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Reflexión

Reflexión

Voces y silencios
de la memoria
Carlos Garatea Grau

Con estas primeras palabras quiero dar mis cumplidas gracias al pre-
sidente y al consejo directivo de nuestra Benemérita Sociedad por
brindarme la oportunidad de intervenir en esta sesión solemne. Quie-
ro decirles también que no he conseguido librarme de la sorpresa
que me produjo conocer la inclusión de mi nombre en el programa de
hoy. No es habitual que quienes nos dedicamos a la vida académica
recibamos este tipo de honores. Muchos nos tienen como individuos
alejados de los problemas diarios de nuestro país, encerrados en
castillos de cristal, envueltos en nubes de sueños y aspiraciones im-
posibles. Pero la pizarra de un aula, la honestidad de los ideales de
un joven estudiante y el diálogo y el debate constantes son, para un
profesor universitario, la sencilla y modesta manera de contribuir con
uno de los ámbitos más urgentes y preciosos de nuestra vida nacio-
nal. Aunque esta intervención es a nombre propio, no oculto mi reco-
nocimiento ante el paso dado por esta corporación.
Para centrar las reflexiones que me motiva este aniversario, he inten-
tado curarme del optimismo empalagoso y del pesimismo que, como
toda golosina, una vez probado, nos hace continuar hasta que no
queda nada. Mi punto de partida responde a uno de los fines de
nuestra Benemérita Sociedad que, con algunos retoques, he titulado

*
Este texto fue leído el 25 de julio del 2003, en la sesión solemne de la Benemérita
Sociedad Fundadores de la Independencia Vencedores el 2 de Mayo de 1866 y Defen-
sores Calificados de la Patria, con ocasión del 182 aniversario de la independencia del

22 Perú. He agregado algunas referencias bibliográficas, pero he mantenido los rasgos


orales del texto original.

Páginas 185. Febrero, 2004.


