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ARTÍCULO N° 4

EL SELF COMO UNA ESTRUCTURA RELACIONAL.

Este artículo, encara la crítica postmoderna a las teorías del Self unificado, crítica
que sostiene que el self no es algo unificado sino múltiple, no es una entidad
estática, sino que fluctúa constantemente, no es un centro de iniciativa aislado
sino constituido intersubjetivamente. El autor propone que existen dos tipos de
división en la experiencia del self: las divisiones disociativas de la teoría del self
múltiple y otra división, similar a las divisiones entre las agencias estructurales de
Freud, entre lo que se denomina aquí el “self intersubjetivo” y la “experiencia
subjetiva primaria”. En contraste con los estados del self disociados, que tienen
lugar en diferentes momentos a lo largo del tiempo, estas dos dimensiones de la
experiencia del self se producen de forma simultánea; en realidad, lo más
importante es la relación entre ellas. El autor sugiere que es esta relación
intrapsíquica, tal como ocurre en un momento psicológico determinado, la que
determina las cualidades de la experiencia del self que se enfatizan en las teorías
del self unificado: cualidades tales como cohesión versus fragmentación;
autenticidad vs. falsedad; vitalidad versus agotamiento; regulación del self óptima
versus regulación no óptima; e iniciativa versus sentir que uno está a merced de
los otros. Más aún, uno de los organizadores más importantes del self
intersubjetivo son las identificaciones tempranas, especialmente las
“identificaciones con la respuesta del otro al self”. Se discuten las implicaciones de
estos conceptos para la acción terapéutica y se ilustran con una extensa
exposición de un caso analítico.

En el clima postmoderno de hoy en día, el concepto de self como una estructura


psicológica coherente y perdurable es un concepto cuestionado (Teicholz, 1999).
El self no es unitario sino múltiple, no es estático sino que fluctúa, no es un centro
de iniciativa aislado sino constituido intersubjetivamente, sostiene un coro cada
vez mayor de teóricos relacionales, intersubjetivistas, y otros teóricos
postmodernos (Stolorow y Atwood, 1992; Mitchell, 1993; Symposium, 1996).

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Como psicoanalista fuertemente influenciado por los puntos de vista relacionales y
de la psicología del self, he seguido estos desarrollos intelectuales con un agudo
interés y he intentado evaluar en qué medida cuestionan las premisas básicas de
uno de los modelos que es central para mi “self” clínico. Soy consciente de que la
más sofisticada de estas críticas mantiene la equilibrada posición de que, mientras
que la estructura real de la experiencia del self puede ser múltiple, discontinua y,
en caso de patología, rígidamente disociada, existe una necesidad adaptativa de
la ilusión de unidad y continuidad en el sentimiento que una persona tiene del self
o la identidad (Mitchell, 1993; Bromberg, 1998). También conozco el argumento de
al menos uno de los defensores de la teoría del self unificado (Lachmann, 1996),
en el sentido de que, aunque puede haber disyunturas dramáticas en la propia
experiencia del self, existe un esfuerzo evolutivo hacia el self integrado que presta
un sentimiento de unidad a la experiencia del self global. Si bien ambas
perspectivas me parecen en cierto modo tranquilizadoras, no creo que encaren la
amenaza fundamental que supone la teoría del self múltiple para la teoría del self
unificado. Propongo aquí un tercer modo de conceptualizar el problema que creo
que sí encara las cuestiones fundamentales implicadas y deja así intactas las
ideas clínicas esenciales de la psicología del self.

Para presentar inicialmente mi posición de un modo esquemático: los teóricos


psicoanalíticos postmodernos consideran que están abandonando los modelos de
la mente lineales, jerárquicos y esencialistas, representados por la teoría
estructural de Freud y la psicología del self de Kohut, en favor de un modelo más
descentralizado, abierto y “horizontal” en el que se entiende que la experiencia
subjetiva está en constante fluctuación entre los estados del self discontinuos
basados en la historia relacional de una persona (Mitchell, 1993; Bromberg, 1996;
Davies, 1996; Flax, 1996). Bromberg (1996) considera que el conflicto estructural
entra en juego sólo después de que las escisiones disociativas estén
suficientemente resueltas, lo que en cierto modo es una posición distinta a la mía.
Mi argumento, en esencia, es que adoptar un modelo de organización psicológica
horizontal, de sistemas dinámicos, no supone abandonar un modelo estructural

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más “vertical”; que, de hecho, uno alcanza una complejidad de pensamiento más
plena reteniendo e integrando las dimensiones horizontal y vertical de la estructura
psíquica; y que es la dimensión vertical la que, en mayor medida, transmite las
cualidades de unidad, cohesión, autenticidad, regulación del self y bienestar que
constituyen el núcleo de la perspectiva del self por parte de la psicología del self.

En una formulación menos esquemática, diría que los teóricos del self múltiple
focalizan principalmente en la experiencia de self como modelada por contextos
relacionales concretos. La dimensión que quiero resaltar es la de la relación del
self consigo mismo como relación intrapsíquica modelada por la experiencia
relacional.
Para tomar un breve ejemplo clínico de la literatura sobre el self múltiple, Mitchell
(1993) describió el caso de “Robert”, un joven cuyo padre era un alcohólico
tarambana que abandonó a la familia cuando Robert tenía ocho años y cuya
madre había socavado en varios sentidos el sentimiento de potencia masculina de
Robert durante su infancia y adolescencia. Como resultado, uno de los “selfs” de
Robert ya adulto tenía un “sentimiento vacilante de potencia sexual y masculinidad
[asociado con] un sentimiento crónico de debilidad y deficiencia” (p. 99). Este
estado del self de Robert podría caracterizarse en dos sentidos: en primer lugar,
existe la experiencia del self derivada de la experiencia intersubjetiva con la madre
(y el padre ausente). Este es el estado del self débil, impotente y deficiente ya
descrito.
Pero esto no es todo. Robert entró en la relación con su madre con unos
incipientes intentos de masculinidad. ¿Qué ocurrió con esos intentos? No
desaparecieron. Tal como lo explicaba Mitchell, a causa de la necesidad de Robert
de mantener el lazo con su madre (y, yo añadiría, a causa de su identificación
definitiva con la forma en que ella le trataba), llegó a renunciar a sus esforzados
intentos de masculinidad. Luego “retornaron” en las fantasías a lo largo de su vida
de encontrar una figura masculina fuerte que, en palabras de Mitchell, “le
concediera su lugar legítimo en la comunidad de hombres” (p. 99). Esta es la
dimensión de la compleja experiencia del self de Robert sobre la que yo quiero

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centrarme: como resultado de las malignas transformaciones que sufrió en la
relación con la madre castradora, evolucionó hacia una relación con su propia
masculinidad que constituye una división en la psique diferente de las divisiones
disociativas de la teoría del self múltiple. Creo que esta es la división que la
psicología del self y otras teorías del self unificado han intentado superar desde
siempre. Y queda claro a partir de la descripción de Mitchell que una faceta del
análisis de Robert se refería a su forma de entablar con Mitchell una auténtica
transferencia idealizante del objeto del self masculino que, según la psicología del
self, sería necesaria para que Robert resolviera su escisión y se volviera más
“cohesivo” en la esfera psicosexual.

