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DE LA SOCIEDAD
Profesor
COLECCIÓN
GUÍAS DE CLASES
Nº 26
COLECCIÓN GUÍAS DE CLASES Nº 26
INTRODUCCIÓN AL ESTUDIO
DE LA SOCIEDAD
Profesor
ISMAEL BUSTOS CONCHA
SANTIAGO
UNIVERSIDAD CENTRAL DE CHILE
Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales
2004
Edita:
Universidad Central de Chile
Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales
Dirección de Extensión, Investigación y Publicaciones – Comisión de Publicaciones
Lord Cochrane 417
Santiago – Chile
389 51 04
Comisión de Publicaciones:
Nelly Cornejo Meneses
José Luis Sotomayor
Felipe Vicencio Eyzaguirre
Impresión:
Impreso en los sistemas de impresión digital Xerox, de la Facultad de Ciencias Jurídicas y
Sociales de la Universidad Central de Chile, Lord Cochrane 417, Santiago.
PRÓLOGO
Con la edición de publicaciones como la que Ud. tiene en sus manos la Facultad de
Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Central de Chile pretende cumplir una de
sus funciones más importantes, cual es la de difundir y extender el trabajo docente de sus
académicos, al mismo tiempo que entregar a los alumnos la estructura básica de los
contenidos de las respectivas asignaturas.
En este sentido, fundamentalmente, tres clases de publicaciones permiten cubrir las
necesidades de la labor que se espera desarrollar: una, la Colección Guías de Clases,
referida a la edición de cuerpos de materias, correspondientes más o menos a la integridad
del curso que imparte un determinado catedrático; otra, la Colección Temas, relativa a
publicaciones de temas específicos o particulares de una asignatura o especialidad; y,
finalmente una última, que dice relación con materiales de estudio, apoyo o separatas,
complementarios de los respectivos estudios y recomendados por los señores profesores.
Lo anterior, sin perjuicio de otras publicaciones, de distinta naturaleza o finalidad,
como monografías, memorias de licenciados, tesis, cuadernos y boletines jurídicos,
contenidos de seminarios y, en general, obras de autores y catedráticos que puedan ser
editadas con el auspicio de la Facultad.
Esta iniciativa sin duda contará con la colaboración de los señores académicos y con su
expresa contribución, para hacer posible cada una de las ediciones que digan relación con
las materias de los cursos que impartan y los estudios jurídicos. Más aún si la idea que se
quiere materializar a futuro es la publicación de textos que, conteniendo los conceptos
fundamentales en torno a los cuales desarrollan sus cátedras, puedan ser sistematizados y
ordenados en manuales o en otras obras mayores.
Las publicaciones de la Facultad no tienen por finalidad la preparación superficial y el
aprendizaje de memoria de las materias. Tampoco podrán servir para suplir la docencia
directa y la participación activa de los alumnos; más bien debieran contribuir a incentivar
esto último.
Generalmente ellas no cubrirán la totalidad de los contenidos y, por lo tanto,
únicamente constituyen la base para el estudio completo de la asignatura. En consecuencia,
debe tenerse presente que su solo conocimiento no obsta al rigor académico que caracteriza
a los estudios de la Carrera de Derecho de nuestra Universidad. Del mismo modo, de
manera alguna significa petrificar las materias, que deberán siempre desarrollarse conforme
a la evolución de los requerimientos que impone el devenir y el acontecer constantes, y
siempre de acuerdo al principio universitario de libertad de cátedra que, por cierto, impera
plenamente en nuestra Facultad.
LA FILOSOFÍA DE ARISTÓTELES 25
EL CONOCIMIENTO PRÁCTICO 26
EL HELENISMO: EL LEGADO DE GRECIA, ESPECIALMENTE CON 28
RESPECTO A ROMA
ROMA Y EL IMPERIO ROMANO 30
EL PENSAMIENTO CRISTIANO 32
CONCEPTO, SENTIDO Y PROYECCIONES: LA TEOLOGÍA,
EL PENSAMIENTO SOCIAL DE LA IGLESIA Y LAS ENCÍCLICAS SOCIALES
EL PENSAMIENTO MODERNO 36
Contorno Histórico: Renacimiento, Reforma y Humanismo 36
EL PENSAMIENTO LIBERAL INDIVIDUALISTA 39
Contorno histórico: La Revolución Inglesa, el Iluminismo y la Revolución 39
Francesa
Concepto, trayectoria y proyecciones 42
LOS DOS TRATADOS SOBRE EL GOBIERNO CIVIL DE JOHN LOCKE 45
“EL PRÍNCIPE” DE MAQUIAVELO 48
“DEL CONTRATO SOCIAL” DE J. J. ROUSSEAU 51
EL PENSAMIENTO SOCIALISTA 55
Contorno histórico: La revolución industrial, el movimiento obrero y la 55
revolución rusa
SOCIALISMO, SOCIALISMO UTÓPICO, MARXISMO Y 58
SOCIALDEMOCRACIA
El Socialismo 58
El Marxismo 59
DESCARTES. “DISCURSO DEL MÉTODO 62
LA ANTROPOLOGÍA MODERNA Y POSMODERNA, EL PENSAMIENTO 63
MODERNO
ANEXOS 67
1. “ANTÍGONA”. Diálogo de Creonte y Antígona. 69
2. CREDO DE Nicea-Constantinopla. 73
3. “LA DIVINA COMEDIA”. Cantos Primero y Final. 75
4. “EL PRÍNCIPE”. Capítulos 8 y 18. 83
5. “EL LEVIATÁN” (Segunda Parte, Del Estado). 88
6. “DOS TRATADOS DE GOBIERNO” (Segundo Ensayo). 92
7. “DISCURSO DEL MÉTODO”. Partes II y IV. 94
8. “EL CONTRATO SOCIAL”. Libro I, Capítulos 6 y 7; y Libro II, Capítulos 105
1,2,3 y 4.
9. “CONTRIBUCIÓN A LA CRÌTICA DE LA ECONOMÍA POLÍTICA”. 115
Prólogo (El trozo indicado).
BIBLIOGRAFÍA 117
GUÍA Nº 1
1. El lenguaje y la razón.
2. La mentalidad primitiva, el mundo de la magia y el mito.
3. Civilización y cultura.
1. EL MUNDO GRIEGO:
• La Polis.
• El Helenismo.
• El legado de Grecia.
2. EL MUNDO ROMANO:
• Roma y el Imperio Romano.
• La “Jurisprudencia” y los jurisconsultos.
• El legado de Roma.
1. El pensamiento cristiano.
2. El ideal histórico medieval.
3. El Sacro Imperio Romano-Germánico.
4. El Feudalismo.
5. Los municipios. Las repúblicas y las hansas.
6. La cultura, las Universidades y las artes.
7. El legado de la Edad Media.
1. El pensamiento liberal-individualista.
2. El Humanismo, el Renacimiento y la Reforma.
3. El Estado Moderno.
4. La Ilustración, el Romanticismo y el Nacionalismo.
5. Las grandes revoluciones:
• La Revolución Inglesa.
• La Revolución Norteamericana.
• La Revolución Francesa.
• La Revolución Soviética.
6. Las dos Guerras Mundiales y las Posguerras.
7. La Crisis de la Modernidad.
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Quinta parte: LA POSMODERNIDAD.
1. El pensamiento posmoderno.
2. La globalización y los “mass media”.
3. La Revolución Tecnológica.
4. Los nuevos movimientos sociales.
5. El “ethos” y la Etica actuales.
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GUÍA Nº 2
EL LENGUAJE Y LA RAZÓN
4. SIGNIFICANTE, se dice del término (o, más general, del signo) que se ha
empleado para expresar un SIGNIFICADO o concepto; p.ej. $ (significante) quiere
decir “pesos” (significado).
