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LAS INVASIONES BARBARAS

SIGLOS IV-VI d. c.

En la segunda mitad del año 410 un acontecimiento conmovía al mundo mediterráneo:


Alarico había ocupado Roma y la entregó durante tres días al saqueo de sus visigodos.
Para muchos, la capital del imperio recibía un merecido castigo por haber abandonado a
sus dioses paganos. Para los cristianos, las hordas visigodas surgían para hacer pagar a
Roma sus pecados históricos. Pero tanto los paganos como los cristianos dentro del
imperio romano coincidían en su interpretación de lo acontecido: el sistema imperial
agonizaba bajo el ataque de los bárbaros combinado con su propia crisis.

Desde hacía décadas, el imperio se había convertido en un estado militar cuyas


necesidades financieras superaban su capacidad de engendrar riqueza. La agricultura se
había arruinado, y el sistema comercial de las ciudades, floreciente durante la etapa
anterior, estaba destruido. La propia capacidad de combate de las legiones romanas
decaía a pasos agigantados, éstas se componían mayoritariamente por mercenarios de
origen bárbaro. Incluso, los jefes militares y los altos mandos en la administración del
ejército estaban en manos de los germanos, sin demasiado respeto por las tradiciones
militares romanas.

Los germanos y Roma


La lucha contra las invasiones germánicas tenía varios siglos de duración, pues desde el
año 100 a. de C -es decir, todavía en época de la república- los romanos se enfrentaron a
cimbrios y teutones de origen germánico. También, durante su campaña en las Galias,
Julio César se enfrentó a los pueblos de las márgenes del río Rin.

En la época de Augusto, Roma intentó incorporar al imperio amplias regiones de la


Germania, que se extendía hasta el río Elba, en el actual territorio de Alemania, teniendo
que renunciar a dichas conquistas pues los romanos fueron derrotados en el año 9 a. de
C. en un lugar llamado Teotoburgo. Mas tarde, en el siglo II de Nuestra Era, el
emperador Marco Aurelio se enfrentó a los marcomanos (pueblo germano, que se ubicó
en la actual República Checa) que invadieron territorios del imperio en Europa Central.
Este mismo emperador decidió en el año 166, emprender una campaña para acabar con
las incursiones bárbaras en la región del río Danubio.
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Pero ya en el siglo III de Nuestra Era, los pueblos germanos rebasaron los
límites (limes en latín) entre el Rin y el Danubio llegando hasta la Hispania e incluso al
norte de Italia, donde con muchas dificultades fueron rechazados por los romanos. La
estrategia bélica de estos pueblos respondía a su extrema necesidad de encontrar nuevos
territorios hacia occidente.

Su táctica consistía en ataques intermitentes, puestos en práctica por grupos


relativamente pequeños, dirigidos por miembros de sus familias dirigentes. Los motivos
reales de su irrefrenable marcha hacia el oeste no quedan del todo claros, pero se pueden
considerar entre otros, los climas extremos del norte de Europa, así como inundaciones
y catástrofes provocadas por el Mar del Norte.

Los cambios climáticos y el aumento de la densidad demográfica contribuyeron a que


estos pueblos bárbaros tuvieran dificultades para alimentarse, por tanto las regiones del
imperio romano en el centro y el sur de Europa se volvieron una irresistible atracción
para los germanos acostumbrados a obtener ricos botines a través de la guerra y el
saqueo. Además, una vieja costumbre germana exigía que sus jóvenes participaran
cuando menos en una acción de guerra en cada primavera, para adiestrarse y adquirir
experiencia militar.

En este tiempo (S. III de NE) las tácticas de combate germano empezaron a modificarse,
comenzando a organizarse en unidades militares más numerosas dirigidas por un
miembro de su nobleza ya experimentado. Al mismo tiempo, su capacidad de
movilización se hacía más acelerada a través de los extensos territorios que los romanos
ya no podían ocupar.

Los alamanes, sajones, más tarde los francos, pero sobre todo los godos empezaron a
realizar incursiones lo mismo en el norte de Europa, desde la península de
Escandinavia, hasta la Europa oriental, hacia la desembocadura del río Danubio en el
mar Negro, donde por tierra y mar sembraron el terror entre las ya indefensas
posesiones romanas. A partir del año 269 de Nuestra Era, los godos quedaron divididos
en dos ramas: los ostrogodos, agrupados bajo el rey Ermanarico, ocupando grandes
regiones de la Rusia Europea, y los visigodos que tenían como espacio de expansión el
territorio de los Balcanes.
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Hunos, visigodos y vándalos


Las migraciones en el norte y este de Europa generaron un proceso del que, a partir de
373, fueron víctimas los propios visigodos, sorprendidos por la aparición de un pueblo
nómada procedente del Asia central. Los hunos. Organizados en hordas de hábiles
jinetes, los hunos aplastaron a los ostrogodos asentados en los territorios del río Volga y
persiguieron con tesón a los visigodos que se negaban a sometérseles.

Estos últimos no tuvieron más alternativa que pedir a los romanos poder asentarse al sur
del río Danubio. Nunca fueron huéspedes cómodos de los romanos, pues su cercanía
con las legiones de oriente se convirtieron en una fuente de conflictos. Estos
enfrentamientos parciales terminaron en una lucha decisiva en el año de 378, cuando los
visigodos en la ciudad de Adrianópolis, destruyen a las fuerzas militares de Valente,
emperador de Oriente.

La amenaza de los hunos concluyó hasta el año de 451 cuando Atila fue derrotado en los
Campos Cataláunicos (sur de Francia) por una coalición de romanos y tropas
germánicas. Pero para entonces, el movimiento de los pueblos germánicos era ya
incontenible, encontrándose con un imperio romano dividido y en decadencia, pues
desde 395 sus dos partes enfrentadas: Oriente y Occidente contaban con su propio
emperador.

Hacia el año 400, los visigodos atravesaron Grecia y penetraron a Italia, para
contenerlos los romanos mandaron traer a las legiones del rió Rin, dejándolo
desprotegido. Circunstancia que fue aprovechada por los vándalos, alanos y suevos,
quienes cruzaron este río en dirección a las Galias y desde ahí a Hispania a partir del
año 409.

