Académique Documents
Professionnel Documents
Culture Documents
en los 80
Por
INTRODUCCIÓN
Yo fui uno de tantos jóvenes que conocieron la vida militar sin querer
hacerlo. En 1988 lo único que quería era terminar mis estudios de secundaria,
pero nadie en Nicaragua que cumpliese los dieciocho años o los anduviese
rondando, podía escaparse de la llamada “Prevención”: oficiales del Ejército
Popular Sandinista (EPS) que patrullaban las ciudades, comarcas y pueblos, en
busca de jóvenes aptos para el Servicio Militar Patriótico (SMP). Ellos
determinaban quién era apto para cumplir con ese deber a la patria, aunque no
tuviera la edad requerida; a algunos los reclutaban por vagos o bandoleros, a
otros simplemente por estar en lugares y horas inadecuados, y los montaban en
sus vehículos como si fueran delincuentes. Lo más triste era que muchos
acababan siendo devueltos a sus familiares como cadáveres.
Conocí a algunos menores de edad que eran voluntarios por distintos
motivos: unos eran ovejas descarriadas y querían experimentar el tener un
arma en sus manos, otros eran de familias afines al Gobierno que los
empujaban a ser patrióticos, y también había los que sentían la plena
convicción de estar defendiendo a su país de invasores no deseados, aunque se
tratara de los mismos nicaragüenses. Otros, como mi amigo Préndiz y yo, nos
enlistamos creyendo que debido a ser estudiantes destacados, nos recluirían a
labores administrativas o que por lo menos quedaríamos alejados de las zonas
de guerra.
El Servicio Militar me enseñó a valorar más mi existencia y a que, cuando
uno se encuentra en los momentos más difíciles, tiene que pensar que todo es
pasajero. Esos momentos hay que soportarlos con tenacidad y valor, un valor
que a veces no sabemos que tenemos, pero siempre está ahí y acaba saliendo a
flote, al no dejarnos doblegar por circunstancias adversas. Mi experiencia
militar no me hizo cambiar mi carácter introvertido, pero sí puso a prueba mi
fortaleza física y espiritual y me hizo valorar y amar más a mis seres queridos.
Todo lo que pasé durante esos casi diez meses lo he narrado aquí, de la
forma más realista posible y buceando en el viejo baúl de mis memorias,
aunque siempre con mentalidad artística. También he incluido algunas
anécdotas de la vida de mi hermano Eddy, reclutado antes que yo, ya que
considero que su historia es también parte de mi historia y de la de muchos
jóvenes nicaragüenses de aquel entonces.
Capítulo I
RECLUTADO
Capítulo II
BASE MILITAR DE ENTRENAMIENTO
Capítulo III
BLI PEDRO ALTAMIRANO (BLI-PA)
En el trayecto hasta Nueva Guinea, hicimos una parada allá por Santo
Tomás a petición de dos reclutas. Les dieron permiso para ir tras unos
matorrales, no muy lejos de los custodios, y al rato salieron escapando a toda
carrera. Nada pudieron hacer los custodios, que sabían que ir tras ellos era
perder el tiempo por la ventaja que los reclutas llevaban, y ya no podían
retrasarse más. Aunque ganas de pegarles un balazo no faltaron, pues así lo
decían mientras enojados se montaban en el vehículo para reanudar la marcha.
Ya no hubo más paradas en el camino hasta llegar ya de noche a la base del
BLI (Batallón de Lucha Irregular), a unos diez kilómetros de la ciudad del
poblado de Nueva Guinea. Bajamos de los camiones y con sus focos
encendidos y en medio de una espesa neblina nos hicieron formar para luego
dirigirnos hacia una champa de lona desteñida conocida como Armamento,
donde nos dieron fusiles AK-47 sarrosos y mucha munición que, a diferencia
de los fusiles, lucía nueva.
—¿Esto funciona? —preguntó alguien refiriéndose al fusil.
—Sí, si funcionan —respondió un joven y flaco oficial que estaba en el
lugar.
Uno de los reclutas no quiso agarrar el arma.
—No voy a matar a nadie —dijo— mi religión me lo impide y si por eso
me van a echar preso, pues que me echen.
No me parecía haberlo visto antes, no era de nuestro grupo. Y no hubo
manera de obligarlo a tomar el arma, así que allí lo dejaron, de planta en la
base.
Nos hicieron formar nuevamente. Después de que el oficial flaco nos diera
la bienvenida y presentara a los demás oficiales a cargo del BLI, siguió
diciendo:
—Necesitamos cinco voluntarios para formar una escuadra especial.
—Levantemos la mano —me dijo susurrando Préndiz que estaba formando
detrás de mí. Y así lo hicimos.
—Uno, dos, tres, cuatro… falta uno — contó el oficial, y uno más levantó
la mano.
—Ustedes cinco fórmense a este lado, estarán a cargo del oficial… —
fulano de tal… que más tarde conoceríamos como “El cadejo”—, Mañana
temprano todos saldrán hacia un punto donde les darán instrucciones.
