Vous êtes sur la page 1sur 96

LA BIBLIA HABLA:

ESTUDIOS DE LA PALABRA DE DIOS

1 Juan:
El Gran
Amor de
Dios
1 Juan:
El Gran Amor de Dios
Por Harold Camping

Todos los derechos reservados,


incluyendo el derecho a la reproducción total
o parcial en cualquier forma.

Publicado e impreso por


Family Stations, Inc.,
Oakland, California 94621
U.S.A.

En Internet: www.familyradio.org
E-mail: international@familyradio.org

06-11-2015
1 Juan:
El Gran Amor de Dios
Por Harold C
Harold amping
Camping

Capítulo 1

Vamos a analizar con todo cuidado el libro de Primera de Juan


para averiguar qué es lo que Dios va a enseñarnos. Este libro se
encuentra ubicado cerca del final del Nuevo Testamento y también se le
conoce como “La primera carta de Juan”.
Pero antes de adentrarnos en este primer capítulo, hay una
cuestión que queremos señalar. A menudo se suele hacer referencia al
escritor de un libro de la Biblia. Por ejemplo, se dice que el Apóstol
Pablo escribió las epístolas, que Mateo escribió el libro de Mateo, que
Juan escribió 1 Juan y Apocalipsis, que el profeta Isaías escribió el libro
de Isaías, y así sucesivamente. Y eso nos hace concebir la idea de que la
Biblia fue escrita por diversos autores. Sin embargo, un análisis global
de toda la Biblia nos hará llegar a una conclusión enteramente
diferente. Si bien es cierto que Dios usó a muchas personas para que
escribieran las palabras que se hallan en la Biblia, entonces, ¿cómo
podemos saber en qué debemos confiar?, ¿podemos atrevernos a
decir acaso que fue el Propio Dios quien escribió toda la Biblia?
Lo que nunca debemos perder de vista es que la Biblia, en su
totalidad, es la Palabra de Dios infalible –es decir, absolutamente veraz.
Dios es su autor, ella es Su libro. Y por ese motivo, podemos afirmar sin
vacilar que el autor de la Biblia es el Propio Dios.
Pero Dios se valió de muchas personas a manera de escribas. El
escriba –como lo indica su nombre- es aquél que escribe algo como si él
mismo fuera el autor. En 2 Samuel 23:2, el rey David dijo lo siguiente:
“El Espíritu de Dios ha hablado por mí, y Su palabra ha estado en mi
lengua”. Y en Jeremías 36, por ejemplo, leemos que Dios le ordenó al
profeta Jeremías que plasmara en un libro las palabras que Él iba a
darle.
Dios hizo esta declaración tan importante en 2 Pedro 1:21:
“Porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que
los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu

1
Santo”. Es decir, a medida que Dios escribía la Biblia, era Él quien les
daba las palabras a los escritores.
Esos individuos no escribieron sus propias palabras, sino las
palabras de Dios según las recibían de Él. Es por eso que podemos decir
con toda confianza que la Biblia entera salió de la boca de Dios; y es por
eso también que podemos afirmar que toda la Biblia es infalible –es
decir, que no contiene ni el más mínimo error.
Los traductores de la Biblia han cometido errores de vez en
cuando a la hora de traducirla, y por ese motivo no hay ninguna
traducción que sea perfecta. Es preciso, pues, que tengamos cuidado al
elegir la mejor versión de la Biblia para usarla, y en el caso del idioma
español, ésta podría ser, por ejemplo, la Antigua Versión de Reina Valera
o la Revisada en 1960. No obstante, la Palabra de Dios en sí misma es
perfecta e infalible por cuanto fue Dios quien la escribió.
Dios es el autor esencial y definitivo de cada palabra que se
halla registrada en los manuscritos originales de la Biblia. Es por eso
que aun cuando el proceso de la escritura de la Biblia se prolongó por
un período de alrededor de 1,500 años, toda ella es una unidad
cohesionada. Y por consiguiente, cuando leemos un versículo
cualquiera de la Biblia, podemos estar seguros de que estamos leyendo
las palabras que Dios puso ahí para que nosotros las leyéramos. Ése es
el único modo de entender cómo surgió toda la Biblia.
De hecho, en 2 Timoteo 3:16 encontramos esta importantísima
afirmación: “Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar,
para redargüir, para corregir, para instruir en justicia”.
Valiéndose de esta afirmación, Dios nos asegura que cada parte
de la Biblia procede directamente de Él -y así ha de entenderse- y al ser
Palabra de Dios, es digna de toda confianza. Esto constituye una prueba
estupenda de que cada palabra que aparece en los manuscritos
originales es confiable y salió ciertamente de la boca de Dios. No existe
ningún ser en todo el universo que sea más importante que Él.
Para garantizar nuestra comprensión de que la Biblia entera
procede de Dios, Él nos da la siguiente advertencia al final mismo de la
Biblia, en Apocalipsis 22:18-19:

Yo testifico a todo aquél que oye las palabras de la profecía de


este libro: Si alguno añadiere a estas cosas, Dios traerá sobre él
las plagas que están escritas en este libro. Y si alguno quitare
de las palabras del libro de esta profecía, Dios quitará su parte
del libro de la vida, y de la santa ciudad y de las cosas que
están escritas en este libro.

2
¡Qué declaración tan solemne! ¿Estamos escuchando con
atención? Es todo o nada. No podemos decir que algunas partes de la
Biblia proceden de Dios y que otras partes fueron escritas por hombres,
y por tanto, no son confiables. Eso no es posible y tampoco es cierto.
Tenemos, pues, que entender que la Biblia, tal y como fue dispuesta e
impresa, procede del Dios Todopoderoso, y nosotros podemos depositar
nuestra confianza en ella.
Si dudáramos siquiera de un solo versículo de la Biblia,
tendríamos que dudar de toda la Biblia. Es por eso que Dios nos hace
esta advertencia tan fuerte –a saber, que no nos está permitido eliminar
nada de lo que en ella está escrito ni tampoco podemos añadirle nada.
La Biblia, tal cual es, está completa.
Con ese principio firmemente grabado en nuestra mente, vamos
a comenzar a estudiar el libro de Primera de Juan. Dios guió al Apóstol
Juan cuando escribió en 1 Juan 1:1-2:

1. Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que


hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y
palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida

2.(porque la vida fue manifestada, y la hemos visto, y


testificamos, y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba
con el Padre, y se nos manifestó);

Las preguntas que surgen inmediatamente al leer este pasaje


son las siguientes: ¿Qué era desde el principio? ¿a quiénes se alude en
estos versículos?
En primer lugar, ¿qué es “lo que era desde el principio”?
A partir de Génesis 1:1 –el primer versículo de la Biblia-
sabemos que “en el principio, Dios creó los cielos y la tierra”. Éste fue
el principio del mundo. El Evangelio de Juan, en el versículo 1 del
capítulo 1, también hace referencia al principio y dice lo siguiente: “En
el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios”.
Por lo tanto, la frase “lo que era desde el principio” sólo puede
aludir al Señor Jesucristo, porque Él es la propia Palabra (o Verbo) de
Dios. Es decir, está claramente identificado con la Palabra y es el
Creador.
En segundo lugar, aquí en 1 Juan 1:1 leemos: “lo que hemos
oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos
contemplado”. ¿A quiénes hacen referencia esas formas verbales que
corresponden a la primera persona del plural?

3
Aunque Dios no nos da específicamente esta información, en
virtud de las características de lo que declaran estos versículos,
podemos llegar a la conclusión de que en ellos se está hablando de las
personas que estuvieron con Jesús mientras Él estuvo físicamente
presente en la tierra. Y los que estuvieron la mayor parte del tiempo
con Jesús fueron Sus 12 discípulos, incluyendo al Apóstol Juan, que es
considerado el autor de este libro.
Según dice Juan, ellos han visto, han contemplado y han
palpado la Palabra (o Verbo) de vida, al Propio Cristo, y testifican que Él
(Jesús) es la fuente de vida eterna. “Estaba con el Padre y se nos
manifestó”. Estas cosas sin duda ocurrieron y ellos son testigos. En tres
ocasiones en los primeros tres versículos se da constancia de que ellos
las vieron. Los discípulos fueron testigos oculares del Señor Jesús y de
todo lo que Él dijo e hizo, y por eso sabemos que lo que ellos escribieron
es digno de toda confianza. Estas palabras de testimonio fueron escritas
para todos los que habrían de leerlas.
Vayamos entonces al versículo 3:

3. Lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos, para que


también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra
comunión verdaderamente es con el Padre, y con Su Hijo
Jesucristo.

Y ahora, lectores, los discípulos les anuncian a ustedes estas


cosas con el fin de que tengan comunión con ellos, y en última instancia,
con el Padre y con Su Hijo Jesucristo. Si somos hijos de Dios,
necesitamos tener comunión con Cristo, porque Él es nuestro Señor.
Y a continuación, en el versículo 4, la Biblia declara lo siguiente:

4. Estas cosas os escribimos, para que vuestro gozo sea


cumplido.

¿Por qué nos dan gozo estas palabras? Porque es únicamente a


través de Cristo que podemos estar llenos de gozo.
En el versículo 11 del capítulo 15 del Evangelio de Juan, Cristo
pronunció palabras similares y dijo: “Estas cosas os he hablado, para
que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea cumplido”.
Dios quiere que estemos llenos de gozo, pero del gozo que sólo
Él puede darnos y que se deriva de nuestra relación con Cristo. ¡Qué
relación tan maravillosa! Los testigos oculares de Jesús están

4
escribiéndonos estas cosas acerca de Cristo para que tengamos ese gozo
tan estupendo. Y nuestro gozo, según dice aquí, ¡será cumplido!
El resto de este pasaje nos mostrará cómo podemos andar en
comunión con Cristo, y recibiremos más instrucción de parte de Dios en
cuanto al modo en que debemos vivir como hijos de Dios. En 1 Juan
1:5-7 leemos:

5. Éste es el mensaje que hemos oído de Él, y os anunciamos:


Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en Él.

6. Si decimos que tenemos comunión con Él, y andamos en


tinieblas, mentimos, y no practicamos la verdad;

7. Pero si andamos en luz, como Él está en luz, tenemos


comunión unos con otros, y la sangre de Jesucristo nos limpia
de todo pecado.

No sabemos de qué manera obra en nuestra vida ese poder


limpiador de Dios cuando damos testimonio y anunciamos la verdad,
pero sí sabemos que ése es un principio bíblico que Dios nos da.
Tenemos comunión con Dios si andamos en la luz, como Él está en luz, y
ésa es la prueba de que hemos sido limpios de nuestros pecados.
Para andar en la luz es preciso que todas nuestras acciones y
deseos obedezcan por completo al Señor Jesús, nuestro Rey. Si decimos
que andamos en la luz, es así cómo debemos pensar y actuar. ¿Soy
verdaderamente obediente al Señor Jesús? ¿Es Él en realidad el Rey de
mi vida? Eso supone que tenemos que examinar de continuo lo que
creemos y lo que hacemos para que nuestro único y principal interés
sea obedecer incondicionalmente a Cristo. Este examen constante de
nuestra vida nos permitirá ver si nuestras acciones están de acuerdo con
el testimonio que manifestamos, porque si nuestras acciones no
concuerdan con nuestro testimonio, entonces mentimos, y eso es
sobremanera devastador para nuestra vida espiritual.
El mensaje proclamado aquí en 1 Juan 1 es que Dios es luz, y
que en Él no hay ningunas tinieblas. Cristo es la luz de la vida. Mientras
estaba en la tierra, Él Mismo lo declaró de manera abierta y pública. En
Juan 8:12 leemos Sus propias palabras: “Yo soy la luz del mundo; el
que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida”.
Cristo, pues, declaró que Él es la luz del mundo. No podríamos
impugnar jamás esa afirmación. Sin embargo, si Él es la luz del mundo,
yo, que digo que Le pertenezco, ¿estoy siguiéndolo con total

5
obediencia? De no ser así, estaría rechazando esa luz. Cuando
andamos con Cristo, andamos en la luz, y ya no estamos sujetos a las
tinieblas del pecado. Pero si no andamos en luz, entonces andamos en
pecado. ¿Estoy andando por el camino que es el Señor Jesús o por mi
propio camino?
La expresión “andar en tinieblas” hace referencia a los que no
son salvos, porque ellos andan en su propia luz y no en la de Cristo. El
mundo entero está envuelto en tinieblas espirituales y necesita la luz de
Cristo, el Dador de vida eterna. Es por eso que nosotros tratamos con
tanto ahínco de compartir con ellos el Evangelio en dondequiera que
podemos hacerlo –el Evangelio de la luz de Cristo.
Ahora bien, ¿qué ocurre con los que dicen que tienen comunión
con Cristo y andan en tinieblas? Para “decir” algo hay que usar
palabras, pero para “andar” en cierta forma es preciso realizar acciones.
En otros términos, si decimos que tenemos comunión con Cristo,
nuestra vida tiene que demostrar que eso es cierto. Si andamos con
Jesús, en nosotros tiene que haber un deseo continuo de que Él sea el
Rey y el Dueño de nuestra vida. Si decimos que somos hijos de Dios,
entonces debemos examinarnos con honestidad para saber qué es lo
que manifestamos con nuestra manera de vivir y si el camino por el que
andamos es agradable al Señor.
¿Qué es la luz? La luz de Dios es el Evangelio y está relacionada
con la obediencia a Su voluntad. Si nos damos cuenta de que estamos
desobedeciendo una ley de Dios, tenemos que corregirlo. Eso puede
ocurrir en la vida de cualquier hijo de Dios. Éste es, pues, el momento
de la verdad: ¿Cómo andamos cada día? ¿andamos en la luz o en las
tinieblas? ¿Andamos con Cristo o según nuestras propias reglas? Si este
último fuera el caso, tenemos que orar pidiendo sabiduría y para que
Dios nos guíe en Su luz.
En Dios no hay ningunas tinieblas, pero si nosotros aun vivimos
en pecado, entonces estamos envueltos en tinieblas espirituales y no
andamos en comunión con Cristo. Vivir en pecado significa vivir en
desobediencia, y eso es algo que tenemos que examinar en nuestra
vida. Debemos encarar este asunto con mucha seriedad porque si no
estamos siguiendo a Cristo, tampoco estamos en la verdad.
Nuestro andar con el Señor tiene que ser conforme a los
estándares e ideas de Dios, no conforme a nuestros propios estándares
e ideas. Es por eso que resulta tan maravilloso poder contar con la
Biblia, porque en ella aprendemos los principios que nos muestran
cómo hemos de andar. No debemos, pues, dejar de leer la Biblia
constantemente, ni de llevar al Señor nuestras preocupaciones en

6
oración y pedirle sabiduría. Tenemos que hacer las cosas a la manera de
Dios y sólo a la manera de Dios. Los estándares de la Biblia son
superiores a los que nos dicta nuestra propia mente.
Podemos saber que somos hijos de Dios si andamos en Sus
mandamientos, porque en ellos Él ha establecido la manera en que
debemos andar. Con ese fin, es necesario que no vacilemos en analizar
nuestra conducta ni en enseñarles a los demás cómo deben conducirse.
Es algo estupendo que tengamos la posibilidad de orar y clamar a Dios:
“Oh Dios, muéstrame la verdad. No sé qué hacer en esta situación”. No
olvidemos nunca la importancia que tiene la oración y la práctica de la
misma. La oración ha de formar parte de la vida de cada creyente
mientras nos esforzamos por acercarnos cada vez más a Dios.
Esto es, pues, lo que sucede cuando tenemos verdadera
comunión con Cristo, cuando Lo seguimos. En 1 Juan 1:3 leímos que:
“nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con Su Hijo
Jesucristo”. Ésa es la comunión que buscamos y anhelamos, y la que sin
duda alcanzaremos si somos hijos de Dios. Y por supuesto, también
podemos tener comunión con otros creyentes, hablando del Señor y de
la Biblia y entonando cánticos de adoración. Esta comunión constituye
una experiencia muy agradable y estimulante para los hermanos
cristianos en el Señor, pero ante todo, nuestra comunión ha de ser con
Dios.
Dios tiene más que decirnos acerca de esta comunión. Por
ejemplo, en 1 Corintios 1:9 dice: “Fiel es Dios, por el cual fuisteis
llamados a la comunión con Su Hijo Jesucristo nuestro Señor”.
Por el contrario, en Efesios 5:11 leemos: “No participéis en las
obras infructuosas de las tinieblas, sino más bien reprendedlas”.
Dios nos previene de nuevo aquí contra las tinieblas del pecado.
Debemos estar en la luz de Cristo y no tener ninguna relación con las
obras de las tinieblas de este mundo. Si somos hijos de Dios, estamos
llamados a la comunión con Su Hijo Jesucristo. Él es la única luz en este
mundo lleno de oscuridad.
Éste es el mensaje proclamado en 1 Juan.
Y ahora, leemos en los versículos 8, 9 y 10 de 1 Juan 1:

8. Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a


nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros.

9. Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para


perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad.

7
10. Si decimos que no hemos pecado, le hacemos a Él
mentiroso, y Su palabra no está en nosotros.

El adjetivo “justo” en el versículo 9 hace referencia a la justicia


de Dios. Él es absolutamente justo y perfecto en todo lo que hace.
Todo lo que Jesús hace es siempre perfectamente justo.
Resulta obvio que lo que Dios está planteando en estos
versículos es que todos somos pecadores. No nos agrada ni siquiera
escucharlo, pero aquí es un hecho al que tenemos que acostumbrarnos
por cuanto somos seres humanos. Por naturaleza, somos pecadores, y
mientras más pronto admitamos esta verdad, mayores serán nuestros
progresos al tratar de comprender la provisión que Dios ha hecho a
favor de los pecadores. “Si decimos que no tenemos pecado, nos
engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros”. Esta
afirmación se encuentra en la Biblia y no podemos ignorarla. Es preciso,
pues, que reconozcamos y declaremos que sí pecamos. La Biblia nos
enseña que somos pecadores, y de nada sirve tratar de negar lo que
leemos en ella y lo que en realidad sabemos que es cierto en nuestra
propia vida.
A mí me gustaría decir: “Yo no peco”. Podría incluso pensar que
la afirmación de Dios en cuanto al pecado no me incluye a mí porque, a
fin de cuentas, no soy tan pecador, o porque confesé mis pecados el
otro día y ahora estoy bien. ¡No!, el pecado es algo muy real y muy
terrible, algo con lo que estamos obligados a lidiar y hacerlo con toda
honestidad. Tengo que reconocer que yo sí peco aun cuando trato de
hacer las cosas bien. ¿Por qué? Pues porque fui concebido en pecado y
nací en pecado y porque formo parte de un mundo lleno de pecado; y
por estar lleno de pecado, el pecado siempre está cerca de mí. No
obstante, en algunas ocasiones ni siquiera me doy cuenta del pecado
que hay en mi vida.
Es por eso que necesitamos el poder sanador y el remedio del
amor y el perdón de Cristo, porque lo que ese amor de Cristo produjo
en este mundo hizo que todo cambiara. Cuando confieso que soy un
pecador, Él es consciente de mi confesión. De nada vale tratar de eludir
esa confesión por cuanto es un hecho insoslayable; sin embargo,
inmediatamente después de haberlo confesado, puedo recurrir a Dios y
suplicarle que tenga misericordia. Ese pecado está presente en mí
aunque no me agrade reconocerlo. No hay nada que yo pueda ocultar
de Dios. Y puesto que Él no ignora nada con respecto al pecado en
nuestra vida, todos necesitamos del amor y del perdón de Cristo.

8
No estamos libres de pecado, por más que nos agradaría
pensarlo, y es ahí precisamente donde radica el problema –en que no
nos damos cuenta de cuán aferrado a nosotros está el pecado. Vivimos
en un mundo lleno de pecado, y estamos tan comprometidos con él,
que ya ni siquiera somos capaces de separar nuestra vida pecaminosa
de la vida de pecado del mundo. Y a pesar de ello, pensamos con
ingenuidad que no vivimos en pecado. Pero no es así; el pecado es algo
muy real en nosotros. Ése es un hecho que no podemos pasar por alto.
No obstante, esto no termina ahí. Dios vino por los pecadores,
para darles perdón a los pecadores. Esa verdad tiene que ver conmigo
porque yo soy un pecador que necesita la ayuda del Señor Jesucristo, y
Él nos está diciendo aquí que sí puede ayudarnos. Dios nos recuerda
que somos pecadores, pero es a Él a Quién corresponde perdonar
nuestros pecados.
La meta de los hijos de Dios es despojarnos cada vez más del
pecado. El pecado es algo feo, y por eso, deseamos vernos limpios de
él. Para ello, sólo tenemos que ser obedientes a Cristo, a quien
amamos. Y puesto que Él es un Dios perdonador y nosotros somos Sus
hijos, podemos estar seguros de que Él va a perdonar nuestros pecados.
¡Qué maravilloso es vernos libres de toda culpa! Antes de ser salvos,
caminamos fatigosamente sobre el barro sucio, por así decir. Mientras
más tratamos de limpiarnos, más nos ensuciamos. Sin embargo, si
somos hijos de Dios y deseamos sinceramente salir del barro, Él nos da
Su ayuda. Pero, ¿cómo podemos llegar a ser hijos de Dios?
En 1 Juan 1:9 leemos lo siguiente: “Si confesamos nuestros
pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y
limpiarnos de toda maldad”. Muchas personas piensan que este
maravilloso versículo enseña que si confesamos nuestros pecados,
podemos ser salvos en virtud de esa confesión y en ese mismo instante.
Si aislamos el versículo de su contexto, podría darnos esa impresión.
Teóricamente hablando, eso es posible. No obstante, lo que el
versículo indica en realidad es cuál es nuestra condición y la necesidad
que tenemos de Cristo. A partir de todo lo demás que dice la Biblia,
sabemos que nada que nosotros hagamos puede salvarnos. Podríamos
repetir las palabras del versículo una y otra vez, y aun así, permanecer
sin salvación. La salvación es una obra que sólo Dios puede realizar. Si
Él nos escogió para que fuéramos salvos, lo único que podemos hacer es
esperar a que Dios realice en nosotros esa obra.
A medida que andamos con Dios, hablamos de estas cosas y
escudriñamos la Biblia para buscar más información, sentimos un deseo

9
creciente de ser limpios de nuestros pecados. Una vez que Dios nos
salva, llegamos a entender que el Señor Jesucristo pagó por todos
nuestros pecados. Nos percatamos, entonces, de que Él está obrando
en nuestra vida y comenzamos a mirar nuestro pecado desde una
perspectiva diferente. Nos damos cuenta de que nuestros deseos están
cambiando y queremos hacer la voluntad de Dios cada vez más. Cuando
estas cosas se tornan muy importantes en la vida de un individuo, puede
albergar la esperanza de que quizás él también esté llegando a ser un
hijo de Dios.
El contexto donde aparece 1 Juan 1:9 alude al hecho de
reconocer que somos pecadores que necesitan confesar su pecado. Aun
después de ser salvos, el pecado continúa molestándonos. La confesión
del pecado es una parte necesaria de nuestra relación con Dios. “Si
confesamos nuestro pecado” indica que ésa es una condición que es
preciso cumplir. Él –el Propio Dios- es fiel y justo para perdonar
nuestros pecados. ¡Qué promesa! Él es fiel y justo y ciertamente nos
perdonará. Podemos confiar en esa promesa porque ésta es la Palabra
de Dios, la que salió de la boca de Dios. ¡Dios es fiel y justo! ¡Alabado
sea Dios porque ha perdonado mis pecados!
Y Él nos limpia “de toda maldad”. ¿Por qué Dios usa el adverbio
“toda”? Porque Él está garantizándonos que va a perdonar todas
nuestras maldades. No sólo algunas de ellas, sino todas. Esto es lo que
Dios ha declarado, y con ello, indica claramente que Él responde a
nuestra confesión.
Cuando somos hijos de Dios, tenemos que procurar ser tan
obedientes a Cristo como nos sea posible, porque el pecado continúa
molestándonos. No vacilemos en clamar a Él pidiéndole misericordia.
Lo maravilloso de esto es que mientras más acudimos a Cristo para
implorar Su perdón, más estrecha se torna nuestra relación con Él.
Nuestro deseo ha de ser estar cerca de Cristo, que Él sea nuestro
Salvador, nuestro único Salvador. Y sabemos que Cristo –Aquél de
Quién estamos aprendiendo y al que estamos aprendiendo a amar
devotamente- nos perdonará.
¡Alabado sea Dios por ese Salvador que promete y cumple Sus
promesas!
Sabemos que Dios ha prometido perdonar nuestros pecados,
pero tenemos necesidad de mantener una relación correcta con Él en
todo momento. Esa relación es algo que tenemos que cultivar, porque
nuestra naturaleza también nos hace creer que necesitamos de las cosas
de este mundo. Sin embargo, por más que lo creamos, ¡no es así! Al

10
mundo lo necesitamos tanto como el veneno. La confesión de nuestros
pecados nos acercará cada vez más a Cristo y nos ayudará a vencer
todos nuestros pecados. Ser semejantes a Cristo ha de ser nuestra
meta.
Por tanto, como cristianos, tenemos que confesar regularmente
nuestros pecados a Dios a la vez que luchamos por vencerlos. Pero,
¿qué significa “confesar nuestros pecados”? Confesar no consiste
solamente en decirle palabras agradables a Dios, sino en ser totalmente
honestos con Él, apartarnos del pecado, pedirle misericordia y
exponerle nuestras necesidades sin reservas.
Si somos hijos de Dios, tenemos que aborrecer el pecado con
tanta intensidad que nos haga sentir sumamente incómodos, porque el
pecado arruina nuestra relación con Dios. Lejos de permitirle ocupar
alguna parte de nuestra vida, debemos proscribirlo totalmente de ella.
¿Lo entendemos bien? Ésa es la naturaleza de los hijos de Dios. Por
tanto, si descubrimos algún pecado en nosotros, debemos clamar a Dios
y pedirle ayuda y misericordia.
Pero si no se produce ningún cambio y el pecado permanece en
nuestra vida, entonces, entramos en conflicto con Dios y tenemos que
volver a clamar a Él para que tenga misericordia. Debemos pedirle que
nos ayude a aborrecer el pecado y eliminarlo: “Oh Dios, ¡ten
misericordia!, haz que este pecado desaparezca por completo de mi
vida”. Si no desaparece de nosotros, continuará molestándonos y
acabará por someternos. Debemos, pues, dejar que sea Dios Quién nos
ayude de manera activa. Y mientras lidiamos con este pecado y le
dedicamos la atención necesaria, pidámosle a Dios que se ocupe de él
para que podamos vencerlo.
La prueba de que realmente hemos alcanzado la victoria es que
la tentación desaparece y ese pecado deja de perturbarnos. De otro
modo, el pecado continuaría interponiéndose en la relación que, como
hijos de Dios, debemos tener con Cristo. Pero es preciso que nos
mantengamos implorando Su ayuda continuamente y sin vacilar para
que Él nos proteja del pecado.
Sólo después de haber alcanzado la victoria sobre ese pecado
podemos sentir que nuestra relación con Cristo ha sido restaurada. Sólo
entonces experimentaremos gozo en nuestra alma al saber que Él nos
ha perdonado y nos ha limpiado. Cuando finalmente reconocemos
nuestro pecado con toda franqueza y honestidad y lo confesamos
abiertamente ante nuestro Salvador sin ningún tipo de reservas,
sentimos el gozo del perdón y el amor de Cristo.

11
Yo sé que Dios perdonó mis pecados en el momento en que me
salvó, pero fue Él quien llevó a cabo toda esa acción. La confesión de mi
pecado no era necesaria para la salvación. Sin embargo, por haberlo
confesado, sé que estoy limpio delante de Él. Y eso es algo que
necesitamos hacer repetidamente.
Y en el versículo 10 de este primer capítulo de 1 de Juan, la
Biblia añade una nota solemne que todos debemos analizar con toda
seriedad: “Si decimos que no hemos pecado, lo hacemos a Él
mentiroso, y Su Palabra no está en nosotros”.
Decir que hacemos a Dios mentiroso es una expresión muy
fuerte. Pero eso es esencialmente lo que hacemos si insistimos en que
no hemos pecado. Si la Palabra de Dios no está en nosotros, estamos
andando en pecado. Sólo Su Palabra puede mantenernos lejos del
pecado y darnos la victoria sobre él en nuestra vida. Pero para esto,
Dios tiene que realizar primeramente la obra de la salvación dándonos
un corazón nuevo y limpio. Sólo entonces podremos andar
gozosamente con Cristo y tener una buena relación con Él.

