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PROLOGO

Este libro del Titanic en CD es una especie de remix de aquel que escribí entre 1999 y 2000.
Un buen día dije que iba a escribir un libro, me senté frente a la computadora y el resultado fue
“Más allá de Titanic”.
Fue una obra apasionada, casi visceral, en la que expresé mis sentimientos al compás
de la historia de un naufragio y el recuerdo de la película de James Cameron.
En mi inocencia, llevé el facsímil a varios editores quienes lo encontraron ameno pero
consideraron que el tema ya estaba agotado. Si no hubiese sido por la llegada de la Exposición
Titanic a Buenos Aires en 2001 mi humilde libro jamás habría podido superar la etapa del print
de una vieja Epson.
Los hechos se combinaron de un modo curioso ya que la empresa que trajo al Titanic a
la Argentina era chilena y mi amigo Alvaro Fernández también lo es. Siempre pensé que todos
los chilenos se conocen y en ese caso tuve la razón. Gracias a que mi libro contaba la historia
del argentino y los uruguayos que viajaban en él, entró en sintonía con lo que la muestra de
Buenos Aires iba a presentar. Alvaro cerró un acuerdo para venderlo en el gift shop y así fue
como “Más allá de Titanic” se convirtió en realidad.
Tres semanas antes de que abriese la muestra, mi esposa tuvo una idea genial. Hacer
un librito infantil sobre el Titanic y lo increíble fue que en poquísimos días estuvo listo.
Ambos libros cruzaron los Andes y estuvieron en venta en la exposición que tuvo lugar
en Santiago de Chile y como habían 3 uruguayos en el Titanic, también llegaron a la otra orilla
del Rio de la Plata. La última etapa fue estar en las librerías de Argentina y durante un par de
años era fácil encontrar a mis Titanics en las sucursales de Yenny, Cúspide y Distal, así como
en el Centro de Publicaciones Navales.
El feedback que recibí fue sensacional y me llenó de alegría. El Titanic, que había sido
parte de mis años más tempranos, me siguió acompañando en la madurez. Gracias a “Más allá
de...” conocí a un gran entusiasta como Carlos Petaus quien creó un sitio de Internet y me dio
un lugar en él.
El inesperado suceso con el Titanic me llevó a escribir otro libro también sobre un tema
que me apasionaba: el Concorde. El avión supersónico anglo-francés me hizo incursionar
nuevamente en la grata tarea de escribir. Hoy en día estoy ocupándome otra vez de temas
aeronáuticos con la historia del Boeing 747.
Un año antes de cumplirse el centenario del naufragio, soñé con una nueva edición que
rescatase lo mejor de la original con más información y suprimiendo algunos temas no tan
vinculados al Titanic. La idea era presentárselo a los mismos editores que en el año 2000 me
habían descartado pero, una vez que tuve el facsímil en mis manos, lo guardé en un cajón de
mi escritorio convencido de que lo más lindo de todo es escribir el libro. Durante un tiempo
soñé con el libro electrónico pero, al contactar a algunos editores, no los vi muy entusiasmados
y por ello es que el nuevo Titanic navegará por los lectores de CD de las computadoras de
aquellos amigos a quienes se lo regale.
Amigo mío: Si te gustó aquel libro, aquí está de vuelta. Si no lo leíste, quizás no nos
conocíamos hace 11 años y hoy tenés la oportunidad de hacerlo. Si ya te saturé con el buque
más famoso de la historia, pasale el disquito a alguna nueva víctima, que no será del Titanic de
la White Star Line, sino del de Robi Blanc.

PD: Le dediqué “Más allá de Titanic” a mi niñera de cuando tenía 6 años que me hizo conocer al Titanic y
como lo considero un derecho adquirido, sigo dedicándoselo.

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Capítulo I
Fue noticia y es famoso

Todos los días, infinidad de aviones de pasajeros llegan a destino y ello no es por cierto una
noticia. El más fabuloso avión de pasajeros jamás construido fue el Concorde. Su primer vuelo
fue noticia en los periódicos de todo el mundo. Durante 20 años fue famoso por transportar a
los ricos viajeros del jetset y cuando casi nadie se ocupaba de los supersónicos de British
Airways y Air France, el 26 de Julio de 2000 un avión de esta última compañía se estrelló al
despegar de Paris. Ese día, el Concorde cambió “fama” por “noticia” de la mano de más de 100
muertos.
¿Qué es la fama? Puede decirse que es la opinión general que se tiene de algo o alguien que
hace que se lo considere importante.
¿Qué es una noticia, entonces? La mejor definición la escuché de un cronista de la BBC de
Londres quien dijo que era aquello que se aparta de la normalidad.
Si analizamos al Titanic desde la perspectiva del periodista inglés, bien podríamos llegar a la
conclusión de que el naufragio del buque más grande y lujoso del mundo en su viaje inaugural
tenía todos los ingredientes para convertirse una de las más extraordinarias noticias de todos
los tiempos y desde hace 100 años, la historia que estamos abordando en este libro ha estado
presente en la memoria colectiva a todo lo ancho del mundo.
Antes de dejar el astillero el Titanic ya era noticia y recibía calurosos elogios entre los
allegados al transporte marítimo. Era el buque más grande pero también el más publicitado, lo
que lo hacía famoso, aunque todo dentro de la escala que podían ofrecer los medios de
comunicación en 1912.
Sin embargo, poco menos de un año antes, el Olympic -casi idéntico- debutó triunfalmente y
si bien el hecho estuvo lejos de pasar inadvertido, no despertó tanta atención como el primer
viaje del Titanic. Ambos transatlánticos tuvieron un tercer barco gemelo -el Britannic- que
estuvo listo justo cuando comenzaba la Primera Guerra Mundial y fue utilizado por la marina
real como buque-hospital. El Britannic se hundió en el mar Egeo tras chocar con una mina
flotante, no obstante los intentos de su tripulación de llevarlo a aguas poco profundas para
hacerlo encallar.
¿Quién se acuerda de esos dos buques?
La fama del Titanic tal vez provenga de su pomposo nombre, de su lujo, de sus publicitadas
medidas de seguridad, de los millonarios y celebridades que viajaban en primera clase y por
último y sin duda lo importante...del hecho de que, a pesar de tanta tecnología y de la
competencia del capitán Smith y sus oficiales, no pudo completar siquiera un viaje.
En toda la historia de la marina mercante en tiempos de paz, no ha habido un caso
semejante y nos guste o no, lo que hizo que el Titanic perdurara en la memoria colectiva
durante cien años fue su catastrófico fin. Si hubiera que erigir el monumento al fracaso, esa
estatua de bronce tendría 4 chimeneas.
Esta horrible tragedia, una verdadera burla del azar, también fue utilizada en su momento
por los infaltables moralistas quienes adjudicaron la tragedia a un “merecido castigo de Dios a
la soberbia de los hombres”.(sic)
En contraposición a aquellos supuestos virtuosos que levantaron su dedo acusador, me
animo a preguntar...¿Sería tan grave pecado el construir un buque grande y lujoso que en la
medida de lo posible no pudiera hundirse? Sin embargo todavía hay quien esgrime esa
gastada moralina para hacer que la gente se sienta culpable de que empresarios e ingenieros
de comienzos del siglo XX hayan intentado conciliar la excelencia tecnológica, el disfrute de la
buena vida y una cierta dignidad para los más humildes viajeros.
Ciertamente, fue la monstruosa pérdida de vidas lo que ha mantenido la historia en el
candelero a lo largo del tiempo. ¿Cómo podría el mundo olvidarse alguna vez de las mil
quinientas personas que murieron ahogadas o congeladas a causa de una sucesión de errores
y omisiones como pocas veces se han dado en la historia de la navegación oceánica?
No obstante la creencia general, debiéramos dejar asentado que tampoco fue el Titanic el
primer barco en chocar con un témpano y hundirse. Nada menos que 11 naves habían corrido
esa misma suerte en los 30 años anteriores y muy poca gente podría nombrar a alguna de
ellas. Tan sólo unos días antes de la catástrofe -el 27 de Marzo de 1912- el buque noruego

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Romadal había embestido un iceberg sin llegar a hundirse y el día 10 de Abril le ocurrió lo
mismo al Niagara.
El hundimiento del Titanic tampoco fue la peor tragedia del mar. Durante la Segunda Guerra
Mundial, tres naufragios superaron con holgura la cifra de muertos del 15 de Abril de 1912.
El Yunyo Marú, buque de carga japonés que transportaba prisioneros de guerra ingleses,
norteamericanos, australianos y holandeses, así como mano de obra esclava de la isla de
Java, fue torpedeado por un submarino norteamericano y al hundirse murieron 6.000 personas.
El Wilhem Gustlov, barco de pasajeros alemán, navegaba por el mar Báltico poco antes del
fin de la contienda transportando algo más de 8.000 refugiados del frente oriental cuando un
submarino soviético le disparó sus torpedos. Los sobrevivientes fueron menos de 800.
El Cap Arcona era un agraciado transatlántico germano que en los años 30 llegaba a Brasil,
Uruguay y Argentina. Durante un bombardeo de la RAF a la ciudad de Hamburgo, los pilotos
ingleses fueron por más y con sus bombas lo mandaron a pique poco antes de que entrara al
puerto. Murieron casi 6.000 personas.
Volviendo al Titanic y las razones por las cuales el naufragio tuvo tanta repercusión, debemos
recordar que a bordo de la nave se encontraban algunos de los más conspicuos empresarios
de los Estados Unidos. Prácticamente no hubo una ciudad importante de ese país que no
tuviese a un millonario en la lista de pasajeros y en consecuencia, el hundimiento del Titanic y
su leyenda se americanizaron al extremo y los diarios se ocuparon hasta el hartazgo de ellos.
Conocemos el poder de difusión de noticias de los norteamericanos. Hace 100 años la
maquinaria periodística del gran país del norte ya estaba bien aceitada y en consecuencia el
naufragio del Titanic se convirtió en un suceso de dimensión planetaria.
En cambio, el recuerdo del naufragio del transatlántico de la Canadian Pacific “Empress of
Ireland” ocurrido en 1914 -con un saldo de 1.073 muertos- no pudo resistir el paso del tiempo y
por haber sido un buque canadiense no pasó de ser una historia “regional”.
Es claro que la historia fue mucho más allá de una efímera presencia en los titulares de los
diarios. Para bien o para mal, el Titanic parece tener una especie de mágica aureola que lo
distingue de cualquier otro barco, se haya hundido o no.
Como ejemplo podemos recordar que el 1º de Setiembre de 1985 el mundo se conmovió con
el hallazgo de los restos del Titanic por parte del geólogo marino Robert Ballard y sus
colaboradores, utilizando un sofisticado equipo.
En 1989 Ballard también encontró en el fondo del Atlántico los restos del poderoso acorazado
alemán Bismarck, hundido por los ingleses en 1941 tras una legendaria cacería con
portaviones y cruceros. Nueve años después Ballard halló al portaviones Yorktown hundido por
los japoneses durante la Batalla de Midway. El impacto en los medios y la opinión general fue
muchísimo menor.
Y en 1997 Hollywood se apoderó del Titanic. El conocido film cortó con el estilo tradicional del
género cine-catástrofe definido por películas como “Infierno en la torre” o “Terremoto” donde los
héroes de la historia eran actores adultos de más de cuarenta años. Al introducir la más
taquillera variante adolescente se pudo apuntar a un target mucho más permeable, dispuesto a
ver y llorar la película repetidas veces, adquirir los CD con la banda de sonido y ceder ante la
tentación de poseer las chucherías del merchandising ad-hoc que se puso en marcha en
simultáneo con el estreno.
Se rodaron varias cintas sobre el célebre hundimiento antes de la que dirigiera James
Cameron, algunas muy buenas como la inglesa de los años 50. La de fines de los 90 fue un
show computarizado de asombroso realismo al servicio de una historia de amor juvenil, con
Leonardo Dicaprio y Kate Winslet como protagonistas y el Titanic como el lugar donde el
romance y la tragedia tienen lugar.
El film de James Cameron fue el gran imán que atrajo a las nuevas generaciones a una
tragedia del tiempo de sus abuelos o bisabuelos. El éxito de la canción que interpretó Celine
Dion, la repetición de la película en la TV por cable, las ventas y alquileres del video, el DVD y
por qué no...el blue ray han hecho pasar al Titanic al tercer milenio y no nos sorprendamos si
nos anuncian una versión 3D.
Un año después del estreno de la película, un consorcio suizo-norteamericano deseaba
construir un buque lo más parecido al Titanic que fuera posible con el fin de hacerlo cruzar el
Atlántico y cada tanto emprender algún crucero. Al poco tiempo se conoció que un grupo
inversor sudafricano tenía en carpeta un proyecto similar.

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Gracias a la película, de repente dos compañías habían tenido la misma idea. A decir
verdad, ninguna de ellas tenía experiencia en la operación de buques de pasajeros y sus
ejecutivos quizás no habían sondeado bien la reacción del público ante la idea de abordar una
nave llamada Titanic, por lo cual ambos proyectos naufragaron, aunque no lo hicieron en las
frías aguas del Atlántico sino en el cesto de los papeles.
Otro proyecto frustrado fue el de un grupo inversor que estaba dispuesto a construir en Las
Vegas un hotel-casino con forma de Titanic, en el que sus habitaciones iban a ser réplicas
aproximadas de los camarotes y las suites de primera clase. (supongo que la diferencia entre
aproximadas y exactas estaría por el lado del aire acondicionado, el televisor, la cafetera, el
teléfono, el frigobar, el secador de cabello, el acceso a Internet y otros adminículos modernos
que hacen nuestras vidas más llevaderas)
También se dijo en su momento que iba a construirse un gigantesco “témpano” para albergar
un teatro donde presentar shows musicales. Para suplementar al casco del Titanic habría un
segundo hotel de aspecto algo glacial con habitaciones de estilo contemporáneo y un amplio
centro de convenciones. Completarían el complejo un parque de diversiones acuático y una
montaña rusa que, entrando por un iceberg, saldría del interior de otro témpano. Como remate,
todo el conjunto estaría enlazado por un tren monorriel elevado.
Por desgracia, el Titanic del desierto de Mohave también se hundió, sólo que en las arenosas
tierras del Estado de Nevada y por cierto que mucho antes de la debacle inmobiliaria de 2008.
Y para finalizar el capítulo, en Irlanda del Norte -en la mismísima Belfast- hay un proyecto
para convertir tierras ociosas situadas en la orilla del río Lagan, que alguna vez pertenecieron
al astillero Harland & Wolf -lugar donde se construyeron el Titanic, el Olympic, el Britannic y el
Canberra- en el original desarrollo inmobiliario llamado Titanic Quarter.
A un costo de varios miles de millones de Libras, se edificarán viviendas, oficinas, hoteles,
restaurantes y quizás lo más importante de todo: un museo Titanic. Desde ya, les deseamos
éxito a los developers.

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Capítulo II
Cuestión de tamaño
Ha llegado el momento de ocuparnos del gigantismo del Titanic y lo más curioso es que cien
años después de su debut, es un tema de gran actualidad. Basta con entrar en los sitios de
Internet de las compañías que operan cruceros en el Caribe para observar que cada día son
más grandes. Hace algo más de 10 años era raro encontrar cruceros de más de 100.000
toneladas de desplazamiento y ahora parecería que es al revés. Cien mil toneladas o 3.000
pasajeros hoy nos parecen cosas de todos los días.
Si pasásemos al campo de la aviación comercial, el prolongado reino del Boeing 747 como el
avión de pasajeros más grande del mundo llegó a su fin. El Airbus 380 transporta 550 viajeros
pero, en el futuro más o menos cercano, nuevas versiones del 380 serán capaces de trasladar
por los cielos del mundo y con gran confort a no menos de 700. Créase o no, el Titanic, los
nuevos gigantes del mar y los Superjumbos tienen algo en común: la búsqueda de la eficiencia.
Una de las escenas que más me irritó de la película de 1997 es aquella en la que Kate
Winslet -o mejor dicho Rose Bucater- ridiculiza al mismísimo presidente de la White Star Line,
Bruce Ismay. Reunidos alrededor de la misma mesa tomando el té, Ismay habla con sano
orgullo del tamaño de la nave. La joven le insinúa entonces que el gigantismo del Titanic está
relacionado con la psiquis humana y no es otra cosa que una proyección de cómo desearían
Ismay y sus socios que fuesen su órganos sexuales. Rose entonces menciona al Doctor Freud
y el presidente de la White Star cree que es uno de los pasajeros.
Ese tipo de manipulaciones de los guionistas calzan bien en una trama argumental donde los
adultos y los ricos son malos y tontos. Como se trata de una escena emblemática del film, la he
traído del recuerdo para criticarla ya que creo que es una tontería suponer, como lo hacía la
insatisfecha niña inglesa, que no se deba buscar siempre lo mejor. Muchas veces “mejor” está
asociado a mayor tamaño pero en muchos casos es el resultado de la búsqueda de eficiencia,
seguridad y confort.
El propósito de este capítulo será –sin olvidarnos de Rose- el entender por qué un barco
como el Titanic llegó a construirse. Para ello, habremos de retroceder en el tiempo al momento
en que un buque a vapor cruzó el Atlántico sin utilizar sus velas, propulsado durante todo el
viaje por su maquinaria. En Marzo de 1838 el Sirius, un buque cruza-canales modificado, unió
Londres con Nueva York en 19 días.
Esta hazaña dio lugar a que algunos emprendedores pensaran en un modo confiable y
glamoroso de viajar de un continente a otro. Esa era la apuesta de Samuel Cunard, originario
de Canadá pero radicado en Inglaterra, fundador de la legendaria compañía de navegación
Cunard. La idea del visionario canadiense era firmar primero un convenio con el correo real y
así tener el sustento económico para ofrecer un servicio regular y confiable de pasajeros y
carga. Con el contrato postal en la mano, en 1840 Cunard puso en servicio al Britannia, un
buque a vapor con ruedas con paletas, capaz de cruzar el Atlántico de Liverpool a Halifax y
luego a Boston en tan sólo 13 días. A continuación, Cunard incorporó tres buques gemelos del
Britannia: el Acadia, el Caledonia y el Columbia. Con una flota de 4 naves iguales, la Cunard
Line pudo operar un servicio regular de correo y pasajeros ofreciendo un cruce transatlántico
cada dos semanas.
En 1857 tuvo lugar la botadura del buque más revolucionario de la era victoriana, que no era
de la Cunard sino de una empresa ferroviaria inglesa. El Great Eastern había sido concebido
por el genial ingeniero Isambad Kingdom Brunel para prestar sus servicios en la ruta a
Australia, pero por esos avatares del destino la nave terminó realizando el cruce del Atlántico a
Nueva York.
El buque medía casi 230 metros de eslora, desplazaba 32.000 toneladas y era propulsado
por una combinación de ruedas laterales con paletas y una hélice a popa. En sus 800
camarotes podía transportar hasta 4.000 pasajeros, quienes disfrutaban de un confort
inimaginable hasta entonces. Buscando la máxima seguridad, el casco del Great Eastern había
sido dividido en diez compartimientos estancos transversales cuyas mamparas divisorias
llegaban hasta la cubierta superior y gracias a este último detalle se convirtió -54 años antes
que el Titanic- en un barco aún más seguro que éste.

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El gran aporte tecnológico de Brunel –que la rebelde heroína de la película ignoraba por
completo- fue calcular con exactitud en qué medida las dimensiones de un buque influyen en
su eficiencia operativa. De acuerdo a los cálculos del brillante ingeniero inglés, si se aumentaba
el tamaño de un barco, su capacidad interior crecía al cubo de sus dimensiones mientras que la
potencia que requería para navegar a una determinada velocidad sólo se incrementaba en
relación cuadrática. Este hallazgo fue el que hizo que se construyeran buques cada vez más
grandes y eficientes que, en proporción a su tamaño, consumirían menos carbón que las naves
de menor porte.
Paradójicamente, el gigantismo del barco de Brunel también fue su mayor desventaja. Aún no
era necesario contar con un buque de esas dimensiones y si bien se lució en los aspectos
técnicos, fue un fracaso comercial. En 1864 el Great Eastern fue adquirido por Cyrus Field -un
entrepeneur norteamericano- quien aprovechó la espaciosidad de su casco para tender el
primer cable telegráfico submarino ya que era el único buque capaz de albergar en sus
bodegas las gigantescas bobinas en que venía arrollado el cable. Fue tal el éxito del Great
Eastern en su nuevo rol que la operación fue ejecutada varias veces más.
Volviendo a la compañía Cunard, digamos que ciertamente no estaba sola en el metier de
cruzar el Atlántico norte con pasajeros. Su más importante competidora inglesa era la White
Star Line. Por ese entonces, apoyado en sucesivas mejoras tecnológicas y en el creciente flujo
de inmigrantes europeos, el tráfico marítimo entre Europa y los Estados Unidos había crecido
de tal manera que era casi siete veces mayor que en 1840.
El boom naviero hizo que las compañías alemanas participaran de ese mercado en
expansión con modernos y lujosos buques. Merced al fuerte subsidio que recibían de su
Estado, los barcos teutones competían de igual a igual con los transatlánticos de la Cunard y la
White Star. Gran parte de la inmigración de los Estados Unidos provenía de Alemania y a su
vez, gracias a las líneas ferroviarias que convergían a los puertos de Hamburgo y Bremen, los
inmigrantes que dejaban el centro y este de Europa para radicarse en los Estados Unidos eran
captados por las compañías germanas.
La flota francesa, si bien podría parecer una distante tercera, con barcos que no eran tan
grandes como los ingleses y los alemanes, estaba a la par de sus competidores gracias a los
magníficos interiores de sus naves y el refinamiento de la comida que se servía a bordo. Todo
el esplendor de Paris estaba presente en la primera clase de esos exquisitos paquebotes
verdaderos exponentes de Francia. Tal era la fama de la cuisine a bordo de las naves galas
que los germanos, para sobreponerse a la dudosa reputación de su gastronomía, debieron
contratar los servicios del hotel Ritz Carlton de París para que les atendiese el servicio de
restauration en sus opulentos transatlánticos.
Otras flotas importantes también fueron la sueca, la holandesa, la italiana y la norteamericana
pero sus más humildes buques de pasajeros no podían compararse con los de las empresas
que acabamos de mencionar.
A fines del siglo XIX tuvo lugar una revolución tecnológica en la propulsión marina. El inglés
Charles Parsons diseñó y construyó la primera turbina naval. En ella, el vapor a altísima
presión toma contacto con las aspas de una turbina, haciéndola girar a gran velocidad y por
medio de unos engranajes de reducción de las revoluciones, la turbina impulsa a una hélice.
Cuando Parsons sometió su invento a la consideración del almirantazgo inglés, le dijeron que
no. El obstinado inventor decidió entonces preparar un show espectacular y para ello
aprovechó las celebraciones de los 60 años en el trono de la reina Victoria. Mientras lo mejor
de la flota inglesa se hallaba en Portsmouth lista para que el príncipe heredero Eduardo le
pasara revista, el genial Parsons -al mando de su pequeña nave experimental Turbinia- se
“coló” entre los buques de guerra de su majestad y los humilló a todos al navegar a 35 nudos
de velocidad sin que nadie pudiera interceptarlo.
Samuel Cunard vio en la turbina de Parsons el elemento que necesitaba para superar a sus
competidores y con ese fin hizo construir dos formidables transatlánticos: el Mauretania y el
Lusitania los que, puestos en servicio en 1907, llevaron al transporte por mar a un mayor nivel
de prestaciones. Equipadas con cuatro hélices, estas naves eran capaces de desarrollar 26
nudos y su atrayente diseño exterior e interior las convirtió en las más grandes, veloces, lujosas
y seguras del mundo.

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Era tal el afán por la velocidad que, con el objeto de ofrecer una menor resistencia al avance,
las proporciones de los cascos del Mauretania y el Lusitania se aproximaban a las de una
canoa y el equipo de propulsión ocupaba un espacio excesivo.
Al igual que el Titanic, los buques gemelos de la Cunard estaban divididos por mamparas
transversales que podían cerrarse desde el puente de mando con sólo pulsar un interruptor.
Pero, mejor aún que en el orgullo de la White Star, los buques de Cunard, construidos de
acuerdo a estrictas normas del Almirantazgo, no sólo poseían mamparas transversales sino
también longitudinales y doble casco en la sección de la sala de máquinas. Además, en caso
de guerra, podían ser equipados con 10 cañones de 15 cm de diámetro. Esa doble función
bélico-civil le otorgaba a la Cunard Line un suculento subsidio en la operación de sus veloces
galgos del mar que -no está de más decirlo- eran también dos hambrientos monstruos
devoradores de carbón.
La respuesta de la White Star Line a los buques “estrella” de la Cunard fue un trío de
gigantes -Olympic, Titanic y Britannic- treinta metros más largos y mucho más lujosos, aunque
no tan veloces por cierto. Estos paquebotes poseían un equipo de propulsión híbrido y más
conservador, con sólo tres hélices. Las laterales –de sólo tres palas- eran impulsados por las
tradicionales máquinas a vapor de hasta poco antes y la hélice central –de cuatro palas- era
movida por una turbina que reciclaba el escape de los motores de vapor.
Esa particular disposición de sus máquinas les otorgaba al Titanic y sus hermanos un andar
más lento pero mucho más económico. Los tres gemelos de la White Star fueron los
precursores de una nueva generación de grandes paquebotes que, sin necesidad de descollar
por su velocidad, apuntaban más a satisfacer a los millonarios norteamericanos, cuyas
exigencias de lujo y confort eran cada vez mayores.
Es obvio que las demás compañías navieras -feroces rivales de la White Star- no se
quedaban con los brazos cruzados y como prueba de ello, menos de una semana después del
naufragio que nos ocupa, los franceses pusieron en servicio al France, un buque bastante
menor en tamaño pero tan fastuoso que fue apodado “El Versalles del Atlántico”. Los salones
de la nave gala parecían salidos de un palacio, su grandiosa escalinata de primera clase había
sido diseñada a semejanza de la que embellecía la biblioteca nacional de Francia y sus
camarotes de primera clase nada tenían que envidiar a los del Titanic. Como por aquel
entonces ningún puerto francés podía acomodar en sus muelles a un buque de más de 230
metros de eslora, el France era 40 metros más corto que el Titanic pero, al estar equipado con
turbinas de vapor, ofrecía a cambio de su menor tamaño, 25 nudos de velocidad y mucho
mejor aún...contaba con botes salvavidas para todas las personas a bordo.
En 1913 la Cunard Line deslumbró a los viajeros del mar con el magnífico Aquitania, que
resultó ser el último de los paquebotes de cuatro chimeneas que cruzaron el Atlántico norte.
Con sus 274 metros de proa a popa, superaba la eslora del Titanic por 8 metros y al ser tan
lujoso y señorial como aquél, se convirtió en la carta de triunfo de la Cunard para superar una
vez más a la White Star Line. El Aquitania –que no tenía una nave gemela- fue un barco con
suerte, que al igual que el Olympic y el Mauretania, salió airoso de surcar los peligrosos mares
de la Primera Guerra Mundial. A diferencia de ellos, se salvó de ser desmantelado durante la
Gran Depresión y durante toda la Segunda Guerra Mundial transportó tropas aliadas. Al fin de
la contienda, la vapuleada nave –el único gran transatlántico que sirvió en ambas guerras-
transportó inmigrantes y refugiados, terminando en el desarmadero recién en 1949.
Al mismo tiempo que se estrenaba el Aquitania, los alemanes de la línea HAPAG, lanzaban
al mar al Imperator -un gigante barco de tres chimeneas- que sería el más grande del mundo
por tan sólo un año.
Para enfurecer a la joven Rose, era tal la obsesión por el largo de los paquebotes que al
Imperator se le agregó la figura de un águila en la proa, a modo de mascarón, para superar al
buque inglés en cuanto a eslora. (lo gracioso fue que durante uno de los primeros cruces del
Atlántico, el Imperator se “comió” una ola de tamaño inusual y el águila salió volando bajo,
hundiéndose en el mar)
Por cierto que el esplendor de los interiores de la nave germana era comparable al del buque
de la Cunard con el que competía y como datos interesantes podemos citar a su gran salón de
900 metros cuadrados de superficie adornado con la vigilante estatua del Kaiser Guillermo II y
la piscina...¡Pobrecita la del Titanic, de apenas 10 metros de largo! En el Imperator, los 10
metros eran el ancho de la pileta y el largo, nada menos que treinta.

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Y en 1914 debutó el impresionante Vaterland, de 289 metros de eslora. Ya no me quedan
más palabras para describir las bondades de esta nave germana, por lo que me dedicaré a
criticarla, resaltando los problemas que experimentó a causa de algunos errores de diseño que
a la postre la hicieron difícil de maniobrar, antieconómica de operar y -a pesar de su tamaño-
poco marinera. El Vaterland fue un paquebote sin suerte, plagado de defectos, tanto que para
completar su primer viaje debió arribar a Nueva York a remolque, al haberle fallado las
máquinas en alta mar. Para colmo de males para sus propietarios, durante la gran guerra fue
confiscado por los norteamericanos y rebautizado Leviathan.
Tras la lectura de estos dos capítulos, podríamos decir que hemos comenzado a desmitificar
al Titanic. Era grande porque tenía que serlo. No era una cuestión de fantasías sexuales,
soberbia o lujo, sino de mayor eficiencia. Hemos visto además, que el buque de la White Star
no estaba solo en las aguas del Atlántico norte.
Tal vez el lector coincida conmigo en que mejor habría sido que Rose hubiera mantenido su
boca cerrada. Por ingeniosa que haya sido la metáfora entre el tamaño de los transatlánticos y
el del órgano sexual masculino, y con respecto a los barcos al menos, la niña inglesa no tenía
ni la menor idea de lo que estaba diciendo.

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Capítulo III
Cien años no es nada...¿o sí?

Resultaría una obviedad el decir que hace cien años el mundo en que vivimos era diferente.
Contando como fuente con mis borrosos recuerdos de la escuela secundaria y un poquito más,
voy a tratar de recrear el escenario de aquella época que, debido a mi avanzada edad, no me
parece tan lejana.
Empezaré con la percepción que tenía la humanidad del Universo. En 1912 Plutón todavía no
había sido descubierto...y ahora que ni siquiera es un planeta bien podría decirse que dicha
percepción no estaba tan equivocada. Dos años antes, el Cometa Halley había pasado tan
cerca de nuestro planeta que mucha gente llegó a suponer que una colisión era inevitable. No
era tan infundado el temor ya que unos veinte años antes un meteorito se había estrellado en
Siberia provocado un verdadero desastre.
La ciencia estaba viviendo un período de formidables descubrimientos. Por ejemplo, Albert
Einstein, por entonces recién designado profesor del Instituto Politécnico de Zürich, ya había
esbozado sus conceptos sobre la relatividad. Del otro lado del Atlántico, en Montreal, Ernst
Rutherford y Otto Hahn habían hecho formidables descubrimientos sobre el átomo.
El arte pictórico se renovaba con la pintura abstracta de Kandinsky y el cubismo de Picasso y
un año antes los amantes del arte renacentista habían sufrido un shock al enterarse del robo
de la Mona Lisa del interior del museo del Louvre.
La arquitectura, tras siglos de copiar el orden clásico, se refrescaba con el desborde floral del
estilo Art Nouveau. Mientras tanto, en los suburbios de Chicago, el arquitecto Frank Lloyd
Wright redefinía el concepto de la vivienda individual con el diseño de casas que parecían
venidas del futuro, por dentro y por fuera. En cuanto a la vivienda colectiva, el catalán Antonio
Gaudí poco menos que esculpía la Casa Milá.
En cuanto otros interiores –los de la mente humana- el psicoanálisis, gracias a los estudios
de Sigmund Freud y sus seguidores, intentaba solucionar los conflictos de la personalidad.
Si hablásemos de música, Caruso y Toscanini eran las estrellas del Metropolitan Opera de
Nueva York. Dejando a un lado el género clásico, en Paris hacía furor un sensual baile llamado
tango, llegado de las repúblicas del Plata. Podríamos seguir con la literatura, la filosofía y otras
tantas actividades del intelecto pero, a medida que avanza la recapitulación, me voy dando
cuenta de lo interesante que fue la época del Titanic ya que se estaban esbozando muchas de
las transformaciones que tuvieron lugar durante el resto del turbulento siglo veinte.
La realidad social y el mapa geopolítico quizá sean las cosas que más han cambiado con
respecto a aquel entonces. El siglo XIX había sido el protagonista de un gran proceso de
cambio que posibilitó el paso de una economía casi agrícola a una sociedad industrial
desarrollada en los países donde la revolución industrial había tenido lugar.
Gracias a un frenesí por el descubrimiento y merced a grandes adelantos tecnológicos, ya se
habían podido explorar las más remotas regiones del planeta, incluyendo los dos polos, y
precisamente el 14 de Diciembre de 1911 el noruego Ronbald Amundsen había plantado la
bandera de su país en el Polo Sur.
Los países más avanzados de Europa eran potencias militares y coloniales, con grandes
imperios como el Francés y el Inglés o de menor medida como el Belga, el Portugués, el
Holandés y el Alemán. El centro de Europa estaba dominado por el Imperio Austro-Húngaro y
un poco más al este, la Rusia de los zares -una decadente monarquía- estaba próxima a
desmoronarse. Y en cuanto a España, sólo le quedaban sus posesiones en el norte de Africa.

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El imperio otomano vivía sus últimos días mientras Serbia, Bulgaria, Montenegro y Grecia
acababan de formar la Liga Balcánica para declararle la guerra. En el Lejano Oriente, el
imperio del Japón ya podía proclamarse una potencia militar.
China era una especie de gigante dormido, expoliado por las naciones colonialistas
europeas, quienes le habían impuesto las más humillantes condiciones. En 1908 se había
proclamado la república pero, en Febrero de 1912 Yuan Shikai reinstaló el imperio.
La Inglaterra post-victoriana o mejor dicho, eduardiana -que aún poseía a Irlanda en su
totalidad- era una potencia financiera, industrial y militar, apoyada en un vastísimo imperio cuya
perla era la India. Hasta el fin de la primera guerra mundial la moneda de reserva para uso en
todo el mundo no era el dólar, sino la Libra esterlina. Era natural que el país que había sido la
cuna de la revolución industrial, fuese también el motor del progreso, aunque vale la pena decir
que para 1912 Francia, Alemania y los Estados Unidos crecían más que Inglaterra.
En esa antigua sociedad inglesa de clases inamovibles, algo estaba cambiando ya que
acabaran de ser elegidos los primeros miembros laboristas para la cámara baja del parlamento
inglés mientras que el aumento del desempleo estaba generando algunas protestas gremiales.
Durante el periodo victoriano, los ingenieros ingleses habían sido los iniciadores de las
grandes transformaciones, trazando líneas de ferrocarril en tierra firme y tendiendo redes de
cables telegráficos submarinos de modo de comunicar a la metrópoli con sus colonias situadas
en todos los continentes.
La Alemania imperial igualaba a Inglaterra en las grandes realizaciones industriales. En el
valle del Rhur, las acerías Thiessen y Krupp producían el acero para la industria. Más al Sur,
brillaba la química de Hoechst y Basf y poco antes del cambio de siglo, junto a las colinas de
Stuttgart se había construido el primer automóvil, de la famosa marca con nombre de mujer. Al
este del país, los telares de Chemnitz la convertían en la Manchester sajona. Al sur, cerca de la
frontera con Suiza, en las bucólicas costas del Lago Constanza, el Conde Zeppellin ensayaba
con sus dirigibles y en Berlín tenían su sede dos colosos de las aplicaciones de la electricidad,
como Siemens y AEG. Esta formidable estructura industrial hacía que algunos encumbrados
alemanes alimentasen la hostilidad del Kaiser Guillermo II hacia su primo, el rey Jorge V de
Inglaterra. Los más lúcidos observadores de la política internacional presagiaban una guerra
entre ambas naciones.
Francia, embarcada en una era de progreso, se lucía ante el mundo con la belleza de París.
Los ricos de todo el planeta deseaban ir a la ciudad luz para recorrer los bulevares trazados por
el Barón Hausmann o ver pasar a la gente desde una mesa de café, ascender a la elegante
torre Eiffel, visitar el Louvre, asistir a la Opera, ir de compras a las Galleries Lafayette, navegar
sosegadamente en un barquito por el Sena y por último -y no por ello menos importante-
disfrutar de la vida nocturna de la ciudad, que superaba a la de cualquier ciudad europea.
En contraposición a los avances técnicos, científicos y comerciales, Europa presentaba una
estructura social antigua y desigual, necesitada de importantes cambios que, para los días del
Titanic ya estaban esbozándose. Se vivía el fin de la opulenta “Belle Epoque” aunque justo es
decir que la opulencia era para unos pocos.
Del otro lado del Atlántico, gracias al ferrocarril, un joven y dinámico país había integrado su
inmenso territorio dejando de ser una economía de costas para convertirse en una a escala
continental. En 1912 se incorporaron a “la Unión” los estados de Nuevo México y Arizona,
cerrando así la frontera con su vecino del sur. Luego de la guerra contra España, si bien habían
ayudado a Cuba a liberarse, los EE.UU. se quedaron con Filipinas y Puerto Rico, adquiriendo
así el status de potencia colonial y militar. Como demostración de poderío, a fines de 1907, una
impresionante flota compuesta de dieciséis acorazados emprendió un viaje de “buena voluntad”
alrededor del mundo.

