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Las decisiones tecnológicas configuran nuestro futuro con una determinación que no tiene ninguna
otra medida humana. Nos hemos instalado en una cultura en la que el cambio tecnológico impone
las reglas de la Reina Roja de Alicia en el país de las maravillas, correr mucho para quedarse en el
mismo sitio. El cambio técnico permanente es la forma cotidiana de vivir la historicidad, sustitu-
yendo en el papel de destino a la meteorología y otros avatares naturales o sociales que configura-
ban las sociedades preindustriales.1 La red de cambios es tan densa y su interacción tan determinan-
te que esta categoría de fatum que ha adquirido el cambio tecnológico es el trasfondo que da sentido
a muchos proyectos morales y políticos contemporáneos. Por suerte, el determinismo tecnológico
no es el único modo de vivir el cambio tecnológico. También es cierto que en una parte de la socie-
dad ha ido calando la esperanza y la creencia de que el control social de las alternativas tecnológi-
cas es posible. Si la democracia es el proyecto y la posibilidad de la determinación colectiva y libre
del futuro, el control social de las decisiones tecnológicas es uno de los territorios donde se decide
esa posibilidad.
El control social es la capacidad de tomar decisiones efectivas sobre el curso del cambio
tecnológico sometidas tanto a normas de moralidad como de racionalidad. Algunas decisiones se
adoptan porque son óptimas desde el punto de vista racional, otras porque lo son desde el punto de
vista moral. En ambos casos aplicamos valores que serán legítimos en la medida que su origen sea
un proceso legítimo de construcción colectiva. La exigencia de legitimidad del proceso de toma de
decisiones se extiende a todas las fases del desarrollo tecnológico. Pues el control social no se limi-
ta, no se debe limitar, a la negociación de conflictos originados por los proyectos tecnológicos que
ya se han puesto en marcha, cuando han completado ya su diseño, se han implantado o se encuen-
1 No debe inferirse que esta nueva forma se vive psicológicamente como una liberación. Por el contrario, una nueva sen-
sación de riesgo parece haber sido una de las consecuencias de la modernidad, según la opinión de algunos sociólogos.
Por ejemplo, A. Giddens señala estos cambios en la percepción del riesgo: 1) la globalización en intensidad del riesgo (la
guerra nuclear o biológica, por ejemplo), 2) la globalización del riesgo como suma de pequeños cambios contingentes, por
ejemplo el cambio climático o en la biodiversidad inducido por los microcambios industriales y de consumo, 3) el riesgo
que genera el entorno creado por la incorporación del conocimiento al medio natural, 4) el riesgo institucionalizado (los
mercados de inversión, por ejemplo), 5) la conciencia del riesgo como riesgo y no como destino, tal como ocurría en
culturas regidas por visiones religiosas, 6) la conciencia ampliamente social del riesgo: los riesgos son conocidos y com-
partidos por amplios sectores sociales y no solamente por los expertos, 7) la conciencia de la imposibilidad de control
tota! de las consecuencias de las acciones y por consiguiente de la incompleción radical de cualquier programa de tecno-
logización social [véase Giddens, p. 120].
tran en la fase última del debate público. Las posibilidades de reflexión, debate y determinación
social en estas últimas fases apenas alcanza a otras deliberaciones que las que se refieren a la locali-
zación de espacios, distribución de tiempos o compensaciones por daños. Por el contrario, el objeti-
vo de control social se extiende cada vez más al diseño participativo en todas las fases de desarrollo
del proyecto. Hay informaciones y desarrollos de posibles escenarios y alternativas que solamente
pueden obtenerse o imaginarse a través del debate social.
Pero el control social de la tecnología presenta dificultades particulares que son sensibles a
varios de los problemas más profundos de las democracias contemporáneas, de la propia noción de
democracia en sociedades complejas. En nuestro caso son dilemas que tienen que ver con la natura-
leza del sujeto colectivo implicado en las decisiones tecnológicas. Nos encontramos ante grupos e
instituciones que son arrastrados a algunas dificultades bien conocidas de la acción colectiva: dile-
mas de cooperación, asimetrías temporales y asimetrías de información. En pocas palabras, ¿cómo
es posible la democracia en un territorio en el que las normas del derecho no son suficientes, ni a
veces necesarias, para permitir el control colectivo del futuro?, ¿cómo es posible un control de la
tecnología que sea a la vez democrático, racional y moralmente legítimo? La democracia es una
exigencia normativa acerca de la naturaleza del sujeto que adopta la decisión y sobre las caracterís-
ticas del proceso de toma de decisiones.
El problema es que las condiciones mínimas de control democrático que afectan a todo tipo
de decisiones políticas, en el caso de la tecnología, puede que no sean suficientes para garantizar su
racionalidad, su moralidad y quizás tampoco la democracia. Para citar rápidamente algunas de estas
peculiaridades:
1) Las decisiones tecnológicas son miopes, están generadas por una racionalidad limitada
que no alcanza a sopesar todas las iniciativas, sino tan sólo aquellas que se limitan a objetivos pró-
ximos. Las trayectorias tecnológicas, que nacen de la secuencia de decisiones, no forman las líneas
de un plan perfecto sino más bien las curvas casuales de un sendero montañoso que dibuja el perfil
de un territorio accidentado.
4) Las decisiones tecnológicas toman la forma de una decisión colectiva en la que el costo
de la decisión para cada uno de los agentes implicados no se ve compensada con el beneficio que
obtienen.
Si bien es cierto que son muchos más los campos de decisión en los que están involucrados
estas tensiones, además del control social de los proyectos tecnológicos (el Estado de bienestar
presenta problemas parecidos), es la importancia para el futuro que tiene la tecnología lo que con-
vierte esta tensión en un problema esencial de nuestras sociedades. Pero no hay un punto privilegia-
do de equilibrio en la tensión entre los tres polos que pueda calcularse matemáticamente: a! final, es
el consenso social el que determina la mezcla adecuada de valores. Y la necesidad de consenso nos
lleva de nuevo al problema de la constitución plural del sujeto de las decisiones.
