Vous êtes sur la page 1sur 35

PROFESOR, USTED QUE VIAJÓ EN TRANVÍA…

Para conocer hechos de ayer nomás,


que no todos vivieron

A mis nietitos Laureano y Bautista Berro Paternosto.


A mis nietitas Mariángeles y Guadalupe Galocha Berro
A mis alumnos de Lengua Castellana del Instituto Pablo VI.
Al Padre Doctor Francisco Avellá Cháfer.
A la querida memoria del Pibe Valderrama y de su hermana
Pura Concepción Fernández de Valderrama de Petel.

1.- El título de este trabajo

Cuando pienso que ha transcurrido más de la mitad de mi vida y que


voy “doblando la esquina…”, según una persona de mis afectos, el alumno
que, de muy buena onda, me dijo las palabras que dan origen al título de
este artículo, ha de verme ciertamente muy mayor…

Quizás él piense que entre su edad y la mía hay un mundo de


distancia… Y claro que tiene razón. Desde mi perspectiva de persona adulta,
me sucede algo parecido: la edad que me separa de los jóvenes es sideral.

Quiero asentar aquí el gran cariño y el respeto que se ha ido dando de


parte de ellos a mi humilde persona. Y también recíprocamente.

Fue precisamente en un momento en que estaba dando una clase, y,


no sé por qué razón, salió el tema del “tranvía”.

Entonces les pregunté a mis alumnos si ellos tenían alguna idea sobre
cómo eran los tranvías y les comenté que, por delante del edificio donde
está nuestro Instituto, esto es por la calle 57, desde 1 hacia 5, pasaba un
tranvía, el de la línea 13, que iniciaba su recorrido en las avenidas 7 y 520,
zona que se conoció durante décadas con el nombre de “Villa Rivera”.

Les comenté que dicha línea sólo tenía dos coches, uno de ida y uno
de regreso. Por ello, pasaba aproximadamente cada media hora, que era el
tiempo que demoraba para ir y regresar.

Entonces, uno de los alumnos me soltó aquello de: “Profesor, Usted


que viajó en tranvía, cuéntenos cómo eran los tranvías”.

Tomé esas palabras como un gesto de estima y les dije que sí, que iba
a contarles algo.
Pero por otra parte, hacía tiempo que deseaba escribir sobre hechos
que viví durante mi niñez y mi juventud, pero que, por una u otra razón, fui
postergando…

El año p.pdo. escribí “LA EDUCACION QUE HE VIVIDO”.


Quienes me conocen dicen que soy muy “anecdótico” y que les
gusta escucharme cuando cuento cosas de otro tiempo (y más recientes
también).

Por lo mismo, el título que quería ponerle a mi presente trabajo no era


sino el de “Las cosas del viejo Ángel”, porque lo que aquí narro son
simplemente “cosas” un tanto desperdigadas, pero que a alguno podrán
resultarle interesantes.

Sin embargo, adopté el título que ostenta ahora, porque surgió muy
espontáneamente, sin intención alguna, de parte de un alumno que quiso
saber algo sobre lo cual sólo tenía lejanas mentas.

De modo que con todo gusto, hablaré aquí de los tranvías, de los
colectivos, de los trenes, de algunos “personajes” simpáticos y de tantas
cosas hermosas que conocí y viví.

En este caso, escribo para rememorar, porque me gusta, y para


enseñarles a mis jóvenes alumnos que en los años de pocos teléfonos,
en los cuales la ciudad tenía escasa iluminación (nada más que una
lamparita en cada esquina), en que la gente se sentaba en verano en la
vereda de su casa para disfrutar de la brisa y del silencio en las noches de
plenilunio, hace cincuenta y más años, todo tenía su encanto y era grata la
vida, a pesar de las carencias que había de tantas cosas.

Mi objetivo es ofrecerles material de lectura.

Quisiera que al menos mis alumnos lleguen a ser lectores


como yo lo fui a su edad.

No había computadoras, por lo tanto tampoco Internet.

No se vivía de prisa y se apreciaba lo que se tenía, sin pretender


demasiado.

Cada casa tenía un jardincito, la quinta, el gallinero, la hamaca, la


fiambrera, el fuentón…

A todo esto me referiré luego más ampliamente, de acuerdo con el


proyecto que fui trazando para estas páginas.

No existían los supermercados ni las proveedurías, como se llaman


ahora, pero sí había almacenes grandes, donde a los clientes de
confianza se les vendía “con libreta” (se les “fiaba”) y el gasto se
pagaba a fin de mes, sin intereses. A quien cumplía con puntualidad, el
almacenero le daba la “yapa”, que consistía en regalarle algún producto de
los que se vendían en el local. El dulce de membrillo en cajoncitos de
madera o la lata de duraznos al natural resultaban ser por lo común los
obsequios de la yapa. Así se reafirmaba la confianza entre almacenero y
cliente y se acrecía la amistad.,

Cito algunas almacenes famosas, en las cuales era tan grande el


surtido de mercaderías que tenían, que no exagero al decir que había de
todo… Un señor español, de apellido Villegas, poseía un enorme salón en 1 y
529; el señor Otonelo tenía su almacén en 528 y 117; estaba la de don José
Junqueira en 35 entre 118 y 119; el de la Rubia en diagonal 74 y 117
(muchas chicas del barrio estaban enamoradas del hijo de la almacenera); la
de García frente a la anterior, rambla de por medio, en la esquina de la
panadería de Angeletti, donde, si el pan era bueno, ni que hablar de los
merengues, que tenían fama de exquisitos en toda la ciudad.

Cada barrio contaba con su gran almacén. Así, en Los Hornos, estaba
Vismara, sobre la avenida 60 y ciento treinta y pico…, con el tranvía que
pasaba por la puerta, en los años en que esta avenida resultaba un
constante ir y venir de gente lo mismo que la avenida 137.

Pero un almacén, de las de tipo de abarrotes, fue la del griego


Giourgas en 524 entre 117 y 118. Aquí, sobre todo en invierno, los ancianos
del barrio se reunían a conversar a la caída del sol y tomaban una copita de
caña que les obsequiaba el dueño.

Hablaban de todos los temas: política, economía, historia, asuntos del


barrio…

De aquello queda en algunos sólo un recuerdo.

2.- TRANVIAS Y COLECTIVOS

Había comentado, con una dilecta ex-alumna, mi proyecto de escribir


sobre este asunto. En líneas generales, le manifesté cómo pretendía que
fuera la estructura de mi “obrita”.

Me alentó mucho y me pidió que la compusiera, porque de seguro


sería interesante, en especial para los niños y los jóvenes, como un modo de
brindarles material de lectura, fácil y accesible.

Quien no viajó en tranvía en esta Ciudad se perdió algo bueno.

El hacerlo era, sin exagerar, como una aventura placentera.

El tranvía era un vehículo pesado, ruidoso, vetusto… Pero al mismo


tiempo, también limpio, airead, lumínico y espacioso.

La ciudad contaba con un buen número de ellos, en los cuales se


viajaba cómodamente.

Ya dijimos que la gente no tenía apuro, en aquellas calendas.

Lo conducía el “motorman”, que, en la mayoría de las veces, era


italiano.

El guarda cobraba los boletos y estaba atento a la subida y a la


bajada de los pasajeros, para avisarle al conductor, que detuviera la marcha
o prosiguiera.
La función de guarda no era exclusiva de italianos. Había argentinos
también.

Tanto el motorman como el guarda usaban uniforme gris con gorra del
mismo color.

El guarda tenía la boletera con los pasajes (“boletos”) que les


entregaba a los pasajeros. La boletera le colgaba desde el cuello con una
cuerdita trenzada que se alargaba hasta la cintura.

Algún guarda la llevaba calzada al muñecal con cuerda de cuero.

Cuando el pasajero subía, se ubicaba en un asiento y recién entonces


el guarda iba hasta allí para expenderle su boleto.

Con una soguita que se extendía por encima del pasamanos, el guarda
hacía sonar una campanilla que estaba en la plataforma del conductor: una
vez, si alguien iba a bajar, lo cual se hacía por la puerta delantera del lado
derecho, y dos veces, cuando un pasajero había subido al vehículo, por
donde correspondía que era por la puerta trasera.

3.- YO, PASAJERO.

Cuando era niño de 10 años, allá en el 59, conocía de memoria los


recorridos de todas las líneas de tranvías en servicio por entonces: 1,
2, 4, 5, 7, 8, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 25 y 26.

Sin excepción, viajé en cada una de ellas: en unas más, en otras


menos, pero cada viaje me resultaba maravilloso. Sentía como que no
quería bajarme del tranvía.

Como niño curioso, solía pararme en la plataforma delantera, cerca


del conductor, para no perder detalle sobre el manejo del coche.

Algunas veces entablaba un diálogo con el motorman de asuntos


sobre los cuales me interesaba conocer, siempre en relación con los
tranvías.

Reconozco que también conocía los recorridos de los colectivos, los


cuales, en aquellos años, eran de las líneas 2, 3, 6, 7, 8, 13, 14, 18, 20,
60, 61,73, 75 y 79.

Los choferes, en general, de acuerdo con una costumbre de la época,


usaban como uniforme guardapolvo de color arena (a veces marrón, según
la empresa) con puños y cuello azul. Había algunos, los mayores quizás, que
usaban además gorra azul.

La línea 13 era el “Expreso Río Santiago”. Tenía sus coches de


color celeste con una franja roja. Partía primeramente desde Plaza Brandsen
(60 y 25) con dos servicios en forma casi simultánea: uno hacia Río Santiago
y otro hacia Cambaceres. Luego, con los años, trasladó su terminal a la calle
76, y ciento treinta y tantos, por el Cementerio. Un tercer itinerario de la
línea llegaba hasta Punta Lar y finalizaba en La Pérgola.
Las líneas 73 y 75 tenían su punto de partida y de llegada en una
antigua terminal de chapas y maderas que estaba ubicada en el Parque
San Martín, en 51 y 23.

El 73 tenía unos coches muy cómodos, pintados de color verde oscuro


y negro. Salía de la terminal mencionada y se dirigía hacia el Hospital de
Melchor Romero, pero pasaba previamente por el centro de La Plata.

