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El enfoque de este breve ensayo no puede ser sino macrosocial, con acento en los ele-
mentos de tipo estructural, sin pretender que los mismos expliquen toda la historia tucumana.
Se tendrán en cuenta, naturalmente, tanto el contexto nacional y el internacional como el fun-
cionamiento de los mercados, factores que condicionaron y pusieron límites de hierro a los
mejores programas y a las voluntades políticas más férreas. Sin intentar adentrarnos en la te-
mática cultural (objeto de estudio específico de otros colaboradores de este volumen) los auto-
res pretenden brindar algunas pistas sobre los modos en que los elementos perdurables de las
estructuras económicas y sociales se vincularon o articularon con las imágenes y las represen-
taciones sociales, a la vez que conformaron identidades e incidieron en la conducta de los
actores, especialmente en tiempos de crisis.
La perspectiva de análisis propuesta pone un fuerte acento en la evolución socioeco-
nómica de la provincia, aunque no se ha descuidado la referencia a hombres y circunstancias
del devenir político, cuyas intenciones y decisiones no dejaron de tener repercusiones durade-
ras en todos los ámbitos de la vida social. Sin embargo, no se pretende organizar un relato que
responda a las periodizaciones clásicas que suelen ofrecer los historiadores; ni brindar un cua-
dro en el que todas los períodos fueran tratados con la misma densidad. Se ha optado, tam-
bién, por prescindir del tradicional aparato erudito, que habría tornado embarazosa la lectura
por la diversidad de temas tratados como de autores y fuentes consultadas. Remitimos a los
lectores interesados en documentarse o en profundizar sobre los problemas y circunstancias
que se tratan en estas páginas a la bibliografía con la que se cierra este capítulo.
Una última advertencia se torna imprescindible antes de introducirnos en el relato: es
notoria la inexistencia de investigaciones de base en muchas de las cuestiones tratadas, pues el
siglo XX tucumano sigue siendo en gran medida un territorio inexplorado por la historiogra-
fía. En ese sentido estas reflexiones pretenden, antes que “fijar” una interpretación sobre pro-
cesos complejos y traumáticos, incentivar el debate y las investigaciones sobre una historia
que presenta todavía un sinnúmero de interrogantes.
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economía, que en las décadas de 1830 y 1840 tenía en la producción de cueros curtidos, en su
manufactura y en la producción de azúcares, mieles y aguardientes rubros muy activos. A
través de los mismos la élite comercial local comenzó a incursionar en emprendimientos pro-
ductivos más complejos que la actividad ganadera tradicional y la fletería, combinando a par-
tir de entonces el comercio mayorista y minorista con la producción de bienes tanto para el
mercado local como para los de las provincias vecinas, las ex provincias altoperuanas, Cuyo,
Córdoba y Buenos Aires.
Así, en la década de 1840 Tucumán (especialmente la ciudad de San Miguel y su en-
torno rural) era ya de manera indiscutible el centro económico de las provincias norteñas, de
las que demandaba un flujo creciente de trabajadores asalariados (en particular de la vecina
Santiago del Estero), aunque también se beneficiaba de una incipiente pero calificada corrien-
te de migrantes europeos, compuesta en particular por vascos franceses.
No está de más advertir que cuando tuvo lugar el boom azucarero, esa característica se
potenció, al concentrarse a fines del siglo XIX en el reducido espacio pedemontano tucumano
el 30% de la población de todo el norte argentino. No podía ser de otra manera, pues en ese
período, acotado convencionalmente por la conexión ferroviaria con el Litoral (1876) y la
primera crisis de sobreproducción azucarera (1896), fue el de mayor crecimiento de la eco-
nomía provincial en su historia y, a su vez, el de mayores transformaciones sociales y territo-
riales. En efecto, las hectáreas cultivadas con caña de azúcar se multiplicaron de un poco más
de 2.000 en 1875 a 53.000 en 1896; a su vez, el número de ingenios (que hacia la primera
fecha rondaba en unos 80, incluyendo tanto los de vieja tecnología como los que estaban in-
corporando trapiches de hierro accionados hidráulicamente, evaporadores al vacío y centrífu-
gas), se redujo a unos treinta y cinco equipados con tecnología europea de última generación,
elevándose la producción anual de azúcar entre esas fechas de 3.000 a 135.000 toneladas.
Las transformaciones sociales que fueron el correlato de semejante expansión produc-
tiva no fueron menos espectaculares. Implicaron una profunda redefinición de la estructura
social, en particular con la emergencia de un ejército de miles de trabajadores asalariados
ocupados en las tareas de campo y en los ingenios azucareros, sometidos hasta 1896 a las ri-
gurosas disposiciones de las inicuas leyes “de conchabo” (que reconocían la existencia legal a
los pobres sólo bajo la tutela de un patrón) y, hasta la huelga de peones de fábrica y surco de
1904, a la perversa combinación de la proveeduría con un salario de tipo arcaico compuesto
por bienes alimenticios (una “ración” de dos libras de carne y dos libras de maíz) y un com-
ponente monetario. No está de más apuntar que esa huelga constituyó la primera experiencia
de lucha de los obreros azucareros conducida por un gremialismo incipiente, la que dejó como
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saldo el triunfo de la resistencia de los trabajadores, los que consiguieron –con la tolerancia
del gobierno de Lucas Córdoba– abolir el vale y la proveeduría, además de un considerable
incremento salarial.
