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Índice

Cómo triunfar en la vida de Angélica Gorodischer

El extraño caso de lady Elwood de Roberto Fontanarrosa

Con tinta sangre», de Juan Sasturain

CÓMO TRIUNFAR EN LA VIDA Ángélica Gorodischer

—Es una buena chica —decía yo.

Lo decía todos los días, probablemente tres veces por día cuando los demás se quejaban de que
era lerda, distraída, medio opa, de que aparecía dónde menos uno se la esperaba porque
caminaba como los gatos, y de que estaba siempre en el camino de alguien.

—Es una buena chica —decía yo, y agregaba para mí mismo: —Irremediablemente tonta la
pobre.

Es que mi hermana mayor, el Señor la tenga en Su santa gloria, era insoportable: monstruosa,
indescriptiblemente insoportable. Mi hermana mayor, doña Raquel del Santísimo Rosario
Fidanza Rojas de Garay Elgorralde, Raquelita para las amistades, y Quelita para los íntimos, era
mandona, gritona, mal educada, desconfiada, maliciosa, avara, fanfarrona y alguna otra virtud
que me dejo en el tintero. Pero ella la aguantaba porque era una buena chica; y no la aguantaba
por el sueldo, que era, como decía mi sobrina Marta, decente. Lo cual, para cualquiera que haya
conocido a mi sobrina Marta, significaba miserable.

La aguantaba porque era una buena chica, y una buena chica aguanta lo que sea y hasta acepta
todo con gusto. Mi hermana Quelita le gritaba porque el chocolate del desayuno estaba frío o
estaba demasiado caliente; porque las almohadas no estaban bien arregladas, porque entraba
demasiada luz, porque entraba poca luz, porque no tenía a mano las pastillas, no, ésas no, las
otras, y las gotas, y el vaso de agua y la bolsa de agua caliente y el libro que había estado
leyéndole ayer y los mitones y el rosario y vaya uno a saber qué más. Ella tenía puesta en la cara
una semisonrisa casi etérea o habré querido decir eterna y deslizaba un:

—Sí, señora, no se preocupe, ya se lo arreglo.

Lo arreglaba y después se sentaba y le leía durante horas, sin cansarse, sin protestar, sin pedir
permiso para ir al baño. Más que una buena chica era una santa. Irremediablemente tonta pero
santa.

A las doce y media Quelita se levantaba y su toilette para bajar al comedor hubiera hecho poner
verde de envidia al Rey Sol. A la una y cuarto entraba al comedor, a la una y media empezaba a
almorzar con la familia, y supongo que ese bienvenido intervalo le servía a la Chuchi para comer,
descansar, dormir, coleccionar tarántulas, tocar el clarinete o lo que fuera lo que hacía con su
vida. A mí me gustaba pensar que se encerraba abajo en el cuarto de la caldera y aullaba
insultos, improperios y maldiciones contra Quelita mientras golpeaba las paredes con sus
puñitos cerrados. Y que a las tres, con su carucha de siempre, ya tranquilizada su alma, volvía
arriba y acostaba a Quelita para la siesta.

Probablemente no. Probablemente comía tranquila en la antecocina, sopa de tapioca, puré de


papas o alguna otra cosa por el estilo y chuño de postre, y después se sentaba en la galería a
esperar que sonara la campanilla en el dormitorio de Quelita.

Pobre chica. Hacía dos años y unos meses que aguantaba. Marta la había tomado cuando yo
estaba en Europa y de verla nomás había pensado:

—Ésta no nos dura ni dos meses.

Que era lo que nos había durado la anterior, una amazona aguerrida con cara de bull-dog en la
que habíamos puesto nuestras mejores esperanzas y que se había declarado vencida después de
un desagradable incidente con una escupidera del que es mejor no hablar. La predecesora de la
amazona había sido una gorda plácida y rubia que había durado, creo, una semana y media.
Antes había habido otra de cuya cara ni me acuerdo pero que duró casi cinco meses, todo un
récord. Y antes, bueno, un ejército de mujeres flacas, gordas, petisas, altas, viejas, jóvenes,
brutas, cultas, criollas, gringas y lo que fuera, se confunden en mi memoria, todas huyendo
aterradas y ofendidas, con la valijita en la mano izquierda y apretando con la derecha un pañuelo
hecho un bollo contra la nariz y la boca.

Cuando volví y fui a visitar a mi hermana, Marta no me dio ni los buenos días. En cuanto me vio
dijo:

—¿Sabés cuánto hace que está?

Mis pensamientos no tienen la agilidad del rayo: siempre he sostenido que para qué molestarse
si los otros terminan por decir lo que quieren, que en general no es lo que uno quiere oír, pero
entendí instantáneamente:

—¿Cuánto?

—Siete meses.

Suspiré:

—Esta vez la pegamos —pensé dos segundos—. ¿Cómo es?

Suspiró ella:

—Tranquila. Calladita. Limpia. Eficiente —pausa—. ¡Me saca de quicio! Me la encuentro en todas
partes, camina como gato, se sonríe de costadito y dice disculpe señora, perdón señora, con
permiso señora, yo no sé, es una especie de fantasma ubicuo porque también le hace compañía
a mamá, no sé, no sé, me desorienta un poco.

—¿Es vieja?

—Pero no. Es joven, casi te diría que muy joven.

—¿Cuántos años?

—Qué sé yo, dejáme de embromar.

—¿No viste la cédula?

—Sí, pero no me acuerdo. Veinte, diecinueve, veinticinco, algo así.

Dos días después empecé a decir:

—Es una buena chica.

Se llamaba Natividad, Natividad Lavallén. Toda la familia empezó diciéndole Natividad. Al poco
tiempo los chicos le decían Nati y Marta estaba a punto de contagiarse cuando Matildina que
tenía ocho años dijo un día:

—Es una chuchi.

Y todos le dijeron Chuchi de ahí en adelante. Todos, incluso Eliseo que es el tipo menos inclinado
a los apodos que pedirse pueda, Chuchi de aquí, Chuchi de allá. A ella parecía gustarle. Por lo
menos, no protestó.

Esa mañana, me refiero al día en el que me enteré de su existencia, subí al cuarto de Quelita, le
di un beso, le dije que la veía espléndida, ella bufó y me dijo que se iba a morir pronto y que el
doctor Iraola era un inútil y yo le dije que cuánta razón tenía pero que por favor no se muriera
todavía, al menos no hasta que yo no le hubiera contado mi viaje. Y mientras tanto la miraba de
reojo para ver cómo era.

Quelita dijo:

—Sentáte ahí y contáme, no, ahí no, en la butaca. Sí, ahí, váyase, Chuchi, ¿no ve que molesta? y
cierre bien la puerta que siempre la deja medio abierta, digamé, ¿no será que pone la oreja para
oír lo que yo digo acá adentro?, no, no me diga que no, todas ustedes son iguales, si lo sabré yo,
vaya, vamos, qué hace parada ahí como una boba, espere, tráigale una copa de oporto al doctor,
y no le vaya a dar al trago mire que yo sé hasta dónde están las botellas, en bandeja con carpeta
almidonada pídale a Ignacia, vamos, y servilleta no se olvide, vamos, vaya, vaya.

—Sí, señora, enseguida —dijo la Chuchi con una sonrisa como si le hubieran dicho un piropo y
salió cerrando bien la puerta.

—Bueno, a ver, contáme.

—Quelita, por favor, ¿no podrías dejar de hablar de mí diciendo "el doctor"?

—Qué hay, ¿acaso no sos doctor vos?

—Sí soy. Tengo el título porque papá se empeñó, pero no ejerzo, no soy doctor, no me gusta ser
doctor.

—A vos lo que te gusta es la buena vida.

Tuve que asentir. Y después de asentir empecé con Lisboa. Había llegado a Santiago de
Compostela cuando entró la Chuchi con la copa de oporto en una bandeja, servilleta, carpeta,
todo impecable.

—Esa copa está sucia —dijo Quelita.

—Quelita, hacé el favor —dije yo.

Pero no hubo nada que hacer. La Chuchi entró con otra copa impecable cuando yo rozaba los
Alpes en el auto de los Rendon. Antes de que Quelita abriera la boca para decir que la carpeta
estaba arrugada o que la bandeja era demasiado grande, demasiado chica, demasiado redonda
o vaya a saber, salté al ruedo:

—Isabelle sigue siendo la misma tonta de siempre.

Quelita se relamió mientras se remontaba a la abuela materna de Isabelle:

—Ridícula, querido, era una ridícula. También, hay que saber de dónde venía, porque ella decía
que era hija de Ruy Aldanza y su primera mujer, ¿te acordás de los Aldanza?, pero yo sé, porque
me lo dijo Bernardita Holm, que…

Y siguió así mientras la Chuchi se escabullía. Me tomé el oporto, oí las crónicas familiares de
media Europa y la Chuchi volvió para vestir a Quelita sin que yo hubiera podido llegar a París.

Me levanté, fui a la puerta, puse la mano en el picaporte y dije:

—Hay un poco de olor a —me arrepentí pero ya era tarde.