El 75, “Cooperativa Fuerte Barragán”, realizaba el viaje desde el


Parque San Martín hasta la Rotonda de Punta Lara con frecuencia de
una hora entre salidas. Tardaba más o menos dos horas y los viajes se
hacían en unos coches Isotta-Fraschini muy antiguos, ruidosos y medio
destartalados.

Viajar a Punta Lara en la década del 50 parecía un sacrificio. Pero


gustaba…, porque Punta Lara tenía su atractivo. Era un verdadero lugar
turístico. Había orden y limpieza con detalles de arreglo para agradar a
quien fuera a pasar el día o a vacacionar en ella.

La línea 7, en los meses de verano, había habilitado varios coches


para el traslado de pasajeros a Punta Lara. Lo hacía por la actual Avenida
Colón, esto es la prolongación de la Diagonal 74.

Pensar que estuve en el acto inaugural de la línea 79, “Cooperativa


General San Martín”, allá por el 61. Sus vehículos salían desde la Plaza
Iraola, Calles 1 y 530, de Tolosa, hasta el Aeropuerto Provincial de 7 y 610.
Fue un domingo gris, lluvioso y triste. Pero varias personas estábamos allí y
aplaudimos en el preciso momento en que comenzaba a moverse el primer
coche.

Los micros de esta nueva empresa estaban pintados de blanco con


una franja rosa. Años después fueron de color plateado con franja azul.

Al poco tiempo, esta Cooperativa de transporte resolvió alargar su


recorrido hasta 530 y 120 y luego hasta 120 y 522, donde estaban los
galpones para la reparación de los coches. Hoy nada queda.

Creo que fue cerca de los 70 o ya entrados los 80, cuando la línea 79
desapareció. Decían que una empresa poderosa la había comprado.

Quizás haya lectores que recuerden que la línea 60, llamada


“Cooperativa El Autorriel”, salía de El Dique Nro. 1 y hacía su viaje hasta
Abasto. Era una de las mejores (junto con la 13).

El 20, “Flecha de Oro”, terminaba su recorrido en 528 y 1, frente a


la estación de trenes de Tolosa.

En ese lugar ahora hay una feria.

Luego extendió su recorrido hasta 3 y 520 y poco a poco fue


extendiéndose hacia otros puntos de la zona…, con el fin, claro está, de
ofrecer sus servicios a mayor cantidad de gente.
En la antípoda de La Plata, el 20 tuvo su terminal en 80 y 122, pero,
cada tantos minutos, un coche iba hasta Ruta 11 y 605 (antes 105).

En lo que a mi respecta, mis padres, quienes me tenían mucha


confianza, me permitieron que comenzara a viajar solo, cuando tenía 10
años

No había entonces la inseguridad que hay hoy en las calles, donde el


peligro está acechándonos constantemente a todos.

Así, mi primer viaje solo fue en el colectivo 20, desde Tolosa hasta la
Estación y desde este lugar en el tranvía 16 hasta La Loma, más
precisamente a 41 y 22.

Para llegar a La Loma (desde la Estación), el 16 tomaba por 44 hasta


3, por ésta hasta 46, por ésta hasta 11, por ésta bajaba hasta 41, por ésta
hasta 22 y desde allí proseguía el viaje - largo, por cierto, en el trayecto
faltante - hasta el Hospital Policlínico San Martín (1 y 70), para volver
nuevamente a la Estación.

Debía bajarme en 41 y 22, para visitar a mis abuelos en la calle 42


entre 24 y 25. Con exactitud el número de su casa era el 1463. Con la
muerte de mi abuela, la casa se vendió en el 76 y, si bien los nuevos
propietarios la reformaron totalmente, aún tiene el mismo número.

La “Casa de las Flores” la llamaban los vecinos, porque, en el


frente, había un jardín tan hermosamente armado que representaba la
admiración de los pasantes y el orgullo de mis abuelos, quienes lo hacían
con mucho esfuerzo y dedicación.

Aquel día, mi abuelo materno Ignacio Amaro Ponce no podía creer lo


que veía en el sentido de que el nieto hubiera llegado hasta su casa sin la
compañía de un adulto.

Pero así había sido y así fue desde allí en más.

Para regresar a Tolosa, debía tomar el tranvía 7, sobre la rambla de la


diagonal 73. Doblaba por 22, que era una calle de tierra (un lodazal los días
muy lluviosos), seguía hasta 38 y desde allí iba hasta la calle 2, por encima
de la rambla, existente aún. Pasaba por las plazas Güemes y Olazábal, por el
lado izquierdo de una y otra, sobre las mismas, porque los rieles habían sido
tendidos precisamente por allí.

Al bajarme debía ir hasta 1 y 38 para tomar el 1, el 2 o el 13 hasta


Tolosa.

En 1963, durante todo el año viajé a La Loma en tranvía, tres veces


por semana, para estudiar matemáticas con la señora Bonanni, yendo, como
dije, en el 16, para volver en el 7.

En este caso, al bajarme en 38 y 2, ya no tomaba el tranvía a Tolosa,


pues, aunque no se crea, a los 15 años, daba clases particulares a un
compañero de la secundaria, el cual vivía en 1 entre 34 y 35. De manera que
caminaba esas cuadras para cumplir con mi primera experiencia
docente. Le enseñaba todo lo que podía, menos matemática. Para mí era
una manera de ayudarme a estudiar y para mi compañero Horacio el
estudiar juntos le significaba un gran apoyo. Nunca olvidaré ni a quien fue mi
“primer alumno” (nunca más supe de él…) ni aquellas lecciones tan
gratas.
Vienen a mi memoria los colores de aquellos carteles que
indicaban los recorridos de las diversas líneas de tranvías.

Así, por ejemplo, la línea 1 tenía el cartel rojo con letras blancas:
“Tolosa - Meridiano V”. Partía desde 1 y 528 y terminaba su recorrido
justo frente a la terminal de trenes del Ferrocarril Provincial, conocida como
Meridiano V, en 17 y 71. El recorrido del 1 era demasiado largo… De modo
que entre el viaje de ida y el de vuelta demoraba más o menos dos horas.

El 4 tenía cartel azul con letras blancas.

Era la única línea que unía La Plata con La Ensenada. Terminaba su


recorrido en la Calle San Martín, al fondo, en Cambaceres, en la puerta del
Club Pettirossi, luego de haber pasado por las principales arterias
ensenadenses, como Ortiz de Rosas, la Merced y Colombia. Desde Pettirossi
regresaba a La Plata.

El cartel del 5 era amarillo con letras rojas y decía: “Tolosa - Los
Hornos”. En algún momento, luego de que se suprimió el servicio del 1, el 5
extendió su recorrido desde la Estación de 1 y 44 hasta 1 y 528 y desde allí
salía hacia 60 y 137. El viaje completo, desde Tolosa a Los Hornos duraba
una hora justa.

Cuantas veces viajé desde una punta a la otra del recorrido.

Allá por 1966, yo estudiaba acordeón a piano con la Profesora Ana


María Durigan, en Los Hornos. La profesora vivía en 137 entre 58 y 59. De
manera que el tranvía 5 me dejaba muy cerca, apenas a una cuadra.
Durante el viaje de ida repasaba las lecciones que debía exponer. En el de
regreso, que también duraba una hora, preparaba los temas de la clase
siguiente.

En cuanto a la línea 8, que partiendo de 1 y 44 iba hasta el


Cementerio, su cartel era negro con letras blancas.

El 11 tenía su cartel marrón con letras blancas. Iniciaba su recorrido


en 44 y 31 y lo finalizaba en la Avenida 32 y 129, muy cerca de donde está
ahora la estación terminal de la línea de colectivos 307. En aquellos años, al
Barrio se lo conocía como “La Quema”, porque, en efecto, había unos
terrenos municipales en los que se arrojaba la basura y se la quemaba. En
este mismo trabajo, páginas adelante vuelvo a hablar de La Quema.

Con respecto a la Línea 7 de colectivos, ella tuvo su terminal en 32 y


120, donde hoy hay una estación de servicio. Era entonces un galpón de
chapas, grande. Desde allí partían los coches hacia los distintos puntos que
cubría la empresa.

El 14, con su cartel blanco y letras negras, tenía un solo coche, el cual
tardaba media hora justa para dar toda la vuelta. Desde la Estación de 1 y
44 tomaba por 1 hasta 40. Seguía por ésta hasta 12 y por 12 hasta 49, para
tomar esta arteria hasta 1 y desde allí a la Estación nuevamente.

El 12 tenía un cartel celeste. Pasaba por la calle 12 desde cuarenta y


tanto… (no recuerdo bien), hasta 64. Por ésta iba a 13 y desde allí bajaba
hasta 54 y por ésta hasta 1, para llegar a la Estación, la cual, como irá
deduciendo el lector, significaba el punto de convergencia de todas las
líneas.
El 16 tenía su cartel mitad blanco y mitad rojo.

Y el 25, rojo y verde.

Me agradaba sobremanera viajar a Berisso, en el 26, cuyo cartel azul


decía solamente “6 y 49 - Berisso”.

Todos los jueves debía ir hasta el frigorífico Armour, para comprar la


carne allá, porque el precio era muy conveniente y, por supuesto, de mejor
calidad.

Por lo general iba con mi hermano Daniel. Hacíamos el viaje en el 26.


Cuando habíamos retirado el paquete respectivo, cruzábamos el dock hasta
Río Santiago en bote de alquiler. Esto constituía una aventura semanal,
una especie como de rito, que cumplíamos con gusto.

Desde la estación ferroviaria de Río Santiago volvíamos a La Plata en


tren y seguíamos el viaje en tranvía, que tomábamos en 1 entre 43 y 44,
para arribar a 1 y 528. Desde este lugar caminábamos hasta el famoso
Barrio El Churrasco (la imaginería popular creía que era un barrio de
guapos). Era un lugar de gente trabajadora, honesta… buenos vecinos,
siempre dispuestos a tender su mano a todo el que lo necesitaba.

