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18-05-2009
EL PAIS › OPINION
Durante la década de los ’90 proliferaron los anuncios del fin de la historia y de la
muerte de las ideologías. Francis Fukuyama, aquel empleado norteamericano-japonés
del Departamento de Estado, escribió, teniendo como telón de fondo la caída del Muro
de Berlín y la agonía de la Unión Soviética, un artículo que recorrió las geografías más
distantes del planeta y en el que, declarándose heredero de Hegel, confirmaba que
estábamos asistiendo al entierro de una época del mundo dominada por la lógica del
conflicto, para dejar paso a la entrada en la era de la expansión ilimitada y definitiva del
mercado y de la democracia liberal. Fukuyama realizaba unas extrañas piruetas teóricas
para apuntalar su visión del fin de la historia; para ello recurría a un poco conocido, al
menos fuera de los círculos intelectuales, filósofo ruso-francés llamado Alexander
Kojève, quien a lo largo de unos seminarios dictados en el París de los años ’30
interpretaba de un modo harto original a Hegel, inscribiéndolo en esa perspectiva que
anunciaba la llegada de un tiempo caracterizado por el reinado de la razón burguesa
expandida hacia todos los confines. Lo que en Hegel era una compleja reflexión sobre la
travesía del Espíritu Absoluto en la época de la Revolución Francesa y de la expansión
napoleónica, y en Kojève una ardua y genial relectura del filósofo alemán a la luz de los
acontecimientos de principios de siglo XX signados por la guerra, la revolución social y
el ascenso de los fascismos, en el empleado del Departamento de Estado era la apología
del libre mercado y de la función imperial norteamericana como punto de cierre de la
historia y de sus vicisitudes.
Pero esa época dominada por la retórica del fin de la historia y la muerte de las
ideologías no tuvo sólo consecuencias económicas devastadoras principalmente para los
países periféricos, multiplicando la pobreza y la marginalidad y acrecentando el proceso
de concentración de la riqueza, sino que también, y de un modo radical y decisivo,
desplegó aquello que podría ser denominado como una profunda revolución cultural que
logró naturalizar su propia visión del mundo, arrasando con tradiciones e identidades
político-culturales que quedaron reducidas a ser piezas del museo de la historia, restos
arqueológicos de un pasado definitivamente cerrado a nuestras espaldas. El giro
cultural-simbólico se hizo aprovechando el advenimiento de las nuevas tecnologías de
la información y de la comunicación, tecnologías que, de la mano de las grandes
corporaciones mediáticas, fueron imprimiéndoles a la vida de las personas nuevas
significaciones. El gigantesco esfuerzo ideológico (aunque esta palabra estaba prohibida
en el diccionario de los neoconservadores) apuntó a horadar el sentido común hasta
adecuarlo a la construcción de nuevos imaginarios y nuevos modos de producción de la
subjetividad que quedarían asociados a las demandas y exigencias del mercado,
transformado ahora en la verdad última y revelada de la vida social.
Lo que en el comienzo de los años ’60 Guy Débord definió como la “sociedad del
espectáculo”, acabó siendo lo más propio y decisivo de nuestra propia época, el eje
alrededor del cual giró la mayor parte de la vida y el ámbito principal a la hora de
producir nuevas formas de la sensibilidad adaptadas a las necesidades de un capitalismo
en vías de metamorfosis. Devaluadas las derechas tradicionales, astilladas las
estructuras partidarias de representación, debilitadas las formas conservadoras
emanadas de las retóricas moralizantes de las instituciones religiosas, fueron las
corporaciones mediáticas, las grandes empresas del espectáculo y de la comunicación,
las que asumieron la enorme tarea de generar una nueva “opinión pública” capaz de
sentirse identificada con los valores emanados de la forma neoliberal que asumió el
capitalismo contemporáneo.