En este nuevo territorio, los vándalos, dirigidos por el caudillo Genserico, se


establecieron primero en el sur, en la actual Andalucía. Allí aprendieron a construir
barcos y al poco tiempo tuvieron posibilidades de pasar a Africa a través de Gibraltar,
ya sin encontrar resistencia por parte de los romanos; diez años más tarde, Genserico
funda un reino germánico independiente, con capital en Cartago. Con lo anterior, los
vándalos se convirtieron en los señores del norte de Africa y controlaron la producción y
comercio de cereales de esta región que era la principal abastecedora del imperio. Como
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se adueñaron del Mediterráneo occidental, pronto estuvieron en posibilidades de


saquear nuevamente Roma, sin que sus autoridades y habitantes pudieran hacer nada
para impedirlo.

Los germanos como federados


Los pueblos invasores buscaban en territorio del imperio, regiones aptas para sus
asentamientos y colonización; por lo general, los germanos se organizaban en grupos de
varias decenas de miles –entre 20 mil a 100 mil—de los cuales alrededor de la quinta
parte eran guerreros. Cuando estos grupos obtenían el permiso de los romanos para
asentarse en algún lugar, éstos los aceptaban en calidad de aliados.

Esta actitud permitió la romanización de la mayoría de los bárbaros, que al cabo de


pocas generaciones habían adoptado el latín como su propia lengua y se mezclaban
íntimamente con el resto de la población; sin embargo, una parte del vocabulario
germánico permaneció vivo en las nuevas lenguas románicas. La convivencia se vio
acrecentada por el hecho de que los germanos se convirtieron muy pronto al
cristianismo. Los primeros en dar ese paso fueron los godos, al grado que un obispo de
ese origen: Ulfilas, hacia el año 350 tradujo el nuevo testamento a su idioma natal; esa
traducción, que se ha conservado hasta nuestros días, es una de las bases del idioma
alemán.

Ahora bien, estas conversiones germanas al cristianismo dieron origen a varias herejías,
entre las que destaca el arrianismo que rechazaba el dogma de la trinidad,
enfrentándolos a menudo con los cristianos ortodoxos, como ocurrió hacia el siglo VI de
NE. La lucha rebasó rápidamente los ámbitos teológicos convirtiéndose en asonadas,
motines y sobre todo represión para los herejes.
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Los reinos germanos en el imperio


A partir de las campañas de Alarico en Italia, los visigodos se quedaron dueños del sur
de las Galias y pasaron luego a España. Su reino desapareció a principio del siglo
VIII ante la invasión musulmana. Los ostrogodos, por su parte, liberados de la
presión de los hunos emprendieron su marcha hacia Italia a finales del siglo V; el
más importante de sus gobernantes fue Teodorico el Grande, cuyo reino abarcaba
toda la región de los Alpes y la parte noreste del mar Adriático (las actuales
Eslovenia, Croacia y partes de Bosnia-Herzegovina). La capital del reino ostrogodo
fue Ravena que se convirtió en uno de los principales centros culturales de
principios de la Edad Media. Sin embargo, después de la desaparición de
Teodorico, el reino cayó en manos del emperador bizantino Justiniano I (527-565),
quien ya había destruido a los vándalos.

Justiniano, reconocido entre otras razones porque ordenó codificar el derecho romano,
intentó restablecer el dominio imperial en el ámbito del Mediterráneo. El empuje
venía de oriente que no había resultado tan afectado como la parte occidental por
las crisis económicas y las invasiones bárbaras. Por el contrario, gracias a la
debilidad de Occidente pudieron florecer su producción y comercio. Este hecho
permitió a Justiniano emprender la reconquista, destinada a reconstruir el imperio
sobre nuevas bases.

El reino de los vándalos sucumbió entre 533-534 ante el ataque de los ejércitos
imperiales de Oriente, en cambio la reconquista de Italia, por los bizantinos fue
lenta, penosa y efímera y sólo concluiría hacia el año 553. Los visigodos perdieron
en 550 el sur de la península Ibérica, el avance de las legiones parecía irresistible.
Sin embargo el prolongado esfuerzo bélico contra los germanos terminó por
debilitar a Constantinopla, quien no pudo enfrentar el avance del imperio sasánida
(última dinastía persa anterior a la aparición del Islam) y de los árabes convertidos
a la religión de Mahoma.
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Los sucesores de Justiniano fueron incapaces de impedir que los lombardos –asentados
desde fines del siglo V al este de los Alpes—ocuparan la mayor parte de Italia hacia
el año 568 de NE. De todas maneras pocos pueblos germánicos consiguieron
imponer sus instituciones políticas y su cultura en los territorios imperiales que
ocupaban. Los burgundios, procedentes de la región situada entre los Oder y
Vístula (ríos en la actual Polonia), llegaron al Main (afluente del Rin) en el siglo
III, siendo aniquilados en su mayor parte por los hunos en 436; los sobrevivientes
lograron asentarse al oriente de los Alpes como aliados de los romanos.

Los alamanes –conjunto de pueblos procedentes del curso medio del río Elba—
ocuparon la actual Suabia (región central de Alemania), y entre los siglos III y VI
se infiltraron hacia el sur, llegando a ocupar algunos territorios alpinos y el valle
donde nace el río Rin. Pero tampoco ellos lograron fundar un reino duradero;
durante el siglo VIII fueron sometidos por los francos. De los anglos y los sajones
que procedían de Jutlandia (actual Dinamarca), los segundos lograron apoderarse
de la actual Baja Sajonia, Westfalia y Turingia; una parte de ellos, aliados con los
anglos pasaron a las islas Británicas donde fundaron pequeños reinos, que se
unificaron hacia el siglo IX en un gran estado anglosajón. Además, los sajones
continentales, después de ser una federación de pueblos sin poder centralizado, van
a formar un gran reino, el cual representará la mayor resistencia a la introducción
del cristianismo en el norte de Europa.

Sólo el rey de los francos: el Emperador Carlomagno logró someterlos y cristianizarlos


después de 30 años de lucha. En realidad, los francos de Carlomagno fueron los
herederos de los pueblos bárbaros que invadieron el imperio romano. El origen del
reino franco fue una alianza entre una serie de pequeños pueblos asentados a la
margen derecha del río Rin. A partir del siglo IV, se extendió hacia las Galias,
llegando a dominarlas, fundiéndose con las poblaciones románicas. De esta fusión
surgirían los dialectos, hablados por las capas bajas de la población, y de los cuales
surgirían más tarde, el provenzal y el francés.
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Tanto los lombardos como los bávaros (un pueblo cuyo origen se ubica en la actual
República Checa) terminaron sometiéndose a los francos, el único que quedaba en
píe de los estados germánicos surgidos de las invasiones. En 482, Clodoveo I, rey
de los francos salios, pudo proclamarse soberano absoluto, extendiendo sus
dominios hasta los límites con los Pirineos.

