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;¡
historia económica
y social de Colombia
Tomo II
■I
Popayán: una sociedad esclavista
1680 1800
-
LA CARRETA
INEDITOS LTDA.
Bogotá, Apdo. Aéreo 9026. Tel. 283 71 94
'Primera edición: diciembre; de 1979
A
Marinita,
Luz Amalia
y Esteban
Las fortunas de los mineros fundaron verdaderas dinastías fa
miliares, entrelazadas por alianzas matrimoniales. La fortuna de
doña Bartolomés de Arboleda hacia 1784, por ejemplo, reflejaba
la actividad de cuatro generaciones de mineros. Sus activos supe
raban lo's 200 mil pats., de los cuales la mitad correspondían a mi
nas y esclavos.
La compra de tierras y la renovación. permanente de los es
clavos por parte de los mineros dan una imagen de estabilidad di
nástica que no acompañó nunca' los logros de los comerciantes.
Estos podían llegar a amasar fortunas comparables a las de los
mineros pero sus empresas no duraban más allá de una generación.
Haciendas .»y minas descansaban, como empresas económicas, .en
el principio de una continuidad familiar. El hecho de que la muer
te de la cabeza de familia forzara el reparto de sus bienes entre
varios herederos limitaba, sin embargo, las posibilidades de expan
sión. Para evitar la excesiva fragmentación jugaban varios meca
nismos. Uno de ellos era el de mejorar la hijuela del heredero-
más apto para lo;s negocios. Otro, mantener la masa Herencial en
indivisión. El más corriente, sin embargo, era el de consolidar for
tunas a través de alianzas matrimoniales.
El tamaño de las fortunas señala uñas posibilidades más o
menos fijas tanto en la expansión de un sistema económico como
de los recursos de una región. Para la Nueva- Granada, en el siglo
XVIII, este límite podría fijarse alrededor de los 300 mil pts. (la for
tuna de don Pedro Agustín de Valencia, el hombre más rico de la
época). Es posible que esta cuantía no se haya superado en gran
parte del siglo XIX. Por eso cabría sugerir el empleo de este or
den de magnitud para deslindar un régimen exclusivamente agra
rio de las posibilidades de un nuevo sistema económico.
128
'*
Capítulo Y in
■132
Capítulo IX
LAS MINAS
1. Dimensiones
En 1711 había en ¡el Chocó 48 mineros reconocidos, algunos de
ellos sin cuadrilla. Casi medio siglo más tarde este número era casi
el 'mismo, aunque se contara unos pocos negros libres dedicados , a
l:a minería. Pese a las limitaciones impuestas, por las . ordenanzas
de minería, quienes registraban una mina o reclamaban un'dere
cho .a ella solían ocupar una extensión considerable del curso de
un río y no (éra raro que los mineros se desplazaran continuamente
de una paxte a otra.-
En los primeros, tiempos, la introducción.de una. cuadrilla en
el Chocó o en el Raposo significaba su acomodo eventual en. u n .
yacimiento cuya búsqueda se emprendía, junto con la cuadrilla,
antes que su dedicación inmediata a las labores en minas ya cono
cidas. El trabajo de los mineros contratados para que prospectaran
minas encerraba todos los azares de una aventura de descubri
miento, y a veces hasta de conquista. En 1690, el minero del Alfé
rez real de Ropayán, don Diego de Velasco Noguera, le comunica
ba cpie en la travesía -hasta Nóvita había tardado -25 días, se le
había ahogado un esclavo y se hallaba corto de abastecimientos;
por no haber encontrado indios en el camino. El viaje hasta Nóvita
le: había costado 256 patacones. Cayilaba sobre las minas que debía
registrar pues unas las había encontrado ya registradas para don
Francisco de Arboleda, otras estaban a varias leguas, otras, tenían
dificultades de abastecimientos y las de Citará no encontraban el
concurso de los indios. Proponía,- finalmente, comprar minas ya
entabladas por cuanto -el entable podía resultar muy costoso O1). •
. ‘ Én la misma forma, don Francisco de Arboleda había despa
chado un poco antes al Chocó a un minero con Í8 esclavos “a bus-
oar con qué trabajar con dichos mi& esclavos”. Y todavía, casi
veinte años más tarde, su hijo, el regidor don Gonzalo de Arbole
da,’ declaraba que tenía que ausentarse, de Popayán para empren
der la búsqueda de minas en el Chocó con una cuadrilla dé su
madre (2). *
1. ACC. Sign. 8741 f. 48 r. ss.
2. Ibid. Lib. Cab. N- 7, 12 nov. 1708.
133
#
presentarse cuando tenía que pagarse intereses elevados sobre cem
sos que gravaban una proporción m uy grande de la riqueza pro
ductiva, m áxim e si esta riqueza estaba representada únicam ente
por haciendas. En la jurisdicción de Cali este riesgo parece haber
sido mucho mayor, pues allí existía un núcleo predom inante de
terratenientes tradicionales. Esto explicaría que m uchas más ha
ciendas valiosas cam biaron de dueño —y aún repetidas veces—
en la jurisdicción de Cali.
Capítulo X III
LAS HACIENDAS
, [. CunidOrtU y€ñ¿riíi,t¿.S
Pese al núm ero creciente de transacciones sobre tierras regis
tradas en más de un siglo, la m ención de linderos arcifinios y la
continuidad de los protocolos de escribanos p erm iten reconstruir,
para la jurisdicción de Popayán, el destino de algunas de las gran
des otorgaciones originales. Así por ejemplo, en tre 163'0 y 1725 la
distribución de las propiedades era más o menos como se registra
en la fig. 13.
La inform ación m ás exhaustiva, sin em bargo, no perm itiría
seguir con precisión el ritm o de fragm entaciones y reacomodos de
derechos de tierras. P or un lado, solo ocasionalm ente (en inven
tarios sucesorales, por ejem plo) se encuentra la m ención de pro-
; piedades que nunca fu ero n enajenadas , sino qué se conservaron
en el seno de la m ism a fam ilia d urante generaciones. De otro, las
ventas de pequeñas porciones de u n gran latifundio acaban por
form ar un enorm e rom pecabezas cuya reconstrucción minuciosa
no agregaría mucho a las conclusiones que se derivan de la totally
zación de las cifras ya realizada. Este capítulo se lim itará entonces
a fijar rasgos generales de tipos de haciendas, algunas de las cuales
p erduraron hasta bien entrado el siglo XIX. ^
La form ación de estas haciendas, como unidades productivas
que exigían ciertas inversiones en construcciones, herram ien tas y
mano de obra, fue m uy lenta. A unque algunas -databan de los dos
siglos anteriores, es evidente que en el curso del siglo X V III estas
hLmÍ£ndasme..m^ la^ acción de m inerosjy com erciantes.
. Por esta razón cabe distinguir en tre tres tipos de form aciones agra-
rias cuyos orígenes se sucedieron cronológicam ente. Estas forma-
dones dependieron de la com binación variable de recursos dispu-
nibles: prim ordialm ente de la mano de obra y luego de la propie
dad territo rial, de las técnicas y de los m ercados. Los tres tipos
I coexistieron durante el siglo X V III —y gran p arte del siglo X IX —>
j y debido a las fluctuaciones en los recursos que los hacían posibles
ninguno m ostró una tendencia m arcada a im ponerse sobre, los
j otros.
En p rim er térm ino, el tipo de explotación más antigao sería
LATIFUNDIOS DE POPAYAN 1.690 * 1. 725
t
201
Esta pobreza en h erram ien tas contrasta con su rela tiv a abun
dancia en las haciendas de pan coger o en los -trapiches. En 1731
P uracé tenía, adem ás de un molino, 35 palas, 19 hachas y 39 aguin-
ches. Novirao tenía, en 1737, cuatro puntas de arado, 22 palas, 16
hachas, una barra, 11 barreto n es y 33 aguincbes. A unque las “re
jas" o “puntas" de arado no aparecen m encionadas con m ucha
frecuencia, los bueyes -de arado en cambio casi nunca faltan en los
inventarios. En una descripción del ganado de 43 propietarios en
Cal-oto (en 1790) aparecían 795 bueyes de servicio (arado y tiro ),
de los cuales Japio tenía 146, M atarredonda 96 y la Bolsa 111 (2).
SI arado ’introducido en estas regiones carece hab er sido- como
en ios altiplanos del Nuevo Beino (3), de lo más rudim entario: una
sim ple . .ram a angular, con u na reja o plancha afilada en la p u n
ta". Este arado carecía de vertederas u orejeras, a las cuales se
acrÍDuye la v en taja cíe amorrar mano cíe obra pero que h ieren mas
profundam ente la tie rra i4).
