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Vicenta Gerosa: delantal y zuecos

En los mercados
Era día de mercado en Iseo. En la barca, que desde el pequeño puerto de Lóvere (Bérgamo) movía
lentamente en aquella dirección, estaba también Ambrogio Gerosa con su carga de pieles y con el
aire de aquel que nutre buenas previsiones para los negocios.
En realidad, la familia Gerosa eran gente honesta: los precios moderados y la cualidad de la
mercadería hacían competitivos los productos hasta en las plazas más importantes, de Milán a
Venecia, a Verona, a Bolzano.
Mientras sobre el lago se reflejaban las primeras luces del día, Ambrogio se abandonaba a sus
pensamientos de dueño de la empresa, perfectamente apto para ese trabajo; interrumpía de vez en
cuando el curso para dar una mirada a la sobrina Catalina, que se había acomodado en el rincón más
tranquilo de la embarcación. Evidentemente para rezar. El tío lo sabía: eran así también las otras dos
que habían quedado en casa, Rosa y Francisca. Todo el pueblo sabía que eran buenas jóvenes,
dedicadas a la piedad y a las obras de bien.
-En tanto que están en la iglesia, dejémoslas estar- había afirmado una vez para siempre el tío
Ambrogio, el patriarca de una familia que con la pasión por los negocios cultivaba también el
sentido cristiano de la vida.
Para las tres hermanas aquella libertad era toda su ambición. Catalina, así astuta, emprendedora,
recta en el juicio y capaz ya de consejo, era una promesa segura también para el comercio. Qué más
se podía desear en ausencia de un heredero masculino? Ambrogio reconoció con una profunda
complacencia que bajo su guía esa joven habría conocido pronto los secretos del trabajo; para esto
la llevaba consigo, aún fuera del pueblo, cuando tenía que tratar de negocios. De él aprendió a
escribir y a calcular, así que sabía actuar bien en los negocios.
En realidad, a su tiempo, Catalina había sido confiada a las benedictinas de Gandino para que la
instruyeran, pero pronto se enfermó.
-Pienso yo a enseñarte cuanto es suficiente para la vida- la había tranquilizado el tío sin pesar.
En esos tiempos la instrucción no era tan difundida y menos aún para las jóvenes! Ambrogio podía
complacerse de los frutos de su escuela y de hecho para esa sobrina habría puesto las manos al
fuego.
Mientras tanto la barca tocó la orilla entre el movimiento de las olas y el vocerío de los mercantes
que ya llegaban a la plaza de Iseo.

La familia Gerosa
A casa, a atender las tareas del almacén y del negocio, quedaron los hermanos de Ambrogio, Luis y
Juan Antonio, el papá de Catalina. Completaban la familia patriarcal de los Gerosa las hermanas
María y Bartolomea y las sobrinas con su madre, Giacomina Macario. Otro hermano, Salvador, se
orientó diversamente en la vida.
Los Gerosa habían llegado a Lóvere desde la Brianza, previendo mejores fortunas en un pueblo que
se extendía a lo largo del lago y situado en la zona de confluencia de los valles. Por esta posición,
en efecto, las actividades comerciales florecieron ya desde tiempos remotos. Se incrementaron
gracias a la pertenencia de Lóvere a la República de Venecia, cuyas glorias todavía, en esos últimos
años del Setecientos, se apagaban.
En Lóvere, los Gerosa eran entre las familias económicamente más afortunadas. Pero no se cerraban
egoístamente en su bienestar ni tampoco lo ostentaban. Toda otra cosa! Su mesa era frugal, el
vestido simple, sin adornos inútiles; no ambicionaban los refinamientos característicos de su
condición ni tampoco en la educación de las jóvenes.
Todo era en favor de los pobres que golpeaban numerosos las puertas, de la cual –a decir de los
loverenses- ninguno salía con las manos vacías. Para los Gerosa era un deber cristiano indiscutible
tenerlas siempre abiertas.

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En aquella casa, a cuatro pasos del puerto, creció Catalina, que había nacido el 29 de octubre de
1784, primogénita de Juan Antonio y Giacomina Macario. Aquí, con el ejemplo de los tíos, se
acostumbró pronto a atender las tareas de la casa, y también a «transportar leña, a cernir el grano, a
confeccionar el pegamento para el curtido de las pieles, a trabajar en la huerta». Y las hermanas la
seguían. Había trabajo para todos porque los Gerosa poseían terrenos y casas con aparceros.
Poco a poco, como los tíos, Catalina se acostumbró también a darse cuenta de las necesidades que
se escondían en las casas de alrededor. Había nacido una competencia entre las hermanas. Rosa,
más tímida, seguía los pasos de Catalina, mientras Francisca sabía tomar la inciativa: con
desenvoltura se cargaba sobre las espaldas un poco de leña y se dirigía hacia las casas más pobres,
afrontando con simplicidad las miradas asombradas de los caminantes, y ni siquiera se turbaba, al
momento de la necesidad, pedir limosna para los demás.
De las fatigas cotidianas se rehacían con alguna escapada a la iglesia, a San Jorge o a Santa María,
donde hubiera una celebración; e indefectiblemente cerraban su laboriosa jornada en la capilla de
las Clarisas, permaneciendo arrodilladas en el suelo, más allá del canto del Ave María, entre la
primera columna y los bancos. El domingo era todo para ellas: se vestían de fiesta y, alegres como
las campanas, iban a Misa y luego se dedicaban a las obras de bien, invitando alguna amiga.
En esa casa, envidiable por tantos motivos, no todo era llano. Obviamente se anidaban también allí
las tensiones y los sufrimientos comunes a toda convivencia, y hasta acentuadas, dada la estructura
patriarcal de la familia.
Existían las desarmonías y se puede fácilmente imaginar si se piensan unidas a las relaciones
cotidianas. Ambrogio, el patriarca, al cual todos tenían que someterse, Bartolomea de un
temperamento difícil, Juan Antonio con su escasa actitud para los negocios y con su mujer ya
etiquetada, tal vez porque se concedía algún inocente capricho, como mujer de poco equilibrio.
Las tres hermanas respiraban también el aire de recíprocas incomprensiones y sufrían
profundamente, porque a hacer las compras eran sobre todos los padres. Naturalmente esta cara de
la medalla los Gerosa no la exponían a la mirada de todos; solían –como se dice- lavar en casa la
propia ropa.