Poco antes de morir Clodoveo se convirtió al cristianismo agregándole a su reino una


poderosa fuerza de unidad política que le permitiría a sus sucesores, imponerse al
resto de los estados germánicos. En definitiva, los francos fueron una simbiosis
entre la cultura romana cristianizada y la tradición germánica, que derivó en la
formación del estado más poderoso de occidente, el único capaz de frenar las
acometidas del Islam.

EL IMPERIO BIZANTINO
SIGLOS V-XV de NE

Con la división del imperio romano efectuada por el emperador Teodosio (346-395 de
NE) entre sus dos hijos: Occidente para Honorio y Oriente para Arcadio, inició la
separación definitiva de ambas partes de los territorios conquistados por los romanos,
quedando el primero a merced de las invasiones bárbaras, mientras que el segundo
prolongó su existencia por casi un milenio, siendo sus primeros siglos de relativa
grandeza; la aparición del Islam (principios del siglo VII) en la cuenca del mar
Mediterráneo, y más tarde las Cruzadas (entre los siglos XI-XIII) harán del resto de su
existencia, hasta el siglo XV, una prolongada decadencia.

Herencia romana
Ubicado en la parte centro-oriente de Europa y con influencias en la actual Turquía
(Asia menor), en el norte de África y en el cercano y medio Oriente, se puede decir que
su relación con Italia y la propia Roma fue muy circunstancial, pero eso no significa que
el Imperio Bizantino no haya conservado a lo largo de sus casi mil años de existencia
una herencia de la cultura romana de los últimos siglos: destacándose de ésta la lengua
griega, el derecho romano y el cristianismo ortodoxo.
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En el caso del idioma griego, es reconocible que después de la conquista romana de


todo el mundo griego (siglos II y I a. de NE), la cultura helénica se convirtió en uno de
sus tesoros más preciados, al grado tal que a pesar de que los romanos hablaban e
imponían su lengua (el latín) a los pueblos conquistados, el idioma griego se convirtió
en la lengua culta de las épocas de esplendor del Imperio Romano, llegando así a
convertirse en el idioma más importante de Bizancio, que además estuvo asentado en
regiones que habían sido parte de las polis griegas y de la cultura helénica.

El derecho romano representó también uno de los elementos fundamentales de la cultura


bizantina en el entendido de que la compilación de éste, ordenada por el emperador
Justiniano (527-565 de NE) dotará de estructura legal e instituciones a Bizancio. Por
último, el cristianismo en su modalidad ortodoxa, será la forma de práctica religiosa
más generalizada en el imperio bizantino, a pesar de que la mayoría de sus gobernantes
y patriarcas casi siempre fueron partidarios de la tolerancia con otras manifestaciones
religiosas, e incluso en muchas ocasiones trataron de conciliar con el cristianismo de
Europa Occidental, al que ya podría dársele el nombre de católico o papista.

La caída de la parte occidental del imperio romano en manos de los diferentes pueblos
bárbaros o germánicos, despierta el interés de los primeros emperadores bizantinos de
reconquistar Occidente, es decir, las regiones del Mediterráneo central y occidental.
Este propósito los lleva a intentar una reconciliación con el obispo de Roma, así como la
reconquista de algunas regiones de Italia, el sur de España e inclusive la destrucción del
reino vándalo del norte de África.

Desafortunadamente, para esta iniciativa de reunificación imperial, las invasiones de los


bávaros, eslavos y búlgaros por la región del río Danubio, así como las guerras contra
los persas sasánidas impedirán lograr la reunificación del imperio en manos de los
emperadores de Bizancio.

Principales dinastías
La mayoría de los historiadores de Bizancio parten de la idea de que el origen de este
imperio viene de la decisión del emperador romano Constantino I el Grande (306-337
de NE) de fundar otra Roma en oriente con el nombre de Constantinopla (324-330) y
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cuyo propósito original fue vigilar mejor la frontera oriental del imperio, así como
fortalecer la unidad de los inmensos territorios bajo su mando. Medida que a la postre,
antes de finalizado el siglo IV, ya había producido la división definitiva de las
posesiones romanas.

Así pues, la cronología de las dinastías de emperadores bizantinos se inicia con


Constantino I el Grande en el año 324 con estos periodos:

Primer periodo: 324-518 de NE. Con tres dinastías: la constantiniana (324-363); la


Teodosiana (379-457) y la Dinastía leonina (475-518).

Segundo periodo: 518-610. Con sólo una dinastía pero sin duda una de las más
importantes: dinastía justinianea (518-602); con el último emperador de esta dinastía,
Focas (602-610) se da una época de decadencia por las invasiones eslavas, las guerras
contra los persas y las luchas intestinas en su contra originadas en el norte de África que
terminarán provocando su derrocamiento.

Tercer periodo: 610-717. El vencedor de Focas, Heraclio (610-641) fundará la dinastía


que lleva su nombre: heracliana que se prolongará hasta principios del siglo VIII,
estando caracterizada por las guerras civiles, derrocamientos y exilios de sus
emperadores, pero sobre todo por la aparición, en la península arábiga, del primer gran
enemigo de Bizancio, el Islam.

Cuarto periodo: 717-867, formada por dos dinastías y un periodo intermedio de gran
turbulencia. Dinastía Isáurica 717-802, también conocidos como iconoclastas, al final
de esta dinastía aparece por primera vez una emperatriz, Irene (797-802) quien fue
destronada por el tesorero imperial Nicéforo (802-811) iniciándose con él una época de
crisis imperial que se prolongará hasta el año 820, en el que aparece la dinastía frigia
(820-867).
Es durante este cuarto periodo de emperadores bizantinos que aparece en Europa
occidental el Sacro Imperio Romano Germánico encabezado por el rey de los francos:
Carlomagno (768-814) en el año 800, por lo que Bizancio tiene que aceptar que de ahí
en adelante habrá dos poderes políticos y religiosos claramente diferenciados en el
mundo cristiano.
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Quinto periodo: 867-1057. Dinastía macedónica correspondiente a las mismas fechas.