Capítulo 2

Continuamos en nuestro análisis del libro de Primera de Juan


con el capítulo 2, y leemos los dos primeros versículos:

1.Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis; y si


alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a
Jesucristo el Justo.

2. Y Él es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente


por los nuestros, sino también por los de todo el mundo.

¿A quiénes están dirigidas estas palabras? Observen que Dios


comienza este pasaje diciendo: “Hijitos míos”. ¿A quiénes tiene Él en
mente?
Los únicos que son “hijos de Dios” son Sus elegidos –es decir, los
que Él escogió para que fueran salvos. Sólo Dios sabe quiénes son, pero
12
con el tiempo llegarán a ser salvos. Podemos decir que esos son los
verdaderos creyentes.
Es así como Dios nos considera si somos Sus hijos –Él es nuestro
Padre Celestial, y por el hecho de habernos elegido, nosotros somos
como niños pequeños que necesitamos de Su cuidado. La preocupación
que Dios siente por nosotros es constante porque aun después que
somos salvos, seguimos teniendo necesidad de guardarnos del pecado.
Sin embargo, si pecamos, tenemos un abogado para con el
Padre, a Jesucristo el Justo. Cristo es nuestro abogado. Un abogado es
aquél que intercede a favor nuestro, que nos defiende. Los abogados
interceden por sus clientes. Todo aquél que ha de llegar a ser salvo,
necesita a Jesucristo como abogado.
Cada ser humano en este mundo comete pecado, y cuando
peca, se rebela en contra de Dios. Necesitamos, pues, que alguien
interceda por nosotros. ¡Sí!, necesitamos un abogado porque el pecado
nos hace entrar en conflicto con Dios; y ese abogado es el mismísimo
Señor Jesucristo. Cuando Cristo aboga por nosotros, podemos tener
esperanza, porque Él Mismo se presenta ante Su Padre e intercede por
nosotros. ¡Qué maravillosa promesa! ¡Qué maravilloso es saber que Él
es nuestro abogado!
Podemos leer más acerca de este tema en Romanos 8:34:

“¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más


aún, el que también resucitó, el que además está a la diestra
de Dios, el que también intercede por nosotros”.

Lo que nos dice este versículo es que Cristo nos encontró en el


camino de nuestra vida cuando estábamos sumidos en pecado y en
miseria y murió para interceder a favor nuestro, para servirnos de
abogado y ocupar nuestro lugar a fin de que nosotros pudiéramos ser
hallados inocentes delante de Dios. ¿De qué manera Cristo intercede
por nosotros? Eso, claro está, no lo sabemos porque es algo que sólo
Dios puede entender, pero el hecho es que Cristo intercede porque está
entre nosotros y Dios, aun cuando Él Mismo es Dios. Si bien esto es un
misterio divino, Dios quiere que sepamos que Cristo hace eso por
nosotros. Él es el Hijo de Dios y nuestro Salvador, nuestro Intercesor.
Cristo es todo lo que podemos desear y todo lo que necesitamos, y en
este versículo se nos garantiza que cuando pecamos, Él es nuestro
abogado. ¡Cristo está a la diestra de Dios intercediendo por nosotros!
Sin embargo, Cristo es mucho más que nuestro abogado porque
Él es también la propiciación por nuestros pecados. La mayoría de las

13
personas no está familiarizada con esta palabra, pero “propiciación” es
un término que Dios usa para referirse a la reconciliación o al
apaciguamiento. ¡Cuánto necesitamos reconciliarnos con Dios!
¡Cuánto necesitamos entrar en una relación de salvación con Cristo!
La propiciación tiene que ver con la expiación, es decir, con el
hecho de que un individuo tome el lugar de otro y asuma la
responsabilidad de su culpa. Ésta es una de las informaciones más
importantes que el mundo puede recibir. De algún modo desconocido
para nosotros, Dios cargó con los horribles pecados de aquellos a
quienes Él habría de salvar. Y aunque sólo Él sabe cómo lo hizo y no nos
da detalles al respecto, la realidad es que lo hizo. Y con esto, nos
exoneró de la culpa de esos pecados. No hay ninguna otra cosa que
pueda ser más maravillosa ni más emocionante que esa realidad. ¡Qué
tremendo Salvador es Cristo!
Cristo asumió la culpa de aquellos a quienes iba a salvar, cargó
con sus pecados, y murió en su lugar para pagar por ellos. Él era el
Único en todo el universo que podía cargar con esos pecados. Y si entre
esos pecados que Él llevó estaban los nuestros, entonces, nosotros
estamos libres de culpa.
¿Cuáles son esos pecados por los que Él pagó? El versículo 2
dice que son “los de todo el mundo”. Esas palabras parecen afirmar
que Cristo pagó por los pecados de todos los seres humanos en el
mundo, incluso los de aquellos a quienes Él no planeaba salvar. ¿Es así
como debemos entenderlo?
Bueno, sabemos que lo que dice ahí no puede tomarse en
forma literal. La Biblia nos enseña de manera muy clara que Cristo
murió solamente por los pecados de los elegidos –de aquellos a quienes
Él había escogido para que fueran salvos. Por tanto, es preciso examinar
con sumo cuidado el contexto de este versículo.
El hecho de que Cristo sea la propiciación por los pecados del
mundo entero significa que todo pecado en el mundo entero que ha de
ser perdonado, será cubierto por Cristo. Observen que ahí no dice que
todos los pecados del mundo serán perdonados. Cristo perdonará los
pecados de aquellos que Él ha escogido; pero habrá personas cuyos
pecados no serán perdonados. No sabemos de qué manera Dios hizo la
elección ni cómo ocurre esto, pero hay sin duda personas cuyos pecados
serán perdonados y personas cuyos pecados no serán perdonados.
Cristo efectuó el pago por todos los pecados que Él habría de
perdonar en el mundo. En eso consiste la expiación por los pecados.
Pero la expiación está limitada a los elegidos de Dios –es decir, a

14
aquellos que Él escogió para perdonarlos. Sabemos que Dios nos eligió
cuando descubrimos en nosotros un deseo intenso de hacer Su
voluntad. Pero eso es así sólo cuando somos salvos. Ese deseo que Él
Mismo pone en nuestro corazón nos motiva a orar constantemente para
hacer la voluntad de Dios y apartarnos del pecado. Ésta es una
característica de los elegidos de Dios. Si ese deseo no está presente en
mi vida, existe una probabilidad muy fuerte de que no sea salvo, y por
tanto, estas promesas de salvación no se aplican a mí. Este asunto es
tan serio que no podemos ignorarlo.
Por consiguiente, aquellos por cuyos pecados Cristo no pagó
permanecen sin salvación. Cristo no murió por los pecados de los que
no fueron escogidos para la salvación. Lamentablemente, hay muchas
personas en el mundo que pertenecen a este grupo.
A algunos podría parecerle injusto, pero la realidad es que si
Dios no escogió a un individuo, éste no puede ser salvo. Sin embargo,
como no podemos saber a quiénes Dios eligió para que fueran salvos,
todos podemos orar y pedirle misericordia.
No obstante, la verdad es que ninguno de nosotros merece la
salvación. Por naturaleza, todos estamos en rebelión contra Dios, pero
Él, por Su providencial misericordia, escogió a algunos para que fueran
salvos.
No sabemos cómo o por qué, pero sí sabemos que es cierto.
¡Qué maravilloso es el amor de Dios y Su misericordia!
Los verdaderos creyentes son los que han sido reconciliados con
Dios. Para usar un término bíblico, ellos son los “elegidos” de Dios. El
Señor Jesús sufrió, murió y resucitó para pagar por los pecados de esas
personas y hacer provisión de perdón y de reconciliación para ellas. Si
estamos incluidos en ese grupo, esto producirá un gran impacto en
nuestra vida y suscitará en nosotros un amor constante hacia Cristo por
el gran amor que Él nos mostró.
En Colosenses 3:12 es el Propio Dios quien llama a los
verdaderos creyentes “escogidos de Dios”. Es decir, ellos son los
“elegidos”, los que Cristo reconcilió con Dios y eligió para que fueran
salvos. Cristo Mismo afirma que Él es su Salvador. En otras palabras, el
Señor Jesús sufrió y murió y resucitó para pagar por sus pecados y
reconciliarlos con Dios, tal y como leemos en Romanos 5:10-11: “fuimos
reconciliados con Dios por la muerte de Su Hijo… el Señor nuestro
Jesucristo, por quien hemos recibido ahora la reconciliación(o
expiación)”. La “expiación” es la acción que realizó Cristo al cargar con
nuestra culpa para que nosotros pudiéramos ser limpios y puros a los
ojos de Dios.

15
Ahora bien, ¿cómo podemos saber si pertenecemos al grupo de
los escogidos de Dios? Él nos da una respuesta en el próximo versículo
de este capítulo. En 1 Juan 2:3 leemos:

3. Y en esto sabemos que nosotros Le conocemos, si


guardamos Sus mandamientos.

Si “conocemos” a Cristo es porque somos propiedad Suya –es


decir, Le pertenecemos. Y lo que demuestra esa pertenencia es que
guardamos Sus mandamientos. ¿Cuáles son esos mandamientos que
debemos guardar? ¿Son acaso los Diez Mandamientos? En parte sí,
pero además, entre los mandamientos que debemos guardar está
incluida toda la Biblia. Es decir, si vivimos en obediencia a la Palabra de
Dios, ésa es la prueba de que formamos parte del número de los
elegidos de Dios. El verdadero creyente tiene un deseo tremendo y
continuo de obedecer todos los mandamientos de la Biblia.
La Biblia entera fue escrita para nuestra instrucción, y nosotros
debemos ser obedientes a todo lo que Dios nos ha dejado plasmado en
ella. Si guardamos Sus mandamientos tenemos que ser obedientes a
todo lo que la Biblia dice. Sin embargo, por naturaleza, ése no es
nuestro deseo, y por ese motivo, debemos recurrir a Dios para buscar Su
ayuda, y mantenernos en una actitud humilde. El cristiano ha de vivir
pidiendo la ayuda de Dios constantemente, y de ese modo Le
demostramos a Cristo nuestro amor. Si tenemos un deseo intenso de
ser obedientes es porque Lo amamos con un amor consciente y muy
real.
Y si somos verdaderos creyentes, Lo amamos porque Él nos amó
primero.
Cristo salvó a los que componemos Su pueblo por Su gran amor
por nosotros, y nos dio fuerza y la capacidad para amar a Dios. El
individuo común, por sí mismo, carece de esa capacidad y en vez de
amar a Dios, ama este mundo porque, en su opinión, el mundo es todo
lo que él necesita. Pero ésa no es la experiencia del hijo de Dios. A los
hijos de Dios, Él nos ha dado la capacidad de amarlo y una marcada
inclinación a hacerlo. Nos hizo competentes para seguir esa inclinación
y Lo amemos del modo en que Él desea ser amado. Sin embargo, ese
amor no estará en nosotros a menos que Dios nos lo dé y lo ponga en
nuestro corazón. Pero para eso, Él tiene que tomar el control de nuestra
vida. Y entonces, se hará cada vez mayor y se convertirá en un amor
profundo y permanente si somos hijos de Dios. Pero si ese amor no

16
está en nosotros, debemos clamar a Dios y pedirle misericordia. A fin
de cuentas, nuestro deseo es ser salvos de nuestros pecados y
rescatados de la muerte eterna.
Muchas personas afirman que conocen a Cristo o que tienen
una relación con Él; dicen que son verdaderos creyentes, y es posible
que hasta crean que lo son. Pero nuestro modo de vida es lo que
demuestra si eso es así. Dios declara en 1 Juan 2:4:

4. El que dice: Yo le conozco, y no guarda Sus mandamientos,


el tal es mentiroso, y la verdad no está en él.

Esas palabras son fuertes, pero son palabras de Dios. Eso es lo


que Dios declara. Si alguien dice que conoce a Cristo, pero no guarda
Sus mandamientos –o sea, si no obedece la Biblia- entonces, ese
individuo es un mentiroso; la verdad no está en él.
Es posible engañar a otras personas, pero a Dios no podemos
engañarlo porque Él conoce lo que ocurre en nuestro interior, en
nuestra mente, en nuestro corazón y en cada partícula de nuestro ser. Él
ve nuestro corazón y sabe si lo que decimos es la verdad o si estamos
mintiendo. Él sabe exactamente cuál es nuestra condición espiritual y si
somos veraces o mentirosos.
Cristo conoce quiénes forman Su pueblo y sabe con exactitud si
están obedeciendo Su Palabra o no. Y por esa misma razón, si somos
verdaderos creyentes, Él nos dará la posibilidad de llegar a la verdad, y
entonces, no podremos vivir en la mentira. Desearemos hacer las cosas
como a Dios Le agradan y Él nos dará la sabiduría que necesitamos.
Por otra parte, Dios dice acerca de todo aquél que guarda Su
Palabra y Sus mandamientos lo que leemos en 1 Juan 2:5:

5. Pero el que guarda Su Palabra, en éste verdaderamente el


amor de Dios se ha perfeccionado; por esto sabemos que
estamos en él.

En estos versículos de 1 Juan, Dios establece una marcada


diferencia entre el individuo que conoce a Dios y es obediente a Su
Palabra y el que no es obediente y no conoce a Dios, y sin embargo, dice
que sí Lo conoce. Ambos están presentes en este mundo y de ambos se
ocupa Dios. El primero es salvo y el otro no lo es. Lo que leemos en
estos versículos es como una espada que penetra nuestra alma, porque
si en nosotros hay algún tipo de vacilación a la hora de obedecer a

17
Cristo, nuestra relación con Dios no anda bien. Pero si lo que deseamos
es ser verdaderos hijos de Dios, tenemos que estar seguros de que
somos honestos y sinceros y fieles en nuestra obediencia al Señor
Jesucristo.
Dios afirma que Su amor se perfecciona en aquél que guarda Su
Palabra. ¿Qué significa eso? Pasemos al versículo 6:

6. El que dice que permanece en Él, debe andar como Él


anduvo.

Recuerden que guardar la Palabra de Dios significa obedecer


toda la Biblia. Conocemos a Cristo si guardamos Sus mandamientos.
Los que guardan Su Palabra son los que conocen a Cristo por cuanto son
salvos. Y Dios dice en el versículo 5 que Su amor será perfeccionado en
todos aquellos que guardan Su palabra.
Debemos reflexionar en estas declaraciones tan importantes
porque vivimos en un mundo impío que ejerce una gran influencia
sobre cada uno de los seres humanos. Cuando examinamos nuestras
acciones y las analizamos con atención, descubrimos que muchas de
ellas no son conformes a lo que deberían ser. ¿Por qué razón? Por la
influencia que el mundo ejerce sobre nosotros. El objetivo de este
estudio es ayudarnos a escudriñar y examinar nuestro corazón para que
podamos andar con mayor perfección delante de Dios.
Nuestras vidas deberían gritarle al mundo que amamos a Cristo,
pero se presentan muchas situaciones que hacen que nos resulte difícil
hacer las cosas a la manera de Cristo y sólo así. Es preciso, pues, que
oremos a Dios y Le pidamos que tenga misericordia y nos ayude a
guardar Su Palabra, a obedecer todo lo que la Biblia contiene y a
sentirnos felices haciéndolo.
Si alguno piensa que esto es fácil, que tenga cuidado, porque
podría tener un concepto equivocado acerca de la complejidad de la
Biblia y de la gran importancia de las cosas que hay en ella. Lo primero
que debemos analizar es cómo guardamos los mandamientos de Cristo,
y la Biblia entera no es más que eso –un mandamiento tras otro. En ella
se expone el plan de Dios para nuestra vida: cómo hemos de vivir y
cómo ser obedientes. Los que guardan Su Palabra son aquellos cuyas
almas están plenamente comprometidas con Cristo, y son siempre
obedientes a Él.
A veces se hace muy difícil llevar una vida limpia y moral en este
mundo a causa de las tentaciones a las que tenemos que enfrentarnos.

18
Y aunque resulta imposible vivir tan santamente como deberíamos,
seguimos intentándolo y pidiéndole al Señor que nos dé sabiduría y
fortaleza y un deseo cada vez más intenso de obrar según Su
beneplácito. Y entonces, vemos que las cosas empiezan a salir bien
hasta cierto punto.
Ahora bien, ¿qué quiere decir que el amor de Dios se
perfecciona en aquél que guarda Su Palabra? La perfección del amor de
Dios -¡qué maravilla! Si eso pudiera ocurrir en mi vida me sentiría muy
feliz, aunque de vez en cuando, sí percibo que esa perfección se acerca.
Pero, ¡con cuánta facilidad también descubro que no estoy viviendo
como debo!
Mi deber es desear hacer las cosas a la manera de Dios y no de
otro modo –ésa es la meta de los verdaderos creyentes; hacerlo todo
para agradar a mi Rey Jesucristo, en toda Su gloria y perfección; hacerlo
por mi Señor. Mi amor por Él tiene que ser una fuente de fortaleza en
mi vida, porque cada vez que me examino a mí mismo, veo la gran
necesidad que tengo de ser más fiel de lo que he sido hasta ese
momento.
A medida que el verdadero creyente se enfrenta a las
obligaciones y a las dificultades que encuentra en el transcurso de su
vida, su amor por Dios y su obediencia van creciendo. Quiere
obedecerlo porque lo ama, porque Él es su esperanza. Ése es el deseo
vivo que todos necesitamos albergar en nuestro corazón. Pero eso
ocurrirá únicamente si nos entregamos sin reservas a Cristo y Él se hace
cada vez más real en nuestra vida. Y entonces, a medida que vamos
descubriendo nuestras debilidades, y nos percatamos de la necesidad
que tenemos de cambiar y de fortalecernos, Cristo obra en nosotros en
amor.
Vivir para Cristo no es una reacción automática de nuestro amor
por Él. Es decir, aunque estemos convencidos de que amamos a Cristo,
eso no significa necesariamente que estemos viviendo para Él. Pero,
¿vivimos realmente para Cristo? ¿Manifiestan todas nuestras acciones
que Lo amamos profundamente? Si nos examináramos con honestidad,
podríamos descubrir con gran pesar que nuestro amor hacia Él es muy
débil y necesita crecer. Pero para que pueda crecer, tenemos que pasar
más tiempo con el Señor, estar siempre dispuestos a dar testimonio de
nuestro amor y orar constantemente para que Él pueda efectuar ese
crecimiento en nosotros. Además, no debemos vacilar jamás en admitir
nuestras debilidades y lo mucho que precisamos de Su ayuda. Dios es el
único que imparte la fortaleza y quien se ocupa de nosotros. No

19
podemos contar con nuestras propias fuerzas para edificar nuestra vida,
sino con la fuerza de Dios, y sólo con ella. Nuestra fortaleza procede de
Cristo y es así como tenemos que vivir.
Cuando le dedicamos tiempo a la Palabra de Dios, descubrimos
que ella nos recuerda constantemente que necesitamos buscar la ayuda
divina. En el tiempo que pasamos en oración, Dios nos da una
comprensión cada vez mayor de Su amor por nosotros. La Biblia nos
dice que somos pecadores y que tenemos necesidad de Cristo, y nos
dice también que sólo él es nuestro Señor. Y eso significa que Él es
nuestro único Gobernante, y que es a Él, y sólo a Él, a Quién debemos
seguir.
Por severos que sean estos mandamientos, es preciso que los
obedezcamos estrictamente. De otro modo, terminaríamos elaborando
un evangelio propio e inútil que por más que se ajustara a nuestras
conveniencias, no produciría ningún poder espiritual en nuestra vida.
Cuando la Biblia nos habla, debemos escuchar y prestar la debida
atención. No podemos ignorarla y convertir su mensaje en algo menos
personal y directo. Tenemos que mantenernos en el camino de Dios, y
si verdaderamente queremos amarlo con todo nuestro ser, necesitamos
buscar Su ayuda para prestar atención a lo que la Biblia nos ordena.
Si lo que decimos es sincero, nuestra vida será cada vez más
seria, y nos sentiremos menos inclinados a llenarla de nuestras propias
opiniones e ideas que, por más aceptables que nos resulten, no son
espiritualmente útiles. Y de este modo, nuestro amor hacia Dios se
robustecerá más y más. Nuestro amor por Él unido a Su amor por
nosotros se torna entonces en una fuente de fortaleza en nuestra vida.
La Biblia es la Palabra de Dios; no es, pues, aconsejable que la
despreciemos en modo alguno. Si nos sorprendemos haciéndolo,
tenemos que orar y pedirle a Dios sabiduría y entendimiento.
Si amamos a Dios, queremos obedecerlo en todas las cosas.
¡Ojalá que ocurra así en nuestra vida porque en eso consiste el
verdadero amor! Este amor recíproco entre Dios y nosotros es lo que
nos confirma que estamos en Cristo. Pero, ¿le demuestro yo mi amor
en cada una de las áreas de mi vida? Si no lo hago, entonces Él no es mi
Rey.
No hay excusa posible para dejar de hacer la voluntad de Dios.
Si existe algún área en nuestra vida en la que no estamos haciendo Su
voluntad, tenemos que detenernos y pedir misericordia. Y puesto que
necesitamos la misericordia de Dios, no dudemos en pedírsela porque Él
es un Dios misericordioso. No es a nuestros amigos a quienes tenemos
que acudir buscando misericordia sino a Dios: “Oh Dios, ¡ten

20
misericordia de mí porque estoy en conflicto contigo!”. Él es el Único
que puede ayudarnos si verdaderamente nos quebrantamos en Su
presencia, pero esta actividad tan espiritual tiene lugar sólo si el Espíritu
Santo obra en nosotros.
Si decimos que permanecemos en Él, debemos andar como Él
anduvo. En otras palabras, debemos seguir el ejemplo de Cristo en
todas las cosas. Cristo está lleno de gracia, de amor y de misericordia, y
esas mismas características han de estar presentes también en nuestra
personalidad. Debemos, pues, perdonar a los demás como Él nos ha
perdonado a nosotros.
El diario andar de un cristiano tiene que ser diferente al de
aquellos que corren tras las cosas del mundo secular. Nosotros, en
cambio, debemos seguir a Cristo cada día, en todo lo que decimos y en
todo lo que hacemos.
Hasta aquí, Dios nos ha dado principios que exigen nuestra
atención. Por ejemplo, debemos obedecer Sus mandamientos, guardar
Su Palabra y andar como Cristo anduvo. Estas cosas constituyen la
prueba de que somos hijos de Dios. Cuando vivimos de acuerdo con
estos principios, el amor de Dios se perfecciona en nosotros. En 1 Juan
2:7 leemos:

7. Hermanos, no os escribo mandamiento nuevo, sino el


mandamiento antiguo que habéis tenido desde el principio;
este mandamiento antiguo es la palabra que habéis oído
desde el principio.

Dios nos dice aquí que Él escribió estas cosas mucho antes que
nosotros existiéramos. Estos mandamientos proceden de Él y son ricos
en cuando a su significado y en la manera en que se nos presentan. El
mandamiento antiguo que ellos habían oído desde el principio se refería
a la parte de la Biblia que ya estaba escrita en ese momento, es decir,
los libros del Antiguo Testamento. Hacía muchos años que los creyentes
neotestamentarios disponían de esas escrituras. Y entonces, Dios
continúa diciendo en el versículo 8:

8. Sin embargo, os escribo un mandamiento nuevo, que es


verdadero en él y en vosotros, porque las tinieblas van
pasando, y la luz verdadera ya alumbra.

La expresión “que es verdadero en Él” indica que el Señor


Jesucristo es quien nos ha dado ese mandamiento. Él hace nuevas
todas las cosas. Lo que Dios tiene en Su haber para enseñarnos carece

21
de límites, pero nosotros debemos mantenernos estudiando y pidiendo
sabiduría en oración, y entonces, recibiremos ocasionalmente cierta
comprensión que nos permitirá conocer algo más de lo que Él desea
mostrarnos. Es por eso que podemos decir que “las tinieblas van
pasando, y la luz verdadera ya alumbra”.
Dios no nos deja con la mente vacía sino que nos enseña a
través de toda la Biblia, y la verdad está ahí. La parte que nos
corresponde a nosotros es escudriñar la Biblia, el maravilloso Libro que
Dios nos ha dado, y no cansarnos jamás de hacerlo. Es así como la luz
verdadera comenzará a alumbrarnos, y Dios nos mostrará el principio
exacto que Él quiere que aprendamos. Este mandamiento que estamos
oyendo ahora es nuevo; se agrega a lo que Dios había revelado ya y
hace que la historia resulte más completa.
Los mandamientos de Dios son maravillosos. A veces los
leemos y no los entendemos, y por ese motivo, no parecen ser tan
maravillosos. Sin embargo, la torpeza de nuestra mente no hace que su
importancia disminuya. Lo que nos corresponde a nosotros es
mantenernos escudriñando y orando a Dios, y poco a poco, esos
mismos mandamientos se nos harán comprensibles. Ellos son los que
realmente nos ayudan a seguir adelante en el camino.
En 1 Juan, capítulo 1, Dios habló de las tinieblas y de la luz. En 1
Juan 1:5 leemos: “Éste es el mensaje que hemos oído de Él, y os
anunciamos: Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en Él”.
Es decir, lo hemos leído y lo hemos entendido para anunciárselo
a otros. La Biblia es para todas las personas del mundo, y por ese
motivo, tenemos que escudriñarla con mucha paciencia, albergando
siempre la esperanza de que otras personas también puedan entender
estas cosas por cuanto son maravillosas. Eso es precisamente lo que
estamos aprendiendo ahora. La Biblia nos dice que Dios ha declarado
que Él es luz, y no tiene relación alguna con las tinieblas (las cuales se
identifican con las tinieblas del pecado). No hay ningunas tinieblas en
Dios. Él es la esencia misma de la luz.
Cualquier tiniebla que aparezca en escena se debe a nuestra
ignorancia –al hecho de que nuestras mentes todavía no están abiertas
por completo. Ése es el mensaje: que Dios es luz. Prosigamos, pues,
orando por la luz, la cual es el Propio Cristo. Tenemos que dedicarle a la
Biblia todo el tiempo que nos sea posible porque es ahí donde se
encuentra la luz. Cristo, el Dios eterno, es la verdadera luz. Si
descubrimos en nosotros tinieblas, debemos orar por la luz de Cristo.
La luz se identifica con la salvación, y las tinieblas con el pecado. El

22
Evangelio está en la luz, y es en esa luz donde podemos aprender, recibir
dirección y vivir en la presencia de Dios.
Y ahora, Dios va a abundar más en este asunto, según leemos
en 1 Juan 2:9-11:

9. El que dice que está en la luz, y aborrece a su hermano, está


todavía en tinieblas.

10. El que ama a su hermano, permanece en la luz, y en él no


hay tropiezo.

11. Pero el que aborrece a su hermano, está en tinieblas, y


anda en tinieblas, y no sabe a dónde va, porque las tinieblas le
han cegado los ojos.

Dios nos ha ordenado que le llevemos la luz de Cristo a este


mundo que está sumido en tinieblas espirituales. Esa luz debe hacerse
manifiesta en la vida de cada uno de nosotros. Si no se hace manifiesta
es porque nuestro modo de vivir no es agradable a Dios. Jesús es la luz
del mundo, y nosotros somos portadores de Su luz junto con Él. “Estar
en la luz” significa “estar en la luz de Cristo”, en la “luz del Evangelio”.
En el momento en que Dios nos salva comenzamos a habitar en esa luz
y no seguimos viviendo en las tinieblas del pecado.
El mundo está envuelto en tinieblas espirituales a causa de la
maldición del pecado, y es únicamente la luz del Evangelio la que puede
sacar a alguien de esas tinieblas. Cuando Dios salva a un individuo, Él lo
traslada de las tinieblas a la luz de Cristo.
Pero el versículo 9 hace referencia a aquél que dice que está en
la luz –o sea, que cree que es salvo de sus pecados- y sin embargo,
aborrece en su corazón a algún hermano. En el contexto de la Biblia, los
creyentes son hermanos en Cristo. Por tanto, puede tratarse de un
hermano carnal o de un hermano espiritual.
Pero lo que se señala aquí es que en el corazón de esta persona
hay aborrecimiento, y por consiguiente, todavía anda en tinieblas. El
amor de Cristo no se hace manifiesto en ella. Aunque piense que es
salva, se engaña a sí misma.
En contraste con eso, Dios dice en el versículo 10 que el que
permanece en la luz, ama a su hermano, y no hay tropiezo en él por
cuanto está en la luz. La luz del Evangelio lo mantiene en el camino
correcto.

