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LA AMABLE BOKHI

Él está contemplando con los ojos vacíos fuera de la ventana. La ventana también está vacía como
sus ojos. El barrio, lleno de dinamismo juvenil por su cercanía a la universidad, hoy parece muy aburrido
y atontado porque no hay gente. Los estudiantes ya entraron de vacaciones de invierno. Los edificios
multifamiliares de dos o tres pisos, de diferentes colores; ante la ausencia humana, están lúgubres como si
todos estuvieran pintados de gris. Nosotros, iguales a otros vecinos, excepto el piso donde vivimos,
cambiamos otros pisos en estudios para alquilar a los estudiantes. Este negocio es algo tedioso; pero yo
estoy contenta porque es una forma de asegurar la vejez. Como no hay estudiantes por las vacaciones, la
casa sufre de una indescriptible soledad. Me preocupa de que estemos sólamente él y yo, sin nadie más.
Por el derrame cerebral, la parte derecha de su cuerpo está insensible, ni puede tragar bien la saliva dentro
de su boca. Por su pronunciación confusa e insegura, aunque hable, es difícil ser comprendido. Imposible
esperar su comunicación con otros. Yo soy la única que lo comprende más o menos. Como no puede
cerrar los labios, cuando quiere llamarme ‘Bokhi’, le tiembla todo el contorno de la boca. Esto no me
provoca ninguna compasión sino alegría de venganza. Él pronunciaba ese nombre en cualquier momento
desde mi soltería, cuando trabajaba en su casa como empleada doméstica de cama adentro. Y, después de
ser su esposa, me seguía llamando por ese nombre repetidas veces en los momentos alegres o de furia, a
pesar de que no me gustaba. Desde que se quedó inutilizada la mitad de su cuerpo, la fuerza que venía
desde su interior seguía igual, porque cuando ya no podía hablar, sus palabras transformadas en gritos
hacían temblar las ventanas. Era un hombre robusto y de mucha fuerza. Al ver a este hombre simple que
antes vivía con el único lema “Ganar como perro y gastar como caballero”, ahora alicaído por la vejez y
la enfermedad como un saco podrido, no siento compasión sino sufro por raras ilusiones. ¿Qué estaría
pensando este hombre? Cuando hablaba bien, sus pensamientos sólo estaban relacionados con los deseos.
Tenía apetitos materiales mucho más que otros: cosas, comida y sexo; no tenía vacilación ni vergüenza
para expresarlos. Como ya no puede saciar esos deseos ni con palabras ni con acciones, ¿qué estará
pensando? ¿Pensamientos? ¿Qué pensamientos? La preocupación se apodera de mí al pensar que su
mente está vacía. Considerando que su cerebro está sin contenido, quiero llenarlo con algo porque eso me
preocupa. En realidad, yo no tengo miedo de él sino de mí misma.

Yo soy una mujer muy buena, incapaz de matar un bicho. Pues, así dice la gente de mí. Antes, seguro
que habría matado insectos, igual que la gente común y pobre; pero, como la gente comentó que era
buena, que no era capaz de matar un gusano, desde ese momento me habría vuelto así. La razón por qué
agregué este calificativo ‘pobre’ a la gente ‘común’, es que la gente común, siquiera vivía manteniendo la
limpieza para que los piojos no usaran la ropa interior como su guarida, mientras mi familia vivía en
suciedad. Nuestra tradición era: después de la cena, todos nos sentábamos juntos, nos quitábamos la ropa
interior para hacer la cacería de piojos para que al siguiente día rasgáramos menos el cuerpo. Aunque viví
pobre, no puedo decir que mi niñez haya sido infeliz y sombría. Me sonrío recordando la reunión familiar:
la escena en que los cinco hermanos, reunidos bajo la luz vaga, cazábamos piojos muy gordos del tamaño
del grano de cebada y con un punto morado en su espalda, los matábamos entre las dos uñas de los
pulgares. Y, cuando los matábamos, todavía producían sonidos resonantes al reventarse. Entonces, nos
reíamos. Ahora mi pueblo natal se ha convertido en la ciudad satélite más cara de Seúl con los complejos
de apartamentos lujosos; pero, aquel entonces era un campo. Aunque crecí en un hogar sin un palmo de
tierra, anduve cazando langostas en los arrozales para comerlas asadas, y junto a los muchachos también
atrapaba ranas para asar en la fogata y comerlas. Me acuerdo de haber comido la pata trasera de la rana,
aunque no me acuerdo de su sabor. Recuerdo que esa vez yo hacía lo que hacían los chicos, hasta que
tiramos la rana al fuego; pero, en el momento cuando metí la pata a la boca, sufrí porque no podía
pretender comerlo con gusto.
¿Acaso mis recuerdos se terminan con eso? Aun después de encontrar la opulencia, viviendo en la
urbe, comiendo bien y haciendo bien la limpieza, ¿acaso no habría matado moscas y zancudos con la
mano? Un poco después de casarme con este viejo, adquirí el calificativo de “tonta que no puede matar ni
un bicho”. Yo tenía diecinueve años; él, doce años mayor que yo, tenía más de treinta años. Para mí era la
primera vez; para él era el segundo matrimonio. Cuando él estaba de buena salud y con mucha fuerza; yo
era una chiquilla débil, con síntomas de mala nutrición, despreocupada de la diferencia de edad. Es cierto
que me casé con él sin amarlo; pero no por la edad. En estos días me paro con frecuencia frente al espejo
pero no puedo verme mucho tiempo. Yo que parezco joven me veo más ajena que él que se está
derrumbando notablemente después del derrame cerebral. Yo no puedo soportar la pena porque me veo
como una mujer cortesana, sepultada junto al viejo rey muerto.