Fue una época difícil para el imperio bizantino, pues mientras se hacían más profundas
las diferencias con Occidente, el poderío del califato de Damasco sustituyó al de la
Meca-Medina, para más tarde entrar en decadencia. Por su parte, los emperadores
bizantinos se debatían en sus propias contradicciones, excesos y conflictos dinásticos.
Son muy importantes durante la dinastía macedónica dos mujeres: Zoe y Teodora, la
primera, aunque nunca fue emperatriz, convirtió a sus esposos en emperadores; mientras
que Teodora, fue la última gobernante de esta dinastía entre 1054-1056.

Sexto periodo: 1057-1204, iniciado con una serie de emperadores que no se agrupan en
una dinastía (1057-1081), para dar paso a la dinastía Comnenos (1081-1204). Es en este
periodo donde aparece por primera vez una fuerza turca enfrentándose a Bizancio,
(1071), para luego dar paso al inicio y mayor parte de las cruzadas y la ocupación
comercial del Asia Menor por los italianos (Génova y Venecia), iniciándose con ello la
prolongada decadencia del Imperio Bizantino hasta mediados del siglo XV.

Séptimo periodo: 1204-1453. En esta época, aunque se pone fin a las cruzadas, es
evidente que otras fuerzas se beneficiaron de la debilidad de Bizancio, los servios al
occidente y los turcos al oriente, y aunque hubo un breve periodo de recuperación con
un grupo de emperadores denominados paleólogos, su territorio se verá reducido
drásticamente, hasta que desaparece de manera definitiva en manos de los turcos en el
año de 1453.

Poder político y militar en Bizancio


Herederos del sistema político imperial romano, los emperadores bizantinos sustentarán
su poder en un sistema autocrático y absolutista, con apenas algunas reminiscencias del
sistema de las magistraturas romanas de la época republicana, por lo que
ocasionalmente aparecen términos como senadores y ecuestres entre otros.

Es evidente que a partir de la aparición del poder imperial de Carlomagno en Europa


occidental (año 800) los emperadores bizantinos se ven obligados a “modernizar” sus
formas de gobierno a partir de profesionalizar a la burocracia imperial, crear un sistema
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de justicia (poder judicial) y sanear el tesoro del estado a través del cobro generalizado
de impuestos.

Otra herencia fundamental de la civilización romana es la separación en Bizancio del


poder civil y el militar, dividiendo a este último en ejército terrestre y marina de guerra.
El ejército de tierra estaba destinado a la defensa de las fronteras, mientras que la
armada se dedicó a la defensa de las rutas de comercio, tanto en el Mediterráneo como
en el Mar Negro, pero nunca fue capaz de acabar con la piratería y mucho menos con
los musulmanes.

Educación, literatura y arte bizantinos.


Dada la supremacía del cristianismo ortodoxo en el mundo bizantino, se puede afirmar
que la educación estuvo marcada por la trasmisión de los conocimientos de esta forma
religiosa oriental, aunque en los primeros siglos del imperio lograron conservarse
algunas formas de trasmisión del conocimiento de la filosofía griega clásica a través de
enseñar a autores como Platón y Aristóteles, entre otros. La proliferación de grupos
escolares y profesores, llamados sofistas, en algunas ciudades bizantinas dieron origen a
verdaderas universidades como serían la de Atenas en los siglos IV y V de Nuestra Era.,
así como la de Constantinopla entre los siglos VI y VII. Además no se puede dejar de
mencionar la existencia de la biblioteca de Alejandría, herencia del Egipto ptolomeico, y
que hasta antes del dominio de los musulmanes en el Mediterráneo oriental, fue de
soberanía bizantina.

En cuanto a la literatura bizantina, ésta tuvo también manifestaciones fundamentalmente


religiosas, entre las que destacaron importantes obras teológicas, de poesía sagrada y de
historia. En estas tres vertientes literarias los grandes autores bizantinos –San Basilio,
Gregorio Nacianceno, Gregorio de Nisa y Juan Crisóstomo, entre otros–, sin abandonar
su cristianismo ortodoxo, siempre tuvieron presente la tradición clásica que era de
evidente origen pagano.

Por lo que se refiere al arte bizantino, son de destacarse sus grandes construcciones de
carácter religioso, como sería el caso de la catedral de santa Sofía en Constantinopla,
construida por órdenes del emperador Justiniano así como también las artes figurativas
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como la escultura y la pintura de estilo eminentemente “bizantino”, y que en su mejor


momento tuvo gran influencia en Europa occidental.

Y aunque hubo una época del imperio bizantino que fue gobernado por emperadores
“iconoclastas”, en realidad no eran enemigos de las artes visuales, sino solamente de las
representaciones de Cristo, la virgen y los santos a las cuales consideraban heréticas. No
así de otras formas de representación pictórica y escultórica donde no se involucraran
esos temas. Por lo demás, los emperadores iconoclastas fueron expulsados del poder en
Bizancio, por lo que con sus sucesores regresaron las representaciones de figuras
religiosas en las catedrales y templos del cristianismo ortodoxo.
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NACE EL ISLAM
Oriente medio h 570 de Nuestra Era

En una de las regiones más inhóspitas de la Tierra, situada entre Asia y África, nace a
principios del S.VII la más reciente de las religiones universales, el Islam. Los
habitantes del país donde nació eran sobre todo beduinos nómadas, que sólo podían
alimentarse con la leche y los dátiles que proporcionaba una tierra desértica; vivían en
tiendas de campaña, construidas con pieles de animales.

Hacia mediados del S.VI, existían tres centros urbanos importantes en el norte de
Arabia en la región montañosa de Hedjaz, limitada al oeste por el mar Rojo y al este por
el desierto. En el centro de Hedjaz se levantaba Yatrib, la posterior Medina, rodeada de
un fértil oasis. Unos 400 kilómetros más se encontraba Taif, y al noroeste de esa ciudad,
en una hondonada, La Meca.

Rodeada de áridas montañas, La Meca percibía elevados ingresos de las caravanas de


camellos que atravesaban ese importante nudo de comunicaciones. A la riqueza de La
Meca contribuían también los peregrinos que visitaban los árabes, donde hasta hoy parte
de los musulmanes adoran a la Kaaba, una piedra negra de origen meteórico. Alá, que
posteriormente sería el único dios de los musulmanes, era entonces una de las muchas
divinidades a quienes se les rendía culto en La Meca.