2 El término es de Rawls; se refiere a las grandes visiones del mundo, la de las religiones, por ejemplo, que contienen
sistemas morales completos junto con concepciones de la sociedad, del hombre, etc. El problema que plantea Rawls es el
mismo que estamos considerando: las perspectivas son diferentes y lo van a ser durante mucho tiempo. Cómo es posible
un contrato social que sea democrático y estable. La dificultad, insiste Rawls, deriva de la estabilidad: si las partes no
están convencidas de que el acuerdo es legítimo, el pacto nunca será estable, sino tan sólo una fase transitoria para derro-
car al enemigo.
3 El capítulo siguiente se extiende acerca de esta tensión entre los tres polos de decisión.
El punto de vista que vamos a desarrollar se resume en la idea de que el sujeto plural sola-
mente es legítimo si cada parte respeta los valores internos, constitutivos, de las otras partes, y si el
acuerdo surge de un proceso público de formación de un consenso estable. El respeto a los valores
internos es esencial. Las democracias contemporáneas son irreversiblemente plurales, y también
irreversiblemente corporativas, y las llamadas al interés general son estériles si no reconocen pre-
viamente este carácter definitivo de la pluralidad de perspectivas. La contrapartida del reconoci-
miento de la pluralidad es que se exige de las partes una exposición clara de los valores de la propia
tradición o del propio punto de vista al tiempo que un compromiso inicial de no deslegitimación de
los intereses de la(s) otra(s) parte(s). Los solapamientos, las discusiones y los procesos de forma-
ción pública de consenso se desenvuelven entonces siguiendo una dinámica de múltiples equilibrios
de valores en tensión, que son examinados, sopesados y, finalmente, aceptados por el sujeto colecti-
vo.
Para simplificar el modelo de consenso, supondremos tres sujetos o tres puntos de vista di-
ferentes: el punto de vista del ingeniero, el punto de vista del empresario, el punto de vista del usua-
rio. Puesto que toda decisión está sometida a externalidades, estos tres puntos de vista no agotan la
discusión: están los otros, que no son ni serán usuarios, pero quizás paguen los costos de la deci-
sión, están las generaciones futuras (una parte de los otros que no puede estar representada en la
discusión), están los compromisos con el pasado, los costos invertidos, etc. Pero la formación de
consensos no es diferente en esencia. En el proceso de debate sobre la tecnología, idealmente, cada
parte representa la defensa de unos puntos de vista que son los de su perspectiva y situación particu-
lar. Los valores y objetivos de cada parte entran en la controversia junto a la discusión sobre los
medios y las alternativas concretas. La controversia será limpia y legítima sólo si se respetan, aun-
que no se compartan, los puntos de vista e intereses de la otra parte y no se niegan sus pretensiones
de legitimidad. El gerente propondrá criterios de presupuesto, de restricción de posibles diseños:
tiene valores a los que atenerse; el usuario, las organizaciones de usuarios, propondrán restricciones,
cambios y limitaciones con un punto de vista igualmente legítimo y distinto. Y el consenso resultará
al final en un proceso de mutuas constricciones y, en el mejor de los casos, de enriquecimientos
mutuos.
En este capítulo consideramos un modelo aún más simple: nos fijaremos únicamente en el
punto de vista del ingeniero. Es una de las partes implicadas que, a diferencia de las otras, está con-
formada por tradiciones y valores internos al cambio tecnológico. No es tan habitual como parece el
considerar la perspectiva del ingeniero: los economistas tienden a tomar como un dato la innovación
y a aplicar simplemente criterios de rentabilidad; las perspectivas de los nuevos movimientos socia-
les no distinguen tampoco entre los intereses del ingeniero y los del economista: el que los laborato-
rios de innovación estén pagados por la empresa parece implicar que solamente son intereses eco-
nómicos los que cuentan. También es cierto que sí es habitual lo contrario, deslegitimar los intere-
ses de los usuarios, de los movimientos ecologistas, feministas, movimientos de solidaridad, etc.,
por ser movimientos «interesados» políticamente. Pero estos modos de deslegitimación del otro son
precisamente los que impiden un acuerdo estable y legítimo.
A estas alturas el siglo toda reflexión sobre las relaciones entre tecnología y valores tiene que dar
por supuesto que las decisiones tecnológicas, como los juicios y decisiones científicas, están «car-
gadas de valores»: es una constatación que pertenece al tras-fondo común de nuestra cultura, en la
que se ha reflexionado largamente sobre la naturaleza de la axiología en actividades humanas con
reglas internas que las constituyen y preservan su autonomía y especificidad. ¿Quién va a negar
ahora que los juicios científicos estén no solamente cargados de compromisos axiológicos, así como
de compromisos éticos? Es difícil encontrar a alguien que crea todavía que existe una inseparable
barrera entre la actividad intelectual pura y la actividad comprometida y dirigida por valores.
Ahora bien, una cosa es que haya valores y otra muy distinta es que todos los valores se
mezclen en la misma categoría, que no haya una diferencia entre valores internos y externos. Que
unos y otros valores intervengan en distinto grado en todas las decisiones no implica que no haya
que exigir un orden de valores. Esta distinción es algo que olvidan quienes insisten en la presencia
de todos los valores e intereses en todas las decisiones. La exigencia de orden es sin embargo una
exigencia normativa sin la que no se puede seguir hablando. Supongamos que un sociólogo cons-
tructivista, habitualmente lúcido respecto a la presencia de todo tipo de valores, se ve involucrado
por casualidad en un conflicto jurídico en el que él mismo es parte interesada: ¿debería de decaer en
su derecho a exigir justicia porque esté consciente de que intervienen todo tipo de intereses en la
decisión del juez? No, está en su legítimo derecho a exigir al juez que ordene sus propias motiva-
ciones y coloque la justicia en el primer lugar. Y si criticamos al sistema jurídico es porque tenemos
una intuición de este orden de valores. Todas las parcelas de la cultura y la sociedad, en la medida
que desarrollan una cierta autonomía, desarrollan también un sistema de valores que son constituti-
vos respecto a esa región: la ciencia respecto a los valores epistémicos, el sistema educativo res-
pecto a la formación, la prensa respecto a la información,4 etc. Pues bien, también la tecnología
tiene una estructura de valores propia, que se asienta sobre fines autónomos no redu-cibles a intere-
ses ajenos, aunque puedan entrar ocasionalmente en conflicto con otros fines, y que los casos difíci-
les nos obligan a considerar el grado de compromiso que tenemos con esos valores. Se trata de valo-
res que legitiman una actividad y una institución por sí misma, porque nacen de la naturaleza de esa
actividad de tal modo que lo que uno puede cuestionar es la propia actividad en sí, pero no los valo-
res que la instituyen y constituyen.