La dotación m ás com pleta era, naturalm ente, la de los tra p i
ches. Además de los esclavos, ios trapiches debían in v e rtir en '
construcciones o ram adas, arm azones de trapiche, hierro p ara las
m asas y las hornillas y cobre p ara fondos y hornillas. U sualm ente
m antenían h erram ien tas de carpintería suficientes para la b ra r ca
noas, herm as, m angos de herram ientas, etc.y A unque el valor de
iOS Ic ¡J-i-CóCi L w p v. m elev a ^ )QCS
bienes de la hacienda y podía alcanzar h asta un 60% (como en el
caso de Arrovohondo. al norte de Cali, en 1743), esta proporción
era m ucho m enor que en las m inas (en las que u sualm ente era del
85% y m ás). O tros activos, como las tierras, el ganado, las in sta
laciones y las h erram ien tas podían hacerla descender a cerca de
un 40%. En Mima, por ejemplo, la hacienda de los jesu ítas de B u
ga, que en 1770 tenía más de 140 esclavos, éstos rep resen tab an só
lo un 36% del to tal del avalúo (5).
La distribución espacial de los tres tipos de unidades produc
tivas resulta previsible. Las haciendas de campo aparecían de vez
en cuando allí donde quedaba un resto de pobladoamndígenas. En
los alrededores de Popayán y en la v ertien te occidental de la cor
dillera central se perp etu aro n algunas de estas haciendas, como
contrapunto disperso nLlas enorm es extensiones dedicadas a p o tre
ros. .Aunque en el valle de Popayán existieron algunos trapiebesy
3. 'V- Orlando Fals Borda, EL hom bre y la tierra en Boyacd. Bogotá, 1957 p. 174.
203
La hacienda de Puracé pertenecía, a comienzos del siglo, a
don Lucas Gonzalo López del Aguila y la trabajaban los indios de
Puracé. Por esa época ya tenía un molino y una curtiembre. Al
bergaba un poco más de cien reses y mil doscientas cabezas de
ganado menor. En 1778 el vacuno había aumentado a 208 cabezas
y las ovejas disminuido a 724, seguramente por la carencia de ma
no de obra indígena. Este fenómeno se revela también en la rebaja
de los caballos trilladores: mientras que en 1711 y 1716 se men
cionaban cuarenta “. . . a cargo de los indios trilladores”, en 1778
no quedaban sino siete (7).
Lucas Gonzalo López (4- 1711) había poseído varias haciendas
de campo. Sus estancias de Pandiguando (que, como se ha visto,
pasó a la Compañía de Jesús) y Genagra también eran trabajadas
por los indios. En Puracé los sucedió su hijo José, quien también
se valía ,de los indios de su encomienda para trabajar la hacienda.
Según lá viuda de éste, doña Ja viera Baca de Ortega, Puracé era
una de las haciendas que más contribuían al abasto de harinas de
Popayán (hacia 1733). Ella insistía en explotarle pese a que,
cuando murió su marido, los avaluadores de las tierras habían
conceptuado que
“ .. .aunque en otros tiempos fueron de valía y estimación, hoy,
por la falta de beneficio y cultivo de ellas y estar la mayor
parte 2 nmontsd.2.s, 0 inútilss por ssts. rsizcn d.2 crictr §2112 dos
en ellas y tener muchos despeños.. . ” (8).
La hacienda tenía, no obstante, una sementera de trigo recién
sembrada de 25 fanegadas de sembradura (15 hectáreas) y uñ
“desmonte” que se empezaba a sembrar de 31 fanegadas de sem
bradura, además de una sementera de maíz de cinco-^fanegadas de
sembradura (o 18 has-. Aquí debe recordarse que estst unidad era
diferente para el maíz y para el trigo). La hacienda se avaluó en
tonces en cerca de cinco mil patacones, un poco menos de lo que
valía en 1778, debido seguramente al bajo aprecio de las tierras.
En esta última fecha Puracé fue inventariada entre los bienes
de doña Ignacia Mosquera, hija de don Cristóbal Mosquera y casa
da (en 1728) con don Miguel de Arrachea, contador de la Moneda
a partir de 1758. Las tierras, la casa y el molino se apreciaron en
cuatro mil pts. y el ganado en 1.790. La hacienda tenía ya cuatro
esclavos, como muchas de las haciendas de este tipo por la misma
época. Pasó a doña María Ignacia de Arrachea quien, en 1784, -sos
tenía también que el trigo de la hacienda era una de las principa
les fuentes de -abastos de Popayán.
La hacienda de Sotará fue de dos hermanas que murieron sol-
7. Ibid. Sign. 10.906 y User. 8 Juu. 1711 y 16 Sept. 1716.
8. Ibid. Sign. 7696 f. 17 -r.
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teras, doña Catalina y doña María Gaviria y Gamboa. En 1707 pasó
al minero Francisco' López Moreno. Perteneció también al español
Domingo de Ibarra ( + 1741) y a sus descendientes. Las señoras
tenían la encomienda de los indios de Sotará y Río Blanco que les
venía desde su abuelo. Los indios trabajaban la hacienda y en 1697
se quejaron del mayordomo a la Audiencia de Quito (9). Se trata
ba de un vasto latifundio que incluía dos estancias de ganado y
pan sembrar que iban desde el páramo, de Coconucos hasta los
términos de Almaguer, otras dos estancias de pan llevar, una de
ellas de seis leguas, otra estancia de una legua en cuadro y una
calera de- una legua. La hacienda incluía:
“ . . . casas, sementeras, rocerías de maíz y trigo, molinos, ape
ros, ganados mayores y menores, yeguas, caballos, muías, po
llinos echoros, e tc . . . ”
En 1707 valía cuatro mil patacones. En 1757 se vendió por la
misma cantidad y en 1769 por 6.661 (10).
Contigua a Sotará quedaba Hato Frío, que había pertenecido a
Cristóbal de Mosquera Figueroa. Pasó, en 1699, a su hija Agustina,
casada (en 1686) con el santafereño José Beltrán de Caicedo. Su
hijo, Antonio Beltrán de Caicedo, se valió de los indios paéces que
tenía encomendados para trabaj ar en sus estancias de Hato Frío
y Jámbalo. Este Beltrán mantuvo empresas mineras en el Chocó
(Río Negro) y en el río Esmita. Hato Frío se avaluó, en 1746 cuan
do murió Beltrán, por 2.290 pts. La hacienda se mantuvo en poder
de la familia durante tres generaciones hasta cuando, en 1776, la
viuda de Atanasio Caicedo la vendió por 2.415 pts. a Tomás Anto
nio de Quijano. Finalmente, en 1787 volvió a manos de otro Cris
tóbal de Mosquera (el sexto) por ocho mil pts., gravada con dos
mil de censos.
Otra familia tradicional, los Belalcázar, acumularon vastas po
sesiones. En la segunda mitad del siglo XVIII don Agustín Fer
nández de "Belalcázar fundó. ii-n_J-rapirhp en las tierras de Moiibío.
Belalcázar murió en 1691. su muier_en 1707 v los bienes de la pa
reja permanecieron en indivisión hasta, bien entrado el siglo XVIII
par am añtener a s j s h i j o s . En su testamento Fernández men
cionaba queMojíbío estaba a cargo de un mayordomo. Poseía tam
bién una estancia en Guambia, (en la que empleaba a los indígenas.;
.otra estancia cerca del río Cauca y tierras en Novirao. Su mujer,
doña Josefa Hurtado del Aguila, mencionaba también en sü testa
mento (1707) el trapiche de Mojibío con setenta u ochenta caba
llos trapicheros,' cerca de cuarenta esclavos y un hato con 250 re
ses vacunas y otros ganados. En un inventario posterior (1718)
11. Ibid. Test, de Pedro Agustín de Valencia de 19 Jul. 1786 en 1788 (IV ) f. 78.
Tam bién íf. 208 ss.
206
en jurisdicción de Calote, Cali y Buga. Como se h a visto, las h a
ciendas m ás cuantiosas de pan llevar nunca llegaban a los diez
m il patacones. Sólo en la segunda m itad del siglo algunas incorpo-
raro n esclavos y au m en taro n con ello de valor. E n contraste, la
hacienda de la Bolsa, con la que Francisco A ntonio de Arboleda
quiso fu n d ar un m ayorazgo a finales del siglo X VIII, fue avaluada
entonces en ciento tre s m il patacones. Este mismo- A rboleda había
comprado Japio y M atarredonda en 1778 por cerca de 54 m il pts.
