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LA COMUNIDAD COMO SUEÑO Y AÑORANZA

Lo orgánico y lo inorgánico en la representación de la sociedad

Manuel Delgado

1. La nostalgia de lo orgánico

Cualquier invocación del concepto comunidad exige verse acompañado,


casi como en un protolo, con la consecuente aclaración acerca de qué estamos
entendiendo por tal cosa. No es lo mismo emplear el concepto cuando se está
hablando, por ejemplo, de la “comunidad internacional”, usando lo que no deja
de ser un mero eufemismo alusivo a las consecuencias políticas de los grandes
procesos de mundialización, que hacerlo para referirse al conjunto de
profesionales comprometidos en ciertas técnicas de conocimiento como
“comunidad científica” o a los hablantes de un mismo idioma como “comunidad
lingüística”. En otro plano, lo común, puede entenderse como lo que es de
todos, lo que es accesible a todos, lo que todos comparten, en lo que todos
coincicen... Pero eso tampoco aclara mucho las cosas. Todos los trabajos
reunidos en una compilación reciente sobre la gestión comunal de recursos se
veían obligados a reconocer lo polémico que resultaba interpretar que se
quería decir con “propiedad” u “organización comunal”, tanto a nivel emic como
étic.1 Otro ejemplo nos lo brinda el malentendido que ha propiciado la
traducción automática del concepto inglés community, alusivo a una unidad
social localizada regulada democráticamente a partir del respeto a normas
sagradas y tradicionales –y en cuya génesis e implicaciones me detendré
enseguida– y lo que los antropólogos españoles llaman “estudio de
comunidad”, que no es sino el trabajo etnográfico en una comunidad local, es
decir en lo que sencillamente deberíamos llamar un pueblo. 2
Con todo, en ciencias sociales menos, el valor teórico comunidad no
puede negar su génesis en una figura formalizada por la sociología alemana
del XIX bajo el nombre de Gemeinschaft y cuya invención corresponde a
Ferdinand Tönnies, en su libro Gemeinschaft und Gesellschaft, aparecido en
1887 y traducido habitualmente como Comunidad y asociación.3 Como se
sabe, la Gemeinschaft o “comunidad” se asocia en Tönnies a un tipo de
organización social inspirada en el modelo de los lazos familiares,
fundamentada en posiciones sociales heredadas y objetivables y en relaciones
personales de intimidad y confianza, vínculos corporativos, relaciones de
intercambio, sistema divino de sanciones, etc. Tönnies oponía la Gemeinschaft
a otra noción, la de Gesellschaft o “asociación”, relativa a un tipo ideal de
sociedad fundada en relaciones impersonales entre desconocidos, vínculos
independientes, relaciones contractuales, sistema de sanciones seculares, etc.
Suele aceptarse que la inspiración directa para elaborar su teoría la encontró
1
Marie Noelle Chamoux y Jesús Contreras, eds., La gestión comunal de recursos. Economía y poder en las
sociedades locales de España y América Latina, Icaria/Institut Català d’Antropologia, Barcelona, 1996.
2
Lo ha notado acertadamente Oriol Prunés es “Dos versiones antagónicas de un pueblo andaluz:: de
Julian Pitt-Rivers a Ginés Serrán Pagán”, Demófilo, 33/34 (2000), pp. 65-85
3
Cf.. M. Moreno Arcas, “Ferdinand Toennies. Ell conflicto entre comunidad y sociedad”, Ethnica, 10
(1975), pp. 85-98.