No era un viudo sin familia, tenía un hijo del primer matrimonio. Después de unos días de celebrar la
sencilla boda, trajo un gallo a la casa diciendo que el siguiente día era el cumpleaños de su hijo. Aquel
entonces no vendían un pollo entero o partes de pollo congelándolos con higiene. En el mercado siempre
había una zona de tiendas de pollos, y cada tienda tenía pollos, gallinas y gallos dentro de las jaulas. Los
compradores escogían uno, el dueño lo mataba torciéndole el cuello, lo metía un rato en el agua hirviente
de la olla marca alpaca encima del fuego de carbón ya instalado en la tienda y lo desplumaba. Sin
embargo, él trajo un gallo con la barbilla roja como si deseara criarlo en casa, lo amarró en el poste de la
bodega y me ordenó matarlo en la mañana del siguiente día. Como era una tarea tan difícil, no le pude
preguntar si era para hacer sopa o para freirlo. En la madrugada del cumpleaños del niño, me desperté por
el canto del gallo. Como no estaba segura, preferí matarlo primero y preparar el desayuno después. Llevé
la tabla de cortar a la cañería del patio, agarré el gallo, lo puse encima de la tabla con mucho esfuerzo y le
di un cuchillazo desde lo alto. Como chorreó mucha sangre en la tabla, creyendo que se había muerto el
gallo, temblándome de lo que había hecho, retiré la mano. ¡Qué sorpresa!, el gallo se levantó y corrió
hacia la esquina del depósito atravesando el patio con su cuello medio cortado sobre el que se bamboleaba
la cabeza según su movimiento. Antes de desaparecerse por la esquina del depósito, creo que me había
mirado de reojo. Al encararme con los ojos con las venas de sangre, me desmoroné y di un alarido tan
fuerte que todos se despertaron y corrieron hacia mí. Aquel entonces, él tenía una tienda grande de venta
al mayor en el mercado Bangsan, y varios empleados vivían con nosotros. La abuela materna del niño
ocupaba el cuarto principal y nosotros usábamos el otro frente a ese cuarto. Mi esposo salió corriendo del
cuarto, se dio cuenta del incidente, siguió las huellas sangrientas hasta el jardín posterior, agarró el gallo
ya muerto; y a mí me llevó al cuarto para que me echara. En aquel momento estaba embarazada.
-¡Qué mujer tan boba!
Explicó lo sucedido con esas palabras a la abuela materna que salió junto al nieto del cuarto principal.
Tanto al padre como a la abuela del niño les gustó ese aspecto mío de ser ‘boba’. Sentí que a la anciana se
le ablandó el rostro. Después de que su yerno se casó de nuevo por la muerte de su hija, la pobre anciana
no sabía qué cara poner ante la segunda esposa de su yerno. Como era un caso que no ocurría
comúnmente, siempre estaba con el rostro muy rígido que daba lástima.
-Se asustó, ¿verdad? Fue mi culpa. Es que pedí que matara un gallo a una persona tan buena que no puede
matar siquiera un bicho.
La ‘boba’, en ese segundo, se convirtió en una ‘buena’ que no era capaz de matar un bicho. Desde
que me integré como miembro de una familia raramente compuesta, por vez primera, estaba echada en
paz fingiendo ser una persona que no se atrevía matar un gusano. La anciana se puso el delantal, fue a la
cocina y preparó la mesa de cumpleaños de su nieto. A mí me sirvió la sopa de alga con los pedazos
blancos de la carne del gallo; me dio asco, la rechacé tapándome la boca. Como estaba en cinta, tenía ese
derecho. El yerno le habría contado a la anciana sobre mi embarazo. La anciana me atendió como a una
reina sirviéndome la medicina a base de hierbas e hirviendo otras hierbas, y como yo ya no sufría por otro
malestar, volvió a su casa. Supe más tarde que, para el hombre, yo no era la primera mujer en los tres
años de su viudez. Aunque no había contraído matrimonio como en mi caso, tuvo una mujer hacendosa no
sólo en los quehaceres de la casa sino también en los asuntos de la tienda, la botó en menos de medio año
por su carácter muy fuerte. Habría maltratado al hijo del primer matrimonio con ferocidad que, cuando la
abuela materna, en una visita, al ver a su nieto tan sucio, lo quería bañar, encontró cantidad de hematomas
en todo el cuerpo. Ella avisaría inmediatamente a su yerno y le hizo botar a la mujer. Él, por su hijo, era
capaz de hacer cualquier cosa. Además, siendo pobre, gracias a la familia de la esposa finada, pudo poseer
esa tienda en un mercado central. Por tanto, la anciana ejercía su influencia en el hombre. Después, hasta
que se casara conmigo, ocupó el cuarto principal, atendió al nieto y administró todos los quehaceres de la
casa. No era una anciana que no tenía a dónde ir, pues vivía en una mansión con su hijo y nuera. Era una
anciana dichosa. Al juzgar que ya podía dejar al niño bajo mi protección y sin problemas, no tenía por qué
seguir en esa casa. Recién pude ocupar el cuarto principal. Di a luz varios hijos, pero no traté mal al niño
de su primer matrimonio. Digamos que mi naturaleza no era feroz; pero, eso de que no podía matar ni un
bicho no era totalmente una verdad. Si la dicha me llegó gracias a este juicio, ¿para qué insisto que no lo
soy?