—Sí—dijo Quelita mientras se sacaba la cofia—, la Chuchi pinta. Se entretiene y no me deja sola
mientras descanso.

—Qué bien —dije, y salí pitando, no fuera que Quelita empezara a protestar por el olor a
aguarrás.

Pero no. Ni ese día ni los siguientes protestó; al contrario, como al pasar comentó que era olor a
limpio.

La historia era la siguiente: a Quelita no le bastaba con exprimirla a la Chuchi. De vez en cuando
la mandaba a ayudar a alguien a hacer algo que ella después supervisaba: arreglar los roperos de
los chicos, guardar la ropa de invierno, poner orden en el armario del office, lustrar cubiertos o
teteras o azucareras. Eran cosas que se hacían en las raras ocasiones en las que Quelita salía:
visitas de pésame, misas especiales, cementerio, todas circunstancias en las que la Chuchi no era
presentable. Y Quelita sostenía que no había que permitir que la servidumbre se aburriera y
encontraba diversiones para todos y especialmente para la Chuchi.

Cuando Quelita llegaba de vuelta, la Chuchi le sacaba el sombrero y los guantes, le guardaba la
cartera, y la llevaba a ver los armarios o la ropa doblada o las cucharitas de café lustradas.

Un día, como en los cuentos, la Chuchi dijo:

—Y vea, señora, lo que encontramos Yolanda y yo en el altillo sobre el garaje.

—Esteban —dijo Quelita.

La Chuchi guardó silencio.

—Esteban —insistió Quelita—. Vaya a llamar a la señora Marta enseguida, vamos, muévase,
Chuchi, ¿siempre hay que repetirle las cosas a usted?

La Chuchi ya estaba en el corredor de arriba buscando a Marta.

Esteban estaba muerto hacía como veinte años y era leyenda o poco menos.

Se había ido a París muy joven y había estudiado no me acuerdo con quién y había vivido la loca
bohemia y fumado opio y tomado ajenjo en los cafés y se había enamorado de cantantes y de
bailarinas y de putas finas y de las otras y se había agarrado el mal francés como corresponde y
además una buena tisis como también corresponde. Había vuelto derrotado, barbudo,
maloliente, flaco, pobre de dinero pero rico de experiencia como dijo al desembarcar, cargado
de telas en blanco y de telas pintadas por él y por sus amigos. Todos unos vagos atorrantes
descastados y viciosos como había dictaminado Quelita que era joven entonces pero ya
apuntaba como jefa de la tribu.

Esteban se había muerto tuberculoso al poco tiempo y Quelita había hecho quemar la ropa, las
sábanas, los papeles y hasta la valija, y alguien había guardado las telas en blanco y las pintadas
en el altillo.

—Hay que tirar toda esa porquería —dijo Marta.

Cualquier día. Si alguien decía que había que hacer algo, Quelita sostenía que había que hacer lo
contrario. De manera que la Chuchi y Yolanda guardaron las telas y no se habló más del asunto.

No, me equivoco. Lo que pasa es que no sé cómo fue y nadie pudo nunca explicármelo.

Parece pero solamente parece, que una tarde Quelita se enojó más de lo que acostumbraba
porque al despertarse de la siesta tuvo que llamar dos veces, ¡dos veces! a la Chuchi para que la
ayudara a levantarse y vestirse para el té. La Chuchi aguantó como aguantaba todo porque era
una buena chica, y cuando pasó la tormenta dijo que ella podría quedarse en el cuarto de
Quelita mientras Quelita dormía.

—De ninguna manera —dijo Quelita—, faltaba más. Usted porque es una haragana que no se
molesta en venir rápido cuando la llamo. Vea si va a estar ahí sin hacer nada mientras duermo,
qué barbaridad.

Entonces, no sé si ese mismo día o al otro o al otro, porque si algo tenía ella era sentido de la
oportunidad, la Chuchi sugirió la antecámara. Parece que le dijo a Quelita que ella, la Chuchi,
había estudiado dibujo y pintura, y que entonces podía aprovechar las telas que estaban
guardadas y hacer algunos bocetos mientras ella, Quelita, dormía.

No sé cómo se las arregló, pero la cosa es que Quelita aceptó. Se me ocurre que debe haber
pensado que no la podía poner a coser porque para eso estaba la costurera que iba dos veces
por semana, ni a lustrar las cosas de plata porque para eso estaban Yolanda y Jesusa, ni a limpiar
las alhajas no fuera que le fuera a robar alguna, y que así la tenía más a mano para
mandonearla. La cuestión es que la Chuchi puso unos diarios viejos sobre la mesa oval y empezó
a dibujar las telas en blanco.

Un horror, para decir la verdad, un verdadero horror. Marta dijo:

—Qué bonito —frente a un paisaje de patio con aljibe.

Quelita ni se dignó mirar.

Marta le compró pinturas, aguarrás y pinceles a la Chuchi a ver si la cosa mejoraba.

Por un par de días todos esperaron el estallido de Quelita quejándose del olor a pintura o a
aguarrás, pero ella dijo que estaba bien, que era olor a limpio.
—Pero eso sí, no se haga ilusiones, Chuchi, no se crea que con esa tontería de la pintura usted va
a dejar de lado sus responsabilidades, que las tiene, y muchas, y nunca las cumple a mi gusto.

—No, señora, no se preocupe —dijo la Chuchi con una sonrisa.

—Todos los pintores son unos holgazanes indecentes que lo único que quieren es estafar a la
gente honrada con unas pinturitas que cualquiera puede hacer si se lo propone. Eso de pintar es
un pretexto para no trabajar. Y usted mucho cuidadito —le dijo a la Chuchi enarbolando el índice
de la mano derecha cerca de la nariz de la chica.

—Sí, señora —dijo la Chuchi.

—Está bien que una señorita aprenda acuarela —siguió Quelita— o pintura sobre seda, total,
después se casan y se olvidan de esas pavadas, pero usted no es una señorita, no se olvide y
manténgase en su lugar.

—Sí, señora —dijo la Chuchi.

La Chuchi empezó a pintar. No mejoró, ni con la acuarela ni con el óleo. No mejoró pero
aumentó su producción: montones de paisajes, floreros con flores, marinas, nocturnos y
naturalezas muertas se fueron acumulando en su cuarto, porque Quelita no iba a permitir que
los "cuadros" de la Chuchi ocuparan lugar en los armarios y ni siquiera de vuelta en el altillo
sobre el garaje.

Y entonces llegó Carlos Maximiliano.

Carlos Maximiliano Bellefeuille, estoy deformando un poco los apellidos por razones evidentes,
es el hijo menor de mi hermana Josefina del Carmen.

Josefina conoció a Edouard en un viaje, maldito viaje decía mi padre, y Edouard la siguió por
toda Europa y la raptó en el carnaval de Venecia, juro que esto es verdad, y por supuesto se
casaron, y contra las expectativas de toda la familia fueron felices y vivieron en las afueras de
París y tuvieron montones de hijos. Nunca sé cuántos ni quiénes son los Bellefeuille. Siempre
aparece uno nuevo o una nueva y yo me hago el que lo recuerdo perfectamente, querido
sobrino, querida sobrina. Siempre alguno se casa, siempre alguna tiene hijos, siempre algún hijo
de los hijos toma la primera comunión, en fin, es una suerte que vivan tan lejos y cuando voy a
Europa, por supuesto que ni me arrimo a lo de Josefina y Edouard.

Pero Carlos Maximiliano es otra cosa. Si yo nací para la buena vida, y a Dios gracias me puedo
dar el lujo de vivirla, Carlos Maximiliano nació para seducir al mundo en general y a las mujeres
en particular, a todas y a cada una de ellas, y a Dios gracias se puede dar el lujo de hacerlo.

Ni siquiera se lo propone. Avizora a una mujer, de entre tres y noventa años, le sonríe, le dice
algo, cualquier cosa, le hace un gesto, le sugiere que ha llegado a su vida en el momento preciso,
y ya está, ya se puede ir tranquilo con la música a otra parte. Ni siquiera se enojan con él. Lloran
un poquito, guardan una flor entre las páginas de un libro y se casan con un contador público
nacional y tienen hijos y apuesto a que uno se llama Carlos. O Maximiliano.

Quelita no era la excepción. Llegaba Carlos Maximiliano y el humor de mi hermana mayor


cambiaba y ella se convertía en una dulce criatura que permitía que su sobrino tomara su mano
entre las de él y la guardara así largo rato mientras le contaba sus viajes y le decía que la próxima
vez, el año que viene, en julio que es el mes ideal, tenía que decidirse e ir con él al Tibet o a
Madagascar o al Congo y que ya iba a ver cómo se iban a divertir los dos y cómo iban a ir a la
playa a ver salir el sol dorado mientras los tontos roncaban en sus camas y se perdían toda la
magia de la vida que sólo ellos, ellos dos, sabían apreciar.

Nunca supe cómo lo hacía.

Esta vez fue como las otras veces y Quelita y él hablaban y se reían como dos chicos felices
mientras toda la familia aprovechaba el recreo y de paso se preguntaba lo mismo que yo: cómo
lo hace, cómo.