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profesor de Derecho que emplea el castellano usual para analizar el lenguaje
jurídico.
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GUÍA Nº 3
5. Mitología. a) Conjunto de mitos (p. ej. Griegos); b) Ciencia que los estudia; c)
Métodos: La Lingüística, la Etnografía, el Psicoanálisis (p. ej. C.G. Jung, para quien
son una manifestación del inconsciente colectivo).
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GUÍA Nº 4
CIVILIZACIÓN Y CULTURA
4. Ahora bien, como hay sociedades más evolucionadas que otras, este mismo
progreso (o no) podrá observarse también en la cultura de dichas sociedades; y así se
comprende que se hable de culturas “primitivas” y “civilizadas”, con la consecuencia
de que, de este modo, estamos distinguiendo las culturas de la civilización (J.H.
Fichter).
5. Esta distinción, que implica concebir a las civilizaciones como culturas más
evolucionadas (o “superiores”), puede ilustrarse haciendo referencia al significado
etimológico de ambos vocablos (NOTA. “Etimología” viene de griego “etymos”, que
significa verdadero).
6. “Cultura” viene del latín “colere”, que significa cultivar en el sentido de labrar el
campo o la tierra; con lo que la expresión nació primitivamente vinculada a la “agri-
cultura”, es decir, a una de las actividades, propiamente humanas, más primitivas.
8. Conclusión: Esta asignatura estudia esa etapa superior de la cultura que se conoce
universalmente como “la Civilización Occidental”.
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GUÍA N°5
EL PENSAMIENTO ANTIGUO
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3. El apogeo de que hablamos marca una de las épocas más decisivas o
trascendentales de la humanidad. A este respecto, baste recordar que dos de sus
pensadores –Platón y Aristóteles– se han distribuido, por así decirlo, la humanidad. Si
quiere agregarse aún más, podría recordarse la influencia de Platón sobre los
llamados “padres de la Iglesia” (y, especialmente, sobre San Agustín), y el hecho de
que la filosofía (metafísica, especialmente) de Aristóteles, pasó al pensamiento
cristiano a través de Tomás de Aquino, renovador del aristotelismo y Doctor
Universal (o Doctor Común) de la Iglesia Católica.
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GUÍA N° 6
EL PENSAMIENTO GRIEGO
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arriba. Por otra parte, fueron, junto con los romanos, una de las bases o pilares
fundamentales de la civilización occidental. La otra de las bases o pilares fue el
aporte del pueblo hebreo, principalmente en la forma de los valores del Nuevo
Testamento. La herencia intelectual (y en especial la filosófica) de los griegos (y en
especial de Atenas) gravita justamente, hoy día más que nunca, en nuestro mundo, de
modo que es imposible comprender cabalmente este último sin conocer aquella.
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GUÍA N° 7
2. Sea cual fuere la importancia del pensamiento presocrático, lo que no cabe duda es
que todo él desembocó en una crisis, porque, en último término, lo que captó la
generalidad de los griegos no fueron tanto los eminentes descubrimientos filosóficos
en cuanto la multitud de teorías, muchas de ellas contradictorias entre sí. Así pues, la
confusión ambiente abonó el terreno para que hicieran su Agosto los llamados
sofistas, trastorno que estuvo a punto de hacer peligrar todo el naciente “milagro
griego”, como se ha dado en llamar. La sofística es la corrupción de la filosofía. Los
sofistas, en efecto, buscaron las ventajas del saber, sin buscar su meta, que es la
verdad. Más aún, se las daban de profesores de virtud y, al mismo tiempo, profesaban
el arte de defender el pro o el contra de todas las cuestiones, con lo cual la filosofía
vino a parar en el escepticismo y en el relativismo. Así, por ejemplo, Gorgias sostenía
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que nada podemos saber de nada y que, si lo pudiésemos saber, no podríamos
comunicarlo a los demás. Otro “filósofo” de ese entonces iba más lejos, cuando le
preguntaban algo no contestaban, limitándose a mover el dedo.
3. Sócrates (465-399) fue el que salvó en pensamiento griego del trance mortal en
que lo había puesto la sofística. El no era un metafísico; su rol no era construir un
sistema, sino obligar a pensar. Puede considerarse como el fundador de la Ciencia
moral. Pero es más: enseñaba a buscar la esencia de las cosas y a enunciar las
definiciones de las mismas. Y, lo que no es menos importante, intuye la dialéctica,
que en él se encuentra muy vinculada a su famoso método.
En las apariencias, Sócrates era un sofista más, y así nos lo retrata Aristófanes, el
famoso comediógrafo y contemporáneo suyo. En el fondo, sin embargo, fue el gran
adversario de los sofistas, a los cuales se contraponía casi en forma sistemática. Un
solo ejemplo bastará, al respecto: el famoso “sólo sé que nada sé” de Sócrates era
como la antítesis del enciclopedismo sofista, que decía saberlo todo. Y al desprecio
que sus antagonistas profesaban por la verdad, Sócrates respondía con su incesante
búsqueda de la misma. Todo lo cual, unido a su muerte heroica, han hecho de él una
especie de otro Cristo: el que da su vida por la verdad. La literatura universal ha
cultivado con unción este tema.
Tenemos en el pensamiento de Sócrates dos aspectos bien característicos. Por una
parte, su labor de rectificación, en frente y con respecto a la sofística; y, por otra
parte, su aporte a la filosofía, como real y verdadero precursor de ésta. A este
respecto, pueden también destacarse dos momentos en el pensamiento socrático.
En un primer momento, Sócrates se dirige al problema moral. Su ética parte de la
base sencilla de que hay que buscar lo real y verdaderamente útil, pero en el
bienentendido que tal cosa sólo se puede evaluar con relación al Bien absoluto. De
este modo, Sócrates fundamenta su moral en la metafísica. Pero hay más: para saber
orientar la conducta hacia el Bien, el hombre debe primeramente saber. Esta
consideración le hace tanta fuerza a Sócrates que no sólo cree en el “instruid a los
hombres y los haréis mejores”, sino que llega a identificar virtud con ciencia, de
modo que toda maldad sería pura ignorancia. Pero, excepción hecha de esta
extralimitación, Sócrates es el fundador de la Ciencia moral, a la cual concibe –por
primera vez– como un conjunto de verdades.
En un segundo momento, el pensamiento socrático llega a determinar las leyes de la
Ciencia, en general, y esto es lo esencial en él. Para que su trabajo tuviese el valor
lógico y crítico del caso, Sócrates intuye un método propio. Es su famosa ironía,
destinada a probar la ignorancia de un interlocutor que sólo creía saber, y no sabía
realmente. En seguida viene la parte auténticamente socrática del método: la
mayéutica o “arte de partear los espíritus”, que lleva a su interlocutor a descubrir por
sí mismo, esa verdad que no conocía. Sócrates considera que, en la adquisición de la
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ciencia, el sujeto cognoscente es el agente principal, hasta tal punto que compara
dicha adquisición con la reminiscencia, comparación que Platón hará famosa en su
teoría del origen de las ideas.