Ante el Crucifijo
Llega la noche de un día triste para Catalina. Con los ojos hinchados de tantas lágrimas retenidas a
fuerza, había esperado ese momento para recogerse en su habitación y abandonarse finalmente al
llanto ante el Crucifijo, que tenía sobre la cómoda como sobre un altar.
Ese día le faltó el padre, enfermo ya desde hacía un tiempo. Afectos, pensamientos, nostalgias se
entrelazaban en su interior y junto a esos le volvía insistente el recuerdo del sufrimiento probado al
ver su padre dejado de lado por los hermanos y sólo por que sus actitudes –del resto apreciables- no
iban de acuerdo con los intereses comunes de la familia.
Y ahora –pensaba- que sería de la mamá ya así aborrecida de parte de los tíos? Y qué podría haber
hecho en su defensa, la mayor de las hijas, pero que sólo tenía diecisiete años?
Miró a través del velo de las lágrimas las heridas del Crucifijo y comenzó a descenderle una cierta
paz al alma. Ella callaba, soportaba continuando a amar, y perdonaba. Era la respuesta?
Volvieron, después de ese momento, las jornadas de actividad, retomaron el ir y venir de los
mercados, pero en la casa el aire se hacía siempre más denso.
Como Catalina intuyó, la muerte del padre fue solo el inicio de una larga secuencia de duros golpes.
Inesperadamente se enfermó y murió Francisca, un solo corazón con ella y llorada del pueblo como
un ángel de bondad. Otro día, el más triste de todos, Catalina y Rosa tuvieron que saludar la madre
porque los tíos no la toleraban más en la casa. Con ese dolor en el corazón la ayudaron a juntar sus
cosas y la vieron luego irse, pobre e indefensa, de aquella puerta, de la cual salía tanta caridad! Una
decisión aquella de los Gerosa, de la cual, por su reserva, no se conocen las verdaderas razones,
incompatibles con sus convicciones cristianas.
De verdad, las dos hijas decidieron seguir la madre y compartir con ella la habitación, el trabajo y
las privaciones a las cuales no estaba acostumbrada, pero fueron desaconsejadas e invitadas a

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ayudarla en su necesidad con aquello que era de su pertenencia. E hicieron así, después de haber
contemplado, como de costumbre, pero durante mucho más tiempo el Crucifijo.
Tuvieron que ayudarse de una tía materna para ver la madre, porque no le era permitido ni siquiera
el acercarse a ella. Fueron necesarios algunos años y una enfermedad grave de la cuñada para
inducir a los Gerosa a quitar la prohibición a las hijas. Ellas pudieron asistirla alternándose en su
lecho y expresándole la ternura de hijas. Le prodigaron todos los cuidados posibles, pero la
esperanza de una curación disminuían siempre más hasta apagarse en la noche del 8 de febrero de
1814.
Desoladas, las dos hermanas encerraron en sus corazones tanto dolor pero también, confortadas, su
última bendición.

Verdadera señora de la caridad


Se apagaban en tanto los aires de la tormenta napoleónica y un día en la ventana de la comuna los
loverenses vieron flamear la bandera austríaca. De la sucesión de los gobiernos y de las guerras el
pueblo había sido profundamente marcado en todas las expresiones de la vida, al punto que –narran
las crónicas- a las familias no le quedaban que «las lágrimas, agotada también la sangre de los
hijos».
A las emergencias causadas por los eventos políticos y militares se agregaron, entre 1814 y 1818,
desastrosas calamidades naturales. Todo comenzó con un verano de lluvias, inundaciones y extrañas
nevadas, que comprometieron las cosechas y redujeron al hambre a muchas familias. Con la carestía
se difundieron las epidemias de tifus y de viruela, que diezmaron el pueblo.
Para los loverenses más desafortunados casa Gerosa llegó a ser una esperanza. «Quien andaba a la
hora de comer la encontraba llena de pobres». Largas filas de personas desnutridas y debilitadas
bajaban a Lóvere, también de los valles, así que las calles estaban cubiertas de mendigos.
No obstante todo, los Gerosa, prudentes en la administración y buenos ahorristas, si bien reducidas,
tenían todavía posibilidades y a quienes sufrían el hambre no le escatimaban nada.
Pasaron también estas emergencias, que dejaron a las familias con profundas heridas. En tanto la
edad y las fatigas comenzaban a tocar la fibra robusta de los Gerosa, tres de los cuales, uno después
del otro, entre 1822 y 1824, murieron, después de haber perpetuado en sus últimas voluntades
aquella atención a los pobres que los loverenses siempre bendijeron, no obstante la sombra de
aquello que habían hecho con la cuñada.
En aquella grande casa no quedaba que la tía Bartolomea con su perpetuo protestar y las dos
sobrinas, decididamente intencionadas a hacer de la caridad su ideal de vida. Con mayor libertad
Catalina ahora se dirigía, decidida y furtiva en las calles y en los senderos desapareciendo detrás de
las casas, donde se escondían las necesidades; con amabilidad y discreción tomaba nota y luego…
llegaban las fajas para el recién nacido, el buen vino para el enfermo, la polenta para el hambre de
los hijos, la cama para el joven que crecía, el dinero para la deuda, la orden de un trabajo para un
artesano, la ayuda para abrir un negocio del cual se hacía cliente, lo necesario para construir una
familia y porque no?, también y sobre todo alguna lección de vida a quien recorría un camino
equivocado.
-Yo no estaré más, pero esta casa llegará a ser un santuario- solía repetir una pobre madre de familia
señalando una reja de la cual Catalina la llamaba con un gesto, para colocarle en el brazo un cesto
lleno de alimentos y algunas cosas más.
A menudo, en efecto, algunas pobres mujeres, con la bolsa de la harina en la cesta, se dirigían a
aquel umbral, estimuladas por el llanto de los hijos y con un cierto temor de osar mucho. Catalina,
que las miraba desde las rejas, las prevenía bondadosamente:
-No son capaces de pedir; comer es necesario, dejen aquí la bolsa.
Detrás de su generosidad estaban secretas historias de renuncias personales y sacrificios, pero lo
sabían sólo ella y el Crucifijo. Porque Catalina hacía inteligentemente desaparecer todo bajo un
discreto y agradable servicio, de verdadera señora de la caridad.