1
Tönnies en la obra Ancient Law, de Henry Maine (1861), en gran medida
centrada en el paso de una sociedad basada en el parentesco, la agregación
de familias y la propiedad conjunta a otra centrada en el contrato y los
derechos individuales. Esa distinción la encontramos en el Manifiesto
comunista, de Marx y Engels, por mucho que ya hubiera sido sugerida antes
por Ferguson y Millar a finales del XVIII.
La Gemeinschaft es esa sociedad imaginada como natural, que se
caracteriza por el papel central que en ella juega el parentesco y la vecindad,
sus miembros se conocen y confían mutuamente entre sí, comparten vida
cotidiana y trabajo y desarrollan su actividad teniendo como fondo un paisaje al
que aman. La existencia de la Gemeinschaft se asocia íntimamente con un
territorio con delimitaciones claras, cuyos habitantes “naturales” ordenan sus
experiencias a partir de valores divinamente inspirados y/o legitimados por la
tradición y la historia. Todo en la noción de Gemeinschaft parece responder a
la evocación nostálgica de un tipo de vinculación social basada en la verdad,
una manera de convivialidad anterior, que tendría como presupuesto la
voluntad esencial de sus componentes (Wesenwille), cohesionados por una
experiencia común del pasado y organizando unitariamente su conciencia. Esa
sociedad otorga un papel principal a lo sentimientos. En cambio, la Gesellschaft
se funda en la voluntad arbitraria de sus miembros (Kürwillle). Estos comparten
más el futuro que el pasado, subordinan los sentimientos a la razón, calculan
medios y fines y actúan en función de ellos. En Tönnies el modelo de la primera
es la solidaridad que se da entre un organismo vivo y sus funciones. El de la
segunda es la máquina, el agregado mecánico, el artilugio construido. La
Gemeinschaft “es la vida orgánica y real”, mientras que la Gesellschaft
responde a “una estructura imaginaria y mecánica”.4 En esa oposición apenas
se disimula la añoranza por un universo social marcado por el emotivismo y la
autencididad relacional que el mal du siécle romántico experimenta como
enajenados casi por completo. Esa comunidad perdida –se sostiene– apenas
sobrevive en ciertas comunidades campesinas o en sociedades todavía no
contaminadas por una civilización occidental el contacto con la cual habría de
traer el triunfo ya irrevocable de la incomunicación estructural y el egoísmo y en
la que todos, sin excepción, nos vemos abocados a convertirnos en
comerciantes.
Esa forma de entender la comunidad como Gemeinschaft no puede
entenderse al margen del contexto en que es concebida por Tönnies y del tipo
de herencia inequívocamente romántica responde. Estamos ante las
consecuencias del “desgarramiento” o Entzweiung que experimentan Hölderin,
Schelling o Hegel. Lúckas ya remarca cómo Tönnies elabora toda su teoría
sobre la comunidad a partir de una concepción fatal del capitalismo, etapa
histórica lamentable a la que acaban desembocando todas las sociedades,
luego de haber renunciado a la congregación afectual que habían sido . De
hecho, según Lúckacs, la idea de comunidad en Tönnies reúne “todo lo
precapitalista, en la glorificación de los estados “orgánicos” primitivos y, al
mismo tiempo, contra la acción mecanizadora y anticultural del capitalismo”.5 El
autor húngaro no deja de subrayar la naturaleza reaccionaria de ese
anticapitalismo romántico, que opone la sociedad industrial al pueblo y a la vida
y que airea un concepto de organicidad que veremos luego reaparecer en los
4
Ferdinand Tönnies, Comunitat i associació, Edicions 62/La Caixa, Barcelona, 1984, p. 33-35.
5
George Lúckaks, El asalto a la razón, Grijalbo, Madrid.

2
movimientos fascistas europeos. Porque, en efecto, lo que resulta definitorio de
la Gemeinschaft es su organicidad, tal y como el propio Tönnies reconoce a la
hora de sintetizar su concepto de comunidad: “Allí donde los seres humanos
estén relacionados por voluntad propia de una manera orgánica y se afirmen
entre ellos, encontraremos una u otra forma de comunidad”.6
La disolución de ese comunalismo emotivista es precisamente lo que
singulariza el proceso de industrialización y urbanización que conduce a la
Gesellschaft. Ese proceso es, para Tönnies, ruptura o debilitamiento creciente
de los lazos cálidos y espontáneos e hipertrofia de los sentimientos, embotados
por la experiencia frenética de las ciudades. Esa visión, que ya habíamos
encontrado en el degeneracionismo romántico de Chautebriand, de Bonald o
de Maistre, es el que luego Weber identificará en su teoría sobre las dinámicas
de racionalización y desencantamiento del mundo, que supondrán a la postre el
triunfo de la famosa “jaula de hierro” que aparece profetizada en su Ética
protestante. A su vez, la comunidad tönniesiana no deja de ser la formalización
teórica que la recién inventada sociología hace de la vieja comunidad utópica
que encontramos a lo largo de la historia de las ideas escatológicas y
quiliásmicas, tan centrales en los reformismos radicales cristianos que acaban
triunfando en Europa a partir del siglo XVI y que se plantea en todos los casos
como objetivo la restauración de una forma de organización social que existió
antes de la caída civilizatoria y a la que la maldad de los tiempos impide
regresar.
No resulta de una casualidad que esa oposición que tipifica dos modelos
sociales, uno anterior, otro propio a la sociedad capitalista, sea tan central a las
preocupaciones de la Escuela de Chicago, cerca de la cual –y de la mano de
Robert Redfield y su contraste sociedad folk/sociedad urbana– aparecerá una
nueva versión de esa misma oposición entre una convivencia humana basada
en principios que se presentan como simples, verdaderos y naturales, y otra del
todo artificial, compleja, insolidaria, definida por la incapacidad de sus
miembros en orden a guiarse por algo que no fuera el interés personal.
Dirigiendo su mirada a las sociedades de origen de los inmigrantes, los teóricos
de Chicago quisieron ver en ellas la vigencia en otros sitios de ese modelo
integrado y pacífico de sociedad a pequeña escala, en que podía encontrarse
todo lo que la sociedad urbana no podía ofrecer: una convivencia en que se
respetaba el pasado, cuyos componentes se sentían vinculados a través de
poderosos sentimientos de pertenencia identitaria, y, sobre todo, una sociedad
consecuente consigo misma, en que cada lugar estructural era coherente con
todos los demás y con su visión del universo y en la que cualquier amenaza
para esa congruencia al tiempo social y cósmica era rápidamente neutralizada.
Alimentando esa preocupación estaba, por supuesto, Tönnies y su
pareja de conceptos opuestos Gemeinschaft/Gesellschat, pero también la
noción romántica de cultura que Franz Boas –en quién en tantos sentidos se
inspiraron los chicaguianos– había colocado en el centro de sus aportes
teóricos, a partir de su deuda con la escuela historicista alemana y, en
concreto, con Wilheim Dulthey y los neokantianos. La cultura sería
precisamente ese cemento que daría solidez a grupos humanos presupuestos
como unidades discretas, exentas e inmanentes, fuente de congruencia que les
permite autoidentificarse y dotarse de límites cosmovisionales hasta cierto
punto inconmesurables.
6
Tönnies, op. cit., p. 45. El subrayado es mío.