Como hoy es el segundo domingo, viene a visitarme la familia del segundo hijo. Digo el segundo,
porque incluyo al hijastro; por tanto, él es mi primer hijo. He dicho que no hice la diferenciación entre mi
hijastro y mi propio hijo. Y eso es cierto. Después de tener a mi propio hijo, no fue fácil amar a ambos
con el mismo cariño; sin embargo, como quería una vida más tranquila, pretendí darle más cariño, no
tenía por qué no fingirlo. Además, el chico era muy bueno, no le tenía celo a su menor; entonces, yo lo
quería, así pudimos tener muy buena relación. Después del hijo di a luz una hija y dos hijos más. Así,
incluyendo hasta al hijastro, llegué a tener cinco hijos. A la hija la mandé al extranjero para que estudiara,
allí conoció a su actual esposo, se casó y vive bien. Como ella viene a visitarnos cada dos o tres años, no
he tenido la oportunidad de conocer Estados Unidos. Los otros cuatro hijos se casaron. Algunos nos
visitaban con frecuencia; otros, pocas veces, trayéndonos un montón de regalos. Como no dependíamos
económicamente de ellos, no nos preocupamos de sus conductas. Cada uno nos demostraba su cariño a su
manera. Sin embargo, la segunda nuera, o sea la esposa de mi primer hijo carnal, un día hizo un arreglo
del tráfico para que la visita fuera equitativa y regular. La segunda nuera no me agrada mucho porque es
muy lista. Pude ser justa con todos los hijos hasta antes de casarlos; pero, desde que las hijas ajenas
entraron a ser parte de la familia, mi cariño empezó a usar la balanza. Aunque no expresara
deliberadamente, según las nueras, yo tenía el hijo más preferido y el hijo menos preferido. El placer de
un amor parcializado es fuerte y agudo. La segunda nuera, con una actitud amable y gentil, igual que una
trabajadora de bienestar social de los ancianos, me avisó que habían acordado hacer las visitas en orden:
el primer domingo, el hijo mayor; el segundo domingo, el hijo segundo; el tercero, el tercer hijo; el cuarto,
el cuarto hijo. Le pregunté:
-Hay meses que tienen cinco semanas. El quinto domingo, ¿qué van a hacer? ¿Por qué no se reúnen las
cuatro familias para dar un paseo?
-Ay, señora, también tenemos derecho de tener días sin estrés. Si le duele tanto, cada mes cite a mi cuñada
de Estados Unidos.
Aunque yo sea una suegra con corazón de una santa, ¿cómo no detestar a una nuera tan altanera
como ésta?
A la hora programada suena el interfono, aparece en la pantalla de la sala la figura del nieto,
estudiante del jardín de infancia. En la pantalla el niño salta que salta haciendo con sus dedos la letra V.
Es su hábito típico para cualquier momento y cualquier lugar. Es un niño que no puede estar un segundo
tranquilo. Tiene una hermana mayor; pero nunca han traído a los dos juntos, ni han venido los dos
esposos juntos. Cada vez que el niño se porta raro, su madre, en vez de llamarle la atención, dice que salió
a su padre. Crítica indirecta dirigida a mí. Como yo estaba muy ocupada con tantos hijos, no me acuerdo
cómo eran ellos a la edad de este nieto. La característica de la visita de la familia del segundo hijo está en
la intercalación: el nieto con su madre y la nieta con su padre. La nieta, muchos años más que su hermano,
ya es una señorita. Su conducta es muy perfecta. Pela la fruta muy bonito y le sirve a la boca del abuelo.
Sin embargo, cada vez que lo hace, veo que tiene el deseo de terminar su deber lo más pronto posible. Se
parece a su madre, pero yo no le digo nada. No soy una tonta que critica a la nuera ante la criatura. En esa
familia no hay nada que se hace sin orden. En todo hay reglas fijas y todos tienen que cumplirlas. A la
primera nuera, esposa del hijastro, no le cuadra bien la visita fijada en orden. Hay veces que no cumple
con su visita, y en esos casos, más que por mí, se preocupa por su concuñada. A veces, me pide el favor
de que diga a su concuñada que ha venido. Si me lo pide así, cumplo con mi promesa, pero ella misma es
la que mete la pata. Tarde o temprano esa mentira se revela. Yo siento solidaridad con esta imperfecta
nuera mayor. Como la nuera mayor me cae mejor que la segunda, quiero más al hijastro aunque no sea mi
propio hijo.
El nieto llega saltando, adelantando a su madre. Apenas entrando, sube al regazo de su abuelo,
sentado como tonto en la mecedora, le abraza el cuello, le da besos en ambas mejillas, y le grita en el
oído: “¡Te amo!”. Su hábito de siempre. Mi esposo no habla bien, pero no tiene los síntomas de no oír. No
puedo juzgar si su rostro está risueño o hace muecas de rechazo. Siento pena por el tímpano de su oído. Si
no le hubiera pedido al niño que le dijera “¡Te amo!”, su visita sería mucho más soportable. “Ya no más,
el abuelo está cansado”. La nuera, que estaba metiendo unas frutas que trajo a la refrigeradora, ordena al
niño. El nieto, como si se liberara, baja de sus rodillas, y salta por todas partes. Recién respiro despacio y
con tranquilidad como si hubiera aguantado la respiración en esos breves instantes. Una vez oí al niño
avisar a su madre que el abuelo apestaba. No creo que de verdad apestara él. Pienso que es un prejuicio
sin base de la edad de ese niño que cree que los ancianos apestamos. Nadie debe dudar con cuánto
esfuerzo lo cuido para que no lo critiquen de esa forma.