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Una amiga joven
En Lóvere no existía aún el oratorio femenino, tan recomendado en una carta pastoral por el obispo
de Brescia, monseñor Gabrio Nava. También don Rusticiano Barboglio advirtió la urgencia para la
juventud de su parroquia, pero eran necesario los medios y las personas.
Pensando, le pasó por la mente Catalina, que de jovencita ya se ocupaba. Anselma, la que aprendió
corte y confección, que venía de Castro, María, Luisa, otra María, jóvenes exuberantes de orientar
adecuadamente en la vida, frecuentaban a menudo la casa Gerosa para el almuerzo o para pequeñas
tareas, industrias de Catalina para sacarlas de los peligros de la calle; otras, ya bien orientadas,
como las Omio, las Bosio, las Gallini, se reunían periódicamente para rezar juntas, para estimularse
en el servicio a Dios.
-Además de todo- admite en fin don Barboglio, que tenía ojos y corazón de pastor- me convenzo
siempre más que el Señor tiene designios particulares sobre Catalina.
En fin, le parecía la persona justa. Encontrándola un día, le comunicó sus intenciones:
-Se trata simplemente, por ahora, de reunir las jóvenes el domingo, de rezar juntas, de ofrecerles
alguna diversión…
Dicho y hecho, Catalina abrió de par en par el portón de su casa y pronto las jovencitas del pueblo
corrieron a la galería, colmándola de voces de entusiasmo. Aquella fiesta de ir y venir no desagrada
ni siquiera a la tía Bartolomea, aunque si algún refunfuño debió manifestar. Al final no hacían otra
cosa que rezar, cantar y recrearse serenamente.
No pasó mucho tiempo que un día en el grupo apareció María Bartolomé Capitanio, una joven de
diecisiete años que apenas había dejado el colegio de las Clarisas, bien educada, fresca de estudios y
con experiencia de maestra. Habitaba con los padres y la hermana Camila en la cercana calle «delle
Beccarie», donde la familia tenía un negocio.
En los encuentros sucesivos Catalina comprendió que era emprendedora, valiente, deseosa de
hacerse santa y ser útil para el bien de la gente del pueblo. Era eso lo que ella deseaba: necesitaba
organizar el oratorio con una sede oportuna, con un reglamento, con verdaderas animadoras. Ella,
Catalina, no se sentía hecha para las cosas grandes!
Todo fue pronto combinado con el párroco y con su colaborador, don Angel Bosio. Y así, un
domingo, un grupo de jóvenes, que casa Gerosa no podía más contener, guiadas por María
Bartolomé alborotó el nuevo oratorio al lado de la iglesia parroquial de San Jorge.
Allí tenían para ellas una capilla renovada y arreglada por Catalina y Rosa, un reglamento con
precisos deberes, al cual pensó María Bartolomé, encuentros periódicos y hasta retiros y ejercicios
espirituales, sostenidos naturalmente de casa Gerosa. Un verdadero oratorio que formaba cristianas
y beneficiaba las familias.
En tanto Catalina miraba con creciente simpatía a esa joven amiga que, rica de dones y animada de
ardor apostólico, daba alas a su humilde iniciativa.
Y María Bartolomé admiraba la vida santa de Catalina, para ella que en el colegio, jugando a las
pajitas, prometió con decisión firme: «Quiero ser santa, gran santa, pronto santa». Le tocó en suerte
la pajita más larga y lo vio como un signo del Cielo.
Algunos años más tarde, las tres –las hermanas Gerosa y María Bartolomé- se encontraron
implicadas en otra actividad de bien, de la cual el pueblo tenía extrema necesidad. Había, a su
tiempo, dado el primer paso el tío Ambrogio, cediendo, en las disposiciones testamentarias, una
linda casa cerca Porta Seriana, con un terreno en torno y una preciosa vista al lago, para que fuese
utilizada como hospital. A sugerir aquella intención de dejarla fue Catalina. Y ahora parecía llegado
el momento de dar vida también a esa obra.
El edificio estaba, era necesario adaptarlo y proveer a los enseres; y Catalina lo sabía hacer muy
bien. De acuerdo con el ente de beneficencia, se encargó de seguir los trabajos. Apenas libre de las
tareas, llegaba al lugar: «veía los trabajos, ordenaba, proveía, vigilaba para que todo anduviese
bien». Finalizada la obra, llegaron las camas, la ropa de cama, las vajillas y también varias jóvenes
a dar una mano.
Así el 1° de noviembre de 1826 el hospital con dos salas y el altar en medio de esas estaba pronto
para la inauguración. Se ocuparía el médico titular con algunas enfermeras. Catalina desea confiar a

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María Bartolomé la misión de ecónoma y de directora y con ella compitió en los servicios de
asistencia. Limpiar, hacer las camas, socorrer, compartir los sufrimientos de cada persona era la
parte preferida de Catalina, que poco a poco sembraba palabras de aliento, de compasión y de fe,
porque –decía- es necesario llegar hasta lo íntimo del enfermo.
Algunos años más tarde tuvo que cuidar en casa la hermana Rosa que se enfermó gravemente. Con
un gran dolor en su corazón, apoyándose en palabras de fe y en afectos al Crucifijo, se prepararon al
sacrificio, que se consumó el 28 de noviembre de 1829, dejando solas, en la grande casa de los
Gerosa, Catalina y la tía Bartolomea.