El método socrático avanza en el conocimiento de las cosas buscando la esencia de
éstas, pues todas las cosas tienen una esencia. Hay más: esta esencia es posible
expresarla en la definición, de modo que a cada cosa le corresponde su propia
definición. La definición expresa el concepto, y el concepto es la expresión de la
esencia. Por esto, es imprescindible distinguir lo esencial de lo accidental y, por otra
parte, conceptualizar exactamente a fin de llegar a la verdad. Esto es lo que procura la
dialéctica, tal como la intuye Sócrates. Su alumno, Platón, trabajará luego en esta
misma línea. Y, Finalmente, el alumno del alumno –Aristóteles– dejará establecida
para siempre la filosofía en su problema fundamental como asimismo en su semántica
y taxonomía básicas.
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GUÍA N° 8
EL PENSAMIENTO DE PLATÓN
1. La filosofía de Platón
La filosofía de Platón forma un todo indisoluble, en forma que sus diversas partes son
interdependientes. Su pensamiento ético y político, en consecuencia, sólo puede
comprenderse en estrecha vinculación con el resto de la doctrina de Platón y,
especialmente, en relación con su teoría de las ideas y del Bien, que es la parte
medular de la misma. Para Platón, el hombre resulta de la unión accidental del “nous”
y el cuerpo. De modo análogo, los hombres se agrupan en dos clases: la generalidad
de ellos, que se guían por la opinión simplemente, y aquella minoría que se guía por
el “nous”: los sabios. La ciencia es, en esta perspectiva, idéntica a la virtud (perfecta),
y ésta se adquiere por la dialéctica (que lleva, por las ideas, hasta el Bien). En “La
República”, Platón trata de la Polis perfecta, es decir, de aquella en que domina el
Bien, y que, por lo tanto, será gobernada por los sabios (reyes-filósofos o filósofos-
reyes). En “Las Leyes”, obra póstuma, trata de la Polis en cuanto posible de existir en
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las condiciones que realmente se daban, por ese entonces, en Grecia. Desde un punto
de vista general, se asigna más importancia a la primera por dos razones: por estar
más unida al pensamiento global del filósofo, y por constituir, en sí misma, una
verdadero tratado de todo el sistema filosófico de Platón.
3. “La República”
4. “Las Leyes”
Esta obra póstuma de Platón fue precedida por “El Político”, en que se contrastan dos
formas de gobierno: el personal y el constitucional, y en que el autor se decide por
este último por ser más asequible o accesible a la humanidad actual. Este diálogo es
rico en pensamientos que, más tarde, hallamos en Aristóteles. “Las Leyes”, por su
parte, es a la vez la obra más dilatada y más práctica de Platón; porque su objeto es,
en efecto, proporcionar una constitución y legislación que sirva de modelo
actualmente, y no en un futuro más o menos hipotético. El problema es aquí, por lo
tanto, distinto del de “La República”: no se trata ahora de imaginar una Polis ideal, lo
cual explica por qué la obra excluye los temas puramente especulativos. Y lo mismo
ocurre con conceptos como el Comunismo que, básicos en “La República”, son
abandonados sin pena en “Las Leyes”, por considerárselos impracticables en una
sociedad de hombres comunes y corrientes. Los reyes-filósofos son sustituidos por un
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“Consejo Nocturno”; pero aun los miembros de éste han de ser expertos en aquella
ciencia que ve “lo uno en lo mucho y lo mucho en lo uno”, es decir, en la dialéctica.
Digamos, finalmente que, en el Libro X, Platón crea la Teología Natural, pero por
razones prácticas. Allí se presenta como el primer pensador que dijo haber ciertas
verdades teológicas que la razón natural puede demostrar; pero que, por lo mismo,
nadie puede negarse a creer, y con ello se ha hecho acreedor a un nuevo reproche:
haber sido el inventor de los credos oficiales, que el Estado debe defender
persiguiendo como criminal al que disiente de ellos.
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GUÍA N° 9
LA FILOSOFÍA DE ARISTÓTELES
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compuestas las cosas); 3) Las causas (cuatro) que explican o dan razón de las cosas:
material (materia), formal (forma), eficiente (origen) y final (“para qué”); etc.
Aunque este filósofo trabajó más en profundidad que en extensión, resulta que echó
las bases de casi todas las disciplinas intelectuales actualmente conocidas...
EL CONOCIMIENTO PRÁCTICO
Tratándose del conocimiento ético o moral, entiende por tal el que se refiere a la
conducta humana, a la dirección de la actividad humana desde el punto de vista de
sus fines propios o, si se quiere, al uso de la libertad del ser humano. Se trata de
conocer qué es lo que debemos hacer, cómo debemos conducirnos; pero no con
respecto a una obra externa a nosotros, sino precisamente con respecto a nosotros
mismos, a nuestra actividad, a nuestra conducta y a nuestra libertad. Este
conocimiento puede enfocarse a una infinidad de niveles más o menos abstractos o
más o menos concretos; desde los principios más generales a que debemos ceñirnos,
hasta las normas más concretas y particulares, pasando por la infinita gama
intermedia. El principio más general es el siguiente: “Haz en bien y evita el mal”,
principio que para conocerlo basta tener uso de razón, y nada más; pero del cual
derivan, por vía necesaria, otros principios generales, y de éstos, otros más
específicos, hasta llegar a la llamada “prudencia”. Es ésta una virtud intelectual que
prescribe, a cada uno de los que la posee, cómo ha de actuar en este o aquel preciso
momento de su vida, sin equivocarse.
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fines. Por lo tanto, los fines son diversos, aunque todos ellos se presentan bajo la
forma de bien, que es aquello a que tiende naturalmente la voluntad. Así, pues, habrá
que ordenar los fines (bienes) a fin de poder ordenar los actos; y así surge la
necesidad de conocer el bien supremo, si es que existe alguno; y si existe, existirá
también una ciencia (práctica) soberana, que será justamente la que se ocupe de dicho
bien supremo. Ahora bien, dice Aristóteles, dicho bien supremo existe (es el que
consigue el hombre en y por la Polis); dicha ciencia también existe (es la Política): el
hombre es, pues, un animal político, a la vez que es un animal racional. La ética de
Aristóteles es, ante todo, una ética política o, más exactamente, una política.
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GUÍA N° 10
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inmutable en cuanto a sus principios y obligatoria para todos los hombres. Aquí se ve,
además, la influencia del estoicismo en el cristianismo, que le es posterior. Esta
especie de “humanitarismo” de los estoicos lo tomaron luego los jurisconsultos
romanos (antes que los cristianos) y lo pusieron como fundamento y frontispicio del
Derecho, que es su gran aporte a la humanidad. Al mismo tiempo, los jurisconsultos
romanos crearon un nuevo “approach” de la Política: el enfoque juridicista –por así
decirlo– en virtud del cual se considera al Estado como una creación del derecho, al
que, por lo tanto, sólo cabría considerarlo (u/o estudiarlo) desde el punto de vista del
derecho. Este “juridicismo” es, desde entonces, una de las teorías políticas más
importantes.
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GUÍA N° 11
La Civilización romana cuenta, desde sus orígenes con grandes figuras; v. gr.
Arquímides, Galeno, Virgilio, Séneca, Julio-César y Cicerón. Los romanos fueron
también grandes ingenieros y constructores como asimismo, sobresalieron en las artes
marciales, todo ello dentro de un espíritu práctico que les aseguraba el éxito en las
empresas.
2. Sin embargo, cuando se habla de Roma, la tópica más socorrida es la que alude al
Derecho, del cual desarrollaron el privado, casi exclusivamente, pero con una pericia
(“jurisperitos”) realmente admirable. Esta pericia evolucionó, más tarde, en una
ciencia cultivada por los jurisconsultos, cuyos nombres resultan aún familiares; v. gr.