No niego que, por un pequeño descuido, él cometa barbaridades apestosas. Como todavía tiene buen
apetito y buena digestión, defeca una vez al día una masa como la masa de arcilla que casi llena toda la
taza. Menos mal, aunque camina con dificultad, no tiene problemas para ir al baño; a cada rato puede dar
un paseo ligero; no sufre por el estreñimiento. El problema está después de hacer sus necesidades. No le
funciona la mano derecha paralizada y colgada como cualquier objeto; y la mano izquierda no le llega
hasta el ano. Cuando apesta mucho, le quito la ropa y encuentro que su calzoncillo y la parte baja están
manchados con el excremento amarillo. Como no era fácil limpiarle con el papel higiénico, empecé a
lavarle con agua caliente. No se podía hacer otra cosa. Lavar su calzoncillo también requería paciencia;
lavarle la parte baja era mucho más fácil. Si no lo hubiera gozado, no podría hacerlo hasta que mis cuatro
miembros estuvieran bien hasta su último día. Al principio, se sentía un poco apenado; pero, pronto me di
cuenta de que le placía eso. No pude percibir bien por su mala pronunciación, pero las primeras palabras
eran más o menos: “Ay, qué fresco. Qué frescura”. Habría sentido tanta frescura que poco a poco esas
palabras se cambiaron a tarareos y gemidos. En ese tarareo gemebundo había algo de placer sexual. Mi
suposición era certera. Empezó a defecar dos veces al día, y ya no una vez. Pensé que debía sacar
definitivamente mi mano de su parte baja. Me apresuré en instalar el bidé en el baño. ¡Qué mundo tan
hermoso! Jamás me había imaginado que hubiera un invento tan cómodo en este mundo. Tenía ganas de
sacarle la pica. Sin embargo, él tampoco era un tonto. Hacía todo lo posible para lavarse mal o no lavarse
para que mi mano tocara esa parte. Claro, no es fácil lavar bien esa parte de muchas arruguitas. El trabajo
toma tiempo y es algo muy minucioso. Lo que debo soportar no es sólo sus gemidos y tarareos
placenteros, sino también mi respiración. Si es posible, trato de no respirar, no por la pestilencia, sino por
el estímulo cruel que busca la salida desde mi interior.
Estos días renació otra vez mi conducta de antes: sacar una cajita dorada, delgada y redonda y
confirmar si todavía sigue allí un ungüento negro casi seco que ocupa toda la cajita. Después de verlo, me
siento tranquila. Esta triste compañía de mi vida es la medicina de emergencia de mi casa que existía
desde antes que los cinco hermanos, sentados bajo el foco opaco de 30 w, conversábamos y nos reíamos
despiojándonos. Mi madre la llamaba opio. Cuando yo era niña, mi madre, al pronunciar esa palabra,
primero constataba si afuera había alguien; luego, la soltaba en voz baja. Debía ser una medicina
misteriosa y de mal agüero. Dijo que si se la usa un poquito, podía curar todo; pero, si se la usa mucho, se
podía morir o matar a alguien sin que supieran otros. Cuando le pregunté dónde había conseguido esa
terrible medicina, mi madre dijo que la había robado de su casa cuando se casó.
-¿Y dónde la consiguió tu familia?
-Es que tu abuela materna, en secreto, había sembrado amapolas en el jardín de atrás.
-¿Qué es amapola?
-Es una planta. Se hace notar mucho porque su flor es tan exhuberante como la ramera. En la época
colonial japonesa, si los policías la encontraban, al instante metían a la cárcel a su cultivador. Sin
embargo, en mi pueblo todos la cultivaban en pequeñas cantidades. Cuando se marchita y llega a tener su
fruto, a ese fruto se hace un corte para recoger su líquido. Eso es opio. A pesar de la amenaza de cárcel, la
cultivaban porque no había otra medicina tan efectiva para el dolor de estómago, para la diarrea y la mala
digestión. En esa época no teníamos buenas medicinas como estreptomicina. Una vez hubo epidemia de
cólera. Todos los japoneses, atacados por el cólera, se murieron; nosotros, aun atacados, no morimos.
Todos sobrevivimos. Los japoneses, coléricos, andaban preguntándonos a todos qué medicina usábamos.
Varias veces mis mayores me comentaron que cada uno inventaba cualquier cosa: “Nos sanamos gracias
al rito del chamán. Gracias a la pasta de ají”. Luego festejaban a carcajadas esas mentiras.
-¿Para qué robaste esa medicina tan buena?
-Cuando me casé, ya había buenas medicinas como la penicilina y la estreptomicina. No la robé para
usarla como medicina. La robé porque decían que era veneno que podía matar a uno si la tomara mucho.
Como tus abuelos se peleaban a muerte hasta que yo los separara llorando, tenía miedo de que sucediera
alguna desgracia cuando no estuviera en casa. Se dice que alguien que está furioso puede tomar el agua de
lejía que quema la garganta para morirse. Y, ¿por qué no podría tomar el opio que hace morir
pacíficamente?
¿Por qué yo le habría robado ese opio que ella había robado para que sus padres no se mataran?
Cuando decidí abandonar la casa, metí esa cajita de bronce en lo profundo de mi bulto y me escapé.
Seguramente por el temor a la ciudad. Con tenerlo conmigo me sentía segura. ¿Acaso la daga vale por su
filo? Simplemente por tenerla uno se siente seguro. Si la daga está muy filuda, se la utiliza contra el
atacante y no contra su propio abdomen. Yo no dudo de la efectividad de este bultito añejo y negro de
opio que se parece a la resina muy manoseada de pino. Sin embargo, yo soy una mujer muy buena,
incapaz de matar hasta un gusano. Varias veces superé la crisis consolándome con esa cajita de bronce;
pero, jamás me atreví a usar su contenido.