Mahoma anuncia la doctrina del Islam


Hijo de un empobrecido miembro del clan de los qurayshíes (el grupo dominante de La
Meca), Mahoma nació en 570. Durante su juventud fue empleado de la rica viuda
Jadicha, 15 años mayor que él. Al cumplir los 25 años, contrajo matrimonio con ella y
de esta unión nacieron varios hijos. En 610, en la montaña de Hira, Mahoma recibió la
visita sobrenatural del arcángel Gabriel, quien le anunció que había sido elegido como
apóstol.

Mahoma dudaba de la autenticidad de la aparición. Gabriel volvió a aparecérsele al


poco tiempo y le encargó que advirtiese a los hombres del inminente juicio divino.
Mahoma empezó a predicar públicamente en La Meca en el 613 lo que el arcángel le
había enseñado: Alá es el único Dios del universo; todos los creyentes son iguales ante
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Alá y, si bien es Él quien determina el destino de los hombres, estos tendrán que rendir
cuentas de su conducta el día del juicio final; los ricos deben compartir sus riquezas con
los pobres. Esta nueva doctrina fue denominada Islam (conforme a la ley de Dios) por
los seguidores de Mahoma.

Los beduinos recibieron la nueva prédica como una gracia: hasta entonces, la muerte
significaba para los árabes el fin de toda existencia y la pobreza era un castigo divino.
Muchos de los primeros seguidores de la nueva doctrina eran pobres que abrazaban con
esperanza la promesa de una vida mejor antes y después de la muerte. En cambio, los
adinerados qurayshíes combatían sañudamente a Mahoma, muchos de cuyos seguidores
tuvieron que abandonar La Meca a raíz de la persecución de los ricos, y el propio
profeta tuvo que abandonar la ciudad en 622 para dirigirse a Yatrib, que recibiría
entonces el nombre de Medina (ciudad del enviado).

La partida de Mahoma, llamada Hégira, es considerada como el comienzo de la era


islámica. En esta nueva etapa, Mahoma tuvo que combinar su prédica religiosa con
tareas políticas. Anunció que Dios quería medidas sociales y legislativas que mejoraran
la vida de la mujer árabe. Durante la época preislámica, un hombre podía contraer
matrimonio con tantas mujeres como quisiera; Mahoma redujo la poligamia a cuatro
mujeres, a las que el esposo tenía que tratar con idéntica bondad.

Sin embargo, tras la muerte de Jadicha, Mahoma contrajo matrimonio con otras nueve
mujeres. El profeta intentó, durante mucho tiempo, la conversión de los cristianos y
judíos al Islam, porque en ciertas afirmaciones del Corán, el libro sagrado de los
musulmanes, existen concordancias con el Antiguo y Nuevo Testamentos. Bajo la
dirección de Mahoma, el Islam evolucionó hasta convertirse en la base de un estado
teocrático que propiciaba un apostolado militante y de vocación universal.

Los musulmanes conquistaron La Meca en 630 y la transformaron en centro espiritual


de la nueva religión. Mahoma murió en 632; durante sus 22 años de actividad logró
unificar la tradición monoteísta judeo-cristiana con el nacionalismo árabe; y, por otra
parte con el Corán, dio un fundamento jurídico y teológico al islam, que rige hasta hoy
la vida de decenas de millones de musulmanes en todo el mundo.
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Las cinco columnas del Islam


La vida del creyente islámico esta regida por cinco obligaciones que, reveladas por Alá
a Mahoma, siguen siendo válidas para los musulmanes hasta nuestros días: fe, oración,
limosnas, ayuno, y la peregrinación a La Meca al menos una vez en la vida. Estos
preceptos reciben el nombre de las cinco columnas del Islam. La fe se basa en el
principio que dice: No existe más Dios que Alá y Mahoma es su profeta. Si un creyente
se acoge a este testimonio se convierte el mismo en musulmán, sin necesidad de
practicar otros ritos.

La segunda columna del Islam es la oración, que debe practicarse cinco veces al día en
horas preestablecidas. El creyente ha de realizar previamente sus abluciones rituales, ya
que sin ellas sus oraciones no tendrán validez alguna. La tercera obligación del Islam
consiste en dar limosna a los necesitados; cuando un musulmán entrega una parte de sus
bienes, el resto de sus posesiones queda purificado. La costumbre impuso luego que esta
limosna se convirtiera en una especie de impuesto religioso que el estado dedica a fines
benéficos.

El ayuno y la abstinencia durante el mes del Ramadán, constituye el cuarto deber de los
creyentes. Durante el Ramadán, Alá reveló a su profeta el texto sagrado del Corán y en
este mes Mahoma consiguió su primera victoria sobre los quirayshies. Durante las de
luz diurna el creyente debe ayunar; la comida y bebida sólo están autorizadas a partir de
la puesta del sol y hasta su salida.

El último deber de los creyentes consiste en la peregrinación a La Meca, llamada hadj,


que todo musulmán debe realizar por lo menos una vez en la vida. Esta práctica
contribuyó a unificar al mundo árabe. Algunos sectores del Islam añaden un sexto pilar:
el de la guerra santa contra los infieles.

Una nueva potencia mundial


Desde la muerte de Mahoma, que había omitido designar un heredero, y hasta mediados
del siglo VIII, se registraron sangrientas luchas por su sucesión. El primero de los
califas (es decir, el jefe político y religioso del Islam) fue Abu Beker, padre de Aisha, la
esposa favorita de Mahoma. Abu Beker derrotó a las tribus árabes renegadas, unificó a
los creyentes y sumó al Islam extensos territorios de Persia y del imperio bizantino. Le
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sucederá en 634 Omar I, que había sido íntimo colaborador de Mahoma. Durante los
diez años que duró el mandato de este califa, el territorio dominado por los musulmanes
amplió en gran manera su extensión: las tropas de Omar ocuparon Palestina, Siria,
Egipto y casi toda Persia. La población nativa de esos territorios recibía a los
musulmanes como continuadores de la dominación previa de bizantinos y persas.

En los países conquistados, los musulmanes pusieron en práctica una política de


tolerancia con los fieles de las demás religiones monoteístas (judíos, cristianos y
seguidores de Zoroastro). Millones de hombres y mujeres, procedentes de culturas
distintas, y que hablaban en las más diversas lenguas, marcaron la vocación
universalista del Islam. A este hecho contribuyó, sin duda, la extrema simplicidad del
culto, que carece de liturgia y por lo tanto de ministros encargados de preservarla.