Esta vez sin embargo no fue como las otras veces porque esta vez estaba la Chuchi. La Chuchi
que cuando vio aparecer a Carlos Maximiliano, cuando vio su sonrisa y su pelo rubio y sus ojos
color miel y ese paso como de tambor mayor, elegante pero con algo de picardía; cuando oyó
esa voz y sintió esa risa y ese olor a colonia y a tabaco turco, se dio cuenta por primera vez de
cuán vasto es el mundo, cuán corta la vida, cuán misterioso el destino, cuán maravillosos los
colores de los sueños. No sé con seguridad nada de esto: la Chuchi nunca me hizo confidencias,
pero la vi cuando ella lo vio y adiviné todo porque yo, dado a la molicie, también o quizá por eso
soy dado a la observación de las gentes. La vi seguirlo con la mirada, vi cómo sus labios se
separaban apenas, cómo le temblaban las aletas de la nariz, cómo los ojos le brillaban, cómo las
manos hacían gestos inacabados, cómo tuvo que sentarse para no caerse al suelo. La vi y por un
momento tuve miedo. Pero después reflexioné y me dije que no había cuidado. Y tuve razón. Era
una buena chica: tuvo que haber sabido desde el principio que no había nada que hacer, y se
conformó como se conformaba con los malos tratos de Quelita. Aguantó.

Él la sedujo como seducía a todas, a la princesa de Von Traini y a Yolanda, a Quelita y a Isabelle, a
su madre y a sus tías y a la dependienta de la farmacia y a todas las mujeres que se le cruzaban.
Le dijo una cursilería como:

—Querida, usted es el ángel de la guarda de mi tía. Todos somos felices de que usted esté aquí.

Y la Chuchi, ella sí fue feliz. También le dijo:

—Pero querida, sus cuadros son pre-cio-sos. Usted tiene un talento sutil que sólo las almas
delicadas como la suya, ay, muy pocas, pueden percibir.

Y la Chuchi tuvo un ataque de pintura al óleo y pintó como diecisiete paisajes y un retrato
espantoso de Carlos Maximiliano con alas de ángel y aureola, y terminó con todas las telas en
blanco.
Como estaba enamorada hasta el caracú, tuvo la osadía de ir a pedirle permiso a Quelita para
seguir pintando sobre las telas ya pintadas. Y como Quelita también estaba enamorada hasta el
caracú, tuvo la generosidad de decirle que sí, que pintara en donde se le diera la gana y que se
fuera de una vez que estaba por llegar Carlos Maximiliano.

La Chuchi pintó y pintó y pintó, y en los intervalos lo miraba a Carlos Maximiliano y él se daba
cuenta y le decía querida descanse un poco que yo me ocupo de mi tía mientras usted piensa en
su próxima obra y ella sonreía y descansaba pensando en él. Y yo deseaba que se dedicara a
coleccionar tarántulas o a tocar el clarinete porque Carlos Maximiliano se iba a volver a Europa y
a ella no le iba a quedar nada pero nada. A Quelita sí: Quelita iba a volver a martirizarla con
órdenes y gritos y se iba a consolar rápidamente hasta el próximo viaje del sobrino. Pero ella, la
Chuchi, no tenía nada, salvo los mamarrachos que pintaba en las telas usadas. Decidí que
cuando se le terminaran, le iba a comprar unas cuantas para que siguiera pintando retratos de
mi sobrino o paisajes o lo que se le diera la gana, qué tanto.

Y en efecto, Carlos Maximiliano vino un día a despedirse, se despidió y se fue.

Quelita empezó a los gritos porque las cobijas no estaban bien estiradas y la Chuchi corrió a
arreglárselas.

¿Y la Chuchi? La vigilé durante unos días y no vi nada. No suspiraba ni lloriqueaba en los


rincones, ni se quedaba con la mirada perdida ni se desmayaba de amor ni nada.

—Es una buena chica —dije.

Pero no dejaba de asombrarme. ¿Cómo era posible que no sufriera? Me convencí de que sí, de
que sufría y no se permitía mostrarlo. Es una santa, pensé, santa aunque tonta.

Carlos Maximiliano ni siquiera escribió, claro: nunca lo hacía. Pero la Chuchi no salía a la puerta a
esperar desesperanzadamente al cartero. Ni siquiera se enteraba de cuándo llegaba el cartero.
Quelita no le hubiera permitido ir a esperarlo tampoco. La tenía zumbando como siempre y ella
como siempre decía:

—Sí, señora, no se preocupe, ya se lo arreglo.

Eso sí: dejó de pintar, de modo que no tuve que salir a comprar telas nuevas. No pintó más. Se
sentaba en la antecámara y esperaba a que Quelita se despertara y la llamara. A veces revisaba
libros buscando alguno para leerle a Quelita. A veces bordaba pero Quelita se lo prohibió porque
dijo que se le podía caer una aguja y eso era peligroso porque ella, Quelita, podía sentarse
encima y clavársela y que las agujas se mueven en el interior del cuerpo y si llegan al corazón lo
pinchan y una se muere. También intentó tejer, la Chuchi, pero Quelita le dijo que dejara eso,
que parecía una chusma de barrio de esas que se sientan en la vereda a criticar a las vecinas. No
sé de dónde sacaba la analogía, pero la Chuchi tuvo que dejar de tejer y quedarse ahí nomás,
sentada, esperando que Quelita se despertara de la siesta.
Una mañana, sin necesidad de que ninguna aguja le pinchara el corazón, Quelita amaneció
muerta.

La encontró la Chuchi, que entró al dormitorio intrigada porque la campanilla no sonaba y el


chocolate se iba enfriando en la chocolatera. Le cerró los ojos, la fue a buscar a Marta y cuando
la vio se puso a llorar. Marta casi se desmaya de la sorpresa: ¡la Chuchi llorando! Consiguió que
le dijera lo que pasaba, subió al dormitorio, me llamó, en fin, que la muerte se instaló en la casa
y todos le hicimos lugar. Marta llamó a Josefina y se enteró de paso de que Carlos Maximiliano
estaba en Italia.

Después la consolamos a la Chuchi, cosa que nos costó bastante trabajo. Cuando conseguimos
que dejara de llorar le hicimos dar un té de tilo y la mandamos a acostarse. Pero igual, silenciosa
y como pidiendo permiso, se instaló junto al cajón y la veló como hubiera velado a su madre.
Lloraba de a ratos y de a ratos se quedaba como adormecida y después levantaba la cabeza y
miraba las coronas y los velones, y en uno de esos momentos la vi como lo que no era, qué raro.
Llorosa y con la nariz colorada y los párpados hinchados, a la luz de las velas parecía bella. Los
ojos resplandecían y el pelo alborotado le hacía como una corona de trigo y luz. Y vi que en
realidad era bella. Tenía rasgos diminutos y finos, una boca suave y una nariz recta con
personalidad y una frente limpia y ancha. Pensé que hubiera sido una envidiable modelo de
pintores, y que era una lástima que nadie la hubiera pintado no como ella pintaba sus monigotes
sino en serio, con los colores de un Fra Angélico, con el drama de un Géricault, con la serenidad
de un Ingres. Se me ocurrió que yo, que nadie, nadie sabía si tenía madre, padre, familia,
alguien. Que no sabíamos adónde iba las tardes de los jueves y las de domingo por medio. Pero
no era momento para preguntarle y la dejamos estar ahí toda la noche y venir con nosotros al
cementerio. Marta la hizo figurar en el anuncio fúnebre: "su fiel servidora, Natividad Lavallén".

Al día siguiente la Chuchi dijo que se iba. Marta, todavía conmovida por el cariño que por lo visto
le tenía a Quelita a pesar de todos sus maltratos, le dijo que si quería quedarse unos días hasta
que encontrara otro trabajo, que se quedara, y que le daríamos las mejores referencias que se
pueden conseguir en este mundo. Ella agradeció, aceptó las referencias, pero dijo que se iba y
que quería hacernos un regalo porque nosotros habíamos sido tan buenos con ella.

—Pero no, Natividad —dijo Marta—, usted no nos tiene que hacer ningún regalo. Nos basta con
lo maravillosamente que la atendió a mamá.

Por lo visto la Chuchi había vuelto a ser Natividad por obra y gracia de la muerte.

—Sí, señora Marta, sí, no me prive de que les deje algo mío.

—Bueno, si es así —dijo Marta—, sea lo que sea, se lo agradecemos mucho.

Y la Chuchi nos regaló sus cuadros. Bueno, no todos. Nos regaló más o menos una docena. Los
mejores, dijo ella. Los otros se los llevaba ella para tenerlos de recuerdo de los días felices que
había pasado en la casa. ¿Días felices?, pensé yo. Y, sí, se había enamorado y supongo que eso es
la felicidad, aun cuando se trate de un amor peor que no correspondido, ignorado. Suspiré y la
besé cuando se fue.

La vida siguió, parecía que como siempre. Digo que parecía, sólo parecía, porque algo me
molestaba y con el tiempo me di cuenta de que ese algo era la Chuchi. Casi suspendí mi buena
vida para pensar en ella. Ahora que no estaba me daba cuenta de que había algo incongruente
en la Chuchi. Era una buena chica, una santa, medio tonta. Me repetí eso una vez y otra vez y
finalmente me dije no, no puede ser.