Mi primer lugar de trabajo fue la Tienda Bangsan, propiedad de mi actual esposo. Fue el resultado
del encuentro casual en la calle con un muchacho de mi pueblo que trabajaba de distribuidor usando la
bicicleta. Mi objetivo principal, cuando salí de casa con un bulto en la mano, era trabajar de cobradora en
el autobús. Andaba alrededor del mercado Bangsan porque cerca estaban la terminal del autobús
interprovincial y la oficina de ese autobús. El muchacho, que corría en su bicicleta con un bulto más alto
que su altura de sentado, se alegró al verme, y al saber que yo andaba buscando trabajo, me dijo que
conocía una tienda que buscaba una empleada y que, si él me recomendaba, no habría problema. Al ver
que no era difícil conseguir un trabajo, rehusé primero. Le dije que quería ser cobradora en el autobús. Al
oírme, el muchacho cambió de rostro y me miró con desdén; entonces me di cuenta que no debía rechazar
la propuesta. Conseguí fácilmente el trabajo; pero mi labor era más en la cocina, detrás de la tienda, que
en la tienda. El dueño era viudo, pero había mucha gente que vivía en su casa: empleados de la tienda y
los provincianos que estudiaban en Seúl, cuyas relaciones con esa casa no podía entender ni tenía por qué
enterarme. Estaba segura que mi trabajo tenía relación con la tienda porque el dueño, después de mirarme
de arriba abajo, me propuso el salario. Aquel entonces, en Seúl, la empleada de casa particular no gozaba
del salario porque su pago era la comida. No sé si desde el primer momento me habría contratado para
que trabajara de empleada doméstica, pero el dueño no parecía mala persona. El hecho de tener a tanta
gente en su casa demostraba eso. Yo estaba orgullosa de ayudar a un gran hombre que podía dar comida a
tanta gente aunque fuera un caldo de verduras. Qué me importaba trabajar de empleada de la tienda o de
la casa. Estaba feliz con el trabajo; y, como trabajaba con tanta dedicación, mis pies no podían descansar
y el dorso de mis manos estaba lleno de heridas y cicatrices.
Una tarde llevé la mesita servida al cuarto independiente al otro lado del patio. Ese cuartito era
apenas de unos 3m²; pero, como allí vivía un joven universitario, estaba muy ordenado y no olía mal.
Como me habían dicho que era el pariente de la finada esposa del dueño, traté de atenderlo mejor que a
otros huéspedes o empleados aunque fuera con un plato más de huevo frito. En esa casa todavía era
vigente la autoridad o la sombra de la señora finada. Cuando iba a retirarme después de ponerle la mesa el
joven me llamó. Me pidió que le mostrara la mano, cogió de su mesa un frasco de vidrio como de los
cosméticos, vertió el líquido cristalino en su palma y con ese líquido empezó a hacerme el masaje en mi
mano. Cuando su mano tocó la mía, inmediatamente sentí que el dorso de mis manos quedaba suave y
liso como una tela de seda. Su mano era de un hermano mayor cariñoso que tocaba la mano maltratada de
su hermana menor casada y dedicada en los quehaceres de la casa de su esposo, sin cuidarse. Su mano era
muy cariñosa y pura. Su rostro también era diferente de cualquier otro hombre que conocía. En aquel
momento recién comprendí que había finura en la expresión humana fuera de la ropa y comida. Mis
manos temblaron ligeramente. No era la primera vez que un hombre agarraba mi mano. Desde niña
andaba jugando con los niños; el muchacho de mi pueblo que me consiguió el trabajo me jalaba la mano a
cada rato para invitarme a comer odeng en un comedor de paraditos al lado del río Cheonggyecheon;
varias veces, antes de cerrar la tienda en la noche cuando no había mucha clientela, los empleados de
otras tiendas que jugaban a las cartas, reunidos en un cuarto de la tienda me invitaban a jugar, y ellos, que
jugaban apostando algún fiambre, cambiaban la apuesta por golpes con los dedos en el brazo. En esos
casos, cuando agarraban mis manos con fuerza, primero daba alaridos; pero eso era una prevención para
que no me dieran golpes fuertes; en realidad, ni me dolían ni me daban escozor. Mi cuerpo insensible se
estaba despertando de un largo sueño. ¿Acaso yo no había soñado algún amor? El amor que había soñado
era de corazón. Pero, en ese momento, el problema estaba con el cuerpo. Mi cuerpo parecía convertido en
un árbol de cercis (árbol del amor). Este árbol, en primavera, repentinamente se llena de flores de color
magenta rosado sobre los tallos desnudos, duros y sin pedúnculos. Era el único árbol de flores en mi
pueblito. Mi cara ya estaría del color de esa flor. Yo no sabía que mi cuerpo escondía esos sentidos de
placer. ¿Qué hacer? ¿Quién podía impedir que floreciera ese cercis? El universitario, al notar que
temblaba, soltó mi mano muy sorprendido. Yo no sabía qué hacer de vergüenza. Me levanté. Él me llamó,
me entregó todo el frasco de líquido con que me masajeaba y me explicó que lo untara todas las noches
antes de dormir. Debía lavar mis manos con agua caliente y hacer masaje con eso. Él era muy amable.
Desde que supe que el universitario se preocupaba por mí, mi cuerpo empezó a cobrar la nobleza. Era una
experiencia mística que jamás había experimentado. Después también fui a su cuarto con la mesita; pero
ya no hubo más conversación fuera del tema del dorso de mi mano. Se alegró al ver la mejoría de mi
dorso; luego se despreocupó. Mientras tanto, mi cuerpo seguía ennobleciéndose y, algunas veces,
experimentaba casi algo de éxtasis, mi cuerpo volaba en el aire como un angelito. Pero todo eso sucedía
sólo conmigo.
Un día estaba esperando acurrucada en el piso de la cocina que mi mano se suavizara en agua
calentada por el fuego de carbón, para luego quitar la mugre. El dueño que pasaba frente a la cocina me
echó una mirada; no le hice caso. Entró a la cocina y, creyendo que iba a servirse el agua, me hice a un
lado siguiendo con mis manos en agua caliente. Jaló mi mano con violencia y murmuró en voz ronca:
“¿Por qué estos días hueles mucho a hembra?” En un segundo fui arrastrada al cuarto principal. Su suegra
se había ido con el nieto a su casa. Esa noche supe, por primera vez, cuán fuerte era la energía de un
varón. A pesar de mi resistencia feroz, logró entrar en mí. Grité y di alaridos; él no me hizo caso, tampoco
nadie llegó a socorrerme. “Hagas lo que hagas, la vergüenza es para ti”. Se burló con el rostro chueco y
no cesó de atacarme. ¡Cuánta alegría me dio ese despertar del cuerpo! Y eso, en unos pocos días, se
convirtió en una vergüenza.