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Generadores de una ola de grandes invenciones e imbuidos de una mística de crecimiento,
los yanquis le habían dado al mundo el teléfono (aunque en verdad fueron los italianos) el
fonógrafo, la lámpara incandescente, los rascacielos, el cinematógrafo, (los franceses no
piensan lo mismo) y el primer vuelo en avión. Un visionario como Henry Ford motorizaba a su
país con el modesto Ford modelo T construido masivamente, iniciando la transformación a
escala popular de su sociedad, lo que la diferenciaría para siempre de la vieja Europa. Los
altos hornos hacían de Pittsburg la capital del acero y los campos de petróleo de Pennsylvania
convertían al señor Rockefeller en el emperador del oro negro.
Y como si esto fuese poco...ya hacían más de veinte años que los norteamericanos tomaban
bebida cola, de las marcas que todos conocemos. Más aún, desde 1900 la que es oriunda de
Atlanta se vendía en Gran Bretaña.
En la espesa y hasta entonces indomable selva tropical de Centroamérica, y casi sin
considerar el costo, los norteamericanos estaban construyendo el canal de Panamá que,
además de favorecer el tráfico comercial, les permitiría a los yanquis –en caso de guerra-
movilizar a su flota de de una costa a la otra.
Los Estados Unidos recibían a millones de inmigrantes para incorporarlos a una nueva
sociedad, aparentemente sin grandes diferencias de clases, donde el esfuerzo, una buena idea
y una pizca de suerte podían hacer de un recién llegado un opulento millonario. Muchos de
esos nuevos habitantes, “se hicieron la América” y con el tiempo, sus descendientes llevanron
vidas de lujo y ostentación, sin siquiera tener que pagar el impuesto a las ganancias, ya que
para 1912 ese tributo todavía no había sido creado.
Amantes de París, esos ricos americanos viajaban con regularidad a la Ciudad Luz,
alojándose tanto en el Meurice como en el Ritz o también en el Grand Hotel. De regreso a los
EE.UU. llevaban consigo obras de arte para ornamentar sus residencias de Filadelfia, Chicago
o Nueva York. Algunas familias trataban de que sus hijas se casasen con nobles europeos
para así acceder al círculo de la realeza. En ese intento, los yanquis podían convertirse –según
fuera el caso- en el hazmerreír o la salvación de los aristócratas del viejo mundo.
Los extravertidos estadounidenses mostraban esa imagen triunfal a los europeos, pero no
todos los inmigrantes se hacían millonarios y la citada imagen a veces era sólo un espejismo
pero, para quienes no tenían nada que perder, era preferible apostar al “sueño americano” que
quedarse en un continente que parecía no ofrecerles oportunidades.
Como resultado de esto, el bajo Manhattan, en Nueva York, era una triste aglomeración de
recién llegados quienes a gatas hablaban Inglés mientras que, sobre la Quinta Avenida, los
Astor, los Vanderbilt o los Frick –exitosos inmigrantes de la primera hora- disfrutaban de la
buena vida en sus fastuosos palacetes.
Si Ud. piensa que el mundo de hoy es injusto, alégrese de no haber vivido en 1912. Era un
mundo de nobles o de ricos y famosos pero también de sirvientes, de empleados y obreros que
ganaban muy poco trabajando mucho en condiciones precarias, haciendo posibles de ese
modo numerosas hazañas de la ingeniería.
Hace ya muchos años, durante un viaje que realicé a Europa, quedé impresionado por los
hoteles termales de fines del siglo XIX y principios del XX que tuve oportunidad de visitar
durante mi estadía en Francia, Suiza y Alemania. Comentándoselo a un amigo francés que por
aquel entonces estudiaba economía, me expresó que –según él- una de las razones de su
existencia era la abundancia de mano de obra barata.
Queda claro pues que la gran cantidad de personal de servicio de los grandes hoteles tenía
su paralelo tanto en aquellos ejércitos de albañiles y artesanos encargados de su construcción
como en los obreros del riel que tendían vías de ferrocarril entre las montañas para que todo
llegase hasta allí.

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En alta mar, los camareros y las camareras de los buques como el Titanic eran unos
privilegiados en comparación con los sufridos fogoneros quienes, en las profundidades de la
nave, alimentaban las calderas con carbón en medio de un calor que superaba holgadamente
los cuarenta grados centígrados.
Era la costumbre que muchos de los pasajeros del mar o los huéspedes de los hoteles
termales viajaran acompañados –según fuera el caso- por su valet o ayuda de cámara y
aunque la estadía o la travesía fuesen breves, el equipaje podía consistir de ocho o diez
baúles, ya que era normal cambiar de atuendo varias veces al día.
Mientras charlábamos sobre este tema con mi amigo, sentados alrededor de una mesa de
café en la ciudad termal de Baden Baden y dando cuenta de ricas tortas alemanas, una amable
anciana que había escuchado nuestra conversación se nos acercó para contarnos algo que, si
el lector vio la famosa película, vale la pena que se lo retransmita.
Las familias venidas a menos solían enviar a sus hijas jóvenes a las termas para que
pudiesen conocer a algún millonario entrado en años y tratar de arreglar un casamiento que les
hiciese recuperar el status perdido. En esas condiciones, el amor podía resultar algo
secundario ya que el deber de la joven casadera era salvar a su familia.
Sólo así puede comprenderse lo que Ruth Bucater -la madre de Rose en el film de James
Cameron- había planeado para su hija y también para sí misma. Su prometido, a pesar de que
por su edad no daba con el tipo del que nos había hablado la señora, era una especie de
arrogante “joven viejo” y fue incluido en la titánica trama de modo de representar la antítesis del
héroe Jack Dawson, la otra pata del triángulo amoroso.
La rebeldía de Rose por tener que casarse con alguien a quien no amaba para salvar a su
familia abrumada por las deudas de su difunto padre, aunque nos haya impresionado como
espectadores de cine, en 1912 no habría desencadenado un intento de suicidio sino la
aceptación de un deber hacia su madre. Su furtivo romance con un muchacho común se ve
improbable y sólo la magia del cine fue capaz de hacerlo posible aunque no creíble.
El indomable Jack Dawson (Leonardo Dicaprio) quien nunca acepta un “no” como respuesta
y que derriba barreras sociales y de las otras como si fuesen casitas de naipes es quizás un
personaje de dudoso realismo.
Ese era el mundo de 1912, antiguo y moderno a la vez, un planeta que se achicaba gracias a
los avances científicos y tecnológicos, abriéndose de par en par a las personas acaudaladas
que podían pagarse un principesco viaje a la exótica Estambul en el lujoso tren Orient Express,
unos extenuantes días de esquí en alguna estación invernal de los Alpes suizos, una
temporada en la India con los Marajás o un excitante safari por Tanganika, en el corazón del
continente africano. Si nuestros imaginarios viajeros de principios del siglo XX hubiesen sido
menos aventureros o tal vez de mayor edad, seguramente habrían disfrutado de unos serenos
días admirando el intenso color del Mediterráneo alojados en palaciegos hoteles de la Costa
Azul como el Negresco o el Carlton, no muy distantes del bellísimo casino de Montecarlo.
En busca de un descanso reparador, nada mejor que los baños termales. Habían muchas
termas para elegir: las de Vichy en Francia, Montecatini en Italia, Baden Baden en Alemania o
Marienbad en Austria-Hungría. Y si de viajes por mar se trataba, lo más indicado era realizar un
cruce del Atlántico en un lujoso paquebote como el Titanic.
También es justo reconocer que la clase media, merced a la tecnología y un innegable
avance económico, había tenido acceso a algunos lujos totalmente inimaginables hasta poco
antes de 1912. Para comienzos de la década, el continente europeo contaba con más de
300.000 Kilómetros de excelentes vías férreas y los ferrocarriles promocionaban los viajes de
turismo en segunda clase, con unos afiches bellamente ilustrados que invitaban a visitar otras
tierras, en forma más sencilla por supuesto.

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Un periplo a Italia, para conocer Florencia, Roma o Venecia, alojándose en un pequeño
albergo o una pulcra pensione tampoco resultaba imposible de realizar para el segmento medio
de la sociedad. Fue pensando en esa gente que comenzó a desarrollarse la industria de los
viajes y el turismo.
Las damas de 1912, víctimas del machismo, llevaban vidas muy distintas a las de tan sólo
unos años después. Confinadas al ámbito hogareño y la vida social, su reacción ante
acontecimientos que se suponía que no debían conocer o que no podían controlar era
desmayarse o sino simular un desvanecimiento. Es verdad que muchas puertas parecían estar
cerradas para ellas, en especial las de los famosos clubes de hombres de Londres. Fumar en
público les estaba vedado y por lo tanto las señoras y señoritas debían reunirse a puertas
cerradas para poder pitar a gusto, fuera de la vista de los caballeros.
Aún así, algunas pioneras no se dejaron someter, rompieron con las convenciones y le
marcaron el rumbo a toda una generación. Como ejemplo podemos citar a las norteamericanas
Matilde Moisant y Harriett Quimby, quienes en 1911 fueron las primeras mujeres pilotos de
avión. En 1912 la Quimby cruzó el canal de la Mancha al comando de un Bleriot pero como lo
hizo un día después del hundimiento del Titanic, la hazaña apenas fue conocida.
En Francia, Madame Curie, menos sedienta de aventuras que las chicas yanquis pero
dedicada por entero a la ciencia, ya había obtenido el Premio Nobel no una, sino dos veces.
El derecho al voto constituía la meta de las sufragistas de esos años, quienes no les daban
tregua a los políticos. Tras luchar durante años contra las injustas estructuras, al final las
persistentes damas lo consiguieron.
Tan sólo dos años después del naufragio del Titanic, mientras el Imperio Autro-Húngaro se
sacaba chispas con Serbia, un nacionalista de este último país asesinó en Sarajevo al
heredero al trono de Austria-Hungría, el archiduque Francisco Fernando y a su esposa Sofía.
Ese fue el detonante que hacía falta para que se declarase la Gran Guerra que, en una orgía
de destrucción, terminó abruptamente con la estable seguridad de la Belle Epoque y sus
códigos sociales. Para que tengamos una idea, en la terrible batalla de Verdun, murieron
800.000 soldados y en la de Somme un millón, de los cuales 60.000 perecieron en un sólo día.
Con el regreso de la paz, para bien o para mal, el mundo ya no volvería a ser el de antes; ya
nadie pensaba en la Belle Epoque y menos aún en el Titanic.
El comunismo y la guerra civil eran lo único que quedaba del imperio de los zares y el bando
perdedor de la Primera Guerra Mundial sufrió el colapso de tres imperios: el otomano, el austro-
húngaro y el alemán. Cinco años más tarde llegó la hiperinflación en Alemania y se llegaron a
utilizar carretillas para transportar los billetes a la hora de hacer un pago.
Al reponerse el bando vencedor de las penurias de la guerra comenzaron los Locos Años
Veinte, una época de gran júbilo y desenfreno que encontró su propio iceberg en 1929, cuando
en el fatídico “jueves negro” el valor de las acciones de la Bolsa de Nueva York se pulverizó,
arrastrando al mundo entero hacia una desastrosa crisis económica. Si Ud. tiene buena
memoria, recordará en la película Titanic a Rose -ya anciana- contando del suicidio de Hockley
tras haber quedado en la ruina.
Y por último, hablemos de los niños de 1912. Si se salvaron del naufragio del Titanic,
seguramente se murieron de aburrimiento, o del estrés de tener que obedecer sin chistar los
designios de sus padres.
En estos 100 años, a los más chicos sí que les cambió la vida. Pasaron de ser esos seres
inocentes que llevaban una monótona existencia sumidos en el deber y el estudio, para
convertirse en insaciables consumistas, destinatarios de las campañas de los ejecutivos del
Marketing. Bien contentos pueden estar los niños de hoy de que no les tocó vivir en la época
del más famoso de los transatlánticos.

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Capítulo IV
Entre la ficción y la realidad
Hace muchos años, la compañía alemana Deutsche Aerospace, constructora de aviones y
proveedora de la industria espacial, solía utilizar en su publicidad institucional un eslogan que
decía así: “No hay nada más real que una poderosa visión.”
Podríamos aplicar esa frase para describir lo que alguien llegó a imaginar catorce años antes
del hundimiento del Titanic. Un autor norteamericano llamado Morgan Robertson, escribió en
1898 una novela a la que llamó “Futilidad” en la que relataba el naufragio de un gigantesco
buque de pasajeros en el Océano Atlántico.
Hasta allí, apenas se parece a lo que le sucedió al Titanic, pero si el lector me acompaña en
la tarea de desmenuzar el tema, hallaremos algunas extrañas coincidencias que nos dejarán
casi tan fríos como el famoso témpano pues el paquebote del libro de Robertson era el más
grande de su época, también el más lujoso y transportaba acaudalados pasajeros,
aparentemente, frívolos al extremo. ¿Le suena familiar?
El Titanic desplazaba unas 60.000 toneladas, el de la novela algo más todavía, ambos
medían alrededor de 260 metros de eslora y ostentaban cuatro grandes chimeneas. Con sus
poderosas máquinas, que impulsaban a tres gigantescas hélices, podían desarrollar cerca de
23 nudos de velocidad máxima. El detalle que faltaba agregar es cómo se hundía el imaginario
barco del novelista: ¡Chocaba contra un iceberg!
Esto ya se torna demasiado parecido pero...como si aún fuera poco...el autor llamó a su
barco “Titan” y además, se hundía en una fría noche del mes de Abril. Bien podría decirse
ahora que la novela entró en la categoría de profecía pero, no nos dejemos llevar por las
emociones ya que si estudiamos un poco la cuestión, algunas cosas dejarán de ser
paranormales, recuperando su verdadera dimensión.
Supongamos por un instante que estuviésemos en 1898 y que fuésemos Morgan Robertson,
listo para escribir una novela sobre un naufragio. Es claro que buscaríamos hacer el relato
catastrófico al extremo y para ello deberíamos hacer que la tragedia le sucediera nada más ni
nada menos que al buque más grande y lujoso del mundo. ¿Por qué íbamos a conformarnos
con menos?
Las características técnicas y las dimensiones de ese desafortunado transatlántico las
podríamos haber obtenido estudiando con detenimiento al Kaiser Wilhelm der Grosse de los
alemanes, o a los barcos gemelos Campania y Lucania de la Cunard Line, todos grandes
paquebotes de cuatro chimeneas que cruzaban el océano en la época en que Robertson
escribió su libro. Siguiendo la tendencia del aumento del tamaño de los transatlánticos de la
vida real y como imaginar es gratis, trataríamos que el buque de nuestra novela fuese aún más
grande, haciendo que tuviera –14 años antes- las dimensiones del Olympic y el Titanic.
Decir que a bordo del Titan viajaban frívolos millonarios era un dato casi elemental. Había
que ser rico para poder viajar en primera clase y si bien había gente seria y recatada, era
probable que algunas de esas personas fuesen frívolas y mundanas.
La colisión con un iceberg en una noche de Abril -que es una increíble coincidencia- no era
tan inusual. No fue el Titanic el primer transatlántico en chocar con un témpano, por cierto. Ya
hemos visto que antes de la tragedia 11 barcos se habían hundido de ese modo. Hubo un caso
en especial, el del Arizona, que en su segundo viaje y siendo el buque más grande de su
época, embistió a un iceberg pero sin llegar a hundirse. Esto ocurrió en 1879, nueve largos
años antes de que Robertson escribiese la novela, con lo que bien podríamos decir que no
hubo ni predicción; sólo bastaba con que el escritor hubiese leído con detenimiento los diarios.
Es justo en el mes de Abril cuando, por haberse iniciado la primavera en el hemisferio norte,
monumentales paredes heladas se desprenden de las costas de Groenlandia. A causa de la
corriente marina del Labrador, estas masas de hielo son arrastradas al sur y se desplazan
paralelamente a la costa este de Canadá y los Estados Unidos, listas para ser embestidas por
el primer barco que pase navegando a toda velocidad.
Robertson no acertó en todo, por suerte. En su novela, morían casi 3.000 personas y se
salvaban menos de10 y entre ellos estaba el capitán. El Titan chocaba con el témpano en una
noche de espesa niebla –lo que parece ser más lógico- y no era su viaje inaugural, sino el
tercero, cuando se dirigía desde los Estados Unidos a Europa, es decir en sentido contrario al
de su tan parecido paquebote del mundo real.
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A decir verdad, naufragar en el primer viaje es algo tan inverosímil que sería imposible que un
escritor lo plantease en una novela y el hecho de que el Titanic se haya hundido en su debut es
una prueba más de que a veces la realidad supera con holgura a la ficción.
Siguiendo con las casualidades, dos años antes que Robertson, un conocido periodista y
ensayista inglés, W.T. Stead, escribió un relato del mar llamado “Del viejo al Nuevo Mundo” que
trataba también sobre un gran buque de pasajeros que se hundía al chocar con un témpano de
hielo. La gran diferencia entre Morgan Robertson y W.T. Stead es que el escritor inglés era
pasajero de primera clase del Titanic y se fue a pique con él.

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Capítulo V
Ricos y famosos

Hemos visto en un capítulo anterior que gran parte la fama del Titanic proviene del hecho de
que a bordo de la desafortunada nave había una verdadera colección de ricos y famosos. Por
ello, nos apartaremos de la tragedia para ser frívolos y de ese modo revisar su jugosa lista de
pasajeros que, a decir verdad, más se asemeja a un completo “Quién es Quién.”
Algo curioso en dicha lista es que no habían muchos británicos. Conservadores como
siempre han sido, era difícil que los ingleses de alcurnia se hallaran a gusto en un viaje
inaugural. Es por ello que la Primera del Titanic estuvo dominada por los millonarios de los
Estados Unidos –a quienes atraía lo grande y lujoso- quienes en el mes de Abril regresaban a
sus hogares en Norteamérica luego de pasar sus vacaciones de invierno en Europa.
Comenzaremos a chusmear con el Coronel John Jacob Astor IV, el más acaudalado de los
pasajeros del Titanic, hijo de la Señora Caroline Astor, más conocida en la sociedad
neoyorquina como “Mrs. Astor”. La dama en cuestión era la autócrata de la tilinguería de la
costa este, ya que no sólo reinaba en la “gran manzana” sino también en su reducto veraniego,
la elegante ciudad de Newport, estado de Rhode Island.
Volviendo a J.J. Astor, veremos que tras haber heredado una gran fortuna, pudo acrecentarla
adquiriendo inmuebles en Nueva York, donde era dueño de cientos de propiedades, entre las
cuales se contaban varios rascacielos de Manhattan. Además, había invertido en el rubro
hotelería y sus cuatro establecimientos eran: el St. Regis en la calle 55 y la 5ª Avenida (que
aún existe) el Knickerbocker en la esquina de Broadway y la calle 42 (justo en el corazón de
Times Square) el Astor en Broadway entre 44 y 45 y el emblemático Waldorf-Astoria, fruto de la
unión del Astoria de su propiedad con el Waldorf, de su primo. Amigo lector, si Ud. conoce
Nueva York y vio el colosal hotel de Park Avenue, ése no es el Waldorf Astoria de 1912 ya que
el de la época del Titanic estaba ubicado en el predio donde desde 1931 se encuentra el
rascacielos Empire State, en la Quinta Avenida y la calle 34.
A su grado de coronel del ejército americano al que sirvió durante la guerra contra España y
a su título de la universidad de Harvard, Astor sumaba varias patentes de invención y acaso
para pasar el rato, dedicándose a las letras, escribió un libro llamado “Viaje a otro mundo” cuyo
título hoy casi parece profético, ya que J.J. pereció en el naufragio. Siguiendo con los libros,
Astor era uno de los más grandes benefactores de la biblioteca pública de Nueva York. Si
alguna vez Ud. visita ese templo del saber, apenas traspase la entrada principal podrá ver su
nombre labrado en la piedra.
Ava Willing, una dama de Filadelfia, había sido su esposa hasta que se divorciaron. En 1911
Astor –de 46 años de edad- escandalizó a la sociedad neoyorquina al querer casarse con una
chica de clase media de tan sólo 18 años del plebeyo vecindario de Brooklyn, llamada
Madeleine Force. Los padres de la adolescente insistían con un casamiento religioso, pero la
Iglesia había condenado el matrimonio. Tras muchas idas y vueltas, la boda tuvo lugar en el
reducto veraniego de Newport y el resignado Vincent Astor, hijo de J.J. –bastante mayor que la
novia por cierto- hizo de padrino de su padre.
La ceremonia se realizó en Beechwood -la mansión del coronel- y luego de un suculento
lunch, los recién casados partieron en el yate del novio. Para escapar del acoso de la prensa, la
parejita fue de luna de miel a Egipto. Antes de regresar pasaron por París y allí descubrieron
que Madeleine estaba embarazada. Astor decidió acelerar el retorno a los Estados Unidos y
eligió hacerlo a bordo del Titanic, en una de las más suntuosas suites. Durante todo el viaje les
habían acompañado un mayordomo, una ayuda de cámara, una enfermera y Kitty, el perro
Airedale terrier del coronel.

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Otra de las opulentas suites era ocupada por Ida e Isidor Straus, unos de los dueños de la
famosa tienda Macy’s de Nueva York. Los Straus eran gente mayor e Isidoro -alemán de
nacimiento pero educado en el estado de Georgia- ya estaba alejado de los negocios. Tras
unos meses en Europa, los esposos Straus se disponían a volver a la tranquilidad de su hogar.
Tres empresarios del riel se hallaban a bordo. Comencemos con George Widener, banquero y
además dueño de una extensa red de tranvías de Filadelfia. George era acompañado por su
esposa Eleanor Elkins y su hijo Harry de 27 años, graduado de Harvard, bibliófilo y
coleccionista de libros.
Los Widener -la familia más rica de “Philly”- eran el esplendor personificado, al punto que el
collar de perlas de Doña Eleanor –asegurado en 600.000 dólares- era el comentario de sus
compañeras de viaje. Se decía que durante su estadía en París, George había estado
buscando chef para el hotel Ritz Carlton de Filadelfia que era de su propiedad y la Señora
Widener había adquirido el vestido de novia de su hija, próxima a casarse.
El segundo gran magnate ferroviario era John Thayer, vicepresidente del Pennsylvania
Railroad y el tercero, Charles Hays, un norteamericano afincado en el Canadá, cuya compañía
de transporte, la Grand Trunk Railway estaba por inaugurar en el centro de Ottawa un gran
hotel, el Chateau Laurier, un hermoso establecimiento que aún sigue en pie. El Grand Trunk
estaba tendiendo las líneas del segundo ferrocarril trans-canadiense que intentaría quebrar el
hasta entonces monopólico servicio de la Canadian Pacific. A decir verdad, no todas eran
rosas, ya que el Trunk tenía un “rojo” de 100 millones de dólares y el viaje de Hays a Inglaterra
había tenido como fin presentarle a sus financistas un plan de negocios con el cual la empresa
pudiese salir de la crisis. Según Hays, una clave para ello era avanzar en la construcción de
hoteles vinculados a las estaciones y por lo tanto, la inminente inauguración del Chateau
Laurier en Ottawa el 28 de abril sería un evento de gran repercusión en los medios. Hays
viajaba acompañado por su esposa Clara y su ayuda de cámara, así como también por el
Joven Vivian Payne a quien Hays había adoptado.
Dejemos los durmientes y los rieles para hablar de grandes puentes, ya que en la lista de
pasajeros del Titanic figuraba Washington Roebling II, el nieto del diseñador e hijo del
constructor del puente colgante que une Brooklyn con Nueva York, el legendario Brooklyn
Bridge. Un entusiasta de las carreras de autos, Washington era directivo de la fábrica de
coches deportivos Mercer y junto con su amigo Stephen Blackwell venía de recorrer las rutas
de Francia e Italia en automóvil. La familia Roebling también era propietaria de una fábrica de
cables de acero que se utilizaban en la construcción de puentes colgantes.
Otro asiduo veraneante de Newport emprendía el regreso a su país en el Titanic. Estamos
hablando del Mayor Archibald Butt, asesor militar de los presidentes Roosevelt y Taft. El
extenso periplo europeo de Butt, realizado en compañía de su amigo, el pintor Frank Millet, le
había permitido acceder a una entrevista con el Papa Pío X. El sumo pontífice aprovechó la
visita del Mayor para enviarle un mensaje personal al presidente de los Estados Unidos.
También era pasajero de primera clase un conocido historiador de la Guerra Civil Americana.
El hombre en cuestión era el Coronel Archibald Gracie IV quien compartía la mesa del comedor
con otro militar retirado, James Clinch Smith. A pesar de su plebeyo apellido, James era
oriundo de Long Island y formaba parte del círculo de la aristocrática Newport, donde poseía
una bonita mansión.
Hace unos diez años realicé un viaje a los Estados Unidos y di rienda suelta a mi cholulismo,
apuntando con el auto a Newport para comprobar qué tan lindo era el lugar...¡Mamma mía! Las
casas son verdaderos palacios y si el lector alguna vez llega a andar cerca de allí, por favor, no
se las pierda. En la breve pasada que realicé, pude ubicar la casa de los Widener y la de Astor.
En esta última mansión, ahora propiedad de la ciudad, se presentaba un show musical que
ilustraba cómo era la vida durante la Guilded Age de los norteamericanos.

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Hablando de shows, en el “insumergible” no faltaba tampoco un cotizado productor teatral de
Broadway como el señor Henry B. Harris a quien acompañaba su esposa. Si cambiamos los
escenarios teatrales por los cinematográficos, a bordo del Titanic había una conocida actriz del
cine mudo, la bella Dorothy Gibson, de 24 años, quien viajaba acompañada por su madre.
Podemos incluir en la lista de celebrities a una figura del tenis como el neoyorquino Karl Behr
y a un as de los deportes ecuestres: Clarence Moore -oriundo de Chicago- casado con Mabelle
Swift, quien era hija de un poderoso procesador de carnes enlatadas de la misma ciudad.
Swift...Swift...Si al lector le huele a Viandada, me parece que acertó.
El Señor Erwin G. Lewy, un importante joyero de la ciudad de Chicago regresaba con su
esposa e hija de su viaje anual de compras de brillantes por Amberes y Amsterdam. ¿Irían los
Lewy cargados de ellos?
Henry Harper, de la conocida casa editora neoyorquina Harper viajaba en el Titanic junto a su
esposa y su simpática mascota, un perrito pekinés.
Y si Ud. es de aquellos que vieron la película de 1997 supongo que recordará al automóvil
que viaja en la bodega, el coche donde en la ficción cinematográfica Jack y Rose “empañan los
cristales”. El lujoso Renault le pertenecía a otro millonario de Filadelfia: William Carter, jugador
de polo y más que nada, bon vivant. Billy viajaba con su esposa e hijos y su séquito incluía al
valet, la dama de compañía, dos bonitos perros y a Charles, el chofer.
De la aristocrática Philly eran también la señora Charlotte Cardezza -viuda de un conocido
abogado e hija de un banquero- como también los esposos Ryerson quienes retornaban
apresuradamente a su casa desde París junto con algunos de sus hijos a causa de la muerte
de su primogénito en un accidente de automóvil. El señor Arthur Ryerson, un magnate del
acero, había pedido que el funeral tuviese lugar dos días después de la llegada del Titanic a
Nueva York, para así tener tiempo de darle el último adiós a su hijo.
También se hallaba a bordo Benjamin Guggenheim, ciudadano norteamericano de origen
suizo, quien poseía minas y fundiciones en Colorado, Nueva Jersey y Gran Bretaña.
Guggenheim -de 47 años- a pesar de -o quizá por- estar casado con una recatada dama de
Filadelfia, viajaba con su amante francesa de tan sólo 24, Leontine Aubert. Benjamín tenía
fama de playboy pero, para salvar las apariencias, Guggenheim y Aubert viajaban en
camarotes separados. Madame (¿o Mademoiselle?) era acompañada por su ayuda de cámara,
Emma Saegesser y para no ser menos que su amante, el bueno de Guggenheim se dejaba
asistir por Victor, su mayordomo de confianza.
Menos conocidas, pero igualmente paquetas y refinadas eran las pasajeras Margaret Hays,
Olive Earnshaw y su madre Lilly Porter. Margaret y Olive habían sido compañeras de colegio y
tras un viaje por Europa en el que Olive trató de dejar atrás su crisis matrimonial, regresaban a
los Estados Unidos. Se comentaba que la atractiva y aún soltera Maggie –quien viajaba con su
perro pomerania- había flechado al galante Gilbert Tucker, quien ocupaba el camarote vecino y
no le perdía pisada.
También disfrutaba de la vida social del Titanic una tal Margaret Brown. Si el lector vio el film,
es la gordita que le presta el frac a Leonardo Dicaprio. Esa campechana y locuaz señora era lo
que se denomina una nueva rica que sin embargo se codeaba con los tradicionalmente ricos.
(de ella nos ocuparemos en el próximo capítulo)
Eran muchos los canadienses. La Señora Baxter -viuda de un desarrollador inmobiliario y
financista de Montreal- ocupaba de una de las suites más costosas del Titanic y regresaba a
casa con su hija, Zette de 27 años y su hijo menor Quigg. Sin que su madre y su hermana lo
supieran, el picarón de Quigg se llevaba de Europa –aunque alojada en un camarote propio- a
la cantante de un cabaret de Bruselas, Berthe Mayné.

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De Toronto era el Mayor del Ejército Arthur Peuchen, propietario de una importante compañía
química que producía insumos utilizados para la fabricación de explosivos. Viajero frecuente
del Atlántico y experto yatchsman, Peuchen tenía una especial antipatía por el capitán Smith,
con quien –y muy a su pesar- había cruzado el océano varias veces.
Un poderoso financista de Montreal -el Sr Allison- viajaba de regreso junto con su esposa,
sus pequeños hijos Trevor y Lorraine, la ayuda de cámara, la niñera, la cocinera y como si
fuera poco todavía, el chofer de la familia.
De Winnipeg eran el matrimonio Fortune y sus 3 bonitas hijas. Tres muchachos de la misma
ciudad los acompañaban: Thomson Beattie, Thomas McCaffry y John Hugo Ross. Todos juntos
habían estado viajando por Egipto y Grecia pero durante el periplo conocieron a William Sloper,
un joven norteamericano quien, al cruzarse con la bonita Alice Fortune a partir de entonces se
convirtió –como dicen los chilenos- en su pololo. Sloper tenía pasaje de regreso a los Estados
Unidos en el Mauretania, pero con tal de estar junto a Alice, lo devolvió y adquirió el ticket para
embarcarse en el Titanic. Suele decirse que hay amores que matan, pero ese no fue el caso ya
que, a pesar de haber desafiado a la suerte, el enamoradizo Bill vivió para contarla.
Entre los pasajeros de las islas británicas podemos mencionar a Lucy Noel Dyer-Edwards,
condesa de Rothes y a su prima Gladys Cherry, a quienes asistía la ayuda de cámara, Roberta
Maioni. La joven y bonita condesa esperaba encontrarse con su marido en Nueva York, para
luego ir juntos a Canadá y por último a California donde Lord Rothes pensaba adquirir una
plantación de naranjas.
Vale la pena mencionar también aquí a Lady Lucille Duff Gordon, diseñadora de modas y
propietaria de lujosas boutiques a ambos lados del Atlántico. Lucy viajaba a Nueva York en
compañía de su segundo marido, Sir Cosmo Duff Gordon.
Por último recordaremos a William T. Stead, escritor y ensayista de renombre, editor de la
publicación “Review of Reviews” quien en 1890 había escrito la novela “Del Viejo al Nuevo
Mundo”. Stead se dirigía a Estados Unidos a pedido del presidente Taft para dar una
conferencia sobre la paz.
Casi no habían franceses en la primera clase del Titanic. El estreno del paquebote France,
programado para unos días después del debut del Titanic, había hecho que los viajeros galos
se anotaran en el viaje inaugural del orgullo de la Compagnie Generale Transatlantique. Sin
embargo, podemos mencionar a tres: Paul Chevré, Pierre Marechal y Alfred Omont. Chevré era
escultor y acababa de terminar el busto de Wilfried Laurier -quien había sido primer ministro de
Canadá- próximo a inaugurarse en el hotel Château Laurier de Ottawa, propiedad del Grand
Trunk Railway. Marechal era aviador, lo que en el lejano 1912 lo convertía en un sportsman, un
caballero de los cielos. Omont en cambio, era un importante dealer del algodón.
Para evitar ser acusados de discriminación, a continuación nos ocuparemos de algunos
pasajeros de segunda clase.
El norteamericano Lawrence Beesley era un maestro de escuela quien –al haber sobrevivido
al naufragio- poco después escribió un interesante libro sobre el Titanic.
El Padre Byles era un protestante inglés quien se había convertido al catolicismo para luego
tomar los hábitos. Byles viajaba a los Estados Unidos para celebrar el matrimonio de su
hermano y por qué no...disfrutar de la fiesta.
Winnie Trout era una joven maestra inglesa que deseaba visitar a su hermana a punto de dar
a luz. Su joven compañero de mesa en el comedor, Edgardo Samuel Andrew, era un simpático
muchacho de tan sólo dieciocho años que había abordado a regañadientes el Titanic pero,
como debía asistir a la boda de su hermano en Nueva Jersey, no había tenido alternativa.
Había un extraño pasajero de segunda clase llamado Louis Hoffman, quien decía ser francés
y viudo. El hombre viajaba a Nueva York junto con sus pequeños hijos Loto y Louis. El tal

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Hoffman en realidad se llamaba Michel Navratil, había nacido en Eslovaquia, no era viudo sino
separado y acababa de secuestrarle sus hijos a su esposa francesa Marcelle Caretto, que
residía en Niza. Los verdaderos nombres de los niños eran Michel y Edmond.
Es evidente que hay muchos más nombres de viajeros y cada uno tiene una historia más o
menos curiosa, pero déjeme contarle que también hay una lista –por desgracia más breve- de
aquellos pasajeros que a último momento cambiaron de opinión y al no haber abordado el
Titanic, salvaron el pellejo. Aquí están tres de ellos y las razones por las que no viajaron.
El magnate del acero Henry Frick y su esposa no pudieron embarcarse porque durante un
crucero a Madeira ella se había fracturado un tobillo y el médico le recomendó reposo. George
Vanderbilt, millonario del riel, a instancias de su suegra, devolvió su ticket tan sólo un día antes
de partir, pero como ya tenía listo todo su equipaje, decidió enviarlo a Nueva York al cuidado
de Frederick, su fiel mayordomo. (el pobre Fred murió en el naufragio)
El mismísimo John Pierpoint Morgan, un grande de las finanzas de los Estados Unidos,
canceló su viaje aduciendo que no se encontraba bien de salud y salvó su vida. Morgan,
propietario del Morgan Guaranty Trust, fue quien en 1895 salvó al tesoro de los EE.UU. cuando
luchaba para mantener la convertibilidad del dólar con el oro y quien, en medio de la crisis
financiera de 1907 reunió por la fuerza a la mayor parte de los banqueros yanquis para formar
una red de seguridad bancaria que precedió en 6 años a la creación de la reserva federal.
Morgan se crió en Boston. Su familia se trasladó a Europa y allí estudió en Suiza y en la
germana universidad de Göttingen. Volvió a los EE.UU. radicándose en Nueva York donde
inició su carrera vendiendo bonos del gobierno. En 1880 adquirió el paquete accionario de los
Vanderbilt en el New York Central Railway y luego siguió con otras líneas ferroviarias. Tiempo
después se dedicó al acero, formando en 1901 el conglomerado U.S. Steel que controlaba el
70% del mercado de los Estados Unidos. Para complementar a los ferrocarriles, formó el
consorcio naviero IMM y adquirió a la White Star Line. Es decir que, no obstante la bandera
inglesa, a través del holding IMM John Pierpoint Morgan era el verdadero propietario del
Titanic. La lujosa suite que Morgan dejó libre le correspondió entonces al máximo ejecutivo de
la compañía, Bruce Ismay.

