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Reclutado

en los 80

Por

Mauricio E. Valdez Rivas




INTRODUCCIÓN

Yo fui uno de tantos jóvenes que conocieron la vida militar sin querer
hacerlo. En 1988 lo único que quería era terminar mis estudios de secundaria,
pero nadie en Nicaragua que cumpliese los dieciocho años o los anduviese
rondando, podía escaparse de la llamada “Prevención”: oficiales del Ejército
Popular Sandinista (EPS) que patrullaban las ciudades, comarcas y pueblos, en
busca de jóvenes aptos para el Servicio Militar Patriótico (SMP). Ellos
determinaban quién era apto para cumplir con ese deber a la patria, aunque no
tuviera la edad requerida; a algunos los reclutaban por vagos o bandoleros, a
otros simplemente por estar en lugares y horas inadecuados, y los montaban en
sus vehículos como si fueran delincuentes. Lo más triste era que muchos
acababan siendo devueltos a sus familiares como cadáveres.
Conocí a algunos menores de edad que eran voluntarios por distintos
motivos: unos eran ovejas descarriadas y querían experimentar el tener un
arma en sus manos, otros eran de familias afines al Gobierno que los
empujaban a ser patrióticos, y también había los que sentían la plena
convicción de estar defendiendo a su país de invasores no deseados, aunque se
tratara de los mismos nicaragüenses. Otros, como mi amigo Préndiz y yo, nos
enlistamos creyendo que debido a ser estudiantes destacados, nos recluirían a
labores administrativas o que por lo menos quedaríamos alejados de las zonas
de guerra.
El Servicio Militar me enseñó a valorar más mi existencia y a que, cuando
uno se encuentra en los momentos más difíciles, tiene que pensar que todo es
pasajero. Esos momentos hay que soportarlos con tenacidad y valor, un valor
que a veces no sabemos que tenemos, pero siempre está ahí y acaba saliendo a
flote, al no dejarnos doblegar por circunstancias adversas. Mi experiencia
militar no me hizo cambiar mi carácter introvertido, pero sí puso a prueba mi
fortaleza física y espiritual y me hizo valorar y amar más a mis seres queridos.
Todo lo que pasé durante esos casi diez meses lo he narrado aquí, de la
forma más realista posible y buceando en el viejo baúl de mis memorias,
aunque siempre con mentalidad artística. También he incluido algunas
anécdotas de la vida de mi hermano Eddy, reclutado antes que yo, ya que
considero que su historia es también parte de mi historia y de la de muchos
jóvenes nicaragüenses de aquel entonces.