La estructura relacional de la experiencia momentánea


Para consolidar mi hipótesis, sugiero que la duda entre un self múltiple versus un
self unificado se resuelva al menos parcialmente pensando en la estructura del
self en un momento dado como una estructura relacional: desarrollamos
relaciones con nosotros mismos que reflejan nuestras historias intersubjetivas.
Enfatizo la naturaleza momentánea de estas relaciones porque sólo mediante el
empleo del momento psicológico presente como unidad de análisis para
caracterizar al self se focalizan las dimensiones de la experiencia de self
resaltadas en las teorías de self unificado. Sólo en el momento presente uno se
siente cohesivo o fragmentado, auténtico o no auténtico, vitalizado o agotado, con
suficiente o insuficientemente regulación del self, con iniciativa propia o a merced
de los otros. Mi opinión es que la cualidad global de la experiencia del self en un
momento dado es una función de la relación momentánea entre dos aspectos o
categorías de la experiencia del self. Más aún, creo que a menudo son las
disyunturas en esta relación intrapsíquica las que establecen las condiciones para
los “selfs” patológicamente disociados.

Freud (1933) entendía la cualidad de la mente que estoy resaltando:

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El yo puede tomarse a sí mismo como un objeto, puede tratarse como otros
objetos, puede observarse a sí mismo, criticarse a sí mismo, y el cielo sabe qué
más. Así, una parte del yo se está estableciendo por encima y contra el resto. Así
que el yo puede estar escindido; se escinde durante ciertas funciones,
temporalmente al menos .

En cierto sentido, poco de lo que tengo que decir aquí va a ir más allá de esta
original observación de Freud. Pero de todas las direcciones posibles que podría
haber tomado, Freud eligió focalizar en una: la escisión y depositación en el
superyó de las funciones morales reguladoras del yo. Como muestra el caso
Robert de Mitchell (1993), la división que tengo en mente abarca más que las
órdenes del superyó a un yo impulsado por el ello. No está restringida a las
internalizaciones de la autoridad moral de los padres en relación con los impulsos
edípico-sexuales; más bien está estructurada por internalizaciones de todas las
interacciones significativas con los objetos tempranos; puede implicar a cualquiera
de los sistemas motivacionales primarios identificados por Lichtenberg (1989) y,
como sabemos ahora, comienza en el nacimiento, no durante el periodo edípico.

La idea de relaciones internas entre diferentes suborganizaciones del yo o del self


tiene una larga historia en el psicoanálisis desde que Freud introdujo el modelo
estructural, fundamentalmente bajo la rúbrica de relaciones de objeto internas
(Ogden, 1983). La versión de esta idea que me parece que habla más
convincentemente al discurso contemporáneo sobre la estructura del self es la de
Christopher Bollas (1987, cap. 3; 1989, cap. 1; 1995, cap. 6). Basándose en la la
distinción de Winnicott entre el yo y el self verdadero, Bollas sugería que existe un
aspecto del funcionamiento psíquico, correspondiente al yo de Freud, responsable
de sentir el self verdadero, de responderle y de relacionarlo con el mundo externo.
Bollas caracterizó la relación entre el yo y el self verdadero como una relación de
objeto interna en la que el yo llega a tratar al self de modo muy similar a como los
cuidadores tempranos trataron al niño. Aunque tengo cierta dificultad con los dejes
reificantes del lenguaje metapsicológico de Bollas, creo que su percepción básica
es profunda y puede traducirse de forma útil en términos intersubjetivos.

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Si pensamos en la infancia, tal como lo hacen los investigadores dedicados a los
infantes, como una serie de momentos intersubjetivos o secuencias de interacción,
en cada una de estas interacciones el niño trae una experiencia subjetiva primaria
que se encuentra con una respuesta o iniciativa por parte del cuidador.

En el transcurso de cada secuencia interactiva, el estado interno del que el niño


partía es transformado por la interacción; y, mediante numerosas repeticiones de
momentos similares, el infante conforma e internaliza las representaciones de esa
secuencia de interacción transformacional. Se considera que estas
representaciones presimbólicas internalizadas forman la base de la estructura
psicológica (p. ej. Stern, 1985; Beebe, Lachmann y Jaffe, 1997; Beebe y
Lachmann, 1998). Los teóricos relaciones consideran que en realidad es este tipo
de estructura la que provee la base para la multiplicidad de la experiencia del self.
Hacia lo que el modelo de Bollas debería focalizarnos, no obstante, es a la
relación entre lo que el niño aprende e internaliza de estas secuencias de
interacción y los estados subjetivos originales que el niño traía a las interacciones
en primer término. Tal como yo conceptualizo el self, esta relación intrapsíquica es
la que determina la cualidad momentánea de la experiencia de self.

En el resto de este artículo me refiero a los dos elementos que constituyen esta
relación intrasubjetiva como la experiencia subjetiva primaria de una persona o
realidad interna y a su experiencia organizada intersubjetivamente. A la totalidad
de la experiencia intersubjetivamente constituida de una persona, ahora
internalizada y presimbólicamente representada, me refiero como el self
intersubjetivo. El término experiencia subjetiva primaria corresponde al self
verdadero de Winnicott y Bollas, sin la implicación de ser un núcleo fijo,
“presocial”, que no resulta afectado por la experiencia relacional. Nuestra
experiencia subjetiva primaria en un momento determinado es modelada por toda
nuestra historia vital hasta ese momento y es producto tanto de nuestras
cualidades innatas como de nuestra experiencia dado que estos dos factores se
han fusionado en nuestras personalidades y subjetividades.

