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Daniel Campi y María Celia Bravo (ISES,UNT-CONICET)

Capítulo 1. Aproximación a la historia de Tucumán en el siglo XX.


Una propuesta de interpretación

Advertencia
El enfoque de este breve ensayo no puede ser sino macrosocial, con acento en los ele-
mentos de tipo estructural, sin pretender que los mismos expliquen toda la historia tucumana.
Se tendrán en cuenta, naturalmente, tanto el contexto nacional y el internacional como el fun-
cionamiento de los mercados, factores que condicionaron y pusieron límites de hierro a los
mejores programas y a las voluntades políticas más férreas. Sin intentar adentrarnos en la te-
mática cultural (objeto de estudio específico de otros colaboradores de este volumen) los auto-
res pretenden brindar algunas pistas sobre los modos en que los elementos perdurables de las
estructuras económicas y sociales se vincularon o articularon con las imágenes y las represen-
taciones sociales, a la vez que conformaron identidades e incidieron en la conducta de los
actores, especialmente en tiempos de crisis.
La perspectiva de análisis propuesta pone un fuerte acento en la evolución socioeco-
nómica de la provincia, aunque no se ha descuidado la referencia a hombres y circunstancias
del devenir político, cuyas intenciones y decisiones no dejaron de tener repercusiones durade-
ras en todos los ámbitos de la vida social. Sin embargo, no se pretende organizar un relato que
responda a las periodizaciones clásicas que suelen ofrecer los historiadores; ni brindar un cua-
dro en el que todas los períodos fueran tratados con la misma densidad. Se ha optado, tam-
bién, por prescindir del tradicional aparato erudito, que habría tornado embarazosa la lectura
por la diversidad de temas tratados como de autores y fuentes consultadas. Remitimos a los
lectores interesados en documentarse o en profundizar sobre los problemas y circunstancias
que se tratan en estas páginas a la bibliografía con la que se cierra este capítulo.
Una última advertencia se torna imprescindible antes de introducirnos en el relato: es
notoria la inexistencia de investigaciones de base en muchas de las cuestiones tratadas, pues el
siglo XX tucumano sigue siendo en gran medida un territorio inexplorado por la historiogra-
fía. En ese sentido estas reflexiones pretenden, antes que “fijar” una interpretación sobre pro-
cesos complejos y traumáticos, incentivar el debate y las investigaciones sobre una historia
que presenta todavía un sinnúmero de interrogantes.

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Un prólogo inevitable, el boom azucarero


Si hay un hecho incontrovertible en la historia contemporánea tucumana es la presen-
cia soberana del cultivo e industrialización de la caña de azúcar, principal actividad económi-
ca de la provincia (excluyente en algunos de sus departamentos) en los casi cien años que
comprende este estudio. Es inevitable, por lo tanto, comenzar el relato refiriéndose a la espe-
cialización productiva que tuvo lugar en Tucumán en las tres últimas décadas del siglo XIX,
lo que implica hacer aunque sea una breve referencia a algunos de los elementos que, articu-
lados, prefiguraron desde un primer momento las características del complejo agroindustrial,
ya claramente delineadas hacia 1900.
Una de esas condiciones fue un rasgo muy singular del paisaje social tucumano, la
presencia de una clase campesina con acceso –bajo diferentes estatus jurídico– al usufructo de
la tierra (fenómeno que ya era nítido en la primera mitad del siglo XIX), sector que habría de
manifestarse como un importante actor social y político en el XX. Otro de los rasgos notables
de la provincia de Tucumán, su extraordinaria densidad poblacional en el contexto rioplaten-
se, también fue producto de procesos sociales de larga duración, manifestados ya en la Colo-
nia y sobre los cuales la historiografía no ha formulado hasta el presente explicaciones satis-
factorias.
En un contexto marcado por la alta densidad demográfica y la coexistencia de media-
nas y grandes propiedades con un extendido mundo campesino (los “labradores” y “criado-
res” de los registros censales), en las décadas de 1820 y 1830 la producción de mieles, azúca-
res y aguardientes a partir de la caña adquirió impulso y fue afirmándose en las décadas poste-
riores.
La historiografía tampoco ha indagado en profundidad sobre las condiciones que
hicieron posible la lenta pero sostenida expansión de esta actividad antes del espectacular bo-
om que se disparó hacia 1880. Las guerras de la independencia afectaron de manera diversa a
todos los sectores sociales y son muy conocidas las presentaciones de los sectores propietarios
–afectados por los empréstitos forzosos, por las requisas de ganado y por la leva de trabajado-
res para los ejércitos patriotas– que hacían referencia a las desastrosas consecuencias que
habría tenido para la economía provincial el conflicto. En rigor de verdad, los efectos en la
esfera productiva ocasionados por el proceso independentista, que requirió de la movilización
de grandes recursos humanos y materiales, todavía no han sido examinados suficientemente
por nuestros historiadores. Pero algo puede afirmarse al respecto sin temor a equivocarse: la
joven provincia de Tucumán (recordemos que se constituyó como tal en 1814) no fue afectada
–por lo menos en el mediano plazo– en su potencial demográfico ni en el dinamismo de su

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economía, que en las décadas de 1830 y 1840 tenía en la producción de cueros curtidos, en su
manufactura y en la producción de azúcares, mieles y aguardientes rubros muy activos. A
través de los mismos la élite comercial local comenzó a incursionar en emprendimientos pro-
ductivos más complejos que la actividad ganadera tradicional y la fletería, combinando a par-
tir de entonces el comercio mayorista y minorista con la producción de bienes tanto para el
mercado local como para los de las provincias vecinas, las ex provincias altoperuanas, Cuyo,
Córdoba y Buenos Aires.
Así, en la década de 1840 Tucumán (especialmente la ciudad de San Miguel y su en-
torno rural) era ya de manera indiscutible el centro económico de las provincias norteñas, de
las que demandaba un flujo creciente de trabajadores asalariados (en particular de la vecina
Santiago del Estero), aunque también se beneficiaba de una incipiente pero calificada corrien-
te de migrantes europeos, compuesta en particular por vascos franceses.
No está de más advertir que cuando tuvo lugar el boom azucarero, esa característica se
potenció, al concentrarse a fines del siglo XIX en el reducido espacio pedemontano tucumano
el 30% de la población de todo el norte argentino. No podía ser de otra manera, pues en ese
período, acotado convencionalmente por la conexión ferroviaria con el Litoral (1876) y la
primera crisis de sobreproducción azucarera (1896), fue el de mayor crecimiento de la eco-
nomía provincial en su historia y, a su vez, el de mayores transformaciones sociales y territo-
riales. En efecto, las hectáreas cultivadas con caña de azúcar se multiplicaron de un poco más
de 2.000 en 1875 a 53.000 en 1896; a su vez, el número de ingenios (que hacia la primera
fecha rondaba en unos 80, incluyendo tanto los de vieja tecnología como los que estaban in-
corporando trapiches de hierro accionados hidráulicamente, evaporadores al vacío y centrífu-
gas), se redujo a unos treinta y cinco equipados con tecnología europea de última generación,
elevándose la producción anual de azúcar entre esas fechas de 3.000 a 135.000 toneladas.
Las transformaciones sociales que fueron el correlato de semejante expansión produc-
tiva no fueron menos espectaculares. Implicaron una profunda redefinición de la estructura
social, en particular con la emergencia de un ejército de miles de trabajadores asalariados
ocupados en las tareas de campo y en los ingenios azucareros, sometidos hasta 1896 a las ri-
gurosas disposiciones de las inicuas leyes “de conchabo” (que reconocían la existencia legal a
los pobres sólo bajo la tutela de un patrón) y, hasta la huelga de peones de fábrica y surco de
1904, a la perversa combinación de la proveeduría con un salario de tipo arcaico compuesto
por bienes alimenticios (una “ración” de dos libras de carne y dos libras de maíz) y un com-
ponente monetario. No está de más apuntar que esa huelga constituyó la primera experiencia
de lucha de los obreros azucareros conducida por un gremialismo incipiente, la que dejó como