Capítulo I
RECLUTADO

Mi primera sospecha de la posibilidad del reclutamiento fue cuando


alguien desde la puerta del aula de clases dijo que me reclamaban en
Dirección. Mi profesora me buscó entre la multitud de alumnos y me dijo que
me dirigiera hacia allí. Al acercarme por el pasillo vi a unos militares que
conversaban con dos monjitas, justo frente a la puerta de la oficina de la
directora. Les saludé con cortesía y pasé entre ellos para entrar en Dirección.
Abrí la puerta de la oficina y asomé la cabeza para dar los buenos días.
—¡Hola, Mauricio, pasa! —me dijo la directora con su acento español, y
continuó hablando mientras yo me acomodaba en el asiento frente a su
escritorio —Como se acerca el mes de la patria, quiero que dibujes los
símbolos patrios en el mismo pizarrón donde dibujaste para el día de las
madres. Puedes mirar por este libro; vas a hacer esta bandera, y este escudo, el
Guadabarrancos, la flor de Sacuanjoche. Aquí tienes la caja de tizas de
colores, yo le informaré a tu profesora de que estás haciendo este trabajo. Vale.
Me retiré con el material entregado, pasé nuevamente entre los de verde
olivo y las monjitas y me dirigí al auditorio. En el frente de ese salón enorme
estaban las dos pizarras de madera en las que yo dibujaba y ponía texto alusivo
a lo que se celebraba cada día. Sobre ellas comencé a hacer mis bocetos de los
símbolos patrios. La oficina de la Dirección estaba a mis espaldas y de vez en
cuando giraba la cabeza para ver de reojo a los visitantes militares, hasta que
vi que se retiraban del colegio. Lo cual fue un alivio para mí, ya que acababa
de cumplir dieciocho años.
Y eso fue precisamente lo que me llevó a volver a Dirección unos días
después.
—Mauricio pasa, siéntate —me dijo la directora al entrar en su oficina —
Verás, revisando tus documentos vemos que ya has cumplido los dieciocho
años. Tenemos la obligación de informar a los alumnos que ya tienen la edad
para cumplir el Servicio Militar, de que tienen que ir a inscribirse a los lugares
indicados y cumplir con esa obligación. Nosotros no queremos problemas con
el Gobierno y nos atenemos a cumplir con las leyes, así que será necesario que
traigas tu comprobante de inscripción para que puedas seguir estudiando.
Lo único que yo podía decir en esas circunstancias era que estaba bien,
pero no sin antes hacerle saber a ella que yo quería terminar el año escolar
para tener asegurado el ciclo básico. Ella me respondió con seguridad que sí lo
terminaría pero que fuese a inscribirme.
Recordé a mi hermano mayor que estaba a punto de terminar sus dos años
del SMP y la terrible impresión que me había causado la primera vez que lo vi
tras su reclutamiento. Estaba flaco, demacrado, mechudo, y me había contado
que su vida había peligrado en varias ocasiones, además de haber pasado
muchas penurias, hambre y desvelos. Pero también era cierto que le había
notado cierto orgullo cuando me contó que estaba en la Marina de Guerra
Sandinista y que pertenecía a un comando de las Tropas Especiales, con
misiones secretas muy arriesgadas y un entrenamiento tan extremo y
especializado, que estar ahí no era para cualquier recluta.
—A mí también me llamaron —me dijo Jimmy, un compañero de clases—,
vamos los dos a inscribirnos. Nos vemos allí mañana a las diez.
—Dale pues, —le dije, ya decidido.
Pero no fui, y el lunes nos encontramos de nuevo en el colegio y
descubrimos que ninguno había ido.
—Mañana — le dije.
—Sí hombre, mañana —me contestó.
Pero pasaban los días y de mañana en mañana nunca íbamos. Como no nos
volvieron a decir nada, seguíamos estudiando esperando el día en que los
militares nos vinieran a buscar.
Sin embargo, el problema se presentó en mi casa. Comenzó a visitarla un
señor, el papá de uno de los amigos del barrio, para preguntar por mi hermano
Eddy. Cuando le decíamos que estaba cumpliendo con el Servicio Militar él no
parecía creerlo y siempre volvía para preguntar lo mismo. Mi mamá siempre
lo corría de casa, pero un día fui yo quien abrió la puerta.
—¿Y vos que edad tenés? — me preguntó.
—Dieciocho —le respondí inocentemente.
—¿Dieciocho?, ¿Y ya te inscribiste para el Servicio?
—No, todavía no.
—Pues tenés que hacerlo, es una obligación, acordate que hay que
cumplirlo.
—Sí, ya lo sé, voy a ir mañana.
—Bueno, pues eso espero, ¿Cuál es tu nombre?
Le dije mi nombre y apellidos, y él los anotó en una libreta antes de
marcharse. Pero seguí sin ir a inscribirme. Quería obtener el diploma del Ciclo
Básico; sabía por mi hermano que en cuanto me inscribiese me llamarían, sin
dejar pasar ni siquiera unos meses.
El viejo “sapo ” del barrio llegaba a diario ahora a buscarme a mí. Mi
madre, que sabía sus intenciones, le echaba todas las veces. «Pero si el otro no
ha salido y ya me querés mandar a éste también, andá busca que hacer, solo
para joder venís», le decía bien enojada y el viejo se iba refunfuñando.
Jimmy, mi amigo y compañero de clases, dejó de asistir al colegio. Así que
una tarde fui a su casa para saber de él. Al llegar le vi conversando con una
chavala bajo el techado de su humilde casa. Le saludé desde lejos y él caminó
hacia mí, atravesando un árido y polvoriento terreno.
—¿Cómo te va? —me saludó.
—Aquí visitándote para saber de vos, —le dije mientras nos dábamos el
tradicional apretón de manos, —¿por qué ya no vas a clase?
—Las monjas me dieron el ultimátum, y yo mejor me salí porque no
quiero ir a “morder el leño”.
—¿Y qué vas a hacer ahora?
—Pues me voy para Costa Rica. Allá está un tío que dice que me ayuda a
pasar y a darme trabajo.
—¿Y ella es tu esposa? —pregunté refiriéndome a la joven que veía
sentada a lo lejos, esperándolo. Jimmy me había contado que recién había
“metido las patas ” con una chavala y que se iba a casar con ella.
—Sí, —me contestó— nos vamos los dos, allá va a tener a mi cipotito. Y
tú, ¿fuiste a inscribirte?
—No —le respondí— A eso vengo, dijimos que los dos íbamos a ir.
—Tendrás que ir solo, porque yo me voy de aquí.
Después de un instante de silencio y nada más que hablar sobre ese asunto,
le deseé buena suerte para su nueva vida. Al darnos la mano para despedirnos,
tanto él como yo sabíamos que esta podría ser la última vez que nos veíamos;
y así fue; nunca más volví a saber de mi amigo Jimmy.
Días después fui al lugar de inscripción. Ya faltaban poco tiempo para
terminar el año escolar y yo había eludido con éxito al viejo “sapo” y a los de
“Prevención”. La directora también me había ayudado al no reportarme, y creo
que fue porque a mi hermano mayor aún no le habían dado de alta
oficialmente del SMP, además de que yo aparentaba ser menor de edad y no
trasnochaba en las calles ni salía mucho para evitar exponerme a ser llevado a
la fuerza.
Me dieron unos papeles para firmar que, en síntesis, indicaban que por
voluntad propia me comprometía a cumplir con mi deber patriótico y prestar
mi Servicio Militar durante dos años. Me dijeron que en dos meses llegaría
una cita con mi nombre a la dirección que había dado para asistir al chequeo
médico al hospital, y que si resultaba apto me integrarían al SMP.
Como era de esperarse, a los pocos días llegó la primera cita. La dejé
