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Escuela de Filosofía. FHE-UCV. Los Chaguaramos.1041.Caracas.Venezuela.Tel.02126052863
Apuntes Filosóficos es publicada por la Escuela de Filosofía bajo los auspicios del Consejo de Desarrollo
Científico y Humanístico (CDCH-UCV)
Printed in Venezuela
Universidad Central de Venezuela
Índice
Presentación………………………………………………………………………………………………………………………………………… 5
Resumen ……………………………………………………………………………………………………………………………………………… 17
Introducción………………………………………………………………………………………………………………………………………… 19
Presentación
5
Argenis Pareles
Ezra Heymann a quien en vida siempre llamé profesor y a quién no sin pudor puedo
llamar mi amigo y maestro ha sido y seguirá siendo una presencia fundamental en mi vida.
Una agenda filosófica, un modo socrático de llevarla adelante, un método de análisis que se
resiste a tomar la obra filosófica como un todo acabado y que nos invita a hacerla parte de
nuestro propio proceso de aclaración de tesis y propuestas y la posibilidad misma de ser
una mejor persona son parte de mis deudas o mejor de mi legado.
Tuve mis primeros encuentros con Heymann mucho antes de conocerlo. Siendo yo un
estudiante de física en la USB gustaba de visitar el pasillo de filosofía de la biblioteca.
Revisar portadas, contraportadas y lomos era una parte central de mis horas libres. Aquellos
libros, lo confieso, no me decían nada o casi nada. Primero porque muchos estaban en
idiomas que me resultaban inaccesibles y, segundo, porque a pesar de mi sospecha de que
allí estaban las respuestas a mis interrogantes, sus contenidos no se dejaban apreciar
fácilmente. Algo, sin embargo, tenían de común esos libros que yo visitaba casi con
desesperación: todos o casi todos los que alguna vez me llevé a casa y muchos de los que
simplemente revisé habían sido visitados por una misma persona, alguien que firmaba E.
Heymann.
Facilidad para las lenguas, una memoria privilegiada, enorme curiosidad y un apetito
filosófico voraz hicieron de Heymann, sin duda, un gran lector. Para un observador externo,
para alguien que no hubiera participado de su interminable tratamiento de los temas
fundamentales, de esa discusión siempre continuada y nunca terminada, tal vez fuera
suficiente para calibrar su valía la capacidad de aconsejar, de apuntar o meramente
alumbrar ciertos temas con determinadas lecturas. Estas cualidades estaban, sin embargo, al
servicio de un proyecto más profundo y abarcador (entré en contacto con ese proyecto
cuando conocí al profesor en 1990 y desde entonces y hasta ahora pude disfrutar de la
diversidad y complejidad de sus temas y trabajar en algunas de sus tramas). Una idea
rectora de ese proyecto sostiene que el lector no tiene a la obra entre manos como su objeto
Universidad Central de Venezuela
6
sino a los temas que ella considera y que él busca aclararse, en este sentido contrasta el
espíritu de la filosofía con el propio del goce estético:
“De la obra de arte pudo decir Gadamer que frente a ella la actitud crítica es
secundaria: lo primario es el exponerse a ella y a la manera en la cual- en
algún sentido de la palabra—la obra de arte nos habla; alternativamente
podemos decir que ella es sugerente y nos interpela en su misma mudez.
Esto claramente no vale para la obra filosófica. En su caso el lector no se
pone frente a ella para dejarse atrapar por su magia. No es este el temple que
la escritura filosófica requiere del lector…[porque] si es en los asuntos
tratados que se interesa el lector, entonces no hará de la obra su objeto de
estudio y menos tomará bajo la lupa al autor con sus intenciones manifiestas
o secretas, sino más bien retomará la reflexión y las discusiones que el autor
inició, haciéndose con esto partícipe de la búsqueda de aclaraciones que éste
emprende. Tratándose de Kant su trabajo principal no será investigar a Kant,
sino investigar con Kant, no Kant-Forschung sino Mit-Kant-Forschung, una
investigación que responde a la iniciada por el autor y la responde.”1
Podríamos avalar esta perspectiva con una anécdota kantiana. Cuentan del filósofo
de Könisberg que sólo por unos días suspendió sus caminatas vespertinas y fue por causa
de su lectura del Emilio de Rousseau. El mismo Kant comenta que no pudo dejar de leer la
obra hasta que la belleza de su prosa ya no le vedó el acceso a sus ideas, hasta no poder
aceptar o cuestionar sus tesis, hasta no recuperar su actitud crítica frente al texto. Esta
autonomía del lector, su temple filosófico, le viene exigido por la atención a los asuntos
sobre los que versa la obra. Pasarse la vida persiguiendo las intenciones últimas, la doctrina
oculta o los propósitos secretos de una obra es tratar la obra filosófica como si fuera una
obra de arte en el mejor de los casos o tener vocación de anticuario, en el peor.
Ahora bien, ¿No nos iría mejor, entonces, si aceptamos literalmente el lema de
Husserl: “atender a las cosas mismas” y nos olvidamos de los contextos de significado
histórico? La respuesta es no. Al menos por dos razones: la primera apunta a nuestra deuda
histórica, la segunda tiene que ver con la intrínseca exigencia filosófica de aclararnos tal
influencia. Al respecto de la primera razón comenta Heymann en “Las referencia internas y
externas de la conciencia en la discusión fenomenológica”:
1
Marcos Doctrinales y Apertura Fenomenológica, p. 1
7
disposición en un momento dado. Pero estos recursos nuestros,…, no se nos
han formado en completa soledad. Ellos ya son el producto tanto de
interacciones personales como de lectura. Interpretamos, entendemos lo
mejor que podemos, con la ayuda de lo aprendido y el espíritu crítico del
cual seamos capaces, sin que fuese posible rastrear todas las fuentes de
nuestro aprendizaje.”2
En este sentido una cita no es otra cosa que una forma de interacción: la referencia al
fondo histórico nos ayuda a poner en mejor perspectiva nuestras tesis, sugiere contextos
significativos y arroja cierta luz sobre los mismos. Este mutuo alumbramiento entre la
diversidad histórica de los sentidos y la preocupación por el objeto que atendemos es propio
del conocimiento de la filosofía. Ejemplificando su tesis, Heymann cita a Husserl, según el
cual, “En las ciencias la opinión predominante considera que no es necesario el
conocimiento histórico y el examen crítico de sus etapas previas. Pero esta limitación de
miras se paga con un desconocimiento de muchos presupuestos de significado y una falta
de conciencia acerca de la razón de ser de las disposiciones y de los criterios de juicio del
propio trabajo científico.”(Ibídem, p.2). Esta actitud, afirma Heymann, es precisamente la
que la actividad filosófica no puede permitirse. Esto porque “la indagación del sentido de
nuestras tesis y de las validaciones que efectuamos en la vida cotidiana, en la ciencia y en la
filosofía misma, tal como arraiga en el mundo de la vida siempre presupuesto, es siempre
su propio cometido. Es propio del filósofo la conciencia del trasfondo oscuro de su propio
pensar.” (Ibíd., pp.2 y 3)
2
Las referencias externas e internas de la conciencia en la discusión fenomenológica, p.1.
8
Cada uno de nosotros podrá rastrear por sí mismo algunas de estas influencias que
constituyen el fondo oscuro del propio pensar, y, para los que hemos tenido la suerte de
compartir con Heymann, rastrear la impronta de su pensamiento en nuestro proyecto
filosófico. Cada quién, según sus posibilidades, podrá arrojar alguna luz sobre el mismo.
Ahora bien, si de aclarar el pensamiento del propio Heymann se trata, la tarea se complica
dado que escribió poco en relación con la amplitud de sus intereses, tal vez porque priorizó
la enseñanza y el diálogo directo. Hay sin embargo algunas referencias inevitables en su
reflexión: Kant, Husserl, Peirce, Heidegger, etc., parecen imprescindibles al menos en su
agenda escrita. Está también su empeño por aclararnos, sobre todo en los últimos artículos,
su manera de entender el quehacer filosófico.
Ahora bien, además del movimiento que va de las tesis al contexto de significado, se
da también en la búsqueda del lector autónomo otro movimiento, esta vez al interior del
contexto. Hay un vaivén que va “de la obra en su original e ingenua expresión hasta la
secuencia de reflexiones y discusiones que la obra solo ha iniciado, un trabajo del
pensamiento de generaciones cuya polifonía constituye el fondo sobre el cual puede
dibujarse un pensamiento personal.” (Los marcos doctrinales y la apertura fenomenológica,
p.3) Esto trae como consecuencia la irrelevancia de la distinción entre los grandes genios y
los epígonos (“nos tiene sin cuidado esta distinción”, señala Heymann). La filosofía es un
9
trabajo conjunto de articulación de voces y significados, también del reconocimiento de que
no todo puede ser articulado. Tal vez podamos modificar en algo la idea de Schiller en el
sentido de que Kant ha dado alimento a generaciones de pensadores, y decir más bien que
Kant y todas esas generaciones han hecho del Kantismo lo que es.
Más que preocuparse por buscar, en primer lugar, una posible conexión última entre
estos diversos sentidos, a Heymann le interesaba, más bien, hacer patente la inversión de
sentidos que entretanto se habría operado en el concepto de razón: nada más alejado de
todo afán de incondicionalidad que una razón libre de cualquier supuesto distinto al de
poner a prueba todo supuesto:
10
“al final del recorrido de sus significados en la primera crítica, el término
razón llega a significar lo opuesto de su comienzo.”3
Se puede cuestionar esta conclusión sin haber dirigido antes el análisis a una
cuidadosa consideración de las distintas formulaciones de “razón”. Seguramente algunos de
los sentidos podrán ser agrupados y jerarquizados, pero el foco del autor está en otro lado.
A Heymann le parece de buen gusto y signo de un pensar vigoroso la presencia de estas
oposiciones en una obra: son signos de que se está pensando, de que se atiende a las
diversas aristas de lo que se tiene entre manos o de las cosas en juego, de que no se está
ensimismado en el propio pensar o en el del grupo:
3
Los marcos doctrinales y la apertura fenomenológica, p.4.
4
Las referencias externas e internas de la conciencia, p.10.
11
facultad y tendencia real, que como cada propensión efectiva es capaz de
excesos y de cierta ceguera, de malentenderse a sí misma, y es por ello
necesitada de autocrítica y comedimiento.”5
Atender a las cosas es también atender a este doble carácter de nuestras capacidades,
a sus pretensiones normativas y a sus alcances históricos, al doble carácter de nuestras
percepciones que se expresa en la mutua corrección de lo que nos dan los sentidos—y el
sentido simbólico y su interacción. Doble carácter que heredan nuestros conocimientos y
que se expresa en el vaivén entre percepciones y experiencia.
Vemos mejor no porque seamos capaces de alcanzar un sentido total o final sino
porque somos capaces de reconocer una diversidad de sentidos, de reconocer la polifonía de
las voces. Si prestamos oídos atentamente sin duda encontraremos alguna concordia,
seguramente parcial y transitoria, pero será nuestra propia melodía y al entonarla será
nuestra propia voz.
5
Los marcos doctrinales y la apertura fenomenológica, p. 4.
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humano carece de asideros y su origen por lo menos inescrutable e inexplicable. Por esta
misma causa lo que de ella se desprenda como acción bien pareciera ser “pura heroicidad
gratuita”. En este sentido, “la solución preferida por Kant” tiene de comprensible lo que
hay de inteligible en la acción del soldado que sigue al emperador hasta Rusia,
abandonando mujer e hijos, y sin conocer el motivo de la guerra, o en la conducta de los
motorizados que se “lanzan a cuerpo desamparado entre las filas de carros, aún en los
casos en que no lo hacen para ganarse el sustento de la vida”. También es comprensible en
este mismo sentido, “la bizarría del que opta por vivir desde ya como si nos encontráramos
en el reino del nexo sistemático de los fines en sí mismos, desdeñando soberanamente
tomar sus precauciones y atender a las circunstancias por las cuales nuestro mundo difiere
de ese reino”6. La diferencia entre los dos primeros casos y el tercero no aparece en ningún
caso en la consideración sumaria de la relación entre razón y sensibilidad presente en la
doctrina oficial kantiana, por lo cual el imperativo categórico bien podría ser entendido
“como una versión puritana de Lafcadio, el personaje de André Gide, quien, para demostrar
la posibilidad de un acto gratuito, lanza a un pasajero por la ventana de un tren.” 7
Una vez que hemos arreglado cuentas con esta versión de Kant, en la que nuestro
autor “ignora… totalmente, no menos que los sofistas de la postmodernidad, la complejidad
moral… de la mayoría de las situaciones en que actuamos”, podemos buscar para el
imperativo categórico una comprensibilidad distinta de la mera bizarría de los agentes
morales, pero para esto el significado de “razón” debe desplazarse: “ya no es ahora la
instancia que sabe, sino la conciencia de nuestros límites, que es a la vez apertura hacia los
otros.” (Decantaciones, p. 126). Para que la moralidad aparezca como un querer propio con
sentido y no como inescrutable o inexplicable, es necesario comprender por qué la
autonomía de la razón es también autonomía nuestra, comprender “por qué al responder a
una exigencia racional impersonal no nos estamos sometiendo a una fuerza extraña, o en
otra eventualidad, no estamos privilegiando, en forma ciega, a una voz en nosotros frente a
otras”. (Decantaciones, p. 123).
Así como el principio crítico kantiano reza que “todo conocimiento por el
entendimiento y la razón pura no es más que un mero espejismo, y solo en la experiencia
6
Decantaciones … p.122.
7
Ibíd.
13
hay verdad”, asimismo “la autonomía de la acción moral puede sostenerse solamente si se
concibe una unidad del ser humano, sensible y racional a la vez”. Sólo en el nexo que une
la motivación moral con el conjunto de motivaciones que consideramos como
irrenunciables en la vida humana podemos aspirar a entender el lugar de la razón en la
misma. Pero ahora ya no se trata de la razón que sabe sino de la razón que pone límites y se
abre a los otros, de la razón que crea obligaciones y reconoce vínculos de carácter moral y
jurídico. Prometer algo es conferirle al otro el derecho de reclamarme la prestación del
contenido de la promesa. Y esto
Si unimos los dos elementos, las demandas de nuestra sensibilidad y el carácter social
de la razón, entendiendo que el primero plantea un conjunto de aspiraciones de suyo
conflictivas que el segundo debe hacer compatibles entre sí y con el mundo en el cual
deben realizarse, podemos entender el pasaje de lo que vale para una voluntad a lo que vale
como ley de la coexistencia de todas: “si se adopta la hipótesis de que la razón misma es
fruto de una socialización, de que sólo por la capacidad de aceptar el punto de vista del otro
obtenemos la capacidad de diálogo interior que es el pensamiento, entonces esta necesidad
de combinación de los puntos de vista de varios y de considerar en el mismo plano sus
aspiraciones y las nuestras (una consideración en la que consiste nuestra capacidad social),
se vuelve consustancial con la razón.” (Decantaciones, p.132). Nos hacemos por esta vía
capaces de sopesar reclamos en conflicto desde una perspectiva imparcial, esto es, de la
razonabilidad propia de la estimación moral.
Así como en el territorio teórico teníamos una oscilación entre las pretensiones
normativas de la razón y sus alcances históricos, que obligaban a mantener alerta el espíritu
crítico, así también en el territorio de la razón práctica nos encontramos con una exigencia
de unidad que resulta de una tensión que parece no poder resolver de una vez y para
siempre.
8
Decantaciones, p.124.
14
“un concepto… cuya primera característica es la posición equidistante frente
a los deseos propios (sean egoístas o altruistas) y, la segunda, la posición
equidistante en la confrontación de las aspiraciones de muchos.” 9
9
Decantaciones, p. 134.
10
Decantaciones, p. 137.
11
Decantaciones, p. 135.
15
siga la contracción, la hora friolenta en la cual, como la morena Sulamit del
Cantar los cantares, nos preguntamos si al haber cuidado tantos jardines no
hemos descuidado el propio. La moralidad es entonces aquella pasión que
resiste el examen aun de aquella razón que impera en la hora friolenta: in the
cool hour.” 12
Los ensayos que presento en este número de nuestra revista, en memoria de Ezra
Heymann, son el resultado de muchos años de discusiones en los que pretendo dar mi
respuesta a sus demandas de pensar adecuadamente la relación entre razón y sensibilidad
(primer y quinto ensayos), la prioridad de lo correcto sobre lo bueno o viceversa (ensayo
dos), la concepción kantiana del valor (ensayo tres), y, por último, la discusión sobre el
carácter público o privado de las razones (ensayo cuatro). Esto no quiere decir que el
profesor Heymann hubiera compartido las tesis aquí defendidas y tampoco le son
achacables los errores aquí cometidos. Sólo espero que puedan dar motivo a alguna
conversación, a seguir el diálogo, única posibilidad de aclararnos suficientemente el fondo
oscuro de nuestro propio pensar.
12
Ibíd.
16
Resumen
Los cinco ensayos de este trabajo, aunque mantienen independencia entre sí, todos abordan una
temática y un propósito común: aspiran cuestionar alguna de las etiquetas a menudo usadas para
criticar los alcances de la ética kantiana. Términos como “formalismo vacío”, “solipsismo
racional”, “rigorismo deontologista” resultan modos de ignorar la riqueza y el dinamismo del
pensamiento ético kantiano, más que caracterizaciones ajustadas del mismo. Sin embargo, el
enfoque de estos ensayos no es histórico. No se trata de una exégesis de los textos kantianos
buscando alumbrar un pretendido sentido último, sino al contrario, comenzar con algunos de los
problemas meta-éticos, fundamentales para nuestra conciencia contemporánea, y aproximarnos a
los textos kantianos para evaluar la viabilidad de sus propuestas. El alcance de nuestro primer
ensayo titulado Razones y motivos: La alternativa Kantiana, es meramente negativo. Mostramos
los problemas presentes en la versión humeana del internalismo que se le opone la alternativa
kantiana, pero los argumentos que avalan la posición misma de Kant no se desarrollan, sean
metafísicos, antropológicos o racionales. En el segundo ensayo, Kant y la moralidad de la
libertad, analizamos la versión que de esos fundamentos filosóficos sostiene Paul Guyer en
Kant`s morality of law and morality of freedom. Este autor nos invita a leer la ética kantiana
como una ética que afirma el valor de la libertad en la cual la ley moral no es más que las
prácticas que protegen y potencian de la mejor manera posible esa libertad. En el tercer ensayo
titulado La concepción constructivista del valor, se desarrollan los argumentos de Christine
Korsgaard en la que se favorece una concepción intersubjetiva del valor, en sus ensayos tales
como Two distinctions in goodness y The reasons we can share, de su libro Creating the
kingdom of ends. Esta autora se basa en Kant para evitar los escollos tanto del subjetivismo como
del realismo: por diversas vías ambas posturas terminan privilegiando el carácter meramente
teórico de la razón y negándole su carácter práctico. El cuarto ensayo intitulado, ¿Razones
públicas o privadas? La respuesta Kantiana, intenta profundizar en la discusión sobre las
razones atendiendo a los argumentos de Korsgaard, apoyados en Wittgenstein y en Nagel, sobre
el carácter primariamente público de las razones, como a los argumentos del mismo Kant a favor
de una distinción entre el uso público y uso privado de la razón. Nuestro quinto y último ensayo,
“Kant” contra Kant, no Aristóteles versus Kant, pretende mostrar con más detalles la relación
entre razón y sensibilidad, ya señalada en el primer ensayo.
Abstract
The five essays in this work, while maintaining independence from each other, all address a
subject and a common purpose. All aspire to question any of the tags that are often used to
criticize the scope of Kantian ethics. Terms such as "empty formalism", "rational solipsism",
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“deontologist rigor" are ways of ignoring the richness and dynamism of Kant's ethical thought,
rather than fitting the same characterizations. However, the focus of these tests is not historical.
It's not an exegesis of the Kantian texts for illuminating an alleged ultimate sense, but rather,
start with some of the meta-ethical issues fundamental to our contemporary consciousness, and
approach the Kantian texts to assess the viability of their proposals . The scope of our first essay
Reasons and motives: The Kantian alternative is merely negative. We show the problems in
Hume's version of internalism that opposes the Kantian alternative, but the arguments that
support the same position of Kant are not developed, whether metaphysical, anthropological or
rational. In the second essay, Kant and morality of freedom, we analyze the version of those
philosophical foundations Paul Guyer argues in Kant`s morality of law and morality of freedom.
This author invites us to read Kant's ethics as an ethics that affirms the value of freedom in
which the moral law is but practices that protect and enhance the best possible way that freedom.
In the third essay entitled The constructivist conception of value, we approach Christine
Korsgaard's arguments in which an intersubjective conception of value is favored, in her essays
such as Two distinctions in goodness and The Reasons we can share, from her book Creating the
develop kingdom of ends. This author takes the ideas of Kant to avoid the pitfalls of both
subjectivism and realism: in various ways both positions end up privileging the purely theoretical
nature of reason and denying its practicality. The fourth essay entitled, Public or private
reasons? The Kantian answer, tries to deepen into the discussion on the reasons based on
arguments of Korsgaard, supported by Wittgenstein and Nagel, primarily on the public nature of
the reasons, as Kant’s same arguments in favor of a distinction between the use public and
private use of reason. Our fifth and final essay, "Kant" against Kant, not Aristotle versus Kant,
aims to show in more detail the relationship between reason and sensibility, as indicated in the
first essay.
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Argenis Pareles
Cinco Ensayos sobre la ética kantiana
Introducción
Los cinco ensayos contenidos en este trabajo, aunque independientes entre sí, abordan una
temática común y podría decirse que tienen un propósito común. Todos aspiran cuestionar
alguna de las etiquetas con las que suelen criticarse los alcances de la ética kantiana. Términos
como “formalismo vacío”, “solipsismo racional”, “rigorismo deontologista” resultan, cuando se
les examina de cerca, modos de ignorar la riqueza y el dinamismo del pensamiento ético
kantiano, más que caracterizaciones ajustadas del mismo. No se nos oculta, sin embargo, que en
muchas ocasiones son las expresiones del mismo Kant las que nos conducen al desencuentro de
sus posiciones más coherentes. Esto sucede con sus invectivas contra las inclinaciones y su
énfasis en la noción del deber y su fundamento racional, con su empeño en que la primera
formulación del imperativo categórico es suficiente para los propósitos de conocer nuestras
obligaciones en detrimento del señalamiento de la noción de valor que le es inherente, o, lo que
es lo mismo, su falta de atención a nuestra condición antropológica en el marco de sus obras
canónicas; con el misterio en el que coloca el origen de los principios morales dada su aparente
concepción hedonista de las razones no morales, etc. Estas y otras oposiciones, expresadas con la
fuerza de su genio filosófico, tienden a hacernos olvidar que La fundamentación de la metafísica
de las costumbres, por ejemplo, abre sus páginas con una clara arquitectura de los valores que
pretende corregir, pero que se modela en la arquitectura del valor aristotélica; nos hacen olvidar
también que en la misma obra, tan temprano como en la primera sección, se nos habla del papel
fundamental de nuestra sensibilidad en relación con el modo como prende en nuestra conciencia
el deber moral, es decir, del sentimiento del respeto y de su papel en la motivación moral. Y nos
hacen olvidar además, en lo que aquí nos atañe, la complejidad de la concepción kantiana de las
razones y su profunda raigambre social, tal como se desprende de nociones como “sensus
communis”, “uso público de la razón” y de la dependencia de la existencia de la misma razón de
un medio ambiente de tolerancia y libertad de expresión. A enfrentar estos posibles olvidos están
dirigidos los ensayos presentes en este trabajo.
Universidad Central de Venezuela
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El enfoque de estos ensayos no es, sin embargo, histórico. No se trata de proceder a una
exégesis de los textos kantianos buscando alumbrar un pretendido sentido último sino, al revés,
comenzar con algunos de los problemas meta-éticos, fundamentales para nuestra conciencia
contemporánea, y acercarnos al texto kantiano para evaluar la viabilidad de sus propuestas. En
este sentido, en el primer ensayo, Razones y motivos: la alternativa kantiana, se busca poner al
día la discusión sobre el papel de las razones prácticas en la motivación de nuestra conducta. La
aceptación generalizada de la posición internalista, que sostiene que si algo ha de ser una razón
debe poder motivarnos, cuando se la interpreta al estilo de David Hume o de Bernard Williams,
hace depender la existencia de las razones de la existencia previa de estados conativos. Puesto
que se supone que el imperativo categórico no depende de estos estados o disposiciones previos
para motivar nuestra conducta, se concluye que debemos ser escépticos acerca de este tipo de
principios y de las razones que se desprenden de los mismos. Nuestro esfuerzo está dirigido a
mostrar que la perspectiva humeana interpreta erróneamente las exigencias del requerimiento
internalista. Una razón para ser tal no tiene que motivarnos necesariamente puesto que cabe la
posibilidad de que seamos irracionales, al menos transitoriamente. Así que algo puede ser una
razón sin que se la defina por el impacto volitivo que pueda tener sobre un agente. Si esto es así,
entonces, cabe la posibilidad de otros principios racionales y razonables distintos del principio
instrumental. Por ello hablamos de la viabilidad de la alternativa kantiana. Existen deseos y
motivos capaces de explicar nuestras acciones que no podríamos tener sin referencia a las
razones morales, se trataría de deseos motivados por las razones. Esas razones tienen que
conectarse con nuestra sensibilidad para ser viables, eso es lo que ilustra el sentimiento del
respeto como condición de posibilidad de que tengamos deberes, pero no dejan de ser razones
porque en un momento determinado no nos dejemos guiar por las mismas. En la conexión con la
sensibilidad se hace cumplimiento de las exigencias del internalismo, en la aceptación de que no
siempre es el caso que sigamos a la razón se hace patente lo que algunos llaman el carácter
externo de las razones. Si ambas posiciones pueden ser satisfechas entonces, seguramente, la
distinción será una distinción innecesaria o una categorización equivocada.
20
de esos fundamentos sostiene Paul Guyer en su Kant`s morality of law and morality of freedom.
Este autor nos invita a leer la ética kantiana como una ética que afirma en primer lugar el valor
de la libertad y para la cual la ley moral no es otra que las prácticas que protegen y potencian de
la mejor manera posible esa libertad. Guyer es consciente de que el mismo Kant cuestiona la idea
de un valor previo e independiente de la ley moral como base de la misma, pero señala que esta
es una comprensión equivocada, por parte del autor, de sus propias tesis y que en otros
momentos de su historia intelectual pensó de manera diferente y conceptualmente más adecuada.
La introducción de la idea de un valor fundamental que pueda dotar de contenido a la ética
kantiana, o la clarificación de su presencia en la misma, es un aporte fundamental para enfrentar
las objeciones de formalismo vacío y rigorismo deontologista. Consideramos valioso el esfuerzo
de Guyer por hacer visible la presencia de una dimensión valorativa desde las primeras páginas
de la fundamentación. El valor central de la libertad permite explicar con claridad nuestra
disposición o motivación a la acción moral en la medida en que ésta se concibe, entonces, como
la expresión más plena de nuestro ser personas. Cuestionamos, sin embargo, la pretensión de
Guyer de considerar la libertad como un valor independiente de la moralidad o, por lo menos,
claramente separable de ésta y terciamos a favor de mantener presentes los reparos
metodológicos kantianos: lo bueno no puede ser definido con independencia de la estructura de
las razones morales.
El tercer ensayo, “La concepción constructivista del valor”, presenta los argumentos de
Christine Korsgaard a favor de una concepción intersubjetiva del valor. En ensayos como “Two
distinctions in goodness” y “The reasons we can share”, de su libro Creating the kingdom of
ends, esta autora se apoya en Kant para evitar los escollos tanto del subjetivismo como del
realismo: por diversas vías ambas posturas terminan privilegiando el carácter meramente teórico
de la razón y negándole su carácter práctico. Apoyada en una compleja distinción entre valores
finales e instrumentales y valores intrínsecos y extrínsecos, por un lado, y la concepción kantiana
de agencia racional, por el otro, Korsgaard pretende avalar la compleja arquitectura del valor
presente en las páginas iniciales de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres: La
buena voluntad no sería otra cosa que el orden de razones finales e intrínsecas desde donde
podríamos evaluar nuestras relaciones con nosotros mismos y con los demás. Las razones para
asumir la perspectiva de la buena voluntad se desprenden, al igual que en Kant, de las exigencias
de ser una persona y de sus capacidades deliberativas y reflexivas: si consideramos nuestras
21
acciones como racionales debemos considerar nuestros fines como buenos; si esto es así, nos
consideramos a nosotros mismos con un poder de conferir bondad sobre los objetos de nuestras
elecciones, y debemos acordar el mismo poder—y así el mismo valor intrínseco a los otros. Gran
parte de nuestro esfuerzo interpretativo está dirigido a tratar de clarificar qué entiende Korsgaard
por el poder de conferir bondad y por qué no se lo debe confundir con el subjetivismo ni con un
voluntarismo desmesurado. Para ello nos apoyamos en los desarrollos posteriores de la obra de la
autora, especialmente en su énfasis en el carácter público de las razones y en las demandas de
nuestro carácter reflexivo sobre la constitución de identidades prácticas. Ambos énfasis nos
ayudan a poner en perspectiva el modo cómo se avienen espontaneidad y regla en el
planteamiento kantiano según la autora.
Nuestro quinto y último ensayo, ““Kant” contra Kant, no Aristóteles versus Kant”,
pretende mostrar con más detalles la relación, señalada en el primer ensayo, entre razón y
sensibilidad. Es el trabajo más directamente referido al texto kantiano y también el primero en
ser escrito. Después de transcurrida la discusión de los primeros capítulos esperamos que el
lector asuma, con total apertura, la tesis de que en ningún caso la psicología kantiana es una que
postula la lucha permanente entre razones e inclinaciones, y que se da el caso de que la
sensibilidad es, incluso, condición de posibilidad de que podamos estar sujetos a las demandas de
la moralidad.
Este trabajo no hubiera sido posible sin el estímulo permanente del profesor Ezra
Heymann. Nuestras conversaciones de los viernes, en los últimos dos años, ha sido el ámbito en
22
el que se han perfilado la mayoría de los rasgos de la perspectiva que aquí se presenta. Eso no
significa que estemos siempre de acuerdo. En cualquier caso los errores que el lector pueda
encontrar en este trabajo son de la entera responsabilidad del autor. Quiero reconocer también el
apoyo indeclinable de mi familia, de mi esposa Zuleida y de mis hijos Carlos, Alejandra y
Andrea.
23
RAZONES Y MOTIVOS: LA ALTERNATIVA KANTIANA
Una discusión sostenida durante tanto tiempo seguramente es el resultado de que ambos
bandos poseen sólidas intuiciones que defender. En este trabajo pretendemos considerar cierto
reacomodo contemporáneo de los elementos en debate. En vez de situar a los autores respecto de
sus posiciones inicialmente antagónicas, es decir, en términos del debate entre razón y pasión,
preferimos partir, en cambio, del modo cómo cada parte en la discusión responde a las
exigencias del llamado requerimiento internalista. Si la razón ha de tener algún papel en la
explicación de nuestras acciones, entonces, ella y los principios que la expresan debe poder
motivarnos so pena de comportarnos irracionalmente. Tanto Hume, como Kant, aceptan que si
algo es una razón ha de poder motivarnos, es decir, que tienen en este sentido una posición
internalista, pero difieren acerca de los alcances o los tipos de razones prácticas. La propuesta de
Hume, al menos en su versión ortodoxa, reduce el carácter práctico de la razón a una mera
previsión de medios para fines dados por el deseo; la propuesta kantiana busca espacio para
principios racionales de carácter prudencial y moral. Hume apoya sus conclusiones en la muy
persuasiva idea de que la estructura motivacional humana consiste en un conjunto de deseos
conectados de alguna forma con la acción. Sin embargo, esta visión, llevada a sus consecuencias
últimas, nos deja sin una noción de razón práctica y convierte a la ética en subjetiva. Aceptando
que toda motivación implica deseo, queda la posibilidad, sin embargo, de que algunos deseos
1
Cf. Hume, D., Tratado de la naturaleza humana, Madrid, Tecnos, 1988, p. 558.
24
sean el resultado del reconocimiento de la existencia de razones, o que haya deseos motivados
por principios.
Esta última alternativa se aviene con la posición kantiana. La ética, en este sentido, no
tiene por qué exhibir un fundamento motivacional previo, llámese deseo o autointerés, desligado
de nuestra auto-comprensión como agentes racionales libres. Kant piensa que nuestra condición
de agentes, (con sus diversas caracterizaciones: racionales y razonables, fines en sí, libres,
autónomos, etc.), puede fundamentar nuestra aceptación de los imperativos, y que es esa misma
aceptación la que funciona como explicación de nuestra motivación moral. Esto es, la validez de
las exigencias morales tiene que involucrar nuestra capacidad de responder adecuadamente a las
mismas, de poder ser motivados por ellas. La idea general es la de exponer una estructura
motivacional constituida por los principios éticos que se revelan como válidos desde la
perspectiva de nuestra libertad.
Ahora bien, así como ambos autores son internalistas respecto del papel motivacional de la
razón, aunque difieran en sus concepciones de los alcances de la misma, así también se puede
señalar, por la misma razón, que ambos conciben la necesidad de algún tipo de afección como la
causa próxima o empírica de toda acción. Es claro, para Kant, que el modo en que la razón
práctica nos afecta consiste en producir un sentimiento peculiar, el respeto, sin el cual no hay
modo que la ley moral pueda prender en nuestro carácter. También es dable esperar que una
lectura más atenta a las complejidades de la ética humeana, pudiera darnos las pautas para
comprender mejor la infraestructura psicológica que nos hace capaces de actuar con base en
razones. Aunque esta última expectativa pueda sonar extraña a todos los que conciben la
posición de Hume en términos de la sujeción de la razón a las pasiones, hay que señalar que la
concepción humeana de la “belief” o “creencia” bien pudiera despertarnos de nuestro
humeanismo ortodoxo. Sin embargo, esta última posibilidad no será atendida en este trabajo.
Este ensayo está dirigido, fundamentalmente, a mostrar los límites del planteamiento
humeano respecto del carácter práctico de la razón y a sugerir la viabilidad de la alternativa
kantiana. Al mismo tiempo, queremos señalar que el desarrollo humeano de lo que, con Kant
llamaríamos motivos antropológicos, bien pudiera ayudarnos a entender el modo como la razón
25
puede ser práctica. En la muy elocuente frase de Peter Railton2: “Hume y Kant, no Hume frente a
Kant.”
1. La Discusión
En este sentido, podemos señalar que Kant, por ejemplo, reconoce tres clases de principios
prácticos: (1) El principio instrumental o imperativo hipotético-técnico, que se refiere a la
exigencia práctico-racional de tomar los medios para la satisfacción de nuestros fines. (2) El
principio prudencial o de la satisfacción del autointerés, que busca armonizar la persecución de
nuestros diversos fines. Se reconoce que, aunque los fines puedan ser cambiantes, la necesidad
de ordenarlos, de un modo comprehensivo en relación con la totalidad de nuestra vida, no lo es.
2
Cf. Railton, P., “Normative force and normative freedom: Hume and Kant, but not Hume versus Kant” en
Normativity, USA, Blackwell Publishers Inc, 2000.
26
Y (3) los principios morales, que constituyen los principios de máxima prioridad deliberativa, en
el sentido de que permiten responder a la pregunta “¿qué debemos hacer?”, cuando se la plantea
desde la perspectiva de una pluralidad de voluntades que en ningún caso puede ser ignorada. Si
estos principios resultaran válidos nos llevarían a evaluar nuestra conducta como irracional en
aquellos casos en que no tomamos los medios adecuados para la satisfacción de nuestros fines; o
cuando preferimos las satisfacciones puntuales inmediatas a las que recomienda una
consideración más abarcadora de nuestro bien; y también seríamos irracionales cuando actuamos
de forma inmoral. El abanico de principios se reduce para los empiristas. Hume reconoce, sin
duda, el primero de estos principios junto con otros relacionados, que se pueden inferir de sus
afirmaciones. Entre estos tendríamos, por ejemplo, los siguientes: “1) Formarnos creencias
razonables sobre nuestras creencias y objetivos. 2) Seleccionar la alternativa más probable. 3)
Preferir el mayor bien… 4) Ordenar nuestros objetivos (estableciendo prioridades) cuando estén
en conflicto.”3 Ahora bien, kantianos y humeanos disputan acerca de la capacidad que tienen los
principios o normas racionales de contribuir a la explicación de nuestras motivaciones para
actuar. Kant se pregunta cómo son posibles los imperativos, en el sentido de buscar una
explicación del carácter de necesidad normativa que ellos expresan.4 Su respuesta apuntará a
mostrar que los procesos psicológicos, que en principio dan origen a la acción, pueden ser
gobernados por las normas de la razón, así que tales principios tienen un rol primario que jugar
en la explicación de la motivación de los agentes a la acción. Por el contrario, los humeanos
consideran que los principios racionales no tienen y no pueden tener un papel primario en la
explicación de la motivación o en la fijación de nuestros fines. Incluso el principio instrumental
tiene un papel secundario: explicar la extensión de la influencia motivacional de los fines a los
medios. Pero no tiene ningún papel en la explicación de la formación original de la motivación.
Esta disputa acerca de los alcances de la razón práctica está conectada con una
característica de los requerimientos morales a la que debe atender toda teoría ética; nos referimos
a que los juicios y requerimientos morales para ser tales, o en cuanto tales, deben ser capaces de
guiar nuestra conducta. Así que tener conciencia de una exigencia moral debe poder motivar o
3
Rawls, J., Lecciones sobre la historia de la filosofía moral, traducción de Andrés de Francisco, España, Paidos,
2001, p. 65.
4
Kant, I., Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Madrid, Editorial Tecnos, 2005, p. 101.
27
explicar la motivación a la acción que se sigue de la misma. De aquí se desprende un
requerimiento con el que deben cumplir las razones normativas en tanto pretenden explicar
nuestras acciones: el llamado requerimiento internalista. Jay Wallace lo define de la siguiente
manera: “Si el agente A tiene una razón r para realizar la acción x, y A es adecuadamente
consciente de que r es el caso, entonces A debe ser motivado a hacer x so pena de
irracionalidad.”5
Cuál sea el alcance de este principio no es algo que quede claro, sin embargo, en su mero
enunciado. Al respecto es importante tener en cuenta la distinción introducida por Wiliam
Frankena6, en “Obligation and motivation in recent moral philosophy”, entre dos clases de
teorías morales: las internalistas y las externalistas:
5
Wallace, J., “Three conceptions of rational agency” en: Normativity and the will, U.S.A, Oxford University Press,
2006, p. 43.
6
Cf. Frankena, W., “Obligation and motivation in recent moral philosophy” en Perspectives of morality: Essays of
William K. Frankena, Notre Dame, University of Notre Dame Press, 1976, cap. 6.
7
Cf. Guyer, P., Kant on freedom, law and happiness, Cambridge, Cambridge University Press, 2000.
8
Kant, I., Crítica de la razón práctica, traducción de Dulce María Granja Castro, México, Editorial Porrúa y
Universidad Autónoma Metropolitana, 2001, pp. 160-161.
28
(2)Externalistas: se consideran aquellas teorías que aceptan que puede haber comprensión
moral sin motivación alguna, o que se precisa de un elemento psicológico adicional para
producir nuestro acatamiento de los juicios morales. Algunos han pensado que Kant es
externalista por su separación, a veces radical, entre razón y sensibilidad. Se considera a Stuart
Mill como el representante clásico de esta postura.
