrúpulos de sentarse. Lo más significativo es
que el silencio profundo de la derecha parecía corroborar el terror que
se apoderaba de las gentes. En la extrema derecha, que ocupaba la
Gironda, veíase a Vergniaud.
Sea por la superior sagacidad de su espíritu ó por el desprecio de
la vida, arrostró todos los peligros y se sentó en aquellos bancos que
parecían estar habitados por la tristeza y la muerte. Soportó artículo tras
artículo pacientemente la lectura del terrible proyecto de Lindet. No dijo
más que una frase: «Pido que la votación sea nominal. Conviene conocer
quiénes son los amigos de la libertad y quienes los que la nombran
siempre para aniquilarla.»
También solicitó la votación nominal un hombre honrado. La
Reveillere-Lepeaux.

601
Las palabras de Vergniaud significaban la decadencia del
girondismo.
Un montañés dijo que no era partidario del jurado en el tribunal
revolucionario: «No, dijo Thuriot el amigo de Danton, los jurados son
necesarios, pero deben opinar en altavoz.» Estas palabras encierran un
fondo de terror.
La Convención durante esta noche, sin dinero, ni fuerza, ni ejército
organizado, creó un fantasma.
Evocado este por toda Europa contra Francia por los realistas, el
Terror, fué el sueño sangriento que vivió en la imaginación de todos.
El ejército retrocedía desmoralizado, harapiento, fatigoso... La
Asamblea vio el Terror en la frontera. Exhausto el Tesoro, no teníamos
para saldar las cuentas de la guerra universal más que treinta millones
en billetes. El crédito de mil millones votado no se llegó a efectuar. En el
fondo del arca nacional no había otro depósito que el fantasma del
Terror.
¿Qué enviar a Lion, Bretaña, Bélgica, la Vendée? Nada. Solo una
fuerza existía con gran poder en Francia: La justicia revolucionaria. No
costó más que un decreto, una hoja de papel.
¡Costó más! Costó el corazón de la misma Francia; la muerte de los
fundadores de la República, de los mejores amigos de la patria, la cabeza
de Danton, de Vergniaud, la sangre de quienes votaron y de quienes se
negaron a votar, de quienes representaron la protesta de la ley y de
quienes fueron como la Necesidad de la patria.
¡Necesidad, fatalidad!... Cuanto fué benéfico a la libertad en el 92,
fué fatal durante el siguiente año.
El mismo domingo 13 de Marzo, cuando la Convención instituía en
París el tribunal revolucionario, los realistas insurgentes constituían uno
en el Loira inferior y el Marais. Por la mañana comenzaron las matanzas
en la Vendée. Los campesinos insurrectos reaccionarios,
contrarrevolucionarios, mataron en menos de seis semanas quinientos
cuarenta y dos patriotas.

602
CAPITULO V
La Vendée (Marzo del 93)

Coincide la Vendée con la invasión. —Primeros caracteres de la Vendée, enteramente


populares. —La Vendée es la revolución del aislamiento e insociabilidad. -La Vendée se unió
más tarde a Francia. —La propaganda de los curas. —Cathelineau, el hombre del clero. —
Originalidad de Cathelineau en su propaganda eclesiástica. Los primeros excesos en Cholet.—
La matanza de Machecoul comienza el 10 de Marzo.—Tribunal de realistas en Machecoul
(Marzo-Abril).—Explosión en Saint- Florent 11-12 Marzo).—Cathelineau y Stoffet (13 de
Marzo).—Ejército de Anjou y de Vendée.—Toma de Cholet (14 Marzo 93).—Matanzas de
Pontivy, la Roche.—Bernad, etc.—Continuación de las matanzas de Machecoul.—Los escasos
obstáculos que encontró la Vendée.—Su victoria en el Marais (19 Marzo).—Valentía de los
republicanos bordeleses y bretones.—Nantes.—La Vendée no tenía aun jefes pertenecientes a
la nobleza.

Contemplad ahora a Nantes, al Loira Inferior y los cuatro


departamentos que\los rodean; la gran ciudad está encerrada en un
círculo de fuego.
Es el domingo 10 de Marzo. Después de oír misa, las masas
agrícolas se han diseminado en grupos dispuestos a caer
inevitablemente sobre las poblaciones. El primer acto fué la matanza de
Machecoul.
La explosión de Saint-Florent se efectuó el 11 y 12. Las matanzas
de Pontivy, de la Roche, Bernad y otras poblaciones bretonas, se
ejecutaron el 12y 13. El 13, tomó las armas el héroe de la insurrección
vendeana, el carretero Cathelineau, que comenzó el movimiento de
Anjou.
Los datos presentan aquí una significación tremenda.
El primer ensayo de la Vendée, la abortada tentativa del 92 se
verificó el 24 de Agosto, día de San Bartolomé, en el momento mismo
en que supieron que los prusianos habían puesto sus pies en Francia.
La Vendée del 93 comenzó el 10 de Marzo* El día 1. ° los austríacos
forzaron las líneas francesas, las tropas retrocedían. El 10 por toda
Francia se proclama la requisición. Los guardias municipales llamará los
franceses para que salven el país. ¿Quién responde? La Vendée, la
Bretaña, etc., insurreccionándose. La Vendée antes que batirse por la
República se batirá contra la misma Francia.
Las Pascuas que se aproximan serán la fiesta consagrada á las
víctimas humanas. Cuaresma santificada por la sangre como en las
Vísperas Sicilianas.

603
El primer período de este sangriento drama es la cuaresma del 93,
el día 10 de Agosto. Hubo también un entreacto. Muchos campesinos
abandonaron algunos días las armas y regresaron a sus tierras para
escardar y sembrar.
No tiene este primer acto el carácter que se le atribuye de una
guerra feudal, de un pueblo que se subleva contra el déspota. Los jefes
fueron un carretero que hacía también de sacristán, un barbero, un
criado y un viejo soldado.
Los nobles aun sentían cierta repugnancia a ingresar en el
movimiento insurreccional o al menos a ser los jefes del mismo.
Decidiéronse solamente cuando vieron al campesino, terminadas las
faenas del mes de Marzo, empuñar las armas perseverando en su
entusiasmo y su ardor.
Este movimiento, en sus comienzos, tuvo un carácter
eminentemente popular, el carácter de una fiesta horrible; fué como la
borrachera feroz de las masas huertanas saciando su odio contra los
señores. De la capital. El campesino aborrecía a esta por tres diferentes
aspectos: odiaba a la capital como autoridad de donde emanaban las
leyes, como centro capitalista donde debían explotar las fatigas de su
finalmente trabajo y como un ser superior, moral y materialmente. El
obrero mismo de la capital significaba un algo aristocrático.
Era natural. Estos campesinos no tenían comunicación más que
con sus bestias.
El Papa, el año 90 predicó en favor del rey y en Febrero del 92 el
clero de Angers continuó esta labor.
La Vendée estalló dos veces, como se ha visto en él momento
preciso de la invasión.
¿Qué parte tomaron el clero y la aristocracia en los comienzos de
la insurrección?
La nobleza ninguna.
Inútilmente se intentó constituir sociedades bretonas en el Pitou.
La muerte de Luis XVI aterrorizó, abismó a los nobles. Muchos fueronse
a Coblentz en calidad de emigrados, pero les fastidió este destierro
voluntario y regresaron a sus hogares, rehuyendo todo interrogatorio
acerca de su viaje.
El clero ejerció grande presión en la Vendée, pero en desigual
forma: trabajó con actividad en el Anjou y Bocage, con menos
entusiasmo en Marais y en la Bretaña.
Nada hubiera ocurrido en la Vendée ni en Bretaña si la República
no hubiese arrancado al campesino de sus tierras y no lo hubiese

604
conducido a la frontera para batirse por la República contra el invasor;
cuando profesaba profunda antipatía a la República.
Ningún efecto hubiesen causado los sermones, la infame
propaganda de los curas.
La requisición fué la verdadera piedra de toque de la Vendée.
Bajo el antiguo régimen jamás se pensó en la creación de milicias
formadas por campesinos a quienes se les hacía abandonar la faena. El
vendeano forma un solo organismo, digámoslo así, con la tierra que él
labra y fecunda. Hacerle abandonar entonces el campo era como
arrancar una rama de un árbol. Antes era capaz de luchar el huertano
contra el mismo rey que alejarse de sus tierras. El vecino de Marais que
vive con medio cuerpo en el agua, adora su país de fiebres. Forzar a este
hombre acuático a una lucha sobre terreno seco era imposible.
El clero dio a sus secuaces una especie de unidad fanática, pero
esta unidad debíase en gran parte a la pasión común que animaba tan
diversas poblaciones, su profundo espíritu local.
Sí, la Vendée significa la revolución de la insociabilidad, del
aislamiento. Las Vendées aborrecen a la capital, pero se odian entre sí.
Por fanáticas que fueran no fué el fanatismo religioso el que las lanzó a
la lucha: fué algo como el egoísmo, el interés, la avaricia, la falta de amor
patrio, la carencia de condiciones para el sacrificio. Cariño hacia el trono
y el aliar lo sentían, eso sí; respeto y aún sumisión a los curas también,
pero ni por unos ni por otros se sentían con sangre en las venas para
abandonar el terruño y luchar en la frontera. Esto les hizo empuñar las
armas para batirse en Francia contra la República, contra la Revolución,
contra la luz.
Escuchad cuan ingenuamente lo declaran en la proclama que
publicaron hacia fines de Marzo: «Nada de milicias; dejadnos en
nuestros campos; vosotros decís que está encima el enemigo, que
amenaza nuestros hogares. ¡Pues bien, dejadlo que entre, que en
nuestros hogares es donde sabremos combatirlo!...
O, dicho de otro modo: «¡Que entra el austríaco y recorre la
Francia, devastando y destruyendo! Y bien. ¿Qué le importa la Francia a
la Vendée? ¡Que muera la Francia y el mundo!»
¡Oh, desgraciados, vosotros mismos os condenáis!
No queréis luchar por la Francia y escogéis como jefes para batiros
contrasella a gente de peor categoría que los bandidos.
Vuestra revolución es baja, grosera, repugnante. Mejor dicho, lo
que habéis hecho no es una Revolución. No infaméis con vuestro acto
tan hermoso nombre.

605
La Revolución, sean cuales fueren sus desvarios, fué la lucha por
la unidad de la patria.
Y la Vendée, aunque tuviera notable apariencia democrática, fué la
Discordia.
Dicen que la Vendée fué como el combate entre los derechos
opuestos de distintas regiones.
Y este combate cuando existía una coalición universal contra
Francia ¿qué hubiera sido más que la muerte de ésta?
Las discordias de la Vendée eran como el arma homicida con la
que se asesinaba la nacionalidad.
Hemos visto qué espíritu animaba a los franceses de todas partes;
podemos por lo mismo juzgar con imparcialidad.
La Francia del Oeste ha abierto los ojos finalmente y ha visto que
se batió por el triunfo de sus verdaderos enemigos.
Charette murió desesperado y su última palabra fué un doloroso
anatema contra la Vendée.
Convenciéronse aún más cuando en 1815 vieron entrar los
Borbones, cuyos jefes militares no se aventuraban en el territorio más
que llevando tras sí un millón de hombres, quienes por todo
agradecimiento exigieron inmediatamente al campesino su derechos
señoriales.
Donde ocurrió algo grande fué en Auray, cuando la hija de Luis XVI
se presentó ante treinta mil campesinos. Todos la reconocieron. «¡Cuán
pequeña era cuando murió su padre!» Derramaron lágrimas de dolor. La
hija del rey tenía los ojos secos. No podía perdonará Francia, ni siquiera
a la Vendée. Esta conducta operó un fenómeno. Desde entonces fué la
Vendée para la Francia. La Vendée era ya patria francesa. Incorporaba su
espíritu al de la nación.
El centro político de los curas, la base de las operaciones era
Angers. Allí se reunían todos los que en el Maine y Loira no quisieron
prestar juramento.
Sometidos a la vigilancia de una capital muy patriota, inquietos,
impacientes, sentían la necesidad de la guerra civil. Sus efectos eran
arrojar las masas de campesinos ignorantes sobre las capitales. Los
curas provocaban la guerra arriba y abajo, entre la aristocracia y el
pueblo. Su activa propaganda se extendía desde la Vendée hasta el
Loira.
El centro para la propaganda fanática con la que manejaba a los
vendeanos era Saint-Laurent-sur-Sévre, cerca de Montaign.

606
Gran número de órdenes religiosas diseminadas por las
poblaciones preparaban la explosión.
Hallábase en Pin-en-Mauges, pueblecito inmediato a Beaupreau,
entre Angers y Saint-Laurent, el individuo que jugó un papel principal en
la insurrección. Cathelineau era sacristán de la iglesia del lugar;
pertenecía al clero; el primer uso que hizo de sus triunfos fué poner la
insurrección en manos de los curas, exigiendo la creación de un consejo
superior en el que sobresaldrían los curas y los nobles. Un cura infame,
pero sagaz, el de Angers, regentó el consejo.
El clero minaba la tierra, abriendo profundos pozos, anchas calles.
Bernier supo cubrir con un velo ante la historia cuanto se hizo en
aquel consejo.
De su principal agente nada o casi nada se sabe.
Bernier fué cauto, habilísimo artista.
No conservó a su lado a nadie que no creyera ciegamente que el
movimiento insurreccional era inspirado desde lo más alto.
De la vida de Cathelineau solo se conocen tres meses, desde el 12
de Marzo hasta el 9 de Junio, en que fué herido de muerte en el ataque
de Nantes.
Nada indicaba que Cathelineau debiera tomar tan importante
iniciativa en la insurrección.
Cathelineau era un hombre de aspecto inteligente en apariencia,
pero en su alma no existían sentimientos elevados, ni su mediana
educación le permitía nobles expansiones. Su cabeza cubierta de negros
cabellos era bastante bella; tenía la nariz afilada, era alto hasta medir
cerca de cinco pies y poseía sonora voz. Era recio, fuerte, duro; tenía muy
buen sentido de las cosas y su valor y sangre fría estaban en perfecto
equilibrio con su prudencia y su circunspección.
Pertenecía a una familia de albañiles y él lo había sido. Casado y
cargado de familia tuvo necesidad de ganar mucho para sostener a los
suyos. La necesidad hízole adoptar muchos oficios. Uno de ellos fué el
de cardador.
Durante algunos ratos trabajaba de albañil, después manejaba la
lana y su mujer el lino.
Cathelineau iba a vender todo esto a los comerciantes,
especialmente a las de Beaupreau, en donde encontró a dos amigos y
otra gente de su jaez que se le unieron a la insurrección.
Quien conozca la vida de los pueblos de provincia, comprenderá
perfectamente que Cathelineau y sus amigos no podían ejercer sus
industrias más que por el favor eclesiástico. Sin los curas nada hay

607
posible en estas vecindades. Cathelineau quería profundamente a sus
hijos. Hubo de hacerse sacristán de su parroquia. Un sacristán
comerciante en hilazas podía vender más fácilmente la mercancía.
Después compró un carro; fué carretero, ordinario y mil cosas más.
Un hombre tan avisado, discreto, debía conservar mejor que nadie
los secretos del clero.
Un hecho ha demostrado que este hombre tan raro era muy
superior a sus señores.
El clero, después de cuatro años de trabajo no lograba arrastrar a
las masas. Más furioso que convencido, no encontrábalos elementos
necesarios para remover la opinión. Las bulas publicadas y comentadas
no eran suficientes; el Papa que «está en Roma» parecía vivir muy lejos
de la Vendée. Los milagros escaseaban, y por muchas que fueran las
malicias y socaliñas de los curas, mayores eran aun las dudas de la fe de
aquella gente. Cathelineau imaginó una cosa ingenua, infantil, que causó
más impresión que todas las mentiras. Y fué esta, que en las parroquias Comentado [JLVY4]:
cuyos curas habían prestado juramento no se sacara el Cristo en las
procesiones más que envuelto en negros crespones.
La sensación que esto produjo en el espíritu de los fanáticos fué
inmensa. No hubo mujer que viendo a Cristo en esta guisa no derramara
torrentes de lágrimas. Parecía que Cristo sufría una segunda pasión.
¡Cuántos insultos se dirigían contra los que iban a amargar de nuevo la
vida del Salvador! «¡Parecía increíble, decían algunos, que hubiese
hombres fuera de la ley de Dios!»
Más de una vez hubo rivalidades y colisiones entre pueblos de
distinta opinión, respecto a si se debía o no mostrar a Cristo entre negras
gasas o como hasta entonces.
Cathelineau no aparece en la insurrección vendeana del 92. No
tuvo esta un carácter general.
En los campos no se marchó de acuerdo. Al contrario que en las
capitales, donde por la cohesión y la unanimidad se logró sofocarlo todo.
Cholet, entre otras, mostró grandes bríos. Era entonces Cholet como un
centro de manufacturas, rica en fábricas de pañuelos de seda. Los
Cambon y otros industriales de Montpellier que se habían establecido
allí dieron ocupación a muchos obreros. El 24 de Agosto del 92, cuando
la Vendée respondió a la señal de los emigrados y de los prusianos que
entraban en Francia, los obreros de Cholet se proveyeron de picas y
fueron a Bressuire, castigando con energía a los que simpatizaron con el
enemigo.