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saldo el triunfo de la resistencia de los trabajadores, los que consiguieron –con la tolerancia
del gobierno de Lucas Córdoba– abolir el vale y la proveeduría, además de un considerable
incremento salarial.
Se ha atribuido a la llegada del tren a la provincia en 1876 un papel decisivo como
“disparador” de la gran movilización de capitales y hombres que implicó el proceso. Sin duda
el tren tuvo una importancia relevante para el boom azucarero. Pero si la magnífica obra ini-
ciada bajo la presidencia de Sarmiento y concluida en la de Avellaneda disparó una fenome-
nal expansión económica, ello fue posible porque creó las condiciones para el desenvolvi-
miento en todo su potencial de la riqueza acumulada y de las habilidades empresariales, agrí-
colas y técnicas forjadas en las décadas previas.
Hacemos referencia a la experiencia preindustrial en la producción azucarera, en parti-
cular al proceso de transición a la moderna fase industrial que se inicia a fines de la década de
1850 con la progresiva incorporación de las conquistas tecnológicas que estaban revolucio-
nando la producción azucarera en todo el mundo (trapiches de hierro, evaporadores y tachos
de cocimiento al vacío, centrífugas, generalización del vapor como fuerza motriz, etc.). Pero
también a la adaptación de los asalariados a la nueva cultura del trabajo fabril; y al importante
segmento de medianos y pequeños propietarios con tradición en la producción para el merca-
do que se desplazaría de los cereales y otros cultivos a la producción cañera.
Pero esa conjunción de capitales y experiencia acumuladas con un ambiente natural
adecuado (feracidad del suelo, precipitaciones pluviales generosas concentradas de noviembre
a marzo, un clima en el que las heladas invernales no son una constante) y con una oferta de
trabajadores apropiada para una actividad caracterizada por el uso intensivo de mano de obra
no pueden explicar el experimento azucarero tucumano de fines del siglo XIX, con sus consis-
tencias y vulnerabilidades. Fueron necesarias, asimismo, unas altas cuotas de claridad y ener-
gías políticas para garantizar un marco arancelario proteccionista, que la élite tucumana supo
conquistar durante los años de hegemonía roquista. Los términos de los debates que tuvieron
lugar en el Congreso de la nación y en la prensa de Buenos Aires en torno a la “cuestión azu-
carera” fueron la manifestación de las grandes desconfianzas y resistencias que el desarrollo
agroindustrial vinculado al mercado interno despertaba en sectores que sólo concebían como
legítimas las actividades del complejo agroexportador pampeano. De tales prejuicios, que
expresaban una jerarquización de los espacios regionales, brotaron recurrentemente y con
virulencia variable, ciertas ideas negativas que configuraron el imaginario político argentino
sobre el azúcar: la noción de la agroindustria como “industria artificial” en contraposición a
las “industrias naturales” de la pampa húmeda; que, en consecuencia, sobre el conjunto de la

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nación (en especial sobre “los consumidores”) se descargaba el costo de una aventura de tipo
especulativo que sólo beneficiaba a un reducido núcleo oligárquico; que el empresariado azu-
carero era un sector social prebendario, cuyos rasgos no se conciliaban con el de una burgue-
sía innovadora y progresista.
Con todo, se impuso una fórmula definida como “proteccionismo racional”, en torno a
la cual se encolumnaron políticos de provincias no pampeanas (los mendocinos en primer
lugar, pues al igual que al azúcar, el vino necesitaba para conquistar el mercado nacional una
barrera que lo protegiera de la importación de vinos y licores extranjeros) y políticos del lito-
ral que entendían que esta concesión era una razonable retribución al papel que las élites del
interior desempeñaron durante la conformación del Estado nacional y al papel que jugaban
como garantes de la gobernabilidad durante los años del predominio político del Partido Au-
tonomista Nacional.
A fines del siglo XIX, entonces, junto con la especialización productiva en torno a la
explotación comercial en gran escala de la caña de azúcar se conformaron los tres actores
fundamentales de la historia tucumana del siglo XX: empresarios azucareros, asalariados de
ingenio y “del surco” y un heterogéneo sector de “cañeros independientes” que comprendía
desde grandes y medianos agricultores a campesinos pobres. El desarrollo urbano y del sector
servicios que acompañó ese proceso dio lugar, asimismo, al surgimiento de una clase media
(concentrada básicamente en la ciudad capital), que mantendría muchos vasos comunicantes
con el sector cañero.
No está demás advertir que la presencia del campesinado cañero, cuyas estrategias de
resistencia a la proletarización resultaron exitosas, otorgó al modelo azucarero tucumano un
rasgo diferencial si se lo compara con el que se impuso en otras latitudes latinoamericanas,
donde los pequeños fundos sucumbieron frente al avance de la gran propiedad. Comparada
con esos casos, inclusive con el ejemplo –más cercano– de integración vertical del cañaveral y
la fábrica del modelo salto-jujeño, el complejo azucarero tucumano resultó desde el punto de
vista social mucho más inclusivo y hasta más democrático, pero también más conflictivo.

Expansión productiva, crisis, conflictividad social y realizaciones


A poco tiempo de andar, el moderno complejo agroindustrial resultado del auge azuca-
rero fue sacudido por la primera de las recurrentes crisis de sobreproducción (1896) que ca-
racterizaron su devenir. En cada crisis se agudizaron las tensiones entre los distintos actores
sociales que intervenían en el proceso productivo, en tanto la conducta usual de los industria-
les era descargar sus costos en los actores y sectores más débiles. Los conflictos se centraron

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en torno a las demandas por el incremento del precio de la caña y en el reclamo paralelo de
los productores independientes para que los ingenios no privilegiaran la molienda de la caña
propia en detrimento de la de los cañeros. Los trabajadores, a su vez, no dejaron de luchar por
el incremento de sus salarios, aunque en ciertas circunstancias esa aspiración se reducía a re-
clamar el pago de haberes atrasados que las empresas en dificultades no podían asumir. En
situaciones muy críticas, cuando las empresas se declaraban en quiebra y hasta peligraba su
continuidad, se conformaba por la base un sólido y combativo frente que aglutinaba a asala-
riados, cañeros, comerciantes y todo el conglomerado social conformado en torno al complejo
agroindustrial, el que descargaba todas las responsabilidades de un futuro más que incierto en
el sector industrial mientras desplegaba una gran variedad de estrategias de lucha, que iban
desde la elevación de petitorios a los poderes públicos, marchas a la ciudad capital, cortes de
caminos, organización de “ollas populares” y ocupaciones de las plantas industriales.
Las pujas sectoriales otorgaron a la historia social y política de la provincia una diná-
mica particular, caracterizada por la confrontación y la negociación que permitirían configurar
un cambiante funcionamiento de la actividad azucarera, la que tempranamente conoció proce-
dimientos novedosos como la regulación de la producción, fórmula que la provincia adoptó en
1902, convirtiéndose en la primera economía latinoamericana que implementó una compleja
ingeniería económica y social con propósitos inclusivos. El cuadro se torna más complejo si
advertimos que si bien las crisis cíclicas de sobreproducción constituyeron las clásicas de la
actividad azucarera tucumana, no fueron las únicas. Se alternaron con algunos momentos de
subproducción y con crisis biológicas ocasionadas por la plaga del “mosaico”, cuyo cenit se
manifestó a mediados de la década de 1910, y la plaga del “carbón” de la década de 1940.
En todos los casos el problema se expresó de manera explícita o implícita a través de
la disputa por la distribución del ingreso –siempre latente pero que parecía diluirse en épocas
de bonanza– expresada en diversos escenarios: en todos los poderes del Estado, en la prensa,
en la literatura, en las calles y los caminos. Y la disputa sectorial transitó desde la negociación
abierta a los enfrentamientos directos con gran carga de violencia, como en la década de 1920
y la de 1960. Naturalmente, en esos conflictos se delinearon y definieron identidades que
guardaban correspondencia con las corporaciones y organizaciones gremiales azucareras,
grandes protagonistas de la historia social y política de la provincia en el siglo XX. Las más
destacadas fueron el Centro Azucarero (1894) que aglutinó a los industriales, el Centro Cañe-
ro (1895 y 1919) y la Federación Agraria (1926), que actuaron como expresiones de los pro-
ductores cañeros, y la Federación Obrera de Trabajadores de la Industria Azucarera (1944),
representante de los trabajadores de fábrica y surco. El escenario estaba dominado por una