Recuerdo nombres y apellidos de tanto aprecio: Calucho Cabral (era


verdulero) el abuelo Millán (criaba pájaros), Lizarralde, Peluso, Almada, Roth,
Mentil, Crocco y tantos otros…

La línea 26, junto con la 25, se dirigía hacia Berisso, generalmente


con numerosos pasajeros. Aquella era una ciudad muy próspera con grandes
perspectivas de trabajo. De manera que mucha gente trabajaba en las
empresas de allá.

Es imposible olvidarse del tráfago de la Avenida Montevideo. A toda


hora, el ir y venir de la gente era incesante, mucho más en verano.

Pero la línea 25, que al igual que la 26 y otras como la 16, tenía
coches grandes con capacidad para 60 o más personas sentadas, realizaba,
dentro de La Plata, un recorrido muy largo.

Eso significaba que los obreros de los frigoríficos de Berisso, Armour y


Swift, debieran hacer un trayecto que les demandaba demasiado tiempo.

Fue entonces cuando las autoridades tranviarias crearon la línea 26,


que cumplía un recorrido, dentro de La Plata, un tanto más corto. Al salir de
1 y 44, tomaba por 44 hasta 6 y ascendía por ella hasta 54. Allá entraba en
la rambla de Diagonal 79 y por ésta llegaba hasta 1 y 60. Una vez por la
Avda. 60, que tenía una rambla en el medio, con rieles para los coches de
ida y también para los que regresaban, alcanzaba la sorprendente velocidad
de 55 kilómetros por hora, que era la máxima. A todos los pasajeros les
parecía imposible de creer aquella rapidez, dado que los coches que
circulaban por la ciudad lo hacían con cierta lentitud, pero llegaban…

Dentro de Berisso hubo dos líneas: la 23, a Los Talas, y la 24, a Palo
Blanco. Esta tenía un solo coche, que partía de las calles Montevideo y Río
de Janeiro hacia el balneario mencionado y regresaba.

Me place traer a colación la figura de un simpático personaje que


viajaba en los tranvías, de manera original (para no pagar el pasaje).

Era un italiano que vestía elegantemente. Se lo veía pintoresco. Usaba


traje con chaleco, cadena de oro y siempre tenía una flor en el ojal.

Trabajaba de peluquero a domicilio, de manera que portaba


siempre una valijita de cartón duro con los bordes de caña, donde llevaba los
utensilios propios de su oficio.

Subía al tranvía por la puerta delantera (nadie lo hacía por allí, porque
los pasajeros sabían que debían subir por atrás).

Los empleados tranviarios lo conocían. Saludaba amablemente al


motorman y se sentaba en un asiento de costado. Luego se ponía de pie y
saludaba a los pasajeros, a quienes, les decía, que iba a dedicarles una
canción, siempre la misma: “La pulpera de Santa Lucía” (el viejo vals
muy conocido, de Blomberg y Maciel).

Imitaba a un cantor platense que se llamaba Manuel Oreiro, quien, en


las décadas del 40 y del 50, era artista de L.R.1, Radio El Mundo, de Buenos
Aires, cuyo programa era presentado por el locutor Rafael Díaz Gallardo.
Oreiro cantaba las canciones de Blomberg y Maciel, en especial aquellas que
tenían como tema los asuntos de la Santa Federación y de don Juan Manuel
de Rosas, como lo había hecho originalmente Ignacio Corsini, con
excepcional maestría, y luego el cantor de Rosario Enzo Valentino.

Cuando terminaba su canción, la gente lo aplaudía, porque, dicho sea


de paso, cantaba bien, agradecía y se sentaba para proseguir el viaje hasta
su destino.

De esa manera, nuestro amigo, cuyo nombre nunca supe, viajaba


gratis.

Tiempo después, no sé cómo, mi padre lo llamó para que hiciera su


papel de peluquero en casa, al menos con los hombres y niños de la familia.

Le gustaba el mate cocido.

Cuando llegaba se quitaba el impecable saco y se ponía un saco


blanco.

Después de haber cortado el cabello a dos o tres, le decía a mi abuela:


“Doña Alfonsina, no me haría un poquito de mate hervido”. Mi abuela le
acercaba un tazón de mate cocido con rodajas de pan con manteca y
mermelada.

Agradecía vivamente y continuaba su trabajo.

Solían venir a cortarse el pelo varios vecinos, de manera que aquel


domingo, (porque él trabajaba sólo en domingo) la casa de mi padre se
convertía en una peluquería provisoria. Pero gozábamos de la amistad,
de la compañía, del cariño de la gente.
Durante el verano, el corte de cabello se hacía en un lugar del jardín,
donde había un enorme sauce, de gran copa.

Mi madre, que se levantaba muy temprano, regaba ese sector, lo


barría y el sauce coposo nos protegía del solazo canicular.

Allí, dicho sea como de paso, había una mesa grande, donde la familia
se reunía a desayunar, a almorzar o a merendar durante los días de verano.

Frente al sauce, caminito de por medio, había unas columnas, donde


se erguía una parra de uva blanca.

Han pasado más de 50 años y recuerdo con cariño a aquel tano


peluquero.

Supimos, porque un día el mismo nos contó, que el peluquero había


hecho una gran fortuna, como fruto de su dedicado trabajo. Ello le había
permitido llegar a tener nada menos que 23 casas, que estaban alquiladas
proporcionándole congruas ganancias.

Un ucase del gobierno de turno, en 1966, hizo que los tranvías


dejaran de funcionar el 31 de diciembre de aquel año.

Aseguro a mi lector que no valieron súplicas de ninguna índole, a


pesar de que numerosas instituciones y particulares pidieron
insistentemente que continuara la prestación de los servicios.

Los medios de comunicación del momento se hacían eco de las


demandas.

Las autoridades se amparaban en la ineficacia en la prestación y el


gasto que significaba para el municipio y la provincia.

Los tranvías no fueron reemplazados con ningún otro tipo de vehículo.


Las líneas de colectivos no alcanzaban a tener el número de coches
necesarios para suplir la carencia que, desde aquel fatídico día, iban a tener
los usuarios del transporte.

Cosas de este país…

Sin ningún sentimentalismo, pero con total seguridad, puedo


decir que sin los tranvías la ciudad no fue nunca más la misma.
Cuando los sacaron, La Plata se entristeció y aún perdura de ese
modo…

También el 31 de diciembre de 1966 dejaron de funcionar los


trolebuses.

No podría decirse jamás que el servicio fuera deficitario.

Los coches estaban en muy buen estado de conservación, eran


rápidos en su desplazamiento, limpios, silenciosos.

La única línea de trolebuses que había hacía un recorrido muy vasto y


pasaba por varios barrios platenses.

La desaparición de los tranvías y los trolebuses fue algo así


como un “no nos importa”, mensaje que las autoridades oficiales daban para
los ciudadanos, en especial para los mayores que hallaban gusto y
conveniencia en viajar en los tranvías y trolebuses, con la economía que el
bajo costo de los pasajes les significaba.

También los estudiantes secundarios o universitarios sintieron


profundamente la supresión del servicio de tranvías.

El 1 de enero de 1967 la ciudad quedó subsumida en melancolía.

Había sonado el “requiem” de la injusticia.

Quizás un día haya un argentino que piense en los beneficios que le


reportaría a La Plata el volver a tener tranvías y trolebuses.

¿Acaso en importantes ciudades de Europa los tranvías no continúan


prestando aún muy útiles servicios?

4.- “LA CHANCHITA”

¿Qué o quien había recibido este mote tan gracioso?

Un tren, formado por tres coches-motor, de color anaranjado, que


habían quedado como recuerdo de los ferrocarriles ingleses. Se lo
denominaba también el “diesel”.

Eran coches cómodos, aireados, ágiles y rápidos.

Los asientos eran de cuero azul o marrón.

Tenía la Chanchita un recorrido fijo, que, saliendo de La Plata, llegaba


hasta la estación de Berazategui y regresaba.

Paraba en todas las estaciones: Tolosa, Ringuelet, Gonnet, City Bell,


Villa Elisa, Pereyra (que tuvo como denominación en algún momento
“Parque de la Ancianidad Presidente Perón” y luego “Pereyra
Iraola”, hasta que quedó su actual denominación: Pereyra). Paraba luego
en Guillermo Enrique Hudson, Plátanos y Berazategui.
Desde lejos se reconocía el silbato de la Chanchita.

Realizaba sus viajes con mucha gente, casi siempre lleno. Quienes no
hallaban asiento en los coches viajaban en el espacio (amplio por cierto)
destinado a furgón.

Había varios equipos de estos coches-motor. Algunos hacían el


trayecto entre La Plata y Río Santiago deteniéndose en las estaciones Tiro
Federal (luego, Hospital Naval), Destilería Y.P.F., Dock Central y Río
Santiago.

Otros equipos de la Chanchita hacían el viaje desde La Plata hasta


Coronel Brandsen, con paradas en Tolosa, Ringuelet, Hernández (en algún
momento sólo la Chanchita llegaba hasta esta localidad, ya que no había
servicio de colectivos), Melchor Romero, Abasto, Gómez, Kilómetro 82 y
Brandsen.

En 1959, hubo escasez de carne en La Plata. Muchas familias viajaban


a Coronel Brandsen para comprarla allá.

Conocí entonces la “carnicería ambulante”. Se trataba de un carro


tirado por dos caballos, de ruedas altas, con techo y laterales revestidos de
zinc, donde se hallaba instalado todo lo que hacía falta para la venta de la
carne.

Vi más de uno en distintos lugares de aquella localidad.

La carnicería ambulante se paraba en una esquina y luego de haber


atendido a los compradores habituales o circunstanciales, se trasladaba a
otro lugar y así sucesivamente iba recorriendo las calles ofreciendo un muy
buen servicio. Y, por supuesto, carne de calidad.

En 1973, cuando, por problemas que no recuerdo ahora en qué


versaron, debimos viajar a Coronel Brandsen para comprar frutas y verduras
durante un tiempo prolongado. Ya no funcionaba la Chanchita, entonces el
viaje se hacía en los coches-motor Fiat, fabricados en la Argentina.

