Académique Documents
Professionnel Documents
Culture Documents
1 Juan:
El Gran
Amor de
Dios
1 Juan:
El Gran Amor de Dios
Por Harold Camping
En Internet: www.familyradio.org
E-mail: international@familyradio.org
06-11-2015
1 Juan:
El Gran Amor de Dios
Por Harold C
Harold amping
Camping
Capítulo 1
1
Santo”. Es decir, a medida que Dios escribía la Biblia, era Él quien les
daba las palabras a los escritores.
Esos individuos no escribieron sus propias palabras, sino las
palabras de Dios según las recibían de Él. Es por eso que podemos decir
con toda confianza que la Biblia entera salió de la boca de Dios; y es por
eso también que podemos afirmar que toda la Biblia es infalible –es
decir, que no contiene ni el más mínimo error.
Los traductores de la Biblia han cometido errores de vez en
cuando a la hora de traducirla, y por ese motivo no hay ninguna
traducción que sea perfecta. Es preciso, pues, que tengamos cuidado al
elegir la mejor versión de la Biblia para usarla, y en el caso del idioma
español, ésta podría ser, por ejemplo, la Antigua Versión de Reina Valera
o la Revisada en 1960. No obstante, la Palabra de Dios en sí misma es
perfecta e infalible por cuanto fue Dios quien la escribió.
Dios es el autor esencial y definitivo de cada palabra que se
halla registrada en los manuscritos originales de la Biblia. Es por eso
que aun cuando el proceso de la escritura de la Biblia se prolongó por
un período de alrededor de 1,500 años, toda ella es una unidad
cohesionada. Y por consiguiente, cuando leemos un versículo
cualquiera de la Biblia, podemos estar seguros de que estamos leyendo
las palabras que Dios puso ahí para que nosotros las leyéramos. Ése es
el único modo de entender cómo surgió toda la Biblia.
De hecho, en 2 Timoteo 3:16 encontramos esta importantísima
afirmación: “Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar,
para redargüir, para corregir, para instruir en justicia”.
Valiéndose de esta afirmación, Dios nos asegura que cada parte
de la Biblia procede directamente de Él -y así ha de entenderse- y al ser
Palabra de Dios, es digna de toda confianza. Esto constituye una prueba
estupenda de que cada palabra que aparece en los manuscritos
originales es confiable y salió ciertamente de la boca de Dios. No existe
ningún ser en todo el universo que sea más importante que Él.
Para garantizar nuestra comprensión de que la Biblia entera
procede de Dios, Él nos da la siguiente advertencia al final mismo de la
Biblia, en Apocalipsis 22:18-19:
2
¡Qué declaración tan solemne! ¿Estamos escuchando con
atención? Es todo o nada. No podemos decir que algunas partes de la
Biblia proceden de Dios y que otras partes fueron escritas por hombres,
y por tanto, no son confiables. Eso no es posible y tampoco es cierto.
Tenemos, pues, que entender que la Biblia, tal y como fue dispuesta e
impresa, procede del Dios Todopoderoso, y nosotros podemos depositar
nuestra confianza en ella.
Si dudáramos siquiera de un solo versículo de la Biblia,
tendríamos que dudar de toda la Biblia. Es por eso que Dios nos hace
esta advertencia tan fuerte –a saber, que no nos está permitido eliminar
nada de lo que en ella está escrito ni tampoco podemos añadirle nada.
La Biblia, tal cual es, está completa.
Con ese principio firmemente grabado en nuestra mente, vamos
a comenzar a estudiar el libro de Primera de Juan. Dios guió al Apóstol
Juan cuando escribió en 1 Juan 1:1-2:
3
Aunque Dios no nos da específicamente esta información, en
virtud de las características de lo que declaran estos versículos,
podemos llegar a la conclusión de que en ellos se está hablando de las
personas que estuvieron con Jesús mientras Él estuvo físicamente
presente en la tierra. Y los que estuvieron la mayor parte del tiempo
con Jesús fueron Sus 12 discípulos, incluyendo al Apóstol Juan, que es
considerado el autor de este libro.
Según dice Juan, ellos han visto, han contemplado y han
palpado la Palabra (o Verbo) de vida, al Propio Cristo, y testifican que Él
(Jesús) es la fuente de vida eterna. “Estaba con el Padre y se nos
manifestó”. Estas cosas sin duda ocurrieron y ellos son testigos. En tres
ocasiones en los primeros tres versículos se da constancia de que ellos
las vieron. Los discípulos fueron testigos oculares del Señor Jesús y de
todo lo que Él dijo e hizo, y por eso sabemos que lo que ellos escribieron
es digno de toda confianza. Estas palabras de testimonio fueron escritas
para todos los que habrían de leerlas.
Vayamos entonces al versículo 3:
4
escribiéndonos estas cosas acerca de Cristo para que tengamos ese gozo
tan estupendo. Y nuestro gozo, según dice aquí, ¡será cumplido!
El resto de este pasaje nos mostrará cómo podemos andar en
comunión con Cristo, y recibiremos más instrucción de parte de Dios en
cuanto al modo en que debemos vivir como hijos de Dios. En 1 Juan
1:5-7 leemos:
5
obediencia? De no ser así, estaría rechazando esa luz. Cuando
andamos con Cristo, andamos en la luz, y ya no estamos sujetos a las
tinieblas del pecado. Pero si no andamos en luz, entonces andamos en
pecado. ¿Estoy andando por el camino que es el Señor Jesús o por mi
propio camino?
La expresión “andar en tinieblas” hace referencia a los que no
son salvos, porque ellos andan en su propia luz y no en la de Cristo. El
mundo entero está envuelto en tinieblas espirituales y necesita la luz de
Cristo, el Dador de vida eterna. Es por eso que nosotros tratamos con
tanto ahínco de compartir con ellos el Evangelio en dondequiera que
podemos hacerlo –el Evangelio de la luz de Cristo.
Ahora bien, ¿qué ocurre con los que dicen que tienen comunión
con Cristo y andan en tinieblas? Para “decir” algo hay que usar
palabras, pero para “andar” en cierta forma es preciso realizar acciones.
En otros términos, si decimos que tenemos comunión con Cristo,
nuestra vida tiene que demostrar que eso es cierto. Si andamos con
Jesús, en nosotros tiene que haber un deseo continuo de que Él sea el
Rey y el Dueño de nuestra vida. Si decimos que somos hijos de Dios,
entonces debemos examinarnos con honestidad para saber qué es lo
que manifestamos con nuestra manera de vivir y si el camino por el que
andamos es agradable al Señor.
¿Qué es la luz? La luz de Dios es el Evangelio y está relacionada
con la obediencia a Su voluntad. Si nos damos cuenta de que estamos
desobedeciendo una ley de Dios, tenemos que corregirlo. Eso puede
ocurrir en la vida de cualquier hijo de Dios. Éste es, pues, el momento
de la verdad: ¿Cómo andamos cada día? ¿andamos en la luz o en las
tinieblas? ¿Andamos con Cristo o según nuestras propias reglas? Si este
último fuera el caso, tenemos que orar pidiendo sabiduría y para que
Dios nos guíe en Su luz.
En Dios no hay ningunas tinieblas, pero si nosotros aun vivimos
en pecado, entonces estamos envueltos en tinieblas espirituales y no
andamos en comunión con Cristo. Vivir en pecado significa vivir en
desobediencia, y eso es algo que tenemos que examinar en nuestra
vida. Debemos encarar este asunto con mucha seriedad porque si no
estamos siguiendo a Cristo, tampoco estamos en la verdad.
Nuestro andar con el Señor tiene que ser conforme a los
estándares e ideas de Dios, no conforme a nuestros propios estándares
e ideas. Es por eso que resulta tan maravilloso poder contar con la
Biblia, porque en ella aprendemos los principios que nos muestran
cómo hemos de andar. No debemos, pues, dejar de leer la Biblia
constantemente, ni de llevar al Señor nuestras preocupaciones en
6
oración y pedirle sabiduría. Tenemos que hacer las cosas a la manera de
Dios y sólo a la manera de Dios. Los estándares de la Biblia son
superiores a los que nos dicta nuestra propia mente.
Podemos saber que somos hijos de Dios si andamos en Sus
mandamientos, porque en ellos Él ha establecido la manera en que
debemos andar. Con ese fin, es necesario que no vacilemos en analizar
nuestra conducta ni en enseñarles a los demás cómo deben conducirse.
Es algo estupendo que tengamos la posibilidad de orar y clamar a Dios:
“Oh Dios, muéstrame la verdad. No sé qué hacer en esta situación”. No
olvidemos nunca la importancia que tiene la oración y la práctica de la
misma. La oración ha de formar parte de la vida de cada creyente
mientras nos esforzamos por acercarnos cada vez más a Dios.
Esto es, pues, lo que sucede cuando tenemos verdadera
comunión con Cristo, cuando Lo seguimos. En 1 Juan 1:3 leímos que:
“nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con Su Hijo
Jesucristo”. Ésa es la comunión que buscamos y anhelamos, y la que sin
duda alcanzaremos si somos hijos de Dios. Y por supuesto, también
podemos tener comunión con otros creyentes, hablando del Señor y de
la Biblia y entonando cánticos de adoración. Esta comunión constituye
una experiencia muy agradable y estimulante para los hermanos
cristianos en el Señor, pero ante todo, nuestra comunión ha de ser con
Dios.
Dios tiene más que decirnos acerca de esta comunión. Por
ejemplo, en 1 Corintios 1:9 dice: “Fiel es Dios, por el cual fuisteis
llamados a la comunión con Su Hijo Jesucristo nuestro Señor”.
Por el contrario, en Efesios 5:11 leemos: “No participéis en las
obras infructuosas de las tinieblas, sino más bien reprendedlas”.
Dios nos previene de nuevo aquí contra las tinieblas del pecado.
Debemos estar en la luz de Cristo y no tener ninguna relación con las
obras de las tinieblas de este mundo. Si somos hijos de Dios, estamos
llamados a la comunión con Su Hijo Jesucristo. Él es la única luz en este
mundo lleno de oscuridad.
Éste es el mensaje proclamado en 1 Juan.
Y ahora, leemos en los versículos 8, 9 y 10 de 1 Juan 1:
7
10. Si decimos que no hemos pecado, le hacemos a Él
mentiroso, y Su palabra no está en nosotros.
8
No estamos libres de pecado, por más que nos agradaría
pensarlo, y es ahí precisamente donde radica el problema –en que no
nos damos cuenta de cuán aferrado a nosotros está el pecado. Vivimos
en un mundo lleno de pecado, y estamos tan comprometidos con él,
que ya ni siquiera somos capaces de separar nuestra vida pecaminosa
de la vida de pecado del mundo. Y a pesar de ello, pensamos con
ingenuidad que no vivimos en pecado. Pero no es así; el pecado es algo
muy real en nosotros. Ése es un hecho que no podemos pasar por alto.
No obstante, esto no termina ahí. Dios vino por los pecadores,
para darles perdón a los pecadores. Esa verdad tiene que ver conmigo
porque yo soy un pecador que necesita la ayuda del Señor Jesucristo, y
Él nos está diciendo aquí que sí puede ayudarnos. Dios nos recuerda
que somos pecadores, pero es a Él a Quién corresponde perdonar
nuestros pecados.
La meta de los hijos de Dios es despojarnos cada vez más del
pecado. El pecado es algo feo, y por eso, deseamos vernos limpios de
él. Para ello, sólo tenemos que ser obedientes a Cristo, a quien
amamos. Y puesto que Él es un Dios perdonador y nosotros somos Sus
hijos, podemos estar seguros de que Él va a perdonar nuestros pecados.
¡Qué maravilloso es vernos libres de toda culpa! Antes de ser salvos,
caminamos fatigosamente sobre el barro sucio, por así decir. Mientras
más tratamos de limpiarnos, más nos ensuciamos. Sin embargo, si
somos hijos de Dios y deseamos sinceramente salir del barro, Él nos da
Su ayuda. Pero, ¿cómo podemos llegar a ser hijos de Dios?
En 1 Juan 1:9 leemos lo siguiente: “Si confesamos nuestros
pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y
limpiarnos de toda maldad”. Muchas personas piensan que este
maravilloso versículo enseña que si confesamos nuestros pecados,
podemos ser salvos en virtud de esa confesión y en ese mismo instante.
Si aislamos el versículo de su contexto, podría darnos esa impresión.
Teóricamente hablando, eso es posible. No obstante, lo que el
versículo indica en realidad es cuál es nuestra condición y la necesidad
que tenemos de Cristo. A partir de todo lo demás que dice la Biblia,
sabemos que nada que nosotros hagamos puede salvarnos. Podríamos
repetir las palabras del versículo una y otra vez, y aun así, permanecer
sin salvación. La salvación es una obra que sólo Dios puede realizar. Si
Él nos escogió para que fuéramos salvos, lo único que podemos hacer es
esperar a que Dios realice en nosotros esa obra.
A medida que andamos con Dios, hablamos de estas cosas y
escudriñamos la Biblia para buscar más información, sentimos un deseo
9
creciente de ser limpios de nuestros pecados. Una vez que Dios nos
salva, llegamos a entender que el Señor Jesucristo pagó por todos
nuestros pecados. Nos percatamos, entonces, de que Él está obrando
en nuestra vida y comenzamos a mirar nuestro pecado desde una
perspectiva diferente. Nos damos cuenta de que nuestros deseos están
cambiando y queremos hacer la voluntad de Dios cada vez más. Cuando
estas cosas se tornan muy importantes en la vida de un individuo, puede
albergar la esperanza de que quizás él también esté llegando a ser un
hijo de Dios.
El contexto donde aparece 1 Juan 1:9 alude al hecho de
reconocer que somos pecadores que necesitan confesar su pecado. Aun
después de ser salvos, el pecado continúa molestándonos. La confesión
del pecado es una parte necesaria de nuestra relación con Dios. “Si
confesamos nuestro pecado” indica que ésa es una condición que es
preciso cumplir. Él –el Propio Dios- es fiel y justo para perdonar
nuestros pecados. ¡Qué promesa! Él es fiel y justo y ciertamente nos
perdonará. Podemos confiar en esa promesa porque ésta es la Palabra
de Dios, la que salió de la boca de Dios. ¡Dios es fiel y justo! ¡Alabado
sea Dios porque ha perdonado mis pecados!
Y Él nos limpia “de toda maldad”. ¿Por qué Dios usa el adverbio
“toda”? Porque Él está garantizándonos que va a perdonar todas
nuestras maldades. No sólo algunas de ellas, sino todas. Esto es lo que
Dios ha declarado, y con ello, indica claramente que Él responde a
nuestra confesión.
Cuando somos hijos de Dios, tenemos que procurar ser tan
obedientes a Cristo como nos sea posible, porque el pecado continúa
molestándonos. No vacilemos en clamar a Él pidiéndole misericordia.
Lo maravilloso de esto es que mientras más acudimos a Cristo para
implorar Su perdón, más estrecha se torna nuestra relación con Él.
Nuestro deseo ha de ser estar cerca de Cristo, que Él sea nuestro
Salvador, nuestro único Salvador. Y sabemos que Cristo –Aquél de
Quién estamos aprendiendo y al que estamos aprendiendo a amar
devotamente- nos perdonará.
¡Alabado sea Dios por ese Salvador que promete y cumple Sus
promesas!
Sabemos que Dios ha prometido perdonar nuestros pecados,
pero tenemos necesidad de mantener una relación correcta con Él en
todo momento. Esa relación es algo que tenemos que cultivar, porque
nuestra naturaleza también nos hace creer que necesitamos de las cosas
de este mundo. Sin embargo, por más que lo creamos, ¡no es así! Al
10
mundo lo necesitamos tanto como el veneno. La confesión de nuestros
pecados nos acercará cada vez más a Cristo y nos ayudará a vencer
todos nuestros pecados. Ser semejantes a Cristo ha de ser nuestra
meta.
Por tanto, como cristianos, tenemos que confesar regularmente
nuestros pecados a Dios a la vez que luchamos por vencerlos. Pero,
¿qué significa “confesar nuestros pecados”? Confesar no consiste
solamente en decirle palabras agradables a Dios, sino en ser totalmente
honestos con Él, apartarnos del pecado, pedirle misericordia y
exponerle nuestras necesidades sin reservas.
Si somos hijos de Dios, tenemos que aborrecer el pecado con
tanta intensidad que nos haga sentir sumamente incómodos, porque el
pecado arruina nuestra relación con Dios. Lejos de permitirle ocupar
alguna parte de nuestra vida, debemos proscribirlo totalmente de ella.
¿Lo entendemos bien? Ésa es la naturaleza de los hijos de Dios. Por
tanto, si descubrimos algún pecado en nosotros, debemos clamar a Dios
y pedirle ayuda y misericordia.
Pero si no se produce ningún cambio y el pecado permanece en
nuestra vida, entonces, entramos en conflicto con Dios y tenemos que
volver a clamar a Él para que tenga misericordia. Debemos pedirle que
nos ayude a aborrecer el pecado y eliminarlo: “Oh Dios, ¡ten
misericordia!, haz que este pecado desaparezca por completo de mi
vida”. Si no desaparece de nosotros, continuará molestándonos y
acabará por someternos. Debemos, pues, dejar que sea Dios Quién nos
ayude de manera activa. Y mientras lidiamos con este pecado y le
dedicamos la atención necesaria, pidámosle a Dios que se ocupe de él
para que podamos vencerlo.
La prueba de que realmente hemos alcanzado la victoria es que
la tentación desaparece y ese pecado deja de perturbarnos. De otro
modo, el pecado continuaría interponiéndose en la relación que, como
hijos de Dios, debemos tener con Cristo. Pero es preciso que nos
mantengamos implorando Su ayuda continuamente y sin vacilar para
que Él nos proteja del pecado.
Sólo después de haber alcanzado la victoria sobre ese pecado
podemos sentir que nuestra relación con Cristo ha sido restaurada. Sólo
entonces experimentaremos gozo en nuestra alma al saber que Él nos
ha perdonado y nos ha limpiado. Cuando finalmente reconocemos
nuestro pecado con toda franqueza y honestidad y lo confesamos
abiertamente ante nuestro Salvador sin ningún tipo de reservas,
sentimos el gozo del perdón y el amor de Cristo.