Ulpiano, Gayo y Papiniano, bien conocidos aun por los estudiantes que se inician en
las disciplinas jurídicas. En el Digesto –una de las cuatro partes del famoso Corpus,
compilado por Justiniano ya en el siglo VI– , Ulpiano definió el Derecho-Ciencia
como “divinarum atque humanarum rerum notitia... iusti atque iniusti scientia”, y le
dieron el nombre de “Iurisprudentia”, que aun conserva, debidamente traducido, en
varios de nuestros idiomas; v. gr. Alemán, inglés y ruso.
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El latín fue también el idioma en que se expresó, durante siglos, la cultura europea.
En latín escribieron los pensadores –como Descartes, Lutero o Copérnico– hasta el
llamado “Siglo de las Luces”, y en este mismo idioma se expresó la Iglesia Católica
(o “Universal”) hasta el II Concilio Vaticano (1962-1965), que lo sustituyó por las
llamadas “lenguas vernáculas”, circunstancia que provocó la disidencia del
fundamentalismo y las consiguientes sanciones.
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GUÍA N° 12
EL PENSAMIENTO CRISTIANO
He aquí los conceptos principales que es preciso tener en mente cuando se piensa en
los valores y/o energías históricas que el Cristianismo introdujo a la Civilización, o
ayudó a generar o a fomentar: 1) el sentido de la historia; 2) la primacía de lo
espiritual; 3) la idea de persona; 4) la igualdad de todos los hombres; 5) la libertad
como vocación; 6) la fraternidad (todos somos hermanos, por cuanto hijos de un
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mismo Padre); 7) el “mandamiento nuevo”: la caridad o amor al prójimo, incluyendo
al enemigo; 8) la acción como perfección del saber (no basta con creer: hay que
actuar); 9) la dignidad del trabajo y la reivindicación de los pobres; 10) la distinción
que se debe hacer entre las cosas que son del César y las que son de Dios; 11) el
rescate del mundo: “Tanto amó Dios al mundo”, etc.(cf. Delfos, Nietzsche,
Heidegger); 12) “La letra mata; el espíritu da vida”.
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contiene el pensamiento social de la Iglesia, es decir, son Teología práctica, por así
decirlo, o aplicada a los problemas sociales.
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en materias referentes a problemas sociales en general, y en que el vocero es el Papa.
La primera Encíclica de alguna importancia para el pensamiento político
contemporáneo se dictó en 1891 por el entonces Papa León XIII, y llevó el nombre de
“Rerum Novarum”. Se refería a lo que entonces se llamaba “la cuestión social” y en
ella León XIII se quejó de la suerte del proletariado, condenó las injusticias del
Capitalismo, pero no justificó al marxismo, que por entonces hacía sus primeras
armas. La última Encíclica que interesa a nuestra disciplina lleva la firma del Papa
Paulo VI, es del año 1967 y se titula “Populorum progressio”.
8. Esta Encíclica social reviste especial importancia para nuestra Cátedra porque fija
de una manera oficial el pensamiento de la Iglesia frente a los problemas políticos
más importantes que hoy enfrenta el mundo. Tuvo su origen en un documento del
Concilio Vaticano II titulado “Gaudium et espes”, del cual es una especie de versión
resumida para el uso público y general. Entre otras novedades formales, ofrece la
particularidad de que las fuentes bibliográficas que cita no se reducen, como
anteriormente, a los Evangelios, la Biblia y algunos pocos teólogos (casi siempre Sto.
Tomás de Aquino), sino que aparecen otros pensadores católicos, incluyendo a
algunos laicos (es decir, no sacerdotes), entre ellos el filósofo Jacques Maritain y el
famoso economista Collin Clarck.
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GUÍA N° 13
EL PENSAMIENTO MODERNO
Bacon y Descartes son los padres del pensamiento moderno, sin desconocer la
influencia que también ejercieron en su gestación pensadores como Lutero,
Maquiavelo, Bodin y otros. Bacon es el iniciador o –como él mismo se llama– “el
trompetero” del pensamiento moderno. A principios del siglo XVIII publicó una
“nueva lógica” (Novum organon, 1620) destinada a reemplazar a la de Aristóteles
(Organon, en el lenguaje medieval). La nueva lógica de Bacon contenía implícita
una completa filosofía, también nueva, y que luego sería desarrollada por otros
pensadores. La importancia de Descartes es aún mayor. En efecto; por una parte,
perfeccionó el sistema ideado por Bacon al darle a la lógica un sentido y contenido
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más científico, pues propugnó la lógica matemática como supremo instrumento de
conocimiento; y, por otra parte, propuso a la Matemática como Ciencia suprema,
proposición que aun hoy en día tiene, para muchos, plena vigencia. Su obra capital
fue publicada en 1637 y lleva el sugestivo título de Discurso del método. La idea que
guía a Descartes es la que aún domina casi por doquier: en vez de relacionar su
pensamiento con la filosofía, construir un sistema nuevo en función de las
matemáticas.
En este orden de cosas, resulta que, ya en los orígenes del pensamiento moderno,
todos hicieron algo porque éste tomara pronto su dimensión propia. Descartes liberó
el alma del cuerpo y viceversa, al concebir a la primera como puro pensamiento y al
cuerpo como pura extensión; o, como se ha dicho mordazmente, “un ángel dentro de
una máquina”. Lutero separó la Fe de la razón, y condenó a ésta para salvar a aquélla.
Otros harían, más adelante, todo lo contrario: condenarían la fe para salvar a la razón.
Maquiavelo separó la política de la moral, y aun llegó a sacrificar a la primera en aras
de la segunda. Más adelante, otros harían todo lo contrario: sacrificarían la moral en
aras de la política (Marx-Engels).
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metamorfosis o disfraces; y abarca desde la moral hasta la ciencia, pasando por la
filosofía, la política, etc.
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GUÍA N° 14
Podría decirse, pués, que el siglo XVII fue un siglo Inglés. Y podría decirse,
igualmente, que el siglo XVIII fue un siglo Francés, atendiendo a la trascendencia
de la Revolución Francesa; pero lo fue también por un segundo motivo: es el siglo de
“Las Luces” o del Iluminismo que, nacido en Francia, se propagó al resto de Europa
y del mundo. Ahora bien, lo interesante para el caso es observar que, por lo que se
refiere a las ideas políticas, esas Luces provenían de Inglaterra y, más concretamente,
de las experiencias y de los cambios aportados por su famosa Revolución.
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Pero hay algo más que decir respecto del siglo de las luces y del Iluminismo. El siglo
XVIII es, principalmente en Francia, el siglo de la burguesía y de los enciclopedistas.
Aparecen durante él, los primeros indicios de la revolución industrial en Inglaterra.
Es el siglo del Despotismo Ilustrado con Federico II de Prusia, Catalina II de Rusia,
José II “el emperador”, etc. Son monarcas que intercambian reverencias con los
“filósofos”: Voltaire, Diderot, D’Alambert, etc. Es también, curiosamente, el siglo de
la propaganda que, casualmente, nace a la vida con la difusión de las ideas políticas,
sobre todo, y en que juegan un papel igualmente importante las enciclopedias, los
salones elegantes de los nobles, las gacetas, los cafés y las sociedades secretas. Es
también el siglo de éstas, en efecto: el siglo de la masonería, del ocultismo, del seudo-
misticismo, y del “Iluminismo” (en el sentido peyorativo de esta expresión). Y es,
finalmente, el siglo de “La Hipóstasis”: el siglo de la Razón, de la Virtud, de la
Naturaleza, etc. ; en otras palabras, es también el siglo de las Mayúsculas.