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ecuación de difícil resolución: los incrementos productivos, que no podían ser absorbidos por
una demanda doméstica inelástica y que chocaban con dificultades objetivas para ser exporta-
dos, ocasionaban abruptas caídas de precios, desatando así una intensa conflictividad por la
distribución del ingreso.
Pero la puja sectorial no fue la única variable que orientó y condicionó la voluntad de
los actores. La tensión entre intereses no coincidentes entre la región pampeana y el norte
azucarero, constituyó un factor al que ya se hizo referencia que gravitó en el escenario políti-
co y social tucumano a lo largo de décadas. Intentando definir el problema en pocas palabras,
Tucumán, como periferia de la región central de la Argentina pampeana, no estaba en condi-
ciones de integrarse al mercado mundial con las ventajas comparativas que tenían para colo-
car sus excedentes agropecuarios las provincias de Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba. A dife-
rencia de los cereales y las carnes de las pampas, el azúcar tucumano (y también los de las
otras provincias argentinas productoras del dulce) necesitaba de una barrera de protección
aduanera para competir con éxito con los azúcares importados que hasta 1895 habían satisfe-
cho la demanda del mercado doméstico. La cuestión generó grandes controversias y se mani-
festó hasta la depresión de los años treinta en un debate permanente en torno al nivel de pro-
tección arancelaria que tenía a los adherentes al librecambio sus principales impugnadores.
Los socialistas, que hicieron de la bandera de la “defensa de los derechos del consumidor” un
principio innegociable de su programa, fueron especialmente críticos del proteccionismo azu-
carero. Y, en alguna circunstancia, como durante el primer gobierno de Hipólito Yrigoyen, el
Estado nacional asumió –sobre la base de dichos argumentos– una política tendiente a reducir
la banda de protección para mitigar el impacto negativo sobre el costo de la vida que habría
ocasionado el aumento del precio del azúcar. La confiscación de miles de toneladas y la venta
del producto directamente al público en comisarías quizás haya sido la medida más drástica
que Yrigoyen tomara en su enfrentamiento con el empresariado azucarero tucumano, decisión
que empujó a destacados dirigentes radicales, propietarios de ingenios o productores agrarios,
a sumarse tempranamente a la facción “antipersonalista” de la UCR.
En paralelo, el tratamiento de la “cuestión azucarera” promovió el recrudecimiento de
la retórica regionalista. La misma se desarrolló en consonancia con la progresiva condición
periférica que adquiría el norte argentino con relación al centro político y económico nacio-
nal, radicado en la ciudad de Buenos Aires y en el área pampeana. Así, la construcción del
“norte” como unidad histórica y como comunidad de intereses diferenciados –concepción que
había estado presente de manera embrionaria en el discurso azucarero– alcanzó un gran énfa-
sis reivindicativo en la década de 1920. La promoción del estudio del folclore, que se mani-

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fiestó específicamente en el rescate de las coplas populares realizada por Juan Alfonso Carri-
zo e impulsada por Ernesto Padilla y Alberto Rougés, fue uno de los reflejos de este clima de
ideas que cobró mayor consistencia aún en la década de 1930.
Si dijimos que en épocas de bonanza económica las tensiones sociales en el seno de
agroindustria se moderaban y que las mismas se agudizaban en épocas de dificultades, en al-
gunas coyunturas –por ejemplo, ante la amenaza de apertura de las importaciones o de dismi-
nución de los niveles de protección– los diferentes componentes del complejo azucarero tu-
cumano conformaban, a modo de estrategia defensiva, un bloque social, unificaban sus dis-
cursos y dejaban en un segundo plano sus diferencias por la distribución del ingreso. En rigor,
en tales circunstancias primaba el interés por defender la renta global del sector, la permanen-
cia de los actores en el mercado (ingenios y cañeros) y los puestos de trabajo.
Así, estos dos niveles de tensiones o conflictividad, sectorial por un lado e interregio-
nales por el otro, se confundieron y articularon de manera cambiante a lo largo del siglo XX.
El Estado intentó, con suerte diversa, actuar como árbitro –implementando variadas fórmulas
regulatorias que de un modo u otro redistribuían el ingreso– en aras de la “paz social” y del
interés general, pero sin dejar de expresar el clima de ideas de cada momento, las bases de
sustentación social de los gobiernos y la relación de fuerzas en torno a los ejes de conflictos
mencionados. Es lo que de algún modo plantearon en los años sesenta Murmis y Waisman
cuando caracterizaron la etapa que se inicia con el auge azucarero de fines del XIX y finaliza
en 1917 cuando el radicalismo accede al gobierno provincial como “proteccionismo conser-
vador”, mientras denominaron al ciclo dominado por el radicalismo y el peronismo como
“proteccionismo distributivo”. Coincidimos en términos generales con esa síntesis, con la
salvedad de que en el “período conservador” (caracterización laxa que no da cuenta de los
matices que distinguieron a los diferentes gobiernos “conservadores”) el campesinado cañero
no sólo resistió con éxito a la proletarización, como ya se ha planteado, sino que –como se
verá en las páginas subsiguientes– incrementó progresivamente su participación en la produc-
ción de la materia prima en desmedro de las empresas azucareras, que nunca pudieron
aproximarse al ideal de la concentración vertical de las fases agrícola e industrial de la activi-
dad.
El énfasis puesto en desentrañar la lógica de la conflictividad social inherente a la es-
tructura del complejo azucarero quizás transmita una imagen sesgada de una historia jalonada
no sólo por conflictos y frustraciones, sino también por logros y realizaciones perdurables. Al
respecto, no es ocioso apuntar que la principal actividad económica de la provincia también
conoció “años buenos”. En los mismos, la época de la zafra –que comenzaba generalmente a

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principios de junio y podía prolongarse hasta octubre– era sinónimo de bonanza y prosperidad
para todos, incluidos la compleja cadena proveedores de insumos y servicios, desde los talle-
res metalúrgicos de la ciudad capital (que, además de reparaciones complejas, llegaron a pro-
ducir alguna de la maquinaria requerida por los ingenios) a los vendedores ambulantes, entre
ellos numerosos “turcos” y judíos, que recorrían los pueblos y colonias proveyendo ropas y
enseres domésticos a los trabajadores, generalmente a crédito. No en vano durante las décadas
de 1940 y 1950 se organizaron “fiestas de la zafra”, con la elección de una reina entre repre-
sentantes de todos los ingenios. Pero, en los “años malos”, que no fueron pocos, el azúcar
adquiría un “sabor amargo”, expresión con la que el historiador cubano Raúl Cepero Bonilla
quiso sintetizar uno de los sentidos que adquirió en la historia de la isla caribeña la monopro-
ducción cañera. Los contrastes y ambigüedades del imaginario tucumano en torno a la cultura
del azúcar pueden explicarse a partir de esa experiencia colectiva plagada de contrastes.
Por otro lado, no obstante las crisis y conflictos y en un cuadro que podría definirse
como de crecimiento en la inestabilidad, los actores que gobernaban la provincia impulsaron
emprendimientos cuya magnitud y significado se correspondían con sus horizontes y expecta-
tivas. Una de las más perdurables de las promovidas a principios del siglo XX, respondiendo
a una fuerte demanda de la sociedad civil, fue la fundación de la Universidad de Tucumán,
empresa cultural de envergadura, cuyos antecedentes devenían de la Facultad de Derecho y
Ciencias Políticas (de efímera existencia entre 1875 y 1882) y del ambiente cultural gestado
por los colegios nacionales (Colegio Nacional y Escuela Normal), la Sociedad Sarmiento, etc.
Cuando en 1907 la legislatura provincial votó la primera ley que derivó en la puesta en mar-
cha de la Universidad de Tucumán en 1914, sus fundadores afirmaban que su perfil debía
adecuarse a las exigencias derivadas de las transformaciones económicas y sociales generadas
por el desarrollo azucarero. Concebida como un centro orientado a la investigación y al estu-
dio de cuestiones regionales, sus impulsores argumentaron que la entonces recientemente
fundada Estación Experimental (otra de las realizaciones trascendentes de la época) constituía
el testimonio de la vocación científica y técnica de la provincia al propiciar la formación de
un plantel de científicos calificados. Por otra parte, la concepción regional de la universidad
respondía a un propósito de carácter estratégico, al procurar romper el monopolio universita-
rio ejercido por Buenos Aires y Córdoba, que debilitaba cualitativamente a las demás provin-
cias. Esta empresa revelaba el rol que la élite azucarera reservaba a la provincia de Tucumán
como centro económico y cultural del norte, al tiempo que se erigía en el sector dirigente que
lideraría este proceso.