608
Dicen que hubo actos de barbarie, mutilaciones, hechos no
probados.
Hubo algunos muertos.
Los tribunales, procediendo magnánimamente, pusieron en
libertad a todos los prisioneros.
Los campesinos guardaron rencor a los obreros de Cholet.
Derrámase sangre el 4 de Marzo. Una inmensa muchedumbre se agita.
Un comandante de la guardia nacional se acerca amigablemente a los
grupos; la gente se arroja sobre él, lo desarma y lo arroja en tierra y de
un sablazo le cortan una pierna.
El llamamiento general para la frontera irritó aún más el odio de
los campesinos contra Cholet, contra las capitales. Llamábase ley de la
requisición a este llamamiento. La Convención imponía a las
municipalidades la terrible carga de improvisar un ejército,
comprendiendo material, esto es, hombres y armas.
La Convención concedió el derecho a utilizar no solo las reclutas,
si no a emplear cuantos medios pudieran facilitar el trabajo.
Nada tan propio como esto para enfurecer a los vendeanos.
Se decía que la República iba a pedir las bestias de la labranza, a
llevarse los toros... «¡Gran Dios! ¡A tomar las armas contra la
República!»
La ley de requisición autorizaba a las familias a que se
constituyeran si así era su deseo para formar en el contingente. Si había
un muchacho muy necesario a su familia la municipalidad lo dejaba y
ponía otro en su lugar.
Esto era arbitrario y multiplicaba las cuestiones. Con tan
imprudente ley la Convención puso a todo el país en continua riña. Un
guardia municipal a quien los campesinos quisieron matar pudo librarse
diciendo: «¡No soy de la República! ¡Jamás encontraréis un guardia más
aristócrata que yo!»
Estos feroces odios estallaron el día 10 en Machecoul. Tocose a
somatén y una espantable masa rural se arrojó sobre la pequeña capital.
Doscientos patriotas salieron inmediatamente. La masa los aplastó.
Entró de golpe, lo llenó todo. Era domingo, fué como la fiesta de su
venganza. Para su divertimiento hasta mataron al cura de Cholet, pero
no de un golpe, si no poco a poco, gozándose en su martirio, hiriéndole
en la cara. Después de este acto de barbarie se organiza la caza de
patriotas. Frente a estos vándalos, dando a la macabra fiesta un aspecto
carnavalesco de furor aspecto y de sangre, ya un individuo sucio, de
cabellos crespos y desordenados tocando una bocina. Este, cuando

609
divisaba a un patriota, tocaba el instrumento; corría la muchedumbre y
daba un golpe de muerte al patriota, dejándole agonizante sobre el suelo
y seguía luego al director, dejando que las mujeres y los niños rematasen
a pedradas a la víctima.
Esto solo fué una especie de introducción. En Machecoul, los rea¬
listas constituyeron un tribunal e hicieron venir masas de patriotas desde
todos los pueblos para juzgarlos.
Fué el tribunal de la venganza. Las matanzas continuaron hasta el
22 de Abril.
Todo esto comenzó veinticuatro horas antes de que en la alta
Vendée ocurriera nada. Se decidió esta cuando lo de Saint-Lorent.
Una muchedumbre compuesta de gente joven recorrió las calles
plena revuelta. Trató de detener a un criado llamado Forest, quien,
habiendo servido a un emigrado, volvió a Francia sin intervenir para
nada en las funciones públicas. Forest disparó su pistola y mató a un
gendarme. El disparo de la pistola de Forest repercutió en los cuatro
departamentos. Se oyó la amenazadora voz del cañón. Nadie se
intimidó, sin embargo. Los campesinos subieron a las murallas y
mataron a bastonazos a los artilleros.
Saint-Florent tiene escasa importancia, pero conviene indicar su
situación topográfica.
Desde su parte más elevada se ve el río que divide los
departamentos. A la parte opuesta los dos departamentos eran de
carácter sombrío y mudo, con muy poca agua, mirando al Loira como
esperando una orden. Saint-Florent y Ancenis son como pequeñas
ventanas, desde las cuales la Vendée miraba la encrucijada que forman
los departamentos del Oeste.
Cuando sonó el cañón de Saint-Florent repicaron las campanas del
Anjou y Pitou.
Ya en lo que se puede llamar la base de la Vendée, alrededor de
Machecoul, sonaba desde el domingo el toque de somatén. En todos los
lugares que coronan los montes de Bocage, Montaigu y Mortagne se oía
el mismo toque de alarma. Cholet estaba aterrorizada. Más de cien mil
campesinos habían abandonado ya las tareas del campo. Se
aproximaban las Pascuas. Las mujeres llenaban las iglesias. Los
hombres en grandes masas permanecían en el atrio... Las campanas
lanzadas al vuelo ensordecían; embriagaban a la muchedumbre,
esparciendo en la atmósfera la fuerza eléctrica de un huracán.
¿Qué hacía Cathelineau? Demasiado entendió la significación del
combate de Saint-Florent, las descargas del cañón. No podía ignorar (el

610
día 12) las afrentosas matanzas del día 10, matanzas que habían
comprometido ya todo el litoral vendeano. Todo el país parecía temblar.
Se comenzó a creer que se trataba de una grave cuestión.
Cathelineau, por previsiones de padre de familia o por prudencia
militar, se puso aquel mismo día a amasar pan. Un sobrino recién
llegado de Saint-Florent le relató lo ocurrido. Cathelineau continuó
amasando la harina. Al poco rato entran en su casa varios vecinos, el
sastre, el carpintero, el herrero y el zapatero: «¿Y nosotros qué
hacemos?» preguntan á Cathelineau. En la casa de éste llegaron a
reunirse hasta veintisiete individuos decididos a todo.
Cathelineau vio entonces que esto estaba en su punto.
Ni siquiera lleva al horno su amasijo. Empuñó su fusil.
Salieron juntos de su casa veintisiete. Antes de llegar al extremo
del pueblo eran ya quinientos. Toda la población. Todos eran gente
robusta, fuerte, valerosa, lo mejor de la insurrección vendeana, que se
colocó siempre resueltamente frente al cañón republicano.
Marcharon al castillo de Jallais, donde había un pequeño
destacamento de guardia nacional mandada por un módico. Este neófito
militar tenía un cañón que no le servía para nada, porque no sabía
manejarlo. Disparó el cañón, pero ni hizo blanco, ni cosa parecida.
Cathelineau y los suyos, corriendo subieron a la trinchera y se
apoderaron de la pieza. Grande alegría. Jamás habían visto un cañón, ni
por consecuencia entendían una palabra de artillería. Al cañón
pusiéronle de nombre Misionero. Por el mismo procedimiento se
apoderaron de otra pieza de artillería, de una culebrina y le dieron el
nombre de María Juana.
Por el camino, de grado o por fuerza, obligaban a que los
campesinos se les unieran. Voluntariamente lo hicieron algunos curas;
otros dieron cuanto tenían en la despensa. El día 14 se les unió un
numerosísimo grupo procedente de Maulevrier. El jefe era Stofflet, un
soldado viejo, hijo de un molinero de la Lorena, que sirvió a las órdenes
de Mr. de Maulevrier. Stofflet era como Cathelineau, un hombre como
de cuarenta años, intrépido, pero más rudo y feroz.
Un ejército compuesto de 15.000 hombres avanzó sobre Cholet.
Treinta jóvenes prisioneros fueron colocados en primera línea para
recibir los primeros golpes. Un hombre se destacó solo y penetró en la
población. Iba descalzo y con la cabeza al descubierto, llevando un
crucifijo con una corona de espinas, pendiendo de esta un largo rosario.
Una vez en la población gritó con voz estentórea, elevando al cielo sus

611
miradas: «¡Rendid vuestras armas, amigos míos o todo se pasará a
sangre y fuego!»
Inmediatamente se presentaron dos mensajeros con una orden de
intimación firmada por el comandante Stofflet y el limosnero Barbotín,
encargado de pasar el cepillo de su parroquia.
Ninguna sensación causó esto a los patriotas.
El ejército de estos se componía de trescientos hombres armados
de fusiles y quinientos con picas, más cien dragones de un nuevo
reemplazo. Mandábalos Mr. de Baubeau, un noble sinceramente
republicano. Cuando se presentó el enemigo caía copiosa lluvia. Los de
Cholet observaron la línea de treinta patriotas que el enemigo había
colocado en su vanguardia y que habían de ser los primeros víctimas.
Esto contuvo a los habitantes de Cholet. Estando en esta duda
comenzaron su fuego los vendeanos. Más tarde se supo cuan terribles
eran estos tiradores, qué certeros é intrépidos; poseían una rara y
originalísima táctica de combate que consistía en no perder ni un solo
proyectil. Desde luego se sobreentiende que todos estos guerrilleros no
son campesinos ni cosa que lo parezca. Figuran algunos, los más
exaltados en calidad de jefes, el resto no son más que contrabandistas,
verdaderos brigantes, dignos del nombre que se da equivocadamente a
todos los vendeanos. La flor de los campesinos, lo más distinguido de la
gente del campo figuraba detrás de estos bandidos, y no tenía la
facilidad que estos para correr por una sencilla razón: la mayor parte
llevaban zuecos.
Mortíferos fueron los primeros disparos. Mr. de Beaubeau y
muchos granaderos cayeron para no levantarse más. La caballería,
entrando a la carga, se espantó, sembrando la confusión y el desorden.
Los patriotas en retirada se atrincheraron en el pabellón del castillo de
Cholet y desde allí hicieron terrible fuego contra la turba reaccionaria
que se había situado en la plaza frente a esta fortaleza. Entonces se
observaron los caracteres que presentaba esta guerra.
Ni un solo campesino frente a la cruz que se elevaba en aquella
plaza, quedó sin arrodillarse y descubrirse mostrando ciego fanatismo.
A veinte pasos de la cruz, bajo las balas enemigas, los soldados del
campo rezaban con la misma tranquilidad que si estuvieran en el
Templo.
Lo que más valor les comunicaba era que estaban confesados
sueltos; podían morir tranquilos; los y ab- curas distribuyeron
escapularios con la virtud especialísima de proporcionar una muerte

612
dulce y suave como un sueño. Todos tenían la ropa acorazada por bajo
con Sagrados Corazones.
Esta exagerada devoción causó precisamente contrarios efectos
que se observaban muy fácilmente. Nada pedían los campesinos; su solo
objeto era matar: para pedir lo hacían en forma extremadamente
modesta; se contentaban con los víveres que se les quería dar. Ningún
desorden dos entre ellos, como, por ejemplo, un artillero, un perillán
llamado Six-Sous, que robó cuánto dinero tenían en los bolsillos los
prisioneros.
Cuando un prisionero se confesaba y aceptaba como ellos las
fórmulas de la religión católica nada hacían contra él en la seguridad de
que se había salvado. Muchos salvaron su vida diciendo que no se
querían confesar por que aún no se sentían en estado de gracia.
La historia ha sido dura o ingrata contra los patriotas que la Vendée
mató. Entre estos patriotas, hubo verdaderos mártires que murieron
mostrando indomable valor, heroica fe en la República. Se cuentan a
cientos los que antes de abdicar dejáronse hacer pedazos. Citaré entre
otros a un muchacho de dieciséis años que, sobre el cuerpo exánime de
su padre, gritó con el entusiasmo de su pecho juvenil: «¡Viva la Nación!»
hasta que veinte bayonetazos le acribillaron el cuerpo. De estos mártires
el más famoso es Salvador, oficial de guardias municipales de la Roche
Bernard, o mejor dicho de la Roche-Salvador. Ha debido conservar este
nombre.
Esta población, enclavada entre Nantes y Vannes, fué atacada el
día 16 por una columna de seis o siete mil campesinos. Apenas si había
algunos que tuvieran armas. Penetraron en la población, y con el
pretexto de que se había disparado contra ellos, mataron en la plaza a
veintidós individuos. Después entraron en la casa ayuntamiento, donde
encontraron al síndico procurador Salvador, valeroso funcionario que no
había abandonado su puesto. Si le arrastró brutalmente; hiciéronsele
algunos disparos, hiriéndole en veinte partes distintas.
Se le exigía que gritara: «¡Viva el rey!» y Salvador decía con la
fuerza de sus pulmones: «¡Viva la República!» La turba insensata,
irritada, le hizo disparos de pólvora en la boca. Condujéronle a la cruz de
piedra de la plaza con el propósito de que se arrepintiera frente a ella, y
Salvador gritó: «¡Viva la Nación!» De un pistoletazo le saltan un ojo. Le
arrastran más allá. Ensangrentado, mutilado, obligándole a que se
mantuviera firme, los bandidos le gritan: «Recomienda tu alma.»
Salvador cae, pero se incorpora besando sus insignias en el ansia de la
muerte. Nuevo disparo. Cae sobre sus rodillas. Salvador se arrastra con

613
estoica tranquilidad, hacia una profunda zanja. Ni una queja, ni un grito
de desesperación, ni un gemido. Este espíritu terriblemente frío provocó
una tempestad formidable de cólera en los enemigos. Salvador no decía
otra cosa, que: «¡Amigos míos, acabadme, pero ¡viva la República! ¡viva
la Nación!» Hasta su último instante conservó su fuerza de ánimo, su
entusiasmo por la República, su amor por la unidad de la patria de
Francia.
Salvador no ha conseguido que ningún historiador le dedique un
capítulo.
La Convención puso su nombre a la plaza de la población.
Bonaparte lo suprimió. Los prefectos de Bonaparte han escrito libros
para la gloria de la Vendée.
Una diferencia esencial hemos señalado entre la violencia
revolucionaria y la de las turbas fanáticas, animadas de los mismos
feroces odios que los curas. Aquella, al matar no tiene otro objeto que
desembarazarse del enemigo. Esta conserva los sangrientos caracteres
de la Inquisición, somete al cuerpo a los más horribles dolores ¡para
vengar la ofensa que se ha hecho a Dios!
Leed los dulzones idilios que han escrito literatos realistas y
acabaréis por creer que los insurgentes han sido poco menos que santos
que empuñaron las armas hostigados por la barbarie de los republicanos
para ejercer represalias. ¡Que nos digan qué represalias habían de
ejercer contra los vecinos de Pontivy, cuando los días 12 ó 13, los
campesinos conducidos por un cura martirizaron a diecisiete guardias
nacionales!
¿También se ejercían en Machecoul represalias, donde un tribunal
realista sació su sed voraz de sangre, martirizando durante seis semanas
a los más honrados patriotas? Un sujeto llamado Souchu vació y llenó
las cárceles cuatro veces. La multitud, como se ha visto, mataba por
capricho. Souchu no quiso que a los patriotas se les matase de un golpe.
Era necesario gozarse en las ejecuciones y que estas fuesen largas y
dolorosas. Peor mil veces que un verdugo, Souchu prefería que las
víctimas fueran niños. Los hombres honrados no podían ver esto sin
indignación.
El comité realista, viendo que se trataba de impedir sus funciones,
trabajó de noche.
Según los informes proporcionados a la Convención, en menos de
un mes murieron quinientos cuarenta y dos patriotas.
No encontrando ya hombres a quien matar, se pensó en las
mujeres.