El que haya dudas entre clasificar a Kant como perteneciendo a uno u otro de los bandos
arroja sospechas sobre la claridad de los términos “internalista”y “externalista”. De hecho, las
razones por las cuales se le atribuye la primera posición principalmente a Hume, casi que le da al
término un significado opuesto al que quiso clarificar inicialmente Frankena. Este se ocupó de
preguntar por la fuerza normativa que compete a la conciencia de nuestros deberes, mientras que
para Hume el motivo de la acción tiene que residir en algún otro motivo distinto del deber. Así
que, una vez definido el requerimiento internalista, la controversia acerca de sus implicaciones
no se detiene. Para los humeanos se sigue que la satisfacción del requerimiento implica que todas
las acciones están fundadas en los deseos antecedentes del agente; para un kantiano, sin
embargo, las razones pueden satisfacer el requerimiento incluso si no están apoyadas en los
deseos antecedentes del agente. Christine Korsgaard9 en su Escepticism about practical reason,
por ejemplo, ha sostenido que del hecho de que un agente A carezca de una motivación para la
acción x, no se puede inferir que r no es una razón para que A haga x, dado que queda abierta la
posibilidad de que A sea irracional por carecer de la motivación relevante. En este sentido,
aunque toda razón explicativa de nuestra acción tiene que ser interna, eso no quiere decir que no
haya espacio para pensar, al menos contrafácticamente, la existencia de razones externas. Puede
ser el caso, también, que haya ciertas exigencias (morales o prudenciales) que sean definitorias
de nuestra agencia, es decir, que debemos suponer operando siempre que haya algún ejercicio de
agencia racional, pero que podemos ignorar en ciertas circunstancias. Eso no nos libraría de la
existencia de razones para obrar de cierta forma sino que nos convertiría en irracionales, al
menos transitoriamente.
9
Cf. Korsgaard, C., “Escepticism about practical reason” en Creating the kingdom of ends, Cambridge, Cambridge
University Press, 1996.
29
de la razón “práctica” con la exigencia internalista. Si las distinciones morales son decisivas en la
conducción de nuestra vida práctica; y toda motivación y conducta deben ser explicadas en
términos de los deseos, mientras que la razón es inerte en tal sentido, parece seguirse, entonces,
que las exigencias morales sólo pueden proveernos de razones para la acción en tanto están
adecuadamente conectadas con los deseos previos de los agentes. Un resultado inmediato de esta
posición es que arroja una fuerte sospecha sobre la universalidad de los juicios morales (como no
disponemos de nuestros deseos no podemos garantizar su distribución universal), y sobre la
justificación de cualquier otro principio de racionalidad distinto del instrumental. En particular,
se problematiza la capacidad del imperativo categórico para cumplir con las demandas del
requerimiento internalista. Según Hume, cuando actuamos de acuerdo con el imperativo
hipotético, la motivación se obtiene de la combinación de una creencia y un deseo, siendo éste el
que proporciona el impulso a la acción. Puesto que el imperativo categórico, por definición, no
se basa en la existencia de un deseo, aunque pueda coincidir con éste, se sigue, entonces, que
deberíamos ser motivados solamente por la creencia. Pero esto resulta inadmisible para un
seguidor de Hume, por lo que concluirá que, puesto que el imperativo categórico no puede
enfrentar el requerimiento internalista, tenemos que ser escépticos acerca del mismo.
30
En esta dirección no se pueden poner límites de antemano a lo que ha de contar como un
principio racional de deliberación ni a sus alcances. Para Kant, ser racional es lo mismo que ser
autónomo, es decir, ser gobernado por la razón y gobernarse a sí mismo es una y la misma cosa.
Y, aunque dentro del planteamiento kantiano, a primera vista, nos encontramos con razones que
pueden ser consideradas como razones externas, (nuestros deberes no desaparecen por el hecho
de ignorarlos consciente o inconscientemente), en realidad nuestros deberes no representan
restricciones externas sobre nuestras acciones, sino que resultan de los procedimientos y
principios envueltos en el querer práctico o autónomo de agentes como nosotros. Dicho de otra
manera, los principios de la razón práctica son constitutivos de las acciones autónomas y, por
ello, pueden guiar nuestra conducta de un modo compatible con el requerimiento internalista.
Interpretado de este modo, el reconocimiento del requerimiento internalista no tiene porqué
conducir al escepticismo acerca de los alcances de la razón práctica. O mejor aún, la posición de
Kant trasciende esta distinción. La noción de autonomía, darse a sí mismo la ley, es sin duda
internalista pero, en la medida en que Kant considera que tanto nuestro conocimiento teórico
como nuestra agencia práctica están comprometidos con la razón, habrá razones que se nos
aplican en tanto agentes y aunque podamos ignorarlas no dejan de ser razones para nosotros y en
este sentido es también externalista. Esto significa que la posición kantiana puede enfrentar el
requerimiento internalista sin renunciar a la capacidad de la razón para guiar nuestra conducta y,
además, puede dar cuenta de fenómenos como la akrasia. Estas son ventajas considerables.
2. Los Argumentos
31
1) el escepticismo de contenido, que supone dudas acerca del impacto de las consideraciones
racionales sobre las actividades de deliberación y elección, o que responde negativamente a
preguntas como ¿produce el test del imperativo categórico alguna norma real? Y 2) el
escepticismo motivacional, que niega que la razón pueda ser un motivo de la acción. Este
segundo tipo de escepticismo pretende ofrecer un argumento general para dudar que pudieran
existir principios de razón práctica, ya que se apoya en la supuesta incapacidad de la razón para
dar origen a una motivación. Según Korsgaard, sin embargo, las consideraciones motivacionales
por sí mismas no nos proveen de razones para soportar escepticismo alguno acerca de la razón
práctica. El punto es que el escepticismo motivacional se apoya en una mala comprensión de las
demandas del requerimiento internalista sobre las razones prácticas. El error de los humeanos, de
acuerdo con Korsgaard, es concebir el internalismo como la exigencia de que las
consideraciones racionales, para ser tales, deben, necesariamente, tener éxito en motivarnos a la
acción. Visto así, el internalismo conduciría directamente al escepticismo puesto que,
seguramente, es bastante improbable que exista alguna consideración racional, de la que
podamos esperar que tenga éxito en motivarnos a la acción de manera permanente. Pero, el punto
es, señala la autora, que la exigencia del internalismo no significa que las razones tengan
necesariamente que motivarnos todo el tiempo, sino sólo que tengan éxito en motivarnos en tanto
somos racionales.
En este sentido, el acento de la discusión se traslada hacia la idea de en qué consiste ser un
agente racional y, desde esta perspectiva, el espectro de cuáles sean los principios que guían al
agente en sus deliberaciones no puede ser limitado a priori por la naturaleza del deseo, sino por
lo que se considere racional, esto es, por lo que se consideren las normas de la razón. De aquí se
desprende, que la supuesta fuerza del segundo tipo de escepticismo práctico depende, en
realidad, de la aceptación tácita del primero. Pero, si el escepticismo motivacional no tiene
fuerza independiente, si el argumento contra la posibilidad misma de la existencia de principios
prácticos no funciona, entonces, es posible concebir que la razón pueda ser práctica sin ninguna
inconsistencia. Este es el alcance que tiene el argumento de Korsgaard en el ensayo referido. Un
resultado más positivo requeriría establecer, de forma sustantiva, cuáles son esos principios
normativos que pueden dar origen a las acciones motivadas independientemente del deseo o,
mejor, que pueden dar origen a deseos motivados por principios. Este último paso lo
32
intentaremos en los ensayos dos y tres de este trabajo, aunque algo diremos al respecto más
adelante
Veamos con más detalle el movimiento del argumento negativo de Korsgaard. La premisa
fundamental de Hume, a favor de su conclusión de que la razón no es la fuente de los principios
morales, reside en su convicción de que los principios morales deben poder motivarnos a la
acción:
Si no fuera porque la moralidad tiene ya por naturaleza una influencia sobre las acciones y
pasiones humanas, sería inútil que nos tomáramos tan grandes esfuerzos por inculcarla: nada
sería más estéril que esa multitud de reglas y preceptos de que con tanta abundancia están
pertrechados los moralistas…
Por tanto, dado que la moral influye en las acciones y afecciones, se sigue que no podrá
derivarse de la razón, porque la sola razón no puede tener nunca una tal influencia, como ya
hemos probado. La moral suscita las pasiones y produce o impide las acciones. Pero la razón
es de suyo absolutamente impotente en este caso particular. Luego, las reglas de moralidad
no son conclusiones de nuestra razón.11
La razón tampoco puede jerarquizar nuestros fines. Aun la visión de que las elecciones y
acciones, que conducen a la satisfacción de nuestro autointerés, deben ser racionalmente
preferidas a las que son autodestructivas queda minada por la perspectiva instrumental. El
11
Hume, Tratado de la… cit., pp. 618-619.
12
Ibid., p. 561.
33
autointerés mismo no tiene autoridad racional sobre los más absurdos deseos. “No es contrario a
la razón…preferir un bien menor a uno mayor.”13 La razón ni jerarquiza ni selecciona nuestros
fines. Esto debe entenderse como una crítica del principio prudencial. Hay que acotar, sin
embargo, que Hume no piensa realmente que sería natural o razonable preferir la destrucción del
mundo a un simple rasguño en un dedo. Más bien, sostiene que podemos y debemos proponernos
como objetivo una vida conducida de acuerdo con un sistema coherente de deseos regidos por el
deseo de segundo orden, pudiéramos decir, de una vida calmada y serena. Esto debería llamar
nuestra atención sobre la relación dramática pero no trágica entre razón y pasión en el
pensamiento de este autor. En todo caso no podemos olvidar que hay un humeanismo que
debemos atender primero.
El argumento de Hume, que apunta a sus conclusiones escépticas, tiene la siguiente forma:
antiguos y modernos sostienen que la razón debe regular nuestra conducta, reprimiendo las
pasiones o haciéndolas conformes consigo misma, pero: 1) la razón por sí sola no puede proveer
nunca un motivo para cualquier acción, y 2) la razón nunca puede oponerse a la pasión en la
dirección de la voluntad.14
A favor de 1) tenemos: a) que la razón sólo versa sobre relaciones de ideas o cuestiones de
hecho, es decir, su alcance es estrictamente teórico; b) Las relaciones de ideas (lógicas o
matemáticas) no nos proveen de motivos. No producen conclusiones acerca de la acción; y c)
somos movidos por la percepción de relaciones causales sólo si hay un motivo preexistente. El
peso de 2), que la razón no puede oponerse a la pasión en la dirección de la voluntad, depende
entonces de 1), de la limitación previa del alcance de la razón al ámbito de los enunciados
teóricos. De aquí se sigue, entonces, el famoso dictum humeano: “Que la razón es, y no debe ser
otra cosa, que esclava de las pasiones.”15
13
Ibid., p. 619.
14
Cf. Hume, Tratado de la… cit., L II, p III, sec iii, p. 518.
15
Ibidem.
34
depende, como ya hemos señalado, de su escepticismo de contenido (acerca de lo que se cree son
los límites de la razón en relación con la elección y la acción).
Ahora bien, en la interpretación más fuerte de este argumento, Hume parece decir, que
todo razonamiento que tenga influencia motivacional debe empezar en alguna pasión, puesto que
éstas son las únicas fuentes de motivación, y debe proceder a seleccionar los medios para
satisfacer a esa pasión, siendo ésta la única operación de la razón que trasmite fuerza
motivacional. Dicho de otra manera, el elemento motivador ha de ser siempre un elemento no
racional, y el único tipo de racionalidad: la de la relación medio-fin o razón instrumental. La
crítica de Korsgaard consiste en señalar que estos son puntos separados. Se puede dudar de ellos
por separado y cuestionarlos por separado. Bernard Williams16, en “Internal and external
reasons”, por ejemplo, niega la reducción humeana de los principios de razón, (habría otros
principios racionales además del principio instrumental), pero acepta la idea de una fuente
motivacional no racional. Un kantiano debe negar ambos argumentos: hay operaciones de la
razón práctica que sostienen conclusiones acerca de la acción que no envuelven el
discernimiento de relaciones entre pasiones (o cualquier fuente motivacional preexistente) y
acciones. Esto convierte en central la pregunta: ¿Cómo podrían las operaciones de la razón
sostener conclusiones que nos motiven a la acción?
Un argumento contemporáneo a favor de la idea de que tiene que haber, a los efectos de la
explicación de la existencia de razones para la acción, una predisposición a la misma,
normalmente un deseo, lo podemos encontrar en el caso del mencionado Bernard Williams17.
Para este autor existen dos clases de reclamos de la razón, o dos modos de hacer esos reclamos.
Supongamos que digo de una persona P que tiene una razón “r” para hacer A. Si quiero implicar
con esto que P tiene un motivo para hacer A, el reclamo es de una razón interna. Si no es así, se
trata de un reclamo externo. Williams quiere mostrar que sólo existen las razones internas.
Señala que, dado que el reclamo de una razón externa no implica la existencia de un motivo, no
se le puede usar para explicar la acción de alguien, i.e., no podemos decir que P hizo la acción A
por causa de la razón r; porque r no provee a P de un motivo para hacer A, pero esto es lo que
necesitamos para explicar la acción A de P, esto es, un motivo. Entonces, las razones tienen que
16
Cf. Bernard, W., “Internal and external reasons” en Moral luck, Cambridge, Cambridge University Press, 1981,
pp. 101-113.
17
Ibidem.
35
ser internas y para poder serlo tienen que apoyarse en alguna predisposición a la acción ya
presente en el sujeto de la acción. La reflexión y la deliberación pueden generar nuevos motivos,
pero sólo en la medida en que se apoyen en los motivos prexistentes. Las razones externas, en
tanto no presuponen una fuente de motivación apropiada, tienen que demostrar cómo podrían
engendrar por sí mismas nuevos motivos.
A primera vista, esta objeción al externalismo, simplemente supone que la reflexión por sí
sola debe ser incapaz de dar surgimiento a una nueva motivación. Pero si, como sostiene Hume,
cualquier cosa puede ser causa de cualquier otra, la conclusión debe esperar a tener el soporte de
alguna investigación empírica. Se podría preguntar si el argumento que excluye la capacidad
motivacional de las razones, sean demostrativas o probables, se debe considerar bien como un
argumento que produce una conclusión a priori acerca de que la razón como tal no puede
producir motivación alguna, o como uno empírico a favor de que no hemos observado u
observamos que de las razones se sigan impulsos a la acción. Si el argumento es a priori,
entonces, al menos Hume se contradice en relación con su conclusión del libro I del Tratado de
que ninguna relación causal puede ser descubierta o excluida a priori, y que ninguna relación
causal se sostiene con necesidad en este sentido. Si es a posteriori no puede excluir de antemano
la posibilidad de lo que no es auto-contradictorio. Evidentemente hay un sentido elemental en
que podemos hablar de que la motivación presupone una disposición previa a la acción: es
conceptualmente imposible adquirir a través de la deliberación una motivación que sea
independiente de la disposición a la cual uno estaba sujeto antecedentemente. Pero, antes de
establecer cuáles son esas disposiciones, no podemos pretender dejar de lado la posibilidad de
que la deliberación adecuada, prudencial o moral, pueda producir primariamente la motivación
correspondiente. Hay claramente un sentido en que la deliberación debe ser hecha en primera
persona, pero no sería buena deliberación en ningún sentido si los elementos relevantes de la
situación no fueran visibles también para cualquier otro, que quisiera pensar lo que el agente
debe hacer en la situación dada. Llegar a una conclusión sobre la mejor acción a realizar por
alguien con ciertas creencias, valores y deseos en una situación dada es algo que cualquiera
puede hacer, para descubrir luego que uno mismo está en esa situación. Es claro que este rol de
la razón, que algunos llaman legislativo o directivo no basta por sí solo para justificar la acción,
pero por ello no tiene que ser ignorado. La idea de que la disposición antecedente haya de ser un
36
deseo y que la sola reflexión es incapaz de producir una nueva motivación debe apoyarse en
otras consideraciones.
La aceptación, sin titubeos, de la conexión entre las razones y los deseos como
predisposiciones a la acción, proviene del hecho de que el empirismo da por sentado que el
principio instrumental o está justificado o no necesita justificación. Pero esto puede ser
simplemente un mito cuando se ve desde una perspectiva más amplia de la razón como guía de
nuestra conducta. Nadie creerá que uno está justificado en envenenar a alguien sólo porque desea
hacerle daño. Creemos que somos capaces de evaluar nuestros fines y ver si tienen la dignidad
necesaria como para ser perseguidos o evitados, en caso de que ya los tengamos, o formulados a
partir de la reflexión, en el caso en que no. Esto es parte de lo que pensamos somos capaces de
hacer, creemos que podemos guiarnos por la razón. Pero esto es algo que la posición empirista
parece negar cuando se piensa en las consecuencias de sus supuestos hasta el final.
Para ver porqué esto es así recordemos que una persona actúa racionalmente cuando es
motivada por su propio reconocimiento de la conexión conceptual apropiada entre sus creencias
y sus deseos. En este sentido, diremos de alguien que considera el principio instrumental como
un principio racional y está en una situación que demanda atender a los medios para la
satisfacción de un fin, que si lo hace, entonces es guiado por la necesidad racional de hacer lo
que la razón presenta como necesario. En este sentido, se tratará de un agente racional. Mutatis
mutandis, lo mismo vale para un creyente racional. Entendemos por tal, aquél que es guiado por
37
la razón en la determinación de sus creencias. Pero tengamos en cuenta que en ambos casos, la
exigencia de las razones es normativa, no es lógica ni causal. Veamos la diferencia con un
ejemplo. Hablamos de necesidad lógica cuando una conclusión se sigue con necesidad de unas
premisas. Por ejemplo de las premisas “todos los hombres son mortales” y “Sócrates es hombre”,
se sigue necesariamente la conclusión “Sócrates es mortal”. Pero no es verdad que sea
lógicamente necesario que yo acepte o llegue a creer en la conclusión, porque si este fuera el
caso nadie podría fallar en aceptar las conclusiones que se siguen de los razonamientos, pero
sabemos, y muchas veces por experiencia, que cualquiera puede fracasar en aceptar las
implicaciones lógicas de sus otras creencias, incluso cuando le son señaladas. Basta con que
pongamos el ejemplo de Sócrates en primera persona, para tener un claro ejemplo de resistencia
a creer en nuestra mortalidad. La conclusión que se desprende es que resulta necesario creer en
las implicaciones lógicas de nuestras otras creencias en la medida en que somos racionales, pero
no es el caso que seamos siempre racionales. También en el caso de la agencia racional podemos
distinguir entre la conexión necesaria que puede darse entre nuestros fines y nuestros medios, y
el hecho de que efectivamente nos dejemos guiar por dicha conclusión. También aquí, se trata de
ser guiados por la razón en la medida en que somos racionales, lo cual no siempre es el caso
porque somos imperfectamente racionales. De acuerdo con esta lectura el principio instrumental
se podría definir, por referencia a una evaluación anterior de nuestros fines, más o menos así: “Si
P tiene una razón r para perseguir F, entonces, P tiene una razón para tomar los medios para F.”
Esto, además de mostrar que el principio instrumental no se justifica por sí mismo, (muy pocos
aceptarán que “tomar todos nuestros deseos como fines” es un mandato de la razón), supone
también que estamos obligados a tomar ciertos medios, (los medios para cumplir con los fines
valiosos y dignos en general), aunque su objeto no sea efectivamente nuestro fin.
El problema con el internalismo humeano es que no puede dar cuenta del carácter guía de
la razón y no puede porque desconoce el carácter normativo de las razones. Para Hume el
vínculo que existe entre el par creencia-deseo, por un lado, y la acción, por él otro, es de
necesidad causal. Se trata de la necesidad con la cual el observador alcanza la conclusión de que
cierto efecto se seguirá de la causa.18 Por ello, al parecer, Hume sólo puede decir que una
persona está causalmente determinada a actuar de cierta manera a partir del reconocimiento de
18
Cf. Hume, Tratado de la… cit., p. 171.
38
que la acción en cuestión promoverá su fin. Pero dentro de su sistema esto significa que un
observador externo puede predecir la conducta del agente conociendo de antemano cuáles son
los fines que la persona persigue; pero la persona misma, aquella cuya conducta es anticipada, no
está sujeta a dictado alguno de la razón. La conexión entre razones y fines se establece en tercera
persona y no en la primera como se esperaría si la razón de alguien es su razón. Por ello, la
formulación adecuada del principio instrumental de acuerdo con estas premisas no satisfaría la
condición guía y se expresaría aproximadamente así: “Si un agente P desea o persigue
efectivamente un fin F dado, entonces, P tiene una razón para tomar los medios para F”. Pero, si
queremos que haya algún ejercicio u operación racional en este caso, tendríamos que suponer
otro principio que nos exige tomar como nuestro fin lo que deseamos. Y esto significa que el
empirismo o tiene que reconocer que la normatividad del principio instrumental se apoya en
otras consideraciones o simplemente le niega cualquier papel práctico a la razón. Este último
cuerno del dilema parece ser la posición final de Hume.
19
Wallace, “Three conceptions of… cit., p. 43-62.
39
nuestro set motivacional no es tal como para darle a uno una razón para hacer algo divertido. De
aquí se desprende que estaríamos siempre motivados a hacer lo que tenemos razones para hacer,
sean cuales sean nuestras creencias. Pero, esto significa que el requerimiento motivacional, que
señala que deberíamos ser motivados de acuerdo con nuestras creencias acerca de lo que tenemos
razones para hacer, se volvería inviolable. Pero si no es posible violar el requerimiento
motivacional, nuestra concepción de nosotros mismos como agentes que se determinan se vuelve
del mismo modo desvalorizada.
Según Wallace, el problema más grave del internalismo al estilo Williams, es que vuelve
imposible dar satisfacción a la condición guía de la razón. Para que la razón pueda ser guía en la
dirección de nuestra conducta nuestra actividad debería ser controlada por el hecho mismo de la
aprehensión deliberativa de las razones que tenemos para actuar. Esto es, la comprensión de una
consideración como normativa, es decir, como recomendando hacer una acción determinada,
debería ser por sí misma la que gobierna nuestra motivación para la realización de la acción.
Según el internalismo, sin embargo, resulta que no hay espacio para la captación de las razones
en este sentido. La motivación puede ser disparada causalmente por las creencias del agente,
pero estas creencias no son creencias normativas acerca de lo que sería bueno o deseable hacer,
sino creencias acerca de la disponibilidad de las cosas que, como un asunto contingente de
nuestra psicología, resulta que uno desea.
Si quiero pasar una tarde divertida, la deliberación reflexiva me puede ayudar a especificar
un fin sustantivo dado, como ir al cine, por ejemplo. Pero, en este caso, el pensamiento no ejerce
ningún rol distintivamente normativo referido, pongamos por caso, a establecer lo que habría de
bueno o valioso en ir por diversión, acerca de si esto es lo que uno debe disponer. El agente
humeano de Williams está, más bien, comprometido causalmente, dada su disposición previa,
con cualquier cosa que pudiera contar como diversión dadas las circunstancias. Se trata de una
razón muda en atención a lo que haya de recomendable o valioso en lo que termina proponiendo.
Este resultado desdibuja nuestra condición de agentes racionales, capaces de determinar lo que
hacemos como resultado de nuestra propia deliberación reflexiva.
40
1) Las razones para alguien hacer algo deben ser consideraciones que lo inclinarían (o
motivarían) a hacerlo si él atendiera racionalmente a tales consideraciones. (Principio de la razón
como guía).
2) Piensa de alguna manera, con Hume, que las únicas consideraciones capaces de inclinar
a alguien hacia una acción son aquellas que la representan como un modo de obtener algo que
desea, o desearía, una vez informado de su posibilidad.
3) De 1 y 2 se sigue que las únicas consideraciones que pueden calificar como razones
para la acción de un determinado agente son las que apelan a sus inclinaciones antecedentes (a
su kit motivacional subjetivo). De aquí se sigue la conclusión de Hume que la razón es esclava
de las pasiones.
Tenemos, entonces, que aún el escéptico acerca de la razón práctica admite que los seres
humanos pueden ser motivados por la consideración de que una acción dada es un medio para un
fin deseado. Pero, hemos sostenido que no es suficiente para explicar este hecho que los seres
humanos se puedan comprometer en el razonamiento causal. Es perfectamente posible imaginar,
señala Korsgaard en el artículo referido, una clase de seres que pudieran comprometerse en el
razonamiento causal y fueran capaces de captar la relación medio-fin, pero que no fueran
motivados por ese conocimiento. Kant20 ofrece un ejemplo en la Fundamentación I. Allí imagina
20
Cf. Kant, Fundamentación de la… pp. 71-72cit.
41
a un ser humano capaz de razonar teóricamente pero no prácticamente. Kant se pregunta ¿Cómo
sería el mundo si la naturaleza hubiera tenido la felicidad como nuestro único fin? Y deja
entrever, que nuestras acciones bien habrían podido ser controladas enteramente por los instintos
diseñados para asegurar nuestra felicidad. Siendo así, la razón sólo le serviría a esta criatura para
contemplar la feliz constitución de su naturaleza. Ella sería capaz de ver que sus acciones son
racionales, en el sentido de que promueven los medios para sus fines (la felicidad); pero ella no
actúa motivada por la razonabilidad de los fines o de los medios, sino por instinto.
Como ya se ha dicho, ser motivado por la consideración de que una acción es un medio
para un fin deseable es algo más que meramente reflexionar sobre ese hecho. La fuerza
motivadora unida al fin debe ser trasmitida a los medios, para que ésta sea una consideración que
ponga al cuerpo en movimiento- y sólo si se trata de una consideración tal, podemos decir que
esa razón tuvo o tiene una influencia sobre la acción. Una persona prácticamente racional no sólo
es capaz de realizar ciertas operaciones mentales, sino también de trasmitir fuerza motivadora a
lo largo de las vías abiertas por la reflexión. De otra manera, aun el razonamiento medio-fin no
cumpliría con el requerimiento del internalismo.
Esto vale tanto para el ámbito teórico, como para el práctico. Una persona racional desde
el punto de vista teórico no sólo es capaz de realizar operaciones lógicas e inductivas, sino
42
también de ser apropiadamente convencido por ellas: mi convicción sobre las premisas debe ser
adecuadamente trasmitida a la conclusión. Lo que pide el requerimiento internalista, en este caso,
es que las razones sean capaces de convencernos en tanto somos racionales. En conclusión: para
que un argumento teórico o práctico tenga el status de una razón, debe ser capaz de convencer o
motivar a una persona racional, pero de ello no se sigue que esa razón sea capaz de convencer o
motivar a una persona todo el tiempo, ya que somos imperfectamente racionales. Se puede seguir
de la suposición de que somos personas racionales y de la suposición de que un argumento es
racional que, si no somos motivados o convencidos, debe haber alguna explicación de esas fallas.
Podemos ser prácticamente irracionales por muchas diferentes causas.
Gran parte del escepticismo acerca de la razón práctica obedece, entonces, de acuerdo con
Korsgaard, a una falsa comprensión de las exigencias del requerimiento internalista. Éste no
demanda que las consideraciones racionales siempre tengan éxito en motivarnos. Todo lo que
requiere es que tales consideraciones tengan éxito en motivarnos en tanto somos racionales. Si
aceptamos que puede haber resistencias irracionales a comportarse de acuerdo con las demandas
de la relación entre medios y fines, entonces el escepticismo respecto de otras formas de
racionalidad no parece tan concluyente.
43
de los principios racionales de la acción, no al revés. Esto podría ser el equivalente de la
revolución copernicana a nivel práctico.
Uno puede ser motivado o no a escoger cierto curso de acción que conduce a un bien
mayor, pero esto no significa que no haya cierta autoridad racional del bien mayor, que éste sea
un bien entre otros, algo que alguna gente cuida y otros no. Pensemos, por analogía, en la
relación medio-fin. También aquí podemos o no ser motivados a realizar la acción más adecuada
para alcanzar el fin, pero esto no muestra que preocuparnos por los medios óptimos para nuestros
fines es tan sólo un fin entre otros, un fin que alguna gente cuida y otros no. En ambos casos, lo
que tenemos es el hecho de que las personas a veces son motivadas por consideraciones de esta
clase, y que todos nosotros pensamos, tanto en el primero como en el segundo caso, que es
racional ser motivados así.
3. La Alternativa Kantiana
44
Atendiendo a estas consideraciones de Korsgaard, John Rawls ha formulado una concepción
del agente racional como:
…alguien cuyo carácter, o cuya plena configuración emocional, incluye (entre otros) los dos
tipos siguientes de deseos: Primero, los deseos dependientes de objetos. El objeto de un
deseo dependiente de objetos, o el estado de cosas que lo satisface, puede describirse sin
recurrir a concepciones morales o principios racionales o razonables….Muchas clases de
deseos son indefinidamente dependientes de objetos, incluidas muchas, sino la mayoría de
las pasiones de Hume. Aquí se incluyen los deseos de comida y bebida y de sueño, los
deseos de realizar actividades placenteras de todo tipo, y los deseos que dependen de la vida
social: deseos de prestigio, de poder y de gloria, y de propiedad y riqueza. Y muchos más.
En segundo lugar, están los que llamaré deseos dependientes de principios. Estos son de dos
tipos principales, dependiendo de que el principio en cuestión sea racional o razonable.21
Entre los principios racionales, es decir, los referidos al razonamiento sobre cuestiones de
la vida buena o prudenciales, tenemos: i) Adoptar los medios más efectivos para nuestros fines;
ii) formarnos creencias razonables sobre nuestros fines y objetivos; iii) seleccionar la alternativa
más probable; iv) preferir el mayor bien u ordenarlos secuencialmente; v) ponderar la evidencia,
etc. La idea general, según Rawls, es que estos principios nos permiten especificar las
actividades y acciones a seguir por un agente singular dotado con un conjunto de fines. El agente
en cuestión puede ser un individuo, una asociación, una comunidad, una nación o una alianza de
naciones.
…aquellos que regulan cómo debe comportarse una pluralidad de agentes (o una
comunidad o sociedad de agentes), ya sean personas individuales o grupos, en sus relaciones
mutuas. Los principios de equidad o justicia que definen una cooperación equitativa son
ejemplos típicos.22
21
Rawls, Lecciones sobre la… cit., pp. 64-65.
22
Ibid., p. 66.
45
Suponed que alguien afirma de su inclinación al placer que le es totalmente irresistible
cuando se le presenta el objeto amado y la ocasión propicia; si se levanta una horca frente a
la casa donde se encuentra esta ocasión para colgarlo apenas haya gozado el placer,
preguntad si en tal caso no vencería su inclinación. No se tiene que buscar mucho lo que
respondería. Pero preguntadle si su príncipe, con amenazas de la misma pena de muerte
inmediata, pretendiera que él diera un falso testimonio contra un hombre honesto a quien el
príncipe quisiera perder con pretextos plausibles, si ahora él, por muy grande que pueda ser
su amor a la vida, cree posible vencerlo. Quizá él no se atreverá a asegurar si lo vencería o
no; pero que ello es posible, lo tiene que admitir sin dificultad. Así pues, él juzga que puede
hacer algo porque es consciente de que debe hacerlo y reconoce en sí mismo la libertad que,
sin la ley moral, le habría permanecido desconocida.23
Si nos olvidamos por un momento del tema de la relación de prioridad entre libertad y
moralidad, podemos encontrar en el texto kantiano un claro ejemplo de deseos dependientes del
objeto y otro de un deseo o posible deseo dependiente de principios. Para explicar, en el primer
caso, el motivo de mi conducta no se necesita invocar más que el deseo por el objeto o el temor a
la muerte. Si fuere el caso que el agente decidiera arrostrar las consecuencias mortales de su acto,
seguramente necesitaríamos una explicación más compleja relacionada con su personalidad, con
el modo cómo se concibe. Pudiera tratarse de alguien que afirma que una vida sin riesgos no vale
la pena, el caso de don Juan enfrentando a la muerte, o que sin amor nada tiene sentido, pudiera
tratarse de Eloísa arriesgándolo todo por Abelardo y viceversa. Pero estamos seguros que en
estos casos entran en consideración modos de valorar la propia vida en general, de concebir la
propia integridad, que no pueden ser comprendidas apoyándonos sólo en la atención a nuestro
deseo por el objeto. Hace falta darle valor a la coherencia de nuestros actos, al objeto de nuestros
desvelos, a la pasión amatoria misma. Y nos parece que toda esta complejidad no puede ser
reducida a la mera fuerza de un vector del deseo. Hace falta comprender la dignidad de nuestros
fines y esto seguramente requiere de una deliberación guiada por exigencias prudenciales y
morales. El caso es más claro aún en relación con nuestra capacidad para enfrentar la amenaza a
nuestra vida por la consideración de principios que en ningún caso parecieran provenir de deseos
antecedentes o más fuertes que el de preservar la vida. Kant nada nos dice acerca de si el
enemigo del rey es nuestro amigo, o alguien a quien admiramos o apreciamos. Describe la
situación con el mínimo de recursos: o miente y vive o dice la verdad y muere. El punto es que
no podemos entender la situación sin acudir a los principios ordinarios de la virtud, lo que Rawls
llama principios razonables; y no tenemos que suponer una afección determinada hacia el sujeto
23
Kant, Crítica de la razón práctica… cit., p. 29.
46
amenazado, para concebir, tan sólo con que el amenazado entienda la importancia del principio
del respeto a la verdad y a la vida ajena, que puede desarrollar una disposición a decir la verdad
en este caso concreto, a pesar de las amenazas y del temor que generan.
Si es cierto, entonces, que no podemos describir los deseos morales y prudenciales, que
solemos tener, sin embarcarnos en algún tipo de actividad deliberativa basada en principios
racionales y razonables, entonces:
Por definición, pues, un agente racional es aquél cuyo carácter, cuya configuración de
deseos (pasiones), contiene deseos dependientes de principios asociados a los principios de
la razón práctica. Como cualquier otro deseo, estos deseos tienen más o menos fuerza, que
puede variar de tiempo en tiempo. Pero más allá de esto, los principios con los que estos
deseos se asocian son reconocidos por el agente como principios con autoridad: con la
autoridad, digamos de la razón…Es a través de los deseos dependientes de principios como
los principios de la razón práctica prenden en el carácter del agente.24
24
Rawls, John, Lecciones sobre la…cit, p. 66.
47
debe reconocer y ser motivado por ellas. (La estrategia kantiana, al menos en la
Fundamentación, consistirá precisamente en conectar libertad y razón buscando mostrar que el
imperativo categórico es la única opción para una voluntad que requiere una ley que le sea
intrínseca). Así como se deja abierta la respuesta a cuáles operaciones sostienen conclusiones
acerca de qué hacer y perseguir, así se debe dejar abierta la suposición de que seamos capaces de
ser motivados por ellas.
Ahora bien, en relación con el modo en que somos motivados efectivamente a la acción,
Kant parece estar más cerca de Hume de lo que solemos reconocer. En la medida en que ambos
son internalistas, es decir, que piensan que el reconocimiento de la validez de un principio moral
debe ser un motivo para la acción, ambos otorgan un papel central a nuestras afecciones como
causa de las acciones. Como la moral motiva y Hume no concibe que la razón pueda hacerlo,
concluirá que la razón no puede ser la fuente de ningún principio moral. El mismo principio
internalista, que la moral motiva, apoya la convicción kantiana de que la razón debe ser capaz de
producir algún tipo de sentimiento distintivamente moral, y es que Kant parece pensar, al menos
cuando habla explícitamente de nuestra conducta al nivel fenoménico, que alguna clase de
afección o deseo motivado debe ser la causa próxima o empírica de toda acción.
Kant señala con total claridad la diferencia entre legislación y ejecución, en relación con
nuestras acciones morales, en sus Lecciones de ética (Moralphilosophie Collins, de 1784-1785),
una diferencia que hemos venido presuponiendo a partir de la distinción entre deseos
inmotivados y deseos motivados:
Ante todo hemos de distinguir aquí dos apartados: 1) el principio del discernimiento de la
obligación y 2) el principio de la ejecución o cumplimiento de la obligación. En este
contexto hemos de distinguir la pauta y el móvil. La pauta es el principio del discernimiento
y el móvil el de la puesta en práctica de la obligación; si se confunden ambos planos todo
resulta falso en el ámbito de la moral.25
25
Kant, I., Lecciones de ética, Barcelona, Editorial Critica, 2003, pp. 74-75.
48
me impulsan a hacer lo que el entendimiento dice que debo hacer. Kant los llama “motiva
subjetive moventia” y sostiene que “el principio supremo del acicate moral para ejecutar esa
acción descansa en el corazón”.26 Puesto que descansa en el corazón lo considera un sentimiento:
Piedra filosofal que, tal vez, Kant nunca pensó haber alcanzado y por eso sus constantes
reformulaciones de la relación entre la pauta y el móvil o entre la ley y el sentimiento. En todo
caso, hay al menos tres aspectos de la relación entre razón y sentimiento, señalados por Kant,
que pudieran servir para aclarar su concepción de la motivación moral:
1. El primer aspecto refiere a que la razón nos motiva a actuar moralmente suscitando un
sentimiento, un sentimiento moral o sentimiento de respeto por la ley moral, que nos puede
mover a la acción.
2. El segundo tiene que ver con los sentimientos auxiliares de la moral. Aunque el sentimiento de
respeto podría motivar por sí mismo a la acción, derribando o sobrepasando nuestros deseos o
sentimientos contrarios a la moralidad, otros sentimientos más específicos hacia los cuales
tenemos alguna disposición natural (sentimientos de simpatía hacia otros seres humanos,
sentimientos estéticos hacia la naturaleza no humana), pueden intervenir como causa de la acción
moral. Además, en su ética práctica, Kant nos ofrece una variedad de técnicas, disponibles para
nosotros, por medio de las cuales aquellos sentimientos naturales favorables a la causa de la
moralidad serían fortalecidos, mientras que los contrarios serían desfavorecidos o debilitados.
3. El tercer aspecto lo resalta Paul Guyer en su Knowledge, reason and taste. Este autor sugiere
que, aunque el Kant maduro quiso mantener que la razón pura práctica es la fuente del principio
de la moralidad y del sentimiento de respeto, su derivación original del principio fundamental de
la moralidad comenzó por un deseo natural por la libertad y desde allí argumentaba que la
adhesión a los principios universales de la razón pura es el único medio para la realización de la
26
Ibid., p.75.
27
Ibid., p.83.
49
autonomía que deseamos. Esto significa considerar a la razón como instrumental en relación con
un fin puesto por un sentimiento natural a favor de la libertad. El fundamento más profundo para
el principio moral sería, de acuerdo con Guyer, el ideal de estar en control de nuestras
inclinaciones más que ser controlado por ellas, lo cual parece ser una idea muy cercana al
especial agrado humeano por la vida calmada y tranquila.28
Este triple papel de nuestras afecciones suele ser minimizado porque, en general,
suponemos que, para Kant, la razón pura práctica es capaz por sí sola de darnos la ley moral, y
que también es suficiente en algún sentido para motivar nuestra conformidad a la ley moral. Kant
suena a menudo como si la razón pura pudiera, cuando fuere necesario, movernos a la acción
moralmente requerida independientemente de cualquier sentimiento o deseo que podamos tener,
sea a favor sea en contra de la misma.29 Así es como solemos leer la exigencia de actuar por
deber y no meramente de acuerdo con él mismo que identifica a la buena voluntad en la primera
sección de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Pero la visión del autor es
ciertamente más complicada, en la medida en que realmente piensa que la razón práctica nos
mueve a la acción a través de sentimientos adecuados, que serían las causas inmediatas de la
acción; y es en este sentido que su teoría semeja a la de Hume, al menos al nivel fenoménico. En
las Lecciones de ética, hablando de los deberes para con uno mismo, en particular del
autodominio, señala que éste “descansa sobre la fuerza del sentimiento moral.” El sentimiento
moral debe ser cultivado, y entonces la moralidad tendrá fuerza y capacidad de motivación, y las
tendencias contrarias de la misma sensibilidad serán debilitadas y superadas, y de este modo se
alcanzará el autodominio.30 Sin disciplinar sus inclinaciones, el hombre no puede obtener nada.