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Regulación y “justicia distributiva”


El persistente ciclo de superproducción azucarera que se extendió entre 1920 y 1930
convirtió al complejo productivo azucarero en un territorio sumamente conflictivo que se ex-
teriorizó en las luchas recurrentes entre industriales y cañeros por el precio de la materia pri-
ma, puja que convirtió a la provincia de Tucumán en una suerte de laboratorio social donde se
ensayaron diferentes respuestas para armonizar los intereses de estos dos sectores. Las recetas
se adoptaron en un clima de ideas expresado por el predominio electoral de la Unión Cívica
Radical que cuestionaba el liderazgo industrial y reclamaba la participación cañera en los be-
neficios deparados por la vigencia del proteccionismo. Así, en lo sucesivo las políticas regu-
ladoras tuvieron como denominador común el principio de que era tan justa como necesaria la
preservación de todos los actores sociales involucrados en la producción azucarera, premisa
que sólo podía ser garantizada con los poderes del Estado.
En ese contexto, en 1927 y 1928, el Presidente de la República aceptó mediar en la re-
solución de la primera gran huelga agraria que expresaba la virulencia del conflicto cañero-
industrial y que concluyó con el denominado “Laudo Alvear”. El documento institucionalizó
la visión de los cañeros al considerar al plantador un factor necesario para el funcionamiento
de la industria y una presencia valiosa por su proyección social en la campaña. Estos valores
implicaron la clausura del régimen de libre mercado para la compra y venta de materia prima,
el que fue reemplazado por la implementación de una fórmula para determinar el precio de la
caña que tenía como obligado punto de referencia el precio del azúcar. Pese a que la interven-
ción del presidente Alvear en el conflicto azucarero surgió como propuesta de los industriales,
la fórmula implicó la transferencia de riqueza del sector industrial al cañero, lo que explica la
gran expansión de este último sector y, por ende, la consolidación de un modelo productivo
que aseguraba la pervivencia del cultivador independiente y que obligaba a las fábricas a
comprar cañas de terceros.
En ese contexto se crearon una serie de organismos, la Cámara Gremial de Producto-
res de Azúcar y la Comisión Nacional del Azúcar, instituciones que debían atender cuestiones
derivadas de la interpretación del Laudo Alvear y del estudio de los problemas que aquejaban
a la agroindustria, respectivamente. Pero las experiencias de los años ’30 revelaron su inefica-
cia para descomprimir las tensiones derivadas de la puja de los intereses encontrados en un
contexto de sobreproducción.
Durante el período comprendido entre 1928 y 1945 tres leyes votadas por la legislatura
tucumana implementaron un esquema regulador destinado a garantizar la participación en el
negocio de todos los sectores propietarios del complejo agroindustrial, industriales y cañeros.

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Más allá de sus diferencias de escala, se buscaba garantizar la molienda respetando los por-
centajes establecidos por el Laudo Alvear a los plantadores independientes y obturando la
aspiración de los industriales de lograr el autoabastecimiento de la materia prima. Estos resul-
tados revelan la fuerte influencia que habían adquirido las distintas organizaciones de cañeros
y el consenso que gozaba la prédica agrarista en la cultura política de la provincia. Sin duda el
retorno al gobierno de la Unión Cívica Radical, que gobernó la provincia a partir de enero de
1935 y hasta la intervención federal de febrero de 1943, fue un factor que incidió favorable-
mente en esa dirección, como también alentó al movimiento sindical tucumano a interpelar al
Estado con un conjunto creciente de reivindicaciones.
A mediados de la década de 1940 los conflictos intersectoriales alcanzaron mayor
complejidad con la irrupción del sindicalismo expresado por la figura de la Federación Obrera
Tucumana de la Industria Azucarera (FOTIA), que impuso un cambio sustancial de las rela-
ciones laborales. El nuevo régimen de trabajo establecía que tareas se considerarían insalu-
bres, quienes serían considerados trabajadores permanentes en fábrica y surco y quienes serí-
an temporarios, los beneficios que correspondían a cada situación laboral, etc. La multiplici-
dad de tópicos y de situaciones de trabajo ilustraba la densidad de la problemática laboral en
los ingenios y el complejo proceso que la llegada del peronismo al gobierno desató al dar cau-
ce a las expectativas obreras.
El ingreso de los sindicatos azucareros como factor de poder otorgó mayor compleji-
dad a la cuestión azucarera e incrementó la conflictividad de la agroindustria tucumana, cuyas
tensiones se identificaban como los principales problemas de la actividad en su conjunto. La
decisión del gobierno surgido de la revolución de junio de 1943 de formar la Junta Nacional
del Azúcar en 1945 expresó la ambición de encontrar una “solución integral” de alcance na-
cional a tales problemas. Sin embargo, la Junta no logró conformarse y las decisiones vincu-
ladas a la industria azucarera quedaron bajo la jurisdicción distintos organismos, lo que gene-
ró un laberinto burocrático y administrativo que no aportó mayores soluciones a sus proble-
mas de funcionamiento.
Otra dimensión que signó la dinámica de la actividad fue la implementación del “Fon-
do Especial de Compensación y Asistencia Social”, cuyo objetivo era garantizar la continui-
dad de todos los ingenios con un fondo conformado a partir de una contribución obligatoria
por kilo de azúcar impuesta a ingenios, importadores, comerciantes mayoristas y minoristas y
refinerías. Lo recaudado se destinaba a compensar a industriales y cañeros por los mayores
costos derivados de los incrementos salariales de obreros de fábrica y surco y a los ingenios
que industrializaban un porcentaje de materia prima de cañeros no menor al 20%, mecanismo

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que se extendió luego para atender el pago del aguinaldo o la recepción por parte de las fábri-
cas caña de bajo rendimiento.
La política de compensaciones diseñada por el peronismo fue resistida por los indus-
triales tucumanos, aunque para varios ingenios la compensación implicó un salvataje para su
quebrantada situación económica. Otras empresas más sólidas, como el ingenio Ledesma que
lideraba la producción de la industria salto-jujeña, se opusieron con mayor fuerza a una legis-
lación que mitigaba la crudeza de las leyes de mercado. Tal consideración industrial influen-
ció negativamente las visiones en torno a las compensaciones azucareras que fueron sindica-
das como propiciadoras de la ineficiencia productiva, aunque la misma estaba también rela-
cionada con las dificultades generales de la industria nacional para re-equiparse en el marco
de la coyuntura bélica y, posteriormente, por la falta de divisas.
La permeabilidad del gobierno peronista a las demandas de los actores más débiles
(asalariados, cañeros independientes e ingenios de pequeña y mediana capacidad productiva)
lejos de promover la invocada armonía social incrementó los conflictos intersectoriales, al
precipitar las demandas de los cañeros y de los trabajadores recientemente sindicalizados,
cuyas prácticas inorgánicas tornaron incontrolable la situación social en los ingenios entre
1946 y 1948. La tensión acumulada en el trienio explotó en la huelga general azucarera de
1949, que se resolvió con la intervención de la FOTIA y con el “encuadramiento” del movi-
miento obrero azucarero tucumano a la férrea disciplina a la que Perón sometió al sindicalis-
mo adicto, a la vez que se otorgaba un generoso aumento de salarios, reivindicación central
del movimiento huelguístico.
La efervescencia social desatada por el primer peronismo constituyó un efecto no de-
seado en el marco de una política que se proponía el objetivo de la “justicia distributiva” y
que no se conciliaba fácilmente con el propósito de aumentar la productividad y la eficiencia
industrial. Por otro lado, si bien el distribucionismo peronista moderó como nunca se había
hecho hasta entonces las desigualdades sociales en el interior del complejo productivo del
azúcar, no hizo desaparecer los fundamentos estructurales de las mismas, que no se borraron
con la novedosa legislación social ni con la intervención de aquellas empresas que, por insol-
vencia, fueron administrados directamente por el Estado (el “Santa Ana”, controlado desde
los años ’30 por el Banco de la Nación Argentina, y durante los años ‘40 el “Esperanza”).
El crítico año de 1949, que sembró serias dudas sobre la viabilidad del proyecto de
sostener de manera combinada el crecimiento económico con el distribucionismo social, fue
también un año clave para el azúcar, pues modificó de manera sustancial la gestión estatal de
la agroindustria. Por un lado, la idea-fuerza de las “compensaciones” cayó en descrédito, en

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tanto se asociaba con el uso ineficiente de los recursos; por otra parte, el papel del Estado si-
guió siendo omnipresente, pues fijaba los precios tanto de la materia prima como del producto
elaborado y era la fuente exclusiva de financiamiento. La creación de la Dirección de Azúcar
fue un nuevo e infructuoso intento de ordenar una actividad atravesada por una intrincada red
de tensiones y conflictos que no encontraban un cauce normativo adecuado.