Estas propiedades gigantescas, provistas de más de cien esclavos,
eran excepcionales. E n el valle geográfico no debía hab er más de
cuatro o cinco, incluidas Nima y Lianograiide de la Com pañía de
Jesús. Las haciendas más valiosas de la jurisdicción de Cali y Bu-
ga no sobrepasaban los tre in ta m il patacones (A rroyohondo, Ce
rrito, Alisal) y m uchas veces ni siquiera los veinte m il (Meléndez,
Ciruelos, Trejo, M alibu, Yegüerizo) (12).
208
los mineros preferían francamente el trabajo de los esclavos. Esto
obedecía, sin duda, a que ya los mineros no eran simplemente los
encomenderos sino que a esta actividad se habían incorporado al
gunos comerciantes. Por esta razón el oidor pudo reducir el reparto
para las minas del 20% al 10% y aún prever que no todo este 10%
sería empleado en las minas (15).
Así debió ocurrir efectivamente pues en 1695 el visitador Pe
dro de Salcedo' y Fuenmayor prohibió definitivamente el trabajo
de los indios en las minas. El oidor mencionaba el hecho de que
las minas de Chisquío —que la Corona había explotado en el curso
del siglo XVII— se habían agotado y que las minas que ahora se
explotaban quedaban fuera de la jurisdicción de Popayán, “en
temples enfermos” (16).
Es fácilmente concebible la tremenda presión que debía existir^
sobre el trabajo indígena en Popayán. No obstante, el oidor Inclán
Valdés se hacía eco de los prejuicios y las justificaciones usuales
entre los encomenderos al expresar que
“ . . . era muy notoria la floi edad de los indios, como lo ha en
señado la' experiencia y particularmente los de esta ciudad y .
su j u r i s d i c c i ó n .( 17).
r El oidor se refería al hecho de que se trataba ante todo de co
munidades campesinas, que no habían entrado en el circuito de
lias transacciones mercantiles o se apegaban a sus manufacturas
1 tradicionales, sin participar en las que los españoles y los mestizos
¡ejecutaban en las ciudades. Pero la formulación convencional so
bre la “flojedad”, el “ocio” o la “vagamundería” de los indios no
le impedía expresar más adelante que estaban sometidos a un ser-]
vicio ininterrumpido, sin ritmos de descanso (18). Aún más, ante ¡
la escasez de los indios se veía en aprietos para destinar porcenta
jes a las diversas actividades, pues era “ ...necesario proveer de
manera que haya quien sirva en todo. . (19).
Para atender todas las exigencias de brazos de gañanes, gana
deros, vaqueros, porqueros, cabreros, yegüerizos, tejeros, arrieros,
trilladores, acarreadores de piedra, etc. y después de distribuir otro
20% para mita urbana, el oidor dispuso que la tercera parte de los
indios sirvieran en las haciendas. Este tercio debía renovarse anual
mente pero en el momento de mayor demanda de brazos, en las
210
fiir'
r o s ..-E Al poblarse en la hacienda le dieron tam bién el nom bre
; de Pandiguando pero a la m u erte de su encom endero y al venderse
la hacienda a los jesuítas tuvieron que -trasladarse a las tierras de
doña Jerónim a Fernández, viu d a de su encomendero. L a señora
vendió estas tierras tam bién a su cuñado y luego pasaron a los
herederos del contador G arcía H u rtad o del Aguila. Estos decidie
ron m eter ganado en ellas y los indígenas quedaron sin donde
alojarse una vez más í22).
La escasez de los m antenim ientos en Popayán daba casi el
rango de u n servicio público a los cultivos de pan-coger, o al m e
nos así querían hacerlo aparecer los propietarios. En 1733 doña
j Francisca Jav iera Baca de Ortega, viu d a de don José Hurtado- del
í Aguila, pidió algunos indios de la que había sido u n a encom ienda
j de su m arido para sus haciendas de P u racé y Am viro. Según la
j señora, los frutos de estas propiedades
1 “ . .. s e traían y tra e n a esta ciudad para el com ún m anteni-
¡ m iento de ella, que como una de las principales y gruesas ha-
j ciendas p re sta b a “m uy considerable alivio a la causa pública,
’ i _ _____ -1 ->-• ___ __________ _____ _ "!___ _____ _ _ ___’u _ _] _ ^ J.*
i JLU‘S q u e te i u u u p u ^ U C 1JLCX q u t e o u j V i u u a IXC
212
Es decir, que hacia 1740, cuando se había alcanzado un techo
en la importación de esclavos, ya había un cierto número de ne
gros libres que podían ser empleados en labores agrícolas median
te el pago de salarios. Sobre este punto difería también el parecer
del fiscal de'la Audiencia de Quito pues, según él, a los negros li
bres se pagaba cuatro reales y
“...n o siendo los indios de peor condición que ellos, no es
mucho que se les de de la mitad de aquel jornal, pues no hay
desigualdad en el trabajo de unos y o tr o s...”.
El fiscal añadía que las condiciones habían cambiado radical
mente en Popayán desde fines del siglo XVII, cuando don Pedro
de Salcedo y Fuenmayor había expedido sus ordenanzas. En aquel
entonces Popayán era pobre, los campos no se cultivaban y las
harinas se tenían que llevar de Pasto. En contraste, en 1741 los
vecinos tenían minas y los esclavos negros que habían reemplaza
do la mano de obra indígena.
La preocupación por la suerte de los indios era un tópico con
vencional en todos los actos de la administración española. En
cualquier conflicto que opusiera a los funcionarios reales y los
propietarios criollos, los primeros podían echar mano a preceden
tes legislativos que se remontaban desde ordenanzas recientes has
ta disposiciones del siglo XVI. Las violaciones por parte de los!
propietarios eran tan permanentes que cualquier funcionario que¡
tuviera suficientes motivos de resentimiento para con los notables!
criollos podía acusarlos de violar estas órdenes reiteradas hasta el *
cansancio. Así, en noviembre de 1740 el contador Felipe de Usu-
riaga, el obispo y hasta el gobernador de Popayán se quejaron ante
el virrey Eslava (quien había desembarcado en Cartagena el 21 de
abril anterior).
“ ...d e las graves extorsiones que padecen los indios de esa
provincia por la opresión en que los tienen sus encomenderos
y dueños de haciendas de campo con motivo de los reparti
mientos que se hacen para su cultura y labor.. . ” (28).
Los motivos de estas acusaciones pueden parecer sospechosos
pero el fondo del asunto era indiscutible. El contador Usuriaga,
por ejemplo, había tenido más de una ocasión de conflicto con en
comenderos y propietarios en su largo ejercicio como oficial real
y una de las más recientes se refería precisamente a repartos de
indios para trabajos públicos por parte del Cabildo (29). El conta
dor se había opuesto a que el Cabildo repartiera indios de la Co
rona, ubicados en pueblos distantes, para los trabajos de un puente
sobre el río Cauca. El obispo, igualmente, no había estado exento
28. Ibid.
.214
lían a la tercera p a rte del salario de u n indio que trab a jara de sol
a sol en una hacienda. Y, pese .a las prohibiciones, los encom ende
ros conmutaban] con m ucha frecuencia ios pagos en dinero de los
indios por servicios en sus haciendas. Don Antonio B eltrán de
Caicedo, por ejemplo, condonó el trib u to de los indios paéces que
tenía encomendados. Es-tos '’‘asistían” en H atofrío, hacienda que
don A ntonio había heredado de su m adre y que estaba contigua a
Sotará. Esta hacienda, como la de Sotará, producía cereales y es
taba dotada de un molino, bueyes de arado (80) y potros de trilla
(treinta) (31). Así, la hacienda dependía absolutam ente para su
funcionamiento' de los indígenas que habían sido poblados en ella.
El mismo encom endero ordenaba en cambio cobrar tributos a los
indios de Jám balo 37 a los paéces que se hab ían poblado en Já m
balo. Por u n lado estos indios se hab ían negado desde hacía años
a pagar el trib u to y por otro habían m anifestado “in g ra titu d ” h a
cia B eltrán por haber obtenido am paro de una lom a que el en
comendero consideraba suya. F inalm ente les donaba la loma,
“'...p u e s si no ios hubiera m irado con piedad, la h u b iera vendido
en trescientos patacones”.
La dádiva era en este caso un expediente de prem io o castigo
por servicios recibidos o por rechazos experim entados. La fam ilia
ridad con los indígenas adscritos a la hacienda term inaba por hacer
creer que el indio hacía p arte de ella, ju n to con el ganado y los
aperos.