Voces y silencios de la memoria, con el propósito de anticipar la made-
ja que paso a deshilvanar.
La memoria de un país es una mezcla de tradiciones, experiencias y
sentimientos que participa en la actualidad de su existencia y en la
construcción de su futuro. Un país sin memoria es un país sin identi-
dad, carente de conciencia de sí, negado a su verdad. En ella nos
encontramos con lo que somos y queremos ser. Recuperar nuestra
memoria es ser capaces de asumir tanto los hechos excepcionales
como las tragedias y los errores, por más penosos y vergonzosos que
sean. Es un imperativo ético al que no podemos renunciar, en nues-
tra esperanza de construir nuestra identidad nacional. Porque el pa-
sado nos rodea. Nos envuelve en todo aquello que de él logró desli-
zarse al presente (Basadre 2003: 199) y que convierte nuestros días
en la continuidad del ayer y en la puerta del futuro. Para cumplir esta
tarea debemos evitar la nostalgia por un orden anterior, porque en
esta palabra vibra un miedo a la verdad y a la libertad. La historia trae
consigo cosas maravillosas, admirables, pero también trae una exi-
gencia de desnudez: muchas veces es una bodega de disfraces y
máscaras que debemos develar para encontrar nuestro propio rostro
y mirarnos a los ojos (cf. Paz 1993: 156). No es una curiosidad erudi-
ta o meramente académica. Necesitamos una actitud crítica hacia el
pasado, una actitud que nos permita descubrir los hilos verdaderos
que nos unen con las generaciones anteriores y que estamos dis-
puestos a heredar a nuestros pequeños y a quienes todavía no han
nacido. Sólo el juicio crítico permite vencer la resistencia a la verdad
que levantan los prejuicios, la ignorancia y la cobardía. La verdad
compromete y exige. Ya Nietzsche decía que la grandeza de un espíri-
tu se mide por la cantidad de verdad que puede soportar (cf. Paz
1943). No reduzcamos, entonces, lo peruano a la foto postal que nada
dice, ni al hecho aislado que despierta nuestra emoción. Asumamos
que lo peruano es una comunidad humana, ciertamente compleja y
heterogénea, pero que, sobre las diferencias externas, puede ser
capaz de reconocer su unidad y mantener su diversidad. Sólo la me-
moria y el conocimiento reflexivo y crítico de nuestra historia y de
nuestro presente nos brindarán las semillas que requerimos para
cosechar más tarde los frutos que deseamos las mujeres y los hom-
bres de hoy.
El derrotero con el que empezamos el siglo parece conducir al mundo
por una senda que contraviene la historia humana. Ya debería estar
claro para todos que la violencia, a pequeña y gran escala, no es
nunca el camino para instaurar la paz (cf. Lerner 2003). Lo sucedido
en el Medio Oriente y la tragedia de algunos pueblos africanos tiene
mucho en común con las patadas y golpes empleados hace unos días 23
para abrir una puerta. Los pesimistas y los malintencionados tal vez
estén celebrando. Por lo pronto, los asuntos mundiales parecen re-
solverse en una suerte de casino en el que razones estratégicas,
invasiones preventivas y, sobre todo, el cálculo sobre las vidas huma-
nas que se ganan o se pierden articula argumentos falaces con el
propósito de obtener más poder y no ceder posiciones predominan-
tes. Las bombas inteligentes asumieron el papel de los sabios diri-
mentes de antaño; con malabarismos verbales se defendieron bom-
bardeos humanitarios, mientras las explosiones amputaban las ex-
tremidades a decenas de niños, y se sintetizó la muerte de civiles
desvalidos en la frivolidad de un daño colateral. Hace poco, Umberto
Eco (2003) preguntó: ¿Quién dijo que convertirse en ganador de una
guerra significa que hubo buenas razones para realizarla? Y recordó
que Aníbal derrotó a los romanos en Cannae porque tenía elefantes,
pero, ¿significa eso que tenía razón para cruzar los Alpes e invadir la
península?
No son preguntas triviales, ni podemos distanciarnos de ellas o esca-
bullir nuestra atención mirando a otro lado como si nada pasara. Ellas
tienen un extremo que toca directamente a mis reflexiones y creo que
también a este aniversario. Hechos como los referidos ponen en duda
el sentido progresivo y unitario con el que solemos concebir la histo-
ria. Si esta concepción no tuviera fisuras es evidente que más valor
tendría lo que ubicamos en una posición más avanzada, en el camino
que conduce al progreso (Vattimo 1994: 10). Algunos filósofos del
siglo XIX y XX vieron la fragilidad de estas representaciones y recono-
cieron las dosis de ideología que suelen sostenerlas. Walter Benjamin
afirmó que este tipo de historia suele ser una elaboración de grupos
dominantes que entresacan hechos del pasado y los convierten en