pasar, y también las dos siguientes, esperando a que terminara el año escolar y
me dieran el diploma de tercer año que por fin obtuve. Ahora sí ya estaba listo
para partir a lo que sería la experiencia más grande de mi vida, y mi hermano
Eddy estaría allí para apoyarme y darme consejos. En los últimos meses lo
habían trasladado a una base militar en San Juan del Sur conocida como
Nacascolo, bastante cerca de Rivas, la ciudad donde vivíamos, y le habían
dado permiso para estar en su casa mientras esperaba oficialmente su
desmovilización. Ese traslado a San Juan del Sur se lo había ganado, según me
contó, por las destacadas hazañas en las misiones encomendadas, su alta
disciplina y sus dotes de buen compañero; al igual que se había ganado
distinción por méritos propios dentro de su cuadrilla de subordinados y una
posición casi de oficial al asignarle el grado de Sargento Primero. Propuestas
de ser permanente del EPS no le faltaron, pero él quería regresar a la vida
civil, estudiar y prepararse para ser un profesional en Administración de
Empresas.
—¿Vas a ir? —me preguntó mi hermano.
—Tengo que hacerlo —le respondí — Ahora me toca a mí.
—Llevate provisiones, porque en los primeros días pasás hambre. No se
sabe dónde irás a parar, así es que tenés que ir lo más preparado que se pueda.
¿Para cuándo te pusieron la cita?
—Para mañana a las ocho.
—Te voy a alistar esta mochila —era una mochila color verde oscuro de
tela, el doble de grande que las ordinarias—, y mañana te voy a acompañar. Le
voy a decir a mamá que te compre lo que vas a llevar.
En la mañana allí estaba la gran mochila repleta de víveres y encontré a mi
madre sollozando en su cuarto.
—Ya me voy —le dije y le di un fuerte abrazo.
—Va pues…, que Dios te acompañe hijo.
Mi hermano agarró la mochila y yo le seguí. Sin hablar mucho caminamos
por la calle de los mangos hasta llegar al hospital Gaspar García Labiana. Allí
nos encontramos con Jorge Luis, un vecino al que llamábamos por el apellido:
Préndiz y que también estaba esperando para hacerse el chequeo médico.
— ¿Qué hacen aquí? ¿Vas de viaje vos también? —le preguntó Préndiz a
mi hermano.
—No. Yo acabo de salir, es mi hermano es el que va —dijo Eddy,
poniendo su mano sobre mi hombro.
—¿Él? —preguntó con sorpresa Préndiz —¿Y es que ya tiene la edad?
—Sí, acabo de cumplir dieciocho —le dije, aclarando sus dudas.
Aunque Préndiz no me conocía, yo sabía quién era él. Su casa, no muy
lejos de la mía, era una prestigiosa sastrería muy conocida por todos los
rivenses. Su padre, don Agustín Préndiz Cuendiz, era un sastre muy bien
recomendado por todos sus innumerables clientes.
Él fue el primero en entrar. Cuando salió me tranquilizó diciendo que solo
serían unas preguntas sencillas. Yo era el siguiente. Entré mientras afuera se
quedaba mi hermano con la mochila y conversando con Préndiz. Me encontré
con una doctora dispuesta a escribir en el talonario sobre su escritorio.
—¿Padecés de algo? —fue la primera pregunta.
Queriendo aludir a última hora a mi “responsabilidad patriótica” le
respondí lo primero que se me vino a la mente para persuadirla de que me
pusiera “no apto”.
—Padezco de reumatismo, me duelen los huesos en noches frías.
La doctora se me quedó mirando por encima de sus lentes con una cara de
incrédula, y sin decir nada escribió algo. Luego me hizo la segunda pregunta:
—¿Tienes pies planos?
—No.
—Tome esta receta y vaya al auditorio —me dijo.
En papelito con letras casi garabateadas estaba escrito el nombre de un
medicamento que ya ni recuerdo.
—Pero ¿qué pasará con mi artritis? —le pregunté, olvidando por un
momento que lo que le había dicho era reumatismo.
—Presente ese papel, le darán medicamentos para eso —dijo, y con el
papelito en mano salí rumbo al lugar indicado.
—¿Qué te dijeron? —me preguntó Eddy al salir.
—Solo me dieron esta receta y me dijeron que vaya al auditorio.
—¡Pues ya estás listo! Toma la mochila, entra ahí y espera a que te llamen,
yo voy a estar aquí afuera hasta que te vayas.
Préndiz ya había entrado al auditorio, así que yo me dirigí hacia la puerta
de metal resguardada por dos militares que la abrieron para que entrara. En
cuanto estuve dentro, me senté en una de las sillas. El auditorio era un lugar
amplio con piso inclinado; al fondo sobre la tarima había varias mesas en
hileras y personas recibiendo e inscribiendo a los elegidos, a los que llamaban
por megafonía. A mediodía, mi hermano me llamó para que saliese un
momento y me dijo que podrían tardar bastante en llamarme, así que se iría a
almorzar y ya no regresaría. Cuando me di la vuelta para volver al auditorio vi
un rostro conocido.
—¡Mauricio! ¿vos aquí? —me preguntó una muchacha con ademanes de
sorpresa.
Era una chavala dos años mayor que yo que había conocido la noche
anterior en una fiesta popular, de ésas que la Escuela de Agricultura solía
hacer para recaudar fondos. Habíamos bailado toda la noche y luego la había
acompañado hasta su casa, donde nos habíamos despedido con un beso
apasionado.
—Sí aquí estoy, —le respondí—, te dije que iba a venir para hacerme el
chequeo e irme al Servicio.
—Pero yo no te creí porque te veía muy chavalo.
—Pues ya ves que sí. Entonces ¿viniste a ver si era cierto? —le pregunté
mientras observaba a los dos porteros que no me despegaban la vista,
creyendo probablemente que me iba a escapar en cualquier momento.
—Vine a visitar a un familiar enfermo, y sí, vine a ver también si te
encontraba.
—Bien, pues ya ves que no soy mentiroso —después de una corta pausa
continué: — Ya me voy, tal vez nos volvamos a ver cuando regrese.
—De acuerdo, cuídate, ojalá que todo salga bien.
Y nos volvimos a despedir con un beso, esta vez en la mejilla muy cerca de
la boca.
Me dirigí de nuevo al auditorio, los desconfiados porteros me abrieron la
puerta y entré a esperar que me llamaran. No tardé mucho en escuchar mi
nombre y con la mochila a cuestas me dirigí a las mesas donde estaban los
anotadores.
—Sentate —me ordenó un maje serio y así lo hice — ¿Dispuesto a cumplir
tu Servicio Militar?
—Bueno, no hay de otra, para dónde agarro —le contesté.
—¡Ajá! —dijo mientras arreglaba los papeles entendiendo mi respuesta
como un rotundo “sí”.
Respondí a todas las preguntas que me hicieron, pasando de asiento en
asiento, uno a la par del otro. Firmé, les presenté las recetas que la doctora me
había dado y que ellos ignoraron, y me mandaron a una puerta que daba a un
estacionamiento donde estaba un camión militar con varios jóvenes montados
y custodiados por militares. Al subir a él me encontré nuevamente con Jorge
Luis Préndiz.
—Vamos de viaje— me dijo.
—¿Adónde nos llevarán? —le pregunté.
—Quién sabe.
Al rato el camión estaba en marcha. Nos llevaron a la Central Sandinista
de Trabajadores, y como si fuésemos prisioneros nos bajaron y nos metieron
dentro sin permiso para salir. Ya entrada la noche, los mismos camiones nos
trasladaron a Diriamba, a unos sesenta kilómetros dirección norte. Durante el
camino tuvimos que cuidar a uno que a última hora habían reclutado antes de
salir de Rivas; iba completamente ebrio y vomitando el piso del vehículo. Y
por fin llegamos a la base militar.