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Por lo tanto, existe desde el nacimiento (y, quién sabe, quizá antes) un aspecto
intersubjetivo para la propia experiencia subjetiva primaria y para la experiencia
intersubjetivamente constituida. Esta es una de las complejidades que hacen
desaconsejable pensar en estas dimensiones como estructuras psicológicas de la
mente estables y nítidas; más bien describen la estructura de la experiencia
subjetiva momentánea. Pienso que la experiencia subjetiva primaria de una persona
contiene sus motivaciones y afectos centrales en ese momento; por el contrario, la
experiencia intersubjetivamente constituida va más allá (is meta) de estos aspectos
centrales de la experiencia y puede estar o no en armonía con ellos. En la patología,
esta última niega, anula o aparta a la persona de la primera. Al igual que los teóricos
postmodernos, considero que la experiencia subjetiva primaria de una persona y la
experiencia intersubjetivamente constituida que la acompaña están en constante
fluctuación, respondiendo tanto a cambios en las circunstancias externas como a
fantasías y procesos asociativos internos. La cuestión es que en un momento
psicológico determinado es la relación entre estas dos dimensiones de la
subjetividad la que determina la cualidad global de la experiencia del self de una
persona en dicho momento.
Un breve ejemplo clínico propio ilustra la división psicológica que estoy
describiendo.

Lisa, una mujer en la treintena, de carácter llamativamente fuerte,


profesionalmente exitosa, sufrió abusos sexuales por parte de su padre cuando
era niña. Más adelante, en la adolescencia y al comienzo de su vida adulta,
asumió el rol de hija responsable y desinteresada, centrándose en el bienestar de
cualquiera menos en el de sí misma –un rol con el que todos los miembros de su
familia parecían encantados. En realidad, en cuanto ella protestaba o demandaba
algo para sí misma, su madre le decía que era egoísta e irresponsable. Ahora, de
adulta, organizaba cenas de fin de semana, mediaba en las disputas familiares,
rescataba a dos hermanos conflictivos de sus apuros financieros y legales y
generalmente estaba de guardia, especialmente para su madre, cuya relación con
Lisa todavía consistía en pedirle que hiciera cosas por ella y hacer que se sintiera

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culpable cuando se negaba. Durante el primer año de tratamiento, Lisa entró cada
vez más en contacto con su resentimiento por esta situación y tomó la
determinación de realizar un cambio en sus respuestas. El problema era que en
cuanto ella contemplaba la posibilidad de actuar de forma consecuente con su
resentimiento, rechazando hacer algo que considerase inapropiado o poco
razonable, inmediatamente se sentía intensamente culpable, se acusaba de ser
egoísta, irresponsable y negativa, exactamente al estilo de su madre. Al comienzo
del tratamiento esta voz era, con mucho, la más alta e imperiosa: Lisa era la
cuidadora más complaciente, con ocasionales erupciones disociadas de ira en
arenas más seguras, como el trabajo.

En el lenguaje del modelo “estructural” que propongo, considero el resentimiento


de Lisa y su aserción desafiante en los momentos en que se sentía explotada
como expresiones de su experiencia subjetiva primaria; las autorrecriminaciones
culposas que estos impulsos primarios provocaban eran una expresión de su self
intersubjetivo. Este caso también nos ayuda a diferenciar la división psicológica
sobre la que estoy focalizando de la denominada escisión vertical (Kohut, 1971;
Goldberg, 1999) y de los múltiples estados del self patológicamente disociados. La
escisión vertical se refiere a dos estados del self defensivamente disociados que
tienen lugar en diferentes momentos. Los dos aspectos de la experiencia del self
que estoy describiendo, más parecidos al yo y superyó de Freud, son estados del
self virtualmente simultáneos en los que lo más importante, evolutiva y
clínicamente, es su relación. Uno podría contemplar el self complaciente y
cuidador de Lisa y sus estallidos disociados, furiosos y sádicos como una forma de
escisión vertical y, en realidad, tenían la cualidad de dos personalidades
totalmente diferentes. Como apuntaba antes, considero probable que las
escisiones verticales, o selfs múltiples, representen a menudo reacciones
disociativas secundarias a desplazamientos patológicos entre la experiencia
subjetiva primaria de una persona y su self intersubjetivo.

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Retomando la discusión teórica, como demuestra el caso de Lisa, la transposición
completa de la idea de Bollas a términos intersubjetivos requiere la introducción de
un concepto adicional: lo que yo denomino identificación con la respuesta del otro
al self. Muchas secuencias o estructuras de interacción internalizadas contienen
información relativa a la respuesta del cuidador hacia el niño, incluyendo la
percepción de aquél y sus respuestas afectivas, evaluadoras y procedimentales a
la experiencia subjetiva primaria que el niño llevaba a los encuentros en los que se
basaron las representaciones internalizadas. Siguiendo a Bollas creo que, como
parte del proceso de internalización, el infante o el niño se identifica
automáticamente con las respuestas inferidas del cuidador a su experiencia
subjetiva primaria. Tanto Robert como Lisa se identificaron con las respuestas de
sus madres hacia ellos (más concretamente, con las construcciones que hicieron
de las respuestas de sus madres) y estas identificaciones se convirtieron en
organizadores centrales de su experiencia del self intersubjetivamente constituida.
EL PAPEL CENTRAL DE LA IDENTIFICACIÓN

La identificación era central para la interpretación de Freud (1917, 1920, 1923) de


la formación estructural: se entendía que tanto el yo como el superyó se formaban
en gran medida a partir de las identificaciones que surgían en varios estadios del
desarrollo. Sin embargo, con el cambio gradual del self estructural al
contemporáneo y los modelos relacionales, la identificación perdió su anclaje
teórico, convirtiéndose en uno de los conceptos a los que más se ha recurrido
pero de los menos teorizados del discurso psicoanalítico contemporáneo. Yo
sugiero que este fenómeno estrechamente relacionado con el concepto de Freud
(1920, 1923) de “identificación primaria” sigue siendo implícitamente central en
muchas teorías postestructurales del self y necesita ser incorporado más
explícitamente en las teorías relacionales e intersubjetivas contemporáneas.