La influencia del Iluminismo no sólo irá lejos, sino –lo que será más grave– calará
muy hondo, sobre todo en Francia, porque la Revolución Francesa la preparó él,
bebiendo su inspiración en la Revolución Inglesa del siglo XVII. Montesquieu y
Voltaire, además, reprodujeron las ideas de Locke, que son más o menos las mismas
que sostuvo Rousseau, otro de los precursores de la Revolución Francesa.
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Pero aún hay otra razón para encarecer la importancia de estos tres acontecimientos
–las revoluciones Inglesa y Francesa y el Iluminismo– en la historia del pensamiento
político. Se trata de que, de uno o de otro modo y en alguna medida, en ellos se
generó el radicalismo político que singularisantes con los apelativos de socialismo y
comunismo, considerado aquél no sólo como actitud sino también como pensamiento.
La Revolución Inglesa no sólo conoció el movimiento de los “Levellera” que
postulaba la total igualdad civil y política, sino que produjo también a los “diggers” o
ala izquierda de los anteriores. Estos últimos proclaman claramente su ideario
socialista o comunista a través de escritores, como G. Winstanley y su obra “Law of
freedom” (1652), que –se ha dicho– ofrece el bosquejo de una primera filosofía
proletaria, anticlerical, pero tan profundamente religiosa que toma por ejemplo a
Jesucristo, a quien tiene por el primer “nivelador” (J. Touchard). El Iluminismo hace
también su aporte al radicalismo naciente, con el ateísmo de Helvetius y Holbach,
con el materialismo de Diderot, con la subordinación de la Política a la Economía en
la Enciclopedia, y con el comunismo de Morelly y Mably, con el socialismo de
Meslier y Linguet, etc. Todas estas ideas habían de recogerlas –con poca fortuna, es
preciso reconocerlo– el ala izquierda de los jacobinos, los “enrangés” como J. Oux
(“el cura rojo”), el “babuvismo” y El manifiesto de los iguales, etc. El pensamiento
socialista se continuará, un poco más adelante, con aquellos autores que Marx
denominó “utópicos” (Saint-Simom, Fourier, etc), y luego con el socialismo
“científico”, en la terminología del mismo Marx.
La Revolución Inglesa, el Iluminismo y la Revolución Francesa constituye, pues,
un complejo o estructura de pensamiento y acción que va lejos y que cala profundo,
en la historia política como en la historia intelectual del mundo.
41
Concepto, trayectoria y proyecciones
42
las “herejías” del liberal-individualismo se relacionan principalmente con los
conceptos de persona y de sociedad, y con la relación entre una y otra.
Es, además, muy importante observar que el paso histórico del liberal-individualismo
al totalitarismo estatista es sólo la consecuencia de la estructura interna del primero
de estos pensamientos; es decir, liberal-individualismo y totalitarismo estatista son
sólo dos momentos de un mismo pensamiento, que ora presenta una cara, ora la otra.
Es por esta razón también que la separación entre la moral y la política (el gran
hallazgo o conquista de Maquiavelo) inmediatamente se convierte en el
sojuzgamiento de la moral por la política y de la hegemonía de ésta sobre aquella (el
gran hallazgo de Hobbes): la política, en una audaz maniobra envolvente, se apodera
de la moral a pretexto de salvarla o de desalienarla.
Por lo demás, como hemos dicho, la dialéctica de la conciencia moderna, ya sea en el
plano de la política como en el de la economía, es esencialmente la misma. En lo que
se refiere a este último plano, se ha puesto en evidencia algunas veces el papel que le
cupo a David Ricardo, al expresar que con este economista inglés, el liberal-
individualismo se encuentra ya suficientemente preparado para presentar en escena al
colectivismo de Marx, en una forma parecida a como, con Hobbes, ya estaba listo
para análoga función.
43
El liberal-individualismo, en el terreno del pensamiento político, nace
modernamente con Maquiavelo, a fines del siglo XV y comienzos del XVI. Continúa
un siglo más tarde con Hobbes, que publicó sus obras a mediados del siglo XVII.
Algunos años después aparece la vigorosa contribución de Locke al liberal-
individualismo. En su pensamiento se embebe el de Rousseau, cuyas obras aparecen a
mediados del siglo XVIII, pudiéndose decir lo mismo de los llamados
“enciclopedistas” franceses del mismo siglo. Estamos ya en el siglo de la
Independencia Norteamericana y de la Revolución francesa, vinculadas precisamente
al pensamiento político liberal-individualista. Es también la época en que nace el
liberalismo económico con A. Smith, tendencia que llega a su cenit a principios del
siglo XIX con D. Ricardo, cuyas ideas económicas prepararon muy de cerca las de C.
Marx. El auge del liberalismo continúa aún más adelante a través de todo el siglo
XIX y una parte del XX, en la forma que se ha dicho que su “edad de oro” va de la
época de los enciclopedistas a la primera guerra mundial, es decir, de 1750 a 1914,
aproximadamente (M. Lerner).
En relación con la dialéctica interna, basta observar que, después de una evolución
secular, el liberal-individualismo ha venido a parar, en nuestros días, en el llamado
“neo-liberalismo”. Su doctrina ha sido fijada principalmente en una famosa reunión
celebrada en 1938 –El coloquio “Walter Lippman”– a la que concurrieron, sobre
todo, eminentes economistas. El Neo-Liberalismo parte de una crítica del “laissez-
faire” y exige que el Estado mantenga el libre juego de la economía, rechazando el
colectivismo. Pretende construir un verdadero liberalismo reinsistiendo en el
individualismo y, lo que resulta algo paradojal, exigiendo la intervención del Estado a
fin de que se halle garantido el funcionamiento del mercado libre, principalmente.
44
LOS DOS TRATADOS SOBRE EL GOBIERNO CIVIL DE JOHN LOCKE
1. John Locke (1632-1704), lo mismo que Thomas Hobbes, vivió muy cerca la crisis
política Inglesa del siglo XVII, aunque ubicado en el extremo opuesto. Abundan los
elogios a su respecto: quién lo considera “el padre del individualismo-liberal” (J.
Touchard), quién como “el inspirador de la Edad de las Luces y de la Razón en
Inglaterra y en Francia” (A. C. Fraser y R. I. Aron), quién lo parangona con Newton,
haciendo de ambos “los dos más grandes maestros del siglo XVIII” (H. J. Storing).
Estudió en Oxford, donde se impregnó de la escolástica ockamista de la decadencia.
Hijo y discípulo de Puritanos, la lectura de Descartes le abrió el apetito por la
filosofía y, más que eso, lo marcó de cartesianismo, del mismo modo que el
puritanismo lo hizo político. Esto último le significó muchos años de exilio, en
Francia y Los Países Bajos, donde conoció a sabios y a políticos, entre estos al que
iba a ser luego rey de Inglaterra bajo el nombre de Guillermo III. De vuelta a su
patria, publicó rápidamente tres de sus obras más famosas: la Carta sobre la
tolerancia (1689), los Dos tratados sobre el Gobierno y el Ensayo concerniente al
entendimiento humano (ambos en 1690).
Ya desde su regreso a Inglaterra, Locke adquirió fama en Europa. Su Ensayo, por sí
sólo, se difundió en el continente –como dicen los ingleses– al sabérseles escritos por
el filósofo defensor de las libertades civiles y religiosas. Murió mientras preparaba
una nueva versión (la cuarta) de su famosa Carta citada más arriba.