11
Yo sé que Dios perdonó mis pecados en el momento en que me
salvó, pero fue Él quien llevó a cabo toda esa acción. La confesión de mi
pecado no era necesaria para la salvación. Sin embargo, por haberlo
confesado, sé que estoy limpio delante de Él. Y eso es algo que
necesitamos hacer repetidamente.
Y en el versículo 10 de este primer capítulo de 1 de Juan, la
Biblia añade una nota solemne que todos debemos analizar con toda
seriedad: “Si decimos que no hemos pecado, lo hacemos a Él
mentiroso, y Su Palabra no está en nosotros”.
Decir que hacemos a Dios mentiroso es una expresión muy
fuerte. Pero eso es esencialmente lo que hacemos si insistimos en que
no hemos pecado. Si la Palabra de Dios no está en nosotros, estamos
andando en pecado. Sólo Su Palabra puede mantenernos lejos del
pecado y darnos la victoria sobre él en nuestra vida. Pero para esto,
Dios tiene que realizar primeramente la obra de la salvación dándonos
un corazón nuevo y limpio. Sólo entonces podremos andar
gozosamente con Cristo y tener una buena relación con Él.
Capítulo 2
13
personas no está familiarizada con esta palabra, pero “propiciación” es
un término que Dios usa para referirse a la reconciliación o al
apaciguamiento. ¡Cuánto necesitamos reconciliarnos con Dios!
¡Cuánto necesitamos entrar en una relación de salvación con Cristo!
La propiciación tiene que ver con la expiación, es decir, con el
hecho de que un individuo tome el lugar de otro y asuma la
responsabilidad de su culpa. Ésta es una de las informaciones más
importantes que el mundo puede recibir. De algún modo desconocido
para nosotros, Dios cargó con los horribles pecados de aquellos a
quienes Él habría de salvar. Y aunque sólo Él sabe cómo lo hizo y no nos
da detalles al respecto, la realidad es que lo hizo. Y con esto, nos
exoneró de la culpa de esos pecados. No hay ninguna otra cosa que
pueda ser más maravillosa ni más emocionante que esa realidad. ¡Qué
tremendo Salvador es Cristo!
Cristo asumió la culpa de aquellos a quienes iba a salvar, cargó
con sus pecados, y murió en su lugar para pagar por ellos. Él era el
Único en todo el universo que podía cargar con esos pecados. Y si entre
esos pecados que Él llevó estaban los nuestros, entonces, nosotros
estamos libres de culpa.
¿Cuáles son esos pecados por los que Él pagó? El versículo 2
dice que son “los de todo el mundo”. Esas palabras parecen afirmar
que Cristo pagó por los pecados de todos los seres humanos en el
mundo, incluso los de aquellos a quienes Él no planeaba salvar. ¿Es así
como debemos entenderlo?
Bueno, sabemos que lo que dice ahí no puede tomarse en
forma literal. La Biblia nos enseña de manera muy clara que Cristo
murió solamente por los pecados de los elegidos –de aquellos a quienes
Él había escogido para que fueran salvos. Por tanto, es preciso examinar
con sumo cuidado el contexto de este versículo.
El hecho de que Cristo sea la propiciación por los pecados del
mundo entero significa que todo pecado en el mundo entero que ha de
ser perdonado, será cubierto por Cristo. Observen que ahí no dice que
todos los pecados del mundo serán perdonados. Cristo perdonará los
pecados de aquellos que Él ha escogido; pero habrá personas cuyos
pecados no serán perdonados. No sabemos de qué manera Dios hizo la
elección ni cómo ocurre esto, pero hay sin duda personas cuyos pecados
serán perdonados y personas cuyos pecados no serán perdonados.
Cristo efectuó el pago por todos los pecados que Él habría de
perdonar en el mundo. En eso consiste la expiación por los pecados.
Pero la expiación está limitada a los elegidos de Dios –es decir, a
14
aquellos que Él escogió para perdonarlos. Sabemos que Dios nos eligió
cuando descubrimos en nosotros un deseo intenso de hacer Su
voluntad. Pero eso es así sólo cuando somos salvos. Ese deseo que Él
Mismo pone en nuestro corazón nos motiva a orar constantemente para
hacer la voluntad de Dios y apartarnos del pecado. Ésta es una
característica de los elegidos de Dios. Si ese deseo no está presente en
mi vida, existe una probabilidad muy fuerte de que no sea salvo, y por
tanto, estas promesas de salvación no se aplican a mí. Este asunto es
tan serio que no podemos ignorarlo.
Por consiguiente, aquellos por cuyos pecados Cristo no pagó
permanecen sin salvación. Cristo no murió por los pecados de los que
no fueron escogidos para la salvación. Lamentablemente, hay muchas
personas en el mundo que pertenecen a este grupo.
A algunos podría parecerle injusto, pero la realidad es que si
Dios no escogió a un individuo, éste no puede ser salvo. Sin embargo,
como no podemos saber a quiénes Dios eligió para que fueran salvos,
todos podemos orar y pedirle misericordia.
No obstante, la verdad es que ninguno de nosotros merece la
salvación. Por naturaleza, todos estamos en rebelión contra Dios, pero
Él, por Su providencial misericordia, escogió a algunos para que fueran
salvos.
No sabemos cómo o por qué, pero sí sabemos que es cierto.
¡Qué maravilloso es el amor de Dios y Su misericordia!
Los verdaderos creyentes son los que han sido reconciliados con
Dios. Para usar un término bíblico, ellos son los “elegidos” de Dios. El
Señor Jesús sufrió, murió y resucitó para pagar por los pecados de esas
personas y hacer provisión de perdón y de reconciliación para ellas. Si
estamos incluidos en ese grupo, esto producirá un gran impacto en
nuestra vida y suscitará en nosotros un amor constante hacia Cristo por
el gran amor que Él nos mostró.
En Colosenses 3:12 es el Propio Dios quien llama a los
verdaderos creyentes “escogidos de Dios”. Es decir, ellos son los
“elegidos”, los que Cristo reconcilió con Dios y eligió para que fueran
salvos. Cristo Mismo afirma que Él es su Salvador. En otras palabras, el
Señor Jesús sufrió y murió y resucitó para pagar por sus pecados y
reconciliarlos con Dios, tal y como leemos en Romanos 5:10-11: “fuimos
reconciliados con Dios por la muerte de Su Hijo… el Señor nuestro
Jesucristo, por quien hemos recibido ahora la reconciliación(o
expiación)”. La “expiación” es la acción que realizó Cristo al cargar con
nuestra culpa para que nosotros pudiéramos ser limpios y puros a los
ojos de Dios.
15
Ahora bien, ¿cómo podemos saber si pertenecemos al grupo de
los escogidos de Dios? Él nos da una respuesta en el próximo versículo
de este capítulo. En 1 Juan 2:3 leemos:
16
está en nosotros, debemos clamar a Dios y pedirle misericordia. A fin
de cuentas, nuestro deseo es ser salvos de nuestros pecados y
rescatados de la muerte eterna.
Muchas personas afirman que conocen a Cristo o que tienen
una relación con Él; dicen que son verdaderos creyentes, y es posible
que hasta crean que lo son. Pero nuestro modo de vida es lo que
demuestra si eso es así. Dios declara en 1 Juan 2:4:
17
Cristo, nuestra relación con Dios no anda bien. Pero si lo que deseamos
es ser verdaderos hijos de Dios, tenemos que estar seguros de que
somos honestos y sinceros y fieles en nuestra obediencia al Señor
Jesucristo.
Dios afirma que Su amor se perfecciona en aquél que guarda Su
Palabra. ¿Qué significa eso? Pasemos al versículo 6:
18
Y aunque resulta imposible vivir tan santamente como deberíamos,
seguimos intentándolo y pidiéndole al Señor que nos dé sabiduría y
fortaleza y un deseo cada vez más intenso de obrar según Su
beneplácito. Y entonces, vemos que las cosas empiezan a salir bien
hasta cierto punto.
Ahora bien, ¿qué quiere decir que el amor de Dios se
perfecciona en aquél que guarda Su Palabra? La perfección del amor de
Dios -¡qué maravilla! Si eso pudiera ocurrir en mi vida me sentiría muy
feliz, aunque de vez en cuando, sí percibo que esa perfección se acerca.
Pero, ¡con cuánta facilidad también descubro que no estoy viviendo
como debo!
Mi deber es desear hacer las cosas a la manera de Dios y no de
otro modo –ésa es la meta de los verdaderos creyentes; hacerlo todo
para agradar a mi Rey Jesucristo, en toda Su gloria y perfección; hacerlo
por mi Señor. Mi amor por Él tiene que ser una fuente de fortaleza en
mi vida, porque cada vez que me examino a mí mismo, veo la gran
necesidad que tengo de ser más fiel de lo que he sido hasta ese
momento.
A medida que el verdadero creyente se enfrenta a las
obligaciones y a las dificultades que encuentra en el transcurso de su
vida, su amor por Dios y su obediencia van creciendo. Quiere
obedecerlo porque lo ama, porque Él es su esperanza. Ése es el deseo
vivo que todos necesitamos albergar en nuestro corazón. Pero eso
ocurrirá únicamente si nos entregamos sin reservas a Cristo y Él se hace
cada vez más real en nuestra vida. Y entonces, a medida que vamos
descubriendo nuestras debilidades, y nos percatamos de la necesidad
que tenemos de cambiar y de fortalecernos, Cristo obra en nosotros en
amor.
Vivir para Cristo no es una reacción automática de nuestro amor
por Él. Es decir, aunque estemos convencidos de que amamos a Cristo,
eso no significa necesariamente que estemos viviendo para Él. Pero,
¿vivimos realmente para Cristo? ¿Manifiestan todas nuestras acciones
que Lo amamos profundamente? Si nos examináramos con honestidad,
podríamos descubrir con gran pesar que nuestro amor hacia Él es muy
débil y necesita crecer. Pero para que pueda crecer, tenemos que pasar
más tiempo con el Señor, estar siempre dispuestos a dar testimonio de
nuestro amor y orar constantemente para que Él pueda efectuar ese
crecimiento en nosotros. Además, no debemos vacilar jamás en admitir
nuestras debilidades y lo mucho que precisamos de Su ayuda. Dios es el
único que imparte la fortaleza y quien se ocupa de nosotros. No
19
podemos contar con nuestras propias fuerzas para edificar nuestra vida,
sino con la fuerza de Dios, y sólo con ella. Nuestra fortaleza procede de
Cristo y es así como tenemos que vivir.
Cuando le dedicamos tiempo a la Palabra de Dios, descubrimos
que ella nos recuerda constantemente que necesitamos buscar la ayuda
divina. En el tiempo que pasamos en oración, Dios nos da una
comprensión cada vez mayor de Su amor por nosotros. La Biblia nos
dice que somos pecadores y que tenemos necesidad de Cristo, y nos
dice también que sólo él es nuestro Señor. Y eso significa que Él es
nuestro único Gobernante, y que es a Él, y sólo a Él, a Quién debemos
seguir.
Por severos que sean estos mandamientos, es preciso que los
obedezcamos estrictamente. De otro modo, terminaríamos elaborando
un evangelio propio e inútil que por más que se ajustara a nuestras
conveniencias, no produciría ningún poder espiritual en nuestra vida.
Cuando la Biblia nos habla, debemos escuchar y prestar la debida
atención. No podemos ignorarla y convertir su mensaje en algo menos
personal y directo. Tenemos que mantenernos en el camino de Dios, y
si verdaderamente queremos amarlo con todo nuestro ser, necesitamos
buscar Su ayuda para prestar atención a lo que la Biblia nos ordena.
Si lo que decimos es sincero, nuestra vida será cada vez más
seria, y nos sentiremos menos inclinados a llenarla de nuestras propias
opiniones e ideas que, por más aceptables que nos resulten, no son
espiritualmente útiles. Y de este modo, nuestro amor hacia Dios se
robustecerá más y más. Nuestro amor por Él unido a Su amor por
nosotros se torna entonces en una fuente de fortaleza en nuestra vida.
La Biblia es la Palabra de Dios; no es, pues, aconsejable que la
despreciemos en modo alguno. Si nos sorprendemos haciéndolo,
tenemos que orar y pedirle a Dios sabiduría y entendimiento.
Si amamos a Dios, queremos obedecerlo en todas las cosas.
¡Ojalá que ocurra así en nuestra vida porque en eso consiste el
verdadero amor! Este amor recíproco entre Dios y nosotros es lo que
nos confirma que estamos en Cristo. Pero, ¿le demuestro yo mi amor
en cada una de las áreas de mi vida? Si no lo hago, entonces Él no es mi
Rey.
No hay excusa posible para dejar de hacer la voluntad de Dios.
Si existe algún área en nuestra vida en la que no estamos haciendo Su
voluntad, tenemos que detenernos y pedir misericordia. Y puesto que
necesitamos la misericordia de Dios, no dudemos en pedírsela porque Él
es un Dios misericordioso. No es a nuestros amigos a quienes tenemos
que acudir buscando misericordia sino a Dios: “Oh Dios, ¡ten
20
misericordia de mí porque estoy en conflicto contigo!”. Él es el Único
que puede ayudarnos si verdaderamente nos quebrantamos en Su
presencia, pero esta actividad tan espiritual tiene lugar sólo si el Espíritu
Santo obra en nosotros.
Si decimos que permanecemos en Él, debemos andar como Él
anduvo. En otras palabras, debemos seguir el ejemplo de Cristo en
todas las cosas. Cristo está lleno de gracia, de amor y de misericordia, y
esas mismas características han de estar presentes también en nuestra
personalidad. Debemos, pues, perdonar a los demás como Él nos ha
perdonado a nosotros.
El diario andar de un cristiano tiene que ser diferente al de
aquellos que corren tras las cosas del mundo secular. Nosotros, en
cambio, debemos seguir a Cristo cada día, en todo lo que decimos y en
todo lo que hacemos.
Hasta aquí, Dios nos ha dado principios que exigen nuestra
atención. Por ejemplo, debemos obedecer Sus mandamientos, guardar
Su Palabra y andar como Cristo anduvo. Estas cosas constituyen la
prueba de que somos hijos de Dios. Cuando vivimos de acuerdo con
estos principios, el amor de Dios se perfecciona en nosotros. En 1 Juan
2:7 leemos:
Dios nos dice aquí que Él escribió estas cosas mucho antes que
nosotros existiéramos. Estos mandamientos proceden de Él y son ricos
en cuando a su significado y en la manera en que se nos presentan. El
mandamiento antiguo que ellos habían oído desde el principio se refería
a la parte de la Biblia que ya estaba escrita en ese momento, es decir,
los libros del Antiguo Testamento. Hacía muchos años que los creyentes
neotestamentarios disponían de esas escrituras. Y entonces, Dios
continúa diciendo en el versículo 8:
21
de límites, pero nosotros debemos mantenernos estudiando y pidiendo
sabiduría en oración, y entonces, recibiremos ocasionalmente cierta
comprensión que nos permitirá conocer algo más de lo que Él desea
mostrarnos. Es por eso que podemos decir que “las tinieblas van
pasando, y la luz verdadera ya alumbra”.
Dios no nos deja con la mente vacía sino que nos enseña a
través de toda la Biblia, y la verdad está ahí. La parte que nos
corresponde a nosotros es escudriñar la Biblia, el maravilloso Libro que
Dios nos ha dado, y no cansarnos jamás de hacerlo. Es así como la luz
verdadera comenzará a alumbrarnos, y Dios nos mostrará el principio
exacto que Él quiere que aprendamos. Este mandamiento que estamos
oyendo ahora es nuevo; se agrega a lo que Dios había revelado ya y
hace que la historia resulte más completa.
Los mandamientos de Dios son maravillosos. A veces los
leemos y no los entendemos, y por ese motivo, no parecen ser tan
maravillosos. Sin embargo, la torpeza de nuestra mente no hace que su
importancia disminuya. Lo que nos corresponde a nosotros es
mantenernos escudriñando y orando a Dios, y poco a poco, esos
mismos mandamientos se nos harán comprensibles. Ellos son los que
realmente nos ayudan a seguir adelante en el camino.
En 1 Juan, capítulo 1, Dios habló de las tinieblas y de la luz. En 1
Juan 1:5 leemos: “Éste es el mensaje que hemos oído de Él, y os
anunciamos: Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en Él”.
Es decir, lo hemos leído y lo hemos entendido para anunciárselo
a otros. La Biblia es para todas las personas del mundo, y por ese
motivo, tenemos que escudriñarla con mucha paciencia, albergando
siempre la esperanza de que otras personas también puedan entender
estas cosas por cuanto son maravillosas. Eso es precisamente lo que
estamos aprendiendo ahora. La Biblia nos dice que Dios ha declarado
que Él es luz, y no tiene relación alguna con las tinieblas (las cuales se
identifican con las tinieblas del pecado). No hay ningunas tinieblas en
Dios. Él es la esencia misma de la luz.
Cualquier tiniebla que aparezca en escena se debe a nuestra
ignorancia –al hecho de que nuestras mentes todavía no están abiertas
por completo. Ése es el mensaje: que Dios es luz. Prosigamos, pues,
orando por la luz, la cual es el Propio Cristo. Tenemos que dedicarle a la
Biblia todo el tiempo que nos sea posible porque es ahí donde se
encuentra la luz. Cristo, el Dios eterno, es la verdadera luz. Si
descubrimos en nosotros tinieblas, debemos orar por la luz de Cristo.
La luz se identifica con la salvación, y las tinieblas con el pecado. El
22
Evangelio está en la luz, y es en esa luz donde podemos aprender, recibir
dirección y vivir en la presencia de Dios.
Y ahora, Dios va a abundar más en este asunto, según leemos
en 1 Juan 2:9-11:
23
Pero todo aquél que alberga aborrecimiento en su corazón está
en tinieblas –nos dice el Señor- y anda en tinieblas. No sabe a dónde va,
porque las tinieblas le han cegado los ojos. Esta expresión no ha de
tomarse en forma literal sino espiritual. Los que no son salvos están
espiritualmente ciegos, no se hallan en el sendero correcto, y por tanto,
no están caminando con Cristo.