614
Había muchas republicanas, poco obedientes a los curas que las
conservaban rencor.
Por entonces ocurrió un milagro. En una iglesia había no sé qué
santa. Se la consultó. Un cura dijo misa sobre su tumba y puso sus
manos sobre la piedra que cubría la cripta. La piedra se levantó o así lo
dijo el cura: «¡Ya siento como se levanta!» «¿Y por qué se mueve la
piedra?» «¡Por qué la santa quiere un sacrificio que sea agradable a
¡Dios, que se mate a las mujeres republicanas!» Afortunadamente
llegaron los republicanos de la guardia nacional de Nantes. «¡Ah qué
tarde habéis venido, decían las personas honradas estrechando las
manos de los guardias! ¡Ya no podréis salvar a nadie, han muerto todos
los patriotas; no hay más que murallas!» En la plaza había hombres
enterrados vivos.
Viose con horror una mano nerviosamente crispada que en las
angustias de la muerte había arrancado unos hierbajos de la tierra. Sin
embargo, los realistas han hecho de la Vendée una leyenda poética; pero
hay documentos auténticos que la convierten en sanguinario drama. La
extrema devoción de los vecinos de Bocage les hizo fáciles a la sugestión
del crimen, considerándolo como un medio de servir a Dios. Les parecía
la muerte cosa indiferente. Después de haber recibido la absolución ni
les importaba morir ni matar. Prodigaban la muerte sin terror ni
escrúpulos. Los constitucionales no pasaban a mejor vida si no sufriendo
martirios atroces. Las columnas de Cathelineau el 16 y 17 de Marzo
encontraron dos curas republicanos y los mataron a golpe de pica.
Hacíanse grandes esfuerzos para impedir que los campesinos
mataran a los prisioneros de Montaigu. Los nobles trabajaron con valor
en este sentido.
Los prisioneros de Cholet no se salvarían. No había medio humano
que pudiera ser empleado. Durante la semana de Pascua, fueron
inmolados, sacrificados. El Jueves Santo mataron a seis jóvenes
patriotas de Montpellier que tenían casa de comercio en Cholet. Se les
ató al árbol de la Libertad para fusilarlos, a ellos y al árbol. Sin duda
alguna, estos campesinos eran gente tan valerosa como fanática. Viose
con qué indiferencia se arrojaban sobre las bocas de los cañones
republicanos. Su arrojo forma historia. Este valor es una leyenda
gloriosa para Francia.
Nosotros no intentaremos disminuir lo que realmente significa el
valor de la raza francesa.
Hombres de la sangre fría de Cathelineau y de la cultura militar de
Charette no se hubieran lanzado a la lucha si no hubiesen creído posible

615
la victoria entonces. La guerra era gigantesca porque se había de luchar
contra Francia.
Toda la baja Vendée, toda la costa de Nantes y de la Rochela
estaban guardadas por dos mil hombres divididos entre nueve pequeñas
ciudades. Componían estos dos mil hombres, cinco batallones de línea,
tres incompletos de los depósitos formados de los hombres menos útiles
que no se encontraban en estado de marchar a la frontera.
Y ¿quién guardaba la baja Vendée? Nadie, absolutamente nadie.
No había tropas ni en Sammer, ni en Angers, salvo un cuerpo
compuesto de gente joven, de caballería, debiendo prestar el servicio de
dragones. Se enviaron cien a Cholet, cuando la amenazó la insurrección.
El mismo país se vigilaba. Las capitales tenían en la frontera a lo
más escogido entre la juventud. Sus mejores hombres estaban en
Bélgica. Ni tenían tropas, ni armas, ni municiones.
Es difícil sostenerse en esta situación. Salvo Cholet, Lucon,
Fontenay y Sables-d' Olonne, que pueden llamarse capitales de tercer
orden, el resto no son más que enormes masas rurales, cuyos
movimientos causan espanto.
Formáronse batallones y cada uno tomó el nombre de su país: los
hubo de Saint-Lambert, de Doné, de Bressuire, de Parthenay, Niort,
Fontenay, Lucon, etc., etc., y hay que admirar el afán de multiplicidad de
los escritores realistas que creen ver batallones afectos a su causa por
todas partes.
En las capitales no habían quedado más que algunos generales
jubilados, septuagenarios, tales como Verteuil, Marcó, Wittingoff. El
resto de la gente eran comerciantes, médicos, rentistas que jamás
habían manejado un arma.
Los campesinos eran excelentes cazadores, no solo por afición
hereditaria, sino por obligación, pues muchas veces los llamaban sus
señores para que cazaran en sus cotos, como lo hacía madama
Rochejaquelain; desde el 89, que se cazaba en completa libertad sin
previa autorización.
Los guardias nacionales, padres de familia, tenían deseos de
meterse en sus casas donde les esperaban su mujer y sus chiquillos.
Frente al enemigo se sentían mejor de piernas que de brazos. Retenerlos
quince días fuera de sus casas era ya todo lo más que se podía hacer.
Apenas comenzaban a saber manejar un arma, partían.
He aquí lo que hemos leído respecto a las confesiones
desesperadas que los militares hacían a las autoridades. Por otra parte,
no se comprende que unos mismos pueblos hayan sido valientes y

616
cobardes, alternativamente, por la República. ¿No fué de estas mismas
comarcas de donde salieron admirables legiones republicanas,
especialmente la de Beaurepaire, el inmortal batallón del Maine y Loira?
En realidad, hasta fines de Mayo no llegaron a la Vendée fuerzas
organizadas.
El solo combate serio que ocurrió en Marzo, fué el del día 19, en la
baja Vendée, entre Chantenay y Saint-Vincent.
Un tal Bourdic, peluquero bretón (como se ve, los peluqueros eran
la flor del realismo) capitaneaba un grupo de cincuenta individuos que
no quisieron partir a la frontera. Atravesaron la baja Vendée. Todos los
campesinos se les unieron hasta formar una respetable columna. Un día
ocurrió un ligerísimo combate. Fué muerto un oficial. Gastón se puso su
traje y se hizo proclamar general. El día 15 atacó a Chautenay y se
apoderó de la población.
Al principio se creyó y así lo escribieron los representantes Carra y
Gion, que el generalísimo de la Vendée era el peluquero Gastón Bourdic.
Se creyó así en la Convención y en Europa. En realidad, había
veinte jefes de la Vendée, independientes entre sí. En estas regiones los
más importantes fueron Royran y Lapinaud, dos nobles a quienes
obligaron los campesinos a que tomasen las armas. Gastón
indudablemente se unió a ellos. Las fuerzas combinadas se encontraron
el 19 frente al general Mareé, quien, sin consultar con sus años, partió
de la Rochela con quinientos soldados de línea, a los cuales se unieron
por el camino gran número de guardias nacionales. A Mareé le hirieron
su caballo y su uniforme, como el de sus hijos, fué agujereado por las
balas. Mareé frente al enemigo quedó casi solo. Una gran parte de sus
tropas huyó arrastrándolo todo.
¿Quién podía impedir que la insurrección fuera dueña de todo el
país? En la alca Vendée nada ni nadie. En la baja un valiente oficial
apoyado por fuerzas nacionales del Finisterre se mantenía
denodadamente. Llamábase Boulard. De' vez en cuando al general
Boulard apoyábanle fuerzas bordelesas. Estas mostraron heroico
patriotismo. Partidos de Burdeos apenas estalló la insurrección, los
batallones de la Gironda hicieron tan largo viaje sin descansar, atacando
a cuantas fuerzas de la Vendée encontraron a la bayoneta, sin que nada
les detuviera.
Desde todas partes se pedían socorros. De Nantes, Angers, Sables.
El ministro de la Guerra apenas si podía responder. El general
Labourdonnaie que ejercía el mando general de las costas, llegó
finalmente a acusar al ministro de la Guerra.

617
Este tuvo que escribirle lo siguiente: «Pero ¿qué queréis que haga?
¿Cómo puedo quitarle un hombre a Custine, cuando se está batiendo en
retirada? ¿Cómo debilitar las fuerzas de Dumouriez? Os enviaré
quinientos hombres, los vencedores de la Bastilla.»
¡Triste confesión! ¡Refuerzo irrisorio! Los patriotas del Oeste
estaban perdidos si no se salvaban ellos mismos. En muchas ciudades y
pueblos de la Bretaña portáronse bravamente, tanto como las
fanatizadas turbas de la Vendée. Dieron para la campaña cuanta gente
útil tenían. Dol había de proporcionar 16 hombres y dio 34 y los demás
pueblos lo hicieron en la misma proporción. Los sacrificios que realizó
Nantes no son para descritos.
Rodeada la capital, sin comunicación alguna, convertida en la isla
de un mar de revueltas, de luchas sangrientas, de asesinatos y de
incendios, en su propia situación peligrosísima encontró fuerzas
prodigiosas. Constituyó un gobierno, organizó tropas y las envió al Loira
Inferior.
El 13 de Marzo todas las tropas organizadas de la capital se unieron
en un solo cuerpo.
Guardaron los capitales en el castillo de Nantes. Crearon tribunales
de guerra para juzgar a los rebeldes cogidos con las armas en la mano;
organizaron un tribunal supremo, contra el que no cabía apelación
alguna, como advertencia a los realistas de que al menor movimiento de
las capitales morirían en la guillotina.
Lo que tanto a Nantes como a las demás capitales causaba
espanto, es que la insurrección se presentase al principio con caracteres
misteriosos, anónimos.
No tenía por jefe a ningún hombre conocido. Nada se sabía de los
hombres, de los hechos, de las causas.
Salvo Lapinaud y Royran no tenía ni un general conocido.
El mismo Lapinaud cogió las armas a su despecho: «Amigos míos,
les dijo, queréis ser destrozados; un departamento contra ochenta y dos;
es como el niño contra el gigante; creed me, es más conveniente
quedarnos en casa.»
Tanto Charette y Mr. de Bouchamps, como Mr. Elbec, fueron a su
disgusto a la campaña. Tan solo mandaron pequeñas bandas, nunca
fueron generales.
El peluquero Gastón era el solo general conocido en la baja Vendée
y Cathelineau y Stofflet en la alta.
Poseemos un testimonio incontrovertible: el interrogatorio a que
fué sometido, el día 27 de Marzo el hermano de Cathelineau que fue

618
hecho prisionero. Se le pregunta: «¿Quiénes eran los jefes?» Responde:
«Stofflet y Cathelineau.»
Después se le preguntó: «¿Había nobles entre los insurrectos?»
Responde: «No hay nadie más que Mr. Elbéc y otro cuyo nombre
ignoro.»
Al interrogarle acerca de si había ó no otras personas conocidas
dijo que sí. Eran comerciantes de baja categoría, industriales de los más
bajos de Jallais y de Beaupreau.
Esto precisamente da vto. carácter más terrible a la guerra interior.
La calidad de elementos que en ella luchan.
La Francia atacada desde fuera por toda Europa tenía
interiormente un enemigo.
Ignorábase su nombre. No se podía definir; enemigo que luchaba
escondiendo el cuerpo para evitar el ataque y que cada uno de sus
disparos era certero.
Era el enemigo de Francia, un monstruo informe.

619
CAPITULO VI
Traición de Dumouriez (Marzo-Abril del 93)

Unanimidad de la Convención contra la Vendée. —Grandes medidas sociales. —


Dumouriez estaba mal con todos los partidos. —No tenía intimidad más que con los realistas.
—Carta insolente de Dumouriez a la Convención (12 Marzo). —Dumouriez aventura la batalla
de Nerwinde (18 Marzo). —Sus órdenes y disposiciones en provecho de los orleanistas. —
Miranda. —Dumouriez arroja la responsabilidad de la derrota sobre Miranda. —Convenio de
Dumouriez con los austriacos. —Peligro para Danton. —A Danton se le cree cómplice de
Dumouriez. —Danton acusado por a Gironda (1 de Abril). —La Convención abdica de su
inviolabilidad. —Dumouriez arresta a los comisarios de la Convención. —Dumouriez se pasa
al enemigo.

La noticia de que había estallado la Vendée causó en París


indignación profunda, furor, el furor del hombre que se ve atacado
insidiosamente por todas partes.
Era la segunda vez que juntamente con la invasión extranjera
estallaba la insurrección interior.
Nuestras líneas forzadas sobre el Mosa, nuestro ejército del Rhin
en plena retirada, Custine dejando la mitad de su ejército en Mayence y
refugiándose bajo el cañón de Landan. Todo esto se sabía del Este. En
todas partes retrocedíamos. Por el Este como por el Norte pesaba sobre
nosotros la enorme masa alemana. Sus cuarenta millones de hombres
nos abrumaban. ¿Sobre qué podría apoyarse Francia? Sobre la guerra
interior que era la ruina y la muerte.
Nadie se asombrará de que en tales circunstancias nadie pensara
en perseguir a los autores del movimiento del 10 de Marzo. No se vio
entre estos más que patriotas que, cegados por su legítimo entusiasmo,
no pudieron tolerar el engaño de la prensa girondina que negaba la
existencia del peligro. ¿Cómo, pues, la Convención debía tomar justicia
de la Gironda? Esta, en lugar de precisar sus acusaciones, de nombrar a
tal individuo, englobe organizaciones enteras en sus ataques como los
Jacobinos, la Comuna, la Montaña, todo el mundo.
La gravísima noticia que llegó de Oeste, pareció que iba a
reconciliar a la Convención. Fué perfecta su unanimidad contra los
asesinos de Francia.
La Gironda pidió qué los insurgentes bretones fuesen juzgados por
el tribunal revolucionario. El bretón Lanjuinais en su noble indignación
contra los traidores, pidió que se confiscaran los bienes de los que fueran
condenados a muerte.

620
El incendio de la Vendée, cuyas llamas tomaban espantosa
elevación, exigía rápidas medidas. Cambacéres propuso el ejercicio de
los tribunales militares. A los nobles y a los curas se daría ocho días de
tiempo para salir del territorio (como incendiarios, asesinos,
instigadores y sediciosos), después de cuyo plazo, quienes fueran
encontrados en Francia serían condenados a muerte j confiscados sus
bienes, aunque subviniendo a la subsistencia de sus familias (19 de
Marzo). Entre estas medidas de justicia revolucionaria, la Convención
sancionó otras de seguridad social, para tranquilizar a la nación j calmar
los temores de los propietarios. El comité de defensa fué quien las
propuso. Ninguna medida era en efecto mis segura que interesar a todas
las clases sociales en la salud de la patria.
Fué garantida la propiedad conminando con la pena de muerte a
quien pretendiera faltar a las leyes agrarias, pero, sin embargo, la
propiedad (industrial o territorial) debía de soportar el impuesto
progresivo. Para la promulgación de otras leyes populares la Convención
solicitó un informe previo, como por ejemplo para la división de los
bienes comunales.
En Francia existía la esperanza de que el general Dumouriez el
hombre de Jemmapes y de Valmy acudiría a salvar a la nación. Volvió a
Francia, acudió, pero como enemigo.
El mismo día en que estalla la Vendée se recibe una carta de
Dumouriez, carta insolente escrita con menosprecio y desafiando a la
Convención. Más parecía la carta de Cobourg o de Brunswick.
Cuando partió en el mes de Enero ya era enemigo de Francia,
llevaba la traición metida en el alma. El mismo dijo por entonces que
estaba decidido a emigrar. De esto partían sus intrigas con los agentes
ingleses y holandeses, su audaz tentativa de erigirse en mediador entre
Francia y las demás naciones, tentativa destruida por la sabia orden de
la Gironda, que declaró franca y unánimemente la guerra contra la Gran
Bretaña, sin hacer el menor caso del bello discurso de Dumouriez.
La coalición vio entonces lo que existía realmente, esto es, que en
Francia no tenía ningún crédito y nadie hacía caso del general. Se le
sostenía como un hábil y afortunado aventurero. Esto era todo. Así lo
confiesa en sus memorias: «En la Convención, dice, yo no tenía ni un
partidario.»
Se. enredó con todos los partidos.
Estuvo mal con los girondinos, que le dieron el disgusto de
declarar la guerra con Inglaterra.
Mal con los jacobinos, que lo creyeron realista y con razón.