23
Pero todo aquél que alberga aborrecimiento en su corazón está
en tinieblas –nos dice el Señor- y anda en tinieblas. No sabe a dónde va,
porque las tinieblas le han cegado los ojos. Esta expresión no ha de
tomarse en forma literal sino espiritual. Los que no son salvos están
espiritualmente ciegos, no se hallan en el sendero correcto, y por tanto,
no están caminando con Cristo.
¿Sientes amor en tu corazón por tu hermano o hay algún
aborrecimiento merodeando por ahí? A la luz de este pasaje de las
Escrituras, deberíamos examinar nuestros corazones. Si somos hijos de
Dios, Su amor se hará claramente visible en nosotros.
Dios es quien pone en nosotros ese amor por nuestros
hermanos. Cuando amamos a una persona deseamos lo mejor para
ella, y lo mejor que podemos desearle es que tenga una buena relación
con Cristo. Ése es el amor que debemos manifestar cuando andamos en
la luz de Cristo.
En los próximos versículos, Dios se dirige específicamente a los
niños (“hijitos”), a los jóvenes y a los padres. En 1 Juan 2:12 leemos:

12. Os escribo a vosotros, hijitos, porque vuestros pecados os


han sido perdonados por Su nombre.

Dios se dirige en primer lugar a los niños y los llama “hijitos”.


Entre esos “niños” pueden estar incluidos los que todavía no han
pasado de la etapa de la infancia, pero también los que son nuevos en el
Reino de Dios, y en lo tocante a su posición en ese Reino no son más
que “niños”.
En el momento en que Dios nos hace hijos Suyos, somos como
niños pequeños en Sus manos, y eso nos llena de gozo, y podemos
dirigirnos a Él y llamarle Padre Celestial. Los niños –los que en realidad
lo son o los que acaban de entrar en el Reino de Dios- son importantes
para Dios. De hecho, cada individuo que está presente en la mente de
Dios es muy importante para Él.
Pero incluso los niños tienen necesidad de un Salvador y pueden
ser salvos de sus pecados. Es más, un recién nacido puede ser salvo de
sus pecados del mismo modo que un adulto. Siempre que Cristo lleve a
cabo la obra de la salvación, nada puede impedir que Él salve a quién
desea salvar. No existe ningún ser humano en ningún lugar del mundo
que no tenga necesidad de un Salvador, pero la mayoría de las personas
ni siquiera se dan cuenta de esa necesidad hasta que son salvas.
¡Sí!, tenemos necesidad de un Salvador que nos libre de
nuestros pecados. Somos culpables y por tanto, necesitamos que Cristo

24
sea nuestro Salvador, más allá de la edad que tengamos. Cristo pagó el
castigo por los pecados de aquellos a quienes Él habría de salvar.
¿Cómo lo hizo? ¿Por qué lo hizo? –No tenemos respuestas para esas
preguntas porque la salvación es un asunto que sólo compete a Dios.
Pero si llegamos a ser salvos es porque Cristo cargó con nuestros
pecados y pagó por ellos. Si no lo hubiera hecho, no tendríamos
ninguna posibilidad de ser perdonados y permaneceríamos sujetos a la
ira de Dios.
Observen que Cristo vino para salvar pecadores por amor de Su
nombre. Es por Él Mismo que nos salvó, para cumplir Sus propósitos,
por Su propio beneplácito. Nosotros no somos salvos por nuestro
propio bien, sino para el beneplácito de Cristo. Pero, ¡qué maravilla!,
estamos viviendo en el día de la salvación, y Cristo es el Salvador.
Toda la gloria de la salvación es Cristo quien la recibe. Es por Él
que somos salvos. Aunque gran parte de esto nos resulta misterioso, lo
importante es que cuando clamamos a Dios y Le pedimos la salvación,
ya sea para nosotros mismos o para nuestros familiares o amigos,
sabemos que esa salvación es únicamente posible a través de Cristo. Y
eso debe bastarnos. Es una obra que Cristo lleva a cabo por completo.
Prosigamos ahora con los versículos 13 y 14:

13. Os escribo a vosotros, padres, porque conocéis al que es


desde el principio. Os escribo a vosotros, jóvenes, porque
habéis vencido al maligno. Os escribo a vosotros, hijitos,
porque habéis conocido al Padre.

14. Os he escrito a vosotros, padres, porque habéis conocido al


que es desde el principio. Os he escrito a vosotros, jóvenes,
porque sois fuertes, y la Palabra de Dios permanece en
vosotros, y habéis vencido al maligno.

Dios comienza ahora a revelar un alcance más amplio del


conocimiento. El hecho es que Él lo sabe todo acerca de todo. No
ocurre nada en el mundo de lo que Dios no tenga conocimiento. Por
consiguiente, cuando la Biblia habla en este pasaje de distintos grupos
de personas, debemos recordar que no existe ningún ser humano que
no tenga necesidad de un Salvador, y ese Salvador es el Señor Jesucristo,
el Dios eterno. No dudemos, pues, en pedirle al Señor la salvación por
nosotros mismos y por nuestros seres queridos.
“Porque conocéis al que es desde el principio”, les dice Dios a
los padres en el versículo 13. ¡Qué bendición tan fantástica es conocer a

25
Cristo! Y aunque Él está muy por encima de nuestras mentes humanas,
cuando leemos lo que dice ahí sabemos que es cierto. Lo aceptamos
como tal porque Dios lo escribió, sin embargo no podemos afirmar que
lo entendemos a plenitud porque nuestra inteligencia es finita.
No sabemos cómo es posible que alguien pueda conocer a
Cristo “desde el principio”, pero si Dios lo ha dicho es verdad y digno de
toda confianza y Le damos gracias por ello. Como resultado de esta
lectura, sabemos que Él es nuestro Dios y que ha estado con nosotros
desde el principio de nuestra salvación –desde el principio de Sus tratos
con nosotros de esa forma espiritual tan especial. Y Él se dirige a
nosotros como “jóvenes”, “ancianos” y “niños”, y en cada estrato social.
A partir de las afirmaciones que aparecen aquí –por ejemplo,
“vuestros pecados os han sido perdonados” y “habéis vencido al
maligno”, sabemos que estos versículos están dirigidos a individuos que
han sido salvados del pecado y por consiguiente, son hijos de Dios. Él,
pues, está hablándoles a verdaderos creyentes, hijos Suyos. Y
precisamente por ser hijos de Dios es que estamos tan llenos de gozo
porque cuando Cristo llega a ser nuestro Salvador y nuestro Amo, algo
ocurre en lo profundo de nuestro corazón.
Cristo pagó por los pecados de los elegidos –es decir, de
aquellos que Él escogió para que fueran salvos. Esta salvación puede
tener lugar en un recién nacido, en un niño, en un joven o en un adulto.
El momento de la salvación depende por completo de Dios porque es un
asunto de Su sola incumbencia.
En los versículos 12 y 13, Dios se dirige a los niños, a quienes
llama “hijitos”, y les dice: “vuestros pecados os han sido perdonados
por Su nombre” y “habéis conocido al Padre”.
Esas expresiones indican claramente que los pecados de estos
niños han sido perdonados porque Cristo pagó por ellos. El pago por el
pecado era la primera etapa en su vida espiritual. Cristo es ahora su
Salvador. Por consiguiente, han conocido a Dios, que es su Padre
Celestial.
Dios pasa entonces a dirigirse a los padres y a los jóvenes.
Los jóvenes pueden pensar que son muy fuertes, pero no es
hasta que sabemos que Cristo nos ha salvado de nuestros pecados, que
somos útiles para Dios. En ese momento quedamos como si en
nosotros no hubiera habido jamás ningún pecado, pero debemos tener
cuidado de darle toda la gloria al Señor Jesucristo, porque la salvación
es un don gratuito de Dios y nosotros no podemos contribuir a ella en
modo alguno.

26
La salvación, a cualquier edad que se reciba, es siempre un
regalo que Dios nos hace, y debemos agradecérselo con palabras de
alabanza, porque Él es sin duda el Único que pudo haber hecho esa obra
en nuestra vida. ¡Qué maravillosa es la salvación! ¡Qué maravilloso es
ser hijos de Dios por lo que Cristo hizo por nosotros! Y ahora, es de
esperar que nuestra vida pueda ser un testimonio para nuestros
familiares y amigos y que ellos algún día también puedan clamar a Dios.
Tanto en el versículo 13 como en el 14, Dios dice que está
escribiéndoles a los padres porque ellos han conocido al que es desde el
principio. Cuando Dios repite algo por segunda vez es porque Él desea
hacer hincapié en ello de manera especial. Y en estos versículos Él está
subrayando que los padres conocen al que es desde el principio.
En Efesios 5:23 leemos que “el marido es la cabeza de la mujer,
así como Cristo es la cabeza de la iglesia”. Dios, pues, ordenó que el
marido fuera el jefe de la familia, y como tal, tiene una responsabilidad
tremenda para con su familia.
No sólo tiene autoridad sobre la misma, sino que está a cargo
de su sustento espiritual. Y por ello, debe criar a sus hijos en el temor
del Señor. En Proverbios 22:6, Dios ha ordenado lo siguiente: “Instruye
al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él”.
Ésta es la responsabilidad del padre.
Y aquí, en 1 Juan 2, se les recuerda a los padres que ellos han
conocido a Dios desde el principio, y por esa razón, no tienen ninguna
excusa para no educar a sus hijos como es debido en los caminos de
Dios. Los padres tienen el conocimiento de Dios y los años de
experiencia espiritual que los hijos no tienen. Y Dios aquí hace hincapié
en este conocimiento que poseen.
Y también declara dos veces que los jóvenes han vencido al
maligno, el cual es Satanás. A continuación, Dios dice cuál es el medio
del que se valen para vencerlo.
Vencen porque son fuertes y porque la Palabra de Dios
permanece en ellos. Esa permanencia de la Palabra de Dios en ellos los
hace fuertes. Como es natural, no es a la fortaleza física a la que Dios se
refiere sino a la fortaleza espiritual. Aunque son jóvenes, son fuertes en
el Señor.
En este pasaje Dios nos muestra Su tremendo interés por los
que son Suyos. Él cuida de Sus hijos y los guía por medio de Su Palabra,
la cual escribió para ellos.
Pero en los siguientes versículos de este capítulo, Dios procede
a hacer una fuerte advertencia. En cada trato de Dios con Su pueblo,

27
aparece una advertencia, porque Él nos ama y quiere que andemos de
una manera muy definida. Lamentablemente, no siempre queremos
prestarle atención a dicha advertencia, y eso perjudica sobremanera
nuestra relación con el Padre. Debemos acudir a Él con los brazos
abiertos y con una mente y un corazón bien dispuestos a hacer lo que él
pida. En 1 Juan 2:15-17 leemos.

15. No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si


alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él.

Lo que leemos ahí apunta al meollo de la cuestión, porque el


pecado procede del mundo y Dios nos ordena categóricamente que no
amemos al mundo, lo cual implica que hemos de tener nuestros ojos
fijos en Él. Es a nuestro Salvador a quien necesitamos escuchar y no al
mundo.

16. Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la


carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no
proviene del Padre, sino del mundo.

17. Y el mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la


voluntad de Dios permanece para siempre.

Una verdadera batalla se está librando aquí. Por una parte, Dios
habla de nuestro amor hacia el mundo, pero todos nosotros amamos al
mundo; nos agradan las cosas que al mundo le agradan a pesar de
darnos cuenta, desde el primer momento, de que vamos por un
sendero equivocado.
Es a Dios únicamente a quien tenemos que escuchar para poder
vivir seguros. Debemos, pues, pedirle fortaleza para que aleje de
nosotros las ideas mundanas. Necesitamos crecer en la gracia y
fortalecernos más en nuestra confianza, para que el tiempo de nuestra
vida sea de victoria espiritual y no de acomodamiento a las cosas del
mundo. Para ello, es preciso que Dios abra nuestros ojos a fin de que
podamos entender claramente cuán grande es nuestra necesidad de Él,
y nos libre de la tentación y nos mantenga fieles.
Estamos viviendo en un mundo que Dios ha llenado de cosas
hermosas, pero eso no significa que ellas sean para nosotros. Tenemos
que aprender a discernir qué es lo que debemos admitir en nuestra
mente y en nuestro corazón.

28
Cristo ordenó en Mateo 22:37-38: “Amarás al Señor tu Dios con
todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Éste es el
primero y grande mandamiento”.
Observen, por favor, las frases que Él usó: “con todo”, “con
toda”. ¿Cuántas veces pensamos realmente que tenemos que amar a
Dios “con todo” lo que está a nuestro alcance? Y no puede ser de otro
modo, porque si no es “con todo”, no será jamás suficiente –nuestra
mente no estará centrada en Cristo como corresponde.
Pero, ¿cuán obedientes somos los seres humanos a estos
mandamientos? Si hemos de ser honestos, debemos confesar que no
somos obedientes. Y esa confesión demuestra que nos queda aún por
recorrer un largo camino para asemejarnos más al Maestro, para
asemejarnos más al Señor Jesús y obedecerle como corresponde que lo
hagamos. Tenemos, pues, que prestar atención a lo que Dios nos está
diciendo y ser obedientes, pero eso requiere una oración constante y
requiere también sumisión.
¡Cuán desesperadamente necesitamos la ayuda de Dios!
Dios nos creó para que viviéramos en el mundo. Es por eso que
nos resulta tan fácil amar al mundo. Pero, ¡cuidado!, del mundo
debemos amar sólo lo que Dios quiere que amemos. Si leemos la Biblia
y prestamos atención a lo que Dios nos dice en ella, Él nos mostrará de
qué manera debemos vivir en este mundo, para lo cual necesitamos
mucha sabiduría porque el mundo es muy engañoso en todos los
aspectos. Debemos, pues, orar con gran humildad y pedir misericordia
y ayuda para hacer la voluntad de Dios, y sólo Su voluntad.
¿Amamos realmente a Dios con todo nuestro corazón, con toda
nuestra alma y con toda nuestra mente, o amamos un poquito al mundo
también? Puesto que es en él donde hemos de vivir, tenemos que
mantenernos escudriñando la Palabra de Dios para buscar la dirección
divina. Si lo hacemos de manera constante y fiel, no nos dejaremos
enredar por el mundo ni lo amaremos, pero si el amor por este mundo
comienza a desarrollarse en nosotros, nuestro amor hacia Dios irá
disminuyendo.
En 1 Juan 2:15, Dios nos da más información y nos hace otra
advertencia ordenándonos que no amemos al mundo ni las cosas que
están en el mundo, porque “si alguno ama al mundo, el amor del Padre
no está en él”.
No hay ninguna razón para amar las cosas del mundo. El que
ama las cosas del mundo termina amando al mundo. Si bien es cierto
que Dios nos dio un mundo hermoso y amigos estupendos, esos mismos
amigos podrían apartarnos de nuestro amor por Cristo. Tenemos, pues,

29
que ser obedientes a la cosas de Dios y preguntarnos en todo momento:
¿Hago esto por amor a Dios y Su Palabra o porque amo las cosas del
mundo? Ésa es la prueba. Dios nos ha puesto en este mundo tan
hermoso, pero hay cosas en él de las que no debemos participar.
¿Por qué motivo? Porque Dios nos está probando, y si en
realidad somos hijos Suyos, deseamos obrar únicamente de acuerdo
con la voluntad de Dios. Es por eso que en el momento en que no lo
hacemos así, nos sentimos muy insatisfechos con nuestra vida.
Ahora bien, si decimos que amamos a Dios, podríamos pensar
que no amamos al mundo. Sin embargo, pensemos en eso con
honestidad. Este mundo, que Dios nos ha dado, y que es tan
maravilloso y tan hermoso, es un emporio de tentaciones. Imaginemos,
pues, un escenario posible para ver de qué manera podemos caer en la
tentación. Suponga que a usted le gustan las joyas y que un día ve una
bellísima pieza que está a la venta en una tienda. Al verla, siente el
deseo de tenerla, pero se aleja de allí. Sin embargo, no puede dejar de
pensar en esa joya ni de ansiarla. Poco después, logra encontrar la
manera de comprarla con la idea de que una vez que adquiera la joya se
sentirá tan satisfecho que no necesitará nada más. Es así como
razonamos a menudo.
Pues bien, consigue finalmente el dinero, regresa a la tienda y la
compra. ¡Ya es suya!, y se la muestra muy ufano a sus amistades,
tentando con ello el deseo de otras personas. No obstante, a sus
amigos temerosos de Dios lo más probable es que no se la enseña ni les
hable de ella porque podrían pensar mal de usted. Y de ese modo,
condiciona su vida para poder vivir con su deseo que, aunque en un
principio es algo secreto, se hace cada vez más parte de su rutina diaria.
Eso mismo ocurre con la tentación. Casi sin darnos cuenta,
produce un impacto permanente en nuestra vida hasta llegar a formar
parte de la misma sin que podamos resistirnos. Si alguien sugiere que lo
que estamos haciendo está mal por cuanto somos hijos de Dios, nos
ofendemos. Y por más que digamos que no es así, el amor por este
mundo puede ser una trampa. Por consiguiente, debemos
mantenernos alejados de él y ni siquiera juguetear con esa idea en
nuestra mente.
El ser humano ha encontrado el modo de hacerse de grandes
riquezas, honores y placeres. Si nos dejamos guiar por el mundo, estas
cosas que son del mundo, como también lo somos nosotros, se harán
parte de nuestra vida, y al igual que el resto de la gente, las
codiciaremos y nos esforzaremos por conseguirlas en vez de esforzarnos
por alcanzar una buena relación con Dios.

30
Codiciar las cosas del mundo –por hermosas o necesarias que
parezcan- se opone directamente a la vida piadosa. Si le damos lugar a
ese sentimiento, viviremos para el mundo y ya no podremos decir que
estamos haciendo las cosas a la manera de Dios. La codicia es un deseo
o apetito desordenado. En muchas ocasiones, lo que puede parecer un
deseo recto no es más que un deseo codicioso. Si algo que anhelamos
produce desarmonía en nuestra vida, es malo para nosotros –es
simplemente un deseo codicioso. Pero Dios nos dice en el 10mo.
Mandamiento: “No codiciarás”. La codicia conduce al deseo
desordenado de poseer algo, y ese deseo nos aleja de Dios.
En 1 Juan 2:16, Dios explica con lujo de detalles cómo se
manifiestan el pecado y la tentación. Los deseos de los ojos: vemos algo
que nos gusta. El deseo de la carne: lo admiramos, lo queremos y nos
proponemos conseguirlo a toda costa. El orgullo de la vida: cuando
logramos lo que codiciamos, nos impacientamos por hacer alarde de
ello.
Sin embargo, nada que tenga que ver con la codicia o el orgullo
debe tener cabida en la vida de los hijos de Dios. La Biblia nos advierte
de manera categórica que si amamos las cosas del mundo, el amor del
Padre no está en nosotros. Ambas cosas no pueden coexistir.
Cuando nos sentimos tentados por alguna mercancía que es
exhibida de forma hermosa, o por la oportunidad de conseguir grandes
sumas de dinero o por alguna actividad pecaminosa, esa tentación no es
más que una prueba. ¿Pondremos en eso nuestros ojos? ¿Pensaremos
en ello con frecuencia? Si lo hacemos, estamos atrapados. No pasamos
la prueba.
La tentación constituye un gran problema para todos los seres
humanos porque es el punto de partida de la codicia y nos hace desear
cosas que no debemos tener. Pero la Biblia nos ha advertido que si
amamos las cosas del mundo, el amor del Padre no está en nosotros. Él
nos ha dado a las personas y las cosas tan hermosas que amamos, pero
si somos verdaderos creyentes, nuestro amor hacia Dios debe superar –
es decir, debe ser mucho más fuerte y más vibrante que- el amor que
sentimos por el mundo. La cuestión no consiste en no amar las cosas
que hay en el mundo, sino en compararlas con lo que realmente vale la
pena amar. ¿Qué ocupa el primer lugar en mi vida?
Después de salvarnos, Dios no nos deja solos para enfrentar los
problemas de la vida. ¡No!, no es por nuestros propios medios que
debemos tratar de resolver los problemas. Pero, ¡qué maravilla!, Dios
es nuestro Salvador, nuestro Rey y nuestro Padre espiritual, y Él siempre

31
está con nosotros. Este hecho, además de ser cierto, nos da estabilidad.
La compañía del Dios Todopoderoso nos garantiza el éxito, y Él Mismo
ha prometido que no nos dejará ni nos desamparará jamás. Cada vez
que necesitamos ayuda, Él nos la da. Y en lo tocante a la tentación,
además de ayudarnos, también nos enseña. Junto con la salvación, Dios
nos da promesas preciosas que podemos invocar en todo momento. Sin
embargo, en muchas ocasiones nos sentimos solos -nos sentimos como
si Dios nos hubiese abandonado, y comenzamos a actuar como si Dios
nos hubiese abandonado. Y entonces, aparecen los problemas. Para
estar conscientes en todo momento de la presencia de Cristo con
nosotros, es absolutamente necesario que no dejemos de orar jamás y
de pedirle que nos ayude, y en Su ayuda siempre podemos descansar.
Como dije antes, además de ayudarnos, Dios nos enseña. Si
aprendiéramos al menos a pedirle ayuda, nos daríamos cuenta de cuán
cerca está de nosotros y cuán dispuesto a brindárnosla. Cuando la
tentación por las cosas de mundo se cruza en nuestro camino, Dios nos
muestra qué debemos hacer. Si comenzamos a quejarnos y a tratar de
resolver los problemas por nosotros mismos, entraremos en un
conflicto que se tornará cada vez más negativo. Lo que en realidad
debemos hacer es detenernos y pensar: “Dios me cuida, yo soy Su hijo.
Por tanto, mi deber es recurrir a la oración ahora mismo porque Él oye
cada palabra que sale de mis labios. Puedo, pues, exponerle mis
problemas y decirle: ‘Señor, perdóname por haberme dejado tentar y
tratar de resolver las cosas por mí mismo”.
Dios nos ofrece todavía más ayuda en la Escritura. En 1
Corintios 10:14 nos dice que “huyamos de la idolatría”; en 1 Corintios
6:18 nos ordena que “huyamos de la fornicación”; y en 2 Timoteo 2:22
nos da este mandato a cada uno: “huye también de las pasiones
juveniles”.
En otras palabras, lo que Dios está diciéndonos es que debemos
HUIR de la tentación; y huir significa escapar: ¡escápate de ella tan
pronto como puedas! Pero, ¿a dónde debemos huir y de qué manera
debemos hacerlo?
Vamos a leer el resto del versículo de 2 Timoteo 2:22, donde
Dios declara lo siguiente:
Huye también de las pasiones juveniles, y sigue la justicia, la
fe, el amor y la paz, con los que de corazón limpio invocan al
Señor.
Cristo está muy cerca de nosotros. Podemos hacer un alto en
nuestras tareas en cualquier momento, y ahí mismo comenzar a orar.

32
Cuando oramos, nos dirigimos al Dios eterno. Sin embargo, aunque de
eso depende la solución de nuestros problemas, no siempre lo hacemos
así. ¡Empecemos, pues, a orar! No importa cómo lo hagamos, Dios
sabe que estamos orando y oye nuestra oración. Él es el Único que
puede cambiar todas las cosas porque Dios es la respuesta a todos los
problemas de los seres humanos. Si recordamos esta gran verdad, por
difícil que se haya tornado la situación en la que nos hallamos, siempre
podemos tener esperanza.
De ese modo, evitaremos codiciar las cosas que el mundo nos
ofrece –ya sea la fama, o las riquezas o cualquier actividad pecaminosa.
El mundo nos ofrece muchas cosas que son agradables, pero si
ponemos nuestros ojos en ellas, tendremos problemas, porque
habremos apartado nuestra mirada de lo que realmente es importante –
a saber, una relación correcta con nuestro bendito Salvador y Señor
Jesús.
La codicia no conduce más que al pecado, aunque
momentáneamente parezca deseable. Es, pues, necesario huir de la
tentación, acudir a Cristo y seguirlo para poder mantenernos en el
sendero correcto. Y con ese fin, tenemos que orar. No vacilemos jamás
en hacerlo ni pensemos que el momento no es adecuado. La oración no
requiere de ningún momento especial, cualquier ocasión es buena
cuando tenemos necesidad de derramar nuestro corazón ante Dios. Él
es fiel, y si ve que tenemos un problema, nunca nos niega Su ayuda.
En 1 Juan 2:17 aparece la conclusión del tema: “Y el mundo
pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece
para siempre”.
El mundo no permanecerá para siempre, pero sí permanecerá
en nosotros mientras tengamos puestos nuestros ojos en aquello que
despierta nuestra codicia. Por tanto, es menester que desviemos
nuestro pensamiento de esos deseos desordenados y hablemos con
Dios en oración. Únicamente así, podremos alcanzar la victoria.
Si somos hijos de Dios, nuestro principal anhelo es permanecer
con Cristo para siempre y que Él permanezca en nosotros, pero para
ello, es preciso que mantengamos conscientemente nuestros ojos fijos
en Él. Él es todo, el Único hacia quien debemos dirigir nuestra mirada.
En la medida en que permanezcamos concentrados en Cristo, no habrá
cabida en nuestra mente para el mundo ni para las cosas que éste
pueda ofrecernos. Pero los que aman al Padre y son obedientes a Su
Palabra permanecerán para siempre con Dios. Dicho de otro modo, ésa
es la prueba de que han llegado a ser verdaderos hijos de Dios y estarán
a salvo y seguros en Sus omnipotentes brazos por toda la eternidad.

33
La clave para lograrlo es dedicarnos a Cristo y a Su Palabra. Si
realmente nos dedicamos a Cristo y a Su Palabra, nos resultará cada vez
más fácil clamar a Él en oración y obtener más fortaleza y hacer más
sólida nuestra consagración. Será como un manantial que nunca cesa,
pero tenemos que hacerlo de manera consciente y habituarnos a clamar
a Dios pidiendo misericordia. ¿Claman ustedes a Dios? Si no lo hacen,
deberían comenzar ahora mismo porque Él es nuestra esperanza. Si
Dios nos ha salvado, tenemos que mantener nuestros ojos fijos en
Cristo, el Único a quién podemos acudir, y lo hacemos con mucho gusto,
con avidez y con esperanza. Acudimos a Cristo porque sabemos que de
Él viene nuestro socorro. Sólo así estaremos haciendo la voluntad de
Dios.
Pero, ¿cómo podemos mantener nuestros ojos fijos en Cristo?
Permaneciendo en la Palabra de Dios. Él nos ha dado Su Palabra y la
capacidad de leerla, y además, nos ha dado tiempo para hacerlo.
Tenemos, pues, que leer la Palabra de Dios porque es a través de la
Biblia que Él Mismo nos habla y nos guía. Dios se vale de ella para
instruirnos en Sus caminos y nos da la victoria sobre el pecado y la
tentación porque ésa es Su voluntad. Oremos, pues, para que Dios
aparte de nuestra mente estas cosas y nos mantenga centrados en Él.
Dios nos salvó y nos hizo hijos Suyos, y Su plan mientras estemos en
este mundo es que busquemos todas nuestras respuestas en Cristo, y de
ese modo, nos fortalezcamos en la fe cada vez más. Si contamos con
nuestras propias fuerzas, fracasaremos, pero con la fuerza de Dios,
jamás.
Proseguimos ahora con nuestro estudio de 1 Juan, y hemos
llegado al capítulo 2, versículo 18, donde leemos lo siguiente:

18. Hijitos, ya es el último tiempo; y según vosotros oísteis


que el anticristo viene, así ahora han surgido muchos
anticristos; por esto conocemos que es el último tiempo.