¿Sientes amor en tu corazón por tu hermano o hay algún
aborrecimiento merodeando por ahí? A la luz de este pasaje de las
Escrituras, deberíamos examinar nuestros corazones. Si somos hijos de
Dios, Su amor se hará claramente visible en nosotros.
Dios es quien pone en nosotros ese amor por nuestros
hermanos. Cuando amamos a una persona deseamos lo mejor para
ella, y lo mejor que podemos desearle es que tenga una buena relación
con Cristo. Ése es el amor que debemos manifestar cuando andamos en
la luz de Cristo.
En los próximos versículos, Dios se dirige específicamente a los
niños (“hijitos”), a los jóvenes y a los padres. En 1 Juan 2:12 leemos:
24
sea nuestro Salvador, más allá de la edad que tengamos. Cristo pagó el
castigo por los pecados de aquellos a quienes Él habría de salvar.
¿Cómo lo hizo? ¿Por qué lo hizo? –No tenemos respuestas para esas
preguntas porque la salvación es un asunto que sólo compete a Dios.
Pero si llegamos a ser salvos es porque Cristo cargó con nuestros
pecados y pagó por ellos. Si no lo hubiera hecho, no tendríamos
ninguna posibilidad de ser perdonados y permaneceríamos sujetos a la
ira de Dios.
Observen que Cristo vino para salvar pecadores por amor de Su
nombre. Es por Él Mismo que nos salvó, para cumplir Sus propósitos,
por Su propio beneplácito. Nosotros no somos salvos por nuestro
propio bien, sino para el beneplácito de Cristo. Pero, ¡qué maravilla!,
estamos viviendo en el día de la salvación, y Cristo es el Salvador.
Toda la gloria de la salvación es Cristo quien la recibe. Es por Él
que somos salvos. Aunque gran parte de esto nos resulta misterioso, lo
importante es que cuando clamamos a Dios y Le pedimos la salvación,
ya sea para nosotros mismos o para nuestros familiares o amigos,
sabemos que esa salvación es únicamente posible a través de Cristo. Y
eso debe bastarnos. Es una obra que Cristo lleva a cabo por completo.
Prosigamos ahora con los versículos 13 y 14:
25
Cristo! Y aunque Él está muy por encima de nuestras mentes humanas,
cuando leemos lo que dice ahí sabemos que es cierto. Lo aceptamos
como tal porque Dios lo escribió, sin embargo no podemos afirmar que
lo entendemos a plenitud porque nuestra inteligencia es finita.
No sabemos cómo es posible que alguien pueda conocer a
Cristo “desde el principio”, pero si Dios lo ha dicho es verdad y digno de
toda confianza y Le damos gracias por ello. Como resultado de esta
lectura, sabemos que Él es nuestro Dios y que ha estado con nosotros
desde el principio de nuestra salvación –desde el principio de Sus tratos
con nosotros de esa forma espiritual tan especial. Y Él se dirige a
nosotros como “jóvenes”, “ancianos” y “niños”, y en cada estrato social.
A partir de las afirmaciones que aparecen aquí –por ejemplo,
“vuestros pecados os han sido perdonados” y “habéis vencido al
maligno”, sabemos que estos versículos están dirigidos a individuos que
han sido salvados del pecado y por consiguiente, son hijos de Dios. Él,
pues, está hablándoles a verdaderos creyentes, hijos Suyos. Y
precisamente por ser hijos de Dios es que estamos tan llenos de gozo
porque cuando Cristo llega a ser nuestro Salvador y nuestro Amo, algo
ocurre en lo profundo de nuestro corazón.
Cristo pagó por los pecados de los elegidos –es decir, de
aquellos que Él escogió para que fueran salvos. Esta salvación puede
tener lugar en un recién nacido, en un niño, en un joven o en un adulto.
El momento de la salvación depende por completo de Dios porque es un
asunto de Su sola incumbencia.
En los versículos 12 y 13, Dios se dirige a los niños, a quienes
llama “hijitos”, y les dice: “vuestros pecados os han sido perdonados
por Su nombre” y “habéis conocido al Padre”.
Esas expresiones indican claramente que los pecados de estos
niños han sido perdonados porque Cristo pagó por ellos. El pago por el
pecado era la primera etapa en su vida espiritual. Cristo es ahora su
Salvador. Por consiguiente, han conocido a Dios, que es su Padre
Celestial.
Dios pasa entonces a dirigirse a los padres y a los jóvenes.
Los jóvenes pueden pensar que son muy fuertes, pero no es
hasta que sabemos que Cristo nos ha salvado de nuestros pecados, que
somos útiles para Dios. En ese momento quedamos como si en
nosotros no hubiera habido jamás ningún pecado, pero debemos tener
cuidado de darle toda la gloria al Señor Jesucristo, porque la salvación
es un don gratuito de Dios y nosotros no podemos contribuir a ella en
modo alguno.
26
La salvación, a cualquier edad que se reciba, es siempre un
regalo que Dios nos hace, y debemos agradecérselo con palabras de
alabanza, porque Él es sin duda el Único que pudo haber hecho esa obra
en nuestra vida. ¡Qué maravillosa es la salvación! ¡Qué maravilloso es
ser hijos de Dios por lo que Cristo hizo por nosotros! Y ahora, es de
esperar que nuestra vida pueda ser un testimonio para nuestros
familiares y amigos y que ellos algún día también puedan clamar a Dios.
Tanto en el versículo 13 como en el 14, Dios dice que está
escribiéndoles a los padres porque ellos han conocido al que es desde el
principio. Cuando Dios repite algo por segunda vez es porque Él desea
hacer hincapié en ello de manera especial. Y en estos versículos Él está
subrayando que los padres conocen al que es desde el principio.
En Efesios 5:23 leemos que “el marido es la cabeza de la mujer,
así como Cristo es la cabeza de la iglesia”. Dios, pues, ordenó que el
marido fuera el jefe de la familia, y como tal, tiene una responsabilidad
tremenda para con su familia.
No sólo tiene autoridad sobre la misma, sino que está a cargo
de su sustento espiritual. Y por ello, debe criar a sus hijos en el temor
del Señor. En Proverbios 22:6, Dios ha ordenado lo siguiente: “Instruye
al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él”.
Ésta es la responsabilidad del padre.
Y aquí, en 1 Juan 2, se les recuerda a los padres que ellos han
conocido a Dios desde el principio, y por esa razón, no tienen ninguna
excusa para no educar a sus hijos como es debido en los caminos de
Dios. Los padres tienen el conocimiento de Dios y los años de
experiencia espiritual que los hijos no tienen. Y Dios aquí hace hincapié
en este conocimiento que poseen.
Y también declara dos veces que los jóvenes han vencido al
maligno, el cual es Satanás. A continuación, Dios dice cuál es el medio
del que se valen para vencerlo.
Vencen porque son fuertes y porque la Palabra de Dios
permanece en ellos. Esa permanencia de la Palabra de Dios en ellos los
hace fuertes. Como es natural, no es a la fortaleza física a la que Dios se
refiere sino a la fortaleza espiritual. Aunque son jóvenes, son fuertes en
el Señor.
En este pasaje Dios nos muestra Su tremendo interés por los
que son Suyos. Él cuida de Sus hijos y los guía por medio de Su Palabra,
la cual escribió para ellos.
Pero en los siguientes versículos de este capítulo, Dios procede
a hacer una fuerte advertencia. En cada trato de Dios con Su pueblo,
27
aparece una advertencia, porque Él nos ama y quiere que andemos de
una manera muy definida. Lamentablemente, no siempre queremos
prestarle atención a dicha advertencia, y eso perjudica sobremanera
nuestra relación con el Padre. Debemos acudir a Él con los brazos
abiertos y con una mente y un corazón bien dispuestos a hacer lo que él
pida. En 1 Juan 2:15-17 leemos.
Una verdadera batalla se está librando aquí. Por una parte, Dios
habla de nuestro amor hacia el mundo, pero todos nosotros amamos al
mundo; nos agradan las cosas que al mundo le agradan a pesar de
darnos cuenta, desde el primer momento, de que vamos por un
sendero equivocado.
Es a Dios únicamente a quien tenemos que escuchar para poder
vivir seguros. Debemos, pues, pedirle fortaleza para que aleje de
nosotros las ideas mundanas. Necesitamos crecer en la gracia y
fortalecernos más en nuestra confianza, para que el tiempo de nuestra
vida sea de victoria espiritual y no de acomodamiento a las cosas del
mundo. Para ello, es preciso que Dios abra nuestros ojos a fin de que
podamos entender claramente cuán grande es nuestra necesidad de Él,
y nos libre de la tentación y nos mantenga fieles.
Estamos viviendo en un mundo que Dios ha llenado de cosas
hermosas, pero eso no significa que ellas sean para nosotros. Tenemos
que aprender a discernir qué es lo que debemos admitir en nuestra
mente y en nuestro corazón.
28
Cristo ordenó en Mateo 22:37-38: “Amarás al Señor tu Dios con
todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Éste es el
primero y grande mandamiento”.
Observen, por favor, las frases que Él usó: “con todo”, “con
toda”. ¿Cuántas veces pensamos realmente que tenemos que amar a
Dios “con todo” lo que está a nuestro alcance? Y no puede ser de otro
modo, porque si no es “con todo”, no será jamás suficiente –nuestra
mente no estará centrada en Cristo como corresponde.
Pero, ¿cuán obedientes somos los seres humanos a estos
mandamientos? Si hemos de ser honestos, debemos confesar que no
somos obedientes. Y esa confesión demuestra que nos queda aún por
recorrer un largo camino para asemejarnos más al Maestro, para
asemejarnos más al Señor Jesús y obedecerle como corresponde que lo
hagamos. Tenemos, pues, que prestar atención a lo que Dios nos está
diciendo y ser obedientes, pero eso requiere una oración constante y
requiere también sumisión.
¡Cuán desesperadamente necesitamos la ayuda de Dios!
Dios nos creó para que viviéramos en el mundo. Es por eso que
nos resulta tan fácil amar al mundo. Pero, ¡cuidado!, del mundo
debemos amar sólo lo que Dios quiere que amemos. Si leemos la Biblia
y prestamos atención a lo que Dios nos dice en ella, Él nos mostrará de
qué manera debemos vivir en este mundo, para lo cual necesitamos
mucha sabiduría porque el mundo es muy engañoso en todos los
aspectos. Debemos, pues, orar con gran humildad y pedir misericordia
y ayuda para hacer la voluntad de Dios, y sólo Su voluntad.
¿Amamos realmente a Dios con todo nuestro corazón, con toda
nuestra alma y con toda nuestra mente, o amamos un poquito al mundo
también? Puesto que es en él donde hemos de vivir, tenemos que
mantenernos escudriñando la Palabra de Dios para buscar la dirección
divina. Si lo hacemos de manera constante y fiel, no nos dejaremos
enredar por el mundo ni lo amaremos, pero si el amor por este mundo
comienza a desarrollarse en nosotros, nuestro amor hacia Dios irá
disminuyendo.
En 1 Juan 2:15, Dios nos da más información y nos hace otra
advertencia ordenándonos que no amemos al mundo ni las cosas que
están en el mundo, porque “si alguno ama al mundo, el amor del Padre
no está en él”.
No hay ninguna razón para amar las cosas del mundo. El que
ama las cosas del mundo termina amando al mundo. Si bien es cierto
que Dios nos dio un mundo hermoso y amigos estupendos, esos mismos
amigos podrían apartarnos de nuestro amor por Cristo. Tenemos, pues,
29
que ser obedientes a la cosas de Dios y preguntarnos en todo momento:
¿Hago esto por amor a Dios y Su Palabra o porque amo las cosas del
mundo? Ésa es la prueba. Dios nos ha puesto en este mundo tan
hermoso, pero hay cosas en él de las que no debemos participar.
¿Por qué motivo? Porque Dios nos está probando, y si en
realidad somos hijos Suyos, deseamos obrar únicamente de acuerdo
con la voluntad de Dios. Es por eso que en el momento en que no lo
hacemos así, nos sentimos muy insatisfechos con nuestra vida.
Ahora bien, si decimos que amamos a Dios, podríamos pensar
que no amamos al mundo. Sin embargo, pensemos en eso con
honestidad. Este mundo, que Dios nos ha dado, y que es tan
maravilloso y tan hermoso, es un emporio de tentaciones. Imaginemos,
pues, un escenario posible para ver de qué manera podemos caer en la
tentación. Suponga que a usted le gustan las joyas y que un día ve una
bellísima pieza que está a la venta en una tienda. Al verla, siente el
deseo de tenerla, pero se aleja de allí. Sin embargo, no puede dejar de
pensar en esa joya ni de ansiarla. Poco después, logra encontrar la
manera de comprarla con la idea de que una vez que adquiera la joya se
sentirá tan satisfecho que no necesitará nada más. Es así como
razonamos a menudo.
Pues bien, consigue finalmente el dinero, regresa a la tienda y la
compra. ¡Ya es suya!, y se la muestra muy ufano a sus amistades,
tentando con ello el deseo de otras personas. No obstante, a sus
amigos temerosos de Dios lo más probable es que no se la enseña ni les
hable de ella porque podrían pensar mal de usted. Y de ese modo,
condiciona su vida para poder vivir con su deseo que, aunque en un
principio es algo secreto, se hace cada vez más parte de su rutina diaria.
Eso mismo ocurre con la tentación. Casi sin darnos cuenta,
produce un impacto permanente en nuestra vida hasta llegar a formar
parte de la misma sin que podamos resistirnos. Si alguien sugiere que lo
que estamos haciendo está mal por cuanto somos hijos de Dios, nos
ofendemos. Y por más que digamos que no es así, el amor por este
mundo puede ser una trampa. Por consiguiente, debemos
mantenernos alejados de él y ni siquiera juguetear con esa idea en
nuestra mente.
El ser humano ha encontrado el modo de hacerse de grandes
riquezas, honores y placeres. Si nos dejamos guiar por el mundo, estas
cosas que son del mundo, como también lo somos nosotros, se harán
parte de nuestra vida, y al igual que el resto de la gente, las
codiciaremos y nos esforzaremos por conseguirlas en vez de esforzarnos
por alcanzar una buena relación con Dios.
30
Codiciar las cosas del mundo –por hermosas o necesarias que
parezcan- se opone directamente a la vida piadosa. Si le damos lugar a
ese sentimiento, viviremos para el mundo y ya no podremos decir que
estamos haciendo las cosas a la manera de Dios. La codicia es un deseo
o apetito desordenado. En muchas ocasiones, lo que puede parecer un
deseo recto no es más que un deseo codicioso. Si algo que anhelamos
produce desarmonía en nuestra vida, es malo para nosotros –es
simplemente un deseo codicioso. Pero Dios nos dice en el 10mo.
Mandamiento: “No codiciarás”. La codicia conduce al deseo
desordenado de poseer algo, y ese deseo nos aleja de Dios.
En 1 Juan 2:16, Dios explica con lujo de detalles cómo se
manifiestan el pecado y la tentación. Los deseos de los ojos: vemos algo
que nos gusta. El deseo de la carne: lo admiramos, lo queremos y nos
proponemos conseguirlo a toda costa. El orgullo de la vida: cuando
logramos lo que codiciamos, nos impacientamos por hacer alarde de
ello.
Sin embargo, nada que tenga que ver con la codicia o el orgullo
debe tener cabida en la vida de los hijos de Dios. La Biblia nos advierte
de manera categórica que si amamos las cosas del mundo, el amor del
Padre no está en nosotros. Ambas cosas no pueden coexistir.
Cuando nos sentimos tentados por alguna mercancía que es
exhibida de forma hermosa, o por la oportunidad de conseguir grandes
sumas de dinero o por alguna actividad pecaminosa, esa tentación no es
más que una prueba. ¿Pondremos en eso nuestros ojos? ¿Pensaremos
en ello con frecuencia? Si lo hacemos, estamos atrapados. No pasamos
la prueba.
La tentación constituye un gran problema para todos los seres
humanos porque es el punto de partida de la codicia y nos hace desear
cosas que no debemos tener. Pero la Biblia nos ha advertido que si
amamos las cosas del mundo, el amor del Padre no está en nosotros. Él
nos ha dado a las personas y las cosas tan hermosas que amamos, pero
si somos verdaderos creyentes, nuestro amor hacia Dios debe superar –
es decir, debe ser mucho más fuerte y más vibrante que- el amor que
sentimos por el mundo. La cuestión no consiste en no amar las cosas
que hay en el mundo, sino en compararlas con lo que realmente vale la
pena amar. ¿Qué ocupa el primer lugar en mi vida?
Después de salvarnos, Dios no nos deja solos para enfrentar los
problemas de la vida. ¡No!, no es por nuestros propios medios que
debemos tratar de resolver los problemas. Pero, ¡qué maravilla!, Dios
es nuestro Salvador, nuestro Rey y nuestro Padre espiritual, y Él siempre
31
está con nosotros. Este hecho, además de ser cierto, nos da estabilidad.
La compañía del Dios Todopoderoso nos garantiza el éxito, y Él Mismo
ha prometido que no nos dejará ni nos desamparará jamás. Cada vez
que necesitamos ayuda, Él nos la da. Y en lo tocante a la tentación,
además de ayudarnos, también nos enseña. Junto con la salvación, Dios
nos da promesas preciosas que podemos invocar en todo momento. Sin
embargo, en muchas ocasiones nos sentimos solos -nos sentimos como
si Dios nos hubiese abandonado, y comenzamos a actuar como si Dios
nos hubiese abandonado. Y entonces, aparecen los problemas. Para
estar conscientes en todo momento de la presencia de Cristo con
nosotros, es absolutamente necesario que no dejemos de orar jamás y
de pedirle que nos ayude, y en Su ayuda siempre podemos descansar.
Como dije antes, además de ayudarnos, Dios nos enseña. Si
aprendiéramos al menos a pedirle ayuda, nos daríamos cuenta de cuán
cerca está de nosotros y cuán dispuesto a brindárnosla. Cuando la
tentación por las cosas de mundo se cruza en nuestro camino, Dios nos
muestra qué debemos hacer. Si comenzamos a quejarnos y a tratar de
resolver los problemas por nosotros mismos, entraremos en un
conflicto que se tornará cada vez más negativo. Lo que en realidad
debemos hacer es detenernos y pensar: “Dios me cuida, yo soy Su hijo.