Pero me quedé ahí, no pude sacar conclusiones, sólo podía decirme que nadie puede ser tan
tonto como para dejar que lo maltraten por unos pocos pesos cama adentro trabajando mañana
tarde y noche y sin recibir un estímulo, una palabra amable, gracias, Chuchi, qué bien, nadie me
tiende la cama como usted, qué rico está el chocolate, si no fuera por usted me olvidaría de
tomar las píldoras. ¿Por qué había aguantado tanto la Chuchi? ¿Por qué había permitido que le
dijeran Chuchi que es un ridículo nombre casi de perro cuando ella tenía su precioso nombre,
Natividad o incluso Nati? ¿Eh? ¿Por qué? Vaya a saber. No había sacado nada de tanta
servidumbre, de tanta sumisión. Nada salvo unos cuadros horribles pintados sobre las telas
usadas que Esteban había traído de París.

Me fui olvidando del asunto. No supe nada más de la Chuchi. Me acordé de ella mucho tiempo
después cuando vi en los diarios la subasta en Sotheby de siete cuadros que se habían vendido a
precios siderales, entre ochocientas mil y novecientas mil libras cada uno. Habían sido de un
coleccionista sudamericano cuyo nombre no se daba y eran perfectamente desconocidos y
perfectamente auténticos, sin papeles, pero aptos para pasar todas las pruebas. Una situación
no muy acostumbrada para Sotheby, pero que había resultado un gran negocio, tanto para los
rematadores como para la persona que había llevado las obras. A la perinola, pensé, seguro que
los cuadros de la Chuchi no se venderían ni a cinco libras cada uno. Había dos Picassos de la
primera época, un Aduanero Rousseau, tres Juan Gris y un Matisse increíble, todo anaranjado y
azul Francia con estrellas doradas en collage y la silueta en negro de una bailarina que levanta
los brazos y echa hacia atrás la cabeza riéndose con una boca granate llena de dientes blancos.
Estaba la foto en colores en el suplemento del diario. Qué no daría uno por tener ese cuadro en
su casa, qué no daría.

Pasó. Volvió el recuerdo de la Chuchi cuando supimos que Carlos Maximiliano se había casado
en Londres con una muchacha que Josefina todavía no conocía. Pobre Chuchi, dijimos con
Marta, menos mal que no se enteró del casamiento del objeto de su amor.

—¿Te acordás del retrato de Carlos Maximiliano con alas de ángel? —le pregunté a Marta.

Nos reímos un rato.

Algo hizo clic en mi cabeza. No, no en mi cabeza, en mi estómago, y no era gastritis. Pero Marta
dijo:
—¿Ese fue uno de los que nos regaló?

—No —dije yo—, a ése se lo llevó.

—Ah, claro, cómo no se lo iba a llevar como recuerdo, pobrecita.

—Era una buena chica —dije yo.

Y el momento pasó y el clic se quedó en clic.

Hasta que una noche, a las tres de la mañana, me desperté sobresaltado y me senté en la cama
como si me hubieran puesto un resorte en el traste. No había tenido una pesadilla. Estaba
durmiendo solo, cosa que me sucedía desde hacía un tiempo con mayor frecuencia que antes, y
algo había caído sobre mí como un rayo. Era el clic.

La Chuchi. Ya sé, dije, y creo que lo dije en voz alta, ya sé: estuve pensando que me estoy
poniendo viejo y que ojalá pudiera contratarla a la Chuchi para que me cuidara como la cuidó a
Quelita. Sólo que yo la trataría con toda amabilidad porque era una buena chica, un poco tonta
pero una santa.

Sí, había estado pensando eso mientras me iba durmiendo. Y había seguido pensando: bueno,
pero no la puedo contratar, ahora que se ha casado con Carlos Maximiliano. Y me había
dormido.

¿La Chuchi casada con Carlos Maximiliano? ¿De dónde había salido esa idea? ¿De dónde habían
salido los cuadros que se vendieron en Sotheby? El clic se convirtió en una sinfonía. Una sinfonía
es ese texto musical en el que todos los hilos que despliega el músico al comenzar y que forman
una trama que se abre y resuena hacia la mitad, se unen al final en un nudo apretado en el que
la orquesta a pleno dice con cuerdas, vientos y bronces y percusiones la frase final.

En ese gran finale Carlos Maximiliano había visto en el altillo los cuadros de los amigos
atorrantes, viciosos y holgazanes de Esteban, a saber Picasso, Gris, Rousseau, Matisse, todos
fumando opio, todos tomando ajenjo, todos cambiándose sus cuadros, vendiéndolos por
monedas o por comida y vino, regalándolos a los amigos o a Gertrude Stein y su Alice B. Toklas
en las calles de Montmartre. Carlos Maximiliano no era tonto ni era un santo ni era un buen
chico. Y la buscó a la Chuchi; no sé, hasta hoy no sé quién era la Chuchi, dónde la encontró, pero
es mejor así, y además uno ya lo sabe, todos los seductores tienen un amor al que vuelven
siempre y yo había alcanzado a verlo esa noche, la del velorio de Quelita, y no me había dado
cuenta de nada, idiota de mí. Había visto a la verdadera Chuchi, no la santa, no la buena chica
sino la preciosa criatura a la que el seductor siempre volvía.

Una actriz estupenda. Pero entonces, el premio era importante y les iba a caer a las manos sin
ninguna duda: Quelita era mucho mayor que yo, una hipertensa con un corazón grande y
pulmones que ya no le servían para mucho. Se iba a morir en cualquier momento. Lo decía a
cada rato y uno ya no le llevaba el apunte. Pero se murió y la Chuchi nos regaló las telas nuevas y
se llevó las usadas de recuerdo. Las hicieron limpiar, las llevaron a Londres, las vendieron, se
casaron, y probablemente Josefina conocerá a su nuera bajo otro nombre, no el de Natividad ni
el de Nati ni, mucho menos, el de la Chuchi.

A las cuatro de la mañana de esa noche, frente a una taza de té, solo como nunca, me dije que
era una lástima y que tal vez yo terminaría dentro de no mucho tiempo en las manos de la
amazona aguerrida con cara de bull-dog o en las de la rubia gorda y plácida, pero ya jamás en las
de la Chuchi.

De Cómo triunfar en la vida (1998)

A Gorodischer

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EL EXTRAÑO CASO DE LADY ELWOOD – R. Fontanarrosa

El inspector Havilland detuvo su Austin al costado del camino que conducía a Middleford y
quedó pensativo. No había dicho a nadie dónde pasaría sus quince días de vacaciones y la idea
de retomar el camino hacia Londres se le instaló sólidamente en la cabeza.

Él tan sólo había prometido comunicarse cada tres días con Scotland Yard, en prevención de
algún suceso inesperado, como el retorno del Destripador de Yorkshire, un ataque nuclear
soviético o la fuga de un oso del zoológico. Esa franquicia de manejar a su gusto el contacto con
sus superiores tan sólo se le concedía a hombres como Emerald L. Havilland, el más eficaz
sabueso de las fuerzas de seguridad británicas. "El Detective Invicto" como bien lo había llamado
la prensa tras su espectacular esclarecimiento del caso del robo del pony predilecto del Príncipe
Andrew.

En tanto viraba lentamente el volante, una sonrisa, apretada en torno al cigarro que sostenían
sus labios, ensanchó el rostro adusto del inspector: recordaba claramente la densa, profunda,
prometedora mirada que le había dispensado Lady Elwood desde lo alto de su palco, días atrás,
durante el concierto que brindó la Royal Philarmonic Orchestra.

Una hora después, el inspector Havilland, protegiendo su boca y su nariz bajo el abrigo de la
bufanda con los colores del Tottenham Hotspur, golpeaba suavemente con su puño enguantado
a las puertas de la mansión de Lady Elwood, la riquísima viuda de sir Lewis Norton.

Tras unos minutos de espera Havilland repitió el llamado. Finalmente, con la curiosidad propia
de la profesión, giró el picaporte comprobando que la pesada puerta estaba abierta. Antes de
entrar observó hacia la calle. Nadie lo había visto. El viento y la lluvia eran dos azotes flagelando
Newcastle Street.

Recorrió un par de salones desiertos y luego comenzó a subir una ancha escalera de madera. En
una de las habitaciones superiores halló a Lady Elwood. Estaba sobre la alfombra, caída al lado
de su cama en posición poco ortodoxa y presentaba dos heridas profundas en la espalda.

Havilland husmeó el aire y luego tomó la medida que separaba la cómoda de la perilla de la luz.
Fue hasta el cenicero y recogió dentro de un sobre las colillas de cigarrillos. Se paró en medio de
la habitación, cruzado de brazos y mirando hacia los cerrados ventanales. Meneó la cabeza y
silbó suave.

—Paul —musitó—. Finalmente lo hizo.