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Capítulo VI
La indomable

Si el lector de este libro vio la película de James Cameron, la ubicará enseguida. La actriz
Cathy Bates es quien hace de Molly Brown en el drama hollywoodense y el rol que le tocó en la
trama la hizo ayudar a Jack derrochando alegría y buen humor. Símpático personaje al fin, a
Molly le cabe estar del lado de “los buenos” en la película, casi con la categoría de heroína. La
diferencia con Jack, Rose y Hockley es que Molly Brown sí existió. Su verdadero nombre era
Margaret Tobin, había nacido en 1867 en un pueblo del estado de Missouri, llamado Hannibal,
casualmente el mismo lugar donde había nacido el escritor Mark Twain y era descendiente de
inmigrantes irlandeses. A la edad de 13 años, Molly salió a buscar trabajo, consiguiendo un
puesto de camarera en el hotel al que concurría Twain toda vez que visitaba su pueblo natal.
En 1876 se descubrió una gran mina de plata y plomo en Colorado, lo que dio lugar al
surgimiento de un pueblo llamado Leadville. La hermana mayor de Molly y su marido se
mudaron allí y sin nada para perder, Molly los siguió algunos años después.
Margaret Tobin era una joven atractiva, inteligente y muy vivaz. En el pueblo minero conoció
a Jim Brown, originario de Filadelfia, quien era capataz de una mina de plata. En 1886 se
casaron; Jim tenía 31 años y ella 19. Tuvieron dos hijos: Lawrence y Catherine.
Con el correr de los años, Jim Brown se hizo accionista de Ibex MIning, la mina para la que
trabajaba. Lamentablemente, el precio de la plata había descendido a valores bajísimos a
consecuencia de la decisión del gobierno federal de adoptar al oro y no a la plata como
respaldo del papel moneda en circulación. Gracias a su habilidad de minero y una cuota de
buena suerte, un buen día Jim Brown, descubrió un yacimiento de oro con una concentración
altísima. De la noche a la mañana los Brown se hicieron millonarios.
Molly y Jim se mudaron a una impresionante casa en Denver. Buscando ascenso social
Maggie intentó codearse con lo más rancio de la sociedad de Colorado, aunque con dispares
resultados. Envió a sus hijos a los mejores colegios, se abonó a un palco en la Opera de
Denver y comenzó a viajar con frecuencia a Europa para adquirir los mejores atuendos en las
tiendas de París y Londres. Molly Brown ofrecía espléndidas recepciones en su casa.
Fascinados por su personalidad, algunos miembros de la nobleza europea a quienes había
conocido en sus viajes, llegaron a ser sus huéspedes.
Con un encomiable espíritu de superar sus deficiencias culturales, estudió idiomas en Nueva
York y para perfeccionar su pronunciación del Francés, viajó a París. Ese frenesí por los viajes
y su vida social no eran del agrado de Jim y su relación con Molly se fue deteriorando. En 1909
se separaron, aunque sin divorciarse ya que su fe Católica se los impedía. Molly obtuvo un
buen arreglo económico y una vez libre de sus ataduras matrimoniales, pudo continuar
llevando la vida de viajera incansable que tanto le agradaba.
Tras haber visitado Egipto, donde por casualidad se encontró con John Jacob Astor y su
esposa, Molly Brown –al igual que los Astor- se hallaba en París en Abril de 1912. Al enterarse
que uno de sus nietos estaba enfermo, decidió emprender el .argo regreso a Denver.
Molly Brown, pasajera de primera clase del buque más lujoso del mundo, era el mismísimo
“Sueño americano” hecho realidad; alguien quien en un breve lapso había saltado de la
pobreza a la opulencia. A bordo, algunas damas, provenientes de la costa este de los Estados
Unidos, cuyas fortunas eran producto de varias generaciones dedicadas a las finanzas o la
industria, la miraban con displicencia.
Si nos dejásemos llevar por la película de James Cameron, tendríamos la sensación de que
la noche del naufragio, Molly abordó un bote de salvamento y se mantuvo poco menos que

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contemplando como se hundía el Titanic. ¿Qué le parece si le cuento que en realidad fue todo
lo contrario?
Mientras ayudaba a varias damas a subir a los botes, Molly Brown fue obligada por un
marinero a abordar el número 6 ocupado por mujeres y con el concurso de sólo 2 tripulantes: el
vigía Frederick Fleet que había avistado el iceberg y el contramaestre Hitchens que empuñaba
la rueda del timón en el momento de la colisión. Como les iba a ser difícil maniobrar el bote, a
último momento el segundo oficial Lightoller permitió que se embarcase el Mayor Peuchen,
quien –como ya vimos- era un reconocido yatchsman del Canadá.
Afectado por el shock y viendo que no tenía remeros a bordo, Hitchens –al timón del bote- les
dijo a las mujeres que no tenían salvación, ya que la succión del casco al hundirse los
arrastraría al fondo del mar. Molly Brown se quitó el chaleco salvavidas y a los gritos invitó a las
señoras a que tomaran las palas y remaran con toda su energía.
Horas más tarde, cuando ya podían divisarse las luces del Carpathia, las mujeres expresaron
su alegría pero Hitchens les dijo que sólo buscaban cadáveres. Ante la mala onda, Molly lo
destituyó y luego amenazó con arrojarlo al mar. Acto seguido, invitó a remar a las “chicas” y
con el Mayor Peuchen al timón pusieron proa hacia el buque que había acudido al rescate.
Alrededor de las 4 y 20 de la mañana, le llegó el turno al bote número 6 de arrimar junto al
Carpathia. Una vez a bordo de la nave de la Cunard, y haciendo uso de los idiomas que
hablaba, Molly asistió a varias mujeres que eran víctimas de ataques de nervios.
En Nueva York, Molly fue la persona más entrevistada por la prensa y dijo que si no hubiese
encontrado lugar en un bote de salvamento, habría nadado hasta alguno. Responsabilizó a
Bruce Ismay por la tragedia y además pidió que se reformase la famosa ley no escrita del mar
que decía: “las mujeres y los niños primero”. Con respecto a ella, expresó que mientras los
hombres morían sufriendo tan sólo unos pocos minutos, las mujeres -si perdían a sus maridos
o a sus hijos- debían llevar luego toda una vida llena de dolor. Su temple al desconocer la
autoridad de Hitchens y esas fuertes declaraciones a los periódicos le valieron el mote de “La
insumergible Molly Brown” que la acompañó por el resto de su vida. Su popularidad le sirvió
para organizar la comisión de sobrevivientes del Titanic de la que fue presidente. Convertida en
heroína, Molly pudo al fin obtener el ansiado reconocimiento de la alta sociedad de Colorado y
de los habitantes de Denver quienes la recibieron como se lo merecía.
En 1914 hubo una rebelión de mineros en el pueblo de Ludlow, que demandaban mejores
condiciones de trabajo. Molly ayudó con alimentos a las familias de loshuelguistas. En una
serie de conferencias que brindó con posterioridad, puso en evidencia la explotación laboral en
las minas. Confiando en su popularidad y para canalizar su vocación de servicio, en 1914 se
postuló como senadora, aunque poco después abandonó la carrera política. La Primera Guerra
Mundial había estallado y una vez más, Molly no se quedó cruzada de brazos y a.pedido de los
Vanderbilt, organizó un campamento de asistencia médica a los combatientes en territorio
francés y además le cedió su espaciosa casa de Newport a la Cruz Roja de los EE.UU.
Cuando en 1917 los Estados Unidos entraron a la Primera Guerra Mundial, Molly Brown se
ofreció como enfermera. Quizás hayan sido su edad, o su falta de conocimientos los que
hicieron que fuese rechazada. Su deso de estar en el frente junto a los soldados, hizo que se
dedicara a entretener a las tropas yanquis estacionadas en Francia con un espectáculo teatral.
Su acción humanitaria hizo que el gobierno francés le otorgara la Legión de Honor.
Jim Brown falleció en Nueva York en 1922. Molly se hallaba en su residencia de Newport y
partiendo a los apurones, llegó a tiempo para el funeral que tuvo lugar en Long Island. No
obstante las desavenencias entre ambos, Molly le prestó un sentido homenaje al decir que
había sido un hombre excepcional.

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Durante los locos años veinte, cuando no recorría su vasto país, la inquieta Molly viajaba por
Europa y Oriente. En 1925, mientras se alojaba en un hotel de West Palm Beach, el edificio se
incendió, pero -gracias a su buena estrella- Molly pudo salir indemne del siniestro. Varios años
después comentó que había sobrevivido a un tifón en el Pacífico, un huracán en el Mississipi,
un naufragio en el Atlántico y un incendio en la Florida.
Tras haber tomado clases de arte dramático en Paris, en 1929 Molly debutó en el teatro
actuando en el “Mercader de Venecia” y “Cleopatra”. Su verdadera ambición artística era actuar
en los papeles que había interpretado Sarah Bernardt -quien la había impresionado cuando
actuó en Denver en 1911- y así fue como Molly recorrió los EE.UU. en una interminable serie
de funciones benéficas.
La crisis posterior al crash de 1929 carcomió parte su fortuna pero para nada podríamos decir
que volvió a ser pobre. En 1932 Molly residía en Nueva York, donde ocupaba una suite en el
hotel Barbizon, y fue allí que su pintoresca existencia llegó a su fin. Tras haber sufrido fuertes
dolores de cabeza durante varios días, sufrió un derrame cerebral y fue una mucama del hotel
quien la encontró muerta en su cama.

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Capítulo VII
Marconi
Así como ya nos hemos ocupado de los dimes y diretes de los más conspicuos viajeros del
Titanic, le propongo que nos dediquemos a recordar a un tenaz investigador e inventor, el
italiano Guglielmo Marconi. Su genial creación -el telégrafo inalámbrico- permitió salvar la vida
de 700 personas que, de otro modo, habrían muerto de frío aquella noche de Abril.
Marconi nació el 25 de Abril de 1874 en la bella ciudad de Bologna, al Norte de Italia. Su
padre era un acaudalado hombre de negocios y su madre había nacido en Irlanda en el seno
de una familia pudiente. Desde muy joven, Guglielmo se sentía muy atraído por la física, y para
dar rienda suelta a su inquietud, su madre lo vinculó con Vincenzo Rosa, profesor del
Politécnico de Bologna. Y éste le traspasó su saber sobre electromagnetismo, haciéndole
conocer en detalle los experimentos del científico alemán Heinrich Hertz.
En Villa Grifone -la casa de sus padres- el joven Marconi comenzó a ensayar con las bobinas
de inducción de Faraday y el emisor de ondas de Hertz a los que combinó con el código Morse.
Poco más tarde, el adolescente prodigio transmitía señales radioeléctricas dentro del muy
limitado ámbito su dormitorio. Tiempo después construyó una precaria antena y con la ayuda
de su hermano, envió mensajes de radio dentro del perímetro de la villa, aumentando
progresivamente la distancia hasta llegar a los dos Kilómetros.
Guglielmo se dirigió a Roma para ofrecerle su invención al Correo y Telégrafo del Estado. Los
funcionarios no entendían cuál podía ser la necesidad de contar con la telegrafía inalámbrica y
rechazaron la idea. Su madre lo acompañó a Inglaterra y William Preece, Ingeniero del Correo
Real, le dio una oportunidad al joven italiano. Poco después, desde 10 Kilómetros mar adentro,
Marconi transmitió a tierra firme el resultado de la famosa regata de Cowes.
En 1897 Marconi formó la Marconi Wireless Telegraph and Signal Company con sede en
Inglaterra. Al poco tiempo comenzó a ofrecer sus transmisores a las compañías de navegación
y abrió su compañía a los accionistas externos.
En 1899 viajó a los Estados Unidos. Allí demostró las bondades de su invento, al lograr
establecer comunicación entre los acorazados New York y Massachusetts, distantes cincuenta
kilómetros entre sí. La marina yanqui quedó impresionada y decidió equipar a todos sus barcos
con el telégrafo de Marconi.
No obstante el éxito de su demostración y el interés de Francia y Alemania, la compañía de
Marconi no recibía aún la cantidad de pedidos que necesitaba para ser económicamente
viable. En esos difíciles momentos decidió intentar algo que todos los científicos consideraban
imposible de realizar: enviar una señal de radio a través del Atlántico. Según los entendidos,
las ondas se perderían por efecto de la curvatura terrestre y no podrían ser recibidas al otro
lado del Océano. Basándose más que nada en su intuición, Marconi no pensaba así. (y tenía
razón, ya que las ondas rebotan en la ionosfera y por lo tanto, no se pierden)
Para hacer realidad su audaz proyecto, el inventor hizo construir un poderoso transmisor que
ubicó en la costa de Cornwall, al oeste de Inglaterra.
Del otro lado del Atlántico -en Terranova- fue erigida una antena receptora de sesenta
metros de altura, pero una inoportuna tormenta la destruyó. Marconi debió entonces recurrir a
un inmenso barrilete, izado hasta una altura de 130 metros con el que el 12 de Diciembre de
1901 recibió la señal de la letra “S” enviada desde la estación transmisora de Cornwall.
Aún así, la Marconi Wireless no conseguía equipar a un número importante de buques
mercantes con el telégrafo inalámbrico. Las naves que lo poseían eran aquellas dedicadas al
transporte de pasajeros, donde los viajeros más acaudalados podían enviar mensajes de
salutación o recibir informes sobre sus actividades empresarias, financieras o bursátiles. Los
telegramas se llamaban Marconigrams y el servicio se prestaba en las cabinas de transmisión
de los buques, identificadas con un cartelito que decía: Marconi Room.
A pesar de haber obtenido el Premio Nobel de física en 1909, Marconi debió pasar años de
dificultades económicas hasta que el naufragio del Titanic hizo que todo cambiara para su
empresa. Se hizo evidente que sin el telégrafo no se hubiese podido contactar al Carpathia -el
buque que acudió al rescate de los náufragos- pero también quedó claro que la principal
función del invento del genio italiano no era la de enviar frívolos mensajes sociales o
comerciales, sino la de salvar vidas.

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Recién a partir del Titanic pudo la compañía de Marconi equipar a los buques de todo tipo
con sus transmisores, logrando la tan postergada bonanza.
Durante la Primera Guerra Mundial, Guglielmo Marconi colaboró activamente con su país.
Vuelta la paz, continuó realizando experimentos en el nuevo campo de la radiofonía, evolución
lógica de la telegrafía. La idea ya no era enviar mensajes en código Morse. A continuación
serían tanto la voz humana como la música las que viajarían a través del éter. La primera
transmisión de radio se realizó en Junio de 1920 y en 1922 se fundó la British Broadcasting
Corporation, más conocida por la sigla B.B.C. cuyas emisiones se iniciaron un año después.
A partir de 1924 Marconi comenzó a experimentar con las transmisiones de onda corta, muy
superiores en alcance a las de onda larga que se habían estado utilizando hasta ese entonces.
Como prueba contundente de ello, estableció un vínculo radial entre Londres y Sydney. Una
nueva compañía, la GEC Marconi, se encargó de construir –a partir de 1926- la red de
comunicación inalámbrica del Imperio Británico.
En 1930, cómodamente instalado en su yate Elettra, anclado en el puerto de Génova, Don
Guglielmo encendió las luces de la bahía de Sydney, en Australia. El 12 de Octubre de 1931,
para tomar parte de los festejos del descubrimiento de América en la ciudad de Río de Janeiro,
que coincidían con la inauguración del nuevo emblema de la ciudad, el Cristo Redentor en lo
alto del Corcovado, Marconi activó por control remoto -si así podemos decir- los reflectores que
iluminaron el flamante monumento de la por entonces la capital del Brasil.
Su espíritu investigador le hizo retomar los estudios del alemán Helmsmeyer, quien en 1901
había descubierto que los ecos de una transmisión de radio podían utilizarse para prevenir
colisiones en el mar. Al efecto, instaló su equipo en el Elettra y experimentó con la navegación
a ciegas. De ese modo, también fue un precursor del radar.
Marconi falleció el 20 de Julio de 1937. El día de su funeral, las estaciones de radiodifusión
de todo el mundo silenciaron sus transmisiones durante unos minutos.

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Capítulo VIII
Ficha técnica

El Titanic era el segundo de una serie de tres buques (Olympic, Titanic y Britannic) con los que
la White Star Line pensaba descontar la ventaja que le llevaba su competidora, la Cunard Line
con sus transatlánticos Mauretania y Lusitania, puestos en servicio en 1907 y que hasta el
debut del Olympic eran los más grandes del mundo.
Con casi 270 metros de eslora, los tres nuevos gigantes del mar tenían 46.000 toneladas de
porte bruto y 60.000 de desplazamiento. Esto los hacía bastante más grandes que los gemelos
de la Cunard, a los que superaban nada menos que por 30 metros de eslora y 14.000
toneladas de peso.
En cambio, sI habláramos de velocidad, tanto el Mauretania como el Lusitania podían
alcanzar fácilmente los 26 nudos gracias a sus turbinas de vapor que accionaban cuatro
hélices. La White Star optó por ofrecer un lujo y una comodidad jamás vistos hasta entonces,
con una velocidad de crucero de no más de 21ó 22 nudos.
Las menores prestaciones del Titanic se debían a algo concreto y palpable: en el Mauretania
-un verdadero devorador de carbón- el 70% de su casco estaba ocupado por su sistema de
propulsión. Fue por esos imperativos que el Titanic fue equipado con dos máquinas de vapor
de cuatro cilindros, fabricadas por el astillero Harland & Wolff que movían las hélices de tres
palas de babor y estribor, mientras que la hélice central -de cuatro palas- era accionada por
una turbina de baja presión que reciclaba el escape de las máquinas de vapor. El espacio que
ocupaba el grupo propulsor no superaba el 50% en el caso del Titanic, un hecho que
demuestra que el sentido común se había impuesto a las fantasías de la velocidad.
En las seis salas de calderas ubicadas en las entrañas de la nave, los fogoneros se turnaban
para palear día y noche el carbón para alimentarlas, soportando temperaturas superiores a los
40 grados centígrados en condiciones de dudosa salubridad.
De las cuatro chimeneas del Titanic, sólo tres eran verdaderas. La cuarta se utilizaba para
ventilación de la sala de máquinas y las cocinas. Las chimeneas de adorno, eran una especie
de moda naval que se extendió hasta bien avanzados los años treinta.
El diseño de los tres buques gemelos de la White Star correspondió a un equipo dirigido por
el experimentado ingeniero naval Alexander Carlisle quien, al jubilarse en 1910, dejó el
proyecto en manos de su sobrino, Thomas Andrews.
El casco del Titanic, construido con planchas de acero de 2,5 cm de espesor estaba dividido
en 16 compartimientos estancos transversales para minimizar los efectos de una eventual
colisión, pero los tabiques divisorios no llegaban hasta el tope del casco. Debemos acotar que
los compartimientos del Mauretania eran mejores que los del Titanic, ya que habían mamparas
transversales y longitudinales que llegaban hasta las cubiertas superiores.
Las compuertas que sellaban estos compartimientos estancos podían ser accionadas
eléctricamente desde el puente de mando, con sólo girar las perillas de unos interruptores que
se hallaban en un prolijo tablero, fácilmente visible en el interior del puente. Además, a todo lo
largo del buque había un doble fondo que lo protegía en caso de encallar.
Para atenuar los efectos del rolido en alta mar y ofrecer el máximo de serenidad a sus
pasajeros, al Titanic se le colocaron dos quillas de unos 100 metros de largo, una a cada lado
del casco. El timón, aunque parezca increíble, pesaba algo más de 100 toneladas.
Técnicamente, el Titanic era de lo más avanzado de su época. Estaba equipado con 2
plantas de refrigeración para conservar los alimentos durante el viaje. Había detectores de
humo y una formidable instalación anti-incendio. El potente sistema de telegráfica inalámbrica
Marconi, era atendido las 24 horas por dos operadores que se turnaban.

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Había una red telefónica que permitía interconectar las partes neurálgicas de la nave y para
beneplácito de los más prominentes pasajeros, los teléfonos de las suites y los mejores
camarotes de primera clase podían comunicarse entre sí o conectarse con algunos locales de
uso general como los restaurantes.
La cocina principal, que servía en forma conjunta a los comedores de primera y de segunda
clase, medía 55 x 28 metros. Debemos agregar a la lista de las cocinas la del Restaurant á la
Carte, la de tercera y la de la tripulación. El combustible que se utilizaba era el carbón.
El uso de la corriente eléctrica estaba muy extendido para los estándares de 1912. Cuatro
ascensores (tres para Primera y uno para Segunda) montacargas, guinches, calefactores y
relojes eran accionados eléctricamente. Más de 10.000 lamparitas aseguraban una brillante
iluminación. Para generar la electricidad se disponía de cuatro dínamos de 400 Kilowats,
situadas muy por encima de la línea de flotación y accionados por sus propios motores a vapor
de 580 hp cada uno, de modo de asegurar la provisión de energía aún en el caso de un
anegamiento parcial del casco. Y eso no era todo...por las dudas había un par de equipos de
emergencia de una potencia de 30 Kilowats. La tensión era de 100 voltios y al igual que sucede
en los automóviles, se utilizaba corriente continua.
La calefacción, por circulación de aire caliente, podía complementarse en los camarotes de
primera –al gusto del pasajero- con un práctico calefactor eléctrico.
Las dos anclas ubicadas a cada lado del casco pesaban 15 toneladas y además había un
ancla más, en posición central, que en vez de colgar de su cadena junto al casco, estaba
ubicada sobre el castillo de proa. Cada eslabón pesaba 80 kilogramos.
En un transatlántico como el Titanic, todo abundaba cuando no sobraba, excepto los botes de
salvamento. Sólo habían dieciséis, construidos en madera, suspendidos de pescantes suecos
tipo Devlin, colocadas a ambos lados de la cubierta superior para estar a tono con el obsoleto
reglamento inglés del año 1894. Con el propósito de exceder la norma –no hacía falta mucho
para ello- los directivos de la White Star decidieron agregar cuatro botes plegables del tipo
Engelhardt -de origen danés- que, como ya veremos más adelante, no obstante su buen
diseño, resultaron difíciles de armar y prácticamente imposibles de lanzar al mar pues estaban
ubicados en lugares de muy difícil acceso.
He aquí algunos números más. Aún hoy, a cien años de su debut, resultan más que
respetables: Eslora: (largo) 269 metros. Manga:(ancho) 28,5 metros. Alto desde la base del
casco al tope del puente de mando: 30 metros. El casco estaba armado con planchas de acero
sujetadas por tres millones de remaches. Habían seis bodegas de carga, tres a proa y tres a
popa, con guinches eléctricos para manejar la carga.
El Titanic estaba equipado con 29 calderas ubicadas en cinco compartimientos estancos
diferentes. La potencia máxima total era de 46.000 hp correspondiendo 30.000 a los motores a
vapor y 16.000 a la turbina central. La velocidad máxima era de 23 nudos mientras que la de
crucero era de 21.
Para que todo funcionara a la perfección era necesaria una tripulación de casi 900 personas,
de las cuales 500 tenían como función el atender a los pasajeros, 325 se ocupaban de las
maquinarias y 65 asistían al capitán.
El Titanic y sus dos buques hermanos -el Olympic y el Britannic- fueron construidos por los
prestigiosos astilleros Harland & Wolff, de Belfast, Irlanda del Norte.
Es obvio que no podemos dejar de hablar sobre la tecnología del Titanic sin ocuparnos de la
“insumergibilidad”. ¿Era o no era insumergible?...esa es la cuestión.
Los propietarios del Titanic jamás dijeron oficialmente que el Titanic no podía hundirse, con lo
cual no podemos compararlos con los vendedores de pociones mágicas del Far West, pero es
necesario aclarar que hubo algunos comentarios oficiosos -como el de la revista inglesa

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Shipbuilder- en los que se decía que, gracias a su elaborado diseño, el buque era casi
insumergible. La empresa nunca salió a desmentir esos dichos porque era difícil que algo
terrible pudiera sucederle y de paso, estos elogios eran útiles a la hora de vender pasajes.
Todos sabemos que en los mensajes publicitarios se exagera pero en este caso la White Star
Line no lo hizo ya que las ventajas comparativas del Olympic y el Titanic -anunciadas casi
hasta el hartazgo- eran el lujo y el confort. Sin embargo, en un folleto de 1911 -no del Titanic
sino del Olympic- se mencionaban los compartimientos estancos que harían a la nave casi
insumergible pero también es cierto que no se los consideraba su característica principal.
Por lo tanto, no se decía taxativamente que el Titanic no podía hundirse y el término
insumergible quizás responda más a manejos periodísticos posteriores al hundimiento para
maximizar la paradoja y agrandar la leyenda, cosa que obviamente se logró, al punto que 100
años más tarde aún estamos ocupándonos de su historia.

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Capítulo IX
Preparativos y comienzo del viaje
Alistar un transatlántico del tamaño del Titanic para su viaje inaugural no era una tarea sencilla
pero fue realizada casi sin problemas, aprovechando la experiencia adquirida con el Olympic,
que había comenzado a navegar poco menos de un año antes.
Luego de que el Titanic llegara a Southampton, llevó 6 días el embarcar las provisiones, los
muebles, los elementos decorativos y además, los tres tipos de vajilla, la cristalería, toda la
mantelería, la ropa de cama, las toallas y jabones, las plantas y las flores, los uniformes de la
tripulación y el cuidadosamente seleccionado material de lectura.
Aquellos lectores que estén vinculados al catering, no se sorprenderán con las cantidades
pero quienes se dediquen a otros menesteres, quedarán impresionados. Estos son algunos de
los requerimientos gastronómicos: casi 30 toneladas de carne, 5 de pescado, 3 y media de
jamón y tocino, 40 de papas, 38.000 huevos, 2.500 Kilos de tomates, 7.500 plantas de lechuga,
350 kg de café, 350 kg de té, 4.500 kg de azúcar, 5.000 litros de leche, 1.500 botellas de vino y
15.000 de agua mineral.
Lo más complicado al momento del debut del Titanic fue conseguir carbón. Una larga huelga
de mineros en Gales había dejado desabastecidos del valioso insumo a los puertos ingleses y
la escasez ya se sentía en las principales ciudades. A causa de la protesta gremial, las salidas
de muchos buques habían sido canceladas y 17.000 marineros estaban inactivos en la ciudad
de Southampton solamente. Los buques esperaban vacíos el fin de la huelga, amarrados de a
dos junto a los muelles. El consorcio IMM -propietario de la White Star Line y del Titanic- tenía
ociosos en el puerto a los siguientes buques: Oceanic, Majestic, New York, Philadelphia, Saint
Louis y Saint Paul. El combustible para el viaje inaugural del Titanc -6.000 toneladas- provino
de un resto que le quedaba de su travesía desde el astillero y una engorrosa operación de
vaciado de los depósitos de los buques mencionados en el párrafo anterior. El carbón se
descargó primero en unas barcazas que luego amarraron junto al Titanic para traspasárselo.
Los pasajeros también escaseaban. A pocos días de la partida faltaban unos mil viajeros
para colmar la capacidad del Titanic, lo que es todo un número. El hecho de que no hubieran
interesados en cruzar el Atlántico en el buque más grande de su época resultó a la postre toda
una bendición. Algunos viajeros ni siquiera se habían anotado para viajar en el Titanic sino que
fueron transferidos de otros barcos, cuyas salidas habían sido canceladas. Es curioso que,
dada la diferencia entre las comodidades del Titanic y el resto de los buques de pasajeros,
algunos poseedores de pasajes de primera en otras naves, al ser asignados a éste, fueron
degradados, pasando a ocupar camarotes de segunda clase.
Los viajeros de un transatlántico debían tomar un tren desde su ciudad de origen hasta la
terminal marítima. Junto al muelle había una estación de ferrocarril donde los viajeros
realizaban sus trámites migratorios, tras lo cual abordaban el barco. Para asistir a los pasajeros
de primera clase, un ejército de changadores entraba en acción para ocuparse de sus pesados
baúles. El transporte por mar estaba estrechamente asociado al ferrocarril que le entregaba los
pasajeros y luego, al otro lado del Atlántico, los llevaba a sus destinos finales Un viaje desde
Europa Central al Midwest de los Estados Unidos podía demorar casi dos semanas. Esta
sinergía ferroviario-marítima nos permite entender la compra de la White Star por parte de J. P.
Morgan, quien era accionista de varios ferrocarriles como el New York Central, el Great
Northern, el Burlington y el Northern Pacific.
El Capitán Smith y su tripulación ya estaban listos tiempo antes. El Olympic -tras el incidente
en el que perdió una pala de hélice- debió pasar por los astilleros de Belfast y a causa de ello,
sus tripulantes habían estado disfrutando de unas inesperadas vacaciones. Estaba claro que
ese no era el deseo de la compañía, y fue así que pocos días antes de la partida hubo un
cambio de planes en la asignación del personal que acompañaría a Smith.
A los oficiales William Murdoch (proveniente del Olympic) y Charles Lightoller (llegado del
Oceanic) les habían correspondido al principio los cargos de oficial en jefe y primer oficial
respectivamente, mientras que David Blair (transplantado del Olympic) había sido designado
segundo oficial. A último momento, los directivos de la White Star cambiaron de idea y pasaron
a Henry Wilde -el oficial en jefe del Olympic- a ocupar el mismo cargo en el Titanic, relegando a
Murdoch y a Lightoller a los puestos de primero y segundo oficial. El desplazado Blair quedó en

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tierra y así fue como la compañía le salvó la vida. La lista de oficiales se completó con el
concurso de Pitman, Boxhall, Lowe y Moody como tercero, cuarto, quinto y sexto oficial
respectivamente.
También debemos mencionar en la lista de tripulantes a los jóvenes telegrafistas Jack Phillips
y Harold Bride, quienes no eran en realidad personal de la White Star Line sino empleados de
la empresa de Marconi, asignados en este caso a prestar servicios en el Titanic.
Con todo listo para iniciar el viaje, una media hora antes de la partida se les indicó a los
visitantes que habían concurrido a despedir a sus familiares y amigos que había llegado el
momento de volver al muelle.
Un curioso incidente tuvo lugar un minuto después de que las planchadas fueran retiradas del
costado del Titanic, cuando unos hombres llegaron corriendo con la intención de embarcarse.
Eran los hermanos Slade, tres robustos fogoneros, quienes gracias a unos traguitos de más
que se tomaron en un pub, perdieron el barco.
En medio de un contagioso triunfalismo y al tiempo que hacía tronar su sirena, poco después
del mediodía del 10 de Abril de 1912, el Titanic se puso en movimiento. Para dejar el muelle y
enfilar hacia la salida del puerto se utilizaron 6 remolcadores. Una vez liberado de ellos, el
Titanic comenzó a movilizarse por sus propios medios. Al pasar por un estrecho y poco
profundo canal, la ola y contra-ola que formó, hizo que se cortaran las sogas que mantenían
amarrado al New York junto al Oceanic. Al zafar de sus ataduras, el New York, lleno de
fotógrafos y cronistas en sus cubiertas, se desplazó sin control, llegando a estar a pocos
metros del casco del Titanic. Gracias a la oportuna acción de uno de los remolcadores y una
acertada maniobra de los hombres del capitán Smith, el choque, que parecía inevitable, pudo
ser evitado.
Como siempre suele suceder, algunos cronistas dijeron a posteriori, que el incidente con el
New York había sido un anuncio, una advertencia, un presagio, bla, bla, bla. Es razonable
suponer que si tan sólo ambos buques se hubiesen dado un lindo topetazo, sufriendo algunos
daños menores quizás, el viaje habría tenido que ser suspendido o retrasado y nada de lo que
hoy a mí me hace escribir y a Ud. leer, habría tenido lugar.
Era necesario realizar dos escalas para recoger pasajeros: una en Cherburgo, Francia y la
otra en Queenstown, Irlanda. Tras dejar Queenstown (hoy llamada Cobh por los irlandeses,
quienes en 1912 todavía no eran independientes) el Titanic debía navegar bordeando la costa
sur de Irlanda para luego poner proa hacia la Estatua de la Libertad.

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Capítulo X
Subiendo y bajando del Titanic

La forma clásica de ir de Londres a Paris -allá por 1912- era presentarse en la estación Victoria,
adquirir el ticket y tomar el tren a Dover. Una vez allí, trámites de por medio, había que abordar
el buque cruza-canales que partía rumbo al puerto francés de Callais. El pequeño buque
dejaba atrás los blancos acantilados de la costa inglesa y algunas horas después ya atracaba
en el puerto francés. Una vez en tierra firme, tenían lugar los papeleos de rigor y allí, junto a los
muelles estaba la Gare Maritime como se llamaba la estación del tren. En unas horas más, el
tren llegaba a la estación de San Lázaro o a la Gare du Nord en Paris.
No era ni difícil ni extenuante. Habían varios servicios diarios y en las horas de la noche un
pasajero que abonara el ticket de primera clase con el suplemento de coche cama, no tendría
que bajarse de su cómodo camarote de la compañía de Wagons-Lits.
Pero...había otra manera. Créase o no, unos veinte pasajeros, la mayoría con ticket de
primera clase, utilizaron al Titanic como buque cruza-canales y obviamente, se dieron el
gustazo. De ese modo se convirtieron en los privilegiados viajeros que arribaron a destino sin
contratiempo alguno. Obviamente, no partieron de Dover ni llegaron a Callais sino que lo
hicieron de Southampton arribando a Cherburgo.
Muy práctico no era, ya que basta mirar un mapa para ver que Dover queda sobre el
mismísimo Canal de la Mancha y para peor, al llegar a Cherburgo, los viajeros tuvieron que
utilizar un pequeño buque auxiliar ya que el Titanic era demasiado grande para poder entrar al
puerto francés.
A bordo del orgullo de la White Star Line, estos extraños pasajeros no tenían asignado
ningún camarote y obviamente tuvieron que deambular de un salón a otro, tratando de
reconocer a alguno de los célebres magnates cuyo destino era Nueva York. Habrán tomado
una taza de té inglés con ricas masas en el Café Parisién, habrán curioseado dentro del
gimnasio o visitado la piscina que por aquellos lejanos años era toda una rareza. No creo que
hayan podido conocer mucho más, ya que cuatro horas no dan para tanto, pero...eso era
precisamente lo que querían hacer.
Tal vez coincida Ud. conmigo en que unas pocas horas de esplendor, bien valen la pena ser
vividas. Supongo que éste haya sido el razonamiento de estas personas a quienes a cien años
de distancia envidio no muy sanamente.
Continuando con el relato, como contrapartida de esos viajeros que desembarcaron en
Cherburgo, 140 pasajeros abordaron los pequeños transbordadores Nomadic y Traffic para
luego cometer la insensatez de subirse al Titanic. El Nomadic estaba reservado a los viajeros
de primera y segunda, que habían arribado de Paris en el exclusivo Train Transatlantique. Allí
se contaban -entre otros- el Coronel John Jacob Astor y su esposa Madeleine, la pintoresca
Molly Brown, el gentleman driver Washington Roebling y su amigo Sephen Blackwell, el
Coronel Archibald Butt y el señor Arthur Ryerson con su familia.
Al momento en que caía la noche, el Titanic levó anclas, se despidió de Cherburgo y puso
proa a Queenstown, en Irlanda. Fue un viaje algo más largo, que demoró toda la noche del 10
y la mañana del 11 de abril. Mientras que en los comedores del Titanic se servía el almuerzo, la
gigantesca nave anclaba a tres kilómetros de la costa.
Allí, siete afortunados descendieron de la gigantesca nave. Cinco de ellos eran la familia
inglesa Odell, acompañada por los dos hermanos de la señora, dispuestos a disfrutar todos
juntos de una semana de vacaciones en el bonito Sur de Irlanda.
El sexto pasajero era el seminarista irlandés Francis Browne, un gran aficionado a la
fotografía. Browne había recibido por correo un original regalo de su tío, el obispo de Cloyne. El

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presente no resultó ser otra cosa que un pasaje de primera clase en el Titanic, para viajar de
Inglaterra a Irlanda. Una vez obtenido el permiso para alejarse del rigor del seminario jesuita de
Dublin, el afortunado Francis tuvo que viajar primero en ferry y tren de Irlanda a Londres, para
luego, en la estación de Waterloo, ascender al Titanic train que lo llevó hasta Southampton.
En el transcurso de su breve pero inolvidable viaje por mar, empuñando una aparatosa
máquina de fuelle, Browne tomó sin proponérselo, las últimas fotos del Titanic. Esas tomas se
han convertido en imágenes testimoniales de un valor incalculable, que pintaron la vida a bordo
con la perspectiva de un pasajero, desprovistas de esa calculada visión de un reportero gráfico
o un fotógrafo oficial de la compañía White Star. (las fotos son de una calidad que sorprende y
fueron recopiladas en un interesante libro que se publicó hace unos quince años) Una de sus
últimas placas, tomada desde la pequeña embarcación que lo llevó a puerto, muestra al capitán
Smith en un extremo del puente de mando.
La séptima persona en descender de la nave lo hizo escondida entre las bolsas de la
correspondencia y esta vez no se trataba de un pasajero sino de un miembro de la tripulación.
John Coffey, un joven fogonero irlandés, desertó en esa escala para volver a la paz del hogar.
Se supo después que su familia era de Queenstown y de ese modo el muchacho utilizó al
orgullo de la White Star Line para conseguirse a costo cero un viaje de regreso al pago.
Poco antes que los Browne, los Odell, los May y de algún modo, Coffey se acomodaran en el
America -el pequeño buque trasbordador que los llevó a Queenstown- un contingente de 113
irlandeses -hombres solos y también familias enteras- abandonaron su tierra natal, tratando de
olvidar un pasado de privaciones. Llenos de ilusiones y deseosos de alcanzar una vida mejor
en Norteamérica, estos anónimos y sufridos emigrantes emprendieron su viaje a la desgracia.
Minutos después de mediodía del 11 de Abril de 1912, el más grande, lujoso y publicitado
buque de su época emprendía el tramo final de su fatídico viaje.