Existe un sentimiento de identificación que emerge en los modelos evolutivos de


Loewald (1960, 1978), Winnicott (p. ej. 1967), Kohut (1971, 1977), Bollas, (1987),
Benjamin (1995), Sander (1977, 1985, 1995), Stolorow y Atwood (1992) y Ogden

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(1994). Es la identificación como base para la realización del self. Para expresar la
idea firmemente, la experiencia que el niño tiene de su realidad interna no se le
hace psicológicamente real, y por tanto plenamente utilizable, excepto mediante la
identificación con las respuestas de los otros significativos para su realidad
interna.

Oswaldo (1960) aun trabajando en el modelo estructural, podía utilizar


cómodamente el término identificación para describir este proceso:

El niño, al internalizar aspectos parentales, también internaliza la imagen que los


padres tienen de él –una imagen transmitida al niño de las mil maneras diferentes
de ser manejado corporal y emocionalmente. La identificación temprana como
parte del desarrollo del yo, construida mediante la introyección de aspectos
maternales, incluye la introyección de la imagen que la madre tiene del niño. Parte
de lo introyectado es la imagen del niño tal como es visto, sentido, olido,
escuchado, tocado por la madre.

Si bien en ningún momento lo llama identificación, Ogden (1994) utiliza un


lenguaje muy similar para describir el mismo fenómeno:
Cuando la madre tiene capacidad de ensoñación (reviere), nombra (da forma) a la
experiencia del infante mediante su interpretación los estados internos de éste.
Por ejemplo, el infante, al principio no experimenta hambre; experimenta una
forma de tensión psicológica que todavía no es un acontecimiento psicológico que
pueda estar contenido en la mente del infante por sí misma. El acto de la madre
de percibir la tensión del infante, de abrazarlo, mirarle, alimentarle, hablarle y
cantarle, representa facetas de una “interpretación” de la experiencia del infante.
De esta manera es creada el hambre y es creado el infante como individuo (es
decir, los datos sensoriales brutos del infante se transforman en acontecimientos
psicológicamente significativos) mediante el reconocimiento del hambre por parte
de la madre.

El niño pequeño tiene una experiencia primaria embrionaria de su existencia,


incluidas sus necesidades, sus estados de tensión, sensaciones, afectos e

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intereses. La madre y, en definitiva, ambos padres, responden a estas
expresiones con un reconocimiento más o menos empático de la experiencia
subjetiva del niño, y el sentimiento del self del niño se forma en consecuencia.
Como Winnicott (1967) caracteriza con su famoso aforismo este proceso desde la
perspectiva del niño: “cuando miro me ven, de modo que existo” (p. 114).
Nótese que el tipo de identificación implicada en este proceso temprano de
realización del self no es la identificación simplemente como imitación, sino más
bien una apropiación de la experiencia intersubjetiva total, tal como es percibida
por el niño. (Seligman, 1999, ha elaborado un debate similar). Supongo que este
tipo de identificación comienza en el nacimiento, inicialmente como una forma de
aprendizaje presimbólico, y se convierte en parte de lo que se ha denominado
como self nuclear (Stern, 1985), conocimiento irreflexivo (Bollas, 1987),
inconsciente prerreflexivo (Stolorow y Atwood, 1992), conocimiento relacional
implícito (Stern y cols., 1998) y lo que yo estoy denominando self intersubjetivo.
Esta interpretación recuerda y apoya la perspectiva de Freud (1920) de que la
“identificación primaria” representa “la más temprana expresión de un vínculo
emocional con otra persona” (p. 105), una perspectiva posteriormente elaborada
por Fairbairn (1952) y Loewald (1978).

Con el tiempo y la repetición, estas identificaciones procedimentales primarias con


las respuestas de los otros al self se vuelven organizadores cada vez más
consolidados del self intersubjetivo. Esto es esencialmente a lo que Kohut (p. ej.
1984) se refería con la internalización transmutadora, excepto que él carecía de un
concepto homólogo para explicar la formación estructural bajo condiciones
patológicas. Curiosamente, Fairbairn (1952) tenía la base opuesta: creía que la
internalización de relaciones de objeto tenía lugar sólo bajo condiciones
patogénicas, no bajo condiciones saludables. Yo creo, como sugiere el modelo de
Bollas (1987), que existe más simetría aquí de lo que Kohut o Fairbairn admitían;
que para el niño pequeño, la identificación con la respuesta del otro al self es una
constante, como la respiración; que cualquiera que sea la experiencia
intersubjetiva del niño con los cuidadores, se identificará con esa experiencia.
Cuando las respuestas parentales son acordes con los estados de self primarios

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del niño, o ayudan a regularlo, las identificaciones tempranas llevan a un
sentimiento progresivo de eficacia y realización del self. Cuando, como en los
casos de Robert y Lisa, los padres fallan en reconocer la realidad psíquica de sus
niños, las identificaciones que se forman alienan al niño de esa realidad y anulan
sus capacidades para relacionarse con el mundo externo sobre la base de una
experiencia de self auténtica.

Una característica importante de estas identificaciones tempranas es que, en la


medida en que son el modo primario en que el niño empieza a conocerse, son
experimentadas por éste como indiferenciadas de los aspectos de su experiencia
subjetiva primaria, a los cuales se asocian (Loewald, 1978). Cuando las
identificaciones son con respuestas facilitadoras o de sintonía, esta cualidad
indiferenciada aporta el sentimiento de consolidación o cohesión descrito en la
teoría de la psicología del self. Cuando las identificaciones son con respuestas
faltas de sintonía o traumatizantes, su cualidad indiferenciada crea la paradoja
patogénica de que son simultáneamente del self y ajenas al self –una cualidad
descrita por primera vez por Ferenczi (1933) como la confusión de lenguas. De
acuerdo con Fonagy y Target (1996, 1998), creo que son precisamente estas
identificaciones alienantes las que se proyectan en las relaciones interpersonales
por medio de la identificación proyectiva. De acuerdo con esto, es una parte
primordial de la tarea del analista ayudar a que los pacientes comiencen a
diferenciar las identificaciones tóxicas de la experiencia subjetiva primaria que les
dio lugar.