Se ha atribuido a la llegada del tren a la provincia en 1876 un papel decisivo como
“disparador” de la gran movilización de capitales y hombres que implicó el proceso. Sin duda
el tren tuvo una importancia relevante para el boom azucarero. Pero si la magnífica obra ini-
ciada bajo la presidencia de Sarmiento y concluida en la de Avellaneda disparó una fenome-
nal expansión económica, ello fue posible porque creó las condiciones para el desenvolvi-
miento en todo su potencial de la riqueza acumulada y de las habilidades empresariales, agrí-
colas y técnicas forjadas en las décadas previas.
Hacemos referencia a la experiencia preindustrial en la producción azucarera, en parti-
cular al proceso de transición a la moderna fase industrial que se inicia a fines de la década de
1850 con la progresiva incorporación de las conquistas tecnológicas que estaban revolucio-
nando la producción azucarera en todo el mundo (trapiches de hierro, evaporadores y tachos
de cocimiento al vacío, centrífugas, generalización del vapor como fuerza motriz, etc.). Pero
también a la adaptación de los asalariados a la nueva cultura del trabajo fabril; y al importante
segmento de medianos y pequeños propietarios con tradición en la producción para el merca-
do que se desplazaría de los cereales y otros cultivos a la producción cañera.
Pero esa conjunción de capitales y experiencia acumuladas con un ambiente natural
adecuado (feracidad del suelo, precipitaciones pluviales generosas concentradas de noviembre
a marzo, un clima en el que las heladas invernales no son una constante) y con una oferta de
trabajadores apropiada para una actividad caracterizada por el uso intensivo de mano de obra
no pueden explicar el experimento azucarero tucumano de fines del siglo XIX, con sus consis-
tencias y vulnerabilidades. Fueron necesarias, asimismo, unas altas cuotas de claridad y ener-
gías políticas para garantizar un marco arancelario proteccionista, que la élite tucumana supo
conquistar durante los años de hegemonía roquista. Los términos de los debates que tuvieron
lugar en el Congreso de la nación y en la prensa de Buenos Aires en torno a la “cuestión azu-
carera” fueron la manifestación de las grandes desconfianzas y resistencias que el desarrollo
agroindustrial vinculado al mercado interno despertaba en sectores que sólo concebían como
legítimas las actividades del complejo agroexportador pampeano. De tales prejuicios, que
expresaban una jerarquización de los espacios regionales, brotaron recurrentemente y con
virulencia variable, ciertas ideas negativas que configuraron el imaginario político argentino
sobre el azúcar: la noción de la agroindustria como “industria artificial” en contraposición a
las “industrias naturales” de la pampa húmeda; que, en consecuencia, sobre el conjunto de la
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nación (en especial sobre “los consumidores”) se descargaba el costo de una aventura de tipo
especulativo que sólo beneficiaba a un reducido núcleo oligárquico; que el empresariado azu-
carero era un sector social prebendario, cuyos rasgos no se conciliaban con el de una burgue-
sía innovadora y progresista.
Con todo, se impuso una fórmula definida como “proteccionismo racional”, en torno a
la cual se encolumnaron políticos de provincias no pampeanas (los mendocinos en primer
lugar, pues al igual que al azúcar, el vino necesitaba para conquistar el mercado nacional una
barrera que lo protegiera de la importación de vinos y licores extranjeros) y políticos del lito-
ral que entendían que esta concesión era una razonable retribución al papel que las élites del
interior desempeñaron durante la conformación del Estado nacional y al papel que jugaban
como garantes de la gobernabilidad durante los años del predominio político del Partido Au-
tonomista Nacional.
A fines del siglo XIX, entonces, junto con la especialización productiva en torno a la
explotación comercial en gran escala de la caña de azúcar se conformaron los tres actores
fundamentales de la historia tucumana del siglo XX: empresarios azucareros, asalariados de
ingenio y “del surco” y un heterogéneo sector de “cañeros independientes” que comprendía
desde grandes y medianos agricultores a campesinos pobres. El desarrollo urbano y del sector
servicios que acompañó ese proceso dio lugar, asimismo, al surgimiento de una clase media
(concentrada básicamente en la ciudad capital), que mantendría muchos vasos comunicantes
con el sector cañero.
No está demás advertir que la presencia del campesinado cañero, cuyas estrategias de
resistencia a la proletarización resultaron exitosas, otorgó al modelo azucarero tucumano un
rasgo diferencial si se lo compara con el que se impuso en otras latitudes latinoamericanas,
donde los pequeños fundos sucumbieron frente al avance de la gran propiedad. Comparada
con esos casos, inclusive con el ejemplo –más cercano– de integración vertical del cañaveral y
la fábrica del modelo salto-jujeño, el complejo azucarero tucumano resultó desde el punto de
vista social mucho más inclusivo y hasta más democrático, pero también más conflictivo.
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en torno a las demandas por el incremento del precio de la caña y en el reclamo paralelo de
los productores independientes para que los ingenios no privilegiaran la molienda de la caña
propia en detrimento de la de los cañeros. Los trabajadores, a su vez, no dejaron de luchar por
el incremento de sus salarios, aunque en ciertas circunstancias esa aspiración se reducía a re-
clamar el pago de haberes atrasados que las empresas en dificultades no podían asumir. En
situaciones muy críticas, cuando las empresas se declaraban en quiebra y hasta peligraba su
continuidad, se conformaba por la base un sólido y combativo frente que aglutinaba a asala-
riados, cañeros, comerciantes y todo el conglomerado social conformado en torno al complejo
agroindustrial, el que descargaba todas las responsabilidades de un futuro más que incierto en
el sector industrial mientras desplegaba una gran variedad de estrategias de lucha, que iban
desde la elevación de petitorios a los poderes públicos, marchas a la ciudad capital, cortes de
caminos, organización de “ollas populares” y ocupaciones de las plantas industriales.