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Capítulo XI
Living la vida loca

Conozco una niña de doce años quien el verano pasado viajó a Europa con sus padres, de
quienes soy amigo. Interesado por conocer sus vivencias, comencé por preguntarle qué le
había parecido el viaje en avión. La chica me describió con claridad algo que quizás a un adulto
le pueda pasar desapercibido. Sentada en un asiento en la fila central, sin siquiera una
ventanilla para mirar hacia el exterior, sólo pudo ver una parte de una aburrida película durante
la cual se quedó dormida, para recién despertarse un par de horas antes de aterrizar en París
sin haber experimentado jamás la sensación de trasladarse.
Un viaje por mar es muy diferente pues se tiene la percepción del movimiento. El tiempo que
se demora en ir de un puerto a otro se convierte en el encanto de la travesía, dando lugar a
que numerosas actividades puedan desarrollarse a bordo. La vida social es muy intensa, uno
siempre trabará amistad con algún compañero de viaje y a veces, por no decir frecuentemente,
el amor podrá llamar a la puerta de algunos corazones. A propósito de ello, bien decía el
eslogan de la Cunard en los años cincuenta y sesenta: “Getting there is half the fun”. (algo así
como que el ir hasta allí es la mitad de la diversión)
Me gusta curiosear los folletos de los cruceros. Vibrantes de color, sus páginas están
tapizadas de sugerentes imágenes de buques llenos de felices pasajeros que disfrutan de todo
tipo de amenidades. El contenido de esos prospectos ha sido cuidadosamente estudiado por
los expertos del marketing, con el único fin de hacernos soñar con un inolvidable viaje en tal o
cual nave, cuya vida de a bordo es sencillamente, única.
Le propongo al lector que imaginemos cómo podría haber sido un folleto del Titanic en el que
hubiésemos podido vislumbrar todo lo que la lujosa nave tenía para ofrecerle a sus pasajeros.
Ya que vamos a fantasear juntos, es mejor que lo hagamos a lo grande. Basándonos en el
capítulo que nos retrata la vida de los viajeros más pudientes, imaginémonos que somos unos
acaudalados turistas yanquis quienes, cansados de tirar manteca al techo en París, hemos
decidido volver al frenesí de Nueva York y no estamos muy seguros de qué buque abordar.
Americanos en París, disfrutando de las delicias de la Belle Epoque…Como diría Ricky
Martin, viviendo “la vida loca”. De acuerdo a ello, una fresca mañana de fines de Marzo de
1912 dejaremos el Grand Hotel para caminar unos metros hasta la rue Scribe, donde están las
oficinas de la White Star Line. Allí retiraremos un par de folletos del nuevo buque de la
compañía, el gigantesco Titanic. Para este ejercicio imaginativo, vamos a obviar las
limitaciones de la gráfica de aquella época para tener en nuestras manos un bonito tríptico en
brillante papel ilustración, impreso a 4 colores y recubierto con una impecable capa de barniz.
Al correr las páginas veremos fotografías que nos describen los salones de la nave,
ocupados por pasajeros vestidos con sus mejores galas. (imágenes tomadas en el Olympic)
Habrá un detalle visual de las cabinas y suites disponibles, quizás un plano de la cubierta
donde están ubicados los camarotes y por último, una breve mención a los compartimientos
estancos que harán del Titanic una nave prácticamente insumergible.
Otra breve caminata y -folleto en mano- estaremos sentados junto a una mesa del famoso
Café de la Paix, tomando café au lait con esponjosas croissants, mientras observamos con
atención todo lo que el Titanic tiene para ofrecernos, a la vez que chequearemos con un
calendario ad-hoc las fechas de salida programadas para todo el año.
En su película “La rosa púrpura de El Cairo” Woody Allen nos presentó una historia en la que
un personaje del cine deja la pantalla para formar parte del mundo real. Nosotros, en cambio,
vamos a realizar un viaje en dirección opuesta para entrar, gracias al folleto, en el buque más
grande y lujoso que hasta ese entonces haya surcado los mares.

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Ya estamos a bordo. A decir verdad, parecería que el Titanic ha sido creado para nosotros.
Más que pasajeros a quienes hay que trasladar, somos huéspedes de un hotel de lujo que
además se desplaza velozmente para transportarnos de un continente al otro, permitiéndonos
desarrollar a bordo la vida social a la que estamos habituados.
Pero, mal que nos pese, no todos los ricos son iguales de ricos y las comodidades de
Primera variarán significativamente de acuerdo a nuestros recursos. Si nos alcanza para todo
lo que queramos, nada mejor que instalarnos en una Promenade Suite que incluye una
cubierta de paseo propia, como la de Hockley, el novio de Rose en la famosa película.
Además, la suite del muchacho de Filadelfia consta de una sala, 2 dormitorios, 2 vestidores,
baño y toilette. A modo de yapa, el conjunto se complementa con un camarote más, de modo
de tener siempre cerca a Lovejoy, el mayordomo todo-terreno.
Si nuestra fortuna no nos da para tanto, podemos animarnos a ocupar una Parlor Suite, sin
cubierta de paseo propia, o sino una suite normal. Y por último, si nuestra riqueza es más de
espíritu que del vil metal, podremos compartir un simple camarote de primera, olvidándonos del
mayordomo y también del baño privado porque, por increíble que parezca, no todos los
pasajeros de primera clase disponemos de sanitarios completos en nuestras cabinas y para
atender las urgencias, estaremos obligados a realizar un paseo por el corredor hasta llegar a
un inodoro o una bañadera, trayecto durante el cual nos toparemos con algún compañero de
viaje quien nos podrá informar si el agua sale caliente o no.
¿Qué tal si hacemos un poquito de gim? El gimnasio es la última palabra al respecto. Si
extrañamos esas cabalgatas a las que estamos tan acostumbrados, hay una máquina de
montar eléctrica que nos podrá dar los mismos sacudones que cualquiera de nuestros nobles
pingos. Si amamos las regatas, podremos lucirnos con el equipo mecánico de remo, que nos
servirá de entrenamiento para lo que se viene y si en cambio prefiriésemos darle al pedal, en
un rinconcito del gimnasio hay una bicicleta fija. También disponemos de otros elementos
menos novedosos y más aburridos como pesas, colchonetas y clavas.
Si ya entramos en calor, en las entrañas del buque nos espera el profesor de squash. Y si
luego del peloteo, el profe nos dejó de cama, nos vamos al baño turco para un relax en un
ambiente que nos recordará aquel viaje que hicimos a Estambul en el Orient Express.
Si nada de esto nos motivó hasta ahora, es porque solamente nos interesa hacer unos
cuantos largos en la pileta. Entonces, en la cubierta F hallaremos la piscina cubierta y
climatizada de 10 metros de largo, una de las primeras en un buque de pasajeros.
Y si todavía no supimos a qué dedicarnos, es porque somos unos intelectuales. A nuestra
disposición tendremos la formidable biblioteca con salón de lectura y escritura, totalmente
decorado en blanco, con vista al azul del mar, donde nadie podrá molestarnos y así podremos
leer o escribir en un ambiente apacible rodeado de un lujo inspirador.
Pero, si la lectura no nos atrajo es porque somos unos frívolos pasajeros que sólo deseamos
conocer gente y alternar con los muy ricos. Para ello, disponemos de un salón fumador para
charlar entre hombres mientras nos fumamos unos puros o si no, ensayaremos una pasada por
el opulento Salón de Primera Clase -con chimenea incluida- que no disimula su inspiración
versallesca. Allí nos reuniremos con otros pasajeros para departir en forma amable, tomar una
taza de té o jugar a las cartas con cualquiera de las damas, a la luz de una araña de impecable
diseño, con mucho cristal y lujosos herrajes con el inevitable toque de oro.
Como no estamos a dieta, asistiremos a la cena que se sirve en el salón comedor,
semejante al de un gran hotel europeo, un recinto que ocupa todo el ancho del buque, con
capacidad para unos quinientos comensales. Las paredes de este ambiente son de color
blanco y la decoración, de estilo inglés del siglo XVII.
El menú que nos ofrecen es de tal abundancia que hace engordar con sólo leerlo pero, por
suerte, estamos en 1912 y nadie cuenta las calorías ni piensa en el colesterol. Si en cambio

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deseásemos comer a la medida de nuestros caprichos, visitaremos el magnífico Restaurante a
la Carta, atendido por el chef del Ritz de Londres, el italiano Luiggi Gotti.
Para el Five o’clock tea o para después del almuerzo, nada mejor que ir al Verandah café,
una especie de jardín de invierno ornamentado con hiedras y pequeñas palmeras, donde la fina
orquesta de cuerdas de Wallace Hartley interpretará para nosotros todos los temas de moda.
¿Es Ud. joven o tal vez sólo joven de espíritu? Entonces lo invito al Café Parisien. Este es un
ambiente distinto, de una decoración más fresca. La música que escucharemos aquí no es la
del quinteto de Hartley sino la de un trio compuesto de violoncello, violín y piano. Allí se dan
cita los más informales y alegres pasajeros, con la idea de pasarla lo mejor posible. Estamos
en 1912 y si conseguimos trabar amistad con alguien, es porque somos casi tan geniales como
nuestro amigo Leonardo Dicaprio.
Y ya me estoy olvidando del clásico tema de todos los transatlánticos de lujo: la gran escalera
que conecta los camarotes con el opulento salón que antecede al comedor, lugar donde se
esperan unos minutos antes de ir a cenar. Este lapso es empleado por las mujeres para
realizar chismosos comentarios sobre los vestidos y los peinados de sus compañeras de viaje.
La caja de la citada escalinata está revestida de paneles de madera y equipada en su
descanso con un gran reloj adornado con las figuras del honor y la gloria. Si el barco se mueve,
una balaustrada en hierro y bronce con pasamano de noble madera nos hace de baranda.
Como coronando el espacio hay una bellísima claraboya de hierro y vidrio que adorna e ilumina
el cielorraso. Más práctico es usar el ascensor, pero si llegamos a descender por la grand
staircase con una damisela tomada del brazo, habremos tocado el cielo. Si en cambio, la chica
baja sola, la devoraremos con la mirada, escalón por escalón.
Si deseáramos caminar al aire libre, respirando el sano aire de mar, disponemos de amplias
áreas para el paseo. La espaciosa cubierta superior nos pondrá en contacto con la intemperie.
Podremos disfrutar a pleno de esa amplitud porque alguien en la White Star Line dispuso
mantenerla prácticamente libre de esos antiestéticos botes de salvamento.

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Capítulo XII
Otras sensaciones

¿Quién se acuerda, luego un siglo, de los viajeros de segunda clase del Titanic? No llamaban
la atención de nadie, eran seres respetables pero desconocidos, aunque quizás aburridos y
poco interesantes para que se justifique hablar de ellos. Representantes de la clase media a
bordo de una jactanciosa nave, integraban las filas de lo que Richard Nixon alguna vez llamó
“la mayoría silenciosa.”
No eran ni inmigrantes ni tampoco millonarios. En una gran proporción, eran personas
radicadas en los EE.UU. o Canadá que retornaban de visitar a sus familiares en Europa, o
europeos que viajaban a los Estados Unidos con el mismo propósito. Estos pasajeros debían
compartir sus confortables cabinas con ocasionales compañeros de viaje, a un nivel que en
muchas otras naves podía haberle correspondido a los más atildados viajeros de Primera.
Al girar las páginas de nuestro imaginario folleto del Titanic, hallaremos -algo menos
destacadas- unas fotografías en blanco y negro que nos ilustrarán acerca de las bondades de
los camarotes y del salón comedor donde se nos servirá casi igual que a los magnates.
Disponemos de agradables ambientes de reunión -salones equipados con muebles de finas
maderas y alfombrados con mullidas carpetas- una tranquila sala de lectura, un salón fumador
en estilo Luis XVI, una barbería/peluquería y por último...si deseamos estirar las piernas, una
amplia cubierta de paseo donde, si bien estaremos protegidos de los molestos pobretones de
Tercera, tampoco podremos codearnos con los ricachones de Primera.
No falta, como un detalle adicional, la escalera. (en versión de clase media, por supuesto) Si
nos dio pereza o nos duelen las articulaciones a causa de la humedad, hay para nosotros un
práctico ascensor para llevarnos desde la profundidad de la nave hasta la cubierta de los botes.
Terminada la breve descripción de las bondades y limitaciones de viajar en Segunda, ahora
viene lo peor; la poco agraciada tercera clase. Nuestro imaginario folleto no se ocupa de ella y
eso que las comodidades son superiores a las de cualquier otra nave que surca los mares, a
excepción del hermano mellizo del Titanic, el Olympic.
El diseñador Thomas Andrews había trabajado especialmente en la habitabilidad de los
recintos dedicados a los más humildes pasajeros quienes, en muchos casos, jamás habían
tenido tantos elementos de confort a su disposición. Para los mezquinos parámetros de hace
un siglo atrás, el Titanic ofrecía una espartana dignidad, que se hacía extensiva también a las
dependencias de la tripulación.
Hasta ahora he compartido con Ud. el lujo de la primera clase, no la hemos pasado tan mal
en la acogedora y razonable second class pero, a partir de ahora voy a dejar solo al lector para
que viva los avatares de esa gentuza, los pobres inmigrantes, pasajeros de tercera.
Pues bien, en el caso de los caballeros, Ud. está alojado en un austero camarote, que como
ya dijimos es mucho mejor que el de cualquier otro barco excepto el Olympic. ¿Emigra solo?
Entonces comparte la cabina con otros hombres, durmiendo en una estrecha cucheta.
¿Es Ud. una emigrante? Ocupará un camarote junto con otras sufridas chicas. Pero...ni
piensen -lector y lectora- en encontrarse en el pasillo, porque hombres y mujeres están bien
separados: ellos a proa y ellas a popa. En cambio, los miembros de una familia tienen la
posibilidad de viajar todos juntos.
Si la fortuna le sonríe, los sanitarios estarán próximos a su cabina. De lo contrario, tendrá que
realizar un poco de ejercicio hasta llegar a ellos y tal vez le toque descubrir que hay que
esperar un rato para acceder a un inodoro y bastante más para utilizar una de las dos únicas
bañaderas disponibles. Si bien la gente no se bañaba mucho, hay solamente dos para unas
setecientas personas y ambas están ubicadas a popa. Lo que hoy espantaría a muchos de
nosotros, en el lejano año 1912 era la norma.
El muchachito de la película Titanic, el seductor Jack Dawson, con todo ese despliegue físico
primero en el puerto de Southampton que luego continuó a bordo del Titanic, ciertamente
tendría su olorcito...¿O Ud. lo vio bañarse?
Aquí voy a realizar un pequeño desvío en el relato del Titanic para contarle por qué no quise
acompañarlo en la última parte de nuestro imaginario tour por el gigante de la White Star.
Ocurre que allá por 1965, como premio a mis buenas calificaciones en quinto año del colegio
secundario, mi padre me llevó de acompañante en un viaje de negocios que realizó a Rio de

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Janeiro. Mi viejo no había finalizado sus gestiones comerciales todavía, cuando yo descubrí en
un diario que el transatlántico italiano Giulio Césare acababa de recalar en Río con destino a
Buenos Aires. Como mi papá no precisaba de mis servicios y yo no me aguantaba sus
reuniones con los brasileños, decidí dejarlo solo en Rio para que regresara a Buenos Aires en
avión y salí corriendo a comprar mi pasaje. Pienso que, si hubiese podido hacerlo, mi padre
habría dejado plantados a sus clientes cariocas para venir conmigo. Jamás se me habría
ocurrido viajar en otra clase que no fuese la tercera, a la que por ese entonces ya le habían
cambiado la triste denominación de “tercera” por la más imprecisa “Turistica B.”
En concepto, no crea Ud. que difería tanto del Titanic, ya que habían algunos caños al aire y
se percibía una aburrida austeridad en el camarote, ubicado en una de las cubiertas inferiores,
que me tocó compartir con un señor italiano y sus hijos. El hombre en cuestión era un petiso
tosco y gritón, aunque simpático y afectuoso. A las 6 de la mañana encendía la luz para
afeitarse y si bien lo hacía silenciosamente con hojita de afeitar, se las arreglaba para silbar
alegremente mientras empuñaba la brocha. Y digo bien que el hombre gritaba porque así se
comunicaba con su esposa, una señora alegre y bonachona que ocupaba la cabina de
enfrente. ¡Pobre hombre! Un viaje transatlántico le significaba dos semanas separado de la
patrona...¿O habrán hecho alguna “trampita” durante el cruce oceánico?
Sufrí una gran desilusión al descubrir que en mi camarote ni siquiera había un ojo de buey
para contemplar la inmensidad del mar y para ventilación debíamos conformarnos con unas
rendijas por las que salía aire, supuestamente acondicionado. Había un lavabo pero, para ir al
retrete había que caminar, aunque los sanitarios del Giulio Césare me parecieron buenos,
semejantes a los de un vestuario de club.
En cuanto a las actividades a bordo...muy poca cosa, aunque también debo hacer la
salvedad de que el elegante Giulio Césare -construido a todo trapo en astilleros de Trieste en
1952- era un buque espléndido y hasta tenía piscina para la tercera clase.
El salón comedor de los pobres sí que era deprimente. Casi podría decir que quitaba el
apetito. Equipado con unas largas y tristes mesas, no exhibía ningún detallecito más allá de lo
funcional que alegrara un poco la existencia, ya que un viaje a Europa solía demorar algo más
de dos semanas. Sin embargo, debo reconocer que la comida era buena pero, como la
capacidad del salón no alcanzaba para albergar a todos los pasajeros a la vez, debíamos ir a
comer por turnos, asignados por alguna misteriosa “mano negra.”
Llegada la noche, toda la actividad se centraba en el Salón de... bien, era un salón de algo,
un amplio lugar de reunión, ni muy lindo ni muy feo, donde los niños italianos correteaban a su
antojo, portándose lo peor posible. El ruido de fondo era realmente muy molesto. Salvando las
distancias y exagerando la crítica, era el equivalente del patio de un conventillo.
Gracias al formal atuendo que mi padre me había obligado a vestir en Río de Janeiro, yo era
el feliz poseedor de saco, camisa y corbata, elementos indispensables para acceder al salón de
Turística A que en realidad era la segunda clase.
Comparado con el de los inmigrantes, este ambiente hacía que uno se sintiese en otra
galaxia: lindos muebles, mullidas alfombras, toques de color e iluminación estudiada. En rasgos
generales, la ambientación de segunda clase del Giulio se inspiraba en ese gélido modernismo
de los años cincuenta. Uno de los ambientes más acogedores era el bar y café con una barra
con asientos altos y una máquina de café a la italiana.
También había una buena sala cinematográfica y un salón de juegos con metegol y ping-
pong que contribuían a hacer un poco más llevadera la travesía. En mi caso fueron cuatro
interminables días que incluían breves escalas en Santos y Montevideo.
Yo tenía por ese entonces diecisiete años recién cumplidos y confieso que, a pesar de mis
ilusiones y fantasías de un viaje por mar, bien podría decir que me aburrí como una ostra. Mis
compañeros de charla fueron varios ancianos, una pareja de uruguayos que volvían de su luna
de miel y algunos curas que regresaban del Vaticano.
El tiempo en el Golfo de Santa Catalina fue espantoso y la inmensa nave -de 27.000
toneladas y 200 metros de eslora- rolaba tanto que en la pileta se formaban olas que
salpicaban hacia afuera, la pelotita del metegol se movía sola y tratar de jugar al ping-pong era
“Misión imposible.”
Para colmo de males, había pasajeros que se mareaban. Eran fáciles de distinguir:
apoyados contra la baranda de la cubierta y servilleta en mano, miraban hacia el horizonte y
cada tanto bajaban la cabeza para...bueno, Ud. ya sabe.

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La noche anterior a la llegada a Montevideo, en la turística A hubo un baile de despedida
animado por un grupo musical de cuarentones que ejecutaban el acordeón a piano, el saxo y
no recuerdo qué otra cosa más. Para mis oídos juveniles, ávidos de guitarras eléctricas y rock
and roll, los músicos del Giulio tocaban instrumentos de tortura.
La pista donde había que bailar había sido encerada para el evento, pero dadas las
condiciones del mar, pienso que a la tripulación se le había ido la mano con la cera porque esa
noche hubieron varias patinadas.
Como gran diversión, las chicas debían sacar a bailar a los muchachos y a causa de ello, fui
víctima de un par de molestas invitaciones por parte de algunas señoritas quienes, estando
entre los veinte y los treinta, me elegían a mí para no “quemarse” con los de su edad y de
paso, querido lector -modestia aparte- yo era un lindo chico de la tercera clase; tal vez no tanto
como Leonardo Dicaprio, pero...me defendía.
Y al igual que Jack Dawson, yo también me enamoré de una pasajera de primera clase. A
riesgo de que Ud. piense que soy un fabulador, le contaré la historia.
La vi por primera vez cuando abordé el barco en Río. Era una chica alta y esbelta, de largo
pelo castaño algo desteñido a rubio y unos ojos marrones pequeños y superexpresivos, que al
mirar bien podían derretir al témpano del Titanic. ¿A quién podría parecerse? Pasaron tantos
años que mi memoria podría hacer que se asemejase a una docena de actrices de cine
diferentes, pero eso sí...de las lindas.
Con su piel bronceada por el sol de Ipanema, Magda era una versión teenager de la famosa
garota. Por desgracia, no estaba sola ya que viajaba con toda su familia para radicarse en
Argentina. En una de mis visitas a la segunda clase, pude verla otra vez, ya que ella se había
separado por un rato de sus padres. Recorriendo el resto del barco, se paseó por la Turística A
y allí fue que me acerqué, le hablé en el Portuñol que acababa de practicar en Río y ella me
respondió con ese dulce e inconfundible cantito carioca. Como es típico en la adolescencia, me
enamoré de ella. A partir de ese instante, hice lo posible para estar a su lado pero...había algo
que se interponía entre nosotros y no era la diferencia de clase, sino su hermanito.
El chico tendría unos diez años, era bueno, inteligente y muy simpático, pero no se separaba,
ni de Magda ni de mí. ¡Un plomazo el chiquitín! Ahora podrá darse cuenta el lector con quién
tuve que jugar al ping-pong y al metegol.
Cuando el Giulio Césare arribó a la Dársena Norte del Puerto de Buenos Aires, me asomé a la
cubierta y apoyado en la baranda, comencé a saludar a mi padre que había regresado de
Brasil en el Caravelle de Aerolíneas y también a mi madre que había ido a recibirme. De
pronto, se me acercaron Don Alberto -mi vecino de camarote- y Doña María -su esposa- para
despedirse de mí. Me llenaron de besos y abrazos, y me dieron el teléfono de su casa de
Lomas de Zamora. Los curas también querían decirme adiós y por último aparecieron mis otros
compañeros de tertulia, los viejitos. Tan ocupado me hallaba con esas inesperadas
manifestaciones de afecto que la bellísima Magda y su familia, que descendieron por la
planchada de primera clase, se esfumaron.
Unos tres o cuatro años después, caminando por el andén de la estación Once, listo para
tomar un tren a Morón, alguien me palmeó el hombro desde atrás y con una voz femenina, de
extraño acento, me dijo: ¿Te acordás del Giulio Césare?
Lamento decepcionarle, pero no era Magda, sino Mirta, una gordita de Tucumán, que me
había invitado a bailar aquella “noche inolvidable.”
¿Pero, qué hago yo, un sobreviviente del Giulio Césare que nunca se hundió, contándole mis
peripecias a bordo, si este es un libro sobre el Titanic?
Le pido perdón y regresemos rápidamente a 1912...Señor inmigrante, si quiere hacer algo
entretenido, salga a pasear por la cubierta de tercera y castíguese con el fresco solcito del mes
de Abril en el Atlántico norte. Si en cambio, ya cayó la noche, lo invito a dirigirse al salón de
Tercera donde los niños irlandeses, daneses o suecos de 1912 se portarán un poco mejor que
los italianitos míos de 1965.
Ud. que me acompañó durante los dos últimos capítulos, podrá darse cuenta ahora de lo
bien que lo pasó nuestro héroe Jack Dawson a bordo del Titanic de Hollywood.
El muchacho las hizo todas: 1) Violó las estrictas reglas de segregación de los pasajeros y
pasó de tercera a primera como si nada, y además, de la fina mano de Kate Winslet. 2) La
simpática Molly Brown lo salvó del desastre al prestarle el flamante frac que le llevaba de
regalo a su hijo. (¿se imagina la gracia que le podría haber hecho a Lawrence Brown el recibir

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un traje usado?) 3) Presentado como un tal Mr. Dawson, pudo sentarse como uno más en la
mesa de los ricachones junto a personajes de la nobleza y la alta sociedad como la Condesa
de Rothes, Benjamín Guggenheim y otros, para dispararles sus ironías sin siquiera pestañear.
4) Por último, el bueno de Jack, ante las narices del prometido de Rose, la llevó a tercera clase
para luego, como broche de oro a su lucha de clases, mancharle el tapizado de su flamante
Renault a Billy Carter.
Luego de enumerar todo lo que concretó Leonardo Dicaprio sin siquiera pagarse el pasaje y
recordando que yo, en el Giulio Césare, terminé conversando con los curas y jugando al
metegol con el hermanito de Magda, debo confesar que, aún después tantos años, no puedo
dejar de sentirme disminuido en mi autoestima.

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Capítulo XIII
Navegando hacia el desastre

No es mi intención teorizar sobre tragedias ante Ud. pero creo no equivocarme si le planteo
que catástrofes como la del Titanic no ocurren por una única causa, sino que al sucederse y
combinarse una cantidad de hechos inconexos, hacen que un verdadero desastre tenga lugar.
El domingo 14 de Abril por la mañana, el capitán Smith ordenó que se encendieran unas
calderas que todavía no habían sido puestas en funcionamiento. Esa mayor cantidad de vapor
se utilizó para elevar casi 2 nudos la velocidad y de ese modo cumplir el plan de Bruce Ismay
de llegar a Nueva York a toda máquina. A partir de ese entonces fue posible percibir algunas
vibraciones, muy comunes en otros buques, pero que en el Titanic nunca se habían sentido.
En el interior del Marconi Room, los telegrafistas Harold Bride y Jack Phillips estaban
enviando mensajes de salutación de los pasajeros de primera clase, quienes anunciaban su
llegada a familiares y amigos. La potencia del transmisor les permitía comunicarse con la
estación de Cape Race en Canadá, que se encargaría de retransmitir los Marconigramas.
A las 9 de la mañana el buque Caronia telegrafió anunciando la presencia de hielo en la ruta.
El capitán Smith se lo enseñó al segundo oficial Lightoller, quien tomó nota del mismo.
A las 14 y 30 se recibió una comunicación del Baltic, otro barco de la White Star Line, en la
que se mencionaba a un barco griego, el Athinai, que había avistado un campo de hielo en la
latitud 41:51 Norte y la longitud 49:52 Oeste. Phillips se lo alcanzó al capitán quien, en vez de
dejarlo en el puente para que lo viesen los oficiales, lo llevó consigo.
Poco después llegó otro mensaje telegráfico, esta vez del buque alemán Amerika,
anunciando hielo a 41:25 Norte y 50:08 Oeste. Con el transcurrir de la tarde, la temperatura
ambiente que durante todo el viaje había sido templada, descendía con rapidez.
Siendo las 17 el Titanic arribó a un punto de la ruta del Atlántico Norte, ubicado a 42 grados
Norte y 47 grados Oeste, llamado “the corner” donde, como era usual, se debía cambiar el
rumbo Sudoeste que se llevaba, por el de Oeste, enfilando hacia Nueva York.
Por orden del capitán se esperaron cuarenta y cinco minutos antes de efectuar el viraje y al
realizar esa maniobra, el Titanic navegaba en realidad a unos 25 kilómetros más al Sur de su
ruta. Si tan sólo hubiese continuado navegando unos minutos más en dirección al Suroeste,
nada habría pasado.
A las 6 de la tarde, el segundo oficial Ligthtoller regresó al puente de mando para iniciar su
guardia. Esta iba a extenderse hasta las diez de la noche, momento en que sería relevado por
el primer oficial Murdoch. Lightoller le ordenó al sexto oficial James Moody que le estimara a
qué hora podría avistarse el hielo que había anunciado el Caronia a la mañana. Moody
respondió que, ello ocurriría alrededor de las 23.
El sol se puso en un bellísimo crepúsculo. Apenas oscureció, Ligthtoller ordenó encender las
luces de navegación y después de unos minutos dejó el puente para ir a cenar.
William Murdoch, quien reemplazó al oficial Lightoller durante ese lapso, decidió apagar las
luces ubicadas a proa para que con su resplandor no perturbaran la visión desde el puente. Sin
embargo, a ambos oficiales les faltó apostar a un par de hombres bien a proa. Los más
expertos capitanes estaban al tanto de ello pero se ve que los oficiales del Titanic ignoraban
que dos marineros a proa podían llegar a ser más útiles que los vigías en lo alto del mástil.
A las 19:30 el telegrafista Harold Bride recibió un mensaje del carguero Californian que
avisaba de la presencia de hielo. Para ese entonces se hizo de noche, una noche negra y sin
luna, pero llena de estrellas. Como si nada pudiera sucederle, el Titanic avanzaba a más de 20
nudos hacia el desastre.

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El capitán Edward Smith se encontraba en el Restaurante a la Carta, disfrutando de una
comida ofrecida en su honor por los Widener, millonarios de Filadelfia. Poco antes de las
nueve, Smith se presentó en el puente de mando y le comentó a Lightoller que no era bueno
que esa noche no hubiese luna, ya que su luz siempre ayudaba a detectar témpanos.
Finalmente añadió que era muy extraño que no hubiesen olas.
Lightoller le respondió que nunca había visto un mar tan calmo como ése y agregó que era
mejor que hubiese oleaje si de avistar icebergs se trataba, ya que la espuma de la olas al
romper contra la mole de hielo facilitaría su detección.
Tras la breve charla, el capitán Smith no tuvo mejor idea que retirarse a su camarote a
descansar, indicándole antes a su segundo oficial que si la visibilidad llegaba a disminuir a
causa de alguna imprevista bruma, debía reducir la velocidad de inmediato. De acuerdo a los
avisos de hielo y la posición de la nave, era el momento más crítico del viaje pero, en vez de no
moverse del puente por ningún motivo, el capitán optó por irse a dormir.
A las 21:40 el buque Mesaba envió el más claro y preciso de todos los avisos de hielo:
“Inmenso campo de hielo y un gran número de icebergs entre las latitudes 41:25 y 42 Norte y
las longitudes 49 y 50:30 Oeste.” El mensaje fue recibido por Jack Phillips, pero como estaba
atareado con los telegramas de los pasajeros de primera clase, se le traspapeló y en
consecuencia no llevó el parte al puente de mando.
A las 22 el primer oficial Murdoch relevó a Lightoller y quedó al comando de la nave con la
asistencia de los oficiales Boxhall y Moody. La rueda del timón era empuñada por el
contramaestre Hitchens ayudado por el marinero Olivier.
Minutos antes de las 23, el Californian envió un último mensaje indicando que habían tenido
que detenerse a causa de un inmenso campo de hielo. Al recibirlo, el telegrafista Phillips -
agobiado por los saludos de los pasajeros- se vio interrumpido otra vez. El joven operador no
sólo no tomó nota del mensaje, sino que le respondió: “Cállese, que estoy muy ocupado.”
El mensaje del Mesaba había sido tan preciso que prácticamente le “cantó” al telegrafista del
Titanic el lugar donde se hallaba el témpano. Si a la hora en que fue recibido (las 21:40)
hubiese llegado a las manos del oficial a cargo de la nave, el Titanic no habría continuado
navegando a toda velocidad.
La colisión con el iceberg se produjo a las 23 y 45 cuando se hallaba en la latitud 41:46 norte
y longitud 50:14 oeste...metro más, metro menos, lo que decía el parte del Mesaba.