Paralelamente a los procesos sociales y económicos del primer peronismo, el proyecto


motorizado por el rector Horacio Descole transformó la Universidad Nacional de Tucumán de
manera radical, para lo que contó con el fuerte respaldo de Perón. La vasta obra realizada –
que se enmarca en la ampliación de la oferta educativa en todos los niveles que tuvo lugar en
la época–, incluyó la departamentalización de la UNT y jerarquizó la investigación. Quizás el
emprendimiento de la Ciudad Universitaria ilustre como ninguna la envergadura de sus inicia-
tivas. Concebida en 1947, los terrenos de la Ciudad Universitaria en la sierra de San Javier
(18.000 hectáreas, más o menos la extensión que ocupaba entonces la ciudad de Buenos Ai-
res) albergarían una población estable de 20.000 a 30.000 personas, lo que representaba entre
el 10 y el 17% del total de habitantes de San Miguel de Tucumán. El proyecto, que se enfren-
tó a las dificultades de la economía argentina a partir de 1950, se truncó definitivamente con
la Revolución Libertadora de 1955. Es sumamente llamativo que las autoridades universita-
rias posteriores a Descole no reflotaran esta obra que insuflaba a la institución una escala y
una misión regional de gran magnitud. Quince años después de la paralización de las obras, la
decisión pasó por reemplazar la construcción de una Ciudad Universitaria por la de un Centro,
ubicado en la “Quinta Agronómica”, con una extensión de sólo 47 hectáreas, cuya construc-
ción comenzó en 1965. Por lo demás, durante el rectorado Descole la UNT ocupó un lugar
central en la actividad cultural de la provincia, aunando un diario como “El Trópico” con la
orquesta sinfónica, el Instituto Cinefotográfico, una radio, la universidad para obreros, etc. En
este plano, la iniciativa para dotar a Tucumán de un canal de televisión (lo que la UNT con-
cretó recién en 1966) reconoce sus primeros antecedentes en este rectorado.
La hecatombe económico-social de los años ‘60
Si los 15 años que van entre 1880 y 1895 fueron los de mayores realizaciones econó-
micas en la historia de la provincia, la década de 1960 será recordada sin duda como la más
aciaga para tucumanos y tucumanas. Una serie de medidas impulsadas por el Estado nacional
destruyó el 30% del aparato productivo azucarero con el cierre compulsivo de once ingenios,
la emigración forzada de alrededor de 200.000 comprovincianos y la lenta agonía de muchos

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pueblos que, como los casos de Santa Ana, Santa Lucía, Ranchillos y Los Ralos, habían cre-
cido al ritmo de la agroindustria.
¿Cómo jugaron los factores y los actores descriptos en las páginas precedentes durante
la mencionada mega-crisis? Por un lado, desde 1959, en el marco de una profunda caída de
los precios del mercado internacional que incidían sobre los del mercado doméstico empuján-
dolos a la baja, el Estado nacional –hasta entonces financista exclusivo de las zafras– dismi-
nuyó drásticamente los créditos a los ingenios tucumanos en beneficio de los ingenios salto-
jujeños, más concentrados y “eficientes”. Ello fue acompañado con un conjunto de medidas –
implementadas en la primera mitad de década– que agudizaron los efectos de una crisis de
mercado antes que mitigarlos, como se había hecho anteriormente, regulaciones mediante.
Desmontar el sistema regulatorio que regía la economía azucarera había sido uno de
los propósitos de la Revolución Libertadora, pero los pasos más decididos en esa dirección
fueron tomados a partir de la gestión de Álvaro Alzogaray como ministro de Arturo Frondizi.
El objetivo declarado de la política azucarera implementada a partir de 1959 era recrear las
condiciones competitivas a través de la liberalización del mercado para mejorar los rindes
cañeros y promover el reequipamiento agroindustrial. Aunque no se abandonaron totalmente
los mecanismos del Laudo Alvear (que establecían porcentajes fijos de coparticipación para
cañeros e industriales por los azúcares y melazas producidos), la tendencia en lo referente a la
compra-venta de materia prima fue promover la libre fijación de los precios por el mercado.
Como se verá, el comportamiento de éste y la política oficial agudizaron las fuertes tensiones
sociales inherentes a la estructura de la agroindustria.
Desde diferentes puntos de vista político-ideológicos se reconoce que el Estado nacio-
nal promovía el control monopólico del mercado por las empresas más poderosas –
especialmente dos grandes ingenios de las provincias de Jujuy y Salta–, alentando su reequi-
pamiento y dejando libradas a los más débiles (muchos de ellos ubicados en Tucumán) a la
suerte que les deparara el comportamiento de un mercado caracterizado por gran inestabilidad
de los precios luego de la extraordinaria zafra de 1958, los que se encontraban afectados adi-
cionalmente, como ya se dijo, por un ciclo mundial de baja.
El instrumento más efectivo de esa política fue la drástica reducción del crédito oficial.
La relación de los créditos recibidos por las empresas tucumanas con los acordados a los in-
genios salto-jujeños descendió de 3,17 en 1963 a 0,78 en 1967. Así, la caída de precios (que
agravaría la zafra record de 1965) se conjugó con el ahogo financiero, lo no podía sino llevar
a muchos ingenios tucumanos a un estado de cesación de pagos, provocando un verdadero

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estado de conmoción social, con huelgas obreras, marchas desde el campo a la ciudad capital,
ocupaciones de fábricas, etc.
Ante ello el Congreso nacional votó una ley de “emergencia económica” que facultaba
al Estado a intervenir empresas azucareras, expropiar azúcares, retirarlos del mercado o ex-
portarlos, sin ofrecer ningún camino efectivo para sacar a la provincia del caos ni restaurar la
paz social. Autorizaban similares medidas una ley provincial votada durante la gobernación
de Arturo Gelsi (1958-1962) y otra, más radical aún, aprobada en diciembre de 1965 durante
la gobernación de Lázaro Barbieri (1963-1966).
A la crítica situación económica de la provincia se sumaba un accidentado proceso po-
lítico, signado por la imposibilidad de los gobiernos que se sucedían desde 1955 de solucionar
el “problema peronista”. En rigor, el peronismo estaba más vivo que nunca y en él la presen-
cia de un sindicalismo radicalizado era dominante, en el que se destacaba la FOTIA, inclusive
en el plano nacional. Pero no sólo los trabajadores azucareros daban muestras de una gran
combatividad. También el gremio de los maestros (ATEP), como los de los empleados y obre-
ros de la administración pública se mostraron muy activos y pusieron en jaque en forma con-
tinua a gobernadores e intendentes. La Unión de Cañeros Independientes de Tucumán
(UCIT), a su vez, que aglutinaba a medianos y pequeños productores, no se quedó atrás en la
defensa de los intereses del sector, protagonizando en 1961 una impresionante movilización:
miles de pequeños y medianos plantadores cañeros marcharon hacia la ciudad capital y acam-
paron frente a la Casa de Gobierno, sin duda el movimiento social más relevante durante la
gobernación de Celestino Gelsi.
Mientras tanto, la FOTIA, a partir de su activismo gremial, asumió un protagonismo
decisivo en la política provincial, anudando con el sector cañero un “pacto obrero-campesino”
y con “Acción Provinciana”, un partido neoperonista liderado por el ex gobernador Fernando
Riera, una lista común de candidatos que triunfo holgadamente en las elecciones de 1965.
Fernando Riera y Benito Romano, dirigente obrero del ingenio “Esperanza” fueron electos
diputados nacionales; y ocho otros dirigentes de la FOTIA (nominados en asambleas popula-
res) ocuparon sendas bancas en la Cámara de Diputados tucumana. La ley azucarera aprobada
por ese cuerpo a fines de 1965, que planteaba entre otros puntos la estatización de la industria
y la cogestión obrera, se explica tanto por esta circunstancia como por el clima político radi-
calizado que se vivía en la provincia.
El golpe de junio 1966, con su orientación favorable al gran capital, ofreció una opor-
tunidad excepcional a quienes preconizaban el cierre de un grupo de empresas tucumanas en
problemas como única opción para sanear definitivamente una industria “ineficiente” y “so-

