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ETIQUETA NEGRA 105
Un perfil de Diego
Salazar
Ilustración de Omar
Xiancas
Un camarero recorre
Tickets Bar con gesto de
asustado. Es una noche de
abril de 2012 y en el
restaurante de Albert Adrià,
en la avenida del Parallel
de Barcelona, no queda un
solo asiento libre: el resto
de sus colegas, ataviados
con uniformes negros de
detalles dorados, cruzan las
mesas cargando bandejas
de un lado a otro en una
apresurada coreografía. El
camarero con el gesto afligido lleva en la mano un plato sin terminar.
Emprende el camino inverso, de la mesa a la cocina, con pasos dubitativos,
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como si en el plato, en lugar de unos insignificantes restos de comida,
descansara el cuerpo tibio de un delito.
En la mayoría de restaurantes unos bocados abandonados sin queja
pasarían inadvertidos, pero aquí bastan para concitar un gabinete de crisis.
Antes de que se dé cuenta, Albert Adrià y Andrés Conde, uno de los jefes
de cocina de Tickets, preguntan al camarero lo que ocurre. «Nada»,
responde. Pero ese nada, en lugar de tranquilizarlo, enciende las alarmas de
la intrincada mente del menor de los Adrià.
En el primer año de vida de Tickets, en más de trescientos días de trabajo,
Albert Adrià ha descubierto platos devueltos sin terminar en seis ocasiones.
«Llevo la cuenta», me dirá en otro momento sentado en una mesa del salón
de ese estrambótico y colorido circo que es el local del restaurante. Como
una madre hacendosa, Adrià espera que dejes el plato vacío. Pero, a
diferencia de ella, no espera que te deshagas en elogios acerca de lo bueno
que está. En un restaurante de esta categoría se dan por sentado los elogios.
Pero cuando un plato que vuelve a la cocina de Tickets no está vacío, corre
por cuenta de la casa. Y ese plato es retirado de la carta. En esta ocasión, la
séptima, la víctima se llama carpaccio de cigalas, una exquisitez heredada
de elBulli. Este crustáceo parecido a la langosta será desterrado de la carta
para dar paso a un humilde pescado en adobo que el cocinero lleva
trabajando unas semanas. «El mejor pescadito que te vas a comer en tu
vida», me dice Adrià. En gastronomía, a diferencia de lo que ocurre en
otras artes, no se puede esperar a que el tiempo ponga las cosas en su sitio.
No hay lugar para los genios incomprendidos ni las obras de culto que
ganarán reconocimiento con los años. El rechazo o la aceptación ocurren al
momento, minuto a minuto, servicio a servicio. Los restos sin comer de un
plato no se subastarán a precios exorbitantes en unos años: van a parar a la
basura. Y Albert Adrià no sólo quiere que te acabes todo el plato: quiere
saber antes que tú cuánto vas a comer y cuánto vas a gastar. Dos semanas
atrás se sentó en una mesa y se dejó aconsejar por un camarero como
cualquier cliente. Cuando terminó, pidió la cuenta y se marchó. Pagó
ochenta euros. «Es demasiado», me diría después. En promedio, un
comensal gasta setenta y cinco euros comiendo tapas en Tickets. Así que
lleva ya unos días trabajando en cambios en el menú para reducir la factura
estándar y para que nadie vuelva a dejar nada en el plato. Ya en los tiempos
de elBulli, donde Albert Adrià era responsable de pastelería y el menú
degustación rondaba más o menos los doscientos euros, el cocinero solía
acercarse a la zona del lavaplatos para fijarse en lo que dejaban los clientes.
En elBulli, además de sus labores como cocinero, el hermano menor era la
conciencia del mayor. «Es el mejor analista de platos que hay. Se mantiene
sereno, enfocado. Me mantiene a raya», ha dicho Ferran Adrià en más de
una ocasión. Como el esclavo que en la antigua Roma, en el momento de la
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victoria, tenía la función de recordarle al general vencedor que no era sino
un hombre, el joven Adrià le recordaba al gran hermano en la cocina que, a
fin de cuentas, estaban preparando comida.