Capítulo II
BASE MILITAR DE ENTRENAMIENTO

En la base nos esperaban con la cena, “indioviejo ” ya frío, y luego de


pasar lista, nos alojaron en un galerón para acomodarnos y poder dormir sobre
el piso de ladrillos helados. Estábamos apiñados, casi unos sobre otros.
Después de ir al urinario y cagadero en una esquina del galerón, me dispuse a
dormir sobre mi mochila que me sirvió de almohada.
A las cinco de la mañana nos indicaron que era hora de levantarnos. Afuera
había unos barriles de agua para los que necesitaban bañarse o “hacerse un
baño ruso”. Yo solo me enjuagué la cara y me lavé las manos. Después fuimos
todos a desayunar el típico gallopinto con café o “café-agua”, como le llamo
yo al café muy ralo.
Y volvimos a subirnos a unos camiones, esta vez rumbo a Estelí. Pocos
kilómetros antes de llegar a Condega entramos a otra base militar, nos bajaron
y nos hicieron formar en un solo batallón. Comenzaba el momento de la
transformación a militares y lo primero era vestirnos como tal.
—Formen una fila para pasar retirando sus uniformes— nos dijeron, y al
rato ya estábamos poniéndonos nuestro pantalones y camisas verde-olivo,
calcetines verdes y duras botas negras de gruesa suela con largos cordones. Ya
me sentía un militar, aunque aún estaba desarmado. El famoso fusil AK-47
nos lo darían días después; mientras tanto, nos entrenaban con un ridículo
simulacro de fusil de madera.
Los primeros días consistieron en entrenamiento físico y clases teóricas.
Estábamos alojados en covachas, otros galerones pero mejor acondicionados,
con sus colchonetas en el piso que a diario teníamos que enrollar y dejar
amarradas y ordenadas. El cagadero estaba retirado al aire libre y teníamos
barriles con agua para asearnos. Todos actuábamos como mansas palomas,
sobre todo después de enseñarnos el hueco en la tierra con tapa de zinc donde
nos dijeron que metían a los rebeldes y a los que desertaban. Solo una vez vi
tal castigo, con un soldado que atraparon desertando, aunque hubo muchos
más desertores que no fueron atrapados. El primero que desapareció fue el
soldado al que habían reclutado borracho.
Después de un mes teníamos más clases prácticas que teóricas, además del
“matutino”: ejercicios de madrugada. Y llegaron por fin las clases de tiro. Nos
asignaron un fusil de verdad, ya que antes nos habían dado uno de madera
como para irnos acostumbrando, nos enseñaron a desarmarlo y armarlo
rápidamente, el nombre de cada una sus piezas y cómo limpiarlas, a
arrastrarnos con él y llevarlo siempre a cuestas, aunque sin municiones, que
solo nos daban para las clases. Recuerdo que Préndiz tenía muy buena
puntería, hasta lo premiaron al final de curso. La mía tampoco era mala, pero
solo en las prácticas de día, por la noche con trazadoras no pegaba ni una.
Como parte del entrenamiento los oficiales llevaban a cabo algunas veces,
sin previo aviso y por las noches, varias explosiones y disparos en ráfaga al
aire para alertarnos simulando un ataque del enemigo. «¡Arriba! ¡Rápido!
¡Fórmense! ¡Nos atacan!» nos gritaban mientras escuchábamos los estruendos
de las armas disparadas. La primera vez sí que fue un gran susto el que nos
dieron, después ya no nos cogía por sorpresa.
No faltaron algunos malestares y enfermedades, como aquella diarrea que
nos atacó a todos, ocasionada por una carne enlatada vencida que nos
prepararon las encargadas de cocina. Aparte de eso y de la nostalgia de
nuestros seres queridos, todo marchaba con relativa calma. Cuando llegaba
algún civil en busca de su familiar dejaban que lo viera, incluso se organizó el
día de visitas. No sé cómo se había organizado o habían informado a nuestros
familiares para tal evento, pero ese día llegaron un montón, como en una
celebración. Fue muy alegre ver y abrazar a mi mamá y a mi hermano menor
Milton. Encontrarme con este último hizo aflorar mis lágrimas y mis
remordimientos. Lo había tratado muy mal antes de venirme, incluso retándole
a que me pegase, pero él no me había levantado la mano. Suerte para mí,
porque de seguro me hubiera dado una real revolcada, pues de los cuatro
hermanos, y a partir de la adolescencia, él se había convertido en el que tenía
mejor condición física y era más fuerte y fornido. Creo que si tal revolcada
hubiera pasado, que es lo que me merecía, seguramente hubiera surgido en ese
momento un respeto impuesto por la ley del más fuerte, como en la selva, y la
relación de hermanos se hubiera deteriorado a tal punto de vernos casi como
unos enemigos. En cambio, lo que surgió fue un sentimiento de verdadera
hermandad de mi parte, de comprender que el hermano mayor es el que debe
de cuidar al menor y no de hacerle daño, ni tratar de ejercer la supremacía solo
por el hecho de ser mayor.
El papá de Préndiz había venido con mi mamá y mi hermano. También su
novia, a la que Jorge me presentó. Era una linda y blanquecina chavala de
cabellos dorados con una mirada tierna y unos ojos preciosos color miel.
Platicamos poco pero me quedé embelecado de su fina figura y encantadora
personalidad.
Noté que algunos compañeros no habían recibido visitas, seguramente sus
familias vivían demasiado lejos o tal vez no tenían a nadie, pero lo bueno fue
que el resto les llamamos para que compartieran el momento feliz con
nosotros. Nadie se quedó triste y aislado. Los familiares que venían de lejos
fueron los que se quedaron, incluyendo mi mamá y mi hermano. Los alojaron
en una de las covachas preparadas para ellos y nosotros nos fuimos a la
nuestra. Muchos, no sé si con autorización, pasaron gran parte de la noche
conversando con sus parientes, hasta creo que algunos durmieron con ellos.
Lo peor de todo fue la despedida a la mañana siguiente. Había llantos por
todas partes y los familiares pedían información queriendo saber a dónde nos
mandarían a la guerra, pero nadie decía nada, ni a ellos ni a nosotros.
**
Al día siguiente nos dieron un costal verde de tela de algodón con dos
largos cordones, nuestra “mochila militar”, una lonchera de aluminio, una
cantimplora del mismo material, una mediana hamaca de costal como los de
sacos MASEN, un cargador repleto de tiros y pasta de tubo sin marca con un
duro cepillo de dientes. Con nuestros costales cargados, siguiendo a nuestros
entrenadores, caminamos por una trocha y nos dirigimos hacia una elevación
montañosa que habíamos visto a lo lejos. Al llegar allí comenzaron las clases
prácticas de entrenamiento más intensas. Incluso las clases de tiro eran más
agresivas. Y por poco pierdo la vida en una de ellas.
A uno de los que se creía “Rambo” (estaba de moda esa película), le habían
dado una ametralladora PKM. Era la primera vez que la manipulaba y al
querer levantarla, teniéndola sin seguro, accionó el gatillo y los tiros pasaron
en ángulo frente a mí levantando la tierra a su paso. Por suerte no me habían
dado la orden de avanzar, si no habría estado en la línea de fuego del arma.
Retrocedí súper asustado pero, a pesar del movimiento brusco que hice, no
halé el gatillo de mi fusil AK que ya tenía sin seguro, evitando matar por
accidente a no sabría decir a cuantos. El entrenador con un fuerte grito saltó
rápidamente a quitarle la ametralladora al flaco aprendiz, poniéndole el seguro
y diciéndole:
—¡Casi te lo volás! ¡Qué bárbaro! Esto es muy pesado para vos, no te la
aguantás— y le devolvió su fusil.
Todos los días lo primero que hacíamos era “el matutino”: ejercicios
momentos antes de que el sol asomara. Siempre había neblina, mucho frío y
humedad. A veces lo hacíamos bajo la lluvia, pero nunca me enfermé. Era un
flaco muy resistente y hábil físicamente; hacía todos los ejercicios sin mucha
dificultad, salvo aquella vez que salimos a trotar con algunas piedras en la
mochila y nuestro fusil a cuestas. Fueron kilómetros de subidas y bajadas sin
un solo respiro. Uno a uno íbamos cayendo de cansancio y rendimiento
mientras veíamos cómo el oficial no paraba de mover sus piernas, regresando
para alentarnos a subir la cuesta y a seguir con el maratón. Allí estaba yo con
la lengua de fuera, sudando a chorros y sacando las piedras de mi mochila para
poder continuar y terminar con el entrenamiento, que terminé… caminando.
Ya llevábamos mes y medio de entrenamiento. Habían dicho que eran tres,
pero al parecer nos querían lo más pronto posible en las zonas donde
“resguardaríamos la soberanía de nuestra patria luchando contra el enemigo
que no quiere la paz”. Nos alistaron para regresar a la base y volvimos a
alojarnos en las mismas covachas que inicialmente habíamos ocupado.
—Los van a trasladar— nos dijo uno de los oficiales con el que habíamos
tenido más confianza.
Todo el batallón fue presentado ante la jefatura mayor, pasamos frente a la
tarima marchando mientras los viejos militares de rangos superiores nos
observaban con orgullo, haciendo el saludo militar. En esos días de espera,
Préndiz había hecho amistad con algunos oficiales, y con el conocimiento de
cartografía que poseía, les ayudaba en la jefatura con algunos mapas. Yo
también me involucré pero en el ámbito artístico; nos preguntaron quién de
nosotros podía hacer rótulos o podía dibujar y yo me ofrecí voluntario.
—Necesitamos un rótulo para ponerlo allá afuera, en la entrada.
Nunca había hecho un rótulo, solo dibujos con tiza de colores en pizarras.
—Es en esta tabla —continuó diciendo el oficial, señalándome un retablo
cuadrado en donde apenas se podían distinguir algunos trazos y colores de un
anterior rótulo—. Ahora quiero que hagas el dibujo de la cabeza de un león
con la gorra de soldado, aquí están las pinturas y unos pinceles.
Con pintura acrílica blanca una brocha ancha, pinté totalmente el retablo.
Cuando se secó la pintura ya tenía listo un fondo blanco para hacer mi obra de
arte, al rato estaba listo el dibujo que encantó a “Raymundo y a todo el
mundo”.
**
La hora de la movilización o el traslado hacia las zonas de combate había
llegado. Los oficiales con los que habíamos trabajado pidieron permiso para
que nos quedáramos en la base, yo como dibujante y Préndiz como cartógrafo,
pero su solicitud fue denegada y no había quien nos salvara de ir a “morder el
leño”. Esa noche fue de incertidumbre y tensión, nadie durmió bien y muchos
querían escaparse. No sé por qué, tal vez por la confianza que habíamos
generado entre los oficiales, Jorge y yo fuimos unos de los que asignaron a
hacer guardia fusil en mano, atentos a cualquier anomalía o intento de fuga
que se podría presentar. ¿Y si miraba a alguien escapar, que iba a hacer?
¿Dejaría que se fuera? ¿Lo detendría y daría la alarma? Me hacía esas
preguntas mientras notaba que yo también era vigilado por otros que hacían
guardia, y no pasó mucho tiempo hasta que obtuve la respuesta.
Cuando me dirigía hacia el fondo de la covacha, sorprendí a unos reclutas
intentando escapar. Habían abierto la esquina del techo y dos empujaban por
los pies a un tercero que prácticamente tenía la mitad de su cuerpo ya fuera.
Ellos se giraron y al verme, tan sorprendidos como yo, detuvieron su afán;
pero después de un instante, al comprobar que yo no hacía ningún intento por
detenerlos, reanudaron su fuga con rapidez. Yo no dije nada a nadie, ni en ese
momento ni cuando se pasó lista más tarde y los oficiales se dieron cuenta de
los soldados que faltaban.
Hicimos la fila para el último desayuno en ese lugar, después de retirar
unos uniformes de tropas especiales, de talla única, flojos y de color verde
cenizoso, con unas finas líneas cortas de color amarillo. Así uniformados,
estrenando también botas calzoncillos y calcetines, montamos en los
camiones.