Esto significa que la razón no puede obtener su propio objetivo moral simplemente ignorando o
superando nuestros deseos, sino que los debe modificar, fortaleciendo los que son moralmente
favorecedores y debilitando los moralmente dañinos o alternativamente aprendiendo como
manejarlos.
28
Cf. Guyer, P., Knowledge, reason and taste, Oxford, Princeton University Press, 2008, p.165 y ss.
29
Cf. Kant, Fundamentación de…cit, p. 81.
30
Kant, I. Lecciones de ética…, cit., p. 179.
50
El sentimiento moral es la receptividad para el placer o el desagrado, que surge simplemente
de la conciencia de la coincidencia o la discrepancia entre nuestra acción y la ley del deber.
Pero toda determinación del arbitrio va desde la representación de la posible acción hasta la
acción, a través del sentimiento de placer o desagrado, al tomar un interés en ella o en su
efecto; en tal caso el estado estético (la afección del sentido interno) es o bien un
sentimiento patológico o un sentimiento moral.31
Según esto, la representación de una posible acción, que puede estar sometida al test de la
ley moral para juzgar de su necesidad o permisibilidad, produce un efecto sobre el sentimiento de
placer o displacer y éste, a su vez, es la causa inmediata de la acción: presumiblemente un efecto
positivo, un sentimiento de placer, que nos mueve a realizar una acción y un efecto negativo, un
sentimiento de dolor, que nos mueve a evitar la acción.
De hecho, Kant describe varias clases de sentimientos que pueden estar envueltos en la
etiología de la conducta moral; algunos muy generales como el sentimiento moral, a cuya
discusión se refiere la cita anterior, o como el sentimiento de respeto que discute en sus
principales obras morales; otros más particulares, como el sentimiento de simpatía que discute
también en la Metafísica de las costumbres. Más que atender a las relaciones de estos
sentimientos entre sí, vale la pena preguntarse por qué supone Kant que la influencia de la razón
práctica sobre nuestras acciones debe proceder siempre mediante, o a través de, un efecto de la
razón sobre la capacidad para el sentimiento de placer o dolor. En principio la concepción
kantiana básica acerca de la relación entre razón, voluntad libre y acción no requiere de esta
premisa. Esta suposición parece, más bien, ser parte de su concepción psicológica empírica, un
elemento de su concepción fenoménica del mundo que comparte con Hume.
Entonces, de acuerdo con Guyer, en la obra referida, Kant sostuvo, por un lado, que
debemos suponer que nosotros tenemos libertad al nivel noumenal, donde no rige el
determinismo que vale para el mundo fenoménico y que puede ser un obstáculo en el camino de
nuestra libertad para cumplir con las demandas de la moralidad. También, que la voluntad
nouménicamente libre es realmente idéntica con la razón pura práctica, y por ello que la ley que
la razón se da a sí misma es la ley que gobierna la operación de la libre voluntad. 32 Sin embargo,
por otro lado, Kant no sostiene que la voluntad noumenalmente libre interrumpa milagrosamente
el curso de los eventos mundanos sujeto a las leyes de causalidad, más bien sostiene que nuestra
31
Kant, I., Metafísica de las costumbres, traducción de Adela Cortina Orts, Madrid, Editorial Tecnos, 1989, p. 254.
32
Ibid., pp. 446-447.
51
elección noumenal será efectiva en la medida en que puede ser, de alguna manera, la estructura
subyacente de la totalidad de nuestro carácter fenoménico, que opera con las leyes de la
psicología empírica.
Aun cuando la convicción fundamental de Kant, que la voluntad racional libre en sentido
nouménico es capaz de determinar nuestra acción, es metafísica, la suposición de que esta
determinación se da mediante la producción de sentimientos morales, y los detalles de su
concepción de los demás sentimientos relacionados con el respeto, deben ser considerados como
parte de su psicología empírica. Kant se refiere al sentimiento moral, en su sentido más general,
al menos en tres ocasiones y en todas ellas con matices diferentes que abren el espacio para
diferentes interpretaciones, pero en ningún caso se puede obviar el peso que Kant le otorga a las
afecciones. En la Fundamentación llama a este sentimiento respeto (Achtung) y lo define como
“la representación de un valor que menoscaba el amor que me tengo a mí mismo. Es, pues, algo
que no se considera ni como objeto de la inclinación ni como objeto del temor, aun cuando tiene
algo de análogo con ambos a un mismo tiempo.” 33 El énfasis del autor, sin embargo, es puesto
en lo que Andrews Reath ha llamado el aspecto “intelectual” o “práctico” del respeto, es decir,
en el respeto entendido como: “La determinación inmediata de la voluntad por la ley y la
33
Cf. Kant, Fundamentación de la… cit., p. 80.
52
conciencia de la misma”.34 El respeto, en este sentido, es el reconocimiento inmediato de la
autoridad de la ley moral, o la determinación inmediata de la voluntad por la ley. Ser movido a
actuar por o desde el respeto es reconocer la ley moral como una fuente de valor, o de razones
para la acción, que son incondicionalmente válidas y determinantes respecto de cualquier otra
clase de razones, especialmente de las provistas por el deseo o las inclinaciones. En diversos
lugares señala Kant que se trata de una actitud que podemos tener también hacia los individuos
que expresan en sus acciones el espíritu de la ley y, fundamentalmente, podemos mostrar respeto
por la humanidad en el sentido definido por la segunda fórmula del imperativo categórico o
fórmula de la humanidad. En este sentido, respeto sería la conciencia o el reconocimiento de que
la humanidad tiene un valor absoluto que no puede ser transgredido por causa de ningún otro
valor. Reath distingue el aspecto práctico del respeto de, lo que llama, su lado afectivo, es decir,
de los sentimientos o emociones que experimentamos cuando la ley moral contiene las
inclinaciones y limita su influencia sobre la voluntad. También reconoce que Kant no mantiene
estos aspectos suficientemente separados y que el aspecto afectivo plantea problemas especiales
en el contexto de su teoría. La pregunta que suscitan las referidas dificultades es si cabe algún rol
para el sentimiento moral en la teoría kantiana y cuál es ese rol en relación con la motivación.
Reath terminará afirmando en este sentido, a diferencia de Guyer, que es el aspecto intelectual el
que tiene un rol activo en la motivación a la conducta moral, mientras que el lado afectivo, o el
sentimiento de respeto propiamente dicho es simplemente el epifenómeno del impacto de la
conciencia inmediata de la ley sobre ciertas tendencias afectivas nuestras, efecto no causa.35
Sin duda que en la Fundamentación la posición de Kant parece ser la reseñada por Reath.
Sin embargo, en el segundo lugar donde aparece una referencia explícita al sentimiento moral del
respeto, en la Crítica de la razón práctica, hay algunas referencias al papel práctico del
sentimiento propiamente dicho, rol causal que será explícitamente asumido en la doctrina de la
virtud de la Metafísica de las costumbres, tal como se desprende de la referencia a esta obra
hecha anteriormente. En la segunda crítica, Kant nos ofrece una caracterización
fenomenológicamente más completa del sentimiento de respeto y sugiere un rol más positivo del
mismo en la explicación de las acciones. El sentimiento de respeto es, a la vez, tanto un
34
Ibídem.
35
Cf. Reath, A., “Kant`s theory of moral sensibility: Respect for the moral law and the influence of inclination” en
Agency and autonomy in Kant`s moral theory, Nueva York, Clarendon Press Oxford, 2006, pp. 8-32.
53
sentimiento doloroso, como resultado de la contención de nuestro amor propio y la humillación
de nuestra vanidad que la observancia de la ley moral comporta, como un sentimiento positivo,
por lo mismo placentero, de ser motivados por las exigencias de nuestra razón práctica y de
manifestar de este modo nuestra condición o nuestra humanidad.36 Estos sentimientos todavía
podrían entenderse en el espíritu de la Fundamentación, y ciertamente Kant no deja de ser
ambiguo, pero de algún modo sugiere que la modificación de algunos de nuestros sentimientos y
no sólo su superación momentánea, de modo tal de debilitar nuestra vanidad o presunción, es un
paso necesario en la producción de las acciones moralmente apropiadas. Debe haber entonces
algún modo en que el sentimiento positivo de respeto profundice la causalidad de la razón.
El tercer lugar donde Kant habla del respeto está en la doctrina de la virtud de la
Metafísica de las costumbres. Aquí sostiene la necesidad de ciertas disposiciones “subjetivas de
la receptividad para el concepto de deber” y nombra cuatro: el sentimiento moral, la conciencia
moral, la filantropía o el amor al prójimo y el respeto por sí mismo o autoestima. Se trata de
respuestas afectivas suscitadas por nuestros juicios morales: “En su totalidad son
predisposiciones del ánimo, estéticas pero naturales (praedispositio), a ser afectado por los
conceptos del deber; no puede considerarse como deber tener estas disposiciones, sino que todo
hombre las tiene y puede ser obligado gracias a ellas.”37 No se debe leer “puede ser obligado” en
términos jurídicos. Se trata claramente de obligarse, de poder responder positivamente a las
exigencias del deber. Carecer de la receptividad para dolernos por fallar a nuestros deberes, o
para sentir placer en cumplir con ellos, características del sentimiento moral, sería lo mismo que
estar “moralmente muerto”. Nuestra vergüenza o nuestra culpa expresan la “receptividad del
libre arbitrio para ser movido por la razón pura práctica (y su ley)”38.
Parece quedar claro a partir de lo dicho que hay elementos suficientes para, por lo menos,
cuestionar el supuesto abismo, en términos de explicación del papel de las afecciones respecto de
la motivación a la acción, entre la explicación kantiana y la humeana. Ahora bien, esto no debe
hacernos perder de vista las diferencias de método y los acentos programáticos. Para Kant, lo
mismo que para Rawls, el énfasis se pone en que la conciencia de estas disposiciones “sólo
36
Cf. Kant, Crítica de la… cit., p. 71.
37
Kant, Metafísica de las costumbres… cit., p. 254.
38
Ibid., p. 255.
54
puede resultar de la conciencia de una ley moral, como efecto de la misma sobre el ánimo.”39 En
el lenguaje de Rawls, diríamos que se trata de deseos motivados por principios. En el lenguaje de
Korsgaard y Nagel, diríamos que la ética o la razón práctica, en tanto establecen nuestros
deberes, crean psicología, modos de ser humanos. En este sentido, Nagel sostiene en La
posibilidad del altruismo, que las investigaciones en la razón práctica producirán
descubrimientos acerca de nuestras capacidades motivacionales: “La ética debe reportar
descubrimientos acerca de la motivación humana.” Más adelante, los “principios éticos son, ellos
mismos, proposiciones de la teoría de la motivación tan fundamentales que no pueden ser
deducidos o definidos en términos de motivaciones previamente entendidas.”40 Garantizando que
la razón debe ser capaz de motivarnos, piensa que si somos capaces de mostrar la existencia de
razones habremos mostrado algo capaz de motivarnos. Para Nagel, el requerimiento internalista
no conduce a una limitación de la razón práctica, sino a un incremento sorprendente en el poder
de la filosofía moral: ésta nos puede enseñar acerca de las capacidades motivacionales humanas,
nos puede enseñar psicología. La diferencia, entonces, con Hume o Williams, no radica en negar
la presencia de un elemento afectivo sino en la consideración de que esa receptividad es
permeable a las razones: el sentimiento moral se sigue de las representaciones morales y no al
revés, pero podría considerarse al sentimiento como el elemento causal inmediato de la acción.
Ahora bien, al afirmar que la razón nos provee de motivos y puede contener nuestras
inclinaciones, Kant tiene que negar también el modelo hidráulico o cuasi-mecánico, que muchos
atribuyen a Hume, cuando busca explicar la influencia de la moral sobre nuestras acciones. Para
Kant, el respeto no es meramente un incentivo para ser morales, sino la ley moral considerada
como un incentivo. Esto se puede leer en clave aristotélica como una razón apetitiva. En este
sentido, la motivación moral no requiere de ningún sentimiento que exista independientemente
de la conciencia moral, aunque sí de uno que resulte de la misma. Lo que tenemos aquí es la
imagen de un modelo de la motivación en el que el reconocimiento de que algo es nuestra
obligación, guía o determina nuestra deliberación y nuestra elección y, por lo mismo, nuestras
acciones, pero lo puede hacer porque genera respuestas afectivas adecuadas.
39
Ibid., p. 254.
40
Nagel, T., La posibilidad del altruismo, México, Editorial Fondo de Cultura Económica, 2004, p. 25.
55
Los fundamentos para una interpretación de esta índole, en la que se aviene el elemento de
la espontaneidad con el papel de la sensibilidad, apuntan a la concepción kantiana del libre
albedrío. En La religión dentro de los límites de la mera razón, Kant señala que:
…la libertad del albedrío tiene la calidad totalmente peculiar de que éste no puede ser
determinado a una acción por ningún motivo impulsor si no es en tanto que el hombre ha
admitido tal motivo impulsor en su máxima (ha hecho de ello para sí una regla universal
según la cual él quiere comportarse); sólo así puede un motivo impulsor, sea el que sea,
sostenerse junto con la absoluta espontaneidad del albedrío (la libertad).41
Para Kant, el motivo impulsor de nuestra acción tiene que ser admitido en una máxima. La
forma esquemática de una máxima sería: “yo haré x, en las circunstancias C, para obtener Y
como un modo de…”. Los términos sustantivos que introduzcamos dentro de la fórmula refieren
a lo que los agentes consideran que están haciendo cuando actúan en consecuencia. Se trata
siempre de un fin al que apunto a través de una actividad que realizo. La máxima es asumida por
el agente activamente, en la medida en que la relación entre la actividad y el fin viene definida
por algún conjunto de razones que avalan la relación de los términos. Los puntos suspensivos nos
permiten introducir nuestra concepción de las razones que sirven de soporte a la acción: porque
lo deseo, o porque está en mi interés, o porque es mi obligación. Entendemos lo que el agente
está haciendo, las razones que lo guían, sólo porque podemos aprehender lo que cuenta a favor
41
Kant, I., La religión dentro de los límites de la mera razón, Madrid, Alianza, 2009, p. 41.
56
de actuar así desde la perspectiva del agente. Los fines de la acción se conectan con las
actividades para alcanzarlos de un modo cuya corrección viene definida por el principio o los
principios de razón operativos, sea que la acción sirva como un medio, o como una elección
prudente o como el cumplimiento de una obligación.
Creemos que este mínimo intencional,( suponer que A puede actuar sobre la base de la
intención de ayudar como un modo de hacer lo debido a pesar del deseo de ganancia), no
requiere de excesivas demandas psicológicas. No requiere, por ejemplo, que creamos que es un
asunto sencillo calcular cuáles son las intenciones reales de un agente en un momento
determinado. Sabemos que Kant no comparte el presupuesto cartesiano de que tenemos una total
transparencia de conciencia. Pero la explicación intencional de nuestra conducta no está en
peores condiciones que el modelo causal de la motivación de tipo humeano a la hora de explicar
cómo nos guía la concepción de nuestras razones para actuar. Hume acepta incluso que nuestras
42
Cf. Kant, Fundamentación de la… cit., pp. 81-82.
57
pasiones apacibles son confundidas con las operaciones de la razón porque no tenemos evidencia
de su fuerza, lo que significa que no tienen una fenomenología relevante de la cual tengamos
conciencia alguna. El problema, entonces, no es cómo conocemos las verdaderas razones sobre
las cuales actuamos sino, más bien, el problema de cómo hacemos el mejor sentido de que somos
guiados por la razón en la dirección de nuestra conducta. Creemos que la respuesta de tipo
kantiano se aviene mejor con la complejidad de la relación entre las razones y las afecciones
pertinentes a la vida del inteligente animal social humano.
Nuestra discusión nos ha llevado al punto de tener que distinguir entre justificación y
motivación o explicación, o entre el elemento legislativo y el ejecutivo de nuestras razones.
Usando la metáfora vectorial hablaríamos de distinguir entre la dirección y la fuerza de un
vector. Nuestras teorías éticas tienen que enseñarnos a distinguir lo bueno y lo correcto y
esperamos, que nuestra consideración inteligente de las cosas, nos llevará a dejarnos guiar por
esas consideraciones. El punto es que si podemos llegar a formular principios morales válidos, a
través del ejercicio de una diversidad de disposiciones cognitivas humanas que solemos llamar
racionalidad, y estos principios pueden prender en el carácter humano a través de las
disposiciones de nuestra receptividad, resultaría que tenemos fundamentos para decir que este
principio está en el conjunto motivacional de todo agente racional: porque toda persona racional
podría ser llevada a ver que tiene una razón para actuar en la vía requerida por el principio y esto
es todo lo que exige el requerimiento internalista.
58
la ética kantiana debe verse en términos de explicitación de nuestra condición moral, no como
una explicación del modo en que una razón moral puede motivar una acción determinada. Sin
embargo, no se puede negar que Kant parece estar viendo el problema de la determinación de la
voluntad por consideraciones morales en términos motivacionales. El problema de cómo es
posible el imperativo categórico se concibe como idéntico al problema de cómo puede ser
concebido el constreñimiento de la voluntad que el imperativo expresa.43 Lo que falta probar,
piensa Kant, es que podemos ser motivados por una ley de la razón: que tenemos una voluntad
autónoma. En la Fundamentación III, Kant trata de argumentar que podemos ser motivados por
el Imperativo Categórico, apelando a la espontaneidad de la razón como evidencia de nuestra
naturaleza inteligible y, por ende, con una voluntad autónoma. En la segunda crítica44 se
argumenta que somos capaces de ser motivados por el imperativo y que conocemos (en sentido
práctico) que tenemos autonomía. Si paramos mientes en el vocabulario kantiano se trata, sin
embargo, de una discusión sobre las condiciones de posibilidad de una disposición humana a
dejarse regir por ciertas consideraciones que no han esperado a los filósofos para hacerse valer:
la moral es la función propia de un ser libre y racional.
43
Ibid., p. 101.
44
Kant, Crítica de la razón práctica… cit., p. 30, ss.
59
5. Conclusiones
60
nosotros y la filosofía moral nos puede enseñar psicología. La diferencia de Kant con Hume o de
Rawls y Korsgaard con Williams, no radica en que los primeros pretendan negar la presencia de
un elemento afectivo como causa inmediata de nuestras acciones sino, más bien, en que
consideran que esa receptividad es permeable o porosa a las razones. Una vez que aceptamos la
existencia de los deseos motivados racional y razonablemente, no hay ningún problema en
aceptar al sentimiento o las afecciones como el elemento causal inmediato de la acción. Nótese,
sin embargo, que seguramente estas distinciones no son más que distinciones analíticas de un
fenómeno único y complejo.
La idea de la razón como un principio guía de nuestra conducta no se aviene con una
explicación hidráulica de nuestros motivos para actuar, con la consideración del resultado de la
relación entre nuestros diversos motivos como el vector resultante en un paralelogramo de
composición de fuerzas. Se corresponde mejor con un modelo deliberativo, donde
consideraciones de diversa índole son revisadas a la luz de una diversidad de normas, para
establecer cuál se adecua mejor a las circunstancias, todas las cosas consideradas. No es una
objeción válida contra esta posición señalar que toda acción se apoya por definición en un deseo,
el de aquello que se pretende, puesto que existen deseos dependientes de principios, ya
racionales ya razonables, deseos cuya etiología está directamente conectada con razones. Este
reacomodo del orden de las razones y los deseos permite una explicación del modo en que
efectivamente somos motivados por la razón en la que Kant parece estar más cerca de Hume de
lo que se suele pensar. El reconocimiento kantiano de la necesaria existencia de ciertas
disposiciones “subjetivas de la receptividad del ánimo para el concepto de deber”, porque sin
ellas no podríamos tener ningún tipo de obligación, parecen apuntar en la dirección de
presupuestos comunes con Hume acerca de la psicología empírica humana.
61
KANT Y LA MORAL DE LA LIBERTAD.
Paul Guyer,1 desarrolla una interpretación de la ética kantiana en los términos de lo que
llama una moralidad de la libertad, que contrasta con una concepción de la misma como una
moralidad de la ley. Guyer sostiene que el valor de la libertad (fundamental e indemostrable) está
en el corazón de la ética kantiana. Para él, Kant no argumenta que el imperativo categórico nos
obligue independientemente de su subordinación a algún valor fundamental, más bien, el
imperativo categórico es el principio que debemos seguir para darle a nuestra libertad, concebida
de manera independiente y antecedente de la ley moral, una expresión completa en la esfera
fenoménica, en el ámbito donde tienen lugar los efectos de nuestras elecciones. En el mundo
fenoménico se deben dar pasos en la dirección de preservar nuestra capacidad para la libre
elección y acción, y reforzar las condiciones bajo las cuales ejercemos nuestra agencia. Es la
función del principio moral dirigir nuestros pasos de tal modo que expresemos nuestra libertad.2
1
Cf. Guyer, P., “Kant’s morality of law and morality of freedom” in Kant on freedom, law, and happiness,
Cambridge, Cambridge University Press, 2000, pp. 129-172.
2
Ibid., p. 131.
62
que: “el concepto de lo bueno (Guten) y lo malo (Bösen) no debe ser determinado antes de la ley
moral (para lo cual, aparentemente, ese concepto tenía que ser colocado como fundamento), sino
sólo (como ocurre aquí) después y mediante ésta.”3 Donde Kant habla de la paradoja del método,
Guyer señalará una imposibilidad: sin una concepción antecedente del bien no podemos
encontrar razones para ser morales. Kant tiene que estar equivocado en su autocomprensión,
piensa Guyer, porque si estuviera en lo cierto su ética carecería de fundamentos. Pero Kant
piensa que cualquier valor que no tenga su origen en la ley moral tiene que estar determinado
empíricamente en relación a los intereses y deseos del agente y, por la misma razón, no puede
justificar principios necesarios y universales. Si corregimos a Kant en este respecto, piensa
Guyer, si encontramos un bien antecedente que no sea empírico, la actitud favorable a la
deontología tendría que desaparecer. La libertad del agente racional es ese valor ¿Tenemos
abierto este camino? ¿No será la consecuencia de evitar la circularidad la caída en un máximo de
arbitrariedad? ¿No sería más conveniente seguir la recomendación de Kant y “no precipitar…
juicios con una definición arriesgada antes del análisis completo del concepto” y no decidir al
respecto “hasta que se hace de los conceptos un uso de la razón que corresponde a su totalidad”?4
En lo que sigue presentaremos, en primer lugar, los argumentos de Guyer contra la versión
tradicional o deontologista canónica de la ética kantiana. En segundo lugar, sus argumentos a
favor del papel de la libertad como valor intrínseco, el carácter instrumental de la moral y la
superación de la dicotomía deontología—teleología. Por último, haremos una estimación de la
aproximación de este autor a la ética kantiana, revisando su concepción del valor de la libre
agencia racional (que es el modo como entiende Guyer el valor intrínseco de la libertad) y de su
papel en la fundamentación y clasificación de la ética. En tal sentido, pensamos que Guyer tiene
razón en apuntar a la existencia de un elemento valorativo fundamental y definitorio de la ética
kantiana, la agencia racional o la humanidad como un fin en sí, pero su intención de mostrar que
de aquí se sigue una derivación teleológica de la ley puede ser juzgada por lo menos como
problemática. Guyer no distingue con claridad entre los argumentos kantianos dirigidos a
establecer el contenido de la ley, y los argumentos dirigidos a establecer su autoridad como
motivo. En el primer caso no se puede hablar de una derivación teleológica de la ley; y en el
segundo, aunque tenga sentido hablar de una concepción no moral del valor de la agencia, ley y
3
Kant, I., Crítica de la razón práctica, Traducción de Dulce María Granja Castro, México, Editorial Porrúa y
Universidad Autónoma Metropolitana, 2001, p. 61.
4
Cf, Ibid., pp. 7-9.
63
valor están de tal modo conectados que resulta muy difícil entender por qué habría de
considerarse uno más fundamental que el otro. I
La reflexión de Guyer respecto de la libertad, como el valor central de la ética de Kant, está
dirigida a resolver una profunda tensión presente en la obra del pensador alemán y que puede ser
fuente de paradojas: mientras ensalza el respeto por la ley y la pureza del motivo moral (la
acción con valor moral es la acción hecha por deber), Kant, al mismo tiempo, encomia el valor
de la libertad y la autonomía, a cuyo resguardo y plena consecución estaría orientada la ley
moral. Dicho de otra manera, mientras considera que actuar conforme a la ley moral es bueno en
sí mismo, Kant parece sostener, al mismo tiempo, que la ley moral es el medio para la
preservación y desarrollo de nuestra libertad. Esta aparente paradoja puede ser disuelta si en vez
de seguir a Kant en su autocomprensión del método perseguimos resueltamente su veta
teleológica.
1. El deseo por los objetos es idiosincrático más que válido para todo ser racional y por
ello no puede dar lugar a leyes prácticas, es decir, a leyes válidas de manera universal y
necesaria. Incluso un posible acuerdo sobre aquello que nos hace felices, en un mundo de
recursos escasos, seguramente no nos libraría de los conflictos por su posesión. Esta crítica vale
tanto para el subjetivismo empirista, (sea que se apoye en motivos internos como el placer o el
sentimiento moral, sea en fundamentos externos como la educación o el gobierno civil), como
para el objetivismo racionalista, (sea que se apoye en el valor de la perfección o en la voluntad
divina):
…si un fin como objeto que debe preceder a la determinación de la voluntad mediante una
regla práctica y contener el fundamento de la posibilidad de ésta, y por consiguiente la
materia de la voluntad tomada como fundamento determinante de la misma, siempre es
empírico, y por lo tanto puede servir al principio epicúreo de la doctrina de la felicidad
pero jamás al principio racional puro de la doctrina moral y del deber (de la misma manera
como los talentos y su perfeccionamiento pueden ser causas motoras de la voluntad sólo
porque contribuyen a las ventajas en la vida, o la voluntad de Dios, cuando el acuerdo con
64
ella es tomado como objeto de la voluntad, sin que preceda ningún principio práctico
independiente de la idea de esa voluntad, puede ser causa determinante de la voluntad sólo
por la felicidad que esperamos ahí), se sigue entonces, en primer lugar, que todos los
principios expuestos aquí son materiales; en segundo lugar, que ellos comprenden todos
los principios materiales posibles;…5
2. La única alternativa es que la ley moral no sea otra cosa que la mera forma de una
legislación universal: las máximas pueden servir como leyes prácticas sólo en la medida en que
son universalizables.
3. Sólo una voluntad con libertad de espontaneidad, que sea enteramente independiente de
la ley de causalidad de los fenómenos, es capaz de ser determinada por la mera forma legislativa
o la universalidad de la propia máxima. Entonces, si somos capaces de actuar de acuerdo con la
ley práctica puramente formal, somos también libres en sentido estricto.6
4. Todos somos conscientes de esta ley moral y todos reconocemos que estamos
incondicionalmente ligados a ella, como se prueba al referir nuestras acciones a la misma a pesar
de las dificultades, a pesar incluso de la amenaza a la vida. Puesto que es un hecho que
reconocemos que estamos obligados por la ley moral, podemos inferir de acuerdo con (3) que
somos libres para sostener esta obligación: juzgamos que podemos hacerlo porque somos
conscientes que debemos hacerlo, y así conocemos la libertad en nosotros mismos. Esta
conciencia de nuestra obligación bajo la ley moral puramente formal de la razón, de la cual se
puede inferir la libertad de nuestra voluntad, es lo que Kant llama “el hecho de razón”.
Guyer niega (1) porque piensa que el valor de la libertad, definido de manera previa e
independiente de la ley moral, tiene un rol decisivo en la ética kantiana y, sin embargo, es un
valor que no cae dentro de los linderos de nuestros intereses empíricos. Acepta que (2) puede
ofrecer un criterio para la acción pero sostiene que no nos provee de razones para la misma, es
decir, podemos establecer cuáles son nuestros deberes pero no el por qué tenemos que
realizarlos. Señala que (3) es circular, debemos suponer la libertad para probar que la razón es
práctica y la ley moral para probar que somos libres, por lo que no tenemos una explicación de
cómo llegamos a ser morales. Por lo tanto, (4) bien puede ser una constatación del efecto de la
moral sobre nuestra conciencia o nuestra sensibilidad pero nunca una razón para aceptar ese
estado. Visto así habría que concluir que la ética kantiana en esta versión carece de fundamento.
5
Ibid., pp. 70-71.
6
Ibid., p. 5.
65
Atendamos la objeción que versa sobre la inexistencia de razones para ser morales en esta
concepción más deontológica de la ética kantiana. Veamos primero lo que puede haber de
persuasivo en esta concepción. La misma puede ser defendida argumentando que en la medida
en que reconocemos la obligación, la pregunta ¿por qué hemos de hacer lo que la moral
demanda? resulta superflua. Y hay, sin duda , un sentido en que lo es: quien reconoce que algo es
su deber, no parece entender muy bien de que se trata cuando pregunta ¿por qué tendría yo que
hacer lo que es mi deber? Lo cual en el caso kantiano es idéntico a preguntar ¿por qué tendría yo
razones para hacer lo que tengo razones para hacer? Reconocer que algo es nuestro deber es estar
dispuestos a hacer lo que corresponda, lo que se haya de hacer en la situación dada. La pregunta
no cabe porque se trata de seres antecedentemente morales que se detienen a evaluar si alguna
acción favorecedora de sus intereses es permisible, pero que están dispuestos a renunciar a la
misma si descubren que es contraria al deber. Esta capacidad de actuar por deber, que el
mismísimo Hume reconocería, requiere, para Kant, que seamos independientes del deseo. Y, por
lo mismo, que podamos ser motivados a la acción por la conciencia misma de la ley moral.
Sin embargo, hay otro sentido en que la interrogante si cabe. Se trata de aquellos casos en
que la pregunta no es acerca del carácter de una acción determinada sino acerca del principio
mismo. Tomemos el ejemplo de la falsa promesa dado en la Fundamentación. La máxima de
hacer falsas promesas para resolver nuestros entuertos personales no puede ser universalizada
porque conduce a una contradicción en la concepción. Siendo el tipo de seres que somos,
poseedores de razón y conocimiento social, seguramente no estaremos bien dispuestos a la
práctica de prestar cuando la regla es burlar al prestamista, por mucho que, a su vez, quisiéramos
disfrutar de préstamos que no tuviéramos que cancelar. Es decir, que el criterio es capaz de
seleccionar las acciones que estamos obligados a realizar, en este caso debemos abstenernos de
las falsas promesas. Pero ¿por qué debería el agente renunciar a sus intereses en función de las
razones morales? ¿Por qué debe colocarse en la perspectiva moral o atender a sus criterios? ¿Por
qué universalizador y no más bien transgresor? Esta es la pregunta que, de acuerdo con Guyer,
no puede responder la vena deontologista de la ética kantiana.
66
Esta discusión se ha expresado clásicamente como la oposición entre el deontologismo
kantiano y el consecuencialismo humeano. Kant sostiene que una acción es moral sólo cuando es
7
hecha de acuerdo con el deber y por sentido del deber, que sólo esta última tiene valor moral,
valor interno o dignidad,8 y que tanto la ley moral como la voluntad conforme a la misma son
objetos de respeto.9 Hume sostuvo, en cambio, que la moralidad de la acción debe provenir de
algún motivo distinto del sentido del deber: “ninguna acción puede ser virtuosa, o moralmente
buena, a menos que exista en la naturaleza humana algún motivo que la produzca, que sea
distinto al sentimiento de la moralidad de la acción”.10 Hume no niega que los seres humanos
actuemos por sentido del deber; con tonalidades cuasi-kantianas pone el ejemplo de un hombre
de miserable disposición que, sin embargo, avergonzado de su condición se esfuerza por realizar
actos generosos. En este sentido no se diferencia de Kant: debemos hacer nuestro deber. Pero
Hume sostiene que la bondad moral de la acción proviene de una fuente distinta al sentido del
deber, tiene que haber otra cosa que le confiera a la acción su mérito moral so pena de
circularidad. El filósofo escocés habla de un motivo distinto del sentido del deber, y parece con
ello estar diciendo que la acción es buena sólo como signo del carácter de la persona. Pero el
ejemplo conduce a pensar otra cosa. En este caso lo que hace moral la acción del sujeto de poca
disposición a la generosidad es lo mismo que la hace moral para el que tiene la buena
disposición: se trata de los efectos de la acción, de la utilidad que tiene para quien es objeto de la
misma. Buena es la persona que regularmente hace o realiza el tipo de acciones exigidas por las
consecuencias buenas. Tenemos, entonces, que para Hume lo que hace obligatoria la acción de
cumplir la promesa es el beneficio que trae consigo esta práctica tanto para mis intereses como
para los intereses del colectivo.
Así que, en el caso de Hume, nuestras razones para cumplir con las exigencias de la
justicia vienen dadas por una concepción de lo bueno definido de manera previa e independiente
de la justicia misma. Debemos ser morales o justos porque esa es la manera de obtener nuestro
bien como quiera que lo definamos. Kant no acepta esta respuesta porque considera que todos los
valores definidos de un modo independiente de la ley son empíricos y no pueden fundar
7
Cf. Kant, I., Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Traducción de Manuel Garrido, Madrid, Editorial
Tecnos, 2005, p. 75.
8
Cf. Kant, Fundamentación de la… cit., p. 125.
9
Cf. Ibid., p. 79.
10
Hume, D., Tratado de la naturaleza humana, Madrid, editorial Tecnos, 2008, p. 645.
67
preceptos universales y necesarios. Pero si los valores empíricos no pueden ser el fundamento de
los preceptos morales ¿cuál puede ser la fuente de nuestras razones para actuar de acuerdo con
ellos?
La respuesta del Kant más deontologista se reduce a afirmar, al parecer, que la ley moral
misma, el principio que determina qué acciones requiere la moral, debe también suministrar el
motivo para cumplir con sus exigencias:
Lo esencial de todo valor moral de las acciones depende de que la ley moral determine
inmediatamente a la voluntad…el incentivo de la voluntad humana (y de todo ser racional
creado) nunca puede ser otro que la ley moral, y por lo tanto, el fundamento determinante
objetivo tiene que ser al mismo tiempo y por sí solo el fundamento determinante
subjetivamente suficiente de la acción, si es que ésta no ha de cumplir solamente la letra de
la ley sin encerrar su espíritu. 11
En este sentido Kant es internalista, pero su internalismo es un misterio. Sin embargo, Kant
piensa que aunque no podamos mostrar a priori el fundamento por el cual la ley moral es en sí
misma un incentivo si podemos mostrar “qué es lo que ella, en cuanto incentivo, efectúa (o mejor
dicho, debe efectuar) en el alma”.13
La ley moral produce un doble efecto sobre nuestra sensibilidad. En primer lugar, en tanto
que la ley, por lo general, contiene nuestras inclinaciones, produce un efecto negativo o
doloroso; pero en la medida en que supone una superación de nuestra vanidad, la determinación
produce también un efecto positivo sobre nuestra sensibilidad, a este sentimiento lo llama Kant
respeto o reverencia. El establecimiento del efecto a priori, que produce la determinación de la
voluntad por la ley moral sobre nuestra sensibilidad, es de suma importancia pero sigue dejando
sin explicación cómo la ley moral motiva a la voluntad por sí misma. Kant insiste en que somos
capaces de actuar no sólo de acuerdo con la ley sino enteramente por respeto a la misma, pero
sigue sin explicar, piensa Guyer, en qué sentido tenemos una razón para hacer tal cosa. La teoría
del respeto sólo añade el condicional: si somos motivados a actuar de acuerdo con la ley, esa
11
Kant, Crítica de la razón práctica… cit., p. 70.
12
Ibídem.
13
Ibídem.
68
motivación generará un sentimiento capaz de competir con los sentimientos de amor propio y de
vanidad, pero no nos ofrece una explicación de cómo la ley moral puede motivarnos
suministrando, en primer lugar, una razón que explique nuestra adherencia a la ley.
14
Barbara Herman en su artículo “Leaving deontology behind” señala que la deontología canónica es una teoría que
subordina todas las consideraciones de valor a principios del deber en el sentido de que: (a) lo correcto puede ser
definido y su contenido especificado sin introducir concepción alguna del valor; (b) no se requiere de ninguna
explicación basada en valores acerca de por qué cumplir con las exigencias de la moralidad; y (c) el juicio moral, la
deliberación y la resolución de conflictos morales no se guían por consideraciones de valor, sino por la aplicación
de reglas que imponen cierta clase de restricciones y que no necesitan de ulteriores explicaciones. Herman, B., The
practice of moral judgement, Cambridge, Harvard University Press, 1993, pp. 209-212.
69
II
…suponiendo que haya algo cuya existencia en sí misma posea un valor absoluto, algo que,
como un fin en sí mismo, pueda ser fundamento de determinadas leyes, entonces en ello y
sólo en ello estaría el fundamento de un posible imperativo categórico, es decir, de la ley
práctica.16
15
Kant, Fundamentación de la… cit., p. 113.
16
Ibid.,p. 116
70
La tesis de Guyer es que en este contexto la noción del ser racional como un fin en sí es
introducida para proveernos de un valor absoluto, por cuya causa todo ser racional valdría como
una razón para adoptar la ley moral. Según esto, un agente no tendría razón alguna para adherir a
un principio a menos que éste avance un fin, y ninguna razón para adherir a una ley
incondicional a menos que ésta promueva un fin con valor absoluto; pero los objetos ordinarios
de las acciones tienen sólo valor condicional y no pueden ser la fuente de nuestra adhesión a una
ley incondicional; así que debemos reconocer algún tipo de fin o fines objetivos, algo que deba
ser el fin de toda acción, cosas cuya existencia sea un fin en sí mismo porque sin ellos nada de
valor absoluto podría ser encontrado:
Y este fin necesario y, por lo tanto, fundamento del imperativo categórico no puede ser
otra cosa que “la naturaleza racional existe como un fin en sí mismo”.18
17
Ibid., p. 117.
18
Ibid., p. 117.
19
Ibid., p. 69.
71
Fundamentación y ello significa que el objeto privilegiado de la investigación kantiana no es
otro que el bien incondicionado. Así que tanto en la sección I como en la II de la
Fundamentación, Kant entiende que la ley incondicional sólo puede ser derivada de algo con
valor absoluto, y el único cambio es que se sustituye la concepción intuitiva de la buena voluntad
con la noción más abstracta del ser racional como un fin en sí. Reemplazando la filosofía moral
popular por la metafísica moral se completa la transición del conocimiento moral popular de la
razón al conocimiento racional filosófico moral.
Esta primera sección, entonces, deriva claramente la ley moral de una concepción
antecedente del valor intrínseco de la buena voluntad, contrario al argumento que sostiene
que cualquier concepción del valor debe ser derivado de un reconocimiento antecedente de
la ley.20
Creo que se puede aceptar sin ningún rubor el señalamiento de que los primeros dos
parágrafos de la Fundamentación son comparables, en su propósito y alcances, con los primeros
parágrafos de la Ética a Nicómaco. En ambas obras se considera al bien como el objeto de la
ética y se busca alcanzar el fin de la serie de los bienes condicionales deteniendo el regreso en
relación con la existencia de algo que sea incondicionalmente bueno. Sin duda que, para Kant, el
bien incondicionado es el objeto primario de la ética, que a pesar de su método paradojal no
piensa que la ética pueda pasársela sin una noción de valor (también en la segunda crítica busca
un objeto para la ley y este no es otro que el bien), pero ¿significa esto que está pensando aquí en
una derivación teleológica de la ley moral? Esto suena poco prometedor. Si la característica
definitoria de una buena voluntad es que actúa por respeto a la ley moral, entonces ¿cómo
podemos definirla sin una referencia a la ley? Y, si es el caso que no podemos, ¿cómo puede su
valor ser antecedente a la ley moral? La buena voluntad es un bien incondicionado, piensa Kant,
porque en todos sus actos reconoce la autoridad de la ley moral y la prioridad en sus
20
Guyer, Kant on freedom… cit., p. 139.