621
Mal con los realistas, a quienes hizo creer que podía salvar al rey.
Ni aun estuvo bien con Danton y sus amigos, que dos veces
propusieron la reunión de Bélgica y Francia, medida que desbarataba
todos los planes maquiavélicos de Dumouriez.
Con los orleanistas sólo le quedaban lazos de unión.
La fortuna de estos y del general era la misma. El mismo viento
llevó los dos barcos. Estaban perdidos si no realizaban cualquiera audaz
y desesperada tentativa.
Paso por alto las mentiras que Dumouriez ha escrito en sus
memorias; Dumouriez tenía demasiado criterio para imaginar que los
emigrados iban a perdonarle su retirada de Valmy. Dumouriez quería un
rey indudablemente, pero no de los de la rama primogénita.
Los orleanistas sentíanse desligados de la Montaña.
Dumouriez aborrecía a Igualdad, cuya presencia le era antipática y
molesta. El busto muerto de un Borbón que él veía en los bancos de la
Gironda, esta muda figura que tan solo había abierto la boca para, votar
per la muerte de Luis XVI, le era odiosa, repugnante. Advirtió por fatal
presentimiento a los leales montañeses que dentro de la monarquía
había algo peor que un rey: la monarquía del dinero.
«Dumouriez no se acordaba en esta época del duque de Orleans.»
Y, sin embargo, en todas las batallas lo arreglaba de modo que el duque
de Orleans aparecía con un nuevo laurel.
«No pensaba en la casa de Orleans.» Y sin embargo, aparecía
rodeado de generales orleanistas; su brazo derecho era Valence, yerno
de madama Genlis, casi hermano del joven Orleans.
¿Quién fué el que hizo proposiciones á Charette, después de
Quillerau, cuando el conde de Artois, deshonrado, parecía infiltrar la
impotencia en la rama primogénita? Orleans. Se conoce la respuesta
enérgica y despreciativa del general vendeano. «Prefería a Orleans la
República y dos balas en la cabeza.»
De todo esto dedúcese que desde el 93, Orleans y Dumouriez eran
un solo individuo. Comprometidos con los realistas, sospechosos a la
Revolución, no tenían más que un solo camino, proclamarse reyes ellos
mismos.
Esto era difícil; pero ¿era imposible? Dumouriez no lo creyó así.
El ejército amaba á Dumouriez; las tropas de línea por lo menos le
eran muy afectas. Sentían profunda simpatía hacia su joven compañero
de armas el general Igualdad, quien los trataba afablemente, pareciendo
menos que su jefe su protector.
El general Igualdad hizo su propaganda entre el ejército.

622
¿Vieron esto las demás naciones con asentimiento? No mostraron
gran preocupación por la suerte de la rama primogénita. Inglaterra, ante
lo que le ocurría a Francia, se reconocía, recordaba su historia. Inglaterra
profesó el axioma político de que: El mejor rey, es el que más malos
títulos tiene para serlo.
¿Qué axioma profesaba la Francia? Determinadas clases hubiesen
aceptado un compromiso, cualquiera que fuese, con los ojos cerrados.
El pretendiente mostraba dos rostros como Jano: un rey a la derecha,
pero a la izquierda otro de sangre regicida.
En nombre del orden y de las leyes se pronunció el nombre de este
rey. «¡Basta de sangre!» dijo. Palabra mágica por la que recibió
bendiciones.
En su estancia en París Dumouriez se avistó con el duque de
Orleans.
¿Cuáles fueron sus arreglos, sus proyectos? No se conocen ni hay
siquiera necesidad de que se conozcan.
Es suficiente saber que estaban los dos perdidos irremisiblemente,
que la calle era muy estrecha y ni a izquierda ni a derecha había sitio
para huir.
Solamente para ejercer la traición, para fabricar un rey era
necesario demostrar mucha fuerza. Era necesario imponer ese rey a la
Francia y a la coalición de las potencias conjuradas, por medio de un
golpe afortunado. A esto obedecía la conducta indecisa de Dumouriez,
que tan pronto deja al enemigo que corra a sus espaldas, como se
rehace, avanza y aventura la batalla de Neeerwinde. Suspendido así
entre la coalición y la Francia, no teniendo a mano más que a Bélgica
que le era disputada por la influencia revolucionaria, Dumouriez se hizo
belga, en cierto modo; es decir, tomó a su empeño la causa de los belgas;
dirigió a su favor un manifiesto furibundo bajo forma de carta a la
Convención. Él día 12 escribió á Louvain y aun parece que tuvo el
propósito de que circularan las copias de la carta manifiesto.
Fué como una acusación contra Francia y contra la Convención.
Cuanto decía contra nosotros el enemigo lo repetía Dumouriez en este
documento. Es decir, una boca francesa repitió contra la Francia en plena
Convención todos los insultos que la dirigían ingleses, alemanes y
austríacos. Como si fuera austríaco, decía que la demanda de reunión de
Bélgica no había sido solicitada por los belgas, sino arrancada a tiros.
Añadía que Cambon había querido arruinar la banca de Bélgica,
absorbiendo su oro por medio del asignado. Como si fuese cura se
lamentaba de la desaparición de la plata de las iglesias para sufragar los

623
gastos de la guerra, la violación de tabernáculos, las hostias derramadas
por tierra. En este piadoso manifiesto, taimadamente, mostraba
nuestros reveses como un castigo providencial de nuestros crímenes.
Siempre ha existido un castigo para el vicio y un premio para la
virtud, etc., etc. Era necesario que terminara la guerra. No ofender más
a la Providencia.
Esta estúpida carta llegó el día 14 por la noche. El girondino
Gensonne, que presidía la sesión, quedó estupefacto y creyó que su
deber inmediato era entregarla al comité de defensa general. Breard,
presidente del comité y Barere, el abogado ordinario, dijeron que no se
podía ocultar un documento dirigido a la Asamblea, que era necesario
arrestar a Dumouriez. Esta audacia del miedo produjo el efecto de unir a
las tropas en torno del general. El ejército leal y agradecido, creyó que
las victorias que había ganado se las debía á Dumouriez, y aunque en el
fondo se le creía pérfido, pensar en que pudiera ser víctima de los
austríacos, prisionero del enemigo, conducido entre los detestados
capotes blancos, era como un acicate de su fervor y su sumisión
abnegada por el general. No pensaba todo el ejército lo mismo y se dio
el afrentoso espectáculo de una lucha entre sí, frente al austríaco.
Un solo miembro se opuso al arresto de Dumouriez: Danton.
«¿Qué hacéis? —dijo al comité. —¿Sabéis que este hombre es el ídolo
del ejército? ¿No habéis visto como yo en las revistas a sus soldados
fanáticos besarle las manos, las botas?... Al menos esperemos a que
haya efectuado la re¬ tirada. ¿Cómo puede operarse esta sin él? Él ha
perdido la cabeza como político, no como militar.» Los girondinos del
comité confesaron que Danton tenía razón y que aun en aquella crisis,
Dumouriez era el único general capaz.
Danton deseaba que se nombrase una comisión mixta de los dos
partidos, en la cual estuviera representada la Convención unánimemente
y que esta se encargara de visitar al general y exigirle una retractación
de la carta.
Que se designara a él, por ejemplo, de la Montaña y a Guadet ó
Gensonné de la Gironda. Estos declinaron el honor de la designación.
No consintieron en otra cosa que, en conservar la carta durante algunos
días en su poder, responsabilidad ya demasiado grande; pero la de
conferenciar con un hombre tan sospechoso la dejaron a cargo de
Danton, que no titubeó ni un instante y partió para Bélgica.
La carta de Dumouriez, terrible el día 12, fué ridícula el día 18. Por
su precipitación perdió una gran batalla.

624
No tenía ya más que treinta y cinco mil hombres en línea
desorganizados. El enemigo tenía cincuenta y dos mil, ejército
cuidadosamente atendido durante el invierno, compuesto de soldados
viejos y aguerridos, mientras que una mitad de los de Dumouriez eran
voluntarios. Miranda deseaba solo que Louvain estuviese fuertemente
guarnecida. Hubieran podido descansar un momento. Pero desde
entonces Dumouriez, en vez de jefe absoluto, dependía ya de la
Convención.
Avanzó hasta Nerwinde y encontró a los austríacos en una posición
dominante análoga a la de Jemmapes, menos concentrada todavía.
Su frente se extendía en una distancia de dos leguas; y para un
ejército tan débil, extenderse en esta forma, era como disminuirse, dejar
hasta huecos; quedaban aislados los cuerpos.
Como en Jemmapes, Dumouriez dio el mando de su centro a su
protegido Igualdad; su hombre el general Valence, mandaba la derecha;
Miranda la izquierda.
A este lo separaban del enemigo grandes obstáculos y dificultades
naturales, teniendo que atravesar un terreno accidentado que no le
permitía más que con embarazo mover sus tropas; desde las alturas
abrumábale un nutrido fuego de artillería. Lo que hace creer que Miranda
se batió con las principales fuerzas del enemigo es que esta derecha de
los austríacos mandábala el joven príncipe Carlos, que, como ya hemos
dicho, se batió por primera vez. Cuando se conozca la historia de las
guerras monárquicas se podrá afirmar maliciosamente que el joven
príncipe, puesto al frente de una aplastante masa, aseguraba por
adelantado
que los franceses no avanzarían por su derecha.
¿Sabía Dumouriez que el príncipe se batía frente a Miranda? Lo
ignoramos. Si lo sabía, su plan fué vulgar aun en Jemmapes mismo.
Miranda desempeñó en Deerwinde el mismo papel que Dampierre en
Jemmapes, el de ser destruido. Estaba arreglada la acción para la gloria
de orleanistas. Dumouriez preparaba a Valence el honor de dar un golpe
de efecto.
Del mismo modo que en Jemmapes Thouvenet vencedor auxilió a
Orleans y salvó después á Dampierre, Valence, vencedor en Neerwinde,
marchó después al centro con Igualdad y ambos salvaron lo que
quedaba de Miranda, si había algún resto. Esta vez el pretendiente
apareció hasta el fin como un hombre providencial y Dumouriez escribió
que por la segunda vez el joven Orleans había salvado a la Francia.

625
En los dos campos se conoció la intención de Dumouriez: asegurar
una victoria al príncipe. Dumouriez trabajaba por cuenta del duque de
Orleans; Cobourg por la del príncipe Carlos; éste, sin embargo, desde los
veinte años de edad comenzó a ser reputado como el primer general del
imperio.
El informe de Dumouriez, en el que se ve el intento de oscurecerlo
todo, excepto lo que se relaciona con el príncipe, ha sido aceptado por
Jomini. Y el resto no ha hecho otra cosa más que copiar á Jomini. Sin
embargo, una parte de este informe ha quedado nula, desmentida
completamente: 1. ° por las órdenes escritas que dio el mismo
Dumouriez; 2. ° por Miranda, hombre honrado cuja palabra valía mucho
más que la de Dumouriez; 3. ° por un testigo imparcial, el general
austríaco Cobourg, que en su informe está de acuerdo con Miranda.
Con razón Servant y Grinoard, los mejores jueces militares de la
época, prefirieron el informe de Miranda al de Dumouriez, insostenible,
contradictorio, en el que se equivoca (voluntariamente) acerca da los
nombres, las horas, las fechas, los lugares j las personas.
Dumouriez dice que su derecha avanzó sobre Neervinde y que esta
población perdida y reconquistada quedó en su poder por la noche.
Cobourg afirma lo contrario. Lo que es seguro es que la izquierda de
Miranda fué aplastada. Perdió cerca de dos mil hombres en obstinados
ataques que duraron cerca de siete horas. El príncipe Carlos venció por
fin. Sus granaderos avanzaron y por una calzada pretendieron rodear a
los franceses, que retrocedieron en desorden. No había medio que los
detuviera.
Sobre esto se abre un debate entre Dumouriez y Miranda:
«Miranda me debió advertir lo que ocurría» dice el primero. Miranda
afirma que lo advirtió. Demostró por medio de testigos ante el tribunal
revolucionario que envió un expreso al general Dumouriez. Este
mensajero ¿pudo llegar? Dumouriez decía que había cesado el fuego. Y
si él era dueño de Neerwinde y vencedor de la derecha, ¿cómo no acudió
en socorro de la izquierda cuando observó la situación de la columna?
Pero no, Dumouriez no era dueño de Neerwinde. Fué afortunado al
encontrar a Miranda para arrojar sobre él la pérdida de la batalla. Se
perdió a izquierda, pero no se ganó a derecha.
Miranda, a quien Dumouriez acusa de haber perdido su «espíritu
guerrero», cubrió la retirada perfectamente, el día 22, en Pellemberg,
sosteniendo durante todo un día el poderoso esfuerzo del enemigo,
superior en número, pero enormemente.

626
Dumouriez en esta retirada encontró a Danton que iba a pedirle la
retractación de la carta. No se retractó. Escribió cuatro líneas rogando a
la Convención que esperase a que él pudiera explicar su carta. Danton
regresó después que Dumouriez hubo hecho un arreglo con el coronel
Mack, enviado de los austríacos. El mismo Dumouriez, bajo el pretexto
de canje de prisioneros, llamó a un delegado del ejército enemigo. Se
convino en que los franceses retrocederían a su capricho, sin batirse, de
suerte que los austriacos podrían cubrir sin un disparo todos los Países
Bajos (22 de Marzo).
Los austríacos no le dieron ningún documento escrito. Dumouriez
convino estos acuerdos con el coronel Mack, pero verbalmente. De este
modo se comprometía él sin comprometer al general Cobourg.
Mack y Dumouriez, reunidos en conferencia con el duque de
Orleans, Valence, Thouvenot y Montjoie, acordaron: Que los imperiales
obrarían como auxiliares de Dumouriez y éste marcharía sobre París;
que, si no podía constituir la monarquía constitucional, llamaría en
auxilio a los imperiales, de quienes sería general; que no creyendo
suficiente recompensa la evacuación de Bélgica daría a los austriacos
una plaza, Condé. ¡Una plaza para comenzar! No se contaban desde
luego las que podía conquistar en su cruzada en favor de nuestras
libertades, formando ejércitos mixtos de austriacos y franceses.
En este tratado falta una cláusula: «¿Quién será este rey
constitucional?» ¿El niño prisionero del Temple o el duque de Orleans
que conducía a París a los austriacos?
Danton había partido de París el día 16 y regresó el 29 a las ocho
de la noche. Durante este corto período todo había cambiado. Nadie o
casi nadie dudó de la traición de Dumouriez, sin embargo, de no tenerse
ninguna prueba; aún no se conocía el convenio celebrado entre él y el
coronel Mack.
Sin embargo, el buen sentido del pueblo patentizó la traición.
Su papel de mensajero cerca de un hombre tan sospechoso
encerraba grandes peligros para Danton.
El fué quien aconsejó lo de enviar mensajeros á Dumouriez. El
mismo había ido. ¿Todo esto no era un caso de alta traición? Danton se
jugó la cabeza. Era de temer que sus cómplices, es decir, los individuos
del comité, comprometidos por él, pidieran la cabeza de Danton para
salvar la suya.
¿A Danton le amenazaría la Gironda? Esto era muy dudoso. La
Gironda no era ya un partido, y por lo mismo no se podían esperar actos
políticos de los que realizan en su apogeo los partidos.