Las pujas sectoriales otorgaron a la historia social y política de la provincia una diná-
mica particular, caracterizada por la confrontación y la negociación que permitirían configurar
un cambiante funcionamiento de la actividad azucarera, la que tempranamente conoció proce-
dimientos novedosos como la regulación de la producción, fórmula que la provincia adoptó en
1902, convirtiéndose en la primera economía latinoamericana que implementó una compleja
ingeniería económica y social con propósitos inclusivos. El cuadro se torna más complejo si
advertimos que si bien las crisis cíclicas de sobreproducción constituyeron las clásicas de la
actividad azucarera tucumana, no fueron las únicas. Se alternaron con algunos momentos de
subproducción y con crisis biológicas ocasionadas por la plaga del “mosaico”, cuyo cenit se
manifestó a mediados de la década de 1910, y la plaga del “carbón” de la década de 1940.
En todos los casos el problema se expresó de manera explícita o implícita a través de
la disputa por la distribución del ingreso –siempre latente pero que parecía diluirse en épocas
de bonanza– expresada en diversos escenarios: en todos los poderes del Estado, en la prensa,
en la literatura, en las calles y los caminos. Y la disputa sectorial transitó desde la negociación
abierta a los enfrentamientos directos con gran carga de violencia, como en la década de 1920
y la de 1960. Naturalmente, en esos conflictos se delinearon y definieron identidades que
guardaban correspondencia con las corporaciones y organizaciones gremiales azucareras,
grandes protagonistas de la historia social y política de la provincia en el siglo XX. Las más
destacadas fueron el Centro Azucarero (1894) que aglutinó a los industriales, el Centro Cañe-
ro (1895 y 1919) y la Federación Agraria (1926), que actuaron como expresiones de los pro-
ductores cañeros, y la Federación Obrera de Trabajadores de la Industria Azucarera (1944),
representante de los trabajadores de fábrica y surco. El escenario estaba dominado por una
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ecuación de difícil resolución: los incrementos productivos, que no podían ser absorbidos por
una demanda doméstica inelástica y que chocaban con dificultades objetivas para ser exporta-
dos, ocasionaban abruptas caídas de precios, desatando así una intensa conflictividad por la
distribución del ingreso.
Pero la puja sectorial no fue la única variable que orientó y condicionó la voluntad de
los actores. La tensión entre intereses no coincidentes entre la región pampeana y el norte
azucarero, constituyó un factor al que ya se hizo referencia que gravitó en el escenario políti-
co y social tucumano a lo largo de décadas. Intentando definir el problema en pocas palabras,
Tucumán, como periferia de la región central de la Argentina pampeana, no estaba en condi-
ciones de integrarse al mercado mundial con las ventajas comparativas que tenían para colo-
car sus excedentes agropecuarios las provincias de Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba. A dife-
rencia de los cereales y las carnes de las pampas, el azúcar tucumano (y también los de las
otras provincias argentinas productoras del dulce) necesitaba de una barrera de protección
aduanera para competir con éxito con los azúcares importados que hasta 1895 habían satisfe-
cho la demanda del mercado doméstico. La cuestión generó grandes controversias y se mani-
festó hasta la depresión de los años treinta en un debate permanente en torno al nivel de pro-
tección arancelaria que tenía a los adherentes al librecambio sus principales impugnadores.
Los socialistas, que hicieron de la bandera de la “defensa de los derechos del consumidor” un
principio innegociable de su programa, fueron especialmente críticos del proteccionismo azu-
carero. Y, en alguna circunstancia, como durante el primer gobierno de Hipólito Yrigoyen, el
Estado nacional asumió –sobre la base de dichos argumentos– una política tendiente a reducir
la banda de protección para mitigar el impacto negativo sobre el costo de la vida que habría
ocasionado el aumento del precio del azúcar. La confiscación de miles de toneladas y la venta
del producto directamente al público en comisarías quizás haya sido la medida más drástica
que Yrigoyen tomara en su enfrentamiento con el empresariado azucarero tucumano, decisión
que empujó a destacados dirigentes radicales, propietarios de ingenios o productores agrarios,
a sumarse tempranamente a la facción “antipersonalista” de la UCR.
En paralelo, el tratamiento de la “cuestión azucarera” promovió el recrudecimiento de
la retórica regionalista. La misma se desarrolló en consonancia con la progresiva condición
periférica que adquiría el norte argentino con relación al centro político y económico nacio-
nal, radicado en la ciudad de Buenos Aires y en el área pampeana. Así, la construcción del
“norte” como unidad histórica y como comunidad de intereses diferenciados –concepción que
había estado presente de manera embrionaria en el discurso azucarero– alcanzó un gran énfa-
sis reivindicativo en la década de 1920. La promoción del estudio del folclore, que se mani-
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fiestó específicamente en el rescate de las coplas populares realizada por Juan Alfonso Carri-
zo e impulsada por Ernesto Padilla y Alberto Rougés, fue uno de los reflejos de este clima de
ideas que cobró mayor consistencia aún en la década de 1930.