72
deliberaciones de las exigencias del deber. Esta prioridad significa que la buena voluntad es
condición de la bondad de todas las otras cosas: nada es totalmente bueno a menos que sea usado
en conformidad con los principios emanados de las razones morales. Así que el valor absoluto de
la buena voluntad reside en la determinación de la voluntad del agente por razones morales, en
su reconocimiento de la ley moral como la ley de su voluntad. De esta manera, este primer
movimiento a favor de una derivación teleológica de la ley moral se muestra sordo a la
pretensión analítica de Kant en los primeros dos capítulos de la Fundamentación. Aunque la
búsqueda de un bien incondicionado oriente la reflexión kantiana, eso no significa que su
investigación comience postulando un valor independiente y luego, a partir de allí, se proponga
definir un imperativo moral. Kant comienza justo donde tiene que comenzar: dando por sentada
nuestra práctica moral ordinaria, preguntándose por su forma más general y, regresando sobre las
condiciones de dicha práctica, esclareciendo sus supuestos más básicos y fundamentales. Kant
está tratando de formular con claridad el principio sobre el cual actuamos, de convertir en “know
that” ese “know how” con el cual está ya equipado la conciencia ordinaria. Así que no creo que
esté bien fundamentada la pretensión de Guyer de que aquí hay una derivación teleológica de la
ley moral.
21
Ibid., p. 147.
73
En la derivación de la segunda fórmula del imperativo categórico podemos rastrear al
menos cuatro argumentos: (1) Un argumento que se apoya en la esencia del imperativo
categórico; (2) un segundo que se apoya en la naturaleza de la agencia racional; (3) otro que se
sigue del carácter de la buena voluntad; y (4) un cuarto que establece que la fórmula de la
humanidad está ya contenida en la fórmula de la ley universal. 22 1,3 y 4 son claramente
analíticos, pero 3 parece ser sintético, es decir, que los primeros suponen la existencia del
imperativo o alcanzan la segunda formulación como una explicitación de lo ya contenido en la
primera, mientras que 3 parece partir de la existencia de un valor definido de manera previa e
independiente de la ley. La reconstrucción del argumento kantiano, por Guyer, se podría
formular de la siguiente manera: (1) Puesto que todos los agentes racionales están
necesariamente comprometidos a valorar su humanidad, la misma es un fin en sí; (2) por lo tanto,
somos requeridos a tratar la humanidad como un fin en sí, y nunca meramente como un medio.
De aquí se sigue (3) que debemos abstenernos de acciones que dañen la agencia racional y
debemos potenciarla en uno mismo y en los demás.
22
Cf. Paton, H. J., The categorical imperative: A study in Kant's moral philosophy, London, Hutchinson of London,
1967, pp. 165-179.
23
Kant, Fundamentación de la… cit., p. 117.
74
conforme a la representación de ciertas leyes”; 24 pero, al mismo tiempo, está dirigida a fines que
se pone por sí misma. Por el fin de una acción se entiende el efecto que la voluntad busca
producir con la acción, pero también se puede señalar que la idea de producir este efecto
determina a la voluntad, es decir, que el fin determina a la voluntad. Se trata, entonces, de un
objeto del libre albedrío, cuya idea lo determina a una acción por medio de la cual el objeto es
producido.25 Un fin sirve de justificación para el uso de ciertos medios, la bondad de los medios
se sigue de la bondad del fin; pero si el fin es sólo condicionalmente bueno, es decir, si se trata
de fines relativos a las circunstancias particulares del agente, el fin debe ser justificado a su vez.
Esta pretensión de justificación parece ponernos en uno de los cuernos del trilema de
Münchausen, el de un regreso indefinido o mal infinito, porque cada vez que ofrecemos una
razón en respuesta al por qué podemos de nuevo reiterar la pregunta. Para que la justificación de
un fin sea completa tiene que haber algo que detenga el regreso, algo acerca de lo cual la
pregunta por qué carezca ya de sentido. Ese algo será un bien incondicionado y condición de
valor de los otros bienes. La tarea de la razón práctica es, precisamente el establecimiento de ese
bien incondicionado y es a partir de este valor en sí que podemos establecer cómo y cuándo están
justificados los bienes condicionales. Esto se puede ilustrar de nuevo con el comienzo de la
Fundamentación y su categórica afirmación de que el único bien incondicional, en el mundo y
fuera del mundo, es una buena voluntad. La estructura de la justificación toma la forma
siguiente: la bondad de los medios responde a la bondad de los fines, los fines que no son
moralmente obligatorios se ordenan en función de la consecución de la felicidad, pero la bondad
de la felicidad está sujeta a la posesión de una buena voluntad (la cual “parece constituir la
indispensable condición aún de la dignidad de ser felices”.26 Dado que la buena voluntad es la
única cosa incondicionalmente valiosa, todo lo demás se justifica en relación con ella: las
virtudes del talento o del temperamento deben ser dirigidos por ella, la felicidad es merecida en
el caso de la buena voluntad pero no en el del malhechor. Todo fin o todo valor son relativos o
condicionados hasta su justificación en relación con la misma.
Hemos señalado antes que, lejos de constituir una derivación teleológica de la ley moral, la
idea de la buena voluntad es definida por su acuerdo con el imperativo categórico. Pero el
24
Ibid., p. 114.
25
Kant, I., Metafísica de las costumbres, traducción de Adela Cortina Orts, Madrid, Editorial Tecnos, 1989, p. 381.
26
Kant, Fundamentación de la… cit., p. 69.
75
argumento de la sección II de la Fundamentación, reseñado antes, parece poner en el valor previo
de la agencia racional el fundamento del imperativo mismo. Sin embargo, en el contexto en el
que Kant desarrolla sus argumentos a favor de la humanidad como un fin en sí, la noción de ley
moral es condición de posibilidad de la definición del valor incondicional: “Si, pues, ha de haber
un principio práctico supremo y un imperativo categórico con respecto a la voluntad humana,
habrá de ser tal, que por la representación de lo que es fin para todos necesariamente, porque es
fin en sí mismo…”.27 Porque si hay un imperativo categórico, entonces, hay también acciones
dictadas por la razón pura, y como toda acción apunta a un fin, una acción necesaria ha de tener a
su vez un fin también necesario, es decir, un fin plenamente justificado. De modo que el
argumento a favor de que sólo nuestra naturaleza racional podría jugar este rol, no tiene la
pretensión de ser una fundamentación externa, se alcanza en el intento de aclarar el significado
de la ley. Pero, ¿cómo explicar entonces la insistencia kantiana en hablar de un fundamento de la
ley?: la naturaleza racional como un fin en sí “es, pues, al mismo tiempo, un principio objetivo
del cual, como fundamento práctico supremo que es, han de poder derivarse todas las leyes de la
voluntad”.28
Tal vez la ambigüedad del planteamiento kantiano se deba a que nuestro autor no
distingue, con suficiente claridad, entre su uso de la noción de agente racional libre como un
valor regulativo fundamental, que posibilita una mayor transparencia en la determinación de las
razones morales; y su uso de la agencia racional como un valor del más alto orden para el
individuo, sobre cuya base pretende explicar nuestro interés en el respeto por la misma. En
relación con el primer sentido, no podemos hablar de un valor antecedente del cual se derive la
ley moral. El valor en cuestión no es otro que el fundamental igual valor de cada persona en
virtud de poseer las capacidades para la agencia racional; seguramente este igual valor no podría
ser especificado sin introducir consideraciones acerca de lo correcto y, aún más, las razones que
se desprenden de la dignidad de la persona articulan o especifican lo que Kant entiende por la
prioridad de lo correcto; de hecho este valor se expresa como una ley y constituye la segunda
formulación del imperativo categórico. Así que, considerado de este modo, el valor de la agencia
racional no es definido de manera previa e independiente de la ley y, por lo mismo, no puede ser
la fuente de la cual se la deriva. Tampoco se puede sostener, por las mismas razones, que la
27
Ibid., p. 117.
28
Ibid., p. 117.
76
conformidad a la ley sólo tiene valor instrumental. Afirmar que la humanidad es un fin en sí es lo
mismo que reconocer que debemos tratarla como tal, lo que implica aceptar el compromiso de
respetar la humanidad absteniéndonos de acciones que dañen la agencia racional y potenciándola
en uno mismo y en los demás. Es sólo porque tomamos en cuenta las restricciones impuestas por
el respeto a nuestra humanidad como razones últimas para la acción, que podemos, en la
práctica, reconocer el valor de la persona. Esto es fundamental porque, del mismo modo que
Aristóteles reconoce en el ejercicio de la plena actividad racional la expresión más elevada de la
eudaimonía, asimismo Kant sostiene que reconocer el valor de la agencia racional y aceptar
cierta clase de consideraciones como razones superiores, esto es, como leyes, son solamente
diferentes aspectos del mismo fenómeno. Las acciones realizadas por respeto a la ley, aun
cuando su fin pueda ser la preservación de la agencia racional, no por ello son medios para la
realización de la libertad; se trata más bien de expresiones directas del respeto de la humanidad
como un fin. Esto no niega que el respeto por la persona es en algún sentido el fin de la conducta
moral, que las acciones correctas preservan y refuerzan la condición de agente racional de la
misma, o que la actitud hacia los agentes racionales expresada en una acción configure las
características que explican que es aquello en la acción que la hace buena o mala.
77
aproxima a esta última posición a través de la discusión kantiana de la autonomía en la
Fundamentación, 29 y en la segunda crítica.30
En estos lugares, y en otros menos ortodoxos, Guyer recoge una serie de sugerencias
kantianas dirigidas a responder la pregunta: ¿por qué esta capacidad de la agencia racional del
ser humano es de hecho un fin en sí con valor absoluto? ¿Por qué debería un agente capaz de
poner fines hacer de la agencia racional en sí misma un valor absoluto que debe ser respetado
bajo todas las circunstancias? Según el autor, la respuesta kantiana al problema planteado por la
necesidad de encontrar un valor incondicional, que detenga el proceso de búsqueda ad infinitum
de la condición de todo lo condicionado, consiste en confrontar el problema asignándole
explícito valor moral desde el principio a una propiedad de la agencia racional:
La libertad es, de una parte, la capacidad que proporciona una inagotable aptitud para todas
las demás capacidades. Es el mayor exponente de la propia vida. Es aquella propiedad que
subyace, como fundamento y condición necesaria, a todas las perfecciones. Los animales
tienen la capacidad de utilizar sus fuerzas a su arbitrio. Pero ese arbitrio no es libre, sino que
se ve determinado necesariamente por excitaciones y stimulos. Sus acciones están regidas
por una bruta necessitas. Si todas las criaturas poseyeran un arbitrio sujeto a impulsos
sensibles no existiría en el mundo valor alguno. Sin embargo, el valor interno del mundo, el
summun bonum, es la libertad del arbitrio que no se ve inexorablemente determinado a
actuar. La libertad es, pues, el valor interno del mundo.31
Kant ve, entonces, nuestra capacidad para poner y perseguir fines de nuestra propia
elección como una manifestación fundamental de nuestra libertad y ve la libertad en sí misma
como poseyendo valor absoluto. El imperativo categórico se vuelve una ley incondicional porque
el respeto del mismo es necesario para preservar y potenciar el ejercicio de la misma libertad. Si
se interpreta este texto en la dirección que criticamos antes, como significando una derivación
teleológica de la ley moral y el papel instrumental de la misma, el argumento no habría avanzado
nada respecto de nuestra crítica a las referencias a la segunda formulación del imperativo
categórico pero, como veremos, es posible darle otra lectura al papel del valor de la libertad
cuando la pregunta se formula en términos de la autoridad o capacidad para motivar de la ley
moral y no en términos de su estructura y contenido. Parece claro, a estas alturas, que Guyer está
29
Kant, Fundamentación de la… cit., pp. 129.
30
Kant, Crítica de la razón práctica… cit., p. 86.
31
Kant, I., Lecciones de ética, Barcelona, Editorial Crítica, 2003, pp. 161.
78
sujeto a la misma ambigüedad kantiana y por eso su argumento no parece distinguir con claridad
entre los dos sentidos de agencia libre que señalábamos antes.
Que la existencia de algo debe ser un fin en sí, y que no todas las cosas pueden ser meros
medios, es tan necesario en un sistema de los fines como un en sí lo es en la existencia de las
causas eficientes. Una cosa que es un fin en sí es un bien en sí. Lo que puede ser
considerado meramente como un medio tiene su valor como medio sólo cuando es usado
como tal. Por lo tanto debe haber un ser que es un fin en sí mismo. Una cosa en la naturaleza
es un medio para otra; y así para siempre, y es necesario al final pensar de una cosa que es
un fin en sí misma, porque de otra manera la serie no tiene conclusión.32
Así, algo debe poner fin al regreso infinito en la serie medio—fin; si algo ha de hacer a los
miembros de la serie condicionalmente valiosos, para poner fin al por qué valorativo ese algo ha
de ser incondicionalmente valioso, ha de ser un bien o un fin en sí mismo. Esto significa que algo
que sea neutral desde el punto de vista valorativo no puede ser la fuente del valor. Para Kant, el
hombre es este fin necesario y disfruta de tal status debido a su libertad:
El hombre es un fin en sí mismo, sólo él puede tener valor interno, i. e., dignidad, sobre la
cual ninguna equivalencia es posible. El valor interno del hombre descansa sobre su libertad,
que él tiene su propia voluntad. Dado que él ha de ser fin último su voluntad no depende de
otra cosa. Los animales tienen voluntad, pero no voluntad propia, sino la voluntad de la
naturaleza. La libertad humana es la condición bajo la cual el ser humano puede ser un fin
en sí.33
32
Kant, I., Naturrecht Feyerabend, 27: 1321. Citado de Guyer, Kant on freedom… cit., p. 152.
33
Ibid., p. 153.
79
En tanto incausada (“no depende de otra cosa”), la voluntad libre del ser humano puede
poner fin al regreso infinito de los valores relativos, precisamente porque no depende de nada
más. Sin embargo, resulta claro para Kant que, como un mero hecho teórico, esto no es suficiente
para explicar el valor incondicional y que la libertad sólo puede jugar este rol si se le reconoce
como un bien en sí (bonum se). En la Fundamentación la estructura del argumento se hace más
clara cuando la idea intuitiva inicial de la buena voluntad es refinada en la noción de dignidad o
autonomía, es decir, por la propiedad de ser gobernado por una ley que uno ha escogido
libremente por sí mismo: “La razón refiere toda máxima de la voluntad como universalmente
legislativa a toda otra voluntad y a toda acción hacia sí misma”, no a causa de “los sentimientos,
impulsos e inclinaciones”, o “sobre un cálculo de otros motivos prácticos o ventajas ulteriores,
sino más bien sobre la idea de la dignidad (Würde) de un ser racional que no obedece otra ley
que aquella que él se da al mismo tiempo.”34 La dignidad no tiene valor de intercambio o precio,
es única por “ser libre en atención a todas las leyes de la naturaleza, obedeciendo sólo aquellas
leyes que se da a sí mismo de acuerdo con un procedimiento que aprueba las máximas
compatibles con una legislación universal (a la cual se sujeta su voluntad al mismo tiempo)”.35
¿Qué es lo que a una conciencia reflexiva como la nuestra le llevaría, a partir de estas
consideraciones, a asentir al imperativo categórico, a aceptar su autoridad motivacional? La
respuesta parece ser que cuando actuamos moralmente trascendemos los mecanismos de la
naturaleza y alcanzamos así el “telos” de nuestra condición de agentes racionales libres. El valor
intrínseco o dignidad de la autodeterminación autónoma y la independencia respecto de los
mecanismos naturales que se actualizan en nuestras acciones morales explicarían la racionalidad
de aceptar la autoridad del imperativo categórico. Lo interesante de esta ruta de aproximación es
que se apoya en la idea de que el reconocimiento del valor prioritario del imperativo moral es un
bien no moral para el individuo; un bien no moral en el sentido de que el valor de la
autodeterminación y la independencia puede ser especificado, en principio, sin tener que apelar a
la ley moral. John Rawls, a pesar de su declarada posición deontologista, se planteó esta misma
cuestión en la tercera parte de su A theory of justice. Al igual que Kant, Rawls no pretende
fundar la justicia directamente en el autointerés de las partes sino sacar las consecuencias, que a
34
Kant, Fundamentación de la… cit., p. 124.
35
Ibid., pp. 126.
80
efectos de la justicia, se siguen de nuestra auto-comprensión como personas razonables y
racionales que quieren vivir en una sociedad bien ordenada; pero también, al igual que Kant se
preguntaba por la conexión entre voluntad y ley; Rawls se pregunta por qué debería un agente
racional, equipado con una concepción racional mínima del bien, es decir, no permeada o no
definida moralmente, vivir de acuerdo con las exigencias de la justicia. La respuesta de ambos es
que cuando actuamos moralmente no lo hacemos a causa de alguna utilidad o interés empírico,
pero tenemos un interés no empírico en la moralidad porque es la condición cuyo ejercicio
permite al ser humano elevarse por encima del mecanismo de la naturaleza y alcanzar así el
telos, la más alta vocación, que le ha fijado esa misma naturaleza: tener una personalidad plena,
una buena voluntad. El punto fuerte de Guyer es su comprensión de que una descripción
completa de la ética kantiana requiere la conexión de la ley moral con algún tipo de valores
esenciales a la condición de la agencia pero que, sin embargo, no están definidos en relación con
la moralidad. Este es el caso del valor que le damos a la realización de nuestra naturaleza como
capaz de autodeterminación e independencia motivacional. Si es el caso que nuestra identidad, el
modo como integramos en nuestras vidas las cosas que valoramos y la perspectiva desde la cual
nos valoramos a nosotros mismos, nos obliga a concebirnos siempre como agentes libres y
autónomos, y esta concepción entiende que vivir de acuerdo con la exigencia moral potencia las
condiciones del ejercicio de tal agencia, entonces, como la realización de nuestra identidad es un
bien, ser morales es una parte esencial de nuestro bien aunque no todo nuestro bien.
Este último argumento no apela a la noción de agencia racional libre o humanidad como un
valor interno a la teoría moral, utiliza, más bien, un concepto de agencia libre en sentido estrecho
o no moral, es decir, como un concepto que nos permite entender el valor de actuar de acuerdo
con la ley moral sin tener que presuponer su aceptación previa. No es, por lo tanto, un modo de
derivar el contenido de la ley a partir de un valor no moral, tal idea no creo que se encuentre en
Kant; pero si es un modo de poder reconocer su autoridad para nosotros que valoramos nuestra
independencia y autodeterminación individuales en grado sumo. Y esto último sí parece ser parte
del proyecto kantiano. Después de todo si puedo preguntarme ¿para qué la naturaleza nos ha
dado la razón? Puedo también preguntarme ¿para qué la razón nos ha dado la moral? Es decir,
partiendo de que algo es propuesto como una ley para nuestra voluntad, que en tanto racional
sólo quiere ser una ley para sí misma, reconocemos el carácter obligatorio del imperativo
81
categórico en la medida en que éste es la condición cuya satisfacción permite la realización de
nuestra naturaleza independiente y autodeterminada.
Hay que señalar, sin embargo, que mantener separadas las nociones de ley y valor, esto es,
distinguir entre el imperativo categórico y la libertad como un valor no permeado moralmente,
no parece una tarea fácil. Kant entiende que una voluntad libre es una causalidad racional que es
efectiva independientemente de causas extrañas. Entre estas causas se incluyen, tanto nuestros
deseos e inclinaciones, como cualquier legislación impuesta por cualquier otra voluntad humana
o divina. La voluntad, para ser libre, tiene que determinarse a sí misma por completo. En tanto
racional, la voluntad tiene que actuar por alguna razón, y como las razones se derivan de
principios, la voluntad debe ser gobernada por algún principio pero, como la voluntad es libre, la
regla que la gobierna no puede venir de una fuente externa a la misma voluntad. La conclusión es
que la voluntad debe ser autónoma, debe ser una ley para sí misma. Pero, entonces, ¿cuál es la
ley de una voluntad así concebida? El imperativo categórico es el único principio positivo que se
aviene o expresa la libertad de esa voluntad. La voluntad debe tener una ley pero, en tanto libre,
la exigencia es que la voluntad tiene que ser una ley para sí misma. Pero esto es, precisamente, lo
que establece el imperativo categórico: debemos convertir las máximas en leyes; nuestras
elecciones deben tener la forma de una ley. De allí que el imperativo categórico es la ley de la
agencia libre. De este modo la ley moral es constitutiva de la voluntad libre, ella es el principio
que debemos seguir para que nuestras acciones cuenten como propias de una voluntad autónoma.
Esta es la razón principal por la que no se puede decir que actuar por deber es valioso sólo como
un medio para realizar el valor de la libre autodeterminación. La acción completamente libre es
la acción guiada por la ley moral universal.
Este resultado, que la ley moral está necesariamente conectada con la agencia racional, que
la constituye o la define, parece implicar que no podemos separar las nociones de ley y valor
para considerar, como propone Guyer, que el imperativo se deriva teleológicamente del valor, o
para sostener que la ley no requiere de ninguna pregunta por el bien de la moralidad, como
supone el deontologista canónico (que no el rawlsiano). No parece haber dentro del
planteamiento kantiano una noción más fundamental que la otra. Negamos, pues, que Guyer
tenga razón cuando sostiene que existe en Kant una derivación teleológica de la ley moral, pero
82
nos parece convincente, dada la íntima vinculación entre ley y valor que hemos recordado, su
aserto de que el pensamiento kantiano trasciende la distinción entre teleología y deontología.
Ahora bien, ¿qué consecuencias tienen estos resultados en relación con la invitación a
separarnos de la autocomprensión kantiana del método? ¿Se equivoca Kant en la
autocomprensión de su método? Recordemos que Kant nos pide no apresurarnos a juzgar sobre
la relación entre reglas y fines, antes de haber comprendido el concepto moral en su totalidad.
Esta comprensión supone, en primer lugar, el establecimiento del principio moral, luego el
concepto de un objeto para tal ley y, por último, la constitución de una sensibilidad moral, la
reverencia o el respeto por la condición humana como un apetecer producido por la razón. No se
trata por supuesto de una relación temporal, se trata, para Kant, del develamiento de la estructura
y el contenido de la moral. Las exigencias de la razón de un ser no fijado conductualmente de
modo instintivo, que tiene que responder al predicamento de crear un orden de convivencia con
los otros posibles agentes e integrar de algún modo la diversidad de sus disposiciones, no puede
aceptar, como respuesta al problema de la creación de un orden humano, una que no contenga los
caracteres de necesidad y universalidad de una ley. Este límite define un contenido: lo que pueda
ser aceptado voluntariamente por quién se concibe de este modo, por aquél que se pone a sí
mismo como un fin en todas sus acciones y, por lo mismo, es un fin en sí. Esta ley del respeto
por la humanidad propia y ajena ha de encontrar asidero en nuestra sensibilidad: que en vez de
ser concebida como motivo previo se convierte en una consecuencia indirecta del impacto
práctico del motivo puro de la ley. Este orden no supone la ausencia de contenido valorativo de
la teoría, la humanidad existe como un fin en sí, pero este valor no puede ser definido sino en
referencia a la ley. En esta dirección el tema de la distinción entre teleología y deontología tiene,
al menos, tres momentos: (1) en cuanto a su contenido: la teoría kantiana es deontológica. Una
acción es moralmente buena o correcta (obligatoria o permitida) si es hecha de acuerdo con el
deber y por deber. No busca en ningún caso la maximización de un valor definido de manera
previa e independiente de la moral. (2) En cuanto a los fundamentos: la teoría supera la
distinción teleología-deontología. Ley y valor se implican mutuamente de un modo que no nos
permite hablar de prioridad del uno sobre el otro. (3) En cuanto a la explicación de la autoridad
de la ley para seres como nosotros (entendiendo “autoridad” como el motivo para ser morales),
creo que Guyer tiene razón, en señalar el carácter teleológico de tal explicación. Kant parece
estar hablando de (1) cuando señala la prioridad de lo correcto sobre lo bueno, y refiriéndose a
83
(2) y (3) cuando nos invita a no apresurar el juicio antes de tener una comprensión de la totalidad
de su teoría. Por no hacer las distinciones pertinentes, Guyer, se equivoca en la comprensión de
sus logros.
84
LA CONCEPCIÓN CONSTRUCTIVISTA DEL VALOR.
En este trabajo nos proponemos discutir la concepción del valor desarrollada por Christine
Korsgaard, principalmente en sus ya clásicos artículos, “Two distinctions in goodness” y
“Aristotle and Kant on the source of value”.1 Nuestra autora busca desarrollar, en ambos textos,
una concepción racionalista de la bondad, de corte kantiano, capaz de superar las limitaciones de
las teorías subjetivistas y objetivistas del valor. En la medida en que los subjetivistas entienden la
bondad de los fines como conferida por el deseo o por referencia al mismo, y dado el hecho de
que diferentes personas desean diferentes cosas y las mismas cosas de diferente manera, parecen
no poder acomodar en su esquema explicativo que la gente falla, a veces, en atender o
preocuparse por lo bueno y que, normalmente, tienen deseos por cosas que no son buenas.
Cuando, por el contrario, se entiende que decir de algo que es bueno es lo mismo que atribuirle
una propiedad, la bondad intrínseca, al objeto, entonces podemos darle sentido a situaciones en
las que algo puede ser bueno aun cuando, a fin de cuentas, no haya nadie que saque provecho de
ello, o de que haya deseos o placeres malos. El problema del objetivista es ahora el inverso,
explicar por qué tenemos que interesarnos por lo intrínsecamente valioso, definido teóricamente,
dado que para nada depende de nosotros y nuestros intereses. Exceso de psicología, de un lado, y
de mala metafísica, del otro, parecen ser posturas representativas de los cuernos del dilema del
Eutifrón.
Korsgaard entiende la ética Kantiana, como un intento de combinar los alcances positivos
de ambas posiciones y de escapar a sus limitaciones. Para Kant, según la autora, un objeto o un
estado de hecho es bueno si hay una razón práctica suficiente para realizarlo o producirlo. Lo que
se considera una razón dependerá, como sostiene el subjetivista, de lo que sean nuestra
naturaleza, necesidades, condiciones y deseos. Sin embargo, el examen de esta razón o razones
debe mostrar si son suficientes o no para la persecución del fin en cuestión. A diferencia del
criterio subjetivista del deseo, que nos deja sin margen de error y por lo mismo elimina la
especificidad de las evaluaciones, en la visión kantiana no toda posible razón pasará el test de la
determinación racional: razones pragmáticas cederán ante razones prudenciales y estas ante las
1
Cf. Korsgaard, C., Creating the kingdom of ends, Cambridge, Cambridge University Press, 1996, pp. 225-275.
85
morales y, aunque Kant no parece aceptarlo, puede haber dilemas entre estas últimas. De este
modo se puede explicar el punto reivindicado por el objetivista (algo puede ser bueno como fin
aunque una persona no obtenga placer de ello), pero de un modo que no corta los vínculos entre
naturaleza humana y bondad: somos imperfectamente racionales como para ser siempre
motivados por las mejores razones de que disponemos, y por ello no siempre queremos lo mejor
y, a veces, hasta queremos lo que no es bueno.
En este sentido, dado el énfasis en la razón práctica, la primera tarea de una concepción
racionalista del valor tiene que ser combatir un error común tanto a los subjetivistas como a los
objetivistas respecto de la razón. Recordemos que para la estrategia kantiana, tanto en la teoría
como en la práctica,2 dondequiera que dos posiciones, contrarias entre sí, se consideren ambas
falsas, es porque comparten un supuesto común, falso también, que al ser cuestionado deja ver
las debilidades de cada posición. En este caso, tanto el objetivista como el subjetivista del valor
comparten el supuesto empirista de que la razón sólo puede velar por los medios para la
realización de fines, cuyo origen nada tiene que ver con la razón, sino que son provistos bien sea
por los deseos o bien por las características mismas de las cosas. Al cuestionar este supuesto
común a objetivistas y subjetivistas, Kant estaría cuestionando ambas posiciones pero, también,
comprometiéndose a una concepción más amplia del espectro de las razones prácticas:
…Un fin provee la justificación de los medios; los medios son buenos si el fin es bueno. Si
el fin es sólo condicionalmente bueno, debe ser justificado a su vez. Entonces, la
justificación, como la explicación, parece dar origen a un regreso indefinido, porque para
toda razón ofrecida, podemos preguntar siempre ¿por qué? Si la justificación completa de un
fin ha de ser posible, debe haber algo que lleve a detener el regreso, debe haber algo acerca
de lo cual es imposible o innecesario preguntar por qué. Este algo será incondicionalmente
bueno. Dado que lo incondicionalmente bueno ha de servir como condición del valor de los
otros bienes, el mismo será la fuente del valor. La razón práctica tiene, entonces, la tarea de
establecer lo incondicionalmente bueno y, a la luz del mismo, establecer cómo y cuándo los
bienes condicionales están totalmente justificados.3
2
Cf. Beck, L., Essays on Kant and Hume, New Haven, Yale University Press, 1978, pp. 3-20.
3
Korsgaard, C., “Aristotle and Kant on the source of value” en Creating the kingdom of ends, Cambridge,
Cambridge University Press, 1996, p. 227.
86
…Que la existencia de algo debe ser un fin en sí, y que no todas las cosas pueden ser meros
medios, es tan necesario en un sistema de los fines como un en sí lo es en la existencia de las
causas eficientes. Una cosa que es un fin en sí es un bien en sí. Lo que puede ser
considerado meramente como un medio tiene su valor como medio sólo cuando es usado
como tal; y así para siempre, y es necesario al final pensar una cosa que es un fin en sí
misma, porque de otra manera la serie no tiene conclusión.4
El valor extrínseco de un fin objetivamente bueno—de algo que forma parte de la felicidad
de una buena persona—no viene de una cosa ulterior que el fin promueve sino de su status
como el objeto de una elección racional y totalmente justificada. El valor en este caso no
viaja del fin al medio sino de una elección plenamente racional a su objeto. El valor, como
yo lo asumo, es “conferido” por la elección.6
Korsgaard considera que la teoría kantiana, tal como ella la interpreta, explica tanto el
origen del valor como su objetividad. Para esta teoría, la bondad de la mayoría de las cosas es
relativa a los deseos e intereses de la gente, pero como las cosas también tienen que estar
relacionadas de modo apropiado con algo que tiene valor intrínseco, cuando se cumplen las
condiciones exigidas por esa relación, la bondad, aunque derivada y condicional, es objetiva. Por
supuesto que también es objetiva la bondad de la fuente original del valor. Tenemos así una
teoría que pretende evitar los excesos metafísicos de teorías del valor intrínseco como la de
Moore, una concepción que, por lo mismo, no supone que la bondad de una cosa sea
independiente del hecho de que alguien cuida de ella, pero que no reduce esa dependencia a mera
subjetividad. Sin embargo, el énfasis de Korsgaard en la idea de que el valor es conferido o
4
Guyer, P., Kant on freedom, law and happiness, Cambridge, Cambridge University Press, 2000, p. 152.
5
Korsgaard, C., “Two distinctions in goodness” in Creating the kingdom of ends, Cambridge, Cambridge University
Press, 1996, p. 259.
6
Ibid., p. 261.
87
creado por el sujeto que juzga, parece prestarle a su proyecto tonalidades subjetivistas distantes
del espíritu de la obra kantiana.
En atención a clarificar su teoría del valor o, mejor, la teoría del valor que ella encuentra
en Kant, la autora se vale de una categorización de lo bueno que ha dado origen a una gran
cantidad de discusiones que han enriquecido enormemente la perspectiva reciente sobre el tema
del valor, principalmente en el ámbito de la teoría moral kantiana. La tesis de Korsgaard tiene
dos partes: una analítica, dirigida a establecer una categorización de lo bueno que suele ser
88
ignorada por los filósofos, y otra sustantiva, que pretende desarrollar una concepción de la
objetividad valorativa a partir de las distinciones establecidas. El propósito analítico de
Korsgaard, en “Two distinction in goodness”, consiste en mostrar que hay una doble distinción
en la bondad que ha sido ignorada por la filosofía moral de corte subjetivista y objetivista:
Una es la distinción entre las cosas valoradas por su propia causa y las cosas valoradas por
causa de algo más—entre fines y medios, o entre bienes finales e instrumentales. La otra es
la distinción entre las cosas que tienen su valor en sí mismas y las cosas que derivan su valor
de alguna otra fuente: las cosas intrínsecamente buenas frente a las extrínsecamente buenas.
Los bienes intrínsecos y los instrumentales no deberían ser considerados como correlativos,
porque ellos pertenecen a dos distinciones diferentes.7
Tenemos que hacer, entonces, una distinción entre el modo como (1) “nosotros valoramos
las cosas” y el modo en que (2) “las cosas tienen su valor”. La distinción entre el valor intrínseco
y el valor extrínseco de algo tiene que ver con (2), con el modo en que las cosas tienen valor o
con la fuente del valor. Intrínseco es el valor que una cosa tiene en sí misma. El valor extrínseco
es derivado de una fuente distinta de la cosa misma. En cambio la distinción entre final e
instrumental tiene que ver con (1), con el modo como valoramos las cosas. Valorar algo como un
fin es valorarlo por su propia causa; valorarlo instrumentalmente, es decir, como un medio, es
valorarlo por causa de otra cosa. Esta caracterización corrige el error común que consiste en
alinear intrínseco con instrumental como su opuesto y propone, más bien, que el verdadero
contraste de la clase del valor instrumental es la clase de los bienes finales. Tenemos, entonces,
dos modos de categorizar los bienes. La primera opone bienes finales e instrumentales, y la
segunda bienes intrínsecos y extrínsecos.
Cuando estas distinciones se ignoran, o colapsan en una sola categoría, nos encontramos
con las tradicionales y problemáticas concepciones subjetivistas y objetivistas del valor. Si
suponemos que tener valor intrínseco no es nada distinto de ser valorado como un fin, (cuando se
reduce intrínseco a final), sostiene Korsgaard, convertimos toda bondad en extremo subjetiva:
todo fin que nos propongamos será por definición intrínsecamente valioso. Al revés, sostener que
las cosas que tienen valor intrínseco deben ser tratadas como fines, produce el efecto contrario, el
de una extrema objetividad; extrema en el sentido de que ahora la objetividad no tiene relación
alguna con nuestras evaluaciones y con nuestros intereses pues se trata de la posesión de un
7
Ibid., p. 250.
89
atributo particular que, de un modo u otro, llegamos a conocer pero cuya relación con nosotros es
misteriosa. Colapsar la distinción entre extrínseco e instrumental también tiene consecuencias.
Cuando “intrínseco” se usa en su sentido correcto, según la autora, se dice de una cosa
intrínsecamente buena que posee su valor en sí misma y que, por ello, porta su bondad en todas
las circunstancias. Por el contrario, si algo no es bueno en todas las circunstancias, si es bueno en
algunos casos y no en otros, entonces su bondad es extrínseca, se deriva o depende de las
condiciones existentes. Si se colapsa la distinción entre extrínseco e instrumental, entonces nos
vemos obligados a decir de todas las cosas que son medios o instrumentos. Y esta premisa lleva
directamente a la conclusión de que el único fin último debe ser el placer o algún tipo de
experiencia placentera y todos los demás bienes no serán más que medios para el placer. Si se
mantiene su categorización no tenemos por qué aceptar esta conclusión.
Cuando se mantienen las correlaciones señaladas adquirimos una perspectiva más clara
sobre el valor y la objetividad. Es posible que algo sea extrínsecamente bueno y, sin embargo, se
le valore al mismo tiempo como un fin, que se le valore por sí mismo pero que no porte su
bondad en todas las condiciones. Korsgaard piensa que esta posición la podemos encontrar en
Kant. La distinción que primero se señala en la Fundamentación es entre valor condicionado e
incondicionado: “Ni en el mundo, ni, en general, tampoco fuera del mundo, es posible pensar
nada que pueda considerarse como bueno sin restricción (sin condición), a no ser tan sólo una
buena voluntad.”8 La buena voluntad tiene valor incondicionado. Ella es “como una joya” que
brilla “por sí misma, como algo que tiene su pleno valor en sí misma,” y “ante ese fin, como
suprema condición, deben inclinarse casi todos los peculiares fines del hombre.”9 La buena
voluntad “no ha de ser todo el bien, ni el único bien, pero ha de ser el bien supremo y la
condición de cualquier otro, incluso del deseo de felicidad.”10 La buena voluntad se distingue de
cualquier bien instrumental porque su éxito o falta de éxito no le añade o le quita nada a su valor
y, además, en tanto este valor no descansa en nada distinto de la voluntad misma; valor
incondicionado significa, en este caso, lo mismo que valor intrínseco, algo que es bueno por la
relación interna de sus partes o que porta su valor en sí mismo.
8
Kant, I., Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Madrid, Editorial Tecnos, 2005, p. 69.
9
Ibid., p.73.
10
Ibídem.
90
En contraste con la buena voluntad, la felicidad es un bien condicionado: “…el cultivo de
la razón, necesario para aquel fin primero e incondicionado, restringe en muchos modos, por lo
menos en esta vida, la consecución del segundo fin, siempre condicionado, a saber: la
felicidad.”11 Es evidente que valoramos siempre la felicidad por su propia causa y no como un
medio para algo más, pero hay un error en confundir nuestra valoración de la felicidad por su
propia causa con la idea de que la felicidad tiene valor intrínseco. Valorar algo como un fin es
compatible con que la cosa en cuestión carezca de valor intrínseco o tenga un valor
condicionado. Una cosa es condicionalmente buena sólo cuando se dan ciertas condiciones, si es
buena en ciertas circunstancias pero no en otras. Este es el caso de los talentos, del valor y del
poder y la riqueza que pueden ser usados tanto para el mal como para el bien; pero también es el
caso de la felicidad. Esta es solo condicionalmente buena porque:
Entonces la felicidad posee bondad sólo cuando es acompañada por una buena voluntad,
por lo que su valor resulta extrínseco o condicionado.
Así, según Korsgaard, para Kant “un fin es objetivamente bueno: (1) si el mismo es
incondicionado o intrínsecamente bueno o (2) si es condicionalmente bueno y las condiciones
relevantes, sean las que fueren, están dadas.”13Sostiene, además, que ésta concepción de la
bondad es utilizada en el argumento kantiano a favor de la segunda formulación del imperativo o
fórmula de la humanidad como un fin en sí misma y, más importante aún, que este argumento
establece el rol de la buena voluntad en su carácter de fuente del valor, de su modo de conferir
valor.
11
Ibídem.
12
Ibid., p. 70.
13
Korsgaard, “Two distinctions in… cit., p. 262.