3
Otro factor ideológico va a ser no menos fundamental para comprender
la asunción por parte de la Escuela de Chicago de ese concepto romántico de
comunidad, como lo opuesto a un mundo moderno en que, parafraseando a
Marx y Engels, todo lo sólido se había desvanecido en el aire. Me refiero a la
fuerte influencia que los chicaguianos reciben de una determinada sensibilidad
social del protestantismo reformador norteamericano. Unas ciencias sociales
que, como las postuladas por los sociólogos y antropólogos de Chicago,
asumieran la tarea de analizar la desorganización y la anomia a que tendía la
vida en las grandes ciudades de los Estados Unidos, no podía por menos que
reconocer como adecuadas las conclusiones de Tönnies sobre la necesidad de
mantener vivos algunos de los principios del modelo de vida comunitario ante
un tipo de sociedad, como la urbana, que había renunciado a cualquier
justificación trascendente y dependía de instituciones sin calor. Pero, si las
raíces morales de la añoranza por la comunidad en Tönnies las encontrábamos
en el anticapitalismo romántico de Hölderin y Schiller, la comunidad cuya
restauración se anhela en el contexto chicagiano es aquella cuyo sentido
reencontraría su raíz etimológica como congregación de comulgantes, es decir
como grupo cuyos componentes establecen entre sí una vinculación
trascendente, fundada en su periódicamente renovada lealtad absoluta a las
propia génesis sagrada de la unidad obtenida. Es más, en este caso se hacía
explícita la fuente teológica de la noción de comunidad como substantivización
del principio místico de solidaridad de los creyentes entre sí y con la divinidad.
Como ha sido resaltado en numerosas oportunidades la escuela chicaguiana
de sociología fue una derivación directa de una inquietud redentorista por
salvar a los sectores marginales de las grandes ciudades norteamericanas de
las consecuencias de la desestructuración a la que la vida urbana les
condenaba, resultado a su vez de la liquidación de las certezas tanto éticas
como institucionales que habían caracterizado el vínculo comunal.
Esa inquietud no fue únicamente científica, sino sobre todo moral y
participaba de esa misma nostalgia por la comunidad perdida, encarnada en
este caso por la pequeña sociedad local que Jefferson había instalado en la
base misma de la fundación moral de los Estados Unidos. Se puede decir que
es de esa versión de la añoranza por la Gemeinschaft –aquí la Holly
Commontwealth de los tiempos inmediatamente posteriores a la llegada del
Myflowers– es la que explica esos recurrentes ensayos de reconstruir la
comunidad perdida en Estados Unidos, desde los pietistas alemanes del XVIII
a las comunas hippies y contraculturales de los años sesenta, pasando por dos
siglos de experimentos cooperativistas de todo tipo, más o menos duraderos,
pero ninguno de ellos con éxito. Al margen de los experimentos utopistas, del
todo ajena a las contingencias de un tiempo y un mundo corruptos, esa forma
de sociabilidad sagrada, organizada según una jerarquía moral y formal
sancionada divinamente, había podido sobrevivir sólo bajo el aspecto de
unidades sociales que se retiraban más o menos radicalmente de la
mundanidad, como asociaciones de salvados, es decir como sectas en la
terminología de Weber. Por el lugar nodal asignado a la congruencia, la
integración y la organicidad también el ideal de la holly life protestante no podía
dejar de resultar excluyente. En efecto, el pacto de gracia que era la sociedad
teocrática de los protestantes heterodoxos que fundaron los Estados Unidos
entendían la comunidad como una democracia de elegidos que mimaba el
modelo bíblico que le prestaban los judíos como el pueblo de Dios. En tanto