“Hijitos” –nos llama Dios aquí- porque en Cristo Jesús somos


como recién nacidos. Es decir, no estamos plenamente desarrollados
desde el punto de vista espiritual. Nos queda mucho por aprender, pero
con el paso del tiempo, Dios va abriendo nuestros ojos espirituales.
“Ya es el último tiempo” ¿Qué significa eso? La palabra griega
empleada aquí se traduce realmente como “es la última hora”; y “hora”
puede tomarse en sentido literal (una hora de 60 minutos) o en sentido
figurado. En este pasaje hace referencia a un período de tiempo que
excede con mucho a 60 minutos.

34
Pero, ¿por qué es la última hora o el último tiempo? ¿El último
tiempo para qué? El resto del versículo nos indica que esa expresión
alude a los días postreros, al fin de todas las cosas. En otras palabras, en
este contexto es obvio que Dios está hablando del momento del fin,
cuandoquiera que ocurra.
Ahora bien, puesto que esta carta fue escrita hace
aproximadamente 2,000 años y el universo todavía permanece,
tenemos que llegar a la conclusión de que la expresión “el último
tiempo” se refiere a todo el período que va desde aquella época hasta el
momento del fin, y que podríamos llamar “la era del Nuevo
Testamento”.
“Vosotros oísteis” –dice Dios- “que el anticristo viene”. En el
capítulo 24 del libro de Mateo, Jesús advirtió acerca de la “abominación
desoladora” de la que había hablado el profeta Daniel; y esa
“abominación desoladora” hacía referencia al anticristo, que no es más
que Satanás, según veremos más adelante en este estudio de la primera
epístola de Juan.
Y entonces, el versículo prosigue diciendo “así ahora han
surgido muchos anticristos”. El prefijo “anti” indica oposición. Satanás
se opone a Cristo, es Su adversario, y por ende, sus seguidores también
se oponen a Cristo. Ésa es la conclusión lógica que podemos sacar.
Pero la sorpresa aparece en el próximo versículo, donde leemos
lo siguiente:

19. Salieron de nosotros, pero no eran de nosotros; porque si


hubiesen sido de nosotros, habrían permanecido con
nosotros; pero salieron de nosotros para que se manifestase
que no todos son de nosotros.

Lo que dice este versículo implica que estos adversarios o


anticristos habían estado junto con los verdaderos creyentes, habían
sido parte de ellos, tenían relación con ellos, pero se marcharon porque
no eran de Cristo. A partir de eso, podemos concluir inmediatamente
que todo aquél que permanece con los verdaderos creyentes, ha de
mostrar de manera fehaciente que piensa igual que ellos. La Verdad es
una sola.
Dios indica que este hecho demuestra que éste es el último
tiempo, la última hora, que estamos cerca del momento del fin. No hay
que mirar por la ventana para buscar alguna prueba de que estamos
próximos al fin.

35
La prueba es ésta: que los anticristos que estaban mezclados
con los creyentes, que estaban unidos a ellos y actuaban como si
participaran de la verdad, ahora se han marchado porque no eran de
Cristo. Estaban íntimamente relacionados con los verdaderos creyentes
y al parecer, mostraban estar de acuerdo con la verdad que ellos creían.
Sin embargo, Dios dice que no tenían la verdad, y el hecho de que se
marcharan lo prueba así.
En 1 Timoteo 4:1 leemos: “Pero el Espíritu dice claramente que
en los postreros tiempos algunos apostatarán de la fe, escuchando a
espíritus engañadores y a doctrinas de demonios”.
Observen que las personas de las que se nos advierte en 1 Juan
apostataron de la fe y apartaron su oído del verdadero Evangelio, pero
se marcharon. Y esto, según dice este versículo, ocurriría en los
postreros tiempos. Por tanto, lo que leemos en 1 Timoteo también se
relaciona con el último tiempo al que se hace referencia en 1 Juan 2:18.
Podemos leer además en Mateo 24:5 estas palabras de Jesús:
“Porque vendrán muchos en mi nombre, diciendo: Yo soy el Cristo; y a
muchos engañarán”. Y en el versículo 11 del mismo capítulo dice: “Y
muchos falsos profetas se levantarán, y engañarán a muchos”.
Cristo anunció que habría muchos falsos Cristos que vendrían
en Su nombre, y un “falso Cristo” no es más que un “anticristo”. No es
el Cristo verdadero, es un Cristo falso y se opone a Él. Por consiguiente,
esto está de acuerdo con lo que leemos en 1 Juan 2:18 y 19.
Además, estos falsos Cristos son tan semejantes a Cristo que
engañan a muchos. En Mateo 24 se nos previene acerca de ellos en dos
ocasiones. La advertencia que Dios les dio a los verdaderos creyentes
durante el período en que la Biblia estaba siendo escrita, también nos la
da a nosotros hoy. Así como fue cierto en aquel entonces, es cierto
ahora. Tenemos, pues, que prestar cuidadosa atención a esta
advertencia y asegurarnos de que estamos siguiendo a Cristo, al
verdadero Cristo, y no a un impostor, que no es más que Satanás, el
adversario de Cristo.
Estos versículos nos muestran que Satanás es el maestro del
engaño. Sólo Cristo es la Verdad. Satanás es un mentiroso y no hay
verdad en él.
Y entonces, en 1 Juan 2:20 leemos:

20. Pero vosotros tenéis la unción del Santo, y conocéis todas


las cosas.

36
La palabra griega traducida como “unción” en este versículo
también aparece en otros pasajes, y alude literalmente a la acción de
“untar” o “frotar” con aceite.
Frotar con aceite es una acción intensiva y no un simple
rociamiento superficial. Y puesto que, según leemos aquí, es Dios quien
la lleva a cabo, se trata de una unción o frotamiento espiritual con
aceite muy importante.
Esta unción espiritual por parte de Dios se identifica con la
salvación, y es la obra que Dios realiza cuando nos hace hijos Suyos. El
frotamiento espiritual y penetrante con aceite nos muestra que la
salvación ocurre internamente y se convierte en una parte integral de
nuestra personalidad. Dios es quien la pone ahí. Es por eso que resulta
tan espectacular la figura de la salvación que Dios nos presenta aquí.
Leemos acerca de ello, por ejemplo, en 2 Corintios 1:21-22: “Y
el que nos confirma con vosotros en Cristo, y el que nos ungió, es Dios,
el cual también nos ha sellado, y nos ha dado las arras del Espíritu en
nuestros corazones”.
Este pasaje explica que somos hechos hijos de Dios porque Dios
nos escogió para Él y nos ha ungido espiritualmente. Y además, como
resultado de Su acción intensa en nuestra vida, nos ha sellado, y esa
acción es permanente. “Nos ha sellado”; es decir, ha completado en
nosotros la obra que se proponía hacer.
Pero, ¿a qué se refiere Dios cuando dice que conocemos todas
las cosas? En 1 Juan 2:20 leemos: “Pero vosotros tenéis la unción del
Santo, y conocéis todas las cosas”. ¿Cuáles son esas cosas que
conocemos?
Después de salvarnos y de ungirnos espiritualmente, Dios
comienza a enseñarnos toda la verdad. En el entorno en que nos
hallamos ahora, aprendemos las verdades que Él Mismo nos revela, y a
la vez, nos mantiene a salvo de los engañadores. Y entonces, a medida
que avancemos en el camino cristiano y obedezcamos cuidadosamente
lo que la Biblia nos dice, iremos aprendiendo más verdades de Dios.
Mientras más verdades divinas aprendamos, más protegidos estaremos
de los engañadores.
Y ahora, en 1 Juan 2:21 leemos:

21. No os he escrito como si ignoraseis la verdad, sino porque


la conocéis, y porque ninguna mentira procede de la verdad.

37
Dios nos está previniendo para que no seamos engañados. Él
Mismo nos ha preparado. Hemos oído la verdad y las mentiras; y
ahora, Dios nos dice: “pero conoceréis la verdad porque el Espíritu está
en vosotros”.
Satanás está muy activo en este mundo, pero Dios ha venido a
rescatarnos. Nos ha salvado y nos ha ungido –nos ha frotado
espiritualmente con aceite. Por consiguiente, somos posesión Suya y Él
nos mantendrá en la verdad. ¿Dónde se halla la verdad? ¡En la Biblia!
La Biblia se destaca por ser la gran dadora de la verdad y establece la
norma para la verdad. No hay otra norma para la verdad en el mundo
que sea fidedigna.
Para reconocer a los falsos profetas que engañan tenemos que
mantenernos escudriñando toda la Biblia. Si no tuviéramos la Biblia
seríamos como un barco en medio del mar sin timón ni brújula. Por
tanto, nuestra meta es ser siempre fieles a la Palabra de Dios. Si nos
dejamos engañar por las mentiras de los engañadores (los anticristos) es
porque nunca fuimos ungidos por Dios. Es decir, nunca fuimos
verdaderamente salvos.
Pero en este versículo, Dios les dice a los verdaderos creyentes
que ellos sí conocen la verdad. Ésa es la garantía que Dios les da. Si Él
les ha mostrado la verdad, ellos sabrán sin duda alguna cuál es la verdad
y no serán engañados. La Biblia fue escrita por Dios, y Él es la esencia
misma de la verdad. Recuerden Sus palabras en Juan 14:6: “Yo soy el
camino, la verdad y la vida”.
Hasta aquí, Dios nos ha prometido en este capítulo que Él nos
mantendrá en la verdad y nos protegerá de los engañadores que
anuncian en nombre de Cristo un evangelio erróneo. Y ahora, en los
próximos versículos Él va a subrayar aún más este asunto y hacerlo más
específico. En 1 Juan 2:22 leemos:

22. ¿Quién es el mentiroso, sino el que niega que Jesús es el


Cristo? Éste es anticristo, el que niega al Padre y al Hijo.

Según hemos aprendido con anterioridad, Satanás es un


mentiroso y la verdad no está en él. Eso es lo que Dios nos enseña en
Juan 8:44 y también lo llama “padre de mentira”. Lo que dice el
versículo 22 es profundo y muy serio, y Dios lo puso ahí para guiarnos y
librarnos de las mentiras de los engañadores que niegan que Cristo sea
el Salvador.

38
Hay muchos que afirman que tienen la verdad y que creen en el
Dios de la Biblia, pero cuando escuchamos con atención lo que enseñan,
nos damos cuenta de que las ideas que expresan no son bíblicas. A
partir de lo que dicen, podemos saber que tienen otra autoridad y no la
Biblia sola y en toda su integridad.
Las enseñanzas falsas son engañosas. Pueden parecer muy
hermosas y correctas, pero son una trampa de Satanás. Y como no son
verdaderas, terminan negando por completo a Dios. Estamos librando
ciertamente una recia batalla por la verdad, por tanto, tenemos que
estar bien seguros de que todo lo que decimos tiene su origen en la
verdad y nos hace progresar cada vez más en el sendero de la verdad.
Pero esto es posible únicamente si seguimos las normas y
directrices de la Biblia. Tenemos que mantenernos en la dirección
adecuada y obrar de acuerdo con lo que la Biblia nos ha enseñado. La
Palabra de Dios, la Biblia, debe ocupar el primer lugar en nuestros
pensamientos y de ella debemos depender en todo momento. Si
obedecemos las normas que hemos aprendido en la Biblia nos
libraremos de quedar atrapados por Satanás y sus mentiras.
Para precisar más este argumento, Dios declara en 1 Juan 2:23:

23. Todo aquel que niega al Hijo, tampoco tiene al Padre.


(Pero) el que confiesa al Hijo, tiene también al Padre.

Negar que el Hijo (el Señor Jesús) sea el Cristo, implicaría


necesariamente negar al Padre, porque el Padre no puede ser conocido
sin el Hijo. El Padre y el Hijo son uno solo; por tanto, creer en uno
equivale a creer en el otro, porque hay un solo Dios. Jesús dijo en Juan
10:30: “Yo y el Padre uno somos”.
Si un evangelio parece verdadero, pero niega que Cristo es el
único Salvador, entonces, ese evangelio es falso. Negar que Jesús sea el
Mesías es lo mismo que negar todo lo que tiene que ver con Dios. Un
tipo de creencia así sólo puede venir de Satanás, que es un mentiroso y
un anticristo.
El que niega al Hijo, no puede tener ni al Hijo ni al Padre. Pero
por otra parte, confesar al Hijo –es decir, reconocerlo como Hijo de
Dios- equivale a confesar al Padre, porque Dios es uno solo.
Hay personas que profesan creen en Dios el Padre, pero dicen
que Jesús no fue más que un hombre bueno –un profeta enviado por
Dios para enseñar a la gente. Con semejante afirmación, esas personas
están negando a Cristo, y por tanto, niegan también a Dios el Padre.

39
Este tipo de enseñanza es totalmente contraria a la verdad de la Palabra
de Dios, y por ende, inaceptable. Es una mentira que procede de
Satanás, el padre de mentira.
Jesucristo es Dios; ése es el resumen de todo lo que hemos
aprendido aquí. No cabe duda de que Jesús es el Hijo de Dios e igual al
Padre en todos los aspectos. Sin embargo, tenemos que admitir que no
podemos entender la relación que existe entre los miembros de la
Deidad porque ése es un misterio divino, aunque no hay duda de que
estas cosas sean ciertas.
Y para continuar nuestro estudio, leamos 1 Juan 2:24 y 25:

24. Lo que habéis oído desde el principio, permanezca en


vosotros. Si lo que habéis oído desde el principio permanece
en vosotros, también vosotros permaneceréis en el Hijo y en el
Padre.

25. Y ésta es la promesa que Él nos hizo, la vida eterna.

Dios les anuncia Su Palabra a los verdaderos creyentes, y según


dice aquí, Él los preparará para la verdad que permanecerá en ellos
eternamente.
Observen que en el versículo 24 se hace hincapié dos veces en
el mismo punto: “Lo que habéis oído desde el principio, permanezca en
vosotros” y “si lo que habéis oído desde el principio permanece en
vosotros…”. Cuando Dios repite algo, podemos estar seguros de que se
trata de un principio importante al que debemos prestar cuidadosa
atención.
Dios subraya aquí que la verdad que hemos oído desde el
principio permanecerá en nuestra vida Ninguno de nosotros podría
conocer la verdad si Dios no nos hubiera preparado para recibirla.
Pero Él garantiza que después de haber llevado a cabo esa
preparación, nos salvará y hará Su habitación en nuestros corazones, y
nosotros permaneceremos en el Hijo y en el Padre eternamente. En
otras palabras, viviremos en comunión con la Deidad –con el Padre, el
Hijo y el Espíritu Santo- y nunca más estaremos solos.
La gran promesa que Dios nos hace es que heredaremos la vida
eterna, siempre y cuando Él nos haya escogido para ser salvos. Dios nos
manifiesta la verdad, permanece con nosotros y nos da la vida eterna
por herencia. Ésa es Su magnífica promesa para los escogidos, para los
que Él eligió para que tuvieran vida eterna. Si Dios nos escogió, seremos
fieles hasta el fin.

40
Ahora bien, para que no olvidemos que estos pensamientos
maravillosos de salvación no son el resultado de la obra de los
engañadores, Dios nos recuerda otra vez en el versículo 26:

26. Os he escrito esto sobre los que os engañan.

Dios nos advierte acerca de los engañadores y nos dice que


aunque ellos traten de seducirnos con otro evangelio, no tendrán éxito.
¿Por qué? Porque no hablan en nombre de Dios sino en nombre de
Satanás. Pero Él protege a los verdaderos creyentes de este tipo de
error y nos conserva en la verdad por cuanto somos Suyos.
Y ahora, en el versículo 27, Dios hace un resumen de todo lo
que hemos aprendido y dice lo siguiente:

27. Pero la unción que vosotros recibisteis de Él permanece en


vosotros, y no tenéis necesidad de que nadie os enseñe; así
como la unción misma os enseña todas las cosas, y es
verdadera, y no es mentira, según ella os ha enseñado,
permaneced en Él.

Dios nos ungió y nos dio la salvación, permanece en nosotros y


nos enseña la verdad. Y además, continuará enseñándonos todo lo que
compete a la verdad y nosotros permaneceremos en Él.
Dios hace hincapié repetidamente en nuestra permanencia en
Él. ¡Qué consuelo tan precioso! No hay nada que pueda ser más
maravilloso que permanecer en Cristo, porque eso significa que Él es
todo para nosotros. Él anda con nosotros y nos mantiene a cubierto de
las mentiras. Por medio de Su Palabra, Dios nos enseña la verdad en lo
íntimo de nuestro corazón, y nos asegura que somos Sus hijos y que
algún día viviremos con Él por toda la eternidad. Ésa es la grandiosa
promesa que recibimos los verdaderos creyentes.
Y ahora, hemos llegado a los dos versículos finales del capítulo 2
de 1 Juan –un capítulo en el que hemos aprendido muchas verdades
bíblicas importantes.
En 1 Juan 2:28-29 leemos:

28. Y ahora, hijitos, permaneced en Él, para que cuando se


manifieste, tengamos confianza, para que en Su venida no nos
alejemos de Él avergonzados.

41
29. Si sabéis que Él es justo, sabed también que todo el que
hace justicia es nacido de Él.

Recuerden que ante los ojos de Dios, nosotros somos


semejantes a niños pequeños, y como tales, tenemos mucho que
aprender acerca de las cosas del Señor, y para enseñárnoslas, Él se vale
de Su Palabra.
En este capítulo, Dios ha hecho hincapié repetidamente en la
importancia que tiene nuestra permanencia en Cristo. Los verdaderos
creyentes moramos en Cristo, y si nuestra relación con Él es correcta,
andamos con Cristo paso a paso.
Pero, ¿cómo podemos estar seguros de que nuestra relación
con Cristo es correcta? Para responder a esta pregunta, debemos
recordar lo que aprendimos en 1 Juan 2:3: “Y en esto sabemos que
nosotros Le conocemos, si guardamos Sus mandamientos”.
¡Ésa es la prueba! ¿Obedezco constantemente la Palabra de
Dios? Mi vida debe dar testimonio de mi relación con Él y por tanto, no
debe haber nada en ella que Le resulte desagradable.
Y en 1 Juan 2:6 leemos: “El que dice que permanece en Él, debe
andar como Él anduvo”.
Ésta es la clave: “andar como Jesús anduvo”. Es decir,
comportarnos de una manera que sea del agrado de Dios en todos los
aspectos. Jesús es nuestro ejemplo constante de santidad y de justicia,
y además, es nuestro compañero inseparable.
En el versículo 28, Dios proyecta Su mirada hacia el futuro y
contempla el día del regreso de Cristo al fin del mundo. Este versículo
deja bien claro que Él vendrá. Leámoslo de nuevo: “Y ahora, hijitos,
permaneced en Él, para que cuando se manifieste, tengamos
confianza, para que en Su venida no nos alejemos de Él avergonzados”.
¡Qué glorioso será ese día en el que veremos a nuestro
Salvador! ¡Ojalá que en ese día no tengamos que alejarnos de Él
avergonzados por la manera en que vivimos aun siendo cristianos!
Necesitamos, pues, estar seguros de que somos hijos de Dios y estamos
preparados para encontrarnos con Él.
Ahora bien, aunque seamos hijos de Dios, tenemos que luchar
con el pecado en nuestra vida. Sin embargo, si pertenecemos a Cristo,
sabemos que hemos sido perdonados, que moramos en Él y que Él nos
mantiene en el sendero de la rectitud y de la justicia. Es absolutamente
imposible vivir de manera recta y justa separados de Cristo.

42
Pero la rectitud y la justicia que pueda haber en nosotros es
producto de la rectitud y de la justicia de Cristo. No podemos
atribuirnos ningún mérito por esas cosas porque es el Propio Cristo
quien las ha puesto en nosotros. Somos rectos y justos por medio de
Cristo y de Su rectitud y Su justicia. Podemos vivir en rectitud y en
justicia únicamente si nacemos de Él. Eso es lo que nosotros llamamos
“nacer de nuevo”.
En Romanos 6:18, Dios dice lo siguiente con respecto a los
verdaderos creyentes: “Y libertados del pecado, vinisteis a ser siervos
de la justicia”. Eso es equivalente a decir que Dios nos hizo siervos
Suyos en el momento en que nos salvó de nuestros pecados y entramos
a formar parte de Su Reino.
Antes que Dios nos salvara, éramos siervos del pecado, pero Él
nos libertó. Es decir, el pecado ya no tiene dominio sobre nosotros
porque ahora pertenecemos a Cristo. Y el final que nos aguarda es la
vida eterna. Todos los verdaderos creyentes pueden desear
vehementemente ese futuro tan glorioso –a saber, vivir con Cristo en la
eternidad por los siglos de los siglos.

Capítulo 3

En los primeros dos capítulos de 1 Juan que ya examinamos


hemos aprendido algunas verdades maravillosas con respecto a nuestra
relación con Dios. Y ahora, comenzaremos a analizar el próximo
capítulo. En 1 Juan 3:1 leemos estas palabras que proceden de la boca
de Dios:

1.Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos


llamados hijos de Dios; por esto el mundo no nos conoce,
porque no Le conoció a Él.

“¡Mirad!”, Dios emplea un imperativo para llamar nuestra


atención. Quiere que escuchemos con cuidado porque es Él quien va a

43
hablarnos: “¡Cuál amor nos ha dado el Padre!”; es decir, ¡cuánto amor
Él les ha dado a Sus hijos gratuitamente!
Es por causa de Su inmenso amor que podemos ser llamados
hijos de Dios. Por tanto, el amor que Dios nos ha dado es el amor más
grande que Él podía mostrarnos. ¿Qué somos nosotros? Pecadores
pobres y miserables que no merecemos más que la muerte, pero Dios,
por Su infinito amor y Su misericordia, y a pesar de nuestra naturaleza
pecaminosa, nos adoptó para que fuéramos hijos Suyos y nos hizo parte
de Su familia. De esa manera, el honor que Dios nos ha concedido es el
mayor honor que nosotros podíamos recibir.
Podemos leer más acerca de esta adopción en Romanos 8:14-
16, donde Dios nos dice estas maravillosas palabras:

Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, estos
son hijos de Dios. Pues no habéis recibido el espíritu de
esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis
recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba,
Padre! El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de
que somos hijos de Dios.

Pero el mundo incrédulo es incapaz de comprender esta


dimensión de amor porque no tiene ninguna relación con Cristo ni con
Dios el Padre, y por tanto, no Lo conocen. En consecuencia, tampoco
pueden conocer a los verdaderos creyentes –ni nos conocen ni nos
comprenden. Hay una sima muy grande entre los verdaderos creyentes
y los que no son capaces de entender este concepto.
Desde el punto de vista del mundo, los cristianos somos dignos
de lástima. Las personas del mundo, en su gran mayoría, no pueden
entender las normas divinas que seguimos los cristianos y que nos
reportan un gozo y una felicidad tan enormes, y por ese motivo, piensan
que nosotros nos perdemos los placeres que el mundo ofrece. No
comprenden que la fuente del gozo para el hijo de Dios es el Propio
Cristo y la Palabra de Dios, y no los placeres mundanos.
Para los verdaderos creyentes, no hay mayor gozo que saber
que somos hijos de Dios. Ése, ¡claro está!, es un gozo muy distinto del
gozo que el mundo puede dar. Nosotros, sin embargo, podemos
dirigirnos a Dios y llamarle Padre Celestial, y además, somos miembros
de la familia divina y participamos de todo lo que eso conlleva.
Prosigamos entonces nuestro estudio con 1 Juan 3:2, donde
leemos lo siguiente.

44
2. Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha
manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando
Él se manifieste, seremos semejantes a Él, porque Le veremos
tal como Él es.

Aunque todavía estemos viviendo en esta tierra llena de pecado


y tengamos cuerpos pecaminosos, si Dios nos ha salvado, ya somos hijos
Suyos. Dios nos ama, Él es nuestro Padre, y por Su gran amor, nos
reconoce por hijos. Eso, de por sí, ya es sumamente maravilloso. Es
decir, entre nosotros existe una relación de Padre a hijos y esa relación
permanecerá para siempre.
Pero, ¡hay más! Dios nos dice aquí que “aún no se ha
manifestado lo que hemos de ser”, y con esa expresión, nos está
informando que un día seremos transformados en algo mucho mejor,
porque “seremos semejantes a Él” –semejantes a Cristo. Pero, ¿qué
significa eso?
Vamos a buscar ayuda en la Biblia para responder a esta
pregunta. En Filipenses 3:20-21, Dios nos dice: “… el Señor Jesucristo…
transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea
semejante al cuerpo de la gloria Suya”.
Por más hermoso y perfecto que pueda parecer desde el punto
de vista físico, nuestro cuerpo es vil si lo comparamos con el cuerpo
glorioso y sumamente bello que Dios nos dará cuando seamos
transformados, y que será semejante al de Cristo. ¿Cuándo ocurrirá
eso? En 1 Corintios 15:51-53 leemos:

He aquí, os digo un misterio: No todos dormiremos, pero


todos seremos transformados, en un momento, en un abrir y
cerrar de ojos, a la final trompeta; porque se tocará la
trompeta, y los muertos serán resucitados incorruptibles, y
nosotros seremos transformados. Porque es necesario que
esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista
de inmortalidad.

En otras palabras, Dios nos dará un cuerpo nuevo y perfecto


porque vamos a vivir con Cristo eternamente. Esta transformación
tendrá lugar en el momento en que Cristo regrese y reúna a todos Sus
elegidos –es decir, a todas las personas que han llegado a ser salvas, y
que por esa razón, pasarán toda la eternidad con el Señor Jesús.
“Cuando Cristo se manifieste, seremos semejantes a Él, porque
Le veremos tal como Él es”. Aunque no podamos entender la magnitud

45
de esta afirmación, lo que ocurrirá a partir del momento en que Él se
manifieste, será sin duda sobremanera glorioso.
Esa “manifestación de Cristo” sólo puede referirse al día de Su
venida en el momento del fin. Y puesto que es posible conocer algo
acerca de ese día, sería una buena idea revisar algunos pasajes de las
Escrituras para averiguar qué información Dios nos ha dado en Su
sabiduría.
En 1 Corintios 13:12 leemos: “Ahora vemos por espejo,
oscuramente; mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en
parte; pero entonces conoceré como fui conocido”.
A Cristo no podemos verlo ahora. Sabemos mucho acerca de Él
por medio de Su Palabra, pero todavía tenemos que andar por fe y no
por vista. Sin embargo, llegará un día cuando Lo veremos cara a cara,
tal y como Él es, y Lo conoceremos perfectamente. Ése será el día
glorioso de nuestra reunión con Él. ¡Regocijémonos!
Al presente, no entendemos estas cosas. Leemos con respecto
a ellas y nos quedamos perplejos, pero el hecho es que todo va a
suceder tal y como Dios lo ha declarado. Él nos ha dado estas promesas
tan gloriosas para que los verdaderos creyentes nos aferremos a ellas.
Los creyentes fieles que han muerto ya están junto con Cristo en
el cielo. La Biblia nos dice que en el mismo instante en que nos
ausentamos del cuerpo estamos presentes ante el Señor (2 Corintios
5:8), y ese conocimiento nos reporta un gran consuelo. Algunos de
nuestros seres queridos ya han muerto. ¿Dónde están? Si eran
verdaderos creyentes, están ahora con Cristo disfrutando de todas estas
bendiciones de las que estamos hablando. Por otra parte, cuando Cristo
regrese, cada creyente que aun esté vivo, Lo verá. Pero, ¿cuándo
regresará el Señor para reunir a todos Sus elegidos? Ésa es la pregunta
que resuena en nuestra mente en todo momento, pero no podemos
saberlo, ni tampoco necesitamos saberlo. Dejémosle ese asunto al
Señor Jesucristo. Él sabe lo que va a hacer y vendrá cuando todo esté
listo. Mientras tanto, esperemos en el Señor, sabiendo que Él tiene el
control absoluto de esta situación –del hecho en sí y del momento en
que habrá de tener lugar. Nuestra parte es esperar en Él. No obstante,
sí sabemos que será algo sobremanera glorioso, y que todo aquello en
lo que podamos pensar que haya sido glorioso en el pasado no es nada
en comparación con la gloria de ver a Cristo tal como Él es; y es así
como ocurrirá.
Ahora bien, podríamos suponer que, como elegidos de Dios,
tenemos derecho a saber. Por algún tiempo, yo creí firmemente que sí
podíamos conocer la fecha de la venida de Cristo, pero estaba

46
equivocado, al igual que muchas otras personas. Estábamos exigiéndole
demasiado a Dios. Él, pues, tuvo que humillarnos y ponernos de nuevo
en el sitio que nos correspondía, porque aún estamos viviendo en este
mundo. Sin embargo, le damos gracias a Dios porque lo que sabemos
es todo lo que debemos saber los seres humanos.
El horario de Dios es perfecto y todo ocurrirá de acuerdo con él.
Saber eso es suficiente. Los hijos de Dios también podemos aguardar Su
venida, y puesto que Él siempre cumple Sus promesas, nosotros
sabemos que Él vendrá, y no tenemos que pedir nada más. Démosle
gracias por Sus promesas y esperemos con paciencia mientras
disfrutamos plenamente de la dicha de ser hijos de Dios. ¡Qué
maravilloso es que podamos contarnos entre los elegidos de Dios!
En Mateo 24, por ejemplo, Dios afirma en varias ocasiones que
no podemos conocer el momento de Su regreso. En el versículo 36
leemos: “Pero del día y la hora nadie sabe, ni aun los ángeles de los
cielos, sino sólo mi Padre”.
Y en el versículo 44: “Por tanto, también vosotros estad
preparados; porque el Hijo del Hombre vendrá a la hora que no
pensáis”.
Lo que la Biblia nos enseña es que estemos preparados para el
regreso de Cristo. ¿Cómo? Viviendo en esta tierra de un modo que sea
agradable a Dios, conscientes de que algún día todos los verdaderos
creyentes estarán con Él por toda la eternidad. ¿Podría acaso haber
algo más glorioso que eso? Para los verdaderos creyentes el futuro es
glorioso porque esperamos ver cara a cara a nuestro Salvador.
Y con ese futuro por delante, tenemos esperanza.
Prosigamos ahora nuestro estudio leyendo 1 Juan 3:3:

3. Y todo aquel que tiene esta esperanza, se purifica a sí


mismo, así como Él es puro.