Quiero dejar claro, para concluir esta sección, que no estoy sugiriendo que la
identificación con la respuesta del otro al self sea la única base sobre la que
construimos la relación con nosotros mismos. Para mí, se implican otros tipos de
identificación. Un niño puede identificarse con el modo en que uno de los padres se
trata a sí mismo, con el modo en que uno de los padres trata a otra persona (por
ejemplo, a un pariente o al otro progenitor). Además de la identificación, otro
determinante decisivo es la acomodación –adaptativa/defensiva y compensatoria-
del niño a las contingencias intersubjetivas prevalentes. Un niño puede reprimir o

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negar sus afectos, necesidades o esfuerzos a causa de cómo sean respondidos. La
relación resultante que el niño conforma con estos aspectos de la experiencia
subjetiva primaria no es una identificación (aunque los elementos identificatorios
pueden estar implicados) sino una adaptación defensiva a la percepción de los
requerimientos provenientes del otro necesario (recordemos el caso Robert de
Mitchell). Alternativamente, tal como nos ha mostrado la literatura de investigación
evolutiva, cuando la regulación mutua de los estados internos de un niño es
inadecuada, el niño tiende a volverse excesivamente autorregulador (Tronick, 1989;
Beebe y Lachmann, 1998) –un hallazgo que apoya el concepto de Winnicott (1962)
de un “self cuidador”. Este tipo de relación intrapsíquica no es tanto una
identificación como una estrategia compensatoria de gestión del self. Incluso en
estos casos, no obstante, la cuestión general sigue siendo la misma: la relación de
una persona con aspectos de la experiencia subjetiva primaria supone una división
psíquica que es diferente de las divisiones disociativas de la teoría del self múltiple.

Implicaciones para la terapia

En general, el modelo presente sugiere que la identificación desempeña un papel


principal en la acción terapéutica. Esta idea básica, introducida hace mucho
tiempo por Strachey (1934) y Loewald (1960) en el marco del modelo estructural,
fue reintroducido después por Kohut (1984) como internalización transmutadora.
El modelo actual reubica esta idea central dentro de un paradigma contemporáneo
intersubjetivo.

El paciente trae su compleja realidad psicológica, siempre cambiante aunque


altamente redundante, a la relación analítica. El analista, a su vez, responde sobre
la base de un momento a momento, creando relaciones momentáneas con
aspectos de la experiencia subjetiva primaria del paciente (o, como podrían decir
los teóricos relacionales, con los variados selfs del paciente). Incluyo aquí las
respuestas afectivas interpretativas y no verbales del analista, puesto que ambas
forman parte de la respuesta total relacional con la que se identifica el paciente.
Cuando la relación percibida parece recapitular traumas tempranos (transferencia

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negativa repetitiva), las identificaciones momentáneas activan antiguas
identificaciones tóxicas, engendrando sentimientos de fragmentación y
agotamiento y provocando las operaciones defensivas y restauradoras del self
habituales del paciente. Por el contrario, cuando el paciente se siente nuevamente
reconocido por el analista, las identificaciones momentáneas que establece
fortalecen la relación del paciente consigo mismo y generan sentimientos de
cohesión, vitalidad y sustancialidad. Mediante este proceso regulador mutuo, el
paciente y el analista trabajan juntos con el fin de incrementar el reconocimiento y
la respuesta del analista a la realidad siempre cambiante (o diferentes estados del
self) del paciente. Las identificaciones acumulativas del paciente con esta nueva
experiencia intersubjetiva constituyen una nueva “estructura” psicológica.

Creo que esta interpretación general de la acción terapéutica capta un


componente importante de dicha acción en el modelo de self múltiple. Para
incorporar los estados disociados del self en la organización del self más amplia,
el paciente requiere que sean reconocidos, aceptados y, en el caso de conductas
y afectos escasamente regulados, elaborados con el analista; es decir, las partes
disociadas del self entran en una nueva relación con el analista, como lo
describiría la psicología del self. La prioridad de esta nueva experiencia
intersubjetiva es que el paciente, mediante la identificación con la experiencia,
forme su propia nueva relación con estos estados disociados del self, alterando
así las condiciones intrapsíquicas que mantenían dicha disociación. Teniendo en
cuenta este modelo, se vería que el proceso terapéutico en muchos de los
ejemplos de la literatura sobre self múltiple coincide con estas líneas. A este
respecto, yo veo la teoría del self múltiple como una extensión, no como una
contradicción, de la teoría del self unificado.

El caso que he elegido como ilustración, no obstante, no es un caso que yo


caracterizaría como de selfs múltiples. Más bien, es un caso en que la relación
entre el self intersubjetivo del paciente y su experiencia subjetiva primaria es tan
opresiva y dominante que las experiencias múltiples del self (en el buen sentido)
están prácticamente eliminadas. La razón por la que elegí este caso es

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precisamente para demostrar que las divisiones en la dimensión “vertical” de la
experiencia de self pueden ser organizadores tan efectivos del funcionamiento
mental como lo son las divisiones disociativas de la teoría del self múltiple.

Este caso también dramatiza los procesos reguladores mutuos mediante los
cuales el analista alcanza cada vez más “especificidad de reconocimiento”
(Sander, 1995) de los estados psicológicos del paciente. De acuerdo con los
kleinianos contemporáneos, creo que gran parte de este proceso regulador tiene
lugar mediante diversos tipos de identificaciones proyectivas del paciente (Stern,
1994). El modelo de funcionamiento psíquico esbozado aquí otorga nuevo
significado al término identificación proyectiva: a menudo lo que un paciente
proyecta en la relación analítica son antiguas identificaciones con las respuestas
de los otros a su experiencia subjetiva primaria. Es decir, lo que se proyecta no es
sólo un impulso o un estado de afecto, sino la relación que uno mantiene con el
impulso o el afecto derivada de las identificaciones tempranas. En este sentido, lo
que inconscientemente se le “pide” al analista que haga por medio de las
identificaciones proyectivas es ayudar al paciente a separar las identificaciones
tóxicas de los estados subjetivos primarios que les dan lugar.

Estudio de Caso Clínico Jonathan

Jonathan era un hombre de 30 años deprimido cuando comenzó la terapia.


Trabajaba como periodista de información general para uno de los periódicos
locales. Alto y apuesto, vestía de un modo más bien desaliñado, y tenía el porte
ligeramente endurecido y cínico del estereotipo de reportero. Generalmente
estaba disconforme con su vida y era consciente de tener una gran cantidad de ira
incontrolada que emergía en el impulso (a menudo llevado a cabo) de
“menospreciar a otras personas”. Estos impulsos destructivos se hacían
especialmente evidentes en sus relaciones con las mujeres. Tendía a relacionarse
con mujeres a las que rápidamente despreciaba como inferiores intelectualmente.
Entonces ponía en marcha un escenario sadomasoquista de denigración verbal a
la mujer, a veces durante años, hasta que finalmente ella se sentía agotada hasta
el punto de abandonarle. Se describía a sí mismo como carente de autoconfianza,

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como si “tuviera una persona tras de mí, juzgándome”. A menudo se sentía
paralizado por la ansiedad en situaciones en las que sentía que se le requería un
alto nivel, por ejemplo, cuando tenía que entrevistar a un personaje famoso. A
pesar de sentir que no era un reportero demasiado bueno, Jonathan tenía la
aspiración de llegar a ser algún día un novelista reconocido.