Cuando la Chanchita fue retirada del servicio activo, no fue


reemplazada, como ha sucedido tantas veces en el país. Pero varios años
más tarde, reapareció fugazmente, con dos coches pintados de gris y de
amarillo.

Para los niños que no la habían conocido antes, su pasada era vista
con curiosidad y mucha gente se alegró de su regreso. Pero, al cabo de muy
poco tiempo, fue raleada definitivamente.

5.- EL TREN A PUNTA LARA

¿Es que hubo alguna vez un tren hasta Punta Lara?

¿Desde dónde salía y qué trayecto hacía?


Sí existió el tren a Punta Lara. Arrancaba desde la estación Parque
de la Ancianidad Presidente Perón (la cual, después de 1955, se llamó
Pereyra Iraola, como creo que se había llamado antes del gobierno
justicialista).

Esta localidad tuvo siempre una población escasa. Cerca de la


estación de trenes se veían solamente dos o tres casas. Los habitantes se
hallaban un tanto dispersos, por las quintas.

Sin embargo, Pereyra Iraola tenía - y creo que aún tiene - un célebre
colegio “MARIA TERESA”, de las Hermanas de la Caridad Hijas de San
Vicente de Paúl.

Con agrado recuerdo el hábito azul y las cofias blancas, almidonadas,


que usaban aquellas religiosas, dedicadas a la educación de niños y niñas.
Me encantaba verlas cuando viajaban juntas varias hermanas pues la
nota simpáticamente llamativa la daban aquellas cofias de un blanco
increíble. Usaban una pechera blanca y un largo rosario pendiente de la
cintura, que vaya a saber por qué tenía unas cintas verdes.

Retomo el tema del tren a Punta Lara.

En realidad, ésta era la primera de las paradas que aparecía en el


ramal. Otras veces, funcionaba una locomotora a vapor con dos
enormes coches de madera, realmente hermosos. Uno de los coches
tenía asientos de cuero y el otro de madera.

Daba gusto ver cómo, por el campo, la locomotora arrojaba enormes


bocanadas de humo. De haber existido aún los rieles, éstos cortarían la
autopista La Plata-Buenos Aires.

A las locomotoras a vapor se las conocía con el mote de


“Bufacheras”. Parecía como que bufaban, pero su vista, tanto en su
pasada por la ciudad como por el campo, era gratamente conmovedora, en
especial para los niños.

Luego de Punta Lara, la próxima parada era Remolcador Guaraní:


un enorme alero de cemento armado, que se encontraba casi frente al
Palacio Piria. En verano, como era tan importante el número de pasajeros
que usaban el servicio ferroviario, Remolcador Guaraní contaba con
boletería.

Seguía una parada, donde sólo había un cartel que decía “Kilómetro
53”. En aquel lugar, que puedo identificar perfectamente, como también
podrán hacerlo quienes vivieron antaño en sus inmediaciones, hay
actualmente una escuela.

La última estación del recorrido era Ensenada. Desde allí el tren


regresaba hasta Pereyra Iraola, para reemprender nuevamente el viaje en
cuyo trayecto quedaba repleto de pasajeros.

¿Por qué la gente viajaba a Punta Lara en tren?


Porque, como ya dije, el servicio de colectivos que prestaba la línea 75
era limitado.

Punta Lara fue siempre un lugar turístico, en particular para familias


humildes.

La gente prefería tomar la Chanchita hasta Pereyra Iraola y agarrar allí


el tren hacia La Ensenada.

Era un viaje distinto a los que se hacía en los otros trenes.

La gente iba distendida pensando en el placer del agua y del


compartir un rato de esparcimiento.

Cabe agregar que toda la costa de Punta Lara tenía un abundante


monte de sauces, que la fuerza del agua fue arrancando de a poco, hasta
que quedó la larga playa desprovista de vegetación.
La Punta Lara de aquellos años (década del 50 y parte de la década
del 60) era hermosa.

Había fogones, donde los turistas preparaban su carne asada.


También había mesas y bancos de piedra.

El tren llegaba lleno y regresaba del mismo modo, con gente que se
mostraba feliz por haber compartido un día al aire libre, junto al río, que no
era ni barroso ni sucio como lo fue después.

7.- OTRO TREN TURISTICO, A ATALAYA

Desde la estación de La Plata salía, con varias frecuencias diarias, el


tren a Magdalena, localidad que dista de la nuestra unos 50 kilómetros.

Pasaba por las estaciones Circunvalación, Elizalde, Arana, Ignacio


Correas, Bavio, Julio Arditi y Empalme Magdalena.

Me perdonarán los lectores si se me ha olvidado alguna.

Cuando el tren llegaba a Empalme Magdalena, los pasajeros que


iban a Atalaya debían efectuar un trasbordo. En uno de los andenes laterales
estaba estacionado el tren que, en un recorrido de siete kilómetros, casi
todo su trayecto en línea recta, arribaba hasta Atalaya.

Esta localidad del Partido de Magdalena siempre concitó el interés de


turistas, en especial de aquellos a los que les gusta la pesca.

Es además Atalaya un lugar sumamente tranquilo, para pasar


una jornada de distendimiento o varios días de reposo de
vacaciones.

Varias veces hice el viaje en tren desde Empalme Magdalena hasta


Atalaya. Solía invitarme a acompañarlo un guarda, Don Carlos Gilberto
Crocco, quien vivía con su señora doña Chola y su hijo Norberto, en un
chalet, en Tolosa, en la calle 524, vecino a la vivienda de mis padres.

Me encantaba asomar la cabeza por la ventanilla y ver cómo el tren


iba tragando los kilómetros, a través del campo.

La entrada hacia la estación de Atalaya era un espectáculo muy grato,


pues los rieles estaban colocados dentro de un monte, bordeados de sauces.

El silbato de la Bufachera (o de la Chanchita) anunciando la llegada o


la partida quebraba un tanto la paz lugareña.

Cuando retiraron el servicio ferroviario, Atalaya perdió mucho. Pero no


les interesó a las autoridades.

Allá quedaba Atalaya en un “arréglate como puedas”. Pero quiso


Dios que el tesón de su gente no la dejara morir.

8.- EL CARRO DEL HIELERO. El TACHERO.

Desde febrero de 1948 hasta el 29 de septiembre de 1957 vivía mi


familia en una enorme casa alquilada, de propiedad de doña María Justa
Eloysaga, en la Calle 118 Nro. 159 (entre las de 35 y 36), en el Barrio
Hipódromo.

Al lado estaba la casa de don Lorenzo Fá, conocido compositor de


caballos de carrera. En la misma vereda vivía el señor don Santiago Brown,
carnicero del barrio, persona muy querida y bien tratada. Mientras se hallaba
solo preparando la carne que habría de vender, silbaba casi continuamente
el tango “La Cumparsita” (del Botija Becho, tal era el apodo de Gerardo
Matos Rodríguez), muy entonado.

Todas las familias de la cuadra eran modestas. Los hombres


trabajaban, pero, a veces, no resultaba fácil atender todos los gastos.

Mi padre, don Rafael, era ferroviario (conductor de locomotoras) y


tenía además el oficio de herrador de caballos de carrera, el cual, allá por el
cincuenta y… más, no era decir poca cosa.

Trabajó durante muchos años con un hombre muy bueno, don Antonio
Bartolomé, de quien mi padre aprendió aquel duro trabajo.

Con el correr del tiempo, mi querido Viejo rindió sus exámenes en el


Ministerio de Asuntos Agrarios y obtuvo la habilitación para ejercer por su
cuenta ese oficio, el cual ciertamente acarreaba muchos bienes a la familia.

En mi casa había una heladera de barra de hielo, que mi padre,


con gran esfuerzo, había podido comprar.

Varios vecinos tenían heladeras similares, ya que en pocas casas


había heladeras eléctricas (Siam, que fueron las primeras), las cuales
costaban sumas que no todos estaban en condiciones de afrontar.
Hacia las 8 de la mañana, pasaba el hielero, don Marcos Melone, con
su carro con pescante, tirado por dos caballos. La parte posterior del carro
tenía dos puertas y el interior estaba forrado con zinc, tanto en el techo
como en los laterales, a efecto de que el hielo se conservara intacto.

Las amas de casa salían a comprar el hielo. El pedido era: media


barra, una barra entera, dos media barras, de acuerdo con la capacidad de
la heladera o de las necesidades de las familias.

No se acostumbraba a llamar a los vendedores por su nombre o


apellido sino por su oficio. En el caso de que hablo “Hielero”.

Había gente de muy escasos recursos, cuyo presupuesto no daba para


comprar una heladerita de barra de hielo. Entonces, esas familias tenían el
“fuentón”, de zinc. Allí ponían dos o tres media barras, las que envolvían
con bolsas de arpillera, para que el hielo durara. Las botellas se enfriaban y
la fruta se conservaba buena.

Con el tiempo, las familias pudieron ir adquiriendo la heladera


eléctrica. Entonces, el carro del hielero se fue despacito hacia el olvido.

En 1993, tuve por alumna en el Profesorado en Educación Especial


para Discapacitados Mentales a una nieta del Hielero, Silvina. Fue una
emoción grande cuando lo supe, porque se agolparon en mi mente muchos
recuerdos lindos.

En cada barrio había un personaje al que todos llamaban EL


TACHERO.

En un localcito de la Calle 116 entre las de 36 y 37 se hallaba


instalado el del entero Barrio Hipódromo.

Quizás el nombre más apropiado para los operarios de este oficio


hubiera sido el de HOJALATERO, pero todos coincidían en denominarlo como
dije en el párrafo anterior.

El interesado, de manera alguna, se sentía ofendido, relegado o


discriminado. El era “el tachero” y estaba seguro de que cumplía una
función social. Remendaba baldes, cacerolas, calentadores y diversas clases
de recipientes. También reparaba estufas, cocinas y otros artefactos a gas
de kerosene. No había quien no le llevara un calentador, para que le soldara
una patita, o quien no le pidiera que soldara una trébede o que le arreglara
un mechero.