Esta esperanza es en Él –en Cristo. Tenemos esperanza ante


todo en el Señor Jesucristo. Él es nuestra esperanza siempre. Pero esta
esperanza que Dios ha puesto dentro de nosotros se amplía hasta
sobrepasar nuestras expectativas. Se convierte entonces en una
realidad interna y se expresa hasta el punto de hacernos esperar ser tan
puros como Cristo, por cuanto somos Sus hijos. Nosotros hemos nacido
espiritualmente de Él. Cristo es la fuente suprema de la purificación, la
causa de nuestra purificación. Todos los que hemos sido adoptados en
la familia de Dios somos hijos de Dios, y por tanto tenemos que ser tan
puros como Cristo. Él es –repito- la fuente suprema de la purificación.

47
Los hijos de Dios anhelamos poseer la gloria de Cristo en la
eternidad, pero mientras estamos en este mundo, vivimos en esperanza
y necesitamos que esa gloria de Cristo se ponga de manifiesto en
nuestra vida continuamente. Bajo el cuidado y la mirada atenta de
nuestro Salvador Jesús y con nuestra esperanza puesta en Sus promesas,
nos sentimos estimulados para clamar a Él; y cuando lo hacemos con
entera libertad, Dios hace la provisión que necesitamos y nos ayuda a
ser tan puros como Cristo.
Cristo nos ha dado una promesa gloriosa, a saber, que “cuando
Él se manifieste, seremos semejantes a Él”. Pero mientras esperamos la
llegada de ese bienaventurado y formidable día, tenemos que
esforzarnos por ser tan semejantes a Cristo como nos sea posible. Ésa
es la naturaleza de los hijos de Dios. Nuestro deseo es ser cada vez más
semejantes a nuestro Maestro, más semejantes a nuestro Salvador, para
que Él pueda hacerse visible en nosotros. Queremos que la pureza de
Cristo se haga visible en nosotros. Y al hablar de pureza, estamos
refiriéndonos a cada aspecto de Su vida. Es necesario, pues, que esa
pureza se desborde en nosotros. Ése es el deseo intenso de los hijos de
Dios.
Sin embargo, mientras luchamos por alcanzar la pureza de
Cristo, tenemos que enfrentamos al cuadro feo del pecado, según
leemos en el próximo versículo -1 Juan 3:4:

4. Todo aquel que comete pecado, infringe también la ley;


pues el pecado es infracción de la ley.

“Todo aquel que comete pecado”. ¿Me incluye eso a mí? ¿Hay
acaso algún pecado en mi vida? Todos sabemos que tenemos que
acudir constantemente a nuestro Salvador y suplicarle que nos perdone,
porque el pecado nos rodea y nos tienta, y aunque no lo deseemos, el
pecado siempre nos perturba.
Todos somos pecadores, ¿no es cierto? Y nadie puede decir que
el pecado sea bueno. Un hecho al que todos tenemos que enfrentarnos
es que el pecado siempre está al acecho y listo para hacernos presa
suya. Por ese motivo, nuestra oración continua ha de ser: “Señor,
guárdame del pecado”. Y puesto que toda transgresión de la ley de Dios
es pecado, debemos habituarnos a recurrir constantemente a la ley de
Dios y tratar de entenderla para evitar que el pecado se nos pegue y se
ponga de manifiesto en nosotros. El pecado debe desaparecer.
Mientras más nos esforcemos por vivir para Cristo, más grande será
nuestro deseo de hacer la voluntad de Dios, y menos visible se hará el

48
pecado en nuestra vida. Debemos anhelar lo que dice el coro: “Que la
hermosura de Cristo pueda verse en mí”.
En Romanos 3 Dios afirma que “por medio de la ley es el
conocimiento del pecado”. Se trata, por supuesto, de la ley de Dios, la
Biblia, que es el libro de la ley de Dios. Y cuando analizamos este libro
con cuidado, con un corazón y una mente abiertos y con un deseo
ardiente de ser más semejantes al Maestro, entonces, entendemos la
ley, y nos damos cuenta de que lo que Dios está diciendo se refiere a
nosotros y no queremos que haya ningún pecado en nuestra vida. Con
ese fin, debemos y tenemos que acudir constantemente a nuestro
Salvador y pedirle que nos ayude a andar con más fidelidad.
Y no sólo eso, sino que en Santiago 2:10 también leemos:
“Porque cualquiera que guardare toda la ley, pero ofendiere en un
punto, se hace culpable de todos”.
Lo que dice ahí parece muy desalentador porque ¿quién puede
guardar toda la ley perfectamente? ¡Nadie! Y en ese caso, según afirma
este versículo, todos somos culpables de quebrantar toda la ley de Dios.
¿Es así acaso como debemos entenderlo? En realidad, el propósito de
Dios con esas palabras es recordarnos la necesidad que tenemos de
acudir a Cristo.
Vivimos en un mundo lleno de pecado y no debe sorprendernos
si de vez en cuando nos vemos enredados en él. Sin embargo, es
maravilloso saber que cada vez que nos sentimos culpables delante de
Dios, podemos clamar a Él, pedirle perdón y tener la seguridad de que
nuestro pecado ha sido perdonado. Cristo tiene misericordia de los
pecadores y nos ayudará a guardar la ley de Dios con mayor perfección.
Nuestro deseo es asemejarnos a Cristo tanto como nos sea
posible, pero no podemos vivir sin pecado a menos que Cristo nos
ayude. No obstante, sabemos que Él está siempre con nosotros y
podemos darle gracias por ayudarnos a andar, cada vez más, como Él
Mismo anduvo. Necesitamos, pues, que Cristo nos ayude y nos
fortalezca. Es ahí donde la oración entra a jugar su papel. Por tanto, no
dudemos jamás de orar, pero no podemos hacerlo con altanería, sino
con humildad, pidiéndole constantemente que tenga misericordia de
nosotros. El Señor Jesús, que es el Dios eterno, es el Único que puede
ayudarnos, y lo hará, para que andemos de la manera que realmente
agrada a Dios. Podemos estar seguros de ello.
Pues bien, aquí se nos recuerda la necesidad que tenemos de
acudir a Cristo para pedirle que elimine nuestra culpa y nos dé nuevas
fuerzas para andar de un modo que sea totalmente grato a Dios. Estos
versículos nos aseguran que tenemos que acudir a Cristo. No debemos

49
ni siquiera suponer que en nosotros está la fuerza que necesitamos.
¡No!, tenemos que recurrir a Cristo y pedirle que nos ayude, y Él nos
ayudará. Sólo Él puede eliminar la culpa de nuestro pecado. Nosotros
no podemos hacerlo.
Pero, ¡qué garantía tan grande tenemos! Cristo nunca nos
dejará ni nos desamparará (Hebreos 13:5). Cuando clamamos a Él en
nuestra desesperación, Él está ahí para ayudarnos. Este conocimiento
tan maravilloso produce un cambio total en nuestra vida.
Cristo es el Único que puede efectuar la remoción final de
nuestro pecado y ayudarnos a vivir de un modo que sea grato a Dios. Él
es nuestro Salvador; por consiguiente, la solución lógica y maravillosa
para el problema de nuestro pecado es acudir a Él. Cuando
aprendemos a hacerlo sin vacilación y Le exponemos nuestra necesidad,
Él siempre está ahí para ayudarnos y para fortalecernos. Pidámosle
entonces Su perdón y Su justicia.
La Biblia nos muestra a dónde debemos dirigirnos –a los pies de
Cristo para pedirle misericordia. Cristo es el dador de la misericordia.
Esto se hace claramente patente en 1 Juan 3:5, donde leemos:

5. Y sabéis que Él apareció para quitar nuestros pecados, y no


hay pecado en Él.

Según el programa de Dios, Cristo, nuestro bendito Salvador, es


la única fuente de la salvación. Dios dice en este versículo que Él –es
decir, Cristo- apareció para quitar nuestros pecados. Dios expuso Su
programa de salvación en Su Palabra, la Biblia.
No olvidemos nunca la excelsitud del amor de Dios al proveer
salvación para nosotros. Si no dependemos de Cristo, seremos
eliminados y permaneceremos siendo pecadores. Pero podemos acudir
a Él con un corazón quebrantado y contrito y reconocer que no
merecemos en lo más mínimo la salvación, sin olvidar jamás que la
grandeza del amor de Dios se manifestó y proveyó salvación y perdón
para nosotros. No podemos entenderlo, pero sí sabemos que Cristo
vino para salvarnos. Él es el Salvador y no hay otro.
Cristo es el Único que puede quitar nuestros pecados porque Él
es el Único que no tiene pecado. El amor de Cristo por Su pueblo es
increíblemente asombroso. Aunque no podamos comprenderlo, sí
sabemos que cuando recibimos Su amor, ese amor cambia todos los
aspectos de nuestra vida y somos hechos nuevas criaturas en Cristo.
Además, Cristo es nuestra gran esperanza cuando, a pesar de
nuestro deseo de ser puros, hemos cometido pecado. Queremos ser

50
puros, pero esa pureza sólo podemos recibirla de Cristo cuando
acudimos a Él. Si sabemos que Él ha perdonado nuestros pecados,
pongamos todo a Sus pies y aferrémonos a Sus promesas.
Y ahora, para continuar nuestro examen de 1 Juan 3, vamos a
leer en los versículos que siguen algunas palabras muy sorprendentes
que debemos analizar con mucho cuidado.
En 1 Juan 3:6 dice lo siguiente:

6. Todo aquel que permanece en Él, no peca; todo aquel que


peca, no Le ha visto, ni Le ha conocido.

A continuación, vamos a saltar al versículo 9, y dejaremos para


después los versículos 7 y 8.

9. Todo aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado,


porque la simiente de Dios permanece en él; y no puede
pecar, porque es nacido de Dios.

Pues bien, he leído estos dos versículos porque ambos parecen


indicar que si permanecemos en Cristo, ya no somos pecadores. Es
decir, que una vez que somos salvos, no volvemos a pecar. A simple
vista, eso es lo que dicen estos versículos.
Pero nos consta absolutamente que ésa no puede ser la
explicación correcta. Ninguno de los que profesamos ser cristianos
puede decir con honestidad: “Yo no tengo pecado. Desde que soy
cristiano, no peco”. El pecado está presente en nuestra vida y en la vida
de los demás cristianos. Por consiguiente, debe haber otra explicación.
Los verdaderos creyentes tenemos una relación de amor con
Cristo y con nuestro Padre Celestial. Conocemos a Cristo y Él también
nos conoce de manera muy íntima. Además, si somos salvos, no vamos
a ser juzgados por nuestros pecados porque Cristo ya pagó por ellos y
los cubrió con Su sangre. Ya no estamos sujetos a la esclavitud del
pecado porque ahora somos siervos de Dios.
Sin embargo, ¿a qué se refiere este pasaje cuando afirma que
nosotros “no pecamos” o “no practicamos el pecado”? El pecado es
precisamente aquello contra lo que tenemos que luchar en todo
momento, pero por mucho que aborrezcamos descubrir algún pecado
en nuestra vida, éste continúa apareciendo. Es una batalla constante.
Entonces, ¿cómo podemos interpretar lo que dicen estos versículos tan
difíciles?

51
El ser humano consta de dos partes: cuerpo y alma. Y con
respecto a esto, hay algo que debemos entender. Cuando Dios nos
salva, nos da un alma nueva y resucitada, y esa alma nueva es perfecta y
no tiene pecado. Por tanto, en nuestra vida ocurre algo maravilloso,
algo eterno, algo que trasciende toda compresión humana, y alabamos
a Dios porque sabemos que sólo Él pudo hacerlo así.
Para referirse a esta experiencia, Dios habla a veces de nuestra
“alma” y otras de nuestro “corazón”, como por ejemplo, en Ezequiel
36:26-27 donde Él describe el proceso de la salvación y dice lo siguiente:

Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de


vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os
daré un corazón de carne. Y pondré dentro de vosotros mi
Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis
preceptos, y los pongáis por obra.

Lo que Dios describe en este pasaje es un acto espiritual, y


habla de remplazar nuestro antiguo corazón lleno de pecado por un
corazón nuevo. Además, en el momento de la salvación, Él pone Su
Espíritu dentro de nosotros. Es decir, el Espíritu Santo hace Su morada
en nuestro ser. Decimos entonces que hemos “nacido de nuevo” o que
hemos “nacido de Dios”. Esto, claro está, no es algo que podamos ver ni
observar porque es un acto espiritual realizado por Dios. Pero sí son
observables los resultados del mismo cuando comenzamos a vivir para
Cristo.
Esta alma nueva y resucitada tiene vida eterna, y nunca habrá
de morir. Por consiguiente, en lo que se refiere a nuestra existencia
espiritual, sí podemos decir que somos perfectos y que no tenemos
pecado. Es en esa alma nueva que “no pecamos ni practicamos el
pecado”. Si nos atrevemos a hablar así es únicamente por lo que
leemos en la Biblia, el Libro de Dios. No lo leímos en ningún comentario
ni es el concepto de alguna persona con respecto a la salvación, sino
que lo leemos en la Biblia.
Pero esta alma está unida a un cuerpo terrenal que no es
perfecto. En lo tocante a la verdad, es preciso exponer siempre toda la
verdad, y aunque haya algunas cosas que no nos agrade decir, tenemos
que decirlas por cuanto son ciertas. Es por eso que decimos que esta
alma está unida a un cuerpo terrenal, y en consecuencia, no estamos
exentos de pecado. Mientras vivamos en este mundo lleno de pecado,
nuestro cuerpo no puede llegar a ser perfecto. Sigue siendo una parte

52
integral de nuestra personalidad y a causa de él, suceden cosas que no
entendemos. Pero sí sabemos que en el momento de la salvación algo
sobremanera maravilloso ocurrió en nuestra vida porque recibimos un
alma nueva, a pesar de estar viviendo todavía en esta tierra llena de
pecado y tener un cuerpo pecador que nos arrastra al pecado.
En esto consiste la lucha. Tenemos un alma viva y perfecta que
forma parte de nuestra personalidad junto con un cuerpo pecador. No
quisiéramos que fuera de ese modo, pero es así como Dios lo ha
determinado. El Apóstol Pablo escribió acerca de esto en Romanos 7,
donde él se lamenta de la batalla que se está librando dentro de él.
En Romanos 7:22-25 leemos:

Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios;


pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra le ley
de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que
está en mis miembros. ¡Miserable de mí!, ¿quién me librará
de este cuerpo de muerte? Gracias doy a Dios, por Jesucristo
Señor nuestro. Así que, yo mismo con la mente sirvo a la ley
de Dios, mas con la carne a la ley del pecado.

Esa declaración del Apóstol Pablo lo expresa con toda


franqueza. ¿Por qué seguimos luchando con el pecado? ¿Por qué no
podemos dejar de pecar de una vez y por todas? Nuestra alma viva no
desea pecar pero nuestro cuerpo nos arrastra al pecado, y eso hace que
dentro de nosotros se esté librando de continuo una batalla
encarnizada.
Sin embargo, aunque sí podemos alcanzar la victoria sobre el
pecado en algunos aspectos, la victoria definitiva no la tendremos hasta
que lleguemos al Cielo. Cuando entremos en el Cielo, nuestra vida
sobre la tierra habrá terminado y habremos dejado atrás nuestra
naturaleza humana. Pero mientras estemos aquí, debemos andar con
sumo cuidado para evitar el pecado y la tentación, y si bien es cierto que
podemos evitar el pecado hasta cierto punto, aun caemos con
frecuencia y eso hace nos hace sentir muy mal. Pero, ¡qué maravilla!,
podemos acudir a nuestro Salvador tantas veces como sea necesario.
Las promesas de Dios nos aseguran que somos posesión Suya, y
por consiguiente, podemos albergar la esperanza de que Él domine el
pecado en nuestra vida. Esto es lo que podemos entender de estos
versículos en cuanto a que “no cometemos pecado”. En realidad, ése no
es más que un aspecto del cuadro. En la existencia del alma nueva y
resucitada que recibimos en el momento de la salvación no podemos

53
pecar. Pero el gran problema todavía persiste porque tenemos un
cuerpo que conserva su antigua naturaleza pecaminosa.
Ahora bien, éste es un asunto espiritual y por tanto, no
podemos entenderlo. Es un concepto espiritual y Dios no nos ha dado
capacidad para entender todas las cosas espirituales. En otras palabras,
todavía estamos creciendo en gracia y en el conocimiento de las cosas
que Cristo quiere que sepamos. Por consiguiente, tenemos que andar
por fe, con nuestros ojos fijos en Cristo, nuestro Salvador, y esperar a
que Él nos dé la fortaleza, las razones y todo lo que necesitamos para
que, con el paso del tiempo, nuestra vida se torne cada vez más
agradable a Él.
Y ahora, vamos a regresar a 1 Juan 3:7, donde leemos lo
siguiente:

7. Hijitos, nadie os engañe; el que hace justicia es justo, como


Él es justo.

Ante todo, Dios nos coloca es la categoría que nos corresponde


y nos llama “hijitos” (es decir, “niños”). Ante los ojos de Dios, no somos
maestros del conocimiento que lo saben todo, sino “niños”. Las
preguntas que nos hace nuestro hijo de 3 años son muy simples porque
su conocimiento es muy reducido, y por lo general, nuestras respuestas
son muy sencillas porque sabemos que su mente es aún pequeña y
deseamos que él entienda algo de lo que decimos.
Así mismo, cuando Cristo viene en nuestra ayuda, debemos
darle gracias en lo profundo de nuestra alma por tratarnos como niños.
En nosotros no hay ningún conocimiento, pero Él nos enseña poco a
poco. Somos niños pequeños, y como tales debemos desear que Jesús
nos enseñe. Aunque seamos adultos, a los ojos de Cristo no somos más
que niños, y por ese motivo, debemos acudir a Él con mucha humildad y
escucharle con atención, sin aires de superioridad, cuando Él nos ofrece
alguna enseñanza de la Palabra de Dios. Tenemos que prestar
cuidadosa atención.
El primer paso es la humildad. Cuando aprendemos a ser
humildes –lo cual es todo un proceso- somos capaces de distinguir la
verdad del error, y a partir de ahí, comienza nuestro entrenamiento
espiritual.
Por naturaleza, estamos espiritualmente destituidos de todo
conocimiento, pero debemos estar dispuestos a aprender. Hay muchas
personas que dicen que quieren aprender, pero en lo profundo de su
corazón lo que realmente quieren es decirles a los demás lo que ellas

54
saben de Cristo. Sin embargo, nuestro deseo ha de ser conocer todo lo
que nos sea posible acerca de Cristo. Él es lo más importante.
Espiritualmente hablando, en lo tocante a un tema tan primordial como
el Señor Jesús, no somos más que niños pequeños.
Es ahora que tenemos que practicar la humildad. Por
naturaleza, ningún ser humano es humilde. Pensamos que somos algo,
aunque en realidad no es así. Pero para poder aprender de Dios
debemos recurrir a la Biblia y leerla con más cuidado, con más paciencia
y con más frecuencia. La Biblia debe ser nuestra guía y nosotros
tenemos que prestar atención a lo que leemos en ella. Ése es un buen
punto de partida.
Para recibir las buenas nuevas que se hallan en la Biblia es
preciso que escuchemos cada vez con más cuidado lo que nos dice la
Palabra de Dios. No pensemos ni por un instante que por el hecho de
leer la Biblia con tanta frecuencia, ésta ya no tenga nada más que
enseñarnos, porque nunca serán demasiadas las veces que nos
detengamos a escuchar lo que Dios tiene que decirnos en Su Palabra.
Y entonces, lo primero que debemos hacer es examinar nuestra
vida a la luz de la Palabra de Dios. ¿Hay algún pecado en mí? Me
quedaría asombrado si alguien me dijera que después de analizar su
vida, no descubrió ningún pecado en ella. El pecado siempre está al
acecho, esperando para atacarnos y crearnos problemas. Por tanto, no
dudemos nunca de clamar a Dios tantas veces como sea necesario.
Espero que nadie los engañe, porque si el deseo de vuestros corazones
es escuchar lo que dice el Señor Jesús, donde mejor pueden escucharlo
es en la Biblia.
Muchas personas alardean de hacerlo todo a la manera de Dios
porque, según dicen, leen la Biblia constantemente y por tanto, no
cometen muchos pecados. Pero, ¿es eso realmente cierto? Tenemos
que analizarnos con honestidad y examinarnos con sumo cuidado, y
pedirle a Dios que nos dé fuerzas porque Él no puede usarnos si primero
no nos prepara. Ése es el punto de partida. Roguémosle, pues, que
tenga misericordia de nosotros y nos ayude a hacerlo todo conforme a
Su voluntad.
Para llegar a esta meta, no existen atajos.
Pasemos ahora a 1 Juan 3:8. A primera vista, lo que dice este
versículo parece muy claro, pero, según hemos aprendido, la Biblia es a
veces muy compleja.
En 1 Juan 3:8 leemos:

55
8. El que practica el pecado es del diablo; porque el diablo
peca desde el principio. Para esto apareció el Hijo de Dios,
para deshacer las obras del diablo.

Pues bien, todos sabemos quién es el diablo. La Biblia lo llama


“diablo”, “Satanás”, “el inicuo” o “el maligno”. En algunas ocasiones se
refiere a él como un gran dragón o una serpiente. Sin duda, el diablo es
el ser que introdujo el pecado en el mundo en el Huerto de Edén. Es el
gran adversario de Dios, y la Biblia habla mucho acerca de él.
En este versículo Dios afirma que el diablo pecó desde el
principio. No sabemos con exactitud en qué momento Satanás y sus
ángeles se rebelaron contra Dios, pero sí sabemos que el inicuo Satanás
entró en el Huerto de Edén al principio del mundo y engañó a Adán y a
Eva con sus mentiras. Y entonces, con propósitos que sólo Dios conoce,
Él le dio a Satanás el gobierno de esta tierra maldita por el pecado.
En Juan 12:31, Dios llama a Satanás “el príncipe de este
mundo”, y en 2 Corintios 4:4, “el dios de este siglo”. En Su sabiduría
infinita, Dios permitió que Satanás operara en este mundo dentro de los
límites que Él Mismo le marcó, mientras llevaba a cabo el plan de
elección divina para los seres humanos.
Nosotros sabemos que Satanás gobierna a los incrédulos, pero
¿ejerce él algún poder sobre los verdaderos creyentes? Si los
verdaderos creyentes pertenecen al Reino de Dios y ya no sirven a
Satanás, ¿qué ocurre cuando caen en pecado? Si los verdaderos
creyentes estamos revestidos de la justicia de Cristo, ¿podemos ser
atrapados por el diablo?
De hecho, Dios nos advierte que estemos atentos y nos
cuidemos de Satanás. Es posible que pensemos que no corremos
ningún peligro una vez que Dios nos salva. Sin embargo, Él nos hace una
fuerte advertencia en Efesios 6 y nos ordena que nos revistamos de toda
la armadura de Dios.
En Efesios 6:11, Dios nos dice: “Vestíos de toda la armadura de
Dios, para que podáis estar firmes contra las asechanzas del diablo”.
La palabra “asechanzas” significa engaños o trampas. El diablo es el
maestro del engaño y un mentiroso. ¡No piensen jamás que es un
enemigo sin importancia!
Y continúa diciendo en Efesios 6:12: “Porque no tenemos lucha
contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades,
contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes
espirituales de maldad en las regiones celestes”. Dios está hablando

56
aquí del poder del diablo. Y entonces, el versículo 16 afirma que es
preciso apagar “los dardos de fuego del maligno”.
Dios está previniéndonos contra Satanás, y nos dice que
tenemos necesidad de la armadura divina para enfrentarnos al poder
del diablo. Ésta es una advertencia importante, de la que debemos
estar plenamente conscientes, para que Satanás no nos engañe ni nos
coaccione.
La idea de la armadura hace alusión a la guerra, porque es una
guerra lo que estamos librando “contra los gobernadores de las
tinieblas de este siglo”. Y no se trata de una simple escaramuza o de
algo que podemos ignorar. ¡No!, es una actividad muy engañosa por
parte del enemigo y no podemos dejar que nos enrede con sus
artimañas. Para ello, es preciso que nos mantengamos firmes, con
nuestros ojos fijos en Cristo y sólidamente arraigados en el Evangelio del
Señor Jesucristo. La armadura de Dios incluye el cinturón de la verdad,
la coraza de la justicia, el Evangelio de la paz, el escudo de la fe, el yelmo
de la salvación y la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios.
Dios nos enseña aquí cómo debemos resistir a Satanás y cuán
cautelosos tenemos que ser en este mundo, por cuanto Satanás es un
enemigo poderoso, engañoso y perverso. Pero, ¡qué maravilla!, aun
Satanás está sujeto al poder de Dios, y no puede traspasar los límites de
ese poder. Satanás, pues, tiene limitaciones. Pero debemos esperar
con firmeza y paciencia que Dios nos ayude y nos aconseje. Dios es muy
bueno para con nosotros y siempre nos ayuda.
En otras palabras, si no queremos ser engañados, no podemos
ignorar a Satanás porque es un ser muy activo y muy astuto. Por
supuesto, si pertenecemos a Cristo, Satanás no puede lograr la victoria
definitiva sobre nosotros. No obstante, mientras no esté finalmente
sometido al poder de Dios, es un enemigo temible. Está vivo y sí existe.
La Biblia lo dice con toda claridad.
Satanás nos tienta por cada vía posible. Necesitamos, pues, que
Cristo nos fortalezca, porque nosotros no tenemos la fuerza suficiente
como para resistir la tentación. Pero con la ayuda de Cristo sí podemos
vencer a Satanás cada vez que intente hacernos frente. Si
pertenecemos a Cristo, Satanás es nuestro enemigo, y por tanto, cabe
esperar que trate de vencernos en todo momento –es el enemigo de
Cristo, y por ende, el nuestro también.
En la segunda parte de 1 Juan 3:8 leemos: “Porque para esto
apareció el Hijo de Dios, para deshacer las obras del diablo”.