45
Locke, el fracaso de toda la filosofía anterior a él se debe a haber creído que las había,
en circunstancia que las ideas innatas –afirma– representan un peligro análogo al del
absolutismo en la política. Locke clasifica las ideas en simples (como el color) y
complejas; éstas, a su vez, son de dos clases: ideas de substancia (de las que nada
sabemos) e ideas de modos (como el número). Distingue, además, de entre las ideas
complejas, aquellas que tienen su modelo en lo externo o exterior (como la idea del
oro), y aquellas que se forman por y en el espíritu y que sirven de arquetipo (como las
ideas morales, la idea del delito, etc.).
Interesa, sí, para destacar que la filosofía tolerante, moderada y amante del “justo
medio” propia de Locke no podía, por lo mismo, sino ser un pensamiento de
transición. En efecto, si bien tuvo éxito en inspirar a los enciclopedistas franceses del
siglo XVIII y en suscitar los sistemas de Berkeley de Hume en su patria, Locke
provocó una gran polémica en que los pensadores idealistas lo tachaban de ateísmo y
en que los materialistas lo tachaban de idealista.
46
amoral, sino que goza de verdaderos derechos. Cuanto al derecho, cree que no es otra
cosa que el poder de hacer lo que es útil para nosotros y que, analizándole se muestra
simplemente como otro nombre de la libertad, en el sentido de que pertenece a
nuestra actividad voluntaria.
En suma, un pensamiento político que su espíritu o su origen se contrapone al de
Hobbes, pero que en la práctica o en los resultados se le parece bastante. En lo
esencial, volveremos a encontrarlo en Rousseau quien es, en cierta medida, su avatar
francés del siglo siguiente.
4. La obra más importante de Locke sobre filosofía política se titula Two Treatises
of Goverment. De estos dos tratados, es el segundo más importante para nosotros por
su trascendencia. Locke refuta en el la teoría absolutista del gobierno, particularmente
la de Hobbes, aunque el no menciona al Leviathan en su obra. Fue publicada la obra
de Locke en Londres, en 1690, sin indicación del nombre del autor. Generalmente se
publica sólo el segundo tratado, a veces acompañado de la Carta sobre la
Tolerancia.
Capítulo I, “Del poder político”; Cap. VII, “De la sociedad política y civil”; Cap. X,
“De las formas de Repúblicas”; Cap. XV, “De los poderes paternal, político y
despótico, considerados en conjunto”; y Cap. XIX, “De la disolución del Gobierno”.
47
GUÍA N° 15
Maquiavelo es, y con razón, uno de los pensadores más discutidos. Según unos, se
trataría del más grande teórico de la política y del Estado, fundador de la Ciencia
Política o del Estado moderno; según otros, se trataría de una especie de Satanás
desatado sobre la política o el Estado. Importa averiguar qué hay de cierto en todo
esto.
Por aquel mismo tiempo en que Lutero “descubría” lo que él llamaba la radical
pecaminosidad del hombre, Maquiavelo descubría que el hombre, desde siempre y
para siempre, está corrompido y entregado al mal; y, como buen pesimista, mira al
pasado con nostalgia, dándose al estudio irrestricto de la sabiduría griega y romana
(Platón, Tucídides, Cicerón, etc.), a la manera de todo humanista de la época. En
suma, el alegre optimismo del Renacimiento comienza a desinflarse en el
pensamiento de Maquiavelo y, a fin de cuentas, éste se muestra más cercano al
pesimismo de la Reforma. Más aún, podría decirse que es una especie de reformador
laico si se atiende a su fe en el Príncipe como salvador a futuro. Por otra parte, si bien
no es un filósofo en el sentido estricto de la expresión, es sí un ideólogo, como se
dice hoy en día, y un ideólogo que nos legó una gran idelogía.
48
espíritu romántico se manifiesta no sólo en su admiración al pasado, sino también en
su fe en el empleo de la fuerza. Hombre poco práctico y, por el contrario, dotado de
gran fantasía, Maquiavelo resulta el peor discípulo de sí mismo. Incorregible, por lo
demás: se empeña en enseñar la política, y naturalmente nadie hace caso de él. En
vano pide, ruega, halaga, etc. No sin razón se dice que Lorenzo de Médici, “el
Magnífico”, a quien le dedicó “El Príncipe”, nunca llegó a leer el libro siquiera.
Siendo así los hombres, por naturaleza, el Estado debe estar pronto a reprimirlos; sólo
así el gobernante puede hacer virtuosos a los demás, y haciéndolo, cumple con su
deber: se justifica. Por el contrario, el gobernante que fracasa en su intento, demuestra
(por lo mismo) que no tenía consigo la razón, que no poseía la verdad. Este es el
fondo del llamado “realismo político” de Maquiavelo.
3. “El Príncipe” fue escrito de un tirón mientras trabajaba Maquiavelo en una obra de
mayor aliento: los “Discursos” sobre la historia de Tito Livio. Pobre, perseguido y
amargado, su autor se había ido a vivir aun terrenito (llamado “el Hotelucho”)
ubicado en San Andrés de Percusina, un modesto rincón provinciano. Las dos obras
mencionadas forman, junto con “El arte de la guerra” (el único que se publicó en vida
del autor) una especie de triología.
49
Como decimos, “El Príncipe” es una obrita menos especializada que las que hemos
citado, constituyendo quizá una especie de compendio de ambas. En todo caso,
representa un buen compendio de la concepción de Maquiavelo en torno al hombre, a
la historia y al Estado. La temática propia, sin embargo, se centra en el gobernante
mismo, como por lo demás está claramente en el título de la obra. Su método es
directo y sin ambages, es decir, todo menos maquiavélico; al contrario, resulta más
bien cínico y desvergonzado. A este respecto, el Capítulo XVIII es, como se ha dicho,
“el más escandaloso de estos capítulos escandalosos” (N. Matteucci).
50
GUÍA N° 16
Tenía ya una uremia bastante avanzada cuando, a los 30 años, llegó a París en busca
de mejores horizontes. Por entonces estaba dado a la música, principalmente; Diderot
le encomendó, precisamente en esta especialidad, algunos trabajos para la
Encyclopédie en que estaba empeñado. Después trabó relaciones sentimentales con
una empleada de la pensión en que vivía, la que le dio varios hijos, todos los cuales
fueron a parar al hospicio. Fueron días de pobreza y enfermedad, agravados por la
explotación que le hacían víctima los parientes de su conviviente. Se agregaba a esto,
el efecto sentimental del abandono de sus hijos y el posible complejo de culpa, todo
lo cual complotó para que, al fin, Rousseau comenzara a sufrir de la mente.
Tenía 37 años cuando, en el camino a Vicennes y bajo circunstancias que nada hacían
sospechar tal cosa, “vió otro mundo y llegó a ser otro hombre” en medio de una
excitación delirante, que lo hizo estallar en lágrimas: había descubierto “la bondad
natural del hombre”. Literalmente, el resultado fue su Discurso sobre las ciencias y
las artes, cuya tesis general es que “la sociedad corrompe al hombre”. Esta obra ganó
un premio muy cotizado y, lo que es más, lo hizo famoso. El resultado personal de la
anécdota de Vincennes fue, sin embargo, más profundo: resolvió Rousseau cambiar
de vida y renunciar a la ambición de glorias o riquezas. En efecto, en adelante no
vivió sino para defender sus ideas, sin parar en sacrificios.