91
II
Cuando se describe la felicidad como un valor final, tal como lo hace Korsgaard, es decir,
como el resultado de que la valoramos por sí misma y no por causa de ninguna otra cosa y,
además, leemos esta valoración como un ponernos en un determinado estado mental, en el
sentido de que el valor resulta del estado mental de considerar la cosa como valiosa, pareciera
que cualquier cosa podría convertirse para nosotros en un bien final. Tendríamos que decir que el
dinero es un bien final porque así lo considera el avaro, lo que resulta bastante tendencioso dado
el evidente carácter de medio polivalente que tiene el dinero. Peor aún, para los propósitos de
una teoría objetiva del valor, es que la referencia al estado mental del sujeto en la definición del
valor final hace inviable la pregunta ¿es X un bien final?, puesto que la pregunta debería
formularse en relación con el sujeto en cuestión, por ejemplo, ¿es X un bien final con respecto a
S? Y si esta es la pregunta, evidentemente la respuesta del avaro es tan buena como cualquier
otra: aunque creyéramos que el avaro comete el error de confundir un medio con un fin se
trataría de un error que no podríamos señalar.
Resulta claro que este craso subjetivismo no representa la posición de Kant y tampoco la
de Korsgaard. En principio, la referencia al sujeto que valora es una referencia a la buena
voluntad, y ésta tiene que ser caracterizada como una disposición a actuar de acuerdo con el peso
de una consideración al interior de la estructura de razones que define el ámbito de lo que es el
valor. Lo que introduce bondad en el mundo es una felicidad por la cual “aquí y ahora el mundo
es un mejor lugar”14, esto es, una felicidad que promueve el respeto por la humanidad como un
fin en sí; este no es el caso de la felicidad del villano, por ello la felicidad es buena sólo cuando
se dan ciertas condiciones, y estas condiciones son las que impone la buena voluntad: “la única
14
Ibid., p. 258.
92
clase de cosa por la cual el mundo es siempre un mejor lugar, no importa “lo que efectúe o
realice”15. Sin embargo, Korsgaard parece interpretar la relación entre felicidad y buena voluntad
de un modo distinto al de Kant. Mientras éste habla de la felicidad merecida del hombre de
buena voluntad, Korsgaard habla del valor conferido a la felicidad ¿cómo entender este
“conferir” valor sin caer de nuevo en el subjetivismo? ¿Tiene sentido o es un pensamiento demás
en el sentido de Bernard Williams?
La felicidad podría estar en relación con la buena voluntad por lo menos de tres maneras
diferentes: valiosa en tanto medio para un fin, o valiosa en tanto merecida, o valiosa en tanto
elegida. En el primer caso, la felicidad sería buena en tanto condición de posibilidad de una
buena voluntad, como un instrumento al servicio de la misma. Al respecto la posición de Kant es
clara. No tenemos un deber de cultivar la felicidad porque cada quien la persigue motu propio,
pero, si no la buscamos naturalmente, entonces, tenemos el deber indirecto de hacerlo porque el
estado de miseria podría alejarnos del cumplimiento de la ley moral:
Asegurar la felicidad propia es un deber, al menos indirecto, pues el que no está contento con
su estado, el que se ve apremiado por muchas tribulaciones sin tener satisfechas sus
necesidades, puede ser fácilmente víctima de la tentación de infringir sus deberes…16
Así, la felicidad puede tener una relación instrumental con la buena voluntad: la felicidad
es buena en tanto que conveniente para cumplir con las exigencias de la virtud; aunque,
seguramente, ésta no es la relación más significativa del valor condicional de la felicidad para
Kant: la buena voluntad actúa por deber y eso significa que no requiere de los incentivos de la
felicidad. Sin embargo, esta posible relación instrumental ilustra una tesis kantiana fundamental
para Korsgaard: la bondad de la felicidad es un asunto de las demandas de la razón práctica más
que de una ontología o presencia de ciertos atributos en las cosas.
93
de ser feliz”.17 Esta relación se hace más explícita en la segunda crítica, donde se establece que la
buena voluntad o la virtud es el bien más elevado pero no todo el bien y que se requiere de la
felicidad para la plenitud del bien:
…la virtud (como merecer ser feliz) es la condición más elevada de todo lo que nos puede
parecer deseable, por lo tanto también de toda nuestra búsqueda de la felicidad y que, por
consiguiente, ella es el bien más elevado. Pero no por esto ya es ella el bien completo y
perfecto en tanto que objeto de la facultad de desear de los seres racionales finitos, pues para
este bien se requiere además la felicidad, y ciertamente no sólo a los ojos interesados de la
persona que se toma a sí misma como fin, sino también ante el juicio de una razón imparcial
que considera la virtud en general como un fin en sí.18
Según esto, no se trata sólo de que la felicidad es buena en tanto merecida sino que es una
exigencia objetiva, parte fundamental de la bondad del mundo y del bien de la buena persona.
Esta manera de comprender la relación entre buena voluntad y felicidad parece contrastar
con la versión de Korsgaard de lo que define la bondad de la felicidad. Para ella se trataría, más
bien, de una bondad que resulta meramente del hecho de ser elegida por una buena voluntad y no
de que la buena voluntad la elija porque es merecida o porque es un medio necesario. La
felicidad tendría valor extrínseco porque la buena voluntad la valora como un fin, porque es
valorada como un fin por las personas de buena voluntad. En este sentido se trataría de un valor
“conferido” y, por lo mismo, de un valor condicional. El peligro con este uso de los términos
(creado, conferido, etc.) es claro en la medida en que apoya la comprensión de la buena voluntad
como una instancia todopoderosa, equivalente secular del Dios legislador de la tradición, cuyos
designios son creadores del orden de las cosas por un mero “fiat”. Este tipo de énfasis en el
elemento legislativo o voluntarista de la moralidad puede ser leído como una invitación a perder
de vista el esfuerzo de esta autora por naturalizar el planteamiento kantiano. Parece como si
Korsgaard pusiera las cosas al revés, al sostener que las razones entronizan el punto de vista
objetivo, en vez de sostener que se descubren en él. Sin embargo, a pesar del lenguaje, pensamos
que la autora está navegando aquí al interior de una perspectiva, sin duda, kantiana. Cuando Kant
enuncia sus célebres preguntas ¿qué podemos conocer? ¿Qué debemos hacer? Y ¿qué podemos
esperar? Concluye señalando que todas ellas responden a la pregunta ¿qué es el hombre? Así que
si nuestro conocer, nuestra moral y nuestras perspectivas históricas han de decirnos qué es el
17
Ibid., p. 70.
18
Kant, I., Crítica de la razón práctica, traducción de Dulce María Granja Castro, México, Editorial Porrúa y
Universidad Autónoma Metropolitana, 2001, pp. 108.
94
hombre, difícilmente pueda esperarse que no se definan desde una perspectiva humana. Y, sin
embargo,
…el hecho de que nunca podamos escapar a ver el mundo desde algún lugar no es una
limitación lamentable, pues no hay nada que el mundo sea desde ningún lugar. Puede haber,
sin embargo, algo que el mundo sea para los conocedores en cuanto tales o para los agentes
racionales como tales, y la búsqueda de “objetividad”—es decir, la superación de
perspectivas más locales y contingentes—se entiende como el intento de ver el mundo desde
esos puntos de vista más necesarios e ineludibles. Las razones prácticas que sólo se pueden
encontrar en la perspectiva de los agentes racionales, o de los seres humanos en cuanto tales,
son “objetivas” si no tenemos otra opción que ocupar dichas perspectivas.19
19
Korsgaard, C., Las fuentes de la normatividad, México, UNAM, 2000, p. 301.
95
ley, como una necesidad interna a la propia posibilidad de la volición y esto explicaría también la
autoridad del principio. Esto es lo que vamos a sostener en lo que sigue.
III
Con esto en mente volvamos a Kant. Cualquier concepción de la objetividad valorativa que
queramos atribuirle a Kant, tiene que reconocer que el orden de referencia de dicha objetividad
no puede provenir ni de un orden natural del mundo, de tipo estoico, ni de un mandato de la
voluntad divina. El ser humano no está para obedecer un orden que es conformado
independientemente de sí mismo y que se le impone desde fuera. De acuerdo con Kant, el ser
humano se distingue del resto de la naturaleza en dos aspectos fundamentales: (1) mientras que
todo en la naturaleza actúa de acuerdo con reglas, como lo establece la “segunda analogía de la
experiencia”, sólo los seres humanos, como criaturas racionales, actuamos de acuerdo con la
concepción de esas reglas: “Cada cosa en la naturaleza actúa según leyes. Sólo un ser racional
posee la facultad de obrar por la representación de las leyes, esto es, por principios.”20 Y (2) esto
se desprende del hecho de que los agentes humanos somos libres:
Ahora bien, yo sostengo que a todo ser racional que tiene una voluntad debemos atribuirle
necesariamente también la idea de la libertad, bajo la cual obra. Pues en tal ser pensamos una
razón que es práctica, es decir, que tiene causalidad respecto de sus objetos. Más es
imposible pensar una razón que con su propia conciencia reciba respecto de sus juicios una
dirección cuyo impulso proceda de alguna otra parte, pues entonces el sujeto atribuiría, no a
su razón, sino a un impulso, la determinación del Juicio.21
20
Kant, Fundamentación de la… cit., p. 95.
21
Ibid., p.142.
22
Korsgaard, Las fuentes de… cit., p. 120.
96
“dirigimos nuestra atención a nuestras percepciones y deseos mismos, a nuestras actividades
mentales, y somos conscientes de ellos. Por eso podemos pensar acerca de ellos.”23
Los seres humanos en general, por lo menos en condiciones normales, no sólo somos
capaces de pensar acerca del mundo sino también acerca de nuestros pensamientos acerca del
mismo. Somos capaces de intenciones de orden superior. Nuestra capacidad para dirigirnos
reflexivamente a nuestras creencias y deseos abre una brecha entre el sujeto de nuestros estados
cognitivos, afectivos y volitivos no considerados reflexivamente y el sujeto de esos mismos
estados considerados reflexivamente. Esto puede dar lugar a conflictos entre deseos o entre
formas de satisfacción del deseo, que no pueden ser resueltos sobre la base de uno u otro de los
deseos en pugna. La posible solución a estos problemas descansa en la fuente misma de los
problemas: en nuestra capacidad reflexiva. En este sentido somos negativamente libres.
Esto nos pone delante de un problema que ningún otro animal tiene, el problema de lo
normativo, pues la capacidad que tenemos de dirigir nuestra atención a nuestras propias
actividades mentales es también una capacidad de distanciarnos de ellas y de ponerlas en tela
de juicio. Percibo y me encuentro con un poderoso impulso a creer; pero doy marcha atrás,
me detengo en ese impulso, y entonces tomo cierta distancia. Ahora el impulso no me
domina y yo tengo un problema: ¿debo creer? ¿En verdad esta percepción es una razón para
creer? Deseo y me encuentro con un poderoso impulso de actuar; pero doy marcha atrás, me
detengo en ese impulso, y entonces tomo cierta distancia. Ahora el impulso no me domina y
yo tengo un problema: ¿debo actuar? ¿En verdad este deseo es una razón para actuar? La
mente reflexiva no puede conformarse con la percepción y el deseo, no en tanto tales:
necesita una razón.24
Aunque uno u otro de los deseos en pugna pudiera a la postre imponerse y determinar la
conducta del individuo, o al menos podríamos explicar de esa manera su conducta, no es así
como nos vemos y comprendemos nuestras acciones. El agente que se distancia de sus estados
afectivos y cognitivos y los evalúa, requiere una justificación para la acción, que dado el
conflicto interno, no puede venir dada por las particulares contingencias de los estados en
cuestión. Necesitamos razones para actuar que no vienen definidas porque seamos seres de cierto
tipo, sujetos a leyes causales descriptivas de cualquier orden. El ser humano, en tanto reflexivo,
tiene la posibilidad de distanciarse de, o carece de, una estructura instintiva que lo determine
completamente. En este sentido, Kant hace un uso muy consciente del término inclinación.
Nuestra naturaleza nos inclina pero no nos determina. Lo que determina la acción de un agente
23
Ibídem.
24
Ibid., pp.120-121.
97
reflexivo es su conciencia de que la inclinación se aviene o no con principios de la razón; a esta
conciencia, sujeta a razones, la llama voluntad y su atributo fundamental es la autonomía: como
agentes sólo estamos sujetos a las leyes que nos damos a nosotros mismos. Entonces, nuestras
voliciones envuelven que nos demos a nosotros mismos una ley, con la única restricción de que
la ley que nos damos a nosotros mismos sea un principio general.
La ley para seres como nosotros tiene que ser el producto de nuestra autonomía. Ahora
bien, como su etimología lo indica, la palabra autonomía hace referencia a dos elementos. Al yo
(auto), es decir, a la subjetividad humana, y a la ley (nomos), es decir, a la regla o al contenido
de la misma. Estos dos elementos diferentes aparecen con claridad en la introducción a la
Fundamentación, pues allí, Kant, propone los dos objetivos de su investigación: la búsqueda del
principio de la moral o ley fundamental y la demostración de su autoridad. Mientras la
formulación del principio resulta del análisis de la noción de obligación o deber, en tanto
prácticas que orientan nuestra comprensión común de la moral, su análisis resulta independiente
de nuestra actitud hacia el mismo: llegamos al imperativo categórico sobre la base de la
inevitabilidad de las demandas del deber. En cambio, el problema planteado por la autoridad del
imperativo apunta al vínculo entre voluntad y ley, a las razones para ser morales: la autoridad de
la ley para nosotros, que actuamos por la concepción de leyes y no estamos sometidos
causalmente a la ley, requiere de nuestra libre aceptación de la misma. Nos encontramos aquí
con la expresión más fuerte del voluntarismo de Korsgaard, pero también con su propuesta más
interesante. Se trata de una expresión fuerte de voluntarismo porque Korsgaard no sostiene,
simplemente, que para ser motivado un agente debe respaldar las razones en cuestión, sino que
hace el reclamo más problemático de que el principio obtiene su fuerza normativa, o su validez
como razón, del querer mismo del agente, esto es, de su identificación con un principio. Este
énfasis en la libertad negativa en vez de la positiva resulta, sin duda, una gran fuente de
problemas para Korsgaard. Veremos, sin embargo, que a la postre su planteamiento no está
reñido con el hecho de que sean los objetos mismos y sus características los que deben
interesarnos independientemente de nuestras elecciones reales, pero que no habría perspectiva
valorativa sin la estructura del querer de la agencia humana, es decir, si la humanidad como un
fin en sí no fuera el principio regulativo de nuestra elección racional.
98
El argumento de Korsgaard sería más o menos así: todo agente racional humano, en tanto
actúa sobre la base de principios generales, tiene que construirse una identidad práctica. Y su
identificación con los principios de elección ha de constituir la fuente de sus razones para la
acción. Pero todas las identidades particulares refieren, como a su condición, a la forma de la
identidad humana. Y esta forma no es otra que el hecho de que la agencia humana se caracteriza
por poseer una conciencia reflexiva que la obliga a actuar sobre la base de razones y, por lo
mismo, a tener identidades prácticas. Nuestra identidad humana es, entonces, una razón para que
desarrollemos algún tipo de identidad práctica particular, esto es, para poder tener razones para
actuar y poder ejercer nuestros poderes racionales. Pero este es un tipo de razones que sólo
podemos tener si tratamos nuestra humanidad como una forma de identidad práctica, esto es, si
nos valoramos a nosotros mismo como seres humanos. Por ello la fuerza motivadora de nuestras
identidades prácticas depende de que realmente nos identifiquemos con nuestra humanidad.
Precisemos este punto con la distinción kantiana entre dos sentidos de voluntad. En La
metafísica de las costumbres, Kant distingue entre la voluntad como facultad ejecutiva o Willkür,
y la voluntad como razón práctica o facultad legislativa o Wille. “De Wille surgen leyes; de
Willkür, máximas.”25 Willkür está obligada a ejecutar lo que le dicta Wille. La relación entre
ellas no es de coacción o instrumental. Se trata, más bien, de una conexión intrínseca. Nos
topamos con Wille y sus leyes por medio de una regresión sobre las condiciones de Willkür.
Somos conscientes de la ley moral cada vez que concebimos una máxima de acción cuya posible
universalización nos cuestiona u ofende y, a veces, incluso nos horroriza. La reverencia o el
respeto son respuestas que ilustran el impacto de la razón práctica en nuestra vida. Nuestra
voluntad ejecutiva o Willkür se caracteriza por su espontaneidad, por el hecho de poder actuar
libre de causas antecedentes que la determinen. La tesis de Kant es que Willkür sólo es
completamente espontánea cuando su acción es gobernada por una ley de la razón pura práctica,
no cuando se deja determinar por reglas provenientes únicamente de nuestra naturaleza sensible.
La facultad legislativa es efectiva cuando su ley es aceptada como un motivo (Triebfeder) por la
facultad ejecutiva. La ley de Wille no es nunca una ley que se aplique directamente a la acción,
sino una ley para la elección de las máximas de acción, un principio regulativo para la elección
de las máximas y, por ello, deja la acción específica sin determinar. Sólo Willkür, en la medida
25
Kant, I., Metafísica de las costumbres, traducción de Adela Cortina Orts, Madrid, Editorial Tecnos, 1989, p. 226.
99
en que atiende al deseo, al uso instrumental de la razón e incorpora, además, la conciencia de la
exigencia de universalizar las máximas, determina la acción en sí misma.
Si tenemos que Wille nos da la ley, y este es el sentido en que parece más natural hablar de
creación del valor, pero la libertad de elección de Willkür está garantizada, surge la pregunta
¿por qué Willkür se ha de someter a la ley? Kant señala que sólo Wille expresa el carácter
intrínsecamente espontáneo de Willkür, y en este sentido debe ser elegida por encima de su
contrapartida, la legislación del autointerés. Pero esta respuesta parece, como mínimo, muy
general.
Korsgaard está de acuerdo con Kant, en que el imperativo categórico es la ley de una
voluntad libre, pero distingue el imperativo categórico de la ley moral o república de los fines. Y
señala que sólo si aceptamos mirarnos como miembros del dominio de los fines podemos
establecer la autoridad de la ley moral sobre nosotros. Esto marcaría la diferencia entre los dos
momentos apuntados (formulación y autoridad del principio) introduciendo, sin embargo, una
diferencia entre imperativo y ley moral que no es explícita en Kant:
Llamaré “el imperativo categórico” a la ley de actuar sólo según máximas que podamos
querer que se tornen leyes, y lo distinguiré de lo que llamaré la “ley moral”. En el sistema
kantiano la ley moral es la ley de lo que Kant llama el Reino de los Fines, la república de
todos los seres racionales. La ley moral nos dice que actuemos solo según máximas según las
cuales todos los seres racionales pudieran convenir en actuar, juntos, en un sistema
cooperativo factible.26
26
Korsgaard, Las fuentes de… cit., p. 127.
27
Ibid., p. 128.
100
un bien intrínseco y final que pudiera poner fin a la iteración de la pregunta “¿por qué?” cuando
queremos saber las razones que tenemos para hacer algo. Ahora el tema no es la buena voluntad
sino la noción menos abstracta de la humanidad de la persona como un fin en sí. Ciertamente, si
queremos clarificar la teoría del valor de Kant o modo kantiano, es imprescindible atender a las
razones de ese desplazamiento y a la mayor claridad que introduce.
Algo que tiene la forma de una ley, es decir, que es una ley en virtud de su estructura interna,
intrínsecamente sirve para responder la pregunta de por qué la acción que dicta es necesaria.
En este sentido, una buena máxima es exactamente la clase de entidad que requiere el
argumento realista.28
28
Ibid., p. 143.
101
de “descubrimiento”. Así que cuando habla de “conferir” valor, de una voluntad que confiere
valor, tiene que estar hablando de algún otro momento de los cuatro que consideramos antes, del
momento de la constitución de la perspectiva moral y/o del momento de su autoridad. ¿Cómo
podría entenderse, entonces, el “fluir del valor” desde la buena voluntad? La autora insiste:
Las buenas máximas son entidades intrínsecamente normativas, pero también son producto
de nuestras voluntades legislativas; en ese sentido, los seres humanos creamos los valores.
Desde luego, descubrimos que la máxima es apta para ser una ley, pero no es una ley hasta
que nuestra voluntad la hace tal y, en ese sentido, creamos el valor resultante.29
¿Cómo entender este momento voluntarista de la reflexión de Korsgaard sin que signifique
una recaída en el humeanismo que tanto cuestiona? Aquí parecen solaparse al menos dos
sentidos “de voluntades legislativas”. Uno refiere a la autonomía propiamente dicha y, en ese
sentido, no se puede separar el enunciado que refiere a que las máximas universalizables son
intrínsecamente normativas del enunciado sobre el carácter legislativo o la autonomía de la
voluntad. No habría dos momentos: descubrimiento y legislación se exigen mutuamente. Wille
no puede querer nada distinto. Esto es lo que prueba el argumento que conecta voluntad libre e
imperativo categórico. Pero como se trata de seres que actuamos por la concepción de una ley no
podemos, a diferencia de los animales y el resto de la naturaleza, ser regidos por una ley si de
algún modo no la reconocemos como la ley por la cual queremos regirnos. Aquí se trata de la
conexión de la ley con una voluntad que no está instintivamente sujeta a la misma, y que,
además, es demandada por otras consideraciones. Willkür, es libre en la medida en que cualquier
concepción de la razón determine sus acciones. En este caso el reconocimiento de lo que vale
depende de nuestra aceptación de la ley que define el valor.
29
Ibidem.
102
racionales por causa de las personas, y es por ello que también podemos decir que las demás
cosas tienen valor por causa de las personas. Esto significa que nuestras elecciones racionales
suponen siempre la consideración de nuestra naturaleza racional como un fin en sí, y, por ello, el
imperativo de tratar la humanidad como un fin es un principio constitutivo de nuestra agencia
racional. Esta manera de entender los significados de conferir pueden ayudarnos a entender el
significado preciso que tiene el término en el uso que le da Korsgaard.
Ahora bien, los intentos de Korsgaard por establecer la necesidad del ámbito valorativo
humano y su objetividad se apoyan en una lectura del argumento kantiano dirigido al
reconocimiento del valor de la humanidad como un fin en sí: así, afirma Kant, la cosa
incondicionalmente valiosa debe ser la “humanidad” o la naturaleza racional que define como la
capacidad de poner fines.30 Kant explica que el ser racional considera su existencia como un fin
en sí mismo y que esto es “un principio subjetivo de la acción humana”. Lo que significa que
debemos considerarnos a nosotros mismos como capaces de conferir valor sobre los objetos de
nuestra elección, de los fines que ponemos, porque nosotros debemos considerar nuestros fines
como buenos. Pero dado que “cualquier otro ser racional piensa que existe como un fin en sí
mismo por el mismo fundamento que para mí vale”31, “debemos considerar a los otros como
capaces de conferir valor sobre la base de sus elecciones racionales y así también como fines en
sí mismos.”32
Las objeciones a este argumento kantiano, bajo cierta comprensión del mismo, son muy
conocidas. Así, por ejemplo, Rae Langton en “Objetive and unconditioned value”, (Philosophical
Review 116 (2007)), lee este argumento como una serie interminable de “non sequitur”, y señala
que el mismo no puede dar cuenta de la objetividad del valor. Korsgaard sostiene, como ya
sabemos, que algo extrínseca o condicionalmente valioso puede ser objetivamente valioso. Este
sería el caso de la felicidad de acuerdo con la buena voluntad. Pero, mientras Kant entiende que
se trata aquí del carácter extrínseco del valor de la felicidad en tanto merecida por una buena
voluntad, Korsgaard parece entender condicionado como conferido, valioso en tanto escogido
por nosotros. Pero si este es el caso ¿cómo hablar de objetividad? Peor aún, su teoría de la
existencia de un valor objetivo incondicionado y de un valor objetivo condicionado convertiría
30
Cf. Kant, Fundamentación de la… cit., p. 128.
31
Cf. Ibid., p. 117.
32
Korsgaard, “Two distinctions in… cit., p. 260.
103
todo valor en objetivo: si es cierto que porque conferimos valor somos valiosos y que algo tiene
valor porque lo valoramos, entonces, podríamos adjudicarle valor a lo que nos provoque. Incluso
lo que consideramos sin discusión como subjetivo se volvería objetivo; lo que simplemente nos
agrada se volvería bueno si es que el valor resulta de un conferir nuestro.
Hay, sin embargo, un sentido en el que ciertamente podríamos hablar de conferirle valor a
las cosas. En el planteamiento de Kant podemos decir que todo tiene o carece de valor por causa
de las personas. El suicidio por causa de la felicidad es malo porque ignora el valor máximo de la
dignidad de la persona; el suicidio para evitar denigrar la propia condición de la dignidad de la
persona, que se hace por la humanidad misma, estaría permitido; el suicidio del rey para
defender su población, la vida de otros seres igualmente dignos, sería incluso una obligación. En
este sentido podríamos hablar de la persona como fuente del valor: todo valor sería conferido por
causa de las personas. De este modo, vamos precisando la bondad de las cosas, acciones o
personas en la medida en que aplicamos conscientemente los distintos procedimientos
disponibles para resolver reflexivamente el predicamento planteado por nuestra falta de ajuste
natural. Es así que, por ejemplo, las diversas formulaciones del imperativo categórico nos invitan
104
a la construcción de órdenes mundanos racionalmente avalados. El orden de nuestra propia
estructura prudencial, pero también el orden de una cultura técnica que no puede
instrumentalizarlo todo, asimismo el de la república de los fines en sí y el de un mundo en paz.
En esta dirección cabe hablar de la construcción del valor: vamos constituyendo un orden de los
valores, respondiendo al problema de la corrección de nuestras acciones y al problema de la
definición de nuestros objetivos de modos cada vez más ajustados a las exigencias de nuestra
humanidad. Esto correspondería al sentido de conferir señalado como (1) anteriormente, el
sentido constructivista.
Vamos así encontrando respuestas que antes no conocíamos. Podemos decir, como
Korsgaard, que por esta razón el principio moral o imperativo categórico y las distintas leyes
morales que resultan de su aplicación tienen que ser distinguidos. El imperativo categórico en su
primera formulación plantea el problema de lo correcto, pero hemos de hallar la respuesta a las
consideraciones más concretas que hacen de algo que valga la pena universalizarlo o no. Sin
embargo, es importante reconocer que este es el caso de una perspectiva ya articulada
moralmente, de una perspectiva en la que reconocemos el principio o ley moral y la
preocupación de Korsgaard, parece estar dirigida, más bien, a responder a la pregunta ¿por qué
tenemos que asumir esa perspectiva? Es decir, al problema de la autoridad de la ley, o sentido (2)
de conferir, cuando la pregunta se plantea desde una perspectiva antecedentemente no moral.
Creo que esto es lo que Korsgaard busca en el argumento conducente a la segunda formulación
del imperativo categórico que parece prestarse mejor que ningún otro de los argumentos de Kant
a esta tarea.
105
quiere leer algo más aquí, hacer visible algo que ella encuentra en el argumento que conduce a la
segunda formulación del imperativo, a la que regresa una y otra vez.
Si consideramos nuestras acciones como racionales debemos considerar nuestros fines como
buenos; si esto es así, nos consideramos a nosotros mismos con un poder de conferir bondad
sobre los objetos de nuestras elecciones, y debemos acordar el mismo poder—y así el mismo
valor intrínseco a los otros.33
…partió del hecho de que cuando hacemos una elección debemos considerar bueno su
objeto…en virtud de que somos seres humanos tenemos que asentir a nuestros impulsos
antes de poder actuar conforme a ellos. Kant preguntó qué es lo que hace buenos estos
objetos y, en rechazo a una forma de realismo, decidió que la bondad no estaba en los
objetos mismos. Si no fuera por nuestros deseos e inclinaciones…no podrían parecernos
buenos sus objetos. Kant observó que consideramos importantes las cosas porque son
importantes para nosotros, y concluyó que en consecuencia tenemos que considerarnos
importantes a nosotros mismos. De esta manera, el valor de la humanidad misma está
implícito en toda elección humana.34
A primera vista cuesta trabajo entender cómo se puede pasar de “las cosas me parecen
importantes” a “yo soy importante”, y por consiguiente a “todos los que se ven como importantes
son importantes”, y desde aquí de regreso a “por esta razón las cosas son importantes” o valiosas.
Se han escrito infinidad de artículos tanto para avalar esta cadena de razones como para señalar
sus inconsecuencias lógicas. Este argumento es, sin duda, problemático cuando se lee, como
suele leerse, como el intento más directo de Kant, de pasar desde una posición antecedentemente
no moral al establecimiento de lo que sería una posición moral. Si se lo lee en cambio, como
sugiere la última frase de la cita anterior, como un razonamiento que busca establecer que el
valor de la humanidad, en tanto que implícito en toda elección humana, es el principio
constitutivo y regulativo de toda elección racional y moral, entonces, aparece en otra perspectiva.
33
Ibid., pp. 261-262.
34
Ibid., p. 155.
106
La tesis de Korsgaard es, ciertamente, que llegamos a tener razones para la acción, o a
darle valor a algo, sólo porque nos valoramos a nosotros mismos como seres humanos, y que esta
valoración es la fuente de nuestras obligaciones morales. La idea es que valorar nuestra
humanidad es la condición formal de la elección racional y, por lo mismo, condición implícita de
toda elección efectiva que hagamos. Las características reflexivas de nuestra estructura mental
apuntan a la necesidad de conformar una concepción de la identidad humana: somos animales
reflexivos que necesitamos de razones para actuar y vivir, estas razones nos proveen de leyes
cuya afirmación expresa el modo en que nos concebimos a nosotros mismos y, por tanto, nos
conducen a establecer identidades prácticas más concretas. Estas identidades se convierten, a su
vez, en la fuente de nuestras razones para la acción. Aunque las identidades prácticas más
concretas son contingentes, tener una identidad práctica no lo es: valorar algo requiere de
nosotros considerar nuestra naturaleza racional o nuestra humanidad como un fin en sí. En este
sentido, nuestra identidad humana es la fuente de las razones o de los valores puesto que solo si
nos valoramos a nosotros mismos como seres humanos, solo si nos identificamos con nuestra
humanidad, tendremos razones de algún tipo para actuar y vivir. De aquí se sigue que valorar
algo en absoluto exige darnos a nosotros mismos una ley que nos permita constituir una
identidad moral, es decir, válida para toda criatura racional.
Tal como yo lo leo [a Kant], él no acepta ninguna clase de realismo sustantivo respecto a los
valores. No piensa que los objetos de nuestras inclinaciones sean buenos en sí mismos.
107
Nosotros no queremos cosas porque percibamos que son buenas: antes bien, nuestras
atracciones iniciales hacia ellas son impulsos psicológicos naturales.35
35
Cf. Putnam, H., and Habermas, J., Normas y valores, Madrid, Editorial Trotta, 2008, p. 54.
36
Korsgaard, Las fuentes de… cit., p. 163.
108
…nuestra identidad como humanos, es decir, como animales reflexivos que necesitan tener
concepciones prácticas de su identidad para actuar y para vivir. Tratar nuestra identidad
humana como normativa, como fuente de razones y obligaciones, es lo que he denominado
tener “identidad moral”37
Todavía hablar de un impulso, que debe ser reflexivamente mediado para poder encontrar
su lugar dentro del universo del valor, puede resultar cuestionable para críticos como Putnam;
pero si se ve el problema desde la óptica de las identidades prácticas la objeción no tiene lugar.
Toda identidad práctica se conforma en el marco de un horizonte de valores densos (thick).
Constituyen respuestas al problema de lo que vale y lo que no. A resultas de esto cualquier
conflicto entre ellas, sea intersubjetivo o intrasubjetivo, es un conflicto entre consideraciones
normativas. La solución entre los conflictos ya valorativos necesita de una concepción más
general que resuelva el problema planteado por nuestra reflexividad. Y la concepción más
general aquí resulta ser la concepción de nuestra identidad humana y sus implicaciones
evaluativas y morales.
Kant establece primero que en la medida en que una persona es activa—“respecto de lo que
puede ser actividad pura en ella misma”— se considera miembro del mundo inteligible. La
ley moral es la ley del mundo inteligible, y Kant argumenta que vincula a la persona porque
“sólo como inteligencia es ella su propio yo. En contraste, como la persona es pasiva frente a
sus deseos, y los considera el resultado de la operación de las fuerzas naturales en ella, “Ni
siquiera se considera responsable por estas inclinaciones e impulsos ni los atribuye a su
propio yo”.38
109
de dos tipos de personas: (1) de aquella que en todas sus acciones pone como motivo de su
acción la causa de la humanidad, propia y ajena, y (2) de aquella que en todas sus acciones pone
el fundamento subjetivo del valor que se atribuye a sí mismo como fundamento objetivo de sus
acciones. Ambos tienen que tomar o toman responsabilidad sobre sus propios estados afectivos.
El egoísta, a menos que sea un desenfrenado, necesita tanto control sobre sus impulsos como
pudiera requerirlo la buena persona, incluso cuando la benevolencia natural de este último le
conduzca directamente a lo correcto.
Ahora bien, una cosa es ser activo respecto de cualquier estado nuestro que sometamos
reflexivamente a escrutinio, lo cual es potestad tanto del egoísta como de la persona buena y, otra
cosa, identificarnos con el lado activo de nuestro ser: “nuestra vinculación con el lado activo de
nuestra naturaleza es lo que nos vincula a la ley moral.”39 Korsgaard entiende que su idea de una
identidad práctica quiere expresar, precisamente, la idea de un yo moral concebido
normativamente, esto es, como fuente de razones para la acción. Kant expresa su idea de la
vinculación entre imperativo categórico y voluntad como el resultado necesario de asumir la
perspectiva de un agente que es parte de un mundo inteligible:
No hay nadie, ni aun el peor bribón, que, si está habituado a usar de su razón, no sienta, al oír
referencias de ejemplos notables de rectitud en los fines, de firmeza en seguir buenas
máximas, de compasión y universal benevolencia,…, no sienta, digo, el deseo de tener
también él esos buenos sentimientos…Esta persona mejor, cree él serlo cuando se sitúa en el
punto de vista de un miembro del mundo inteligible… En ese mundo inteligible tiene
conciencia de poseer una buena voluntad…El deber moral es, pues, un propio querer
necesario, al ser miembro de un mundo inteligible…40
39
Ibidem.
40
Kant, Fundamentación de la… cit., pp. 150-151.
110
Los motivos y los deseos que surgen de nuestras identidades prácticas contingentes… Son,
en parte, resultado de nuestra propia actividad y, como tales, podemos identificarnos con
ellos de un modo profundo. Y si una persona también se identifica profundamente con la
concepción de sí misma como Ciudadana del Reino de los Fines, no va a experimentar la
obligación como algo ajeno a su yo más interno o al deseo que siente.41
El animal tiene una razón para comer, a saber que morirá si no lo hace. No sabe que tiene esa
razón, pero la percibe. Se trata aquí de la sensación de hambre, no de la de dolor. Sin
embargo, un animal está diseñado para percibir amenazas a la conservación de su identidad,
como el hambre, y a sublevarse contra todo aquello que la amenace. Cuando lo hace siente
dolor.43
41
Korsgaard, Las fuentes de… cit., p. 294.
42
Ibid., p. 187.
43
Ibidem.
111
El dolor es, pues, la percepción de una razón para cambiar de estado, la percepción de algo
que amenaza la identidad del animal. Del mismo modo que la “obligación moral es el rechazo
reflexivo a una amenaza a nuestra identidad. El dolor es el rechazo no reflexivo de una amenaza
a nuestra identidad;”44 Pero la obligación, y la amenaza a nuestra identidad que comporta el
hecho de no respetarla, también tienen que ser reconocidas. Y su reconocimiento es nuestro
arrepentimiento y nuestro pesar por las transgresiones a nuestra identidad. La autoridad de
nuestra razón se apoya en la capacidad de nuestra mente para percibir razones, y las emociones
morales no son otra cosa que el reconocimiento de dicha autoridad. La vergüenza es el
reconocimiento de que me he puesto por debajo de mi condición, de que he actuado en contra de
la mejor comprensión que tengo de mí mismo.
Del mismo modo, el dolor y el placer del animal expresan el valor que éste se da a sí
mismo. La naturaleza del animal es valorarse a sí mismo, él es su propio fin en tanto que, como
ser vivo, busca perseverar en su ser. Entonces el animal tiene un imperativo: conservar su
identidad física y funcional, conservar su vida. En este sentido, “la vida es una forma de
moralidad…y la moralidad es simplemente la forma que toma la vida humana.”45 Aquí se nos
muestra con toda claridad el sentido en el que Korsgaard ha utilizado la noción de conferir valor
a lo largo de su obra:
El valor vive en el punto de vista creado por la conciencia, cuando alguien tiene un dolor o
se ve obligado. Tenemos razones tal como tenemos experiencias y sensaciones, no como si
se tratara de la posesión de entidades mentales, sino como un hecho de en qué consiste ser
conscientes, en qué consiste ser nosotros.46
Cuando nos salimos de esta perspectiva podemos reconocer el “hecho del valor”, que la
gente hable de valores y diga comportarse de acuerdo con ellos, pero en ningún caso podemos
reconocer el valor mismo. Pero cuando nos ponemos en la perspectiva de la vida, el valor
aparece inmediatamente como un hecho de la vida. El valor es “el hecho de la vida. La condición
natural de las cosas vivientes es ser seres que valoran y por eso existe el valor.” 47
Tenemos todavía un problema que debemos despejar antes de concluir. La tesis de que
valorarse a sí mismo bajo la identidad humana constituye la fuente última del valor y de las
44
Ibid., p. 188.
45
Ibid., p. 191.
46
Ibid., pp. 200-201.
47
Ibid., p. 201.
112
razones para la acción, parece estar guiada por una atención excesiva, cuando no falsa, al yo.
¿Debo en todas mis elecciones y voliciones valorarme a mí mismo o a mis capacidades como la
fuente de las razones? ¿No es acaso verdad que nuestras decisiones pueden ser guiadas también
por la atención a la humanidad de los otros más que por la preocupación por la nuestra?
48
Ibid., p. 169.
49
Ibid., p. 170.
113
va desde las identidades particulares al reconocimiento y valoración de sí mismo como un ser
humano, uno llega a reconocerse como un ciudadano en el Reino de los Fines, entonces,
reconocerá también su compromiso con tener una buena voluntad: a actuar de acuerdo con
principios válidos para todos, sean deberes perfectos o deberes de virtud, y a respetar la
humanidad tanto en sí mismo como en los demás, etc. Si esto es correcto, es decir, si
identificarse como humano trae consigo un compromiso de actuar con base en principios y
valores universales, entonces, la preocupación por la presencia de una especie de solipsismo
metodológico en el planteamiento de Korsgaard carece de asidero.
Conclusiones
La valoración de uno mismo como un ser reflexivo, que tiene que darse leyes para actuar y
vivir, convierte nuestra identidad humana en una condición de posibilidad de la elección
racional. Si la fuerza normativa de nuestras identidades prácticas particulares remite, más
temprano que tarde, a la fuerza normativa que se desprende de nuestra valoración como seres
humanos, entonces, es esta identidad la que le confiere fuerza normativa a nuestras distintas
maneras de vivir y actuar. Esto lleva a Korsgaard a concluir que el valor que uno pone
114
tácitamente en la humanidad es la fuente última del valor y de la normatividad que encontramos
en nuestro mundo y sirve de guía racional de las acciones individuales. Esto convierte a la
segunda formulación del Imperativo Categórico o fórmula de la humanidad en el principio
constitutivo de la volición racional: tener razones para ejercer nuestra voluntad supone siempre
que en todas nuestras acciones tomemos, aunque sea tácitamente, nuestra humanidad como un
fin en sí.