En el caso de donaciones de tie rra a los indígenas, que se ha
visto como m i rasgo de generosidad p atriarcal y benevolente, en
m uchos casos no obedecía sino al deseo de m an ten er disponible una
mano de obra. Esta benevolencia señalaba así la transición de un
régim en compulsivo de trab ajo —la encom ienda, la esclavitud, el
concierto— a nexos no institucionalizados de gam onalism o y clien
tela.
215
' Los trapiches mismos del valle del Cauca combinaron la pro
ducción de azúcar y mieles con hatos que aseguraban el abasteci
miento de los esclavos dedicados a los trapiches. Los propietarios
de Popayán, comerciantes y mineros que compraban tierras y oca
sionalmente levantaban una hacienda, dispusieron siempre de po
A treros que dedicaban a la ceba de ganados (rara vez a la cría) para
venderlos ventajosamente en la ciudad o hacer “sacas” a las regio
nes mineras.
Sin ser una sociedad de frontera, pues la presencia de ciudades
v el luego a la vida urbana eran notorios.Ta diversificación agrí
cola de la GobernaciérTcfe Popayán fue tardía~y~ae apariencia in-
cipiente. "Este no era un~tactor del todo adverso en ló qüe"se réñ'é-
re a la calidad de la vida de los pobladores puesto que su densidad
era muy baja. Paradójicamente, los consumos vitales, aún de las
capas más bajas de la población, podrían compararse ventajosa
mente a los que ha deparado el subdesarrollo contemporáneo. Na
turalmente, hoy sabemos que una sociedad precapitalista no es
una sociedad subdesarrollada. Un sistema económico de.este tipo
tenía su propia dinámica, sus crisis peculiares y márgenes de. cre
cimiento que operaban dentro de un orden de magnitudes propio:
de población, de recursos, de disponibilidades técnicas.
En el caso de las ciudades de la Gobernación de Popayán, el
consumo de carne podría parecer asombroso hoy día. Los procu
radores de la ciudad de Popayán no se cansaban de repetir, en los
momentos de penuria, que la carne era el recurso básico del co
mún. En 1736, por ejemplo, el procurador de ese año hablaba de
la carne como “el más necesario alimento con que se mantienen
así ricos como pobres”, aunque otro procurador (en 1794) admitía
que los ricos “pueden, en caso de urgencia, subrogar en sus mesas
viandas que llenen el lugar de la carne”. Los pobres, en cambio,
dependían absolutamente de la carne, dado el tipo de explotación
predominante de la tierra. El procurador de 1736 insistía en otro
memorial:
“ .. .no hay razón legal ni motivo para que el público padezca
la necesidad que es notoria, careciendo del alimento más re
gular y socorrido en todas las gentes y con gran particularidad
en los pobres.. . ”.
En 1741, nuevamente, el procurador mencionaba los “clamo
res de la república” por falta de carne. Y el de 1755 hablaba de
“ . . . l a grave consternación en que se halla el común con la
falta de carne, único bastimento de este país y cuya falta no
hay con qué suplir, por ser los demás mantenimientos de éi
escasos y por consiguiente caros.. . ”.
Así, en materia de abastecimientos, puede decirse que la carne
sustituía a los cereales que fueron la base material de subsistencia
216
de los asentamientos urbanos en Europa y en gran parte de Amé
rica. Ya para el siglo XVIII este tipo de economía representaba
en Europa apenas un recuerdo de los “rudos comienzos” de la hu
manidad, cuando las vastedades permanecían incultas y eran aban
donadas al ganado (32).
Al considerar la renta de la tierra, Adam Smith veía cómo
los valores relativos de los cereales y de la carne eran diferentes
én los sucesivos períodos de la agricultura. En el que atravesaba
por entonces Europa occidental, el trigo —capaz de alimentar más
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(juCao sj. oxí iiJLcruici c i a.xc.a ncvcaaii.a p a ta ou jk/¿uuuv,viuü---- icgu xaüd
ya la renta y las ganancias de las tierras dedicadas al pastoreo.
Como en Europa podía dedicarse pocas tierras al ganado, el precio
de 1§l carne debía ser más alto que el del trigo producido en un
área''semejante. Smith citaba como una situación inconcebible en
Europa el caso de Buenos Aires, en donde el precio del ganado era
apenas un poco más elevado que el del trabajo de cogerlo. Los ce
reales, en cambio, no podían cosecharse sin una gran cantidad de
trabajo y —reflexionaba Smith— en un país situado en la ruta de
la placa del Potosí el trabajo no podía ser barato (” ).
■Pese a esta diferencia de evolución, las ciudades de la Gober
nación de Popayán sufrieron crisis periódicas de mantenimientos,
como en toda economía precapitalista. Los trabajos de E. Labrousse
para Francia y de E. Florescano para México en el siglo XVIII
han mostrado las consecuencias sociales de este tipo de crisis. En
estas dos sociedades tan diferentes, los rasgos comunes de una eco
nomía agraria sometida a los avatares de la naturaleza estaban en
la base de un juego social complicado en el que los intereses ma
teriales de las clases sociales tejían la trama de la historia. Las
crisis de la producción agrícola tenían consecuencias diferentes en
todo el espectro social: para los asalariados, para los terratenien
tes, para los pequeños productores y para los manufactureros.
El esquema de las crisis de mantenimientos en ciudades que
dependían de una economía casi pastoril es menos complicado. En
términos generales, sólo se identifican tres crisis de gran magnitud
durante el período (1683-1689, 1741-1747 y 1783-1790 o 91) con al
gunos años difíciles (sobre todo después del verano, a partir de
octubre) salteados a comienzos del siglo y en el decenio de 1730.
Las causas más aparentes del despoblamiento periódico de los ha
tos fueron el aislamiento de los criaderos de los centros de consu
mo, las rivalidades por el consumo entre diferentes ciudades, las
epidemias y posiblemente el consumo excesivo. Los años de penu
ria relativa obedecían sobre todo a factores climáticos: veranos
excesivos que asolaban los pastos.
32. Adam Smith, The Wealth of Nations, Cap. XI, Primera parte.
33. Ibid.
217
E sta economía, mucho- menos com pleja que la productora de
cereales, no señala una transición hacia form as superiores o máá
eficientes de producción. Descansaba sobre el monopolio casi abso
luto de la tierra por parte de una pequeña clique que, al mismo
tiempo, podía decidir en el Cabildo sobre los precios de v en ta de la
carne al público o sacar partidas de ganado a otras regiones o aún
dedicarlas al consumo de sus propias cuadrillas de esclavos.
El ritm o de los precios, que en las economías ag rarias produc
toras de cereales evolucionaron favorablem ente en un período lar
go y significaron un síntom a inequívoca de crecimiento- en Popa-
yán apenas i alonaban las crisis de m antenim ientos y proporciona
ban ventajas transitorias a los terraten ien tes. El crecim iento
demográfico no hacía sino agravar estas crisis y, en el m ejor de
ios casos, estrechar el ám bito en .el que podía desarrollarse una
explotación extensiva de la tierra. D urante el siglo X V IIi, sin
embargo, este proceso apenas comenzaba a esbozarse. En compa
ración con el siglo XIX, el X VIII, era u n siglo todavía em in en te
m ente urbano, en el que el control social se ejercía sobretodo en
el ám bito político de las ciudades, Ei~ ellas se mantenía, el grueso
de la población no indígena o esclava a la que era posible alim en
tar con los hatos que pastaban librem ente en todo el contorno
rural.
A comienzos del siglo el precio de la carne era accesible al
común. De otro lado, las m atanzas efectuadas en el año y el n ú
mero de reses sacrificadas indican que los habitantes de Popayán
consumían carne casi a diario. En 1715 el capitán C ristóbal de
M osquera se obligó a dar el abasto por todo el año-. En septiem bre
anunció que no podía dar térm ino a su compromiso debido a que
inicialm ente había calculado que debería proveer cincuenta rases
a la sem ana pero que en ese año, debido a la falta de cereales, se
había consumido entre setenta y ochenta novillos sem anales. Asi,
la expectativa norm al del consumo p ara ese m om ento era de más
de 2.500 roses anuales. A mediados deí siglo se estim aba que la
ciudad requería cuatro m il reses anuales para su abastecim iento.
Y en 1785, en plena crisis, el cálculo era de 35 reses por cada m a
tanza, es decir, se req u ería 3.820 novillos anuales pues h ab ía dos
m atanzas por 'semana.
Estos estimados no debieron cum plirse sino rara vez. TTn im-
puesto uniform e cobrado a p a rtir de 1756 (de uno y medio reales
sobre cada novillo sacrificado) indica que en ese año se m ataro n
2.845 reses, al año siguiente apenas 1.877 y en 1759, cuando subió
el precio, 2.979. Esta ultim a parece ser la cifra más alta en épocas
de abundancia, al menos de novillos expendidos en la carnicería
controlada por el Cabildo. D urante las épocas de crisis podían pa
sar sem anas enteras sin una m atanza. En enero y feb rero d e 1789
los vecinos de Popayán tuvieron que. contentarse con un prom edio
de ocho reses por m atanza y un m es m ás ta rd e con la m itad.