Rechinando los dientes para no perdonarlo jamás, me liberé de su peso. Aún con esa desgracia, pude
salir de ese cuarto con la cabeza erguida. Eso seguramente se debía a esa cajita de bronce. Al volver a mi
pequeño cuarto oscuro de 1.5m², lo primero que hice fue confirmar la existencia de esa cajita. Teniéndola
en la mano, un momento recuperé la fuerza; pero no me salieron ideas concretas de cómo vengarme. De
estar dedicida matarlo y matarme, podría haber hecho cualquier cosa. No quería morirme con ese tipo ni
quería morirme sola. Tampoco pude saber si esa pequeña cantidad de veneno sería suficiente para matar a
la gente y cuál sería su sabor. La cajita de veneno estaba en mi mano; pero eso era una ilusión, no una
realidad. Después, unas veces más fui jalada a su cuarto, y él siempre esperaba que yo diera gritos y
llorara como el primer día. “¡Como la primera noche! ¡Como la primera noche!”, era la expresión rara y
suplicante cada vez que me atacaba.
Cuando este veneno ya no tenía el efecto de consolarme ni darme fuerza teniéndolo sólo en la mano,
volvió su suegra con el niño a ese cuarto. Después de poco tiempo me di cuenta de que estaba
embarazada. Le avisé para que me diera el dinero para abortar. Pensé que podía recibir una buena suma.
El aborto era un problema posterior. Entonces, la gente todavía no me calificaba como una mujer incapaz
de matar un bicho, y yo también estaba más loca por el dinero que por la vida en mi vientre. Él me pidió
que conviviera con él dando a luz. Le dije que no conviviría sin contraer el matrimonio. “Claro, como has
sido virgen, tu orgullo no te lo deja”. Avisamos a mis familiares y a los del barrio e hicimos una fiesta.
La chica provinciana, sin educación ni etiqueta, fue a Seúl para ser cobradora de autobús, y se casó
oficialmente con un viudo, dueño de la tienda, famoso por ser rico entre la gente del mismo mercado. Los
de mi pueblo y los del mercado no sabían cómo portarse delante de mí: respetarme o menospreciarme
como si fuera la mujer cortesana conocida por el rey. Como yo sabía qué pensaban, tomé una actitud
totalmente contraria de lo que esperaban: no jactarme ni agacharme; ni arrogante ni humilde. Preguntaba,
aun sabiendo; me hacía la tonta ante las palabrotas. En casa, aunque sabía de sobra quién era quién, cómo
eran sus caracteres, costumbres y habilidades de cada uno de ellos, me porté como una tonta, como si no
recordara sus nombres y confundiera los nombres con las caras. En el mercado donde todos perseguían
sus intereses con mucha vivacidad, ser un poco tonto era una táctica. La tienda de mi esposo era una de
las más prósperas del mercado. Él ganaba bien; pero, como era dadivoso, había mucho gasto inútil. Lo
manipulé para disminuir el número de los que vivían en casa. Pero no los hice botar sino les hice
conseguir otros trabajos. Los familiares de la esposa finada, un poco después que ocupé el cuarto
principal, se salieron. Como su exsuegra me confiaba, me pasó el poder de la administración de la casa,
todo eso pareció un proceso con mucha naturalidad. Ese vacío fue ocupado por mis miembros. Como di a
luz varias veces, con el hijastro llegamos a tener cinco hijos. Tenía que ayudar a mi familia también.
Después de tantos sufrimientos, no debía dejar que mi madre oyera chismes de que me había casado mal.
Yo no podía ser libre del espíritu de sacrificio que corría en las venas de las hijas; sobre todo, de las hijas
de los pobres.
Para que la esposa pueda gastar mucho dinero, el esposo debe ganar bien. Era fácil ayudar para que
él ganara mucho dinero. Él se pegaba mucho a la dicha de cada día como los timberos, y mi truco estaba
en satisfacerlo en la cama. Él deseaba oír mis gritos como la primera noche. Cuando los gritos y el llanto
no eran suficientes, se quedaba humillado, y al siguiente día no tenía buena venta. Cuando se entristecía
diciendo que no podía darme el placer, me daba compasión. Le tenía compasión como a los animales. Él
no sabía que yo no sentía nada. Para soportar esa cosa por un rato hacía el esfuerzo de cambiar mi
pensamiento: “Mi acto es como el feroz azote al caballo o a la vaca. Los gritos no son míos; son de esos
animales azotados”. Cambiaba al atacante en atacado. Cuando la ilusión se acostumbra, se convierte en
algo real. Si no hubiera tenido esa ilusión, ¿cómo podría haber soportado su perversión sin deseos de
matarlo? Sin embargo, algunas veces no di ningún alarido aunque se sintiera humillado o hiciera más
esfuerzos. Eso no era una resistencia contra él, sino contra mí misma, y era un mínimo de mi orgullo.
Como empecé a parir a temprana edad, pronto pude dejar de embarazarme. Entonces, el cuerpo empezó a
adquirir el volumen, y en las escasas ocasiones sentí placer en esa cosa. Pero, jamás di siquiera un gemido.
Luego, apenas terminando esa cosa, iba al baño inmediatamente y me lavaba por mucho tiempo. Como
mi propio cuerpo me daba asco, me lavaba y lavaba; pero no pude lavar la aversión. Y cuando terminaba
esa cosa, lanzando gritos tal como me exigía, como si fuera un jornalero cansado de ganar la comida
diaria, pude caerme al profundo sueño en esa cama desordenada sin tener tiempo de purificarme.