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Capítulo XIV
Haciendo un hoyo en uno

Preso de la angustia, el vigía Frederick Fleet hizo sonar tres veces la campana ubicada en la
caseta, en lo alto del mástil. A continuación tomó el teléfono que lo comunicaba con el puente
de mando, anunciándole al oficial Moody que había un iceberg directamente a proa. No era el
caso que Fleet hubiese divisado una masa de hielo a unos treinta o cincuenta metros a un
costado de la nave sino que un gigantesco témpano estaba justo delante del Titanic.
No conozco nada de cálculo probabilístico para poder precisar qué tan difícil es que
sucediera lo que sucedió pero, si nos pasásemos al mundo del golf, estaríamos ante uno de
esos casos en que el azar, el viento y la habilidad de un golfista se suman para que emboque
la pelotita en el hoyo con el mismo golpe con el que salió del tee.
Para ganar la lotería es condición sinequanon haber adquirido un billete. En el caso del
Titanic, por más mala que haya sido la suerte de la nave, no podemos soslayar el hecho de
que, con tanta negligencia acumulada, el capitán del Titanic y algunos de sus colaboradores
habían adquirido varios billetes para el sorteo de Navidad.
Ante el hecho de tener un iceberg a 400 metros de la proa, es válido que el lector se
pregunte qué tendría que haberse hecho para salvar al Titanic del desastre. Todas las
opiniones coinciden en que Murdoch debió haberle apuntado directo al témpano. Con un
choque violento, pero totalmente frontal -como el del transatlántico Arizona en 1873- muy poco
hubiese quedado de la proa del Titanic. Es probable que dos compartimientos estancos se
hubiesen inundado, pero ese habría sido todo el daño, que por cierto no es poca cosa. Las
personas que hubiesen estado en esa parte de la nave habrían perecido pero el inmenso barco
habría podido seguir a flote y nadie habría tenido que llorar luego a mil quinientos muertos, sino
quizás a menos de cien.
La realidad fue que el primer oficial Murdoch no hizo ese frío cálculo y decidió esquivar el
iceberg. Al hacerlo también se equivocó dando la orden de detener la hélice central e invertir la
marcha de las hélices laterales.
Aún si el Titanic hubiese continuado navegando a toda máquina mientras viraba, habría
podido maniobrar más rápido y quizás el témpano hubiese pasado de largo, a unos pocos
metros nomás. Los casi 40 segundos que transcurrieron entre el aviso del vigía Fleet y la
reacción de la nave no fueron suficientes y se produjo, no el impacto frontal sino un roce que
abrió un importante rumbo en el casco.
Como era casi la medianoche cuando esto tuvo lugar, la mayoría de los pasajeros se hallaba
en sus camarotes durmiendo y por lo tanto, el sacudón no fue percibido en forma generalizada.
Los más trasnochadores viajeros de primera clase aún se hallaban reunidos en el salón
fumador. Mientras departían amablemente, entre bocanada y bocanada de sus puros, sintieron
un extraño movimiento de la nave que alteró la serenidad del viaje pero, al no tener idea de lo
que había sucedido, no le dieron mayor importancia y siguieron con la plática.
En el simpático Café Parisién, la gran mayoría de las personas ya se habían retirado a
descansar. Sólo permanecía allí un reducido grupo de gente jugando a las cartas quienes, al
sentir el crujido, salieron a cubierta. Tamaña sorpresa se llevaron esos pasajeros cuando vieron
alejarse al témpano por el costado de estribor pero, como era de esperarse, no tuvieron la
sensación de que algo grave había sucedido y en consecuencia retornaron a ese acogedor
recinto y retomaron su partida de naipes.
El joven William Sloper –el amigo de Alice Fortune- había estado jugando al bridge en el
salón de lectura con Fred Seward, la actriz Dorothy Gibson y la madre de ésta. Cuando la Sra.
Gibson anunció que se retiraría a su camarote, Dorothy le pidió a Sloper que la acompañase

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por la cubierta para dar un último paseo antes de dormir.(¿Estaría Alice Fortune al tanto de
estas sospechosas actividades?)
Sloper y la Gibson todavía no habían llegado allí cuando sintieron un fuerte sacudón que –
según ellos- estremeció a la nave, lo que hizo que ambos corriesen hasta la cubierta de paseo,
justo a tiempo para ver como el iceberg se perdía de vista.
En el puente de mando, el oficial William Murdoch estaba desconsolado. Minutos después, se
le apareció el capitán Smith quien le requirió una explicación de lo sucedido. ¿Habrán
expresado los rostros de quienes estaban allí lo dramático del momento o Smith y Murdoch
habrán hecho gala de la compostura inglesa que ni siquiera les habrá permitido decir,
tomándose la cabeza “¡Qué hicimos!”
El capitán le ordenó a Murdoch que cerrase las compuertas de los compartimientos estancos
(cosa que ya éste había hecho) y le indicó también que anotase lo sucedido en el libro de
bitácora. Acto seguido, encomendó al cuarto oficial Boxhall que realizase una recorrida por las
cubiertas inferiores de la nave.
Al lector le parecerá increíble pero, al regresar, Boxhall informó que todo estaba en orden.
¿Cómo explicar esto? Es probable que en su apuro Boxhall haya realizado una recorrida un
tanto light. Aliviado al recibir buenas noticias, el capitán Smith ordenó proseguir la marcha
aunque a media máquina, por lo menos hasta tener más información, lo que nos hace suponer
que tal vez el capitán no confiaba plenamente en las observaciones de su cuarto oficial.
Mientras tanto, en las entrañas del buque, el desastroso panorama contrastaba con el orden
del puente de mando. En el cuarto de calderas número uno –el que estaba ubicado más a
proa- el mar estaba invadiéndolo todo y por suerte, los hombres habían huido de allí antes que
se cerrasen las compuertas de los compartimientos. Los cuartos restantes, ubicados en
dirección a la popa, parecían estar más en calma, aunque el cuarto número 2 hacía agua.
Volviendo al puente, unos minutos después de la llegada de Smith apareció por allí Bruce
Ismay, el presidente de la White Star Line. Su deseo era conocer qué riesgo corría la nave y al
preguntárselo al capitán, éste le respondió que aún faltaba escuchar la opinión de Thomas
Andrews, el ingeniero naval del astillero Harland & Wolff, quien viajaba como pasajero para
supervisar hasta el más mínimo detalle.
Una vez que Andrews se presentó en el puente de mando se unió a Smith para emprender
una impostergable recorrida por el buque. Para no inquietar a los pasajeros, utilizaron las
escaleras y pasillos que estaban reservados a la tripulación. A diferencia de Boxhall, los dos
hombres pudieron observar que para ese entonces ya se habían anegando tanto el cuarto de la
correspondencia ubicado a proa, como también algunos camarotes de tercera clase y como si
lo visto hubiese sido poco, el agua ya amenazaba con inundar la cancha de squash. Con sus
sentidos puestos en máxima alerta, al regresar al puente, Thomas Andrews y el capitán Smith
creyeron percibir una ligera inclinación hacia proa.
Recién entonces, el capitán ordenó detener las máquinas y expulsar el vapor de las
calderas. Con el presidente de la White Star Line a su lado y los planos de la nave a la vista,
Smith se preparó para escuchar el informe de Thomas Andrews.
El diseñador del Titanic expresó que el rumbo causado por el témpano había comprometido 6
compartimientos estancos de los 16 en que estaba dividido el buque. El Titanic sólo podría
hacer honor a la reputación de insumergible que algunos le habían adjudicado si dos de sus
compartimientos estuviesen anegados, tal vez tres y quizá hasta cuatro, pero con seis
inundados, no había esperanza de seguir a flote.
La razón por la que Andrews daba por perdida a su nave era que la mampara que dividía los
compartimientos 6 y 7 no se extendía hasta el tope del casco sino que sólo llegaba hasta el
nivel de la cubierta E. Al hundirse la proa en el mar, el agua iba a penetrar al compartimiento 7

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no por debajo ya que dicha mampara se lo impedía, sino por arriba. Una vez inundado el 7 el
Titanic se inclinaría más aún y entonces, otra vez por la parte superior, se anegaría el
compartimiento 8 y el mismo proceso continuaría luego con el 9, el 10, el 11, etcétera.
Desearía hacer un alto para expresar que con posterioridad al naufragio se dijo que si en vez
de cerrar las mamparas, se hubiese dejado que el agua invadiera libremente todo el buque, el
Titanic tal vez habría podido durar un par de horas más a flote. Con la proa menos inclinada,
quizás no se habría desatado esa reacción en cadena que fue lo que a la larga hundió al más
grande de los transatlánticos. Se dice además que a causa de la bajísima temperatura del agua
la resistencia del acero con el que el Titanic estaba construido se vio afectada y el roce contra
semejante montaña de hielo hizo que los remaches que unían las planchas se cortaran y éstas
se separaran.
Un análisis que se realizó hace unos años de una plancha de acero y de los remaches
recuperados desde las profundidades del mar indicó que el metal contenía fósforo en exceso,
lo que lo hacía quebradizo. Es una pena que, al momento de ser desmantelado, nadie haya
tomado una muestra del casco del Olympic. Lo más probable es que todas las planchas de la
época hayan tenido similar porcentaje de fósforo.
Regresemos al puente de mando para imaginar la ironía de ese momento: el paquebote que
incorrectamente había sido promocionado como el más seguro del mundo estaba inmóvil e
indefenso en el medio del océano y el ingeniero que lo había diseñado le explicaba al
presidente de la compañía y al más experimentado de los capitanes de la White Star que sólo
podrían permanecer a flote un par de horas más. ¿Habrán recordado en ese momento que
solamente llevaban veinte botes de salvamento y a bordo del Titanic habian más de 2.000
personas?

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Capítulo XV
Las últimas horas del Titanic

Viendo que el tiempo corría vertiginosamente, los oficiales Lightoller y Pitman le sugirieron al
capitán Smith que debía comenzar la evacuación del buque. Pedir auxilio y arriar los botes de
salvamento en el viaje inaugural del Titanic, parecía algo impensable pero, consideraciones
aparte, cinco minutos después de la medianoche, el capitán caminó unos metros hasta el
Marconi Room y le ordenó al joven operador Jack Phillips que enviara la señal de auxilio CQD,
indicando la posición del barco.
Mientras tanto, se les pidió a los camareros que convocaran a los pasajeros de primera y
segunda clase. De modo muy sutil, golpeando con discreción las puertas de sus camarotes,
debían pedirle a los viajeros que se vistiesen con ropa de abrigo y se presentasen en la
cubierta de botes con sus chalecos salvavidas puestos. La consigna para la tripulación era que
debían ser firmes en el pedido, pero teniendo especial cuidado de no provocar el pánico. De
ninguna manera tenían que decir que el buque se estaba hundiendo y debía parecer que se
estaba tomando una medida de precaución extrema.
Como es de imaginar, a los pasajeros de tercera no se los trató con las mismas
contemplaciones. Se les despertó sin mayor cuidado y se les informó en Inglés -idioma que
muchos de ellos no podían entender- que debían prepararse para abandonar la nave aunque
no debían subir aún a la cubierta de botes. Era un pedido fácil de hacer pero bastante difícil de
ejecutar ya que en el Titanic, las familias de tercera clase estaban juntas en los camarotes pero
los hombres solteros viajaban a proa, del otro lado del buque y se hallaban muy lejos, en
sentido horizontal o vertical, de cualquiera de los dieciséis botes de salvamento. Debemos
pensar que tampoco había mucho que explicarles a estos señores ya que -en minutos nomás-
muchos de ellos serían expulsados de sus camarotes por el agua del mar que de a poco
invadía la proa.
Para llevar a cabo la evacuación, en el costado de babor del Titanic estaban el oficial en jefe
Henry Wilde junto al segundo oficial Charles Lightoller mientras que en el lado de estribor el
encargado era el primer oficial William Murdoch, el mismo que se hallaba en el puente de
mando al momento del choque contra el témpano de hielo.
Puede parecer increíble pero, a estos oficiales les fue difícil convencer a los pasajeros de
primera clase de que debían abordar los botes. El 7 –el primero en dejar la nave- estaba tan
vacío que el oficial Murdoch invitó a los hombres a subirse a él. Así fue como el joven Sloper
terminó salvando su vida junto a la actriz Dorothy Gibson y su madre, quienes habían sido sus
compañeras de la partida de cartas tan sólo un rato antes. Así y todo, cuando el 7 se alejó del
Titanic, sólo llevaba 28 personas. Fue a causa de esa dificultad en llenar los botes que
Murdoch permitió que algunos hombres se embarcasen, pues no había otro modo de llenar las
precarias embarcaciones. Del lado de Lightoller en cambio, en vez de aplicar la consigna de
“las mujeres y los niños primero” que era la ley no escrita del mar, sólo se permitió abordar a
mujeres y niños. Por esa incorrecta interpretación, al comienzo los botes de salvamento
partieron semivacíos.
A pedido del capitán Smith, las 2 orquestas se fusionaron y salieron a la cubierta de botes
para animar a los pasajeros y para peor, los músicos ejecutaban temas alegres, enviando un
mensaje que contradecía a la realidad. Arthur Ryerson, mientras llevaba a sus familiares hacia
una de las embarcaciones, bromeaba con su ama de llaves sobre el tema de la música. Otros
pasajeros de primera clase, no sintiendo urgencia alguna, prefirieron refugiarse del frío en el
gimnasio y permanecieron allí sin preocuparse mayormente. Resulta sorprendente que hasta la
una de la mañana muchos no tenían una percepción cabal de la suerte que correría la nave.

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Había quienes pensaban que si bien una parte de la proa se hallaba sumergida y la nave
seguía inclinándose, en algún momento se estabilizaría. Otros calculaban que al Titanic todavía
le quedaban varias horas más de vida, lapso durante el cual llegaría la ayuda que se había
solicitado utilizando el telégrafo Marconi. Como prueba de ello, en el suntuoso salón de primera
clase, el mayor Archibald Butt jugaba a las cartas con tres caballeros más, uno de los cuales
era el mismísimo Ryerson, quien acababa de embarcar a toda su familia en un bote de
salvamento.
A las 12 y 25 el telegrafista Phillips logró establecer contacto con el Carpathia, un buque
de pasajeros de la Cunard Line. Al mando de la nave se hallaba el capitán Arthur Rostron,
quien de inmediato ordenó a sus hombres un cambio de rumbo para dirigirse a toda máquina
hacia el lugar donde se hundía el Titanic.
Jack Phillips continuó enviando mensajes de auxilio pero, unos 20 minutos más tarde, a su
ayudante Harold Bride, se le ocurrió utilizar la clave SOS que había sido acordada como la
nueva señal de auxilio por la Convención Internacional de 1906 que había tenido lugar en
Berlin. Mientras ello acontecía, el capitán le ordenó al oficial Boxhall que lanzase cohetes con
bengalas a intervalos de 5 minutos, de modo de llamar la atención de ese extraño buque,
visible a la distancia, que no había respondido a los mensajes telegráficos que se le habían
enviado. El disparar cohetes fue percibido a bordo como un indicio de que el Titanic se hallaba
en problemas. A partir de entonces, el despreocupado ánimo de los pasajeros de primera clase
cambió y algunos decidieron abandonar el gimnasio para acercarse a los botes de salvamento.
Es claro que les resultó mucho más fácil a los pasajeros de primera y segunda llegar a las
embarcaciones y obtener de ese modo un pase libre para seguir viviendo. Los viajeros de la
tercera clase no sufrieron el cierre de las puertas que les vedaban el acceso a las cubiertas
superiores, tal como lo muestra la película Titanic.
Si bien al comienzo fue así, algo más tarde el camarero Hart condujo sin mayores
inconvenientes a un grupo de 30 mujeres y niños hasta la cubierta de botes. El hombre regresó
al salón de tercera y reclutó otro grupo de 25 personas –hombres y mujeres esta vez- a
quienes condujo hasta el bote número 15. Una vez que subieron a la embarcación, el camarero
juzgó que había cumplido su misión y también abordó el bote.
Quizás, el mayor problema que afrontaron los viajeros de tercera clase fue su total
desconocimiento del modo de llegar a la cubierta de botes. Salvo Hart, nadie se ocupó de ellos
y cuando tras una serie de volteretas –como fue el caso del noruego Abelseth y sus amigos- al
llegar por su cuenta hasta la cubierta, la mayoría de las embarcaciones ya habían sido arriadas
y en torno a los botes que quedaban se había formado un verdadero tumulto. Pensemos lo que
habrá sido para los ocupantes de los camarotes de proa, quienes huían del agua. Tras recorrer
el barco hasta hallar una escalera que los llevase a segunda clase y luego a Primera para por
fin acceder a la cubierta de botes, los marineros les recitaban la frase de las mujeres y los
niños.
Recuerda el lector al Padre Byles, al que mencionamos entre los pasajeros de segunda
clase? El valiente cura fue un héroe y un mártir del Titanic ya que, en su noble afán de ayudar
al prójimo, organizó y lideró varios grupos de pasajeros de tercera clase, guiándolos por un
laberinto de pasillos y escaleras hasta que llegaron a los botes.
A la 1: 40 se terminó el stock de cohetes y con ello se desvanecieron las esperanzas de
contactar a ese buque, claramente visible a la distancia. La nave en cuestión resultó ser el
Californian, cuyo operador telegráfico había notificado horas antes a su colega del Titanic de la
presencia de hielo.
A medida que transcurría el tiempo, más se inclinaba el Titanic y el nerviosismo se apoderaba
de pasajeros y tripulantes. Sin embargo, hubo quienes se prepararon para morir con serenidad.

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El matrimonio de los ancianos Straus -dueños de la tienda Macy’s- decidió hacerlo así. La
señora Ida Straus manifestó que de ningún modo se separaría de su esposo y él, por su parte,
se negó a ocupar un lugar en un bote si todavía quedaban mujeres a bordo del Titanic. Antes
de entregarse a su destino, los Straus se aseguraron de poner a salvo a la ayuda de cámara de
Doña Ida.
El Señor Guggenheim y su valet, luego de ubicar en un bote a la amante de Don Benjamín y
a su empleada, se vistieron de frac dispuestos a morir como caballeros, lo que ilustra que en la
emergencia, el fiel Víctor también se consideraba un gentleman.
El escritor y publicista inglés W. T. Stead permaneció sentado en uno de los sillones del
Salón de primera clase, mientras que Thomas Andrews, diseñador del Titanic, prefirió el
señorial salón de fumadores, esperando su propio fin y el de su querido buque junto a la
imponente chimenea.
Washington Roebling, el gentleman driver y su amigo Stephen Blackwell, se ocuparon de
guiar a varias personas hasta la cubierta de los botes, entre ellas a la familia Wick, a quienes
habían conocido durante su viaje por Europa. En esa tarea fue que se los vio con vida por
última vez.
Henry Harris, el productor teatral, acompañó a su esposa hasta una de las embarcaciones,
hizo un comprensible intento de abordarla él también, pero Lightoller le recordó que las damas
y los niños tenían prioridad, a lo que Harris respondió con un resignado: “Ah si, por supuesto”
tras lo cual se despidió de su mujer, retrocedió unos pasos y se perdió entre la gente.
John Jacob Astor tuvo que insistirle a su esposa para que se embarcase y le dijo adiós con
un muy relajado: “Nos veremos luego.” Tras encender un cigarrillo, se dirigió a la perrera con el
propósito de liberar a su amado Kitty y a otros pobres animalitos.
Henry Harper -el de la conocida casa editora- fue mucho más afortunado. Al hallarse del
costado de la nave a cargo del más razonable Murdoch y presentarse a primera hora, logró
ponerse a salvo junto a su esposa y sus empleados, dándose el lujo de embarcar también a su
perro pekinés sin que nadie se lo objetara.
Y si continuamos con las mascotas, Margaret Hays envolvió a su pomerania en una manta y
junto a Lily Potter y Olive Earnshaw, se dirigieron a la cubierta de botes para luego abordar,
con perro y todo, el número 7.
En cambio, fue catastrófico lo que le aconteció a la canadiense familia Allison. La niñera
abordó una embarcación con Trevor en brazos sin que nadie de los Allison lo supiera y que, en
su afán de hallar al bebé, el resto de la familia no pudo abordar ningún bote. Por esta causa, el
pequeño Trevor fue el único sobreviviente de toda su familia.
El misterioso señor Hoffman acompañó a sus dos hijos hasta el último bote en dejar el
Titanic –el plegable D- y les dijo adiós. El lector recordará que Hoffman era en realidad Michel
Navratil quien había secuestrado a sus hijos para llevarlos al nuevo continente.
Bruce Ismay, presidente de la White Star Line, si bien trató de ayudar a su manera en el
descenso de los botes, se vio junto a uno que estaba siendo arriado a media capacidad y al no
haber ninguna mujer cerca, tuvo su momento de debilidad y se ubicó en él. De ese modo salvó
su vida pero no pudo preservar su honor, por cierto. Pocos días más tarde, la prensa
americana lo pulverizó.
Era patético que el presidente de la White Star (quien había decidido que el Titanic llevara
botes sólo para una fracción de sus ocupantes) se salvara mientras 1500 pasajeros y
tripulantes morían. Para peor, Ismay no viajaba solo, sino que durante la travesía lo habían
acompañado su secretario y su valet y ninguno de ellos se salvó.
Para nada deseo defender a Ismay pero, a esa altura de los acontecimientos se estaba
transitando por esa zona gris que es donde rige la otra ética, la de las emergencias. No hay

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duda que su accionar fue cobarde pero, a decir verdad, el hombre no le quitó el lugar a nadie y
sólo abordó la embarcación cuando ésta ya estaba descendiendo. Lo razonable habría sido
que –haciendo valer su cargo de presidente de la White Star Line- Ismay hubiera hecho
demorar el descenso del bote hasta colmarlo de pasajeros.
En general, el arriado de los botes del Titanic se realizó en forma desordenada. La falta de
criterio era la norma y no la excepción, quizás porque nunca se había realizado un simulacro
de abandono de la nave. No había ningún antecedente de ejercicios ni se sabía bien cuál era la
capacidad de los botes y para colmo, a veces faltaban tripulantes en condiciones de accionar
los remos mientras que en otros sobraban. Vaya como ejemplo que uno de los botes contaba
con sólo 2 tripulantes y otro con 15. Como Lightoller no permitía salvarse a los hombres,
regordetas cincuentonas como Molly Brown, débiles y refinadas señoras al estilo de Eleanor
Widener o jóvenes embarazadas como Madeleine Astor debieron convertirse en improvisadas
remeras de esas pesadas embarcaciones.
Si sumásemos la capacidad de todos los botes salvavidas, veríamos que podían albergar a
unas 1100 personas y si nada más que 700 se salvaron, imagínese Ud. con qué facilidad se
hubiese podido preservar la vida de otros 400 seres humanos.
El descenso de los botes tampoco estuvo exento de incidentes. Uno de ellos, que la película
de James Cameron muestra muy bien, ocurrió cuando el bote 13 acababa de ser arriado y se
hallaba flotando junto al Titanic con las sogas aún enganchadas. En ese momento, la succión
producida por un conducto que provenía de la sala de máquinas lo arrastró hacia atrás. Con
una diferencia de apenas pocos segundos, el bote 15 -que le seguía en dirección a popa y del
mismo lado- estaba siendo arriado. Debido al inesperado desplazamiento del 13 hacia atrás, el
número 15 se encontró descendiendo justo encima de él. Los gritos a bordo del 13 podían ser
escuchados por los ocupantes del 15 sin que éstos nada pudieran hacer. Para peor, los
tripulantes que estaban en la cubierta de botes dándole soga no se percataban de lo que
estaba ocurriendo. Sólo la decidida acción del fogonero Barrett y el marinero Hopkins -del bote
13- que seccionaron las cuerdas con sus cuchillos, evitó un desastre. La embarcación se corrió
lo suficiente como para que la que descendía le pasara a pocos centímetros.
El más grave incidente ocurrió cuando era arriado el bote número 14 al comando del quinto
oficial Lowe, un malhumorado galés de 28 años, quien más tarde fue acusado de estar ebrio
por varias de sus pasajeras.
Este bote -con su capacidad casi colmada- descendía trabajosamente cuando desde una
cubierta inferior, unos hombres que -según Lowe- por su aspecto parecían italianos, hicieron un
ademán que el quinto oficial interpretó como un intento de colarse. Con el propósito de
intimidarlos, el irascible Lowe desenfundó su revólver y sin dudar disparó al aire tres veces.
Y hablando de disparos, si el lector vio la famosa película, recordará haber observado al
primer oficial William Murdoch matar y matarse. No queda claro por qué el director James
Cameron se ensañó con él, porque es altamente improbable que así haya sucedido. Además y
por una conveniencia argumental, los guionistas lo presentaron como un personaje capaz de
aceptar un soborno por parte del villano-novio de Rose.
Este innecesario maltrato a la figura del hombre que tuvo la desgracia de estar en el peor
lugar en el momento menos apropiado y que trató a su mejor saber y entender de salvar la
nave, provocó la ira de los pobladores de Dalbeattie -su pueblo natal- y con el objeto de lavar
su buen nombre y honor, en 1998 crearon una página de Internet para narrar su vida. Tiempo
más tarde la 20th Century Fox se excusó ante ellos y se dice que Cameron donó 8.000 Dólares
a un fondo que se formó con el objeto de construirle un memorial a Murdoch.
El hecho es que, no obstante algunos testimonios de gente que no lo conocía y que en medio
del alboroto bien pudo haberlo confundido con Lowe, todo parece indicar que Murdoch no le

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disparó a nadie y en cuanto a su muerte, lo más probable es que ésta haya ocurrido en
momentos en que intentaba desplegar al plegable A y las aguas invadieron la cubierta.
A las 2 A M. el mar ya había alcanzado el nivel de la cubierta E. Ciertamente, éste era un
punto crítico ya que las mamparas que dividían los compartimientos estancos sólo llegaban
hasta el techo de la cubierta F. Al sobrepasarse ese nivel, el agua comenzaría a entrar a los
demás compartimientos -el 7, el 8, etcétera- directamente por arriba.
En lo más profundo del buque, el cuarto de calderas número 4 aún se mantenía estanco y de
ese modo proporcionaba una importante cuota de sustentación a la nave. La abrupta entrada
de agua por encima de la mampara hizo que se incrementase aún más el ritmo al que el Titanic
se inclinaba, haciendo que aquellas personas que todavía eran optimistas respecto a la suerte
del buque, cambiaran rápidamente de opinión.
Los dieciséis botes de madera y dos de los plegables de lona -el C y el D- habían
abandonado el barco y se alejaban. La única esperanza para más de mil personas eran otros
dos botes plegables -A y B- que, ubicados por encima de los camarotes de los oficiales,
parecían muy difíciles de alistar. Podríamos decir que sólo estaban allí para decir que el barco
más grande de su época excedía los reglamentos. Poner en el agua a estas dos
embarcaciones con sus eventuales ocupantes era poco menos que “Misión imposible”. Primero
había que hacerlas descender a la cubierta de botes pero, como no se había previsto
mecanismo alguno para hacerlo, en la práctica, el A y el B eran un par de objetos decorativos.
Intentando llevar el bote A desde esa ubicación a la cubierta de botes, un grupo de personas
trató de hacerlo deslizar sobre un par de remos, pero como éstos no habían sido diseñados
para soportar peso, terminaron quebrándose y el plegable cayó sobre la cubierta. El bote fue
llevado con gran premura hasta el par de pescantes más próximo, pero mientras los hombres
se ocupaban de hacerlo descender, no cayeron en cuenta de que los costados del bote no
estaban bien desplegados. Lo único que pudieron hacer fue quitar las sogas que acababan de
engancharle y subirse a él de cualquier manera.
El otro plegable, simplemente arrojado a la cubierta desde el techo del cuarto de oficiales,
cayó invertido. Al no haber tiempo para desplegarlo o tan siquiera darlo vuelta, fue arrastrado
por el mar y se convirtió así en una especie de balsa a la que se treparon veinte personas. En
esas condiciones el maltrecho bote resultó siendo la salvación de algunos tripulantes como el
segundo oficial Charles Lightoller, los cocineros Maynard y Collins y el telegrafista Harold Bride.
Dos tenaces pasajeros de primera clase alcanzaron a subirse a él: el joven Jack Thayer y el
Coronel Archibald Gracie.
Unos minutos más tarde, al no poder resistir la presión, una mampara de los compartimientos
estancos cedió abruptamente, precipitando una auténtica reacción en cadena. Fue en ese
momento que el Titanic se sacudió con violencia y una ola de casi dos metros de altura arrasó
la cubierta de botes. El torrente se llevó todo aquello que encontró a su paso y es probable que
haya dado cuenta del capitán Smith y los oficiales Murdoch y Wilde ya que nadie volvió a verlos
después. En su inexorable avance, el mar ya alcanzaba la base de la caseta de los vigías.
Las luces que hasta entonces habían estado iluminando al Titanic comenzaron a debilitarse,
un claro signo de que los maquinistas que hasta ese entonces habían mantenido estable la
provisión de electricidad habían tenido que abandonar sus puestos.
Tras desplazarse hacia popa, la orquesta de cuerdas cambió su temática por la del himno
religioso Autum y el más conocido Cerca de ti, Señor. Al percibir que al Titanic sólo le
quedaban unos minutos más a flote, Wallace Hartley relevó a sus músicos, pero ninguno de
ellos intentó salvarse, optando por acompañar al director hasta el final. Para muchas personas,
ese sublime gesto de camaradería es una de las más estremecedoras páginas que se
escribieron durante la última noche del Titanic.

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Unos instantes después de que el plegable B se hiciera a la mar y a consecuencia del ángulo
que había tomado el buque, la chimenea delantera se desgarró cerca de su base, cortó los
tensores que la retenían en su sitio y se desprendió entre chispas y crujidos, creando al caer
una fortísima ola que alejó al bote. Basándose en el mal estado en que fue encontrado su
cadáver, se supone que esa chimenea golpeó a John Jacob Astor y acabó con su vida.
El mar comenzó a irrumpir hacia el interior del buque desde las cubiertas superiores,
entrando por las puertas y ventanas a las que les destrozaba los vidrios en fracciones de
segundo. Era tal la velocidad con que el Titanic se llenaba de agua, que el torbellino arrastraba
a muchos pasajeros hacia las entrañas de la nave por el hueco de la caja de la gran escalinata.
Al inclinarse aún más el casco, las tres inmensas hélices quedaron al descubierto. El
pronunciado ángulo –de unos 20 grados- hizo que muchos objetos a bordo se desprendieran.
Los botes de salvamento se estaban alejando del Titanic y a bordo de la nave permanecían
unas 1.500 personas quienes se dirigieron por la inclinada cubierta hacia la popa. Allí, el padre
Byles organizó un grupo de oración y mientras rezaban, algunos pasajeros y finalmente el cura
también, resbalaron y golpearon contra guinches, barandas y escaleras. Todas las luces se
apagaron y el Titanic se convirtió en una mole negra que se recortaba en la penumbra.
Tanto quienes habían caído como aquellos que se habían arrojado al mar pataleaban como
podían en el agua helada. La angustia y el terrible dolor por estar congelándose les hicieron
clamar a los gritos por ayuda. Esto podía ser escuchado por quienes se hallaban a salvo en los
botes, pero ninguno de ellos regresaba.
Sorpresivamente, en medio de una lluvia de chispas, en el espacio que iba entre la tercera y
la cuarta chimenea, el Titanic comenzó a desgarrarse. La grieta se abrió desde la cubierta
superior hasta llegar a lo más profundo de la nave. En algo menos de un minuto, el buque más
grande del mundo se partió en dos.
A continuación, la parte delantera desapareció de la vista y se supone que quedó colgando,
ligada al resto de la nave por el doble fondo. En unos segundos más, se separó, emprendiendo
su derrotero hacia las profundidades. La parte posterior del Titanic, liberada del peso del
segmento anterior, disminuyó su inclinación pero poco más tarde se empinó otra vez para
colocarse en una posición más vertical en la que permaneció por un breve lapso. En ese
momento se desprendió todo lo que quedaba en el interior y lo que quedaba del casco inició su
viaje al fondo del mar. Fue curioso comprobar que no se generó la tan temida succión que se
llevaría junto con el Titanic a todo aquello que estuviese flotando en las inmediaciones.
Desde los botes de salvamento algunos sobrevivientes consultaron sus relojes. Eran las 2 y
20 de la madrugada cuando -tras dos horas y media de agonía- el orgullo de la White Star Line
dejó de existir.

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Capítulo XVI
Remando sin rumbo

¡Qué no habrían dado aquellas personas que flotaban en el mar helado por estar a bordo de
alguno de los botes de salvamento! La experiencia de hallarse luchando por la propia vida, con
el Titanic desapareciendo de la superficie por un lado y una docena y media de blancas
embarcaciones alejándose del lugar de la tragedia, debe haber sido aterradora.
Es de suponer que aquellos náufragos que ocupaban su lugar en algún bote de salvamento
estaban experimentando una horrible mezcla de culpa, alivio y dolor. Ellos eran los que por
diferentes razones habían podido obtener el salvoconducto para continuar desarrollando sus
vidas, a expensas de aquellos -en algunos casos sus seres más queridos- que estaban
viviendo sus últimos momentos.
A bordo de esas embarcaciones se desarrollaron escenas de auténtico heroísmo y también
de lo peor de la condición humana.
En el número ocho, el marinero Jones, la Condesa de Rothes y Gladys Cherry sugirieron a
las demás señoras que debían regresar a rescatar náufragos, pero la mayoría de ellas se negó
a hacerlo por temor de que al tratar de subirse al bote, quienes flotaban en el mar pudiesen
darlo vuelta. Jones dijo que prefería morir junto a aquellos que luchaban por su vida antes que
salvarse con las ocupantes del bote. Ni aún así pudo convencer a las mujeres para que
remasen en dirección a quienes clamaban por ayuda.
La condesa se ofreció para empuñar la caña del timón, aunque minutos más tarde, al ver que
la recién casada Pepita Peñasco había sufrido una crisis de nervios, le cedió el timón a su
prima Gladys para atenderla. Una vez que Pepita se serenó, la condesa “se arremangó” tomó
una pala y remó durante tres horas, ya que los marineros que tripulaban el bote eran unos
flacuchos e inexpertos camareros quienes -como acotó la Señora White al llegar a Nueva York-
ni siquiera sabían que había que colocar los remos en los toletes.
Con la excusa de que la embarcación podría darse vuelta, Hitchens -el contramaestre a
cargo del número 6- se negó a volver, enfureciendo al Mayor Peuchen y también a Molly
Brown. En el capítulo sobre ella ya hablamos de la valiente actuación de la señora de Denver y
no es necesario aquí volver a hacerlo. Sólo agregaremos que en algún momento de la noche,
el bote 16 se acercó al 6 para mantenerse junto a éste pero en el intento, lo chocó torpemente.
Hitchens quería forzar a los ocupantes del 16 a alejarse, pero el mayor Peuchen sugirió que
algunas personas se quitasen los chalecos salvavidas para ubicarlos entre ambas
embarcaciones y así se hizo.
El bote número 4 a cargo del cabo Perkis y con Madeleine Astor, Eleanor Widener y la
señora Thayer, entre otras, a cargo de los remos, regresó tímidamente y pudo rescatar del mar
helado a 5 tripulantes aunque luego 2 de ellos, murieron a bordo de la embarcación a causa de
la hipotermia.
Al mando del 14 estaba el quinto oficial Lowe, quien pensó que era mejor agrupar a los botes,
y para ello juntó al suyo con los números 10 y 12, a los que luego les agregó los plegables A y
D. Al no haberle sido desplegados los costados en su totalidad, el A si bien flotaba, tenía unos
40 centímetros de agua en su interior. Algunos de sus ocupantes tuvieron que permanecer de
pie, hasta que todos pudieron trasbordar a la flotilla de Lowe. Al dejarlo a la deriva en el mar en
el interior del A quedaron los cadáveres de tres personas. Cuando el bote 4 se les aproximó,
Lowe redistribuyó los pasajeros entre las demás embarcaciones, regresando con el 14 al lugar
en que los más desafortunados viajeros del Titanic luchaban por sobrevivir en el agua helada,
pero cuando lo hizo, ya era demasiado tarde.

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Eran ya pasadas las tres y media de la madrugada. El espectáculo que Harold Lowe
encontró fue desolador. Sus remeros apenas podían conducir el bote entre los cuerpos
congelados. Sin embargo, el intento no fue totalmente en vano ya que consiguieron rescatar
con vida a dos tripulantes y dos pasajeros. La pregunta del millón no puede ser otra que: ¿Por
qué demoró tanto en retornar el quinto oficial?
Es comprensible que no deseaba que cientos de personas rodearan su embarcación y que,
en el intento de subirse a ella, la dieran vuelta. La solución de Lowe para evitar que esto
sucediese fue hacer de Dios y esperar a que la mayoría muriese antes de que él llegara con un
bote a “rescatarlos”.
A bordo del bote número 2 el oficial Boxhall tenía en su poder varias bengalas que había
retirado del puente de mando del Titanic. Estas fueron utilizadas más tarde para que el
Carpathia pudiese distinguir a las embarcaciones en medio de la penumbra.
El bote plegable B flotaba en forma invertida, convertido en una especie de inestable balsa a
la que acudieron -entre otros- el coronel Gracie, Jack Thayer Jr, el segundo oficial Charles
Lightoller, el cocinero Maynard, el panadero Joughin y los telegrafistas Bride y Phillips. Este
último no pudo resistir las exigencias físicas y falleció a causa del frío.
Cuando los hombres ya no daban más y el bote plegable parecía estar a punto de hundirse,
Lightoller alcanzó a divisar al grupo de Boxhall, extrajo de uno de sus bolsillos un silbato y lo
sopló con las últimas energías que le quedaban. En unos minutos fueron socorridos.
Fue bastante deslucido el desempeño del tercer oficial Pitman, al comando del bote número
5. Débil de carácter en la emergencia, cedió a la negativa de algunos pasajeros de no recoger
náufragos por el temor de que éstos, en su desesperación, hiciesen volcar a la embarcación.
Es válido preguntarse si ese no era un riesgo que había que correr.
Tal vez la más escandalosa de todas las historias de esa noche tuvo lugar en el número 1
que -al igual que el 2- era más pequeño que los otros botes. Con una capacidad de 40
personas, sólo albergaba a 5 pasajeros y 7 tripulantes y es el único caso en que habían más de
estos que de aquellos. Entre los ocupantes del bote 1 estaban el millonario norteamericano
Henry Stengel y los esposos Duff Gordon, acompañados por la secretaria de Doña Lucy, la
Señorita Francatelli.
Sir Cosmo y Don Henry se profesaban una manifiesta hostilidad, y discutieron extensamente
sobre qué hacer, aunque en lo único en que ambos estuvieron de acuerdo fue en que no se
debía regresar a recoger sobrevivientes, para frustración del fogonero Hendrickson quien
insistía en que se había que volver.
En un determinado momento, haciendo gala de su tilinguería, Lady Lucy Duff Gordon,
expresó que se sentía mareada. Cuando su secretaria la atendió, Doña Lucy se lamentó de
que el vestido de noche de la señorita Francatelli había quedado en el Titanic. El tonto
comentario de Lucy provocó el enojo de los siete tripulantes quienes le hicieron notar que ellos
habían dejado todas sus pertenencias a bordo y que a partir de esa noche también se habían
quedado sin empleo.
Sir Cosmo se conmovió y no tuvo mejor idea que ofrecerles 5 Libras a cada uno de ellos para
compensarlos por su desgracia. Luego de la llegada a Nueva York, y vaya a saber por una
mentira de quién, los diarios sensacionalistas a ambos lados del Atlántico publicaron la noticia
de que Sir Cosmo Duff Gordon los había sobornado con la intención de que no retornasen a
buscar náufragos.
El primer bote de salvamento en llegar hasta el Carpathia fue el número 2 a cargo del oficial
Boxhall y el último en traspasar sus pasajeros a la nave de la Cunard fue el número 12 que,
luego de los transbordos organizados por el oficial Lowe y sobrepasando su capacidad, llevaba

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75 personas a bordo. El mar llegaba hasta un par de centímetros de su borde y sólo la falta de
oleaje evitó que ocurriera una desgracia.