Jonathan fue el segundo de los cuatro niños de un artista catedrático en una


importante universidad de la Costa Este. La figura dominante era su padre, un
hombre narcisísticamente frágil, intensamente ambicioso y competitivo, dedicado
casi exclusivamente a dejar su marca en el mundo. Tenía una vitalidad
considerable, que Jonathan admiraba y apreciaba, pero también era impulsivo,
emocionalmente voluble, se frustraba y enfadaba con facilidad, y era propenso a
estallidos violentos en los que se volvía verbalmente, y a veces físicamente,
grosero. Nunca fue capaz de salirse de su marco de referencia y empatizar con la
experiencia de un chico joven, lo que quizá más daño hizo a Jonathan. Respondía
a todos los logros de éste de un modo sutilmente crítico y desde la posición de un
criterio de éxito adulto. De esta forma, se le arrebataba a Jonathan cualquier
sentimiento de éxito. Si hacía algo bien, eso era sólo un paso hacia un logro más
alto. Este escenario repetido dio lugar a una falla completa en la función de
especularización y produjo un constante sentimiento de deficiencia, fallo y
vergüenza. También significó que Jonathan no tuviera la experiencia de recibir una
guía y ayuda adecuadas a su edad para llegar de su nivel actual de logros al que
su padre parecía esperar de él. Estos tratos por parte del padre resultaron más
destructivos a causa de la depresión de la madre, su pasividad y su ausencia
emocional –lo que Joanathan refería como su “cojera”. No podía defenderse a sí
misma ni a los niños y no era tomada en serio por el padre ni, en definitiva, por
Jonathan. Como resultado de esto, Jonathan vivía en un estado de aislamiento y
miedo prácticamente continuo, tanto que, incluso de adulto, sus sueños más
frecuentes eran pesadillas terroríficas que tenían que ver con la intimidación física
y el ataque por parte de una figura masculina mayor que él.

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Esta breve historia proporciona el telón de fondo para comprender el mundo
interno de Jonathan y el mundo intersubjetivo creado en el análisis. La cualidad
que espero transmitir del tratamiento es la implacable operación del sistema de
ansiedades e identificaciones que constituía su self intersubjetivo, siempre
atacando y deshaciendo cualquier trabajo constructivo que hubiera tenido lugar
entre nosotros o en su interior. Para Jonathan, la “asociación libre” significaba una
especie de huida, un monólogo medio en broma acerca de la tristeza y lo ridículo
de su vida. Así podía hablar de la última discusión con una novia, un encuentro
humillante con su padre, un sueño atemorizante, o la prueba diaria de su
incompetencia en el trabajo, todo con el mismo tono medio disgustado / medio
indiferente, irónico, autodespreciativo que parecía ser impermeable a cualquier
intento por mi parte de focalizar o profundizar en la indagación de su experiencia
afectiva. Este comentario continuo a menudo era intercalado con sondeos y pullas,
en broma pero provocadores, dirigidos hacia mí, que resultaban a la vez
distanciadores y comprometedores: “¿Esta Vd. felizmente casado?”, ”¿Mira
también a otras mujeres?”, “Si yo dejase de venir ¿lo tendría difícil para pagar sus
próximas vacaciones?”, “Hoy no está diciendo casi nada, no debo de estar
hablando de las cosas adecuadas”.

Si yo decía poco como respuesta a este monólogo, él me sentía distante, poco


implicado e ineficaz, como su madre. Por otra parte, si le interrumpía e
interpretaba algún aspecto del contenido o del proceso, aunque al principio se
animaba, se conmovía o al menos se interesaba, rápidamente me sentía como
peligrosamente perceptivo, crítico y capaz de herirle y humillarle como lo había
hecho su padre. Podía reconocer que anhelaba una relación íntima, de consejero,
con un hombre mayor que pudiera darle la guía que él necesitaba, y yo sentía que
había una transferencia positiva no reconocida acorde con esto. Pero admitir
conscientemente el desear tener esta relación conmigo le hacía sentir demasiado
vulnerable a la explotación y estimulaba fantasías de violación homosexual que le
angustiaban demasiado como para explorar durante mucho tiempo. Siempre

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encontraba el modo de deshacer lo que quiera que hubiera comenzado a
establecerse entre nosotros y retornaba a línea de autoevaluación cínica y
desesperanzada. Poco a poco llegué a comprender que lo que Jonathan había
creado entre nosotros era un reflejo directo (una proyección) de la relación entre
su self intersubjetivo y su realidad interna. Cualquier impulso hacia la conexión,
cualquier movimiento en la dirección de sus ambiciones, cualquier sentimiento
bueno sobre sí mismo era, por alguna razón, inmediatamente destruido por su
narrativa interna de autonegación, por la sospecha paranoide sobre los motivos
del otro, y por unos sentimientos de vulnerabilidad a la humillación tan intensos
que vivía sobre el principio de una evitación del riesgo casi completa. En
identificación con lo que había sentido como la castración emocional por parte del
padre hacia sus esfuerzos por ser un hombre y un ser humano deseante, su
propia relación con estos esfuerzos y deseos se había vuelto similarmente
castradora. Por tanto, no podía asumir los riesgos necesarios para aumentar su
competencia y confianza en áreas como el trabajo o el amor y de modo más o
menos realista sentía que estaba mucho más atrasado que su grupo de pares, lo
que, por supuesto, reforzaba su autoevaluación. Es más, a causa de la
impenetrabilidad e inmovilidad de su imagen autonegadora y autoprotectora, el
análisis producía pocos cambios demostrables en las áreas externas de su vida,
llevándole a sentir que ésta era simplemente otra falla y una prueba más de lo
desesperado de su situación.