Un rayo en un cielo sereno


La vida templó a Catalina a los sacrificios más duros, pero esa espina que de un tiempo le hería el
alma iba más allá de toda previsión. Y esta vez a turbar sus jornadas, ahora bien ordenadas con
momentos de oración y de dedicación al prójimo y finalmente un poco tranquilas, era su joven
amiga, María Bartolomé Capitanio.
Catalina no tenía grandes ambiciones: era suficiente el bien cotidiano que podía brindar en casa, a la
gente de Lóvere y de los pueblos de alrededor, estimulada por las tareas de familia. Y su edad no era
aquella de los grandes sueños…
-Debemos vivir escondidas, contentarnos de aquel poco que Dios quiere – se apresuró a responder a
María Bartolomé, apenas se dio cuenta que tenía en mente un proyecto extraño.
Pero, como si nada fuese, un día María Bartolomé se lo presentó por escrito, claramente,
escribiéndole así: «…Suspiro ardientemente el momento de estar unida a ti para obrar a gloria de
Dios y en favor del prójimo». La deseaba compañera en la fundación de un instituto que asegurase
un futuro a aquello que ya hacían. Una cosa en grande, según Catalina, que la sorprende como un
rayo en el sereno, turbándola profundamente.
Pero a crearle aún más inquietud fueron aquellas otras palabras, puestas allí como para cerrar toda
escapatoria: «Pongámonos en las manos del Señor, busquemos su voluntad… no pongamos
obstáculos a su obra; no deseo hacer cosas en grande, sino sólo la voluntad de Dios».
Que esté de por medio la voluntad de Dios, lo sostenía también don Angel Bosio, el director
espiritual de María Bartolomé. Catalina había siempre adorado las disposiciones de la Providencia y
era necesario aún adorarla… Ahora se sentía más que nunca «una pobre mujer, buena para nada»;
ella era una mujer del cotidiano, de la ferialidad. Por qué ir más allá?
Desolada, contó su repugnancia al Crucifijo en uno de las habituales citas en Santa María y, ante
este rostro en actitud de abandono al Padre, tuvo que abandonarse como siempre, sin comprender.
Por eso, cuando encontró María Bartolomé sólo balbuceó:
-Yo no estoy convencida de esto pero, si Dios lo quiere así, que se haga su voluntad.
Y aceptó todas las consecuencias de aquella nueva «crucifixión».
En el pueblo y entre los familiares aquel consenso parecía una locura que habría mandado en humo
todos sus bienes. Más que todos, naturalmente, se alarma la tía Bartolomea, que en aquella obra no
tenía ninguna confianza, si bien ella también escondía bajo aquel hacer tosco el ánimo caritativo de
los Gerosa.
Pero la joven María Bartolomé, que también tenía sus luchas, tenía alta la esperanza, aun en las
temerosas dificultades, que consideraba un signo de la bendición de Dios; a las amigas les decía que
veía el Instituto «caminar entre tantas espinas veloz y seguro». Fortalecida por don Bosio, se dedicó
a escribir un proyecto de la obra, a modo de «Promemoria».
De hecho, después de tanto ejercicio de paciencia, todo se aclaró: la tía consintió a la división de
bienes y se pudo así comprar una casa en las cercanías de Porta Seriana, junto al hospital. Requería
tareas de reparación y de readaptación porque la familia De Gaia, a la cual pertenecía, la había
dejado por largo tiempo descuidada y en el abandono, pero lo importante era comenzar.
-Todas las obras tienen un principio – decía María Bartolomé- y estoy contenta que sea bajo y
humilde… Catalina, toma coraje, piensa, habla, obra para que pronto se dé la cosa.

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Juntas en el Conventino
Para aquel «principio» Catalina y María Bartolomé se habían dado cita el amanecer del 21 de
noviembre de 1832 junto al altar de la Dolorosa en la iglesia parroquial de San Jorge, a aquella hora
casi desierta. Allí el párroco, don Rusticiano Barboglio, y don Angel Bosio celebraron una Misa
para ellas. Juntos se encaminaron a casa De Gaia –el Conventino-, donde María Bartolomé y
Catalina, arrodilladas ante la imagen de la Virgen, colocada entre dos velas sobre una cómoda,
prometieron a Dios de dedicarse enteramente al servicio del prójimo por su amor.
Había sólo pobreza en esos ambientes a los cuales les faltaban hasta los objetos más necesarios,
pero María Bartolomé se sentía «en la casa del Señor», feliz como una pascua, y no habría
cambiado aquel gozo por ninguna cosa del mundo. Para Catalina en cambio las dificultades no
habían terminado: luego tuvo que ir a su casa para asistir la tía, que se había enfermado, y para
organizar las tareas domésticas, reservándose alguna escapada al Conventino para dar una mano a
María Bartolomé, que tenía tanto trabajo.
Volvió definitivamente, después de unos quince días, con el único propósito de obedecer, trabajar y
servir, dejando a su joven compañera la dirección de la obra.
-Tú serás la superiora –le dice rápidamente-; tienes instrucción y capacidad, mientras yo fui
educada al lado de la chimenea.
-Tú tienes la sabiduría de la edad, la experiencia… - rebatía María Bartolomé.
Nace una competencia de humildad, agradable como una florecilla franciscano.
Para las dos llegaron pronto jornadas de trabajo: las comenzaban con la participación a la Misa en
San Jorge, luego era necesario atender a las huérfanas, enseñar en la escuela, visitar a los enfermos,
correr al oratorio; también estaban las tareas de la casa, la huerta de cultivar y estaban en acto los
trabajos de adaptación de la casa.
Sólo las sombras de la noche apagaban las voces y traían un poco de quietud al Conventino.
Catalina y María Bartolomé se recogían en torno a una vela, inclinadas sobre el libro de las reglas
que don Bosio les había procurado, eligiendo aquellas inspiradas de san Vicente de Pauli. Las
estudiaban porque querían dar una organización a sus vidas. Tenían entre sus manos también el
Promemoria», donde María Bartolomé había expresado con precisión sus intenciones: habrían
hecho todo lo posible para ayudar a las personas necesitadas, tomando como ejemplo y guía Jesús
Redentor, que en este mundo pasó haciendo el bien a todos y en fin aceptó morir en la cruz para
manifestar a los hombres cuanto Dios los ama.
Jesús Crucificado era también para Catalina «el gran libro de meditar e imitar»; la vida le había
enseñado a leerlo y a ponerse a su escuela. Solía repetir con verdadera convicción: «Quien sabe el
Crucifijo sabe todo».
En los programas se sentían bien las dos. El proyecto de vida era evangélicamente seguro: el resto
vendría poco a poco, siguiendo los pasos de la Providencia.
-Lentamente se va adelante y se espera de establecer pronto aquello que se desea –explicaba María
Bartolomé a las amigas, que estaban atentas a lo que sucedía, tal vez no del todo convencidas.
De hecho, no habían pasado ni siquiera dos meses y he aquí que se presentó una joven de Séllere,
Magdalena Giudici; quería sólo dar una mano en las tareas domésticas, visto que María Bartolomé y
Catalina no podían llegar a todo, pero pronto decide de quedarse con ellas como hermana.
Sobre aquello que nacía en el Conventino vigilaba con corazón de padre don Angel Bosio, que en
ese tiempo cumplía los pasos necesarios para obtener la aprobación reglamentaria del gobierno.
En tanto las jornadas de primavera hacían nacer el verde y las flores sobre las colinas situadas
detrás de la casa y la vivacidad de las alumnas en las aulas y en el patio. Todo sonreía y prometía
vida, cuando –era el 1° de abril de 1833- Catalina vio volver, después de una celebración en San
Jorge, María Bartolomé con el rostro pálido, con las piernas que no la sostenían. Estaba mal: debía
ir a la cama, someterse a curas enérgicas entre la premura afectuosa y el desaliento de las
compañeras, que no cesaban de suplicar al Señor por su salud, pero sentían morir cada día en sí un
poco de esperanza.
Las dos –Catalina y María Bartolomé- tuvieron tanto coraje y tanta fe de firmar, allí sobre ese lecho,
el acta de fundación del Instituto para presentar a la autoridad civil. A María Bartolomé le quedaba