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bredimensionada”. Así, los liberales que asumieron la dirección de los asuntos económicos de
la dictadura militar decidieron “apurar” a las fuerzas del mercado interviniendo siete ingenios
para proceder, manu militari, a su cierre definitivo y a su desmantelamiento. La medida se
anunciaba como la primera de un plan coherente de “saneamiento” y “modernización” eco-
nómica que dejaría la producción azucarera en manos de las empresas y zonas más eficientes,
lo que implicaba una amenaza real para otros ingenios tucumanos.
Efectivamente, bajo una fuerte coacción algunos grupos empresarios optaron por el
cierre “voluntario” de sus fábricas a cambio de la cancelación de deudas y compensaciones
por la cesión de “derechos de molienda” al Estado. De ese modo, el parque azucarero de Tu-
cumán quedó reducido a 16 ingenios de los 27 que habían participado en la zafra de 1965. Los
9.327 puestos de trabajo perdidos con el cierre de las once fábricas no dan una cabal idea del
tremendo impacto social del fenómeno. El retroceso demográfico que sufrió la provincia es
más elocuente al respecto: contaba en 1965 con 930.000 habitantes y descendió a 766.000 en
1970. Naturalmente, la abrumadora mayoría de los migrantes tucumanos habría de radicarse
en las “villas miseria” de la ciudad de Buenos Aires. Pero a tal retroceso demográfico debería
sumarse las miles de familias tucumanas que engrosaron la periferia de la capital provincial
en improvisados y paupérrimos asentamientos, en un innegable retroceso en su calidad de
vida.
Esta brutal realidad incrementó el estado de movilización de los trabajadores y de la
sociedad civil toda, radicalizando aún más las posiciones, que se unificaron contra un enemi-
go común a sectores que hasta entonces no conectaban sus reclamos, como el movimiento
estudiantil universitario y los sindicatos obreros de raigambre peronista. Sobre todos ellos
recayó, como era de esperar, una dura represión. En enero de 1967, en una concentración en
la ciudad de Bella Vista, la represión policial quitó la vida a Hilda Guerrero de Molina, esposa
de un trabajador del ingenio Santa Lucía. No está demás apuntar, sin embargo, que la resis-
tencia del pueblo tucumano –organizado en “comisiones de defensa” a lo largo y ancho de la
provincia– al plan ejecutado por el ministro Salimei no podía, librado a sus solas fuerzas, tor-
cer el brazo de una dictadura recién instalada en el poder.
Por lo demás, el resultado de los planes gubernamentales para enfrentar el problema de
la desocupación de miles de trabajadores y para concretar la reconversión productiva de la
provincia a través del denominado “Operativo Tucumán” sólo logró moderar levemente la
debacle económica que el mismo gobierno había promovido. Las cifras de los tucumanos ex-
pulsados de la provincia por efecto del cierre de los ingenios son concluyentes a la hora de
evaluar los resultados de los subsidios otorgados a los trabajadores de los ingenios cerrados y

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del programa de diversificación agraria y radicación de nuevas industrias que se impulsó en


esos años con la concesión de grandes ventajas impositivas. El programa demostró poseer un
alto grado de improvisación y sus resultados fueron mediocres. En los primeros años de su
aplicación no se radicó ninguna empresa de envergadura, con lo que los puestos de trabajo
creados por las pequeñas fábricas instaladas apenas sobrepasaron los 3.000. Además, las nue-
vas industrias carecían del poder económico multiplicador que caracterizaba a los ingenios
azucareros. Recién en las postrimerías de la dictadura de la “Revolución Argentina” de Onga-
nía-Levingston-Lanusse se concretarían radicaciones de importancia, como fueron las plantas
de Grafanor, Alpargatas, Bosch y, sobre todo, Saab-Scannia.
La traumática experiencia vivida en este corto período explica una serie de imágenes
definidas en tonos muy negativos en el imaginario de los tucumanos: la del Estado nacional,
percibido como un implacable ejecutor del programa de cierre compulsivo de un tercio del
parque industrial azucarero; la de las empresas salto-jujeños, principalmente la firma “Ledes-
ma“, voraces beneficiarias (y probablemente alentadoras) de la política azucarera implemen-
tada por la dictadura del Gral. Onganía; la de los empresarios azucareros tucumanos, a quie-
nes se les atribuía la responsabilidad de haber llevado (por falta de inversiones) a un estado de
atraso tecnológico e ineficiencia extrema a la agroindustria tucumana.
En esta problemática se origina también una dualidad muy tangible en el imaginario
tucumano sobre el azúcar: por un lado una visión negativa (el azúcar como origen de todos los
males sociales, del atraso económico, de la pobreza, la explotación y la injusticia), instalada
especialmente en las clases medias de la capital provincial; y, por otro, una imagen idealizada
de un pasado de gloria y prosperidad, particularmente viva en los poblados y áreas rurales de
los ingenios cerrados en los sesenta.
Sin duda esas imágenes estaban presentes en la efervescencia cultural tucumana que se
proyectó hasta los años ’70 y en la cual, empalmando con el auge de la música folclórica que
conocieron los años ’40 y ’50, las referencias a la problemática social, local y latinoamericana
fue el sello distintivo. La emergencia de una figura como Mercedes Sosa del ambiente folcló-
rico tucumano sólo puede explicarse en el marco de ese clima particular. Sin embargo, otra
sensibilidad, que también satisfacía antiguos hábitos de consumo de productos culturales de la
clase media de San Miguel de Tucumán, remitía a la tradición cultural europea, lo que se ma-
nifestó por sobre todo en la intensa programación teatral que conoció la provincia en esos
años. Siguiendo otro derrotero, el cine, con su tradición documentalista y testimonial (que sin
duda se conecta con las primeras producciones del Instituto Cinefotográfico de la UNT en
tiempos del rector Descole), buscó captar ante todo la experiencia del mundo obrero y campe-

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sino del azúcar, retratando el rostro menos amable y complaciente del “Jardín de la Repúbli-
ca”, el de la miseria extrema y la explotación social.
El Consejo Provincial de Difusión Cultural, una estructura ideada por el escritor y pe-
riodista de La Gaceta Julio Ardiles Gray para la gestión de las políticas culturales y que tuvo
continuidad entre 1958 y 1976, ofreció un apropiado cauce a muchas de las iniciativas y pro-
ducciones del campo durante el período.

Retorno y profundización de las modalidades regulatorias


La reducción de la capacidad productiva de los ingenios tucumanos demostró en poco
tiempo no ser la panacea de la “modernización” económica, como había sido presentada. En
razón de ello el gobierno militar, intentando controlar las contradicciones entre los diversos
sectores productivos y mitigar más las tensiones sociales, tomó dos medidas de directo inter-
vencionismo. A comienzos de 1967 se dictó un decreto-ley con las pautas bajo las cuales de-
bía regirse la actividad. Las más importantes eran la prohibición de instalar nuevos ingenios y
de ampliar la capacidad industrial de los existentes, a la vez que se creaba un registro de pro-
ductores cañeros con derechos a moler su caña, en el que no se aceptarían nuevas inscripcio-
nes. El Estado determinaría los niveles anuales de producción, las entregas al mercado inter-
no, las reservas, las exportaciones, el precio de la materia prima, las modalidades del pago de
ingenios a los cañeros y el financiamiento a las fábricas.
En 1972 se dictó otro decreto-ley similar al de 1967, levantando la prohibición de am-
pliar la capacidad industrial de los ingenios pero manteniendo vigente el sistema de “cupos”.
Anualmente, la Dirección Nacional de Azúcar establecía el nivel nacional de producción y
determinaba los cupos que correspondían a las distintas zonas productoras, los que, a su vez,
eran distribuidos entre los productores cañeros, tanto ingenios como plantadores independien-
tes. Gracias a esa distribución los ingenios tucumanos fueron reduciendo su participación en
el mercado en beneficio de los de las provincias de Salta y Jujuy de un 65 a casi un 50%.
La otra medida de directo intervencionismo fue la incautación de tres ingenios de la
Compañía Azucarera Tucumana (otros dos de la misma empresa fueron cerrados). Con los
mismos y los ingenios “Bella Vista”, “San Juan” y el santafesino “Arno” –en el contexto de
las movilizaciones populares de repulsa al gobierno militar y ante el temor de que el cierre de
más ingenios alimentara una situación revolucionaria– se creó la Compañía Nacional Azuca-
rera S.A. (CONASA), decisión que no respondía a los intereses de los grupos empresarios
más concentrados que aspiraban a incrementar su participación en el mercado a costa de las
empresas quebradas o cerradas compulsivamente. CONASA se transformó en la principal