una imagen representativa de la totalidad. No me parece necesario
subrayar la actualidad de este juicio para comprender buena parte de
lo que sucede fuera y dentro de nuestras fronteras, tanto en la acti-
tud como en la voz de conspicuos personajes.
Basadre nos recuerda que, con la independencia, surgió un anhelo
de concierto y comunidad. “Firme y feliz por la unión” fue el lema
impreso en la moneda peruana y el profundo aliento de reivindicación
humana del ideal emancipador hubo de consagrarse en el “somos
libres” del himno nacional (Basadre 2003: 95). Nuestro país optó por
el camino de la República y prudentemente encarpetó la fórmula mo-
nárquica que impregnaba los ideales de algunos. Antes, y en el mar-
co de las tierras americanas, el Perú había sido comprendido en la
creencia de que por aquí anduvo el paraíso terrenal. La hermosura de
nuestras tierras, la bondad de nuestro mar, la riqueza de nuestro
24 suelo y la calidez de nuestra gente eran testimonio de ser un conti-
nente agradecido. León Pinelo hizo acoderar en nuestras costas el
arca de Noé; en Alzira, Voltaire dio a los conquistadores una lección
de tolerancia y Marmontel escribió una bella novela, con héroe y ama-
da india de por medio, en torno a la conquista de los incas. Si bien
estas imágenes respondían a la percepción europea y reflejaban la
búsqueda de un ideal concreto, valgan al menos como apunte para
redondear la interpretación que se tenía sobre nosotros al otro lado
del océano y que, de alguna manera, alimentaba las esperanzas pues-
tas sobre nuestra naciente república.
Es cierto que los tropiezos y las rencillas posteriores a la declaración
de la independencia agudizaron los problemas heredados de la Colo-
nia. Ayacucho dio un justificado aliento de serenidad y fe. El contrato
Dreyfus fue visto como la llave maestra de nuestro desarrollo mate-
rial. La solución parecía venir de fuera, asegurada en el empréstito,
pero sólo conseguimos agravar las dificultades domésticas. Y más
tarde la Guerra del Pacífico prácticamente cerró un siglo que Basadre
definió, con razón, como una historia de oportunidades perdidas y de
posibilidades no aprovechadas (Basadre 2003: 125). Es justo reco-
nocer que en ese pasado, no siempre digno de aplauso ni de admira-
ción, hubo gente buena que amó al Perú, que se sacrificó por él y que
entregó su vida por él, en el campo de batalla, en el combate a mar
abierto, pero también en el cumplimiento silencioso de sus responsa-
bilidades diarias. A ellos debemos nuestro respeto y es nuestro de-
ber pregonar orgullosos sus nombres y sus vidas ejemplares (cf. Cis-
neros 1978). Pero su memoria no debe llevarnos a convertirlos en
todo lo que somos, porque no es verdad. También hay que identificar
nuestros errores. El país no ha avanzado todo cuanto debiera desde
su independencia. No hemos vivido ese progreso unitario que men-
cioné hace un instante. El desarrollo ha sido lo contrario de lo que
significa esa palabra. Hemos sufrido de tiranías, abusos, improvisa-
ción. Hemos padecido los caprichos de gobernantes autocráticos, cie-
gos y corruptos que, con el pretexto de poner al Perú en marcha,
aplicaron métodos prepotentes, saquearon las arcas fiscales y, más
tarde, huyeron. Asumamos que no faltan quienes toman el Perú como
hacienda, ni faltan aquellos que, arropados en criminales ideologías,
instauran el terror; asumamos que no son pocos los que han hecho
de la innoble viveza criolla una suerte de mérito nacional; que mu-
chos mueren arrinconados de hambre, de enfermedades curables y
que otros cientos de miles ven atropellados sus más elementales de-
rechos; y asumamos también que es ingenuo pensar que encontra-
remos a la vuelta de la esquina la varita mágica que convierte la roca
en agua (cf. Salazar Bondy 2003: 68). Sé que cuanto digo es duro y
grave. No lo niego ni esquivo mi responsabilidad, pero pienso que el 25
mejor homenaje a nuestra independencia y a nuestra vida republica-
na es hablar claro y en voz alta. Y esto es lo mínimo que podemos
hacer.
Nada ganamos reduciendo los males a lo exclusivamente económico.
Basta caminar por nuestras calles, atender los términos del debate
político o leer nuestros diarios para reconocer otras carencias más
humanas y profundas. Estamos necesitados de valores y de ideas
comunes acerca de la justicia, la solidaridad y la convivencia social.
Octavio Paz (1993) señaló que hay una suerte de insensibilidad afec-
tiva en el mundo, reflejada en la nimiedad del valor de la persona.
Sólo presenciamos el baile frenético de los números. La conciencia
del hombre, como criatura única y preciosa, parece condenada al