A los 44 se trasladó a vivir al campo, a fin de estar más a tono con su nuevo ideal de
vida. Comenzó a escribir una novela: Julia, “o nueva Eloísa”, que en vida del autor
fue la más famosa de sus obras. Fue entonces que se enamoró, tal vez por primera
vez, pero de una aristócrata que no sólo era unos 20 años menor que él, sino que
estaba enamorada de otro. Fue también por entonces que se presentaron los primeros
síntomas maníacos-depresivos, de que en adelante sufrió en forma intermitente pero
siempre en aumento. Tenía 50 años cuando apareció su Contrato Social y el Emilio,
“o de la Education”, que es una especie de novela pedagógica. En ella se contiene la
51
famosa “profesión de fe del vicario saboyano”, en que Rousseau expone su idea de la
religión natural.
Sin embargo, más allá de estas pruebas o por sobre éstas, está la constatación o
experiencia personal de Rousseau, en el sentido de que él siente estas cosas así, y
contra este sentimiento personal no cabe argumento alguno. Por el contrario, esta
circunstancia misma le permite presentar su pensamiento condensado en tres dogmas
personales, que constituyen otros tantos axiomas de su teoría, a saber: 1) El hombre
es naturalmente bueno; 2) los hombres nacen libres; y 3) todos los hombres son
iguales por naturaleza.
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A) La Voluntad General es manifestada por la mayoría absoluta, que no la crea,
sino que la revela, simplemente. La minoría se explica como una equivocación:
no supo dar con la Voluntad General, sencillamente. Se ve aquí el peligro de
estatismo o totalitarismo en el liberal-individualismo de Rousseau.
B) La soberanía popular no es vulnerada por la ley, ya que ésta es la expresión de
la Voluntad General, ni es vulnerada por la autoridad, porque ésta es un simple
mandatario del pueblo.
C) La ley, que no es sino la Voluntad General codificada, es la medida no sólo de lo
justo y lo injusto, sino también de lo bueno y lo malo, incluyendo la religión con
sus dogmas y culto.
D) El Legislador halla su razón de ser y su ser mismo en la siguiente consideración:
El pueblo necesita de un guía al dictar la ley, que es la interpretación auténtica de
la Voluntad General; en efecto, puesto que la sociedad es antinatural, legislar es
realizar una especie de prodigio, consistente en sobrepasar la naturaleza humana
para perfeccionarla (o bien, más que eso: “corromperla” para mejorarla, lo cual
suena a milagro).
53
también en las otras dos grandes obras suya: el Emilio y la Nueva Eloísa. Fue esa
época, tal vez, la más feliz productiva de su azarosa vida.
El autor explica, en una Advertencia al comienzo del libro, que “este pequeño
tratado es extracto de una obra más extensa” a la que ya ha renunciado, y de la cual
presenta aquí lo más considerable, habiendo destruido el resto. Lo que el lector halla
es una obrita de unas cien páginas, dispuestas en cuatro libros, que no llevan título
separado, y que se componen de varios capítulos.
En el Libro Primero, Rousseau hace una historia de la sociedad política, para pasar en
seguida a tratar del pacto social y del soberano, principalmente. En el Libro Segundo,
nos encontramos quizá con la parte medular de la teoría política del autor, pues en él
se tratan los temas de la soberanía, de la voluntad general, de la ley y del legislador.
En el Libro Tercero, se trata del gobierno y de sus diversas y principales formas, etc.
Finalmente, en el Libro Cuarto, nos encontramos con una larga evocación de Roma y
sus instituciones, propuesta con fines pedagógicos a los lectores del Contrato Social.
Es que hay, en el fondo de Rousseau, un romántico, como lo insinúa su idea del
estado natural del hombre, la del bon sauvage, tan clara a los literatos del
romanticismo del siglo siguiente al de nuestro autor.
54
GUÍA N° 17
EL PENSAMIENTO SOCIALISTA
1. Precedido por una fase comercial (a fines de la Edad Media) y por una fase
financiera (siglos XVI y XVII), el capitalismo moderno se origina en lo que se ha
denominado la Revolución Industrial. Constituye ésta, de por sí, todo un período de la
historia de Inglaterra, que va aproximadamente de 1750 a 1850. Durante el nació y se
desarrolló la gran industria en ese país, fenómeno que fue sólidamente apoyado por la
política del laissez-faire, como ésta lo fue por los efectos de la “Gloriosa revolución”
de 1688. La revolución industrial pasó de Inglaterra a Francia y otros países
europeos, luego a los Estados Unidos y, finalmente, a regiones tan distantes como el
Japón (siglo XX). Sobre la base del liberalismo y del maquinismo se instaura un
sistema económico que se inspira en el lucro individual y en los mecanismos del
mercado, con los siguientes resultados generales: 1) En lo económico, la riqueza y el
bienestar alcanzan niveles nunca sospechados antes; pero, al mismo tiempo, aparecen
crisis periódicas de superproducción (otro hecho nunca visto antes). 2) En lo social,
se constituyen dos clases antagónicas: los capitalistas y los proletarios. Estas clases se
caracterizan por su función económica, por la forma de sus rentas y por el
sentimiento de solidaridad. Este último da origen a “la lucha de clases”, alimentada
por condiciones de trabajo deplorables y realimentada por las crisis periódicas.
55
vinieron los movimientos cartistas encaminados a hacer aprobar una legislación
laboral que mejorara la situación del proletario inglés. Por ese entonces ya el
movimiento obrero había pasado al continente y, principalmente, a Francia. Las
insurrecciones de 1831 en Lyon son, tal vez, los primeros movimientos de masas,
anteriores incluso al cartismo inglés. Paralelamente, surgen en Francia los primeros
esbozos de socialismo, en las personas de Saint-Simon y Fourier, de Blanqui y Blanc,
de Buonarroti y Cabet. A mediados del siglo XIX el movimiento obrero abarcaba
también otros países, como Alemania, donde se generó la izquierda hegeliana que
nutrió a C. Marx. Este último publicó en 1848 –“el año de las revoluciones”– junto
con F. Engels, el famoso Manifiesto Comunista y, más adelante (1864), fundó en
Londres la Asociación Obrera Internacional, más conocida como la (Primera)
Internacional. En 1867 estalló, dentro de ésta, una lucha entre marxistas y
proudhonistas; estos últimos fueron expulsados de la Internacional que quedó bajo la
dirección de Marx hasta 1871, en que se extinguió. Ese año se había producido el
fracaso de la Comuna de París, suceso que fue fatal para la Internacional, pues dicho
evento ahondó aun más las diferencias internas en el movimiento obrero. Dentro de
éste no lograban ponerse de acuerdo los marxistas con los anarquistas de Bakunin, los
alemanes partidarios de Lassalle, etc. A partir de 1875, la social-democracia aprobó,
en el congreso de Gotha un programa que, aunque marxista, Marx reprobó
enérgicamente. Sin embargo, el marxismo “no-marxista” –por así decirlo– se
difundió y robusteció, por ese tiempo, en toda Europa, vinculándose su suerte a
nombres tan resonantes como los de E. Bernstein o de C. Kautsky. Este último, que
en un principio fue considerado como “ortodoxo”, finalmente fue, para Lenin, “el
renegado Kautsky” (1919).
56
Los bolcheviques, dirigidos por Lenin, organizaron los Soviets (Consejos, en ruso)
de trabajadores, campesinos y soldados, los que derribaron al gobierno provisional de
A. Kerensky –un socialista moderado– y en la Revolución de Octubre (Noviembre de
1917) instauraron la dictadura del proletariado. En su VII Congreso, el Partido
Obrero Social Demócrata ruso tomó un nuevo nombre, que aún se conserva: Partido
Comunista (b), en que la inicial entre paréntesis alude a la fracción primitiva que lo
constituyó 70 años atrás.
