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CORRELACIÓN ENTRE VIOLENCIA SUFRIDA EN LA NIÑEZ Y


SUS CONSECUENCIAS EN LA SALUD MENTAL
Esmeralda Garrido Torres

Introducción.
Un adulto puede, la mayoría de las veces, defender sus derechos, porque tiene la
autonomía y los cauces necesarios para ello. En contraste, niños y niñas tienen una serie de
necesidades evolutivas cuya satisfacción condiciona su desarrollo como personas. La necesidad
de seguridad es una necesidad básica del ser humano (Maslow, 1954), y en el caso de los niños,
tal confianza se define en forma operativa, traduciéndose en la expectativa de que sus padres
cuidarán de ellos, los curarán cuando estén enfermos, los alimentarán cuando tengan hambre, y
les proveerán de apoyo ante las amenazas y frustraciones que sean provocadas por la interacción
del niño con el ambiente, tanto físico como social en el que se vean inmersos. La indefensión de
los niños y niñas los hace depender de los adultos para lograr un desarrollo armónico (Baita &
Moreno, 2015).

A lo largo de la historia los niños no han sido tenidos en cuenta. La conciencia de la


necesidad de cuidarlos, protegerlos y tratarlos bien, es relativamente reciente. La historia de la
violencia hacia la infancia es antigua y moderna a la vez: antigua si seguimos sus rastros hacia
atrás, pero moderna si la pensamos en términos de la categorización concreta del problema
(Baita & Moreno, 2015).

Hacia fines del siglo XIX, se dio en Estados Unidos de Norteamérica el caso de una niña
maltratada que fue protegida gracias a la invocación de una ley de protección a los animales. El
paradigmático caso de Mary Ellen Wilson condujo a la creación de la sociedad para la
prevención de la crueldad infantil de Nueva York (New York Times, 1874). Ello marcó un
precedente que años después daría pie a la influyente investigación de Kempe y sus colegas
Denver, Silverman, Steele et al., quienes publicaron el artículo “El síndrome del niño apaleado”
(Kempe et al., 1985).

La publicación de este artículo condujo a la identificación y reconocimiento por la


comunidad médica, del abuso infantil, que se caracteriza por tres elementos fundamentales para
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su presentación: 1) Un niño agredido que en ocasiones sufre de retraso psicomotor; 2) Un adulto


agresor, y 3) Situaciones del entorno familiar que conllevan un factor desencadenante del
problema (Guerrero y Delgado, 2012).

Sólo hasta 1924 y luego en 1959, los niños serían universalmente tomados en cuenta
como sujetos de derecho con necesidades especiales diferentes a las de los adultos, con las
Declaraciones de los derechos del niño; y esos avances en el plano jurídico internacional fueron
finalmente consolidados con la Convención sobre los Derechos del Niño firmada en 1989, a
través del cual se enfatiza que los niños tienen los mismos derechos que los adultos, y se
subrayan aquellos derechos que se desprenden de su especial condición de seres humanos que,
por no haber alcanzado el pleno desarrollo físico y mental, requieren de protección especial.

El pleno desarrollo físico y mental que se persigue lograr en los niños para dar
cumplimiento a la Convención antes mencionada, en teoría, es uno de los pilares que sustenta a
la familia; sin embargo, desafortunadamente en ocasiones es precisamente la familia el entorno
básico donde el niño no es provisto de los elementos para el pleno goce de sus derechos.
Incluso, en muchos casos, el núcleo familiar puede devenir en un lugar peligroso para los niños
por la permisividad y el reconocimiento legal del uso de la fuerza física y simbólica; la
concepción patriarcal de la familia es clave en el aprendizaje de la obediencia y la sumisión a la
autoridad del hombre (Barudy, 1998). Ello se traduce en formas violentas de disciplina, lo que
hace necesaria la regulación de la Patria Potestad respecto a los derechos y facultades atribuidas
a los padres y madres sobre sus hijos e hijas, y reconocer en ella la prevalencia del interés
superior de niños y niñas (Gutiérrez y Acosta, 2013).

La investigación ha hecho valer que la calidad de los intercambios entre el cuidador y el


bebé sirve de fundamento al sistema de señalización del lactante e influye en la salud mental y
física del niño, en particular en su capacidad de interactuar con los demás y en el desarrollo de
caminos neuronales necesarios para el lenguaje y a las funciones cognitivas superiores (Rutter,
1995). Los niños son más susceptibles de tener problemas de aprendizaje y de comportamiento
cuando ellos viven con padres que padecen problemas de salud mental o de toxicomanía. Los
niños son muy sensibles a las emociones ajenas, en particular a aquellas de los miembros de su
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familia. Ser testigos de escenas de violencia verbal o física y de disputas, tiene efectos nefastos
directos que tienen consecuencias duraderas.