Si dijimos que en épocas de bonanza económica las tensiones sociales en el seno de
agroindustria se moderaban y que las mismas se agudizaban en épocas de dificultades, en al-
gunas coyunturas –por ejemplo, ante la amenaza de apertura de las importaciones o de dismi-
nución de los niveles de protección– los diferentes componentes del complejo azucarero tu-
cumano conformaban, a modo de estrategia defensiva, un bloque social, unificaban sus dis-
cursos y dejaban en un segundo plano sus diferencias por la distribución del ingreso. En rigor,
en tales circunstancias primaba el interés por defender la renta global del sector, la permanen-
cia de los actores en el mercado (ingenios y cañeros) y los puestos de trabajo.
Así, estos dos niveles de tensiones o conflictividad, sectorial por un lado e interregio-
nales por el otro, se confundieron y articularon de manera cambiante a lo largo del siglo XX.
El Estado intentó, con suerte diversa, actuar como árbitro –implementando variadas fórmulas
regulatorias que de un modo u otro redistribuían el ingreso– en aras de la “paz social” y del
interés general, pero sin dejar de expresar el clima de ideas de cada momento, las bases de
sustentación social de los gobiernos y la relación de fuerzas en torno a los ejes de conflictos
mencionados. Es lo que de algún modo plantearon en los años sesenta Murmis y Waisman
cuando caracterizaron la etapa que se inicia con el auge azucarero de fines del XIX y finaliza
en 1917 cuando el radicalismo accede al gobierno provincial como “proteccionismo conser-
vador”, mientras denominaron al ciclo dominado por el radicalismo y el peronismo como
“proteccionismo distributivo”. Coincidimos en términos generales con esa síntesis, con la
salvedad de que en el “período conservador” (caracterización laxa que no da cuenta de los
matices que distinguieron a los diferentes gobiernos “conservadores”) el campesinado cañero
no sólo resistió con éxito a la proletarización, como ya se ha planteado, sino que –como se
verá en las páginas subsiguientes– incrementó progresivamente su participación en la produc-
ción de la materia prima en desmedro de las empresas azucareras, que nunca pudieron
aproximarse al ideal de la concentración vertical de las fases agrícola e industrial de la activi-
dad.
El énfasis puesto en desentrañar la lógica de la conflictividad social inherente a la es-
tructura del complejo azucarero quizás transmita una imagen sesgada de una historia jalonada
no sólo por conflictos y frustraciones, sino también por logros y realizaciones perdurables. Al
respecto, no es ocioso apuntar que la principal actividad económica de la provincia también
conoció “años buenos”. En los mismos, la época de la zafra –que comenzaba generalmente a
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principios de junio y podía prolongarse hasta octubre– era sinónimo de bonanza y prosperidad
para todos, incluidos la compleja cadena proveedores de insumos y servicios, desde los talle-
res metalúrgicos de la ciudad capital (que, además de reparaciones complejas, llegaron a pro-
ducir alguna de la maquinaria requerida por los ingenios) a los vendedores ambulantes, entre
ellos numerosos “turcos” y judíos, que recorrían los pueblos y colonias proveyendo ropas y
enseres domésticos a los trabajadores, generalmente a crédito. No en vano durante las décadas
de 1940 y 1950 se organizaron “fiestas de la zafra”, con la elección de una reina entre repre-
sentantes de todos los ingenios. Pero, en los “años malos”, que no fueron pocos, el azúcar
adquiría un “sabor amargo”, expresión con la que el historiador cubano Raúl Cepero Bonilla
quiso sintetizar uno de los sentidos que adquirió en la historia de la isla caribeña la monopro-
ducción cañera. Los contrastes y ambigüedades del imaginario tucumano en torno a la cultura
del azúcar pueden explicarse a partir de esa experiencia colectiva plagada de contrastes.
Por otro lado, no obstante las crisis y conflictos y en un cuadro que podría definirse
como de crecimiento en la inestabilidad, los actores que gobernaban la provincia impulsaron
emprendimientos cuya magnitud y significado se correspondían con sus horizontes y expecta-
tivas. Una de las más perdurables de las promovidas a principios del siglo XX, respondiendo
a una fuerte demanda de la sociedad civil, fue la fundación de la Universidad de Tucumán,
empresa cultural de envergadura, cuyos antecedentes devenían de la Facultad de Derecho y
Ciencias Políticas (de efímera existencia entre 1875 y 1882) y del ambiente cultural gestado
por los colegios nacionales (Colegio Nacional y Escuela Normal), la Sociedad Sarmiento, etc.
Cuando en 1907 la legislatura provincial votó la primera ley que derivó en la puesta en mar-
cha de la Universidad de Tucumán en 1914, sus fundadores afirmaban que su perfil debía
adecuarse a las exigencias derivadas de las transformaciones económicas y sociales generadas
por el desarrollo azucarero. Concebida como un centro orientado a la investigación y al estu-
dio de cuestiones regionales, sus impulsores argumentaron que la entonces recientemente
fundada Estación Experimental (otra de las realizaciones trascendentes de la época) constituía
el testimonio de la vocación científica y técnica de la provincia al propiciar la formación de
un plantel de científicos calificados. Por otra parte, la concepción regional de la universidad
respondía a un propósito de carácter estratégico, al procurar romper el monopolio universita-
rio ejercido por Buenos Aires y Córdoba, que debilitaba cualitativamente a las demás provin-
cias. Esta empresa revelaba el rol que la élite azucarera reservaba a la provincia de Tucumán
como centro económico y cultural del norte, al tiempo que se erigía en el sector dirigente que
lideraría este proceso.