Ni siquiera el almuédano, que está encargado de llamar a los fieles a la oración, ni el


jatib o predicador son sacerdotes. Pero al mismo tiempo, el Islam constituye una
doctrina totalizadora e intransigente, sus leyes regulan no sólo el comportamiento
religioso, sino también la vida política, social e individual. La única fuente de autoridad
teológica es el Corán, completado con la tradición: la Sunna.

De todos modos, esto da lugar a que los grandes doctores del Islam surjan no sólo del
país donde se originó la religión, sino en sitios tan alejados de ese centro como Persia, la
India o el norte de África. El Corán es, pues, el libro en el que se recogen las enseñanzas
trasmitidas por Dios a su profeta Mahoma.

Es un libro santo y divinamente inspirado, aunque tardó algún tiempo para redactarse y
declararse como canónico, pues existieron tradiciones orales y se hallaba también
recogido en escritos heteróclitos redactados por el propio Mahoma. Recoger la tradición
escrita y la oral, fue una parte fundamental para su trasmisión por medios normales.

La ortodoxia encerrada en el Corán parte de la idea de sus enviados o apóstoles (entre


los que ocupa un lugar fundamental Mahoma), los ángeles, los libros revelados (sobre
todo el Corán mismo) y la idea del juicio final. La teología islámica ha desarrollado
también la doctrina del fatalismo, aunque no aparece en forma expresa en el Corán.
Todo está en manos de Dios, todas las acciones humanas, ya sean las buenas o las
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malas. De ahí que surja también la idea de la negación del libre albedrío y, por lo tanto,
del fatalismo. El hombre del estado de pecado por su fe en Alá y Mahoma, y por las
buenas obras que haga, con la intercesión de Dios y de los ángeles.

Dios ha enviado al hombre profeta para anunciarle la nueva fe y sacarle del pecado.
Parte de ellos son los mismos del Antiguo Testamento, como Adán, Abraham, Noé,
Moisés e incluso Jesús y otros ya propiamente musulmanes como Hud, Salih, y
finalmente Mahoma, el más grande de todos, cuyas enseñanzas sólo puede abrogarlas el
Mesías (Mahdi), el guía que vendrá al final de los tiempos.

En lo que se refiere a la vida de ultratumba, los musulmanes creen en el juicio final, la


resurrección de los muertos y en el cielo y el infierno. Las acciones de los hombres
serán pesadas en una balanza y, según su bondad o maldad, les harán alcanzar el paraíso
o precipitarse en el infierno, donde purgarán y purificarán sus pecados. El juicio,
además, divide a los hombres en tres clases: los que no han abrazado el Islam son
conducidos directamente al infierno; los que profesan la fe, pero presentan pecados,
deben pagar sus penas provisionalmente en el infierno, que hace así las veces de
purgatorio.

Sólo los elegidos alcanzan directamente el paraíso. Se admite asimismo el culto a los
santos no canonizados formalmente. El santo es un intermediario entre Dios y el
hombre, aunque tampoco exista jerarquía entre ellos. Poseen el favor divino y de él
reciben la virtud de obrar milagros. Hay santos universales y otros más locales. Se
acude en celebración a sus tumbas, aunque también existe la posibilidad de que les
declare como tales en vida. En este caso, insuflan la santidad a sus discípulos (baraca),
participación que se efectúa a través de la saliva. De todos modos, la ortodoxia es difícil
de extraer del libro santo y ello ha dado pie a numerosas sectas, ortodoxas y
heterodoxas.

Hasta las últimas décadas del siglo XX, el Islam era una doctrina religiosa en completa
expansión, y se asentaba cada vez con mayor fuerza entre las masas de los países en
evolución emancipadora del África negra.
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Divisiones y luchas por el poder entre los musulmanes


Cuando Omar fue asesinado por un esclavo cristiano el califato pasó a manos de Otmán
de la familia de los omeyas. También Otmán murió, y la clase dirigente islámica eligió
como cuarto califa a Alí, un primo y yerno de Mahoma. La decisión no fue aceptada por
Moavia I, gobernador de Damasco y sobrino de Otmán. Durante los preparativos para la
guerra contra Moavia, Alí fue asesinado, y sus seguidores, los chiítas, se separaron,
incluso teológicamente del Islam.

Moavia fundó el califato hereditario de los omeyas (661-750); la capital del reino fue
trasladada de Medina a Damasco. Poco después el Islam se extendió por el norte de
África; los árabes atravesaron el estrecho de Gibraltar en 711 y conquistaron la
península Ibérica, en la que sometieron a los visigodos. Ese mismo año llegaron
también a la India por el este.

Los omeyas cedieron el poder a la dinastía abasí: Abul Abbas se proclamó califa en 749
y ordenó el exterminio sistemático de la dinastía precedente. Los abasíes gobernarían a
lo largo de 500 años, durante los cuales el imperio conoció un periodo de relativa paz.
Sin embargo, en ese periodo la doctrina islámica pareció perder su impulso expansivo.

A partir de entonces su presencia en Occidente fue cada vez menor: en el siglo XI


perdió Sicilia, en el siglo XV los territorios de la península Ibérica; sólo mantuvo
algunas posesiones en los Balcanes, en Rusia meridional y en unas pocas regiones de
Europa del este.
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LAS CRUZADAS (1096-1270)

El fenómeno de las cruzadas no puede entenderse sin conocer el origen y evolución de