218
Bien es cierto que, tanto en épocas de crisis como de abun
dancia, operaba el “ra stro ’4, o m atanzas ilegales fuera de la carni
cería. D urante la escasez, las m atanzas del rastro escapaban a la
lim itación de precios im puesta por el Cabildo y en la abundancia
se eludía el gravam en de las alcabalas y del “prom etido” o im
puesto m unicipal. Inclusive podía venderse la carne más b arata si
■el creció del Cabildo era artificial.
E ntre 1772 y 1780, época de abundancia de ganado, se m ataron
anualm ente entra 2.500 y cerca de tres m il novillos. Esto quiere
decir que en cada maxanza se sacrificaban, en promedio, entre 24
y 28 rese's, aunque m uchas veces se m a taran cerca de cuarenta.
En estos años la cantidad de novillos vendidos legalm ente en la
carnicería debió depender de la com petencia de los rastros. Es
probable entonces- que éstos proporcionaran cerca de la cuarta p a r
te del ganado- que consumía la ciudad, con la cual se ajustaban las
cuatro m il cabezas calculadas.
En la estim ación del consumo aproxim ado de carne surge otro
problem a con respecto al p eso 'd el ganado. ¿Cuánto pesaba una res
que iba a la carnicería d u ran te el siglo X V III? Sobre la edad del
ganado m uchos datos son explícitos: se req u ería novillos m ayores
de tres años, aunque d u ran te las crisis o las épocas de p en u ria el
Cabildo obligaba .a los propietarios a m a tar ganado mucho más
joven. El peso de este ganado sólo puede inferirse de algunos da
tos —a veces confusos— sobre el rendim iento en metálico de cada
novillo y los precios de la carne, el cebo y otras partes. De todas
m aneras estos- datos ap u n tan todos a u n a conclusión: el peso de los
novillos sacrificados era m uy bajo.
En 1697, el fiscal de la- A udiencia de S anta Fe, de paso- por
Popayán, sostenía que al vender la arroba de carne a cuatro reales
(un precio que juzgaba exorbitante) u n novillo rendía de diez a
doce patacones. Esto quiere decir que el peso de cada res oscilaba
entre 20 y 24 arrobas, es decir, en tre 225 y 270 kilogramos. Pero el
fiscal suponía tam bién que, de re b a ja r el precio a dos o dos reales
y medio, se obtendrían ocho o nueve patacones por novillo. Este
cálculo supone novillos de 324 y 360 kilogram os. A unque u n m a r
gen de cien kilogram os de diferencia en los cálculos del fiscal
significa una im precisión enorme, por lo menos resu lta verosím il
que el ganado de la época lio pesara m ás de -350 kilogram os y que
pudiera descender a 225 Kgs. y aún menos. En 1789, casi al final
de la crisis, se pesó en la carnicería ganado llevado de Cali por
cuenta del Cabildo. La arro b a de carne se vendió a siete reales y
cada novillo rindió entre 17 y 19 patacones, escasam ente la canti
dad que se pagaba por ellos. Si se descuenta lo que pudieron pro
ducir el cuero, el cebo y la cabeza, resu lta que las reses que se
m ataron escasam ente llegaban a los 200 kilogramos.
Si se acepta un peso prom edio de 315 Kgs. p ara u n novillo
219
aceptablemente cebado, resulta que hacia 1715 la expectativa ¿le
consumo de la ciudad era de un millón y medio de libras anuales
o de 4.400 diarias, suficientes para alimentar a unas quince mil
personas. A mediados de siglo esta expectativa había aumentado
en un sesenta por ciento, es decir, se esperaba alimentar a más de
veinte mil personas.
Sin embargo, el problema del abasto de carne fue crónico y,
según los libros de Cabildos de la Ciudad, de ningún asunto se
ocupó el Cabildo con tanta frecuencia y tan prolijamente como és
te. En el Cabildo estuvieron representados preferentemente los te
rratenientes aunque sus decisiones fueron contrastadas por la pre
sencia de -mineros y comerciantes. El examen de las discusiones
entre los regidores y de las inquisiciones practicadas sobre las exis
tencias de ganados dejan la impresión de que en algunos casos los
terratenientes buscaron elevar los precios de la carne y para ello
provocaban una escasez ficticia. La mayoría de las veces, sin em
bargo, se trataba de una crisis real.
La costumbre y las regulaciones establecían que se hicieran
dos matanzas cada semana o sea ciento cuatro al año. Para pro
veer al abasto no se tuvo nunca un método fijo. En general, se
distribuía entre los criadores y los cebadores a prorrata de sus
ofertas. En ios años de abundancia se ofrecían de veinte a treinta
propietarios y las matanzas se distribuían entre ellos. Algunos lo
graron el privilegio de que se les asignara un mes fijo, corriendo
el riesgo de los años malos. Cuando no había postores para el
abasto —en épocas de escasez o cuando se quería forzar el precio—
el Cabildo procedía a asignar matanzas entre los terratenientes
según sus noticias sobre el número de ganados que cada uno man
tenía en los potreros de la jurisdicción de la ciudad. En ausencia
de estos “obligados'’ el ganado se vendía a “rastro”, es decir, por
fuera de la carnicería. Las órdenes religiosas y el hospital tenían
el privilegio de matar ganado por su cuenta y muchas familias lo
hacían tanto en sus haciendas como en la ciudad misma.
Los hatos más numerosos se encontraban al sur de la ciudad,
entre Río Hondo y el río Quilcacé. Todavía más al sur, existieron
grandes hatos (en el valle del Patía) a comienzos del siglo. En
cambio, al. norte del río Molino hasta el río Ovejas —en donde
comenzaba la jurisdicción de Caloto— los potreros sólo mantenían
algún ganado en haciendas como Genagra, Galibío, Río Blanco y
Guacas. En 1713 el capitán Francisco Hurtado del Aguila decía
tener un hato en el valle del Patía de más de treinta mil reses de
cría. El hato existía desde el siglo anterior y en 1695 su propietario
se había obligado a entregar a un apoderado de la Compañía de
Jesús de Quito dos mil novillos (a siete patacones, uno y medio
reales cada uno, un precio elevado para la época) en esta banda
del río Guachicono. Pero ya en 1728 uno de'los herederos decla
raba
220
. .ser cuasi imposible manejar y aprovechar los ganados va
cunos y yegunos de dicha hacienda por lo viciados que están
y ser tal su soberbia que los más se mueren de cogerlos y estar
en la misma conformidad viciados los esclavos que en la dicha
hacienda h a y . ( 34).
En los alrededores de Popayán y al norte del río Molino los
hatos no eran muchas veces de ganado de cría. Los novillos proce
dían casi siempre del valle del Magdalena y los terratenientes se
limitaban a engordarlos para revenderlos!35). Naturalmente, re
sulta difícil saber La proporción en que se encontraban los novillos
de ceba con respecto a lo que podría ser el “inventario” de gana
dos de cría de la provincia. En 1790 un recuento del ganado de 48
propiedades de Caloto distinguía entre ganado de cría y novillos
de ceba “en sazón”, “mediana,sazón”, “media sazón” y “tenue sa
zón”-. Estos novillos sumaban 4.466 contra 31.798 cabezas de gana
do de cría í36). La situación de Caloto a fines del siglo no es com
parable a la de la jurisdicción de Popayán a lo largo de la centu
ria. Es probable que- la proporción de novillos de ceba no haya
sido de uno a siete, como en Caloto. sino mucho menor.
Varias encuestas realizadas en 1735, 1765 y durante las épocas
de crisis (1741-47 y 1783-90) revelan la precariedad de los hatos
de Popayán. En 1735 y 1742, por ejemplo, sólo el contador Felipe
de Usuriaga tenía una cría de consideración (de más de cinco mil
reses) en su hacienda de Cajamarca, en el sur. En estos años di
fíciles los novillos empotrerados a duras penas alcanzaban a satis
facer el abasto de un ciño. Además, los terratenientes se resistían
a llevarlos a la carnicería- porque estaban “fuera de sazón”, es de
cir, casi recién comprados a los criadores del valle del Magdalena.