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Capítulo XVII
Rescatando a los vivos y a los muertos

El Carpathia, uno de los buques de pasajeros de la Cunard Line, se hallaba a unos 100
kilómetros de distancia cuando el telegrafista Harold Cottam recibió el pedido de ayuda del
Titanic. Sin poder salir de su asombro, el hombre se dirigió al puente de mando portando el
mensaje telegráfico en sus manos.
Al leerlo, el capitán Arthur Rostron ordenó que su buque -que hacía tres días había partido
de Nueva York en sentido contrario al del Titanic- diese una vuelta en redondo para dirigirse al
lugar que indicaba el marconigrama. Como a Rostron le resultaba increíble que el Titanic
estuviese hundiéndose, le pidió a Cottam que mientras tanto confirmara el texto del mensaje.
Debido a que la velocidad máxima del Carpathia era de sólo 14 nudos, le demoraría 4 horas
llegar al lugar del siniestro y sólo podría rescatar a las personas que hubiesen abordado alguno
de los botes de salvamento.
El comandante del Carpathia puso en alerta máxima a toda su tripulación con el fin de recibir
a los náufragos. Dio la orden de preparar los salones de la nave para alojar a los pasajeros y
tripulantes del Titanic y además puso de guardia a los médicos de abordo, para que prestasen
los primeros auxilios a todos aquellos que pudiesen necesitarlos. Por último y no por ello
menos importante, les indicó a los cocineros que debían tener lista una abundante cantidad de
sopa, té y café.
Asimismo, hizo trabajar a full a todos los tripulantes asignados a la sala de máquinas. La idea
de Rostron era que si los fogoneros consiguiesen palear una mayor cantidad de carbón, se
podría generar el vapor necesario para que el buque ganase un par de nudos de velocidad.
El capitán ordenó que se alistaran los guinches del buque, de modo que pudieran izar los
botes del Titanic una vez que éstos hubiesen descargado a los náufragos. Rostron también
consiguió que los pasajeros pusiesen a disposición de la tripulación las mantas de sus camas y
por último reforzó la guardia de los vigías, porque era claro que al acercarse a la zona donde el
Titanic se había hundido, el Carpathia tendría que esquivar algunos témpanos de hielo. Y bien
que hizo el Capitán Rostron...¡Se toparon con doce icebergs!
A las cuatro de la mañana, la tripulación del Carpathia divisó en la penumbra a una de las
bengalas que lanzó el cuarto oficial Boxhall, desde el bote número 2 que estaba a su cargo. Al
poco tiempo comenzó la complicada maniobra de recibir a los sobrevivientes del Titanic, para lo
que habían estado preparándose durante la noche. Se arrojaron por la borda las escalas de
soga y una escalera de madera fue utilizada para ayudar (aunque no mucho) a que los
náufragos ingresasen al Carpathia por las puertas del casco que se utilizan normalmente
cuando un barco está en el puerto.
Cuando Boxhall abordó el Carpathia, fue recibido por el segundo oficial Bisset quien lo
condujo hasta el puente de mando, donde lo esperaba Rostron, ansioso por saber si el Titanic
aún permanecía a flote o ya se había hundido.
De a poco, los demás botes de salvamento se fueron acercando al buque de la Cunard.
Aquellas personas que por su edad o su estado no podían ascender al Carpathia por sus
propios medios fueron atadas con sogas y subidas por los marineros. Los bebés fueron
colocados en bolsas de lona.
Cuando amaneció, pudo observarse un gigantesco campo de hielo con algunos témpanos
de más de cuarenta metros de altura y quedó en evidencia la irresponsabilidad que había sido
navegar a toda máquina en esas condiciones.

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Cerca de las 8 de la mañana se dio por finalizada la tarea de recoger náufragos. Antes de
poner rumbo a Nueva York, el capitán Rostron hizo ofrendar un breve servicio religioso en
memoria de los muertos. Fue un momento muy conmovedor.
Los náufragos fueron alojados en los salones del Carpathia y algunos camarotes también
fueron utilizados para tal fin. El presidente de la White Star Line fue alojado en el camarote de
uno de los médicos. El hombre estaba mentalmente destrozado y además -para preservar su
integridad- era conveniente mantenerlo fuera del alcance de algunos pasajeros y muy
especialmente de la temible Molly Brown.
La nueva rica de Denver, haciendo uso de los cuatro idiomas que había estudiado, no
descansó un minuto siquiera, asistiendo a las pasajeras cuyos maridos habían perecido en el
naufragio. La Condesa de Rothes hizo lo mismo, tal vez con más refinamiento, pero con tanta
dedicación que hubo quienes la apodaron: “La valerosa condesita.”
Entre los rescatados, figuraban dos niños que sólo hablaban Francés y nadie parecía
ocuparse de ellos. Eran los hermanitos Navratil a quienes -como ya hemos visto- su papá había
secuestrado y luego puesto a salvo en uno de los botes. Margaret Hays, que era bilingüe,
comenzó a atenderlos y supongo que para entretenerlos les habrá prestado a su perro
pomerania al que había podido llevar en el bote de salvamento.
Cuando el Carpathia retomó la navegación, bordeó el campo de hielo y su tripulación avistó
varios icebergs más. Si algo faltaba para complicar las cosas, la nave de la Cunard debió
capear una feroz tormenta que hizo que muchos pasajeros se descompusieran.
Bien avanzada la tarde del 18 de Abril, el buque de la Cunard llegó a las proximidades del
puerto de Nueva York. Decenas de embarcaciones menores, repletas de reporteros y
camarógrafos, trataron de acercársele. En tierra firme, miles de curiosos se habían dado cita en
Battery Park, en el extremo Sur de Maniatan, para ver pasar la nave. El Carpathia primero dejó
los botes del Titanic junto al muelle de la White Star Line y recién cuando eran cerca de las 9
de la noche, amarró en la terminal de la Cunard, finalizando allí la accidentada travesía de los
algo más de 700 sobrevivientes del buque más grande y lujoso del mundo.
El presidente Taft estaba preocupado por la suerte de su asesor militar, el mayor Archibald
Butt. No se sabrá muy bien para qué, (quizás para evitar que antes de llegar a puerto Ismay y
los tripulantes del Titanic pudiesen transbordar al Cedric y regresar a Inglaterra) pero lo cierto
es que desde un día antes de llegar a Nueva York, dos cruceros de la marina de los Estados
Unidos, escoltaban al buque de la Cunard.
Nueva York estaba convulsionada por la llegada de los náufragos. Doscientos policías habían
formado un cerco alrededor del muelle para alejar a los curiosos. Los reporteros se agolpaban
en la terminal, confundiéndose con los familiares que habían llegado para reunirse con sus
seres queridos. Las autoridades de migraciones fueron inusualmente benévolas con los
candidatos a inmigrantes y en vez de internarlos en Ellis Island, donde tras rigurosos exámenes
podrían ser rechazados, los atendieron a bordo del Carpathia y de ese modo, ingresaron a los
Estados Unidos en forma casi automática. Antes de la llegada, los viajeros de primera clase del
Carpathia habían organizado un fondo de ayuda para aquellos pasajeros del Titanic que habían
perdido todo y otro fondo más los estaba esperando en tierra firme, como muestra de la
solidaridad de los neoyorquinos.
Sabiendo que cientos de cuerpos habían quedado flotando con sus chalecos salvavidas
puestos, la White Star Line contrató a dos pequeños buques normalmente utilizados en el
tendido de cables submarinos -el Mackay-Bennet y el Minia- para que se dirigiesen desde el
puerto canadiense de Halifax a la zona del naufragio. Además, se requirieron los servicios de
una importante funeraria, cuyo personal se embarcó en las naves. Los depósitos de cable

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fueron colmados de hielo, para acomodar allí a los cadáveres y retrasar el proceso de
descomposición.
Cuando concluyó el rescate, se habían podido recuperar del mar unos 300 cadáveres. Los
cuerpos cuyas identidades pudieron ser establecidas fueron embalsamados precariamente y
llevados a puerto para entregarlos a sus respectivas familias. A los inmigrantes que no tenían
parientes en los Estados Unidos les correspondió una sencilla sepultura en alguno de los
cementerios de Halifax. Los que por estar mutilados o por no contar entre sus ropas elementos
para ser identificados fueron envueltos en una lona y arrojados al mar.
Un mes después, el bote plegable A fue hallado flotando a la deriva en el mar por el buque
Oceanic de la White Star Line. En su interior -en un avanzado estado de putrefacción- estaban
los tres cadáveres con los que había sido abandonado. Dos de ellos eran tripulantes que no
pudieron ser identificados y el tercero resultó ser Thomson Beattie, uno de los muchachos de
Winnipeg que habían acompañado a la familia Fortune durante su periplo por Europa.
Pasando a hechos mucho más recientes, el lector quizás se haya enterado por los diarios de
la formidable pesquisa genética que permitió identificar al bebé que había permanecido
sepultado durante noventa años en el cementerio de Halifax. La criatura resultó ser el pequeño
Eino Panula, de un año y medio de edad, quien viajaba en tercera clase junto a su madre y sus
cuatro hermanos.
Regresando a 1912 y al Carpathia en particular, el capitán Rostron recibió el reconocimiento
unánime de la sociedad norteamericana. Como premio a su brillante acción, fue condecorado
con la Medalla al Heroísmo por el Congreso de los Estados Unidos. Un par de meses más
tarde, los sobrevivientes del Titanic lo homenajearon también. Molly Brown se trasladó desde la
lejana Denver para asistir a la ceremonia en la que le entregó al marino inglés una gran copa
de plata. Poco tiempo después, en uno de los tantos viajes del Carpathia a Nueva York,
Madeleine Force invitó a Rostron cenar en la opulenta residencia de los Astor en Nueva York.
Incluyendo el lucro cesante por cancelar una travesía y alterar las operaciones de uno de
sus transatlánticos, aranceles portuarios y alguno que otro gasto, la operatoria del rescate de
los náufragos del Titanic le costó a la Cunard -la naviera propietaria del Carpathia y rival de la
White Star Line- la friolera de 10.000 dólares de aquellos de 1912. Esa suma, hoy equivaldría
como mínimo a unos 180.000 billetes verdes, pero la Cunard Line nunca se los reclamó a la
White Star.

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Capítulo XVIII
¿Quiénes murieron?

A la hora de vivir o morir, a algunos de los ocupantes del Titanic les fue mejor que a otros.
Parecería razonable suponer que los pasajeros de primera clase fueron quienes salvaron sus
vidas en mayor proporción, seguidos luego por los de Segunda y Tercera y por último la
tripulación pero, a la luz de lo que veremos a continuación, mejor sería que no confiáramos
tanto en nuestras suposiciones.
Comenzando por la tripulación, digamos que algunos de sus miembros fueron los grandes
mártires de esa noche, manteniendo estable la generación de electricidad hasta casi el final,
cumpliendo con su deber de ayudar a los pasajeros a ubicarse en los botes sin aspirar a
ocupar un lugar en los mismos. En un marco general de mucha torpeza e improvisación, el
comportamiento de la tripulación fue el de una generosa entrega, salvo ciertas excepciones.
De un total de 876 tripulantes de sexo masculino, solamente sobrevivieron 194, es decir tan
sólo el 22 por ciento. Incluimos en esta cifra de víctimas nada menos que al capitán, al oficial
en jefe y al primer oficial. De las tripulantes de sexo femenino -las camareras- de un total de 23,
murieron solamente 3, salvándose el 87%.
Veamos ahora qué sucedió con la tercera clase que, con un total de 710 pasajeros, sufrió la
pérdida de 536 personas, es decir el 75,5 por ciento. Si los separamos para contar a los
hombres por un lado y mujeres y niños por el otro, encontraremos que de 486 hombres
murieron 417 lo que equivale a un brutal 85,8% mientras que las mujeres y los niños tuvieron
mejor suerte y hasta tal vez lleguemos a sorprendernos ya que de un total de 226 sobrevivieron
107 lo que es el 47,35 por ciento.
Podemos analizar ahora a las cifras de la segunda clase para comprobar qué bien les fue en
la emergencia a las mujeres y a los niños. De un total de 128 se salvaron 104 lo que da un muy
respetable porcentaje del 81. En cambio, los hombres de la Second Class la pasaron muy mal
aquella noche, ya que de los 157 que había a bordo, solamente sobrevivieron quince, cifra que
es un aterrador índice de 90 por ciento de fallecidos.
Si en cambio nos fijásemos en las estadísticas de la primera clase, el panorama es
completamente distinto. De un total de 156 mujeres y niños que había a bordo, se salvaron
145, un reconfortante 93 por ciento. De los 173 aristocráticos caballeros, solamente 54
perdieron su vida en el naufragio, un magro porcentaje de 31. Aquí es necesario que
recordemos que dos pasajeros de First Class, el joven Jack Thayer Jr. y el veterano Coronel
Archibald Gracie se salvaron nadando, y ligaron sus destinos a los de la tripulación, a bordo del
invertido, maltrecho y providencial bote plegable B.
Queda claro que, sin importar la clase en que se viajara, a la hora de salvar el pellejo era
preferible ser mujer que hombre, con lo que la ley no escrita del mar se cumplió cabalmente.
Por otra parte, es sorprendente que el peor caso haya sido el de los hombres de segunda
clase, porque estos señores, para sorpresa de muchos, encontraron un destino peor aún que el
de la tripulación.
Estas cifras dan por tierra con algunos mitos. A pesar de las dificultades y el maltrato que
debieron enfrentar a bordo, casi la mitad de las mujeres y los niños de tercera clase llegó con
vida a Nueva York, aunque en la mayoría de los casos haya sido como viudas o huérfanos.
La película del director James Cameron, a la que tantas veces me he referido en este libro,
plantea la cuestión en forma ambigua. Nadie podría suponer después de verla que la clase
más castigada haya sido la segunda, y es posible percibir a lo largo del film un cierto tufillo a
lucha de clases. Aquel refrán que hemos escuchado en nuestro país durante las crisis
económicas: “la clase media es la más castigada” en el caso del Titanic resultó cierto.

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Capítulo IXX
Nadie tuvo la culpa

La noticia del naufragio del Titanic conmocionó al mundo entero. Como muchos de los
pasajeros de primera clase eran destacados miembros del Establishment de los Estados
Unidos, un senador por el Estado de Michigan llamado William Smith propuso formar una
comisión investigadora para encontrar a los responsables de la catástrofe.
Obtenida la aprobación del Senado, Smith y 5 de sus colegas tomaron el primer tren a Nueva
York a fin de poder estar allí en el momento de la llegada del Carpathia. Corriendo del Capitolio
al tren y de éste al taxi, Smith pudo llegar minutos antes de que el buque de la Cunard
amarrara junto al muelle.
El senador y sus hombres ascendieron velozmente por la planchada. Lo primero que hicieron
fue notificar al deprimido Bruce Ismay -presidente de la White Star- que debía comparecer al
día siguiente ante la flamante comisión parlamentaria, a reunirse en uno de los salones del
Waldorf Astoria.
En una sucesión de audiencias que tuvieron lugar en dicho hotel y también en Washington,
declararon Charles Lightoller -el oficial de mayor jerarquía que sobrevivió- los restantes
oficiales y también el telegrafista Bride. Posteriormente testificaron los demás tripulantes y
algunos de los pasajeros. La Condesa de Rothes fue discreta y declaró ante un escribano de
Nueva York para que éste enviase la trascripción de sus dichos a la Comisión Smith.
También prestaron sus testimonios algunos hombres del Californian y por último el capitán y
el telegrafista del Carpathia.
Guglielmo Marconi fue convocado a declarar en carácter de perito, aunque antes debió
defenderse de la acusación de haberles sugerido a los telegrafistas Bride y Cottam del Titanic y
el Carpathia respectivamente -que eran empleados de su compañía- de guardar silencio ante la
prensa en general, para luego venderle sus historias al New York Times.
Los tripulantes del Titanic no estaban muy dispuestos a hablar. Es probable que algunos
sintieran algún tipo de culpa por su accionar durante esa noche. Nunca se comprometieron con
sus declaraciones y como es comprensible, trataron también de conservar sus empleos. Por
otra parte, como el Titanic era un buque registrado en Inglaterra y se había hundido en aguas
internacionales, la competencia de la Comisión Smith en el asunto era más que dudosa.
Durante las audiencias, el segundo oficial Charles Lightoller defendió a muerte la figura del
acosado Bruce Ismay. El oficial Boxhall no pudo decir con certeza cuántos botes tenía el buque
porque “Nunca los había contado”. El quinto oficial Harold Lowe –de bastante mal carácter-
discutió interminablemente con el Senador Smith sin poder explicar por qué esperó casi una
hora antes de regresar a buscar sobrevivientes. El telegrafista Bride no aclaró por qué su
compañero Jack Phillips maltrató al operador del Frankfurt con quien había establecido
contacto antes que con el Carpathia, sin siquiera averiguar a qué distancia se hallaba el buque
alemán. Bruce Ismay se cuidó al extremo en sus declaraciones y con actitud de inocencia
respondió a una infinidad de preguntas durante el interrogatorio al que fue sometido.
El 2 de Mayo de 1912 y ya del otro lado del Atlántico, comenzó la investigación a cargo de
Lord Mersey, un juez de la suprema corte inglesa. Ante él testificaron nuevamente los
tripulantes del Titanic, quienes habían regresado a Inglaterra unos días antes a bordo del
Lapland de la Red Star Line.
Al poco tiempo de iniciadas las audiencias inglesas, Mersey realizó dos visitas al Olympic
para interiorizarse de las características del Titanic y de ese modo comprender los dichos de
los testigos.

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Mersey hizo testificar al ingeniero Alexander Carslile, ex-diseñador en jefe de los astilleros
Harland & Wolff y a un arquitecto naval que prestaba servicios para la Cunard.
Declararon el ex-capitán del Mauretania y también uno de los miembros de la Junta de
Comercio, el ente burocrático inglés responsable de la norma del año 1894 que fijaba la
cantidad de botes de salvamento que debían llevar los buques mercantes.
Fue interesante la opinión del ex-capitán del Mauretania, John Pritchard, quien afirmó que su
buque era más seguro que al Titanic, al estar dividido en compartimientos estancos
transversales y longitudinales. Pritchard agregó que, de haberse encontrado en una situación
similar, habría ordenado inundar parte de la popa para disminuir la inclinación del Titanic, con
lo cual quizás la nave hubiese permanecido más tiempo a flote.
También aportó su valiosa opinión el explorador polar Ernst Shackleton, quien expresó que la
falta de largavistas no era tan grave ya que, para avistar a los icebergs, lo mejor era apostar un
par de hombres a proa, casi al nivel de la superficie del mar. Shackleton agregó que, si bien
comprendía los usos y costumbres de las compañías de navegación, la mejor protección contra
los témpanos consistía en reducir la velocidad.
En términos generales, las conclusiones de las dos comisiones fueron bastante similares,
aunque sus intenciones quizás hayan sido diferentes. Podríamos decir que la estadounidense
quiso encontrar culpables y la inglesa procuró averiguar qué había sucedido. Básicamente,
ambos informes no acusan al Capitán Smith de negligencia sino de haber cometido un error, no
adjudicándole responsabilidad por la tragedia a la White Star Line.
Quizás lo más importante haya sido que, luego de tantas audiencias y testimonios, la
empresa propietaria del Titanic se vio liberada de tener que pagar abultadas compensaciones
que la hubiesen llevado directamente a la bancarrota.
A decir verdad, la práctica usual era navegar a toda velocidad si la visibilidad lo permitía y la
realidad era que la mayoría de los paquebotes contaban con botes salvavidas para sólo una
parte de las personas a bordo. Por lo tanto, si en el caso del naufragio del Titanic se hizo lo que
todos hacían, salvo el hecho de que el capitán ignoró los avisos de hielo y si tanto Smith,
Phillips y Murdoch habían fallecido, el responsable no parecía ser otro que Bruce Ismay, más
que nada por el hecho de haberse salvado.
Ismay se defendió con uñas y dientes, diciendo que nunca había interferido en las
decisiones de Smith, ya que él era sólo un pasajero más. (¿Quién podría haberle creído?)
De algún modo Lord Mersey defendió la postura del presidente de la White Star al expresar
que Ismay no hizo mal al abordar un bote de salvamento semivacío si no había nadie a la vista
que pudiese ocupar ese lugar.
Lord Mersey también limpió el buen nombre y honor de Sir Cosmo Duff Gordon, pero ya era
demasiado tarde. La opinión pública lo había condenado.
Luego de las audiencias y a pesar de las controversias que despertaron algunos testimonios,
podemos afirmar que esta tragedia fue un verdadero hito, un caso piloto duro y aleccionador,
que sirvió para que la seguridad en el mar fuese tomada seriamente. El naufragio del Titanic es
el resultado de una política de hacer todo a medias que el 14 de Abril de 1912 se cruzó con la
famosa Ley de Murphy.
El buque estaba dividido en compartimientos estancos transversales pero las mamparas no
llegaban hasta las cubiertas superiores y no habían divisiones longitudinales. Poseía doble
fondo, pero éste no se extendía por los costados hasta la línea de flotación, como hubiera sido
necesario. La nave de la White Star tenía instalados los mejores pescantes para botes
salvavidas del mundo, a los que podían serle instalados dos embarcaciones sin que hiciese
falta modificación alguna y con unas mínimas reformas podían servir hasta para tres. Las
bondades de estos pescantes habían sido expuestas ante el público en una “demo” que tuvo

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lugar en la Institutuion of Naval Architects. El fabricante de éstos, el sueco Axel Devlin, declaró
que su diseño tenía en cuenta que la norma inglesa de 1894 alguna vez tendría que ser
modificada. La cantidad de botes era irrisoria pero, como la ley no lo obligaba, a los directivos
de la White Star no les pareció necesario ir más allá de los reglamentos.
Me parece que –al menos nosotros- hemos encontrado a los culpables.

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CAPITULO XX
Algunas consecuencias del naufragio

Saturadas las líneas telefónicas de la White Star Line en Nueva York, a los familiares de los
pasajeros de primera clase no les quedó otro remedio que dirigirse a la sede de la compañía
con la esperanza –algo remota por cierto- de saber de la suerte corrida por sus seres queridos.
El hijo de Astor se presentó en las oficinas y fue cortésmente recibido por Mr. Franklin -el
vicepresidente de la IMM- quien, poco y nada pudo informarle a Vincent. Poco después
también apareció por allí el padre de la joven esposa de Astor, Madeleine Force.
Los cronistas de los diarios montaron guardia en el lugar y –como siempre sucede- los
curiosos también se acercaron a las oficinas de la White Star. Los periódicos neoyorquinos
habían agotado sus tiradas y en busca de información, la gente se agolpaba frente a sus
redacciones para leer las pizarras con las noticias, que eran muy escasas.
En Wall Street, las acciones del holding IMM, propietario de la White Star Line, se
desplomaron en medio de una rueda inusual. Daba la sensación de que los operadores se
habían olvidado de los negocios ese día.
Al otro lado del Atlántico, había gran preocupación de parte de los directivos del Lloyds, la
compañía aseguradora del Titanic. En el centro de Londres, los familiares de los pasajeros
rodeaban las oficinas de la White Star. Algo similar sucedía en Southampton, ya que la mayoría
de la tripulación del Titanic había sido reclutada allí. Al no poder saberse quiénes habían
sobrevivido y quiénes no, la incertidumbre acrecentaba la angustia de la gente.
Las oficinas de la White Star en Paris también se vieron desbordadas, no tanto por
franceses, ya que había muy pocos a bordo, sino por los norteamericanos interesados en
conocer la suerte de sus allegados.
Se celebraron oficios religiosos en la Iglesia de Santa María en Southampton -donde asistió
la viuda del Capitán Smith- en la Catedral de San Pablo en Londres, en San Patricio en Nueva
York y en la Madeleine en Paris. La solemne misa de St. Paul’s contó con una asistencia
multitudinaria. Embajadores y diplomáticos de numerosos países de Europa se hicieron
presentes. De Sudamérica asistieron los representantes de Bolivia, Chile, Uruguay y Argentina.
Alexander Carlslile, el legendario diseñador del astillero Harland & Wolff, apodado en el
ámbito de la construcción naval “El padre del Titanic” no pudo mantener la compostura durante
el oficio y sufrió una descompensación.
El 24 de Abril los músicos del Titanic recibieron su homenaje en el Royal Albert Hall de
Londres donde se ofreció un concierto con la participación de siete orquestas. Antes de
finalizar se ejecutó el himno “Cerca de tí, mi Dios” el mismo que se escuchó en la inclinada
cubierta de botes del Titanic.
A bordo del Olympic, que en el momento del naufragio del Titanic se hallaba navegando en
sentido contrario al de éste, la noticia cayó como una bomba. Los pasajeros de primera clase
organizaron un fondo de asistencia a los familiares de las víctimas y como expresión de duelo,
la orquesta dejó de ejecutar música y se realizó un oficio religioso.
Una vez llegado a Southampton, 300 tripulantes del gemelo del Titanic se negaron a prestar
servicio porque la nave no estaba equipada con suficientes botes. La compañía trató solucionar
el tema agregando plegables de lona -que el Capitán Haddock probó ante la prensa- pero los
marineros los rechazaron, exigiendo botes de madera. La White Star los denunció por
amotinamiento, transfirió los pasajeros al Baltic y el correo al Mauretania. Conseguir
reemplazantes le llevó varios días y arduas negociaciones. En vista de las falencias de diseño
del Titanic, al poco tiempo el Olympic ingresó a los astilleros de Belfast para ser modificado.

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Un año después, en un anuncio de la White Star, informando de la partida del Olympic del 25
de Abril de 1913 desde Nueva York a Europa -aviso que fue publicado en varios periódicos
estadounidenses- podía leerse esta curiosa frase: “Equipado con doble casco y
compartimientos estancos desde el fondo al tope del casco.” Al respecto, hace unos 10 años,
en una visita que realicé al Museo de Ciencias de Londres, pude ver una maqueta del Olympic
que lo mostraba en su configuración post-Titanic, atiborrado de botes de salvamento.
Mientras tenían lugar las audiencias en el Waldorf Astoria de Nueva York, Bruce Ismay dio
instrucciones de equipar a la totalidad de los buques de la IMM con los botes que fuesen
necesarios a fin de que a nadie a bordo le faltase su lugar.
Poco tiempo después, los ingleses modificaron el absurdo reglamento que establecía que
todo buque de más de 10.000 toneladas debía estar equipado con 16 botes salvavidas sin
tener en cuenta la cantidad de personas a bordo. En 1894 a la British Board of Trade -algo así
como la Junta de Comercio- le había parecido suficiente, ya que casi ningún barco excedía ese
tonelaje. Mucho más sencillo y seguro por cierto, era exigir botes para todos.
Como curándose en salud, los Estados Unidos dictaron luego una exigencia que establecía
que cualquier buque que entrase a puertos norteamericanos debía estar equipado a full con
botes de salvamento.
Para poder subsanar las deficiencias y uniformar los requerimientos, en 1913 se reunió en
Londres la Primera Convención Internacional de Seguridad en el Mar, que impuso a nivel
mundial la ley de “botes para todos.” Hasta el momento del naufragio que nos ocupa, en la
mayoría de los buques los operadores desconectaban el equipo y descansaban durante la
noche. En consecuencia, los buques quedaban incomunicados durante horas. Harold Cottam,
el operador del Carpathia, escuchó el mensaje del Titanic de pura casualidad porque mientras
se desvestía para acostarse, aún tenía los auriculares puestos. La Convención fue muy severa.
Impuso una guardia las 24 horas en la cabina del telégrafo de todos los buques mercantes,
para evitar la repetición del caso de tener al Californian a la vista y no poder contactarlo.
El importante rol que cumplió el telégrafo de Marconi en el naufragio del Titanic fue decisivo
para que el mundo entero se percatase de las bondades de la telegrafía en el mar. Hasta ese
entonces, solamente 250 buques en todo el mundo habían sido equipados con equipos de
radio. A partir de ese momento, como no podía ser de otro modo, la Marconi Wireless recibió
un aluvión de pedidos.
En 1914 fue creada la Patrulla Internacional de Hielo, con buques dedicados a informar sobre
los témpanos y sus movimientos. Hoy en día, la citada patrulla cuenta con una flota de aviones
Hércules provistos por el Servicio de Guardacostas de los Estados Unidos. Volando a baja
altura, los C-130 arrojan al mar unos sensores que miden la intensidad de las corrientes y de
ese modo -computadora mediante- puede realizarse el seguimiento de la trayectoria de un
iceberg antes de derretirse.
Ante el reclamo de los viajeros se convino que en el Invierno y la Primavera los buques
mercantes siguieran una ruta diferente de la del Verano, navegando algo más al Sur.
Stanley Lord -el indolente capitán del Californian- se convirtió en una especie de chivo
expiatorio y fue despedido por la Leyland Line.
Bruce Ismay se retiró de la White Star poco tiempo después del naufragio. Vivió el resto de
su vida en su casa del Sur de Irlanda llevando una existencia casi anónima. A consecuencia de
severos problemas circulatorios, en 1936 le amputaron una pierna y al año siguiente murió.
Una curiosa derivación de la tragedia del Titanic fue que las activistas del feminismo
estadounidense tenían programada para el 4 de Mayo de 1912 una marcha por la 5ª Avenida
de Nueva York, demandando igualdad de derechos. El naufragio del buque de la White Star no
favoreció la causa ya que por la prensa norteamericana había destacado hasta el hartazgo la

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galantería y el sacrificio de los hombres al cederle sus lugares en los botes a las mujeres. La
catástrofe fue utilizada políticamente, tanto por los hombres anti-sufragistas, como por las
feministas, las que a su vez querían diferenciarse de quienes sólo luchaban por su merecido
derecho al voto. En medio de controversias que hicieron peligrar su realización, la marcha
finalmente tuvo lugar. Se estimó en su momento que participaron unas 15.000 mujeres, pero es
de suponer que, de no haber habido un Titanic de por medio, habrían sido muchas más.
Una valiosa consecuencia de la pérdida del Titanic haya sido el fin de la complacencia y la
soberbia. A partir del 15 de Abril de 1912 el tema de la seguridad en el mar fue tomado con
riedad ya que –ni remotamente- alguien podía soñar con un buque insumergible.

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Capítulo XXI
La vida después del Titanic

Una experiencia tan dramática como la del hundimiento del Titanic no se sobrelleva fácilmente.
Las imágenes y los sonidos de aquella noche deben haber acompañado a los sobrevivientes
durante muchos años y en muchos casos los náufragos habrán sentido la culpa de haber
sobrevivido. Familias enteras quedaron devastadas y continuar viviendo debe haber sido la
gran tarea del resto de sus días.
La Psicología aún estaba lejos de ofrecer la ayuda que hoy puede brindar a cualquiera de
nosotros. Si en nuestros días, para perder diez kilos de peso o dejar de fumar hay quien
recurre a grupos de ayuda, imagínese que necesaria habría sido la terapia para aquellos
náufragos. Pero, en el lejano 1912, no quedaba más remedio que dejar pasar el tiempo con la
esperanza de que su poder sanador hiciese el milagro de dejar atrás as vivencias de aquella
noche. Sin embargo, el poder de recuperación que exhibieron algunos sobrevivientes fue
asombroso. A continuación veremos qué fue de algunos de los pasajeros y pasajeras con
posterioridad al naufragio.
Comencemos con Madeleine Force, la viuda de John Jacob Astor, de quien algo hablamos
con anterioridad. Su segundo marido -William Dick- era un próspero banquero y el estilo de
vida de Madeleine no se vio tan afectado. En 1933 se divorció de Dick y volvió a casarse con
un boxeador italiano 14 años más joven que ella. En 1938 Maddy lo abandonó y nunca más
volvió a contraer matrimonio. En 1943 mientras Madeleine se hallaba en su bonita residencia
de Palm Beach sufrió un ataque cardíaco y falleció a la joven edad de 50 años.
Billy Carter –quien llevaba su Renault a bordo del Titanic- salvó su vida, pero no pudo evitar
que su esposa le pidiera el divorcio “debido a su comportamiento durante el naufragio”(sic).
Esa noche, Billy la despertó y la hizo vestir con urgencia, instándola a buscar lugar para ella y
sus hijos en un bote de salvamento. Mientras la señora Carter creía que era la viuda de un
héroe, lo encontró “vivito y coleando” en el Carpathia. La señora sostuvo que Billy se había
salvado antes que toda su familia. Era una acusación imposible de comprobar pero que en su
momento fue la comidilla de la prensa amarilla.
La señora Ryerson, quien regresaba a Filadelfia enterrar a su hijo, tuvo que postergar el
funeral unos días, pero cuando éste tuvo lugar, Mrs. Ryerson además era viuda. Sin embargo,
la señora se recuperó del dolor sufrido y en 1927 se casó nuevamente. En 1939 falleció
mientras se hallaba de vacaciones en el Uruguay disfrutando de las bonitas playas de
Montevideo. Su hija Susan, quien también viajaba en el Titanic, se enlistó como enfermera al
llegar la guerra y al término de ésta, fue condecorada por el mismísimo Mariscal Petain. En
1921 murió a causa de una apendicitis.
El coronel Gracie nunca pudo reponerse físicamente de aquellas horas que pasó a la
intemperie, trepado al plegable B y sólo vivió seis meses más. Sin embargo, a un fino
historiador como él, ese lapso le alcanzó para relatar su experiencia en un libro al que llamó
“La verdad sobre el Titanic” que recién vio la luz después de su muerte.
La señora Harris, devenida en la viuda de un productor teatral, tomó el lugar de su esposo y
tuvo éxito en el Show Business pero el crack de 1929 la dejó en la ruina. Desafortunada en los
negocios pero afortunada en el amor, la viuda de Harris se casó cuatro veces más.
Cuando el joven Jack Thayer Jr llegó al Carpathia, encontró a su madre con vida pero no a
su padre. Ello le causó un dolor del que nunca pudo recuperarse. Con el tiempo Jack se graduó
de abogado, trabajó en un banco y en un estudio de Filadelfia para regresar a la Universidad
como tesorero. Su madre falleció exactamente 32 años después del naufragio, el 14 de Abril de
1944. Al poco tiempo, uno de los hijos de Jack que se había enlistado como aviador durante la

71
Segunda Guerra Mundial fue derribado por el enemigo y falleció. A Thayer le fue imposible
recuperarse de esa pérdida y en Septiembre de 1945 se suicidó cortándose las venas.
Lucile Duff Gordon se volvió tan conocida que sus clientas abarrotaban su boutique de
Nueva York, ubicada a pocos pasos de la Quinta Avenida y a metros del viejo Waldorf Astoria.
Desatada la guerra, los ricos no pudieron viajar a Europa y las boutiques de Lucy en Nueva
York y Chicago se convirtieron en la alternativa más “chic.” En 1932 Lucy publicó: “Discreciones
e Indiscreciones” algo así como sus memorias. Esta señora parecía un personaje de aquella
película italiana llamada “Los Monstruos.” A bordo del Carpathia se hizo fotografiar junto a los
tripulantes con quienes había compartido el bote y les hizo firmar su chaleco salvavidas. No
conforme aún, no bien se instaló en el hotel Ritz de Nueva York celebró una gran fiesta
mientras el mundo lloraba la pérdida de 1500 vidas.
La imagen pública de Sir Cosmo Duff Gordon -el marido de Lucy- nunca pudo recuperarse
del feroz ensañamiento hacia su persona de algunos medios de prensa ingleses y
norteamericanos. A pesar de los injustificados ataques la vida privada de Sir Cosmo siguió
desarrollándose sin mayores inconvenientes.
La Señora Cardeza, quien ya había perdido a su marido, continuó su despreocupada vida de
viuda alegre y falleció en 1939. Charlotte era una consagrada yatchswoman que llegó a dar la
vuelta al mundo en su propio yate. Su hijo -quien la acompañaba en el Titanic y también
sobrevivió al naufragio- fue luego un importante banquero de Filadelfia.
Eleanor Widener, devastada por la pérdida simultánea de su esposo y su hijo, hizo de tripas
corazón y 15 días después del naufragio asistió a la boda de su hija. Al poco tiempo donó la
colección de libros del joven Harry a la Universidad de Harvard y además, el edificio para
contenerlos. El legado de Eleanor es la formidable biblioteca llamada Harry Elkins Widener
Memorial Library, que perpetúa la memoria de su querido hijo.
En 1914 Eleanor Widener inauguró “Miramar” la mansión en Newport que el desafortunado
George había encargado al célebre arquitecto Horace Trumbauer. Al año siguiente Eleanor
contrajo matrimonio con el geógrafo y explorador Alexander Rice a quien acompañó en sus
viajes. La admirable viuda de Widener murió en 1937 cuando se hallaba en Paris.
La Condesa de Rothes pudo reunirse con su marido en Nueva York. Tras recuperarse del
esfuerzo de remar durante la noche del naufragio, lo acompañó en su viaje a California. El
mutuo aprecio que se generó entre ella y el marinero Jones a bordo del bote número 8 hizo que
mantuvieran correspondencia durante muchos años. Su marido murió en 1925 y la aún bonita
Noelle volvió a casarse, esta vez con un coronel del ejército inglés. Falleció en 1956.
Winnie Trout no regresó a Inglaterra y se quedó a vivir su versión del sueño americano en
los Estados Unidos. Al comienzo estuvo radicada en Massachussetts pero algunos años más
tarde se mudó a California. Se casó tres veces y vivió hasta los 100 años.
Las bellas hermanas Fortune, de Winnipeg, sufrieron la irreparable pérdida de su padre y su
hermano en el naufragio. Pasado el duelo, unos pocos años más tarde, su madre pudo cumplir
el sueño de ver casadas a las tres. Sin embargo, Alice no contrajo matrimonio con el joven
Sloper quien la cortejaba a bordo del Titanic.
Margaret Hays llevó a los hermanitos Navratil a su departamento de Nueva York hasta que la
White Star transportó desde Francia a la madre de los niños, quien se había enterado de los
huerfanitos del Titanic por los diarios. Maggie no se casó con Gilbert Tucker –quien le
“arrastraba el ala” a bordo del Titanic- sino con Charles Easton, un médico de Providence,
Rhode Island. Easton falleció en 1934 y Margaret en 1956 nada más ni nada menos que en
Buenos Aires, mientras se hallaba de vacaciones con su hija y su nieta.
El Mayor Arthur Peuchen debió enfrentar las críticas de los tabloides canadienses, por
haberse salvado ofreciendo sus habilidades de yatchsman al segundo oficial Lightoller. Llegada

72
la guerra, Peuchen dejó los negocios y fue a pelear la Gran Guerra a Europa. La suerte lo
acompañó una vez más y regresó sano y salvo. Peuchen murió en Toronto en 1929.
En cuanto a la tripulación, algunos marineros fueron asignados al Britannic –gemelo del
Titanic- convertido en buque hospital- y créase o no...volvieron a naufragar. Es curioso el caso
de Violet Jessop, una joven camarera de primera clase que al llegar la guerra decidió servir a
Inglaterra como enfermera. Le correspondió como destino el malogrado Britannic, pero Violeta
era una chica con suerte y sobrevivió a otro naufragio.
Al vigía Frederick Fleet le fue difícil elaborar lo vivido aquella fatídica noche. En los años
sesenta se lo solía ver vendiendo diarios en una esquina de Southampton hasta que un día,
presa de la depresión, se quitó la vida.
Lamentablemente, los oficiales del Titanic que sobrevivieron al naufragio no pudieron
avanzar mucho en sus carreras de marinos y ninguno de ellos llegó a ser capitán.
El quinto oficial Harold Lowe, el malhumorado galés quien sin embargo tuvo una actuación
destacada, fue ascendido a tercer oficial del Medic que, al compararlo con el Titanic, daba risa.
Como la paciencia no era una virtud que cultivara, luego de la guerra Lowe abandonó la marina
y se fue a vivir a su Gales natal.
Pitman -el tercer oficial- tuvo problemas con su vista, y debió conformarse con servir en la
oficina del comisario de abordo, llegando a hacerlo en el gigantesco Queen Mary.
El cuarto oficial Boxhall ascendió hasta ser el primer oficial del Aquitania cuando la Cunard
absorbió a la White Star. A fines de los años cincuenta, fue asesor técnico en la filmación de la
película inglesa “La última noche del Titanic.” En 1967, sabiendo que estaba por morir, Boxhall
pidió ser cremado y que sus cenizas se arrojaran al mar, en el lugar del naufragio.
El segundo oficial Lightoller fue promovido a oficial en jefe del modesto Celtic. Durante la
Primera Guerra Mundial sirvió dignamente en la marina y al volver la paz, viendo que su lealtad
a la compañía de nada le había servido, se retiró a vivir en su granja en la más agradable
compañía de pollos y cerdos. En 1940 Charles Lightoller pudo demostrar que tenía pasta de
héroe. Cuando el ejército expedicionario inglés se retiraba como podía de las playas de
Dunkerque, escuchó por la BBC el pedido del primer ministro Winston Churchill de acudir en
auxilio de las tropas británicas, Lightoller se hizo a la mar con su yate a motor llamado
“Sundowner” y llevó de regreso a su país a más de 100 soldados que huían del avance de las
tropas nazis.