Recordaba el rostro joven e ingenuo de Paul Elwood, sobrino de la viuda, y las habladurías que
de él y su tía se contaban en ciertos cenáculos.

—No debe haber abandonado el país aún —dedujo Havilland—. Tomará el ferry hacia Francia.

Anotó en una pequeña libreta la medida entre la cama y el ropero y constató que la puerta de
éste estaba entornada. La abrió. Allí dentro, prácticamente sentado sobre el piso de madera,
algo oculto por la profusión de tapados y pieles, se hallaba el cadáver de Paul Carpentier,
estrangulado por una corbata de seda italiana azul, con diminutos puntos rojos.

Havilland se pellizcó los labios y cerró el ropero. Miró su libreta de apuntes y golpeteó con la
base de su lapicera sobre la tapa de la libreta.

—Mannix —silabeó—. Gus Mannix.

No escapaban a su memoria proverbial los rasgos acentuados de Gus Mannix, profesor de piano
de Paul, a quien algunas revistas proclives al escándalo sindicaban como antiguo enamorado de
Lady Elwood.

—Los celos —musitó Havilland— son malos consejeros.

Se encaminó hacia el baño. Allí podría detectar huellas dactilares del impetuoso profesor
Mannix.

Havilland no pudo disimular un rictus de contrariedad cuando, junto a la bañera, semitapado por
la cortina plástica encontró el cuerpo del eximio pianista. Entre ceja y ceja, algo más arriba de la
congelada expresión de asombro que dibujaban sus ojos, mostraba el orificio pequeño pero
nítido de una bala calibre 22.

El inspector aspiró hondo y tomó la medida entre el lavabo y el grifo de agua caliente.

—Estoy ante la obra de un loco —dictaminó—, Jerry Fergusson.

Nunca había podido olvidar la mirada extraviada del jardinero mientras le explicaba su extraña
teoría sobre la doble personalidad de las azaleas y la influencia que ejercían las
monocotiledóneas sobre las decisiones del Vaticano. Tampoco nunca había olvidado que Jerry
Fergusson le había confiado que atendía los jardines de Lady Elwood.
—Sé muy bien dónde estará oculto —se dijo. Sorteando el cadáver de la acaudalada viuda, se
dirigió al teléfono. No tenía tono. Observó que se hallaba desconectado. Agachándose tras el
cable atisbó bajo la cama.

Allí, con la cabeza destrozada por un atizador de la estufa de leños, vio a Jerry Fergusson, el jardi-
nero.

Havilland se frotó suavemente las yemas de los dedos. Frunció los labios y aprobó un par de
veces enérgicamente con su cabeza.

Colocó nuevamente el auricular del teléfono en su horquilla. Luego retornó las colillas que había
sacado, a sus ceniceros. Cortó la hoja con anotaciones de su libreta y la arrojó al inodoro,
accionando luego el turbión de agua.

Se arrebujó entonces en su bufanda, bajó el ala de su sombrero, salió de la casa cerrando con
cuidado la puerta y subiendo al Austin retomó el camino hacia Middleford.

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CON TINTA SANGRE

“...la escribiré con sangre / con tinta sangre / del corazón.”

Benito de Jesús, Nuestro juramento

En tu recuerdo es más fuerte o cercano el sonido del mar, el Caribe se mueve en la oscuridad, es
algo vivo, un gran animal echado que murmura y se agita en sueños más allá del malecón o a los
pies de la terraza del club donde ella dice:

—Piensa que es el mismo mar, chico. En New Orleans o aquí...

—No es lo mismo —porfías—. Eso pasa solamente en los mapas.

—No entiendo los mapas.


—Son una cosa grande y celeste con algunas excepciones...

En el recuerdo, ella ríe y brillan sus dientes en la penumbra. No hay tantas luces como ahora,
Santa Bárbara está más oscura y vacía en la memoria, hay rachas de olores violentos a pantano,
las estrellas son bajas, el espacio abierto desparrama las voces y la música se deja llevar de un
lado a otro de la isla.

En tu recuerdo los uniformes blanquean cada noche a lo largo de la ruta costanera todavía de
pedregullo. Te escapabas de la base, se escapaban agitados, de a dos, de a tres cada noche, con
un puñado de dólares para la complicidad de la guardia y un poco más. Y cuando recuerdas todo
está más lejos. Este camino que se escurre fácil ahora bajo las ruedas y te deja pensar era más
largo: casi cinco kilómetros andando bajo la luna entre risotadas y empujones por el malecón
hasta el Guayaba Club, la penúltima luz de la costa antes del faro de Santa Bárbara, el resplandor
rojo contra la noche tropical.

En el recuerdo también está más fresca la noche, las noches sucesivas que evocas como una
sola. Por la ventanilla del automóvil sientes la misma antigua brisa que erizaba de excitación tu
nuca húmeda y rapada de soldado mientras estacionas en el raleado cercado de palmeras y hay
demasiado lugar para un viernes, aunque ha de ser temprano. Los horarios de Santa Bárbara han
cambiado en tantos años. Los tuyos también, y no sólo eso.

Pisas la grava, la reconoces. Deberías escuchar una música que antes sentías brotar del edificio
blanco pintado a la cal entre los árboles, como una respiración, el latido unánime de una
esponja, pero no oyes nada aún. Te detienes un momento ante el resplandor opaco del neón
que pone Guayaba en rojo, parpadea Club en amarillo. Un cartel ofrece atracciones
desconocidas, apellidos en tres o cuatro idiomas, exagera como antes. Pero estas mentiras te
interesan menos.

—Buenos días, mi sargento... —saludas ritualmente.

El colorido portero que aún no ha terminado de abrocharse la librea es joven y otro:

—Buenas noches, señor —te corrige formal, sin sonreír.


No tiene por qué saber que el saludo era la contraseña trivial para hacer la noche más joven, la
fiesta interminable.

Entras al club como a una iglesia. La mujer gorda, vieja y demasiado pintada que recoge tu
impermeable en el guardarropas apenas si levanta los párpados. Te entrega una ficha nacarada
que reconoces y por el número bajo y gastado sabes que eres de los primeros clientes de la
noche. Adentro, nada que no sea olvidable ha cambiado pero la sala semivacía te resulta
pequeña. Acaso porque aún no está todo preparado para recibir a los habitantes de la noche.
Pero el olor es igual. Tal vez algunas de las sillas que esperan todavía invertidas sobre las mesas
más lejanas tengan las patas flojas y acaso en el pequeño escenario donde alguien se prodiga
con cables y micrófonos haya menos espacio, saturado como está por una batería de
demasiados parches y parlantes grandes como armarios. Piensas que el sonido de todo eso debe
ser muy fuerte ahora, diferente de aquella intimidad, aquel susurro:

Acércate más / y más y más... / Pero mucho más...

Primero era sólo la voz, y luego entraba ella. Almita. El spot la buscaba, vacilaba hasta quedarse
allí, junto al cortinado. Ella apenas movía el extremo de la gruesa tela carmesí y se deslizaba
como por un suave tobogán hecho con su propia voz hasta quedar en el centro de la luz,
diciendo, prometiendo rencor, esperando ternura en letras de bolero. Almita Velázquez no
cantaba: las palabras se caían apenas de su boca, se derramaban mentón y cuello abajo, la
acariciaban chorreando el cuerpo nuevo y sabio que se hamacaba sólo lo necesario.

En tu recuerdo ella casi balbucea, y el ritmo que la sostiene vibra en un escobilleo lento sobre el
parche más tenso, como si alguien acariciara un gato electrizado a contrapelo, gotea despacio y
espaciado en las tumbadoras y fluye en esa maraca rumorosa que Almita acuna contra su pecho
mientras hace susurrar las semillitas rojas y verdes que imaginas en su interior, la limadura de
vidrio. Y recuerdas, y la piel se te afloja, sientes que te queda holgada, como si fuera papel
húmedo que se va secando al sol de su voz:

Y bésame así / así, así... / como besas tú...


Y allí, como si caminaran sobre el teclado en puntas de dedos, entraban los acordes bajos,
separados como suspiros, que ponía Johnny Spinoza para que ella respirase, todos respiraran...

—Caballero...

Te han sacado del recuerdo con voz profunda, inolvidable. Te das vuelta y es él. No ha cambiado
demasiado. Los mulatos envejecen raro, y los gordos. El Milpalmeras ocupa más lugar que antes
tras la barra. Está ahí, el busto de un emperador romano menor en un pasillo del Louvre, y te
mira como si tuvieras la cara un poco más adelante: sus ojos no te tocan, no llegan. Es la vieja
mirada de barman, rasgo de oficio.

—No hay nadie —dices casi sin pensar.

—Es temprano —interpreta él y se ocupa clásicamente de limpiar cosas limpias, te da la espalda


un momento.

—Es muy tarde —murmuras.

Pero no te ha oído.

Te encaramas en el último taburete, lejos de él y de la caja, y lo miras deslizarse por el estrecho


espacio entre la barra y la fila de botellas como en una trinchera, como en un estuche que le
queda cada vez más justo. Es una gran bola de bowling, negra, blanda y sin agujeros, que se
mueve lenta por la corredera. Se acerca, ya viene. Ha cambiado la vieja camisa estampada que le
dio el apodo por un esmoquin morado que hace años no puede abotonar.