Capítulo III
BLI PEDRO ALTAMIRANO (BLI-PA)

En el trayecto hasta Nueva Guinea, hicimos una parada allá por Santo
Tomás a petición de dos reclutas. Les dieron permiso para ir tras unos
matorrales, no muy lejos de los custodios, y al rato salieron escapando a toda
carrera. Nada pudieron hacer los custodios, que sabían que ir tras ellos era
perder el tiempo por la ventaja que los reclutas llevaban, y ya no podían
retrasarse más. Aunque ganas de pegarles un balazo no faltaron, pues así lo
decían mientras enojados se montaban en el vehículo para reanudar la marcha.
Ya no hubo más paradas en el camino hasta llegar ya de noche a la base del
BLI (Batallón de Lucha Irregular), a unos diez kilómetros de la ciudad del
poblado de Nueva Guinea. Bajamos de los camiones y con sus focos
encendidos y en medio de una espesa neblina nos hicieron formar para luego
dirigirnos hacia una champa de lona desteñida conocida como Armamento,
donde nos dieron fusiles AK-47 sarrosos y mucha munición que, a diferencia
de los fusiles, lucía nueva.
—¿Esto funciona? —preguntó alguien refiriéndose al fusil.
—Sí, si funcionan —respondió un joven y flaco oficial que estaba en el
lugar.
Uno de los reclutas no quiso agarrar el arma.
—No voy a matar a nadie —dijo— mi religión me lo impide y si por eso
me van a echar preso, pues que me echen.
No me parecía haberlo visto antes, no era de nuestro grupo. Y no hubo
manera de obligarlo a tomar el arma, así que allí lo dejaron, de planta en la
base.
Nos hicieron formar nuevamente. Después de que el oficial flaco nos diera
la bienvenida y presentara a los demás oficiales a cargo del BLI, siguió
diciendo:
—Necesitamos cinco voluntarios para formar una escuadra especial.
—Levantemos la mano —me dijo susurrando Préndiz que estaba formando
detrás de mí. Y así lo hicimos.
—Uno, dos, tres, cuatro… falta uno — contó el oficial, y uno más levantó
la mano.
—Ustedes cinco fórmense a este lado, estarán a cargo del oficial… —
fulano de tal… que más tarde conoceríamos como “El cadejo”—, Mañana
temprano todos saldrán hacia un punto donde les darán instrucciones.
En fila nos indicaron que siguiéramos a otro oficial para ir a otra champa y
seguir pertrechándonos, esta vez a Abastecimiento.
—Estos enlatados son para llevar, formen fila para retirar cena en la
cocina.
Así que desde allí seguimos rumbo a la cocina, pisando algunas piedras
para evitar más barro en nuestras botas, y a unos cuantos pasos encontramos
un cuchitril de madera donde estaban dos cocineras, una vieja fea y una joven
chintana, que nos esperaban para servirnos en nuestras loncheras la
almidonada masa de arroz; quizá un fracasado arroz aguado como el que
muchas veces había disfrutado hecho por mi abuela o mi mamá, con su
respectiva hierbabuena, naranja agria y los trocitos de cerdo, ingredientes que
en esta ocasión brillaban por su ausencia.
Después de la cena pudimos descansar un poco, pero volvieron a hacernos
formar en la madrugada, para subirnos a los camiones y trasladarnos al interior
de la zona, alejándonos aún más de la ciudad. Llegamos a un caserío conocido
como Yolaina. Había unas cuantas casas esparcidas por el lugar, que se veían
de gente muy humilde y en extrema pobreza. En lo alto de una loma estaba
nuestra base que en muchos aspectos parecía improvisada. Había una sola casa
de campaña rota y desteñida, varios reclutas en sus hamacas colgando de los
árboles y, atrincherada y anclada en la tierra, una ametralladora anti-área de
esas que tienen un asiento y un sistema giratorio. Si funcionaba, nunca lo supe.
Nos dieron otra hamaca, esta vez de tela gruesa como de dril, un trozo de
plástico negro y sardinas y salmón enlatados que acomodamos en nuestras
rústicas mochilas. A la escuadra especial, a los cinco voluntarios, nos dejaron
ahí, mientras a los demás los iban integrando poco a poco en las Compañías
mientras éstas salían de la montaña a abastecerse en ese lugar. Una vez
volvieron con un soldado herido que gritaba de dolor mientras se mecía en la
hamaca donde lo traían. La bala de un campesino asustado le había dado en la
pierna días atrás. Mi pobre amigo Préndiz, que había sido elegido por su
carácter rebelde para ir a encontrarlos unos cuantos kilómetros antes de que
llegasen y ayudarles a cargar al herido, no pudo quitarse el olor de la sangre
putrefacta durante días.
Llegó un momento en que estábamos tan cansados de sardinas y carne de
estofado en lata que Préndiz y yo nos dispusimos a intercambiar algunos de
nuestros enlatados por tortillas con cuajada; él se fue por un lado y yo por otro.
—Buenas— dije en la puerta de una vivienda de tablas envejecidas —
Quisiera cambiar estas sardinas enlatadas por unas tortillas y cuajadas.
Me imaginaba que todos iban a saltar de alegría a por las latas, felices de
comer esa comida, pero fue todo lo contrario.
—No—, me dijo el aparente jefe del hogar —no queremos esos enlatados,
no nos gustan.
—Bueno, aquí tengo una pelota de jabón para lavar ropa —le dije
intentando como fuese de conseguir esas tortillas con cuajada que mi paladar
ya disfrutaba, porque podía percibir el aroma de las tortillas recién hechas
dentro de la casa. Con aparente desconfianza el hombre se me acercó
agarrando el jabón que le ofrecía y me dijo:
—Le vamos a aceptar esto, pero solo porque en realidad lo necesitamos.
Luego dijo a una niña, aparentemente una de sus hijas, que trajera dos
tortillas con cuajadas. Las tortillas eran grandes y gruesas, y la cuajada
abundante, fresca y deliciosa. A Jorge le fue mejor que a mí, porque yo me
quedé sin lavar mi ropa y con los enlatados, pero él se deshizo de esas
fastidiosas sardinas y conservó su jabón, aunque luego lo compartiríamos, a
como se había hecho costumbre compartir casi todo entre nosotros.
Estuvimos varios días en ese lugar sin mucho que hacer, salvo la guardia
de todas las noches. Nos tocaban dos horas a cada uno de los que
conformábamos la escuadra y vigilábamos que ni un civil anduviera por los
alrededores. Por las mañanas, cuando nos daban permiso, íbamos a asearnos a
un río cercano. Nos dábamos un chapuzón y restregábamos con agua sobre
piedras nuestros uniformes, muchas veces sin jabón, para que se les saliera un
poco la tierra que cargábamos. Aún mojados, nos los poníamos para que
secaran sobre nuestros cuerpos. Para muchos la desnudez ante sus compañeros
no era ninguna incomodidad. Incluso hasta un tipo tímido como yo iba
perdiendo la inhibición con el tiempo. Cuando veíamos volver a una
compañía, los reclutas siempre lucían demacrados, sucios, melenudos y flacos,
con la piel ennegrecida y tostada por el sol. Imaginábamos que así nos
veíamos nosotros, pero no había forma de saberlo, ya que los espejos
“brillaban por su ausencia”, como otras muchas cosas que suponían un lujo en
las montañas.
Un día, el oficial responsable de nuestra escuadra: El Cadejo, nos ordenó
que formáramos. Presentí que ya era hora de las misiones guerrilleras; y no me
equivoqué.
Tendríamos que salir muy temprano junto al resto de la compañía y nuestra
misión consistiría en patrullar la zona en busca del enemigo, principalmente
vigilar a lo que denominaban “corredor de abastecimiento de la contra” donde
podríamos decomisar cualquier cantidad de granos básicos que algún
campesino llevara en exceso y que fuese sospechoso de suministrarlos a los
rebeldes. Contábamos con el permiso para abrir fuego a cualquier persona
armada que se nos enfrentase, fuesen o no militares. Ya se habían terminado
nuestras “vacaciones”.
La escuadra que conformábamos era de reconocimiento. Íbamos delante de
la compañía para que con sigilo detectáramos posibles emboscadas o al
enemigo antes de que éste nos ubicara a nosotros. ¡Válgame Dios! ¡Que tarea!
Éramos la carnada. Por suerte, El Cadejo era bueno; nos llevaba a paso
acelerado y no parecía cansarse, de ahí su sobrenombre, solo faltaba que le
tronaran los huesos, porque eso decía mi abuela, que al Cadejo le tronaban las
patas cuando caminaba. El uniforme flojo y grueso nos hacía sentir incómodos
debido a su peso y a lo caliente que se ponía, haciéndonos sudar más de la
cuenta. Pero, por fortuna, en nuestras exploraciones muchas veces solo
encontrábamos vestigios de que algunos posibles paramilitares habían
acampado en el lugar: fuego apagado, monte cortado, piedras acomodadas o
huellas de botas militares. Teníamos absolutamente prohibido agarrar alguna
mochila que pudiésemos creer había sido olvidada por los contras al huir de
prisa. Generalmente se trataba de una trampa, ya que debajo de la mochila una
mina sería detonada al quitarle el peso de encima.
—Están cerca los hijos de p… —decía El Cadejo, y yo sentía el temor de
tener en cualquier momento mi primer enfrentamiento, mi primer combate.
Pero, sin duda, esa camada de reclutados no sufrimos tanto el terror y
crueldad de la guerra como los que nos antecedieron, ya que era el período
final de la guerra. Por ese entonces ya habían ocurrido las negociaciones de
paz entre el Gobierno y la Resistencia Nicaragüense, aunque no había detenido
la movilización de jóvenes para obligarlos a cumplir su Servicio Militar
porque algunos grupos de insurgentes no querían dejar las armas todavía. Los
acuerdos para un cese de fuego definitivo se darían en Sapoá, jurisdicción del
departamento de Rivas, pocos meses después de que yo fuese reclutado.
El EPS, de 1980 a 1990, movilizó a doscientos mil jóvenes de edades entre
diecisiete y veinticinco años. Los primeros caídos en combate tenían nombres
y se les entregaban a los familiares en ataúdes de madera, pero después
pasaron a ser números, estadísticas de muertos, y sus cuerpos se entregaban en
ataúdes de zinc liso, sellados con soldaduras. Los cuerpos eran difíciles de
rescatar y podían pasar hasta meses para sacarlos de las zonas de guerra. Eso,
si conseguían rescatarlos. A muchos nunca los encontraron y siendo los
ataúdes sellados, se les metían tallos de sepa para igualar el peso del cadáver,
engañando así a los dolientes familiares. ¡Ah!... las cosas de la guerra,
crueldad al límite, nos hace sacar lo peor de nosotros mismos.
Por parte de los reclutas más viejos e incluso de oficiales, oíamos muchas
historias sobre los “cachorros de Sandino” (como les decían a los jóvenes
reclutas que estaban cumpliendo su Servicio Militar). Historias sobre contras
crueles y despiadados que por las noches podían degollar a los jóvenes
novatos como nosotros, inexpertos en la guerra, quedando ahí en sus hamacas
casi decapitados. Nos contaban cómo llegaban en absoluto silencio,
empuñando sus bayonetas acecinas con un excelente entrenamiento militar y
que luego desaparecían como fantasmas. Nosotros nos lo creíamos, y ahora
pienso que a lo mejor era solo para mantenernos con miedo y que hiciéramos
todo bien, escuchando y obedeciendo al pie de la letra lo que nuestros jefes
nos indicaban; pero son historias que bien pudieran haber ocurrido, pues caben
dentro de la posibilidad de la barbarie de una guerra de guerrillas.
—No traten de desertar —nos aconsejaban— a muchos hemos encontrado
muertos, pues la contra está por donde quiera. Hasta un campesino que se ve
humilde puede ser uno de ellos y cuando ven a un “cachorro” perdido y solo,
con el machete les vuela la cabeza.
Terror psicológico, como si no bastase lo que en carne propia estábamos
sufriendo.