73
CAPITULO XXII
Toros, tango y tequila

La historia del Titanic en un principio fue inglesa, luego se convirtió en norteamericana y


finalmente adquierió dimensión mundial. Desde hace cien años, el mundo entero la ha
asociado, sea con millonarios de los Estados Unidos o inmigrantes de tercera clase pero...¿Y si
le cuento que a bordo del buque más famoso de la historia, había gente que hablaba la lengua
de Cervantes?
Comenzaré con nuestro compatriota, Edgardo Samuel Andrew, un muchacho nacido en un
campo cercano a Rio Cuarto, que administraba su padre inglés. El joven argentino estudiaba
en el país de sus antepasados y estaba viajando en segunda clase desde Inglaterra a Nueva
York para asistir al casamiento de su hermano Eduardo con una norteamericana, ceremonia
que iba a tener lugar en Nueva Jersey. Fue así que Edgardo, de escasos 20 años, a pesar de
que no quería embarcarse en el Titanic tuvo que hacerlo. La última persona que lo vio con vida
fue su compañera de mesa en el comedor, Winnie Trout quien, en medio de la confusión
reinante, se cruzó con él en un pasillo de la segunda clase.
Los pasajeros uruguayos Francisco y José Carrau, al igual que Don Ramón Artagaveytia no
eran pasajeros de tercera como nuestro imaginario héroe Jack Dawson, sino que se codearon
con los Astor, Benjamín Guggenheim y la mismísima Molly Brown, en la opulenta First Class
del Titanic. Lamentablemente, James Cameron no pensó en ellos cuando rodó su película, ya
que hubiese sido lindo que Kate Winslet se los hubiese señalado a Leonardo Dicaprio cuando
éste asistió a esa inverosímil cena en el comedor de primera clase. Rose podría haberle dicho
a Jack: “These gentlemen are prominent people from Montevideo.”
Recurriendo a mis conexiones orientales, le puedo contar que Francisco y José Pedro
Carrau, de 28 y 17 años respectivamente, eran primos hermanos. Francisco trabajaba en la
conocida firma Carrau y Cia. de Montevideo, dedicada al comercio de importación y
exportación. A pesar de su juventud, “Paco” Carrau se hallaba al frente de la empresa y en
ocasión de un viaje de negocios a Europa y los Estados Unidos, decidió invitar a José Pedro
para mostrarle el mundo. Se embarcaron en un buque de bandera alemana en dirección al
viejo continente. Para el cruce a Nueva York desde Southampton, Francisco no tuvo mejor idea
que comprar pasajes en el Titanic para no perderse el acontecimiento naviero del año y ese fue
un error que pagó con su vida y la de su joven primo. Hay un testimonio de la Señora White
quien dijo haberlos visto muy serenos en la cubierta, confiados en que el Titanic no corría
peligro. Sus cuerpos nunca fueron hallados y por lo tanto, figuran como desaparecidos.
Ramón Artagaveytia, un hombre de 72 años al momento del naufragio, era un importante
hacendado. Un hombre de dos orillas -como se dice en el Uruguay- poseía junto con su
hermano una estancia en Argentina, situada cerca de Guaminí, Provincia de Buenos Aires.
Hombre culto y cosmopolita, Don Ramón solía viajar con frecuencia.
En 1871, en ocasión de un cruce del Rio de la Plata a bordo del América, Artagaveytia sufrió
por primera vez la terrible experiencia de un naufragio. A poco de dejar el puerto de
Montevideo, la nave fue consumida por las llamas y en el desastre perecieron unas trescientas
personas.
Un hombre joven por ese entonces, Artagaveytia también era un excelente nadador y pudo
llegar hasta la costa. El recuerdo del incendio y posterior naufragio del “Vapor de la Carrera”
como se llamaba el servicio entre las dos capitales del Plata, lo marcó profundamente y vivió
durante cuarenta años atormentado por esa tragedia. Sin embargo, ello no le impidió seguir
viajando y con un admirable espíritu de superación, continuó embarcándose en sucesivas
ocasiones.

74
En 1912 Don Ramón emprendió un viaje de placer a Europa, para visitar en Alemania a su
sobrino Aurelio Arocena quien era el cónsul uruguayo en Berlin. Luego se dirigió a Paris para
encontrarse con otro sobrino, Mario Artagaveytia, quien estudiaba medicina en Francia.
Como hubiese hecho cualquier buen tío, Don Ramón invitó a Mario a que lo acompañase a
Nueva York viajando en el Titanic, pero el muchacho no quiso interrumpir su carrera y se quedó
en Paris estudiando. Gracias a su dedicación por los libros, Mario salvó su vida. Lamentando
que su sobrino no lo acompañara, Artagaveytia tomó el tren especial a Cherburgo y allí junto
con los Astor, Washington Roebling y tantos otros, abordó el buque auxiliar que los llevó hasta
el Titanic que, como ya vimos, por ser demasiado grande, no podía entrar a ese puerto francés.
¿Se imagina Ud. cuando Don Ramón se encontró con los primos Carrau? No sé cuantos
habitantes tendría el Uruguay en 1912 pero que tres montevideanos se hallasen a bordo fue
una coincidencia o un error estadístico que hace honor al conocido dicho oriental: “los
uruguayos son pocos, pero están en todas partes.”
Al igual que otros pasajeros, los tres uruguayos y el argentino emplearon el tiempo que
demoró el trayecto entre Cherburgo y Queenston para escribir cartas a sus seres queridos en
papel con membrete de la nave, las que fueron procesadas en el cuarto de correspondencia
del Titanic y luego despachadas desde Irlanda. En el caso de estos cuatro sudamericanos, sus
familiares las recibieron cuando ya sabían que habían muerto. Hace unos años, gracias a su
sobrino-nieto, el Doctor Ernesto Carrau, tuve oportunidad de leer la carta que Paco le envió a
su familia y quedé muy conmovido.
A diferencia de lo sucedido con Andrew y los Carrau, el cadáver de Don Ramón Artagaveytia
pudo ser recuperado. El día 22 de Abril, la tripulación del MacKay-Bennet lo halló flotando en
las aguas del Atlántico. Su reloj de bolsillo, en cuyo dorso se hallaba grabado su nombre, sirvió
para identificarlo. El cónsul del Uruguay en Nueva York viajó hasta Halifax para hacerse cargo
de sus restos, los que llegaron a Montevideo el 18 de Junio de 1912.
¿Recuerda el lector a Violet Jessop, la camarera que sobrevivió a dos naufragios? No lo va a
poder creer, pero esta chica había nacido en la Provincia de Buenos Aires. Violeta era hija de
irlandeses y vivió sucesivamente en Bahía Blanca, Buenos Aires y Mendoza. Mientras residía
en esta última ciudad, su padre falleció. Al no tener familiares en Argentina, la mamá de Violeta
decidió volver a Inglaterra y así fue como la adolescente Jessop dejó la tierra que la vio nacer.
Unos años después, se incorporó como camarera de la Royal Mail Lines y luego pasó a la
White Star, que la destinó primero al Olympic y como premio a su excelente desempeño, la
transfirió al Titanic. Años más tarde Voleta volvió a trabajar para la Royal Mail Lines. Al
momento de jubilarse -en los años cincuenta- era tripulante del magnífico transatlántico Andes,
que cubría la ruta de Inglaterra al Brasil y el Rio de la Plata.
Y...como dirían en México: ahorita mismo nos ocuparemos del pasajero mexicano del
Titanic. Manuel Uruchurtu había nacido en 1872 en Hermosillo, México, en el seno de una
acaudalada familia. Cursó sus estudios en la ciudad de México, alcanzando el título de
abogado.(o licenciado, como se dice allí) Se casó con Gertrudis Caraza, una dama de la alta
sociedad, quien le dio siete hijos. Durante el gobierno de Porfirio Diaz, la figura de Don Manuel
adquirió notoriedad en el ambiente de la política, llegando a ser diputado.
En 1911 Diaz y parte de su entorno tuvieron que asilarse en Paris. En febrero de 1912 Don
Manuel decidió viajar a Francia para visitar a su amigo, el General Ramón Corral y muy
probablemente a Diaz también.
Durante todo Marzo de 1912 Uruchurtu y Corral conversaron extensamente sobre la
cambiante realidad mexicana, pero para finales de mes y extrañando a su familia, Don Manuel
decidió regresar a México. La ruta a su querida tierra requería que pasase primero por Nueva
York para luego transbordar a otra nave que lo llevaría al puerto de Veracruz. Don Manuel

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había adquirido su pasaje para el viaje inaugural del transatlántico France que debía partir de
Cherburgo el 20 de Abril. Viendo que Uruchurtu estaba ansioso de volver a México, Guillermo
Obregón -yerno del General Corral- que también tenía planeado volver a su país, le ofreció su
lugar en el Titanic para que Manuel pudiese ganar unos días. El 10 de Abril, Uruchurtu
abandonó su habitación del Grand Hotel y se dirigió a la Gare de Saint Lazare a tomar el Train
Trasatlantique junto con Molly Brown, los Straus y Ramón Artagaveytia.
La noche del naufragio Uruchurtu se acercó al bote número 11 y para su sorpresa, pudo
abordarlo sin contratiempo alguno. En esas circunstancias, una pasajera de segunda clase
llegó junto a la embarcación que estaba a punto de ser arriada. Los tripulantes que se
ocupaban del bote consideraron que éste estaba suficientemente lleno, negándole el derecho a
ocupar una plaza. Uruchurtu entonces le cedió su lugar y se perdió en el tumulto. El único
mexicano del Titanic falleció en el naufragio y su cuerpo jamás fue hallado.
Ahora es el turno de contar brevemente la historia de una joven pareja de españoles que se
hallaban en plena luna de miel: María Josefa y Victor Peñasco. En honor a la verdad, “Pepita” y
Victor se habían casado en Diciembre de 1910 y en Abril de 1912 aún estaban en viaje de
bodas. La familia Peñasco era muy rica y ello les permitió a los jóvenes darse la gran vida.
Londres, Viena, Estambul y Paris fueron algunos de sus destinos, haciendo cada tanto una
breve pasada por Madrid. Para que nada pudiera faltarles, los acompañaban Eulogio y
Fermina, sus ayudas de cámara. Hallándose en Paris, se deslumbraron con la idea de viajar a
los Estados Unidos en el Titanic y ocultándoselo a sus familiares, se embarcaron en él.
Fermina los acompañó mientras que Eulogio quedó en Paris con unas postales escritas y
firmadas que cada tanto debía enviar a la familia en España.
La noche de la tragedia, los Peñasco cenaron junto con los primos Carrau y luego se
retiraron al lujoso camarote que ocupaban. Tras el impacto con el iceberg y sospechando que
el Titanic corría peligro, Victor puso a salvo a Pepita y a Fermina en el bote 8, el mismo de la
Condesa de Rothes.
Nunca más nadie vio con vida a Victor Peñasco. Sus restos fueron hallados por el Mackay-
Bennet y trasladados a Halifax donde reposan en un cementerio. Tras seis años de duelo,
Pepita volvió a casarse y vivió hasta 1972.

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CAPITULO XXIII
Hablemos del capitán Smith

Personaje tan conocido como polémico, ese alto y robusto anciano de barba gris que nos
mostraba la película, no era tan viejo como nos han hecho creer, ya que sólo tenía 62 años al
momento del naufragio. Quien escribe este libro ahora tiene esa edad y sería ridículo que me
considerara joven pero, de ningún modo voy a sentirme viejo.
Como ejemplos de la no-ancianidad, un comandante de avión de pasajeros recién se jubila a
esa edad, el ex Beatle Paul McCartney quizo rehacer su vida a los 62 contrayendo matrimonio
una vez más (y no fue la última) y para qué hablar de los siempre joviales Rolling Stones (salvo
el baterista) que ya se acercan a los setenta años.
Edward Smith se había incorporado a la White Star en 1886 y con el tiempo comenzó a
hacerse cargo de las mejores naves de la compañía. Como broche de oro a su carrera, la
compañía le otorgó el comando del Titanic.
Cuando Smith no se hallaba cruzando el Atlántico, Smith –el mejor pago de todos los
capitanes- vivía en Southampton con su esposa Eleanor y su hija Hellen en una casa con
frente de ladrillos, ubicada en un barrio residencial no muy alejado del puerto.
Los directivos de la White Star consideraban a Smith el más competente de todos sus
capitanes y lo llamaban cariñosa y respetuosamente “EJ.” Poseedor de una potente pero
agradable voz y siempre con una sonrisa a flor de boca, era el hombre a cuyo comando
cualquier oficial deseaba estar.
A comienzos del siglo XX el tamaño de los buques de pasajeros aumentó significativamente
y le creó algunos problemas a EJ. Cuando en 1911 Smith comandaba al Olympic, éste embistió
al Hawke, un crucero de la Marina Real Inglesa. Con algunos daños de importancia, el
paquebote debió ser retirado del servicio por varias semanas. Ese mismo año y mientras el
gemelo del Titanic maniobraba en el puerto de Nueva York, el remolino de sus hélices casi hizo
chocar a un remolcador. Para colmo, en Febrero de 1912, la parte inferior del casco del
Olympic rozó los restos de un barco hundido y la nave perdió una pala de sus hélices. A
consecuencia de ello, el buque debió visitar una vez más los astilleros Harland & Wolff de
Belfast. Esas 2 reparaciones retrasaron la construcción del Titanic.
Al poco tiempo de esos incidentes, el Capitán Edward Smith se despidió del Olympic para
asumir su nuevo comando -el Titanic- en la misma ruta transatlántica. Se dice que iba a ser su
último viaje antes de jubilarse.
Con tantos pergaminos para exhibir, con una extensa carrera al mando de grandes
paquebotes, es lógico y razonable que nos preguntemos lo siguiente: ¿Cómo pudo ser que un
experimentado marino como él cometiese esos errores? ¿Cómo pudo ser tan complaciente?
¿Estaba realmente compenetrado de su tarea? ¿Se había convertido Smith en un frívolo
anfitrión de millonarios a los que tenía que agasajar, distrayéndose de lo fundamental que era
la seguridad de su nave? ¿Estaría realmente convencido de que el Titanic era insumergible y
no tomó casi ninguna precaución, mientras los telegrafistas recibían infinidad de anuncios de
hielo en la ruta? ¿Sería el triunfalismo de ese viaje inaugural el que le dio sensación de que
nada podría suceder?
Las fuertes emociones de la última vez y los recuerdos de tantos años navegando quizás
hayan distraído la atención de quien era considerado por muchos el mejor capitán del Atlántico
y podría resultar fácil de entender -aunque no de disculpar- que Don Edward ya estuviera “en
otra” y pensara más en su casita de Southampton, en esposa e hija, el jardín, el perro y
algunas cosas más.

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Apartándome por un instante del tema del Titanic, recuerdo haber leído hace unos 10 años
las memorias del as de la aviación norteamericana, el General Charles “Chuck” Jeager. En su
ameno libro, el bueno de Chuck cuenta lo que fue su última misión durante la Segunda Guerra
Mundial. Sabiamente, se le había relevado de la misión de entrar en combate y sólo debía
escoltar a sus compañeros de escuadrón por si alguno de ellos llegase a experimentar fallas
mecánicas. ¿Qué lógico parece, verdad?
Y casi tan sensato como lo que se hizo en ocasión del último vuelo de Chuck, quizás habría
sido más conveniente asignar a Smith a tareas protocolares, dejándole el mando de la nave a
otro capitán deseoso de hacer buena letra.
En descargo del viejo lobo de mar, digamos que tuvo una mala suerte increíble. En las
audiencias que tuvieron lugar en Inglaterra, el segundo oficial Lightoller expresó que la tragedia
del Titanic fue una inusual combinación de eventos que sólo se dan cada cien años, algo que
hoy llamaríamos “sincronismo.” En esa misma investigación, 10 capitanes de la White Star
declararon que era normal navegar a toda velocidad y que en las mismas circunstancias, ellos
habrían hecho lo mismo, pero...¿No cree Ud. que esto suena más a una entendible compasión
por un colega muerto que a la verdad rigurosa? En el siglo XXI si Smith hubiese sobrevivido,
habría sido enviado a la cárcel.
No sabemos muy bien en qué circunstancias el capitán Smith perdió la vida pero, siendo el
máximo responsable de la nave y como compensación por las de 1500 inocentes personas que
se vieron obligadas a ofrendar las suyas, no podía sobrevivir al naufragio. Si no falleció
arrastrado por una ola, la muerte del capitán del Titanic fue un acto de honor.

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CAPITULO XXIV
El Californian y el Carpathia

Estas dos naves son parte de la historia del Titanic. Una de ellas, quizás podría haber
contribuido a que el naufragio no terminase siendo una catástrofe y la otra fue la que evitó que
se convirtiera una tragedia aún mayor.
Comenzaremos con el Californian. Hbía sido botado en 1901 y era un buque diseñado para
transportar carga general. Mientras aún se hallaba en construcción, la compañía Leyland Line a
la que pertenecía fue adquirida por el holding I.M.M.C. contolado por J.P. Morgan quien, años
más tarde, terminó adquiriendo a la White Star Line, dueña del Titanic.
Los nuevos propietarios del Californian lo modificaron para que también pudiera transportar
un reducido número de pasajeros alojados en camarotes de primera clase, que a pesar de su
buen nivel y comodidad, no podían ser comparados con los del Titanic.
Al mando del capitán Stanley Lord, el Californian había zarpado el 5 de Abril de 1912 desde
Liverpool con destino a Boston con una dotación de 55 tripulantes pero, sin pasajeros a bordo.
A las 19:30 del domingo 14 de Abril la tripulación divisó tres grandes icebergs desde el
puente de mando. El capitán Lord le pidió entonces al operador de radio Cyril Evans que le
enviase un aviso de hielo al Antillian, un buque que se hallaba en las cercanías, mensaje que
también le llegó al Titanic.
A las 22:15 era tanto el hielo que Lord decidió que el Californian permaneciera inmóvil por el
resto de la noche. A continuación, dejó el comando de la nave y se dirigió a su camarote. Sin
embargo, veinte minutos más tarde pasó por el Marconi Room y le pidió al telegrafista Evans
que le informase qué buques se hallaban en las cercanías. La respuesta del operador de radio
fue: “Sólo el Titanic.” El capitán Lord le pidió a Evans que le avisase al Titanic de la situación y
el mensaje tuvo como contestación el célebre: “Cállese que estoy muy ocupado” por parte de
Jack Phillips, telegrafista del Titanic.
A medianoche cambió la guardia en el puente de mando del Californian. Desde su cama, el
capitán Lord le pidió al segundo oficial Herbert Stone que observase los extraños movimientos
de un barco que se observaba a lo lejos. Sabiendo que en la cabina del telégrafo no había
nadie de guardia, Stone intentó contactar al buque con la lámpara Morse, pero sin obtener
respuesta. ¿Por qué nadie vio ésto en el puente del Titanic?
Casi al mismo tiempo, el fogonero Ernest Gill subió a cubierta a tomar aire fresco y allí pudo
divisar a unos 15 kilómetros de distancia a un inmenso buque que navegaba a toda velocidad.
Gill se retiró luego a dormir, pero al no poder conciliar el sueño regresó a cubierta media hora
después, justo a tiempo para observar un cohete blanco recortándose en el firmamento
estrellado. Minutos más tarde, divisó un segundo cohete que provenía del mismo lugar. Como
reportar lo que había visto no era el deber de un fogonero, Gill se retiró a dormir.
A las 0:45 el segundo oficial Herbert Stone vio a la distancia una suerte de destello blanco y
no hizo nada al respecto. Durante los siguientes 30 minutos, contó tres luces blancas más.
Recién a la 1:45 creyó necesario reportárselo al capitán Lord quien, desde la comodidad su
camarote, le ordenó que intentase establecer comunicación con la lámpara Morse.
Poco después de las 2:00 –cuando las luces del Titanic se apagaron- la silueta de la extraña
nave desapareció de la vista de los tripulantes que se hallaban en el puente del Californian y
éstos supusieron que el buque en cuestión había virado hacia el Sur.
Siendo las 4:30 el oficial en jefe, George Stewart -que acababa de asumir funciones-
despertó a su capitán. Una vez en el puente y al advertir que había menos hielo, Lord ordenó
preparar las máquinas. A las 5:30 el Californian estaba listo para continuar el viaje rumbo a
Boston.

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El oficial Stewart vio en el horizonte la silueta de una nave y supuso que tal vez fuera la que
habían estado observando la noche anterior. De inmediato despertó al operador Cyril Evans,
requiriéndole que estableciera contacto con ella.
El telegrafista quedó impresionado al escuchar de su colega del Frankfurt la noticia del
naufragio del Titanic. Le acercó el mensaje al Capitán Lord, quien movilizó a su barco hacia la
zona del hundimiento. Una vez en ella, se encontró con el Carpathia.
Mientras que el buque de la Cunard partía con los náufragos rumbo a Nueva York, el capitán
del Californian optó por recorrer el área en busca de sobrevivientes.
La gente del Titanic había cometido todos los errores necesarios para provocar un desastre,
pero la pasividad de los tripulantes del Californiantambién contribuyó. Fue tal la indignación de
la opinión pública a ambos lados del Atlántico que se decidió que a partir de entonces se
sancionaría severamente a la tripulación de cualquier nave que no acudiese en auxilio de otra.
Quiso el destino que el Californian no navegara por mucho tiempo más. Una vez declarada la
Primera Guerra Mundial, fue asignado a la marina real para realizar tareas de transporte,
navegando en convoy junto con otras naves para protegerse de los ataques de los submarinos
alemanes. No obstante las precauciones, el Calfornian fue torpedeado y terminó reposando en
el fondo del Océano Atlántico.
El Carpathia, de la compañía inglesa Cunard, fue un barco de pasajeros especialmente
diseñado para absorber el creciente flujo de inmigrantes que se dirigían desde el Viejo
Continente a los Estados Unidos.
Con mínimos comentarios de la prensa, fue entregado a la Cunard Line por sus
constructores, los astilleros Swan & Hunter de Newcastle y partió el 5 Mayo de 1903 en su viaje
inaugural desde Liverpool a Nueva York, realizando la consabida escala en Irlanda.
En sus interiores, el Carpathia estaba configurado a un nivel muy superior respecto al de los
barcos que le precedieron. Su diseño demostraba que sus propietarios habían tenido
consideración por los pasajeros de tercera clase, quienes en este buque gozaban de inusuales
comodidades.
La nave prestó servicios entre Liverpool y Nueva York hasta Noviembre de 1903. En ese
momento hubo un cambio de planes y la Cunard le asignó la ruta a los Estados Unidos desde
el puerto de Trieste. La carrera del Carpathia fue rutinaria hasta que Harold Cottam -su
telegrafista- recibió el pedido de ayuda del Titanic y a partir de ese momento el capitán Rostron
y su nave entraron en la Historia.
Luego del rescate de los sobrevivientes y tras cargar en cubierta los botes de salvamento del
Titanic, el buque de la Cunard emprendió el viaje a los Estados Unidos. Una vez en Nueva
York, los náufragos desembarcaron en el muelle de la Cunard y pocos días después Rostron y
el telegrafista Cottam prestaron sus testimonios ante la comisión del senador Smith.
Al conocerse la noticia de que el Carpathia volvería a hacerse a la mar, el 21 de Abril de
1912 unas 100 personas se acercaron al muelle de la Cunard a prestarle su homenaje en el
momento de zarpar. El capitán Rostron se asomó al ala del puente de mando y agitando su
gorra devolvió el saludó al público que lo ovacionaba.
El glorioso Carpathia continuó navegando con normalidad, transportando pasajeros y carga
por un par de años más, hasta que en 1914 sobrevino la guerra y a partir de entonces debió
navegar en convoyes.
Unos meses antes del fin de la contienda, el 17 de julio de 1918, mientras el Carpathia
formaba parte de un convoy que se dirigía desde Inglaterra a Boston para aprovisionarse de
pertrechos de guerra y provisiones en general, fue alcanzado por dos torpedos disparados
desde el submarino alemán U-55. Cuando la tripulación estaba arriando los botes salvavidas y
era claro que la nave no tenía salvación, el capitán del U-boot dio la orden de lanzar un tercer y

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último torpedo. Cinco marineros murieron a causa de las explosiones en la sala de máquinas y
los otros 158 miembros de la tripulación como los 57 aterrorizados pasajeros que se hallaban a
bordo aquel día, fueron rescatados por uno de los buques que le hacían escolta. El destructor
Snowdrop, llevó a los sobrevivientes de regreso a Liverpool.
Esta pérdida, a poco de que se firmase el armisticio, fue un inmerecido final para un buque
de pasajeros que se vistió de gloria una fría noche de Abril.

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CAPITULO XXV
El Olympic

Casi idéntico al Titanic, el Olympic fue un buque que, algo eclipsado por la fama de su
hermano, navegó hasta 1935, cuando fue radiado de servicio para ser desmantelado.
Botado en Octubre de 1910, el Olympic fue recibido por la White Star Line el 31 de Mayo de
1911. Su primer viaje comenzó el 14 de Junio, al mando de nuestro conocido Capitán Smith y
al igual que el Titanic, la nave partió de Southampton rumbo a Nueva York haciendo escalas en
Cherburgo y Queenstown.
Una de las razones por las que su viaje inaugural no haya haya sido tan publicitado, fue el
hecho que el Olympic era un poco menos esplendoroso que el Titanic y para darle un solo
ejemplo, le faltaba el Café Parisién. Más importante aún, su primer cruce del Atlántico se
realizó sin contratiempo alguno, llegando a Nueva York en cinco días y algo menos de
diecisiete horas. (era casi verano...no había icebergs) Si todo resultó tan bien en la
travesía...¿Cuál era entonces la noticia?
Tres meses después, el Olympic ya era titular de los periódicos. Durante su quinto viaje a
Nueva York, el Capitán Smith se las ingenió para chocar con el crucero Hawke de la Marina
Real, abriéndole al casco de su buque un rumbo de 15 metros de largo, que si bien nunca puso
a la nave en peligro, la envió durante seis semanas a los astilleros para ser reparada.
En Febrero de 1912 el Olympic fue protagonista de otro incidente, que requirió nuevas
reparaciones. Esa vez perdió una pala de una de sus tres hélices. Cuando ingresó a Harland &
Wolff, el Titanic ya se hallaba en proceso de terminación.
Tiempo después, el Olympic tuvo que ceder a algunos de sus mejores tripulantes quienes,
comenzando por el mismísimo Capitán Smith, fueron destinados al Titanic.
A poco del naufragio que nos ocupa, la White Star Line resolvió hacer del Olympic un buque
más seguro. La palabra “insumergible” ya había desaparecido para siempre de la jerga de la
construcción naval y con la experiencia recogida, había mucho para mejorarle.
Durante los seis largos meses que pasó en el astillero Harland & Wolff de Belfast, se le
agregó un casco interior hasta una altura de 12 metros, las mamparas de los compartimientos
estancos fueron modificadas hasta alcanzar la cubierta superior y lo más importante quizás, se
lo equipó con botes de salvamento para todas las personas que pudieran estar a bordo.
Poco después se desencadenó la Primera Guerra Mundial. El 27 de Octubre de 1914,
mientras el Olympic cruzaba el Atlántico, su telegrafista recibió un mensaje que advertía sobre
unas minas que los alemanes habían sembrado cerca de la costa occidental de Irlanda. El
capitán Haddock, quien se hallaba al comando, decidió que para preservar la integridad de la
nave, era conveniente apartarse de la ruta habitual. Hizo bien el capitán ya que al poco tiempo
llegó un SOS del acorazado Audacious de la Marina Real que estaba hundiéndose tras chocar
con una de esas minas. Asumiendo el riesgo de navegar en esas aguas, el Olympic acudió al
rescate y utilizando sus botes de salvamento recogió a unos 150 náufragos.
Por decisión del Almirantazgo, al gemelo del Titanic le tocó en suerte ser adaptado para
transportar tropas. Al mando de su nuevo capitán -el hábil Bertram Hayes- el Olympic realizó
numerosas travesías llevando soldados canadienses a Europa. Su página más gloriosa se
escribió en 1918 cuando en un viaje a Nueva York, los vigías divisaron al sumergible alemán U-
103 tratando de emerger a tan sólo 2.000 metros a babor. El Olympic aceleró a fondo, viró en
círculo, le disparó con un cañón que tenía instalado y luego arremetió con su proa, en
momentos en que el submarino intentaba una inmersión desesperada. El U-103 se hundió allí
mismo.

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En Mayo de 1920, tras extensas reparaciones en las que se le modificaron las calderas para
quemar fuel-oil en vez de carbón, el Olympic retomó su ruta de Southampton a Nueva York,
nuevamente al mando del Capitán Hayes.
Corría el año 1924 cuando a la salida del puerto de Nueva York la nave chocó con el buque
Fort Saint George, sin sufrir mayores daños. En 1928 en medio de una espesa niebla, el
Olympic embistió al buque-faro Nantucket, enviándolo al fondo del Atlántico.
Para mediados de la década del Veinte resultaba inadmisible para los exigentes pasajeros de
primera clase tener que caminar por los pasillos para ir al toilette. Por lo tanto, el Olympic fue
sometido a importantes modificaciones en las que se le eliminaron algunos camarotes para
equipar a las cabinas restantes con sanitarios privados
Y como todo llega a su fin, el ocaso del Olympic tuvo lugar en 1935 cuando las archi-
enemigas White Star Line y Cunard debieron fusionarse para recibir ayuda estatal durante la
crisis económica de los Años Treinta.
Cinco razones habían para jubilarlo: 1) Los avances de la tecnología en el cuarto de siglo
transcurrido desde su botadura. 2) Pasajeros que exigían mucho más confort y amenidades. 3)
La irrupción del estilo Art Decó que había generado un cambio sustancial en los interiores de
los buques de pasajeros. 4) El gemelo del Titanic, con sus cuatro altísimas chimeneas parecía
una antigüedad y perdía en la comparación con cualquiera de sus rivales. 5) Para 1935 el
mejor buque de la White Star era el Majestic y la Cunard tenía listo para hacerse a la mar al
gigantesco Queen Mary.
Antes de ser reducido a chatarra, los elementos decorativos y el fino mobiliario que pudieron
retirarse de su interior fueron subastados al mejor postor.
¿Se imagina el lector si a algún visionario se le hubiese ocurrido convertir al Olympic en museo
por el simple hecho de haber sido el hermano del Titanic?
Como consuelo, digamos que parte de sus interiores pudieron ser preservados y se les dieron
nuevos destinos tanto en tierra firme como en alta mar.
Hay un hotel en las afueras de Sheffield cuyo “Olympic Bar” es el magnífico salón de
fumadores de primera clase, prácticamente un calco de aquél del Titanic.
A fines de los años 90 la Celebrity Cruises incorporó a su flota al crucero Millenium y para
hacer de éste un barco para recordar, los diseñadores reservaron un espacio en su interior
para colocar los paneles de madera del restaurante a la carta del gemelo del Titanic, creando
así el imperdible “Olympic restaurant”.

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CAPITULO XXVI
Los que vinieron después

Durante el siglo que ha transcurrido desde su naufragio, el Titanic se ha reservado el honor de


ser el más célebre de todos los buques de pasajeros. Su fama y su leyenda han desteñido los
méritos y glorias de todos los demás paquebotes que le sucedieron.
Pocos días después de la tragedia que nos ocupa, los franceses estrenaron el paquebote
France que, debido a su desbordante lujo fue apodado “El castillo del Atlántico.” En 1913 le
siguió el impresionante Aquitania, de la Cunard Line, de cuatro chimeneas, visiblemente más
grande y tan lujoso como el Titanic.
Los alemanes no se quedaron atrás y se lucieron con el gigantesco Imperator. Tan sólo un
año después, presentaron un buque aún más grande, el Vaterland.
Desatada la Gran Guerra, la mayor parte de los transatlánticos ingleses fueron utilizados
para transportar tropas desde las colonias al frente, otros fueron convertidos en buques
hospitales y hasta hubo casos en que buques mercantes fueron equipados con cañones.
El inmenso Vaterland, que se hallaba en Nueva York al comenzar el conflicto, pasó tres años
junto a un muelle hasta que fue confiscado por los EE.UU. cuando esa nación entró a la guerra,
convirtiéndose en el U.S.S. Leviathan.
Finalizada la contienda, los paquebotes ingleses que la sobrevivieron, como el Olympic, el
Aquitania y el Mauretania, retomaron sus servicios de pasajeros. Los alemanes perdieron todos
sus barcos a manos de los ingleses y americanos, quienes los tomaron como reparación de
guerra. Así fue que el Imperator se convirtió en el Berengaria de la Cunard y el 4 de Julio de
1923 los norteamericanos reestrenaban en su versión civil al ya mencionado Leviathan, ex
Vaterland.
En la feroz competencia por poseer el mejor transatlántico se anotaron también los italianos.
El régimen de Mussolini tenía que mostrar los “logros” de la Italia Fascista y elrégimen “se
lució” con el Conte di Savoia. Pero los ingenieros italianos se consagraron en los años treinta
con su obra maestra: el Rex, que fue el buque más veloz del Atlántico aunque, para tristeza del
calvo dictador, por poco tiempo. Si Ud. vio la película Amarcord, no podrá olvidar la escena en
que todo el pueblo se hace a la mar en unos precarios botes para ver pasar al Rex con sus
luces encendidas.
En 1927 los franceses pusieron en servicio a uno de los más exitosos barcos de todos los
tiempos: el Ile deFrance. Sin necesitar ser el más grande ni el más veloz, era sin embargo el
favorito de los viajeros norteamericanos quienes apreciaban su decoración de refinado estilo
art-decó y como no podía ser de otro modo, la excelencia de su cocina. Por último, muchos
pasajeros yanquis se embarcaban en él para disfrutar de su bar y su bodega -los mejores del
Atlántico- y de ese modo eludir con exquisitez y estilo la tontísima “Ley Seca” que les prohibía
el consumo de bebidas alcohólicas tanto en el territorio de los Estados Unidos como en los
buques de ese país.
Y llegamos a los duros años Treinta con su crisis económica, lo que forzó a retirar de servicio
a numerosos buques de pasajeros. Para contar con apoyo oficial, la Cunard debió absorber a
la alicaída White Star Line y enviar al chatarrero al Mauretania y al Olympic.
Para paliar uno de los peores efectos de la crisis -el desempleo masivo- los gobiernos
europeos subsidiaron a las compañías de navegación, de modo que éstas pudieran encargar
una nueva generación de grandes transatlánticos, quizás las más fabulosas naves que jamás
hayan existido.
Abrieron el fuego los alemanes con dos veloces barcos gemelos: el Bremen y el Europa, que
le arrebataron el viejo récord de velocidad del año 1907 al Mauretania.