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empresa azucarera tucumana, concentrando entre el 25 y el 28 por ciento de la producción


provincial hasta que la dictadura de Videla-Martínez de Hoz decidió liquidarla a precio vil.
Sumando la producción de otros ingenios de Jujuy y El Chaco que habían sido nacionaliza-
dos, la participación de las empresas administradas por el Estado superaban holgadamente
(casi un 40% en 1977) al coloso azucarero del norte, el ingenio Ledesma, actuando como ver-
daderas formadoras de precios.
Por otro lado, el resto de los ingenios tucumanos se vio afectado por el incremento del
precio de la caña que ocasionaba la creciente demanda de materia prima por parte de los inge-
nios estatales, en una situación de oferta restringida por el rígido sistema de “cupos”. El retor-
no al sistema constitucional en 1973 y del peronismo al gobierno creó un clima propicio para
el desarrollo de CONASA. Alentado por una coyuntura de altos precios en el mercado inter-
nacional, la empresa estatal promovió una acelerada modernización de sus ingenios, a la vez
que ensayó un sistema de cogestión obrera con la incorporación de representantes de los tra-
bajadores a su directorio. Como era de esperar, el golpe cívico-militar de 1976 liquidó drásti-
camente esta experiencia.

Las vísperas del horror


Como en el resto del país, la dictadura de Onganía recompuso las alianzas sociales y
las perspectivas políticas de amplios sectores. Las explosiones populares que comenzaron con
el “El Cordobazo”, con un gran protagonismo obrero, marcaron el principio del fin del régi-
men militar, en un clima signado por el rechazo y la ira contra el gobierno de facto de vastos
segmentos de la sociedad. Aunque los estudiantes tucumanos se sumaron a la revuelta cordo-
besa de mayo y junio de 1969, las grandes movilizaciones en la ciudad de San Miguel tuvie-
ron lugar en noviembre de 1970 y junio de 1972, los denominados “tucumanazos”, en las que
universitarios, estudiantes secundarios, obreros, empleados, pequeños comerciantes, etc.,
sembraron de barricadas la ciudad, rebasaron a la policía, ocuparon unas 60 manzanas y obli-
garon al régimen a hacer intervenir en la represión a la Policía Federal, a la Gendarmería Na-
cional y al mismo ejército.
También como en el resto del país, especialmente en las ciudades que albergaban cen-
tros universitarios importantes, la radicalización política fue una característica de la época,
con el desarrollo de grupos y partidos de una izquierda no tradicional, proceso que se mani-
festó también en la iglesia con el “Movimiento de Sacerdotes del Tercermundo”. Entre esas
agrupaciones de izquierda se contaban, obviamente, las que optaron por la “vía armada” como

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opción revolucionaria, una de las cuales, el PRT-ERP, desarrolló un importante activismo en


la provincia, dirigido principalmente contra objetivos del ejército y las fuerzas de seguridad.
El retorno del peronismo al gobierno en mayo de 1973 no aquietó las aguas. En la es-
fera política las tensiones entre la “tendencia” revolucionaria orientada por la organización
Montoneros y las “62 Organizaciones” no dejaron de estar presentes, aunque la lucha intestina
entre esas facciones no depararon hechos de tanta magnitud y violencia como lo hicieron, por
ejemplo, en Buenos Aires y Córdoba. Tampoco cedieron las tensiones sociales. Pese a que la
evolución del mercado azucarero se había tornado favorable para la economía provincial, que
conoció ese año una zafra record, la puja distributiva se manifestó en una gran huelga de em-
pleados y obreros azucareros en 1974. Como había ocurrido con otras administraciones, el
gobierno provincial, encabezado por el justicialista Amado Juri, fue impotente ante tales
acontecimientos.
El gobierno provincial perdió, en primer lugar, el control de las fuerzas de seguridad y
quedó privado de toda ingerencia en la lucha “antisubversiva”. La decisión del PRT-ERP de
poner en práctica la táctica del “foco” guerrillero en el marco de la legalidad constitucional
abrió las puertas para que se desplegara en Tucumán un gran operativo represivo. Comenzó
con el arribo de un escuadrón motorizado de la Policía Federal en el invierno de 1974, que
actuó como apoyo de la policía tucumana. Pero en febrero de 1975, la presidenta María Estela
Martínez de Perón ordenó a las Fuerzas Armadas intervenir para “aniquilar” a la “subver-
sión”. A partir de entonces el llamado “Operativo Independencia” coordinó –bajo el mando
del Gral. Adel Vilas– a efectivos provinciales, de la Gendarmería Nacional y del Ejército.
La acción represiva (allanamientos, detenciones, controles en rutas, del transporte pú-
blico de pasajeros, etc.) se llevó a cabo tanto en la ciudad capital como en las ciudades y pue-
blos del interior. Pero también en las áreas rurales, en tanto el “foco” guerrillero se localizó en
la espesa selva de la ladera oriental del macizo del Aconquija, que bordeaba la franja pede-
montana donde estaban ubicados gran parte de los ingenios y las poblaciones que habían sur-
gido en su entorno.
Así, con el “Operativo Independencia” se instaló en la provincia un poder paralelo
mucho más poderoso y efectivo que el legalmente constituido. No se trataba del “poder popu-
lar” sobre una “zona liberada” imaginado por los estrategas del PRT-ERP, sino el del Ejército,
que terminó sometiendo al gobierno provincial. En efecto, todo lo atinente a cuestiones de
seguridad pasó a depender del Comando de la V Brigada de Infantería del III Cuerpo de Ejér-
cito, incluyendo una estricta censura a los medios de prensa. Asimismo, los jefes militares
asumieron el rol de interlocutores privilegiados de políticos y sindicalistas. Como contraparti-

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da, el gobierno de Juri desempeñó un papel casi decorativo, con un estatus de rehén virtual del
poder militar.
Como es conocido, las acciones de prevención y represión legal fueron complementa-
das con las típicas de una “guerra sucia”: secuestros, torturas, amenazas, atentados a domici-
lios de dirigentes políticos, abogados defensores de presos, partidos, sindicatos, etc. A su vez,
en el medio rural tuvieron lugar algunos enfrentamientos con los irregulares del PRT-ERP,
sobre los que se fue cerrando un implacable cerco. A mediados de 1975 la “Compañía de
Monte”, que se estima nunca superó los cien combatientes, estaba totalmente aislada y desar-
ticulada, con graves problemas de abastecimiento. Ello estaba claro para el Gral. Bussi cuan-
do asumió la jefatura del “Operativo Independencia” en diciembre de 1975. Pero no era sufi-
ciente, restaba “detectar y destruir a los responsables de la subversión desatada”, que incluía
un amplio espectro de “instigadores” y “mentores ideológicos” (sindicalistas, dirigentes estu-
diantiles, políticos, etc.), en buen número sin ninguna relación ni compromiso con grupos
armados.
Cuando el Ejército asumió el poder el 24 de marzo de 1976, la represión ya había ca-
lado profundo en Tucumán. Lo que se descargó en los fatídicos meses que sucedieron (el se-
cuestro y desaparición de militantes de izquierda, dirigentes sindicales, estudiantes y profeso-
res universitarios, ministros y funcionarios de jerarquía del gobierno peronista, legisladores
nacionales y provinciales, etc.), se entiende sólo por el propósito de aplicar una lección ejem-
plar a una sociedad que venía resistiendo desde hacía más de una década las políticas que des-
articulaban su aparato productivo y condenaban a miles de hombres y mujeres a la pobreza y
la exclusión. Los sucesos que se sucedieron a partir de ese infausto mes de marzo de 1976
forman parte de la historia reciente y están marcados a fuego en la memoria colectiva del
pueblo tucumano.