—Caballero... —recomienza.

—Whisky doble, Milpalmeras.


—Bien.

Ni un gesto, nada que indique que te ha reconocido. Mientras descorcha el Old Black te miras en
el espejo entre botellas semillenas. El bigote espeso y oscuro, el cabello ralo y largo, las gruesos
y apresurados anteojos te han convertido en otro hombre.

Te sirve una medida generosa; acierta y no pone hielo.

—¿Cómo anda todo? —dices casualmente, como si ayer no fuera hace veinte años.

—Bien... Y tú, cómo.

No sabe quién eres pero te tutea.

—Mal, pero acostumbrado.

—Eso está muy bien —dice.

No sonríe, y crees recordar que sonreía. Crees recordar. Pero él no quiere.

—No me reconoces, Milpalmeras... —y te expones a la luz cenital como un pez de acuario.

Notas cierto brillo contenido en sus ojos pero él agita la cabeza, asegura que no y no.

—Piensa, en el sesenta, cuando levantaron la base americana... —dices.


Buscas bajo el vidrio de la barra entre las fotografías que registran la desordenada historia del
Guayaba Club. Hay una mesa ruidosa de soldados, mujeres y botellas. Son demasiados.

—Soy uno de éstos, seguro...

—¿Tú estás aquí, chico?

—Ahá... —y te empinas el whisky con decisión impostada—. Solíamos venir con los compañeros
todas las noches, cuando cantaba Almita Velázquez.

Y se la señalas como a un niño en el retrato coloreado donde muestra antiguas piernas junto a
galanes cantores de bigotito recortado y combos con blusa floreada de mangas anchas.

—Almita, claro... —asiente Milpalmeras y desvía la mirada hacia el escenario, a tus espaldas:

—Esa chica también es buena, sabes... —dice.

Ni siquiera te vuelves, la miras por el espejo.

Ante dos o tres mesas ocupadas, una rubia muy joven comienza a decir The Man I Love con los
hombros desnudos y las manos perdidas en el piano. La escuchas hasta que llega al estribillo,
frasea prolijo.

—No como Almita —dices y adelantas el vaso.

—Claro.
Te sirve y te deja la botella cerca, a mano. La barra está vacía.

—¿Cómo te llamas tú? —se atreve.

Lo miras a los ojos:

—Carter... Bill Carter.

Asiente pero no te recuerda. Demuestras vocación de ser preciso:

—Yo era amigo de Bradley, de Bradley Ortiz...

—Bradley... —se ilumina apenas, por primera vez—. De él sí me acuerdo, chico... ¿Qué ha sido
de él? ¿Lo ves tú?

—Lo veo, a veces.

—Erais varios de New Orleans, creo recordar...

—Sí.

Te empinas el whisky otra vez y no llegas al fondo; pero llegarás. Se hace un silencio breve luego
del último acorde del piano y la rubia se dobla en una reverencia excesiva para juntar del suelo
los pocos aplausos que le han tirado. Desvías la mirada en el espejo y te encuentras otra vez con
las piernas de Almita.
—Bradley estaba enamorado de ella, Milpalmeras.

El mulato va de las piernas de Almita a tus palabras, a lo que recuerda o no de Bradley y menea
la cabeza: no te cree.

Por primera vez le ha cambiado la mirada y ya no mira delante de ti sino más atrás, dos
centímetros detrás de tus cejas, exactamente:

—Bradley era un pendejo, chico... —sentencia—. Tuvo su momento pero Almita le quedaba
grande. Grande de vida, de edad. Era demasiada mujer. Y no para él.

—Tampoco para Johnny Spinoza.

—Tampoco —confirma y se arrepiente de inmediato—. No era para nadie, entonces... Tal vez no
era para nadie.

En la pausa que se produce sientes que cada uno vuelve secreta y vertiginosamente al pasado, y
no a cualquier momento sino a uno en particular que no es necesario nombrar.

—Esa noche... —dices, sin embargo.

—¿Estabas tú? —te interrumpe.

—Estaba con Bradley pero me fui enseguida porque había que madrugar; nos embarcábamos
muy temprano para Maracaibo. Él había jurado que no se iría sin ella, Milpalmeras... —tratas de
convencerlo con golpecitos de tu vaso otra vez vacío contra el vidrio—. Bradley estaba dispuesto
a todo... Sentía que el viejo Johnny Spinoza no podía ser un obstáculo entre los dos... Ella le
había prometido que...
Algo, leve y duro a la vez, cruza como un pájaro, la sombra de un pájaro ante los ojos del mulato:

—Johnny no era un obstáculo, chico... Ella era su mujer y él era mi amigo, casi mi padre. Un
“obstáculo” dices... —y la palabra se dibuja en los labios del Milpalmeras como si la amasara
para hacer un globo con ella—. Él me trajo aquí de lavacopas cuando yo era una mierdita,
sabes... Y mírame ahora.

La gruesa mano del barman te cae sobre el hombro con el peso de una confesión. Está hablando
de algo de lo que no suele hablar y le interesa que lo sepas.

—Mírame ahora —te invita otra vez.

Lo ves. Estás a punto de preguntarle cómo y por qué ha pasado de la camisa al esmoquin pero
no te dejará:

—¿Sabes que murió en mis brazos el muy cabrón de Johnny?

Claro que lo sabes:

—Me lo ha contado Bradley, muchas veces...

Al decirlo sientes que estás por tocar fondo, que en realidad has venido por eso y para eso al
Guayaba Club después de tanto tiempo.

Insistes en los detalles:

—¿Cómo fue en realidad, Milpalmeras? ¿Dónde estaban sentados esa última noche? —y giras tu
cuerpo y tu mirada por todo el salón, como buscándolos en el lugar y en el tiempo.
Él mueve los ojos, apenas esboza una dirección con el mentón, pero te indica sin dudas el último
reservado, casi al fondo, junto a los lavabos.

Te levantas del taburete. Pareciera que una curiosidad casi morbosa te lleva hasta allí. Todo ese
sector del salón está vacío. El cuero del tapizado es viejo y la mesa tiene muescas que la mugre y
el tiempo han equívocamente prestigiado. Cuando te das cuenta, el Milpalmeras ya está a tu
lado, ha abandonado la barra para acompañarte y señala el suelo junto a tu pie, a un costado del
asiento:

—Mira, Carter: ahí están todavía las manchas —y te muestra los borrones oscuros, sombras en
la madera.

—Sangre...

—Tinta.

No te dará tiempo a la objeción.

—Tinta, chico... —reitera Milpalmeras—. Eso era lo que Johnny quería decir o al menos dijo
aquella noche.

El mulato regresa caminando hacia la barra agitando la cabeza y no sabes si sonríe, llora o
simplemente se balancea como un oso escéptico o memorioso.

Cuando te vuelves a acordar tienes otro doble servido y el Milpalmeras empina su propio vaso:

—Johnny tenía imaginación... Sabía qué inventar.


—No es muy imaginativo morirse.

—Tenía imaginación, chico, la tenía... —te explica casi paternal—. Para retener a una mujer
como ésa Johnny tuvo que pelear con ingenio; él sabía cómo y supo ganársela.

—Hasta que la perdió.

No te oye, está más atento a su cuidadoso recuerdo:

—Piensa que Johnny Spinoza tenía sesenta años cuando encontró a Almita, y ya había sido muy
famoso, sabes. Ella no se levantaba así del suelo cuando él ya tocaba con Cugat o grababa con
Manzanero al principio de todo, te digo... Johnny era un artista, Carter. Este club se lo montó con
el dinero que cobró de los gringos de la CBS; más de cien boleros compuso Johnny, oye... Lucho
Gatica, Prieto, Los Panchos, Javier Solís, todos le grababan. Hoy ya no se escuchan casi, con la
moda de la salsa y todo eso... Pero ganó mucho dinero, chico. Claro que nada alcanzaba para ella
en aquella época...

Te parece descubrir algo nuevo en la voz del Milpalmeras; pero es apenas un quiebre, una
astilladura en el sólido cristal:

—Bradley creyó, esa noche, que ella quería o podía irse con él... —dices como si temieras apagar
una vela al hablar.

—Ella... Almita estaba muy pasada de todo... —y el barman carga una ilusoria, generosa raya de
cocaína en el dorso de la mano, esnifa y parpadea—. No le alcanzaba el dinero de él y necesitaba
otras fuentes, otros hombres de recursos, chico... Todos estaban locos por ella y Johnny lo sabía.

Asientes, casi insensiblemente asientes. Es como el reconocimiento de una verdad que no


sospechabas tan importante o tuya. Pero el mulato ahora ha cambiado de tono y vuelve a zonas
más blandas:
—Johnny tenía imaginación, chico... Cada vez que ella lo chantajeaba con dejarlo, usaba la
imaginación. Y yo lo he visto todo aquí. Una vez, cuando compuso el bolero Lágrimas de hielo,
ella lo había abandonado o estaba por dejarlo por un galán de la televisión portorriqueña. Y
verás lo que hizo Johnny, Carter...