Por tanto, mi deber es recurrir a la oración ahora mismo porque Él oye
cada palabra que sale de mis labios. Puedo, pues, exponerle mis
problemas y decirle: ‘Señor, perdóname por haberme dejado tentar y
tratar de resolver las cosas por mí mismo”.
Dios nos ofrece todavía más ayuda en la Escritura. En 1
Corintios 10:14 nos dice que “huyamos de la idolatría”; en 1 Corintios
6:18 nos ordena que “huyamos de la fornicación”; y en 2 Timoteo 2:22
nos da este mandato a cada uno: “huye también de las pasiones
juveniles”.
En otras palabras, lo que Dios está diciéndonos es que debemos
HUIR de la tentación; y huir significa escapar: ¡escápate de ella tan
pronto como puedas! Pero, ¿a dónde debemos huir y de qué manera
debemos hacerlo?
Vamos a leer el resto del versículo de 2 Timoteo 2:22, donde
Dios declara lo siguiente:
Huye también de las pasiones juveniles, y sigue la justicia, la
fe, el amor y la paz, con los que de corazón limpio invocan al
Señor.
Cristo está muy cerca de nosotros. Podemos hacer un alto en
nuestras tareas en cualquier momento, y ahí mismo comenzar a orar.
32
Cuando oramos, nos dirigimos al Dios eterno. Sin embargo, aunque de
eso depende la solución de nuestros problemas, no siempre lo hacemos
así. ¡Empecemos, pues, a orar! No importa cómo lo hagamos, Dios
sabe que estamos orando y oye nuestra oración. Él es el Único que
puede cambiar todas las cosas porque Dios es la respuesta a todos los
problemas de los seres humanos. Si recordamos esta gran verdad, por
difícil que se haya tornado la situación en la que nos hallamos, siempre
podemos tener esperanza.
De ese modo, evitaremos codiciar las cosas que el mundo nos
ofrece –ya sea la fama, o las riquezas o cualquier actividad pecaminosa.
El mundo nos ofrece muchas cosas que son agradables, pero si
ponemos nuestros ojos en ellas, tendremos problemas, porque
habremos apartado nuestra mirada de lo que realmente es importante –
a saber, una relación correcta con nuestro bendito Salvador y Señor
Jesús.
La codicia no conduce más que al pecado, aunque
momentáneamente parezca deseable. Es, pues, necesario huir de la
tentación, acudir a Cristo y seguirlo para poder mantenernos en el
sendero correcto. Y con ese fin, tenemos que orar. No vacilemos jamás
en hacerlo ni pensemos que el momento no es adecuado. La oración no
requiere de ningún momento especial, cualquier ocasión es buena
cuando tenemos necesidad de derramar nuestro corazón ante Dios. Él
es fiel, y si ve que tenemos un problema, nunca nos niega Su ayuda.
En 1 Juan 2:17 aparece la conclusión del tema: “Y el mundo
pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece
para siempre”.
El mundo no permanecerá para siempre, pero sí permanecerá
en nosotros mientras tengamos puestos nuestros ojos en aquello que
despierta nuestra codicia. Por tanto, es menester que desviemos
nuestro pensamiento de esos deseos desordenados y hablemos con
Dios en oración. Únicamente así, podremos alcanzar la victoria.
Si somos hijos de Dios, nuestro principal anhelo es permanecer
con Cristo para siempre y que Él permanezca en nosotros, pero para
ello, es preciso que mantengamos conscientemente nuestros ojos fijos
en Él. Él es todo, el Único hacia quien debemos dirigir nuestra mirada.
En la medida en que permanezcamos concentrados en Cristo, no habrá
cabida en nuestra mente para el mundo ni para las cosas que éste
pueda ofrecernos. Pero los que aman al Padre y son obedientes a Su
Palabra permanecerán para siempre con Dios. Dicho de otro modo, ésa
es la prueba de que han llegado a ser verdaderos hijos de Dios y estarán
a salvo y seguros en Sus omnipotentes brazos por toda la eternidad.
33
La clave para lograrlo es dedicarnos a Cristo y a Su Palabra. Si
realmente nos dedicamos a Cristo y a Su Palabra, nos resultará cada vez
más fácil clamar a Él en oración y obtener más fortaleza y hacer más
sólida nuestra consagración. Será como un manantial que nunca cesa,
pero tenemos que hacerlo de manera consciente y habituarnos a clamar
a Dios pidiendo misericordia. ¿Claman ustedes a Dios? Si no lo hacen,
deberían comenzar ahora mismo porque Él es nuestra esperanza. Si
Dios nos ha salvado, tenemos que mantener nuestros ojos fijos en
Cristo, el Único a quién podemos acudir, y lo hacemos con mucho gusto,
con avidez y con esperanza. Acudimos a Cristo porque sabemos que de
Él viene nuestro socorro. Sólo así estaremos haciendo la voluntad de
Dios.
Pero, ¿cómo podemos mantener nuestros ojos fijos en Cristo?
Permaneciendo en la Palabra de Dios. Él nos ha dado Su Palabra y la
capacidad de leerla, y además, nos ha dado tiempo para hacerlo.
Tenemos, pues, que leer la Palabra de Dios porque es a través de la
Biblia que Él Mismo nos habla y nos guía. Dios se vale de ella para
instruirnos en Sus caminos y nos da la victoria sobre el pecado y la
tentación porque ésa es Su voluntad. Oremos, pues, para que Dios
aparte de nuestra mente estas cosas y nos mantenga centrados en Él.
Dios nos salvó y nos hizo hijos Suyos, y Su plan mientras estemos en
este mundo es que busquemos todas nuestras respuestas en Cristo, y de
ese modo, nos fortalezcamos en la fe cada vez más. Si contamos con
nuestras propias fuerzas, fracasaremos, pero con la fuerza de Dios,
jamás.
Proseguimos ahora con nuestro estudio de 1 Juan, y hemos
llegado al capítulo 2, versículo 18, donde leemos lo siguiente:
34
Pero, ¿por qué es la última hora o el último tiempo? ¿El último
tiempo para qué? El resto del versículo nos indica que esa expresión
alude a los días postreros, al fin de todas las cosas. En otras palabras, en
este contexto es obvio que Dios está hablando del momento del fin,
cuandoquiera que ocurra.
Ahora bien, puesto que esta carta fue escrita hace
aproximadamente 2,000 años y el universo todavía permanece,
tenemos que llegar a la conclusión de que la expresión “el último
tiempo” se refiere a todo el período que va desde aquella época hasta el
momento del fin, y que podríamos llamar “la era del Nuevo
Testamento”.
“Vosotros oísteis” –dice Dios- “que el anticristo viene”. En el
capítulo 24 del libro de Mateo, Jesús advirtió acerca de la “abominación
desoladora” de la que había hablado el profeta Daniel; y esa
“abominación desoladora” hacía referencia al anticristo, que no es más
que Satanás, según veremos más adelante en este estudio de la primera
epístola de Juan.
Y entonces, el versículo prosigue diciendo “así ahora han
surgido muchos anticristos”. El prefijo “anti” indica oposición. Satanás
se opone a Cristo, es Su adversario, y por ende, sus seguidores también
se oponen a Cristo. Ésa es la conclusión lógica que podemos sacar.
Pero la sorpresa aparece en el próximo versículo, donde leemos
lo siguiente:
35
La prueba es ésta: que los anticristos que estaban mezclados
con los creyentes, que estaban unidos a ellos y actuaban como si
participaran de la verdad, ahora se han marchado porque no eran de
Cristo. Estaban íntimamente relacionados con los verdaderos creyentes
y al parecer, mostraban estar de acuerdo con la verdad que ellos creían.
Sin embargo, Dios dice que no tenían la verdad, y el hecho de que se
marcharan lo prueba así.
En 1 Timoteo 4:1 leemos: “Pero el Espíritu dice claramente que
en los postreros tiempos algunos apostatarán de la fe, escuchando a
espíritus engañadores y a doctrinas de demonios”.
Observen que las personas de las que se nos advierte en 1 Juan
apostataron de la fe y apartaron su oído del verdadero Evangelio, pero
se marcharon. Y esto, según dice este versículo, ocurriría en los
postreros tiempos. Por tanto, lo que leemos en 1 Timoteo también se
relaciona con el último tiempo al que se hace referencia en 1 Juan 2:18.
Podemos leer además en Mateo 24:5 estas palabras de Jesús:
“Porque vendrán muchos en mi nombre, diciendo: Yo soy el Cristo; y a
muchos engañarán”. Y en el versículo 11 del mismo capítulo dice: “Y
muchos falsos profetas se levantarán, y engañarán a muchos”.
Cristo anunció que habría muchos falsos Cristos que vendrían
en Su nombre, y un “falso Cristo” no es más que un “anticristo”. No es
el Cristo verdadero, es un Cristo falso y se opone a Él. Por consiguiente,
esto está de acuerdo con lo que leemos en 1 Juan 2:18 y 19.
Además, estos falsos Cristos son tan semejantes a Cristo que
engañan a muchos. En Mateo 24 se nos previene acerca de ellos en dos
ocasiones. La advertencia que Dios les dio a los verdaderos creyentes
durante el período en que la Biblia estaba siendo escrita, también nos la
da a nosotros hoy. Así como fue cierto en aquel entonces, es cierto
ahora. Tenemos, pues, que prestar cuidadosa atención a esta
advertencia y asegurarnos de que estamos siguiendo a Cristo, al
verdadero Cristo, y no a un impostor, que no es más que Satanás, el
adversario de Cristo.
Estos versículos nos muestran que Satanás es el maestro del
engaño. Sólo Cristo es la Verdad. Satanás es un mentiroso y no hay
verdad en él.
Y entonces, en 1 Juan 2:20 leemos:
36
La palabra griega traducida como “unción” en este versículo
también aparece en otros pasajes, y alude literalmente a la acción de
“untar” o “frotar” con aceite.
Frotar con aceite es una acción intensiva y no un simple
rociamiento superficial. Y puesto que, según leemos aquí, es Dios quien
la lleva a cabo, se trata de una unción o frotamiento espiritual con
aceite muy importante.
Esta unción espiritual por parte de Dios se identifica con la
salvación, y es la obra que Dios realiza cuando nos hace hijos Suyos. El
frotamiento espiritual y penetrante con aceite nos muestra que la
salvación ocurre internamente y se convierte en una parte integral de
nuestra personalidad. Dios es quien la pone ahí. Es por eso que resulta
tan espectacular la figura de la salvación que Dios nos presenta aquí.
Leemos acerca de ello, por ejemplo, en 2 Corintios 1:21-22: “Y
el que nos confirma con vosotros en Cristo, y el que nos ungió, es Dios,
el cual también nos ha sellado, y nos ha dado las arras del Espíritu en
nuestros corazones”.
Este pasaje explica que somos hechos hijos de Dios porque Dios
nos escogió para Él y nos ha ungido espiritualmente. Y además, como
resultado de Su acción intensa en nuestra vida, nos ha sellado, y esa
acción es permanente. “Nos ha sellado”; es decir, ha completado en
nosotros la obra que se proponía hacer.
Pero, ¿a qué se refiere Dios cuando dice que conocemos todas
las cosas? En 1 Juan 2:20 leemos: “Pero vosotros tenéis la unción del
Santo, y conocéis todas las cosas”. ¿Cuáles son esas cosas que
conocemos?
Después de salvarnos y de ungirnos espiritualmente, Dios
comienza a enseñarnos toda la verdad. En el entorno en que nos
hallamos ahora, aprendemos las verdades que Él Mismo nos revela, y a
la vez, nos mantiene a salvo de los engañadores. Y entonces, a medida
que avancemos en el camino cristiano y obedezcamos cuidadosamente
lo que la Biblia nos dice, iremos aprendiendo más verdades de Dios.
Mientras más verdades divinas aprendamos, más protegidos estaremos
de los engañadores.
Y ahora, en 1 Juan 2:21 leemos:
37
Dios nos está previniendo para que no seamos engañados. Él
Mismo nos ha preparado. Hemos oído la verdad y las mentiras; y
ahora, Dios nos dice: “pero conoceréis la verdad porque el Espíritu está
en vosotros”.
Satanás está muy activo en este mundo, pero Dios ha venido a
rescatarnos. Nos ha salvado y nos ha ungido –nos ha frotado
espiritualmente con aceite. Por consiguiente, somos posesión Suya y Él
nos mantendrá en la verdad. ¿Dónde se halla la verdad? ¡En la Biblia!
La Biblia se destaca por ser la gran dadora de la verdad y establece la
norma para la verdad. No hay otra norma para la verdad en el mundo
que sea fidedigna.
Para reconocer a los falsos profetas que engañan tenemos que
mantenernos escudriñando toda la Biblia. Si no tuviéramos la Biblia
seríamos como un barco en medio del mar sin timón ni brújula. Por
tanto, nuestra meta es ser siempre fieles a la Palabra de Dios. Si nos
dejamos engañar por las mentiras de los engañadores (los anticristos) es
porque nunca fuimos ungidos por Dios. Es decir, nunca fuimos
verdaderamente salvos.
Pero en este versículo, Dios les dice a los verdaderos creyentes
que ellos sí conocen la verdad. Ésa es la garantía que Dios les da. Si Él
les ha mostrado la verdad, ellos sabrán sin duda alguna cuál es la verdad
y no serán engañados. La Biblia fue escrita por Dios, y Él es la esencia
misma de la verdad. Recuerden Sus palabras en Juan 14:6: “Yo soy el
camino, la verdad y la vida”.
Hasta aquí, Dios nos ha prometido en este capítulo que Él nos
mantendrá en la verdad y nos protegerá de los engañadores que
anuncian en nombre de Cristo un evangelio erróneo. Y ahora, en los
próximos versículos Él va a subrayar aún más este asunto y hacerlo más
específico. En 1 Juan 2:22 leemos:
38
Hay muchos que afirman que tienen la verdad y que creen en el
Dios de la Biblia, pero cuando escuchamos con atención lo que enseñan,
nos damos cuenta de que las ideas que expresan no son bíblicas. A
partir de lo que dicen, podemos saber que tienen otra autoridad y no la
Biblia sola y en toda su integridad.
Las enseñanzas falsas son engañosas. Pueden parecer muy
hermosas y correctas, pero son una trampa de Satanás. Y como no son
verdaderas, terminan negando por completo a Dios. Estamos librando
ciertamente una recia batalla por la verdad, por tanto, tenemos que
estar bien seguros de que todo lo que decimos tiene su origen en la
verdad y nos hace progresar cada vez más en el sendero de la verdad.
Pero esto es posible únicamente si seguimos las normas y
directrices de la Biblia. Tenemos que mantenernos en la dirección
adecuada y obrar de acuerdo con lo que la Biblia nos ha enseñado. La
Palabra de Dios, la Biblia, debe ocupar el primer lugar en nuestros
pensamientos y de ella debemos depender en todo momento. Si
obedecemos las normas que hemos aprendido en la Biblia nos
libraremos de quedar atrapados por Satanás y sus mentiras.
Para precisar más este argumento, Dios declara en 1 Juan 2:23:
39
Este tipo de enseñanza es totalmente contraria a la verdad de la Palabra
de Dios, y por ende, inaceptable. Es una mentira que procede de
Satanás, el padre de mentira.
Jesucristo es Dios; ése es el resumen de todo lo que hemos
aprendido aquí. No cabe duda de que Jesús es el Hijo de Dios e igual al
Padre en todos los aspectos. Sin embargo, tenemos que admitir que no
podemos entender la relación que existe entre los miembros de la
Deidad porque ése es un misterio divino, aunque no hay duda de que
estas cosas sean ciertas.
Y para continuar nuestro estudio, leamos 1 Juan 2:24 y 25:
40
Ahora bien, para que no olvidemos que estos pensamientos
maravillosos de salvación no son el resultado de la obra de los
engañadores, Dios nos recuerda otra vez en el versículo 26:
41
29. Si sabéis que Él es justo, sabed también que todo el que
hace justicia es nacido de Él.
42
Pero la rectitud y la justicia que pueda haber en nosotros es
producto de la rectitud y de la justicia de Cristo. No podemos
atribuirnos ningún mérito por esas cosas porque es el Propio Cristo
quien las ha puesto en nosotros. Somos rectos y justos por medio de
Cristo y de Su rectitud y Su justicia. Podemos vivir en rectitud y en
justicia únicamente si nacemos de Él. Eso es lo que nosotros llamamos
“nacer de nuevo”.
En Romanos 6:18, Dios dice lo siguiente con respecto a los
verdaderos creyentes: “Y libertados del pecado, vinisteis a ser siervos
de la justicia”. Eso es equivalente a decir que Dios nos hizo siervos
Suyos en el momento en que nos salvó de nuestros pecados y entramos
a formar parte de Su Reino.
Antes que Dios nos salvara, éramos siervos del pecado, pero Él
nos libertó. Es decir, el pecado ya no tiene dominio sobre nosotros
porque ahora pertenecemos a Cristo. Y el final que nos aguarda es la
vida eterna. Todos los verdaderos creyentes pueden desear
vehementemente ese futuro tan glorioso –a saber, vivir con Cristo en la
eternidad por los siglos de los siglos.
Capítulo 3
43
hablarnos: “¡Cuál amor nos ha dado el Padre!”; es decir, ¡cuánto amor
Él les ha dado a Sus hijos gratuitamente!
Es por causa de Su inmenso amor que podemos ser llamados
hijos de Dios. Por tanto, el amor que Dios nos ha dado es el amor más
grande que Él podía mostrarnos. ¿Qué somos nosotros? Pecadores
pobres y miserables que no merecemos más que la muerte, pero Dios,
por Su infinito amor y Su misericordia, y a pesar de nuestra naturaleza
pecaminosa, nos adoptó para que fuéramos hijos Suyos y nos hizo parte
de Su familia. De esa manera, el honor que Dios nos ha concedido es el
mayor honor que nosotros podíamos recibir.
Podemos leer más acerca de esta adopción en Romanos 8:14-
16, donde Dios nos dice estas maravillosas palabras:
Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, estos
son hijos de Dios. Pues no habéis recibido el espíritu de
esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis
recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba,
Padre! El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de
que somos hijos de Dios.