En aquellos años no había gas natural. Las familias que podían


compraban una cocina de gas de kerosene. Los más pudientes se animaban
a adquirir los tubos de gas envasado, que todos conocían como “super
gas”.

Me atrevo a decir que en casi todas las casas había una “fiambrera”.
Se trataba de una especie como de “jaula” con alambre mosquitero. El piso
y el techo eran de madera. En el techo tenía un gancho hacia afuera para
colgarla en un árbol.
El fin de la fiambrera era conservar la carne. Esta recibía un baño de
vinagre y sal. Luego se la colocaba colgando de un gancho que tenía en su
interior esta especie de heladerita a aire. Finalmente se ponía la fiambrera
en una rama de árbol, donde quedaba toda la noche. La carne resultaba
exquisita cuando se la cocinaba luego de haber estado al sereno.

9.- EL BARATOY

¿Qué era?

En el Barrio del Hipódromo, donde transcurrí parte de la infancia y del


que jamás pude alejarme, porque era mi barrio, había un personaje que
pasaba cada mañana empujando un carrito con dos varas y ruedas altas. Iba
limpiamente vestido, con un saquito blanco o gris.

Llevaba toda clase de verduras y frutas que ofrecía a las señoras.

Daba gusto ver el orden con que distribuía en el carrito sus


mercaderías.

Para anunciar su llegada voceaba fuerte: “papas, tomates,


verduras… vendo baratoy”.

Comprenderá el lector que quería decir “BARATO HOY”.

De todos modos, el “baratoy” resultó muy apreciado, porque llevaba


la verdura y la fruta desde las quintas hasta los hogares.

Nunca supimos el nombre o el apellido de este trabajador, que era


parte del barrio. Las señoras, cuando se dirigían a él, lo llamaban
simplemente “Baratoy”. El nunca se enojó por ese mote y tampoco dijo
que lo nombraran de un modo distinto.

Cuando se envejeció y ya no pudo empujar el carrito se alejó en


silencio, pero siempre hay alguno que se acuerda de él con ternura.

¡Qué bueno si alguien saliera hoy a recorrer mi barrio gritando


“Baratoy”, “Baratoy”!

10. EL BARQUILLERO

Desarrolló este oficio, durante mucho tiempo, un italiano, del cual


supe, muchos años después, que vivía en Tolosa, allá por 117 y 523.

Recorría los barrios a la hora de la siesta con un triciclo a pedales que


apenas podía mover, porque era un señor mayor. Del travesaño que servía
de manubrio pendía un triángulo que el barquillero hacía sonar a medida que
pasaba, como para llamar la atención de los chicos y de los grandes
también, quienes le compraban pororó, barquillos, manzanitas o higos
acaramelados, que él mismo preparaba.
No lo llamaban el “barquillero” sino el “TILÍN TILÍN”.

A veces digo para mi coleto: “¿A dónde te habrás ido, Tilín Tilín,
vos que fuiste la delicia de los niños?”

Y me respondo con un dejo de nostalgia que quizás esté de barquillero


entre los ángeles, haciendo sonar su “tilín tilín” en el cielo.

12.- EL ORGANITO

Pasaba cada tanto, porque iba por los diferentes barrios de La Plata.
Todos los vecinos se paraban a escucharlo con agrado.

El organito era una cajita de música, pero grande. El organillero lo


llevaba colgando de su cuello con una correa. En su parte inferior, el
organito tenía un pie de madera para apoyarlo en el suelo, mientras el
organillero giraba la manijita que hacía sonar los discos que tenía dentro.

No eran más de 3 las canciones.

Generalmente había un vals y un pasodoble.

Lo recuerdo parado en la esquina de 118 y 36, rodeado de niños y de


ancianos, tocando infaltablemente el vals “El Aeroplano” (de Pedro Datta).

Arriba del organito había una jaulita con dos cotorritas verdes, que
eran la atracción de este modesto espectáculo.

Cuando dejaba de tocar, a cambio de una moneda que le daba alguno


de sus espectadores, el organillero les pedía a las cotorritas que sacaran una
tarjetita ( era de color rosa ) con un mensaje: la “buena suerte”.

Iba de esquina a esquina, con el organito al hombro, y todos lo


saludaban respetuosamente.

Los chicos lo seguían y en la cuadra siguiente volvía a empezar con su


concertina.

Hubo un “organito” en la vereda de la Casa Beige, sobre


diagonal 80, por muchos años.

Cada vez que yo pasaba por ahí me detenía un momento para


escuchar esa música que me agradaba tanto y que aún tengo en el corazón.

13.- EL CARRO DEL LECHERO Y LOS TAMBOS.

El tambo del señor Mutuvarría estaba en la calle 118, a la altura de la


calle 523.

Esta iba desde 115 hasta 118. Allí, había una tranquera y en diagonal,
a 30 metros más o menos, se hallaba un monte de eucaliptos altísimos,
donde estaba la vivienda del dueño y cerca había dos o tres vacas atadas,
de manera que quien iba a comprar leche a aquel tambo la recibía recién
ordeñada. Se decía “leche al pie de la vaca”.

Había otro tambo, el de don Mario Cipolla, en 118 y 525.

Don Mario era un personaje muy simpático.

Todas las tardes sacaba a sus tres o cuatro vacas a pastar por los
baldíos del barrio El Churrasco.

En cuanto a carros de lechero, tengo presente el de don Manuel, un


gallego que vivía en la calle 118, cerca del mercado de Tolosa.

Su señora se llamaba doña Lola y tenían un hijito de alrededor de dos


años, Manolito, allá en el 57, quien se crió sanamente, a campo, podríamos
decir, entre los caballos que don Manuel tenía para tirar de su carro de
lechero.

La clientela de don Manuel era numerosa.

Salía con el carro a la mañana temprano y recorría varios barrios


vendiendo la leche, podría decirse que casa por casa.

A eso de las 16 o de las 17 estaba de regreso. Su propiedad constaba


de cuatro terrenos de frente (unos 40 metros) por 60 metros de fondo.

Había una enramada, cerca de la vivienda, donde desensillaba. Ataba


el caballo en un bebedero y luego se daba a la tarea de lavar los tarros.
Recién después se sentaba a comer.

Manolito, que hacía poco que caminaba solo, iba a pararse al lado del
caballo, un percherón enorme, con una fuerza brutal. A veces, el niño le
tocaba las patas traseras. Una vecina que había visto este episodio comenzó
a gritar para llamar a doña Lola o a don Manuel. Salió el gallego y muy
tranquilo, le contestó: “No se preocupe que no le va a pasar nada al
caballo”. Lo cierto es que el animal se quedaba quieto y al pequeño nunca le
ocurrió algo de lamentar.

Había lecheros que hacían gala de los cuidados que les daban a los
carros, los cuales estaban muy bien pintados y fileteados. Sus dueños
dejaban traslucir su orgullo por ello.

Y no digamos de los caballos. Eran como las niñas de sus ojos, porque
con sus caballos salían a ganarse el sustento diario. Por eso había que
brindarles una atención esmerada: lavado y cepillado, buena alimentación
de pasto tierno y maíz, con abundante agua.

Don Manuel era un sembrador de papas, tarea a la que dedicaba


tiempo luego de sus menesteres como lechero, a manera de esparcimiento
tal vez.
Junto con un vasco llamado José y un asturiano Ramón, con su señora
María, punteaban a palas aquellos dos enormes terrenos. Desbrozaban y
roturaban la tierra tornándola apta para la siembra.

Había que regar la besana y desmalezarla a menudo.

La recolección de las papas, cuando habían nacido, les llevaba varios


días. Aún me parece verlos con sus espaldas agachadas sobre el surco.

Luego las lavaban y secaban y finalmente las embolsaban para


guardarlas y consumirlas en el otoño y en el invierno.

Aunque don Manuel, don Ramón y doña María no lo sabrán nunca,


había quienes los veían con admiración.

Creo que no tenían necesidades económicas, pero lo hacían para


sentirse bien y por el trabajo en sí.

¡Amor al trabajo aun cuando éste era sacrificado!

14.- EL AFILADOR

Era este uno más en cada barrio. Pasaba a la mañana con su enorme
piedra circular, como una rueda, en una especie de carrito, con dos varas
cortas, que el afilador empujaba.

Anunciaba su presencia con un instrumento, cuyo nombre era


zampoña, con un sonido tan característico y fácilmente identificable como
proveniente del afilador.

Actualmente los afiladores que quedan llevan su piedra en la bicicleta.

Se hizo famosa una ranchera: “EL AFILADOR”, que muchos sabían


de memoria y entonaban:

“Afilador,
para tu cariño hallar,
dale que dale a la piedra
que de alguna puerta
ya te llamarán”.
“Yo afilo cuchillos,
Yo afilo tijeras,
para las muchachas
casadas o solteras,
y si no cortaran
y si no cortran
como soy honrado,
como soy honrado
las vuelvo a afilar”.
La hizo muy conocida la orquesta del cordobés don Rafael Rossi, pero
otras orquestas también incorporaron esta ranchera a su repertorio.

Recuerdo esta glosa que le pertenecía y recitaba uno de sus cantores


antes de que don Rafael con su bandoneón y orquesta ejecutaran alguna
ranchera:

“Se ha puesto linda la cosa,


está surtido el almacén;
en un truquito de a cien
se han sentado el negro Osuna,
don Ramón, el pardo Luna
y el verdulero Nicola.
Y métale nomás y ponga
que como dijo Mazola:
sacando las de arriba,
las de abajo vienen sola”.

15.- EL VIEJITO CALANDRIA

¿Quien era?

Un anciano (que si la memoria no me falla se llamaba don Pascual


Spizzirri) pero al que todos le decían don Calandria. Nunca supe por qué lo
llamaban así.

Mi abuela decía que este anciano había nacido en su mismo pueblo,


Schiavi d’Abruzzo, en la Provincia de Chieti, y que había venido a la
Argentina, con mi bisabuelo, en 1896.

Don Calandria era diminuto y caminaba un tantito encorvado.

Tenía unos terrenos en la calle 117 entre 526 y 527, donde ejercía su
oficio de agricultor.