115
¿RAZONES PÚBLICAS O PRIVADAS? LA PROPUESTA KANTIANA
En el ámbito de la ética kantiana nada resulta más cercano a la intuición ni más inspirador
que la segunda formulación del imperativo categórico o fórmula de la humanidad: “obra de tal
modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre
como un fin al mismo tiempo y nunca simplemente como un medio.”1 “No instrumentalices al
otro”, “no lo cosifiques”, “no dañes la condición humana”, son algunos de los lemas con los que
se suele expresar la obligación en cuestión. La preminencia de la fórmula de la humanidad no es
sólo intuitiva sino también teórica. Un comentarista como Paul Guyer2 considera, por ejemplo,
que esta fórmula del imperativo sostiene a todas las demás. Sin embargo, el modo como Kant
quiere llevar adelante la justificación de este principio ha sido, para los que le adversan, una
muestra paradigmática del solipsismo teórico y práctico de los pensadores modernos y, para los
que le defienden, un verdadero dolor de cabeza argumentativo cada vez que han pensado, junto
con los primeros, que el punto de partida kantiano son razones subjetivas o referidas al agente y
que mediante alguna exigencia de consistencia se pueden convertir en razones objetivas o
públicas. Apoyado en las consideraciones de Christine Korsgaard3 y en las de Onora ONeill4,
buscaremos mostrar que tienen razón los que cuestionan la posibilidad de hacer funcionar el
argumento kantiano sobre la base de unas razones pretendidamente privadas y de un principio de
consistencia, pero que esta crítica no afecta su planteamiento cuando se hace visible la esencial
índole pública o el carácter compartible de las razones prácticas; y concluiremos, desde aquí, que
en la reflexión kantiana se da una profunda correlación entre razón y comunicación que revela el
carácter eminentemente político y social del pensamiento de nuestro autor.
El argumento de Kant a favor de la segunda formulación del imperativo categórico reza
así:
1
Kant, I., Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Madrid, Traducción de Manuel Garrido, Editorial
Tecnos, 2005, p. 117.
2
Cf. Guyer, P., Kant on freedom, law and happiness, Cambridge, Cambridge University Press, 2000.
3
Cf. Korsgaard, C., Creating the kingdom of ends, Cambridge, Cambridge University Press, 1996, y Las fuentes de
la normatividad, México, UNAM, 2000.
4
Cf. O`Neill, O., Constructions of reasons: Explorations of Kant's practical philosophy, Cambridge, Cambridge
University Press, 1990
116
…la naturaleza racional existe como un fin en sí mismo. Así se representa el hombre
necesariamente su propia existencia, y en ese respecto es ella un principio subjetivo de las
acciones humanas. Así se representa, empero, también todo ser racional su existencia, a
consecuencia del mismo fundamento racional que para mí vale, es, pues, al mismo tiempo un
principio objetivo, del cual, como fundamento práctico supremo han de poder derivarse todas
las leyes de la voluntad.5
Los que objetan la conclusión de que tengo el deber de tratar a los otros como fines en sí
mismos y el derecho a esperar el mismo trato, señalan que valorar nuestra propia humanidad no
nos compromete racionalmente a valorar la de los demás.
Es conveniente, en este sentido, examinar una reelaboración reciente del argumento
kantiano para entender la objeción. Alan Gewirth6, ha hecho un gran esfuerzo por mostrar que un
agente se contradice a sí mismo si se niega a aceptar la autoridad de la moral sobre sus acciones.
Este autor se plantea la pregunta de si “dadas las razones deductivas e inductivas que el amoral
acepta, también debe racionalmente, en virtud de aceptar estas razones, aceptar para sí mismo el
uso del lenguaje moral y de las correspondientes obligaciones morales.”7 La respuesta a esta
pregunta se desarrolla en la dirección de afirmar que no puedo coherentemente hacer reclamos
para mí mismo que, por otro lado, niego a los demás ubicados en condiciones relevantemente
similares. Un supuesto básico de esta tesis es que todos somos semejantes en tanto portadores de
deseos y en requerir de ciertos medios para su posible satisfacción. Sobre esta base parece
sensato afirmar que el reclamo que hago de ciertas condiciones y recursos, para dar satisfacción a
mis necesidades y deseos, está en pie de igualdad con los reclamos iguales de los demás sobre la
base de los mismos deseos. Esto parece seguirse del punto de partida, es decir, tengo que aceptar
que así como yo tengo razones para desear aquellas cosas que son medios necesarios para llevar
a cabo mis planes, los otros también tienen razones para desear los medios necesarios para
realizar sus fines. Pero Gewirth, en su interpretación de Kant, está comprometido a probar algo
más, tiene que probar que, bajo pena de auto-contradicción, el agente que tiene razones para
querer algo, y que entiende que los demás tienen razones para querer algo, debe también aceptar
que las razones y los fines de los otros son también razones y fines para él.
Este último paso, señalan los críticos, ya no es válido. Aceptar que alguien tiene una razón
para perseguir algo, que A debería tener “x” porque es un medio para obtener “y”, no me obliga
5
Kant, Fundamentación de la… cit., p. 117.
6
Cf. Gewirth, A., Reason and morality, USA, University Of Chicago Press, 1980, y Human rights: Essays on
justification and applications, USA, University of Chicago Press, 1983.
7
Gewirth, Human rights: Essays… cit., pp. 81-82.
117
a convertir su razón personal en una razón impersonal que vale también para mí, al menos no por
una exigencia de pura consistencia racional. No se sigue de la comprensión de la índole del
deseo de A que yo deba ayudarlo a obtener “x” o no oponerme a que lo consiga o que su
humanidad sea normativa para mí. Lo único que se sigue es que A tiene buenas razones para
perseguir “x” y que tal vez quisiera que yo lo ayudara. Es posible que la otra persona tenga sus
razones y yo las mías y que, sin embargo, estemos en desacuerdo toda la vida.
El argumento de Gewirth, en tanto fallido, ilustra los desaciertos de cierta tradición
interpretativa kantiana y por qué es tan fácil para los adversarios de Kant problematizar su
planteamiento. Lo que hace débil este argumento es la consideración de la índole de las razones
supuestas por el mismo: un agente individual tiene razones privadas, es decir, razones que tienen
fuerza normativa solo para él, y trata entonces de mostrar que tales razones privadas le dan al
individuo, en conexión con algún principio de consistencia, alguna razón para tomar en cuenta
las razones también privadas de las otras personas y viceversa. Es decir, el agente está
comprometido a reconocer que si él tiene una razón para realizar la acción “A” en las
circunstancias “C”, entonces yo tendría una razón para hacer “A” si yo estuviera en “C”. Si, por
ejemplo, él piensa que el placer que se deriva de cierta acción es una buena razón para realizarla,
él debe aceptar que lo mismo valdría en mi propio caso, que yo tendría una razón para realizar la
acción en las mismas circunstancias. Pero el problema es que el placer del agente es un asunto
suyo, y mi placer un asunto mío; su placer es una fuente de razones para él, pero no para mí; el
mío es una fuente de razones para mí, pero no para él. El punto es que hay aquí una comprensión
de las razones y, por lo tanto del valor, como algo completamente idiosincrático. En este sentido,
no habría distinción entre nuestras ambiciones más personales, aquellas cuyo poseedor tiene
razones para perseguir, pero que no obligan a los demás de la misma manera, (desarrollar una
habilidad artística o coronar el Aconcagua por ejemplo), y otros valores como la libertad, el auto-
respeto y el acceso a los recursos necesarios para el desarrollo adecuado de la personalidad, (los
bienes primarios rawlsianos), cuyo cuidado y fomento generan razones en los otros distintos del
agente. Entonces, si partimos del carácter primariamente privado de las razones y valores, nos
encontraremos con un hiato entre éstas y las razones públicas, y, comoquiera que las razones
morales son normativas para todo el mundo, podemos asumir que argumentos como el de
Gewirth, que pretenden construir el carácter público de las razones a partir del supuesto que las
razones son privadas, es decir, razones relativas al agente, están condenados a fracasar. La
118
objeción señalada estará siempre allí contra cualquier intento de este tenor: no hay argumento
capaz de salvar la brecha entre las razones privadas, consideradas en este sentido, y las públicas.
Hay algo profundamente erróneo, piensa Korsgaard, en la idea de que las razones son una
propiedad o característica personal de los agentes individuales, también es errónea la idea de que
son una propiedad mundana independiente de los agentes; por el contrario, las razones
supervienen sobre las relaciones de las personas que interactúan entre sí. Las razones son en
esencia intersubjetivas.9 La idea de Korsgaard es que, si hay cosas que les debemos a los demás,
la explicación de la existencia de tales obligaciones no puede provenir de los deseos de un agente
más un principio de consistencia; la consistencia con mis deseos seguramente ni siquiera podría
explicar nuestras relaciones personales. Lo que le debo a los demás, se los debo a ellos y no a mí
mismo, mi deseo de ayudar no es otra cosa que la percepción de una razón implicada por la
situación menesterosa de una de las partes. El deseo de ayudar se desprende de la consideración
normativa del estado de necesidad del prójimo. Así que una razón no es, en principio, un motivo
sino una demanda normativa que se desprende de nuestra condición reflexiva y social:
Pregúntate ¿qué es una razón? No se trata sólo de una consideración sobre la cuál en efecto
actúas, sino, más bien, de una demanda normativa, que ejerce autoridad sobre las personas y
sobre ti mismo en diferentes momentos. Decir que tienes una razón es decir algo relacional,
algo que implica la existencia de otro, al menos de otro yo. Ella anuncia que tienes un
reclamo sobre ese otro, o que reconoces su reclamo sobre ti. Porque los reclamos normativos
no son las demandas de un mundo de valores metafísicos sobre nosotros: ellos son las
demandas que hacemos sobre nosotros mismos, y entre nosotros mismos.10
8
Korsgaard, Las fuentes de… cit., p.169.
9
Cf. Korsgaard, C., “The reasons we can share” en Creating the kingdom of ends, Cambridge, Cambridge
University Press, 1996, p. 298.
10
Ibid., p. 301.
119
Es importante señalar que Korsgaard asume que existe equivalencia entre los valores y las
razones prácticas: “decir que existe una razón práctica para algo es decir que la cosa es buena, y
viceversa.”11 Así que si las razones son relacionales también lo son los valores. Puesto que las
razones son relacionales, en el sentido de ser supervinientes sobre las relaciones personales,
resulta entonces que la existencia de las personas y su reconocimiento mutuo son la condición de
posibilidad de los distintos universos valorativos:
Si Rawls pudo plantear una alternativa al utilitarismo fue porque concibió a las personas
como fuentes de demandas normativas y a la deliberación moral como un modo de alcanzar una
decisión juntos. Al final del ensayo, que estamos citando, señala Korsgaard: “El título de este
ensayo es una tautología: las únicas razones que son posibles son aquellas que podemos
compartir.”13
En este sentido, para develar los fundamentos o el modo en que se constituye el carácter
relacional de las razones, debemos prestar atención a cuatro consideraciones fundamentales
desarrolladas por Korsgaard14: en primer lugar, a la idea de la interacción personal en tanto
posibilidad de constitución de una voluntad común; en segundo lugar, a la noción de
deliberación compartida de donde resulta el acuerdo que constituye el bien común. En tercer
lugar, a la noción de razón pública u objetiva en tanto condición de posibilidad de la deliberación
compartida y, por tanto, de la interacción personal. Y, en cuarto lugar, al hecho de que la
constitución de la agencia individual requiere, de algún modo, de la satisfacción de los mismos
criterios requeridos por la interacción personal. Lo común al matrimonio, a la amistad y a una
república con la agencia individual humana es la necesidad de la construcción de una voluntad
común, del establecimiento de un bien común. Y para esto se necesita una interacción basada en
razones cuya autoridad no dependa de las particulares contingencias del agente. También hay
11
Ibid., p. 276.
12
Ibid., p. 275.
13
Ibid., p. 301.
14
Cf. Korsgaard, C., “Agency, identity, and integrity” en Self-constitution, Nueva York, Oxford University Press,
2009, pp. 177-206.
120
que decir que los distintos bienes resultantes tendrán distintas demandas normativas sobre los
diferentes agentes:
Si los valores surgen de las relaciones humanas, seguramente hay más posibilidades que
éstas [valores relativos al agente y valores neutrales en relación con el agente]. Las
exigencias devenidas de un reconocimiento de nuestra humanidad común son una fuente de
valor, pero los reclamos que surgen de la amistad, los matrimonios, las comunidades locales
y los intereses comunes pueden ser otros.15
15
Korsgaard, “The reasons we… cit., pp. 281-282.
16
Kant, I. Las lecciones de ética, Barcelona, Editorial Crítica, 2003, p. 246.
17
Ibidem
18
Ibidem
121
posibilidad de una interacción de este tipo sólo es posible con base en el carácter público o
compartible de las razones.
Necesitamos, entonces, darle un giro al argumento kantiano a favor de la segunda
fórmula del imperativo. Un giro que haga visible el papel de las razones públicas en la
constitución de nuestra voluntad. El punto es que para Kant, según Korsgaard, un uso totalmente
privado de la razón es tan imposible como un lenguaje privado lo es para Wittgenstein. Si la
analogía vale y las razones son tan públicas como los términos de una lengua, entonces, el
argumento kantiano si funcionaría. Así que lo que necesitamos es una clase de argumento que
rescate el carácter público o compartible de nuestras razones. En esta dirección, Korsgaard ha
tratado de mostrar que sí podemos obligarnos a nosotros mismos, los otros pueden obligarnos del
mismo modo. Ahora bien, yo me puedo obligar a mí mismo. Lo que me obliga es la reflexión. La
capacidad que tengo de distanciarme de mis estados volitivos y cognitivos para evaluarlos desde
el punto de vista de la identidad práctica que haya conformado y, al final, desde el punto de vista
de la perspectiva moral que resulta de las condiciones de mi identidad humana. Yo puedo
obligarme porque soy consciente de mí mismo, y soy consciente de mí mismo no solo como esta
o aquella persona concreta, sino también como un ser reflexivo que está obligado a conformar
una identidad práctica dada sus capacidades deliberativas, como un ser que sabe que debe cuidar
de sí y que entiende a los demás como poseedores de las mismas condiciones. Entonces, si
alguien más va a obligarme, tengo que ser consciente de esa persona. Ella tiene que poder
meterse en mis reflexiones, tiene que poder afectarme y para ello seguramente no tiene más que
hablarme en mi propio idioma y forzarme de esta manera a pensar. La autora sostendrá que
hablar acerca de valores y significados no es hablar acerca de entidades mentales ni platónicas,
sino hablar en un lenguaje abreviado sobre relaciones que tenemos con nosotros mismos y los
unos con los otros. En este sentido, tenemos la posibilidad de constituir un ámbito intersubjetivo
del valor o de las razones prácticas, es decir, una voluntad común.
Veamos este argumento con más cuidado. Korsgaard entiende que, para Kant, existe una
correspondencia directa entre las razones prácticas y los valores: decir de algo que es una razón
práctica es lo mismo que decir que se trata de una cosa que es buena, y viceversa: “Los únicos
objetos de una razón práctica son, por lo tanto, el bien y el mal. Por el primero se entiende un
122
objeto necesario de la facultad de desear…”19 Esto significa que cuando hacemos una elección
somos guiados por las razones disponibles pero esto, a su vez, quiere decir que el agente concibe
sus acciones como buenas en algún sentido. Buenas o valiosas en tanto son capaces de moverlo a
realizarlas pero, también, porque las puede elevar a la consideración de los demás, buscando
explicarlas o justificarlas desde el punto de vista de los otros. Aunque nuestras explicaciones o
suposiciones no sean aceptadas por los otros, estos pueden ver, aunque no lo justifiquen, qué se
traía entre manos el agente cuando hizo lo que hizo. En este sentido, una razón no es sólo el
motivo sobre el cual un agente efectivamente actúa sino, más bien, una demanda normativa que
tiene autoridad tanto para otros agentes como para uno mismo en diversos momentos de nuestra
biografía. Decir que se tiene una razón es, entonces, hacer referencia a algo relacional, a algo que
implica la existencia de algún otro o de uno mismo en diferentes momentos. La razón formula
las demandas de los otros sobre nosotros, o de nosotros sobre los otros o sobre nosotros mismos.
Korsgaard señalará, en esta dirección, que las personas y sus relaciones son la fuente de las
demandas normativas:
El reconocimiento de que otro es una persona no es exactamente una razón para tratarlo de
un modo determinado, sino más bien algo que se mantiene detrás de la misma posibilidad de
las razones. Yo no puedo tratar mis propios impulsos a actuar como razones, más que como
la mera ocurrencia de un impulso, sin el reconocimiento de que al menos yo mismo existo en
diversos momentos. No los puedo tratar como valores, ejerciendo con ello algún posible
reclamo sobre otros, sin reconocer que otras personas en efecto existen.20
Pienso que esta afirmación de Korsgaard recoge la esencia del método de justificación
kantiano. Lo característico del planteamiento de Kant es que asume que como agentes racionales
concebimos la existencia de razones finales e intrínsecas que, de acuerdo con la ecuación de
razones y valores, sería lo mismo que decir que existe un bien final e intrínseco. Las razones que
citamos para apoyar una acción son, del mismo modo, referidas a razones más generales, hasta
alcanzar los principios, que le dan a las primeras su fuerza normativa. Este proceso sólo podría
escapar de una reiteración indefinida de la pregunta “¿por qué?” si podemos encontrar, en la
estructura misma del proceso deliberativo, algunas razones o fines que funcionen como
condiciones últimas de toda decisión. Este modo de caracterizar la decisión racional entiende la
decisión tomada sobre la base de razones morales como la realización plena de un ideal de la
19
Kant. I., Crítica de la razón práctica, Traducción de Dulce María Granja Castro, México, Editorial Porrúa y
Universidad Autónoma Metropolitana, 2001, pp. 56-58.
20
Korsgaard, “The reasons we… cit., p.301.
123
racionalidad práctica, que encontramos de algún modo presente en todas las formas de
deliberación y elección. Esto, porque las decisiones morales correctas son aquellas que resultan
completamente justificadas dado que el agente actúa sobre la base de razones que son finales y
universalmente válidas. Esto significa que las razones por las cuales un agente actúa moralmente
son suficientes para justificar la acción ante la conciencia de cualquiera.21
Como ya hemos señalado, Korsgaard apoya sus consideraciones, sobre la posibilidad de
fundar nuestros juicios morales en la razón, en una concepción intersubjetiva de los valores y las
razones: las razones supervienen sobre nuestras relaciones personales. La posibilidad de que
nosotros podamos unir nuestras voluntades en proyectos comunes y en modos comunes de auto-
comprendernos depende, de algún modo, de que podamos deliberar juntos para lograr acuerdos.
Pero la deliberación compartida como condición de posibilidad de un reino de los fines requiere,
a su vez, que podamos compartir nuestras razones. Y esto significa que nuestras razones deben
ser públicas, es decir, razones cuyas demandas normativas traspasan los límites o hacen
abstracción del carácter particular de un agente. El carácter objetivo del valor o su neutralidad
respecto del agente, no significa que los valores son independientes de los agentes como tales, se
trata más bien de neutralidad respecto de las identidades individuales de los agentes: “los valores
son intersubjetivos: existen para todos los agentes racionales, pero no existirían en un mundo sin
agentes”22. El carácter compartible de las razones, que Korsgaard quiere señalar, no se puede
entender como la diferencia entre una razón agente-relativa y una agente-neutral. Esta última
diferencia podría expresarse del siguiente modo: una razón subjetiva, o privada, o relativa al
agente es aquella que vale solo para un agente particular, que tiene para el agente fuerza
normativa pero que no le da a nadie más una razón en la misma dirección; una razón objetiva o
pública es una razón para cualquiera promover la cosa en cuestión, una que no hace acepción de
personas. Pero, el punto de Korsgaard es que el carácter compartible de las razones trasciende
esta distinción: no se trata de la existencia de un polo metafísico subjetivo, el deseo como fuente
de las razones, o de uno objetivo, el valor como una realidad independiente, sino de la
comprensión de las exigencias de constitución de una voluntad común, sea frente al problema de
la unidad de nuestro yo, o frente al problema de la relación con nuestros vínculos personales, o
bien frente al reconocimiento de nuestra humanidad común.
21
Cf. Kant, Fundamentación de la… cit., Sección III.
22
Korsgaard, “The reasons we… cit., p 278.
124
Ahora bien, ¿cómo se manifiesta el carácter objetivo o público de las razones en el sentido
intersubjetivo de Korsgaard? Un autor como Thomas Nagel,23 en La posibilidad del altruismo,
asocia nuestro compromiso con la existencia de razones altruistas, o de la objetividad del valor,
con una concepción de uno mismo como una persona entre otros que son igualmente reales. Yo
actúo sobre ciertas consideraciones que tienen una fuerza normativa para mí: se trata de razones
subjetivas. Soy capaz, sin embargo, de verme a mí mismo desde un punto de vista impersonal,
como una simple persona, una entre otras que son igualmente reales. Cuando me veo de esta
manera, todavía considero mis razones subjetivas como teniendo fuerza normativa. Esto es
particularmente claro, según Nagel, cuando consideramos una situación en la que alguien falla en
responder a mis razones. En ese caso me veo llevado a preguntar ¿le gustaría ser tratado de esta
manera? Esto con la intención de conducir al otro a considerar la fuerza normativa de las razones
de su alter ego, que en este caso soy yo mismo. Si estoy maltratando a alguien, un extraño por
ejemplo, la pregunta me conduce a considerar el caso en que alguien me maltrata a mí. Entonces,
yo debería ver no sólo mi desagrado sino también mi resentimiento, y éste expresa que quien me
hostiga tiene una razón para detenerse. Esa razón es la misma que mi razón para querer que se
detenga: que me hace daño. Y como para un extraño, yo soy solo una persona, alguna o
cualquiera, esto muestra que yo veo mis razones como teniendo fuerza normativa por el solo
hecho de ser las razones de una persona. La conclusión de Nagel, a partir de este argumento, de
que donde hay una razón subjetiva, entonces, hay también una razón objetiva a la que cada uno
debería responder, resulta, sin embargo, problemática a primera vista. De algún modo todas las
razones, aún las más personales, terminarían generando obligaciones para todos, lo que resultaría
absurdo. El mismo autor hará la salvedad, en su The view from nowhere24, de que un individuo
puede tener una razón subjetiva, correr la maratón de Nueva York por ejemplo, con una legítima
fuerza normativa para él, sin que esto signifique, en principio, ningún compromiso normativo
para los demás. Este sería el caso, en general, de nuestras ambiciones más personales. El punto
de Korsgaard, sin embargo, es que la distinción entre razones privadas o públicas tal vez afecte el
foro donde se discute una cuestión o la materia de la misma, pero que todas las razones para
actuar deben poder ser compartidas, y pueden serlo por su carácter eminentemente relacional,
porque supervienen sobre las relaciones que mantenemos con nosotros mismos y con los demás.
23
Cf. Nagel, T., La posibilidad del altruismo, México, Editorial Fondo de Cultura Económica, 2004.
24
Cf. Nagel, T., The view from nowhere, Nueva York, Oxford University Press, 1986, p. 164 y ss.
125
Pero si mantenemos nuestra distinción entre foro, materia y objetividad de las razones podemos
señalar: que el hecho de que una ambición sea un asunto privado, desde el punto de vista de su
materia y en principio del foro en el que se discute, (la persona dará valor eminente en esta
discusión a su propia conciencia), eso no significa que nuestras ambiciones sean una pura
emergencia del deseo. Muchas de ellas resultarán motivadas, sin duda, por consideraciones
objetivas del valor, es decir, por consideraciones que otros pueden entender aunque no se vean
motivados por ellas. Hay algo irreductiblemente personal en la ambición, pero es algo que tiene
que ver con la motivación no con la calidad o cualidad de razones de lo que se considera vale en
particular para un sujeto.25
Ahora bien, la capacidad que todos tenemos de revertir nuestros roles es, sin duda, una de
nuestras capacidades morales fundamentales, pero no es nada claro que por sí sola pueda darle
un aval a la justificación de la segunda formulación del imperativo categórico: la idea de la
existencia de razones públicas o no relativas al agente puede ser interpretada de dos maneras
distintas. En un caso se puede interpretar como un realismo objetivo, es decir, al estilo del valor
intrínseco de Moore, como referidas a las propiedades de las cosas, o de las acciones, o de las
personas que son independientes del interés en promoverlas mío o de cualquiera. Estas razones
existirían independientemente de si hubiera agentes que perciben y responden a las razones. En
este caso, la pregunta crítica pertinente sería ¿por qué deberían importarnos esas propiedades
buenas de las cosas o de las acciones? ¿Puede nuestro conocimiento teórico del mundo ser una
guía suficiente de nuestra vida práctica? El problema con un realismo de este tipo es que, aunque
fuera verdadero, no podría explicar los requerimientos de nuestros problemas prácticos, porque
está expuesto a la crítica de Hume al talante esencialmente teórico de la razón.
Pero también se puede interpretar la existencia de las razones públicas de manera
intersubjetiva: la neutralidad de las razones respecto del agente, o el hecho de que sean de
carácter público, no significa que las mismas sean independientes de los agentes como tales, sino
que son neutrales con respecto a la identidad individual de los agentes. En este sentido, los
valores son intersubjetivos: existen para todos los agentes racionales, pero no existirían en un
mundo sin agentes.26 De acuerdo con la posición intersubjetiva, los valores objetivos son
derivados o construidos a partir de los subjetivos: “Nuestros intereses subjetivos individuales se
25
Cf. Korsgaard, “The reasons we… cit., p. 284 y ss.
26
Ibid., p. 278.
126
vuelven valores intersubjetivos cuando, por causa de la actitud que tomamos los unos hacia los
otros, llegamos a compartir entre todos nuestros fines mutuos.”27 También, más adelante, señala
que las obligaciones morales “supervienen sobre las interacciones que las personas mantienen
entre sí. Son razones intersubjetivas”.28
En Las fuentes de la normatividad, Korsgaard, defiende también su idea de lo que llama
“publicidad como compartibilidad” y la radica en nuestra naturaleza social:
El carácter público de las razones se crea, efectivamente, a partir del intercambio recíproco
de las razones de los individuos, a partir del acto de compartirlas. Sin embargo, esto
reconoce la cuestión señalada por las críticas anteriores: si estas razones fueran
esencialmente privadas, sería imposible intercambiarlas o compartirlas. Su condición de
privadas (su privacidad) debe ser, entonces, incidental o efímera; las razones tienen que ser
inherentemente compartibles…lo que nos permite compartir nuestras razones y al mismo
tiempo nos fuerza a hacerlo es, en un sentido profundo, nuestra naturaleza social.29
…decir que X significa Y equivale a decir que uno debería entender que X es Y; y esto
requiere dos personas: un legislador para determinar que uno debe entender que X es Y, y un
ciudadano para obedecer…Como es una relación en la que uno le da a otro una ley, se
necesitan dos para hacer un significado.30
Legislador y ciudadano expresan dos roles asumidos por todo hablante. Evidentemente no
vamos por allí estableciendo cómo queremos que se entiendan las palabras, heredamos un
lenguaje socialmente conformado, pero lo interesante es que como usuarios repetimos el
esquema sociedad-hablante. Cuando hablamos o pensamos ejercemos los dos roles o somos dos,
uno que sabe qué significado da a las palabras y otro que las usa con ese significado. Sin esta
27
Ibid., p. 279.
28
Ibid., p. 298.
29
Korsgaard, Las fuentes de… cit., p.170.
30
Ibid., p. 172.
127
complejidad interna no puede haber significado, del mismo modo que no puede haber obligación
sin la pluralidad interna del agente que razona:
…decir que R es una razón para A equivale a decir que uno debería hacer A debido a R; y
esto requiere dos personas: un legislador para determinarlo y un ciudadano para
obedecer…Como ciertamente es una relación en la que uno le da a otro una ley, se necesitan
dos para hacer una razón. Y aquí los dos son los dos elementos de la conciencia reflexiva, el
yo pensante y el yo actuante…31
Esto es sumamente importante porque muestra que la obligación supone siempre una
primera y una segunda persona o, al menos, una cuasi-segunda persona. Al respecto se puede
decir que casi no hay diferencia entre lo que sucede cuando nos obligamos los unos a los otros y
lo que sucede cuando uno se obliga a sí mismo:
Si aceptamos la tesis de que la conciencia es reflexiva, más que portadora de su propia luz
interna, debemos reconocer que no tenemos acceso a nuestra conciencia de esa manera. Así,
eso no marca una diferencia entre la clase de relación que uno tiene con uno mismo y la que
tiene con los demás. Es un asunto de grados. Conocemos a unas personas mejor que a otras,
si somos honestos y afortunados, nos conocemos a nosotros bastante bien.32
Sobre esta base podemos volver ahora a la explicación de cómo surge la obligación moral.
Al respecto Korsgaard recoge en Las fuentes de la normatividad el mismo argumento de “The
reasons we can share”. Lo citaremos completo:
Suponga el lector que usted y yo nos conocemos, usted me está hostigando y yo le pido que
se detenga diciéndole: ¿Le gustaría que alguien le hiciera a usted lo mismo? Y ahora no
puede seguir haciéndolo. Bueno, puede seguir, pero no igual, que unos momentos antes, pues
yo lo he obligado a detenerse.
¿Cómo surge la obligación? Tal como Nagel dice que lo hace. Lo invito a pensar si le
gustaría que alguien le hiciera eso, y se da cuenta de que no simplemente no le gustaría, sino
que le molestaría. Pensaría que quien lo está hostigando tiene una razón para dejar de
hacerlo. Esa obligación provendría de su objeción a lo que él le hace. Usted hace de usted
31
Ibid., p. 173.
32
Ibid., p. 181.
33
Ibidem
128
mismo un fin para los demás; hace de usted mismo una ley para ellos. Pero si es usted una
ley para los demás en la medida en que es tan sólo un ser humano, tan sólo alguien, entonces
la humanidad de los demás es también una ley para usted. Al hacer que piense en todo esto,
lo fuerzo a reconocer el valor de mi humanidad y actuar de manera que la respete.34
…el argumento no funcionaría si usted no lograra verse, identificarse, como alguien, sólo
como una persona entre otras que son igualmente reales. El argumento lo invita a ponerse en
el lugar del otro, y no podría hacerlo si no lograra ver qué es lo que el otro y usted tienen en
común. Suponga que alguien pudiera decir: “si alguien me hiciera eso a mí, vaya, ¡sería
terrible! Pero resulta que ese mí soy yo, después de todo.” De ser así, el argumento no
obtendría el efecto deseado, no resonaría con usted. Pero en realidad el argumento nunca
falla de esa manera.35
…tendría que oír sus palabras como si fueran un simple ruido, no como un discurso
inteligible. Y resulta imposible oír las palabras de un idioma que uno conoce como si fuera
un simple ruido. Al oír sus palabras como palabras, reconozco que usted es alguien, y al
34
Ibid., p. 179.
35
Ibidem
129
reconocer que puedo oírlas, reconozco que yo soy alguien. Si escucho el argumento de algún
modo, ya habré admitido que cada uno de nosotros es alguien.36
En su afán por señalar que el espacio de las razones es un espacio que ya compartimos por
el solo hecho de ser usuarios de un lenguaje público, Korsgaard insiste en ejemplos que parecen
exigir en exceso las posibilidades de la razón; se trata de ejemplos que parecen ignorar la
demasiada visible violencia de los que son sordos para con la queja ajena. Torturador y torturado
no comparten, casi que por definición, el espacio común de las razones. Son enemigos o rivales,
o adversarios; o, al menos, el victimario lo es de la víctima, y sus razones son, como diría Hume,
devenidas de algún tipo de amor propio o del autointerés o esencialmente privadas. Así que no
por reconocer la existencia del otro, por reconocer que no está solo, el victimario tendría que
verse llevado de facto a reconocer al otro como humano, o a reconocer su humanidad. Si el
victimario tiene alguna obligación seguramente será destruir a su enemigo o anular a su rival.
Este es el territorio del pensamiento estratégico y de las razones privadas.
Entonces, el argumento no funciona si pretendo usarlo como explicación de lo que
efectivamente hacemos cuando alguien nos invita a considerar los hechos desde cierta
perspectiva; no se trata de una explicación psicológica de los motivos de nuestra acción. Bien
puede ser que porque me valoro de cierto modo, egoísta o vanidoso, me vea llevado a justificar
para mí mismo el mal que hago. Yo no puedo asegurar que el hostigador ha de oír mis lamentos
como significativos, aunque cuando me quejo lo hago con la esperanza de que puede oírlos como
lo que son, reclamos contra su maltrato. El torturador sabe desde el principio que lo que hace le
produce dolor a su víctima. En eso consiste precisamente su arte. Pero lo sabe de un modo
objetivo, desligado o no comprometido. Conocer en este caso la fragilidad y la vulnerabilidad del
otro no es valorarlo, es la condición de posibilidad de instrumentalizarlo más eficientemente. A
esta actitud de instrumentalización eficiente del otro, con base en el conocimiento que se tiene de
él, la ha llamado Todorov: la paradoja de la comprensión que mata.
Sin embargo en su libro de 2009, Self-constitution, Korsgaard reconoce, al menos, tres
posibilidades de tratar las razones de los demás:
…trato tus razones como nada, como irrelevantes para nuestra decisión; o las trato como
razones públicas, con fuerza o autoridad normativa para mí; o las trato como razones
privadas, con autoridad normativa sólo para ti, que veo como herramientas u obstáculos para
36
Ibid., p. 181.
130
la persecución de mis propios fines. En Las Fuentes de la normatividad, argumenté que en el
caso de la normatividad del significado, esta última posibilidad no existe. Aunque, como
argumenté allí, es casi imposible, yo puedo al menos tratar de oír tus palabras como un mero
ruido—y ese es el análogo de la primera posibilidad, la de tratar tus razones como nada.37
Así que el otro si puede efectivamente ser sordo a mi reclamo; puede ser sordo a mi queja
y, por lo tanto, tomando mis palabras como “mero ruido”, ignorar mis razones. Para él soy solo
una cosa, un obstáculo o una herramienta que puede utilizar. Entre nosotros no hay interacción
alguna. Pero esta actitud de querer oír la voz del otro, expresándose en un lenguaje que conozco,
como si fuera un puro ruido, requiere esfuerzo. Recordemos, incluso, que sin esta posibilidad, la
posibilidad del mal, no habría exigencia normativa alguna.
En este sentido, debemos preguntarnos ¿cómo funciona el argumento? ¿Qué pretende
hacer ver? El argumento está dirigido a mostrar los presupuestos inevitables arraigados en
nuestros procesos deliberativos. El espacio de mis razonamientos es el mismo espacio en el que
se desarrollan nuestros razonamientos: el espacio de las razones públicas que valen. Es así como
funciona el argumento. Voy a actuar y me detengo, sea que la reflexión se inicie en mí mismo o
me obligue a ello la voz del otro; la distancia reflexiva crea el problema normativo ¿Debo hacer
esto o lo otro? Las respuestas que damos crean identidades que se convierten en la fuente de
nuestras obligaciones. Sin embargo, las identidades no funcionan como fuente de razones si no
las creemos necesarias. Se genera así una reflexión de segundo orden que nos llevará al
reconocimiento de nuestra identidad humana, a reconocer que somos miembros del partido de la
humanidad. El argumento de Korsgaard quiere mostrar que existe una identidad que no puedo
cuestionar en tanto que soy un agente racional que delibera: mi propia identidad como agente
racional capaz de auto-reflexión. Desde el punto de vista deliberativo yo estoy comprometido
inevitablemente con “mi identidad simplemente como un ser humano, un animal reflexivo que
necesita razones para actuar y vivir”38. De aquí se sigue, entonces, que debo tratar mi propia
humanidad como una fuente de razones con fuerza normativa para mí. Pero, si todas nuestras
razones son públicas o compartibles, entonces, estoy obligado, de la misma manera, a tratar la
humanidad de los otros, su identidad humana en tanto que racionales, como teniendo también
fuerza normativa para mí.
37
Korsgaard, “Agency, identity, and… cit., pp. 196.
38
Korsgaard, Las fuentes de… cit., p.121.
131
Entonces, la idea es que el punto de vista deliberativo contiene la necesidad de un
encuentro con la ley moral y por lo mismo, igual que el “hecho de razón kantiano”, nos hace
conscientes de nuestra autonomía. Para Korsgaard la obligación surge de un rechazo reflexivo de
aquellas acciones que amenazan nuestra identidad: maltratar la humanidad en cualquiera es una
negación de mi identidad humana. Podemos fallar en actuar de acuerdo con las exigencias del
imperativo, podemos incluso elegir vivir en el estado de excepción que es el mal, pero si somos
reflexivos, suficientemente reflexivos, terminaremos reconociendo, al menos cuando no nos
apuran las urgencias de la vida, que quisiéramos convivir, ser parte de una voluntad común, más
que meramente vivir.
II
Se dice, desde luego, que un poder superior puede quitarnos la libertad de hablar o de
escribir, pero no la libertad de pensamiento. Sin embargo, ¡cuánto y con qué licitud
132
pensaríamos si no pensáramos, en cierto modo, en comunidad con otros, a los que comunicar
nuestros pensamientos y ellos a nosotros los suyos! Puede decirse, por tanto, que aquel poder
exterior que arrebata a los hombres la libertad de comunicar públicamente sus pensamientos,
les quita también la libertad de pensamiento: la única joya que aún nos queda junto a todas
las demás cargas civiles y sólo mediante la cual puede procurarse aún remedio contra todos
los males de este estado.39
No se trata aquí de negar que el pensamiento sea o pueda ser una actividad solitaria, sino
de afirmar que su capacidad para dar cuenta, para justificar aquello acerca de lo que versa,
requiere de responsabilizarnos mutuamente de los contenidos que sostenemos. Aprendemos a
criticarnos a nosotros mismos cuestionando primero doctrinas y prejuicios medioambientales. De
ese modo distinguimos entre el origen de los conceptos y su legitimidad. La ampliación de
nuestra perspectiva parroquiana hasta la cosmopolita necesita de la publicidad del pensamiento,
del necesario contacto con el pensamiento de los demás. Sólo la consulta con el punto de vista de
los demás, sea real o imaginaria, nos permite alcanzar la imparcialidad capaz de zanjar los
conflictos. Si no pensamos en comunidad con los otros perdemos la libertad de pensar, pero si el
pensamiento no es libre, entonces ¿es todavía pensamiento? Seguramente hay espacio para los
pensamientos que no pueden ser confesados pero, de alguna manera, su pervivencia es
parasitaria de los públicos. En todo caso, dentro del espíritu crítico de la obra kantiana, la razón
no es la todopoderosa instancia capaz de justificar por sí sola cada partícula del mundo. Se trata,
más bien, de una razón cuya capacidad de dar cuenta requiere de los penosos esfuerzos de una
exploración en común. La pluralidad de reclamos, que anteceden a cualquier acuerdo que la
razón pueda reivindicar, constituye la condición primera de su florecimiento.
Por estas consideraciones, Kant insistirá en que para defender la razón hay que reclamar
tolerancia: “el uso público de la razón debe ser siempre libre”. Pero, Kant no entiende la
tolerancia para con las perspectivas ajenas como la entendemos hoy. Esto es, como poder
formarme opiniones por mí mismo y exigir que se me permita propagarlas. Para Kant la facultad
misma de pensar depende de su uso público: “La razón no está hecha para adaptarse al
aislamiento, sino a la comunicación”.40 Kant insistirá en que lo que nosotros comunicamos- sea
por palabras, gestos, rituales o por medio de patrones más complejos de actividad- debe ser
interpretable por alguna audiencia. Una comunicación que se enfrenta solo con la no
39
Kant, I., “¿Qué significa orientarse en el pensamiento?” en Defensa de la ilustración, Barcelona, Editorial Alba,
1999, p. 179.