En el capítulo segundo hemos propuesto la idea de que el campo ontológico de la técnica está cons-
tituido por lo que hemos denominado posibilidades pragmáticas. Mientras que nuestro sistema
conceptual define las posibilidades lógicas (es decir, lo lógicamente posible, imposible y necesario
relativo a un conjunto de proposiciones) y las leyes físicas determinan el campo de lo físicamente
posible y lo físicamente imposible, las técnicas determinan los estados que son realizables, dados
nuestros recursos y capacidades. Es una restricción de las posibilidades físicas: no podemos alcan-
zar objetivos que sean físicamente imposibles, aunque, por supuesto, podamos imaginarlos y repre-
sentarlos en la medida en que caen dentro de lo conceptualmente posible.
4 El que las instituciones estén constituidas, entre otras cosas, por valores internos, no significa que haya un orden natural
de estos valores, ni elimina el pluralismo. Una razón, entre otras muchas que cabría aducir, es la competencia entre valo-
res internos. En el caso de la tecnología, como ejemplo, ya establecimos en el tercer capítulo el carácter tenso de la in-
novación y el riesgo. Los diversos proyectos y programas son propuestas acerca de los puntos de equilibrio entre estos
valores constitutivos. Lo importante es que negar la existencia de estos valores equivale, simplemente, a negar la existen-
cia de esa institución. Ser consciente de este hecho es esencial: tal vez el fútbol sea también espectáculo, ocasión para
lavar dinero negro, espacio para todp tipo de mitomanías, etc., pero si no ordenamos los valores, simplemente nos resig-
namos a la desaparición del fútbol, del mismo modo que los estadounidenses se han resignado a la desaparición de la
lucha libre y la han sustituido por un circo aceptado socialmente. Que la ciencia, la educación, la prensa libre, la tecnolo-
gía sigan este camino es una alternativa histórica que no podemos excluir. Al contrario, lo sorprendente es cómo logran
mantenerse.
Las posibilidades pragmáticas que están abiertas por la existencia de una técnica son posibi-
lidades objetivas, en el sentido de que están más allá de la representación actual que de ellas se hace
el sujeto. Al desarrollar una técnica creamos en cierto modo un conjunto de mundos posibles o de
futuros realizables que no hubieran sido alcanzables de no existir la técnica, de manera que consti-
tuimos un conjunto de oportunidades de acción, algunas deseables y otras no, algunas legítimas y
otras no.
Es en este sentido en el que podemos sospechar que la representación de los fines guarda
una profunda relación con las oportunidades que nos ofrecen los medios de los que disponemos. La
relación no es sencilla, puesto que los fines están relacionados con nuestra imaginación, con la ca-
pacidad de representarnos futuros posibles, que lo son, por la propia naturaleza de la representación,
relativos a nuestro dominio conceptual. Pero la representación conceptual no es previa a la existen-
cia de los medios, sino que en cierta forma se solapa con ella: a menos que reconozcamos que algo
es un medio para algo, un objeto que puede ser utilizado, usado, para conseguir un deseo, es difícil
que el propio deseo se active como tal. En muchos casos ni siquiera puede existir representación del
deseo sin el conocimiento práctico de los usos del instrumento o medio. En resumen, la naturaleza
de las técnicas no es meramente la de ser esclavas de los fines, sino la de crear un espacio de opor-
tunidades que interactúa con nuestras motivaciones, deseos, miedos y valores, así como con nues-
tros conocimientos y conjeturas del futuro para hacer posible la emergencia de objetivos y fines
representados subjetivamente en la cabeza de los agentes.
Los sistemas tecnológicos5 son complejos en los que interactúan personas con artefactos
guiadas por planes que involucran un cierto número de técnicas. Lo importante de los sistemas tec-
nológicos es que están dirigidos a la transformación de la naturaleza a gran escala, mediante el re-
5La noción de sistema permite incluir objetos de naturaleza compleja e interconectada, incluyendo aquellos componentes
que pertenecen a ni veles muy distintos de organización, como son los artefactos y las personas. Sobre este punto, véase
A. Pacey, «Technology: Practice and Culture».
clutamiento y la organización de la cooperación de los agentes, siguiendo pautas fundamentadas en
el conocimiento compartido, sea éste científico o técnico, y mediante un proceso de institucionali-
zación u organización social que no había sido realizado en anteriores culturas técnicas. La emer-
gencia de este modo de organizar las técnicas hubiera sido imposible sin grandes cambios en la so-
ciedad. Tomemos como ejemplo la revolución industrial del siglo XLX centrada alrededor de la tec-
nología del vapor: es ésta una tecnología que involucra y reorganiza la siderurgia, la minería del
hierro y del carbón, el diseño de máquinas de vapor, tecnología, que, a su vez, hubiera sido imposi-
ble sin una potente industria de máquinas, herramientas, etc. Ya hemos señalado en el segundo
capítulo lo curioso que resulta el que las técnicas de uso del vapor como fuente de energía y movi-
miento hubieran estado disponibles por casi dos mil años, desde las máquinas de Herón de Alejan-
dría. El imperio romano no llegó a desarrollar esta tecnología, que apenas si sobrevivió más que
como curiosidad ornamental. Es un caso en el que las oportunidades abiertas por una técnica no son
realizables bajo una determinada formación social. La constitución de sistemas tecnológicos es una
parte del proceso de «estructuración» de una sociedad, que involucra formas de institucionalización,
establecimiento de una amplia división del trabajo y la creación de formas de expectativas raciona-
les acerca del futuro previsible que subyacen al periodo de existencia de un sistema tecnológico.