44
2. Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha
manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando
Él se manifieste, seremos semejantes a Él, porque Le veremos
tal como Él es.
45
de esta afirmación, lo que ocurrirá a partir del momento en que Él se
manifieste, será sin duda sobremanera glorioso.
Esa “manifestación de Cristo” sólo puede referirse al día de Su
venida en el momento del fin. Y puesto que es posible conocer algo
acerca de ese día, sería una buena idea revisar algunos pasajes de las
Escrituras para averiguar qué información Dios nos ha dado en Su
sabiduría.
En 1 Corintios 13:12 leemos: “Ahora vemos por espejo,
oscuramente; mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en
parte; pero entonces conoceré como fui conocido”.
A Cristo no podemos verlo ahora. Sabemos mucho acerca de Él
por medio de Su Palabra, pero todavía tenemos que andar por fe y no
por vista. Sin embargo, llegará un día cuando Lo veremos cara a cara,
tal y como Él es, y Lo conoceremos perfectamente. Ése será el día
glorioso de nuestra reunión con Él. ¡Regocijémonos!
Al presente, no entendemos estas cosas. Leemos con respecto
a ellas y nos quedamos perplejos, pero el hecho es que todo va a
suceder tal y como Dios lo ha declarado. Él nos ha dado estas promesas
tan gloriosas para que los verdaderos creyentes nos aferremos a ellas.
Los creyentes fieles que han muerto ya están junto con Cristo en
el cielo. La Biblia nos dice que en el mismo instante en que nos
ausentamos del cuerpo estamos presentes ante el Señor (2 Corintios
5:8), y ese conocimiento nos reporta un gran consuelo. Algunos de
nuestros seres queridos ya han muerto. ¿Dónde están? Si eran
verdaderos creyentes, están ahora con Cristo disfrutando de todas estas
bendiciones de las que estamos hablando. Por otra parte, cuando Cristo
regrese, cada creyente que aun esté vivo, Lo verá. Pero, ¿cuándo
regresará el Señor para reunir a todos Sus elegidos? Ésa es la pregunta
que resuena en nuestra mente en todo momento, pero no podemos
saberlo, ni tampoco necesitamos saberlo. Dejémosle ese asunto al
Señor Jesucristo. Él sabe lo que va a hacer y vendrá cuando todo esté
listo. Mientras tanto, esperemos en el Señor, sabiendo que Él tiene el
control absoluto de esta situación –del hecho en sí y del momento en
que habrá de tener lugar. Nuestra parte es esperar en Él. No obstante,
sí sabemos que será algo sobremanera glorioso, y que todo aquello en
lo que podamos pensar que haya sido glorioso en el pasado no es nada
en comparación con la gloria de ver a Cristo tal como Él es; y es así
como ocurrirá.
Ahora bien, podríamos suponer que, como elegidos de Dios,
tenemos derecho a saber. Por algún tiempo, yo creí firmemente que sí
podíamos conocer la fecha de la venida de Cristo, pero estaba
46
equivocado, al igual que muchas otras personas. Estábamos exigiéndole
demasiado a Dios. Él, pues, tuvo que humillarnos y ponernos de nuevo
en el sitio que nos correspondía, porque aún estamos viviendo en este
mundo. Sin embargo, le damos gracias a Dios porque lo que sabemos
es todo lo que debemos saber los seres humanos.
El horario de Dios es perfecto y todo ocurrirá de acuerdo con él.
Saber eso es suficiente. Los hijos de Dios también podemos aguardar Su
venida, y puesto que Él siempre cumple Sus promesas, nosotros
sabemos que Él vendrá, y no tenemos que pedir nada más. Démosle
gracias por Sus promesas y esperemos con paciencia mientras
disfrutamos plenamente de la dicha de ser hijos de Dios. ¡Qué
maravilloso es que podamos contarnos entre los elegidos de Dios!
En Mateo 24, por ejemplo, Dios afirma en varias ocasiones que
no podemos conocer el momento de Su regreso. En el versículo 36
leemos: “Pero del día y la hora nadie sabe, ni aun los ángeles de los
cielos, sino sólo mi Padre”.
Y en el versículo 44: “Por tanto, también vosotros estad
preparados; porque el Hijo del Hombre vendrá a la hora que no
pensáis”.
Lo que la Biblia nos enseña es que estemos preparados para el
regreso de Cristo. ¿Cómo? Viviendo en esta tierra de un modo que sea
agradable a Dios, conscientes de que algún día todos los verdaderos
creyentes estarán con Él por toda la eternidad. ¿Podría acaso haber
algo más glorioso que eso? Para los verdaderos creyentes el futuro es
glorioso porque esperamos ver cara a cara a nuestro Salvador.
Y con ese futuro por delante, tenemos esperanza.
Prosigamos ahora nuestro estudio leyendo 1 Juan 3:3:
47
Los hijos de Dios anhelamos poseer la gloria de Cristo en la
eternidad, pero mientras estamos en este mundo, vivimos en esperanza
y necesitamos que esa gloria de Cristo se ponga de manifiesto en
nuestra vida continuamente. Bajo el cuidado y la mirada atenta de
nuestro Salvador Jesús y con nuestra esperanza puesta en Sus promesas,
nos sentimos estimulados para clamar a Él; y cuando lo hacemos con
entera libertad, Dios hace la provisión que necesitamos y nos ayuda a
ser tan puros como Cristo.
Cristo nos ha dado una promesa gloriosa, a saber, que “cuando
Él se manifieste, seremos semejantes a Él”. Pero mientras esperamos la
llegada de ese bienaventurado y formidable día, tenemos que
esforzarnos por ser tan semejantes a Cristo como nos sea posible. Ésa
es la naturaleza de los hijos de Dios. Nuestro deseo es ser cada vez más
semejantes a nuestro Maestro, más semejantes a nuestro Salvador, para
que Él pueda hacerse visible en nosotros. Queremos que la pureza de
Cristo se haga visible en nosotros. Y al hablar de pureza, estamos
refiriéndonos a cada aspecto de Su vida. Es necesario, pues, que esa
pureza se desborde en nosotros. Ése es el deseo intenso de los hijos de
Dios.
Sin embargo, mientras luchamos por alcanzar la pureza de
Cristo, tenemos que enfrentamos al cuadro feo del pecado, según
leemos en el próximo versículo -1 Juan 3:4:
“Todo aquel que comete pecado”. ¿Me incluye eso a mí? ¿Hay
acaso algún pecado en mi vida? Todos sabemos que tenemos que
acudir constantemente a nuestro Salvador y suplicarle que nos perdone,
porque el pecado nos rodea y nos tienta, y aunque no lo deseemos, el
pecado siempre nos perturba.
Todos somos pecadores, ¿no es cierto? Y nadie puede decir que
el pecado sea bueno. Un hecho al que todos tenemos que enfrentarnos
es que el pecado siempre está al acecho y listo para hacernos presa
suya. Por ese motivo, nuestra oración continua ha de ser: “Señor,
guárdame del pecado”. Y puesto que toda transgresión de la ley de Dios
es pecado, debemos habituarnos a recurrir constantemente a la ley de
Dios y tratar de entenderla para evitar que el pecado se nos pegue y se
ponga de manifiesto en nosotros. El pecado debe desaparecer.
Mientras más nos esforcemos por vivir para Cristo, más grande será
nuestro deseo de hacer la voluntad de Dios, y menos visible se hará el
48
pecado en nuestra vida. Debemos anhelar lo que dice el coro: “Que la
hermosura de Cristo pueda verse en mí”.
En Romanos 3 Dios afirma que “por medio de la ley es el
conocimiento del pecado”. Se trata, por supuesto, de la ley de Dios, la
Biblia, que es el libro de la ley de Dios. Y cuando analizamos este libro
con cuidado, con un corazón y una mente abiertos y con un deseo
ardiente de ser más semejantes al Maestro, entonces, entendemos la
ley, y nos damos cuenta de que lo que Dios está diciendo se refiere a
nosotros y no queremos que haya ningún pecado en nuestra vida. Con
ese fin, debemos y tenemos que acudir constantemente a nuestro
Salvador y pedirle que nos ayude a andar con más fidelidad.
Y no sólo eso, sino que en Santiago 2:10 también leemos:
“Porque cualquiera que guardare toda la ley, pero ofendiere en un
punto, se hace culpable de todos”.
Lo que dice ahí parece muy desalentador porque ¿quién puede
guardar toda la ley perfectamente? ¡Nadie! Y en ese caso, según afirma
este versículo, todos somos culpables de quebrantar toda la ley de Dios.
¿Es así acaso como debemos entenderlo? En realidad, el propósito de
Dios con esas palabras es recordarnos la necesidad que tenemos de
acudir a Cristo.
Vivimos en un mundo lleno de pecado y no debe sorprendernos
si de vez en cuando nos vemos enredados en él. Sin embargo, es
maravilloso saber que cada vez que nos sentimos culpables delante de
Dios, podemos clamar a Él, pedirle perdón y tener la seguridad de que
nuestro pecado ha sido perdonado. Cristo tiene misericordia de los
pecadores y nos ayudará a guardar la ley de Dios con mayor perfección.
Nuestro deseo es asemejarnos a Cristo tanto como nos sea
posible, pero no podemos vivir sin pecado a menos que Cristo nos
ayude. No obstante, sabemos que Él está siempre con nosotros y
podemos darle gracias por ayudarnos a andar, cada vez más, como Él
Mismo anduvo. Necesitamos, pues, que Cristo nos ayude y nos
fortalezca. Es ahí donde la oración entra a jugar su papel. Por tanto, no
dudemos jamás de orar, pero no podemos hacerlo con altanería, sino
con humildad, pidiéndole constantemente que tenga misericordia de
nosotros. El Señor Jesús, que es el Dios eterno, es el Único que puede
ayudarnos, y lo hará, para que andemos de la manera que realmente
agrada a Dios. Podemos estar seguros de ello.
Pues bien, aquí se nos recuerda la necesidad que tenemos de
acudir a Cristo para pedirle que elimine nuestra culpa y nos dé nuevas
fuerzas para andar de un modo que sea totalmente grato a Dios. Estos
versículos nos aseguran que tenemos que acudir a Cristo. No debemos
49
ni siquiera suponer que en nosotros está la fuerza que necesitamos.
¡No!, tenemos que recurrir a Cristo y pedirle que nos ayude, y Él nos
ayudará. Sólo Él puede eliminar la culpa de nuestro pecado. Nosotros
no podemos hacerlo.
Pero, ¡qué garantía tan grande tenemos! Cristo nunca nos
dejará ni nos desamparará (Hebreos 13:5). Cuando clamamos a Él en
nuestra desesperación, Él está ahí para ayudarnos. Este conocimiento
tan maravilloso produce un cambio total en nuestra vida.
Cristo es el Único que puede efectuar la remoción final de
nuestro pecado y ayudarnos a vivir de un modo que sea grato a Dios. Él
es nuestro Salvador; por consiguiente, la solución lógica y maravillosa
para el problema de nuestro pecado es acudir a Él. Cuando
aprendemos a hacerlo sin vacilación y Le exponemos nuestra necesidad,
Él siempre está ahí para ayudarnos y para fortalecernos. Pidámosle
entonces Su perdón y Su justicia.
La Biblia nos muestra a dónde debemos dirigirnos –a los pies de
Cristo para pedirle misericordia. Cristo es el dador de la misericordia.
Esto se hace claramente patente en 1 Juan 3:5, donde leemos:
50
puros, pero esa pureza sólo podemos recibirla de Cristo cuando
acudimos a Él. Si sabemos que Él ha perdonado nuestros pecados,
pongamos todo a Sus pies y aferrémonos a Sus promesas.
Y ahora, para continuar nuestro examen de 1 Juan 3, vamos a
leer en los versículos que siguen algunas palabras muy sorprendentes
que debemos analizar con mucho cuidado.
En 1 Juan 3:6 dice lo siguiente:
51
El ser humano consta de dos partes: cuerpo y alma. Y con
respecto a esto, hay algo que debemos entender. Cuando Dios nos
salva, nos da un alma nueva y resucitada, y esa alma nueva es perfecta y
no tiene pecado. Por tanto, en nuestra vida ocurre algo maravilloso,
algo eterno, algo que trasciende toda compresión humana, y alabamos
a Dios porque sabemos que sólo Él pudo hacerlo así.
Para referirse a esta experiencia, Dios habla a veces de nuestra
“alma” y otras de nuestro “corazón”, como por ejemplo, en Ezequiel
36:26-27 donde Él describe el proceso de la salvación y dice lo siguiente:
52
integral de nuestra personalidad y a causa de él, suceden cosas que no
entendemos. Pero sí sabemos que en el momento de la salvación algo
sobremanera maravilloso ocurrió en nuestra vida porque recibimos un
alma nueva, a pesar de estar viviendo todavía en esta tierra llena de
pecado y tener un cuerpo pecador que nos arrastra al pecado.
En esto consiste la lucha. Tenemos un alma viva y perfecta que
forma parte de nuestra personalidad junto con un cuerpo pecador. No
quisiéramos que fuera de ese modo, pero es así como Dios lo ha
determinado. El Apóstol Pablo escribió acerca de esto en Romanos 7,
donde él se lamenta de la batalla que se está librando dentro de él.
En Romanos 7:22-25 leemos:
53
pecar. Pero el gran problema todavía persiste porque tenemos un
cuerpo que conserva su antigua naturaleza pecaminosa.
Ahora bien, éste es un asunto espiritual y por tanto, no
podemos entenderlo. Es un concepto espiritual y Dios no nos ha dado
capacidad para entender todas las cosas espirituales. En otras palabras,
todavía estamos creciendo en gracia y en el conocimiento de las cosas
que Cristo quiere que sepamos. Por consiguiente, tenemos que andar
por fe, con nuestros ojos fijos en Cristo, nuestro Salvador, y esperar a
que Él nos dé la fortaleza, las razones y todo lo que necesitamos para
que, con el paso del tiempo, nuestra vida se torne cada vez más
agradable a Él.
Y ahora, vamos a regresar a 1 Juan 3:7, donde leemos lo
siguiente:
54
saben de Cristo. Sin embargo, nuestro deseo ha de ser conocer todo lo
que nos sea posible acerca de Cristo. Él es lo más importante.
Espiritualmente hablando, en lo tocante a un tema tan primordial como
el Señor Jesús, no somos más que niños pequeños.
Es ahora que tenemos que practicar la humildad. Por
naturaleza, ningún ser humano es humilde. Pensamos que somos algo,
aunque en realidad no es así. Pero para poder aprender de Dios
debemos recurrir a la Biblia y leerla con más cuidado, con más paciencia
y con más frecuencia. La Biblia debe ser nuestra guía y nosotros
tenemos que prestar atención a lo que leemos en ella. Ése es un buen
punto de partida.
Para recibir las buenas nuevas que se hallan en la Biblia es
preciso que escuchemos cada vez con más cuidado lo que nos dice la
Palabra de Dios. No pensemos ni por un instante que por el hecho de
leer la Biblia con tanta frecuencia, ésta ya no tenga nada más que
enseñarnos, porque nunca serán demasiadas las veces que nos
detengamos a escuchar lo que Dios tiene que decirnos en Su Palabra.
Y entonces, lo primero que debemos hacer es examinar nuestra
vida a la luz de la Palabra de Dios. ¿Hay algún pecado en mí? Me
quedaría asombrado si alguien me dijera que después de analizar su
vida, no descubrió ningún pecado en ella. El pecado siempre está al
acecho, esperando para atacarnos y crearnos problemas. Por tanto, no
dudemos nunca de clamar a Dios tantas veces como sea necesario.
Espero que nadie los engañe, porque si el deseo de vuestros corazones
es escuchar lo que dice el Señor Jesús, donde mejor pueden escucharlo
es en la Biblia.
Muchas personas alardean de hacerlo todo a la manera de Dios
porque, según dicen, leen la Biblia constantemente y por tanto, no
cometen muchos pecados. Pero, ¿es eso realmente cierto? Tenemos
que analizarnos con honestidad y examinarnos con sumo cuidado, y
pedirle a Dios que nos dé fuerzas porque Él no puede usarnos si primero
no nos prepara. Ése es el punto de partida. Roguémosle, pues, que
tenga misericordia de nosotros y nos ayude a hacerlo todo conforme a
Su voluntad.
Para llegar a esta meta, no existen atajos.
Pasemos ahora a 1 Juan 3:8. A primera vista, lo que dice este
versículo parece muy claro, pero, según hemos aprendido, la Biblia es a
veces muy compleja.
En 1 Juan 3:8 leemos:
55
8. El que practica el pecado es del diablo; porque el diablo
peca desde el principio. Para esto apareció el Hijo de Dios,
para deshacer las obras del diablo.
56
aquí del poder del diablo. Y entonces, el versículo 16 afirma que es
preciso apagar “los dardos de fuego del maligno”.
Dios está previniéndonos contra Satanás, y nos dice que
tenemos necesidad de la armadura divina para enfrentarnos al poder
del diablo. Ésta es una advertencia importante, de la que debemos
estar plenamente conscientes, para que Satanás no nos engañe ni nos
coaccione.
La idea de la armadura hace alusión a la guerra, porque es una
guerra lo que estamos librando “contra los gobernadores de las
tinieblas de este siglo”. Y no se trata de una simple escaramuza o de
algo que podemos ignorar. ¡No!, es una actividad muy engañosa por
parte del enemigo y no podemos dejar que nos enrede con sus
artimañas. Para ello, es preciso que nos mantengamos firmes, con
nuestros ojos fijos en Cristo y sólidamente arraigados en el Evangelio del
Señor Jesucristo. La armadura de Dios incluye el cinturón de la verdad,
la coraza de la justicia, el Evangelio de la paz, el escudo de la fe, el yelmo
de la salvación y la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios.
Dios nos enseña aquí cómo debemos resistir a Satanás y cuán
cautelosos tenemos que ser en este mundo, por cuanto Satanás es un
enemigo poderoso, engañoso y perverso. Pero, ¡qué maravilla!, aun
Satanás está sujeto al poder de Dios, y no puede traspasar los límites de
ese poder. Satanás, pues, tiene limitaciones. Pero debemos esperar
con firmeza y paciencia que Dios nos ayude y nos aconseje. Dios es muy
bueno para con nosotros y siempre nos ayuda.