40
Arendt, H., Conferencias sobre la filosofía política de Kant, Barcelona, Ediciones Paidós Ibérica, 2003, p. 79.
133
interferencia es de suyo una comunicación fallida. La expresión es parásita de la comunicación, y
toda comunicación exitosa exige alguna clase de reconocimiento o de asunción por parte de los
otros, sea que el mismo consista en una comprensión del contenido comunicado o en el mero
reconocimiento de que el otro busca comunicar; y una comunicación que se intenta requiere tal
reconocimiento. No somos tolerantes con las comunicaciones de otros por el mero hecho de ser
pasivos y no interferir. Cuando vemos que es la comunicación, y no la mera expresión, el objeto
adecuado de la tolerancia, podemos entender la fuerza de sus exigencias. La prédica permanente
de la tolerancia del uso público de la razón y la conexión de sus argumentos, a favor de la
misma, con los fundamentos de la razón, obedece a que Kant entiende la tolerancia como una
respuesta adecuada a la comunicación.
Kant define la Ilustración, en Respuesta a la pregunta ¿qué es la Ilustración?, como
nuestra salida de un estado de inmadurez por cuenta propia, como la superación de una situación
política y social en la que no nos atrevemos a pensar por nosotros mismos. “Sapere aude”, “ten el
valor de servirte de tu propia inteligencia”, se convierte en el manifiesto que expresa el espíritu
de la filosofía Crítica. La salida de este estado de infantilismo no es posible para un individuo
solitario. Los hábitos de la inmadurez se vuelven una segunda naturaleza y son difíciles de
remover sin esfuerzos en contrario. Pero un público entero puede quizás, y de modo gradual,
superar tales hábitos y “diseminar el espíritu del respeto racional…por la obligación de todos los
hombres a pensar por sí mismos” con tan sólo que ellos tengan “la más inocua de las formas de
libertad”: la libertad de hacer un uso público de la razón en todos sus asuntos.
La noción de un uso público de la razón es definida en términos de la audiencia a la cual se
dirige el acto de comunicación. El uso es privado si la audiencia es restringida, y público cuando
se dirige al mundo: “entiendo por uso público aquel que alguien, en calidad de docto, puede
hacer de su propia razón ante el público entero del mundo de lectores”. 41 Cuando nos
expresamos en calidad de doctos, como estudiosos de un tema, hablamos no como ciudadanos o
súbditos de una determinada sociedad, sino como partes de una sociedad más amplia, de una
sociedad cosmopolita y, de ese modo, nos dirigimos al público en general. Un oficial del ejército
está sujeto, en tanto tal, a las exigencias de su servicio: está obligado a obedecer; pero Kant
41
Kant, I., Respuesta a la pregunta ¿qué es la Ilustración?, Buenos Aires, Editorial Nova, 1964, p. 65.
134
piensa que “no se le puede prohibir con justicia que, como docto, haga observaciones sobre los
errores del servicio militar y los exponga al juicio de su público”.42
Kant distingue, además, entre libertad civil e intelectual, y considera esta última como
más importante. Pero la libertad intelectual no es sólo la libertad de comprometerse por sí mismo
en una reflexión solitaria, ella apunta a un requisito fundamental para que la comunicación sea
pública. Cualesquiera sean los medios de comunicación disponibles, las comunicaciones pueden
fallar en ser públicas si no reúnen las condiciones para que puedan ser comprensibles para los
demás. Ninguna cantidad de publicidad puede convertir un mensaje para ninguno o para unos
pocos en un uso público de la razón. La publicidad efectiva es políticamente importante; pero
ello supone que lo comunicado ha de ser comprensible, es decir, interpretable por sí mismo y no
basada en alguna autoridad externa.
La prioridad que Kant le asigna a la tolerancia del uso público de la razón tiene que ver,
entonces, con lo que él considera como los fundamentos de la razón práctica. Un uso público de
la razón es, en primer lugar, un uso que le permitiría alcanzar al mundo en su generalidad si fuera
adecuadamente comunicada. En tal caso, la única autoridad que le es dable asumir consiste en
que pueda ser aceptable para una audiencia sin restricciones. Dado que el mundo en su
generalidad no acepta una autoridad no común, la única autoridad que la comunicación puede
asumir debe ser interna a la comunicación. La única autoridad interna a la comunicación es, para
Kant, la que se desprende del uso de la razón.
Lo que se habla o se escribe no puede contar como uso público de la razón sólo porque se
hace llegar, por cualquier medio, al mundo en general. La comunicación también tiene que reunir
suficientes estándares de racionalidad para que sea comprensible por audiencias que no
comparten ningún otro tipo de autoridad. Cualesquiera sean los criterios de racionalidad
expuestos, estos tienen como única garantía de su autoridad que están siempre sujetos al
escrutinio crítico y a la autocorrección: “La razón pura tiene que someterse a la crítica en todas
sus empresas. No puede oponerse a la libertad de esa crítica sin perjudicarse y sin despertar una
sospecha que le es desfavorable.”43 Esta es una clara afirmación de porqué Kant piensa en la
tolerancia del uso público de la razón como especialmente importante. Las restricciones en el uso
público de la razón terminarían socavando la autoridad de la misma: “Sobre la libertad se basa la
42
Ibid., p. 67.
43
Kant, I., Crítica de la razón pura, Prólogo, traducción, notas e índices de Pedro Ribas, México, Taurus, 2006, p.
590.
135
misma existencia de la razón, la cual carece de autoridad dictatorial. Su dictado nunca es sino el
consenso de ciudadanos libres, cada uno de los cuales tiene que poder expresar sin temor sus
objeciones e incluso su veto”.44
La identificación de los dictados de la razón con el “consenso de los ciudadanos libres”
debe, sin embargo, leerse con cuidado y en ningún caso se debe desligar su interpretación de los
contenidos de la comunicación. Si se entiende el consenso en el sentido de que no hay razones
antecedentes al acuerdo de los ciudadanos, entonces ¿cómo podríamos explicar los procesos de
ilustración, es decir, la posibilidad incluso de que los usos, en principio privados, de la razón
pudieran alcanzar, o ser alcanzados, por la perspectiva de su uso público? Esa conclusión
ignoraría la estructura procesal de la explicación kantiana de la emergencia de los criterios de
racionalidad. La Ilustración es un proceso en el que se produce la emergencia de criterios
resistentes a la crítica y con autoridad normativa. Estos criterios pueden surgir incluso entre los
intersticios del despotismo. Los mandatos del déspota y del funcionario pueden alcanzar sus
audiencias sólo si reúnen algún tipo de estándar compartido. Ni los déspotas ni sus mandatos
pueden ser completamente arbitrarios. Tales usos de la razón no son nunca totalmente privados.
Por ello, Kant apeló a aquellos usos de la razón que pueden, incluso bajo el despotismo,
acercarse lo más posible al uso público de la razón. Apostó por la libertad de prensa como la
manera de garantizar el acceso a un debate universal, y podemos ver que sus escritos éticos
hacen, en el marco del despotismo, una radical demanda republicana.
La tolerancia del uso público de la razón es, de esta manera, una condición necesaria para
la emergencia y el mantenimiento de, cada vez más y mejores, estándares de razonamiento que
son requeridos por la comunicación pública. Las prácticas intolerantes pueden dañar los criterios
parcialmente avanzados de los cuales depende incluso la comunicación restringida. Si socavamos
mediante la intolerancia el uso público de la razón terminamos hundiendo todos los usos de la
razón, aun los privados y personales. Entonces la razón no tiene otro fundamento que un acuerdo
de cierto tipo- el que resulta del test del examen libre y abierto de las cuestiones controversiales
más que de verdades dependientes de la autoridad de las élites. El mero acuerdo, si fuera posible,
no tendría ninguna autoridad. Lo que le da autoridad al acuerdo es que se trata de un acuerdo
basado en principios que son capaces de resistir y enfrentar su propia crítica. Los principios de la
razón reivindican su autoridad por la vitalidad que demuestran cuando se aplican a sí mismos.
44
Ibidem
136
De acuerdo con Kant, la autocrítica se tiene que expresar en la forma de un debate libre,
crítico y universal. Mientras que la autoridad externa de un “dictador” destruye la autoridad de la
razón, el debate de los ciudadanos la robustece: “El litigio favorece a la razón debido a que el
objeto es considerado desde dos perspectivas”.45 La crítica y la tolerancia que la misma requiere
son fundamentales para la autoridad de la razón y se nos recomienda “permitir a nuestros
oponentes hablar en nombre de la razón, y combatirlo sólo con las armas de la razón”.46 Kant le
cuenta en Carta a Marcus Herz, en la década de 1770, cómo vivía de acuerdo con este espíritu
sus debates filosóficos:
Sabe usted bien que yo no puedo ver las objeciones racionales solamente por el lado de su
posible refutación, sino que procuro, al mismo tiempo, entretejerlas con mis propios juicios y
les doy el derecho a echar por tierra todas las opiniones anteriores que haya podido acariciar.
Siempre confío en que, enfocando imparcialmente mis juicios desde el punto de vista de
otros, pueda llegar a obtener una tercera cosa que aventaje a lo que anteriormente
pensaba…47
De este modo, los poderes y debilidades de la razón pueden ser revelados más fácilmente,
se delimita su autoridad y se evitan sus contradicciones. La autoridad de la razón consistirá,
entonces, en que los principios que llegamos a sostener como sus principios son aquellos que
resisten la prueba de sus propios desafíos, que no se auto-invalidan con su uso. El mejor modo de
encontrar los principios con este carácter es fortaleciendo el incremento del uso público de la
razón. En efecto, si no hay ninguna reivindicación trascendente de la razón, no hay nada más que
podamos hacer:
En efecto es absurdo esperar ilustración de la razón si antes se le ha prescrito ya por qué lado
tiene que tomar partido de forma ineludible. Además, la razón se sujeta por sí misma y se
mantiene en sus límites de modo tan perfecto, que no necesitáis recurrir a la guardia para
contrarrestar con el poder civil lo que consideráis preocupante superioridad de una de las
partes. En esta dialéctica no se produce ninguna victoria que nos dé causa para la ansiedad.48
45
Ibid., p. 594.
46
Ibid., p. 593.
47
Arendt, Conferencias sobre la… cit., p. 83.
48
Kant, Crítica de la razón pura… cit., p. 595.
137
La tolerancia, al menos para con los usos incipientes de la razón, tiene un status
fundamental en Kant. Sin ella mengua la autoridad de la razón. Algún grado de tolerancia es
necesario como precondición para la emergencia de cualquier modo de vida racional, y no sólo
para la emergencia de un modo de organización político. Kant va más allá de simplemente
sostener que la tolerancia y la libre discusión son necesarias para el descubrimiento de verdades
y de que serán políticamente efectivas. Todas estas justificaciones instrumentales de la tolerancia
presuponen que tenemos estándares de racionalidad y métodos para alcanzar la verdad que son
independientes. Kant piensa, más bien, que un grado de tolerancia debe caracterizar un modo de
vida en el cual los estándares de razón y de verdad puedan ser problematizados, y de ese modo
conseguir la única clase de vindicación disponible para ellos. Los desarrollos de la razón y de la
tolerancia son interdependientes. Las prácticas de la tolerancia ayudan a constituir la autoridad
de la razón.
La historia del desarrollo de la razón supuso un largo proceso evolutivo. Los comienzos de
la capacidad de razonar no pudieron depender del debate público, puesto que todo debate
presupone al menos rudimentarias capacidades de razonar. Kant ve a la “insociable sociabilidad”
de los seres humanos como un impulso hacia la conformación de modos de vida cooperativos,
que sólo pueden ser alcanzados mediante la comunicación. Sólo una vez desarrolladas las
capacidades racionales suficientes para mantener una “unión social patológicamente reforzada”
puede producirse la base para los ulteriores avances históricos. En la medida en que el progreso
histórico es guiado sólo por la “astucia de la naturaleza”, la tolerancia debe ser irrelevante. Esto
por dos razones. Kant ve el antagonismo natural como el motor del progreso, una tolerancia muy
temprana puede mermar el rol del conflicto en el desarrollo de las capacidades humanas.
Segundo, la tolerancia construida como una respuesta apropiada al reconocimiento del otro no
puede ser practicada hasta que las capacidades para la comunicación hayan sido desarrolladas.
La tolerancia apoya el desarrollo de la razón sólo cuando este desarrollo se ha vuelto una tarea
cultural más que un proceso de evolución.
Si la emergencia de los estándares de la razón es un asunto gradual, hay buenas razones
para extender la tolerancia hasta aquellas comunicaciones que a primera vista parecen
irracionales o predican la intolerancia; porque los criterios por los cuales tales comunicaciones
podrían ser juzgadas permanecen inciertos. Sin embargo, la tolerancia no puede extenderse, al
menos no sin daño para con la posibilidad de establecer estándares de razón, a aquellas acciones
138
que suprimen la comunicación de cualquier clase. Son los períodos de ilustración los que
empujan el examen de las prácticas de razonamiento; los que al privilegiar la libertad intelectual,
entendida en sentido amplio como la práctica de la tolerancia, permiten el avance en el
razonamiento y en la vida política:
A la razón le hace mucha falta esa lucha. Ojalá se hubiese desarrollado antes y con ilimitada
y pública autorización. Tanto más pronto hubiese surgido la crítica, ante la cual tienen que
desaparecer por sí mismas todas esas disputas, ya que los que en ellas intervienen descubren
entonces la ceguera y los prejuicios que provocaban su enfrentamiento. 49
Kant piensa que hay reglas que contribuyen a la resolución de los debates, que sin ellas la
comunicación no sería posible y los debates serían meramente expresivos. Mientras la tarea de la
dialéctica trascendental es sólo negativa, curar a la razón de sus ilusiones metafísicas y evitar su
caída en las antinomias, la tarea de la “Doctrina del método” tiene también un sentido positivo.
Aquí nos encontramos con argumentos a favor de la autoridad de la razón “No hay, pues, una
50
polémica propiamente dicha en el campo de la razón pura”. Donde todos los modos de
controversia son mera polémica no hay genuino debate porque ninguna de las partes “puede
hacer su tesis genuinamente comprensible”51. Un debate genuino necesita algo de comprensión
mutua, no se trata sólo de una cortesía hostil o de confiar la resolución del conflicto a una
autoridad externa. El debate auténtico produce la oportunidad para discutir, la libertad intelectual
permite “exponer a pública consideración los propios pensamientos y las dudas que no es capaz
de resolver uno mismo”52. No podemos esperar el final de las contiendas armados del arsenal
dogmático o escéptico, sino solo a través de una actitud en la que cada parte busca “desarrollar la
dialéctica oculta en su pecho, no menos que en el de su oponente”53. Los estándares compartidos
de debate que emergen de la práctica de la tolerancia, que los mismos escépticos deben aceptar si
es que quieren comunicar sus pensamientos, servirán para sostener no una mera comunicación
expresiva sino también para resolver desacuerdos o para hacer visibles las fuentes de las
confusiones que parecen desacuerdos.
Los argumentos Kantianos a favor de un desarrollo autodisciplinado de los estándares de
razón, mediante procesos públicos de razonamiento, ofrecen una vía intermedia entre las Scillas
49
Ibidem
50
Ibid., p. 600.
51
Ibid., p. 597.
52
Ibid., p. 598.
53
Ibid., p. 599.
139
de una vindicación trascendente de la razón y los Caribdis del relativismo. Su remedio contra la
interminable disputa de dogmáticos y escépticos, desnudada de alguna de sus más específicas
especulaciones acerca de la historia de la razón, es una crítica de la razón pura:
…que deriva todas sus decisiones de las reglas básicas de su propia constitución, cuya
autoridad nadie puede poner en duda, nos proporciona la seguridad de un estado legal en el
que no debemos llevar adelante nuestro conflicto más que a través de un proceso…es la
sentencia. Esta garantizará una paz duradera por afectar el origen mismo de las disputas.54
54
Ibid., p. 597.
140
comunicarnos, y debemos tratar de evitar principios que no pudieran regular la comunicación
entre una pluralidad de distintos seres libres y potencialmente razonables. La justificación de
tales principios de la comunicación consistirá, entonces, en que permitan mantener las prácticas
de comunicación y su desarrollo más que su invalidación. Se tratará por ello de máximas internas
a la comunicación misma, que la hacen posible.
En este sentido, incluso el imperativo categórico no tendría otra autoridad que su capacidad
para guiar las interacciones, incluyendo las interacciones discursivas de seres como nosotros,
cuya coordinación no instintiva requiere de la formación de una voluntad unificada. El
imperativo categórico establece los requerimientos esenciales para una comunidad posible (no de
una comunidad real) de seres racionales, libres y separados.
Esto es suficientemente explícito en la fórmula del reino de los fines, e implícito en las
otras formulaciones. La idea de actuar sobre máximas universalizables, de acuerdo con la
primera formulación, invoca la noción de una pluralidad de agentes libres y racionales que
actúan de modos que no impiden comportamientos similares de los demás. La idea de tratar a
todos los otros como fines, de acuerdo con la fórmula de la humanidad, invoca la noción de una
pluralidad de agentes, quienes coordinan sus acciones para obtener respeto, los unos de los otros,
para su condición de seres racionales y razonables, es decir, capaces de felicidad y de un sentido
de justicia. Estos estándares pueden ser aplicados reflexivamente a los procesos en los que de un
modo u otro se manifiestan. Así como nos hacemos reflexivamente conscientes de los principios
que articulan el orden de una experiencia posible, y esos principios pueden guiar reflexivamente
nuestra búsqueda de conocimiento objetivo; sucede lo mismo con la razón práctica: ser una
persona, un matrimonio, un grupo de amigos, un estado o una comunidad internacional es ser
alguien o algo estructurado por un principio comunicable o que pueda pasar el test del
imperativo categórico. Las otras opciones son la anarquía y/o la violencia. Y de allí le viene su
autoridad al imperativo. Los seres incipientemente libres y racionales, quienes carecen de los
principios trascendentes del razonamiento práctico, pueden y deben regular su comunicación
mediante máximas que no imposibiliten su comunicación embrionaria. En su aplicación a las
máximas de la comunicación, tanto como a otras máximas, el imperativo categórico no es más
que el test para evaluar si la máxima de la acción propuesta pudiera ser compartida (no que es
compartida o que sería compartida) por una pluralidad de seres al menos parcialmente libres y
racionales.
141
Una máxima plausible de la comunicación, señalada en pasajes dispersos de la primera
Crítica, se refiere al debate polémico. Kant se pregunta si podemos convertir en principio de
nuestra comunicación una máxima análoga a la de la guerra, cuyo propósito es obtener la victoria
a cualquier costo. Si tal máxima fuera fundamental nada tendría asidero. La victoria tomaría
prioridad sobre la comprensión. Pero la victoria que descansa sobre la incomprensión no es una
victoria en el debate o en la comunicación. El propósito de la discusión o del debate no se puede
reducir a la victoria; a menos que la victoria se entienda como asegurarse el acuerdo o la
comprensión de los otros. Si estos son los propósitos de la discusión, entonces la comunicación
debe ser guiada por máximas que establecen ciertas consideraciones con los otros seres capaces
de seguir la comunicación. Alcanzar la anuencia de los otros, no cuenta como ganar el debate.
Una máxima de coerción en el debate no es más universalizable que otras máximas de coerción
en el ámbito de la acción.
Restringirse de la polémica y de la mentira pueden ser reglas necesarias para la tolerancia
de las comunicaciones de los otros; pero se trata sólo del comienzo de las prácticas de tolerancia.
En la Crítica de la facultad de juzgar y en la Lógica, Kant ofrece el cálculo más extenso de las
máximas de la comunicación que deben ser adoptadas en una posible comunidad de seres
racionales. Lo más interesante de todo es ver cómo Kant se cerciora de la operación de
consideraciones intersubjetivas en el más subjetivo de nuestros sentidos, el sentido del gusto, y
cómo a partir de aquí la reflexión es capaz de construir los espacios públicos mediante el juicio.
A semejanza de las percepciones directas de un sabor o de un olor, que son eminentemente
subjetivas (el alimento que saboreamos y el aroma que aspiramos están en nosotros mismos,
interiorizados por así decirlo), la imaginación, como la facultad de traer a presencia lo que no
está más presente, nos permite interiorizar los objetos haciéndolos presentes como estados
nuestros a los que podemos volver reflexivamente; y ahora los objetos nos pueden afectar del
mismo modo en que nos afectaban los objetos de los sentidos subjetivos. Lo que conmueve y
afecta en la representación inmediata es agradable o desagradable, sólo lo que conmueve y afecta
en la representación, cuando no se está afectado por la presencia inmediata recibe el nombre de
bello o de bueno. Esta distancia de la afección inmediata, introducida por la imaginación en la
reflexión, es condición de posibilidad del desinterés que conduce a la imparcialidad y, por lo
tanto, de la posibilidad de evaluar algo en su justo valor.
142
Ahora bien, la posibilidad del agrado o desagrado judicativo que la imaginación introduce,
el juicio del gusto, está intrínsecamente conectado con un elemento intersubjetivo:
…[nos] interesa lo bello sólo [cuando estamos] en la sociedad […]. Un hombre abandonado
en una isla desierta no asearía por sí sólo su cabaña ni a sí mismo […] [el hombre] a quien no
le colme un objeto si no puede sentir en comunidad con otros la complacencia en él. 55
En Antropología señala:
El gusto (como sentido formal, por decirlo así) tiende a la comunicación de su sentimiento de
placer o desplacer a los demás y encierra una receptividad para sentir, afectado uno mismo
con placer por esta comunicación, una complacencia en compañía de los demás
(socialmente).56
Es en este sentido que Kant señala que la disciplina estética es una preparación para la
moral, una superación del egoísmo:
Ahora bien, la complacencia que no puede considerarse válida meramente para el sujeto
sensible, sino también para cualquier otro, esto es, universalmente…, es una complacencia
en la concordancia del placer del sujeto con el sentimiento de cualquier otro según una ley
universal que tiene que surgir de la legislación universal del que siente, o sea, de la razón;
esto es, la elección según esta complacencia está sometida, en cuanto a su forma al principio
del deber.57
55
Kant, I., Crítica de la facultad de juzgar, Traducción de Pablo Oyarzún, Caracas, Monte Ávila Editores
Latinoamericana, 2006, p. 238.
56
Kant, I., Antropología práctica, Edición de Roberto Rodríguez Aramayo, Madrid, Editorial Tecnos, 2010, p. 174.
57
Ibidem
58
Kant, Crítica de la facultad… cit., p. 234.
143
Kant llama a esta facultad un sensus communis, que no debe ser traducido como sentido
común porque denota más bien la idea de un sentido de lo público que se opone a un sentido
privado. Perder ese sensus communis es, para Kant, un estado de locura. En este estado podemos
todavía ejercer nuestras facultades lógicas, derivar conclusiones a partir de premisas, pero no
comunicarnos. Podemos discutir con alguien pero, seguramente, no razonar con él. Ejercer esta
facultad del sensus communis consiste en adoptar cierto tipo de máximas generales como guías
de nuestro pensar y comunicar. A estas máximas las llama Kant:
…máximas del entendimiento humano común”. Las tres máximas referidas están dirigidas a
guiar distintos aspectos de nuestro pensamiento y de nuestra comunicación y son: “1) pensar
por sí mismos; 2) pensar en el lugar de cada uno de los otros; 3) pensar siempre acorde
consigo mismo. La primera es la máxima del modo de pensar desprejuiciado, la segunda lo
es del amplio y la tercera, del consecuente.59
La máxima que debería guiar nuestro entendimiento es “pensar por sí mismos”, que es el
motivo central de la actitud ilustrada. Kant describe esta máxima como la máxima de que “la
60
razón nunca ha de ser pasiva” y como una máxima “del pensamiento sin prejuicios”. Una
razón no pasiva o más bien activa es una razón crítica y, por tanto, pública. Podemos liberamos
de los prejuicios y, en particular, de la superstición si reconocemos la exigencia de “preguntarse
a uno mismo en relación a todo lo que haya de ser asumido, si considera practicable convertir el
fundamento de la aserción, o la regla que se sigue de ella, en un principio universal del uso de su
razón.”61
Kant también la llama “la máxima de la auto preservación de la razón”. Adoptar esta
máxima consiste en buscar formar nuestro propio juicio y no meramente ser conducido por el
juicio de otros. Se trata, en un mínimo sentido, de actuar por uno mismo en asuntos del
entendimiento. Es claro que, para que haya genuina comunicación y debate, todas las partes
deben ser guiadas por esta máxima; de otra manera el entendimiento y el acuerdo serán
imposibles, un mero eco de lo que los otros pueden afirmar. La comunicación genuina ocurre
sólo entre seres que son, al menos parcialmente, distintos. Entonces, todo intento de eliminar las
diferencias, o las fallas en mantener algún grado de diferencia con aquellos con los que uno
59
Ibid., p. 235.
60
Ibidem
61
O`Neill, Constructions of reason… cit., p. 46.
144
supuestamente se comunica, es auto- frustrante. Nadie se comunica con un eco. La falta de auto-
respeto derrota la posibilidad de la comunicación, dado que hablantes y oyentes no serán ya
distintos.
Esta máxima no presupone ninguna forma fuerte de individualismo. Demanda sólo que
haya una pluralidad de partidos en todo debate, partidos cuyo pensamiento y juicio son en alguna
medida independientes. Donde nadie piensa por sí mismo no hay una pluralidad de puntos de
vista a ser oídos y debatidos. En ese caso la tolerancia carece de sentido. La presión social para
que paremos de pensar por nosotros mismos es siempre muy grande; si sucumbimos
completamente a ella entonces ya no participaremos de ningún debate.
La segunda máxima para guiar nuestro juicio en una situación particular es “piensa siempre
poniéndote en el lugar de cualquier otro”, que también llama Kant, la máxima del pensar
ampliado. Adopta esta máxima aquél que independientemente de sus mayores o menores talentos
intelectuales, “puede empinarse por encima de las condiciones subjetivas del juicio, entre las
cuales tantos otros están como atrapados, y reflexiona sobre su propio juicio desde un punto de
vista universal (que sólo puede determinarse colocándose en el punto de vista de otros).”62
Dada la ausencia de un punto de vista trascendente, tomar la perspectiva universal no
puede ser un asunto de adoptar un punto de vista neutral, sino de ver nuestro propio juicio inicial
desde la perspectiva de los otros. Quien adopta la máxima de la mentalidad ampliada debe por
tanto atender a lo que los otros están juzgando y comunicando en realidad. En ausencia de una
perspectiva divina, sólo existe la posición de los que se esfuerzan por alcanzar y entender la
perspectiva de los otros, y tratan de comunicarse con ellos no de imponerse sobre ellos. Sólo la
comunicación que se conforma a la mentalidad ampliada puede apuntar al mundo en su
grandeza. Las prácticas de tolerancia, que incluyen el respeto por los otros y sus parciales puntos
de vista, son tan fundamentales para la comunicación como lo es el auto-respeto.
La tercera máxima de este sentido de lo público es “la del modo consecuente de pensar”.
Es, para Kant, la más difícil de alcanzar ya que “sólo puede ser alcanzada por la unión de las dos
primeras y tras una frecuente observancia de éstas convertida en destreza.” Esto tiene sentido
dado que los principios de la razón no nos son dados de antemano como un sistema, sino que
tienen que ser desarrollados gradualmente, por lo que la consistencia es una tarea interminable,
cuyos límites son poco claros. Si la razón busca alcanzar consistencia entre el entendimiento y
62
Kant, Crítica de la facultad… cit., p. 236.
145
los juicios de una pluralidad de interlocutores, la máxima del pensar consistente será la búsqueda
de sistemas coherentes de pensamiento, lo cual parece una tarea inacabable.
Desde el punto de vista del Imperativo Categórico, se puede entender el carácter
obligatorio de estas máximas como principios de la comunicación. Si existe una forma posible de
comunicación entre seres que existen por separado y que no están coordinados instintiva o
naturalmente, entonces esos seres deben guiar su comunicación por principios que no erosionen
su propio pensamiento ni fallen en buscar entender y seguir el pensamiento de otros, ni los
aparten de la tarea de buscar integrar un conjunto de juicios constantemente revisados para
alcanzar consistencia. La fundamentación de los principios del razonamiento en la comunicación
incipiente se refleja en la fundamentación del desarrollo de la comunicación en los principios del
razonamiento. El principio supremo de la razón práctica a la vez emerge de y disciplina a la
comunicación humana. La suspensión de las máximas, sea por fallar en juzgar por sí mismo o
por indiferencia a las comunicaciones de los otros o a la consistencia, daña no sólo las
comunicaciones particulares, sino también las prácticas de razonamiento sobre las cuales
descansan las posibilidades de la comunicación. Sin embargo, si la razón en sí misma es
asegurada y disciplinada por las prácticas de la tolerancia en la comunicación, tenemos
profundas razones para cultivar esas prácticas. El escarnio de las máximas de la comunicación
amenaza con dañar los estándares compartidos de razón, que son esenciales para tener una
perspectiva más amplia del mundo e incluso son requeridas por los que atienden sólo a sus
grupos de referencia. No interferir con los demás puede ser todo lo que necesitamos para
expresarse uno a sí mismo en el mundo; pero las prácticas desarrolladas de tolerancia son
necesarias para que sea posible la comunicación con ese mundo ampliado.
Esto nos lleva a la conclusión siguiente: si releemos el argumento kantiano a favor de la
segunda fórmula del imperativo a la luz de los poderes de la imaginación y del sensus communis,
lo entenderemos, entonces, como una exigencia de nuestra vida sensible e inteligible a un
tiempo; de esto es un signo el placer que nos depara compartir nuestros juicios. Nuestra
naturaleza reflexiva y social es el término medio que conecta la estimación subjetiva de mi
condición humana como un fin en sí con la estimación objetiva de la humanidad en general como
un fin en sí. No se trata de un valor que resulta del pensamiento sino de una manera de estar
dispuestos que hace posible el pensamiento mismo.
146
“KANT” CONTRA KANT, NO ARISTÓTELES VERSUS KANT
Domenech dijo hace algunos años que Kant, a pesar de señalar la separación entre
ética y política, apostaba por buenas personas y no sólo por buenos ciudadanos. Decía
también que este autor era el primer filósofo, desde el derrumbe de la filosofía clásica, que
había considerado seriamente la posibilidad de que el individuo se hiciera a sí mismo, que
se eligiera y se creara a sí mismo y no sólo se reprimiera a sí mismo. Su veredicto, sin
147
embargo, es que no logra articular su propósito. A mí me gustaría terciar a favor de la idea
de que efectivamente Kant defiende una ética de la virtud y no de las reglas, y que en ella
existe espacio suficiente para una elección de sí, esto en la medida en que nuestra agencia
práctica se extiende hasta la modificación y el cultivo de nuestra propia naturaleza sensible.
En este sentido, la razón se concibe como activa frente a nuestras inclinaciones, pero estas a
su vez no se conciben como meros obstáculos a la moral o como contingentemente
alineadas con la misma, y por ello podemos hablar de una razón erótica. Para poder
sostener esta tesis, sin embargo, tenemos que liberarnos de cierta hermenéutica tradicional
del pensamiento práctico kantiano, que en el título designo con el nombre de Kant escrito
entre comillas, y proceder a desarrollar un modelo de la motivación moral que, por un lado,
haga patente el papel práctico de la razón y, por el otro, muestre el modo cómo nuestra
condición sensible se aviene con las exigencias de aquella.
Antes de entrar en la consideración de los lugares de la “clásica” confrontación de
razón y sensibilidad en la obra kantiana, vale la pena mirar, en primer lugar, aquellos
pasajes donde la misma no comparece. En Las observaciones sobre lo bello y lo sublime de
1763, apunta, ya en la vena que le va a caracterizar, que la virtud verdadera asume su rostro
más pleno en aquellos principios que devienen más nobles y sublimes mientras más
universales son, pero aclara que “que estos principios no son reglas especulativas, sino la
conciencia de un sentimiento que vive en todo pecho humano”.1 Más explícita resulta su
siguiente observación:
1
Schilpp, P., La ética precrítica de Kant, México, UNAM, 1997, p. 80.
2
Ibidem.
148
En esta etapa de su pensamiento Kant pone, sin reparos, como fundamento de la
virtud dos sentimientos y, más allá del origen les reconoce la condición de fuerzas motrices
de la acción:
Los sentimientos parecen tener aquí dos roles: En primer lugar, un rol epistémico,
registran valores, nos hacen captar las situaciones estética y moralmente relevantes, nos
permiten ir más allá de nosotros mismos para apreciar la actitud del otro, para entender su
punto de vista. En segundo lugar, un rol motivacional, los sentimientos pueden constituir
los móviles de aplicar “bien y con regularidad” los principios morales. Pero, aunque el
entendimiento no nos capacita por sí mismo para “entender” verdaderamente una situación
moralmente relevante, esto no significa que Kant renuncie a buscar principios generales
como base única de la virtud verdadera. La famosa abstracción Kantiana, que suele servir,
en su fase posterior, para dejar por fuera toda exigencia de la sensibilidad, funciona aquí al
revés: “En cuanto al estricto juicio moral que la cosa merezca, no corresponde a este sitio;
en el sentimiento de lo bello sólo tengo que observar y explicar los fenómenos”.4 En todo
caso, queda claro que en esta fase del pensamiento de nuestro autor, los principios morales
ni se oponen ni se separan de los sentimientos morales; tanto afirma la universalidad de los
principios de la virtud como enfatiza que estos no son meras reglas especulativas, sino la
conciencia de un sentimiento que vive en todo pecho humano.
Cualquier lector versado en Kant podría objetar, incluso con desdén, que este Kant
precrítico está muy lejos en el tiempo y en los conceptos de aquél que realmente nos
interesa, el Kant de la razón práctica pura, que pone en su sitio a las inclinaciones y funge
3
Ibid., p. 86.
4
Ibidem.
149
ella misma de motivo impoluto, no contaminado de sensibilidad. Pero, ¿cómo explicar
desde esta perspectiva el siguiente texto de 1797?
Hay ciertas disposiciones morales que, si no se poseen tampoco puede haber un deber
de adquirirlas—son el sentimiento moral, el amor al prójimo y el respeto por sí mismo
(la autoestima); tenerlas no es obligatorio, porque están a la base como condiciones
subjetivas de la receptividad para el concepto de deber…En su totalidad son
predisposiciones del alma, estéticas pero naturales (praedispositio), a ser afectados por
los conceptos del deber; no puede considerarse como deber tener estas disposiciones,
sino que todo hombre las tiene y puede ser obligado gracias a ellas.5
5
Kant, I., La metafísica de las costumbres, traducción de Adela Cortina Orts, Madrid, Editorial Tecnos, 1989,
pp. 257-258.
6
Ibid., p. 254.
150
De estos textos parece desprenderse la idea de que, tanto el joven como el viejo Kant,
niegan el abismo maniqueo de razón y sensibilidad sostenido por cierta hermenéutica
tradicional. Pero ¿qué pasa con el Kant canónico o propiamente crítico? Tanto en la
Fundamentación de la metafísica de las costumbres, como en La crítica de la razón
práctica define el respeto por la ley moral como el inmediato reconocimiento de su
autoridad, o como la determinación directa de la voluntad por la ley. El énfasis Kantiano es
aquí, en principio, intelectual: actuar por respeto es reconocer la ley moral como una fuente
de valor o de razones para la acción que son incondicionalmente válidas y que sobrepasan
cualesquiera otras fuentes de demandas, por ejemplo las que suscitan nuestros deseos. Este
respeto lo podemos tener también, y es discutible cuál de sus sentidos es más básico, por la
humanidad en el sentido en que lo prescribe la segunda fórmula del imperativo categórico;
pero también podemos desarrollar esta actitud frente a un individuo que exprese en su ser
un ejemplo vivo de mérito moral:
En este texto parece quedar claro que, por mucho que Kant insista en que la ley es
dada por la razón a la voluntad y no por un sentimiento previo o un sentido moral, la
manifestación cotidiana del hecho de razón moral, la manifestación de su impacto en
nuestra vida, la expresión subjetiva de nuestra percepción de casos de buena voluntad o de
la acción de la ley en nosotros, es siempre un afecto. No es nuestra intención explicar ahora
cómo se conjugan en la posición kantiana el lado intelectual y el afectivo del respeto, pero
baste lo dicho como una evidencia de cómo la relación sensibilidad-razón es transversal a
todo el planteamiento de este autor. Debemos discutir ahora los lugares en que ha
encontrado apoyo la tradición maniquea y proceder a señalar sus limitaciones.
7
Kant, I., Crítica de la razón práctica, traducción de Dulce María Granja Castro, México, Editorial Porrúa y
Universidad Autónoma Metropolitana, 2001, p. 168.
151
II
Yo sirvo gustosamente a mis amigos pero, ay, lo / hago con placer. / Me asedia
entonces la duda de si seré persona virtuosa. / A lo cual se me responde: /
seguramente tú único recurso es tratar / de despreciarlos por entero. / Y haz
entonces, con aversión, lo que te / ordena el deber.8
Si estos intérpretes tuvieran razón, la concepción kantiana no sería más que una
grotesca distorsión de cualquier cosa que pudiéramos reconocer como una disposición y
motivación dignas de elogio a la hora de realizar una acción moralmente exigible. Peor aún,
8
Rawls, J., Lecciones sobre la historia de la filosofía moral, traducción de Andrés de Francisco, España,
Paidos, 2001, p. 196.
152
para los supuestos propósitos kantianos, sería el hecho de que el dualismo maniqueo de
razón e inclinación que se le adjudica, en vez de señalar la posible existencia de un agente
con una buena voluntad, es decir, incontaminada de sensibilidad, no sería otra cosa que
mala metafísica en cuanto contradice nuestro mejor conocimiento empírico de la condición
humana. Esto último se puede mostrar a partir de los resultados de los estudios de Antonio
Damascio9 sobre las estructuras cerebrales que están a la base de la toma de decisiones, y
de las consecuencias que se siguen del mal funcionamiento de dicha estructura. (El Error de
Descartes)
Damascio estudió pacientes cuyas capacidades para prestar atención, su inteligencia y
memoria, la habilidad para atender a varios asuntos al mismo tiempo, el razonamiento
moral y social, las habilidades lógicas y lingüísticas estaban suficientemente intactas pero,
de una manera sorprendente, sus habilidades para llevar adelante sus vidas, de modos
siquiera medianamente aceptables era prácticamente nula. Por lesiones cerebrales se había
producido en estos pacientes una pérdida de asociación normal entre la representación de la
realidad y el conjunto estable de respuestas afectivas que suelen acompañar tales creencias.
Escenas que excitarían emociones positivas o negativas en la gente normal suelen dejarlos
enteramente fríos. No les inmuta la perspectiva de perder ni les entusiasma la de ganar. En
sus vidas todo lo emocional ha desaparecido o, en el mejor de los casos, se ha vuelto
inestable. El efecto de esta condición sobre el proceso de toma de decisiones es
sorprendente. Cuando se les ha puesto a prueba, tales sujetos pueden decir cual de dos
alternativas es mejor, calcular las consecuencias probables de una u otra y registrar
verbalmente aquellos aspectos de la situación que la gente suele considerar decisivos o
importantes. Pero, al actuar, se comportan de modos desesperadamente erróneos; son
incapaces de ejecutar las tareas más simples, de proceder a la más elemental organización
jerárquica de sus proyectos y valores y, por lo tanto, de estructurar sus propias vidas.
Damascio describe las representaciones de estos pacientes como “no marcadas
somáticamente”, carecen de los cambios corporales que expresan las emociones en el caso
normal. Donde hay ausencia completa de afectos nos encontramos en un terreno
indiferenciado, donde ninguna opción genera de manera nítida atracción o repulsión alguna.
