Vous êtes sur la page 1sur 2

Amour de Haneke

Mario Gensollen
Este fin de semana volví a ver Amour de Michael Haneke. Es una película que admite ser vuelta a
ver, pero no para simplemente matar el tiempo. Es una historia que requiere del espectador la
creación de cierta atmósfera y cierto estado de ánimo que le disponga adecuadamente. Hecho esto,
regresé a algunas notas que tenía de la película y afiné algunas conclusiones.
Su inicio: silencio y oscuridad: un par de minutos en los que desfilan los créditos del film por la
pantalla. La sobriedad es absoluta. Haneke de nuevo nos intriga. Así inicia Amour (2012, Francia-
Alemania-Austria), y su autor parece decirnos que no se necesita nada más. No hay música que
amenice su inicio, ni hermosas tipografías en los créditos. Haneke se vale de los mínimos recursos
retóricos: el silencio es la mejor forma de mostrar. Y eso es Amour, una administración impecable
de los silencios.
Terminado el sepulcral silencio inicial, otro atrevimiento. En menos de cinco minutos el espectador
conoce el final de la trama. La protagonista yace muerta en la cama de su habitación; un pequeño
mausoleo privado creado por su esposo. Una ventana del cuarto permanece abierta. La portera del
edificio informa a la policía que en el piso vivían una pareja de octogenarios, ella muy enferma desde
hace algún tiempo, él siempre cuidándola. A partir de este momento, el espectador conocerá el
desarrollo de la trama de la cual sabe ya su desenlace.
Georges y Anne son un par de profesores de música jubilados, quienes en apariencia sólo gozan de
su compañía, de la vida en París y de sus rutinas en su apartamento. Sin embargo, una mañana Anne
tiene un repentino accidente cerebrovascular durante el desayuno. Sus vidas, a partir de ese
momento, no serán las mismas. El incidente sólo es el inicio del inquietante declive físico y mental
de Anne, mientras Georges hará todo lo que esté en sus manos para hacerse cargo de ella.
Amour es una historia sencilla. Su trama, minimalista. Michael Haneke hace lo mejor por contarla
sin aspavientos, sin tintes rosas ni melodramáticos. En Amour —como lo afirmaba Borges con
respecto al arte— forma y fondo se funden hasta volverse irreconocibles. Haneke no habría podido
contar esa historia de mejor manera. Haneke economiza los diálogos: no hace falta decir mucho
para contar su historia. También economiza los planos y los cortes: para ello, las actuaciones de
Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva son fundamentales. Algunos críticos han argumentado
que en Amour Haneke se nos revela tierno; y quizá sea cierto, pero su ternura es dura y cruel, la que
nace del realismo de una verdadera historia de amor.
Ahora, algo sobre su concepto. Haneke se revela en Amour como un crítico brutal de su tiempo,
quizá también del arte que emana del mismo. En Amour no vemos la historia de dos personas que
viven en el conflicto eterno entre sus ideales momentáneos y la dolorosa imposibilidad de
conseguirlos a largo plazo y en perspectiva. No es trivial que Haneke hubiese escogido una pareja
de octogenarios para contar una historia de amor. Pues, para Haneke, el amor es ante todo
donación. Esta gratuidad propia del amor de Anne y Georges se revela incompatible con el tiempo
en el que viven sus últimos días. Su hija es el símbolo que Haneke inserta en el film para mostrarnos
el individualismo en su más torpe y siniestra cara. Eva es incapaz de comprender las razones por las
que su padre se empeña en respetar los deseos de su madre y en cuidarla a pesar de las dificultades
de su edad. Dos diálogos entre Georges y Eva nos revelan la incomprensión básica entre el
individualismo posmoderno y la modernidad colectivista. El amor entre Georges y Anne se
impondrá, hasta que lo venza lo único contra lo cual es impotente: la muerte. Por último, algo parece
extraño en el film de Haneke. En él, toda huella de trascendencia está borrada. Haneke ha sabido
retratar no sólo el amor donante, ni las particularidades de la vejez, sino la era secular europea.
Un sabor amargo queda como reminiscencia de una historia de amor, y esa reminiscencia no es otra
cosa, pienso, que la “consciencia de lo que falta”, como Jürgen Habermas llamó a las consecuencias
de la secularización. Y es que el amor que nos retrata no es trascendente: es ordinario, es finito, está
anclado a una temporalidad angustiante.
A mi parecer, Amour hermana a Haneke con To the Wonder (2012, Estados Unidos) de Terrence
Malick: uno plantado en el corazón de la secularización europea (el robusto laicismo francés), otro
en el corazón del resurgimiento de las ortodoxias cristianas (Oklahoma), llegan a conclusiones
similares. La angustia del creyente se asemeja naturalmente a la secularización normalizada: algo
falta. Miguel de Unamuno vio esto con claridad en su polémico ensayo “Mi religión”. El secular
Stimmung (bello término alemán para referirse, entre otras cosas, al estado de ánimo inescapable
que caracteriza a la existencia humana) es similar al del creyente angustiado. Ambos están
determinados por sus carencias. No obstante, Haneke apuesta por mostrar ese lado agridulce del
amor en la secularización: su carencia, parece pensar, lo define y embellece. Está en las
espectadoras y espectadores dar su juicio final.
Después de Amour, como a su inicio y a su final, no queda más que guardar silencio.
mgenso@gmail.com | /gensollen | @MarioGensollen

Vous aimerez peut-être aussi