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un poco más de un mes de vida, ni siquiera el tiempo necesario para conocer la respuesta favorable.
Se apagaba el 26 de julio de aquel mismo año con la serenidad y la confianza de los santos, pero
dejando en un gran dolor las compañeras, los familiares y todo el pueblo.
Vamos adelante
En esos días los loverenses no podían quitarse de la mente el pensamiento del Conventino. De todos
los puntos del pueblo se podía divisar la «torre» medieval que parecía indicarlo desde el alto de la
colina. Miraban allá y se miraban entre ellos con mudos interrogativos.
Ahora mayor es el desconsuelo en casa De Gaia: Magdalena se preparaba a hacer las valijas y
también Catalina había decidido volver sobre sus pasos y a sus costumbres. Pero no eran del mismo
parecer los sacerdotes, que reprendieron aquella falta de confianza en la providencia de Dios.
-Por qué tener en cuenta sólo la propia impotencia? No es mejor confiar en la ayuda del Señor, que
con tantos signos hizo entender que es su obra? –les dijo con tono firme.
Eso fue suficiente para que Catalina se humillase profundamente y, entre lágrimas, ofreciese su
disponibilidad.
-No comprendo, no veo…, hará Dios. Yo estoy aquí, hagan de mí lo que quieran…, también lo mío
está en sus manos.
Encontró la fuerza para alentar a Magdalena que estaba desconsolada.
-Dios- le decía advirtiendo ya en sí una nueva energía.- ha quitado aquella que era nuestra
esperanza, porque Él quiere ser el autor de la obra… Adelante con confianza y dejemos hacer a Él.
El Conventino reabrió las puertas y la vida retornó con todas las iniciativas comenzadas por María
Bartolomé. En las tareas domésticas y en los negocios, con las huérfanas y con lo enfermos Catalina
sabía desempeñarse muy bien, ayudada por Magdalena; la escuela, en cambio, fue confiada a María
Gallini, una joven de diecisiete años educada en las Clarisas.
La vida santa de Catalina era como el fermento de todas las actividades y sin saberlo atraía las
almas «como un imán». Poco a poco, algunas jóvenes atravesaron el umbral del Conventino para
quedarse: Clara Colombo, Margarita Rivellini, la misma maestra María Gallini, Francisca Rosa…Y
la cadena no se cerró más.
Catalina sabía reconocer rápidamente aquellas que eran aptas; comprendía si estaban dispuestas a
«estudiar el Crucifijo» para aprender de Él a ser humildes y llena de amor; las acogía con un
«bienvenidas en nuestra casa». Observaba en cambio un poco perpleja aquellas que se presentaban
con el sombrero, en lugar del pañuelo, o que se mostraban «muy señoriles» justificándose
humildemente:
-Nosotras somos pobres mujeres, ustedes no son aptas para nosotras.
Así aquello que María Bartolomé había sólo entrevisto comenzaba a tomar forma: habían venido las
compañeras que ella le había pedido al Señor, fue inaugurada la capilla por ella soñada, se introdujo
la observancia de la regla y, para el tercer aniversario de la fundación, estaba pronto el hábito
religioso. De verdad, costó mucho a Catalina renunciar a su pañuelo negro y a su delantal
doméstico; le parecía –decía- de «ponerse como una señora» con el nuevo hábito, pero luego
obedeció.
Se deseó elegir la superiora con una regular elección y naturalmente fue confirmada Catalina, la
cual en un papel escribió: «Nombro y elijo cada una de mis hijas como superiora, porque las
considero a todas capaces, excepto yo».
A tener vivo el espíritu que María Bartolomé deseaba imprimir a su Instituto la ayudaba don Bosio,
entreteniendo la comunidad con periódicas conferencias.
-Me gusta poderles hablar…tanto me interesa que aprendan bien el espíritu del Instituto –decía a
comenzar el encuentro-: las cosas que tengo que decirles son tantas, pero es suficiente que
practiquen una y bien: seguir a Jesucristo, nuestro maestro y modelo.
El Conventino deseaba caminar sobre esas huellas.