4
asociación de los santos y de los puros, las comunidades pioneras debían
pasar buena parte de su tiempo buscando recalcitrantes internos a los que
condenar y protegiéndose de toda influencia negativa procedente de un exterior
impuro por definición.
No se está hablando sino de variantes de la Gemeinschaft tönniesiana.
Lo era, en efecto, la pequeña comunidad armónica y homogénea imaginada
como no contaminada por la modernidad que imaginó Redfield y los teóricos de
Chicago. Lo eran también las expresiones que adoptaba su penosa adaptación
al mundo moderno, de la secta religiosa al hogar dulce hogar, pasando por la
patria –su expresión mayor– o el sujeto en su intimidad, comunidad unicelular
no menos ávida de congruencia interior y organicidad y que constituye la
variable mínima de comunitarismo. Fuera cual fuera la fusión social que se
forzase a existir dependiendo de vínculos emocionales primordiales, está
condenada a generar y nutrirse de ansiedad ante cualquier cosa que pueda
amenazarla, cercada como se encuentra de un mundo en que todo es
fragmentación, inautenticidad e incerteza. Es por eso que Richard Sennett ha
insistido tanto, y con razón, en la naturaleza intrínsecamente destructiva de
cualquier forma de comunidad, ineluctablemente condenada a marginar,
postergar, someter a estrecha vigilancia o, incluso, si fuera necesario, aniquilar
todo aquello y a todos aquellos que impidiera u obstaculizara su conversión en
lo que esencialmente son, es decir que obstaculizara su pretensión final de ser
alguna vez plenamente coherentes consigo mismas.

2. Sociedades mecánicas

La oposición Gemeinschaft/Gesellshaft ha sido homologada con otras


que, de la mano de autores más o menos coetáneos de Tönnies, intentaron
resumir conceptualmente la gran tránsito que llevó, lleva o llevará tarde o tem-
prano a todas las sociedades de la supuesta simplicidad premoderna a la
complejidad creciente del mundo moderno. Entre éstas estuvo la que Émile
Durkheim, en La división social del trabajo (1893), entendía como contrastando
frontalmente las sociedades basadas en la solidaridad mecánica y aquellas
otras que funcionaban en base a una la solidaridad orgánica. Como se sabe, la
solidaridad mecánica se encontraría en sociedades con nula división del trabajo
y con una estructura organizativa muy simple. En ellas lo colectivo y lo indivi-
dual se confunden y forman una sola masa homogénea, puesto que los sujetos
psicofísicos diluyen su singularidad en una experiencia radical –física y mental–
del conjunto social. Por el contrario, la solidaridad orgánica se daría en formas
sociales con un alto nivel de división del trabajo y se caracterizarían por la hete-
rogeneidad de formas y funciones y la tendencia a la individuación de sus
componentes humanos.
Pero la solidaridad mecánica no se corresponde con la Gemeinschaft, ni
la orgánica con la Gesellshaft. Ese malentendido es sistemático y lo hallamos
en numerosas obras de consulta importantes. En realidad poco tienen en
común, a no ser una misma secuencialización en un determinado sentido evo-
lutivo de dos grandes tipos de sociedades, que hace que unas –la
Gemeinschaft y la basada en una solidaridad mecánica– precedieran históri-
camente a las otras, esto es a la Gesellschaft y a las debidas a la solidaridad