En el caso de la ciencia, desde el siglo XVII se conforma la tradición, basada en las relacio-
nes de escuela o relaciones maestro-continuadores, relaciones que muy rápidamente llevan a la
conciencia de la tradición, en la medida en que los pertenecientes a ella generan una historia interna
para diferenciarse de otras tradiciones: de la filosofía escolástica, por ejemplo, y de todas aquellas
formas de conocimiento que ahora se rechazan como diferentes. Como ha estudiado Merton, en un
plazo crítico de cincuenta años se conforma en Europa una nueva tradición que hoy identificamos
con la ciencia: la figura del sabio científico se convierte en este plazo en un modelo de éxito social,
algo inusitado hasta entonces en las sociedades estamentales. En el caso de la tecnología el proceso
tiene sus peculiaridades, pero no es diferente en esencia: el inventor tradicional, a veces anónimo y
otras veces como un reconocido artesano o artista va convirtiéndose en una nueva «profesión», en
una institución que en cierto modo exige profesar al lego y el sometimiento a normas existentes en
la profesión. Es la profesión de «ingeniero», que surge en los siglos XVI y XVII al compás de la
ciencia moderna. Héléne Vérin narra cómo la profesión de ingeniero nace de necesidades sociales
de los nuevos Estados, que exigen ya una estandarización de prácticas, así como una fundamenta-
ción matemática que las tradiciones verbales de los artesanos no son capaces de satisfacer. El cono-
cimiento privado transmitido directamente de maestro a alumno debe ahora hacerse público, para
cumplir, por ejemplo, los márgenes de calidad que exige la sociedad. Las ordenanzas reales obligan
a los constructores de buques a dibujar previamente, y mostrar sus diseños a la autoridad, así como
a efectuar después viajes en dichos buques, para mejorarlos en sucesivos diseños.6 A lo largo del
siglo XVIII va surgiendo la profesión en un lugar intermedio entre el Estado y la empresa privada,
por un lado sometido a las fuerzas de la necesidad de estandarización, de control público, por otro,
sometido a las presiones del beneficio económico. El resultado, en lo que a nosotros concierne, es la
génesis de una tradición.
Repárese en que esta doble presión solamente es posible mediante una reorganización total
de las prácticas sociales: por ejemplo, el simple caso de organizar las armas de fuego en categorías
determinadas por los calibres, una tarea que se proponen en Francia los reyes de Luis XII a Luis
XVI,7 implica algo más que una mera orden, significa un auténtico ejercicio de ingeniería social,
que entraña desde la movilización de artesanos e ingenieros hasta sistemas de acuerdo entre las
fábricas y los talleres.
¿Por qué habría de generar este proceso un hilo conductor interno de génesis de una tradi-
ción con normas propias? De hecho no hay ninguna necesidad histórica. Es más bien el resultado de
otras presiones sociales que conducen al mantenimiento de la tradición. Quizás la competencia
internacional, quizás otras razones, lo cierto es que a lo largo del siglo XIX se observa un proceso
claro de institucionalización de la tecnología y los sistemas tecnológicos. Aparece la conciencia
profesional del ingeniero, a veces en medio de profundas crisis;8 emerge como una conciencia por-
tadora de valores propios, de un código deontológico que crea sus propias figuras ejemplares9 y sus
mitos de grandes héroes inventores que cambian la sociedad. La figura prometeica del ingeniero
atrajo desde los primeros momentos a los literatos, atrajo a Hollywood, como no podía ser de otra
forma, y se convirtió en parte de la conciencia pública, sustituyendo en buena medida a la figura del
sabio o el científico.
extraña de no pertenecer ni a la clase dominante que dirige la empresa ni a la clase trabajadora. En Alemania, la emergen-
cia de la conciencia profesional del ingeniero se constituye, según el autor, como una conciencia social que explica, entre
otras cosas, el apoyo posterior al nazismo. Pursell explica cómo esta conciencia desgarrada se produce en el seno de una
tensión bien diferente, entre la conciencia de género de las mujeres ingenieras en la Inglaterra de las entreguerras y su
conciencia profesional. En cuanto a la génesis de esta conciencia interna, no debemos olvidar que se produce tal vez como
inducción desde campos distantes aunque relacionados. Hacker explica cómo la ideología profesional del ingeniero está
relacionada con la conciencia profesional de los militares, de los que es ciertamente heredero en buena medida. El aparato
militar se configura como una institución profesional en el Estado industrial, encomendado ahora a los «ingenieros de la
guerra».
9 Oig y Billington narran de manera ejemplar el caso de Ammán, et constructor del puente de Washington en el Harlem
de Nueva York. Es un caso entre otros muchos de difícil navegación entre constricciones políticas y futuros técnicos
posibles, pero el caso es especialmente aleccionador acerca de la red de valores y constricciones que constituyen la tecno-
logía moderna.
Algunos autores han defendido la existencia de comunidades tecnológicas,10 siguiendo una
tradición nacida en la filosofía de la ciencia. Tales comunidades serían, análogamente a las comuni-
dades disciplinarias de la ciencia, el sustrato institucional en el que se habrían desarrollado los valo-
res internos, del mismo modo que lo han hecho en las comunidades científicas.1111 Hay ciertas dife-
rencias entre la tecnología y la ciencia que no debemos ocultar, sin embargo, para evitar que la
analogía nos desborde. La ciencia es un sistema público de comunicación de resultados sometidos
al control público de los pares. Los científicos están motivados en una buena medida por la búsque-
da del reconocimiento de sus iguales, a los que respetan y cuya opinión es una guía para su trabajo
tan potente o más que la respuesta de la naturaleza.12 En la tecnología, pese a la creciente interde-
pendencia con la ciencia, son los valores prácticos de los resultados, de uso o de valor, los que
guían la actividad innovadora. Los criterios internos de los pares no tienen la fuerza que tienen,
pongamos por caso, las recompensas sociales o económicas que produce una patente, 13 por otra
parte, frente ai sistema de comunicación pública de los resultados, el secreto de las innovaciones y
diseños es a veces más la regla que la excepción. Pese a todo, la tecnología moderna ha desarrollado
un sistema de valores propios y una tradición que tiene todas las características de una tradición
cultural. No es necesario que esta tradición reciba un soporte institucional autónomo, en el sentido
en el que las disciplinas científicas y otras instituciones similares constituyen los vehículos que
reproducen la conducta «metodológicamente correcta» del investigador científico. En la tecnología,
en último pero no menos importante lugar, el usuario de la tecnología o de su producto tiene un
papel que no tiene en la ciencia: es el que conforma la capacidad de uso y por consiguiente quien
garantiza la supervivencia del sistema tecnológico.
10 Especialmente Vicenti 2, pero en la misma línea está el ya clásico Layton y Constan! II 1. La filosofía de la tecnología
alemana, de la que es heredero el pensamiento original del Ortega de la «Meditación de la técnica», forma el marco con-
ceptual que conforma también esta tradición, pero como causa más próxima se encuentra sin duda la explicación kuhniana
del desarrollo de la ciencia.