De forma semejante, los niños que son víctimas de violencia o de negligencia parental
son más susceptibles de tener problemas negativos que se prolonguen durante su vida adulta,
señaladamente problemas constantes con la regulación emocional, la autoimagen, las habilidades
sociales y la motivación en los estudios, así como problemas de aprendizaje y de adaptación
serios, comprendidos allí el fracaso escolar, la depresión grave, un comportamiento agresivo,
dificultades con los pares, alcoholismo, drogadicción y delincuencia (Child Welfare Information
Gateway, 2013).

La violencia intrafamiliar es toda acción u omisión cometida por un miembro de una


familia, que menoscaba la vida, integridad física, psicológica o la libertad de otro miembro de
ella y causa daño al desarrollo de la personalidad del agredido. Para poder calificar una situación
familiar como caso de violencia doméstica, el abuso debe ser de cierta duración, permanente o
periódico (Ulloa, 1996), que, como ya se dijo, puede ser violencia familiar directa contra los
niños (maltrato infantil) o bien, violencia familiar indirecta (cuando los niños ven a sus padres
agredirse). En cualquier caso, ambos tipos de violencia engendran consecuencias nocivas para
los niños que la sufren. Debido a que la violencia entre los padres y el abuso infantil con
frecuencia coexisten, las consecuencias suelen ser acumulativas para el niño al ser a la vez
observador y víctima (Ulloa, 1996).

Caracterización del maltrato infantil.


El aprecio de sí mismo o autoestima y el concepto de sí mismo o autoconcepto son la
base fundamental para el desarrollo de la persona. La autoestima se refiere a la actitud de
aprobación o rechazo de uno mismo, resultando de ello sentimientos favorables o desfavorables
sobre la propia persona. Las personas con alta autoestima muestran seguridad en sí mismas y se
aceptan como son. Autoconcepto y autoestima son algo aprendido que se adquiere y modifica a
través de múltiples experiencias personales y de relación con el entorno. Son también resultado
de los logros y fracasos continuados del sujeto. Los niños aprenden a valorarse según sean
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valorados por sus padres que son como un espejo en el que los hijos perciben la imagen de sí
mismos (Save the Children, 2001).

Con base en ese entendimiento, el maltrato infantil se constituye por antonomasia en el


proceso opuesto a la construcción de un autoconcepto positivo y una alta autoestima en el niño.
De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud, el maltrato infantil es toda acción u
omisión que atenta contra los derechos de los niños, niñas y adolescentes, ya sea realizado con la
intención o no de causar daño. Esta definición abarca diversos tipos de maltrato: (a) físico: toda
agresión física causada al niño/a/adolescente, (b) psicológico o emocional: se manifiesta a través
de expresiones de rechazo, desvalorización, descalificación, ausencia de expresiones afectuosas.
El maltrato emocional está presente en todas las otras formas de maltrato, (c) abandono o
negligencia: cuando se descuida la satisfacción de necesidades básicas de la niña/o. La
desatención de estas necesidades básicas, si no obedece a carencia de recursos económicos de la
familia, es considerado maltrato, (d) abuso sexual: cuando un adulto utiliza su poder sobre el
niño o la niña para realizar una actividad de tipo sexual.

Kempe et al. (1985), precursores en la definición del maltrato infantil a que se hizo
referencia en el párrafo anterior, encontraron que el “síndrome del niño apaleado”, una forma de
maltrato infantil, debería ser considerado en cualquier niño que exhibiera evidencia de posible
trauma o descuido (fracturas de hueso, hematoma subdural, múltiples lesiones de tejido suave,
pobre higiene de la piel o desnutrición). Señalaron asimismo que los factores psiquiátricos son
probablemente de importancia primaria en la patogénesis del síndrome: Si bien los padres que
infligen maltrato en sus hijos no necesariamente tienen personalidades psicópatas o sociópatas ni
provienen de grupos socioeconómicos marginales, lo cierto es que en muchos casos algún
defecto en la estructura del carácter está presente; a menudo los padres pueden estar repitiendo el
tipo de cuidado infantil que se practicó con ellos durante su niñez.

En apoyo a la tesis de Kempe et al., Zelaya, González y Piris (2009), encontraron en un


estudio de casos efectuado en Paraguay, que los padres que experimentan elevados niveles de
estrés o bajos niveles de apoyo social muestran déficits significativos en su conducta parental,
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sobre todo con la utilización de formas de disciplinas severas y erráticas; estos déficits se deben
en parte al impacto que tienen el estrés y el apoyo social sobre las emociones de los padres.