En fila nos indicaron que siguiéramos a otro oficial para ir a otra champa y
seguir pertrechándonos, esta vez a Abastecimiento.
—Estos enlatados son para llevar, formen fila para retirar cena en la
cocina.
Así que desde allí seguimos rumbo a la cocina, pisando algunas piedras
para evitar más barro en nuestras botas, y a unos cuantos pasos encontramos
un cuchitril de madera donde estaban dos cocineras, una vieja fea y una joven
chintana, que nos esperaban para servirnos en nuestras loncheras la
almidonada masa de arroz; quizá un fracasado arroz aguado como el que
muchas veces había disfrutado hecho por mi abuela o mi mamá, con su
respectiva hierbabuena, naranja agria y los trocitos de cerdo, ingredientes que
en esta ocasión brillaban por su ausencia.
Después de la cena pudimos descansar un poco, pero volvieron a hacernos
formar en la madrugada, para subirnos a los camiones y trasladarnos al interior
de la zona, alejándonos aún más de la ciudad. Llegamos a un caserío conocido
como Yolaina. Había unas cuantas casas esparcidas por el lugar, que se veían
de gente muy humilde y en extrema pobreza. En lo alto de una loma estaba
nuestra base que en muchos aspectos parecía improvisada. Había una sola casa
de campaña rota y desteñida, varios reclutas en sus hamacas colgando de los
árboles y, atrincherada y anclada en la tierra, una ametralladora anti-área de
esas que tienen un asiento y un sistema giratorio. Si funcionaba, nunca lo supe.
Nos dieron otra hamaca, esta vez de tela gruesa como de dril, un trozo de
plástico negro y sardinas y salmón enlatados que acomodamos en nuestras
rústicas mochilas. A la escuadra especial, a los cinco voluntarios, nos dejaron
ahí, mientras a los demás los iban integrando poco a poco en las Compañías
mientras éstas salían de la montaña a abastecerse en ese lugar. Una vez
volvieron con un soldado herido que gritaba de dolor mientras se mecía en la
hamaca donde lo traían. La bala de un campesino asustado le había dado en la
pierna días atrás. Mi pobre amigo Préndiz, que había sido elegido por su
carácter rebelde para ir a encontrarlos unos cuantos kilómetros antes de que
llegasen y ayudarles a cargar al herido, no pudo quitarse el olor de la sangre
putrefacta durante días.
Llegó un momento en que estábamos tan cansados de sardinas y carne de
estofado en lata que Préndiz y yo nos dispusimos a intercambiar algunos de
nuestros enlatados por tortillas con cuajada; él se fue por un lado y yo por otro.
—Buenas— dije en la puerta de una vivienda de tablas envejecidas —
Quisiera cambiar estas sardinas enlatadas por unas tortillas y cuajadas.
Me imaginaba que todos iban a saltar de alegría a por las latas, felices de
comer esa comida, pero fue todo lo contrario.
—No—, me dijo el aparente jefe del hogar —no queremos esos enlatados,
no nos gustan.
—Bueno, aquí tengo una pelota de jabón para lavar ropa —le dije
intentando como fuese de conseguir esas tortillas con cuajada que mi paladar
ya disfrutaba, porque podía percibir el aroma de las tortillas recién hechas
dentro de la casa. Con aparente desconfianza el hombre se me acercó
agarrando el jabón que le ofrecía y me dijo:
—Le vamos a aceptar esto, pero solo porque en realidad lo necesitamos.
Luego dijo a una niña, aparentemente una de sus hijas, que trajera dos
tortillas con cuajadas. Las tortillas eran grandes y gruesas, y la cuajada
abundante, fresca y deliciosa. A Jorge le fue mejor que a mí, porque yo me
quedé sin lavar mi ropa y con los enlatados, pero él se deshizo de esas
fastidiosas sardinas y conservó su jabón, aunque luego lo compartiríamos, a
como se había hecho costumbre compartir casi todo entre nosotros.
Estuvimos varios días en ese lugar sin mucho que hacer, salvo la guardia
de todas las noches. Nos tocaban dos horas a cada uno de los que
conformábamos la escuadra y vigilábamos que ni un civil anduviera por los
alrededores. Por las mañanas, cuando nos daban permiso, íbamos a asearnos a
un río cercano. Nos dábamos un chapuzón y restregábamos con agua sobre
piedras nuestros uniformes, muchas veces sin jabón, para que se les saliera un
poco la tierra que cargábamos. Aún mojados, nos los poníamos para que
secaran sobre nuestros cuerpos. Para muchos la desnudez ante sus compañeros
no era ninguna incomodidad. Incluso hasta un tipo tímido como yo iba
perdiendo la inhibición con el tiempo. Cuando veíamos volver a una
compañía, los reclutas siempre lucían demacrados, sucios, melenudos y flacos,
con la piel ennegrecida y tostada por el sol. Imaginábamos que así nos
veíamos nosotros, pero no había forma de saberlo, ya que los espejos
“brillaban por su ausencia”, como otras muchas cosas que suponían un lujo en
las montañas.