En 1784 se contaron apenas 2.880 novillos flacos y 838 gordos
en 26 potreros entre el valle del Patía y el río del Ejido.'Al norte
de la ciudad, entre el río Molino y el de Piendamó, no había sino
925 novillos gordos y 1.465 flacos en 35 hatos o potreros. Más allá
del río Piendamó sólo se contaron 63 cabezas. Al año siguiente,
cuando ocurrió una “peste” que diezmó los ganados, quedaban só
lo 1.698 novillos al norte del río Molino. En 1786 se contaron 3.308
cabezas al sur de la ciudad, hasta el valle del Patía. Y en 1789 sólo
había allí 2.953 novillos contra 1.375 entre el río Molino y el Pa-
lacé.
El contraste entre las dos regiones subraya el desfase de su
poblamiento, más tardío en el sur que en el norte de la ciudad.
221
Pese a esto la presión del consumo había copado y,a las posibilida
des de una economía de fro n tera y por eso los hatos- debían recons
titu irse perm anentem ente con novillos traídos de Neiva y Timaná.
A ún los vecinos de Cali debían acudir a Neiva para repoblar sus
hatos.
E sta fuente de abastecim ientos fue pronto monopolizada por
S anta Fe que podía alegar su jurisdicción sobre el valle del Mag
dalena. Si bien Popayán pudo atra er durante mucho tiem po los
ganados de Neiva, debido a que allí alcanzaban m ejores precios
que en S anta Fe, e inclusive ganar decisiones -favorables en el
Concejo de Indias, finalm ente en 1741 el virrey Eslava prohibió
cleilim ivam eiite la saca de ganados del valle del M agdalena hacia
la G obernación de Popayán.
Como la m ayor p arte de las tierras útiles- de la G obernación
estaban dedicadas a la ganadería, los te rraten ien tes de las ciuda
des buscaron en varias ocasiones elevar los precios del ganado y
de la carne que se vendía al común. Hacia 1666 la arroba de carne
valía en P opayán entre u n real y medio y un real tres cuartillos.
Un siglo más tard e este precio se había triplicado (a cuatro y m e
dio reales) y todavía a finales del siglo X V III se había q u in tu p li
cado (a siete y ocho reales). Este aum ento, sancionado p o r el Ca
bildo, fue gradual y con algunos altibajos. 'Pero por fu era del pre
cio legal la arro b a de carne se vendió en los rastros en m uchas
ocasiones a seis, siete u ocho reales desde m uy tem prano.
D u ran te el período del gobernador Jerónim o de B errío (1683-
89) se experim entó escasez de ganado y B errío prohibió las sacas
de la jurisdicción de Popayán a otras partes. A raíz de esta crisis
el precie de la arroba de carne subió a tres reales. Al finalizar el
siglo el fiscal de la A udiencia de S an ta Fe ’s e atrajo la enem istad
duradera de los payanases al d en u n ciar que los propietarios ven
dían a precios exhorbitantes. Según el fiscal, la arroba de carne
se vendía a cuatro reales, con lo cual un novillo rendía de diez a
doce patacones. Este mism o novillo valía entonces en N eiva dos
patacones y, llevado a Popayán en una p artida grande, cuatro
patacones. El cebador que vendía en los rastros duplicaba o trip li
caba entonces su inversión.
A fines del siglo X VII y d urante los tres prim eros decenios
del X V III, u n solo propietario era capaz de ofrecer el abasto por
seis m eses e inclusive durante años enteros. Así, don Francisco
H urtado del Aguila, el gran terraten ien te del P atía, ofreció d ar el
abasto por dos años en 1698 y por tres en 1710. Pese a algunas di
ficultades en el abasto —posiblem ente originadas' en la in estab ili
dad política—, el precio de tres reales fijado- por el Cabildo se
m antuvo du ran te estos años. A unque hubo ocasiones de rep arto
forzado, casi siem pre los propietarios se prestaron a proveer gana
dos, al m enos h asta el fin del verano cuando solían q uejarse de
que los pastos estaban agotados. De N eiva se traían grandes p a r
tidas: en 1699, por ejem plo, don Alonso G arcía H urtado compró a
José Perdom o 11.600 pts" en novillos, toros y vacas (a cinco, cua
tro y tres patacones seis reales cabeza) y en 1700 el capitán Lo
renzo Lasso de la Espada encargó a l mismo Perdom o com prarle
en Neiva cuatro mil novillos. Estos- debían ser de mas de tres años,
ÍC. . .como se acostum bran los ganados que se llevan p ara la ciudad
de Q u ito ..
D urante el siglo X VII Popayán había visto tran sitar las sacas
de ganado aue iban desde las jurisdicciones de Cali, Buga y C arta
ge hasta Quito, Todavía en 1714 el capitán Ju a n A lvarez de Lirias
español que ocupaba la alcaldía m ayor provincial en Popayán, se
com prom etió a poner en el río M ira, el lím ite de la jurisdicción
de la villa de Ibarra, m il trescientos novillos provenientes de su
hacienda en C ajam arca “ . .. s i n que h aya en tre ellos ninguna res
de jurisdicción de B uga ni de P a tía ”. En 1728 la hacienda de Lla-
nogrande de los jesuítas sacó más de m il quinientos novillos con
destino a Q uito í37). Se entiende por qué m uchos criadores p refe
rían vender ganado ai sur de Popayán: A lvarez recibiría siete pa
tacones por novillo, en vez de los cuatro o cinco usuales en P opa
yán. Y la Compañía vendía a cuatro patacones cabeza, en vez de
les veinte reales que se pagaban en Cali y Buga.
En el decenio1 de los veintes se redujo el precio de la arroba
de carne e n P opayán a dos y medio reales cuando se presentaron
(en 1728) veinticinco postores ansiosos de colocar sus ganados p a
ra el consumo de la ciudad. La Com pañía de Jesús afirm aba que
la cría del Colegio podía abastecer el lugar todo el año . .porque
este Colegio es el principal criador”. Al año siguiente los te rra te
nientes quisieron forzar de nuevo una subida del precio de la arro
ba de carne a tres reales pero un com erciante en esclavos, don
Cristóbal Botín, ofreció cuatro m il patacones p ara asegurar el
abasto. En 1730 los terraten ien tes se abstuvieron de hacer posturas.
Según el procurador de la ciudad, los vecinos te n ían “bastantísim os
y sobrados ganados” pero estaban decididos a forzar la subida a
tres reales.
En Cali ocurría algo sem ejante. Sólo que allí el ganado era
m ás abundante y por eso los terraten ien tes tard aro n u n poco más
en lograr su propósito fon 1734 tr nr. rmng Hpqpnás qu>p pn P-npa-
y án ). En 1732 comenzó a exp erim en tarse dificultades reales con el
abasto de Popayán. E n 1734 el Cabildo acudió a u n vecino de Cali
don Nicolás de Caicedo, quien tenía m il novillos en M azam orras
u na hacienda que caía bajo la jurisdicción de Popayán. A nte la
continuada escasez comenzó a m atarse ganados en el rastro y el
precio aum entó medio real.
3/. Ib id . S ig n . 4139-
223
Para entonces la escasez no era ficticia. Santa Fe presionaba
para que los gana-dos del valle del Magdalena no pasarana Popa-
yán y por esto los/terratenientes de esta ciudad mantenían muy
pocos en sus hatos, o los que tenían estaban empotrerados muy
recientemente. En'1736 un Cabildo abierto aprobó un nuevo precio
oficial de tres y medio reales para la arroba de carne y de diez y
ocho (contra 16 anteriormente) para la arroba de cebo que se
destinaba a la confección de velas.
Esta subida provocó resistencias y críticas, inclusive entre los
mismos notables. Un nuevo cabildo abierto la ratificó por iniciati
va del Cabildo eclesiástico y de las órdenes religiosas, pese a la
disidencia de personajes importantes. Uno de ellos, el alguacil
mayor, comentó lacónicamente que “ ...fu era diferente el dicta
men de los pobres si se hadaran p resen tes...”. Por su parte, un
comerciante y un minero a los que el Cabildo se había negado a
recibir en su seno sostenían que el alza “ .. .no se hubiera permi
tido. si los más individuos de este ayuntamiento, sus deudos y
allegados, no tuvieran y hubieran tenido parte en los dichos
ab a sto s...”.
Entre 1741 y 1747 no hubo postores voluntarios y el Cabildo
tuvo que asignar matanzas obligatorias entre los terratenientes. En
1744 la arroba de carne se vendía a siete y ocho reales en los ras
tros y en 1749 había subido a cinco en la misma carnicería. Ade
más, los que sacrificaban ganado reducían la arroba de 18 o 20
libras. Para 1750, sin embargo, algunos vecinos ofrecieron el abas
to a cuatro y cuatro reales y medio.