Capítulo IV
MI HERMANO EDDY

En noviembre de 1986 mi hermano ya pertenecía a las Fuerzas Armadas de


la Marina de Guerra Sandinista en un comando especial “mar y tierra”.
Después de haber pasado meses por la escuela de entrenamiento militar, fue
seleccionado para seguir un entrenamiento que le convertiría en marine y le
trasladaría a las costas de Nacascolo. Desde ahí, movilizaban a los soldados a
cualquier punto del territorio nacional, principalmente para cumplir con las
misiones encomendadas por los altos mandos militares.
Su primera gran misión fue la llamada El Ojo del Huracán. Comenzó el 21
de octubre de 1988, cuando su unidad especial fue designada a brindar ayuda a
la población de Bluefields al enfrentarse a un huracán de categoría 5 llamado
“Juana”. A su paso devastó por completo esa ciudad y varias comunidades
más del Caribe nicaragüense. Evacuando gente bajo vientos de 230 kilómetros
por hora, mi hermano pensaba que ése sería el último día de su vida. Al sentir
las primeras ráfagas fuertes de viento, los miembros o unidad de búsqueda y
rescate, se ataron a sus cinturas una gruesa cuerda unida entre ellos,
sujetándose a cualquier objeto firme que encontraran y resguardándose bajos
puentes, y así pasaron el huracán. Mi hermano todavía recuerda el sonido
ensordecedor, los techos de las casas saltando por el aire, y las láminas de zinc
y demás objetos volando a su alrededor. Cuando llegó una repentina calma
supo que no era que el huracán hubiese pasado, sino que estaba justo en el ojo
del mismo. Al mirar hacia el cielo, vio cómo las nubes giraban sobre sí
mismas y sintió el miedo más intenso que jamás había sentido. La pequeña
tregua les dio la oportunidad de conseguir mejor refugio para salvar sus vidas,
por suerte ya habían ayudado a evacuar y puesto a salvo a muchos pobladores.
Su segunda gran misión fue el llamado operativo “Danto 88”. En 1988, ya
casi terminando su Servicio Militar, la Marina de Guerra Sandinista mandó a
las Tropas Especiales a las que pertenecía mi hermano al Marañonal, en el
Golfo de Fonseca, para custodiar las costas del territorio nicaragüense tanto en
el Atlántico como en Pacífico. Era muy común que pescadores hondureños
incursionaran por ese lado en aguas nicaragüenses y eso fue lo que
descubrieron. Rápidamente se acercaron con su panga de un solo motor fuera
borda a la pequeña embarcación con la intención de arrestar a los ilegales,
cuando divisaron a lo lejos a miembros de la Fuerzas Navales de Honduras
dispuestos a proteger a sus paisanos. Para ellos, aquellas aguas eran
hondureñas; las limitaciones marítimas no estaban bien definidas por aquel
entonces. Los hondureños se acercaron hacia ellos con sus dos potentes
motores fuera borda y en actitud agresiva, lo que hizo que nuestros soldados
desistieran del arresto y emprendiesen la retirada. Y ahí comenzó toda una
persecución con disparos por ambos bandos; la embarcación de los
hondureños era mucho más veloz que la panga nicaragüense y poco a poco
acortaba distancia. Se armó el caos; había desesperación y miedo entre “los
cachorros”, su débil embarcación prácticamente volaba por los aires brincando
como un feroz toro sobre las crestas de las olas. Estos bruscos movimientos y
golpes en el agua casi hacen caer al mar a todos ellos, mientras las balas les
zumbaban en los oídos. El que llevaba el lanzacohetes RPG-7 estaba tumbado
y luchaba más por sostenerse y no caer que por buscar defenderse de la
agresión que estaban teniendo. Fue entonces cuando mi hermano, como jefe
de la misión, supo que tenía que actuar de inmediato y le pidió el lanzacohetes
a su compañero. Logró sujetar el arma, ponerle la granada y posicionarse
dirigiendo el lanzacohetes hacia los perseguidores, aunque debido a uno de los
saltos que hacía la embarcación el gatillo fue activado, la granada salió
disparada y mi hermano cayó de espaldas dentro de la panga. No supo ni cómo
logró dar en el blanco; todos escucharon la explosión y observaron con
asombro más que con júbilo una gran estela de humo que se levantaba en el
sitio donde antes estaba la potente embarcación hondureña que los perseguía.
En más de una ocasión les asignaron también bucear e inspeccionar, por la
parte de abajo, los cascos de los barcos anclados en el puerto de Corinto en
Chinandega, para encontrar y desactivar minas magnéticas que pudiera haber
puesto el enemigo. Por suerte, no hubo nunca nada incidentes que lamentar. Y
una de las misiones de búsqueda y recate más impactantes que vivió fue
cuando les encomendaron el rescate de cadáveres sumergidos después de que
una panga pilotada por unos “cachorros” explotase accidentalmente. Según
cuenta, los cuerpos de cuatro jóvenes yacían sumergidos de pie, moviéndose
con el vaivén de las aguas turbias del río San Juan, cerca de la desembocadura
al mar. Aún tenían puestas sus pecheras conteniendo los cargadores con tiros.
Otros soldados más “caídos en combate” fue el reporte oficial.
Estas son las historias que, como dice mi amigo Jorge Luis Préndiz,
parecen sacadas de una película de Hollywood. La verdad es que muchas
películas de Hollywood son sacadas de la vida real que siempre supera a la
ficción.

Capítulo V
COMBATIENDO, SOBREVIVIENDO

La escuadra a la que pertenecíamos Jorge y yo, comandada por El Cadejo,


no paraba de caminar todo el día. Lo bueno es que la 3era Compañía nunca
estuvo muy lejos de nosotros. El “cachorro” con el radio comunicador
conocido como “el comon” contactaba en horas determinadas para que
supieran exactamente dónde estábamos y evitar así que nos pudieran confundir
con el enemigo. Al cabo de unos días ya nos habíamos integrado en dicha
Compañía y operábamos junto a ella con más seguridad. También nos
entregaron los uniformes camufles que eran más cómodos, a nuestra medida y
más livianos que los anteriores.
Nuestro peor sufrimiento a la hora de las caminatas era cuando recién nos
abastecían, pues el peso de nuestras mochilas aumentaba considerablemente.
Una vez vi a un compañero que durante la marcha, agarraba los puños de balas
e iba tirándolas a la orilla del sendero para aligerar peso, seguramente
confiado en que no las necesitaría, ya que tras varios días aún no habíamos
tenido ni un combate. Pero se equivocaría.
Los “contras” nos darían nuestro primer susto cuando unos civiles
armados, más por miedo que por valentía, dispararon a nuestra Compañía sin
obtener ningún resultado más que “alborotar el panal”. La escuadra de
exploración, que ya eran otros, había sorprendido a unos campesinos
insurgentes y éstos comenzaron a lanzar tiros en su huida. Las órdenes fueron
replegarse a orillas de camino y permanecer en silencio en posición de
combate, acostados o escondidos entre la vegetación, a la espera de la orden
para entrar en acción. Aunque nunca lo hicimos.
El segundo susto sí fue un verdadero combate. Sucedió días después
cuando nos trasladaron en camiones a otro punto de la zona. En esa ocasión a
Préndiz y a mí nos ubicaron en diferentes camiones. Como a una hora de
camino escuchamos una gran detonación; habían atacado al primer camión y
ahora comenzaba una lluvia de balas. Estábamos siendo víctimas de una
emboscada. Nos bajamos del camión para resguardarnos y abrir fuego en
dirección a donde venían las balas enemigas. Yo me oculté temblando de
pánico tras el terraplén del camino sin saber qué hacer ni para dónde ir;
inmóvil boca abajo sostenía con firmeza mi fusil, no quería asomar ni por un
milímetro la cabeza. Busqué a mi alrededor desesperadamente a algún oficial
que me indicara qué hacer o para dónde ir. No muy lejos se escuchó una PKM,
identifiqué a algunos de mis camaradas y casi gateando me dirigí hacia donde
ellos estaban pues era una mejor posición defensiva. Noté que ellos le hacían
señas a Préndiz para que saliera del fuego cruzado en que se encontraba y yo
también comencé a hacerle señas y a gritarle que viniera hacia nosotros, y así
lo hizo. Al parecer no eran muchos los rebeldes, pues el ataque no duró mucho
tiempo, y a pesar de que hubo bastantes tiros, solo tuvimos una baja que
lamentar. Mi amigo Jorge sufrió heridas leves de charneles yo salí ileso.
Gracias a Dios no volvimos a tener más combates, ni a poner nuestras
vidas en alto riesgo. Aunque yo sí tuve más problemas. Un día sufrimos una
de las más salvajes caminatas. Comenzamos a caminar como de costumbre a
eso de las 6 de la mañana, durante varias horas por senderos de terreno más o
menos planos, pero luego nos introdujimos en la selva y continuamos cuesta
arriba, hasta que comenzamos a subir realmente la montaña. Por primera vez
en esas caminatas el cansancio y agotamiento se apoderaron por completo de
mí. El fusil me pesaba como si llevara una docena, la mochila me estorbaba al
igual que el uniforme sudoroso y caliente, las botas me apretaban, y al llegar a
la cima mis rodillas se doblaban fallando a cada paso, hasta que se
precipitaron a tierra. Quise levantarme apoyándome en mi AK pero no pude, y
los compañeros que venían detrás de mí comenzaron a animarme.
—¡No se rinda!— me decían unos.
—Viniste voluntario, ahora aguantá —me dijo otro que seguramente me
vio cara de niño y pensó que era uno de esos cipotitos que se alistaban sin que
nadie los hubiera reclutado u obligado.
Sentado y jadeando recordé aquellas historias sobre los contras asesinos y
pensé que, si me quedaba rezagado al final de la fila, sería uno más de esos
degollados. Así que, después de un momento de descanso, continué con la
caminata que no se terminaría hasta casi las ocho de la noche. No quería hacer
posta, pero la tuve que hacer, al día siguiente no quería levantarme, pero lo
tuve que hacer y seguir caminando, pero por suerte ya no hubo más cuestas
arriba hasta que llegamos al punto encomendado.
Todos los días eran iguales para nosotros, no había sábados ni domingos,
incluso muchas veces ni sabíamos en que día nos encontrábamos. Préndiz de
vez en cuando se metía en problemas, principalmente con los oficiales al
desobedecer algunas de sus órdenes, y llegaban las represalias. Uno de los
castigos más severos que le pusieron fue que cargara sobre sus hombros una
batería de automóvil, que se utilizaba para la radio comunicación, durante
varios kilómetros, hasta que el oficial se compadeció de él al verlo casi
desmayándose y pidió voluntarios que le ayudaran. Un día Préndiz
desapareció. No se le veía por ningún lado y alguien me dijo que lo habían
trasladado a la base. En ese momento me sentí bastante triste y solo. Habíamos
compartido una buena amistad bajo esas circunstancias tan adversas, y ahora
no sabía dónde estaba o si iba a volver a verlo.