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Otras llamadas
Mientras la comunidad deseaba iniciarse a una cierta regularidad de vida, llegaba, en el verano de
1836, una epidemia de cólera. La gente del pueblo sentían temor, porque los casos se multiplicaban.
Catalina, siempre atenta a las necesidades de su gente, comprendió que esa era la hora de dar prueba
de caridad a la cual la pequeña comunidad se había dedicado. Reunió a sus cinco compañeras, hizo
con ellas una lectura evangélica de aquella emergencia y comunicó su decisión, sin obligar a
ninguna de seguirla.
-El Señor -dijo- ahora se presenta bajo la forma de un coleroso. Si alguna se siente de asistirlo,
vaya… En cuanto a mí, el deber y el amor por ellos me llama.
Y pronto se pone a la obra: mandó las jóvenes a sus casas, puso en otro lugar los enfermos y en el
hospital acogió los enfermos de cólera, que de hecho asistió como a «verdaderas imágenes del
amabilísimo Redentor». Muy conmovido por tanto corazón y tanta fe quedó el grupo de la comuna,
vivamente agradecidos por su disponibilidad.
Obviamente las demás corrieron detrás de la superiora.
-Al verla –confió Magdalena- me vinieron las alas en los pies, si bien tenía un poco de miedo por la
enfermedad.
Catalina, las vigilaba para que usasen todas las precauciones necesarias y se alternasen en las
fatigas: eran jóvenes y una vez en la brecha no sabían medirse!
Fueron todas preservadas del contagio y, pasada la emergencia, aun los más desconfiados en las
cosas de religión se preguntaban de dónde ellas podían sacar tanta generosidad.
No sólo, sino que de los pueblos y las ciudades de alrededor fue como si al Conventino se hubiese
encendido un faro. Autoridades civiles y eclesiásticas, a las cuales llegó el eco de aquella
dedicación, comenzaron a apuntar allí sus pensamientos, debiendo proveer a los niños que habían
quedado huérfanos durante la epidemia y a las jóvenes abandonadas.
En poco tiempo e inesperadamente, en efecto, don Bosio se encontró sobre su mesa de trabajo los
primeros pedidos de hermanas de parte de don Carlos Botta de Bérgamo y del canónigo Santiago
Correggio de Treviglio, comprometidos en hacer frente a las nuevas necesidades.
El problema era como comunicar a Catalina aquellas nuevas perspectivas de vida para el
Conventino, tanto se sabía lejos de suponerlas y reacia a hacer conocer el bien que se obraba. El
párroco y don Angel tentaron con mucho tacto de hacerle una insinuación, sólo para probar el
terreno. Pero ella comprendió al vuelo y, casi con pánico, expresó su perplejidad: «No era aquella
su intención… si lo hubiese sabido… su lugar y el de sus hijas era Lóvere… aquí las ocupaciones
son suficientes… la cosa no podía tener buen efecto… no se habla más».
De por medio, esta vez, estaba su responsabilidad en confronto a las compañeras, que no se habrían
jamás alejado de ella y no se habrían expuesto a situaciones imprevisibles y riesgosas. La dejaron
con sus pensamientos, respetando su silencio, que duró algunos meses.
Finalmente –pero fueron necesarias varias ocasiones ante el Crucifijo y un signo estimulante del
obispo de Brescia por ella consultado- llegó a decir:
-Si Dios lo quiere así, que se haga su santa voluntad.
Comprendió que en fondo en fondo aquella imprevisible apertura de horizontes era de verdad la
bendición que María Bartolomé había esperado.
-Ella era un águila! –admite humildemente.
Se retiró resignada en su habitación, tomó la pluma y escribió: «Mi adorable Salvador, deseo sacar
de vuestro Corazón y esculpir en el mío estos sentimientos. Bien lejos de dejarme vencer de mis
repugnancias en esta santa obra, yo me dedico a ella con renovado ardor. No tendré otro fin en mis
obras que tú y trataré de servirte con fidelidad. Los más pobres serán de modo especial el objeto de
mis atenciones y te reconoceré en cada uno de los pobres y afligidos. Seré feliz si podré terminar mi
camino en este santo ejercicio».
Dobló el papel y lo colocó en el libro de las oraciones para tenerlo siempre presente. Era volver a
donarse a la obra, el sello de su empeño a hacer florecer así como su compañera lo intuyó,
acogiendo también aquella, para ella impensable, perspectiva de futuro: un instituto para todo
tiempo y para todo lugar.

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De hecho, el 21 de mayo de 1837 comenzó el éxodo del Conventino con dos hermanas y dos
jóvenes aspirantes, enviadas al instituto Santa Clara en Bérgamo, a los niños de la escuela;
seguidamente otras se establecieron en el hogar de las jóvenes en peligro, también en Bérgamo, y en
el orfanato de Treviglio. «Tienen un gran campo para cultivar –les escribió Catalina- Con qué
voluntad iría a compartir con ustedes las fatigas».
Las fatigas, en realidad, estaban presentes en aquellos inicios siempre muy pobres. El trabajo era
tanto y tanta también el hambre que ellas hábilmente silenciaban con igual alegría.
-Cuánta comida para tan poco pan! –era el espontáneo exclamar de una de ellas viendo sobre el
plato sólo un poco de apio.
Y para la noche era suficiente un pedazo de vela colocado en medio de la mesa para corregir los
deberes y preparar las tareas para el día después. Pero por esa dedicación y sacrificios los niños
tenían una escuela, las huérfanas una casa y las jóvenes una orientación en la vida, los enfermos,
cuidados y alivio.
En tanto, como un árbol joven, el Instituto continuaba a ramificarse, además que en la provincia de
Bérgamo, también en aquellas de Milán, de Brescia, de Cremona, llamado por tantas voces de
necesidad a testimoniar con el servicio la caridad del Redentor.
Las partidas para las misiones se hacían siempre más frecuentes, pero junto crecían las filas de las
jóvenes que deseaban ser compañeras de las primeras. Y también de esto se asombraba Catalina,
que no habría jamás permitido prevenir la Providencia porque –decía- «es el Señor el dueño de los
corazones. Es El que los toca y los llama. La obra es suya y sabe aquello que está bien. Dejémoslo
hacer a Él».

Un nombre nuevo
El 14 de setiembre de 1841 se anunciaba como un gran día para el Conventino. A la mañana
temprano por las calles de Lóvere se movía la gente que venía de distintos pueblos vecinos. Las
campanas hacían concierto y la iglesia parroquial de San Jorge estaba arreglada como para las
grandes celebraciones.
El evento era en realidad insólito en el pueblo. Se trataba de la inauguración oficial del Instituto,
que había finalmente obtenido el reconocimiento pontificio. Estaba el obispo de Brescia, Mons.
Carlos Domingo Ferrari, y el delegado provincial de Bérgamo, y habían sido preparados varios
discursos para ilustrar la circunstancia.
La naturaleza sobre el escenario de fondo del Conventino vestía los colores solemnes del otoño, y
dignas en su uniforme eran las nueve religiosas que, seguidas por seis novicias y por nueve
postulantes, descendían hacia la iglesia parroquial, procediendo –precisan las crónicas- modestas y
alegres, con paso humilde y decidido, como eran los sentimientos de sus corazones. El punto
culminante de la ceremonia fue la profesión religiosa de las nueve hermanas, que recibieron
asimismo un nuevo nombre. Catalina toma el nombre de hermana Vicenta y fue confirmada en su
misión de superiora, si bien habría intentado de dar un paso atrás, de dejar a otras esa
responsabilidad.
-Soy vieja -se justificaba-; no soy buena para otra cosa que para estropear la obra de Dios. Haré
cuanto pueda, ayudaré, estimularé, como súbdita.
Aquella confirmación –recordaba una de ellas- fue la única espina de esa linda jornada. Pero luego
cantó con las demás el Te Deum, mientras, procesionalmente, volvían al Conventino y la gente se
agregaba detrás de ellas, con gran conmoción. De lágrimas –narran las crónicas- brillaban en
particular los ojos de quien tenía entre ellas la hija, la hermana, la pariente.
Con aquel acto el Conventino hizo claramente conocer su identidad de nueva familia religiosa en la
Iglesia y todos podían constatar que el espíritu emprendedor y valiente de María Bartolomé pasaba
siempre más en sor Vicenta, amalgamándose bien con su humilde sentir.
Pero desde allá María Bartolomé parecía divertirse a jugar a una picardía. Ella, en efecto, en ese
tiempo se hizo conocer aun en el Tirol austríaco por medio de su biografía que llegó hasta allí quien
sabe cómo y traducida hasta en alemán. Así no sólo dirigió a Lóvere las nuevas compañeras, sino