En otras palabras, si no queremos ser engañados, no podemos
ignorar a Satanás porque es un ser muy activo y muy astuto. Por
supuesto, si pertenecemos a Cristo, Satanás no puede lograr la victoria
definitiva sobre nosotros. No obstante, mientras no esté finalmente
sometido al poder de Dios, es un enemigo temible. Está vivo y sí existe.
La Biblia lo dice con toda claridad.
Satanás nos tienta por cada vía posible. Necesitamos, pues, que
Cristo nos fortalezca, porque nosotros no tenemos la fuerza suficiente
como para resistir la tentación. Pero con la ayuda de Cristo sí podemos
vencer a Satanás cada vez que intente hacernos frente. Si
pertenecemos a Cristo, Satanás es nuestro enemigo, y por tanto, cabe
esperar que trate de vencernos en todo momento –es el enemigo de
Cristo, y por ende, el nuestro también.
En la segunda parte de 1 Juan 3:8 leemos: “Porque para esto
apareció el Hijo de Dios, para deshacer las obras del diablo”.
57
Cuando Cristo vino a la tierra, Satanás puso todo su empeño en
destruirlo. En Lucas 22:3 dice que entró en Judas, uno de los discípulos
de Jesús, e hizo que traicionara a Jesús y se lo entregara a los principales
sacerdotes para que Le dieran muerte. Satanás pensó sin duda que
había vencido a Cristo.
Sin embargo, Jesús permitió que eso ocurriera así porque Él
tenía un plan maestro en el cual estaban incluidas Su muerte y Su
resurrección. Jesús había pagado por el pecado antes de la fundación
del mundo. ¿Cómo lo hizo? No lo sabemos. Pero Él vino a esta tierra
para mostrar ante el mundo Su soberanía, Su misericordia, Su gloria, Su
victoria sobre la muerte y sobre Satanás –todas esas cosas. ¡Fue una
demostración colosal! De ese modo, Cristo hizo patente Su poder sobre
Satanás. El vencedor final y definitivo es Él.
Sabemos que Jesucristo destruye las obras del diablo. Cristo es
quien liberta al hombre caído del poder de Satanás y rescata las almas
de sus manos. El mundo incrédulo va en pos de Satanás y permanece
engañado por él, pero no así los verdaderos creyentes por cuanto
hemos sido rescatados por Cristo. Es maravilloso leer acerca de estas
cosas porque si somos verdaderos creyentes, tenemos necesidad del
poder de Dios para mantenernos libres de las artimañas engañosas de
Satanás. Sólo Cristo puede librarnos.
Pero finalmente, Dios destruirá este mundo corrupto y toda su
perversidad, incluyendo a Satanás.
En cambio, los verdaderos creyentes pertenecemos a Cristo
eternamente y para siempre. ¿Qué otro conocimiento podría igualarse
a éste? Es por eso que continuamos trabajando por Cristo con toda
paciencia, y aunque veamos que Satanás vence una y otra vez, eso no
significa ni por un instante que la victoria final sea suya. Satanás se
opone a Dios, y por tanto está destinado a perder. Su tiempo tendrá un
final.
Pues bien, para proseguir nuestro análisis cuidadoso del libro de
1 Juan, vamos a leer ahora 1 Juan 3:10-12:
58
12. No como Caín, que era del maligno y mató a su hermano:
¿Y por qué causa le mató? Porque sus obras eran malas, y las
de su hermano justas.
59
corazones, vio que en el corazón de Caín había algo muy malo, y por ese
motivo, no se agradó de su ofrenda. Él sabía que el corazón de Caín era
perverso y también sabía que el de Abel era justo.
Caín y Abel pertenecían a la primera familia que existió en esta
tierra. Desde el momento en que el pecado entró en este mundo
perfecto, el impacto que produjo fue inmediato y tremendo, y el
homicidio de Abel por parte de Caín sentó las bases de cuál habría de
ser la conducta de los seres humanos a causa del pecado.
El homicidio no fue simplemente un fenómeno pasajero, sino
que continuó a través de la Biblia y de la historia y se ha prolongado
hasta el día de hoy. El mundo está sujeto al poder del pecado y a la
perversidad de Satanás, y por consiguiente, está lleno de homicidio, y
eso muestra claramente cuán impío se ha vuelto el corazón del ser
humano.
Esta tierra está poseída por el pecado –por pecados de la más
terrible naturaleza. Uno de los principales pecados que vemos por
todas partes es el homicidio: seres humanos que matan a otros seres
humanos. Por tanto, la gravedad de la naturaleza del pecado nos hace
entender por qué la muerte tiene que ser el destino final y por qué el
castigo del pecado tiene que ser tan terrible.
¡Qué espantoso es todo esto! El odio que se puso de manifiesto
en el corazón de Caín es el mismo odio que se manifiesta ahora, porque
los seres humanos siguen siendo tan pecadores como siempre.
Si no tuviéramos la Biblia ni conociéramos la victoria de Cristo,
podríamos suponer que la victoria sobre el pecado no podría alcanzarse
jamás. Si no fuera por el Señor Jesús, el mundo entero estaría perdido.
Pero cuando Dios entra en escena en las vidas de los verdaderos
creyentes, el pecado pierde su poder porque no tiene ninguna autoridad
sobre Cristo ni sobre Su pueblo. Cristo vino a darnos la victoria sobre el
pecado.
La victoria sobre el pecado es posible sólo a través de Cristo. No
depende de nuestra determinación ni de nuestra fuerza, depende de
Cristo porque Él hizo todo lo que era necesario para darnos esa
tremenda victoria.
Dios nos ordena aquí que nos amemos los unos a los otros. El
corazón de los verdaderos creyentes ha de estar lleno de amor hacia el
prójimo. Debemos amarnos los unos a los otros de la misma manera en
que Cristo nos ama a nosotros. Sin embargo, eso es posible si tenemos
el Espíritu de Cristo, y tenemos el Espíritu de Cristo sólo si Él nos ha
salvado, porque cuando Cristo nos salva pone en nuestros corazones ese
60
amor que Él exige. Por consiguiente, Cristo es quien lleva a cabo toda la
obra. No depende de nosotros, sino de Él que ha tomado posesión de
nuestra vida. Y es entonces que podemos vivir de un modo que Le
resulte agradable.
Ahora bien, aunque nos sintamos abrumados por los
pensamientos pecaminosos y sus consecuencias, tenemos la Biblia, que
es veraz y confiable, y ella nos garantiza que hay algo mejor que está por
venir.
Los hijos de Dios podemos esperar con ansia los nuevos cielos y
la nueva tierra que Dios ha prometido, donde no existirá el pecado y
donde habremos de vivir y disfrutar de la perfección que sólo es posible
con Cristo, por los siglos de los siglos. Con este conocimiento, los
verdaderos creyentes debemos vivir arrebatados de gozo aun en medio
de este mundo tan lleno de pecado. ¡Qué futuro tan glorioso nos
aguarda a los hijos de Dios!
Y ahora, hemos llegado a 1 Juan 3:13 -un versículo muy
interesante y asombroso- donde leemos lo siguiente:
61
permite la mentira ni el engaño. No permite tampoco el divorcio por
ninguna razón, ni permite segundas nupcias después del divorcio. Y
para la mayor parte de las personas esas normas son muy severas.
Los verdaderos creyentes saben que tienen que vivir de acuerdo
con las normas establecidas en la Biblia y no conforme a las normas del
mundo. Dios conoce los corazones de los seres humanos, y por eso les
dice a Sus hijos: “No os extrañéis si el mundo os aborrece”.
Sigamos adelante:
62
con toda honestidad, y si descubrimos en él cualquier tipo de
aborrecimiento, clamemos a Dios y pidámosle misericordia. ¿Cómo
contemplamos a nuestros hermanos? ¿Siempre con amor? Eso es lo
que Dios exige de los creyentes. Debemos amar a nuestros hermanos
como Él nos ama a nosotros. Es decir, debemos poner de manifiesto el
amor de Dios hacia nuestros hermanos en Cristo en todo momento.
A medida que hemos ido analizando este libro de 1 Juan, Dios
nos ha mostrado algunas de las diferencias que existen entre los
verdaderos creyentes y los incrédulos. Nuestro amor por nuestros
hermanos en Cristo constituye una prueba de que Dios nos ha salvado.
Y en el resto de este capítulo 3 de 1 Juan, descubriremos otras
cosas que prueban el impacto que produce la salvación de Dios. Por
ejemplo, en 1 Juan 3:16 leemos:
63
Además, la orden es para todos los verdaderos creyentes. ¿Qué es,
pues, lo que Dios está pidiendo de nosotros? ¿Cómo podemos poner
nuestra vida por otra persona? ¿De qué manera ponemos nuestras
vidas sobre el altar del servicio a nuestro prójimo?
Un modo de hacerlo es dedicar una parte generosa de nuestro
tiempo, de nuestra atención, de nuestros esfuerzos, de nuestro dinero y
de nuestras oraciones en beneficio de los demás. Todas estas cosas
juegan su papel cuando tratamos de vivir con fidelidad de una manera
que sea agradable a Dios.
En otras palabras, debemos estar dispuestos a hacer todo lo que
sea necesario para ayudar a nuestros hermanos en Cristo, para la gloria
de Dios. Es decir, si uno de nuestros hermanos tiene una necesidad de
la que nosotros somos conscientes, debemos ponernos inmediatamente
a su disposición y brindarle nuestra asistencia. Ése es el punto de
partida para el servicio cristiano.
No debemos amar nuestra vida más que lo que el propio Hijo de
Dios amó la Suya. ¿Cuán amado era Jesús, el Hijo de Dios, para Su Padre
celestial? La Biblia nos enseña que Dios Le amaba entrañablemente, y
sin embargo, renunció a Sí Mismo para cargar con nuestros pecados.
En los próximos versículos, Dios amplía aún más esta idea
acerca de dedicarnos a los hermanos. En los versículos 17 y 18 leemos:
64
desinteresadamente, mostrando compasión y solicitud. Estas acciones
deben proceder de nuestro corazón –de un corazón lleno de amor.
Por ejemplo, supongamos que el esposo de una anciana amiga
nuestra muere, y ella no tiene más familia. Sin ayuda financiera, morirá
de hambre. Nosotros tenemos a mano cierta cantidad de dinero que
íbamos a usar para pagar unas facturas y comprar algunas cosas, pero
esta señora necesita ayuda desesperadamente. ¿Qué debemos hacer?
Debemos estar dispuestos a prestar ayuda tan pronto como nos
percatamos de alguna necesidad.
Ahora bien, ¿trataremos primero de ver si otra persona puede
ayudarla o daremos inmediatamente un paso al frente y le
entregaremos el dinero que ella necesita? Ésta es una oportunidad que
tenemos de poner nuestra vida por otra persona. ¿Cómo?
Anteponiendo las necesidades de esta anciana a las nuestras.
Es preciso tener en cuenta las necesidades de los demás antes
que las nuestras. Ésta es la reacción normal de los verdaderos hijos de
Dios y lo que indudablemente cabe esperar de un cristiano. Además,
eso es lo que Dios espera de nosotros.
Resulta muy fácil hablar de nuestro amor y de nuestro interés
por los demás, y suena bonito, amable y considerado; pero Dios nos
pone a prueba cada vez que nos hace un llamado a la acción. Nuestras
buenas obras son la manifestación de nuestra fe en Cristo, y aunque no
sean un requisito para la salvación, sí demuestran la obra que Dios ha
hecho en nuestro corazón y en nuestra vida.
Si en realidad hemos llegado a ser salvos, ya no vivimos
centrados en nosotros mismos sino en Dios y en los demás. Nuestro
amor hacia los hermanos debe hacerse visible en todo momento a
través de nuestro modo de vivir y de comportarnos en este mundo que
está tan necesitado.
Pues bien, a medida que vamos avanzando en este capítulo de
la Biblia, Dios va enseñándonos más acerca de cómo debemos vivir los
cristianos, y nuestro deseo es saber todo lo que sea posible con
respecto a la manera en que tenemos que vivir y andar los hijos de Dios.
En 1 Juan 3:19-21 leemos lo siguiente:
65
tenemos la confirmación de que ciertamente hemos hallado la verdad.
Y ahora, leemos en los próximos dos versículos:
66
Necesitamos algo sólido, y no hay otro cimiento más sólido que el
Propio Dios. A Él sí podemos entregarle confiadamente todo nuestro
ser. Por otra parte, tampoco podemos basar nuestra relación con Dios
solamente en la manera en que nos sentimos en Su presencia, sino en lo
que hemos aprendido –a saber, que Dios es Dios, que Él es nuestro
Señor y que es absolutamente confiable.
Al examinar nuestras vidas y el modo en que andamos con
Cristo, tenemos que ser muy honestos. Si somos hijos de Dios,
debemos ser obedientes a Su Palabra, amar a los demás como Cristo
nos ama a nosotros y estar dispuestos a poner nuestra vida por los
hermanos. Mientras más pensemos en estas cosas, más sólida será
nuestra confianza en Cristo.
Dios nos ha dado normas para que vivamos conforme a ellas. Si
les prestamos la debida atención con un deseo intenso de obedecerlas,
ésa será la prueba de que andamos con Cristo. Pero aun así, habrá
momentos en los que nuestros sentimientos nos harán dudar de
nuestra posición con Dios. No obstante, aunque vacilemos, somos
bienaventurados, porque Dios siempre está presente. A veces nos
sentimos inseguros, pero eso no cambia en nada la obra que Dios está
haciendo por nosotros. Él sigue ahí, esperando fielmente por nosotros.
Para ayudarnos a entender este asunto, Dios nos dice en
Romanos 8:16: “El Espíritu Mismo da testimonio a nuestro espíritu, de
que somos hijos de Dios”. En otras palabras, Él nos da la seguridad de
que nos ha salvado.
Es por eso que cuando andamos verdaderamente en comunión
con Dios, podemos tener confianza en Él y nuestro corazón no nos
reprende. Si realmente creemos con todo nuestro corazón que Cristo es
nuestro Salvador, podemos confiar en que Él nos ha salvado. Y
entonces, en cada una de nuestras necesidades, debemos acudir a
Cristo con entera humildad.
Cuando las dudas nos asaltan, podemos orar y pedir la
seguridad de la salvación. Por muy inseguros que nos sintamos,
¡comencemos a orar! Nuestros pensamientos no son confiables y
nuestro conocimiento es mínimo, pero Dios sabe todas las cosas. Él es
mucho mayor que nuestro corazón. Podemos clamar a Dios en todo
momento y pedirle misericordia, sabiendo que Él nos ayudará. ¡Qué
Dios tan maravilloso es el que servimos!
Confiamos en lo que dice la Palabra de Dios en cuanto a lo que
significa ser salvo. No podemos confiar en lo que nosotros sentimos al
respecto. El Espíritu de Dios da testimonio a nuestro espíritu, y Él hará
que nuestra confianza aumente cada vez más.
67
Dios nos dará la seguridad que necesitamos, y junto con ella,
nos dará confianza en nuestra posición con respecto a Cristo.
Confiemos, pues, totalmente en Cristo y en la Palabra de Dios y en Sus
promesas, con la certeza absoluta de que Él las cumple.
El Dios a quien servimos es un Dios amoroso que se preocupa
mucho por Sus hijos. ¡Bendita sea la confianza que Él nos ha dado! El
título en inglés de uno de nuestros himnos más queridos se traduce
como “Bendita certeza, Jesús es mío”. Ésa es la certeza que Dios pone
en nuestros corazones cuando andamos en la verdad. Dios nos da la
certeza de que somos hijos Suyos cuando vemos Su amor obrando en
nuestras vidas.
Y ahora, pasemos a los versículos 22 y 23 para aprender más
acerca de este tema.
En 1 Juan 3:22 leemos:
68
constante de agradar a Dios. El efecto maravilloso de este deseo es que
el amor de Dios se derramará sobre nosotros.
Dios ha dispuesto para nosotros algo estupendo. Cuando
vivimos de manera piadosa y santa, nuestro deseo de agradarle crecerá
cada vez más y procuraremos complacerle en todo lo que hacemos. A
medida que vamos creciendo en la gracia, nuestro propio placer nos
resultará cada vez menos significativo, pero el placer de servir a Cristo
será cada vez mayor en nuestra vida.
De hecho, nos daremos cuenta de que al orar para se cumpla la
voluntad de Dios y no la nuestra, muchas de las cosas que Dios desea
para nosotros nos beneficiarán de manera directa y personal. El amor
de Dios para con nosotros es tan maravilloso que nuestro único deseo
debería ser el de agradarle en cada aspecto de nuestra vida, y no
agradarnos a nosotros mismos.
Oremos, pues, constantemente por la dirección y la guía de Dios
para hacer Su voluntad, y de ese modo, podamos agradarle en todo
cuando hacemos. Si al cabo de una hora o al final de una tarde miramos
hacia atrás y vemos que durante ese período de tiempo tuvimos un
deseo intenso de complacer a Dios y lo logramos, ¡qué deleite nos
produce! Ésa es nuestra meta porque Lo amamos cada vez más.
Dios es el autor de todo lo bueno, y cuando experimentamos
algo bueno en nuestra vida, nos sentimos llenos de gozo. Eso da por
resultado que nuestra relación con Dios sea aún mejor. En otras
palabras, nos ayudamos a nosotros mismos a hacer lo que Dios quiere
que hagamos.
Otro aspecto de esta relación se pone de relieve en el próximo
versículo de este pasaje, 1 Juan3:23, donde leemos:
23. Y éste es Su mandamiento: Que creamos en el nombre de
Su Hijo Jesucristo, y nos amemos unos a otros como nos lo ha
mandado.
Creer en el nombre de Cristo no es un simple proceso
intelectual. No consiste solamente en creer que Jesús existe. Creer en
Su nombre significa poner toda nuestra confianza y nuestra seguridad
en Jesús como nuestro Salvador y Señor, y tenerlo en la más alta estima.
Nada ni nadie en este mundo debe ser para nosotros más deseable que
Cristo, único objeto de nuestra alabanza y gloria y obediencia.