627
El día 1. ° de Abril en un periódico de Brissot aún se elogia al
general Dumouriez, y en la Asamblea otro girondino, Lasource, acusa
con violencia a Dumouriez y a su cómplice Danton. Los amigos de
Roland estaban exasperados.
El comité de vigilancia había decretado el arresto de Igualdad,
padre e hijo, ordenando además que los documentos de Roland fuesen
sellados judicialmente. Los amigos de Roland creyeron ver en esto la
mano de Danton, de un hombre que al hundirse se agarra a otro y lo
arrastra.
¿Se equivocaban? No se sabe. Lo cierto es que al día siguiente el
girondino Lasource saludó a Danton con un ataque feroz, inaudito,
poniendo en la palabra el odio mortal y la rabia que se pueda sentir
contra el más grande enemigo.
Lasource era hombre de naturaleza violenta, exaltado, bilioso. El
Languedoc protestante envió a la Convención muchos de sus pastores
de análogas condiciones.
¿Quién puede asegurar que Lasource fuera menos áspero que
Saint- André? Eran caracteres propios del país, y su historia, las
persecuciones de que fueron víctimas contribuyó á que su carácter se
agriara. En la Convención rogaban como pudieran hacerlo en el desierto
o sobre las rocas.
Lasource era un hombre profundamente convencido. En su
sombría imaginación había formado, como Salles y Louvet y otros
espíritus meridionales y románticos, una serie de traiciones de las que
eran autores Orleans, Dumouriez, Danton, los Jacobinos, los Cordeleros.
Hizo pública esta fantástica creación de conspiraciones fúnebres y
tenebrosas y pidió se abriera una información sobre el complot tramado
para restablecer la monarquía, quejándose de la inacción del tribunal
revolucionario, y finalmente, desconfiando del mismo tribunal, pidió que
la Convención sometiera a sus miembros a un juicio, obligándoles a jurar
que quien intentara restaurar la monarquía sería condenado a muerte. El
tribunal prestó juramento en seguida, aplaudiendo con entusiasmó las
tribunas públicas. Todo el mundo miraba a Danton.
Un girondino dijo que, en el comité de defensa, Fabre, el amigo de
Danton, había dicho que solo con un rey podría salvarse Francia.
«¡Desventurados—dijo Danton—vosotros defendisteis al rey y nos
imputáis vuestro crimen!
» En el nombre de la salud pública—dice Delmas—pido que cese
esta discusión, pues pudiera ser la ruina de la República. Esperemos el
resultado de la información.»

628
Todos votaron en silencio. Danton estaba perdido. Se lanzó a la
tribuna o inmediatamente, rechazando un ataque que no se le había
dirigido, exigió a Cambon que certificara el empleo que él, hizo de los
cien mil escudos que se le asignaron para su viaje a Bélgica. Cambon
demostró el honrado proceder de Danton. Esto pareció prestar alientos
a Danton, devolviéndole su ascendiente.
Censuró duramente a Lasource (quien como miembro del comité
sabía las cosas perfectamente) y que al asegurar que Danton había
querido visitar a Dumouriez, no añadió que su deseo era que le
acompañas en Guadet y Gensonné. Demostró que la conducta de
Dumouriez era en absoluto opuesta a la suya. Danton quería la unión
geográfica de Bélgica y Francia, y Dumouriez abogaba por su
independencia. Respecto a sus relaciones con Dumouriez, recordó
hábilmente lo que ya había dicho Camus. Escudado Danton tras las
respetables figuras de este y de Cambon, se lanzó con vibrante energía
contraía Gironda, asociándose a los odios de la Montaña y manifestando
que esta le había conocido a él, á Danton, mejor que la Gironda, hacia la
que él había sentido debilidad...
Esta confesión de los labios de un hombre como Danton embriagó
a los montañeses, que le aplaudieron con delirio. Danton, como
transportándose a otras esferas en alas del triunfo en el momento mismo
en que se creyó perdido, olvidó toda prudencia: «¡Nada de tregua, gritó,
ningún lazo común puede haber entre los patriotas que votaron por la
muerte del rey y los cobardes que para salvarse nos calumnian a los ojos
de Francia!»
Palabras imprudentes cuando todos recordaban su proposición del
día 9, que caso de aprobarse hubiese sido la salvación del rey,
proposición tan mal recibida por la Asamblea que no obtuvo más que un
voto, el de Cambacéres.
«Pido—dice al terminar—que se examine la conducta de quienes
quisieron salvar la vida del tirano, de quienes han tramado un complot
contra la unidad de la patria. (Grandes aplausos). Me he atrincherado en
la ciudadela de la razón; saldré de ella con el cañón de la verdad y
pulverizaré a los insensatos que me han acusado.»
La burlesca violencia de esta metáfora, del gusto de la época,
perfectamente calculado fué el colmo del triunfo del día. Entre las
aclamaciones de los montañeses descendió Danton de la tribuna.
Algunos le abrazaron llorando de alegría.
Sí—decía Marat aprovechando la emoción general—examinemos
a los miembros de la Convención, a los generales, a los ministros...»

629
La Gironda asiente. El girondino Biroteau dice: «Tiene razón Marat.
¡Abajo la inviolabilidad»
Se procedió a votación inmediatamente.
La Convención aprobó sin excepción el procesamiento de los
enemigos de la libertad, cualquiera que fuese su categoría o su
representación.
Este fué uno de los deplorables resultados de la exaltación de los
dos partidos y de la triste victoria de Danton. Este traspasó cruelmente
los límites de su política ordinaria, sus sentimientos, su opinión.
«¡Nada de tregua! ¡Nada de paz! —dijo el 1. ° de Abril. Y el día 5
añadió: «Aproximémonos. Busquemos la fraternidad.»
El comité de insurrección (los Varlet y Fournier) arrastraron a la
Comuna la misma noche del 1. ° de Abril, consiguiendo que esta
aprobase el reparto de armas entre las secciones, de artillería inclusive.
La última autoridad de París había conseguido que se distribuyeran las
armas al azar, aventurando las fuerzas a un cambio cualquiera de
opinión. Precisamente las secciones eran veleidosas hasta el exceso y a
cada instante cambiaban de parecer y de jefe.
Los jacobinos prestaron un importante servicio. Desaprobaron la
conducta de este comité anárquico. Marat, entonces presidente de los
Jacobinos, ordenó que arrestasen a un individuo del comité de
insurrección que penetró en el local.
Esto dio valor a todos. Muchas secciones aprobaron la conducta
de Marat; el cuerpo electoral obligó a la Comuna a que desautorizara al
comité insurreccional. Barere en la Convención pidió que fuesen los
miembros del comité conducidos a la barra. La misma Comuna atacó a
quienes había protegido la víspera.
El día 3 de Abril todo había cambiado. Dumouriez ordenó que
fuesen detenidos los delegados que se le habían enviado. El mismo
Dumouriez lo confiesa en una carta suya dirigida a los administradores
del departamento del Norte. Dumouriez quería apoderarse de Lille.
Todo parecía perdido. ¿Qué hacer si el ejército seguía á Dumouriez
tanto en la victoria como en sus crímenes? Pensar esto era cometer una
injusticia contra el ejército. El ejército, dividido en cuerpos aislados,
ignoraba generalmente los delitos cometidos por el general. Para
arrestar a los representantes bastaron algunos húsares.
Lille afortunadamente estaba seguro.
Tres emisarios del ministro Lebrun, enviados por él para conocer
las intenciones de Dumouriez, dieron instrucciones a su regreso a las
autoridades de la frontera. Estos emisarios eran gente conocida, el

630
primero Robre todo, Proly, amigo de Dumouriez, hijo natural del príncipe
de Kaunitz. Los emisarios vieron a Dumouriez dos o tres veces en
Tournai penetrar en el domicilio de madama Genlis con el duque de
Orleans.
Dumouriez estaba en una extraña situación de espíritu. Cedía
terreno a los austríacos, retrocedía sin combatir. Ya no era francés.
Pertenecía al extranjero. Ya no se sabe qué hará él, ni que le harán hacer
sus señores. Los tres enviados del ministro no sacaron nada en limpio
de las palabras fanfarronescas del general.
Que marchaba Dumouriez sobre París. Que tenía fuerzas
suficientes para batirse y entre otras mentiras parecidas les dijo: «Hace
falta un rey, llámese Luis o Jacobo.» «O Felipe»—añadió Proly.
Dumouriez se contrarió al ver que Proly le había adivinado el
pensamiento.
La Convención, para notificar a Dumouriez que debía comparecer
a la barra, eligió individuos de su completa confianza: el viejo
constitucional Camus, dos diputados de la derecha, Bancal y Quinette y
un solo montañés. A estos les acompañó el ministro de la Guerra
Bournonville, amigo personal del general Dumouriez. Estos llevaban la
peligrosa comisión de arrestar al general si éste se negaba a presentarse.
Determinadas armas le eran devotas ciegamente al general Dumouriez.
Este hizo cuanto le vino en gana, hasta dejar en poder de los austríacos
algunos franceses que hablaban mal de él y otros que querían
asesinarlo.
Dumouriez no se negó en absoluto a obedecer. Quería ganar
tiempo, asegurar a Condé y si podía a Lille.
Los enviados insistieron. Camus, que era el portador del decreto,
no se asustó ante las siniestras amenazas que proferían algunos
generales creyéndole intimidar. El viejo jansenista a quien en la
Convención se creía poco republicano, se mostró en tan grave comisión
digno de la República que representaba. Finalmente, Dumouriez se niega
rotundamente: «Quedáis, pues, arrestado—dice Camus y vuestros
documentos serán sellados por la Convención.» Encontrábanse allí
Valence, Igualdad, algunos oficiales y las señoritas Ferning con su traje
de húsares. «¿Quiénes son estas gentes—dijo Camus echando una
ojeada severa sobre la equívoca Asamblea? —Dadnos vuestra cartera.»
«Esto es demasiado —dijo Dumouriez—arrestad a estos
hombres.» No se fiaba de los franceses e hizo venir a treinta húsares,
que solo entendían el alemán.

631
Dumouriez continuaba entendiéndose con el coronel Mack. Aún no
había hablado con Cobourg. Este era el general de la coalición que desde
Amberes ocupábase en desmembrar la Francia sobre el mapa.
Algunas veces representó a Dumouriez, Valence. Las naciones
conjuradas contra Francia aún no habían prometido nada á Dumouriez.
Querían aprovecharlo primero, explotar su traición.
Dumouriez había prometido más de lo que tenía. El día 4 por la
mañana quiso instalar al general Cobourg en Condé. Encontrábase a una
media legua con el duque de Orleans. De repente vio que tres batallones
de voluntarios sin autorización de sus jefes se precipitaron sobre la plaza
y cerraron sus puertas a los austríacos. Así, la Francia traicionada se
defendía ella misma. Dumouriez ordenó que retrocedieran las fuerzas
francesas. Entonces oye gritos de terror y algunas detonaciones.
Dumouriez escapa a través de los campos. Cinco de sus acompañantes
cayeron muertos. A duras penas pudo encontrar una barca y atravesar
el río.
Su ayudante ordinario el coronel Mack, que presenció los hechos
y pudo desautorizarle, hizo escribir a Cobourg una proclama asegurando
«que no iba a Francia con el objeto de conquistar plazas.» Dumouriez,
que no estaba en situación clara para sentir escrúpulos por una
vergüenza más, sacrificó esta vez al joven pretendiente; dejó que los
austríacos escribieran lo que él no les había autorizado para declararlo.
El 22 de Marzo escribieron: «Restablecimiento de una monarquía
constitucional» que lo mismo hubiera podido ser con el duque de
Orleans que con el hijo de Luis XVI.
Pero el 4 de Abril, viendo á Dumouriez fugitivo, escribieron en su
proclama: «Restablecimiento a la Francia de su rey constitucional»
prescindiendo en absoluto de Igualdad. El rey constitucional no podía
entenderse más que de la rama primogénita.
Dumouriez determinó perecer para recobrar su prestigio,
decidiendo partir al campo francés. Mack palideció ante tanta audacia y
no le dejó partir sin darle por escolta algunos dragones. Dumouriez
quería saber lo que podía esperar del ejército. La escolta de austríacos
perdió a Dumouriez. Aquellos no servían para protegerle, si no para
evidenciar su traición. Sin este testimonio aportado por el mismo
Dumouriez, quizás se hubiera salvado.
El ejército estaba indignado de la agresión de los batallones
voluntarios contra Dumouriez.
Cuando éste reapareció conmovido, el ejército acercose al general.
Aunque los voluntarios continuaran en su actitud sombría y

632
amenazadora, aunque la artillería permaneciera en la más terrible de las
reservas, las fuerzas de línea se conmovieron ante Dumouriez. Este, al
pasar frente a la bandera de Francia, gritó: «Amigos míos, he hecho la
paz. Vámonos a París a detener la sangre que se derrama...»
Estas palabras causaron impresión. Dumouriez estaba frente al
regimiento de la Corona. Abrazó a un oficial. Un soldado furriel salió de
entre las líneas y preguntó a Dumouriez: «Mi general ¿quiénes son
aquellas gentes?» señalando a la escolta de los austríacos. «¿Qué
significan los laureles que llevan? Vienen a insultarnos.»
Los alemanes, vencedores o no, tienen el capricho de llevar en la
primavera algunas hojas verdes en el sombrero.
«Estos señores—dijo Dumouriez—son ahora nuestros amigos.
Serán nuestra retaguardia.» •
«¿Cómo? —gritó Fichet. —Los austríacos entrarán en Francia,
desmembrarán nuestro territorio... ¡Oh, no! ¡Esto es una venganza, una
traición! ¡Es la deshonra de Francia!
Estas furiosas exclamaciones electrizan a todo el ejército.
Oyéronse mil detonaciones al mismo tiempo. Todo un regimiento
disparó contra Dumouriez. Este volvió grupas. Ya era tarde. «¡A Saint-
Amand!»—gritó. Esto ya no era posible.
El general Dampierre se lanzó tras él, después hizo lo mismo
Lafayette y finalmente todos los generales. La artillería partió para
Valenciennes y el resto del ejército abandonó el tesoro, todo su equipaje.
Un solo regimiento hizo causa con Dumouriez, el de húsares, cuya mayor
parte se componía de alemanes. Quedaron rezagados tres regimientos
sin saber qué hacer. El joven duque de Orleans no siguió a Dumouriez
en su peligrosa marcha. Sacrificado por Dumouriez en la proclama
austríaca, había perdido toda orientación; Orleans tanteó a los tres
regimientos rezagados.
¿Cuál podía ser el propósito de esta misteriosa visita? El carácter
del protagonista nos lo deja adivinar con facilidad.
Según la disposición de ánimo en que él fuerzas, pudo encontrar
aquellas así hubiera podido utilizarlas. Si conducía a Francia estos tres
regimientos desmentiría alguna de las murmuraciones que se hacían
acerca de sus relaciones con Dumouriez, se haría verdaderamente
popular. Todos hubieran dicho: «Mientras la Convención colocaba a
Orleans fuera de la ley, él devolvía su ejército a la Francia.» Hubiera
entrado no absuelto, pero si glorioso, bajo un arco de triunfo como los
héroes del patriotismo y de la fidelidad.