los dos agrupamientos que se enfrentaron en ellas: la cristiandad y el Islam. El
cristianismo había suplantado al paganismo en el Imperio romano, que abarcaba el
ámbito mediterráneo, Europa y el Cercano Oriente. Con el tiempo, el Imperio resultó
demasiado extenso para depender de una sola cabeza y acabó dividido en dos grandes
porciones: por un lado el Oriente griego y por el otro el Occidente latino, con capitales
en Bizancio y Roma, respectivamente.
Esta disgregación se acentuaría con las diferencias culturales, aunque el cristianismo,
que había ganado el estatus de religión oficial, fue un factor de cohesión importante en
aquel momento. El imperio de los césares desapareció, pero en su lugar surgió la
cristiandad bajo la autoridad moral y más tarde política de los papas y la iglesia de
Roma.
A finales del siglo IV, el emperador Teodosio el Grande ultimó la división del Imperio al
repartirlo entre sus hijos: Arcadio que recibió Oriente y Honorio la parte occidental. El
imperio de Occidente (España, Francia, Inglaterra, norte de África e Italia) acosado por
las invasiones bárbaras y de los hunos, terminó sucumbiendo en el año 476, cuando el
bárbaro Odoacro destronó al último emperador de Occidente, Rómulo Augústulo. Roma
cayó, pero el título y la sombra del Imperio se mantendrían en Oriente durante mil años
más, hasta su conquista a manos de los turcos.
El imperio romano de Oriente con capital en Constantinopla (también llamada
Bizancio) y sus ricas y pobladas provincias del Asia Menor, Egipto y Siria habían
heredado lo mejor del imperio de los césares –el derecho y la administración romanos–,
así como el idioma y la civilización griegos y una tradición de intercambios culturales
con la otra gran civilización de la época, la Persia sasánida, e incluso con el Lejano
Oriente a través de las rutas de las caravanas. No obstante, los bizantinos también
estaban amenazados por sus propios bárbaros: los pueblos eslavos por el norte y las
tribus asiáticas por el este y sobre todo, el Islam por el sur.
El Islam, surgido de las predicaciones de Mahoma en Arabia, constituyó un imperio
teocrático que invadió los antiguos territorios de los imperios bizantino y persa (Egipto,
Libia, Medio Oriente, Mesopotamia y tierras del este hasta el norte de la India), además
del norte de África y la península Ibérica. En su dilatado imperio, el Islam agrupaba a
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pueblos de diverso origen étnico y cultural bajo el denominador común de la religión y


la lengua árabe aprendida en el Corán.
En este mosaico de pueblos y dinastías establecidos en distintas regiones y culturas
destacó, hacia el siglo X, un grupo de clanes y tribus recién convertidas al Islam, los
selyúcidas, que aumentaron su poder e influencia hasta crear, desde 1055, un imperio
que abarcaba desde el actual Afganistán hasta el Mediterráneo. En su imparable
expansión hacia el oeste, los selyúcidas derrotaron a los bizantinos en Manzikert (1071)
y se extendieron por el Asia Menor y el litoral sirio, con sus ricas ciudades como Nicea
y Antioquia. El emperador de Bizancio, Alejo Comneno, aterrado por aquel avance que
ya amenazaba su propia capital, no tuvo más remedio que vencer su orgullo y solicitar
ayuda a los cristianos de Occidente.

Las causas
Desde los primeros siglos de cristianismo, muchos devotos europeos habían visitado
Jerusalén y los lugares santos. Estas peregrinaciones se intensificaron a partir del siglo
X debido al desarrollo de una religiosidad ingenua que creía en la virtud de los
santuarios y de las reliquias, y también al nuevo bienestar económico que favorecía
estas expediciones.
La creación de una red de albergues e instituciones de asistencia a lo largo de las
principales rutas de peregrinación fue otro elemento decisivo. El hecho de que los
santos lugares y Jerusalén estuvieran en territorio islámico, no fue un impedimento para
los viajes, puesto que los musulmanes recibían a los peregrinos europeos, lo que
significaba una fuente de ingresos para aquellos.
La llegada de los selyúcidas, más intolerantes que sus predecesores, alteró este orden
durante unos años, aunque el fervor fundamentalista de la primera ocupación pronto
disminuyó y los peregrinos volvieron a circular sin mayores dificultades. No obstante,
para entonces corrían por diferentes partes de Europa occidental las narraciones de
casos espeluznantes de indefensos peregrinos asaltados y torturados por sarracenos. El
deseo de recuperar los lugares santos para el cristianismo y de castigar a los infieles por
sus abusos contribuiría a la popularidad de las cruzadas.
Las causas de estas campañas fueron tan numerosas y complejas que casi puede decirse
que hay tantas y variadas opiniones como historiadores. En el siglo XIX el historiador
católico G. Michaud aseguró que se debieron a la religiosidad del hombre medieval.
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Esta explicación, tan conveniente para la iglesia, fue rechazada a partir de la segunda
mitad de ese siglo por otros historiadores más realistas.
Unos la atribuyen a factores económicos, como la defensa de los intereses comerciales
del norte de Italia (Venecia, Génova, Pisa...) y su afán por mantener el control del
comercio con Oriente. Otros destacan razones políticas: el deseo del papa de imponer su
autoridad a toda la cristiandad, y en especial a los conflictivos emperadores germanos, o
de recuperar para Roma la iglesia bizantina, separada por el cisma ocurrido en 1054
(una ruptura entre el papa y el patriarca de Constantinopla a raíz de desacuerdos en
materia de dogma).
También se han señalado causas sociales, como el empobrecimiento de las clases
populares europeas: en algunas regiones escaseaban las tierras libres y los campesinos
eran víctimas de una vida miserable, por lo que muchos no dudaron en agregarse a estas
expediciones con la esperanza de mejorar su situación.
Los estamentos sociales privilegiados tenían otras motivaciones. El mayorazgo, que se
iba imponiendo en Europa, nombraba como único heredero al hijo mayor, y los
restantes vástagos tenían que buscarse la vida haciendo lo único que sabían, guerrear, lo
que provocaba continuos altercados y conflictos en regiones que necesitaban de paz
para consolidarse y progresar.

El concilio de Clermont
La petición de socorro de Alejo Comneno al papa llegó en un buen momento, cuando
las relaciones entre los cristianos de Oriente y Occidente estaban mejorando tras el
cisma. Los embajadores bizantinos conferenciaron con el papa Urbano II durante el
concilio de Piacenza en 1095. El pontífice comprendió que el envió de un contingente
militar en ayuda de Bizancio contribuiría, sin duda, a limar los desacuerdos anteriores y
a renovar lo vínculos de la cristiandad. Por lo tanto, convocó a un nuevo concilio en
Clermont (18 de noviembre de 1095), al que asistieron principalmente obispos del sur
de Francia. En este concilio se renovó “la tregua de dios”, que garantizaba la paz entre
los cristianos y se introdujo un canon que otorgaba indulgencia plenaria a los que
auxiliaran a los cristianos de Oriente amenazados por los selyúcidas.
El papa en persona lo explicó a una multitud que se había congregado a las puertas de la
iglesia en que se reunían los padres conciliares. Urbano II se refirió a la persecución de
los cristianos del este, al acoso de los peregrinos, a la profanación de los lugares santos
por los musulmanes... También alentó a aquellos que hubieran violado la tregua de Dios
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a emplear sus energías en una buena causa. El que quisiera salvar su alma tenía que
hacer penitencia y sufrir. La peregrinación era la mejor manera de purgar los pecados.