A propósito de la teoría del self múltiple, yo diría que Jonathan experimentaba


distintas “versiones del self” (Mitchell, 1993). Estas versiones eran islas aisladas
de experiencia positiva del self que habían escapado de ser incluidas en su
implacable sistema identificatorio. Una de estas versiones se daba en torno a las
actividades deportivas. Jonathan era un atleta excelente, había competido en el
instituto, y aún era un competidor aceptable en varios equipos y en deportes
individuales. Los deportes también tenían la asociación positiva de ser una de las
pocas actividades de las que había disfrutado con su padre, quien era menos
crítico de lo habitual con esta actividad no intelectual en la que Jonathan
sobresalía. Otro “self” exento era el amor y el aprecio de Jonathan hacia la

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música. Asistía con frecuencia a conciertos y sentía placer al describir y criticar las
diferentes piezas y representaciones. Este self podía, no obstante, desdibujarse
hacia su self más opresivo cuando se trataba del disfrute de la música por parte de
sus novias o de las capacidades de éstas para discutir sobre música. Si no
alcanzaban los estándares de Jonathan, se volvía enormemente contrariado y
crítico, como si fuera un defecto fatal.

Una actuación (enactment) importante, que tardé años en comprender


plenamente, es que me vi atrapado en la urgencia de los sentimientos de falla de
Jonathan y en su deseo ostensible de mejorar y cambiar. Jonathan evaluaba
constantemente el análisis, lo que conllevaba juicios sobre el valor del mismo
puesto que parecía estar haciendo pequeños progresos. En un momento dado,
expresó medio en broma el deseo de que yo fuera más parecido al Dr. Ernesto
Morales, el psicoanalista cubano confrontador, omnisciente, de la novela de Daniel
Menaker (1988), El Tratamiento. Jonathan imaginaba que un analista como el Dr.
Morales de la ficción podía ofrecer justo la combinación adecuada de empatía y
dominación que le haría ponerse en marcha, no estar tan asustado de su propia
sombra y de la de los demás, y a hacer las cosas que sabía que necesitaba hacer
para ser quien quería ser.

Lo llamemos identificación proyectiva, cambio de lo pasivo en activo (Weiss y


Sampson, 1986), o impasse colusivo intersubjetivo (Stolorow y Atwood, 1992),
como analista de Jonathan empecé a sentirme muy parecido a como él se sentía
en general: deficiente, ansioso ante su juicio, e incluso ansioso de que pudiese
marcharse. A causa de mi ansiedad intenté a mi modo ser más directivo; pero mis
esfuerzos fracasaban invariablemente. El podía intentar una nueva disciplina
durante uno o dos días, pero rápidamente llegaba a la conclusión de que
mantenerla lo sobrepasaba. También insinuaba que, si obedecía mis sugerencias,
eso me resultaría demasiado gratificante, un placer que él no podía permitirme.
Aquí mis sentimientos sobre mi incompetencia sobrepasaron la ansiedad y
alcanzaron el enfado y la desesperación. No sólo me sentía puesto en pie para ser
sádicamente derribado, no importa lo que intentara, no parecía haber modo de

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que encontrara un punto de apoyo con Jonathan. Aparentemente estábamos
atascados, y me encontré pensando que, o bien estaba demasiado herido
físicamente como para hacer uso del análisis con fines de crecimiento, o bien
necesitaba un terapeuta diferente que no estuviera tan frustrado por su particular
complejidad caracterológica y sus dobles vínculos.

En cierto momento empecé a caer en la cuenta de que había sido atrapado por su
sistema. Me di cuenta de que el análisis se había convertido simplemente en una
nueva arena para el fracaso con sus propios estándares implícitamente
inalcanzables de cambio de conducta y mejoría de vida. Por supuesto, esperamos
que el análisis produzca tales cambios. Pero para Jonathan mantener esta
expectativa parecía ser una repetición tóxica. Observando mis sentimientos de
contratransferencia de incompetencia y frustración, me di cuenta de que
necesitaba deshacerme de mi tendencia a evaluar lo que estaba sucediendo en el
presente en contra de una meta futura nunca alcanzada e intentar centrarme en
estar más plenamente presente con Jonathan en el aquí y ahora. Llegué a la
conclusión de que la mejor manera que tenía de enfocar nuestro trabajo era no
tener expectativas de cambio, aceptar que cualquier cosa que él estuviera
haciendo en ese momento era lo mejor que podía hacer y era suficientemente
bueno. Compartí directamente esta conclusión con Jonathan. Como yo esperaba,
se mostró dudoso, sintiendo que el único modo en el que había cambiado siempre
era en respuesta a una presión evaluadora. Yo mantuve mi postura y aunque el
sentimiento de fracaso de Jonathan y su desesperación pudieron hacerme
ocasionalmente volver a juzgar nuestro tratamiento (y a mí mismo) sobre la base
de su manifiesta falta de progreso, mantuve más o menos tenazmente desde
entonces que estaba menos preocupado por su cambio que por ayudarle a
aceptarse a sí mismo tal como era. En los términos del modelo que propongo, mi
foco cambió a intentar contraactuar las identificaciones inmovilizadoras que eran
centrales en su self intersubjetivo.

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Los siguientes ejemplos dan una idea de cómo esta posición se puso en
juego clínicamente. Con relación a sus relaciones amorosas, Jonathan se
lamentaba a menudo del hecho de que seguía eligiendo mujeres “cojas” en lugar de
las que parecían más dignas de admiración, a las que realmente deseaba, pero por
las que se sentía intimidado. Yo le respondí que pensaba que probablemente estaba
haciéndolo lo mejor que podía con las mujeres; que, al menos en este punto, las
únicas mujeres de las que podía permitirse depender y sentirse próximo era de
aquellas a las que sentía como no demasiado amenazantes. De este modo no tenía
que afrontar el problema de estar con mujeres a las que devaluaba. Hizo como si
no oyera esto, pero claramente le alivió verse sacado del atolladero. Al mismo
tiempo, le dije que su grosería era equivocada e innecesaria: sólo estaba
proyectando sobre sus novias sus sentimientos acerca de sí mismo, transfiriéndoles
los sentimientos que tenía hacia su madre, y repitiendo lo que su padre le había
hecho a ésta, y que no era justo someterlas a este sufrimiento por el crimen de
mantener una relación con él. Esta combinación de mensajes pareció pulsar la tecla
acertada. Comenzó a reprocharse menos sobre la relación en la que estaba y, al
mismo tiempo, hizo cada vez más esfuerzos exitosos por contener su ataques
abusivos y furiosos.