633
La actitud triste y desconfiada de los tres regimientos hizo inútil
todo intento.
Igualdad, fuera ya de la ley, causó recelos a los tres regimientos
que desconfiando de su suerte no iban a entregarse en manos de un jefe
sospechoso.
Se pasó a los austríacos, no para seguir á Dumouriez, si no para
adquirir un pasaporte y conducir a su familia a Suiza y hacerse olvidar
en el destierro.
Nada tan conveniente para él como esperar el curso de los
acontecimientos e irse desligando poco a poco de todos los nudos que
lo ataban a la Revolución, a fin de que se operase una transición suave,
para que se estimase su arrepentimiento. Libre de Dumouriez no tardó
en deshacerse de madama Genlis. La sacrificó a su madre porque
necesitara reconciliarse pronto y a toda costa.
Era aún el heredero de la inmensa fortuna de su madre.
Conservaba esta los bienes de su padre el duque de Ponthievre, bienes
que respetó la Revolución.
Desde el año 94 pudo gozar de una renta de cuatro millones, y
estando a la expectativa de ser el primer propietario de Europa.
"

634
PREFACIO AL TERROR
EL TIRANO
Cada época tiene sus frutos. No abominemos de la vida, pues cada
estación nos enseña nuevos y ricos manjares. El tiempo nos abre los ojos
acerca de sucesos que, conociéndolos antes, no nos los explicábamos.
Transcurridos quince años después que publiqué la historia del Terror
he visto nuevos horizontes y he descubierto nuevos hechos. Sin
embargo, ninguno de los por mí transcritos ha resultado inexacto. Al
contrario, cuantos documentos se han hecho públicos han venido a
confirmar lo que había sentido y adivinado a través de tan candentes
episodios. Hoy juzgo aquellos hechos con mayor claridad todavía y
puedo sentar por lo mismo una nueva afirmación: bajo su forma
apasionada y revoltosa, aquella fué la época de una dictadura.
Y no hablo, por cierto, de los cuatro últimos meses en que todos
los poderes estuvieron sujetos a un solo hombre, poder que resultaba
más absoluto y negativo de la libertad aun que Luis XVI y Bonaparte.
Hablo de tiempos precedentes, cuando aún la autoridad estaba dividida
en distintos organismos.
Es necesario explicar esto, porque aún hay muchos escritores
autoritarios en el fondo que lo justifican, quizás por entenderlo de un
modo contrario. Aparece en primer término el proceso, trama oscura,
enigma que muchos han creído indescifrable. Y esto es ciertamente
difícil cuando se ha de analizar a hombres que unos consideran como
monstruos y otros como dioses. Entonces se impone no estudiar solo
estos seres, si no el medio en que vivieron, la atmósfera que respiraron,
por decirlo así. Robespierre en este concepto pertenece a La inquisición
jacobina.
Esta tiranía precedió a la tiranía militar. Una es justificación de la
otra. Robespierre y Bonaparte tuvieron de común en sus destinos lo que
afecta al carácter de los tiranos. Encontraron ambos preparados sus
instrumentos de acción. Nada hubieron de crear. La fortuna puso en sus
manos, terribles máquinas que ellos sin conocer su invención tuvieron
tan solo que manejar para que aquellos produjeran sus efectos.
Robespierre encontró las sociedades jacobinas, trescientas, seiscientas,
miles de asociaciones que él como nadie sabía manejar. Ejército terrible,
representado en cuarenta mil comités que gobiernan a la Francia, la

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defienden primero y acaban por hundirla. Bonaparte recibió las
aguerridas tropas de la República De esta heredó la espada encantada,
infalible en sus golpes, y cuyo brillo impide que se vean algunos óxidos.
Bonaparte arrastró el terror por todo el mundo, paseó la espada de la
victoria creando odios contra Francia. La Europa guarda rencor á
Bonaparte. Francia á Robespierre.
Sin embargo, en la naturaleza humana tan grande es la admiración
hacia la Fuerza, que el Dictador y el Emperador continúan teniendo
fanáticos.
Un hecho aparece grave y raro en la vida de Robespierre. Los rea¬
listas sintieron hacia él cierta debilidad. Juraban y perjuraban contra la
Gironda, la Montaña, Danton, Chaumette. Ante Robespierre se
inclinaron. Vieron que amaba el orden y protegía a la Iglesia y en su alma
creyeron ver reflejada la de un rey.
Su historia es aún prodigiosa, más grande que la de Bonaparte.
Las fuerzas que emplea Robespierre son más espontáneas, digámoslo
así, tienen menos preparación, menos teatro... Se ve solo en primer
término a un hombre modesto, un abogado, un literato, un hombre
austero y honrado, pero cuya imagen parece de piedra, de incolora
forma, que una mañana se despierta y se ve conducido a las más
encantadas regiones de Las mil y una noches. Robespierre fué más que
un rey: llegó a ser colocado en un altar. ¡Encantadora leyenda!
¡Asombroso triunfo de la virtud!
La figura de Robespierre ha sufrido grandes retoques. Los historia¬
dores han rebajado su mérito. Si la reunión de un acendrado patriotismo
y de cierto talento, indomable voluntad, trabajo infatigable, gran
perspicacia y sobre todo instinto finísimo para manejar las asociaciones
son condiciones suficientes para hacer un gran hombre, este es
Robespierre, en quien tantas cualidades se hallaban compendiadas.
Su espíritu podemos decir realmente que era poco fecundo,
inventaba poco. Esto aún era una ventaja para él. Si hubiera tenido más
ideas es seguro que no hubiera llegado a tan alto punto ni hubiera sido
tan consecuente. Estuvo siempre a la altura de su público, ni más ni
menos.
Y esto que digo de Robespierre retrata fielmente al tipo jacobino.
Para juzgar su espíritu de crítica, honrado y mediocre, no hay más que
hacer sino mirar hacia París y ver el numeroso club formado por
diputados como Duport, los Lameth, excelentes tipos para intrigar, al
espiritual Lacios etc., etc.

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Es necesario ver también al jacobino de provincias, más constante,
aunque el parisién, serio, tenaz, severo, patriota profundamente
convencido.
Su primera finalidad fué la de ayudar al Comité de indagaciones,
creado para vigilar la corte poco después de la Toma de la Bastilla.
Detener a los fuertes y sostener a los débiles, esta fué su primera misión.
En mi libro Luis XVI he demostrado y también en los primeros
libros de La Revolución, el terror indigno que la gente de espada, la clase
noble, hacía pesar sobre todos; puede llamarse el terror de la esgrima,
los prejuicios del honor. Llegaron los jacobinos y suprimieron este honor
y aterrorizaron a los nobles.
Lucharon contra la división de castas y crearon una guardia
poderosa y severa, incorruptible que dominó a estos enemigos
insolentes y poderosos. Los Jacobinos al año de su existencia declaran
que su misión consiste en acusar, en denunciar y juran que defenderán
hasta morir la vida de alguien que les delate un hecho, que les denuncie
a los conspiradores...
Se ha visto la forma en que Robespierre obtuvo su popularidad.
El 6 de Octubre, cuando las mujeres hambrientas acusaron a un
representante de explotador del pueblo pidiendo que se abriera una
información, solo un hombre, uno, las defendió: Robespierre.
Poco después pidió el matrimonio de los curas, obteniendo por ello
la gratitud de todo el bajo clero.
Su primer golpe le granjeó la simpatía de los Jacobinos y el
segundo las del clero: dos fuerzas entonces poderosísimas.
La prueba de la autoridad decisiva que ejercían, el pavor que
infundían las decisiones de las seiscientas sociedades que en Febrero
del 91 sumaban, es que el coloso Mirabeau murió por que quisieron
ellas, por sus censuras, por su excomunión. ¡Era un espectáculo
asombroso ver al día siguiente de la muerte de Mirabeau a Robespierre
en la Asamblea hablando con estoica serenidad! Robespierre no se
turba. En todas las deliberaciones es el mismo. En tono rígido dice: «He
aquí lo que tengo el honor de exponer a la Asamblea.» Y después solicita
una ley. Se le obedece y se vota. Los jacobinos, perseverando,
trabajando todos con el mismo método, llegan a dominar en las grandes
capitales.
Robespierre no solo es un hombre fuerte. Su figura raquítica tiene
algo admirable. Parece que sus carnes están en continuo contacto con
sus sanos severos principios políticos. Como Duport, proscribe la pena
de muerte. Contra la opinión de la Asamblea desea una especie de

637
servicio obligatorio. «Tanto pobres como ricos deben figurar en las
guardias nacionales.» Añade que a todos se les debe proporcionar
armas; así lo hizo la Gironda.
Robespierre estudia detenidamente a los Jacobinos y a las demás
organizaciones políticas de su época para descubrir que la idea de la
República es esencialmente girondina. Fauchet, Bournonville, hablan de
la República con entusiasmo.
Después de la famosa petición republicana y de las matanzas del
Campo de Marte (Julio del 91), Robespierre tomó a su cargo purificar a
la sociedad Jacobina, separando de ella a los timoratos, a los tibios. Las
provincias se adhieren a su conducta. Crea Robespierre su ejército, las
fuerzas que ha de utilizar. Toda la Francia se arroja entre los brazos de
los jacobinos. En dos meses se crean seiscientas sociedades más
jacobinas.
Semejante fuerza desde entonces tenía una acción decisiva.
Robespierre el 1. ° de Septiembre destruye á Duport, al creador de los
jacobinos. Esta es una página de la vida de Robespierre que pertenece a
la historia natural. El boa constrictor de las mil sociedades jacobinas
estrangula la idea general. Pero en el fondo no es a Duport a quien
inutiliza, si no a la monarquía culpable.
Alguien, refiriéndose a Robespierre con motivo de la fuga del rey
(en 1791), dijo: «¿No hace falta un rey? ¿Para qué está Robespierre?» Al
siguiente año, Marat le llamó gran tribuno y dijo que él solo era el
verdadero jefe de la salud pública. Muchos, suponiendo que la Francia
podía tener un Cronwell, se acostumbraron a esta idea.
¿Se iba hacia la dictadura? ¿Se quería hacer de Robespierre un rey,
es decir, unir el nombre, el título a su autoridad más que soberana? No
lo creo: el título hubiera debilitado su autoridad de Papa que ejercía. En
su fondo Robespierre era más cura que rey. ¿Ser rey? Hubiera sido
descender.
Había mordido la manzana de la popularidad, y tan sabroso le fue
este fruto que ya no pudo prescindir de él. Robespierre, al aborrecer de
muerte todo obstáculo, revelaba en su alma un fondo de tiranía. El genio
de Vergniaud, la fuerza de los Roland, la maravillosa facilidad de los
Brissot, de los Guadet, la vivacidad de los bordeleses eran para él
condiciones inaguantables. Y lo que aún le fué más odioso que todo fue
la juvenil audacia de la Gironda lanzando a la Francia en aquel
movimiento maravilloso de la cruzada de las picas, de armas forjadas en
medio de la calle con más calor en el alma republicana que brasas en la

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fragua, distribuyéndolas al pueblo de suerte que nadie hubo que no
tuviera su defensa.
¿Cómo acusar a la Gironda en el momento mismo en que ella
desenmascara a la corte denunciando su comité austríaco?
¿Lo creía así Robespierre? ¿La credulidad de los Jacobinos fué
tanta que el mismo Robespierre anidara sinceramente todas las malicias
y recelos y sospechas contra el patriotismo de la Gironda? Quizás
Robespierre y los suyos, viendo finalmente como se debilitaba la
influencia de las mil sociedades jacobinas, adoptaran otra actitud,
creyendo que solo ellas eran sinceros patriotas.
Acerca de la guerra, cuestión que los robespierristas de hoy
embrollan cuanto pueden, hemos de hacer las siguientes
manifestaciones: 1.a La corte tenía un espantoso miedo a la guerra, no la
deseaba, al contrario de lo que supone Robespierre, según han
confesado los mismos realistas. 2.a Una cruzada para la liberación de los
oprimidos hubiera recibido la ayuda de los mismos pueblos que se
habían de invadir, porque no se trataba de una guerra de conquista, si
no de una guerra pura y exclusivamente revolucionaria. 3.a Esta guerra
había de ser ofensiva y rápida.
Cambon, el gran hacendista., lo dijo acertadamente: solo así no
podía ser ruinosa.
Robespierre, enemigo de la guerra, refrena el movimiento, enerva
las fuerzas de quienes se proponen la conquista de los derechos del
hombre en todas partes, hasta que el enemigo advierte nuestra situación
y penetra el prusiano en nuestro territorio.
Este acontecimiento nos resta las simpatías de Europa y la guerra,
por consecuencia de este aislamiento, se hace más dura dentro y fuera
de la nación. Solo el terror jacobino logró levantar después tantos
hombres en armas.
Bajo la Convención los Jacobinos llegan a su tercera etapa. A los
fundadores (Duport, Lameth) han sucedido los segundos Jacobinos,
escritores en parte y girondinos como Brissot. La tercera época de los
Jacobinos se distingue en que la sociedad se ha democratizado
extraordinariamente. Abundan los obreros tales como el carpintero
admirador de Robespierre y en cuyo domicilio vivió éste.
La idea fundamental del jacobinismo en esta época fué que el
pueblo podía aun funcionando la Convención revocar sus acuerdos,
inutilizar sus decretos, destituir o castigar a sus representantes. ¡Pobre
Asamblea, que casi antes de constituirse lleva en su seno los orígenes
de su destrucción!

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El golpe de Terror más grande se dio sobre la Gironda y Brissot.
Por éste púdose adquirir mucha experiencia. Tales son las insidias que
se ponen en práctica, que aun a los más conocidos enemigos del rey se
les señala como agentes suyos. Esto son prodigios realizados por la fe
jacobina. Esta fe llegó a negar la luz del mediodía y se creyó así. La
afirmación del dogma católico de la Edad Media: «Este pan no tiene nada
de pan: es Dios», es la expresión fiel de la fe jacobina. Regresamos en
esto a los siglos de bárbara credulidad.
«Nada hay cierto ni justo en cuantas acusaciones se hagan contra
Robespierre.» Está en la piedra fundamental de una nueva fuerza que
admiren los Jacobinos, que tiene por piedra angular la fe ciega en la
honradez de un hombre.
He admirado la exaltación de los escritores jacobinos. Llegan casi
siempre en sus escritos de polémica a un furor nervioso que da a sus
páginas un simpático calor. Siempre juegan las ideas con un entusiasmo
ejemplar y convencen casi siempre, pues ponen a la patria, el
engrandecimiento del suelo natal, por encima de todas las cosas
humanas.
Robespierre, el severo y humano filántropo del 89, había dicho
cosas atroces.
Robespierre en el 89 tuvo una figura atractiva, suave. Desde
entonces, en vez de acrecentar sus actos este carácter, dándole más
relieve, se endurece su contorno y las líneas que antes aparecían
dulcemente trazadas adquieren un tono feo y áspero. Es espantable ver
aun el mismo 2 de Septiembre a Robespierre que, en la Comuna,
sentado junto a Marat, reanuda su eterno tema: «Se pretende que un
alemán sea rey de Francia.» Si Roland y su esposa no murieron bajo los
golpes de estas palabras fué más que milagrosamente.
Mirabeau decía: «Cuanto Robespierre ha dicho es verdad.
Robespierre lo cree.»
Esta credulidad de sí mismo obligábale a dar cuerpo a cuantas
sombras atravesaban su espíritu y por lo mismo Robespierre pudo
defenderlo todo sin ser hipócrita, por propio convencimiento.
Robespierre creía todo lo que decía él mismo.
Este mal es muy contagioso. Es un mal de carácter jacobino y
precisamente el que esterilizó tan poderosa sociedad, dando a su espíritu
fuerza negativa, impropia para la acción. El 10 de Agosto esta fuerza no
trabaja para la fundación de la República. Toda esta fuerza no sirve más
que para denunciar, para acusar. ¡Siempre acusar! Nada más triste. En
el 92 Marat y la Gironda perecen por el ausentismo de París.

