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Se implantó poco a poco la creencia de que el gobierno no era una solución, sino
un problema. Y que la mano invisible del mercado libre podía determinar mejor a los
ganadores y perdedores de la sociedad: A los estadounidenses se les ha predicado
la palabra sagrada de los mercados sin regulación como el camino verdadero a un
más alto nivel de vida. Como parte de la nueva religión, nos hemos transformado
de ciudadanos en consumidores y hemos sido adoctrinados en un catecismo según
el cual el mercado y no la igualdad de condiciones es la base de nuestro país. Al
mismo tiempo, el contrato social, y en especial sus cláusulas sobre la protección de
los trabajadores, los pobres y los recursos naturales comunes, es reducido a
cenizas. Desde el New Deal, empezamos a construir una red de seguridad social
para ayudar a los más vulnerables entre nosotros. Pero., quién necesita una red de
seguridad cuando las leyes de la oferta y la demanda están para protegernos? Con
este modelo los ricos son más ricos y la clase media tiene que ajustarse el cinturón.
Poco a poco se ha impuesto un modelo según el cual la clase media obedece las
leyes, mientras que la clase empresarial manipula el sistema y se asegura de que
su licencia para quebrantar las reglas esté prevista en las reglas mismas. El ejemplo
perfecto de esto es el uso recurrente de paraísos fiscales: las empresas evitan pagar
millones y millones de dólares a las arcas públicas mediante este mecanismo de
evasión de impuestos. Pero no hay paraísos fiscales para la clase media, que se ve
obligada a pagar religiosamente sus impuestos. Otro mecanismo por el cual se ha
empobrecido a la clase media en beneficio de las grandes empresas (bancos,
principalmente) es el de la burbuja inmobiliaria y las hipotecas de alto riesgo, lo cual,
de paso, sirvió para diseñar una oleada de sospechosos productos financieros que
estuvieron a punto de colapsar la economía. Toda esa letra pequeña, todos los
productos tóxicos diseñados por los bancos para sacar el máximo beneficio posible,
han hecho perder sus casas a muchas familias. No solo por la codicia de los bancos,
sino por la aprobación por parte del gobierno de un proyecto de ley de quiebras que
pone de manifiesto toda una bancarrota moral.
Pero las hipotecas no son, naturalmente, la única clase de deudas que asfixia a la
clase media. Las tarjetas de crédito han empezado a utilizarse como un salvavidas
de plástico con el que pagar las facturas para llegar a fin de mes. Esto genera una
espiral de deuda que crece y crece, lo cual, sumado a la cantidad de trampas y
trucos que incluyen los bancos en el contrato de una tarjeta de crédito (además de
los intereses disparatados que se imponen, cercanos al 30 por ciento) han
desencadenado una «crisis de tarjetas de crédito.
La gente las usa para pagar cosas verdaderamente esenciales, así el conflicto
aumenta porque resulta cada vez más difícil costear las cuotas. Cuando no pueden
abarcarlas, los bancos intentan compensar pérdidas en otras áreas, dan la espalda,
aumentan las tasas de interés e imponen toda clase de gastos y penalizaciones, lo
cual hace aún menos probable que los consumidores puedan pagar sus crecientes
deudas. El miedo, la ansiedad, la depresión, la rabia y otros síntomas de malestar
pueden tener un impacto profundo en la mente de los estadounidenses y hacer que
se tambalee su confianza en sí mismos, una característica fundamental e
idiosincrosica de los ciudadanos de ese país.
- Una legislación que proteja a la clase media de las ejecuciones hipotecarias, que
permita a los propietarios en quiebra renegociar sus hipotecas.
- Una regulación que evite las prácticas abusivas y los desmanes que los bancos
ejercen con sus prácticas crediticias.
- Una limitación de los excesos del mundo financiero, en tres direcciones: regular
los instrumentos financieros tóxicos, erigir un muro entre la banca comercial y la
banca de inversión (como se hizo ya en 1932) e impedir que los bancos sean
demasiado grandes para quebrar.
- Una aplicación de las nuevas tecnologías en la gestión del Estado. A todo ello se
suma la necesidad de unos medios de comunicación que, más que nunca, sean
independientes y valientes, y sirvan como contrapeso al poder, de modo que la
opinión pública sepa qué es lo que realmente está pasando.
Respecto al esfuerzo individual, Huffington apela a la acción directa: "Resulta cada
vez más claro que para arreglar las cosas no podemos confiar sólo en el gobierno.
Sí, necesitamos a nuestros líderes para hacerse cargo de las tareas de cómo evitar
convertirse en Estados Unidos del Tercer Mundo. Pero no podemos salvar a la clase
media y mantener el país como una nación del Primer Mundo sin que cada uno de
nosotros asuma un compromiso personal y actúe, sin que cada uno de nosotros
haga su parte. No podemos sentarnos a la vera del camino para quejarnos."
El compromiso personal implica medidas como trasladar el dinero desde los
grandes bancos de inversión a cooperativas de crédito y pequeños bancos locales,
mantener una actitud de alerta para protegerse de abusos cuando se pide un crédito
o se solicita una tarjeta de crédito; ser flexible ante cambios que una situación
económica determinada pueda conllevar; mantener una actitud constructiva y
optimista ante las situaciones adversas; ser solidario y apoyar a quien esté en
dificultades.
Para la periodista Arianna Huffington, la posibilidad de movilidad social que
representa el sueño americano se ha ido debilitando durante las últimas tres
décadas y actualmente está en caída libre.
Huffington formula un argumento convincente que explica por qué EE.UU. está en
el mejor camino para caer en el ruinoso abismo y hace hincapié en la lista de
soluciones necesarias.
Es una de las pocas personas en Estados Unidos comprometidas con un discurso
realista, que pone a la vista “los monstruosos elefantes de la sala” ocultos en el
discurso dominante. Y, aún más raro, lo hace de una manera agradable, interesante
y, sobre todo, encantadora.