57
Cuando Cristo vino a la tierra, Satanás puso todo su empeño en
destruirlo. En Lucas 22:3 dice que entró en Judas, uno de los discípulos
de Jesús, e hizo que traicionara a Jesús y se lo entregara a los principales
sacerdotes para que Le dieran muerte. Satanás pensó sin duda que
había vencido a Cristo.
Sin embargo, Jesús permitió que eso ocurriera así porque Él
tenía un plan maestro en el cual estaban incluidas Su muerte y Su
resurrección. Jesús había pagado por el pecado antes de la fundación
del mundo. ¿Cómo lo hizo? No lo sabemos. Pero Él vino a esta tierra
para mostrar ante el mundo Su soberanía, Su misericordia, Su gloria, Su
victoria sobre la muerte y sobre Satanás –todas esas cosas. ¡Fue una
demostración colosal! De ese modo, Cristo hizo patente Su poder sobre
Satanás. El vencedor final y definitivo es Él.
Sabemos que Jesucristo destruye las obras del diablo. Cristo es
quien liberta al hombre caído del poder de Satanás y rescata las almas
de sus manos. El mundo incrédulo va en pos de Satanás y permanece
engañado por él, pero no así los verdaderos creyentes por cuanto
hemos sido rescatados por Cristo. Es maravilloso leer acerca de estas
cosas porque si somos verdaderos creyentes, tenemos necesidad del
poder de Dios para mantenernos libres de las artimañas engañosas de
Satanás. Sólo Cristo puede librarnos.
Pero finalmente, Dios destruirá este mundo corrupto y toda su
perversidad, incluyendo a Satanás.
En cambio, los verdaderos creyentes pertenecemos a Cristo
eternamente y para siempre. ¿Qué otro conocimiento podría igualarse
a éste? Es por eso que continuamos trabajando por Cristo con toda
paciencia, y aunque veamos que Satanás vence una y otra vez, eso no
significa ni por un instante que la victoria final sea suya. Satanás se
opone a Dios, y por tanto está destinado a perder. Su tiempo tendrá un
final.
Pues bien, para proseguir nuestro análisis cuidadoso del libro de
1 Juan, vamos a leer ahora 1 Juan 3:10-12:

10. En esto se manifiestan los hijos de Dios y los hijos del


diablo: todo aquel que no hace justicia, y que no ama a su
hermano, no es de Dios.

11. Porque éste es el mensaje que habéis oído desde el


principio: Que nos amemos unos a otros.

58
12. No como Caín, que era del maligno y mató a su hermano:
¿Y por qué causa le mató? Porque sus obras eran malas, y las
de su hermano justas.

Así comenzó el pecado grave. Dios ha estado hablando acerca


de la justicia. Por ejemplo, en 1 Juan 3:7 leímos: “El que hace justicia es
justo, como Él es justo”. Según vimos, lo que ese versículo dice es que
cuando Dios salva a un individuo, le confiere la justicia de Cristo, y ésta
debe llegar a formar parte de su personalidad.
En contraste con eso, el versículo 10 afirma que “todo aquel
que no hace justicia… no es de Dios”.
En otras palabras, los hijos de Dios son los únicos que pueden
hacer justicia. Sólo ellos pueden ser considerados justos por cuanto
poseen la justicia de Cristo. Los incrédulos no pueden ser justos porque
no pertenecen a Cristo.
El versículo 10 establece un contraste entre los hijos de Dios y
los hijos del diablo. Ésas son las dos categorías en las que están
divididos los seres humanos. Y Dios declara categóricamente que los
hijos de Dios se manifiestan porque hacen justicia y aman a sus
hermanos.
Por tanto, el mensaje que Dios nos da es que nos amemos los
unos a los otros. Y a continuación, atrae nuestra atención hacia Caín, el
que asesinó a su hermano Abel. Podemos leer ese relato en el capítulo
cuatro del libro de Génesis.
Caín y Abel fueron los primeros hijos de Adán y Eva, y cada uno
de ellos trajo su ofrenda a Jehová, el Cual aceptó la ofrenda de Abel y
rechazó de la de Caín. Por esa razón, Caín mató a su hermano Abel.
Y Dios dice claramente en 1 Juan 3 que Caín era del maligno, de
Satanás, y que mató a Abel porque las obras de éste eran justas. Dios
usa a Caín y a Abel a modo de ejemplo para ilustrar el contraste tan
marcado que hay entre la justicia y la injusticia. La condición espiritual
de sus corazones se puso de relieve a través de sus acciones. Caín no
amaba a su hermano en lo más mínimo, y su odio (o su envidia) lo llevó
a cometer un homicidio.
Dios afirma que Caín mató a Abel porque sus obras eran malas y
las de Abel eran justas, y nos da esa información para nuestro
conocimiento y para indicarnos qué tipo de justicia han de tener los
verdaderos creyentes.
A primera vista, es posible que la ofrenda que Caín le presentó a
Dios pareciera tan legítima como la de Abel, pero Dios, que miraba sus

59
corazones, vio que en el corazón de Caín había algo muy malo, y por ese
motivo, no se agradó de su ofrenda. Él sabía que el corazón de Caín era
perverso y también sabía que el de Abel era justo.
Caín y Abel pertenecían a la primera familia que existió en esta
tierra. Desde el momento en que el pecado entró en este mundo
perfecto, el impacto que produjo fue inmediato y tremendo, y el
homicidio de Abel por parte de Caín sentó las bases de cuál habría de
ser la conducta de los seres humanos a causa del pecado.
El homicidio no fue simplemente un fenómeno pasajero, sino
que continuó a través de la Biblia y de la historia y se ha prolongado
hasta el día de hoy. El mundo está sujeto al poder del pecado y a la
perversidad de Satanás, y por consiguiente, está lleno de homicidio, y
eso muestra claramente cuán impío se ha vuelto el corazón del ser
humano.
Esta tierra está poseída por el pecado –por pecados de la más
terrible naturaleza. Uno de los principales pecados que vemos por
todas partes es el homicidio: seres humanos que matan a otros seres
humanos. Por tanto, la gravedad de la naturaleza del pecado nos hace
entender por qué la muerte tiene que ser el destino final y por qué el
castigo del pecado tiene que ser tan terrible.
¡Qué espantoso es todo esto! El odio que se puso de manifiesto
en el corazón de Caín es el mismo odio que se manifiesta ahora, porque
los seres humanos siguen siendo tan pecadores como siempre.
Si no tuviéramos la Biblia ni conociéramos la victoria de Cristo,
podríamos suponer que la victoria sobre el pecado no podría alcanzarse
jamás. Si no fuera por el Señor Jesús, el mundo entero estaría perdido.
Pero cuando Dios entra en escena en las vidas de los verdaderos
creyentes, el pecado pierde su poder porque no tiene ninguna autoridad
sobre Cristo ni sobre Su pueblo. Cristo vino a darnos la victoria sobre el
pecado.
La victoria sobre el pecado es posible sólo a través de Cristo. No
depende de nuestra determinación ni de nuestra fuerza, depende de
Cristo porque Él hizo todo lo que era necesario para darnos esa
tremenda victoria.
Dios nos ordena aquí que nos amemos los unos a los otros. El
corazón de los verdaderos creyentes ha de estar lleno de amor hacia el
prójimo. Debemos amarnos los unos a los otros de la misma manera en
que Cristo nos ama a nosotros. Sin embargo, eso es posible si tenemos
el Espíritu de Cristo, y tenemos el Espíritu de Cristo sólo si Él nos ha
salvado, porque cuando Cristo nos salva pone en nuestros corazones ese

60
amor que Él exige. Por consiguiente, Cristo es quien lleva a cabo toda la
obra. No depende de nosotros, sino de Él que ha tomado posesión de
nuestra vida. Y es entonces que podemos vivir de un modo que Le
resulte agradable.
Ahora bien, aunque nos sintamos abrumados por los
pensamientos pecaminosos y sus consecuencias, tenemos la Biblia, que
es veraz y confiable, y ella nos garantiza que hay algo mejor que está por
venir.
Los hijos de Dios podemos esperar con ansia los nuevos cielos y
la nueva tierra que Dios ha prometido, donde no existirá el pecado y
donde habremos de vivir y disfrutar de la perfección que sólo es posible
con Cristo, por los siglos de los siglos. Con este conocimiento, los
verdaderos creyentes debemos vivir arrebatados de gozo aun en medio
de este mundo tan lleno de pecado. ¡Qué futuro tan glorioso nos
aguarda a los hijos de Dios!
Y ahora, hemos llegado a 1 Juan 3:13 -un versículo muy
interesante y asombroso- donde leemos lo siguiente:

13. Hermanos míos, no os extrañéis si el mundo os aborrece.

En otras palabras, si somos verdaderos creyentes, podemos


esperar que los incrédulos del mundo nos aborrezcan. ¿Por qué? Para
darnos una idea, podemos leer Juan 15:18-19, donde encontramos
estos dichos de Jesús:

Si el mundo os aborrece, sabed que a Mí Me ha aborrecido


antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo;
pero porque no sois del mundo, antes Yo os elegí del mundo, por eso
el mundo os aborrece.

La idea, pues, es que la gente del mundo ama a los de su propia


especie. No aman a Cristo ni a los seguidores de Cristo. El cristiano que
lleva una vida santa y piadosa es muy diferente de la persona que vive
conforme a las normas de este mundo. El mundo considera que las
normas de santidad del cristiano hacen de él un individuo muy estricto,
muy estrecho de mente y hasta sentencioso. Y por consiguiente, se
siente rechazado por esas personas que él llama “mundanas”, las cuales
no muestran ningún interés por Dios ni por la Biblia. Existe una gran
diferencia entre las normas de Dios expuestas en la Biblia y la manera
de vivir que elige la mayoría de las personas. Por ejemplo, Dios no

61
permite la mentira ni el engaño. No permite tampoco el divorcio por
ninguna razón, ni permite segundas nupcias después del divorcio. Y
para la mayor parte de las personas esas normas son muy severas.
Los verdaderos creyentes saben que tienen que vivir de acuerdo
con las normas establecidas en la Biblia y no conforme a las normas del
mundo. Dios conoce los corazones de los seres humanos, y por eso les
dice a Sus hijos: “No os extrañéis si el mundo os aborrece”.
Sigamos adelante:

14. Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en


que amamos a los hermanos. El que no ama a su hermano,
permanece en muerte.

15. Todo aquel que aborrece a su hermano es homicida; y


sabéis que ningún homicida tiene vida eterna permanente en
él.

Dios indica aquí que cuando nacemos de nuevo, pasamos de


muerte a vida, es decir, salimos del reino de Satanás y entramos en el
Reino de Dios y en posesión de la vida eterna.
Una señal de que esto ha tenido lugar en nosotros es el amor
que sentimos por nuestros hermanos. Dios espera que nos amemos los
unos a los otros, y nos ayuda en ese sentido, porque Él Mismo declara
que si no amamos a nuestros hermanos, permanecemos en muerte. En
otras palabras, todavía no somos salvos.
En el versículo 15, Dios equipara el aborrecimiento con el
homicidio. Parece algo exagerado, ¿no es cierto? Aborrecer a una
persona no es en realidad tan malo como quitarle la vida. Sin embargo,
el hecho es que, desde el punto de vista de Dios, el aborrecimiento es
un pecado tan grave como el homicidio y pone de manifiesto que no
somos salvos.
Un verdadero hijo de Dios no debe ser un asesino. Su corazón
tiene que estar lleno de amor hacia el prójimo, y no de aborrecimiento.
Y a todas luces, es lógico que amemos a nuestros hermanos porque
ellos son los confiesan que Cristo es su Salvador. Por tanto, es natural
que los amemos.
Ahora bien, no siempre sentimos ese amor como en realidad
deberíamos sentirlo. Pero Dios nos dice en estos versículos que la falta
de amor hacia nuestro hermano cristiano puede ser una señal de que
no somos salvos. Es preciso, pues, que escudriñemos nuestro corazón

62
con toda honestidad, y si descubrimos en él cualquier tipo de
aborrecimiento, clamemos a Dios y pidámosle misericordia. ¿Cómo
contemplamos a nuestros hermanos? ¿Siempre con amor? Eso es lo
que Dios exige de los creyentes. Debemos amar a nuestros hermanos
como Él nos ama a nosotros. Es decir, debemos poner de manifiesto el
amor de Dios hacia nuestros hermanos en Cristo en todo momento.
A medida que hemos ido analizando este libro de 1 Juan, Dios
nos ha mostrado algunas de las diferencias que existen entre los
verdaderos creyentes y los incrédulos. Nuestro amor por nuestros
hermanos en Cristo constituye una prueba de que Dios nos ha salvado.
Y en el resto de este capítulo 3 de 1 Juan, descubriremos otras
cosas que prueban el impacto que produce la salvación de Dios. Por
ejemplo, en 1 Juan 3:16 leemos:

16. En esto hemos conocido el amor, en que Él puso Su vida


por nosotros; también nosotros debemos poner nuestras
vidas por los hermanos.

El Señor Jesús puso Su vida por nosotros. Ése es un hecho que


nosotros conocemos muy bien. Es decir, Cristo entregó Su vida por
amor a los elegidos, y con eso, nos dio un ejemplo tremendo a todos los
creyentes.
Cristo cargó con todos nuestros pecados sucios y putrefactos
para que nosotros pudiéramos tener vida eterna. Los adjetivos “sucios”
y “putrefactos” nos horrorizan, pero ésa es la pura verdad en cuanto a la
naturaleza del pecado, y no debemos olvidarlo jamás –el pecado es algo
putrefacto. Sin embargo, Jesús pagó toda la deuda por los pecados de
Sus elegidos para darles el maravilloso regalo de la salvación.
Ahora bien, en este versículo que acabamos de leer, Dios nos
dice que los verdaderos creyentes también debemos estar dispuestos a
“poner nuestras vidas por los hermanos”. En otras palabras, debemos
estar dispuestos a poner nuestro amor en acción sin titubear.
Y para mostrarnos en qué consiste el verdadero amor por los
hermanos, Dios emplea, a modo de ilustración, el amor de Cristo por
nosotros. El verdadero amor no es simplemente un buen pensamiento
ni una conversación excelente, sino que exige una acción. Aunque
digamos que hemos llegado a conocer qué es el verdadero amor
cristiano, eso no basta, ¡es preciso actuar!
Pero cabría preguntar: ¿De qué manera podemos poner
nuestras vidas? Cristo puso literalmente Su vida por nosotros, y aquí se
nos ordena que nosotros hagamos eso mismo por nuestros hermanos.

63
Además, la orden es para todos los verdaderos creyentes. ¿Qué es,
pues, lo que Dios está pidiendo de nosotros? ¿Cómo podemos poner
nuestra vida por otra persona? ¿De qué manera ponemos nuestras
vidas sobre el altar del servicio a nuestro prójimo?
Un modo de hacerlo es dedicar una parte generosa de nuestro
tiempo, de nuestra atención, de nuestros esfuerzos, de nuestro dinero y
de nuestras oraciones en beneficio de los demás. Todas estas cosas
juegan su papel cuando tratamos de vivir con fidelidad de una manera
que sea agradable a Dios.
En otras palabras, debemos estar dispuestos a hacer todo lo que
sea necesario para ayudar a nuestros hermanos en Cristo, para la gloria
de Dios. Es decir, si uno de nuestros hermanos tiene una necesidad de
la que nosotros somos conscientes, debemos ponernos inmediatamente
a su disposición y brindarle nuestra asistencia. Ése es el punto de
partida para el servicio cristiano.
No debemos amar nuestra vida más que lo que el propio Hijo de
Dios amó la Suya. ¿Cuán amado era Jesús, el Hijo de Dios, para Su Padre
celestial? La Biblia nos enseña que Dios Le amaba entrañablemente, y
sin embargo, renunció a Sí Mismo para cargar con nuestros pecados.
En los próximos versículos, Dios amplía aún más esta idea
acerca de dedicarnos a los hermanos. En los versículos 17 y 18 leemos:

17. Pero el que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano


tener necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el
amor de Dios en él?

18. Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de


hecho y en verdad.

Dios nos enseña aquí que debemos demostrar nuestro amor


hacia los hermanos por medio de nuestras acciones. La palabra
“corazón” hace referencia a la esencia misma de nuestro ser. No
podemos limitarnos a hablar de nuestro amor, sino que tenemos que
demostrarlo con generosidad. Ésa es la clave –amar con generosidad.
¿Cuántos servicios propios del amor realizamos a veces y no los
hacemos “en verdad”? Deseamos que parezcan servicios hechos por
Dios, pero nuestro corazón no está en ellos. Sin embargo, no es así
cómo debemos llevar a cabo el servicio cristiano.
Si alguien tiene una necesidad física y nosotros contamos con
los medios para ayudarlo, tenemos que hacerlo de buena gana y

64
desinteresadamente, mostrando compasión y solicitud. Estas acciones
deben proceder de nuestro corazón –de un corazón lleno de amor.
Por ejemplo, supongamos que el esposo de una anciana amiga
nuestra muere, y ella no tiene más familia. Sin ayuda financiera, morirá
de hambre. Nosotros tenemos a mano cierta cantidad de dinero que
íbamos a usar para pagar unas facturas y comprar algunas cosas, pero
esta señora necesita ayuda desesperadamente. ¿Qué debemos hacer?
Debemos estar dispuestos a prestar ayuda tan pronto como nos
percatamos de alguna necesidad.
Ahora bien, ¿trataremos primero de ver si otra persona puede
ayudarla o daremos inmediatamente un paso al frente y le
entregaremos el dinero que ella necesita? Ésta es una oportunidad que
tenemos de poner nuestra vida por otra persona. ¿Cómo?
Anteponiendo las necesidades de esta anciana a las nuestras.
Es preciso tener en cuenta las necesidades de los demás antes
que las nuestras. Ésta es la reacción normal de los verdaderos hijos de
Dios y lo que indudablemente cabe esperar de un cristiano. Además,
eso es lo que Dios espera de nosotros.
Resulta muy fácil hablar de nuestro amor y de nuestro interés
por los demás, y suena bonito, amable y considerado; pero Dios nos
pone a prueba cada vez que nos hace un llamado a la acción. Nuestras
buenas obras son la manifestación de nuestra fe en Cristo, y aunque no
sean un requisito para la salvación, sí demuestran la obra que Dios ha
hecho en nuestro corazón y en nuestra vida.
Si en realidad hemos llegado a ser salvos, ya no vivimos
centrados en nosotros mismos sino en Dios y en los demás. Nuestro
amor hacia los hermanos debe hacerse visible en todo momento a
través de nuestro modo de vivir y de comportarnos en este mundo que
está tan necesitado.
Pues bien, a medida que vamos avanzando en este capítulo de
la Biblia, Dios va enseñándonos más acerca de cómo debemos vivir los
cristianos, y nuestro deseo es saber todo lo que sea posible con
respecto a la manera en que tenemos que vivir y andar los hijos de Dios.
En 1 Juan 3:19-21 leemos lo siguiente:

19. Y en esto conocemos que somos de la verdad, y


aseguraremos nuestros corazones delante de él;

Es decir, cuando vemos que este amor opera en nuestras vidas,


poder estar seguros de que somos de la verdad. En otras palabras,

65
tenemos la confirmación de que ciertamente hemos hallado la verdad.
Y ahora, leemos en los próximos dos versículos:

20. Pues si nuestro corazón nos reprende, mayor que nuestro


corazón es Dios, y Él sabe todas las cosas.

21. Amados, si nuestro corazón no nos reprende, confianza


tenemos en Dios.

“Si nuestro corazón nos reprende” es porque no estamos


seguros de nuestra salvación, pero Dios puede darnos la seguridad que
necesitamos. Una de las grandes preocupaciones de los hijos de Dios es
saber si somos verdaderamente salvos o no. Podemos pensar que lo
somos, pero quizás después de un día malo, ya no estamos tan seguros.
Hay, pues, ocasiones en las que nuestro corazón nos reprende, por así
decir. Es por eso que resulta tan maravilloso poder recurrir a la Biblia y
leerla una y otra vez, porque es ella la que nos da las garantías que
necesitamos.
Es posible que en algunas ocasiones lleguemos a preguntarnos:
“¿Cómo puedo saber que en realidad soy salvo? Quizás no lo sea”. Sin
embargo, no podemos confiar en nuestros sentimientos porque ellos no
son dignos de confianza. Cuando nos dejamos guiar por lo que sentimos
tenemos problemas. Si nos vemos asediados por alguna duda, debemos
recurrir a la Biblia porque es allí donde encontramos nuestra seguridad.
“Mayor que nuestro corazón es Dios, y Él sabe todas las cosas”.
Él conoce la verdadera situación de nuestro corazón en relación con Él.
Necesitamos, pues, pedirle que nos ayude, y clamar a Él, despojándonos
de todo orgullo, para que tenga misericordia de nosotros y nos dé la
seguridad de que somos hijos Suyos. Si no podemos alcanzar esa
seguridad, entonces tenemos que orar por la salvación y confiar en la
Palabra de Dios. Él es el único que puede ayudarnos.
Si Dios ocupa un lugar significativo en nuestra vida es porque Él
nos ha guiado por el sendero correcto. Entonces, confiamos en Él y no
en nosotros mismos. Nuestra confianza tiene que estar basada sobre el
cimiento firme del amor y la fidelidad de Dios, y nuestros ojos han de
permanecer fijos en esos atributos Suyos. Si yo sé que he confiado en
Cristo como mi Salvador, también sé que estoy seguro con Él por causa
de Su fidelidad.
Nuestros sentimientos no pueden ser el cimiento sobre el que
apoyemos nuestra vida porque ese cimiento es muy endeble.

66
Necesitamos algo sólido, y no hay otro cimiento más sólido que el
Propio Dios. A Él sí podemos entregarle confiadamente todo nuestro
ser. Por otra parte, tampoco podemos basar nuestra relación con Dios
solamente en la manera en que nos sentimos en Su presencia, sino en lo
que hemos aprendido –a saber, que Dios es Dios, que Él es nuestro
Señor y que es absolutamente confiable.
Al examinar nuestras vidas y el modo en que andamos con
Cristo, tenemos que ser muy honestos. Si somos hijos de Dios,
debemos ser obedientes a Su Palabra, amar a los demás como Cristo
nos ama a nosotros y estar dispuestos a poner nuestra vida por los
hermanos. Mientras más pensemos en estas cosas, más sólida será
nuestra confianza en Cristo.
Dios nos ha dado normas para que vivamos conforme a ellas. Si
les prestamos la debida atención con un deseo intenso de obedecerlas,
ésa será la prueba de que andamos con Cristo. Pero aun así, habrá
momentos en los que nuestros sentimientos nos harán dudar de
nuestra posición con Dios. No obstante, aunque vacilemos, somos
bienaventurados, porque Dios siempre está presente. A veces nos
sentimos inseguros, pero eso no cambia en nada la obra que Dios está
haciendo por nosotros. Él sigue ahí, esperando fielmente por nosotros.
Para ayudarnos a entender este asunto, Dios nos dice en
Romanos 8:16: “El Espíritu Mismo da testimonio a nuestro espíritu, de
que somos hijos de Dios”. En otras palabras, Él nos da la seguridad de
que nos ha salvado.
Es por eso que cuando andamos verdaderamente en comunión
con Dios, podemos tener confianza en Él y nuestro corazón no nos
reprende. Si realmente creemos con todo nuestro corazón que Cristo es
nuestro Salvador, podemos confiar en que Él nos ha salvado. Y
entonces, en cada una de nuestras necesidades, debemos acudir a
Cristo con entera humildad.
Cuando las dudas nos asaltan, podemos orar y pedir la
seguridad de la salvación. Por muy inseguros que nos sintamos,
¡comencemos a orar! Nuestros pensamientos no son confiables y
nuestro conocimiento es mínimo, pero Dios sabe todas las cosas. Él es
mucho mayor que nuestro corazón. Podemos clamar a Dios en todo
momento y pedirle misericordia, sabiendo que Él nos ayudará. ¡Qué
Dios tan maravilloso es el que servimos!
Confiamos en lo que dice la Palabra de Dios en cuanto a lo que
significa ser salvo. No podemos confiar en lo que nosotros sentimos al
respecto. El Espíritu de Dios da testimonio a nuestro espíritu, y Él hará
que nuestra confianza aumente cada vez más.

67
Dios nos dará la seguridad que necesitamos, y junto con ella,
nos dará confianza en nuestra posición con respecto a Cristo.
Confiemos, pues, totalmente en Cristo y en la Palabra de Dios y en Sus
promesas, con la certeza absoluta de que Él las cumple.
El Dios a quien servimos es un Dios amoroso que se preocupa
mucho por Sus hijos. ¡Bendita sea la confianza que Él nos ha dado! El
título en inglés de uno de nuestros himnos más queridos se traduce
como “Bendita certeza, Jesús es mío”. Ésa es la certeza que Dios pone
en nuestros corazones cuando andamos en la verdad. Dios nos da la
certeza de que somos hijos Suyos cuando vemos Su amor obrando en
nuestras vidas.
Y ahora, pasemos a los versículos 22 y 23 para aprender más
acerca de este tema.
En 1 Juan 3:22 leemos:

22. Y cualquiera cosa que pidiéremos la recibiremos de Él,


porque guardamos Sus mandamientos, y hacemos las cosas
que son agradables delante de Él.

La persona que anda conforme a la obediencia y al amor de los


que habla este versículo verá sin duda sus oraciones respondidas. Esto,
por supuesto, no significa que Dios nos da lo que Le pedimos como
recompensa a nuestra obediencia. Lo que aquí se subraya, más bien, es
que cuando vivimos en comunión con Él, Lo amamos y somos
obedientes a Su voluntad, y ésa es la clave de la oración respondida.
Estar en completa armonía con la voluntad de Dios es la meta de todo
verdadero creyente.
De manera similar, en Juan 15:7 Cristo declaró lo siguiente: “Si
permanecéis en Mí, y Mis palabras permanecen en vosotros, pedid
todo lo que queréis, y os será hecho”.
Es decir, cuando vivimos en comunión con Cristo,
permanecemos en Él y guardamos Sus mandamientos. Como resultado
de eso, desearemos hacer la voluntad de Dios, y por consiguiente,
cualquier cosa que pidamos siempre estará de acuerdo con Su voluntad.
De este modo, haremos las cosas que son agradables delante de Él, y la
armonía entre nosotros y Dios será intensa. Ésa es nuestra meta en la
vida.
No estamos en este mundo para crear un reino para nosotros
mismos. Estamos aquí para extender el Reino de Dios. Por tanto, el
principal deseo de nuestro corazón ha de ser tratar de agradar a Dios en
todo. La verdadera comunión con Cristo consiste en tener un deseo

68
constante de agradar a Dios. El efecto maravilloso de este deseo es que
el amor de Dios se derramará sobre nosotros.
Dios ha dispuesto para nosotros algo estupendo. Cuando
vivimos de manera piadosa y santa, nuestro deseo de agradarle crecerá
cada vez más y procuraremos complacerle en todo lo que hacemos. A
medida que vamos creciendo en la gracia, nuestro propio placer nos
resultará cada vez menos significativo, pero el placer de servir a Cristo
será cada vez mayor en nuestra vida.
De hecho, nos daremos cuenta de que al orar para se cumpla la
voluntad de Dios y no la nuestra, muchas de las cosas que Dios desea
para nosotros nos beneficiarán de manera directa y personal. El amor
de Dios para con nosotros es tan maravilloso que nuestro único deseo
debería ser el de agradarle en cada aspecto de nuestra vida, y no
agradarnos a nosotros mismos.
Oremos, pues, constantemente por la dirección y la guía de Dios
para hacer Su voluntad, y de ese modo, podamos agradarle en todo
cuando hacemos. Si al cabo de una hora o al final de una tarde miramos
hacia atrás y vemos que durante ese período de tiempo tuvimos un
deseo intenso de complacer a Dios y lo logramos, ¡qué deleite nos
produce! Ésa es nuestra meta porque Lo amamos cada vez más.
Dios es el autor de todo lo bueno, y cuando experimentamos
algo bueno en nuestra vida, nos sentimos llenos de gozo. Eso da por
resultado que nuestra relación con Dios sea aún mejor. En otras
palabras, nos ayudamos a nosotros mismos a hacer lo que Dios quiere
que hagamos.
Otro aspecto de esta relación se pone de relieve en el próximo
versículo de este pasaje, 1 Juan3:23, donde leemos:
23. Y éste es Su mandamiento: Que creamos en el nombre de
Su Hijo Jesucristo, y nos amemos unos a otros como nos lo ha
mandado.
Creer en el nombre de Cristo no es un simple proceso
intelectual. No consiste solamente en creer que Jesús existe. Creer en
Su nombre significa poner toda nuestra confianza y nuestra seguridad
en Jesús como nuestro Salvador y Señor, y tenerlo en la más alta estima.
Nada ni nadie en este mundo debe ser para nosotros más deseable que
Cristo, único objeto de nuestra alabanza y gloria y obediencia.
Y además, en este versículo se nos ordena que nos amemos
unos a otros. No se trata de algo opcional, es una orden y exige un acto
de nuestra voluntad. Es un mandato firme de parte de Dios que
nosotros tenemos que obedecer.