11 Broncano 5 es una propuesta acerca de cómo se desarrollan en la ciencia los códigos deontológicos internos que cate-
gorizamos bajo el apartado de método científico.
12 Sobre el carácter especial de los resultados científicos, Maltrás ha aportado ideas interesantísimas sobre el especial
carácter de los resultados públicos en la ciencia.
13 Jesús Vega me ha señalado en varias conversaciones la obsesión de James Watt, uno de los casos paradigmáticos de
esta nueva figura, por proteger y ocultar sus descubrimientos bajo patentes. Un caso similar fue el de Brunelleschi, quien
construía sus máquinas en lugares diferentes para proteger su autoría [véase Scaglia].
La tradición ingenieril: una solución a un problema, ¿por qué se innova?
La idea que proponemos es que el imperativo cuasimoral que construye la tecnología como un do-
minio parcialmente autónomo de la cultura no es ajeno, sino un producto consustancial de la natura-
leza compleja de los grandes sistemas tecnológicos. Los sistemas tecnológicos exigen la coopera-
ción de actividades heterogéneas en su naturaleza y en sus valores. Consisten en inmensos comple-
jos de solución de problemas que involucran una extensa y profunda división social del trabajo,
desde los aspectos gerenciales y económicos, pasando por los políticos hasta los científicos y «pura-
mente» tecnológicos. La tecnología en general, el inventor y el ingeniero en particular, existen y se
han reproducido porque han ejercido una función en el cambio social y porque las sociedades han
preservado esta tradición, permitiendo la transmisión de los valores que la constituyen.
Si bien es cierto que hay técnicos porque es necesario un saber práctico especializado para
el mantenimiento de la producción en un sistema basado en la división social del trabajo, la existen-
cia de técnicos no explica por sí misma la dinámica de la tecnología en la tradición económica occi-
dental. Hay otras sociedades en las que también hubo técnicos, como ocurrió en la cultura china, sin
que se constituyese una tradición de tecnología. Esta dinámica debemos explicarla por la existencia
de un cierto conjunto de perspectivas y valores que son preservados en la tradición tecnológica. Y
esta tradición nos permite resolver un problema que observamos en el anterior capítulo, ¿por qué
innovar?
Los economistas se han encontrado siempre en una situación paradójica cuando se han en-
frentado al cambio tecnológico. Todos han reconocido su importancia, desde el Adam Smith que
introduce la innovación técnica en el corazón de su explicación del cambio técnico14 hasta Marx,
quien afirma que «la burguesía no puede existir sin renovar continuamente los medios de produc-
ción». Sin embargo, a la hora de explicar el cambio técnico, éste queda como una variable externa
al equilibrio económico: da igual que haya cambio técnico o aumento de la explotación por dismi-
nución del valor de la fuerza de trabajo. La función de producción que regula el equilibrio y por
consiguiente la conducta de los agentes toma el mismo valor. Pero la intuición que tenemos los que
14 La tesis de Adam Smith es que la innovación tecnológica es un producto y un motor a la vez de la división social del
trabajo: «es mucho más probable que los hombres descubran métodos idóneos y expeditos para alcanzar cualquier objeti-
vo cuando toda la atención de sus mentes está dirigida hacia ese único objetivo que cuando se disipa entre una gran varie-
dad de cosas. Y resulta que como consecuencia de la división social del trabajo, la totalidad de la atención de cada hombre
se dirige naturalmente hacia un solo y simple objetivo. Es lógico esperar que los que están ocupados en cada rama especí-
fica del trabajo descubran pronto métodos más fáciles y prácticos para desarrollar su tarea concreta, siempre que la natura-
leza de las mismas admita una mejora de este tipo» [A. Smith, pp. 40-41], aunque al tiempo reconoce que no siempre la
invención es producto de las mejoras increméntales de los usuarios: «otros (descubrimientos) han derivado de aquellos
que son llamados filósofos o personas dedicadas a la especulación, y cuyo oficio es no hacer nada pero observarlo todo;
por eso mismo, son a menudo capaces de combinar las capacidades de objetos muy lejanos y diferentes» [p. 41 ].
no somos economistas es que el cambio tecnológico introduce una asimetría causal y temporal en la
organización de los sistemas sociales y económicos que no es capturada por la teoría clásica del
equilibrio. Es precisamente en esta asimetría en donde encontramos la fuente del valor de la tec-
nología.
La genealogía de la creatividad
El obstáculo que se le plantea a alguien que postule que el beneficio económico es el motor de toda
la innovación tecnológica es que no siempre la innovación tecnológica tiene beneficio. No siempre
los grandes innovadores tuvieron un premio económico, y es posible que lo contrario sea más ha-
bitual de lo que parece. Se puede aducir el caso de Edison, quien fue un empresario-inventor, como
también lo fue en parte James Watt, pero no constituyen la regla; ocurre, además, que su creatividad
innovadora excede muchísimo a su creatividad empresarial. Y, por cierto, también se arruinaron en
alguna ocasión. Incluso para empresas enteras, la decisión de innovar no siempre es rentable eco-
nómicamente. Sí, quizás, la de incorporar nuevas tecnologías una vez que han probado su validez.
Pero tomemos por ejemplo una empresa informática pequeña: siempre es mucho más productivo
copiar la tecnología de otros y abaratar costos insistiendo en los costos de trabajo o de gestión. En
términos de decisión racional hay una fuerte prima para aquel que incorpore primero una innova-
ción que tenga éxito, pero no la hay tan clara para aquel ingeniero o aquella empresa que decida
perder el tiempo y numerosas inversiones en la innovación. De hecho se trata de decisiones estraté-
gicas que solamente llevan a cabo empresas que crean un medio empresarial en el que tienen senti-
do planificaciones estratégicas, o investigadores individuales que entran en una dinámica muy simi-
lar a las de los científicos, para quienes la recompensa no es estrictamente económica, sino episté-
mica.