Esos terrenos eran un vergel. La tenacidad de don Calandria hacía


maravillas. Todos los que pasaban por allá quedaban sorprendidos al ver un
lugar de sembradío tan prolijamente cuidado.

Sé que don Calandria hacía huertas, jardines o parques, por encargo.

Antes de su muerte trabajaba los terrenos de un griego, don


Evánguelos Giourgas, en la calle 524.

De más está decir que aquello esplendía en distintos verdes.

Nunca hablé con don Calandria, pero recuerdo que, en mí, había una
admiración por su arte de agricultor. Sentía pena por él, porque lo veía
siempre solo, pero jamás sin trabajar.

Era, sin dudas, un hombre ejemplar que hacía lo suyo por el placer de
que la tierra le devolviera pingües frutos.
16.- EL DIARERO A DOMICILIO, UN TAL DON VICENTE.

Durante muchos años - no sé cuantos -, Vicente fue diarero en una


vasta zona de Tolosa. Desde 528 hasta 520 y de 120 a 115, pasaba a diario
para entregar los diarios o revistas que le habían encargado sus clientes.

Montaba una bicicleta con ruedas gruesas, la que tenía adelante un


enorme canasto sujeto al manubrio.

En ese canasto, con ejemplar dedicación, colocaba el material que iba


a distribuir esa mañana, así que de memoria sabía qué le compraban en
cada casa.

Cuando mi familia se trasladó desde el Barrio Hipódromo al Barrio El


Churrasco, en septiembre del 57, don Vicente se presentó como el “diarero”
y ofreció su servicio de entrega a domicilio.

Cómo no sentir admiración por este señor que nunca tomó


vacaciones. Que cumplía su trabajo a satisfacción de todos sus clientes,
tanto en invierno como en verano, en primavera como en otoño, que era
querido y respetado.

Sé que salía de madrugada y que hacia las 11 de la mañana ya había


terminado su tarea. A las 13 entraba en una repartición, donde trabajó,
según me dijeron, muchos años, hasta que se jubiló.

Era un hombre cordial, afectuoso con los niños.

Estimo que merece un recuerdo en estas pocas líneas, porque fue una
buena persona.

Mi padre le había encargado el diario “El Día”, las revistas “Aventuras


de Patoruzú”, el “Patoruzito”, el “Pato Donald”, las de la colección SEA y las
de la colección ER y otras, porque quería que sus hijos leyéramos.

Eramos niños y nos gustaba jugar con la imaginación acompañando a


los personajes en sus aventuras.

¿Cómo olvidarme del Libro de Oro de Patoruzú?

Salía cada año para Navidad y, para no perderlo, la gente lo


encargaba con anticipación.

Don Vicente, con lluvia torrencial, con frío, con calor, con viento o del
modo que estuviera el tiempo, no faltó nunca. Y esto último es decir
bastante de cualquier persona.

No sé si algún día leerá lo que escribo sobre él. Quizás fuera mejor
que no, porque tal vez no le hago justicia.

17.- EL RECOLECTOR DE RESIDUOS


En la década del 50, la recolección de los residuos se hacía con un
servicio municipal, que consistía en carros con pescante y ténder, tirados por
dos mulas.

Eran enormes chatas pintadas de gris oscuro con la inscripción, en


negro, de “Municipalidad de La Plata”. Tenían dos ruedas chicas adelante y
dos grandes atrás. Al costado, un escalón, que, a manera de estribo, servía
para que el recolector subiera y arrojara la basura en el chasis.

Las señoras ponían los residuos en un cajón de madera, de los de


manzanas, y lo dejaban en la vereda, cerca del cordón.

A la mañana temprano pasaba el “basurero”, como se lo llamaba al


servidor público que realizaba tan difícil como insalubre tarea. Este era hábil
para arrojar el contenido de los cajones y volver a dejarlos donde estaban.

Cada servicio tenía alrededor de 35 cuadras.

Los residuos se llevaban a un lugar al que todos denominaban “La


Quema” y que estaba en el camino Rivadavia a la altura de 126 más o
menos.. Por allí entraban los carros para descargar y, a 300 metros del
camino, más o menos, se hacían enormes montículos, que luego eran
quemados por personal del municipio. De más está decir que se trataba de
un lugar inicuo, que enviaba lejos olores desagradables.

Mucha gente “vivía” de la basura. ¿Qué quiero decir? Que si bien no se


había hecho una industria de ella, precisamente personas de todas las
edades concurrían a diario a la Quema y revolvían el lugar, para ver si
encontraban objetos de valor o los que pudieran rescatarse arreglándolos o
restaurándolos, para poder venderlos luego. Así obtenían una ganancia para
ayudarse a vivir.

Algunos barrios, especialmente aquellos que no tenían pavimento en


las calles, no contaban con servicio de recolección domiciliaria.

¿Cómo hacían entonces con la basura?

En el fondo de la casa, sus moradores cavaban un foso de un metro y


medio o dos de profundidad por un metro o algo más de diámetro. Lo
cubrían con una tapa de madera a medida. Arrojaban allí los residuos y una
vez por semana los rociaban con kerosene y los incineraban.

Así fue hasta que, andando el tiempo, la comuna privatizó el servicio


de recolección y las cosas fueron cambiando para bien de la salud de todos
los ciudadanos, porque recién entonces se dejaron los carros y se
reemplazaron por camiones, los cuales llegaban a todos los barrios, sin
excepción, aun a aquellos más alejados del centro.

En la zona de Tolosa, por ejemplo, más precisamente allá por el barrio


conocido como El Churrasco, era frecuente el ver caballos sueltos pastando,
con el consiguiente perjuicio que ocasionaban a los vecinos.

Para ponerle coto a esa situación, la Municipalidad de La Plata tenía el


servicio que se llamaba LA RECOGIDA.
Se trataba de dos o tres hombres de a caballo, que, bien montados,
recorrían los diversos barrios periféricos, con el fin de arrear los caballos
orejanos o bien los que andaban sueltos, hacia el corralón municipal.

Los dueños que habían notado la pérdida de sus caballos se dirigían al


corralón donde, luego de abonar una multa, los retiraban.

¡Cosas de otro tiempo que hoy no parecen realidad!

18.- LOS JARDINES, LAS HUERTAS, LOS CORRALES DE AVES.

En las décadas del 50 y 60, casi todas las casas tenían un espacio
destinado para jardín. Era un hecho como consensuado en las familias.

Algunas viviendas lo tenían en el frente, otras en algún costado o en el


fondo.

Si no se disponía de tales espacios, el jardín se hacía con macetas.

De manera que el jardín se constituía en un sitio placentero, donde la


gente se sentaba a descansar, a tomar mate, a conversar.

Era el lugar del encuentro diario.

Los dueños de las viviendas ponían todo su entusiasmo en los


jardines.

Generalmente no faltaba la vid. Si el espacio era mayor, sin duda


había un ciruelo, un mandarino, un naranjo y hasta una higuera.

Con respecto a la quinta o huerta familiar, muchas familias las tenían


y se ufanaban de comer las verduras que sus integrantes mismos habían
sembrado y cosechado.

¿Quien no había sembrado acelga o perejil o rabanitos en su quinta?

Las que tenían espacios mayores brindaban zapallitos, tomates, ajíes


morrones y hasta zapallos de los llamados de Angola, si sus dueños se
preocupaban por cultivarlos. Cuantos hemos recogido en nuestra huerta
familiar de estos zapallos con los que mi abuela hacía dulce.

Todas las casas tenían el “gallinero” y en algunas, como en la de


mis padres, había también un corral para patos.

Mi padre había hecho un corral para las gallinas en el fondo y había


unas 20 entre coloradas y batarazas, lo cual permitía que diariamente
tuviéramos huevos frescos, mucho más durante el verano.

También había hecho un corral para patos. El piso era de ladrillos


unidos con argamasa y todos los días lo lavaba con una manguera.
Los patos tenían su fuente con un grifo del que manaba agua
constantemente.

Para Navidad y Año Nuevo, donde toda la familia se reunía en aquellas


inolvidables fiestas, se asaban pollos y patos, que eran un deleite. Esa tarea
estaba a cargo de mis abuelas, muy profesionales en el arte culinario.

19.- LA RADIO

Durante la década del 50, la radio ocupaba un lugar preponderante


para la cultura del pueblo.

Música, novelas, noticias… Todo le llegaba a la gente a través de la


radio. En la mayoría de las casas la radio estaba siempre encendida. Pero
había “horas pico”, hacia el mediodía y hacia el anochecer. Porque la familia
se reunía para escuchar los diferentes programas que ofrecían las variadas
emisoras.

Radio El Mundo emitía un programa celebérrimo, muy conocido, con


repercusiones hasta hoy: el “Glostora Tango Club”, desde las 20.00 hasta
las 20.15.

Como su nombre lo señala, GLOSTORA auspiciaba el programa.

Glostora era una brillantina para el cabello de los hombres. Algo así
como un aceite suave y ricamente perfumado.

El Glostora Tango Club era un programa musical. La orquesta era la de


Alfredo De Angelis, con sus cantores Carlos Dante, Julio Martel y Oscar La
Rocca.

Otro programa muy famoso, que hasta hoy se lo nombra, “Los Pérez
García”, era el predilecto de las familias, quienes lo siguieron, durante años
y años. Lo interpretaban Sara Prósperi, Jorge Norton y Nina Nino.

Muchos se sentían quizás identificados con los problemas que


presentaban los actores en la ficción.

Los cinco grandes del buen humor hicieron capote por largo
tiempo. Integraban este quinteto cómico Rafael Carret, Zelmar Gueñol, Jorge
Luz, Guillermo Rico (este último cantaba tangos con el nombre de Guillermo
Coral en la orquesta de Francisco Canaro) y otro tanguero que fue Juan
Carlos Cambón, oriundo de La Plata, pianista de una orquesta que creo que
se llamaba Los Ases. A la muerte de Cambón, el grupo de cómicos se llamó
Los grandes del buen humor.

Hicieron numerosas películas, donde demostraban su hilaridad.