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Una sección compuesta de 4.000 ciudadanos no logra ver reunidos
más que 25.
Las elecciones, antes motivo de colosales manifestaciones, aun las
más importantes no logran atraer 5.000 electores sobre un censo de
setecientas mil almas. Y si en el 93 no se hubiera asignado sueldos a los
comités y las secciones, es seguro que estos hubiesen estado desiertos
completamente. Y a pesar de esto es curioso leer en algunos libros
robespierristas: «En París se inició un gran movimiento. París hacía esto
y lo otro.» Y París no hacía nada. Estaba muy quieto.
El comité de insurrección constituido contra la Gironda fué muy
débil, precisamente porque se prescindió del jacobinismo.
Robespierre también era partidario de un comité insurreccional,
pero de insurrección moral, digámoslo así. Creía que con solo la presión
del terror la Convención votaría contra sí misma.
Procedió ligeramente al rodearla de bayonetas cuando todo París
estaba a su lado. A la Montaña mismo le produjo irritación y disgusto.
Couthon con sus afirmaciones imprudentes: «Ahora que os tenemos
seguros discutiremos si tenemos o no razón», alejó de Robespierre
muchas simpatías. Este es el principio de la mixtificación jacobina, que
se realiza gradualmente, repitiendo sin embargo la palabra Libertad. Y si
se quiere juzgar esta libertad léase el Montieur, que el día 18 decía del
nuevo señor que se había excusado de imprimir los discursos de los
girondinos, pero que en cambio los había mutilado.
Robespierre eludía toda apariencia de poder, yendo además de
muy tarde en tarde al Comité de la Salud pública. Pero asentó con fuerza
poderosa su influencia, asegurándose las simpatías de los curas, de los
propietarios y de los Jacobinos. A los curas les convencían las palabras
escritas al frente de su Constitución: Ser Supremo. A los propietarios
pudo aterrorizarlos diciéndoles que solo ellos pagarían los impuestos
eximiendo a los pobres y no lo hizo, y entonces pudo pronunciar algunas
palabras que revelaban su profunda sagacidad: «no quiero privar a los
pobres del honor de contribuir.»
¿Cómo, pues, Robespierre, dando gusto a la derecha obtenía los
triunfos ruidosísimos de la izquierda? Esta duplicidad tuvo para él un
hecho vergonzoso, el de apoyarlo Hebert, en el populachero Pere
Duchesne, un periódico de no muy limpia ejecutoria. Finalmente, la
victoria de Wattignies salvó a la Francia, prescindiendo del jacobinismo
y del girondismo.
Ni Robespierre ni la Gironda comprendieron a París, que era como
un crisol de química social, donde se fundía todo, los hombres y las

641
ideas, tendiendo a su transformación. ¿Robespierre no vivía el ambiente
de París? No. No conocía más que una calle. De los Jacobinos á la
Asamblea. El centro de París, activo e ingenioso, conocido en te do el
mundo, le era desconocido y más ignoradas aun las masas del arrabal
de San-Antonio. Jamás se mostró a la muchedumbre.
Jamás ha habido un pueblo más apasionado que el verdadero
París. Si en Londres se hubiera sufrido la décima parte que en París
indudablemente se hubiera entregado la capital al pillaje más
vergonzoso, al incendio. París tomó la Bastilla. Hizo el 10 de Agosto. Lo
ocurrido el 5 de Septiembre, un anciano tuvo la suerte de encontrar la
expresión gráfica: «Algunos miles de obreros forzaron a la Comuna para
que esta pidiera pan a la Convención. Tenían hambre.» La insolencia de
los realistas, quienes esta vez creyeron de nuevo en la victoria de
su causa, hizo que se dictaran leyes de terror.
Este pobre pueblo cuando ocurrió la victoria de Wattignies estalló
de alegría.
Creyó que todo había terminado. El efecto que aquel triunfo
produjo fué excelente. Se redujo el precio del pan. La cosecha fué
abundante.
El día 20 se reciben dos noticias a la par. Por una parte, son
rechazados 120.000 austriacos. Por otra la Vendée se lanza a la
desesperación de su impotencia. Sale del Loira, pero fuera de los
bosques donde la palabra del cura no hace milagros. Los sacerdotes que
instigaron a la guerra civil son anatematizados por las capitales. Estos
charlatanes son arrojados ignominiosamente. Su vida es ya un continuo
vituperio. La Vendée les castiga en las estatuas de piedra de sus santos
y en Nuestra Señora de París.
Chaumette, que en el fondo era un buen hombre, tuvo suerte de
que solo las piedras se dirigieran contra los santos. No hubo realmente
ninguna sublevación seria contra los curas. El mismo, el apóstol de París,
Chaumette y con él Clootz, dos curas revolucionarios, condujeron a la
Asamblea al obispo de París y a los sacerdotes del viejo culto. El obispo
fraterniza con un pastor protestante. Esto fué un edificante acto de
sagacidad y de tolerancia.
En los departamentos algunos representantes sufrían algo así
como una visión. En los campos destruíanse las imágenes de los santos.
La transformación había sido rápida. Diariamente llegaban a la
Convención las ricas vestiduras de las imágenes.

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Las estolas y casullas del cardenal Collier y del santo cardenal
Dubois no estaban rodeadas ya del respeto y la veneración de otras
épocas. Ya no eran reliquias. Esto pertenecía ya a la infancia del pueblo.
«París, decía Clootz, es la verdadera Roma, el vaticano de la
Razón.» La Razón ha sido durante mucho tiempo el ánima forte del
cerebro de Francia y la Razón predicábala la Comuna y la enseñaba el
mismo Chaumette. Los autores del calendario republicano, los
matemáticos que tomaban asiento en la Convención, Romme, entre
otros, estoico, futuro mártir levantaron el altar al Dios-Razón.
El punto gravísimo predicado por la nueva doctrina y abordado
frecuentemente por Chaumette, es la depuración de las costumbres.
Entre tantas miserias como existían, aparece un nuevo bellísimo
horizonte.
En nombre de la Razón y de la Patria se excita al joven para que
temple su alma y permanezca puro y vigoroso para salvar a la patria,
para la energía cívica.
La Asamblea y la Comuna se sumaron en el nuevo culto. La
Asamblea en masa dirigió a la Razón con su inocente cortejo de niños
candorosos que la acompañan. El día 16 ocurre un grave suceso en la
Convención. La proposición de Cambon motiva que se tome el acuerdo
de declarar a las iglesias refugio de los indigentes y propiedad de la
Comuna.
¿Y qué otro destino más piadoso, más humanitario se puede dar a
los templos? ¿Para qué se querían tantos establecimientos religiosos
habiendo tantos mendigos, tanta gente sin hogar? Este decreto destruía
la fe en el viejo culto.
Pero lo que causó asombro fué lo dicho por Robespierre el 21 de
Noviembre respecto a tal medida y a que la Convención no había tratado
de tocar en lo más mínimo la religión católica.
Los Jacobinos anduvieron desorientados. Creyeron que su jefe
estaba de acuerdo entonces con la Montaña y lo vieron con los de la
derecha. Creyéndole entre los radicales, nombraron presidente a
Anacarsi Clootz.
Era difícil sostener la tesis de una religión que no servía más que
para sacrificar a las demás. ¿Cómo se iba a llamar tolerante a la Iglesia
que arrojaba sobre Francia a la Vendée y a los ingleses? Robespierre
sostuvo la extraña tesis de que la Vendée no era cuestión de los curas, a
pesar de que entre sus generales había dos sacerdotes, detalle este que
hubiera llamado a sospecha al más Cándido. Dijo que la Vendée era
cuestión de los realistas, cosa política.

643
La Asamblea sufrió este solemne mentís y Robespierre consiguió
que se abrieran las iglesias que poco antes habían cerrado un decreto
arrojándonos a las tinieblas de lo pasado.
¿Qué hacen los Jacobinos? Naturalmente, convencidos de su
equivocación, destituyen y arrojan de su sociedad al presidente
Anacarsis Clootz, que estaba muy lejos de pensar como ellos y cuyo
nombramiento fué una solemne equivocación. Este hecho demuestra
hasta qué punto los Jacobinos eran los instrumentos ciegos de
Robespierre. Siempre le habían pertenecido; pero entonces se tenía aún
más ciega fe en él. El decreto del día 18 creaba la superioridad política
de los Jacobinos: esto era motivo más que suficiente para que se
idolatrase á Robespierre.
Cuando fué presentado este decreto una parte de la Montaña
estaba ausente desempeñando misiones, aunque la derecha y el centro
estaban casi completos. Muchos de la derecha creían vivir merced al
favor de Robespierre. El centro detestaba a la Montaña, le tenía celos.
El decreto se reducía a dos artículos.
1.° Los representantes de la Asamblea enviados a desempeñar
misiones dejan de corresponder a esta Asamblea. (Hay que tener en
cuenta que todos los empleados eran montañeses).
2.° Las municipalidades y sus comités revolucionarios que
cumplan la requisición (en hombres, dinero o géneros) obedecerán solo
al distrito o al comité de seguridad general.
Este simple tirano hizo en Francia 44.000 tiranos. A disposición de
estos comités, sin vigilancia alguna, estuvieron las vidas y haciendas.
No vigila ya el distrito. Un agente recibe la orden para verificar la
recluta y conducirla a la frontera, sin ocuparse en la forma en que pueda
realizarse.
No vigila ya el comité de Seguridad general . ¿Cuál era la
representación y los deberes de este comité? Luis Blanc se empeña en
oscurecerlo. Formaban el comité Robespierre y dos individuos más,
David y Lebas; los demás eran gentes sin voluntad, siervos del miedo.
Estaban a cien leguas de pedir cuentas a los comités jacobinos.
El original proyecto de requisición, tal como lo había concebido
Cambon, obligaba a que los distritos se sujetaran al centro, a la
Asamblea, que por sus comisarios los vigilaba. Pero el proyecto votado
en 18 de Noviembre imponiendo una falsa unidad emancipó de la
Asamblea estos 44.000 comités jacobinos. Se creó una monarquía, un
imperio absoluto de los jacobinos, el imperio del terror.

644
Los historiadores robespierristas que alardean tanto de su amor a
la unidad se muestran en esto verdaderos federalistas, admiten la
división. Pero los grandes hombres de hacienda dicen que esta máquina
tenía un complicadísimo engranaje, mil variados resortes, tan delicados
que apenas si se les podía tocar. A la operación de la requisición se
mezclaba otra, la del terrorismo local y personal entre vecinos,
concurrentes, amigos o enemigos. Un sanguinario, procónsul (en el 93,
hubo dos ó tres) aterrorizó la capital. Entraba el terror atropelladamente
como una inundación. Se daba pretexto para que se efectuasen
venganzas personales aprovechando el mismo terror y otros elementos
que creó la situación política.
Puede decirse que los italianos de la Edad Media eran más
prudentes. Si una población se entregaba al desorden únicamente
lograba tranquilizarse enviándole un gobernador tirano, un juez armado.
La misma capital, es decir, las personas honradas llegaban casi hasta
exigir que el juez fuera extranjero, que no tuviesen lazos de parentesco
ni amistad con ningún vecino de la capital, es decir que no tuviera que
guardar a nadie consideraciones y castigara al culpable cualquiera que
fuera su condición social. Cambon quería que, para justificar los gastos,
hicieran los comités las cuentas correspondientes, exactas, con el
propósito de hacerlas públicas.
Chaumette solicitó (al menos para París) que las 48 secciones que
acusaban, denunciaban y arrestaban explicasen ante la Comuna los
orígenes de estos actos para evitar que se les supusiera inspirado en
odios personales.
Ni Cambon ni Chaumette fueron oídos. Robespierre no osó
descontentar a sus jacobinos.
El buen sentido indicaba a las claras que esta máquina no tardaría
en estallar. El comité solicitó de la Asamblea autorización para separar
en las cárceles a los verdaderos sospechosos de los que no lo eran, para
disminuir en primer término el hacinamiento y en segundo lugar ir
vaciando los presidios. Robespierre sostuvo que no tenían los comités
tiempo hábil para estas operaciones. Esto no es verdad; salvo dos ó tres
individuos abrumados de trabajo los demás hasta perdían el tiempo
vanamente.
Robespierre quería que este examen lo practicaran los comisarios,
los cuales permanecerían desconocidos. Comprendíase su intención.
Estos desconocidos hubieran sido hombres nombrados por él. Se
apoderaría Robespierre de la llave de las prisiones. La Convención
retrocedió. No se hizo nada y el mal aumentó.

645
El remedio, decía Robespierre, era acelerar los juicios. Esta
proposición hízola Robespierre muchas veces, pero tales masas de
acusados se arrojaba a las cárceles que los más rápidos tribunales no
podían terminar nunca sus juicios.
Se comprende por esto lo que es el terror, especie de fenómeno
moral que enerva, abruma, espanta.
Para que el terror se ejerciera y produjese sus terribles efectos era
necesario castigar a grandes culpables. No respetar la categoría del
delincuente en primer término. Solo condenando a acusados de elevada
posición, correría más el terror, porque precisamente sus decisiones
revelarían temible ejemplaridad.
La guillotina parecía haberse envilecido. No ejecutaba a los
grandes criminales, a los reyes, si no que bajo su filo perecían gentes al
azar.
David mismo, el hombre más útil de Robespierre, dijo una vez: «¿Y
en la Montaña llegaremos a quedar veinte?» Parece que Robespierre por
desconfianza acabará por guillotinarse a sí mismo.
¡Más aún! Robespierre llegó hasta creer que Billaud-Varennes, el
fantasma del Terror, el primer partidario, traicionaba la causa. Billaud y
Robespierre se miraron. Billaud lo comprendió, y para aplacar su hambre
le arrojó a Danton, regia-comida de difícil digestión que fué mortal para
Robespierre.
La situación de Carnot, Lindet, Prieur, Lavicomterie, etc., en los
comités era horrible.
Estaban entre la vida y la muerte. Especialmente Lavicomterie
había de estar cerca de Robespierre, y mayores eran sus sufrimientos
cuanto más próximo, estaba a quien tenía entre sus manos la vida.
Carnot, Lindet, hombres tan necesarios, respetados por la victoria,
tenían que firmar los sangrientos informes que diariamente enviaban
Couthon y Saint-Just. Robespierre frecuentemente no firmaba ningún
documento. Resulta casi injurioso también para aquellos decir que
firmaron muchas veces sin leer el documento que tenían entre sus
manos. Digamos las cosas como eran. Si estos se hubieran retirado, la
Francia hubiese quedado entregada a un peligro. Sin su mortal trabajo y
su sagaz dirección no hubiera servido tan terrible sacrificio. Aun
podemos añadir algo más. Estaban ligados ellos a este trabajo por
indicaciones del corazón, por amor a Francia. Cada uno salvaba a quién
podía. Osselin y Bazire perecieron por salvar a algunas mujeres
asustadas que se acercaron a ellos. Carnot hacía lo que podía. Salvó al
grupo de oficiales ingenieros que honró este cuerpo, grupo de hombres

646
útiles a la República, colocándolos en su casa como dependientes suyos.
Lindet no estaba menos expuesto que Carnot.
Es necesario leer (especialmente en los libros de Boivin) la fría
audacia, la perseverancia, la santa hipocresía por medio de la cual pudo
sofocar el incendio del Oeste, calmar, asegurar y salvar la Normandía.
Esta compleja cuestión descansaba sobre un punto, en un pequeño
municipio.
La guillotina iba a levantarse. Lindet sacó partido de la fama de
hombre feroz que le crearon los girondinos, prendió a la justicia y obligó
a Fouquet-Tionville a que compareciera ante él acusándole de proceder
antes que el mismo Lindet hubiera practicado su informe general contra
los girondinos de Normandía. Lindet los salvó empleando esta táctica
del aplazamiento.
Una de las cosas que han hecho aborrecible á Robespierre es que
él quiso formar el comité de suerte que él quedara libre de toda
responsabilidad, declinándola en los demás. Vana hipocresía. Sabíase
demasiado que él mandaba sobre la vida y la muerte y a él se dirigían
innumerables cartas solicitando gracia. ¿En los Jacobinos acaso no iba
siempre entre Dumas y Coffinhal, sus jueces asalariados? ¿Robespierre
no comía casi siempre en la casa de uno de estos jueces, Duplay? ¿Podía
ignorar las ejecuciones rápidas que ocurrían? Napoleón aceptó gran
número del personal de Robespierre.
Bajo la restauración los escritores exhumaron a Robespierre
literariamente. Aquel fué el tiempo de paradójicas rehabilitaciones.
Maistre y otros realistas han prestado a la figura de Robespierre grandes
favores. Bucher, ayudado por un jesuita, hizo una voluminosa
compilación santificando el 2 de Septiembre. Luis Blanc ha escrito
también doce gruesos volúmenes sobre este asunto y Hamel ha pasado
años enteros escribiendo la historia de aquellos sucesos. ¿Por qué
siendo el trabajo de este autor tan minucioso resulta tan pesado? Pues
porque sus figuras son demasiado perfectas. Son héroes impecables.
Saint-Just es una especie de Grandillón, de Telémaco. Robespierre más
que hombre es un Dios. Desde su infancia era un santo. No tiene más
que un amor, el de las palomas.
Hamel lo compara a Jesús dos veces.
Realmente resulta penoso creer que en el mundo ha habido santos
tan perfectos. Pensad en que aun el mismo Jesús, prototipo de
Robespierre según Hamel, tiene algunas manchas en su historia. Jesús
lloró una vez y llegó hasta desesperarse. No, nada hay en el mundo
perfecto en absoluto.