9
Cf. Damasio, A., Descartes' error: Emotion, reason, and the human brain, Nueva York, Penguin Books,
2005.
153
En algunos pacientes hay poco o ningún resultado emocional. En otros se dan algunas
asociaciones entre conciencia y emoción, pero son inestables, cambiantes y frecuentemente
absurdas. ¿Cómo interpretar estos resultados en relación con el problema de la motivación?
Desde el punto de vista empírico los hechos parecen estar claros. Una situación está
somáticamente marcada cuando tenemos respuestas corporales placenteras o dolorosas,
como las que asociamos con el temor o la rabia al enfrentarnos a ciertas situaciones. Estas
respuestas resultan de programas afectivos servidos por el sistema límbico, que se activan
frente a estímulos de diversa procedencia y que en cierto sentido son autónomos al no
depender de instancias de control cognitivo de nivel consciente. En este sentido son
también pasivas, aunque no se niega la posibilidad de control por sistemas de orden
superior.
Además, los estados emocionales no son simplemente percepciones de movimientos
y cambios corporales sino que tienen intencionalidad, apuntan a objetos. Para poder jugar
este rol los movimientos corporales deben de alguna manera participar en la definición de
lo que estamos o no inclinados a hacer. En lenguaje de Damascio, la yuxtaposición de una
representación con un marcador somático tiene que ser activa, en el sentido de que el
marcador opera sea como una campanada de alerta sea como un estímulo impulsor. El
marcador somático sería en esta dirección una especie de atajo cognitivo que resalta con sus
colores aquello que en el mundo merece atención y exige respuesta. Lo que muestran los
pacientes estudiados es que sin tales marcadores, y los movimientos de emoción o
sentimiento a los cuales dan lugar, ninguna cantidad de información o de razonamiento o de
inferencia es más prominente para la acción que cualquier otro. El paisaje para la toma de
decisiones permanece aburridamente plano, porque nada importa más que otra cosa. Sin
emoción la voluntad carece de timón.
De esto se desprende, desde el punto de vista de una teoría de la acción, que nuestras
relaciones cognitivas con el mundo, nuestra capacidad para representárnoslo de esta o
aquella forma, en tanto referida a la acción, trabaja conjuntamente con los mecanismos de
la emoción y los afectos. Cuando por alguna causa no sucede así, cuando no hay armonía
entre estas facultades, el resultado no es otro que una desdibujada agencia o una pseudo
agencia. No hay, pues, dualismo motivacional en las condiciones normales del ser humano,
ni una oposición entre lo racional y lo afectivo, sino una estrecha colaboración entre ellos.
154
Los críticos del pensamiento moral kantiano, apoyados en consideraciones de esta
índole, vuelven contra Kant la crítica que este utilizó contra los metafísicos dogmáticos, y
expresó con su metáfora de una paloma que al sentir la resistencia del aire en sus alas, se
imaginaba que volaría mucho mejor sin resistencia del aire. Se engañan del mismo modo,
sostuvo nuestro autor, aquellos que piensan elevarse a un conocimiento del absoluto en
ausencia de las intuiciones. Y se engaña Kant, señalan los críticos, cuando sostiene que las
acciones sólo tienen valor moral cuando son hechas sólo por deber y en ausencia de las
inclinaciones.
Las consecuencias que para una teoría de las emociones se siguen de los estudios de
Damascio, son interesantes por dos razones: la primera, porque sus alcances probados dejan
por fuera al Kant maniqueo; la segunda, porque nos retan a hacerle espacio a las emociones
dentro de la ética kantiana. El alcance de los resultados de las investigaciones de Damascio
contra Kant no es tan contundente, sin embargo, si se examina de manera más adecuada la
concepción que tiene el último del papel de la sensibilidad en nuestra vida moral. Kant
nunca afirma que una acción candidata a detentar valor moral pierde su significado si un
agente tiene una inclinación a realizarla. Afirma que una acción carece de valor moral si el
agente la realiza sólo a causa de la inclinación. Para la psicología moral kantiana existe una
diferencia importante entre una acción acompañada por inclinación (mit Neigung) y una
acción hecha por inclinación (aus Neigung). El punto de Kant es que cuando una
inclinación está inmediatamente presente es más difícil saber si la acción es por deber que
cuando, como en sus ejemplos, no hay ninguna inclinación presente. Esta intención de Kant
se desprende con claridad de su afirmación, al comienzo su análisis del valor moral de la
acción en la Fundamentación. Allí nos dice que la determinación del valor moral es más
difícil “cuando el sujeto tiene en adición una inmediata inclinación a la acción”.10 A menos
que asumamos que una acción moral puede ser acompañada por alguna inclinación sin ser
hecha por inclinación, sería muy fácil determinar por la sola presencia de una inclinación
que la acción carece de valor moral.
Barbara Hermann ha sugerido que se entiende mejor lo que Kant está tratando de
hacer, si se piensa no en dos agentes actuando por distintas motivaciones sino en un mismo
10
Kant, I., Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Madrid, Editorial Tecnos, 2005, p. 59.
155
agente en dos estados volitivos distintos. En un caso hace lo que hace por simpatía y en el
otro no, pero igualmente hace lo que debe hacer. Esto es parte del modo como nos
concebimos. Creo que resulta natural pensar que puede haber un tercer caso, sentir simpatía
por lo que consideramos es nuestro deber. Si las dos motivaciones están presentes,
seguramente es más difícil saber cuál de ellas es efectivamente la fuente motivacional
operante. Pero esto no significa que la presencia de la inclinación le niegue valor moral a la
acción, a lo más lo oculta.
Más allá de esto sin embargo, tanto Schiller como Damascio, suponen un papel
positivo de las emociones, que cualquier teoría moral debe poder reconocer dentro de su
estructura. Que las inclinaciones, y entre ellas las emociones, puedan acompañar a las
acciones por deber no significa que este sea el caso de la teoría kantiana. Esta insiste en que
actuar por deber no sólo es una condición suficiente para que la acción tenga valor moral,
sino también en que es una condición necesaria. Si esto es así, parece que las emociones y
las inclinaciones en general sólo deben ser contenidas o a lo más que pueden aspirar es a
acompañar contingentemente el motivo del deber. Sin embargo, a pesar de todas las
expresiones en las que se sugiere una guerra permanente entre la razón y las inclinaciones,
tal combate no existe al menos en el sentido de fuerzas psíquicas o vectores de fuerzas que
se oponen el uno al otro, es decir, tal oposición es impensable teóricamente en el sistema
kantiano. La forma como Kant entiende la interacción entre motivos sensibles e inteligibles
es más bien análoga con una discusión política o jurídica, donde las razones para escoger
uno u otro plan de acción tiene un papel predominante. Esta metáfora tiene la ventaja de
poner las demandas de la sensibilidad dentro de un ámbito de razones en competencia, en el
que puede tanto servir a la moralidad contrariando al autointerés, servir a éste oponiéndose
a la moralidad, o servir al autointerés con la aprobación de la moralidad. Puesto que no
tenemos un sentido moral, en el sentido de captación directa de la bondad o maldad de un
acto, entonces, aquella evaluación afectiva que nos empuja en una dirección determinada en
un momento particular debería esperar al tribunal de las razones para verificar su
legitimidad.
Una inclinación particular nunca es por sí misma causa de la acción según este
modelo. Se necesita que la misma sea incorporada en la máxima del agente, esta política de
156
acción a la vez está legitimada por una subyacente decisión del agente de hacer sea lo que
la moral demanda, sea lo que el autointerés reclama:
…la libertad del albedrío tiene la calidad totalmente peculiar de que este no puede ser
determinado a una acción por ningún motivo impulsor si no es en tanto que el hombre
ha admitido tal motivo impulsor en su máxima (ha hecho de ellos para sí una regla
universal según la cual él quiere comportarse); sólo así puede un motivo impulsor, sea
el que sea, sostenerse con la absoluta espontaneidad del albedrío.11
Por incentivo se entiende un estado psicológico tal como una inclinación, “un
fundamento subjetivo de determinación de la voluntad”. 12 Por máxima un principio
subyacente a partir del cual un agente organiza una cantidad de intenciones más específicas.
Dos personas con la misma máxima, “ayudar a los otros en caso de necesidad”, pueden
diferir en sus modos de satisfacer la máxima y la misma persona en situaciones distintas
también. En este sentido no se trata de reglas que prescriben o prohíben acciones
específicas, sino de guías de acción que deben, para ser efectivas, complementarse con
intenciones más específicas en el marco de situaciones cambiantes. La visión de Kant es
que las máximas particulares que una persona adopta, las adopta como resultado de una u
otra de dos alternativas fundamentales o máximas supremas: la máxima de hacer siempre,
por respeto al deber, lo que el respeto al deber demanda, o la máxima de hacer siempre, por
amor de sí, lo que la inclinación sugiere, aun cuando vaya en contra de nuestro deber. Esto
sugiere una diferencia entre el valor moral de la acción y la noción de buena voluntad, o lo
que debe ser una persona virtuosa. El valor moral pertenece a las acciones particulares,
mientras que la buena voluntad hace referencia a un carácter virtuoso.
La indeterminación de las máximas y su jerarquización por principios, tiene menos
que ver con la corrección o incorrección de actos de un tipo específico, y mucho más con la
subyacente cualidad moral de nuestras vidas. Cuando adoptamos máximas de la clase
moralmente apropiada no estamos adoptando en absoluto un mero conjunto de reglas
morales, sino más bien las líneas generales de una cierta clase de vida, los cimientos de una
cierta clase de carácter, nos hacemos una cierta clase de persona. Pareciera así que para
11
Cf. Kant, I., La religión dentro de los límites de la mera razón, Madrid, Alianza, 2009, p. 33.
12
Kant, Crítica de la razón práctica… cit., p.79.
157
Kant, el núcleo de la moralidad consiste en llegar a ser de cierta manera al sostener ciertos
principios y no en conformar nuestros actos a un conjunto de reglas específicas.
La bondad de una buena voluntad es una función de su carácter, esto es, de la
estructura permanente de sus motivos o, de manera equivalente, de su disposición
(gesinnung) a actuar sobre la base de máximas moralmente apropiadas. La necesidad de
distinguir entre las acciones particulares con valor moral y las acciones que se desprenden
de un carácter virtuoso, se hace más clara cuando nos preguntamos por las acciones
moralmente permisibles, pero no obligatorias. Puesto que estas acciones surgen del
autointerés no pueden ser motivadas directamente por el pensamiento del deber. Sin
embargo, como lo ha sugerido Barbara Hermann, tales acciones se pueden considerar
morales en un sentido amplio y, por lo tanto, como expresiones de una buena voluntad; la
idea es que un agente moralmente consciente acude a la ley moral para determinar si un
curso de acción deseado es permisible. En estos casos la idea del deber funciona como una
clase de motivo secundario, o condición limitante, que imponemos sobre nuestros motivos
primarios aunque el mismo no sea directamente determinante de la acción del agente.
Esta idea se puede extender a las acciones obligatorias. Si las acciones permisibles
pueden estar gobernadas por consideraciones morales de manera indirecta, lo mismo puede
suceder por las acciones exigidas por el deber. Para preservar el valor moral de la acción es
necesario que la misma se desprenda del interés del agente en hacer lo correcto, pero no es
necesario suponer que este interés tenga que ser el mismo el motivo directo de la acción.
Tenemos que distinguir, entonces, entre los motivos que funcionan directamente en el
fomento de las acciones moralmente obligatorias y los motivos que funcionan como guías o
límites de las operaciones de los otros motivos.
Kant admite con claridad la posibilidad de que ciertas acciones morales sean
fomentadas o impulsadas por un motivo no moral, por ejemplo por la simpatía. En La
13
doctrina de la virtud, sostiene que tenemos un deber indirecto de cultivar nuestros
sentimientos de simpatía. Supone Kant, que mientras más desarrollemos estos sentimientos,
más sensibles nos volveremos a las necesidades y sufrimientos de los otros; que, por lo
mismo, nos haremos más capaces de practicar el deber de la beneficencia. Esto sugiere que
13
Kant, La metafísica de… cit., pp. 328-329.
158
acepta que la ley moral es capaz de suscitar una transformación de nuestra condición
sensible y no sólo de producir una regulación de la misma.
En la doctrina de la virtud la panoplia de sentimientos que apoyan y reflejan la
moralidad, constituyen un abanico que va más allá de los meros sentimientos de placer y
respeto que derivan de la adherencia a la ley moral. Entre estos resaltan el amor, la
benevolencia, la gratitud y el sentimiento de amistad. Paul Guyer14, ha señalado que estos
sentimientos no son sólo concomitantes de la acción por deber. También funcionan como
soportes positivos de la acción por deber, a la que facilitan, en la medida en que el ejercicio
de las actividades correspondientes fomenta el hábito de hacer lo que la ley moral demanda.
En esta dirección el mismo Kant señala que: “Haz el bien a tu prójimo y esta beneficencia
provocará en ti el amor a los hombres (como hábito de la inclinación a la beneficencia)”.15
Muchas de las referencias kantianas al modo como la sensibilidad hace palpable nuestra
moralidad, suponen, sin duda, un principio de habituación de esta naturaleza. Pero la tesis
de Guyer, que nos parece correcta, es más fuerte. Se trata, como dijimos antes, de que para
Kant existe un deber indirecto de cultivar aquellas emociones y sentimientos que sostienen
la moralidad, que cultivar estos sentimientos es un asunto de principio.
Si esto es cierto, como más adelante trataremos de mostrar, entonces no sólo hay que
abandonar la noción maniquea de Kant (la que insiste en el abismo entre sensibilidad y
razón), sino que debemos ubicar a nuestro autor como un continuador de la tradición
clásica griega, en el sentido de sostener que las emociones y sentimientos (en términos
kantianos, las inclinaciones), están dentro de la esfera de la agencia humana. Actuar bien,
en este sentido, no es sólo un asunto de suerte o de mera cogitación, sino el resultado del
esfuerzo y la realización de un proyecto de autogobierno y, en este mismo sentido, de
creación de sí.
Los deberes de virtud, promover la perfección propia y fomentar la felicidad ajena,
implican, como ya se señaló, deberes derivados de cultivar ciertos sentimientos en la
medida en que estos son requeridos para el cumplimiento cabal de los deberes de virtud
propiamente dichos. El fundamento de los deberes de virtud lo podemos encontrar en la
necesidad de potenciar la agencia libre o condición práctico racional de la persona, tal
14
Cf. Guyer, P., Kant and the experience of freedom: Essays on aesthetics and morality, Cambridge
University Press, 1996.
15
Kant, La metafísica de... cit., p. 258.
159
como lo exige la fórmula del imperativo categórico referida a la humanidad en nosotros y
en los otros. Ahora bien, subyacente a los deberes de virtud, Kant señala la existencia de un
deber más general de actuar siempre por deber. Tenemos “la obligación general de realizar
todos nuestros deberes por motivo del deber mismo.”16 Sostiene también que la virtud es el
hábito de “determinarse a obrar por la representación de la ley”. 17 Tenemos aquí un
requerimiento sobre el espíritu con el que debemos realizar nuestro deber. Se trata del
ejercicio de una virtud rectora, que se ubica en un nivel diferente de los deberes más
específicos referidos a sí mismo y al otro o, mejor aún, de una intención de segundo orden
que gobierna nuestra conducta de un modo distinto a como puede guiar la acción la
intención específica que poseo en un momento determinado.
Ahora bien, esta exigencia general de más alto orden, de realizar siempre el deber por
motivo del deber, tiene como consecuencia vital o requiere de nosotros no sólo tomar todos
los pasos necesarios para cumplir mi deber ahora, sino también mantener lo más presente y
viable posible a la disposición misma. Esto incluye el cultivo de nuestros sentimientos,
desarrollar la capacidad de estar inclinados a desear de acuerdo con el deber; esto sobre
todo si con el mismo Kant podemos concebir que hay momentos de elección práctica en
que el sólo pensamiento del deber podría no ser suficiente para movernos a la acción.
John Rawls ha llamado al tipo de deseos que surgen de consideraciones de principios,
tal como el principio general de la virtud del cual venimos hablando, deseos dependientes
de concepciones:
…los principios que deseamos seguir pueden conectarse con un deseo de
realizar una determinada concepción racional o razonable, un ideal moral. Por ejemplo,
deseamos comportarnos de manera apropiada al hecho de ser personas racionales;
personas cuya conducta es guiada por el razonamiento práctico; y desear ser esta clase
de persona implica tener estos deseos dependientes de principios y actuar de acuerdo
con ellos, y no sólo de acuerdo con deseos dependientes de objetos gobernados por la
costumbre y el hábito.18
160
conjunción con él, prenden en la persona, hacen viable el proyecto de vida, en la medida en
que efectivamente generan afectos y sentimientos, junto con los cuales conforman el
carácter de la persona.
La clase de persona que Kant tiene en mente es la de una que no hace excepciones a
favor de su propio caso, que reconoce el valor y la realidad moral de los otros y que no
pone obstáculos a la existencia de la comunidad. En ese caso se trata de una ética de la
virtud y no de las reglas. Si volvemos al problema de la relación entre razón e inclinación
desde esta perspectiva, tenemos a partir de lo dicho que, como incentivos, las inclinaciones
se deben entender como un ámbito de razones “prima facie” que puede o no oponerse a las
demandas del deber. Cuando restringimos una inclinación al realizar nuestro deber, la
acción debe reflejar nuestra elección fundamental de hacer lo que es requerido sea o no que
estemos inclinados a ello. En el caso de que actuemos de un modo que satisface tanto al
deber como a la inclinación, la acción debe todavía reflejar nuestro compromiso
fundamental con el deber. En el caso de que la acción coincida contingentemente con el
deber es porque proviene de la máxima fundamental del amor de sí.
III
19
Kant, La metafísica de... cit., p. 21.
161
algún modo aquellas inclinaciones que pudieran conducir a las acciones que el deber
requiere. Si el principio, como expresión de la libertad del agente, es la causa primera del
nuestras acciones, entonces, cuando potencia nuestras inclinaciones, es decir, cuando les da
estabilidad y eficacia en nuestro proceso de toma de decisiones y en las respuestas ante las
representaciones, podemos decir que el agente es en algún modo responsable de la clase de
emociones e inclinaciones que tiene. Las inclinaciones no serían en este caso meros
productos de la naturaleza, sino resultados de la agencia práctica y, por lo tanto,
responsabilidad del agente.
La idea es que Kant acepta la existencia de emociones y sentimientos que apoyan y
reflejan la moralidad, que son más extensos y variados que los sentimientos de placer y
respeto inherentes a nuestro apego a la ley moral. Entre estos tenemos, como ya señalamos,
el amor, la benevolencia, la gratitud, los sentimientos de amistad y la misma estima de sí.
Estos sentimientos son más que meros concomitantes naturales de la actuación por deber.
Ellos se desarrollan y fortalecen por algún tipo de principio psicológico de habituación a
partir de la acción por deber, en este sentido se convierten en una naturalización del deber y
le sirven de soporte fenoménico: “el amor originalmente nacido del deber, se vuelve una
inclinación”.20 Pero se puede dar un paso más hacia la idea de que las emociones, como
resultaba para los griegos, están dentro de nuestra esfera de agencia y que podemos ser
alabados y censurados por nuestra actitud hacia ellas.
Ese paso consiste en mostrar que existe espacio en la ética kantiana para afirmar la
existencia de un deber derivado de cultivar las inclinaciones que sostienen a la moralidad.
Se puede afirmar que esta idea está implícita en la psicología moral presente en La Religión
dentro de los límites de la mera razón y más o menos explícita en La metafísica de las
costumbres. En el primer caso nos encontramos con que Kant señala tres disposiciones
originales que, junto con el libre albedrío, constituyen la naturaleza humana. Se trata de la
predisposición a la animalidad, a la humanidad y a la personalidad.21
La primera se refiere a la condición de viviente del ser humano, y se le puede
entender como amor físico a sí mismo, guiado por los instintos y por tendencias y hábitos
adquiridos. Bajo esta categoría caen los instintos de autoconservación, de propagación de la
20
Ibid., p. 258.
21
Kant, La religión dentro… cit., pp. 35-37.
162
especie y del cuidado de los hijos, así como el impulso hacia la sociedad. La segunda, se
refiere también al amor de sí y a la felicidad a la que aspira, pero juzgada en comparación
con la felicidad de los otros. Aquí se juzga al hombre también como ser racional. De este
amor se alimenta el deseo de estima ante los ojos ajenos y el deseo de igualarnos a los otros
y de evitar que nos superen. Esta predisposición es el motor de la lucha por el estatus y la
posición social y en esta dirección puede dar lugar a muchos vicios. La tercera
predisposición es a la personalidad, el hombre, además de racional, es una ser responsable
que debe dar cuenta de sus actos. Esta predisposición se expresa en dos capacidades
fundamentales: entender y aplicar inteligentemente la ley moral y respetar esa ley como un
motivo suficiente para la voluntad de un ser libre. Tanto el aspecto intelectual como el
aspecto afectivo deben ser resaltados, pues sin el primero no habría criterio, sin el segundo,
sin el sentimiento moral, la ley no sería más que un objeto intelectual sin ningún arraigo en
nuestra naturaleza.
Todas estas predisposiciones son buenas en el sentido de no contradecir la ley moral,
y son también originales por cuanto son condición de posibilidad de nuestra existencia
como seres humanos. Según ya dijimos, ninguna predisposición puede determinar la
voluntad a menos que haya sido incorporada a una máxima o política de acción mediante
nuestro libre albedrío. Esto significa que aunque las predisposiciones sean un dato de la
condición humana, tenemos la potestad y la obligación de ordenarlas, es decir, tenemos que
elegir el peso que hemos de dar a estas predisposiciones en nuestras vidas, definir su
valoración en el marco de nuestras deliberaciones y de nuestra conducta. Del orden y la
jerarquía elegidos dependerá la calidad moral de la voluntad.
La buena voluntad es aquella donde el principio de la personalidad recibe la
condición de principio supremamente regulador de la animalidad y la humanidad. Si
eligiéramos el estatus y el aplauso como motivos fundamentales, la falla no estaría en
nuestra predisposición a la humanidad sino en el libre albedrío. Nuestra voluntad sino mala
sería a lo sumo contingentemente buena. Dado que, como dijimos antes, las elecciones
fundamentales de nuestra vida moral (máximas supremas y generales) están dirigidas a la
conformación de un carácter, de un modo de ser, de cierto tipo de personalidad, entonces,
elegir el orden que nuestras predisposiciones (y esto incluye nuestras emociones) recibirán
en el marco de nuestras deliberaciones y de nuestra vida, como un modo permanente de ser,
163
es suficiente para que seamos juzgados como responsables por al menos algunas de esas
emociones. En la misma medida en que satisfacer ese orden profundo de nuestras vidas
requiere fortalecer algunas de nuestras emociones mediante una práctica continua, en esa
misma medida tenemos entonces el deber de fomentar esas emociones.
Lo que está más o menos implícito en La religión, aparece con mayor claridad en La
doctrina de la virtud. En este texto tardío, 1797, Kant analiza los deberes de virtud y los
define como aquellos que son sancionados internamente y no están sujetos a coacción
externa. Estos deberes se proponen fines y nadie puede obligar a otro a proponerse un fin
como suyo. Aunque los deberes éticos no pueden ser reforzados legalmente, la inversa es
cierta, podemos proponernos la justicia como nuestro fin. El fin supremo de esta doctrina
es:
…obra según una máxima de fines tales que proponérselo pueda ser para cada uno una
ley universal.-Según este principio, el hombre es fin tanto para sí mismo como para los
demás, …es en sí mismo un deber del hombre proponerse como fin al hombre en
general.22
Proponerse la humanidad del hombre en general como fin, exige asumir una
estructura jerarquizada de fines que son deberes, de los cuales lo más generales son los
fines que son deberes de la perfección propia y de la felicidad ajena. Estos son deberes
sustantivos que manifiestan de modo concreto la actitud de promover la humanidad en sí o
en los otros. Al analizar estos deberes y lo que su cumplimiento exige de parte de nuestra
disposición afectiva, nos encontramos con que la virtud kantiana requiere algo más que la
inhibición de las inclinaciones e incluye el cultivo y desarrollo positivos de nuestra
naturaleza sensible, en particular de ciertas disposiciones emocionales.
Por virtud entiende Kant, “la fuerza de la máxima del hombre en cumplimiento de su
deber”,23 la fuerza de obedecer una sanción interna en el cumplimiento de los deberes ético
o jurídicos. El poder de una voluntad así gobernada por la moralidad se expresa también en
la transformación de nuestra NATURALEZA SENSIBLE MERCED A ESA
VOLUNTAD, de tal manera que esta pueda servir positivamente como soporte del deber
mismo. Para que nuestra voluntad pueda alcanzar la virtud debe transformar nuestra
naturaleza animal de modo que haga palpable a la moralidad: “es para el hombre un deber
22
Kant, La metafísica de… cit., p. 249.
23
Ibid., pp. 248
164
progresar cada vez más desde la incultura de su naturaleza, desde la animalidad (quoad
actum) hacia la humanidad, que es la única por la que es capaz de proponerse fines”.24
Transformar no es lo mismo que sujetar o limitar. Cuando nos proponemos la
perfección propia, nuestras acciones deben estar guiadas por el principio de razón paro
también se requiere configurar nuestra naturaleza para conformarse a ese principio:
Entre las disposiciones naturales a ser transformadas tenemos los poderes de la mente
(entendimiento y razonamiento), del alma, (memoria e imaginación), y del cuerpo, (el vigor
corporal). Aunque no las menciona en relación con el deber de perfección propia, las
emociones aparecen cuando se refiere al deber de procurar la felicidad ajena. Allí señala
que el cultivo de nuestros sentimientos es un recurso para promover la felicidad de otros y
por eso tenemos un deber derivado de cultivarlos, tal es el caso de la simpatía y de la
compasión:
…Alegrarse con otros y sufrir con ellos son sin duda sentimientos sensibles de placer o
desagrado (que, por tanto han de llamarse estéticos) por el estado de satisfacción o de
dolor ajenos (simpatía, sentimiento de compartir), para los cuales ya la naturaleza ha
hecho receptivos a los hombres. Pero utilizarlos como medios para fomentar la
benevolencia activa y racional es todavía un deber especial, aunque sólo
condicionado…26
24
Ibid., pp. 238.
25
Ibidem.
26
Ibid., p. 328.
165
Esto parece querer decir que nuestra capacidad como agentes de responder a las
exigencias de la moral, en tanto que seres racionales y razonables, florece mejor y
encuentra expresión palpable en alguien que ha cultivado sus capacidades emocionales.
Kant mantiene tenazmente a lo largo de su vida que la fuente más elevada de nuestra moral
es la razón práctica pura, pero paulatinamente va descubriendo que el efecto de la
aceptación libre de esa ley por un sujeto, no sólo produce una contención de nuestra
naturaleza sensible sino una verdadera transformación de ésta, hasta el punto de asignar un
papel fundamental a los sentimientos en el desarrollo de nuestra virtud moral. Esto se puede
ver cuando sostiene que una estética de las costumbres no es una parte de la metafísica de
las costumbres: “pero si una exposición subjetiva de la misma: en ella los sentimientos que
acompañan a la fuerza constrictiva de la ley moral hacen sensible su efectividad…con el fin
de aventajar los estímulos meramente sensibles.”27
Llegamos a ser el tipo de persona que da prioridad y efectividad a la ley moral en su
vida, en la medida en que desarrollemos, entre otras cosas, nuestros sentimientos afines con
tal proyecto. Esos sentimientos no son meros concomitantes de la acción virtuosa, ellos
exponen en el sujeto y para el sujeto el efecto de la ley moral misma en criaturas
encarnadas y menesterosas como nosotros. En La doctrina de la virtud se plantea el
problema de qué podemos hacer para volvernos la clase de personas para quienes el interés
moral ha de tener primacía motivacional y así volvernos virtuosos. La respuesta consiste en
que tenemos que naturalizar nuestro deber, que debemos perfeccionar nuestra naturaleza
como parte de nuestro deber de perfección moral, que tenemos que desarrollar un programa
de ejercicio de nuestras emociones:
…es un deber indirecto a tal efecto cultivar en nosotros los sentimientos compasivos
naturales (estéticos) y utilizarlos como otros tantos medios para la participación que
nace de principios morales y del sentimiento correspondiente.- Así pues, es un deber
no eludir los lugares donde se encuentran los pobres a quienes falta lo necesario, sino
buscarlos; no huir de las salas de los enfermos o de las cárceles para deudores, etc.,
para evitar esa dolorosa simpatía irreprimible: porque este es sin duda uno de los
impulsos que la naturaleza ha puesto en nosotros para hacer aquello que la
representación del deber por sí sola no lograría.28
27
Ibid., p. 263.
28
Ibid., p. 329.
166
En este texto se resumen casi todos los roles positivos que las emociones pueden
jugar dentro de la ética kantiana. La simpatía tiene un rol espitémico, nos dice que allí hay
una situación moral relevante; un rol actitudinal, la compasión con el que sufre nos
predispone para el ejercicio de la virtud; y hasta un rol motivacional, porque ¿de qué otro
modo podemos entender que la sola representación del deber no nos lleve a la acción pero
si lo hace en presencia de la emoción? Saber reconocer una situación concreta como
moralmente relevante, tener la actitud adecuada para con esa situación y saber atender a las
razones del valor de la humanidad en nosotros y tener la disposición emocional a
secundarlas no es otra cosa que un carácter estable y confiable, un carácter moralmente
robusto más cónsono con la tradición aristotélica que con el venerable kantismo con
comillas que hemos querido olvidar.
Podemos ahora dar su justo lugar a las palabras con las que casi se cierra La
metafísica de las costumbres, y que son una cumplida respuesta a Schiller: “…pero lo que
no se hace con placer, sino sólo como servidumbre, carece de valor interno para aquel que
obedece su deber con ello, y no se lo ama, sino que se evita la ocasión de practicarlo”. 29
También vale la pena recordar cuando dice que “la disciplina que el hombre ejerce sobre sí
mismo sólo puede ser meritoria y ejemplar por la alegría que le acompaña.” 30 Las
emociones expresan nuestro verdadero talante moral y son el mejor camino para la
superación de la opacidad de las fuentes más profundas de nuestra motivación para la
acción.
29
Ibid., p. 362.
30
Ibid., p. 364.
167
168
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171
Resumen curricular
172
ÍNDICE ACUMULADO DE APUNTES FILOSÓFICOS
173
ÍNDICE ACUMULADO DE APUNTES FILOSÓFICOS
174
ÍNDICE ACUMULADO DE APUNTES FILOSÓFICOS
Filosofía hoy • W.GIL (reseña): J.J.E. Gracia: evolución? • A. LOVERA: Notas sobre
A Theory of Textuality • D. DE LOS REYES paradigmas, revoluciones y contra
(reseña): Jean Jacques Rousseau: Oevres revoluciones científicas en las ciencias
Complètes, t. V. sociales • R. GUZMÁN: ¿Cómo se diferencia
P. LLUBERES: La moral dentro del la ficción de la no ficción en términos
programa cartesiano • D. GARBER: Moral discursivos? • J. GERENDAS: Entrevista en
«provisional» y moral «definitiva» • P. Agnes Heller • J.M. SCHAEFFER: El arte de la
GUÉNIOT: Descartes lector de Séneca • O. edad moderna • A. ROSALES: Panorama de la
ASTORGA: La moral cartesiana o la tensión filosofía de la ciencia actual a través de su
entre lo provisorio y lo definitivo • literatura reciente • R. GUZMÁN (reseña): José
J.R. ROSALES: Práctica y responsabilidad: María González García: Las huellas de
sobre la ética de Demócrito • F. BRAVO: Las Fausto.
teorías del lenguaje en el Cratilo de Platón •
C. PAVÁN: Reflexiones en torno a la F. BRAVO: Psicología platónica del
homonimia del ser en la Metafísica de placer • W. GIL: Platón: la aptitud política del
Aristóteles • E. HEYMANN: Ética y filósofo gobernante • G.F. PAGALLO:
antropología: los casos de Descartes y Aristóteles y la búsqueda de los principios •
Spinoza • A. VALLOTA: La inevitabilidad del C. PAVÁN: En torno a la naturaleza
error según Descartes • P. CASTRO: ontológica de la doctrina aristotélica de las
Hermenéutica e historia • M. BRICEÑO: La categorías • C. KOHN: Las antinomias de la
dialéctica hegeliana en el debate actual en democracia liberal • O. NORIA: El sufragio
torno a conocimiento y acción • O. NORIA: La como una figura de realización de la idea de
opinión pública y la libertad en los modernos ciudadanía • O. ASTORGA: Contexto de
• P. LO MONACO: El problema del descubrimiento y contexto de justificación en
esencialismo revisitado • A. ROSALES: La explicación hobbesiana de la sensibilidad •
filosofía de la matemática de Kant en M.A. BRICEÑO GIL: La necesidad del
discusión: un comentario sobre «Intuición y filosofar: relación externa del pensamiento
construcción» de Sabine Knabenschuh de particular • R.R. BRAVO: El significado de los
Porta • D. DE LOS REYES: Semblanza de términos sincategoremáticos • J.R. HERRERA:
Ángel Cappelletti • V. PRADO: Diálogo con El Maestro Núñez Tenorio • M. GUADALUPE
J.R. Núñez Tenorio: en torno a García Bacca LLANES (reseña): Fernando Savater:
• J.J. ROUSSEAU: Sobre el gusto (fragmento) • Diccionario filosófico.
W. GIL (reseña): Mortimer Adler: Los
ángeles y nosotros. P. FRANCÉS GÓMEZ: Sobre si nos
conviene ser moralmente buenos •
J. QUESADA: Natalidad, narración y E. VÁSQUEZ: Humanismo y democracia • A.
voluntad de hacer promesas: Nietzsche- PARELES: La Teoría de la justicia, sus
Hannah Arendt • E. HEYMANN: La filosofía concepciones del bien y la autonomía • P.V.
kantiana del conocimiento y ta prota kata CASTRO GUILLÉN: Hermenéutica y
physin contemporánea • F. BRAVO: Del posmodernidad • M. TÉLLEZ: La episteme
deber de ser feliz, o la línea divisoria entre la moderna: lectura desde Michel Foucault •
ética de Kant y de Aristóteles • C. PAVÁN: El V.P. LO MONACO: Mundos posibles,
problema de la doble verdad en Boecio de integridad óntica y propiedades esenciales •
Dacia • S.KNABENSCHUH DE PORTA: A. ROSALES: El concepto de construcción en
Trasfondos de la cosmología colonial la filosofía kantiana de la matemática: Jaako
venezolana • M.DESIATO: Ludwig Feuerbach Hintikka vs. Robert Butts • A.D. VALLOTA:
y el rescate de la corporalidad • A. ROSALES: Las matemáticas y el nacimiento de la
¿Un principio guía para la teoría de la modernidad • M.A. ROJAS LANDAETA:
175
ÍNDICE ACUMULADO DE APUNTES FILOSÓFICOS
177
ÍNDICE ACUMULADO DE APUNTES FILOSÓFICOS
178
ÍNDICE ACUMULADO DE APUNTES FILOSÓFICOS
de las conductas: consideraciones acerca del CROCE: Una página desconocida de los
ideal de conducta del gobernante en lo público últimos meses de la vida de Hegel. Trad. J.R.
y en lo privado • J.R. HERRERA: Historia y Herrera.
Eticidad en la filosofía de Hegel • V.P. LO
MÓNACO: Davidson y el concepto de J. AOIZ: Aisthêsis en Ética a
causación. Una Crítica • R. GUZMÁN: La Nicómaco. La aprehensión de los fines •
filosofía de la ciencia de Gerald Holton: una G. PAGALLO: La crisi moderna dell’unità
alternativa para entender la naturaleza de la classica del sapere: filosofia e medicina a
creación científica • E. DEL BUFALO: confronto nella cultura universitaria tra
Emmanuel Levinas El prójimo como utopía • Cinque e Seicento • A. VALLOTA D.:
A. NAVARRO: El sujeto filosófico en pecado, Mónadas y cuerpos materiales •
enfermo, encarnado • P.V. CASTRO GUILLÉN: F. ZAMBRANO: El concepto de filosofia en
Entre Hermenéutica y Retórica: en busca de Pascal • N. NUÑEZ: La Filosofía de la
un paradigma epistémico de la política • Educación de Dewey: ¿Una Utopía? •
C. LEFORT: La invención democrática. Cap. 2: A. PIENKNAGURA: Criticar y entender:
Lógica Totalitaria (Trad.: Eduardo Vásquez) • consideraciones en torno al debate entre
L. GONZÁLEZ RODRÍGUEZ (reseña): AA.VV. Gadamer y Habermas • J.J. MARTÍNEZ: Colin
Postmodernidades. La obra de Michel Mcginn: ficción, carácter y estética moral •
Maffesoli revisitada. J.R. LEZAMA Q.: Responsabilidad y
tecnología según Hans Jonas • M. ALBUJAS:
A. BÁRCENAS: Historia y Eticidad en Teorías del poder: Democracia y
la Antígona de Hegel • R. BEUTHAN-T. totalitarismo. La ubicuidad de los conflictos •
PIERINI: Objektive Allgemeinheit – Zur (NOTAS): J. QUESADA: Kant crítico de
Objektivität der Erfahrung in Hegels Nietzsche y Heidegger: pidiendo un
Phänomenologie des Geistes • F. Zaratustra para el siglo XXI. (Homenaje a
CHIEREGHIN: La revisione hegeliana Della Ezra Heymann) • N. KRESTONOSICH CELIS:
Fenomenologia • G.F. FRIGO:Dalla dialettica Las ideas de Locke • (TEXTOS): C. LEFORT:
Signore-Servo alla ‘fine della storia’: la lettura Derechos del hombre y política. Traducción
‘esistenziale’ della Fenomenologia dello de Eduardo Vásquez • MARIO QUARANTA
spirito • J.R. HERRERA: Tres consideraciones (reseña): Giulio Pagallo: Una nueva imágen
sobre el sentido histórico de la de William Harvey, descubridor de la
Fenomenología del Espíritu de Hegel • circulación sanguínea • M.E. CISNEROS
E.HEYMANN: La crítica de la visión moral del (reseña): David De Los Reyes: Dios, Estado y
mundo • F. MENEGONI: Religione disvelata e Religión: Una aproximación a la filosofía de
sapere assoluto nella Fenomenologia dello Tomas Hobbes • G. LLANES: (reseña): Étienne
spirito • G.F. PAGALLO: Variazioni hegeliane Gilson: Las constantes filosóficas del ser.
su un tema di Marcel Proust: una lettura della
«Einleitung» alla Fenomenologia dello spirito C. JORGE: Los extractos de Simón
• U. PAGALLO: La «logica del Quarto» in Rodríguez • J. ROSALES: Razón y Acción.
Hegel ovvero Il sapere assoluto come «nodo» Reflexiones en torno al sujeto político en la
della Fenomenologia dello Spirito tra sistema filosofía de Simón Rodríguez • J.L. DA
e metodo • T. PINKARD: Las Formas de Vida SILVA: El modo de escribir la historia o la
según Hegel • R. SOLOMON C.: Hegel en Jena: importancia de los hechos en el pensamiento
Liberación y Espiritualidad en la Filosofía • E. histórico de Andrés Bello • R. GARCÍA
VÁSQUEZ: Hegel contra sus intérpretes • K. TORRES: Apuntes sobre el pensamiento
VIEWEG: Freiheit und Weisheit Hegels filosófico venezolano: de la escolástica
Phänomenologie des Geistes als, sich colonial a la propuesta Moderna • G.
vollbringender Skeptizismus • (TEXTOS): B. MORALES: De la «conciencia inauténtica» a
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