De forma parecida, con respecto a su trabajo y a sus ambiciones de escribir, le


transmití que estaba seguro de que lo estaba haciendo lo suficientemente bien en
su trabajo como para no ser despedido (una de sus angustias persistentes) y le
sugerí que si no estaba escribiendo novelas de ficción quizá ésta no era una
ambición que le motivara tanto como él había pensado. En este contexto de más
aceptación, él empezó a preguntarme si yo leería alguna de sus historias y le
ayudaría con la escritura. Acepté con cautela, temiendo otra situación en la que se
sintiera juzgado y humillado, pero la situación se desarrolló de otra manera. Sus
escritos me parecieron atractivos pero necesitados de cierta disciplina
organizadora; él tomó bien mis sugerencias y pareció genuinamente agradecido y
contento por nuestras interacciones sobre el tema. Respecto a nuestra relación

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como tal, me di cuenta de que yo debía dejar de intentar con tanto ahínco de
desarrollar una conexión continua, y contentarme con comentar el proceso tal
como yo lo experimentaba. Con esta nueva orientación, simplemente señalaba
siempre que él hacía o decía algo durante la sesión para romper nuestra conexión,
bien fuera un sutil menosprecio, un cambio de tema, o comentarios del tipo de “Así
que entonces, ¿cómo me va ayudar eso?”. Era un tipo de bio-retroalimentación
psicológica que simplemente reflejaba lo que él hacía sin demandarle un cambio.
(La única excepción era que, si me sentía verdaderamente insultado por algo que
decía, entonces se lo hacía saber, a veces con enojo). También interpreté que, a
causa de las contingencias destructivas de su infancia, parecía que él
experimentaba la comunicación, independientemente de lo íntima o personal que
fuera, principalmente como una actuación por la que ser evaluado más que como
un vehículo para establecer una conexión placentera, compartir conocimientos y
aumentar la confianza. Con esta construcción, queda claro que necesitara
desequilibrar a la otra persona. Con el tiempo, este enfoque le ayudó a mantener
el contacto conmigo, y las sesiones adquirieron un tono más colaborador y
comprometido.

Mi interpretación de todo esto es que, mediante los procesos reguladores mutuos


de ensayo y error, identificación proyectiva y reconocimiento y, finalmente, sus
peticiones directas de ayuda, yo estaba estableciendo una compleja relación con
la realidad psíquica de Jonathan y, mediante su progresiva identificación con la
misma, esta relación estaba comenzando a afectar su relación consigo mismo.

Desarrollo y conclusión

Ahora, después de 10 años juntos, tenemos tras nosotros el intenso trabajo


analítico. Jonathan ya no está deprimido, su voz crítica interna ha amainado
considerablemente. Sigue en el mismo trabajo, pero se siente más confiado en él.
Todavía sueña con escribir novela de ficción, pero con menos autorrecriminación
por no alcanzar el éxito creativo de su padre. Sus relaciones con las mujeres se
han vuelto mucho menos atacantes y ha elegido mujeres cada vez más fuertes

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que se niegan a soportar el abuso. Nuestra relación es muy cómoda, nunca
insultante y, de un modo tácito, masculinamente afectiva. Cuando le pedí a
Jonathan que leyera esta descripción de su tratamiento, estuvo de acuerdo con la
mayor parte, pero le pareció que faltaba un componente importante. Durante la
primera parte del análisis, mucho antes de que yo hubiera captado su sistema, yo
solía hacer a menudo comentarios empáticos sobre la destructividad de su padre,
a veces hasta el punto de expresar mi propio enojo por el daño que había causado
al self emergente de Jonathan. Aunque en el momento él defendía a su padre
como parte de la idealización que todavía estaba operante, retrospectivamente
siente que mi firmeza le ayudó a empezar a separarse de la presencia furiosa,
crítica y dominante del padre en su psique. Este añadido de Jonathan subraya lo
que yo considero un aspecto pragmático de la tarea del analista. Para que un
paciente altere sus relaciones tóxicas consigo mismo, necesita diferenciar las
antiguas identificaciones de la experiencia subjetiva primaria y formar nuevas
identificaciones como fundamento para una relación diferente consigo mismo. Me
parece que cualquier cosa que el analista haga para facilitar cualquiera de estas
dos alteraciones no sólo es analíticamente válida, sino que está en el corazón del
empeño analítico, ya sea que consideremos que ese empeño es tratar a un self o
a varios.

Notas

Cita: (Steven Stern, Psy. D. es miembro del cuerpo docente del Instituto de Chicago para
Psicoanálisis y Profesor Ayudante de Psiquiatría Clínica, División de Psicología, en la
Escuela Médica de la Univrsidad de Northestern.

(2) El investigador sobre la infancia que, a mi parecer, tiene una apreciación más plena de
esta dualidad de la experiencia del self es Sander (1977, 1985, 1995). Basándose en el
trabajo del biólogo evolutivo Paul Weiss, Sander (1995) escribe que, comenzando con la
diada madre-infante, los seres humanos desarrollan un sentimiento de unidad organizativa
o coherencia a partir de la experiencia suficientemente frecuente de que sus estados

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internos son reconocidos y respondidos empáticamente por los otros significativos. Los
términos generales que utiliza para esta experiencia son “especificidad de reconocimiento”
y “momentos de encuentro”, que él considera que se alcanzan interactivamente mediante
procesos de influencia y regulación mutuas. Cuando estos procesos tienen lugar, el niño
tiene experiencias de iniciativa y de “conocerse a uno mismo como uno es conocido”, lo
que Sander considera las bases de la salud psicológica. A la inversa, cuando existe una
falla para alcanzar una especificidad de reconocimiento adecuada, se deja al niño con “una
difusión en los anclajes de confirmación de los que depende el conocimiento de sí mismo”
(pp. 590-591).

(3) Aquí estoy recordando el concepto de Winnicott (1969) de “relacionarse mediante


identificaciones”. Yo diría, siguiendo a Winnicott, que nuestros pacientes comienzan su
tratamiento relacionándose con nosotros (y con ellos mismos) mediante “viejas”
identificaciones. Sólo según vamos siendo capaces de separarnos del sistema
identificatorio de nuestros pacientes –y, por tanto, ayudarles a comenzar a separar su
experiencia subjetiva primaria de las viejas identificaciones tóxicas- nuestros pacientes
pueden empezar a “utilizar” a sus analistas como nuevos objetos.

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