69
Jesús también nos dio este mandamiento en Juan 15:12, donde
leemos: “Éste es Mi mandamiento: Que os améis unos a otros, como
Yo os he amado”. Ésa es la norma para nuestro amor hacia los demás.
Ésa es la pauta maravillosa que Dios nos ha trazado y que debemos
seguir. No olvidemos nunca que todos los mandamientos que Cristo ha
dado son de capital importancia. Por tanto, es muy deseable que los
sigamos y los obedezcamos con todo nuestro ser.
Debemos entender que nuestra obediencia a Cristo es un
resultado de la obra de gracia y misericordia que Dios llevó a cabo en
nuestras vidas. Si somos capaces de creer y de amar de la manera en
que Cristo exige que Sus hijos lo hagan, es únicamente porque Él nos ha
salvado. La comprensión de esta realidad nos da la certeza de que
somos posesión Suya.
¡Qué maravilloso es saber que cuando vivimos en obediencia a
Cristo y a Sus mandamientos, andamos cada vez más cerca de Él! Eso
hace que el deseo de obedecer a nuestro precioso Señor se acreciente
más y más. El deseo principal de los verdaderos hijos de Dios es
obedecer las leyes de Cristo. Amamos a los demás como Él nos ama a
nosotros, pero amamos a Cristo por sobre todas las cosas.
Hemos llegado al versículo 24, el último versículo del capítulo 3
de 1 Juan, donde leemos lo siguiente:

24. Y el que guarda Sus mandamientos, permanece en Dios, y


Dios en él. Y en esto sabemos que Él permanece en nosotros,
por el Espíritu que nos ha dado.

Para poder entender lo que dice este versículo, es preciso hacer


algunas aclaraciones sobre el texto: “y el [el verdadero creyente] que
guarda Sus mandamientos [es decir, los mandamientos de Cristo],
permanece en Dios [en Cristo]; y Dios [Cristo] en él [en el verdadero
creyente]. Y en esto sabemos que Él [Cristo] permanece en nosotros,
por el Espíritu que nos ha dado.”
En realidad, este versículo resume todo lo que hemos estado
diciendo en los últimos estudios. Éstas son las cosas que Dios ha estado
enseñándonos acerca de nuestra vida como hijos de Dios.
Decir que permanecemos en Cristo, o que moramos en Cristo,
es un testimonio hermoso de nuestra relación con Cristo después de
haber sido salvos. Esta relación produce en nosotros el deseo de
guardar los mandamientos de Dios.

70
¿Puede haber acaso algo más maravilloso que permanecer o
morar en Cristo? La morada –el hogar- de los verdaderos creyentes es
Cristo.
Leímos con anterioridad estas palabras de Romanos 8:16: “El
Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos
de Dios”.
Y Romanos 8:9-10 nos dice que el Espíritu de Dios mora en todo
aquel que pertenece a Cristo, y ese Espíritu Santo que habita en
nosotros nos da certeza y seguridad. Leemos en este pasaje:

Mas vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si


es que el Espíritu de Dios mora en vosotros. Y si alguno no
tiene el Espíritu de Cristo, no es de Él. Pero si Cristo está en
vosotros, el cuerpo en verdad está muerto a causa del pecado,
mas el espíritu vive a causa de la justicia.

Es por eso que Dios afirma en 1 Juan 3:24: “y en esto sabemos


que Él permanece en nosotros, por el Espíritu que nos ha dado”.
No es posible permanecer en Cristo sin saber que esto es cierto.
Dios nos ha dado Su Espíritu y Él mora en nosotros. Pero, ¿podemos
entender estas cosas? ¡No!, no podemos entenderlas porque están más
allá de nuestra comprensión; sin embargo, Dios las escribió en Su
Palabra, la Biblia, y por esa razón, sí sabemos que son ciertas. Tenemos,
pues, confianza en la veracidad de estas cosas, por cuanto eso es lo que
Dios nos dice acerca de los verdaderos creyentes y de Su relación con
ellos. Y sabemos que Dios es la esencia misma de la verdad.
El que no guarda los mandamientos de Dios no está seguro de
su permanencia en Cristo ni tiene la certeza de la presencia del Espíritu
Santo en su vida.
Dios nos ha dado ya una base para esta certeza –que nos
amemos los unos a los otros. Este amor por los hermanos es la prueba
de la obra de amor de Dios en nosotros.
Pues bien, hemos aprendido, en primer lugar, que cuando Dios
salva a un individuo, el Espíritu Santo hace Su morada en él. Además,
Cristo permanece en él y él permanece en Cristo. Como resultado de
esta nueva relación espiritual, amamos a nuestros hermanos en Cristo y
guardamos los mandamientos de Dios.
Aprendimos también que aun cuando nuestro cuerpo está
muerto a causa de nuestra antigua naturaleza, tenemos un alma nueva
y resucitada que es perfecta.

71
Según leímos en Romanos 8:10, “el espíritu vive a causa de la
justicia”. ¿De nuestra justicia? -¡No!, de la justicia de Cristo. Él es quien
produce el cambio total en nuestra vida.
La Biblia afirma que la Palabra de Dios es la espada del Espíritu.
Es decir, el Espíritu Santo usa la Biblia para obrar la salvación. Por
consiguiente, una prueba de que somos salvos es el deleite que nos
reportan las enseñanzas de la Biblia, y como resultado de eso, el deseo
intenso y constante que sentimos de hacer la voluntad de Dios; es decir,
de ser obedientes a la Biblia, tanto en doctrina como en práctica. La
práctica tiene que ver con el modo en que nos comportamos tras haber
leído la Biblia.
Los que son salvos han sido hechos ciudadanos del reino de
Dios. El Espíritu Santo mora ahora en ellos y les ha dado almas nuevas y
resucitadas en las que no desean volver a pecar jamás.
Cabe esperar, pues, que esas personas sientan un gran interés
por la Biblia, la cual les enseña acerca de su Salvador y de la salvación.
La Biblia es el libro de leyes que Dios nos ha dado. Cuando nos dejamos
dirigir por ella, cada una de nuestras acciones estará de acuerdo con la
voluntad de Dios.
Dios nos ha dicho varias veces en 1 Juan que si Lo conocemos,
guardaremos Sus mandamientos. Por tanto, si en nosotros no existe un
deseo constante de ser obedientes a la Palabra de Dios, lo más probable
es que no seamos salvos. Por supuesto, si tenemos dudas acerca de
nuestra salvación, siempre podemos acudir a Dios y pedirle que tenga
misericordia, y eso es algo maravilloso.
Si vemos que nuestra fe es débil, eso podría indicar que todavía
no somos salvos, aunque no tiene necesariamente que ser así. No
obstante, si en realidad no somos salvos, o si después de haber sido
salvos, decaemos espiritualmente, siempre es adecuado orar a Dios y
pedirle misericordia. No dudemos jamás de clamar a nuestro bendito
Salvador y pedirle perdón.
Si verdaderamente soy salvo, nada que yo haga puede poner en
peligro mi salvación, porque Dios me ha dado vida eterna. ¡Alabado sea
Dios por Su maravilloso amor y por Su misericordia!

72
Capítulo 4

Hemos examinado ya los tres primeros


capítulos del libro de 1 Juan, y ahora vamos a comenzar a
analizar el capítulo 4, donde Dios tiene más cosas que decirnos a los
creyentes.
En 1 Juan 4:1-3 leemos:

1.Amados, no creáis a todo espíritu, sino probad los espíritus


si son de Dios; porque muchos falsos profetas han salido por el
mundo.

2. En esto conoced el Espíritu de Dios: Todo espíritu que


confiesa que Jesucristo ha venido en carne, es de Dios;

3. Y todo espíritu que no confiesa que Jesucristo ha venido en


carne, no es de Dios; y éste es el espíritu del anticristo, el cual
vosotros habéis oído que viene, y que ahora ya está en el
mundo.

La palabra “amados” nos indica inmediatamente que esta


epístola está dirigida a los hermanos en Cristo. Los “amados” son los
creyentes. Y Dios comienza este capítulo con una admonición:
“Amados, no creáis a todo espíritu”.
Pues bien, a los amados se les advierte que no crean todo lo
que oyen, que no se dejen arrastrar por el simple hecho de que alguien
diga que su mensaje está inspirado por Dios. En aquellos días, en la
iglesia primitiva existía –tal y como ocurre ahora- un grandísimo
problema con los falsos maestros, y por eso se les aconseja a los
creyentes que prueben, o examinen, el espíritu que inspira al maestro,
“porque muchos falsos profetas han salido por el mundo”.
Esto nos hace recordar lo que leímos en 1 Juan, capítulo 2,
donde se prevenía a los creyentes en contra de los anticristos, es decir,
de aquellos que habían abandonado a los hermanos porque no eran de
ellos. Ese lenguaje es el mismo que encontramos aquí en 1 Juan 4:1
donde se nos informa que los falsos profetas han salido por el mundo
porque no son de Dios.
Entonces, en el versículo 2 se nos ofrece el siguiente método
para probarlos: “Todo espíritu que confiesa que Jesucristo ha venido
en carne, es de Dios”. Confesar que Jesucristo ha venido en carne

73
supone creer que Él es el Hijo de Dios que vino a la tierra y se humilló a
Sí Mismo para hacerse hombre, y aun así, nunca dejó de ser Dios. La
persona del Hijo de Dios es el centro de toda la verdadera fe cristiana.
Hay muchas maneras de probar a los maestros para determinar
si su mensaje procede realmente de Dios. Una de esas maneras es
comprobar si las palabras de ese maestro concuerdan con lo que Dios
dice en la Biblia. Otra forma de probarlos es observar los frutos que
producen. Pero el Apóstol Juan nos ofrece aquí un método muy
importante: ¿Qué creen ellos acerca de Cristo? ¿Enseñan acaso que
Jesucristo era plenamente Dios y plenamente hombre?
Cuando Cristo vino a la tierra, Él era un hombre en todos los
aspectos, pero sin pecado. Sin embargo, no renunció jamás a Su
naturaleza divina, nunca dejó de ser el Dios eterno. Este hecho se pone
de relieve con toda claridad en el mensaje que estamos oyendo.
Según 1 Juan 4:3, todo aquel que no confiesa que Jesucristo ha
venido en carne, no es de Dios, y ése es el espíritu del anticristo. Jesús
había advertido acerca de la venida del anticristo, y el origen de la
negación de Cristo es considerado “el espíritu del anticristo”. Ese
anticristo del que se habla en el versículo 3 ya estaba en el mundo
cuando esto fue escrito, y sólo puede referirse a Satanás.
Los falsos maestros no son de Dios; son de Satanás, el gran
embustero. Y ahí precisamente está el peligro, porque Satanás es tan
engañoso que sus seguidores pueden aparentar que anuncian la verdad.
Podríamos leer también otros pasajes de la Escritura, como por
ejemplo, 2 Corintios 11:14, donde la Biblia declara que Satanás se
presenta como un ángel de luz. Es decir, Satanás y sus seguidores
pueden, en apariencia, asemejarse a Cristo y a los verdaderos creyentes,
pero aun así, el mensaje que anuncian no es la verdad del Evangelio.
Cuando Jesús aún estaba en la tierra, Él previno a Sus discípulos
contra los falsos profetas que vienen “con vestidos de ovejas, pero por
dentro son lobos rapaces” (Mateo 7:15). Un maestro falso del
evangelio puede parecer genuino; es por eso que Dios nos hace estas
solemnes advertencias y nos indica cómo podemos probar los espíritus.
Ahora bien, la enseñanza verdadera sí es de Dios. Es decir, tiene
su origen en Dios y es fiel a la Palabra de Dios en todos los aspectos. La
Biblia dice que nosotros conoceremos el Espíritu de Dios, pero tenemos
que escuchar cuidadosamente el mensaje que se anuncia para
determinar si viene de Dios o del anticristo.
La recomendación de probar los espíritus tiene por objetivo
determinar la validez de las afirmaciones de cualquier maestro que
asegure que su mensaje proviene de Dios.

74
Cuando Cristo les preguntó a Sus discípulos: “¿Quién decís
vosotros que soy Yo?”, Pedro hizo una gran confesión y dijo: “Tú eres el
Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Mateo 16:13-16). Ésa debería ser la
confesión sincera de cada verdadero creyente.
Esta advertencia para que nos cuidemos de los falsos maestros
puede parecer muy desestabilizadora y hacernos sentir incómodos
acerca de la posibilidad de que surjan personas así. Sin embargo, en 1
Juan 4:4, el próximo versículo de este pasaje, Cristo anima en gran
manera a los verdaderos creyentes en relación con los falsos maestros.
En 1 Juan 4:4 leemos:

4. Hijitos, vosotros sois de Dios, y los habéis vencido; porque


mayor es el que está en vosotros, que el que está en el mundo.

¡Qué palabras tan hermosas y consoladoras! “Hijitos, vosotros


sois de Dios”. ¡Sí!, Dios es nuestro Padre celestial y nosotros somos Sus
hijos, Le pertenecemos. Y no sólo Le pertenecemos, sino que también
tenemos Su Espíritu morando en nosotros, y el Espíritu de Dios es
infinitamente más poderoso que Satanás.
Si somos verdaderamente salvos, “el que está en nosotros” es
el Espíritu de Dios, y “el que está en el mundo” es Satanás, que es el
príncipe de este mundo lleno de pecado. Satanás gobierna los
corazones de los incrédulos, pero Dios gobierna los corazones de Sus
hijos.
Puesto que Dios es mucho más poderoso que Satanás, puede
afirmar que nosotros los hemos vencido; es decir, los verdaderos
creyentes hemos vencido a los falsos maestros que tienen el espíritu del
anticristo.
Pero no es por su gran inteligencia que estos amados hijitos que
son de Dios han vencido a los falsos maestros. ¡Por supuesto que no!
Los cristianos de la iglesia primitiva no se libraron del engaño de Satanás
por sus propios medios. “El que estaba en ellos” fue quien los libró del
maligno; la grandeza de Dios los mantuvo en el camino recto. Y es esa
misma grandeza la que nos mantiene a nosotros en el sendero correcto.
El éxito del mal a lo largo de la historia pone de manifiesto el
gran poder que tiene el enemigo. El mundo está lleno de maldad y de
violencia, que ocasionan una desesperación y un dolor indecibles. Es
fácil, pues, darnos cuenta del poder del enemigo. La impiedad está
presente en todo lugar. Si examinamos la historia de la humanidad y
vemos la increíble perversidad del mundo, podría decirse que Satanás
es quien está ganando la batalla.

75
Pero, ¡claro está!, a pesar de las apariencias, no es así. Sabemos
que Dios es más poderoso que Satanás y que toda la maldad. De hecho,
el poder de Dios está tan por encima del enemigo que esa contienda en
realidad no existe.
En nuestros momentos de desesperación, debemos volvernos a
Dios y a las Escrituras con fe. Las Escrituras revelan la verdad acerca de
Dios y declaran que Él es mucho mayor que cualquier cosa o persona,
incluyendo los poderes de las tinieblas.
La Biblia es nuestra gran fuente de esperanza. Dios nos
recuerda en ella constantemente que si somos de Cristo,
permanecemos en Él y Él permanece en nosotros. Podemos, pues, vivir
apoyados en Su fuerza, y no sólo en la nuestra. ¡No hay nada que pueda
compararse a esto!
Pues bien, sabiendo que esto es así, para probar si los espíritus
son de Dios –como se nos enseña en el versículo 1 de este capítulo-
tenemos que recurrir a la Palabra de Dios para que sea ella quien nos
dirija. No confiemos en nuestra propia capacidad de discernimiento,
busquemos la guía del Espíritu de Dios que mora en nosotros.
Y ahora, vamos a analizar los versículos 5 y 6:

5. Ellos son del mundo; por eso hablan del mundo, y el mundo
los oye.

6. Nosotros somos de Dios; el que conoce a Dios, nos oye; el


que no es de Dios, no nos oye. En esto conocemos el espíritu
de verdad y el espíritu de error.

Y aquí tenemos un contraste. El versículo 5 describe a los que


son del mundo, mientras que el versículo 6 describe a los que son de
Dios. Estos dos grupos tienen diferentes autoridades, y por
consiguiente, sus mensajes también son diferentes.
Los que son del mundo tienen un mensaje que sólo el mundo –
es decir, los incrédulos- oyen. Esos oyentes no les prestan atención a las
palabras de verdad que proceden de Dios. Sin embargo, los que son de
Dios sí oyen el mensaje de la Palabra de Dios. Jesús nos dijo en Juan
10:27: “Mis ovejas oyen Mi voy, y Yo las conozco, y Me siguen”.
Por tanto, para probar los espíritus tenemos que seguir la pauta
que Dios señala en 1 Juan 4:6 para conocer el espíritu de verdad y el
espíritu de error, y preguntarnos: ¿Es este mensaje de Dios o del
mundo?

76
La palabra “error” en el versículo 6 también podría traducirse
como “engaño”. Si no estamos en la verdad, estamos en el error. Es
decir, hemos sido engañados y nos han hecho creer algo que no es
cierto. Sólo Dios puede mantenernos en el sendero recto de la verdad.
Jesucristo es el camino, la verdad y la vida. No hay ninguna otra verdad
absoluta en este mundo.
Y ahora, pasemos a 1 Juan 4:7, donde leemos lo siguiente:

Amados, amémonos unos a otros; porque el amor es de Dios.


Todo aquel que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios.

A partir de lo que dice aquí, nos damos cuenta


inmediatamente de que nuestro amor hacia los demás está relacionado
con el amor de Dios. La Biblia dice que el amor es de Dios. Para
entender correctamente el amor, tenemos que recurrir siempre a lo que
Dios ha declarado al respecto. Ahora bien, lo que dice este versículo
parece implicar que todo el que ama a alguien conoce a Dios. Sin
embargo, nosotros sabemos que eso no es cierto. Sigamos leyendo:

8. El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor.

9. En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que


Dios envió a Su Hijo Unigénito al mundo, para que vivamos
por Él.

10. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos


amado a Dios, sino en que Él nos amó a nosotros, y envió a Su
Hijo en propiciación por nuestros pecados.

Recuerden que la palabra “propiciación” significa perdón o


reconciliación. Es, pues, una palabra que expresa un concepto que debe
producir en nosotros regocijo.
Mediante el grandioso sacrificio de Su vida, Cristo cubrió el
pecado. Cargó con nuestra culpa y por tanto, fue capaz de perdonar
nuestros pecados. Todo eso está incluido en el significado de la palabra
“propiciación”. Él ya había sido la propiciación por nuestros pecados
cuando Dios lo envió a vivir en la tierra para mostrarnos Su gran amor.
A través de este libro de 1 Juan, Dios nos ha ordenado en
diversas ocasiones que amemos a los hermanos; y en estos versículos,
nos da aún más información acerca del amor, que a todas luces, es un
tema de suma importancia.

77
El amor de Dios hacia nosotros constituye el ejemplo que
debemos seguir para amar a nuestro prójimo.
La clave para entenderlo aparece en el versículo 9. Dios nos
mostró Su gran amor cuando envió a Cristo al mundo. Jesús, el Hijo
Unigénito de Dios, murió en nuestro lugar y pagó por los pecados de Sus
elegidos. Por Su gran amor hacia los hermanos, dio Su vida por ellos.
Dios nos da la definición más grande del amor en el versículo
10: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a
Dios, sino en que Él nos amó a nosotros”.
Por tanto, el amor que está a la vanguardia es el de Dios.
Porque Dios nos amó, nosotros podemos amarlo a Él y amar a los
demás del modo en que Dios espera que lo hagamos.
Todos estos conceptos aparecen vinculados en 1 Juan 4:11,
donde leemos: “Amados, si Dios nos ha amado así, debemos también
nosotros amarnos unos a otros”. Lo que dice este versículo se relaciona
con lo que leímos en 1 Juan 3:16: “En esto hemos conocido el amor, en
que Él puso Su vida por nosotros; también nosotros debemos poner
nuestras vidas por los hermanos”.
Cristo puso Su vida por nosotros, y ése es el tipo de amor que
Dios espera que tengamos. De la misma manera en que Dios manifestó
Su amor hacia nosotros, debemos manifestar (mostrar) nuestro amor
hacia los demás.
Dios demostró Su amor hacia nosotros a través de Cristo. En
otras palabras, no sólo lo hizo manifiesto sino que también lo demostró.
Lo exhibió con toda claridad para que pudiéramos contemplarlo. Los
que no conocen a Dios tampoco conocen Su amor. Sin embargo, es a
causa del amor de Dios que nosotros podemos amar de la manera
correcta y vivir por medio de Cristo, como leímos en el versículo 9. Si Él
nos ha salvado, somos propiedad Suya.
El amor que Dios nos tiene trasciende toda comprensión
humana. Hablamos de él, cantamos acerca de él, pero no podemos
entenderlo realmente. Dios nos escogió desde la fundación del mundo
y trazó un programa de salvación para hacernos Suyos por toda la
eternidad.
Cristo sufrió, murió y resucitó para pagar por nuestros pecados
y darnos una herencia maravillosa. Todo eso fue llevado a cabo aun
antes que Dios creara el mundo, y la herencia incluye todo lo que tiene
que ver con nuestra salvación
Aunque no podamos entender nada de esto, si somos
verdaderos creyentes, sabemos que es cierto. Dios nos amó cuando
éramos pecadores sucios y corruptos.

78
¿Qué leemos en el versículo 11? “Amados, si Dios nos ha
amado así, debemos también amarnos unos a otros”. Si Dios nos ha
amado así -es decir, si Él nos amó de esa manera y en esa magnitud-
debemos también amarnos unos a otros.
Si Dios nos amó cuando éramos tan indignos de ser amados,
debemos amar también a aquellos que, al parecer, no son dignos de
recibir nuestro amor. Dios espera que amemos a los demás
independientemente de lo que sean o como sean. Por supuesto, para
nosotros es fácil amar a nuestros familiares y a nuestros amigos, y hay
muchas personas en nuestros círculos cristianos a las que no nos cuesta
ningún trabajo amar porque son buenas y amables.
Pero debemos amar a todos los hermanos, aun a aquellos cuyas
personalidades son complejas y no resulta fácil amarlos, y debemos
amar incluso a aquellos con los que, al parecer, no podemos llevarnos
bien. A todos debemos amarlos por igual –con todo nuestro corazón.
El amor de Dios no fue condicional para nosotros. Sólo Él sabe
qué método siguió para escoger a Sus elegidos, pero no los escogió sin
duda porque fueran personas especialmente buenas. Cada pecado que
cometemos es una afrenta que le hacemos a Dios y no le pasa
inadvertido. A pesar de eso, Dios perdonó todos nuestros pecados por
Su amor tan grande. En 1 Juan 4:12-14 leemos:

12. Nadie ha visto jamás a Dios. Si nos amamos unos a otros,


Dios permanece en nosotros, y Su amor se ha perfeccionado
en nosotros.

13. En esto conocemos que permanecemos en Él, y Él en


nosotros, en que nos ha dado de Su Espíritu.
14. Y nosotros hemos visto y testificamos que el Padre ha
enviado al Hijo, el Salvador del mundo.

“Nadie ha visto jamás a Dios” porque Él, por supuesto, es un


Ser espiritual. Nosotros Lo conocemos y oramos a Él, pero lo hacemos
por fe. Andamos por fe y no por vista.
No obstante, Dios eligió a Sus hijos para que fueran los
destinatarios de Su amor, y como consecuencia de ese amor, ellos
pueden amarse los unos a los otros. Es porque Cristo mora dentro de
nosotros que podemos amar de manera genuina a los hermanos. El
versículo 12 nos dice que “Su amor se ha perfeccionado en nosotros”.

79
Esa misma expresión la leímos en 1 Juan 2:5: “… el que guarda
Su palabra, en éste verdaderamente el amor de Dios se ha
perfeccionado; por esto sabemos que estamos en Él”.
El verbo “perfeccionar” en este contexto significa completar o
cumplir. En la medida en que el amor de Dios obra en nosotros, nuestro
amor hacia Él y hacia los hermanos debe crecer y perfeccionarse cada
vez más hasta llegar a la madurez adecuada, por así decir. Además, el
amor de Dios hacia nosotros no carece de frutos, y por tanto, todo lo
que Él nos ordene hacer, nosotros, como hijos Suyos, nos esforzaremos
por hacerlo con perfección.
El hecho de que Dios more en nosotros y nosotros en Dios es
una relación que sólo Él puede lograr. Los seres humanos nunca
podríamos establecer este tipo de relación con Dios, ni imaginar
siquiera esa posibilidad.
Esta misma relación aparece descrita en Juan 15, donde Jesús
afirma que Él es la vid verdadera y los creyentes somos los pámpanos. Y
de ese modo, Él permanece en nosotros y nosotros permanecemos en
Él. En este contexto, “permanecer” y “morar” son sinónimos, y Dios
hace mucho hincapié en esta relación.
En 1 Juan 4:13 dice que nosotros conocemos (o sabemos) que
eso es así porque nos ha dado de Su Espíritu. Repite, pues, lo que ya
habíamos leído en 1 Juan 3:24: “Y en esto sabemos que Él permanece
en nosotros, por el Espíritu que nos ha dado”.
Ésa es la prueba de que Dios permanece en nosotros –Su
Espíritu. Donde está el Espíritu de Dios, allí está Dios. La operación de
Su Espíritu en nosotros nos hace producir el fruto del que leemos, por
ejemplo, en Gálatas 5:23: “El fruto del Espíritu es amor, gozo, paz,
paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza”.
Estas características deben ponerse de manifiesto en la vida de
cada verdadero creyente como resultado de la morada del Espíritu de
Dios en él. El primer fruto de la lista es el amor –el tema central de 1
Juan 4. Dios nos dice repetidamente que Él es amor, y de hecho, le
mostró al mundo el amor más grande que jamás haya sido conocido.
Además, Dios es la fuente de nuestro amor hacia nuestro prójimo. Su
amor es el que hace que los verdaderos creyentes, Sus hijos, podamos
manifestar amor hacia las demás personas.
El amor de Dios se hizo visible cuando Cristo vino a la tierra, y
los seres humanos contemplaron el grandioso sacrificio que Cristo había
realizado a favor nuestro. Nosotros somos Sus representantes en la
tierra, y como tales, demostramos que amamos a Dios cuando ponemos
de manifiesto nuestro amor hacia los hermanos.

80
Los apóstoles fueron testigos oculares de Jesucristo.
Anduvieron con Él y hablaron con Él, y además, contemplaron Sus
sufrimientos en la cruz. Es por eso que el Apóstol Juan pudo declarar en
el versículo 14: “Y nosotros hemos visto y testificamos que el Padre ha
enviado al Hijo, el Salvador del mundo”.
Dios el Padre envió al mundo a Su Hijo Jesucristo, el Salvador. Y
así manifestó Su amor por Sus elegidos.
Sabemos que todo lo que Dios nos dice es cierto. La evidencia
interna del Espíritu que mora en nosotros es confirmada por la
evidencia externa de los testigos oculares, los cuales testifican que el
Padre envió a su Hijo, el Salvador del mundo.
¿Cómo podemos saber realmente si la confianza de un
individuo en su salvación procede del Espíritu Santo? Bueno, los que
confían en que son verdaderamente hijos de Dios aborrecen el pecado y
no quieren hacer nada en contra de la voluntad de Dios. De hecho,
tienen un deseo intenso y continuo de hacer Su voluntad.
Este testimonio procede del Espíritu Santo en sus vidas. En
Romanos 8:16 dice que “el Espíritu mismo da testimonio a nuestro
espíritu, de que somos hijos de Dios”.
Y ahora, hemos llegado a dos versículos muy interesantes de
este capítulo. En 1 Juan 4:17-18 leemos:

17. En esto se ha perfeccionado el amor en nosotros, para que


tengamos confianza en el día del juicio; pues como Él es, así
somos nosotros en este mundo.