El Milpalmeras monta la escena con dos gestos, diluye el tiempo para ti, lo hace presente.

—Una tarde Johnny trae la partitura con la letra del bolero nuevo y va al piano, la invita a
sentarse con él, le ofrece un whisky doble como el suyo, le pone dos cubitos y empieza a jugar
con los acordes, así... —y los dedos del mulato van y vienen por el borde de la barra—. Canta la
primera parte con esa voz cascada y suya, y mientras ella está bebiendo le dice: “¿Sientes un
sabor salado?... Son mis lágrimas, nena. Las he derramado y conservado para ti, ingrata”.
Terminó el bolero y ella se quedó dos años más...

Milpalmeras se emociona y tú sientes el whisky curiosamente amargo o salado quién sabe por
qué lágrimas.

—Y cuando se iba a ir con el petrolero le hizo otra canción —insiste el barman—. Se llamaba
Deberías dejarte los guantes y para la noche del estreno le trajo, de una subasta en Hollywood,
los guantes que usaba Rita Hayworth en la película aquella con el Glenn Ford... Bah, no sé si
serían los verdaderos pero el petrolero se volvió solo a Dallas.

—Y Bradley se volvió solo a New Orleans... —le insinúas trayéndolo a la noche que te interesa.

Es como si estuvieras amaestrando a un lobo, a una serpiente distraída que no acostumbra hacer
lo que esperan de ella.

—Tu amigo no aceptó las reglas, chico... —y lo del mulato no es una opinión sino un diagnóstico
—. Por una mujer como Almita había que pagar caro, estar dispuesto a perder algo, sabes... Y
ella lo puso a prueba.
—Lo sé —dices; y en realidad lo sabes—. Una semana antes de esa noche le pidió la medalla que
el chico llevaba al cuello para hacerse un pendiente de oro...

Te arrepientes de haber usado la palabra “chico” pero ante la mirada entrecerrada del
Milpalmeras sigues adelante:

—Bradley estaba muy turbado, ella lo llevaba a terrenos desconocidos; era un muchacho y no
concebía la idea del amor como si fuera echarse un pulso...

Descubres en la expresión del Milpalmeras que no entiende.

—Un pulso, una pulseada... —repites y le arrebatas la mano, apoyas su codo y el tuyo sobre la
barra y haces fuerza por doblegar ese trozo de hierro que se oculta bajo la manga del esmoquin.

—Un pulso —parece admitir el mulato.

—Para Bradley el amor no era un forcejeo, una cuestión de fuerzas. Para Almita sí. Pedirle esa
medalla era una prueba de amor, decía. Y él dudó.

Lo explicas y es como si la duda de hace veinte años estuviera allí, servida en la barra para
beberla como una cicuta:

—Bradley le dijo que le pidiera cualquier cosa pero que ésa era una medalla de su madre... Tú
sabes. Los soldados tienen algo con la madre que nunca... Pero ella se burló. Y sabes qué hizo,
Milpalmeras... —y haces la pausa para darle espacio a la atrocidad, la desmesura—. Le dijo que
si él era incapaz de entregar una sucia medalla por ella había quién era capaz de arrancarse los
dientes de oro por complacerla...

El barman te mira, entrecierra los ojos, toma distancia de ti, se apoya en un puño:
—¿A qué viene todo esto, Carter? ¿Qué quieres saber?

—Cuéntame esa noche, Milpalmeras... Siempre me he ido demasiado temprano a dormir y me


pierdo las mejores historias, suelo enterarme tarde y mal al día siguiente.

Te observa sabiendo que estás atento a sus palabras, y hablará con la certeza de que lo miras
hablar:

—Fue muy raro lo que pasó esa noche, chico... —dice e insiste en fregar ensimismado esa barra
vacía e impecable—. Johnny estaba improvisando en el piano cuando lo vio llegar, tan temprano
y con el pendiente que brillaba como un desafío contra el pelo negro. Y pensó que esa vez la
perdía...

—El pendiente...

—Así, pequeñito... —indica el Milpalmeras como si graduara la medida escasa de un valioso licor
—. Johnny sabía lo que eso significaba y entonces se jugó todo, apostó una vez más a su
imaginación... Y decidió buscar al hombre, bah...

—A Bradley.

—Eso: a Bradley... Johnny sabía quién era ese soldadito pero no le habló cuando lo vio en la
barra junto a los demás... —y el barman te incluye en su relato—. Tú estabas, Carter, según me
dices...

Asientes:

—Y te recuerdo particularmente serio, Milpalmeras. Me quedé un rato; Bradley estaba aún aquí,
algo borracho, cuando me fui a dormir.

El mulato extiende el brazo y traza un arco, un itinerario en el espacio y el tiempo:

—Fue después, cuando ella empezó a cantar, que Bradley siguió bebiendo en el reservado que
ya sabes, donde siempre la esperaba... —el brazo se detiene como una flecha indicadora en la
dirección correcta—. Ahí fue a buscarlo Johnny. O mejor dicho: primero habló conmigo y
después fue a la mesa de Bradley dispuesto a impresionarlo, a hacerlo renunciar.

—¿Dices que lo amenazó?

El barman ya es algo más que el narrador. Es el dueño de la historia, el orgulloso y equívoco


testigo:

—Johnny era incapaz de un acto violento, siquiera de una tibia amenaza, chico... Así que montó
un número especial para el soldadito. Fingió no saber con quién se sentaba y bebió con él, contó
y lloró como ante un confidente ocasional su mal de amores, le habló de los boleros, lo fue
ablandando... Hasta que en un momento dado sacó un estilete y se hizo un tajo en la muñeca...
Un buen tajo, chico.

Asientes, le indicas con el gesto que eso ya lo sabes. No necesita estímulos. El Milpalmeras es un
narrador desbocado:

—Johnny comenzó el acto final de su número. Sacó una pluma que llevaba en el bolsillo de la
guayabera y ahicito nomás, sobre una servilleta de papel, mojando la pluma en su propia sangre,
comenzó a escribir: “Éste será mi mejor bolero...”, decía. El chico estaba blanco del susto, sabes...
Hasta que en medio de la escritura Johnny agarró el estilete, hizo un gesto desesperado y sin que
Bradley pudiera hacer nada, se apoyó el arma en el vientre, la hundió y cayó de costado... Ahí
mismo, Carter.

Te quedas mirando el dedo que señala el lugar y no el lugar. Te interesan más la mano y su
dueño.

—¿Y se mató, Milpalmeras? Eso es demasiado bolero para mí...

El mulato enarca las cejas, hace la pausa final y llena otra vez los vasos sin una palabra. El piano
ha vuelto a sonar a tus espaldas, va creciendo un contrabajo y las palabras del Milpalmeras serán
para ti como la letra de una canción que no tiene tonada todavía:

—Fue demasiado para el chico también... Y para mí, Carter. Porque lo habíamos arreglado todo
con Johnny, sabes: él lo asustaba al soldadito lastimándose un poco en el vientre, después
aparecía yo y lo espantaba con la excusa de la policía y el escándalo mientras Johnny se quedaba
tirado ahí, desangrándose, falsamente malherido, hasta que llegara Almita a su lado y él pudiera
montar la escena final...

—¿Qué escena final?

—Imagínate: “¡Esto es sangre!”, diría ella cayendo junto a él, arrepentida y entre lágrimas... “No.
Sólo es tinta, mi amor...”, le diría él con un hilo de voz antes de fingir desmayarse y dejarle entre
manos un bolero recién sangrado de su pulso... Era una buena idea, chico.

No puedes sonreír. El Milpalmeras no quiere. Es un narrador especial, dotado para el grotesco


como tú, que no lo sabes todavía...

—Pero esta vez no funcionó, chico... O sí —te dice ya sin pesadumbre—. Cuando llegué,
corriendo, lo empujé a Bradley que se tambaleaba borracho y perplejo para que se alejara y me
agaché junto a Johnny para preparar la comedia. Y ahí vi el estilete, Carter, que sobresalía tanto
así de la camisa. Y demasiada sangre...

El barman puede contar el acceso al espanto, describir la gradual revelación de la muerte con la
displicencia de un forense de guardia que recorre los pasillos de su propia memoria:
—Enseguida me di cuenta de que algo andaba mal, sabes... Algo había fallado, un error de
cálculo tal vez, o una burla final de Johnny... Porque él parecía tranquilo, chico... Tanto que
cuando apareció ella y lo abrazó, comenzó a recitar su libreto, a decirle lo de la tinta en un
murmullo. Almita se asustó y yo también: él no fingía, Carter... se iba. Entonces me incliné sobre
él, junto a ella, y en ese momento él abrió mucho los ojos, como si no lo creyera, hizo un ruido
como de cañería y se quedó muerto ahicito nomás, en un charco de sangre.

—¿Qué hicieron los demás?

—Cuando me di vuelta tu amigo había desaparecido... Y nunca más volvió por aquí. Almita se
quedó largo rato tendida sobre él, sollozaba y apretaba el bolero recién escrito, borroneado con
sangre y más sangre ilegible... Nunca lo pudo cantar.