En ese tiempo, la iglesia se había organizado en una estructura más centralizada que
permitía al papa hacer llegar su voz y su mando hasta la más apartada parroquia de la
cristiandad. Las predicaciones cayeron en terreno abonado porque la época era propicia
al espíritu caballeresco. Una nueva concepción del mundo en la que el guerrero
consagraba sus armas en defensa del débil o de la iglesia. ¿Y quién más débil que
aquellos cristianos de Oriente que padecían bajo la tiranía del Islam?

Una ola de entusiasmo recorrió Europa al grito de “dios lo quiere”, decenas de miles de
personas en Francia y sus países limítrofes se dispusieron a tomar las armas para la
santa empresa. Urbano II hubiera querido que los voluntarios fueran solamente nobles y
caballeros entrenados para la guerra, pero no pudo evitar que se le presentaran también
varios miles de voluntarios del pueblo sin experiencia militar alguna, que al final
resultarían más un estorbo que una ayuda.

El núcleo principal de la primera cruzada fue francés. Los otros reinos europeos estaban
inmersos en sus propios problemas. La península ibérica tenía musulmanes en casa y
sus cinco reinos cristianos bastante hacían con defenderse de sus invasores africanos
que periódicamente amenazaban sus territorios. En Alemania todavía coleaban las
guerras provocadas por la resistencia del emperador a la autoridad del papa. En
Inglaterra aún no se había estructurado la sociedad tras el cataclismo de la invasión
normanda de 1066. Francia, por el contrario, era un estado extenso, rico y típicamente
feudal en el que se daban todas las condiciones favorables para la cruzada: había crecido
la población y mejorado la economía, los hijos de los nobles estaban sedientos de
aventuras y causaban problemas en las ciudades y en los campos (especialmente en el
norte, donde el mayorazgo estaba más extendido).

Por otra parte, Europa estaba en condiciones de llevar a cabo una empresa guerrera de
cierto fuste por primera vez desde las legiones de Roma: los ejércitos, mejor armados y
organizados, eran capaces de afrontar campañas militares más ambiciosas.
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El entusiasmo de los cruzados era contagioso. Antes de marchar a Oriente, gran número
de nobles y caballeros vendían o hipotecaban sus propiedades para adquirir el equipo
necesario y contar con un remanente para gastos personales. Los monarcas creaban
impuestos especiales que a menudo terminaban convirtiéndose en ordinarios. La iglesia
financió a quienes le convino y cobró durante siglos, con distintos medios y fines las
bulas de cruzada.

Un equilibrio inestable
El objetivo de la primera cruzada, el rescate de los lugares santos, se cumplió con
aparente facilidad. Jerusalén fue parcialmente repoblada y se convirtió en capital de un
reino cristiano de estructura similar al francés. Con la conquista de Jerusalén quedaba
libre el camino tradicional de los peregrinos y quedaba también abierta la rica ruta que
las ciudades mercantiles italianas codiciaban. Una ruta a través de la cual se canalizaron
hacia Europa productos orientales de lujo: especias, seda, lino, pieles, tapices y
orfebrería.

Pero el dominio cristiano de los lugares santos resultó frágil. Tras la conquista de
Jerusalén, la mayoría de los cruzados regresaron a sus lugares de origen. Sólo
trescientos caballeros y algunos miles de infantes decidieron establecerse en Tierra
Santa para defender las conquistas cristianas o para prosperar en la nueva tierra. Aquella
estrecha franja de terreno rodeada por un océano de musulmanes hostiles se fragmento
en diminutos reinos o condados que lograron mantenerse durante casi dos siglos debido
a una suma de factores. Por una parte, les favoreció la crónica desunión de los
musulmanes y sus conflictos internos, por otra, el apoyo militar europeo cuando la
situación era apurada; los papas predicaban nuevas cruzadas y reforzaban las posiciones
cristianas.

El elemento esencial que contribuyó a la defensa de Tierra Santa fueron las ordenes
religioso militares, nacidas para proteger y ayudar a los peregrinos. Estas órdenes, en
especial las de los Templarios y los Hospitalarios, garantizaron el suministro regular de
monjes-guerreros y sargentos u hombres de armas que requería la defensa de las
fronteras cristianas. Mantenían sus castillos estratégicos (kraks) gracias al constante
esfuerzo económico y humano que realizaban sus encomiendas y provincias de Europa.
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Un parte importante de los gastos se destinaba a los pagos de soldados mercenarios


turcos al servicio de los cristianos.

Las cruzadas se extendieron durante más de dos siglos. El Reino Latino de Jerusalén
cayó en manos de los mamelucos (musulmanes de Egipto) en 1291, pero Europa siguió
creyendo que lograría la reconquista de Tierra Santa. Además, no podía abandonar a su
suerte a los estados latinos aún existentes: Chipre, islas del mar Egeo y Grecia. Sin
embargo, a partir del siglo XIV, con el avance de los otomanos, la idea de reconquista
quedó relegada ante la más urgente necesidad de contener la expansión turca.

Repercusiones de las cruzadas


Contempladas con perspectiva histórica, estas grandes expediciones pudieron
emprenderse gracias a la recuperación económica y demográfica de Europa, que
aprovechó la debilidad de Oriente para intentar su conquista. Sobre todo la de la región
siria-palestina, que constituía el núcleo de mayor importancia estratégica, militar y
mercantil por su posición en el Mediterráneo y por conformar también el área de
confluencia de las rutas comerciales de Asia.

El Islam recuperaría, dos siglos después, las tierras perdidas, pero las consecuencias de
las cruzadas se harían sentir de forma permanente. Las ciudades mercantiles italianas
(Venecia, Pisa, Génova) y del sur de Francia (Marsella) experimentarán un gran auge.
En general, Europa vivió una expansión impulsada por la nueva economía monetaria y
el surgimiento de una burguesía rica, que sustituiría de manera paulatina a la nobleza de
sangre en la cúspide social. De modo paralelo se elevó el nivel cultural de Occidente, al
entrar en estrecho contacto con bizantinos y musulmanes, que habían heredado
directamente las culturas clásica y persa. Por último, el papado alcanzó su máxima
autoridad política, lo que sería un factor decisivo en la historia posterior de Europa.
Antes de las cruzadas, el centro de la civilización estaba en Bizancio y en los califatos
de Damasco y Bagdad. Tras ellas, la hegemonía cultural pasó a Europa.

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