En otro estudio, conducido por Frías, Fraijo y Cuamba (2008) y llevado a cabo en el
Estado de Sonora en México, los resultados mostraron que la violencia familiar se presenta bajo
dos formas, directa (el maltrato infantil, a que se ha estado haciendo referencia en este ensayo), e
indirecta (cuando los niños son testigos de la violencia entre sus padres); y ambas formas de
violencia producen problemas emocionales y de comportamiento en sus víctimas. El maltrato
produce problemas en el ajuste emocional, social y conductual en los niños y que éstos se pueden
manifestar en la escuela, en el hogar o en la comunidad en donde viven. Los problemas de ajuste
les impiden desarrollarse en el ámbito escolar. Los niños maltratados pueden exhibir conductas
de retraimiento, de incomunicación, de encierro o disruptivas.

Como lo relatan Guerrero y Delgado (2012), desde un punto de vista psicológico y


relativo a los actores del maltrato infantil o violencia contra los niños, las características del
agresor pueden ser: antecedentes de cualquier forma de maltrato en la infancia, desarrollo en
ambiente de privación social, estimación inexacta de las actividades de sus hijos, falta de
información y de experiencia sobre la crianza de los hijos, enfermedad mental, así como pérdida
de la inhibición para manifestar la agresión. Las características de la persona agredida son: edad
(el maltrato físico es más frecuente en recién nacidos y preescolares -menos de cuatro años- y el
abuso sexual prevalece en escolares -con predominio entre 6 a 8 años-; afecta a ambos sexos, en
ocasiones es más frecuente en varones cuando es hijo único o en mujeres si ocupan el tercero o
cuarto lugar; en el abuso sexual las niñas son más agredidas, la agresión física es mayor en niños.
Otras causas son malformaciones congénitas o daño neurológico, enfermedades crónicas que
requieren atención médica repetida, no corresponder al sexo esperado, niño demasiado irritable,
desobediente y sin capacidad para controlar esfínteres. No obstante, es de vital importancia
puntualizar que el maltrato infantil nunca será culpa del menor maltratado; sólo se han enlistado
los factores de riesgo para su acontecimiento (Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia –
UNICEF-, 2014).
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Desde un punto de vista integral médico, el maltrato infantil, las manifestaciones


clínicas que tendrán los niños víctimas de algún tipo de maltrato, se pueden clasificar en dos
grandes grupos: Visibles, o invisibles. Entre las visibles, se encuentran habitualmente las
lesiones como rasguños, quemaduras, moretones, enrojecimiento cutáneo, e inclusive fracturas.
En muchos casos, es preciso que el médico evalúe la mecánica de la lesión, para determinar si
corresponde a lo que cuentan los padres, quienes si son maltratadores, tenderán a encubrir su
conducta, por lo que se recomienda intencionadamente buscar lesiones en la mucosa oral y en las
piezas dentarias. Ciertos estudios demuestran que los niños víctimas de violencia física, como en
sacudidas bruscas e iracundas propinadas por un adulto, pueden tener cambios estructurales en el
cerebro, comprendiéndose allí un volumen intracraneal y cerebral más pequeño, ventrículos
laterales menos grandes y un cuerpo calloso más pequeño (Kitayama, Brummer, Hertz, Quinn,
Kim y Bremner, 2007). Ahora bien, por cuanto hace a las manifestaciones clínicas “invisibles”,
se comprenden la desnutrición grave, la talla baja, el sobrepeso u obesidad, y alteraciones
emocionales —indicadores de sueño, apetito, control de esfínteres, rendimiento escolar—, siendo
precisa la intervención de otros profesionales de la salud —psicólogos y trabajadores sociales,
señaladamente— para establecer el diagnóstico médico diferencial (Loredo, Casas y Monroy,
2014).

Consecuencias del maltrato infantil en la salud mental.


De acuerdo a Mesa, Estrada, Bahamón y Perea (2009), inspirados en el trabajo de
Bowlby sobre el apego seguro (1989), las alteraciones defensivas de las madres que han
experimentado maltrato, limitan de manera fundamental la lectura de señales que sus hijos
envían de acuerdo con sus necesidades físicas y especialmente emocionales. Las alteraciones en
los mecanismos de autorregulación y en la estructuración de modelos internos coherentes y
adaptativos, estos son de mayor proporción entre más intensa es la vivencia de maltrato, más
prolongada en el tiempo y menor presencia de figuras positivas y alternativas de apego. Dichas
condiciones llevan a la solidificación de modelos internos negativos de sí mismo y de los otros;
dado que las posibilidades de experimentar esquemas relacionales diferentes y en contextos más
positivos se reducen, afectando de manera permanente la relación con los otros y por
consiguiente con los propios hijos.
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En ese mismo sentido, la agresividad es una experiencia relativamente constante en el