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En 1935 los franceses incorporaron al más extraordinario buque de pasajeros de la historia:
el inolvidable Normandie. Esta nave era un monumento a la grandeza de Francia. Medía más
de trescientos metros de eslora y desplazaba unas 80.000 toneladas. Su diseño era novedoso,
por dentro y por fuera. Debido a sus gráciles curvas, se veía tan moderno que -en
comparación- cualquier otro buque parecía horrible y anticuado. Su lujo era tal, que algunos
viajeros del mar se sentían agobiados por tanto esplendor. Por último, el Normandie surcaba el
mar con tanta facilidad que, apenas puesto en servicio, se adueñó de la famosa Cinta Azul de
la velocidad.
Paradójicamente, la nave que se convirtió en el símbolo de Francia, no fue diseñada por un
francés, sino por un ingeniero naval ruso. Vladimir Yourkevitch le presentó su idea primero a la
británica Cunard, que la rechazó por considerarla demasiado avanzada. Los franceses no
solamente la adoptaron con entusiasmo sino que, mientras construían el gigantesco
paquebote, aprovecharon para incorporarle a ese fabuloso diseño lo mejor del arte decorativo
de Francia para exhibirlo con orgullo ante el mundo entero.
El casco era revolucionario. La proa, en vez de tener forma de cuchilla como hasta ese
entonces, comenzaba siendo semi-bulbosa por debajo de la línea de flotación y rápidamente se
ensanchaba. Al abrirse la estela, disminuía la resistencia al roce con el agua en los costados
del casco. El Normandie se propulsaba con turbinas acopladas a generadores que a su vez
alimentaban motores eléctricos que hacían girar las cuatro hélices. Al desplazar a los costados
de la nave a los conductos que llevaban el humo de las calderas hacia las chimeneas se pudo
ubicar al gran salón comedor de Primera -de 90 metros de largo y tres pisos de alto- justo en el
centro del buque, sin ventanas al exterior. Para iluminar ese ambiente, de casi una cuadra de
extensión, los decoradores recurrieron a unos impresionantes apliques de cristal de Lalique.
Y en cuanto a confort...¡Pobre Titanic! Para tener una vaga idea, digamos que este buque,
holgadamente una vez y media más grande, transportaba 848 pasajeros de Primera, 670 de
Segunda y sólo 540 de Tercera. El Normandie invertía la tradicional ecuación de los
transatlánticos que indicaba que la clase más numerosa era la tercera. El interés de la
compañía estaba puesto en los “ricos y famosos” que lo consideraban su buque favorito. Entre
ellos se contaban Walt Disney, Ernst Hemingway y Fred Astaire.
Tan sólo un año después de que los franceses lanzaran al mar a esta maravilla, los ingleses
de la Cunard respondieron con el Queen Mary, una inmensa nave de 81.000 toneladas, de
líneas más tradicionales y tres chimeneas, equipada con turbinas de vapor que le permitían
desarrollar una velocidad ligeramente superior al Normandie, con lo que le arrebataron la cinta
azul a la nave francesa.
Si bien el Queen estaba decorado con gran lujo, pero sus señoriales interiores estaban a
años luz de aquellos del Normandie. Si el lector, desea tener una visión exacta de cómo era el
Queen Mary, puede visitarlo en el puerto de Long Beach, al sur de Los Angeles. Allí reposa
esta inmensa nave, convertida en museo y hotel flotante. Si viaja a California alguna vez, le
recomiendo que no deje de pasar una noche en uno de los camarotes de primera clase. Barato
no es, pero tampoco le resultará tan caro y eso sí...se sentirá viviendo en la época dorada de
los transatlánticos.
En 1938 los holandeses se lucieron con el elegante Niew Amsterdam y cuando la Cunard
estaba alistando al más grande de todos los transatlánticos -el Queen Elizabeth- estalló la
Segunda Guerra Mundial.
Ambos Queens fueron convertidos en transportes de tropas, el Normandie tuvo que huir a los
Estados Unidos para no caer en manos de los nazis luego de la rendición de Francia y lo
mismo ocurrió con el Niew Amsterdam cuando las huestes de Hitler ocuparon Holanda. En

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cambio, los grandes transatlánticos alemanes e italianos quedaron inmóviles en sus puertos,
para que la mayoría sucumbiese a los ataques aéreos de los Aliados.
A los pocos días del ataque japonés a Pearl Harbor, y al verse envueltos en la guerra, los
norteamericanos se apoderaron del Normandie y lo bautizaron Lafayette. Por su tamaño, era
ideal para ser convertido en transporte de tropas y la U.S. Navy puso manos a la obra. Mientras
se le estaba retirando su lujoso mobiliario, a un torpe operario se le escapó la llama de su
soplete y el buque comenzó a incendiarse.
Con las mejores intenciones, los bomberos de Nueva York, arrojaron gran cantidad de agua
en la superestructura. El Normandie, que estaba muy liviano de abajo al tener sus tanques de
combustible vacíos y muy pesado de arriba por la acción de los firemen, comenzó a escorar en
forma peligrosa. Al llenarse de agua en forma descontrolada por los ojos de buey que habían
quedado abiertos, el buque se dio media vuelta en campana y quedó cómodamente acostado
en el fango junto al muelle de la French Line, para desesperación de Yourquevitch, quien en
ese momento se hallaba en Nueva York.
Ese fue el tristísimo fin del más extraordinario transatlántico que jamás haya existido. Sin
necesidad de un iceberg, y afortunadamente sin costo alguno en vidas, el Normandie se perdió
para siempre. Para retirarlo del lodo, un equipo de buzos de la marina trabajó durante 2 años
hasta seccionarle toda la superestructura y recién entonces se pudo reflotar el casco que en
1946 fue vendido como chatarra por 146.000 dólares.
Afortunadamente, casi todo el finísimo mobiliario del Normandie había sido retirado antes del
incendio y luego de la guerra fue reubicado en el Ile de France y en el Liberté. Las hojas de las
puertas de bronce de su Gran Salón están actualmente en la iglesia de Nuestra Señora del
Líbano en Brooklyn Heights, New York y muchos paneles de finísima madera que solían
revestir sus interiores, adornan las paredes del señorial “Salón Normandie” del Hilton Hotel &
Towers de Chicago.

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CAPITULO XXVII
El ocaso de los transatlánicos

En este capítulo veremos que les sucedió a los sucesores del Titanic una vez que, tras finalizar
la Segunda Guerra Mundial, regresó la tan ansiada paz.
Poco después los dos gigantescos Queens, el Ile de France y el Niew Amsterdam,
recuperaron sus lujosos interiores y volvieron a navegar comercialmente. Alemania tuvo que
entregarle el Europa a los franceses, quienes lo redecoraron a su gusto, llamándolo Liberté.
Los italianos debieron comenzar casi de cero pues durante el conflicto habían perdido tanto al
Rex como al Conte di Savoia. Los buques gemelos Conte Grande y Conte Biancamano, que
habían sido confiscados por los EE. UU. sobrevivieron a la contienda y fueron devueltos. Tras
ser modernizados, atendieron el servicio a Brasil, Uruguay y Argentina hasta el año 1960. Si el
lector alguna vez viaja a Milán, le recomiendo que pase por el Museo de la Ciencia y la
Tecnología para admirar el puente de mando del Biancamano que fue desarmado y llevado
hasta esa ciudad del Norte de Italia luego de que la nave fuese desmantelada.
En 1952 los norteamericanos presentaron al más veloz transatlántico que haya surcado el
mar. Era tan rápido que sus prestaciones eran un secreto militar. Hoy se sabe que podía llegar
a los 45 nudos (85 km por hora) aunque oficialmente declaraba 35 (65 km/h). El barco en
cuestión se llamó United States, desplazaba 51.000 toneladas y sus diseñadores estaban
obsesionados con que fuera a prueba de incendio, en parte debido a exigencias militares y
también por el recuerdo de lo sucedido al Normandie. Era inusual llegar a tal extremo y muchos
viajeros se abstenían de viajar en él porque, a causa de esa necesidad de hacerlo
incombustible, al United States le terminó faltando el encanto de otros paquebotes que, más
lentos y menos seguros, resultaban más acogedores, como el Ile de France, un favorito de los
conocedores.
Casi simultáneamente con el United States, la marina mercante norteamericana se lucía con
otras dos naves de pasajeros: el Constitution y el Independence, que hasta hace pocos años
navegaban por el Pacífico. Equipados con amplias piscinas exteriores, su ruta original era la de
la Costa Este de Estados Unidos al Mediterráneo. Si Ud. vio la película “Algo para recordar”
uno de estos dos barcos era el que tomaban Cary Grant y Deborah Kerr. Y en otro de ellos se
embarcó la actriz Grace Kelly en su viaje de cuento de hadas a Mónaco para convertirse en la
Princesa Grace.
En 1952 Italia presentó dos barcos de pasajeros: el Giulio Césare que, como recordará el
lector, me tuvo de pasajero y su hermano gemelo, el Augustus. De atractivo diseño, tenían la
particularidad de estar propulsados por un par de motores diesel Fiat y de contar con piscinas
para las tres clases. Tan sólo dos años después se incorporaron a la flota italiana el Cristóforo
Colombo y el Andrea Doria, algo más grandes y aún más lujosos. Este último fue embestido en
1956 por el Stockholm, de bandera sueca y se hundió. El Ile de France, que se hallaba en las
cercanías, rescató a la mayoría de los pasajeros y los llevó a Nueva York.
La segunda mitad de los Cincuenta fue testigo del fin de los paquebotes. En 1958 el
revolucionario Boeing 707 voló de Nueva York a Europa en menos de 7 horas. Esto hizo que
una nueva generación de viajeros, con menor interés en la vida social, optase por ganar tiempo
utilizando el avión. Había comenzado la era del jet y en la década del 70 llegaron los aviones
de fuselaje ancho con la consiguiente masificación del transporte aéreo de pasajeros.
Totalmente a destiempo, los franceses y los italianos botaron tres formidables barcos con los
que pensaban atraer nuevamente a los viajeros del Atlántico: el France, el Michelangelo y el
Raffaelo, pero a los pocos años, estas lujosas naves, estaban fuera de servicio, juntando óxido
en los muelles.

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Estos tres paquebotes pasarán a la historia, tanto por sus bellas formas exteriores como por
su confort interior. El talento y el buen gusto de los diseñadores de Francia e Italia había dado
forma a los gallardos sucesores del Normandie, el Rex y el Conte di Savoia, aunque ya no
había pasajeros deseosos de emprender un viaje en ellos.
Los legendarios Queens ingleses habían perdido todo su atractivo, no pudiendo ya disimular
su antigüedad. A mediados de los Sesenta, el veterano Queen Mary realizó un triste cruce del
Atlántico en el que mil tripulantes atendieron a poco menos de doscientos pasajeros. Ese fiasco
hizo que la Cunard retirara del servicio tanto al Queen Mary como al Queen Elizabeth, que eran
los buques más grandes del mundo.
El Mary se salvó al ser adquirido por la ciudad de Long Beach donde -como ya vimos- hace
las veces de hotel-museo y el Elizabeth, que parecía que cumpliría las mismas funciones al
Norte de Miami, fue finalmente adquirido por un grupo de Taiwan para utilizarlo como
universidad flotante. Cuando se lo estaba alistando en Hong Kong, varios incendios se
desataron a la vez y el fuego lo consumió en su totalidad.
En 1969, el veloz United States también pasó a retiro y quedó como buque de reserva de la
marina por su condición de veloz transporte de tropas. Durante años estuvo amarrado a un
muelle en la base naval de Newport News en Virginia. Cuando la marina norteamericana lo
declaró prescindible, fue adquirido por un grupo empresario que pensaba hacerlo navegar
nuevamente. Sin embargo ello no ocurrió y el buque sigue amarrado a un muelle.
Para mediados de los años 70 sólo quedaban en servicio el “Rotterdam” de la Holland
America Line y un gran transatlántico de la Cunard: El Queen Elizabeth II, una maravilla de la
construcción naval inglesa. Apodado oficialmente “QEII” el magnífico paquebote fue
incorporado en 1969 con la difícil tarea de reemplazar a los dos viejos Queens. De
dimensiones más reducidas que sus antecesores, fue diseñado pensando en que debía poder
pasar por el Canal de Panamá, cuyas esclusas imponen limitaciones al tamaño de los buques
que las utilizan. Un detalle que distinguió al QE2 fue la forma de su chimenea que, merced a
algunos artificios aerodinámicos, libraba del humo a la cubierta de paseo. Cuando en 1973 el
precio del barril de crudo se disparó, sobrevino una crisis económica a escala mundial que
afectó al tráfico marítimo. Gracias a una acertada estrategia comercial, el QEII pudo seguir
navegando. En Abril de 1982 el QE2 fue comisionado por la Royal Navy para servir como
transporte de tropas en la Guerra de las Malvinas.
Tras navegar casi cuarenta años para la Cunard el QE2 fue adquirido por un grupo de Dubai
que deseaba convertirlo en hotel flotante. La crisis de 2008 paralizó el proyecto y allí está,
esperando la recuperación de la economía.
El último de los transatlánticos es el Queen Mary II –también llamado QM2- de la Cunard. La
empresa pertenece al grupo naviero Carnival que, segmentando la oferta, opera varias líneas
de cruceros. El mentado grupo también es dueño de la Costa Line, la Holland America y la
Carnival. Como Cunard era toda una leyenda del Atlántico Norte, el Carnival Group decidió que
el QM2 cruzase el Atlántico pero que además pudiese operar como crucero.
La maravillosa nave de 150.000 toneladas debutó en 2003 y desde entonces ha sido un gran
suceso. Bien podría decirse que el nuevo Queen Mary es la excepción que confirma la regla
que dice que los transatlánticos desaparecieron.
Ya hay barcos mucho más grandes que el QM2 pero son esos gigantes blancos con forma de
aparatosos yates, colmados de piscinas y atracciones. Un buque de pasajeros es un medio de
transporte mientras que un crucero es más que nada, un resort que se mueve que realiza un
periplo de carácter turístico y recreativo.

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CAPITULO XXVIII
Los precios han cambiado

Actualizar los precios de los pasajes del año 1912 al siguiente milenio parece casi “Misión
Imposible.” No creo que haya manera de comparar los valores del transporte por mar de
aquella época con los de nuestros días.
Es claro que todo ha cambiado desde entonces: el sistema de propulsión, el tipo de
combustible, los materiales empleados, el valor de la mano de obra y la cantidad de personas
necesarias para construir y hacer funcionar a un buque del tamaño del Titanic.
A partir de la década del Setenta del siglo pasado, el brusco aumento del precio de la
energía fue una de las razones que hicieron desaparecer a los transatlánticos. Hoy en día
tenemos a los cruceros que son mucho más eficientes que los buques de pasajeros de hace 40
años. Su tamaño les permite obtener economía de escala, su sistema de propulsión es diesel-
eléctrico en vez de las turbinas de vapor y todas las áreas están controladas por sistemas de
computación que optimizan el consumo de energía.
El costo laboral del personal embarcado aumentó tan vertiginosamente que para hacer
accesible un viaje en barco a los pasajeros de clase media, muchos cruceros están
matriculados en países como Liberia, donde los impuestos y las regulaciones corren por otros
caminos. Además, las tripulaciones son de origen muy variado, evitándose al máximo el contar
con personal de países del llamado Primer Mundo.
Como en el diseño del Titanic el énfasis estuvo puesto en proporcionar a los viajeros del
Atlántico el máximo confort y el más desbordante lujo, quizás sería más lógico suponer que
estamos hablando en términos de hotelería y no de transporte, tratando de soslayar el hecho
que el Titanic se movía.
Podríamos intentar una comparación con los valores de un pasaje de avión, pero en 1912 el
volar era una actividad de tipo deportivo, por no decir una aventura reservada a los valientes, y
si hay algo que ha descendido de precio en forma significativa a lo largo de los últimos 40 años,
a pesar del petróleo y sus vaivenes, es el viaje por aire.
Y si las tarifas aéreas se derrumbaron, el costo de la hotelería se disparó. En un libro de
viajes de la desaparecida Pan American, publicado en 1960, se informaba que un cuarto en un
hotel de cuatro estrellas en Nueva York se podía conseguir por unos diez o quince dólares y
por esa época el pasaje de Buenos Aires a la “Gran Manzana” en clase turista costaba cerca
de mil. Cincuenta años después -un hotel de solamente tres estrellas- se cotiza por encima de
los trescientos billetes verdes y el ticket aéreo en la apretujada clase turista, puede conseguirse
ocasionalmente por mil.
Hay quienes estiman el costo de construcción del Titanic entre 400 y 500 millones de dólares,
una cifra que quizás pueda parecernos muy elevada en un primer análisis, pero si me permite
Ud. realizar nuevamente una comparación aeronáutica, le cuento que el valor de un Boeing
747 de los cuales se han construido unas 1500 unidades es de más de doscientos millones.
El Titanic, que era una pieza casi única, aunque de tecnología poco sofisticada, tal vez pueda
parecernos barato. Sin embargo, el magnífico Queen Mary 2 de la Cunard, un buque de
pasajeros de 150.000 toneladas -casi tres veces el Titanic- fue construido en Francia a fines del
siglo XX con componentes llegados de diferentes países a un costo estimado de 800 millones
de dólares.
Vayamos a los precios de los pasajes. Un ticket de ida solamente, en la austera tercera clase
del Titanic costaba entre 20 y 40 dólares de aquellos de 1912. Uno de Segunda, dependiendo
de la ubicación, no menos de 60 y nunca más de 100. Si nos pasamos a la exquisita primera
clase, comenzaremos a hablar de 150 u$s compartiendo el camarote y para peor, con el baño

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en el pasillo. Es obvio que para ser más acertados en la comparación ya que en el siglo XXI no
podríamos pensar en compartir los sanitarios.
La pregunta del millón es a cuánto asciende ésto en dólares de hoy día. Con todas las
salvedades que hemos hecho, a pesar de las dificultades para actualizar valores de hace un
siglo y utilizando más el olfatómetro que la calculadora, llegaremos a unos valores que nos van
a dejar más fríos que el agua del Océano Atlántico aquella noche de Abril.
Viajar rodeados de inmigrantes en la proletaria tercera clase costaría hoy de 300 a 600
billetes de los verdes y las elegantes cabinas de Segunda entre 900 y 1.500. Los valores de los
camarotes más sencillos de primera clase arrancarían en unos escasos 2.200 dólares, pero
buscando el baño privado, deberemos ascender en la escala de precios de 1912 hasta llegar a
cabinas de algo más de 4.000 dólares de hoy día para avanzar de a saltos cualitativos a la
mejor y más cara suite a bordo del Titanic; la Promenade Suite que contaba con cubierta de
paseo propia.
Esos aposentos, que en la ficción de Hollywood ocupaban la futura suegra Doña Ruth, la
heroína Rose y su acaudalado prometido, costarían hoy algo así como 65.000 dólares en un
viaje de ida solamente. (aunque cabe aclarar que en el precio se incluyen los alojamientos de
la ayuda de cámara y el mayordomo)
¡Pobre el novio de Rose en la película Titanic! Reventó la friolera de sesenta “lucas” y el
pobretón de Jack Dawson se le fue con la novia. ¡Como para no correrlo con la pistola!

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CAPITULO XXIX
Encontrando, extrayendo y exhibiendo

Quizás haya sido el escritor norteamericano Clive Cussler con su atrapante novela de
aventuras “Rescaten al Titanic” el que hizo que muchos volvieran a pensar en el naufragio del
buque de la White Star. En su libro –publicado en 1976- la imaginación de Cussler nos plantea
que a bordo del Titanic había un cargamento de cierto mineral radiactivo, extraído
secretamente por los norteamericanos en 1912 de un yacimiento en Rusia y no disponible en
ningún otro país. El metal es capaz de generar la energía necesaria para crear un escudo
electromagnético sobre los Estados Unidos que lo haría inmune a cualquier ataque con misiles
por parte de la Unión Soviética.
En el marco de la llamada “guerra fría” esa protección parece ser el arma defensiva que hará
inservibles a los cohetes intercontinentales de la URSS. Es entonces que los norteamericanos
deciden reflotar al transatlántico más famoso de todos los tiempos pero los soviéticos se
enteran de esto y deciden ir por el mineral que, obviamente, les pertenece. La URSS fracasa,
los norteamericanos reflotan al Titanic y lo remolcan hasta Nueva York donde, con un contador
geiger, los yanquis descubren que el valioso cargamento no es otra cosa que una pila de
piedras comunes.
Al poco tiempo la novela de Cussler se convirtió en película, pero no tuvo suerte ni con la
crítica ni con el público no obstante la ingeniosa trama, un buen elenco con figuras como Jason
Robards, música de John Barry y muy buenos efectos especiales.
Es obvio que por aquel entonces, Clive Cussler y muchos más suponían que el Titanic
reposaba en las profundidades del mar en una sola pieza.
En 1980 un millonario tejano llamado Jack Grimm, financió una expedición que, a pesar de
estar equipada con la mejor tecnología de la época, no pudo encontrar los restos del buque. Al
año siguiente el hombre volvió a intentarlo pero las condiciones climáticas lo forzaron a
abandonar antes de tiempo. Tras fracasar por tercera vez dos años más tarde, Grimm dio por
terminada la búsqueda.
Durante los primeros años de la década de los 80 el geólogo marino Robert Ballard había
desarrollado en el Instituto Oceanográfico Woods Hole de Massachusetts unos sistemas de
fotografía subacuática, como la cámara Argos, comandada por control remoto y el robot
submarino Jason, equipado con sofisticados elementos de iluminación y filmación.
Ballard supuso que la mejor manera de probar esos equipos era ir en busca del Titanic que,
según sus estimaciones, se hallaba a 3.700 metros de profundidad. Una vez que su
emprendimiento obtuvo el apoyo de la marina de los Estados Unidos, el Dr. Ballard logró
interesar a la organización oceanográfica francesa Ifremer, que con el buque Le Suroit, también
fue de la partida.
A bordo de la nave francesa, Ballard, su colega francés Jean Louis Michel y los técnicos
estuvieron rastreando el fondo del océano durante un mes utilizando un sonar de última
generación, pero no pudieron hallar al Titanic. Cuando el buque oceanográfico norteamericano
Knorr remplazó a la nave francesa, el Dr. Ballard continuó con el sonar pero agregando un
equipo de exploración visual equipado con potentes luces y la cámara submarina Argos.
A la 1 AM del 1º de septiembre de 1985 los expertos del Woods Hole divisaron en los
monitores a una de las calderas del Titanic acostada en el lecho marino. Este hallazgo les
permitió efectuar nuevas inmersiones y hallar al Titanic. Durante 3 días se tomaron fotografías
del naufragio, pero acosados por una tormenta emprendieron el retorno a tierra firme.
Allí comenzaron las desinteligencias entre los franceses y norteamericanos. La difusión por
parte de la prensa de los EE.UU. de las imágenes antes de que fuesen vistas en Francia
terminó con la asociación franco-norteamericana.
Un año más tarde, Ballard organizó una nueva expedición utilizando el buque Atlantis II y el
mini-submarino Alvin. El vehículo no tripulado Jason Junior era comandado por control remoto
desde el éste y sus reducidas dimensiones le permitieron introducirse en el casco del Titanic
para obtener increíbles imágenes de video.
Lo que las tomas permitieron constatar fue que el Titanic se había seccionado en dos partes
antes de hundirse y éstas se hallaban separadas unos 600 metros entre sí. El segmento

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anterior que iba desde la proa hasta algo más allá de la segunda chimenea, se hallaba en
estado aceptable. La parte posterior, en cambio, estaba muy dañada.
También pudo observarse que todos los elementos hechos en madera habían desaparecido,
a excepción de aquellos realizados en teca. No se veían restos de seres humanos y casi no
había rastros de prendas de vestir, a excepción de algunos zapatos y las valijas de cuero.
El Dr. Ballard se opuso a retirar cualquier tipo de elementos del sitio del naufragio. Hacerlo,
según él, era como profanar un cementerio. A contrapelo de sus ideas, en 1987 tuvo lugar la
primera expedición cuyo propósito fue traer a la superficie objetos del Titanic. La empresa
Titanic Ventures -que algunos años después fue absorbida por la RMS Titanic inc- inició una
serie de expediciones durante las cuales se extrajeron numerosos elementos del interior del
buque y también del área circundante.
Al comienzo se utilizaron los brazos mecánicos del submarino Nautile, propiedad de Ifremer
pero también se contó con la valiosa colaboración de los sumergibles rusos Mir I y Mir II y su
barco de apoyo, el Akademik Mistislav Keldysh.
Entre los miles de objetos recuperados hay botellas, piezas de loza, platería, pescantes de
los botes salvavidas, juguetes, trozos de carbón, objetos personales, la estatua que adornaba
la gran escalera, el silbato del Titanic, un trozo del casco y hasta la campana con la que los
vigías dieron la alerta del iceberg.
Todos estos valiosos elementos se exhiben en la exposición itinerante que recorre el mundo
y en las otras que son de tipo permanente.
En 1991 un emprendimiento ruso-canadiense filmó una película documental que fue
proyectada en los cines Imax, de gigantescas pantallas esféricas. El director James Cameron y
su equipo de filmación, asistidos por un equipo de exploración submarina de origen ruso,
también visitaron el lugar de reposo del Titanic, obteniendo las formidables imágenes que
conforman la primer parte del film estrenado en 1997.
Mi obsesión por el hundimiento del Titanic me hizo visitar la Exposición Titanic que tuvo lugar
en Munich en 1999. A fines del 2000 tuve noticias de que la muestra vendría a Buenos Aires.
La exposición abrió sus puertas en el predio de La Rural en Marzo de 2001 y no podría precisar
cuántas veces la visité. En una de esas tantas visitas y mientras me hallaba en las oficinas de
la administración de la muestra, llegó un envío del courier UPS con una valija negra y las
pertenencias del pasajero argentino del Titanic, Edgardo Andrew. Debo confesarle que
experimenté una sensación que me resulta difícil de explicar. Un par de días después, estos
objetos se hallaban expuestos en una vitrina. Cuando la expo cruzó los Andes, no pude resistir
la tentación y volé a Santiago para verla.
En 2008 viajé con mi familia a Las Vegas y California. Lo más lindo para mí fue que pude llevar
a mi nieto, que por entonces tenía 2 años, a ver la exposición Titanic que se había asentado en
el hotel Tropicana, ubicado sobre el strip. El lector podrá imaginarse que –no obstante su corta
edad- el niño ya había visto parte del video de la película y hasta sabía quién era el capitán
Smith. El pequeñín quedó fascinado y ni le cuento de la emoción que yo tenía.
Luego de un día y medio en ”Vegas” nos fuimos en auto a Long Beach para alojarnos en el
viejo transatlántico Queen Mary que como ya le conté anteriormente, ahora es un hotel.
El niño estaba en la gloria y yo también, mientras que el resto de la familia apenas esbozaba
una sonrisa. El problema fue que mi nieto era un poco chico todavía y hoy cree que durmió en
el Titanic.

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FIN
pero sigue

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BONUS
¿Y si no se hubiera hundido?

Hemos visto en detalle porqué y cómo se desarrollaron los hechos que condujeron al naufragio
del Titanic. Ahora lo invito a suponer conmigo que el trágico hundimiento no hubiese tenido
lugar. ¡Quién de nosotros no habrá imaginado alguna vez un Titanic haciendo su entrada
triunfal al puerto de Nueva York, escoltado por una docena de remolcadores haciendo sonar
sus sirenas a modo de recibimiento!
De haber sucedido de ese modo, es probable que los viajes transatlánticos y la navegación
en general no habrían sido todo lo seguros que luego fueron y hoy día son.
Para demostrarlo, vamos a plantearnos un ejercicio imaginativo con tres posibles escenarios.
El primero de ellos, por cierto el más probable, es que simplemente nada hubiera sucedido. El
segundo escenario nos muestra al primer oficial Murdoch maniobrando a tiempo...¿Por qué
no? El tercero, al que tampoco podríamos calificar de imposible, nos lleva a pensar en que,
habiéndose producido el choque con el témpano de hielo, el Californian -buque que se hallaba
en las cercanías- hubiese acudido prestamente a auxiliar al Titanic.
En la primera de nuestras hipótesis, no se habría visto modificado el ambicioso plan de
Bruce Ismay para bajar el tiempo empleado por el Olympic un año antes. El Titanic habría sido
noticia en todos los diarios, pero no precisamente de primera plana. Para que la población
americana se mantuviese entretenida, ese mismo 15 de Abril, tan sólo unas horas después que
el Titanic se fuera a pique, el acorazado Utah -casualmente el más grande del mundo- chocaba
en medio de un banco de espesa niebla con el buque inglés Condor, una noticia que ocupó un
lugar poco destacado en los diarios estadounidenses. Una vez en Nueva York, los pasajeros
ricos y famosos del Titanic, habrían formulado declaraciones triunfalistas para la sección
“Sociales” comentando las bondades de la nave y elogiando la maestría del capitán al conducir
tan gallardamente a esa maravilla de la ingeniería naval inglesa. En síntesis, el viaje inaugural
del Titanic, visto cien años después, habría sido tan intrascendente como el del Olympic en
1911 o el del Mauretania en 1907. El veterano Capitán Edward Smith se habría retirado con
todos los honores al finalizar el viaje, o tal vez habría permanecido algún tiempo más en
actividad hasta conducir en su debut al tercer buque de la serie -el Britannic- que siguiendo la
tendencia habría sido más lujoso aún que sus predecesores.
Pasemos ahora a analizar el segundo de nuestros escenarios que, a decir verdad, por poco
no fue real. En éste, los hechos se complican algo más. Eludir semejante témpano de hielo
con un barco de 60.000 toneladas de desplazamiento, obviamente no es juego de niños. La
noticia de la feliz maniobra de éstos, habría agregado una página brillante en la carrera de los
oficiales Murdoch y Moody, el vigía Frederick Fleet y el contramaestre Hitchens, quien
empuñaba la rueda del timón. El hecho habría sido retratado por la prensa como un suceso
menor, o la tragedia que no fue, y tal vez el incidente del Utah habría sido la noticia del día.
Si exploramos la tercera de nuestras hipótesis -que el Titanic hubiese naufragado pero con
el Californian acudiendo a prestar ayuda- tendríamos que cambiarle el nombre al capítulo. Sin
embargo, permítame dejarlo así, para ir de lleno a esta alternativa que también pudo ser.
Al haber fracasado el primer oficial Murdoch en su intento de esquivar el iceberg -tal como
sucedió- se inundan seis compartimientos estancos. El Capitán Smith llama urgentemente al
diseñador naval Thomas Andrews quien -igual que en la vida real- confirma que el buque no

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tiene salvación y en consecuencia el Capitán le ordena al joven telegrafista Phillips que pida
auxilio. Los mensajes telegráficos son recibidos por el Californian, que por fortuna, está a sólo
15 kilómetros de distancia.
Rápida y ordenadamente comienzan las tareas de descenso de los botes de salvamento.
¿Se imagina Ud. el alivio a bordo del Titanic al divisar la silueta del Californian agrandándose
de a poco? Minuto más, minuto menos, en una hora el Californian está allí y utiliza sus propios
botes de salvamento para suplementar a los del Titanic que, en incesante trajín, van y vienen
durante una hora más. Otros pasajeros y tripulantes -tal vez más arriesgados- se arrojan al mar
helado para nadar y en cuestión de minutos ya están seguros y tibios a bordo del Californian.
En una coordinada acción de ambas tripulaciones, nadie perece en el naufragio. Esta tercer
posibilidad es la que más consecuencias habría acarreado. Lo invito a analizarla conmigo.
Stanley Lord, el capitán del Californian, habría sido el héroe indiscutido de esa noche,
seguido de cerca por los telegrafistas de ambos buques. Seguramente, a Lord le habría sido
ofrecido con posterioridad el mando de una nave un poco más glamorosa que el Californian.
Me animo a decir también que el Congreso de los EE. UU. lo habría condecorado y que los
opulentos y generosos pasajeros del Titanic, como muestra de agradecimiento, le habrían
hecho algún regalo. El primer oficial Murdoch, el capitán Smith y Bruce Ismay se habrían visto
en aprietos, aunque éste último no en tantos como en los que finalmente se vio. El veterano
Smith y el desafortunado Murdoch habrían tenido que buscarse nuevos trabajos en tierra firme.
Thomas Andrews, el ingeniero naval, uno de los diseñadores del Titanic, se habría ganado -
como era usual en las escuelas en aquella época- el “bonete de burro” y además habría estado
vivo para recibirlo.
Imaginemos cómo habría sido la vida de los acaudalados pasajeros de quienes ya nos
hemos ocupado en un capítulo anterior.
Por ejemplo: Si John Jacob Astor no hubiese muerto en el naufragio, con el correr de los
años, tal vez habría continuado adquiriendo propiedades y construyendo hoteles.
Billy Carter habría podido pasear con su Renault por las calles de Filadelfia en los casos 1 y
2 y su esposa quizás no le habría pedido el divorcio...¿O sí?
Los esposos Duff Gordon habrían seguido muy tranquilos con su alegre existencia de bon
vivants pero las botiques de Lucy no se habrían beneficiado con el “efecto Titanic”.
La Señora Harris tal vez no habría tenido que casarse tantas veces más y es casi seguro
que la Universidad de Harvard se habría quedado sin la biblioteca que le donó Eleanor Widener
en memoria de su hijo Harry.
Si el Padre Byles no hubiese muerto, habría podido celebrar el matrimonio de su hermano y
si Washington Roebling se hubiera salvado, la fábrica Mercer habría podido continuar
construyendo automóviles sport y tal vez hoy pensaríamos en un Mercer en vez de un Porsche
a la hora de adquirir un auto deportivo.
¿Y la insumergible heroína Molly Brown...Quién se acordaría hoy de esa ridícula nueva rica
de Colorado?
Y si el Titanic hubiese arribado en tiempo y forma a Nueva York, los dones proféticos del
escritor Morgan Robertson habrían podido compararse, en cuanto a exactitud, con el
pronóstico meteorológico.
Si avanzásemos rápidamente en el calendario hasta nuestros días, actor Leonardo Dicaprio
sería recordado como el joven protagonista de “La máscara de hierro” o tal vez de “La playa” o
“El Aviador”. Celine Dion -hoy una diva mundial- sería más que nada, una muy buena cantante
oriunda del Canadá de habla francesa.
Ciertamente, lo más grave en cualquiera de los casos que hemos planteado, es que nada
habría cambiado mayormente en cuanto a la seguridad de los viajes por mar. Durante unos

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cuantos años más, los buques ingleses habrían seguido navegando con los escasos dieciséis
botes salvavidas que exigía el reglamento de 1894 brindando amplio espacio en sus cubiertas
superiores para desarrollar actividades recreativas como descansar tendido en las sillas de
cubierta, pasear al sol, jugar al shuffleboard o cualquier otra tontería.
Para probar que aún con el escenario número tres -el del hundimiento pero con un oportuno
y puntual salvataje- todo habría continuado siendo igual, es conveniente que sepamos que las
compañías navieras sostenían que el sistema de telegrafía inalámbrica Marconi hacía posible
que cualquier buque que se hallase en apuros, utilizara los botes de salvamento de la nave que
le prestase ayuda. Obviamente, esta teoría se fue a pique junto con el Titanic.
La pregunta no parece ser otra que la que a continuación voy a formularle ahora al lector:
¿La muerte de 1500 personas era el precio que se debía pagar para que cambiaran las
condiciones de seguridad en el mar?

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