cajón de lo inservible. El otro ya no es otro, porque se ha vaciado su
contenido y su sentido vital. Nada más terrible en este mundo nues-
tro, tan entregado a la exacerbación del individualismo y del narci-
sismo, que la fractura de los lazos de solidaridad y la saturación de
opacas técnicas y circuitos que sólo exige de nosotros tratos super-
ficiales (cf. Gutiérrez 2002; Habermas 2000). Estamos convirtiendo
el mundo en fábula. No significa esto que debamos rechazar los
aportes de la tecnología. Nadie en su sano juicio podría argumentar
en contra o negar, por ejemplo, cuánto hemos ganado gracias al
avance de la informática, de la medicina o de la física. Sí significa
que una sociedad asentada sólo sobre la ciencia y la técnica está
lejos de agotar el conjunto de lo que llamamos convivencia (cf. Gad-
amer 2002: 73), porque el desarrollo tecnológico jamás podrá satis-
facer ese cúmulo de hermosas necesidades que nos hace vibrar ahí,
donde sólo oímos esa voz que nos recuerda nuestra condición de
seres vivos, necesitados siempre del afecto, la palabra y el amor de
los demás.
Con la misma seguridad debo decir que muchos piensan que lo deci-
sivo para la vida se juega en el presupuesto de los Estados o en los
índices del mercado. La política aparece como un escenario intras-
cendente, limitada a la confrontación antes que al acuerdo, y la pre-
ocupación por los más pobres, por la cultura y las artes constituye
una traba al crecimiento económico (Gutiérrez 2002: 22). La historia
del Perú es la historia de siempre. Esta racionalidad sabe poco de
principios generales de convivencia y socava los ideales que guían a
toda democracia. Y es que la noción de sujeto, de persona, está debi-
litada, abandonada a lo que hay. No tiene espacio en ella la concien-
cia histórica, ni la memoria, ni el juicio crítico. Porque la persona está
a merced de las modas, de los mitos, de la publicidad y del consumo
voraz que ante sus ojos surgen como el único camino de realización
26 personal. Es un sujeto anoréxico y amnésico, carente de un sentido
distinto a la rutinaria evolución vacía y anónima. De ahí que corpora-
ciones como la que hoy nos acoge tengan particular importancia para
navegar contra esa corriente que debilita aspectos esenciales de nues-
tra integridad de personas y de comunidad histórica.
Ya Hegel advirtió los peligros del mercado. En la actualidad, la globali-
zación ha impulsado la lógica económica sobre los Estados y las na-
ciones. Gracias a su poder de seducción y a una fatua idea de éxito,
ella ha logrado independizarse y someter a la política. Esperamos rela-
tivamente poco para descubrir cómo este fenómeno abonó el suelo
para el fundamentalismo religioso, cuya reacción, en más de una opor-
tunidad, ha respondido a intentos de regresión colectiva en el marco
de una cultura que se siente humillada y sometida (Giusti 2002). Sin
la debida orientación política, la globalización y, con ella, la cultura de
Occidente serán siempre percibidas como arbitrarias y prepotentes
(Giusti 2002). El dinero no puede sustituir el poder político ni la di-
mensión ética implícita en su ejercicio, y mucho menos a los princi-
pios expresados en los derechos humanos. Porque los oídos del mer-
cado sólo entienden formas articuladas en el lenguaje de los precios.
Nada sabe éste sobre identidades culturales ni sobre fórmulas sen-
satas y dignas de entendimiento.
Quiero decir con esto que la pretensión de uniformidad no puede ser
un ideal. Semejante pretensión puede convertirse en la ruina de las
memorias sociales, ese mar de recuerdos y tradiciones que distingue
una comunidad de otra y constituye el fondo de su ser y de su existir.
Habermas (2003) tiene razón cuando nos dice que los valores que
articulan el moderno derecho racional no pueden ser repartidos y
exportados globalmente como si fueran mercancías. Ellos sólo po-
drán ser efectivos si responden a los órdenes y prácticas normativas
de determinadas formas culturales de vida. Esto supone admitir los
componentes que constituyen la identidad de cada individuo y de
cada grupo social. No es una exigencia limitada a reconocer las dife-
rencias. Es también saber atender la demanda de ser reconocido. Es
descubrir al otro en el diálogo, encontrarnos con el otro en esa diver-
sidad de modos de hablar e interpretar el mundo. El reconocimiento
de la pluralidad debe marcar el compás real de nuestros días. Sólo
así estaremos mejor capacitados para orientarnos en cuestiones de
justicia social, de respeto a las tradiciones culturales y religiosas, a la
diversidad lingüística y, por tanto, podremos aspirar a crear los con-