5
orgánica. Cuando apareció el libro de Tönnies, Durkheim se ocupó de criticarlo,
en especial por lo que hace a la pretensión del autor alemán de que la Gesells-
chaft, es decir la sociedad urbano-industrial que les era contemporánea, debía
caracterizarse por su inorganicidad. Al contrario, era la sociedad moderna la
que debía calificarse de orgánica, como el propio Durkheim se ocuparía de
hacer más tarde en su División del trabajo social. Curiosamente, la inorganici-
dad que Durkheim creía encontrar en las sociedades que en aquel contexto
fuertemente evolucionista todavía catalogaba como las más “inferiores” era pa-
recida a la que Tönnies descubría en el otro extremo del proceso civilizatorio
unilineal, es decir en las expresiones más sofisticada de lo que se da en llamar
la cultura occidental. Es decir, la Gesellschaft no era menos orgánica que las
sociedades tradicionales o primitivas, puesto que “hay en nuestras sociedades
contemporáneas una actividad auténticamente colectiva tan natural como la de
las sociedades menos extensas de épocas anteriores. Es ciertamente distinta;
constituye un tipo diferente. Pero entre estas dos especie del mismo género no
existe una diferencia cualitativa”.7
He ahí el diferencial teórico fundamental entre dos sugestiones teóricas
que de forma precipitada hemos tendido a equiparar. En efecto, para Durkheim,
al contrario que para Tönnies, la organicidad creciente es la calidad que le co-
rresponde a la sociedades con un alto nivel de diferenciación y complejidad,
mientras que las sociedades premodernas dependerían de formas de coopera-
ción más automáticas cuanto más primitivas fueran. Pocos autores han notado
esa contradicción, contradicción lo suficientemente destacable como para im-
pugnar la homologación entre los esquemas evolucionistas de Durkheim y
Tönnies.8 La inspiración que le lleva a Durkheim a proclamar la inorganicidad
de las sociedades premodernas es paradójicamente organicista, en la medida
en que está concebida como una reunión de “cuerpos brutos”, moléculas socia-
les que se mueven al mismo tiempo coordinadas por una lógica espontánea y
que muchas veces se expresan de manera que podría parecer irreflexiva y pa-
sional. Por el contrario, las sociedades complejas y altamente diferenciadas se
organizan a la manera como lo hacen los cuerpos vivos, es decir gracias a la
cohesión obtenida de dispositivos internos autónomos, cuya tarea es coordinar
funcionalmente los movimientos individuales, haciéndolo además de manera
cada vez más racional, es decir mediante principios que no dependen de los
sentimientos para existir y alcanzar eficacia.
Ese tipo de fusión social total que Durkheim identificaba con lo que él
mismo llamaba solidaridad mecánica no tenía de hecho una existencia real. Lo
que podíamos encontrar en las sociedades supuestamente más simples y to-
davía muy lejos de la complejidad y la hiperdiferenciación del mundo
contemporáneo eran, en cualquier caso, formas elementales de organicidad
como lo que Durkheim catalogó como sociedades segmentarias, organizadas a
partir de clanes. De hecho, la solidaridad mecánica no era ni siquiera exacta-
mente una estructura social, sino más bien un tipo de cohesión basada en la
similitud de los componentes del socius. El propio Durkheim reconocía en La
división del trabajo social que ese tipo de convivencia se correspondería con
una supuesta horda primigenia e indiferenciada de la que no existían restos. En
7
Émile Durkhiem, “F. Tönnies, Gemeinschaft und Gesellschaft”, Revue Philosophique, XXVII (1889),, cita-
do por Steven Lukes, Émile Durkheim. Su vida y su obra, Centro de Investigaciones Sociológicas, Madrid,
1984, p. 145.
8
Por ejemplo, lo hace Salvador Giner en La sociedad masa: Ideología y conflicto social, Hora H, Madrid,
1976, p. 141.