Panchito Cao y los Muchachos de antes, para los amantes del


tango antiguo y de otros ritmos como la ranchera, el pasodoble, la milonga,
el vals.
Feliciano Brunelli y su orquesta característica. Tocaban todos los
ritmos. Era una orquesta de muchos seguidores, la cual copaba los bailes de
carnaval y otros también. Las piezas musicales que ejecutaba don Feliciano
en su acordeón a piano tenían un sonido maravilloso.

Pero si hubo alguien que batió todos los récords imaginados e


inimaginados también fue Nicola Paone.

Este italiano había sido contratado por el General Perón para animar
los mitines políticos, donde el popular caudillo le hablaba al pueblo.

Antes de que el General pronunciara su mensaje, actuaba Nicola


Paone. Tenía una voz melodiosa que gustaba. Se acompañaba con la
guitarra y cantaba en italiano o en castellano.

Alcanzó tanta fama y notoriedad que llegó a las radios e hizo una
película, cuyo nombre no retengo ahora.
Una canción de las de Nicola se hizo famosa y se la recuerda después
de 50 años: “La caffettiera”:
La caffettiera,
la caffettiera
da me vicina,
da me vicina,
sere e mattina
fa blu, blu, blu,
fa blu, blu, blu,
bluru, blu, blu,
bluru, blu, blu,
bluru, blu, blu.
Blu, blu, blu,
blu, blu, blu.

Cuando la gente escuchaba esta cancioncita tan pegadiza comenzaba


a cantar y a tararear con todas sus ganas. Y a medida que lo hacía se
enfervorizaba más y más. Doy fe de lo que digo, porque lo viví.

En 1955, luego de la caída del gobierno de Perón, la Revolución


Libertadora (?) expulsó a Nicola Paone de la Argentina. Se fue a los Estados
Unidos, donde, con el tiempo, llegó a ser el dueño de la cadena de
restaurantes más importante de aquel país.

Otra canción que hizo famosa Nicola Paone fue “Ue paisano”.

En mil novecientos ochenta y tanto… (no puedo precisar bien el año),


hubo un programa de T.V. que conducía Pinky.

Se llamaba “La década del 60”.

En una de sus emisiones, el invitado de honor fue nada más y nada


menos que don Nicola Paone, quien había venido desde los Estados Unidos.
En aquella feliz ocasión cantó las más hermosas canciones de su repertorio
artístico con la misma hermosa voz de treinta años antes.
Cuanto me emocioné al ver a quien tanto había admirado cuando era
yo un niño y con cuyas canciones había pasado momentos tan placenteros.

Contó en dicho programa cómo había surgido la canción “Ue


paisano”. Una noche, Nicola Paone iba en un tren por algún lugar de Nueva
York y hacía muchísimo frío. En una de las paradas, desde la ventanilla vio a
un italiano que se hallaba acurrucado en un rincón esperando posiblemente
la llegada de un tren. Entonces, Nicola abrió la ventanilla y le dijo su célebre
“Ue paisano”. Y allí surgió la canción que se hizo famosa entre nosotros:

Ue paisano,
Ue paisano,
ue, ue, paisano,
ue paisano,
ue paisano,
come stá.

Con su guitarra y simples letras, don Nicola Paone hizo feliz a mucha
gente. Yo era apenas un niño y tengo en mis oídos aquella musiquita. Por
ello mi humilde homenaje.

Convengamos en que cada uno recoge lo que siembra.

Una mención especial ameritan las novelas de radio-teatro.


Eran numerosas las compañías artísticas que ofrecían tales novelas.
Entre las más mentadas figura la de Juan Carlos Chiappe.

Este actor tenía un carisma muy particular para llegar al público.


Antes de la emisión diaria de su novela, Chiappe hablaba a sus escuchas con
palabras que concitaban el aprecio de la gente: “Gracias, Corazones
amigos”, decía.

La expresión “Corazones amigos” se había difundido y muchos la


habían asumido como suya y la repetían para demostrar afecto.

Presencié una representación teatral de la obra “Llegó Cacho Moreira


al patio de la Morocha”, por la compañía de Juan Carlos Chiappe, en el
Coliseo Podestá, en febrero de 1966. Este escenario platense se llenó. Había
tanta gente como nunca había visto en un espectáculo artístico. Bien podría
decirse aquí que ya no cabía ni un alfiler.

La compañía de Chiappe, como otras también, llevaba al escenario la


novela que emitía diariamente por la radio.

Con esas novelas recorrían la provincia entera.

Fue famosa en aquel tiempo la compañía de Aldo Luci con su célebre


novela “Pido luz para mis ojos”.

Duraba alrededor de tres años. A su término, se irradiaba “El


colectivero de la 223”. Esta duraba más o menos tres meses y luego volvía a
emitirse “Pido luz para mis ojos”.
¿Cuantos habrán oído hablar de Audón López (el Negro Faustino), o
de Héctor Bates o de Humberto Lopardo (Pichirica)?

Estaba también la compañía de Adalberto Ocampo. Vi su actuación,


en el 66, en el Colonial de Avellaneda. Un éxito, con la obra “Io sono
Facciabrutta”.

Otro ciclo digno de mención fue el del teatro cómico de Leonor


Rinaldi y su esposo Gerardo Chiarella.

“De la chacra al palacete, bien casada y con billetes” era el título de


una de las comedias de Germán Ziclis, que interpretaba doña Leonor. Me
reía hasta desternillarme. Otro título fue: “Viuda joven y avivata busca
millonario con plata”, del mismo autor.

Esta compañía puso en escena varias comedias.

Muchos años más tarde, L.S.11, Radio Provincia de Buenos Aires,


irradiba todos los sábados un ciclo de “teatro leído” a cargo de la
compañía de doña Leonor Rinaldi, con mucha audiencia que gustaba del
sano humor.

No puedo dejar de nombrar en este capítulo al tío Tito Sobral.

Actuaba con el cuarteto Aróstegui - De la Franca.

¿Quien se lo perdía?

Recuerdo cómo empezaba su actuación radial:

“Hola, qué tal, compañeros,


y qué dicen las muchachas,
las de los ojos de cielo
que alumbran como el lucero
los caminos de mi patria.
Hola, qué tal, compañeros,
aquellos del tiempo viejo,
pa’ tuitos guenas y santas.
Con el abrazo cordial,
cariñoso y fraternal
del tío Tito Sobral
para todos sus sobrinos.
Seguridad de consejo,
aquí les tiendo mi mano,
pa’ que criollos como hermanos
tiremos firme y parejo
porteños y provincianos.

E inmediatamente mencionaba la pieza con la que, según él,


comenzaba “el baile”.

Tangos, rancheras, pasodobles, valses, fox-trox. Todos estos ritmos


abarcaba el Tío Tito Sobral.
A veces decía las glosas y otras veces cantaba. Solía decir: “Ahí va el
cantor. Que Dios me ayude”.

Cuando anunciaba, por ejemplo, que la orquesta Aróstegui - De la


Franca iba a tocar una ranchera, decía:

Que Usted no tenga elegancia


eso no tiene importancia,
y aunque no sepa bailar
y sea feo como yo,
no se desanime no
y busque una compañera
que bailando esta ranchera
Leguizamo se casó.

Su programa era una explosión de alegría y risas.

Quedaron algunas cassettes de él como recuerdo grato de sus “bailes


radiales”.

Francisco Duca tenía un programa desde 1936 en Radio del Pueblo


(L.S.6) que se llamaba “HABLA EL COMERCIO, LA INDUSTRIA Y LA
BANCA DE AVELLANEDA CON NUESTRO TANGO”. La cortina musical de
este programa era el inolvidable tango Rodríguez Peña.
En 1961, cuando el programa festejó los 25 años, hicieron en la radio
una gran fiesta, la cual duró varios días.

Otro programa que convocaba a muchos fue “POR LAS RUTAS


ARGENTINAS”.

Se emitía al menos tres veces por día, en Radio Mitre.

Al comenzar se oían bocinas de autos, ruido de motores y silbatos de


trenes, mientras el locutor decía:

“B.B. Publicidad presenta: Por las rutas argentinas. Revista


oral y musical destinada a reflejar vida, bellezas y costumbres de
barriadas progresistas y ciudades importantes”.

Hablaban, a lo largo de cada programa, de diversas ciudades: Tandil,


Chivilcoy, Rauch, Chacabuco, Bragado, Junín, Las Flores, Huinca Renancó,
Venado Tuerto, Vicuña Mackena y muchas más… para socializar la
información más importante respecto del progreso de cada localidad.

Les dedicaban canciones populares, con grabaciones.

Pasaban discos de Feliciano Brunelli, Marietto D’Agostino, La Chabela


y su Conjunto Nativo, Enrique Rodríguez, la orquesta Glorias de Ayer,
dirigida por los maestros Antonio Veronese y Horacio Estévez y tantas otras
orquestas del momento.

Seguir enumerando programas radiales llevaría más tiempo que un


almanaque… Valdría la pena decir que eran programas muy buenos y que
entusiasmaban a la gente.
La “Jazz Casino”, dirigida por el maestro Tito Alberti estuvo en varias
radios: Belgrano, El Mundo, Porteña, Spléndid y otras.

Actuaban en este programa las orquestas Aróstegui - De la Franca, la


de Barry Moral, de Carliño y su conjunto, la agrupación del artista Amadeo
Monges con su arpa y la famosísima Santa Paula Serenaders y los Lecuona
Cuban Boys.

20.- LOS CINES

Menciono varios que ya no están: “LUXOR”, en Tolosa (530 y 115);


“ODEON” (o “ESTRADA” o “IDEAL”, ya que cambió tres veces su nombre), en
118 entre 39 y 40 (era de los Padres Servitas, quienes atendían la Parroquia
San Antonio); “SARMIENTO”, el cual, si no me equivoco, estaba en la Calle 5
entre 63 y 64; “BELGRANO”, en Diagonal 80 casi esquina 49; “ROCA”, frente
a la estación de trenes de La Plata, en Avenida 1 entre 43 y 44; SELECT, en
Avenida 7 entre 55 y 56; “MASTER”, en 56 entre 9 y l0; “MAYO” en la Calle
48 entre 7 y 8; frente a éste estaba el “MAYO” (el de los célebres
“Continuados”); el del COLISEO PODESTA, en 10 entre 46 y 47.