Como el propio Adam Smith reconoce, la creatividad humana está antes, es el impulso que
crea la división social del trabajo, por un sesgo que explicó muy bien Ricardo, por la ventaja com-
parativa que produce la diferenciación. En eso no parece distinguirse la evolución cultural y social
de la evolución biológica de las especies. Pero también en biología los comportamientos altruistas
no son fáciles de explicar, no son adaptativos. Para algunos filósofos son el producto del oculto
egoísmo de los genes,15 para otros, un producto de la elección de los individuos que mostraban esa
conducta por parte de quienes habían de reproducirse con ellos.16 En este segundo caso tenemos que
algunos comportamientos no son reducibles a cálculo, sino que, una vez que aparecen, se mantienen
y reproducen porque hay una selección positiva por sus efectos beneficiosos.
Puede que resulte extraño, si no cínico, hablar de altruismo aplicado a los ingenieros: lo es
si estamos pensando en los grandes ingenieros-empresarios. Pero nadie ha dicho que sean o hayan
sido ellos los motores de la innovación: ellos son más bien sus beneficiarios, los poseedores de las
patentes. Pero se ha atendido muy poco, desde mi punto de vista, a los conflictos que surgen dia-
riamente entre los impulsos creadores y los intereses empresariales. Y curiosamente algunas de las
últimas transformaciones más importantes han sido producto de una actitud de rebeldía respecto a
estos intereses. Castells [1] recoge algunos aspectos de la historia de las innovaciones informáticas
de los años ochenta, que han cambiado como pocas el escenario económico y social de nuestra
época: han sido en buena parte producto de innovadores externos a las grandes empresas. No puede
entenderse el fenómeno de creatividad que significa Silicon Valley entendiéndolo solamente en
15 Williams es el ya clásico expositor de esa tesis, que ha llegado a ser popular gracias al gran divulgador que es R. Daw-
kins.
16 Wilson y Sober han supuesto un renacimiento de la selección de grupo con el apoyo de un nuevo argumento: hay
selección de grupo cuando los organismos o genes tienen todos la misma eficacia biológica por el hecho de pertenecer al
grupo. El altruismo se produciría, en primer lugar, por la generación de grupos de altruistas por el hecho de que son al-
truistas: son por ello elegidos por sus parejas para procrear y, en segundo lugar, por la competencia de los grupos con un
alta tasa de altruistas frente a los que tienen tasas más bajas.
términos económicos: al contrario, el movimiento económico de centros geográficos como éste está
impulsado por un efervescente proceso de realimentación de la innovación que se produce fuera del
mercado, en la educación, en la propia vida cotidiana, en los laboratorios de innovación, en los
restaurantes,17 en las redes sociales creadas entre las universidades y los laboratorios, entre inge-
nieros y estudiantes. Puede estudiarse económicamente un fenómeno como Silicon Valley, como
París Sur o como Boston, pero no puede explicarse económicamente.
La primera de las razones nos lleva a los mismos fundamentos de la moral: el deber, sea
cual sea, implica un «puede» sin el cual la moral se vacía de contenido humano. Es en este sentido
en el que el proyecto de autonomía humana adquiere una dimensión moral. La creación de futuros
posibles más allá del espacio de posibilidades determinado por las rígidas leyes de la naturaleza y
las contingencias de la historia es parte de la propia naturaleza normativa de la moral. No necesita-
mos moral si las alternativas están tan rígidamente determinadas que solamente hay que obedecer-
las. En el «Elogio de Epicuro», el Lucrecio del De Rerum Natura nos explica cómo el gran ejemplo
moral de Epicuro había sido el elevarse a los cielos, cuando la humanidad yacía en el suelo aterrori-
zada por el dominio de los dioses, y desde allí mostrarnos lo posible y lo imposible. Para un mora-
lista de la Antigüedad, el imperativo moral del conocimiento y la lucidez era el único sustrato que
necesitaba para sostener el proyecto de la moral. No así en la Edad Contemporánea, en la que el
descubrimiento de la historia como proyecto humano es el terreno en el que se realiza la moral. La
17 La revista JV<?u> Sáentist dedica un número especial (no. 2159, del 7 de noviembre de 1998) al estudio del fenómeno
geográfico de Silicon Valley. No es accidental que dedique parte del informe a los restaurantes donde uno puede encontrar
discutiendo por las noches a los investigadores de las muchas empresas y laboratorios: es la red social de innovación y no
el mercado de los productos lo que explica el éxito de esta zona de desarrollo.
mera lucidez, aun si obligatoria, no es suficiente: terrible descubrimiento de que el destino no está
escrito en ningún libro, ni siquiera en el libro de la naturaleza, que es, por el contrario, res-
ponsabilidad del presente.
La existencia de este doble sistema de valores que impulsa a construir la realidad inventan-
do nuevos futuros y que lleva a controlar la realidad es constitutiva de la tradición interna de la
tecnología. Nos gustaría que ambos caminaran en armonía, pero uno de los temas centrales de la
teoría moral contemporánea es el descubrimiento de que el conflicto se instaura en el corazón de
todo sistema de valores. Ejercemos como seres morales no tanto al reconocer la existencia de va-
lores como al ser capaces de manejarnos en los casos difíciles de conflicto entre valores. Y aquí se
nos presenta una doble fuente de conflicto: el conflicto entre valores internos mismos y el conflicto
entre valores internos y valores externos.
La fuente de conflictos más ardua y menos debatida entre los filósofos de la tecnología es la
que nace de las exigencias del doble sistema de valores internamente tecnológicos. En realidad
cualquier diseño es un ejercicio de equilibrio entre bienes que compiten: la habilidad, el costo, la
eficiencia, el control de calidad: son muy pocos los objetivos que cooperan entre sí. Al contrario, el
investigador que produce innovaciones, el diseñador que las transforma en objetos útiles, el gerente
que tiene que ponerlas en funcionamiento, el usuario que se beneficia o sufre las externalidades de
las decisiones tecnológicas, tienen que tomar continuamente decisiones acerca de valores en con-
flicto. La decisión tecnológica, como la económica, es una decisión acerca de cómo conseguir lo
mejor con recursos escasos, información insuficiente y tiempo limitado.