Entretanto la arroba de carne se vendía en Cali a seis reales y
por eso los criadores y quienes traían ganados de Neiva y Timaná
preferían remitirlos a esa ciudad. Un nuevo cabildo abierto cele
brado en 1759 acordó oficializar el precio de cuatro reales y medio
a fin de evitar el desvío de los ganados hacia Cali.
La crisis del decenio de los 40 había afectado en general a las
ciudades de la Gobernación y después de 1750 todas se vieron obli
gadas a traer ganados de Neiva. Los mineros del Chocó se queja
ban de la insuficiencia de los abastecimientos del “valle interior”
y uno de ellos señalaba, en 1763, que
“ .. .las carnicerías de Calato, Anserma y Toro son nombre inu
sitado y vago y en Cali y Buga se -halla la mayor parte en va
caciones, sin que el ayuntamiento de estas ciudades hayan has
ta ahora podido encontrar norma que proporcione subsistencia
para tres meses de los doce, por mas que se maten y traten de
matanzas.. . ” (38).
224
Ya para 1760, sin embargo, había normalidad en los abastos
de Fopayán, aunque la recuperación parece haber sido más lenta
en Cali. En Popayán los vecinos competían por asegurarse un lu
gar en el abasto y algunos ofrecieron vender carne al antiguo pre
cio de cuatro reales la arroba. Otro se comprometió a dar toda la
cal necesaria para el puente que se construía sobre el río Cauca a
condición de que se le asignaran diez matanzas permanentes. No
faltaron tampoco acusaciones de que los regidores o los alcaldes
se repartían matanzas a sí mismos en desmedro de otros “obli
gados”.
La crisis de 1784-1790 tuvo características más acusadas toda
vía que la de 1741-4-9. En 1784 e l regidor José María Mosquera
terrateniente y dueño de hatos, propuso una subida de los precios
para compensar a los cebadores de pérdidas que acababan de su
frir al proveer ganados “fuera de sazón”. Ese año los ganaderos
habían sido compelidos a dar el abasto a pesar de sus protestas de
que sólo tenían novillos recién empotrerados. Al año siguiente se
hizo también reparto forzoso y en diciembre el Cabildo accedió a
subir el precio de la arroba a cinco reales “ ...para que los ceba
dores y ganaderos de otros lugares traigan sus ganados a esta ciu
dad . . . ”, pues todos los vecinos designados por el Cabildo para dar
el abasto se iban excusando con el pretexto de que la “peste” ocu
rrida ese año había asolado sus ganados.
Las concesiones del Cabildo en cuanto, al precio de venta al
público se sucedieron con inusitada rapidez. Apenas veinte días
después de la primera alza se accedió a subir el precio de la arroba
a seis reales. En 1787, 88 y 89, el mismo Cabildo tuvo que comprar
ganados a criadores de Cali para venderlos a siete y ocho reales la
arroba, pues debía comprar cada cabeza a 17 y 18 patacones, más
del doble de su valor normal. Como medida extrema, en. febrero
de 1789 se liberaron los precios “ . . . para que cada uno lo venda al
precio que p u d iera...”.
La epidemia de 1785 debió afectar a todos los ganados de la
provincia pues Cali prohibió las sacas de su jurisdicción. Popayán
apeló al gobernador y consiguió que algunos vecinos de Cali y
Buga mataran en la carnicería. Esto provocó fricciones entre los
dos cabildos. El de Cali se quejaba de que los payaneses hubieran
recurrido al gobernador, violando sus “derechos naturales”.
Pese a la relativa abundancia de ganados en Cali, los precios
por arroba fueron allí más elevados que en Popayán. Por un lado,
Popayán gozaba de los suministros del valle del Magdalena y, por
otro, los terratenientes de Cali pudieron presionar los precios más
constantemente al tener un mercado alternativo en Raposo y en el
Chocó. Por eso la liberación de los precios de 1789 resultó atractiva
para algunos vecinos de Llanogrande y Buga que se apresuraron
a ofrecer el abastecimiento de Popayán. Ya en 1792 y 1793 hubo
posturas de vecinos de la ciudad 3c el procurador de 1794 se felici
taba por los resultados obtenidos:
“'.. .q u e habiendo sucedido felizm ente el tiempo de abundan
cia de carnes al de una grave necesidad en que gimió el pue
blo con gravísim o perjuicio de los ganaderos a quienes a tro
pellaron varias providencias poco cuerdas y, lo que es má’s,
con la m iseria y ham bre de los pobres expuestos a su frir siem
pre lo más fu erte de la carestía, es preciso no olvidar aquellos
medios proporcionados que causaron una m utación tan prove
chosa. . . L
El procurador se refería a la lib ertad de los precios, que debió
hacer afluir ganados de Neiva, Cali y Buga a los potreros de los
terraten ien tes de Popayán. A unque el precio acordado en 1785 de
sais reales se había im puesto como u n a ‘m edida pasajera, la arroba
siguió vendiéndose a ese precio. Esta situación favorecía los ras
tros que podían venderla a cinco. Lo cual indica que los ganaderos
podían aprovechar las consecuencias de u n a crisis que elevaba los
precios 3/ eme el Cabildo, compuesto por terratenientes, no se mo
lestaba en m odificar.
Los avatares del abasto y de los precios de la carne sugieren
que el crecim iento de la población presionaba cada vez más sobre
las existencias de ganado. Muchos propietarios se excusaban de
dar el abasto en los años críticos alegando que tenían que alim en
ta r a sus crecidas fam ilias. En éstas debían incluirse esclavos y
alguna clientela. En 1733, por ¡ejemplo, don Cristóbal de M osquera
decía ten er cien novillos que
“ ...te n ía prevenido' para el crecido gasto de raciones de la
agente que pende de m í y es necesario p ara l a ' m anutención
’de las sem enteras de trigo y maíz, ta n necesarias como la
c a r n e .. . ”.
A fines del año siguiente la m arquesa Dionisia Pérez M anri
que alegaba que no tenía ganados ni p ara su casa, “que m antengo
más de^trescientas almas, como a V. Sa. le consta”. D urante la
crisis de 1741-47 este fenóm eno de autoconsum o se generalizó y
ésta era una de las razones por las cuales los terraten ien tes se n e
gaban a dar el abasta.----------------------------------------- —
En las épocas de crisis la situación e n las haciendas debió ser
más soportable que en las ciudades. La vida urbana dependía de
abastecim ientos regulares y sus posibilidades se iban estrechando
con la presión dem ográfica y posiblem ente con la consolidación de
las haciendas de trapiche. Empero-, todavía en el siglo X V III la
vida u rbana m ostraba una vitalidad que desapareció en el siglo
siguiente. A quí se ab re una perspectiva a los nuevos problem as
que tra je ro n - consigo las guerras de independencia y las g uerras
226
civiles del siglo X IX , las cuales desarticularon los abastecim ientos
urbanos, p articu larm en te de ganado.
38 bis. V. Juan M anuel Pacheco,. Sj. Los jesuítas en Colom bia. Bogotá (sin fecha de
im presión) t. II, p. 174 y 178.
40. V. Sobre la empresa de los jesuítas V. G. Colmenares, Las haciendas de los Jesuí
tas en el Nuevo Reino de Granada. Bogotá, 1969.
229
-para el abasto. Al año siguiente y otra vez en 1746 la hacienda
tuvo que enviar ganados a Japio, víctim a sin duda de la crisis.
En 1741 una nota al m argen de la contabilidad lam en ta que 115
novillos pesados “no dieron ni a cinco peso's”.
Según la contabilidad de L lanogrande ¡el ganado había ido su
biendo de precios: en 1736 los novillos h abían pasado de cuatro a
cinco patacones y en 1743 una nueva alza los h ab ía puesto a seis
patacones. La hacienda vendió algunos a ocho en 1744. Las vacas
subieron de seis a siete patacones en 1737 y a ocho en el decenio
siguiente.
Las ventas del trapiche experim entaron tam b ién u n aum ento
sensible en esos años. La hacienda vendía sobre todo mieles que
se utilizaban para destilar aguardiente, y algo de azúcar. La pro
porción de las ventas de azúcar fue aum entando h asta casi igualar
.el valor de las mieles en 1738 (1.369 y 1.336 p ts .). A l año ’s iguiente
esta proporción volvió a caer y a p a rtir de 1741 las v entas de azú
car dejaron de contabilizarse.
La m iel se vendía por cargas, botijas y cuartillos. En los años
en los que la contabilidad distingue en tre estas m edidas' (1728 a
1734), puede apreciarse que se vendía más m iel por cuartillos que
por cargas o por botijas. Estas medidas, como todas las m edidas
de la época, son tan inciertas que sólo pueden ex presarse sus re la
ciones m utuas y aun en éstas cabían variaciones. U na carga se
componía de dos botijas, aunque había cargas de b o tija y media.