6
efecto, “verdad es que, de una manera completamente auténtica, no se han
observado sociedades que respondieran en absoluto a tal descripción”, de tal
forma que, si tuviéramos que imaginarnos una sociedad plenamente basada en
la solidaridad mecánica, lo que nos aparecería es “una masa absolutamente
homogénea en que las partes no se distinguirían unas de otras, y, por consi-
guiente, estaría desprovista de toda forma definida y de toda organización. Ese
sería el verdadero protoplasma social, el germen de donde surgirían todos los
tipos sociales”.9
Ese protoplasma social del que habla Durkheim –en gran medida inspi-
rado en “el cero de la vida social” al que se refiere Spencer en su Sociología–
no puede existir como estructura social, ciertamente, puesto que es la negación
de toda estructuración social, aunque sea también al mismo tiempo su requisi-
to. En cambio, puede hacer aparición en ciertas oportunidades en que los
reunidos haciendo sociedad entre sí participaban de una manera inapelable en
la acción, la emoción y la voluntad compartidas. De esa conceptualización de la
solidaridad mecánica como algo que no existe sino eventualmente, que apare-
ce o irrumpe como la evidencia de una forma 0 de sociedad, se deriva sin duda
la noción de efervescencia colectiva, con la que Durkheim aludía a estados de
excepción en que un colectivo humano se permitía existir en tanto que totalidad
viviente, dotada a una inteligencia y una corporeidad comunes, pero sin nada
que pudiera parecerse a organicidad alguna.10 En esos periodos de exaltación
colectiva, que no puede darse sino en un tiempo muy limitado, los reunidos
conformaban un plasma informe que se agitaba sin fines concretos, abandona-
da a una especie de instinto vital que podía expresarse por el puro aparente
placer de hacerlo, pero que podía ser hallada actuando como el combustible
que hace posible los grandes cambios históricos.
Acaso fueran intuiciones como esas, a la vez que la influencia recibida
por los primeros teóricos de las multitudes como Le Bon o Tarde, lo que lleva-
ron a Durkheim a no asignar en exclusiva las formas mecánicas de solidaridad
social a las sociedades supuestamente “anteriores”. En el marco de su poste-
rior evolución, Durkheim entendió que también las sociedades más complejas
podían registrar el despliegue de ese tipo de dispositivos inapelables de co-
hesión y harcerlo además en contextos plenamente urbanizados. Era en la
actividad de las muchedumbres que uno podía encontrar, desplegando su acti-
vidad, esas conjunciones en que el individuo quedaba del todo arrebatado por
estados de ánimo, pensamientos y actos cien por cien colectivos, en los que se
registraban intercambios y acuerdos tanto mentales como prácticos que no re-
querían de mediación orgánica alguna, que se producían bajo la forma de lo
que hoy no dudaríamos en llamar autoorganización. La generación y posibili-
dad puede antojarse como la consecuencia de una comunicación “sin hilos”, si
se me permite la expresión, acaso como una variante de aquella “telepatía sal-
vaje” de la que hablara un día Frazer. Es en esas oportunidades, provistas por
las citas festivas o por las grandes convulsiones históricas, en que podemos
ver realizarse una especie de escritura automática de la sociedad, al tiempo
que se despliegan aquellas energías elementales que construyen la sociedad,
al mismo tiempo que podrían destruirla en cualquier momento.

9
Émile Durkheim, La división del trabajo social, Akal, Barcelona, 2001, pp. 206-7.
10
Émile Durkheim, Les formes elementals de la vida religiosa, Edicions 62/La Caixa, Barcelona, 1986, pp.
242-243.

7
Además de esas diferencias –tan grandes como la que hay entre lo
orgánico y lo inorgánico, entre lo formal y lo informal, entre lo jerarquizado y lo
autoorganizado sin centro–, algo distingue todavía más la solidaridad mecánica
durkheimniana de la Gemeinschaft de Tönnies, y es que la primera no puede
concebir la exclusión, en tanto que la segunda parece requerirla. La Gemeins-
chaft y sus derivados se caracterizan esencialmente por ser coherentes y
orgánicas y, por tanto, inevitablemente excluyentes de quienes no estén en
condiciones de asumir los términos indivisibles e inalterables de una conviviali-
dad sacralmente fundada. Al contrario, para Durkheim: “Allí donde la
solidaridad no deriva más que de semejanzas, quien no se aparte mucho del
tipo colectivo se incorpora, sin resistencia, al agregado. No hay razón para re-
chazarlo, e incluso, si hay lugares libres, hay razones para atraerlo. Pero allí
donde la sociedad constituye un sistema de partes diferenciadas y que mutua-
mente se completan, los nuevos elementos no pueden injertarse sobre los
antiguos sin perturbar su concierto, sin alterar sus relaciones, y, por consiguien-
te, el organismo se resiste a intromisiones que no pueden producirse sin
perturbación.”11
Ya nos hemos referido a la manera como la división Gemeins-
chaft/Gesellschaft había recibido equiparaciones entre los predecesores y
coetáneos de Tönnies. También a como, más tarde, esa oposición binaria hab-
ía recibido nuevas versiones, entre ellas la ya mencionada de sociedad
folk/sociedad urbana debida a Robert Redfield, en las proximidades de la Es-
cuela de Chicago. Algo parecido podríamos decir de el contraste diádico entre
universalismo y particularismo en Talcott Parsons, en concreto las dicotomías
que propone del tipo cualidad/actuación o adscripción/logro. Lo mismo para la
oposición mentalidad prelógica/mentalidad lógica en Lucien Lévy-Brühl. Aun-
que sea invirtiendo la valoración, la oposición entre sociedad cerrada y
sociedad abierta en Popper se parece a la de Gemeinschaft/Gesellschaft, de
igual modo que el mismo tipo de tipos polarizados de estructura institucional
podrían hallarse incluso en la propia tradición durkheimniana europea, como
vemos en el caso de la oposición cuadrícula fuerte/cuadrícula débil o código
restricto/código elaborado en Basil Bernstein, que luego recogerá Mary Dou-
glas en su Símbolos naturales. Ahora bien, quizás no sea tan acertada la
similación que se suele hacer entre la oposición entre comunidad y asociación
sentada por Tönnies y otra que habrá de tener mucho más tarde una excelente
acogida. Me refiero al par communitas/estructura que sugiriera Victor Turner.
Recordemos que lo que Turner mantenía en El proceso ritual es que
podrían imaginarse dos modelos radicalmente distintos de interacción humana.
De un lado, tendríamos la sociedad vista como un orden estructurado, diferen-
ciado, jerarquizado, estratificado, etc., es decir entendida como organización
institucionalizada de posiciones y status persistentes. Del otro, la sociedad co-
mo magma esencial y sin estructurar, recién nacida, pura y no deteriorada
todavía por la acción humana o del tiempo, es decir el vínculo humano en esta-
do bruto. Al primero de estos modelos Victor Turner lo llama estructura,
mientras que el segundo es designado como communitas. La communitas no
es ningún estado pristino de la sociedad al que se anhele regresar, sino una
dimensión siempre latente, disponible y periódicamente activada. Por mucho
que numerosos autores –entre ellos el propio Turner– se empeñen en hacer
derivar la communitas de la Gemeinschaft de Tönnies, lo cierto es que la des-
11
Durkheim, La división del trabajo social, p. 180.