647
Todo era libre, dicen ellos. La Convención, los jueces, los jurados,
la policía.
Me ocurrió una vez que tuve que ingresar en la redacción de una
estimable revista dirigida por un hombre que habla mucho del pueblo,
ocupándose en su educación, en su bienestar. Hablaba pausadamente,
hasta con monotonía. Su mirada era de fuego. Él era pequeño, triste,
dulce. Me oprimía el corazón.
Tuve que marcharme del periódico cuanto antes. No podía sufrirlo.
Después supe que aquel hombre hizo guillotinar a mucha gente, fué a la
caza de girondinos. Señalemos el poder inmenso que debía ejercer
Robespierre cuando un niño como aquel aterrorizó todo el Mediodía.
Así fué el dulce Couthon. Así fué el filántropo Hermán de Arras, a
quien Robespierre, en sus notas secretas, coloca el primero entre los
hombres de capacidad. El realizó las ejecuciones de Danton y Fabre de
Eglantine.
Cuando Danton defendiéndose hace, cuando la palabra sale a
torrentes de sus labios, imprimiéndoles la divina forma de la elocuencia,
Hermán le dice: «Descansa, Danton, porque vas a fatigarte.»
¡Admirable dulzura! Si yo tuviese que ser condenado a muerte
escogería un juez como éste.
El tipo más T-aro que nos ofrece la historia es seguramente
Robespierre.
Al mismo tiempo es también el más cómico. Shakespeare no tiene
nada parecido. Tal es el interés de su figura que los escritores
condenados a muerte, con la cabeza debajo de la fatal cuchilla, sentían
aun impulsos de escogerlo como protagonista de sus dramas. Los
girondinos, perseguidos tenazmente, escondidos en las tenebrosas
cavernas de Saint-Emilion, con la sentencia sobre la cabeza y la mortaja
por toda vestidura, admiran el relieve artísticamente trágico de
Robespierre. Fabre de Eglantine, mirando las verdes luces de los ojos de
Robespierre, le dice: «¡Tú serás drama!»
Y efectivamente, en Robespierre residían todos los elementos del
verdadero Tartufo político. Su extraña moralidad, sus llamamientos a la
virtud, su calculada ternura, sus recuerdos infantiles, sus formas
bastardas de falso Rousseau, prestaban a Robespierre un contorno
novelesco.
Fabre con su frío instinto sorprendía al héroe en el instante crítico
en que por las fluctuaciones del espíritu rompía Robespierre su capa de
hielo, poniendo al descubierto que toda la fuerza de su alma consistía en
la rigidez de su rostro. Aliado de los exaltados, de Hebert en el 93,

648
muéstrase elocuente en Lion en el mes de Octubre y finalmente,
asustado de esta fugaz debilidad, se arroja en las profundidades del
Terror, ofreciendo al observador la figura de un Robespierre veleidoso,
o mejor dicho, de varios Robespierres.
Saint Just, a pesar de esta rigidez, no es más consecuente Es un
cómico espantable que pronuncia grandes discursos creyendo
sistematizar el pensamiento de Robespierre.
Su plan era un equitativo exterminio de exaltados y moderados en
el nombre de la moral, de los principios. ¿Pero de qué principios?
Robespierre va de unos a otros.
Es prodigioso que haya sobrevivido su reputación revolucionaria
después de las bárbaras ejecuciones practicadas en el 93, de Chaumette
y de Clootz. ¡Qué fiesta para los curas! ¿Cómo pudo pasar Robespierre
sin invitar a estos festines a los obispos y curas del centro y de la derecha
de la Convención?
Respecto a estos llevábase buen cuidado de que en el teatro se
defendieran las buenas costumbres sacerdotales. Fué suprimido un
periódico por adoptar por título La Confesión. En la iglesia de Saint-Just
se cantaba la misa tan fuerte que se oía desde Port-Royal. Los presos
seguían paso a paso los oficios.
Al morir Danton todos los poderes quedaron depositados en
Robespierre. Esto fué como el Brumario de Robespierre, como su
Diciembre. El drama terrible lo arrastraba. Llegó a una altura
inconcebible cuando dijo: «¡Hermoso espectáculo el de una Asamblea
que va ella misma seleccionándose!» Purgada la Asamblea de Danton
era necesario un nuevo medicamento, heroico, radical.
Robespierre duda y se indigna después. La Convención duda
también: «¡Ah, infame Asamblea que se resiste a ser guillotinada!» Hago
observar estas palabras para que se vea que Robespierre no quería
arrancar e' corazón a la Asamblea, si no que quería convencerla para que
se lo arrancara ella misma. Robespierre podría decir entonces: «¡Ella lo
quiso así!»
Puro farisaísmo. Quería darse un baño de inocencia, digámoslo así,
tranquilizarse, evitar los remordimientos por medio de unos
procedimientos hipócritas particularísimos, originales, ejemplares.
¿Dónde está Marat? ¿Qué es Marat comparado? Un ser ingenuo.
¡Ah, Robespierre! Tú no podías apagar tan esplendorosas luces
impunemente: Danton, Fabre, Desmoulins, el pobre Anacarsis Clootz, el
infortunado Chaumette, tan inofensivo entonces, todos perecieron. Los
apóstoles de la Razón fueron guillotinados.

649
¿Dónde está Marat? ¿Dónde Chalier? Prefiero a los peligrosos
equilibrios de la Razón, los furores, las exaltaciones de Marat. Los dos
estaban enfermos. Eran en Francia como dos seres extractos de
sangrienta raza. Marat era un histérico. Se advierte a cada instante. Creo
que un día llegará a hacerse la patología del Terror.
Las situaciones extremas crean enfermedades raras. Nuestros
cantaradas de 1700 sufrieron una contagiosa: la profecía. Los niños en
sus cunas profetizaban. En los hombres del 93 se manifiesta otra
enfermedad: la furia de la piedad.
¿Qué es esto? Frecuentemente cuando las mujeres veían matar a
un caballo, a una bestia cualquiera, se arrojaban sobre su matador,
haciendo con él lo propio o poco menos.
He visto a hombres de sanguíneo temperamento presentar en
estos momentos de furor un aspecto apoplético, hasta arrojarse sobre el
agresor y estrangularlo. Esta piedad homicida se manifestó en Marat y
en Chalier. En éste tuvo una forma elocuente, en el primero no tanto. Su
vanidad literaria mezclábase frecuentemente con sus furiosos devaneos.
Nunca encontró Robespierre tan propias palabras como las que
sirven de retrato á Chalier, pronunciadas por él mismo: «¡Ya no soy
más que el anatema del buen pueblo francés!»
Lion era como el nervio principal de vida. París era el espíritu.
Entre Croix-Rousse y Fourviere, populosa colonia de obreros
infatigables se creó, o mejor dicho, arraigó con más fuerza la teoría de
un misticismo social, de ternura y exaltación al mismo tiempo. Después
de Chalier, allá vegetaron el ingenioso Foulier y el enérgico Proudhon,
cuya fuerza lo recorrió todo. Chalier, negociante italiano,
verdaderamente rico, se convirtió entre este mundo de seres pobres,
obreros miserables, en un enfermo: deliraba. No se ha demostrado que
haya tomado parte en los sangrientos complots que se le imputan. Lo
que hay en esto de cierto es la barbarie que contra él y los suyos se
desplegó.
Sus discípulos vinieron a París y encontraron precisamente á
Chaumette predicando ante cien mil pobres, consolándolos, diciéndoles
que toda la tierra abandonada, todos los campos desiertos serían para
que ellos los fecundaran con su trabajo y los usufructuaran como
legítimos propietarios.
Había otro predicador también exaltado, Jacques, Roux el apóstol
de las calles de Saint-Martín, Arcis y los Gravilliers, especie de fiera que
para representación simbólica del Estado quería un cañón. Robespierre
se había mostrado poco favorable a la propiedad. Después cambió de

650
opinión y persiguió a Roux hasta la muerte, acusándole de ladrón. Roux,
indignado, atenta contra sí mismo.
Después del sitio de Lion, cuando fué conducida a París la cabeza
de Chalier, llegó su mejor amigo, Gaillard. Este tuvo un recibimiento frío
por parte de los Jacobinos y de Robespierre. Gaillard, desesperado, hizo
como Roux, se saltó la tapa de los sesos. Robespierre, como ya he dicho,
fué antisocialista. Hasta proscribió la inocente idea de los banquetes
fraternales, a los que cada uno asistía con su pan debajo del brazo.
He dicho el comportamiento terrible de las secciones del centro
(Saint-Martín, Arcis, Gravilliers) contra Robespierre. Este había muerto a
los apóstoles de estas secciones, Roux, Chaumette. El 9 Termidor
ninguna de las tres secciones de San Antonio fueron en su socorro. Ni
aun la de Saint-Marceau. En París si se le cerraba Nuestra Señora era
hombre perdido. Llegó a quedarse solo completamente. Merda pudo
llegar hasta Robespierre y arrojarse sobre él.
¿Y cómo una cosa tan clara como todo lo que llevamos dicho se
pone diariamente en tela de juicio? Se inmola a la Montaña, a la Comuna,
a los apóstoles dé la Razón en París. ¿Y quién es el ser por quien se
inmolan tantos individuos? ¿Era un gran hombre? Ciertamente. Lo he
creído así aun antes de que llegara el momento de enterrarlo junto a
Robespierre. He adivinado a Danton aun en sus debilidades. ¿Había por
esto de despreciar a Robespierre en absoluto?
Existe otra enfermedad que podemos llamar tiranismo.
Tanto los pueblos de Europa como los de América pueden decir
después de sus agitaciones o de sus convulsiones políticas:
«¿Quién será el próximo tirano?»
La tiranía es una gran enfermedad. El tirano nace del tirano. El
tirano jacobino incuba al tirano militar. Este arroja al tirano jacobino.
Los que destruyen el altar del jacobinismo son los apóstoles
involuntarios quizás de la tiranía militar.
Muchos dicen: «Después de todo prefiero morir fusilado.»
Afortunadamente el tiempo avanza. Somos un poco menos
imbéciles. Ha pasado o se va borrando el culto a la personalidad
introducido por la educación cristiana j el mesianismo. A la larga hemos
comprendido frase que nos dejó Anacarsi Clootz: «La Francia hace
hombres.»

FIN DEL TOMO SEGUNDO

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ÍNDICE
DEL TOMO SEGUNDO

Páginas
CAPITULO PRIMERO. —Decreto contra los emigrados y el rey. —
Resistencia del rey (Noviembre-Diciembre 91) 2
CAPITULO II. —Sigue la cuestión de la guerra. —Madama Stael y
Narbonne en el poder (Diciembre del 91, Mayo del 92) 16
CAPITULO III. —Continuación.—Ministerio girondino, declaración de
guerra (Marzo-Abril del 92) 37
CAPITULO IV. —Destitución del Ministerio Girondino (Mayo-Junio del
92) . 58
CAPITULO V.—El 20 de Junio.—Invasión de las Tullerías, el rey
amenazado 76
CAPITULO VI.—Inminencia de la insurrección (Julio-Agosto 92) 96
CAPITULO VII. La víspera y la noche del 10 de Agosto 126
CAPITULO VIII.—El 10 de Agosto 134
CAPITULO IX.—El 10 de Agosto en la Asamblea. Lucha de la Asamblea y
de la Comuna (fin de Agosto) 155
CAPÍTULO X.—La invasión, terror y furor del pueblo (fin de Agosto) 178
CAPITULO XI.—Preludios de la matanza (1.° de Septiembre 92) 194
CAPITULO XII.—El 2 de Septiembre. 205
CAPITULO XIII.—(Continuación) el. 3 y el 4 de Septiembre 225
CAPITULO XIV.—Estado de París después de la matanza.—Fin de la
legislativa (5-20 de Octubre del'92). 242
CAPITULO XV.—Batalla de Valmy (20 de Septiembre 92) 262
CAPITULO XVI.—El mundo se entrega a Francia.—La Vendée contra
Francia (Septiembre-Noviembre del 92) 279
CAPITULO XVII —El cura, la mujer y la Vendée (Agosto-Septiembre del
92) 289
CAPITULO XVIII.—La Convención.—La Gironda y la Montaña
(Septiembre-Octubre del 92) 310
CAPITULO XIX.- La Gironda contra Danton (Septiembre-Octubre 92). 328
CAPITULO XX.—Jemmapes (6 de Noviembre) 350
CAPITULO XXI.—Invasión de Bélgica.—Lucha entre Cambon y
Dumouriez (Noviembre 92) 361
652
CAPITULO, XXII.- Grandeza y decadencia de la Gironda (Octubre-
Noviembre 92) 373
CAPITULO XXIII.—Ruptura definitiva de Danton y los girondinos
(Noviembre 92) 389

LIBRO QUINTO

Páginas
CAPITULO PRIMERO.—Luis XVI era culpable. 405
CAPITULO II.—Aparente desorganización de la Francia (Octubre-
Diciembre del 92) 410
CAPITULO III.—Reconstitución de los Jacobinos antes del proceso del
rey (Septiembre-Diciembre 92) 429
CAPITULO IV.—Continuación de la historia de los Jacobinos.-
Robespierre (fin del 92) 441
CAPITULO V.—El proceso del rey.—Intento de la izquierda para
aterrorizar a la derecha.—Saint-Just (13 Noviembre 92) 453
CAPITULO VI.—El proceso.— Intento de la izquierda para aterrorizar el
centro y los neutros.—Lucha de Cambon y Robespierre (Noviembre-
Diciembre 92) 464
CAPITULO VIÍ.—El proceso.—El rey en el Temple.—El armario de hierro
(Noviembre-Diciembre 92) 475
CAPITULO VIII.—El proceso.—Comparecencia del rey
(11 Diciembre 92). 488
CAPITULO IX.—El proceso.—Discusión sobre la educación.—Contra el
duque de Orleans (Diciembre 92) 503
CAPITULO X.—El proceso.—Defensa del rey.—Robespierre y Vergniaud
(Diciembre 92) 513
CAPITULO XI.—El proceso.—Amenazas de la Comuna.—Pacificadora
tentativa de Danton (Diciembre 92.—Enero 93) 527
CAPITULO XII.—El juicio de Luis XVI (15-20 Enero) 541
CAPITULO XIII.—La ejecución de Luis XVI (21 de Enero de 1793). 556

653
LIBRO SEXTO

CAPITULO PRIMERO.—La unidad de la patria.—La educación.—


Funerales de Lepelletier (24 de Enero 1793). 565
CAPITULO II.— La coalición.— Asesinato de Basville (13 Enero 93). 580
CAPITULO III.—Triple peligro de la Francia.—Lion, Bretaña, Bélgica
(Marzo del 93) 597
CAPITULO IV.—Movimiento del 10 de Marzo del 93.—Tribunal
revolucionario 609
CAPITULO V.—La Vendée (Marzo del 93) 629
CAPITULO VI.—Traición de Dumouriez (Marzo-Abril del 93) 651

PREFACIO AL TERROR

EL TIRANO 635

654

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