A modo de balance
Si, considerando globalmente los dos últimos siglos, la segunda mitad del XIX y las
primeras del siglo XX aparece hoy a los tucumanos como un período pleno de realizaciones,
la imagen de los años que van desde la década de 1920 a nuestros días se presenta signada por
las frustraciones, por el legado de las crisis y las heridas que no cierran. ¿En qué medida pue-
de atribuirse a los actores sociales tucumanos los méritos de los logros y las responsabilidades
de los fracasos? Sin duda, la inteligencia y el talento político, las sensibilidades, la honestidad,
la responsabilidad social y el sentido de patriotismo son factores que cuentan en la acción de
los hombres públicos, empresarios y dirigentes sociales, que en la historia no son simples

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hojas a merced del capricho de los vientos o títeres de “las estructuras”. Pero sus posibilidades
para encauzar los acontecimientos en determinada dirección no dejan de estar acotadas por
fuerzas, tendencias y coyunturas que limitan (y a veces hacen totalmente estériles) los mejores
programas y las voluntades más férreas.
La capacidad de los hombres de la llamada “Generación del 80”, tanto a nivel nacional
como local, para percibir las posibilidades de su hora fue, sin duda, uno de los factores que
explican la destacada perfomance que la Argentina y Tucumán tuvieron en las últimas déca-
das del siglo XIX y que, con altibajos, se extendió hasta 1930 y 1914, respectivamente. Pero
el auge agroexportador argentino no habría sido posible sin las transformaciones que tenían
lugar en el mercado mundial y las nuevas demandas de bienes primarios que la pampa argen-
tina estaba en condiciones de producir tan eficientemente. Del mismo modo el auge azucarero
no tendría explicación sin aquel boom exportador y sin el extraordinario crecimiento de la
demanda interna de un bien de consumo masivo que los cañaverales e ingenios tucumanos
supieron satisfacer.
Con lo dicho se quiere remarcar el gran peso que posee para cualquier modelo de de-
sarrollo cuya dinámica depende de un factor exógeno –es el caso tanto del modelo agroexpor-
tador argentino como del modelo azucarero tucumano– las condiciones en las que se inserta.
En ese sentido, si las alternativas del mercado mundial signaron el itinerario de nuestro creci-
miento agrícola-ganadero, la crisis y la depresión que se iniciaron en 1930 marcaron sus lími-
tes de hierro. Las reformulaciones de la política económica argentina de esa década y el pro-
ceso de industrialización por sustitución de importaciones fueron las respuestas obligadas a
esos cambios del escenario internacional.
Los problemas de la industria azucarera tucumana para sostener un razonable ritmo de
crecimiento desde fines del siglo XIX deben buscarse, a su vez, en la desaceleración de la
demanda interna, a lo que es necesario sumar, como elementos determinantes adicionales no
controlables, la fuerte incidencia de los factores climáticos y biológicos y el comportamiento
de los precios a nivel mundial. Por imprevisión, por malos cálculos y por las dificultades de
concertar las voluntades de actores con intereses no coincidentes, las diferentes fórmulas y
alquimias ensayadas desde el Estado y desde el sector privado fueron impotentes, en general,
para sortear con éxito las coyunturas adversas. Los momentos críticos por los que atravesó la
economía tucumana en el siglo XX y las consecuentes olas de conflictividad social que deri-
varon de los mismos sólo pueden ser inteligibles dentro del marco descripto.
Lo dicho no significa que las crisis y las secuelas trágicas que dejaron hayan sido in-
evitables, particularmente la de la década de 1960 por la incidencia que en ella tuvo la deci-

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sión del elenco económico de Onganía de “anticiparse” a lo que se consideraba un inevitable


y saludable ajuste del mercado. Es indiscutible que en esta coyuntura los márgenes de acción
de los protagonistas locales quedaron reducidos a la mínima expresión al aplicarse el devasta-
dor programa económico –como diez años más tarde se hizo a escala nacional– con el convin-
cente sostén de las bayonetas caladas.
En cuanto a los procesos políticos locales que se desarrollaron en paralelo al acontecer
económico-social sobre el que se ha reflexionado en las líneas precedentes, puede afirmarse
que también tuvieron un fuerte grado de conexión con lo acaecido a nivel nacional, lo que
vale tanto para el siglo XIX como para el XX. La provincia fue una pieza clave en la cons-
trucción del Estado central y de la Argentina moderna, en un nivel que llevó a Tulio Halperín
Donghi, uno de los más celebrados historiadores argentinos, ha considerado “desproporciona-
do” con relación a su importancia económica y demográfica en el contexto nacional. En este
orden de cosas, bien podría sostenerse que los hombres públicos tucumanos del XIX estuvie-
ron a la altura de las circunstancias, de las demandas y desafíos de su tiempo.
Mucho más erizado de dificultades se presentó el escenario para los dirigentes tucu-
manos en el siglo XX, en circunstancias en las que el peso relativo de la provincia en el con-
junto nacional (en lo económico, demográfico y político, aunque no en lo cultural) sufrió un
retroceso notable. Por tal razón, la percepción que podría formarse un observador atento es
que los acontecimientos sobrepasaron con holgura a las élites económicas, políticas e intelec-
tuales de la provincia.
Enfocado el asunto desde otro ángulo, es indudable que la provincia de Tucumán se
hizo un lugar en la segunda mitad del siglo XIX en un proyecto de país cuyo crecimiento no
dejaba de potenciar los desequilibrios regionales y de sujetarlo a una gran dependencia exter-
na, a la vez que alimentaba la ilusión de que era posible un futuro venturoso para los argenti-
nos como productores excluyentes de bienes primarios, lo que en cierto modo fue exitoso por
cierto período y dejó conquistas tangibles.
Pero a partir de 1930, cuando las nuevas condiciones mundiales hicieron inviable el
modelo fundado en exportaciones de bienes primarios, el nuevo modelo, el de industrializa-
ción por sustitución de importaciones, que se complementó gracias a la experiencia peronista
con una profunda democratización social, nunca llegó a superar la etapa “sustitutiva” y a cris-
talizarse en una pujante sociedad industrializada. Más aún, no reservó para Tucumán un lugar
relevante, como sí lo hizo con el área pampeana y las provincias de Córdoba y Santa Fe. Es
decir, la innegable modernización que deparó la industrialización argentina a muchas provin-
cias entre las décadas de 1930 y 1960 no llegó a Tucumán. Y por esta razón su principal acti-

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vidad, la azucarera, cuyo destino estaba atado inexorablemente al mercado interno, fue consi-
derada un sector “tradicional” y, por definición, atrasado, de la economía nacional. En ese
sentido, la brutalidad el Plan Salimei y la política posterior de Krieger Vasena estuvieron fun-
dadas en un diagnóstico bastante difundido en los medios intelectuales argentinos (inclusive
en los economistas y sociólogos “progresistas”). Ello explica, a su vez, que los estragos oca-
sionados al parque industrial tucumano en los sesenta no hayan despertado mayores objecio-
nes por parte de los defensores de la “industria nacional”.
Como ya quedó expresado, este no era un destino inexorable para Tucumán, pese a su
condición de provincia periférica de un país periférico. Pero así discurrieron los acontecimien-
tos. El período que comienza en 1976, caracterizado la desnacionalización de la economía, el
imperio de la “Patria Financiera”, una notable caída del salario real y de la participación del
sector trabajo en la renta nacional, la apertura de la economía y un endeudamiento externo a
niveles jamás vistos en la historia argentina, tuvieron en el terror de Estado su complemento y
reaseguro necesarios. En ese contexto, Tucumán, que había experimentado con una década de
anticipación una política de desindustrialización que ahora se abatía sobre todo el país, no
pudo escapar de las generales de la ley, por lo que más que nunca quedaban muy lejos los
“años felices” que en algún momento había conocido la provincia en el accidentado siglo XX.

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