A efectos comerciales y publicitarios, Tickets Bar es el local de los
hermanos Ferran y Albert Adrià. El común de la gente se acerca atraído por
el aura mediática del mayor de los dos, considerado el más influyente
cocinero del mundo, el hombre que cambió la historia de la gastronomía
desde la escondida cala del norte de España donde se ubica elBulli. Pero si
uno va más allá de las vitrinas del local, plagadas de souvenirs que
recuerdan la historia del que fue el mejor restaurante del planeta, es difícil
que encuentre a Ferran Adrià. Desde que en 2011 elBulli cerró como
restaurante para transformarse en una fundación que volverá a abrir sus
puertas pasados tres años, el mayor de los Adrià ha cambiado la chaquetilla
blanca de chef por la elegancia de un saco sport oscuro, con el que se pasea
por el mundo dictando conferencias y anunciando la buena nueva de
elBulli Foundation. A pesar de que la presencia del más famoso de los
Adrià es ocasional, nadie parece marcharse decepcionado de Tickets. Si
bien las luces que alumbran a Ferran Adrià han opacado a su hermano —
cuando uno googlea Albert Adrià, el primer resultado que arroja la
búsqueda es la entrada Wikipedia de Ferran—, el éxito de Tickets está
sirviendo para que el público ponga nombre y rostro al menor de la familia.
Puede que una mayoría de gente venga atraída por la estela del jefe de
elBulli, pero se marcha seducida por la maestría del chef de Tickets. El
mejor cocinero desconocido del mundo —como lo llamó el crítico José
Carlos Capel— consigue que los visitantes no echen en falta al mejor
cocinero conocido del mundo.
Durante casi un cuarto de siglo los dos hermanos fueron parte del equipo
que lideró la vanguardia gastronómica española, que ha destronado a
Francia como primera potencia culinaria del mundo. Pero los reflectores
iluminaron siempre al mayor en solitario y le dieron al menor un papel
secundario. Fue Ferran Adrià quien ocupó la famosa portada del New York
Times que lo catapultó a la fama internacional en 2003; fue a él a quien
Joël Robuchon –el «chef del siglo XX» según la prestigiosa guía francesa
Gault Millau— llamó «el mejor cocinero del planeta». Pese a que casi
siempre que habla de los méritos de elBulli, Ferran Adrià conjuga su
nombre en plural, la prensa y el público lo señalan a él solo. «Entender y
explicar elBulli ya era bastante complejo como para además tener que
explicar no un genio sino dos», me dice el periodista Pau Arenós, que
conoce de cerca la historia de ambos hermanos. Cuando pensamos en
hermanos geniales y exitosos en el mismo campo, tendemos a imaginarlos
compitiendo a muerte el uno contra el otro. Pero en la alta cocina existe una
tradición de hermanos trabajando codo con codo que hacen del genio un
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armonioso monstruo de más de una cabeza. Francia tiene, entre otros, a los
Troigros, que a mediados del siglo pasado dominaban su gastronomía. Y
España a los tres hermanos Roca, que dirigen en Girona el que todos dicen
que será el mejor restaurante del mundo. En lugar de exacerbar la
competencia a niveles insoportables, en gastronomía el vínculo fraternal
parece beneficiar el trabajo en equipo. Incluso cuando tu hermano acapara
todas las portadas. Albert Adrià no parece haber tenido problemas con su
posición de actor de reparto. Cuando se le pregunta, responde en clave
futbolística: «Ferran es Guardiola y tenía que manejarnos a Xavi, Iniesta y
Messi». De alguna forma, el propio Albert supo siempre que elBulli le
pertenecía a Ferran: más de una vez el hermano mayor le ofreció que se
hiciera socio del restaurante, pero él declinó la oferta. ¿Por qué? «Sabía que
un día me marcharía», respondió en una entrevista. Pero ahora, con el
mayor de los hermanos más cerca de la ONU y de Harvard que de su
cocina, ha llegado la hora de que el menor tome la palabra y aparezca en
las fotos cuando se menciona el apellido Adrià. Pese a la sociedad
comercial y los esfuerzos publicitarios que ligan Tickets a Ferran, Albert da
la impresión de saberse ahora sí el dueño del show. Es Messi suelto en una
cocina reducida, con Guardiola retirado mirando desde las gradas.