18. En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa


fuera el temor; porque el temor lleva en sí castigo. De donde
el que teme, no ha sido perfeccionado en el amor.

Hemos aprendido ya que Dios es amor, y que los salvados, es


decir, Sus hijos, permanecemos en Él y en Su amor. Es por eso que Dios
declara en el versículo 17: “En esto se ha perfeccionado el amor…”.
El amor que sentimos hacia Dios nos confirma Su amor para con
nosotros. O dicho de otro modo, el amor perfecto de Dios nos capacita
para que podamos amarlo a Él. Ése es precisamente el amor que hará
que tengamos confianza en el Día del Juicio.
La Biblia habla con frecuencia del Día del Juicio, en relación con
el último día del universo. Ese día le pondrá fin a toda posibilidad de
salvación, porque Dios habrá terminado con esta tierra, y ésta será

81
destruida. Los seres humanos deberían sentirse llenos de temor al
pensar en ese día. En cambio, para los verdaderos creyentes, no habrá
temor. De hecho, nosotros esperamos ansiosamente la llegada de ese
día en el que todos los hijos de Dios irán a vivir con Cristo.
En realidad, cuando un individuo muere sin salvación, el día de
su muerte es el día del juicio para él. Cuando Dios habla de juicio, lo
que Él tiene en mente es la muerte. Romanos 6:23, que hemos leído a
menudo, declara que “la paga del pecado es muerte”. El ser humano en
general teme a la muerte, por cuanto la muerte es algo muy ajeno a
nosotros.
Pero el amor de Dios echa fuera el temor a la muerte. Los
verdaderos creyentes sabemos que no tenemos por qué temer a la
muerte o al juicio. En el instante mismo en que nos ausentemos del
cuerpo, estaremos presentes ante el Señor. ¿Podría haber acaso algo
más maravilloso? Es por eso que Dios afirma que podemos tener
confianza en el Día del Juicio.
“Pues como Él es, así somos nosotros en este mundo”. Los
cristianos queremos asemejarnos a Cristo tanto como nos sea posible.
Dios nos dice que debemos ser perfectos y santos, como Cristo es
perfecto y santo. Por ejemplo, en Efesios 1:4 leemos: “Según nos
escogió en Él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos
santos y sin mancha delante de Él”.
Y Mateo 5:45 ordena lo siguiente: “Sed, pues, vosotros
perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto”.
Ése es el llamado que Dios nos hace a los cristianos. Mientras
vivimos en esta tierra, debemos ser semejantes a Cristo. Es a Él a quien
debemos parecernos. ¿Hasta qué punto? Hasta el punto de negarnos a
nosotros mismos y procurar estar plenamente identificados con Cristo.
¿Por qué? Porque permanecemos en Él y Él permanece en nosotros. El
amor que Cristo nos tiene lo llevó a inmolarse a Sí Mismo, y es así como
nosotros debemos amar a nuestro prójimo.
“En el amor no hay temor”, dice el versículo 18. “El perfecto
amor echa fuera el temor; porque el temor lleva en sí castigo”. Vivir
llenos de temor es algo horrible, pero el amor de Cristo echa fuera
nuestros temores –no sólo el temor al juicio, sino cualquier tipo de
temor.
Pero para ello tenemos que confiar por completo en Cristo. Si
vivimos en temor, no hemos sido perfeccionados en el amor. No hemos
depositado nuestra confianza en Cristo y estamos tratando de hacer las
cosas valiéndonos de nuestras propias fuerzas.

82
Pero, ¿cómo podemos ser perfectos en el amor? Pues aunque
parezca algo imposible, ésa es la condición de perfección que Dios le
pone a todos los que son salvos. Y en realidad, es imposible sin Cristo.
Pero los que están en Cristo, que permanecen en Él, Lo aman, Lo siguen
y Lo obedecen –en la medida en que son capaces de hacerlo- recibirán
las bendiciones de Dios y serán perfeccionados en el amor.
Cuando somos perfeccionados en el amor no andamos
encogidos de temor delante de Dios ni aterrorizados por Su juicio. Todo
el juicio que nosotros merecíamos fue derramado sobre Jesucristo
cuando pagó por nuestros pecados. El amor y el temor son
incompatibles. Para el cristiano, el amor es, ante todo, el amor del
Padre por nosotros. Ese amor es poderoso y transforma la vida.
El temor del que estamos hablando no debe confundirse con
nuestra reverencia hacia Dios. Los verdaderos creyentes somos
temerosos de Dios –tenemos temor de Dios en nuestro corazón. Es
decir, Él es el objeto de toda nuestra admiración y reverencia, y nos
reconocemos enteramente responsables ante Él.
Nuestro temor de Dios y nuestro amor por Él producen en
nosotros el deseo de ser cada vez más obedientes a Sus mandatos. Y
entonces, conscientes de que Dios nos ama con amor perfecto, nos
resulta muy grato obedecerlo.
Y ahora, en nuestro examen del capítulo 4 de 1 Juan
hemos llegado a los versículos 19, 20 y 21 –los últimos versículos de
este capítulo- donde leemos lo siguiente:

19. Nosotros Le amamos a Él, porque Él nos amó primero.


20. Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es
mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto,
¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto?

21. Y nosotros tenemos este mandamiento de Él: El que ama a


Dios, ame también a su hermano.

Es importante que entendamos la verdad del versículo 19.


Nosotros amamos a Dios porque Él nos amó primero. El amor de Dios
hacia nosotros no es la respuesta a nuestro amor por Él. Él nos amó
primero, y en consecuencia, nosotros Le amamos a Él.
El hecho maravilloso es que Dios nos amó, y por Su amor hacia
nosotros, nos dio la capacidad de amarlo a Él. Si Dios no nos hubiera
amado primero, nuestras vidas no estarían preparadas para amarlo,

83
porque, por naturaleza, lo más probable sería que nos apartáramos de
Cristo.
Nuestro amor hacia Dios no se deriva de nuestra bondad. Lo
recibimos de Él. No podemos, pues, atribuirnos ningún mérito por amar
a Dios. Si podemos demostrar que Lo amamos es porque tenemos un
Salvador amoroso que pone ese amor en nuestros corazones. Por lo
tanto, quien merece todo el honor y el reconocimiento por el hecho de
ser nuestro Salvador es el Señor Jesucristo. Su amor trasciende
sobremanera todo lo que el lenguaje puede expresar. No olvidemos
nunca que cualquier aspecto de nuestro amor, tal y como se manifiesta
en nuestra vida, es únicamente el resultado de la obra de la gracia de
Dios en nosotros.
Dios es quien lleva a cabo la obra completa de la salvación. Por
ese motivo, no podemos atribuirnos ningún mérito por el hecho de
haber llegado a amar a Dios. Él nos salvó y nos cubrió con Su amor. Si
Dios no nos hubiera escogido para ser salvos, nunca podríamos amarlo.
Pero en el versículo 20, Él Mismo nos recuerda que tenemos
que poner nuestro amor en acción. Es decir, nuestro amor hacia Dios ha
de hacerse manifiesto en nuestro amor hacia los demás. Por tanto, si
decimos que amamos a Dios, y aborrecemos a nuestro hermano, somos
mentirosos. Si no podemos amar a nuestro hermano a quien vemos,
tampoco podemos amar a Dios a quien no vemos.
Dios conoce nuestro corazón y a Él no podemos engañarlo y
decirle que Le amamos si no es verdad.
La razón por la que somos capaces de amar a nuestro prójimo
es porque Dios nos amó a nosotros primero y nos hizo que sintiéramos
ese amor hacia las demás personas. Todo esto tiene su origen en
nuestra relación con Cristo, porque Él es quien respalda e impulsa cada
aspecto de este proceso. El impacto que Cristo produce en nosotros es
el que nos hace amar a nuestro prójimo.
Es por eso que Dios dice en el versículo 21: “Y nosotros también
tenemos este mandamiento de Él: el que ama a Dios, ame también a
su hermano”. El hecho de que no seamos capaces de hacerlo es una
señal de que no somos salvos.
Dios es el origen y la razón de todo amor justo y recto que
manifestamos en nuestra vida. Él tiene el control de nuestro amor y
hace que el amor que debemos sentir por nuestros hermanos sea una
realidad en nosotros.
Recuerden las palabras que leímos en 1 Juan 3:14: “Sabemos
que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos.
El que no ama a su hermano, permanece en muerte”.

84
Esto nos ofrece una razón para auto-examinarnos. Si no
encontramos amor hacia nuestros hermanos en nuestro corazón,
estamos en un gravísimo problema. ¡Recordémoslo siempre! Y estos
versículos de 1 Juan 4:20-21 repiten este mismo principio. Dios señala
de nuevo aquí que si Él nos ha salvado, somos verdaderos creyentes –es
decir, Cristo es nuestro Salvador- y eso se pondrá de manifiesto a través
de nuestro amor por los hermanos. Pero este amor es totalmente
diferente del que sentiríamos si Cristo no fuera el Rey de nuestra vida.
Por otra parte, amar algo que no es recto pondrá de relieve
inmediatamente que estamos en desacuerdo con Dios. Es decir,
demostraremos que no Lo amamos como es debido. Toda conducta
equivocada que manifestemos a través de una vida deshonesta o por
cualquier otra vía, indica que aún estamos esclavizados al pecado y no
tenemos un verdadero deseo de vivir para Cristo.
Pues bien, Dios está enseñándonos principios valiosísimos y está
mostrándonos la verdad. Nos ha dicho ya de qué manera nos ama y
cómo debemos amarlo a Él, y lo explica con toda claridad en este libro
de 1 Juan y en otras partes de la Biblia también. Y por cuanto estas
cosas están en la Biblia, son absolutamente ciertas y confiables.
Debemos, pues, orar y pedir sabiduría para que podamos entender
adecuadamente cuán importantes son estos principios para nuestra
vida.
La relevancia de este tema se debe a que el amor de Dios por
los seres humanos es la verdadera razón por la que Él nos escogió para
que fuéramos salvos. Cristo, por Su gran amor, estuvo dispuesto a
soportar la ira de Dios para pagar por nuestros pecados. ¡Qué amor tan
magnífico el de Dios!
Pero, ¿nos ama Dios así porque vio algo bueno en nosotros?
¡No, por supuesto que no!, porque en nosotros no hay nada bueno. Los
seres humanos somos inherentemente pecadores por naturaleza.
La Biblia declara en Romanos 3:10-12:

No hay justo, ni aún uno; no hay quien entienda, no hay quien


busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles;
no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno.

Aunque parezca duro, es Dios quien lo dice, y por consiguiente,


sabemos que es cierto. Él ve nuestros corazones y ve también nuestro
pecado.
Sin embargo, a pesar de la pecaminosidad de sus corazones, Él
ama a Sus escogidos. Es únicamente por Su gran amor que Él lleva a

85
cabo Su maravillosa obra de salvación en nuestra vida y remplaza la
injusticia con la justicia. Si somos hijos Suyos, Cristo viene a morar en
nosotros y nos otorga Su justicia, pero eso es algo que sólo Él puede
hacer.
Dios ha prometido que permanecerá en nosotros y que
nosotros permaneceremos en Él. Nos ama y nos hace sentir amor por
los demás. Pero no los amamos porque sean buenos y maravillosos,
sino porque Dios pone Su amor en nuestros corazones y nos hace
capaces de amarlos de la manera en que debemos hacerlo.
Podemos, pues, amar a los hermanos como Dios nos
ama a nosotros. Por imposible que parezca, no lo es realmente si
esperamos en Dios. Sigamos orando con un corazón quebrantado en la
presencia de Dios. Todo tiene su origen en el gran amor de Dios.

Capítulo 5

En nuestro recorrido a través del libro de 1 Juan, hemos estado


aprendiendo muchas cosas acerca del amor de Dios por Sus hijos y de la
responsabilidad que tenemos de amarlo a Él y de amar a nuestros
hermanos en Cristo. Este tema del amor que Dios siente por los
hermanos continúa tratándose en el capítulo siguiente con más detalle.
En 1 Juan 5:1 leemos:

1. Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de


Dios; y todo aquel que ama al que engendró, ama también al
que ha sido engendrado por Él.

Vamos a analizar la primera parte de este versículo, donde a la


letra leemos que “todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido
de Dios”. Creer que Jesús es el Cristo equivale a creer que Él es el único
Salvador. Sólo Él pudo pagar por nuestros pecados. Por consiguiente,
no hay otro medio de salvación.

86
Nacer de Dios significa nacer de nuevo –es decir, ser salvo. Y si
somos salvos es porque Dios nos ha recibido por hijos. No nacemos de
Dios por el simple hecho de creer en Jesús. Si somos capaces de creer
verdaderamente en Cristo es porque Dios efectuó en nuestros
corazones la obra de la salvación. Por tanto, la obra es enteramente
Suya.
Según aprendimos en 1 Juan 4, nosotros amamos a Dios porque
Él nos amó primero. Dios siempre toma la iniciativa. Él nos amó y nos
salvó, y por consiguiente, nacemos de nuevo y podemos creer
verdaderamente en Cristo y amarlo.
La segunda parte de 1 Juan 5:1 ha de ser analizada con sumo
cuidado para poder entender los términos “engendrar” y “engendrado”.
¿De quién se está hablando aquí?
Sabemos que Jesús es el Hijo Unigénito (es decir, el Único
engendrado) de Dios. En Juan 3:16 dice que “De tal manera amó Dios
al mundo que le dio a Su Hijo Unigénito”.
Pero Dios emplea esa misma palabra “engendrado” y la aplica a
Sus hijos –a los que Él salvó e incorporó a Su familia. Este mismo
vocablo griego en el manuscrito original puede traducirse como
“nacido” y como “engendrado”.
Por tanto, cuando leemos en el versículo 1 que “todo aquel que
ama al que engendró” –es decir, a Dios- “ama también al que ha sido
engendrado por Él” –o sea, a los hermanos. Los hermanos son los que
han llegado a ser hijos de Dios. Es evidente, pues, que se trata de una
familia estrechamente unida. Dicho de otro modo, Dios vuelve a
subrayar que si nosotros Lo amamos a Él, también amamos a los hijos
que Él engendró.
Pasemos ahora a los versículos 2 y 3 de 1 Juan 5, donde leemos
lo siguiente:

2.En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios, cuando


amamos a Dios, y guardamos Sus mandamientos.

3. Pues éste es el amor a Dios, que guardemos Sus


mandamientos; y Sus mandamientos no son gravosos.

A lo largo de los capítulos 3 y 4 de 1 Juan, Dios hizo hincapié en


que el verdadero creyente no sólo ama a Dios, sino que también ama a
los hermanos. Eso sin duda es un indicio de que ha sido salvo. Si
amamos a Dios, también tenemos que amar a los hermanos.

87
Ese mismo principio se repite ahora en el versículo 2 del
capítulo 5. Cuando amamos a Dios y guardamos Sus mandamientos,
conocemos que amamos a los hijos de Dios, que son los hermanos a los
que tenemos el deber de amar.
Obviamente, amar a Dios y guardar Sus mandamientos son dos
hechos muy relacionados, como vemos en estos dos versículos. Si
amamos a Dios, guardamos Sus mandamientos. Los mandamientos de
Dios son la Biblia entera y debemos obedecerlos. Nuestra obediencia a
Dios es un resultado de nuestra salvación. Porque amamos a Dios,
deseamos obedecerlo en todas las cosas. Y para saber cómo debemos
obedecerlo y cómo debemos vivir los cristianos, tenemos que leer la
Biblia. Y entonces, eso pasa a ser la meta de nuestra vida.
Junto con nuestro amor hacia Dios viene el deseo de
obedecerlo. Antes de ser salvos, estábamos en rebelión contra Dios,
pero ahora somos hijos Suyos, estamos bajo la tutela de Su amor y a
cambio, Lo amamos. Y ese amor hacia Él debe hacerse visible en
nuestra vida.
Además, Dios afirma que Sus mandamientos no son gravosos.
De hecho, cuando amamos a Dios, la obediencia a ellos se torna en algo
muy gozoso para nosotros. Pero, ¿es eso realmente lo que ocurre?
¿Nos resulta difícil obedecer los mandamientos de Dios?
Nos resultará difícil si todavía tratamos de hacer las cosas a
nuestro modo, pero si nos sometemos a la voluntad de Dios y queremos
hacer las cosas a Su manera, descubriremos que es muchísimo más fácil
ser obedientes a los mandamientos de Dios. Una señal de que somos
verdaderamente salvos es el deseo constante de hacer la voluntad de
Dios que invade todo nuestro ser.
Es con respecto a esto que tenemos que examinarnos. ¿Está
presente en mí ese deseo constante? ¿Sigo queriendo salirme con la
mía y obstinándome en hacer las cosas conforme a mi voluntad? Si
somos honestos a la hora de responder estas preguntas, nos daremos
cuenta de cuál es nuestra condición delante de Dios. Por tanto, es muy,
pero muy importante que nos hagamos estas preguntas y las
respondamos con sinceridad.
Hemos aprendido que amar a Dios implica guardar Sus
mandamientos y amar a los hermanos. Estas cosas muestran que
realmente amamos a Dios. Dios nos da señales para que podamos
orientarnos. Si nos ha salvado, Lo amaremos como corresponde y
tendremos un deseo continuo de hacer Su voluntad. Y además,
amaremos a los hermanos con un amor genuino. Si somos hijos de

88
Dios, podremos vivir conforme a lo que Dios ha ordenado y lo haremos
con gozo y esmero.
Tenemos el privilegio de vivir en comunión con nuestro cariñoso
Salvador, Jesucristo. ¡Qué grande y amoroso es ese Dios a quien
servimos!
Y ahora, para seguir avanzando en este capítulo, leeremos 1
Juan 5, versículos 4 y 5:

4. Porque todo lo que es nacido de Dios vence al mundo; y


ésta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe.

5. ¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús


es el Hijo de Dios?

Según hemos aprendido, un individuo nace de Dios cuando Dios


lo adopta por hijo. Este individuo –dice Dios aquí- vence al mundo. Eso
es lo que se espera ver en la vida de todo verdadero creyente, es decir
de aquel que está convencido que Jesús es el Hijo de Dios.
Hay tres aspectos implícitos en estas expresiones acerca de la
victoria sobre el mundo: el nuevo nacimiento, nuestra fe y la convicción
de que Jesús es el Hijo de Dios. Estas tres cosas juntas le dan al hijo de
Dios poder para vencer al mundo.
Cuando vencemos al mundo, éste deja de ejercer control sobre
nosotros. Vivimos entonces para Cristo, y no para el mundo. Los
placeres y los temores que se relacionan con el mundo ya no pueden
afectarnos porque nuestra fe nos libera y nos da la victoria.
Pero para empezar, Dios hace hincapié en que tenemos que
creer que Jesús es el Hijo de Dios. Esta fe no es una simple creencia
intelectual, sino un testimonio del corazón. Nuestra fe no depende de
nosotros sino que está basada en la obra de Cristo. Él hizo lo que era
preciso hacer en nuestro beneficio, y por ese motivo, podemos
depositar toda nuestra confianza en Él sin reservas de ningún tipo.
Cristo efectuó el pago completo por nuestros pecados y nos dio
la victoria. Por tanto, tenemos la absoluta certeza de que si confiamos
en Él, estaremos a salvo y seguros, y nada puede privarnos de la
seguridad que gozamos en Cristo.
Nuestra fe se convierte entonces en una parte integral de
nuestra vida y nos da certeza en la victoria. La fe está totalmente
identificada con Cristo, Cuyo nombre es “Fiel” y nos ha dado el don de
la fe.

89
Puesto que Cristo es el Vencedor, nuestra fe en Él es suficiente
para darnos la victoria sobre el mundo.
Los verdaderos creyentes nos apoyamos en Cristo y confiamos
por completo en Él. El primer paso de nuestra confianza es creer que
Jesús es el Hijo de Dios, y Dios eterno también. Por lo tanto, Él es todo
lo que podemos necesitar.
Cristo venció al mundo, y Él nos incluye en esa victoria. Dicho
de otro modo, Cristo es el vencedor del pecado y de la muerte, y por
nuestra fe en Él, podemos participar de esa victoria que El obtuvo.
Porque creemos que Cristo es el Hijo de Dios, Él nos da fe y la capacidad
de vencer al mundo.
Los versículos 1 al 5 de este capítulo están interrelacionados.
Dios hace de ellos una unidad cohesionada.
Nosotros creemos que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, pero es
Él quien pone en nosotros esta convicción y esta fe. Además, nos da
amor para que Lo amemos a Él y amemos a nuestros hermanos. Y
porque amamos a Dios, podemos obedecer Sus mandamientos y lo
hacemos con sumo gozo. Y como resultado de todo eso, hemos vencido
al mundo. El mundo ya no tiene ningún poder sobre nosotros.
¿Cuál es la victoria sobre el mundo? Nuestra fe. La persona que
cree que Cristo es el Hijo de Dios –es decir, que es verdaderamente
salva- tiene victoria sobre las cosas del mundo. El mundo no reconoce
el valor de Cristo, pero no puede mentirnos acerca de Él ni arrastrarnos
consigo porque nosotros lo hemos vencido. Somos vencedores y no
corremos ningún riesgo de ser derrotados. La verdad está de nuestra
parte. Por tanto, en este pasaje de 1 Juan 4:-5 Dios hace hincapié en la
victoria.
Por nuestra relación con Cristo, el Hijo de Dios, tenemos
victoria. Por haber confiado en Él, y porque toda la victoria es Suya,
nosotros somos vencedores.
Éstas no son palabras huecas. Cristo ganó la victoria que era
necesario ganar y es reconocido como Dios Eterno. Él venció los
obstáculos y logró todo lo que deseaba. Por tanto, venció. Sí, obtuvo la
victoria sobre la muerte y sobre las consecuencias del pecado. Cuando
nosotros llegamos a ser salvos, todas estas verdades son nuestras. Este
conocimiento con el que comenzamos a vivir es un mundo nuevo para
nosotros.
Yo sé que puedo ser hijo de Dios porque Cristo ganó la victoria
sobre el pecado, la muerte y Satanás. Es a causa de Su victoria que
nosotros, Sus hijos, hemos vencido al mundo. Y es una victoria tan

90
gloriosa que debemos proclamarle a todo el mundo a voz en cuello:
“Cristo ganó la victoria sobre la muerte y el pecado”.
En los primeros versículos del capítulo 5 de 1 Juan se ha hecho
hincapié en que Jesucristo es el Hijo de Dios. Y entonces, el versículo 6
continúa diciendo: “Éste es…”, y vuelve a hacer alusión a Jesucristo.
Leamos ese versículo:

6. Éste es Jesucristo, que vino mediante agua y sangre; no


mediante agua solamente, sino mediante agua y sangre. Y el
Espíritu es el que da testimonio; porque el Espíritu es la
verdad.

Jesucristo “vino mediante agua y sangre; no mediante agua


solamente, sino mediante agua y sangre”. Dios menciona dos veces
este hecho para subrayarlo.
El ministerio de Jesús en la tierra comenzó oficialmente cuando
Juan el Bautista Lo bautizó en el río Jordán. Leemos acerca de esto en
Mateo 3:16-17:

Y Jesús, después que fue bautizado, subió luego del agua; y he


aquí los cielos le fueron abiertos, y vio al Espíritu de Dios que
descendía como paloma, y venía sobre Él. Y hubo una voz de
los cielos, que decía: Éste es Mi Hijo amado, en Quien tengo
complacencia.

Dios el Padre testificó verbalmente que Jesús era Su Hijo.


Además, Juan el Bautista dio su testimonio en Juan 1:32-34 y dijo lo
siguiente:

… Vi al Espíritu que descendía del cielo como paloma, y


permaneció sobre Él… y yo Le vi, y he dado testimonio de que
éste es el Hijo de Dios.

La Santa Trinidad se manifestó en ese momento: Jesucristo, el


Hijo; la voz de Dios el Padre y el Espíritu Santo que descendió en forma
de paloma. Ése fue el testimonio de que Jesús era ciertamente el Hijo
de Dios, el Cristo.
Pero 1 Juan 5:6 afirma que Él vino mediante agua y sangre. Esa
sangre es sin duda la que Él derramó cuando pagó el castigo por
nuestros pecados. Por ejemplo, en Colosenses 1:20 leemos: “y por
medio de Él reconciliar consigo todas las cosas… haciendo la paz
mediante la sangre de Su cruz”.

91
Y el Espíritu Santo es quien da testimonio de estos hechos,
porque el Espíritu es la verdad.
Pasemos ahora a 1 Juan 5:7-8:

7. Porque tres son los que dan testimonio en el cielo: el Padre,


el Verbo y el Espíritu Santo; y estos tres son uno.

8. Y tres son los que dan testimonio en la tierra: el Espíritu, el


agua y la sangre; y estos tres concuerdan.

Aquí vemos claramente la descripción de la Santa Trinidad: el


Padre, el Verbo (que es Cristo) y el Espíritu Santo. Y estos tres son uno.
Dios es tres personas distintas, y sin embargo, es un solo Dios.
La Trinidad incluye a las tres personas de la Deidad, pero cuando
hablamos de la Trinidad, estamos refiriéndonos a un solo Dios. Esto,
claro está, es un misterio divino. Muchas personas han tratado de
entenderlo valiéndose de algún tipo de analogía terrenal, pero lo cierto
es que no podemos ni siquiera comenzar a comprender el misterio de la
Trinidad. Ni tampoco debemos tratar de hacerlo, porque lo único que
podemos saber es lo que Dios nos ha revelado. No obstante, tenemos
que aceptar este hecho enteramente por fe.
Son, pues, tres Personas en un solo Dios, y todas ellas testifican
que Cristo es el Hijo de Dios. Estas tres Personas dan testimonio en el
cielo, dice el versículo 7. Pero en el versículo 8, leemos acerca de tres
que dan testimonio en la tierra: el espíritu, el agua y la sangre, y estos
tres concuerdan.
Esta declaración está de acuerdo con lo que leímos en el
versículo 6 –a saber, que Jesús vino mediante agua y sangre, y que el
Espíritu da testimonio de ello. Juan el Bautista bautizaba con agua, pero
no era el Mesías. La sangre que Jesucristo derramó fue la que le dio al
bautismo en agua su significado espiritual. El bautismo en agua apunta
a la limpieza espiritual que recibimos cuando Dios nos salva. Estamos
espiritualmente sucios y Dios nos limpia. Esta limpieza espiritual es
posible únicamente porque Cristo pagó por nuestros pecados
derramando Su sangre.
De hecho, en Romanos 6:3 Dios dice: “¿O no sabéis que todos
los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados
en Su muerte?”
En 1 Juan 5 Dios hace hincapié en que Jesús vino mediante agua
y sangre, y Dios, en nombre de la Trinidad, ha testificado que esto es

92
cierto. Tenemos, pues, el testimonio de Dios de que Jesucristo es el
Mesías, nuestro único Salvador.
Sólo Jesús pudo soportar la ira de Dios para pagar por nuestros
pecados. Sólo Él pudo venir a la tierra como Hijo de Dios para
manifestarle al mundo Su gran amor.
Y sólo Dios pudo haber escrito estas palabras de 1 Juan 5 con
tanta autoridad, porque el Espíritu es la verdad. Es precisamente esta
verdad esencial la que da testimonio de la infalibilidad de esa autoridad.
Sin duda, nos quedamos más que asombrados cuando leemos estas
cosas y las unimos. Y si decimos que sabemos todo lo que a ellas se
refiere, no decimos la verdad, porque sólo Dios tiene la autoridad para
comprender lo que Él ha realizado, y es simplemente maravilloso.

Nota: Éste es el último estudio grabado por Harold Camping. No pudo


terminar este estudio de 1 Juan 5 antes que el Señor se lo llevara a su
hogar eterno.

93
94

Vous aimerez peut-être aussi