Y además, en este versículo se nos ordena que nos amemos
unos a otros. No se trata de algo opcional, es una orden y exige un acto
de nuestra voluntad. Es un mandato firme de parte de Dios que
nosotros tenemos que obedecer.
69
Jesús también nos dio este mandamiento en Juan 15:12, donde
leemos: “Éste es Mi mandamiento: Que os améis unos a otros, como
Yo os he amado”. Ésa es la norma para nuestro amor hacia los demás.
Ésa es la pauta maravillosa que Dios nos ha trazado y que debemos
seguir. No olvidemos nunca que todos los mandamientos que Cristo ha
dado son de capital importancia. Por tanto, es muy deseable que los
sigamos y los obedezcamos con todo nuestro ser.
Debemos entender que nuestra obediencia a Cristo es un
resultado de la obra de gracia y misericordia que Dios llevó a cabo en
nuestras vidas. Si somos capaces de creer y de amar de la manera en
que Cristo exige que Sus hijos lo hagan, es únicamente porque Él nos ha
salvado. La comprensión de esta realidad nos da la certeza de que
somos posesión Suya.
¡Qué maravilloso es saber que cuando vivimos en obediencia a
Cristo y a Sus mandamientos, andamos cada vez más cerca de Él! Eso
hace que el deseo de obedecer a nuestro precioso Señor se acreciente
más y más. El deseo principal de los verdaderos hijos de Dios es
obedecer las leyes de Cristo. Amamos a los demás como Él nos ama a
nosotros, pero amamos a Cristo por sobre todas las cosas.
Hemos llegado al versículo 24, el último versículo del capítulo 3
de 1 Juan, donde leemos lo siguiente:
70
¿Puede haber acaso algo más maravilloso que permanecer o
morar en Cristo? La morada –el hogar- de los verdaderos creyentes es
Cristo.
Leímos con anterioridad estas palabras de Romanos 8:16: “El
Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos
de Dios”.
Y Romanos 8:9-10 nos dice que el Espíritu de Dios mora en todo
aquel que pertenece a Cristo, y ese Espíritu Santo que habita en
nosotros nos da certeza y seguridad. Leemos en este pasaje:
71
Según leímos en Romanos 8:10, “el espíritu vive a causa de la
justicia”. ¿De nuestra justicia? -¡No!, de la justicia de Cristo. Él es quien
produce el cambio total en nuestra vida.
La Biblia afirma que la Palabra de Dios es la espada del Espíritu.
Es decir, el Espíritu Santo usa la Biblia para obrar la salvación. Por
consiguiente, una prueba de que somos salvos es el deleite que nos
reportan las enseñanzas de la Biblia, y como resultado de eso, el deseo
intenso y constante que sentimos de hacer la voluntad de Dios; es decir,
de ser obedientes a la Biblia, tanto en doctrina como en práctica. La
práctica tiene que ver con el modo en que nos comportamos tras haber
leído la Biblia.
Los que son salvos han sido hechos ciudadanos del reino de
Dios. El Espíritu Santo mora ahora en ellos y les ha dado almas nuevas y
resucitadas en las que no desean volver a pecar jamás.
Cabe esperar, pues, que esas personas sientan un gran interés
por la Biblia, la cual les enseña acerca de su Salvador y de la salvación.
La Biblia es el libro de leyes que Dios nos ha dado. Cuando nos dejamos
dirigir por ella, cada una de nuestras acciones estará de acuerdo con la
voluntad de Dios.
Dios nos ha dicho varias veces en 1 Juan que si Lo conocemos,
guardaremos Sus mandamientos. Por tanto, si en nosotros no existe un
deseo constante de ser obedientes a la Palabra de Dios, lo más probable
es que no seamos salvos. Por supuesto, si tenemos dudas acerca de
nuestra salvación, siempre podemos acudir a Dios y pedirle que tenga
misericordia, y eso es algo maravilloso.
Si vemos que nuestra fe es débil, eso podría indicar que todavía
no somos salvos, aunque no tiene necesariamente que ser así. No
obstante, si en realidad no somos salvos, o si después de haber sido
salvos, decaemos espiritualmente, siempre es adecuado orar a Dios y
pedirle misericordia. No dudemos jamás de clamar a nuestro bendito
Salvador y pedirle perdón.
Si verdaderamente soy salvo, nada que yo haga puede poner en
peligro mi salvación, porque Dios me ha dado vida eterna. ¡Alabado sea
Dios por Su maravilloso amor y por Su misericordia!
72
Capítulo 4
73
supone creer que Él es el Hijo de Dios que vino a la tierra y se humilló a
Sí Mismo para hacerse hombre, y aun así, nunca dejó de ser Dios. La
persona del Hijo de Dios es el centro de toda la verdadera fe cristiana.
Hay muchas maneras de probar a los maestros para determinar
si su mensaje procede realmente de Dios. Una de esas maneras es
comprobar si las palabras de ese maestro concuerdan con lo que Dios
dice en la Biblia. Otra forma de probarlos es observar los frutos que
producen. Pero el Apóstol Juan nos ofrece aquí un método muy
importante: ¿Qué creen ellos acerca de Cristo? ¿Enseñan acaso que
Jesucristo era plenamente Dios y plenamente hombre?
Cuando Cristo vino a la tierra, Él era un hombre en todos los
aspectos, pero sin pecado. Sin embargo, no renunció jamás a Su
naturaleza divina, nunca dejó de ser el Dios eterno. Este hecho se pone
de relieve con toda claridad en el mensaje que estamos oyendo.
Según 1 Juan 4:3, todo aquel que no confiesa que Jesucristo ha
venido en carne, no es de Dios, y ése es el espíritu del anticristo. Jesús
había advertido acerca de la venida del anticristo, y el origen de la
negación de Cristo es considerado “el espíritu del anticristo”. Ese
anticristo del que se habla en el versículo 3 ya estaba en el mundo
cuando esto fue escrito, y sólo puede referirse a Satanás.
Los falsos maestros no son de Dios; son de Satanás, el gran
embustero. Y ahí precisamente está el peligro, porque Satanás es tan
engañoso que sus seguidores pueden aparentar que anuncian la verdad.
Podríamos leer también otros pasajes de la Escritura, como por
ejemplo, 2 Corintios 11:14, donde la Biblia declara que Satanás se
presenta como un ángel de luz. Es decir, Satanás y sus seguidores
pueden, en apariencia, asemejarse a Cristo y a los verdaderos creyentes,
pero aun así, el mensaje que anuncian no es la verdad del Evangelio.
Cuando Jesús aún estaba en la tierra, Él previno a Sus discípulos
contra los falsos profetas que vienen “con vestidos de ovejas, pero por
dentro son lobos rapaces” (Mateo 7:15). Un maestro falso del
evangelio puede parecer genuino; es por eso que Dios nos hace estas
solemnes advertencias y nos indica cómo podemos probar los espíritus.
Ahora bien, la enseñanza verdadera sí es de Dios. Es decir, tiene
su origen en Dios y es fiel a la Palabra de Dios en todos los aspectos. La
Biblia dice que nosotros conoceremos el Espíritu de Dios, pero tenemos
que escuchar cuidadosamente el mensaje que se anuncia para
determinar si viene de Dios o del anticristo.
La recomendación de probar los espíritus tiene por objetivo
determinar la validez de las afirmaciones de cualquier maestro que
asegure que su mensaje proviene de Dios.
74
Cuando Cristo les preguntó a Sus discípulos: “¿Quién decís
vosotros que soy Yo?”, Pedro hizo una gran confesión y dijo: “Tú eres el
Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Mateo 16:13-16). Ésa debería ser la
confesión sincera de cada verdadero creyente.
Esta advertencia para que nos cuidemos de los falsos maestros
puede parecer muy desestabilizadora y hacernos sentir incómodos
acerca de la posibilidad de que surjan personas así. Sin embargo, en 1
Juan 4:4, el próximo versículo de este pasaje, Cristo anima en gran
manera a los verdaderos creyentes en relación con los falsos maestros.
En 1 Juan 4:4 leemos:
75
Pero, ¡claro está!, a pesar de las apariencias, no es así. Sabemos
que Dios es más poderoso que Satanás y que toda la maldad. De hecho,
el poder de Dios está tan por encima del enemigo que esa contienda en
realidad no existe.
En nuestros momentos de desesperación, debemos volvernos a
Dios y a las Escrituras con fe. Las Escrituras revelan la verdad acerca de
Dios y declaran que Él es mucho mayor que cualquier cosa o persona,
incluyendo los poderes de las tinieblas.
La Biblia es nuestra gran fuente de esperanza. Dios nos
recuerda en ella constantemente que si somos de Cristo,
permanecemos en Él y Él permanece en nosotros. Podemos, pues, vivir
apoyados en Su fuerza, y no sólo en la nuestra. ¡No hay nada que pueda
compararse a esto!
Pues bien, sabiendo que esto es así, para probar si los espíritus
son de Dios –como se nos enseña en el versículo 1 de este capítulo-
tenemos que recurrir a la Palabra de Dios para que sea ella quien nos
dirija. No confiemos en nuestra propia capacidad de discernimiento,
busquemos la guía del Espíritu de Dios que mora en nosotros.
Y ahora, vamos a analizar los versículos 5 y 6:
5. Ellos son del mundo; por eso hablan del mundo, y el mundo
los oye.
76
La palabra “error” en el versículo 6 también podría traducirse
como “engaño”. Si no estamos en la verdad, estamos en el error. Es
decir, hemos sido engañados y nos han hecho creer algo que no es
cierto. Sólo Dios puede mantenernos en el sendero recto de la verdad.
Jesucristo es el camino, la verdad y la vida. No hay ninguna otra verdad
absoluta en este mundo.
Y ahora, pasemos a 1 Juan 4:7, donde leemos lo siguiente:
77
El amor de Dios hacia nosotros constituye el ejemplo que
debemos seguir para amar a nuestro prójimo.
La clave para entenderlo aparece en el versículo 9. Dios nos
mostró Su gran amor cuando envió a Cristo al mundo. Jesús, el Hijo
Unigénito de Dios, murió en nuestro lugar y pagó por los pecados de Sus
elegidos. Por Su gran amor hacia los hermanos, dio Su vida por ellos.
Dios nos da la definición más grande del amor en el versículo
10: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a
Dios, sino en que Él nos amó a nosotros”.
Por tanto, el amor que está a la vanguardia es el de Dios.
Porque Dios nos amó, nosotros podemos amarlo a Él y amar a los
demás del modo en que Dios espera que lo hagamos.
Todos estos conceptos aparecen vinculados en 1 Juan 4:11,
donde leemos: “Amados, si Dios nos ha amado así, debemos también
nosotros amarnos unos a otros”. Lo que dice este versículo se relaciona
con lo que leímos en 1 Juan 3:16: “En esto hemos conocido el amor, en
que Él puso Su vida por nosotros; también nosotros debemos poner
nuestras vidas por los hermanos”.
Cristo puso Su vida por nosotros, y ése es el tipo de amor que
Dios espera que tengamos. De la misma manera en que Dios manifestó
Su amor hacia nosotros, debemos manifestar (mostrar) nuestro amor
hacia los demás.
Dios demostró Su amor hacia nosotros a través de Cristo. En
otras palabras, no sólo lo hizo manifiesto sino que también lo demostró.
Lo exhibió con toda claridad para que pudiéramos contemplarlo. Los
que no conocen a Dios tampoco conocen Su amor. Sin embargo, es a
causa del amor de Dios que nosotros podemos amar de la manera
correcta y vivir por medio de Cristo, como leímos en el versículo 9. Si Él
nos ha salvado, somos propiedad Suya.
El amor que Dios nos tiene trasciende toda comprensión
humana. Hablamos de él, cantamos acerca de él, pero no podemos
entenderlo realmente. Dios nos escogió desde la fundación del mundo
y trazó un programa de salvación para hacernos Suyos por toda la
eternidad.
Cristo sufrió, murió y resucitó para pagar por nuestros pecados
y darnos una herencia maravillosa. Todo eso fue llevado a cabo aun
antes que Dios creara el mundo, y la herencia incluye todo lo que tiene
que ver con nuestra salvación
Aunque no podamos entender nada de esto, si somos
verdaderos creyentes, sabemos que es cierto. Dios nos amó cuando
éramos pecadores sucios y corruptos.
78
¿Qué leemos en el versículo 11? “Amados, si Dios nos ha
amado así, debemos también amarnos unos a otros”. Si Dios nos ha
amado así -es decir, si Él nos amó de esa manera y en esa magnitud-
debemos también amarnos unos a otros.
Si Dios nos amó cuando éramos tan indignos de ser amados,
debemos amar también a aquellos que, al parecer, no son dignos de
recibir nuestro amor. Dios espera que amemos a los demás
independientemente de lo que sean o como sean. Por supuesto, para
nosotros es fácil amar a nuestros familiares y a nuestros amigos, y hay
muchas personas en nuestros círculos cristianos a las que no nos cuesta
ningún trabajo amar porque son buenas y amables.
Pero debemos amar a todos los hermanos, aun a aquellos cuyas
personalidades son complejas y no resulta fácil amarlos, y debemos
amar incluso a aquellos con los que, al parecer, no podemos llevarnos
bien. A todos debemos amarlos por igual –con todo nuestro corazón.
El amor de Dios no fue condicional para nosotros. Sólo Él sabe
qué método siguió para escoger a Sus elegidos, pero no los escogió sin
duda porque fueran personas especialmente buenas. Cada pecado que
cometemos es una afrenta que le hacemos a Dios y no le pasa
inadvertido. A pesar de eso, Dios perdonó todos nuestros pecados por
Su amor tan grande. En 1 Juan 4:12-14 leemos:
79
Esa misma expresión la leímos en 1 Juan 2:5: “… el que guarda
Su palabra, en éste verdaderamente el amor de Dios se ha
perfeccionado; por esto sabemos que estamos en Él”.
El verbo “perfeccionar” en este contexto significa completar o
cumplir. En la medida en que el amor de Dios obra en nosotros, nuestro
amor hacia Él y hacia los hermanos debe crecer y perfeccionarse cada
vez más hasta llegar a la madurez adecuada, por así decir. Además, el
amor de Dios hacia nosotros no carece de frutos, y por tanto, todo lo
que Él nos ordene hacer, nosotros, como hijos Suyos, nos esforzaremos
por hacerlo con perfección.
El hecho de que Dios more en nosotros y nosotros en Dios es
una relación que sólo Él puede lograr. Los seres humanos nunca
podríamos establecer este tipo de relación con Dios, ni imaginar
siquiera esa posibilidad.
Esta misma relación aparece descrita en Juan 15, donde Jesús
afirma que Él es la vid verdadera y los creyentes somos los pámpanos. Y
de ese modo, Él permanece en nosotros y nosotros permanecemos en
Él. En este contexto, “permanecer” y “morar” son sinónimos, y Dios
hace mucho hincapié en esta relación.
En 1 Juan 4:13 dice que nosotros conocemos (o sabemos) que
eso es así porque nos ha dado de Su Espíritu. Repite, pues, lo que ya
habíamos leído en 1 Juan 3:24: “Y en esto sabemos que Él permanece
en nosotros, por el Espíritu que nos ha dado”.
Ésa es la prueba de que Dios permanece en nosotros –Su
Espíritu. Donde está el Espíritu de Dios, allí está Dios. La operación de
Su Espíritu en nosotros nos hace producir el fruto del que leemos, por
ejemplo, en Gálatas 5:23: “El fruto del Espíritu es amor, gozo, paz,
paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza”.
Estas características deben ponerse de manifiesto en la vida de
cada verdadero creyente como resultado de la morada del Espíritu de
Dios en él. El primer fruto de la lista es el amor –el tema central de 1
Juan 4. Dios nos dice repetidamente que Él es amor, y de hecho, le
mostró al mundo el amor más grande que jamás haya sido conocido.
Además, Dios es la fuente de nuestro amor hacia nuestro prójimo. Su
amor es el que hace que los verdaderos creyentes, Sus hijos, podamos
manifestar amor hacia las demás personas.
El amor de Dios se hizo visible cuando Cristo vino a la tierra, y
los seres humanos contemplaron el grandioso sacrificio que Cristo había
realizado a favor nuestro. Nosotros somos Sus representantes en la
tierra, y como tales, demostramos que amamos a Dios cuando ponemos
de manifiesto nuestro amor hacia los hermanos.
80
Los apóstoles fueron testigos oculares de Jesucristo.
Anduvieron con Él y hablaron con Él, y además, contemplaron Sus
sufrimientos en la cruz. Es por eso que el Apóstol Juan pudo declarar en
el versículo 14: “Y nosotros hemos visto y testificamos que el Padre ha
enviado al Hijo, el Salvador del mundo”.
Dios el Padre envió al mundo a Su Hijo Jesucristo, el Salvador. Y
así manifestó Su amor por Sus elegidos.
Sabemos que todo lo que Dios nos dice es cierto. La evidencia
interna del Espíritu que mora en nosotros es confirmada por la
evidencia externa de los testigos oculares, los cuales testifican que el
Padre envió a su Hijo, el Salvador del mundo.
¿Cómo podemos saber realmente si la confianza de un
individuo en su salvación procede del Espíritu Santo? Bueno, los que
confían en que son verdaderamente hijos de Dios aborrecen el pecado y
no quieren hacer nada en contra de la voluntad de Dios. De hecho,
tienen un deseo intenso y continuo de hacer Su voluntad.
Este testimonio procede del Espíritu Santo en sus vidas. En
Romanos 8:16 dice que “el Espíritu mismo da testimonio a nuestro
espíritu, de que somos hijos de Dios”.
Y ahora, hemos llegado a dos versículos muy interesantes de
este capítulo. En 1 Juan 4:17-18 leemos:
81
destruida. Los seres humanos deberían sentirse llenos de temor al
pensar en ese día. En cambio, para los verdaderos creyentes, no habrá
temor. De hecho, nosotros esperamos ansiosamente la llegada de ese
día en el que todos los hijos de Dios irán a vivir con Cristo.