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que había suscitado también el deseo de la presencia de las hermanas en aquella diócesis. En poco
tiempo, ellas se hicieron presente en los hospitales de Rovereto, de Arco y de Trento.
Luego las voces de las necesidades se hicieron sentir desde el Véneto y las hermanas, solícitas,
llegaron a Legnago y a Rovigo.
Se continuaba a golpear al Conventino, y a veces al portón se presentaban eminentes personajes que
deseaban ver la superiora, de la cual habían sentido hablar con gran admiración. A menudo la
encontraban, con delantal y zuecos, en la huerta a sacar los yuyos, o a la pileta a enjuagar la ropa, o
a picar la leña, a pintar una puerta, hasta a lavar las papas en la nieve, cuando el agua era escasa. El
vicerey Ranieri, que vino con su corte, la vio aparecer con un delantal lleno de pedazos de vasijas
rotas.
-He aquí la vieja- decía, sin preocuparse de sacarse el delantal, a quien insistía verla-; cuando vio
una vieja vio todo.
Y aquellos, más que maravillarse de una extraña acogida, volvían convencidos de haber encontrado
una santa. Evidentemente ella trataba de desviar esa atención que veía crearse en torno a su persona.
-Con fundamento de tanta humildad el Instituto no podrá morir –exclamó Mons. Santiago
Freinadimetz, vicario general de la diócesis de Trento, notando sus modos humildes durante una
conversación con ella.
El Instituto, de hecho, producía doquiera frutos de bien y sor Vicenta, a la cual le llegaba noticia, se
ponía contenta, concluyendo siempre con prontitud y con tanta convicción:
-Es la mano de Dios que hace todo. Nosotros somos pobres mujeres.

En santa compañía
Sor Vicenta gozaba de aquel servicio al prójimo que las hermanas prestaban y todavía el
pensamiento de aquellas «hijas lejanas» de Lóvere, a contacto con tantas miserias, entre continuas
fatigas, a veces expuestas a los peligros, no la dejaba tranquila.
-Si pudiese estar con ellas sería menor mi pena – repetía.
Entonces pensó llamarlas a turno, por algunos días al Conventino, entre agosto y setiembre, cuando
era más fácil alejarse de los servicios. Y ellas venían, contentas a estar un tiempo con la superiora,
que las acogía abriendo los brazos y el corazón y creando un clima de alegría en toda la casa. Y
después se iban con ella a recrearse serenamente, a contarse las experiencias, a aconsejarse, a
compartir las pequeñas sorpresas que ella preparaba para reanimarlas.
Era lindo porque llegaba don Bosio, que les daba la bienvenida con tanta conmoción.
-Finalmente han vuelto a vuestra casa para reposarse; es justo, muy justo, después de tantas fatigas a
causa de la caridad. El corazón desearía verlas frecuente…, pero por ahora están aquí…
Y el discurso terminaba indefectiblemente en la famosa «predicación del baúl». Llamaba así aquel
equipaje espiritual, que cada una se había llevado consigo cuando dejó el Conventino y que en
aquellas jornadas era cuanto más oportuno revisar, para remover, si se había depositado, el polvo de
la dejadez y reavivar el entusiasmo de la consagración y del servicio. Hablando con confianza y con
corazón de padre, las ayudaba a hacer un balance, porque le interesaba que en la misión estuvieran
animadas del verdadero espíritu del Instituto.
En todas la conmoción se manifestaba cuando llegaba el momento de partir. Sor Vicenta parecía no
estar tranquila: se preguntaba si había intuido las necesidades de cada una y abría los armarios, si
necesitaban alguna cosa, en tanto las consolaba, les daba sus últimos consejos, las estimulaba.
Y, si bien los viajes le costaban y la salud se hacía siempre más frágil, no dejaba de ir a visitarlas en
sus comunidades, llegando hasta en el Tirol: a Arco, a Rovereto, a Trento, y por doquier se renovaba
en la recíproca acogida la fiesta del corazón La suya era una santa y humanísima compañía que
reafirmaba, sostenía, dejaba en la paz y en el fervor.
Justamente se dice de ella que estaba siempre en todo movida por la caridad. Durante aquellos
viajes le sucedió de repetir a la letra los gestos del buen samaritano, cuando encontró al lado del
camino, entre Treviglio y Bérgamo, un hombre caído de la carreta, sin ayuda.

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Otra vez le tocó a ella y a las hermanas que la acompañaban encontrarse a tierra a causa de un
caballo desbocado. Socorridas por un campesino, que las había visto desde su campo, por un
milagro salvaron sus vidas.
Las dificultades no la atemorizaban si en medio estaba el bien de los demás y ni siquiera se dejaba
abatir por las contrariedades. Su fe en la Providencia era tal que, cuando le sucedían solía «fregarse
las manos»; luego iba decidida a sonar la campana del convento para que todas corrieran en la
iglesia a cantar el Te Deum.
-Debemos siempre agradecer al Señor –explicaba a quien consideraba rara la cosa.
Pero todas sabían muy bien, como los santos, ella veía más allá: la mano de Dios provee y
beneficia siempre y por doquier.