“Ganar como perro y gastar como caballero” parecía ser su filosofía; pero era la mía. Quería dar a
mis hijos la oportunidad de la mejor educación. Mi figura ideal era ese universitario que me hizo probar el
placer y el milagro de que mi cuerpo, aunque fuera por breve tiempo, se convirtiera en un árbol de cercis;
por eso deseaba que mis hijos llegaran a ser como él. Jamás me olvidé su rostro cuando yo misma me
untaba la glicerina en los dorsos de mis manos. Ese rostro preocupado y cariñoso de un joven sensible y
guapo que se preocupa por otros. Por primera vez en mi vida vi ese rostro tan noble y delicado, y nunca
más volví a ver un rostro igual. Tener esa edad sin saber que un ser humano podía tener esa expresión en
el rostro me dolió más que mi realidad de una familia pobre e ignorante y llegar a Seúl con el gran deseo
de ser cobradora de autobuses. No me atreví a hacer algo con ese universitario. Ese recuerdo quedó en mi
mente como un templo sagrado, como una geisha de una dinastía que, con un pañuelo de seda, amarró su
muñeca tocada por el rey, y la cuidó como una reliquia sagrada.
Esperaba encontrar esa expresión en los rostros de mis hijos en el futuro. Tenía que invertir desde la
primaria para educarlos bien, para hacerlos ingresar en una buena universidad y para hacerlos llegar a un
nivel cultural muy alto. Debíamos ser ricos. Como si diera latigazos al caballo en plena carrera, sin cesar
lo animaba y fastidiaba para que ganara más dinero, aunque él mismo era ambicioso de dinero. Al final de
cuentas, él era un simple comerciante del mercado. Era un rico dentro del mercado, pero era un ignorante
de la compleja teoría de la economía, de las tácticas y políticas de esa gente que estaba en la capa superior
a nosotros en el mundo más amplio. Por tanto, no pudo estar al tanto de la velocidad del crecimiento
económico en boga. El comercio en el mercado quedaba en el nivel de una tienducha; pero él seguía hasta
el final enviando a los cinco hijos a las universidades y ayudando en el pago de las colegiaturas de mis
hermanos. Su terquedad en el comercio se notaba en sus relaciones con las mujeres: fuera de mí no existía
ninguna. Yo lo exploté sin misericordia, pero hice todo para que fuera explotado con gusto. Yo tenía mis
propios asuntos, ajenos a él. Para formar hijos cultos de nivel alto como ese universitario en esta casa de
los ignorantes no sólo se necesitaba dinero. Para llegar a la altura, no sólo hay que empujar sino también
jalar. No descuidé de nutrirme de la cultura. Aunque yo había estudiado sólo hasta la secundaria, tenía el
carácter terco de querer ser la mejor estudiante. Desde que los niños entraron a la escuela, para que no me
menospreciaran, cuando ellos leían los cuentos infantiles, yo también los leía. De esa forma también leí
novelas. Mientras tanto, sentía ganas de leer otros libros. Así llegué a tener cierto nivel de los egresados
de la universidad. Recién pude tener la autoestima.
¿Para qué sirve todo esto? A medida que mis hijos ingresaban a la universidad uno tras otro, me
olvidé del rostro de aquel universitario. Por tanto, no pude saber si había logrado mi objetivo o no. En vez
de la alegría de haber logrado algo, me quedó la tristeza.

Él me dice algo señalando el bastón. Gritos y más gritos. Aunque otros no lo comprendan, para mí
está diciendo ‘paseo’. Estos días, con frecuencia, sale solo de paseo. Como tiene un carácter vehemente,
si no hay efectos en unos días, echa pestes y deja de hacer aunque yo le suplique. Así dejó de ir a la
fisioterapia y a la acupuntura. Dejarlo en esa situación era muy tedioso; entonces, varias veces al día le
hice dar la vuelta por el barrio y ahora sale solo. Encima del suéter le pongo una casaca gruesa, le amarro
la bufanda de lana, le pongo el gorro de lana y le doy el bastón. Su sonrisa chueca expresa su satisfacción.
Sé que está contento porque su mujer lo cuida. Me apresuro mucho porque quiero tener la alegría de
respirar el aire donde no haya su aliento aunque sea por breve momento. Las manos me tiemblan. Lo
acompaño hasta la puerta y le digo que se cuide de los automóviles y que no se tarde mucho. Luego entro
a casa y desde adentro lo veo deslizarse por la pequeña calle con lentitud, tambaleándose. Desde lejos,
como una ajena, lo observo alejarse. Veo que sus piernas están recobrando la fuerza. A lo mejor se
recupera. Confirmo que él ya no es visible, recién respiro en libertad.
Porque gozo de su dulce ausencia pienso que él volvió más antes que otras veces. Me echa la mirada
de arriba abajo como si sospechara algo. Es la mirada que más detesto. La primera vez cuando me agarró
la mano con violencia, fue cuando estaba remojando mis manos en el agua caliente, acurrucada en la
cocina. Aquella vez también me echó ese tipo de mirada antes de jalarme. A pesar de perder la expresión
ordinaria por la parálisis facial, esa expresión se resucita de vez en cuando. Eso me da terror. Comprendo
que me está mandando algo, pero no llego a comprenderlo. Como no sé qué le enfurece tanto, no quiero
tratar de comprenderlo; la comunicación fracasa.
Escribe algo con el bolígrafo en la hoja de apuntes, al lado del teléfono. No sé desde cuándo, pero se
acostumbró a escribir con la mano izquierda lo que no podía hacerme comprender, y ahora ya escribe bien.
Esa comunicación escrita no es para comunicarse conmigo, sino es para hablar con los hijos. Cuando los
hijos le preguntan qué necesita, escribe ‘cigarro’ o ‘licor’, no porque desee que le compren sus hijos esas
cosas prohibidas por el médico, sino porque quiere que lo elogien por escribir bien con la mano izquierda.