Capítulo VI
GRANDES OPORTUNIDADES

Aproximadamente quince días después, volvió Préndiz. Le vi dirigiéndose


a mí cuando salía con mi compañía para abastecernos en un poblado no muy
lejos de la base.
—¡Hey Mauri! — me saludó desde lejos.
—Préndiz, ¿dónde te habías perdido? —le pregunté ya estrechándonos la
mano antes de darnos un fraternal abrazo.
—Vení seguime, trae tu mochila— me dijo de forma tajante.
—¿Qué pasó? ¿A dónde vamos? —dije mientras le seguía.
—Seguime, te voy a presentar al “mero, mero”.
Entramos a una champa.
—Permiso jefe— le dijo Préndiz a un viejón bigotudo de tez blanca y de
contextura alargada que estaba sentado rodeado por otros oficiales. —Éste es
el hombre— añadió Préndiz refiriéndose a mí.
Con una cara de pocos amigos, el viejo me observó y dijo: —Bueno, que
se vaya con nosotros.
Y eso fue todo, nos dimos la vuelta y salimos de la champa.
—No te alejes, quédate aquí y cuando te de la señal síguenos —me dijo
Préndiz.
Me quedé allí mismo, sorprendido por la influencia que mi amigo había
adquirido tan rápidamente con el mando superior. Luego vi movimientos de
guardaespaldas, vi salir al “mero, mero” y a Préndiz con la señal para que los
siguiese. Al llegar a un camión, Préndiz y yo nos montamos escuchando la
orden del jefe que decía a otros oficiales que nosotros íbamos con él mientras
se encaminaba hacia a su propio jeep.
Nos condujeron hasta la base. El jefe se dirigió al cuartel central, una
rustica casita de madera ubicada en una loma y Préndiz me volvió a indicar
que lo siguiésemos. Ya en el interior, el jefe se sentó en una silla detrás de una
mesita y dio orden a uno de los oficiales que le consiguiera una hoja de papel
y un lápiz. Luego dirigiéndose hacia mí, me dijo:
—A ver pintor, dibújame algo aquí.
Yo me acerqué y dibujé algo que había aprendido de memoria al ver la
televisión: una caricatura del dibujo animado Woody “El Pájaro Loco”. Lo
hice rápidamente para que él notara mi destreza y mi facilidad para dibujar, y
debió dar resultado porque ni había terminado la obra cuando se levantó y
dijo:
—Que se lo lleven al político.
Sin más, salió por la misma puerta por donde habíamos entrado y, seguido
de su escolta, se fue caminando por una senda en dirección a su cuartel
personal; otra casita de madera que se avistaba no muy lejos, entre un escaso
bosquecillo de árboles delgados.
Otro oficial me dijo que lo siguiera y salimos del cuartel por la puerta
contraria hasta dar con una champa que luego conocería como “La Sección
Política”. Dentro había un oficial, alto, blanco, de unos cuarenta y pico años
de edad.
—Este muchacho se va a quedar aquí con vos, ponelo a pintar mantas y
rótulos publicitarios para la campaña electoral—, le dijo el viejo oficial que
me acompañaba, antes de retirarse. Y yo me quedé allí, respondiendo a las
preguntas que me hacía mi nuevo jefe, al que llamaban “El político”.
A partir de ese momento, los días pasaron en relativa calma. Todas las
mañanas muy temprano sonaba una campana para que fuéramos a formar, y el
oficial encargado; Peter, pasaba lista, nos recordaba las reglas, nos contaba
alguna que otra noticia de índole política y luego nos dirigía a la cocina para
que con nuestras loncheras en mano retiráramos el desayuno como también
hacíamos en el almuerzo y en la cena.
Había un montón de flojos allí, y poco a poco yo también me acostumbré a
esa situación. Teníamos la orden de hacer posta en la caseta de entrada y pocas
veces me fueron a despertar para hacerla. Al parecer, solo el primero la hacía y
el segundo ya no se levantaba. Los de la Sección de Mecánica llamados “Los
mecánicos” eran famosos por desobedecer dicha orden y aun más por ser unos
borrachos parranderos. Armaban alboroto en las fiestas en el poblado de
Nueva Guinea, iban y venían cuando se les antojaba, trasnochaban y a veces
llevaban mujeres a sus champas ahí en la base, levantándose muchas mañanas
con resaca.
Una de mis responsabilidades relacionada con la publicidad consistía en
calar letras en unos pedazos de cartón para que luego, con una esponja, se
pintasen las marcas sobre mantas de tela blanca o incluso sobre las tablas de
las casas de los poblados vecinos. Otra tarea que tenía era ir a traer un rollo de
periódicos para repartirlos entre los oficiales de la base; era lo más cansado
que hacía, pues la caminata para conseguirlos era de unos diez kilómetros de
ida y diez de vuelta, pero desde luego nada comparado a las caminatas que
hacíamos en las operaciones en las montañas. El mensaje de la señora que me
vendía los periódicos era siempre el mismo:
—Decile a tu jefe que ya me deben… “tanto”.
—Está bien, no se preocupe, yo le diré, nos vemos — le respondía yo,
mientras le echaba un ojo a su bonita hija que siempre me sonreía.
Sé que tenía oportunidades con ella de entablar una relación de más que
amigos. Tenía ya ganado el afecto de “la suegra”, y al parecer no tenía ningún
inconveniente en que yo fuera militar. Solo me faltaba la aceptación de la
joven, pero lamentablemente mi extrema timidez se interponía de nuevo entre
mis deseos y mis decisiones. Además, también sabía que tarde o temprano
desaparecería de la vida de ella y de todos los que conocía para regresar a mi
lugar de origen.
Más de una vez quise montarme en unos de esos buses que miraba pasar y
sabía iban rumbo a Juigalpa; pero vestido de militar y armado no era una
buena forma de escapar.
**
Un día vi una cara conocida que platicaba con Préndiz. Me acerqué para
averiguar de quien se trataba y vi que era don Agustín, su padre.
—Don Agustín, ¿cómo le va? Qué bueno verlo — le dije.
—Hola Mauricio…, bien, aquí visitándolos. Y te traigo una encomienda de
tu mamá que no pudo venir.
Me entregó unos víveres y una carta; en ella mi mamá me escribía
disculpándose por no haber podido hacer el viaje para verme pues no estaba
bien de salud, aunque me aseguró que eran malestares pasajeros. Por último,
me recomendó, si tuviera la posibilidad, que visitase a mi papá, ya que él era
el que más cerca se encontraba de donde yo estaba.
Mi papá vivía en Juigalpa, a unos doscientos cincuenta kilómetros de
Nueva Guinea, era veterinario y tenía una farmacia cerca del mercado central
de esa ciudad. Muchas veces había pensado que si tomaba la decisión de
desertar, llegar allí sería mi primer objetivo, que él me ayudaría a ocultarme y
poder viajar hasta la ciudad de Rivas. Pero la verdad es que nunca tomé la
decisión. Estaba decidido a terminar mi Servicio; solo tenía que dejar pasar el
tiempo, seguir las órdenes con disciplina y esperar a que me dieran un permiso
para por lo menos visitar a mi papá, oportunidad que se me presentó pocos
días después. Mi jefe, El Político, me dijo que en unos días le acompañaría a
Juigalpa a una convención con movilizados y Humberto Ortega, jefe del EPS.
Yo aproveché para plantearle mi inquietud y solicitarle el permiso.
Lo primero que me contestó fue que lo veríamos estando allí. Una vez allí,