Dejas que se haga una laguna de silencio, esperas que él siga adelante. Pero no parece
dispuesto; entonces insistirás:

—¿Cómo te lo explicas, Milpalmeras?

Se va. Con cualquier pretexto te deja solo y se afana durante unos momentos en el otro extremo
de la barra con clientes que no lo necesitan.

—Oye... Johnny estaba enamorado, sabes... —dice al volver, como si fuera una noticia fresca—.
Él sí que lo estaba, y quiso demostrárselo a ella; y a mí también, que me engañó. Y supo
decírselo por última vez sin esperar la respuesta, quiso quedarse con la última palabra... Eso es
lo que tienen los cabrones suicidas, chico. Hacen trampa: a ella, a mí, a tu amigo incluso...

Te quedas rígido. No puedes decir nada. Pero algo dices, sin embargo:

—Bradley...
—Él te habrá contado otra versión, seguramente —te interrumpe—. Mira, chico: con el tiempo,
los recuerdos, las heridas y las marcas de la juventud cambian de sentido; algunas se borran,
otras cicatrizan...

—Bradley soy yo.

—...y hay que pagar, por todo hay que pagar en la vida —prosigue el Milpalmeras sin oírte—. Ella
siempre se cobra, así que es mejor elegir cómo pagar, porque...

—Te he dicho que soy Bradley —repites y te quitas los anteojos como si te desnudaras.

—Lo sé.

Al decírtelo ha cambiado por tercera vez en la noche la profundidad de su mirada. Ahora te mira
al centro de las pupilas, ni más acá ni más allá.

—Lo sé desde el momento en que llegaste... ¿Qué quieres?

Todavía estás a tiempo de detenerte. Él ha hecho lo posible por evitarlo pero tú sientes que
insistirás, que es inútil pero insistirás:

—¿Qué quiero? No sé muy bien qué... —y es cierto que no lo sabes, ni bien ni mal—. Pero creo
que en estos años me he hecho otra versión de esa muerte, Milpalmeras. Tal vez no se suicidó,
tal vez no fue un error de cálculo, tal vez alguien lo ayudó a último momento con el estilete, una
vez terminada la comedia, cuando estaba en el suelo...

—¿Piensas en ella?

—No. En ella no.


No se le mueve un músculo del rostro cuando te dice:

—¿Por qué lo habría de hacer yo, Bradley?

—Tal vez por ella: todos estábamos locos por ella, Milpalmeras, tú lo dijiste.

Comienza a sonreír. Levemente. Aquella noche había dejado de hacerlo. Y ahora volvía.

—Eso es cierto... —dice—. Deberíamos estar muy locos para hacer esas cosas. Demasiados
boleros, ¿no crees?

La sonrisa se convierte paulatinamente en risa franca, histérica, que le descubre por primera vez
la boca.

—Demasiados boleros —repite.

Pero no oyes lo que dice. Te has quedado mirando, hipnotizado, esa boca que recordabas
brillante en la sonrisa de oro y que ahora es un oscuro hueco devastado por violencias de amor y
de extraña locura: faltan dos, tres dientes de oro allí.

—¿Cómo pudiste, Milpalmeras?... —balbuceas.

No piensa contestarte eso. No piensa hablar más. No deberías tampoco preguntarle por ella.

Te señalará el guardarropas, te aconsejará que des por perdido el impermeable pero que no
vuelvas a mirar esos despojos de mujer que no quisiste reconocer al llegar.
Han apagado repentinamente casi todas las luces y en el Guayaba Club, como hace veinte años,
el spot busca a alguien en la oscuridad.

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EL EXTRAÑO CASO DE LADY ELWOOD – R. Fontanarrosa

El inspector Havilland detuvo su Austin al costado del camino que conducía a Middleford y
quedó pensativo. No había dicho a nadie dónde pasaría sus quince días de vacaciones y la idea
de retomar el camino hacia Londres se le instaló sólidamente en la cabeza.

Él tan sólo había prometido comunicarse cada tres días con Scotland Yard, en prevención de
algún suceso inesperado, como el retorno del Destripador de Yorkshire, un ataque nuclear
soviético o la fuga de un oso del zoológico. Esa franquicia de manejar a su gusto el contacto con
sus superiores tan sólo se le concedía a hombres como Emerald L. Havilland, el más eficaz
sabueso de las fuerzas de seguridad británicas. "El Detective Invicto" como bien lo había llamado
la prensa tras su espectacular esclarecimiento del caso del robo del pony predilecto del Príncipe
Andrew.

En tanto viraba lentamente el volante, una sonrisa, apretada en torno al cigarro que sostenían
sus labios, ensanchó el rostro adusto del inspector: recordaba claramente la densa, profunda,
prometedora mirada que le había dispensado Lady Elwood desde lo alto de su palco, días atrás,
durante el concierto que brindó la Royal Philarmonic Orchestra.

Una hora después, el inspector Havilland, protegiendo su boca y su nariz bajo el abrigo de la
bufanda con los colores del Tottenham Hotspur, golpeaba suavemente con su puño enguantado
a las puertas de la mansión de Lady Elwood, la riquísima viuda de sir Lewis Norton.

Tras unos minutos de espera Havilland repitió el llamado. Finalmente, con la curiosidad propia
de la profesión, giró el picaporte comprobando que la pesada puerta estaba abierta. Antes de
entrar observó hacia la calle. Nadie lo había visto. El viento y la lluvia eran dos azotes flagelando
Newcastle Street.

Recorrió un par de salones desiertos y luego comenzó a subir una ancha escalera de madera. En
una de las habitaciones superiores halló a Lady Elwood. Estaba sobre la alfombra, caída al lado
de su cama en posición poco ortodoxa y presentaba dos heridas profundas en la espalda.

Havilland husmeó el aire y luego tomó la medida que separaba la cómoda de la perilla de la luz.
Fue hasta el cenicero y recogió dentro de un sobre las colillas de cigarrillos. Se paró en medio de
la habitación, cruzado de brazos y mirando hacia los cerrados ventanales. Meneó la cabeza y
silbó suave.

—Paul —musitó—. Finalmente lo hizo.

Recordaba el rostro joven e ingenuo de Paul Elwood, sobrino de la viuda, y las habladurías que
de él y su tía se contaban en ciertos cenáculos.

—No debe haber abandonado el país aún —dedujo Havilland—. Tomará el ferry hacia Francia.

Anotó en una pequeña libreta la medida entre la cama y el ropero y constató que la puerta de
éste estaba entornada. La abrió. Allí dentro, prácticamente sentado sobre el piso de madera,
algo oculto por la profusión de tapados y pieles, se hallaba el cadáver de Paul Carpentier,
estrangulado por una corbata de seda italiana azul, con diminutos puntos rojos.

Havilland se pellizcó los labios y cerró el ropero. Miró su libreta de apuntes y golpeteó con la
base de su lapicera sobre la tapa de la libreta.

—Mannix —silabeó—. Gus Mannix.

No escapaban a su memoria proverbial los rasgos acentuados de Gus Mannix, profesor de piano
de Paul, a quien algunas revistas proclives al escándalo sindicaban como antiguo enamorado de
Lady Elwood.

—Los celos —musitó Havilland— son malos consejeros.

Se encaminó hacia el baño. Allí podría detectar huellas dactilares del impetuoso profesor
Mannix.

Havilland no pudo disimular un rictus de contrariedad cuando, junto a la bañera, semitapado por
la cortina plástica encontró el cuerpo del eximio pianista. Entre ceja y ceja, algo más arriba de la
congelada expresión de asombro que dibujaban sus ojos, mostraba el orificio pequeño pero
nítido de una bala calibre 22.

El inspector aspiró hondo y tomó la medida entre el lavabo y el grifo de agua caliente.

—Estoy ante la obra de un loco —dictaminó—, Jerry Fergusson.

Nunca había podido olvidar la mirada extraviada del jardinero mientras le explicaba su extraña
teoría sobre la doble personalidad de las azaleas y la influencia que ejercían las
monocotiledóneas sobre las decisiones del Vaticano. Tampoco nunca había olvidado que Jerry
Fergusson le había confiado que atendía los jardines de Lady Elwood.

—Sé muy bien dónde estará oculto —se dijo. Sorteando el cadáver de la acaudalada viuda, se
dirigió al teléfono. No tenía tono. Observó que se hallaba desconectado. Agachándose tras el
cable atisbó bajo la cama.

Allí, con la cabeza destrozada por un atizador de la estufa de leños, vio a Jerry Fergusson, el jardi-
nero.

Havilland se frotó suavemente las yemas de los dedos. Frunció los labios y aprobó un par de
veces enérgicamente con su cabeza.

Colocó nuevamente el auricular del teléfono en su horquilla. Luego retornó las colillas que había
sacado, a sus ceniceros. Cortó la hoja con anotaciones de su libreta y la arrojó al inodoro,
accionando luego el turbión de agua.

Se arrebujó entonces en su bufanda, bajó el ala de su sombrero, salió de la casa cerrando con
cuidado la puerta y subiendo al Austin retomó el camino hacia Middleford.

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