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Más allá de sus diferencias de escala, se buscaba garantizar la molienda respetando los por-
centajes establecidos por el Laudo Alvear a los plantadores independientes y obturando la
aspiración de los industriales de lograr el autoabastecimiento de la materia prima. Estos resul-
tados revelan la fuerte influencia que habían adquirido las distintas organizaciones de cañeros
y el consenso que gozaba la prédica agrarista en la cultura política de la provincia. Sin duda el
retorno al gobierno de la Unión Cívica Radical, que gobernó la provincia a partir de enero de
1935 y hasta la intervención federal de febrero de 1943, fue un factor que incidió favorable-
mente en esa dirección, como también alentó al movimiento sindical tucumano a interpelar al
Estado con un conjunto creciente de reivindicaciones.
A mediados de la década de 1940 los conflictos intersectoriales alcanzaron mayor
complejidad con la irrupción del sindicalismo expresado por la figura de la Federación Obrera
Tucumana de la Industria Azucarera (FOTIA), que impuso un cambio sustancial de las rela-
ciones laborales. El nuevo régimen de trabajo establecía que tareas se considerarían insalu-
bres, quienes serían considerados trabajadores permanentes en fábrica y surco y quienes serí-
an temporarios, los beneficios que correspondían a cada situación laboral, etc. La multiplici-
dad de tópicos y de situaciones de trabajo ilustraba la densidad de la problemática laboral en
los ingenios y el complejo proceso que la llegada del peronismo al gobierno desató al dar cau-
ce a las expectativas obreras.
El ingreso de los sindicatos azucareros como factor de poder otorgó mayor compleji-
dad a la cuestión azucarera e incrementó la conflictividad de la agroindustria tucumana, cuyas
tensiones se identificaban como los principales problemas de la actividad en su conjunto. La
decisión del gobierno surgido de la revolución de junio de 1943 de formar la Junta Nacional
del Azúcar en 1945 expresó la ambición de encontrar una “solución integral” de alcance na-
cional a tales problemas. Sin embargo, la Junta no logró conformarse y las decisiones vincu-
ladas a la industria azucarera quedaron bajo la jurisdicción distintos organismos, lo que gene-
ró un laberinto burocrático y administrativo que no aportó mayores soluciones a sus proble-
mas de funcionamiento.
Otra dimensión que signó la dinámica de la actividad fue la implementación del “Fon-
do Especial de Compensación y Asistencia Social”, cuyo objetivo era garantizar la continui-
dad de todos los ingenios con un fondo conformado a partir de una contribución obligatoria
por kilo de azúcar impuesta a ingenios, importadores, comerciantes mayoristas y minoristas y
refinerías. Lo recaudado se destinaba a compensar a industriales y cañeros por los mayores
costos derivados de los incrementos salariales de obreros de fábrica y surco y a los ingenios
que industrializaban un porcentaje de materia prima de cañeros no menor al 20%, mecanismo
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que se extendió luego para atender el pago del aguinaldo o la recepción por parte de las fábri-
cas caña de bajo rendimiento.
La política de compensaciones diseñada por el peronismo fue resistida por los indus-
triales tucumanos, aunque para varios ingenios la compensación implicó un salvataje para su
quebrantada situación económica. Otras empresas más sólidas, como el ingenio Ledesma que
lideraba la producción de la industria salto-jujeña, se opusieron con mayor fuerza a una legis-
lación que mitigaba la crudeza de las leyes de mercado. Tal consideración industrial influen-
ció negativamente las visiones en torno a las compensaciones azucareras que fueron sindica-
das como propiciadoras de la ineficiencia productiva, aunque la misma estaba también rela-
cionada con las dificultades generales de la industria nacional para re-equiparse en el marco
de la coyuntura bélica y, posteriormente, por la falta de divisas.
La permeabilidad del gobierno peronista a las demandas de los actores más débiles
(asalariados, cañeros independientes e ingenios de pequeña y mediana capacidad productiva)
lejos de promover la invocada armonía social incrementó los conflictos intersectoriales, al
precipitar las demandas de los cañeros y de los trabajadores recientemente sindicalizados,
cuyas prácticas inorgánicas tornaron incontrolable la situación social en los ingenios entre
1946 y 1948. La tensión acumulada en el trienio explotó en la huelga general azucarera de
1949, que se resolvió con la intervención de la FOTIA y con el “encuadramiento” del movi-
miento obrero azucarero tucumano a la férrea disciplina a la que Perón sometió al sindicalis-
mo adicto, a la vez que se otorgaba un generoso aumento de salarios, reivindicación central
del movimiento huelguístico.
La efervescencia social desatada por el primer peronismo constituyó un efecto no de-
seado en el marco de una política que se proponía el objetivo de la “justicia distributiva” y
que no se conciliaba fácilmente con el propósito de aumentar la productividad y la eficiencia
industrial. Por otro lado, si bien el distribucionismo peronista moderó como nunca se había
hecho hasta entonces las desigualdades sociales en el interior del complejo productivo del
azúcar, no hizo desaparecer los fundamentos estructurales de las mismas, que no se borraron
con la novedosa legislación social ni con la intervención de aquellas empresas que, por insol-
vencia, fueron administrados directamente por el Estado (el “Santa Ana”, controlado desde
los años ’30 por el Banco de la Nación Argentina, y durante los años ‘40 el “Esperanza”).
El crítico año de 1949, que sembró serias dudas sobre la viabilidad del proyecto de
sostener de manera combinada el crecimiento económico con el distribucionismo social, fue
también un año clave para el azúcar, pues modificó de manera sustancial la gestión estatal de
la agroindustria. Por un lado, la idea-fuerza de las “compensaciones” cayó en descrédito, en
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tanto se asociaba con el uso ineficiente de los recursos; por otra parte, el papel del Estado si-
guió siendo omnipresente, pues fijaba los precios tanto de la materia prima como del producto
elaborado y era la fuente exclusiva de financiamiento. La creación de la Dirección de Azúcar
fue un nuevo e infructuoso intento de ordenar una actividad atravesada por una intrincada red
de tensiones y conflictos que no encontraban un cauce normativo adecuado.