En realidad, cuando un individuo muere sin salvación, el día de
su muerte es el día del juicio para él. Cuando Dios habla de juicio, lo
que Él tiene en mente es la muerte. Romanos 6:23, que hemos leído a
menudo, declara que “la paga del pecado es muerte”. El ser humano en
general teme a la muerte, por cuanto la muerte es algo muy ajeno a
nosotros.
Pero el amor de Dios echa fuera el temor a la muerte. Los
verdaderos creyentes sabemos que no tenemos por qué temer a la
muerte o al juicio. En el instante mismo en que nos ausentemos del
cuerpo, estaremos presentes ante el Señor. ¿Podría haber acaso algo
más maravilloso? Es por eso que Dios afirma que podemos tener
confianza en el Día del Juicio.
“Pues como Él es, así somos nosotros en este mundo”. Los
cristianos queremos asemejarnos a Cristo tanto como nos sea posible.
Dios nos dice que debemos ser perfectos y santos, como Cristo es
perfecto y santo. Por ejemplo, en Efesios 1:4 leemos: “Según nos
escogió en Él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos
santos y sin mancha delante de Él”.
Y Mateo 5:45 ordena lo siguiente: “Sed, pues, vosotros
perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto”.
Ése es el llamado que Dios nos hace a los cristianos. Mientras
vivimos en esta tierra, debemos ser semejantes a Cristo. Es a Él a quien
debemos parecernos. ¿Hasta qué punto? Hasta el punto de negarnos a
nosotros mismos y procurar estar plenamente identificados con Cristo.
¿Por qué? Porque permanecemos en Él y Él permanece en nosotros. El
amor que Cristo nos tiene lo llevó a inmolarse a Sí Mismo, y es así como
nosotros debemos amar a nuestro prójimo.
“En el amor no hay temor”, dice el versículo 18. “El perfecto
amor echa fuera el temor; porque el temor lleva en sí castigo”. Vivir
llenos de temor es algo horrible, pero el amor de Cristo echa fuera
nuestros temores –no sólo el temor al juicio, sino cualquier tipo de
temor.
Pero para ello tenemos que confiar por completo en Cristo. Si
vivimos en temor, no hemos sido perfeccionados en el amor. No hemos
depositado nuestra confianza en Cristo y estamos tratando de hacer las
cosas valiéndonos de nuestras propias fuerzas.
82
Pero, ¿cómo podemos ser perfectos en el amor? Pues aunque
parezca algo imposible, ésa es la condición de perfección que Dios le
pone a todos los que son salvos. Y en realidad, es imposible sin Cristo.
Pero los que están en Cristo, que permanecen en Él, Lo aman, Lo siguen
y Lo obedecen –en la medida en que son capaces de hacerlo- recibirán
las bendiciones de Dios y serán perfeccionados en el amor.
Cuando somos perfeccionados en el amor no andamos
encogidos de temor delante de Dios ni aterrorizados por Su juicio. Todo
el juicio que nosotros merecíamos fue derramado sobre Jesucristo
cuando pagó por nuestros pecados. El amor y el temor son
incompatibles. Para el cristiano, el amor es, ante todo, el amor del
Padre por nosotros. Ese amor es poderoso y transforma la vida.
El temor del que estamos hablando no debe confundirse con
nuestra reverencia hacia Dios. Los verdaderos creyentes somos
temerosos de Dios –tenemos temor de Dios en nuestro corazón. Es
decir, Él es el objeto de toda nuestra admiración y reverencia, y nos
reconocemos enteramente responsables ante Él.
Nuestro temor de Dios y nuestro amor por Él producen en
nosotros el deseo de ser cada vez más obedientes a Sus mandatos. Y
entonces, conscientes de que Dios nos ama con amor perfecto, nos
resulta muy grato obedecerlo.
Y ahora, en nuestro examen del capítulo 4 de 1 Juan
hemos llegado a los versículos 19, 20 y 21 –los últimos versículos de
este capítulo- donde leemos lo siguiente:
83
porque, por naturaleza, lo más probable sería que nos apartáramos de
Cristo.
Nuestro amor hacia Dios no se deriva de nuestra bondad. Lo
recibimos de Él. No podemos, pues, atribuirnos ningún mérito por amar
a Dios. Si podemos demostrar que Lo amamos es porque tenemos un
Salvador amoroso que pone ese amor en nuestros corazones. Por lo
tanto, quien merece todo el honor y el reconocimiento por el hecho de
ser nuestro Salvador es el Señor Jesucristo. Su amor trasciende
sobremanera todo lo que el lenguaje puede expresar. No olvidemos
nunca que cualquier aspecto de nuestro amor, tal y como se manifiesta
en nuestra vida, es únicamente el resultado de la obra de la gracia de
Dios en nosotros.
Dios es quien lleva a cabo la obra completa de la salvación. Por
ese motivo, no podemos atribuirnos ningún mérito por el hecho de
haber llegado a amar a Dios. Él nos salvó y nos cubrió con Su amor. Si
Dios no nos hubiera escogido para ser salvos, nunca podríamos amarlo.
Pero en el versículo 20, Él Mismo nos recuerda que tenemos
que poner nuestro amor en acción. Es decir, nuestro amor hacia Dios ha
de hacerse manifiesto en nuestro amor hacia los demás. Por tanto, si
decimos que amamos a Dios, y aborrecemos a nuestro hermano, somos
mentirosos. Si no podemos amar a nuestro hermano a quien vemos,
tampoco podemos amar a Dios a quien no vemos.
Dios conoce nuestro corazón y a Él no podemos engañarlo y
decirle que Le amamos si no es verdad.
La razón por la que somos capaces de amar a nuestro prójimo
es porque Dios nos amó a nosotros primero y nos hizo que sintiéramos
ese amor hacia las demás personas. Todo esto tiene su origen en
nuestra relación con Cristo, porque Él es quien respalda e impulsa cada
aspecto de este proceso. El impacto que Cristo produce en nosotros es
el que nos hace amar a nuestro prójimo.
Es por eso que Dios dice en el versículo 21: “Y nosotros también
tenemos este mandamiento de Él: el que ama a Dios, ame también a
su hermano”. El hecho de que no seamos capaces de hacerlo es una
señal de que no somos salvos.
Dios es el origen y la razón de todo amor justo y recto que
manifestamos en nuestra vida. Él tiene el control de nuestro amor y
hace que el amor que debemos sentir por nuestros hermanos sea una
realidad en nosotros.
Recuerden las palabras que leímos en 1 Juan 3:14: “Sabemos
que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos.
El que no ama a su hermano, permanece en muerte”.
84
Esto nos ofrece una razón para auto-examinarnos. Si no
encontramos amor hacia nuestros hermanos en nuestro corazón,
estamos en un gravísimo problema. ¡Recordémoslo siempre! Y estos
versículos de 1 Juan 4:20-21 repiten este mismo principio. Dios señala
de nuevo aquí que si Él nos ha salvado, somos verdaderos creyentes –es
decir, Cristo es nuestro Salvador- y eso se pondrá de manifiesto a través
de nuestro amor por los hermanos. Pero este amor es totalmente
diferente del que sentiríamos si Cristo no fuera el Rey de nuestra vida.
Por otra parte, amar algo que no es recto pondrá de relieve
inmediatamente que estamos en desacuerdo con Dios. Es decir,
demostraremos que no Lo amamos como es debido. Toda conducta
equivocada que manifestemos a través de una vida deshonesta o por
cualquier otra vía, indica que aún estamos esclavizados al pecado y no
tenemos un verdadero deseo de vivir para Cristo.
Pues bien, Dios está enseñándonos principios valiosísimos y está
mostrándonos la verdad. Nos ha dicho ya de qué manera nos ama y
cómo debemos amarlo a Él, y lo explica con toda claridad en este libro
de 1 Juan y en otras partes de la Biblia también. Y por cuanto estas
cosas están en la Biblia, son absolutamente ciertas y confiables.
Debemos, pues, orar y pedir sabiduría para que podamos entender
adecuadamente cuán importantes son estos principios para nuestra
vida.
La relevancia de este tema se debe a que el amor de Dios por
los seres humanos es la verdadera razón por la que Él nos escogió para
que fuéramos salvos. Cristo, por Su gran amor, estuvo dispuesto a
soportar la ira de Dios para pagar por nuestros pecados. ¡Qué amor tan
magnífico el de Dios!
Pero, ¿nos ama Dios así porque vio algo bueno en nosotros?
¡No, por supuesto que no!, porque en nosotros no hay nada bueno. Los
seres humanos somos inherentemente pecadores por naturaleza.
La Biblia declara en Romanos 3:10-12:
85
cabo Su maravillosa obra de salvación en nuestra vida y remplaza la
injusticia con la justicia. Si somos hijos Suyos, Cristo viene a morar en
nosotros y nos otorga Su justicia, pero eso es algo que sólo Él puede
hacer.
Dios ha prometido que permanecerá en nosotros y que
nosotros permaneceremos en Él. Nos ama y nos hace sentir amor por
los demás. Pero no los amamos porque sean buenos y maravillosos,
sino porque Dios pone Su amor en nuestros corazones y nos hace
capaces de amarlos de la manera en que debemos hacerlo.
Podemos, pues, amar a los hermanos como Dios nos
ama a nosotros. Por imposible que parezca, no lo es realmente si
esperamos en Dios. Sigamos orando con un corazón quebrantado en la
presencia de Dios. Todo tiene su origen en el gran amor de Dios.
Capítulo 5
86
Nacer de Dios significa nacer de nuevo –es decir, ser salvo. Y si
somos salvos es porque Dios nos ha recibido por hijos. No nacemos de
Dios por el simple hecho de creer en Jesús. Si somos capaces de creer
verdaderamente en Cristo es porque Dios efectuó en nuestros
corazones la obra de la salvación. Por tanto, la obra es enteramente
Suya.
Según aprendimos en 1 Juan 4, nosotros amamos a Dios porque
Él nos amó primero. Dios siempre toma la iniciativa. Él nos amó y nos
salvó, y por consiguiente, nacemos de nuevo y podemos creer
verdaderamente en Cristo y amarlo.
La segunda parte de 1 Juan 5:1 ha de ser analizada con sumo
cuidado para poder entender los términos “engendrar” y “engendrado”.
¿De quién se está hablando aquí?
Sabemos que Jesús es el Hijo Unigénito (es decir, el Único
engendrado) de Dios. En Juan 3:16 dice que “De tal manera amó Dios
al mundo que le dio a Su Hijo Unigénito”.
Pero Dios emplea esa misma palabra “engendrado” y la aplica a
Sus hijos –a los que Él salvó e incorporó a Su familia. Este mismo
vocablo griego en el manuscrito original puede traducirse como
“nacido” y como “engendrado”.
Por tanto, cuando leemos en el versículo 1 que “todo aquel que
ama al que engendró” –es decir, a Dios- “ama también al que ha sido
engendrado por Él” –o sea, a los hermanos. Los hermanos son los que
han llegado a ser hijos de Dios. Es evidente, pues, que se trata de una
familia estrechamente unida. Dicho de otro modo, Dios vuelve a
subrayar que si nosotros Lo amamos a Él, también amamos a los hijos
que Él engendró.
Pasemos ahora a los versículos 2 y 3 de 1 Juan 5, donde leemos
lo siguiente:
87
Ese mismo principio se repite ahora en el versículo 2 del
capítulo 5. Cuando amamos a Dios y guardamos Sus mandamientos,
conocemos que amamos a los hijos de Dios, que son los hermanos a los
que tenemos el deber de amar.
Obviamente, amar a Dios y guardar Sus mandamientos son dos
hechos muy relacionados, como vemos en estos dos versículos. Si
amamos a Dios, guardamos Sus mandamientos. Los mandamientos de
Dios son la Biblia entera y debemos obedecerlos. Nuestra obediencia a
Dios es un resultado de nuestra salvación. Porque amamos a Dios,
deseamos obedecerlo en todas las cosas. Y para saber cómo debemos
obedecerlo y cómo debemos vivir los cristianos, tenemos que leer la
Biblia. Y entonces, eso pasa a ser la meta de nuestra vida.
Junto con nuestro amor hacia Dios viene el deseo de
obedecerlo. Antes de ser salvos, estábamos en rebelión contra Dios,
pero ahora somos hijos Suyos, estamos bajo la tutela de Su amor y a
cambio, Lo amamos. Y ese amor hacia Él debe hacerse visible en
nuestra vida.
Además, Dios afirma que Sus mandamientos no son gravosos.
De hecho, cuando amamos a Dios, la obediencia a ellos se torna en algo
muy gozoso para nosotros. Pero, ¿es eso realmente lo que ocurre?
¿Nos resulta difícil obedecer los mandamientos de Dios?
Nos resultará difícil si todavía tratamos de hacer las cosas a
nuestro modo, pero si nos sometemos a la voluntad de Dios y queremos
hacer las cosas a Su manera, descubriremos que es muchísimo más fácil
ser obedientes a los mandamientos de Dios. Una señal de que somos
verdaderamente salvos es el deseo constante de hacer la voluntad de
Dios que invade todo nuestro ser.
Es con respecto a esto que tenemos que examinarnos. ¿Está
presente en mí ese deseo constante? ¿Sigo queriendo salirme con la
mía y obstinándome en hacer las cosas conforme a mi voluntad? Si
somos honestos a la hora de responder estas preguntas, nos daremos
cuenta de cuál es nuestra condición delante de Dios. Por tanto, es muy,
pero muy importante que nos hagamos estas preguntas y las
respondamos con sinceridad.
Hemos aprendido que amar a Dios implica guardar Sus
mandamientos y amar a los hermanos. Estas cosas muestran que
realmente amamos a Dios. Dios nos da señales para que podamos
orientarnos. Si nos ha salvado, Lo amaremos como corresponde y
tendremos un deseo continuo de hacer Su voluntad. Y además,
amaremos a los hermanos con un amor genuino. Si somos hijos de
88
Dios, podremos vivir conforme a lo que Dios ha ordenado y lo haremos
con gozo y esmero.
Tenemos el privilegio de vivir en comunión con nuestro cariñoso
Salvador, Jesucristo. ¡Qué grande y amoroso es ese Dios a quien
servimos!
Y ahora, para seguir avanzando en este capítulo, leeremos 1
Juan 5, versículos 4 y 5:
89
Puesto que Cristo es el Vencedor, nuestra fe en Él es suficiente
para darnos la victoria sobre el mundo.
Los verdaderos creyentes nos apoyamos en Cristo y confiamos
por completo en Él. El primer paso de nuestra confianza es creer que
Jesús es el Hijo de Dios, y Dios eterno también. Por lo tanto, Él es todo
lo que podemos necesitar.
Cristo venció al mundo, y Él nos incluye en esa victoria. Dicho
de otro modo, Cristo es el vencedor del pecado y de la muerte, y por
nuestra fe en Él, podemos participar de esa victoria que El obtuvo.
Porque creemos que Cristo es el Hijo de Dios, Él nos da fe y la capacidad
de vencer al mundo.
Los versículos 1 al 5 de este capítulo están interrelacionados.
Dios hace de ellos una unidad cohesionada.
Nosotros creemos que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, pero es
Él quien pone en nosotros esta convicción y esta fe. Además, nos da
amor para que Lo amemos a Él y amemos a nuestros hermanos. Y
porque amamos a Dios, podemos obedecer Sus mandamientos y lo
hacemos con sumo gozo. Y como resultado de todo eso, hemos vencido
al mundo. El mundo ya no tiene ningún poder sobre nosotros.
¿Cuál es la victoria sobre el mundo? Nuestra fe. La persona que
cree que Cristo es el Hijo de Dios –es decir, que es verdaderamente
salva- tiene victoria sobre las cosas del mundo. El mundo no reconoce
el valor de Cristo, pero no puede mentirnos acerca de Él ni arrastrarnos
consigo porque nosotros lo hemos vencido. Somos vencedores y no
corremos ningún riesgo de ser derrotados. La verdad está de nuestra
parte. Por tanto, en este pasaje de 1 Juan 4:-5 Dios hace hincapié en la
victoria.
Por nuestra relación con Cristo, el Hijo de Dios, tenemos
victoria. Por haber confiado en Él, y porque toda la victoria es Suya,
nosotros somos vencedores.
Éstas no son palabras huecas. Cristo ganó la victoria que era
necesario ganar y es reconocido como Dios Eterno. Él venció los
obstáculos y logró todo lo que deseaba. Por tanto, venció. Sí, obtuvo la
victoria sobre la muerte y sobre las consecuencias del pecado. Cuando
nosotros llegamos a ser salvos, todas estas verdades son nuestras. Este
conocimiento con el que comenzamos a vivir es un mundo nuevo para
nosotros.
Yo sé que puedo ser hijo de Dios porque Cristo ganó la victoria
sobre el pecado, la muerte y Satanás. Es a causa de Su victoria que
nosotros, Sus hijos, hemos vencido al mundo. Y es una victoria tan
90
gloriosa que debemos proclamarle a todo el mundo a voz en cuello:
“Cristo ganó la victoria sobre la muerte y el pecado”.
En los primeros versículos del capítulo 5 de 1 Juan se ha hecho
hincapié en que Jesucristo es el Hijo de Dios. Y entonces, el versículo 6
continúa diciendo: “Éste es…”, y vuelve a hacer alusión a Jesucristo.
Leamos ese versículo:
91
Y el Espíritu Santo es quien da testimonio de estos hechos,
porque el Espíritu es la verdad.
Pasemos ahora a 1 Juan 5:7-8:
92
cierto. Tenemos, pues, el testimonio de Dios de que Jesucristo es el
Mesías, nuestro único Salvador.
Sólo Jesús pudo soportar la ira de Dios para pagar por nuestros
pecados. Sólo Él pudo venir a la tierra como Hijo de Dios para
manifestarle al mundo Su gran amor.
Y sólo Dios pudo haber escrito estas palabras de 1 Juan 5 con
tanta autoridad, porque el Espíritu es la verdad. Es precisamente esta
verdad esencial la que da testimonio de la infalibilidad de esa autoridad.
Sin duda, nos quedamos más que asombrados cuando leemos estas
cosas y las unimos. Y si decimos que sabemos todo lo que a ellas se
refiere, no decimos la verdad, porque sólo Dios tiene la autoridad para
comprender lo que Él ha realizado, y es simplemente maravilloso.
93
94