Los conocí a todos.

El cine en mi vida ocupó el espacio del ocio, sobre todo en la época de


mis estudios superiores.

Iba generalmente los sábados a la noche y vienen a mi memoria


títulos de filmes hermosísimos: “Testigo de cargo”, “Mi secreto me
condena”, “La novicia rebelde”, “El Doctor Zhivago”, “Los invasores
Vikingos”, “Medea”, “El Cardenal”, “Las sandalias del pescador”, “La laguna
dorada”, como así también de numerosos filmes del cine nacional: “El
profesor hippie” y “El profesor patagónico”, éstas con don Luis Sandrini,
quien caracterizaba al profesor Montesano, y con Homero Cárpena, quien
hacía del profesor Onofre Salvatierra.

Siempre me tuve por “persona de cultura”, con gran aprecio por


ella, de manera que iba al cine a buscar cómo incrementar mi cultura
personal. Y puedo asegurar que el cine me sirvió de mucho.

Con los años, con el auge de la T.V. y más cuando apareció la video-
cassettera, el servicio de los cines se fue reduciendo. Quedaron sólo los más
importantes, cuyos propietarios tuvieron que invertir grandes sumas en el
reciclamiento y mantener una oferta de películas interesantes, como para
motivar la concurrencia del público.

21.- EL JUEGO DEL AGUA DURANTE EL CARNAVAL

No había barrio donde no se jugara “al agua” durante el


carnaval.
Tampoco había vecino que se quedara adentro de su casa, cuando, a
la hora de la siesta, alrededor de las 15, comenzaba este juego.

La gente se proveía de recipientes para juntar agua. Como en los


jardines había canillas, generalmente se los llenaba allí.

Todo “tacho” servía para la ocasión y tanto los niños, como sus
padres, y muchas otras personas de distintas edades adherían al juego.

Duraba más o menos dos horas y era tal la refrescada que, a eso de
las 17, todos chorreaban agua como patos recién salidos de la laguna.

Eran hombres contra damas, pero participaban también los niños.

No había agresión de ningún tipo, pues se jugaba sólo con las


personas que así lo deseaban.

Nunca ganaba nadie, pero sí todos se divertían mucho. La cuestión era


“mojarse” y “mojar”.

Jamás resultaba alguno herido; sólo muy mojado.

Cuando se daba por terminado el juego, los participantes iban


directamente a matear a las casas. A veces se juntaban varias familias.

Tengo un recuerdo muy hermoso del juego del agua de aquellos


carnavales.
Alguna vez, cuando era pequeño, fui al corso del 900, en
Ensenada.

También fui al corso de Tolosa, primero en la calle 117, y luego en


118, al de Los Hornos y al de La Loma.

Mucha gente se disfrazaba y se participaba sanamente.

No se agredía a nadie con agua. Se arrojaba papel picado y, desde los


autos, serpentinas.

El corso terminaba a eso de la una de la mañana. La gente se retiraba


contenta.

22.-LA TELEVISION

Pocos se ponen de acuerdo en qué año tuvo su origen la T.V. en la


Argentina. Hay quienes dicen que fue en 1951 y otros que fue en 1953.

Cierto es que comprar un televisor era costosísimo.

Como ejemplo valga el siguiente: un terreno de 10 por 40 metros, en


Tolosa, costaba, en 1954, doce mil pesos. Y un televisor, el mismo año,
costaba una suma igual.
Un amigo de mi padre llamado Tito Corbellini, para más datos de La
Ensenada, compañero de trabajo en las locomotoras, allá por el 54, le había
pedido a mi padre que le hiciera el favor de comprarle en un negocio de La
Plata un televisor y le entregó para ello un sobre con $ 12.000 m/n. Le había
pedido ese favor, para no tener que venir en el tranvía hasta La Plata.

Mi padre lo apreciaba mucho, lo mismo que a sus dos hermanos. Y le


aceptó gustosamente el encargo, que cumplió a satisfacción del amigo.

Un poco de tiempo antes, mi padre por $ 12.000 había comprado un


terreno, en la calle 524 entre 117 y 118, como dije más arriba, donde, en
1956, con un crédito del Banco Hipotecario Nacional, edificó la vivienda
familiar.

De manera que sólo las familias pudientes lograban comprar un


televisor. No había opciones. Podría decirse que era un terreno o un
televisor.

Pero en los primeros años de la década del 60, comenzó la producción


de televisores en mayor escala y entonces la oferta mejoró la demanda. Era
posible adquirirlo en cuotas mensuales.

En 1962 entró el televisor en el hogar de mis padres, con cierto


sacrificio económico, por supuesto.

A las 15 daban películas argentinas.

Aún alternábamos la radio, con sus novelas de corte campero, con la


tele.

Había programas televisivos que aún hoy son inolvidables, si bien no


han vuelto a verse más: “AVENTURAS EN EL PARAISO”, “HOTEL ALEGRIA”,
“LOS BEVERLY RICOS”, “EL SHOW DEL MEDIODIA” (con Héctor Coire), “LA
FAMILIA FALCON”, “SEÑORITAS ALUMNAS”, “PAJAROS DE ACERO”, varios de
folklore y algunos de tango; otros de música melódica. Todos con excelentes
profesionales músicos y cantantes de primer nivel.

Estaban en la tele Pepe Biondi, José Marrone, Luis Sandrini, Lolita


Torres, Dringue Farías, Leonor Rinaldi y que sé yo cuantos artistas más.

Hubo un programa muy visto en la década del 60, el cual duraba


varias horas: “SABADOS CIRCULARES”, de Nicolás Pipo Mancera.

Otro que atrapó el interés de los jóvenes fue “EL CLUB DEL CLAN”.

Se decía que la misión de este programa era desbancar al tango.

Creo que aseverar eso era un dislate de marca mayor.

Pregunto si el tango pudo ser retirado de escena alguna vez.

El que conoce algo de cultura popular sabe que eso era imposible.
A las 11 de la mañana proyectaban diariamente ENCICLOPEDIA EN
T.V., muy cultural, en especial para los jóvenes estudiantes. Entre la mucha
información que ofrecía este programa estaban las películas documentales
del Canadá que informaban sobre diversos aspectos de la vida en ese país.

Había, a distintas horas, diversos SHOWS y programas de


entretenimientos, para niños y también para la familia.

También, las llamadas TELE-NOVELAS. Estas atraían mucho a la


audiencia femenina.

La televisión era sana, porque no había películas de corte subido como


hay hoy. Se proyectaban películas de cow-boys, de piratas y bucaneros, de
detectives, de aventuras, pero no se mostraban hechos que los niños no
pudieran ver.

Los padres compartían más tiempo con sus hijos, a pesar de que se
trabajaba tanto como se trabaja hoy.

Aquello era bueno, porque se estaba más tiempo en familia.

Cuando, hombre con toda la barba, he pasado por las calles de mi


infancia y de mi juventud, me pregunto qué habrá sido de tantos
compañeros de juego. Muchos, como yo, seguramente son abuelos (o están
jubilados). Sé que algunos ya no están.

Jugábamos todas las tardecitas: que a la paiana, que a las canicas; a


la mancha, a las escondidas, al hoyo-pelota o al rango y mida, con prendas.

Coleccionábamos figuritas y sellos postales. Muchos teníamos


álbumes y hacíamos intercambio de unas y otros.
Cantábamos mucho y nos reíamos de todo.

Tengo aún el título de algunas de aquellas cancioncitas: “Felipe el


explorador”, “Farolera tropezó”, “En coche va una niña, parabín”…

La de Felipe el explorador decía:

Felipe el explorador
quiere dar la vuelta al mundo;
Felipe el explorador
quiere dar la vuelta al mundo;
mas no sabe si podrá,
y no sabe si podrá,
porque no tiene un centavo
partido por la mitad,
porque no tiene un centavo
partido por la mitad.

¡Eramos niños felices!

Cómo no decir una palabra sobre LA CALESITA.


Todas las tardes, a eso de las 17, era el lugar de cita de los niños,
quienes concurríamos con las mamás o con las tías o las abuelas.

Estaban ubicadas en una plaza o en un baldío.

Los niños más pequeños tomaban asiento en los caballitos, en los


autitos o en los aviones.

Los niños mayores, de pie, asidos de uno de los parantes, trataban de


agarrar la sortija.

Nos divertíamos mucho así.

El que sacaba la sortija daba una vuelta gratis.

Miro en todas las direcciones y veo las casas cambiadas. Algunas


fueron demolidas y reemplazadas por otras construcciones. Ya no hay
terrenos baldíos.

Otras casas se hallan como abandonadas.

No se ve niños en las veredas jugando como lo hacíamos otrora.

Espero que de algún lugar salga una de aquellas señoras: doña


América, doña Pancha, doña Juana, doña Lucía… Pero no aparecen, porque
ya se han ido. Quien sabe si están sus nietos o sus bisnietos.

En fin, todo pasa y todo cambia.

EPILOGO

La vida de aquellas décadas de las que hablo… del 50, del 60, del 70…
tuvo sus encantos.

Fue la que nos tocó vivir a tantos y estoy seguro, por mi parte, de
haberla gozado plenamente, en todas sus manifestaciones.

Creo que cada uno la ha vivido a su manera, lo mejor posible.

Desde aquellos años, nos hemos proyectado hacia ahora con las
manos cargadas de obras para los demás y también con el alma llena de
afectos.

Seguramente cada uno hizo feliz a alguien, de acuerdo con sus


experiencias y posibilidades.

Si así resultó, valió la pena haber vivido.

Bendito Dios por todo lo que nos dio y por poder contarlo
gustosamente a las generaciones jóvenes, quienes tal vez reconozcan que
aquellos años tuvieron su encanto.
La Plata y 02 de mayo de 2009.-

Ángel Alberto Berro


Director del Instituto Pablo VI
(Dipregep 4029)

Vous aimerez peut-être aussi