niño que ha presenciado la violencia y se manifiesta contra diversas figuras, incluido él mismo.
La agresividad en los hijos se presenta sobre todo en correspondencia de los episodios de
violencia presenciados y tiende a desaparecer cuando el niño no vive más aquellas situaciones.
Sin embargo, resulta que existe un estado de latencia de la agresividad, en el sentido de que el
niño que ha visto usar la violencia contra la madre, puede reproducirla contra la madre misma
(ej. Lanzando objetos contra la madre). En los niños pequeños el mecanismo de autodefensa se
manifiesta con una agresividad dirigida hacia sí mismos, hacia los compañeros y también hacia
la madre y el padre, así como contra figuras adultas como los profesores, cuando los niños se
aproximan al fin de la adolescencia, y pueden agredir incluso al padre si son agredidos por éste.
La presencia de más hijos en la misma familia crea una situación de compartimiento silencioso
del sufrimiento (Chistolini, 2010).

Pero la agresividad, aunque muy visible, no es la única consecuencia a largo plazo de la


violencia familiar y el maltrato infantil sufrido, en relación con los aspectos cognitivo-
conductuales. Moreno Manso (2005), condujo un estudio en el que demostró que existen
diversas dificultades lingüísticas en las muestras de maltrato infantil que analizó —abandono
físico, abandono emocional, maltrato físico y maltrato emocional—, y que las mayores
dificultades en el lenguaje las presentan los niños en situación de abandono y maltrato
emocional.

En una investigación prospectiva para evaluar las consecuencias a largo plazo del
abuso, se observó que el abuso físico y el abandono o negligencia en la niñez se asociaban en
forma significativa con conducta criminal violenta posterior. Sin embargo, no todo niño abusado
o abandonado llega a ser un delincuente, criminal o violento. De esto se deduce que la Iigaz6n
entre la victimización infantil y la conducta violenta posterior no es universal y a su vez que la
transmisión intergeneracional de la violencia no es inevitable (Ulloa, 1996). La evitabilidad de
dicha transmisión generacional requiere de un trabajo conjunto de las instituciones estatales y de
la familia, pues finalmente, en el marco de definición elaborada por la OMS, en cuanto a la salud
como bienestar integral, la salud mental en el niño que está llamado a convertirse en adulto,
depende de que se le brinde seguridad en el seno familiar.
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Como se ha podido observar, el comportamiento de un niño es una manifestación


exteriorizada de su estabilidad y seguridad interiores. Es un lente a través del cual el médico
familiar o el psicólogo clínico pueden observar el desarrollo del niño durante toda su vida. Todos
los tipos de violencia son dañinos para los niños, ya sea física, afectiva o psicológica, y puede
causar problemas a largo plazo en el desarrollo del comportamiento y de la salud mental. Los
profesionales de la salud deben conocer los indicios de maltrato y de negligencia hacia los
infantes y estar al pendiente de estos últimos a fin de emprender las intervenciones apropiadas y
mejorar los resultados para estos niños (Odhayani, Watson & Watson, 2013).

Estrategias para erradicar la violencia contra los niños y sus efectos en la salud mental
Los abusos o maltratos en la niñez constituyen una de las experiencias más estresantes y
traumáticas para los niños, dado que se altera su seguridad y estabilidad emocional, y tergiversan
el sentido de lo correcto e incorrecto (el bien y el mal). Los Estados tienen la obligación de
proteger a todos los niños de toda forma de violencia. El derecho internacional de los derechos
humanos, está fundado sobre el respeto a la dignidad humana de cada individuo. Los niños, en
tanto que seres humanos, deben beneficiarse de una protección al menos igual a aquella de los
adultos (Unión Interparlamentaria y Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia –UNICEF-,
2007).

El UNICEF (2014) considera pertinentes las siguientes estrategias de acción para prevenir la
violencia contra los niños y dar respuesta a la misma:
1. Dar apoyo a padres y madres, cuidadores y sus familias, educándoles acerca del
desarrollo infantil para que aumenten las posibilidades de que ellos empleen métodos de
disciplina positivos, reduciéndose el riesgo de violencia en el ámbito del hogar.
2. Ayudar a los niños y adolescentes a hacer frente a los riesgos y desafíos, sin apelar a la
violencia, así como a que busquen el apoyo requerido cuando se den situaciones de
violencia.
3. Modificar las actitudes y normas sociales que fomentan la violencia y la discriminación.
4. Promover y prestar apoyo a los servicios para los niños, en materia de apoyo profesional
y denuncia de incidentes violentos.
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5. Aplicación de leyes y políticas que protejan a los niños.


6. Llevar a cabo tareas de obtención de datos e investigación, de manera que adquiriendo
conocimientos sobre la violencia, a efecto de planificar y diseñar estrategias de
intervención y fijar metas numéricas y plazos para vigilar el progreso logrado y eliminar
la violencia.

Referencias

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