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pueblos que, como los casos de Santa Ana, Santa Lucía, Ranchillos y Los Ralos, habían cre-
cido al ritmo de la agroindustria.
¿Cómo jugaron los factores y los actores descriptos en las páginas precedentes durante
la mencionada mega-crisis? Por un lado, desde 1959, en el marco de una profunda caída de
los precios del mercado internacional que incidían sobre los del mercado doméstico empuján-
dolos a la baja, el Estado nacional –hasta entonces financista exclusivo de las zafras– dismi-
nuyó drásticamente los créditos a los ingenios tucumanos en beneficio de los ingenios salto-
jujeños, más concentrados y “eficientes”. Ello fue acompañado con un conjunto de medidas –
implementadas en la primera mitad de década– que agudizaron los efectos de una crisis de
mercado antes que mitigarlos, como se había hecho anteriormente, regulaciones mediante.
Desmontar el sistema regulatorio que regía la economía azucarera había sido uno de
los propósitos de la Revolución Libertadora, pero los pasos más decididos en esa dirección
fueron tomados a partir de la gestión de Álvaro Alzogaray como ministro de Arturo Frondizi.
El objetivo declarado de la política azucarera implementada a partir de 1959 era recrear las
condiciones competitivas a través de la liberalización del mercado para mejorar los rindes
cañeros y promover el reequipamiento agroindustrial. Aunque no se abandonaron totalmente
los mecanismos del Laudo Alvear (que establecían porcentajes fijos de coparticipación para
cañeros e industriales por los azúcares y melazas producidos), la tendencia en lo referente a la
compra-venta de materia prima fue promover la libre fijación de los precios por el mercado.
Como se verá, el comportamiento de éste y la política oficial agudizaron las fuertes tensiones
sociales inherentes a la estructura de la agroindustria.
Desde diferentes puntos de vista político-ideológicos se reconoce que el Estado nacio-
nal promovía el control monopólico del mercado por las empresas más poderosas –
especialmente dos grandes ingenios de las provincias de Jujuy y Salta–, alentando su reequi-
pamiento y dejando libradas a los más débiles (muchos de ellos ubicados en Tucumán) a la
suerte que les deparara el comportamiento de un mercado caracterizado por gran inestabilidad
de los precios luego de la extraordinaria zafra de 1958, los que se encontraban afectados adi-
cionalmente, como ya se dijo, por un ciclo mundial de baja.
El instrumento más efectivo de esa política fue la drástica reducción del crédito oficial.
La relación de los créditos recibidos por las empresas tucumanas con los acordados a los in-
genios salto-jujeños descendió de 3,17 en 1963 a 0,78 en 1967. Así, la caída de precios (que
agravaría la zafra record de 1965) se conjugó con el ahogo financiero, lo no podía sino llevar
a muchos ingenios tucumanos a un estado de cesación de pagos, provocando un verdadero
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estado de conmoción social, con huelgas obreras, marchas desde el campo a la ciudad capital,
ocupaciones de fábricas, etc.
Ante ello el Congreso nacional votó una ley de “emergencia económica” que facultaba
al Estado a intervenir empresas azucareras, expropiar azúcares, retirarlos del mercado o ex-
portarlos, sin ofrecer ningún camino efectivo para sacar a la provincia del caos ni restaurar la
paz social. Autorizaban similares medidas una ley provincial votada durante la gobernación
de Arturo Gelsi (1958-1962) y otra, más radical aún, aprobada en diciembre de 1965 durante
la gobernación de Lázaro Barbieri (1963-1966).
A la crítica situación económica de la provincia se sumaba un accidentado proceso po-
lítico, signado por la imposibilidad de los gobiernos que se sucedían desde 1955 de solucionar
el “problema peronista”. En rigor, el peronismo estaba más vivo que nunca y en él la presen-
cia de un sindicalismo radicalizado era dominante, en el que se destacaba la FOTIA, inclusive
en el plano nacional. Pero no sólo los trabajadores azucareros daban muestras de una gran
combatividad. También el gremio de los maestros (ATEP), como los de los empleados y obre-
ros de la administración pública se mostraron muy activos y pusieron en jaque en forma con-
tinua a gobernadores e intendentes. La Unión de Cañeros Independientes de Tucumán
(UCIT), a su vez, que aglutinaba a medianos y pequeños productores, no se quedó atrás en la
defensa de los intereses del sector, protagonizando en 1961 una impresionante movilización:
miles de pequeños y medianos plantadores cañeros marcharon hacia la ciudad capital y acam-
paron frente a la Casa de Gobierno, sin duda el movimiento social más relevante durante la
gobernación de Celestino Gelsi.
Mientras tanto, la FOTIA, a partir de su activismo gremial, asumió un protagonismo
decisivo en la política provincial, anudando con el sector cañero un “pacto obrero-campesino”
y con “Acción Provinciana”, un partido neoperonista liderado por el ex gobernador Fernando
Riera, una lista común de candidatos que triunfo holgadamente en las elecciones de 1965.
