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INTRODUCCIÓN
En el año 2006 Genaro García Luna, a la postre secretario de Seguridad Pública Federal
en México publicó un libro que denominó “¿Por qué 1,661 corporaciones de policía no bastan?
Pasado, presente y futuro de la policía en México”; en dicha obra exponía lo que en la práctica
intentó hacer cuando ocupó el cargo mencionado, y su diagnóstico en aquel entonces resumía el
fracaso de las corporaciones policiacas mexicanas a su casi total desvinculación con sus
similares locales y federales, a la realización de funciones totalmente desarticuladas que
frecuentemente desembocaban en enfrentamientos entre sí mismas, así como a la existencia de
un marco jurídico igualmente disperso y heterogéneo, aunado a ello que en ese momento existían
tantos procedimientos penales como entidades federativas, más el propio federal, lo que hacía
imposible una homologación de criterios.
Para nuestro infortunio, aunque cambiaron las formas, cambió la norma, se homologaron
y uniformaron instituciones, se creó un modelo de desarrollo policial, se establecieron nuevas
estrategias y se llevaron a cabo un sinnúmero de acciones, la violencia se incrementó a niveles
nunca previstos. Ello implica que si el diagnóstico inicial, y los que se han seguido haciendo, incluso
aquellos anteriores al de García Luna, son correctos, las soluciones aplicadas han sido
insuficientes o inútiles para abatir los problemas de inseguridad.
Miles de publicaciones de expertos han criticado las políticas públicas y las estrategias,
muchos otros han actualizado los diagnósticos y expuesto mil y un causas y tantas otras
soluciones. Sin embargo nada parece mejorar de fondo la problemática, al grado que parecemos
navegar entre interminables episodios de tregua y guerra, y de ciudades a ciudades.
Al margen de las voces que encuentran la solución en la legalización del mercado de las
drogas, que no se discute en este trabajo, lo cierto que es todas las respuestas se buscan en la
superficie, como es el caso de la corrupción y la impunidad, cuyos alcances coloquialmente
podríamos asimilar a los efectos de la humedad y, casi todas, acuden a proponer combates
frontales y sanciones ejemplares como la pena de muerte, incluso. Nuevamente, estrategias cuyo
pronóstico más seguro será el fracaso mientras no se busquen soluciones mejor pensadas.
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Ante lo anterior, la educación viene a convertirse en la solución más congruente. El ideal
de formar ciudadanos con una educación firme, sustentada en valores, que egrese de las aulas
ciudadanos de primer mundo, responsables consigo mismos, con la sociedad y el ambiente,
respetuosos de las leyes y productivos es posible si se mantienen las políticas públicas
reformistas actuales, sin perder de vista que la meta es la formación de ese ciudadano ideal. No
obstante, la realidad nos habla distinto. Ante la intención de anular la reforma educativa aprobada
por el Congreso de la Unión todo parece indicar que esa educación ideal, en lo que a cada uno
corresponde, estará repartida entre la familia y la universidad.
Este trabajo pretende remover la conciencia ciudadana hacia una búsqueda de soluciones
a la inseguridad desde la filosofía del derecho, es decir, repensar las causas, analizar el fondo, y
tratar de aterrizar las soluciones en la ley con un profundo sentido de justicia.
¿MIEDO A QUÉ?
En cuanto a las respuestas estas variarán de acuerdo al lugar y las condiciones de vida
de cada persona, pero indudablemente en todas las respuestas habrá un común denominador, su
percepción del grado de inseguridad, que está condicionado por aquello que conoce o le es dado
a conocer por sus vecinos, por los medios de comunicación o por el gobierno respecto de la
incidencia delictiva; no obstante, cabe preguntarnos si las respuestas, positivas o negativas,
responden a una realidad objetiva.
1 Ferraro, K, 1995, Fear of Crime. Interpreting Victimization Risk. Albany, Ny: State University of New York Press.
2
Medina, J., 2003, Inseguridad Ciudadana, Miedo al Delito y Policía en España. Revista Electrónica de Ciencia Penal y
Criminología, 05-03. Recuperado el 12 de febrero de 2003. http://criminet.ugr.es/recpc/05/recpc05-03.pdf.
3
Vozmediano, L, San Juan, C, y Vergara, A., 2008, problemas de medición del miedo al delito, revista electrónica de
ciencia penal y criminología, 10-07, Recuperado el 10 de febrero de 2008. http://criminet.ugr.es/recpc/10/recpc10-
07.pdf.
Esto es, salvo que una persona se encuentre ligada a algún cartel del crimen organizado,
es muy poco probable que un ciudadano común se convierta en víctima de un grupo de sicarios o
participe en un enfrentamiento armado contra la policía o contra una banda criminal. Por tanto,
objetivamente es muy reducida la posibilidad de ser víctima de un delito de alto impacto como
han dado las autoridades en llamar a esos delitos que, no obstante, nos causan horror porque
son los mediáticamente más visibles. Por otra parte, es más probable ser víctima de delitos
comunes, robo, asalto, robo de casa habitación, robo de auto, lesiones o incluso homicidio doloso
derivado de dichos delitos o inclusive imprudencial por un accidente de tránsito, por citar algunos
de los más frecuentes.