Déjenme ir
Llegó cargados de compromisos el año 1847, estando en curso varios trámites para las nuevas
fundaciones. Entre éstas la casa en calle San Bernardino en Bérgamo, en la cual, bajo la guía sagaz
y dinámica de sor Anunciada Carminati, florecieron poco a poco varias obras y entre ellas un
noviciado.
-Carminati, Carminati- insistió en confiarle la obra sor Vicenta-, le recomiendo la pobreza, si no la
casa no durará.
Comenzaron con pedir prestado una olla para el primer almuerzo.
Sor Vicenta ve luego partir las hermanas al orfanato de Romano Lombardo, pero esta vez desde el
lecho a la cual la obligaron los achaques que desde hacía un tiempo sentía. Tenía también los pies
hinchados.
-He aquí las señales- dice intuyendo la gravedad de su estado de salud-; si ahora Dios me quiere
consigo, estoy contenta.
Por lo tanto pensó a ordenar las cosas materiales para no dejar dificultades a las hermanas y confió
la dirección de la casa a sor Crocifissa Rivellini, maestra de novicias, que estimaba por sus
capacidades y por su buen espíritu. La habría deseado un poco menos severa. Por eso, llamándola
un día, le lee algunas recomendaciones sobre el modo de relacionarse con las hermanas, que ella
había preparado con atención en una hoja: una verdadera pedagogía de la caridad, basada sobre la
comprensión, la amabilidad, el respeto recíproco, los métodos de dirección personalizados, la
atención a la edad, a las necesidades…, un vademecum precioso, que conmueve a sor Crocifissa.
Todas las hermanas que se encontraban lejos habrían deseado estar, aunque sea por un momento, en
esa habitación para recibir de ella una palabra, una bendición; le hicieron saber que deseaban por lo
menos algunos «recuerdos» para grabar en el corazón. Sor Vicenta las hizo felices y comenzó
recordándoles el mandamiento del amor: «Ámense recíprocamente, compadézcanse las unas a las
otras, y tendrán la bendición de Dios»; y los concluye así: «El Señor les conceda la gracia de
emplear bien el tiempo de vuestra vida para poder un día todas juntas alabarlo en el Cielo».
Si bien reacia, dispensó «recuerdos» también a otras personas que la visitaban y que insistían en
pedírselos.
-Recuerden predicar Jesucristo y no-don Pablo- recomendó a un sacerdote por ella ayudado en
particular.
Y al delegado provincial:
-Sea siempre un justo y caritativo magistrado!
Uno de esos días la enfermera, sor Catalina Bianchi, se sintió dirigir una extraña pregunta:
-Las hermanas están todas almorzando?
-Sí, no se ve ninguna alrededor.
-Ahora le pido por favor de traerme aquí sor María Zoja.
Esto lo hizo rápidamente porque la hermana, de apenas veinticinco años, gravemente enferma,
estaba reducida a un poco de huesos. Se miraron con un rayo de alegría en los ojos, luego se
estableció un diálogo dulcísimo, que, a decir de sor Catalina, habría enternecido hasta las piedras.
Hablaban del Cielo y se estimulaban a sufrir voluntariamente. En fin sor María le pide la bendición
y al despedirla la superiora susurró:

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-Te toca a ti ir primera al Cielo; adiós, sor María, de aquí a ocho días tal vez estaremos muertas las
dos.
Luego, siguiendo solo aquel pensamiento, sor Vicenta deseó que se cree un clima de fiesta en la
habitación; pidió la Unción de los enfermos y el Viático y transcurrió los días que le quedaban en un
gran recogimiento, balbuceando oraciones.
Llegó así la mañana del 29 de junio. Recibida la Eucaristía, pedida con insistencia, parecía
adormecerse, cuando se oyó exclamar:
-Déjenme ir, déjenme ir!
-Dónde? –le preguntaron.
-Al Cielo, al Cielo!
Luego tomó fuertemente el Crucifijo, fijando sobre él la mirada y el corazón, y pronunciando los
nombres de Jesús, María, José expiró. Eran las diez y la Iglesia celebraba la solemnidad de los
santos Pedro y Pablo. Sor María la precedió de tres horas y se estaba efectivamente cumpliendo los
ocho días de aquel afortunado encuentro.
Con las lágrimas en los ojos, sor Crocifissa tomó rápidamente la pluma para dar el anuncio a las
demás comunidades: «…La santa piedra fundamental del Instituto no está más, pero más de una vez
nos aseguró que desde el Cielo habría rezado por todas y que el Señor nos acompañará siempre si
entre nosotras reinará la caridad y la armonía…». Se fue dejándoles la herencia del delantal y de los
zuecos, de los cuales se complacía, signos de su humilde, apasionado servir.
Al portón del Conventino se formó rápidamente un ir y venir incesante de gente que quería verla,
confiarle aún alguna pena, llorarla, porque –decían- era como «si hubiese muerto la mamá de
todos».

Después de ella
Habían dejado este mundo María Bartolomé y Vicenta prometiendo que desde el Cielo habrían
vigilado sobre el Instituto más que antes.
La Providencia de Dios acompañó, de hecho, su camino abriendo siempre nuevas sendas a su
misión de caridad entre los niños, los jóvenes, los enfermos, los ancianos, los más pobres y
abandonados.
En 1860 las hermanas fueron llamadas en el Bengala (India) y desde ese momento no existieron
más confines para su misión. Actualmente el Instituto tiene carácter internacional y está presente,
además que en Italia, en otras naciones europeas (España, Inglaterra, Rumania), en Asia (India,
Bangladesh, Myammar, Japón, Israel, Nepal, Turquía), en América (Argentina, Brasil, Perú,
Uruguay, California), en Africa (Zambia, Zimbabwe, Egipto).
Fieles a sus orígenes, las hermanas se comprometen a seguir «los ejemplos dejados de Jesús
Redentor», siendo testimonios y signos de su caridad operativa y oblativa en la consagración a Él en
el servicio por el bien del prójimo más necesitados.
Nacidas como Hermanas de caridad, tuvieron también la denominación popular de Hermanas de la
Virgen Niña, luego del don de una imagen, ahora en el santuario anexo a la casa general de Milán
en calle Santa Sofía.
Don Angel Bosio, que acompañó con el consejo y con la obra los primeros treinta años de vida del
Instituto, tuvo la gran consolación de ver iniciados los procesos para la canonización de María
Bartolomé y Vicenta.
Estas dos pioneras fueron declaradas santas, juntas, por el papa Pío XII el 18 de mayo de 1950. En
ellas la Iglesia propone un modelo de santidad siempre actual y posible a todos aquellos que tienen
en el corazón la pasión por la caridad, según el mandamiento y el ejemplo del Señor.
«Va y haz tú lo mismo» (Lc 10, 37).

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Oración

Santa Vicenta,
tú recibiste en la pura fe y
en el abandono completo al querer divino,
la misión que te ha unido a María Bartolomé.
Ayúdanos a despojar nuestra fe
de todo racionalismo
para adquirir esa inteligencia de amor,
esa fuerza de intuición y de laboriosidad,
ese sentido de lo divino
que nacen de un corazón proyectado con confianza
en el misterio simple e infinito de Dios.
Acompáñanos en los momentos difíciles,
tú, la gran obediente que Dios ha exaltado. Amén.

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