Pero, como también ocurre con la acción humana, la decisión racional sin el ejercicio de va-
lores universales es insuficiente. En el caso de la tecnología hemos postulado la existencia de cier-
tos valores que exceden el mero cálculo racional de maximización de costos/beneficios, la búsqueda
de nuevas alternativas y el control de la realidad. Ambos valores funcionan como programas o pro-
yectos estratégicos, pero también como valores regulativos que sirven para evaluar las decisiones,
los artefactos, los procesos o las innovaciones en general. Pues bien, me parece especialmente in-
teresante la tensión que existe ente el objetivo de abrir nuevos caminos y el objetivo de controlar los
procesos existentes. Las innovaciones señeras implican riesgos que derivan precisamente de su
novedad, mientras que el control y la fiabilidad no siempre nos conducen por el camino de la inno-
vación. El camino de la eficiencia y el control es el camino de someter todos los aspectos de un
proceso dado al plan intencional del diseñador, de crear una «naturaleza» artificial en la que las
consecuencias sean máximamente calculables en todos los niveles del diseño de un objeto. El ca-
mino de la innovación implica a veces crear la posibilidad de nuevos procesos que aún no existen.
La innovación entraña una disposición a reordenar todos nuestros recursos para poner en marcha
una innovación que todavía es conceptual. Si ambos objetivos compiten, nos encontramos ante un
dilema constitutivo, del mismo modo que en la teoría de la elección social nos encontramos en oca-
siones ante dilemas en los que la autonomía y la libertad individual compiten con la igualdad de
oportunidades para todos los miembros del grupo.
Lo mismo que ocurre con todos los demás aspectos de la vida humana, no hay reglas a
priori para resolver estos conflictos. Ni siquiera hay reglas. Estos conflictos nos desvelan un aspec-
to profundo de la naturaleza de los valores en la tecnología: la necesidad de un aprendizaje práctico
para adoptar la decisión adecuada. Cuando nos encontramos en casos como éstos aparece la exigen-
cia de lo que Aristóteles consideraba virtudes prácticas, o ejercicios de nuestras capacidades mora-
les que se traducen en una especial capacidad para adoptar un rumbo adecuado en situaciones con-
cretas. Pero estas capacidades o virtudes no se consiguen como resultado de la aplicación de regias
o métodos, sino en virtud del ejercicio de las capacidades de decisión en situaciones de conflicto.
Los conflictos de valores se extienden a los desacuerdos entre las perspectivas de todos los agentes
implicados en los proyectos tecnológicos. Hemos considerado tres sujetos: el ingeniero, el empresa-
rio, el usuario. Cada uno de ellos está conformado por un código interno de valores que resultan ser
externos respecto a cada uno de los otros, cada uno de ellos está sometido a las tensiones propias de
los valores internos y a las tensiones que surgen de la confrontación con los externos, todos ellos
están sometidos a una tensión esencial entre el conflicto y la cooperación.18 El ingeniero, como
hemos dicho, está impulsado por un deseo de construir nuevas opciones, de imaginar mundos no
presentes y someter a control los existentes, el empresario tiene que innovar, es cierto, pero su obli-
gación primera es la preservación de la empresa, que en sí misma es un objeto histórico al que una
equivocada decisión puede conducir a una rápida extinción; el consumidor tiene deseos de satisfac-
ción de necesidades, pero tiene intereses más elevados que hacen que los contextos de riesgo pesen
más que los de incertidumbre e ignorancia. No sabe lo que le depara el futuro y sin embargo es
responsable de ese futuro y de las generaciones que lo habitan, que también le incluyen a él mismo.
Los valores actúan como funciones de elección de alternativas, como elementos de deci-
sión, pero también actúan como filtros informativos y como elementos motivadores en la búsqueda
de soluciones: diferentes valores permiten «ver» aspectos que a otras perspectivas le quedan ocul-
tas. De ahí que los conflictos sean de raíz, porque no se discute solamente el valor de los datos sino
también su relevancia. Son los datos que faltan lo que se pone en la mesa de las discusiones. Si el
empresario pregunta cuánto cuesta el nuevo componente que le propone el ingeniero, éste puede
contestar que no le importa, pero la necesidad del dato ya es irrevocable; si el consumidor o el ciu-
dadano pregunta por una estadística de riesgos o por los límites de error de la propia estadística, la
necesidad de respuestas se hace urgente para que el diseño pueda llegar a buen fin. La información
que se obtiene en un proceso de diseño compartido es siempre diferente y mayor a la innovación
fuera de todo contexto de aplicación.
18Wilke y Brehmer son buenas extensiones de los problemas de la elección social a los contextos de controversias tecno-
lógicas.
tratando de diseñar una fuente de energía potente e instantánea para servir de ignición a la fusión de
deuterio, el contexto social inmediato carece de importancia en esa fase, pero no en las inmediatas,
si se tuviera éxito en la empresa y el proyecto se convirtiera en el diseño de centrales de energía.
Por parte de los grupos sociales ha sido también muy común el tomar la tecnología sola-
mente como un sistema de servicios y productos que pueden ser consumidos o rechazados. Pero no
como un sistema de transformación de la vida, incluido el proceso de mantenimiento de las formas
de vida y de aspectos ambientales que se consideren valiosos. El control social de la tecnología no
puede limitarse al mero control político de los fondos de innovación tecnológica o a las decisiones
de aplicación de tal o cual proyecto. Hace un momento proponíamos un modelo de tres actores, el
ingeniero, el empresario, el consumidor. Ahora podemos explicar cuál es el papel del Estado en el
proceso de desarrollo de las tecnologías: puede entrar en el proceso como una parte, como financia-
dora de innovación, es decir como empresario que toma una decisión que afecta a su ámbito de
competencia, pero también puede entrar como un marco constituyente del proceso de acuerdo y
desarrollo tecnológico. En este sentido el Estado no es una parte sino un medio que permite y facili-
ta los acuerdos posibles entre los agentes implicados en el desarrollo de las tecnologías. Los conflic-
tos entre valores generan en la mayoría de los casos dilemas de racionalidad que no tienen solución
fácil: los que pueden cooperar a la solución no tienen por qué tener interés en hacerlo si no obtienen
un beneficio inmediato. Cuando nos encontramos en marcos de conflicto como éstos las soluciones
clásicas no funcionan: no funciona la autoridad ni funciona el mercado ni funciona la moral simple.
La razón es clara: no existe una autoridad legítima por encima de las partes, y la solución autoritaria
de los conflictos entre valores tecnológicos no garantiza que la solución sea eficiente o legítima. Lo
mismo puede decirse del mercado: el mercado no funciona en un espacio lleno de externalidades y
de bienes o males colectivos como el que introduce la tecnología. Y en cuanto a la moral, el pro-
blema es ella misma: cómo buscar un acuerdo en los valores que configuran una solución aceptable,
legítima, estable al conflicto. En este escenario, el Estado tiene sentido como esfera pública de dis-
cusión, es más como creador de grupos y redes sociales de discusión y creación tecnológica.