8
cripción que se nos hace de esa sociedad hiperactiva y sin forma, que niega y
disuelve cualquier morfología social, pero que es su materia prima, se parece
extraordinariamente a la solidaridad mecánica durkheimiana.
Tendríamos, de este modo, que tanto la solidaridad mecánica como la
communitas remiten tipológicamente a un modelo de sociedad incongruente,
inorgánica e integradora a través de consensos automáticos, entre personas
que no se conocen y que puede que no tengan nada en común entre si que no
sea su presencia compartida. Asociación entendida como colectividad indife-
renciada y amorfa, pura musculatura, que incorpora a todos los reunidos sin
pedirles a cambio otra cosa que su inmersión en una totalidad vivencial absolu-
ta. Las expresiones de ese automatismo social implícito en la noción de
solidaridad mecánica no son –una vez superado el clima evolucionista que de-
terminara el primer Durkheim– anteriores, puesto que ese magma que podría
adoptar cualquier forma es ciertamente la premisa de la sociedad, pero no está
antes, sino en, acaso debajo, inscrita en todo momento de cualquier forma de
convivencia, a punto para ser evocada como su fundamento secreto y caótico.
A diferencia de la Gemeinschaft y todas sus derivaciones, la sociedad salvaje –
parafraseando a Lévi-Strauss, no la sociedad “de los salvajes”, sino cualquier
asilvestramiento súbito de lo social– un estado de hervor que posiblemente to-
das las sociedades se cuidan de escenificar periódicamente, puesto que sirve
para delatar de manera espectacular ese principio generador permanentemen-
te presente, aunque oculto, de toda agrupación humana. No indica una
situación pre-moderna o a-moderna, a la manera de la Gemeinschaft de
Tönnies. Como Victor Turner se encargó de hacernos notar, lo encontramos en
todas las manifestaciones de liminalidad ritual, en todos los ritos extáticos que
se dan en prácticamente todas las sociedades. También en las urbano-
industriales, como la acción festiva o histórica de las muchedumbres se encar-
ga de recordarnos. No es casual que han sido autores como Jean Duvignaud o
Michel Maffesoli quienes han advertido hasta qué punto la efervescencia colec-
tiva de la que hablara Durkheim, continua desplegando entre nosotros sus
efectos seminales. En cualquier caso, las sociedades mecánicas son exacta-
mente lo contrario de la Gemeinschaft o cualquier otra modalidad de
comunidad en ella inspirada: crónicamente inorgánicas, siempre alteradas, al
mismo tiempo efímeras y potentes, inconsistentes, nunca excluyentes, puesto
que se alimentan de una humanidad en estado crudo y sin identificar.
Todo lo dicho hasta ahora ha servido para señalar la existencia de dos
grandes tradiciones que, en ciencias sociales, se han ocupado de tipificar las
maneras humanas de convivir organizadamente, que no, como veremos,
orgánicamente. Ambas teorias detectan la existencia de formas fusionales de
sociedad. En el caso de la tradición iniciada por Tönnies –de matriz romántica y
fuertemente degeneracionista–, esa fusión es, como se ha dicho, orgánica –
puesto que está estructurada a través de un sistema integrado de funciones y
dispositivos que las sirven–, coherente consigo misma, puesto que se pretende
fiel a un modelo sagrado de convivencia, cuyas fuentes son trascendentes y
cuyo contenido es una cosmosivisión y una cultura que, ciertamente, es común,
puesto que todos participan de ella, justamente como la garantía de que se
cumpla la naturaleza inmanente y teleológica que se le atribuye. Esa forma de
fusión no puede existir sino en estado de alerta constante ante todo lo que
pudiera desvirtuar o poner en peligro su propia congruencia, de la que en
última instancia depende para existir. En cambio, las fusiones sociales que