Fernando Riera y Benito Romano, dirigente obrero del ingenio “Esperanza” fueron electos
diputados nacionales; y ocho otros dirigentes de la FOTIA (nominados en asambleas popula-
res) ocuparon sendas bancas en la Cámara de Diputados tucumana. La ley azucarera aprobada
por ese cuerpo a fines de 1965, que planteaba entre otros puntos la estatización de la industria
y la cogestión obrera, se explica tanto por esta circunstancia como por el clima político radi-
calizado que se vivía en la provincia.
El golpe de junio 1966, con su orientación favorable al gran capital, ofreció una opor-
tunidad excepcional a quienes preconizaban el cierre de un grupo de empresas tucumanas en
problemas como única opción para sanear definitivamente una industria “ineficiente” y “so-
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bredimensionada”. Así, los liberales que asumieron la dirección de los asuntos económicos de
la dictadura militar decidieron “apurar” a las fuerzas del mercado interviniendo siete ingenios
para proceder, manu militari, a su cierre definitivo y a su desmantelamiento. La medida se
anunciaba como la primera de un plan coherente de “saneamiento” y “modernización” eco-
nómica que dejaría la producción azucarera en manos de las empresas y zonas más eficientes,
lo que implicaba una amenaza real para otros ingenios tucumanos.
Efectivamente, bajo una fuerte coacción algunos grupos empresarios optaron por el
cierre “voluntario” de sus fábricas a cambio de la cancelación de deudas y compensaciones
por la cesión de “derechos de molienda” al Estado. De ese modo, el parque azucarero de Tu-
cumán quedó reducido a 16 ingenios de los 27 que habían participado en la zafra de 1965. Los
9.327 puestos de trabajo perdidos con el cierre de las once fábricas no dan una cabal idea del
tremendo impacto social del fenómeno. El retroceso demográfico que sufrió la provincia es
más elocuente al respecto: contaba en 1965 con 930.000 habitantes y descendió a 766.000 en
1970. Naturalmente, la abrumadora mayoría de los migrantes tucumanos habría de radicarse
en las “villas miseria” de la ciudad de Buenos Aires. Pero a tal retroceso demográfico debería
sumarse las miles de familias tucumanas que engrosaron la periferia de la capital provincial
en improvisados y paupérrimos asentamientos, en un innegable retroceso en su calidad de
vida.
Esta brutal realidad incrementó el estado de movilización de los trabajadores y de la
sociedad civil toda, radicalizando aún más las posiciones, que se unificaron contra un enemi-
go común a sectores que hasta entonces no conectaban sus reclamos, como el movimiento
estudiantil universitario y los sindicatos obreros de raigambre peronista. Sobre todos ellos
recayó, como era de esperar, una dura represión. En enero de 1967, en una concentración en
la ciudad de Bella Vista, la represión policial quitó la vida a Hilda Guerrero de Molina, esposa
de un trabajador del ingenio Santa Lucía. No está demás apuntar, sin embargo, que la resis-
tencia del pueblo tucumano –organizado en “comisiones de defensa” a lo largo y ancho de la
provincia– al plan ejecutado por el ministro Salimei no podía, librado a sus solas fuerzas, tor-
cer el brazo de una dictadura recién instalada en el poder.
Por lo demás, el resultado de los planes gubernamentales para enfrentar el problema de
la desocupación de miles de trabajadores y para concretar la reconversión productiva de la
provincia a través del denominado “Operativo Tucumán” sólo logró moderar levemente la
debacle económica que el mismo gobierno había promovido. Las cifras de los tucumanos ex-
pulsados de la provincia por efecto del cierre de los ingenios son concluyentes a la hora de
evaluar los resultados de los subsidios otorgados a los trabajadores de los ingenios cerrados y
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sino del azúcar, retratando el rostro menos amable y complaciente del “Jardín de la Repúbli-
ca”, el de la miseria extrema y la explotación social.
El Consejo Provincial de Difusión Cultural, una estructura ideada por el escritor y pe-
riodista de La Gaceta Julio Ardiles Gray para la gestión de las políticas culturales y que tuvo
continuidad entre 1958 y 1976, ofreció un apropiado cauce a muchas de las iniciativas y pro-
ducciones del campo durante el período.
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da, el gobierno de Juri desempeñó un papel casi decorativo, con un estatus de rehén virtual del
poder militar.
Como es conocido, las acciones de prevención y represión legal fueron complementa-
das con las típicas de una “guerra sucia”: secuestros, torturas, amenazas, atentados a domici-
lios de dirigentes políticos, abogados defensores de presos, partidos, sindicatos, etc. A su vez,
en el medio rural tuvieron lugar algunos enfrentamientos con los irregulares del PRT-ERP,
sobre los que se fue cerrando un implacable cerco. A mediados de 1975 la “Compañía de
Monte”, que se estima nunca superó los cien combatientes, estaba totalmente aislada y desar-
ticulada, con graves problemas de abastecimiento. Ello estaba claro para el Gral. Bussi cuan-
do asumió la jefatura del “Operativo Independencia” en diciembre de 1975. Pero no era sufi-
ciente, restaba “detectar y destruir a los responsables de la subversión desatada”, que incluía
un amplio espectro de “instigadores” y “mentores ideológicos” (sindicalistas, dirigentes estu-
diantiles, políticos, etc.), en buen número sin ninguna relación ni compromiso con grupos
armados.