En este sentido, la percepción de inseguridad por lo general no debería incluir delitos muy
graves, sino actividades delictivas de diferente naturaleza que son más comunes en un entorno
más local y que, por tanto, los ciudadanos podemos ver como una amenaza potencial más
cercana. Por lo que se refiere a la gravedad de los delito la percepción de inseguridad, el miedo
al delito, son más acendrados debido a que entre más cercano a ser víctima, el ciudadano lo
percibe más grave.
“Así, el miedo al delito “puede ser provocado por un peligro inmediato, como cuando un
individuo es confrontado por un agresor armado o es verbalmente amenazado con un daño. (…)
Los seres humanos tienen sin embargo la habilidad de anticipar o reflexionar eventos que se
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sitúan en el futuro o que no son inmediatamente aparentes” (Warr, 2000), es decir, no es
necesario estar expuesto a una amenaza real para sentir miedo a ser víctima”.
Por tanto, el peligro del miedo al delito no es la percepción del riesgo como tal, sino sus
consecuencias: psicosis colectivas, decisiones precipitadas, políticas de emergencia, combates
frontales, reclamos desesperados, entre otras y, lo peor de todo, el ejercicio de la justicia por
propia mano, como hemos estado observando últimamente.
Al ser humano le molesta la idea de tener que reconocer que el fondo de problema es el
propio ser humano. Es políticamente incorrecto echarle la culpa al ciudadano cuando, desde esa
perspectiva, políticamente dicen: somos más los buenos que los malos. Y tal vez algo de razón
haya en ello, pero en el mundo real no hemos sabido reflejarlo. Primeramente ¿quién es bueno y
quién malo? ¿realmente podemos discernir quienes son más buenos que otros? ¿es la ley el
instrumento adecuado para definirlo? No, si continuamos pensando en que los problemas
cercanos a la sociedad se resuelven con más policías, con programas de “ayuda” y con “becas”.
Cierto que la solución más certera se encuentra en la educación y ya tenemos por sabido
que resulta indispensable rescatar los valores sociales que permitan recuperar sobre todo la
honestidad, el respeto por la ley y las personas, de manera que los derechos humanos
verdaderamente operen con efectividad.
Aunque sabemos que no hay mecanismos instantáneos ni definitivos es tal vez momento
de replantear el diseño de las normas jurídicas. Cuando decimos que la justicia es el valor jurídico
por excelencia y el principal, siempre resulta muy arduo determinar la proporción en que cada
persona debe ser proveída de lo suyo o de lo que merece, sobre todo porque siempre surge el
conflicto entre lo que es lo que a cada quien corresponde, o sea, lo suyo, y lo que merece con
relación a los demás. ¿Realmente la ley tiende a buscar la justicia?, o mejor dicho, ¿realmente la
ley positiva es diseñada con sentido de la justicia?
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Cuando aceptamos que la ley, el derecho, han sido establecidos por el ser humano para
establecer límites entre los seres humanos y conservar el orden social, no podemos abstraernos
de pensar en la fórmula que define la norma: Si f1 entonces G, donde F1 es el supuesto jurídico y
G la consecuencia aplicable; esto es la ley prevé supuestos a los cuales les son aplicables
consecuencias normalmente asociadas a sanciones. Las nuevas normas o la modificación de las
ya existentes obedece a la otra fórmula: Si f2 entonces No G, mediante la cual si un supuesto se
materializa pero no está previsto en la norma o no hay norma, entonces no le es aplicable ninguna
consecuencia. Es decir, tal parece que la actividad legislativa consiste en encontrar supuestos a
los cuales aplicarles una consecuencia limitadora de la conducta humana. Si analizamos cualquier
código nos encontraremos que las disposiciones legales en su mayoría conservan la fórmula
limitadora o estructuradora, y una consecuencia, castigo, a quien la violente. Es decir, el mundo
del derecho está enfocado a regular un ciudadano que tiende por naturaleza a violar la norma y
no a conservar la cohesión social.
La reflexión que mueve este trabajo es replantear los fines del derecho en términos
positivos y no de la manera tradicional, esto es, con un enfoque hacia el fin último de la justicia,
es decir, alcanzar la armonía social a pesar de las diferencias existentes entre las personas y
con una visión naturalmente enfocada a la vivencia de los valores.
CONCLUSIÓN
De conformidad con lo anterior tal vez sea necesario educar por medio de la norma
jurídica, lo que implica modificar ostensiblemente la sintaxis normativa, esto es, en lugar de solo
prohibir y castigar, normar cómo deben de respetarse los valores sociales, estableciendo
procedimientos mediante los cuales la autoridad provee los mecanismos para obtener el
cumplimiento espontáneo de la ley aun ante la rebeldía ciudadana y, solo finalmente ante el
incumplimiento reacio del ciudadano, activar el aparato coactivo de la norma.
Finalmente, no toda norma jurídica puede ser susceptible de esta diversa sintaxis, sino,
volviendo al inicio de esta disertación, se encuentra dirigida únicamente a aquellas normas
destinadas a la protección y desarrollo de la convivencia social, es decir a aquellas normas que
regulan los conflictos más comunes y cuyo incumplimiento deriva en conflictos más graves de,
entre los cuales, debemos concluir se encuentra el origen de la conductas que configuran la
percepción ciudadana de inseguridad, o sea, el miedo al delito.