9
parten de Durkheim y de su idea de solidaridad mecánica son todo lo contrario.
Lo que une a las personas y las convierten en poderosamente solidarias no es
que piensen lo mismo, sino que experimentan y se transmiten lo mismo. Tanto
en un caso como en otro, los individuos que se perciben a sí mismos como
formando una unidad sienten lo mismo, pero en el caso de la comunidad
tönniesiana en el sentido de que tienen lo mismos sentimientos, mientras que
el modelo inspirado en Durkheim lo que comparten son unos mismos
sensaciones. En este segundo caso, lo que vincula es una vivencia que todos
comparten, sin que ello presuponga que tengan porqué asumir una,
sumándose a ese lo mismo de manera siempre diferente. Será – misma visión
del mundo. Es más, a esa vivencia cada cual se puede incorporar a su manera,
sumarse a ese lo mismo que se ha generado –y que genera– de manera
siempre diferente.
Será –siempre en la geneología teórica de Durkheim– un autor como
Maurice Halbwachs, quien, en su clásico trabajo sobre la memoria colectiva,
sabrá distinguir lo común de lo colectivo, justamente para separar una memoria
común, que es idéntica en todos los miembros de la sociedad, de una memoria
colectiva, de la que también participan todos, sólo que no subsumiendo, sino
articulando la aportación de cada miembro de la sociedad, que es distinta y
asume de manera no menos distinta los recuerdos que comparte con los
demás. Esa diferencia es importante, porque permite distinguir dos conceptos
que con frecuencia se conciben como sinónimos sin serlo y que el propio
Durkheim todavía confundía, a pesar de su apuesta por emplear el calificativo
colectivo como central, mucho más que común. Lo común, puede ser lo de
todos, lo accesible a todos, pero con frecuencia significa –de nuevo en el
significado que el romanticismo, el idealismo historicista alemán y el nativismo
puritano le asignaron y que ha acabado imponiéndose– aquello con lo que
todos comulgan hasta convertirlos no sólo en un único cuerpo, sino –y eso es
especialmente estratégico– en una sola alma. Esa idea de lo común hace que
la comunidad que de ella se deriva se presente como unidad social
severamente jerarquizada, que encierra a sus componentes en un orden
cosmovisional y organizativo del que ni deben ni sabrían escapar.
Lo colectivo, por contra, se asocia con la idea de reunión de individuos
que toman consciencia de lo conveniente de su copresencia y la asumen como
medio para obtener un fin, que puede ser el de simplemente sobrevivir. Como
se viene repitiendo, la comunidad se funda en la comunión; la colectividad, en
cambio, se organiza a partir de la comunicación. En apariencia, la comunidad y
la colectividad implican una parecida reducción a la unidad. La diferencia, con
todo, es importante y consiste en que si la comunidad exige coherencia, lo que
necesita y produce toda colectividad es cohesión. La colectividad puede asumir
diferentes manera de organizarse, pero no lo hace siempre y por fuerza
invocando principios trascendentes, ni amparándose en la tradición, en la
historia, ni en la voluntad de los dioses o de los ancestros. La comunidad es, se
ha dicho, un alma; en cambio la colectividad no tiene alma, puesto que, de
nuevo como sugería Durkheim, es un mero resorte, un mecanismo, un aparato
de producir sociedad, pero que no tiene porqué acabar produciendo ninguna
forma social cristalizada y puede conformarse, con las expresiones que
Durkheim recogía de la efervescencia colectiva, agitarse por agitarse, sin
finalidad, por el mero placer de existir y contemplarse existiendo.

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