me dijo que tendría el permiso una vez finalizase el acto. Pero al terminar la
ceremonia, todos volvimos a los camiones para dirigirnos de regreso, e intenté
solicitar el permiso una vez más antes de que fuera tarde:
—Y entonces, ¿voy a ver a mi papá? —le pregunté a mi jefe con
desesperación.
—¿No ves que ya nos vamos y no te podés quedar?
Al mirar mi semblante triste, como para consolarme y que yo supiera que
esa decisión realmente no estaba en sus manos, continuó diciendo: —Le había
hecho saber al jefe del batallón tu solicitud, y me dijo que no podías porque
llevabas poco tiempo movilizado. Yo iba a ir con vos, pero ya ves que no se
pudo.
Y ésa fue la vez que estuve más cerca de un familiar desde que había
ingresado ya hacía ocho meses al Servicio.
**
Cuando regresé a la base me asignaron una misión junto a dos más de mis
compañeros: ir a encontrar a una de las Compañías unos kilómetros tierra
adentro para traer unas vacas. Al parecer, las habían decomisado a unos
campesinos colaboradores de los contras. Caminamos y caminamos sobre
camino hasta dar con ellos, y nos encontramos con una vaca, una vaquilla y
un torete. El arreo se nos complicó porque los animales venían sumamente
cansados y hambrientos, se lanzaban a un lado del camino a querer comer
pasto y luego no podían aligerar el paso; así que tuvimos que pedir posada
para ellos y dejarlos amarrados frente a una casa, diciéndole al dueño de la
misma que regresaríamos temprano por ellos. Al llegar a la base y ver que no
llevábamos nada, el jefe se enojó y nos pidió explicaciones, pero por suerte
aceptó que fuéramos a buscarlos al día siguiente.
En otra ocasión tuvimos que ir un grupo de compañeros comandados por
un joven oficial a estar de retenes en la carretera no pavimentada entre Nueva
Guinea y la salida a la carretera que conectaba con al resto de las ciudades del
país, incluyendo Managua, la capital. Nos alojamos en el segundo piso de una
casa de un colaborador sandinista que quedaba en el cruce de caminos. Muy
de madrugada teníamos que parar al primer vehículo de transporte colectivo
que pasara por el lugar y registrarlo en busca de desertores. Siendo honesto,
tengo que admitir, que yo nunca participé en esas retenciones y revisiones;
estaba allí, viéndolas desde lejos, pero nunca fui muy activo ni entusiasta en
cumplir tales órdenes como lo hacían los demás, y sé con seguridad que
tampoco iba a delatar a ningún desertor que pudiera detectar.
Quince días después nos trasladaron a El Almendro, esta vez para cumplir
con el deber cívico de votar en las elecciones presidenciales. Todo transcurrió
con normalidad, por lo menos en ese sector, seguramente porque estábamos
allí una gran cantidad de efectivos militares encargados de resguardar el orden.
A los pocos días reunieron a todo el batallón y todas las Compañías
acamparon en los alrededores de la base. El motivo de la congregación era
esperar la orden de desmovilización, pues la oposición había ganado las
elecciones y la promesa de la candidata triunfadora doña Violeta Barrios de
Chamorro, era derogar la ley de Servicio Militar en cuanto ella ganara. Pero
yo no esperé a que eso sucediera oficialmente. Mi hermano Eddy vino a
buscarme con su novia, quien se convertiría luego en su esposa, y me dijo que
ya no tenía ninguna razón para estar allí y que nadie podía impedir que me
fuera, ya muchos lo habían hecho.
—Te esperamos en la terminal de buses a las cinco de la madrugada para
que nos vayamos —me dijo con determinación, y me aconsejó que consiguiera
por lo menos una camisa de civil para evitar a los posibles retenes, por si aún
estaba vigente la orden de capturar a desertores.
Debido a esas palabras me arriesgué y le hice saber al oficial con el que
tenía más confianza, a Peter, mi decisión de irme, le pedí una camisa que no
fuera militar. Al inicio le noté sorprendido ante tal revelación y por un
momento pensé que me iba a retener y a pasar informe a mandos superiores;
pero luego pareció recapacitar y me respondió:
—Bueno pues, que te vaya bien. Espérame, ya te traigo la camisa.
Cuando me fui a la cama intenté dormir un poco, pero la emoción de poder
volver a ver a mis seres queridos mezclada con el temor a que me detuvieran
como desertor o a dormirme y salir con la luz del sol delatando mi huida, me
hizo casi no dormir, me despertaba a cada rato. Vi pasar las horas hasta que a
las 3:50 me levanté, me puse la camisa y salí sin nada más que una pequeña
mochila, dentro mi cepillo de dientes, una pasta y mi camisa militar. Sentí la
ausencia del fusil en mi hombro, al que ya estaba tan acostumbrado. Fue la
misma costumbre la que hizo que metiera mi pantalón por dentro de las botas,
lo que me delataría como militar aunque fuese en las sombras. Lo bueno fue
que nadie me salió al paso y ni tan siquiera había postas.
A cada paso que daba alejándome de la base, sentía más la sensación de
libertad. Caminaba como un fantasma sobre el camino de tierra, cobijado por
la oscuridad que poco a poco desaparecía al rayar el sol por el horizonte. Para
cuando amaneció, yo ya estaba con mi hermano en la terminal de buses.
—Sácate el pantalón de las botas —fue lo primero me dijo Eddy, y al final
intercambiamos botas por zapatos, aunque los de él me quedaran flojos.
El autobús llegó y nos subimos en él. Nos sentamos en el asiento trasero y
mi hermano puso su mochila, que era más grande, sobre mis piernas para
ocultar lo más posible el camufle que yo aún llevaba. Así llegamos hasta
Juigalpa sin ningún problema ni contratiempos. Dormimos en la casa de
nuestro padre quien había ido a Rivas y le había dado las llaves a mi hermano.
Al día siguiente tomamos el autobús rumbo a Managua y luego a la ciudad de
Rivas.
Lo primero que hice al llegar fue ir a visitar a su casa a mi amigo Préndiz,
quien estaba de permiso. Le encontré en su habitación, afinando una vieja
guitarra. Nos dimos un gran abrazo al vernos. Conversamos por largo rato
sobre la odisea de nuestra aventura militar, me mostró un par de trofeos que se
había traído consigo: una mochila gringa y su fusil AK. Desde ese día, nos
vimos muy pocas veces y cada uno tomó las riendas de su destino por caminos
diferentes.
Quince años después, en 2017, nos encontraríamos nuevamente en la
ciudad capital de Managua. Él había terminado de escribir sus memorias del
servicio militar y quería que yo las leyera, ya que tenía la intención de
publicarlas. Por suerte, yo podría ayudarle; me había convertido en diseñador
editorial y también había comenzado a escribir mis memorias. Así que nos
reunimos en mi oficina y volvimos a charlar sobre aquellos tiempos de treinta
años atrás. Eso y la lectura de sus escritos me hicieron recordar nuevos
detalles que me sirvieron para terminar “Reclutado en los 80” que usted,
querido lector, espero haya disfrutado leyendo, muchas gracias.

FIN

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