sensos necesarios para construir una comunidad. Que esto exige
desprendimiento, es cierto. Sin una auténtica conciencia de que la
nostalgia de los universos cerrados a nada conduce, volveremos a
repetir los errores que tanto daño y tanta injusticia han ocasionado
en el mundo y en nuestro país. Hay que dialogar y dialogar no es 27
imponer. Dialogar es saber oír y saber entender. Es hacernos perso-
nas en el otro. Es estar abiertos a la verdad y a la libertad.
Nos toca aprender a vivir. Construir un país mejor exige de nosotros
persistencia y un esfuerzo constante de sensatez racional que nos
brinde la ecuanimidad necesaria para sortear la intolerancia, la mez-
quindad y la ambición, pero, sobre todo, que nos permita acertar en
lo que buscamos como nación. Es cierto que no atravesamos por
buen momento. Sería irresponsable cegarnos ante el sinnúmero de
desafíos que tenemos delante de nosotros. A nadie extraña ya el ca-
rácter permanente que tiene la palabra crisis en nuestra historia re-
publicana. Siempre está ahí, nunca falta. Parece la alumna aplicada
que asiste puntualmente a todas las citas y pone en apuros al profe-
sor con preguntas impertinentes. Es preciso mirar a fondo en esas
aguas turbias, decía Sebastián Salazar Bondy en 1961. Han pasado
42 años y su exhortación, que hacía eco de otras anteriores, se man-
tiene vigente. Pero, para mirar en esas aguas, hay que estar dispues-
to a hacerlo. Es condición necesaria para comprender y explicar lo
que surge en nuestro horizonte. Y es que el conocimiento esclarece
la conciencia, forma la voluntad, libera y enseña a amar la verdad. Por
eso la educación es uno de los pilares fundamentales de un país, un
pilar que sin la debida solidez sirve de poco o nada para sostener la
estructura que se pretende levantar. La educación no es sólo asunto
de presupuesto, ni de planes, ni de títulos, ni de computadoras, sino
sobre todo de vocación para encaminar al país hacia un destino co-
mún y una fe en lo que queremos ser como comunidad humana (cf.
Basadre 2003: 279). Una buena educación forma ciudadanos, ense-
ña a convivir y a alzar enérgicamente la voz ante la mentira y la corrup-
ción. Esto es comprometerse también con la cultura, los libros, el
arte, la música y todas esas maravillosas expresiones del ingenio y la
creatividad que fortalecen el alma y nos permiten respirar un aire
limpio en el agitado tráfago de la vida.
Quien crea que los problemas del Perú no tienen solución es un de-
rrotista. Nuestro porvenir dependerá de cómo entendamos que so-
mos una sociedad compleja y heterogénea, anclada en un pasado
indócil, lleno de confusiones y frustraciones. Queremos un Perú jus-
to y equitativo. Sin miedo. Queremos un país con libertad de pensa-
miento, con capacidad de crítica y con cultura. Necesitamos recupe-
rar nuestra fe en el futuro y en la democracia como el mejor camino
para lograr una respetuosa y feliz convivencia. Hay que aprender a
mirarnos, a aceptarnos como sociedad y hay que comprometernos a
darle un auténtico sentido a nuestra existencia humana. Nada sostie-
ne la creencia de que acercarse al otro es renunciar a uno mismo,
28 apagarse en beneficio de lo ajeno. Ni se renuncia ni se apaga. Es
saber tolerar las diferencias y poner en ejercicio lo propio para enri-
quecerse de la diversidad. Por eso es tan importante la educación y la
memoria. Quien crea que los individuos de espíritu democrático flore-
cen como las plantas, defiende un espejismo. A los individuos se les
forma y se les confirma el valor de la democracia en la vida diaria. No
es posible separar a uno del otro. La educación y el espacio público
son dos aspectos capitales de la vida social. En ello reside precisa-
mente la obligación de devolverle a la política su dignidad: la ética del
servicio público, del debate argumentado, que no cede ante la ano-
mia moral ni ante las prebendas del poder.
No es hora de hombres mesiánicos ni de ideologías salvadoras, sino
de la labor solidaria y honesta de todos, gobernantes y gobernados,
civiles y militares. Como individuo y como conjunto, el hombre necesi-
ta un ideal que perseguir y una memoria que defina su identidad. Los
ideales se elaboran en la vida, en el diálogo y en la relación con el
entorno. La memoria exige valor y nobleza de ánimo. Pero sólo ideales
y memoria juntos dan luz a la mirada y esperanza al corazón.
Evitemos archivar estos anhelos en la solemnidad de esta ceremonia.
Construyamos nuestro porvenir y celebremos nuestro futuro con esos
valores y esos ideales que nos reclama el Perú. Es momento de empezar.

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