Un día, el oficial responsable de nuestra escuadra: El Cadejo, nos ordenó
que formáramos. Presentí que ya era hora de las misiones guerrilleras; y no me
equivoqué.
Tendríamos que salir muy temprano junto al resto de la compañía y nuestra
misión consistiría en patrullar la zona en busca del enemigo, principalmente
vigilar a lo que denominaban “corredor de abastecimiento de la contra” donde
podríamos decomisar cualquier cantidad de granos básicos que algún
campesino llevara en exceso y que fuese sospechoso de suministrarlos a los
rebeldes. Contábamos con el permiso para abrir fuego a cualquier persona
armada que se nos enfrentase, fuesen o no militares. Ya se habían terminado
nuestras “vacaciones”.
La escuadra que conformábamos era de reconocimiento. Íbamos delante de
la compañía para que con sigilo detectáramos posibles emboscadas o al
enemigo antes de que éste nos ubicara a nosotros. ¡Válgame Dios! ¡Que tarea!
Éramos la carnada. Por suerte, El Cadejo era bueno; nos llevaba a paso
acelerado y no parecía cansarse, de ahí su sobrenombre, solo faltaba que le
tronaran los huesos, porque eso decía mi abuela, que al Cadejo le tronaban las
patas cuando caminaba. El uniforme flojo y grueso nos hacía sentir incómodos
debido a su peso y a lo caliente que se ponía, haciéndonos sudar más de la
cuenta. Pero, por fortuna, en nuestras exploraciones muchas veces solo
encontrábamos vestigios de que algunos posibles paramilitares habían
acampado en el lugar: fuego apagado, monte cortado, piedras acomodadas o
huellas de botas militares. Teníamos absolutamente prohibido agarrar alguna
mochila que pudiésemos creer había sido olvidada por los contras al huir de
prisa. Generalmente se trataba de una trampa, ya que debajo de la mochila una
mina sería detonada al quitarle el peso de encima.
—Están cerca los hijos de p… —decía El Cadejo, y yo sentía el temor de
tener en cualquier momento mi primer enfrentamiento, mi primer combate.
Pero, sin duda, esa camada de reclutados no sufrimos tanto el terror y
crueldad de la guerra como los que nos antecedieron, ya que era el período
final de la guerra. Por ese entonces ya habían ocurrido las negociaciones de
paz entre el Gobierno y la Resistencia Nicaragüense, aunque no había detenido
la movilización de jóvenes para obligarlos a cumplir su Servicio Militar
porque algunos grupos de insurgentes no querían dejar las armas todavía. Los
acuerdos para un cese de fuego definitivo se darían en Sapoá, jurisdicción del
departamento de Rivas, pocos meses después de que yo fuese reclutado.
El EPS, de 1980 a 1990, movilizó a doscientos mil jóvenes de edades entre
diecisiete y veinticinco años. Los primeros caídos en combate tenían nombres
y se les entregaban a los familiares en ataúdes de madera, pero después
pasaron a ser números, estadísticas de muertos, y sus cuerpos se entregaban en
ataúdes de zinc liso, sellados con soldaduras. Los cuerpos eran difíciles de
rescatar y podían pasar hasta meses para sacarlos de las zonas de guerra. Eso,
si conseguían rescatarlos. A muchos nunca los encontraron y siendo los
ataúdes sellados, se les metían tallos de sepa para igualar el peso del cadáver,
engañando así a los dolientes familiares. ¡Ah!... las cosas de la guerra,
crueldad al límite, nos hace sacar lo peor de nosotros mismos.
Por parte de los reclutas más viejos e incluso de oficiales, oíamos muchas
historias sobre los “cachorros de Sandino” (como les decían a los jóvenes
reclutas que estaban cumpliendo su Servicio Militar). Historias sobre contras
crueles y despiadados que por las noches podían degollar a los jóvenes
novatos como nosotros, inexpertos en la guerra, quedando ahí en sus hamacas
casi decapitados. Nos contaban cómo llegaban en absoluto silencio,
empuñando sus bayonetas acecinas con un excelente entrenamiento militar y
que luego desaparecían como fantasmas. Nosotros nos lo creíamos, y ahora
pienso que a lo mejor era solo para mantenernos con miedo y que hiciéramos
todo bien, escuchando y obedeciendo al pie de la letra lo que nuestros jefes
nos indicaban; pero son historias que bien pudieran haber ocurrido, pues caben
dentro de la posibilidad de la barbarie de una guerra de guerrillas.
—No traten de desertar —nos aconsejaban— a muchos hemos encontrado
muertos, pues la contra está por donde quiera. Hasta un campesino que se ve
humilde puede ser uno de ellos y cuando ven a un “cachorro” perdido y solo,
con el machete les vuela la cabeza.
Terror psicológico, como si no bastase lo que en carne propia estábamos
sufriendo.
Capítulo IV
MI HERMANO EDDY
Capítulo V
COMBATIENDO, SOBREVIVIENDO
Capítulo VI
GRANDES OPORTUNIDADES
FIN