Lo he visto practicar la escritura con la mano izquierda. Al verlo esforzarse tanto remedando a la gente
letrada a la que consideraba de otro mundo cuando estaba bien, me sorprendía al verle tener los deseos de
comunicarse con sus propios hijos. Es la primera vez que él intenta comunicarse conmigo escribiendo.
Dice que yo vaya a la farmacia. Debe ser esa farmacia a la izquierda de la larga calleja de nuestra casa.
Era la ruta ordinaria por donde pasábamos cuando lo hacía pasear apoyándolo. Pregunto dónde le duele,
me niega con su cabeza, y me grita que vaya rápido. Suelto los nombres de las medicinas: contra gripe,
tos, digestión, diarrea, etc. Se enfada más y más, y da golpes al piso de la sala con el bastón de tres pies
que todavía tiene en la mano. Para no perder yo, suelto más nombres: ‘Bacchus’, ‘Ssanghwatang’, ‘Equis
de Ginseng rojo’, etc. Son los tónicos que le compraba en la farmacia cuando me pedía con lloriqueos
como un niño durante el paseo. No soporta más. Tira el bastón y escribe de nuevo. Está resuelto para
enviarme a la farmacia. Dice: “Sabrás cuando vayas allí”. Por una botellita de Bacchus me estaría
haciendo la vida imposible. Me da cólera la actitud de la farmacéutica que no le haya dado fiado,
conociéndonos. Todas las medicinas de primer auxilio como insecticida, espiral contra zancudos
compramos de ella, y en el paseo con mi esposo, si cruzábamos las miradas, nos saludábamos. Somos sus
viejos clientes; aun así, ¿cómo pudo ser tan fría y avara con una persona ni siquiera sana? Corrí a la
farmacia enfadada, pensando en qué forma le llamaría la atención para que no viviera de esa forma. La
farmaceútica de piel lisa y de mandil blanco me recibió con una sonrisa perpleja y extraña, diferente de
otras veces.
-¿Cómo pudo haber decepcionado a un anciano que había venido acá con tanto esfuerzo? ¿Era tan cara?
-No por el precio, sino por el peligro.
La farmaceútica me extendió una hoja. Allí andaban como gusanos abominables las letras de
garabato, escritas con su mano izquierda: ‘Viagra, estimulante sexual’.
-Le dije que no había, pero me pidió que la consiguiera y vino a preguntar si la había conseguido. Habla
con dificultad pero comprende bien. Entonces, le dije repetidas veces que iba a haber un problema grave
si consumía ese tipo de medicina estando en ese estado. Y hoy me pidió otra vez una hoja, que le ayudara
porque a su señora le encantaba esa cosa. Por eso, le pedí que quería verla a usted. Le dije que podía darle
directo a usted. Como hay mucha diferencia de edad, usted sufrirá, pero qué se hace, tendrá que aguantar.
De verdad, la salud de él podría complicarse. Puedo darle algo semejante a vitamina, y se la dará
engañándole.
Antes de que me explicara más, me retiré de la farmacia apresuradamente. Tenía que desaparecer del
menosprecio y compasión de esa farmaceútica, menor que mi hija. Al doblar la calleja donde está mi casa,
recién me invade la vergüenza. Mi cuerpo se enrojece como si estuviera cubierto por el fuego de fogata.
Preferible el dolor por la quemadura que la vergüenza. Entré a la casa. Mi voluntad de matar a alguien
llegó a su máximo punto, sin saber a quién: matarlo o matarme. Él me recibe con una mirada llena de
esperanza. Hasta se le cae la baba. ¿Qué habría estado pensando? Entro al cuarto y abro el cajón del
mueble bruscamente. Saco la cajita y confirmo con mi mano temblorosa su contenido. Ese bulto negro,
reseco desde hace tiempo, está lleno. Meto la cajita en mi bolsillo, salgo por la puerta; él no me pregunta
nada. Supondría que yo habría vuelto a casa para llevar el dinero. La confusión entre él y yo es algo fatal.
Ya no voy a dejar que el destino me mangonee. Al final de la calleja, tomo la ruta opuesta de la farmacia,
llego a la avenida donde está la estación del metro con su boca abierta. Subo al metro sin ningún destino.
En el viaje sin destino y sin motivo sigo sufriendo por el deseo de matarme. Anuncia la estación Orilla del
Río y su nombre cuadra bien para el deseo de matarme. Aunque este bultito negro me consolaba durante
varios años, no puedo confiar en su efecto. No importa. Puedo usarlo mejor para otra oportunidad. De esa
estación Orilla del Río no veo ni la pista del río Han; sin embargo, siento que el río me está llamando.
Suena algo en mi garganta. Antes de ver el río, siento que hay dos fuerzas en plena lucha: la fuerza del
espíritu del río que me jala y la fuerza interior de mí que la rechaza. Creí que estaba dirigiéndome al río,
pero vagué por el lugar opuesto durante mucho tiempo. Ni hacia adelante ni hacia atrás. La única opción:
seguir el camino que lleva al puente. Ya está oscuro y veo cantidad de luces multicolores de los puentes
encima del río que corre sin cesar. Me da cólera morirme no porque el mundo sea hermoso; tampoco
tengo la valentía para matar a alguien. Me toca seleccionar esta vía: matarte y matarme. No hallo la
solución. Saco del bolsillo la cajita de muerte que tanto tiempo he tenido gardado y la tiro lejos a ese río
negro. Como era tan pequeña ni puedo ver qué línea oblícua ha dibujado en su trayectoria ni qué olas ha
levantado en el río. Aunque muera él y muera yo, no podremos dejar ni esas huellas que ha dejado la
cajita. Aún asi, observo con éxtasis la imagen ilusoria de que una mujer con falda sube a lo alto del aire
agarrándose de la cintura de un hombre, saborea la libertad instantánea y cae al río. El momento
culminante de la vida será igual.

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