En una botija, a su vez, cabían ocho cuartillos. L a b o tija era obvia
m ente una m edida de capacidad aunque su m últiplo de “cargas”
haga pensar en una m edida de peso. El tran sp o rte de la época
imponía esta am bigüedad puesto que eran precisam ente dos boti
jas lo que se podía poner en las .angarillas de una m uía. Sin em
bargo, era im posible atenerse al peso puesto que éste v ariab a con
la densidad de la miel. Con la botija se calculaba tam bién el re n
dim iento de los sem brados de caña. En los inventarios de algunas
haciendas se m encionan alm udes de cincuenta botijas y más .a
menudo de treinta. L lanogrande vendía las cargas de m iel a veinte
reales y las botijas a doce y diez reales. Este precio es el mismo
que se encuentra en otros inventarios de la época, aunque poste
riorm ente (hacia 1760) dism inuyó debido al estanco de aguar-
INGRESOS Y GASTOS
resulta que el área sembrada para producir las 3.600 botijas era
de 7.5 fanegadas de sembradura o sea. 27 hectáreas. Como lo
muestran otros inventarios de haciendas (42), éste podía ser el má
ximo de extensión sembrada en esa época.
Otro cálculo, sobre supuestos un poco arbitrarios, contribuye
también a reforzar la búsqueda de un orden de magnitudes para
la economía de la época. Si nos atenemos al precio corriente de la
arroba de azúcar (de tres patacones), y reducimos todo el produc
to del trapiche a esta unidad, resulta que se habría producido
anualmente (en mieles y en azúcar) e l equivalente a siete tone
ladas como mínimo y 18 5 ton. de azúcar como máximo.
Las cuentas de “gastos” son tan reveladoras como las de ■ “in
gresos” respecto a las actividades de la hacienda. Lo mismo que
éstos, los gastos distinguían su origen en el hato, en el trapiche y
en los envíos al Colegio de Popayán. Se agregaba los gastos de la
casa (de la hacienda) y una cuenta de remisiones esporádicas de
azúcar y ganado a Japio.
Estos grandes rubros se subdividían a su vez en cuentas espe
cíficas. El hato y el trapiche contabilizaban las raciones de carne
y en las cuentas del hato se incluían los gastos en ropa para los
esclavos y en salarios para los peones. Los envíos al Colegio se
paraban los pagos a los arrieros y el valor de los envíos de miel,
carne y otros productos de la hacienda (arroz, fríjoles, etc.), ade
más de las remesas periódicas en efectivo.
Un examen superficial de estas cuentas de gastos comprueba
el rasgo más característico de la economía de las haciendas: en
tanto que las cuentas de ingresos representaban entradas conside
rables de dinero, los “gastos” no implicaban desembolsos' en me
tálico sino en el caso de unas pocas cuentas. Las más cuantiosas,
las de las raciones de carne para esclavos y peones o las de los
envíos al Colegio, eran apenas asientos contables de autoconsumos.
Muchas veces se registraban también en la cuenta de entradas, es
decir, como productos de la hacienda.
Un análisis más atento de este fenómeno proporciona la clave
para comprender el sistema económico de las haciendas. La tesis
ya clásica de K u laí43) sobre el carácter sui géneris de una econo
mía feudal, para la cual los elementos que sirven de apoyo al
moderno análisis económico no pueden racionalizarse en la misma
forma, se ye comprobada una vez más. Si bien la hacienda escla
vista vallecaucana requería una inversión inicial considerable en
esclavos y en elementos para el trapiche, su crecimiento, en una
232
coyuntura favorable, no exigía desembolsos crecientes en metáli
co. (v. gráfico).
La hacienda de Llanogrande mantenía relaciones complejas
con la sede de la Compañía en Popayán, con otros colegios y con
otras haciendas. Estas relaciones de integración contribuían a mi
nimizar los gastos en efectivo. Debido a su permanencia, las ór
denes religiosas estaban en capacidad de reforzar los nexos de una
cadena de actividades diversas: producción agrícola, minería, mer
cadeo de los productos. Esta cadena estaba destinada a procurar a
la totalidad del complejo económico el máximo de autonomía. Sin
embargo, esta característica no era en modo alguno excepcional.
El esquema de los ingresos y de los gastos en metálico debía darse
en todas las unidades del mismo tipo, aunque en una escala dife
rente.
Por su parte, cada una de las cuentas de gastos es de por sí
bastante expresiva de lo que un historiador francés evoca como
“los trabajos y los días” en una hacienda. El Colegio de Popayán
se proveía de arroz, fríjoles, pescado, aguardiente y ocasionalmente
de maíz de la hacienda. Además de la carne y el azúcar, los envíos
más frecuentes eran de arroz, fríjoles y tabaco. Anualmente el
colegio recibía unas diez arrobas de arroz que valían a veinte y
treinta patacones la arroba, una fanegada de fríjoles (nueve pa
tacones) y unas cuantas arrobas de tabaco (a dos y tres patacones
la arroba).
Dentro de los gastos de Llanogrande 'también se contabilizaban
envíos de azúcar y ganado a Japio. En 1743, durante la crisis de
abastecimientos de Popayán, se enviaron directamente al Colegio
364 toros y novillos. Los ganados del Colegio en Llanogrande ser
vían también para reponer ocasionalmente el hato de Japio. Esta
era una política de la Compañía como lo revela una recomenda
ción del visitador de la hacienda en 1733:
“.. .cada hacienda es como la madre de la otra: y así le dará
a Japio cada año cien terneras y cien terneros, que no pasen
de dos a ñ os..
Uno de los gastos más considerables de la hacienda, el de las
raciones, era también puramente contable. Otros, en cambio, exi
gían desembolsos: el pago a los arrieros que llevaban cargas al
Colegio de Popayán, salarios de mayordomos y peones, ropa para
los esclavos, hierro, acero, sal y págos ál herrero, al carpintero, al
pañero, a curánderos y parteras, además de los estipendios para
el cura y lo que se gastába anualmente en la fiesta de la Con
cepción. .
La distribución de las raciones de carne revela no sólo el cre
cimiento de la población esclava sino también las proporciones en
233
que se rep artían los esclavos en las actividades de la hacienda.
En algunos años la contabilidad distingue en raciones p ara el hato,
p ara la casa y para el trapiche. En otros estos conceptos se confun
den. Ciertos "años las m atanzas en la hacienda eran m uy irreg u la
res, en otros conservaban una sim etría perfecta. Finalm ente, el
ganado se contabilizaba dos veces: en las entradas, p ara señalar
los provechos dedicados al autoconsumo, y en los gastos. Año por
año" estas dos cuentas no coinciden pero en el to tal de 15 años
(1730 -1745) las dos sumas son equivalentes.
L.as cuentas del hato y del trapiche m u estran que a p a rtir de
julio de 1738 debió au m en tar sensiblem ente la población esclava:
en vez de los 18 ó 17 novillos que se m ataba m ensuaim ente, la
cantidad aum entó a 22 y 23. Un año más ta rd e se reg istra un n u e
vo salto, a 25 y 26. E n tre 1723 y 1736 se m ataba cuatro novillos
m ensuales p ara el hato, doce p ara el trapiche y uno p ara la casa,
es decir, un total de cerca de 200 .al año. A p a rtir de 1737 los no
villos destinados ai hato se duplicaron. En cuanto al trapiche, se
m ataba 17 novillos en vez de doce.
Las cuentas de ingresos de otras haciendas, esta vez del Co
legio de Buga (44), m u estran tam bién la m anera como el Colegio
centralizaba las actividades de sus unidades productivas y podía
desplazar recursos de unas a otras.
El Colegio de Buga poseía las haciendas de trapiche de S epul
turas y Zabaletas y ios hatos de B arragán, Trejo-D errum bado y
Piedras. S epulturas y Zabaletas producían, hacia 1760, azúcar y
mieles en cantidades mucho m enores que L lanogrande. Tam bién
vendían quesos, leche y verduras. El Colegio m an ten ía además un
te ja r y la m ina de Todos los Santos,
Las dim ensiones de estas haciendas y hatos eran mucho más
parecidas a las del resto de las propiedades vecinas. Inclusive du
ra n te algún tiem po el Colegio m antuvo arrendadas las tierras de
D errum bado. Los productos se vendían en tiendas que la Casa
poseía en Buga y a veces algunas partidas m ayores de mieles y
azúcar en Cali y Popayán.
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uuÁ K 'JL 'Á j^ A jccrji:
LA SOCIEDAD Y LA POLITICA