No existen aún muchas, pero no faltan experiencias de creación de redes sociales de diseño
tecnológico compartido. La dificultad no es tanto social como de comprensión de la peculiaridad de
la creación tecnológica, y de pensar que la innovación es un elemento externo con el que hay que
contar, no con un medio colectivo de transformación. Pero llegamos ahora a un nuevo problema que
nos muestra las limitaciones de las sociedades democráticas en lo que respecta al fenómeno de la
tecnología: el déficit de cultura tecnológica. Poco a poco las sociedades democráticas han ido com-
prendiendo que la extensión universal de la educación es un medio de garantizar la propia supervi-
vencia de las democracias, pero no parece haberse llegado a la misma conclusión en el caso de la
tecnología.
Observemos que lo mismo nos ocurre si atendemos a otros campos de la cultura humana.
Por ejemplo, el arte. ¿Debemos asustarnos al descubrir que el arte está cargado de valores?, ¿debe
llevarnos este descubrimiento a considerar más aceptable, pongamos por caso, una novela porque
coincide con nuestros valores particulares? o, quizás al contrario, ¿tenemos que ser fieles a un ideal
19En el último tercio del siglo xvm hubo reiterados conflictos en Inglaterra entre los tejedores que temían que la introduc-
ción de los telares mecánicos creados a partir de la lanzadera volante de John Kay en 1733 les dejase sin empleo. Ned
Ludd destacó en estos conflictos y a lo largo del siglo siguiente se llamo luddite a los trabajadores que provocaron conflic-
tos dirigidos contra la introducción de nuevas máquinas.
estético aunque perezca el mundo o, simplemente, aunque eso implique un daño manifiesto para
alguien? Si establecemos un paralelismo entre la tecnología y el arte observamos que el problema es
el mismo. Muchos humanistas tecnófobos son los más ardientes defensores de la autonomía moral
del arte, cuando no defienden la idea más peligrosa de la «esteticidad» de la «etici-dad». Lo sensato
es reparar en que los valores estéticos son parcialmente autónomos, en tanto lo es nuestra tradición
artística, sin la que seríamos incapaces de comparar a Barceló con Goya, por ejemplo, y sin la que
seríamos incapaces de descubrir ideales estéticos en los grandes clásicos. Pero nadie en su sano
juicio estaría dispuesto a invertir los valores morales y estéticos. Y después de la triste experiencia
del realismo social, tampoco nos gustaría la imposición de valores políticos o morales a las reglas
del arte, ¿Por qué, sin embargo, se defiende lo contrario en el caso de la tecnología? No encuentro
otra razón que la idea, defendida por muchos críticos de la tecnología, de que hay tecnologías malas
y buenas. Pero esa transferencia de los valores desde las intenciones a los objetos no solamente me
parece un error filosófico, sino lo que es más grave, una pretensión de legislar desde fuera las deci-
siones que deberían corresponder a los agentes.
La tecnocracia es la idea de que deben ser los «expertos» quienes tomen las decisiones, pero
¿quién es experto en las consecuencias de las tecnologías más que los usuarios? El ideal que propo-
nemos no es el de la legislación a priori acerca del valor moral de las tecnologías, sino el juicio a
posteriori por parte de una sociedad tecnológicamente culta que decida aceptar los riesgos libre-
mente, no porque lo digan los técnicos, o no aceptarlos libremente, no aterrorizados por las alarmas
no argumentadas. Como en el arte, como en la política, como en la ciencia, la moral no está antes,
sino después de la ilustración. Encontraremos entonces que la dimensión cultural implica un cierto
equilibrio entre la sociedad que preserva este aspecto cultural porque lo considera valioso y el con-
junto de expertos sobre los que cae la tarea de reproducir y desarrollar dicho aspecto. Una sociedad
inculta tecnológicamente es el camino más rápido para la tecnocracia, pero también para deslegiti-
mar a largo plazo la tecnología. Y una comunidad de tecnólogos ajenos a los aspectos morales de su
trabajo es el camino más rápido para el incumplimiento de sus propios objetivos.
RESUMEN
Ya sabemos que el cambio tecnológico es un proceso complejo que está basado en la creación, la
difusión y el posterior uso de diseños. En este proceso los diferentes grupos participan con valores,
objetivos e intereses diferentes. Esto hace de la racionalidad tecnológica un concepto tenso someti-
do a dilemas que nacen de la pluralidad y colectividad del proceso de discusión. En este capítulo
abordamos la aparición histórica de una de estas perspectivas: las tradiciones ingenieriles que gene-
ran un conjunto de valores internos entre los que destaca la capacidad de innovación. La tradición
de innovación se transmite a través de las instituciones de formación, los colegios profesionales y
otros medios por los cuales se configura un conjunto de normas que constituyen un punto de refe-
rencia de los ingenieros.
SUGERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Julio Verne es uno de los novelistas que más reflexionaron sobre la figura del ingeniero en la nueva
sociedad industrial. Además de Veinte mil leguas de viaje submarino, que contiene memorables
textos sobre la figura del ingeniero como salvador de la sociedad, en La isla misteriosa, una de sus
novelas más optimistas, un ingeniero estadounidense «diseña» una isla salvaje sin más recursos que
su conocimiento. En Los quinientos millones de la Begún, una obra tardía y pesimista que anticipa
las guerras mundiales del siglo xx, dos ingenieros del viejo mundo, uno francés y otro alemán, dise-
ñan desde cero dos ciudades, una regida por valores cívicos, republicanos, y otra dirigida por valo-
res militaristas. Las cuatro obras merecen una relectura.
Sobre el problema de la racionalidad en contextos colectivos, Aguiar ha preparado una an-
tología imprescindible sobre este tema. Sobre la emergencia del ingeniero, la obra de Bertrand Gille
es un clásico para los comienzos de la nueva figura. El estudio de Vérin sobre los orígenes de la
profesión es fundamental. En el libro de Mokir se encuentran numerosas y útiles referencias. La de
Vincenti [ 1] es una apasionada defensa de la perspectiva del ingeniero. Sobre los problemas del
diseño compartido trataremos en el siguiente capítulo.