Cuando el Ejército asumió el poder el 24 de marzo de 1976, la represión ya había ca-
lado profundo en Tucumán. Lo que se descargó en los fatídicos meses que sucedieron (el se-
cuestro y desaparición de militantes de izquierda, dirigentes sindicales, estudiantes y profeso-
res universitarios, ministros y funcionarios de jerarquía del gobierno peronista, legisladores
nacionales y provinciales, etc.), se entiende sólo por el propósito de aplicar una lección ejem-
plar a una sociedad que venía resistiendo desde hacía más de una década las políticas que des-
articulaban su aparato productivo y condenaban a miles de hombres y mujeres a la pobreza y
la exclusión. Los sucesos que se sucedieron a partir de ese infausto mes de marzo de 1976
forman parte de la historia reciente y están marcados a fuego en la memoria colectiva del
pueblo tucumano.
A modo de balance
Si, considerando globalmente los dos últimos siglos, la segunda mitad del XIX y las
primeras del siglo XX aparece hoy a los tucumanos como un período pleno de realizaciones,
la imagen de los años que van desde la década de 1920 a nuestros días se presenta signada por
las frustraciones, por el legado de las crisis y las heridas que no cierran. ¿En qué medida pue-
de atribuirse a los actores sociales tucumanos los méritos de los logros y las responsabilidades
de los fracasos? Sin duda, la inteligencia y el talento político, las sensibilidades, la honestidad,
la responsabilidad social y el sentido de patriotismo son factores que cuentan en la acción de
los hombres públicos, empresarios y dirigentes sociales, que en la historia no son simples
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hojas a merced del capricho de los vientos o títeres de “las estructuras”. Pero sus posibilidades
para encauzar los acontecimientos en determinada dirección no dejan de estar acotadas por
fuerzas, tendencias y coyunturas que limitan (y a veces hacen totalmente estériles) los mejores
programas y las voluntades más férreas.
La capacidad de los hombres de la llamada “Generación del 80”, tanto a nivel nacional
como local, para percibir las posibilidades de su hora fue, sin duda, uno de los factores que
explican la destacada perfomance que la Argentina y Tucumán tuvieron en las últimas déca-
das del siglo XIX y que, con altibajos, se extendió hasta 1930 y 1914, respectivamente. Pero
el auge agroexportador argentino no habría sido posible sin las transformaciones que tenían
lugar en el mercado mundial y las nuevas demandas de bienes primarios que la pampa argen-
tina estaba en condiciones de producir tan eficientemente. Del mismo modo el auge azucarero
no tendría explicación sin aquel boom exportador y sin el extraordinario crecimiento de la
demanda interna de un bien de consumo masivo que los cañaverales e ingenios tucumanos
supieron satisfacer.
Con lo dicho se quiere remarcar el gran peso que posee para cualquier modelo de de-
sarrollo cuya dinámica depende de un factor exógeno –es el caso tanto del modelo agroexpor-
tador argentino como del modelo azucarero tucumano– las condiciones en las que se inserta.
En ese sentido, si las alternativas del mercado mundial signaron el itinerario de nuestro creci-
miento agrícola-ganadero, la crisis y la depresión que se iniciaron en 1930 marcaron sus lími-
tes de hierro. Las reformulaciones de la política económica argentina de esa década y el pro-
ceso de industrialización por sustitución de importaciones fueron las respuestas obligadas a
esos cambios del escenario internacional.
Los problemas de la industria azucarera tucumana para sostener un razonable ritmo de
crecimiento desde fines del siglo XIX deben buscarse, a su vez, en la desaceleración de la
demanda interna, a lo que es necesario sumar, como elementos determinantes adicionales no
controlables, la fuerte incidencia de los factores climáticos y biológicos y el comportamiento
de los precios a nivel mundial. Por imprevisión, por malos cálculos y por las dificultades de
concertar las voluntades de actores con intereses no coincidentes, las diferentes fórmulas y
alquimias ensayadas desde el Estado y desde el sector privado fueron impotentes, en general,
para sortear con éxito las coyunturas adversas. Los momentos críticos por los que atravesó la
economía tucumana en el siglo XX y las consecuentes olas de conflictividad social que deri-
varon de los mismos sólo pueden ser inteligibles dentro del marco descripto.
Lo dicho no significa que las crisis y las secuelas trágicas que dejaron hayan sido in-
evitables, particularmente la de la década de 1960 por la incidencia que en ella tuvo la deci-
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vidad, la azucarera, cuyo destino estaba atado inexorablemente al mercado interno, fue consi-
derada un sector “tradicional” y, por definición, atrasado, de la economía nacional. En ese
sentido, la brutalidad el Plan Salimei y la política posterior de Krieger Vasena estuvieron fun-
dadas en un diagnóstico bastante difundido en los medios intelectuales argentinos (inclusive
en los economistas y sociólogos “progresistas”). Ello explica, a su vez, que los estragos oca-
sionados al parque industrial tucumano en los sesenta no hayan despertado mayores objecio-
nes por parte de los defensores de la “industria nacional”.
Como ya quedó expresado, este no era un destino inexorable para Tucumán, pese a su
condición de provincia periférica de un país periférico. Pero así discurrieron los acontecimien-
tos. El período que comienza en 1976, caracterizado la desnacionalización de la economía, el
imperio de la “Patria Financiera”, una notable caída del salario real y de la participación del
sector trabajo en la renta nacional, la apertura de la economía y un endeudamiento externo a
niveles jamás vistos en la historia argentina, tuvieron en el terror de Estado su complemento y
reaseguro necesarios. En ese contexto, Tucumán, que había experimentado con una década de
anticipación una política de desindustrialización que ahora se abatía sobre todo el país, no
pudo escapar de las generales de la ley, por lo que más que nunca quedaban muy lejos los
“años felices” que en algún momento había conocido la provincia en el accidentado siglo XX.
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