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GUÍA N° 18
EL SOCIALISMO
1) Acepciones:
58
el Marxismo vigente no era eficiente y que debido a esto, no tenía acogida en Europa.
Hoy en día, la Social Democracia se encuentra en un ritmo ascendente; así, por
ejemplo, tiene mayoría en el Parlamento Europeo.
EL MARXISMO
1) Término: Se puede tomar en dos sentidos uno restringido y el otro amplio, son:
2) Fuentes:
Son tres las fuentes del Marxismo: 1° La Filosofía Alemana; 2° La Economía Inglesa
y particularmente David Ricardo; y 3° El Socialismo Francés y especialmente Saint-
Simon.
3) Obras principales:
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b) “El Manifiesto Comunista” (1848): Tenía por objetivo proporcionar un programa
a los movimientos sociales de esa época y se redactó en Londres. Este manifiesto en
un principio no tuvo mayor relevancia pero más tarde pasó a ser uno de los tres
manifiestos más importantes de la historia, junto con: “El Sentido Común” (1776)
cuyo autor es Thomas Payne, y “Qué es el Tercer Estado” (1789) de Sieyés. El
primero de estos influyó de una manera decisiva en la Declaración de Independencia
de los Estados Unidos. El segundo, fue de gran trascendencia para el éxito de la
Revolución Francesa.
a) Aspecto Filosófico:
Por ejemplo: Un poco de agua sometido a una temperatura elevada (tesis); el efecto
que produce esta alta temperatura en el agua es hacerla desaparecer (antítesis); y
quedara convertida en vapor de agua (síntesis). Esto según Marx, plantea el fenómeno
de conversión de cantidad a calidad y para él ambos con equivalentes, y nosotros por
razones prácticas cambiamos una por otra (Ley de transformación de la cantidad en
calidad).
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b) Aspecto Económico:
61
GUÍA N° 19
3. Sostiene que hay una distinción entre pensamiento y materia (res cogitans y res
extensa), la cual se aplica también tratándose del ser humano en que, por
consiguiente, hay que distinguir pensamiento y cuerpo unidos, por la glándula pineal
o epífisis (Descartes realizó importantes investigaciones en materia médica. Sus
discípulos creían que, por lo que sabía en medicina, Descartes habría de vivir unos
200 años. Murió mucho antes, de un resfrío –o algo parecido– en la fría Suecia, a
donde había ido a dar lecciones a la reina Cristina). A veces se ha caracterizado el
concepto cartesiano del hombre sugiriendo la imagen de una máquina manejada por
un ángel por medio de una clavija que sería la glándula pineal.
62
GUÍA N° 20
1. Entrando en materia.
63
libre: una persona y no un concepto... Ningún razonamiento puede explicarme a mí... Por
lo tanto, lo mejor que puede hacer la filosofía es abandonar sus pretensiones insensatas de
racionalizar el universo y describir la existencia humana tal como ella es. Esto es lo que
importa. Lo demás es inútil”.
Una segunda reacción contra el pensamiento moderno –la de Nietzsche– y que implica
una crítica total y a fondo de toda la cultura occidental, la hemos visto ya anteriormente
al referirnos a “la Antropología del anti-cristianismo”.
3. El pensamiento post-moderno.
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Dentro del pensamiento post-moderno, la Hermenéutica cobra una doble importancia;
primero, porque aparece como una variedad (especie) de aquél (género) y, por la razón a
que se aludirá en seguida, como la más importante; y, segundo (y ésta es esa razón a que
aludimos), porque la Hermenéutica ha llegado a ser la koiné o lingua franca del
pensamiento post-moderno que, para nuestros propósitos, interesa analizar, luego de
enunciar sus características generales, que son, grosso modo, las siguientes: Crítica de
los conceptos racionales y del sujeto racional mismo, de la soberanía de la razón y del
conocimiento como representación; énfasis en el valor de la lingüística –v. gr. del análisis
etimológico– y del lenguaje retórico y poético; falibilismo y finitismo; empleo de nuevos
“axiomas”, como el principio de “la razón insuficiente”, etc.
a) Aquellos pensadores que hablan del “fin de la filosofía” (en el sentido de que “se
termina”), que viene a ser el ala radical caracterizada, mayormente, por los rasgos
generales anteriormente mencionados, a los cuales pueden agregarse, fácilmente,
otros más, como –por ejemplo– el reemplazo de la filosofía por una “arqueología”
del saber, interpretado éste en función del concepto de poder (M. Foucault), el
“desconstruccionismo” de la metafísica occidental (J. Derrida), el ataque
nietzscheano al “logocentrismo occidental” (J-F. Lyotard), etc.
b) Aquellos pensadores que hablan de transformar la filosofía y que, para ello, ofrecen
propuestas sistemáticas, como las de K. O. Apel o de J. Habermas. El primero de
éstos, piensa en “una comunidad comunicacional ideal”, como meta-institución de la
argumentación racional capaz de llevar a cabo tareas fundamentales (integrar –por
ejemplo– los logros de la filosofía anglo-americana y de la filosofía “continental”).
Habermas, por su parte, piensa en renovar las relaciones que unen a la filosofía y las
ciencias que apuntan a una antropología filosófica basada en las relaciones entre
“Conocimiento e Interés” (nombre de una de sus obras).
c) Aquellos que hablan de transformar la filosofía y que, para ello, ofrecen
metodologías tan variadas como las que se expresan en la narrativa, la retórica y
–sobre todo– la hermenéutica (que, de todos modos –no lo olvidemos– constituye la
lingua franca de la post-modernidad). Aquí los nombres señeros son los de A.
MacIntyre y P. Ricoeur, y el de Gadamer, al cual ya nos hemos referido
anteriormente y que podemos tomarlo como paradigma de este tercer tipo. Sin
olvidar, naturalmente, a Heidegger, paradigma en el pensamiento post-moderno.
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ANEXOS
Sófocles: Poeta clásico griego, nacido en Colona (entre 496 y 494-406 A.C), de
cuyas numerosas tragedias sólo se conservan siete: Antígona, Electra, Las
Traquinias, Edipo rey, Ayax, Filoctetes y Edipo en Colona. Limitó en la tragedia
el papel del coro, buscando el fundamento de la acción en la voluntad humana y
dando al lenguaje trágico mayor soltura y naturalidad.
Creonte
Tú, que inclinas la frente hasta el suelo, ¿confiesas
Que enterraste a tu hermano, o pretendes negarlo?
Antígona
Confieso haberlo hecho, no pretendo negarlo.
Creonte
Puedes irte si quieres; la grave acusación
Que sobre ti pesaba no existe, y quedas libre.
Tú, en cambio, dime en breve, no con muchas palabras,
¿No sabías acaso que estaba prohibido?
Antígona
Cierto y ¿cómo ignorarlo si era público el bando?
Creonte
¿Y sin embargo osaste violar leyes como éstas?
Antígona
No fue por cierto Zeus quien impuso estas leyes,
Tampoco la justicia, que vive con los dioses
Del Hades, esas leyes a los hombres dictó.
No creí que tus bandos tanta fuerza tuvieran
Para que, en gracia de ellos, pudieran los mortales
Quebrantar de los dioses esas leyes no escritas
E inefables. No rigen ni de hoy ni de ayer:
Son eternas; y nadie sabe cuando nacieron.
No habré yo de violarlas por el temor de nadie
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Para exponerme al justo castigo de los dioses.
Muy bien yo conocía mi destino mortal
Aún sin tus pregones. Si antes de tiempo muero
Por ganancia lo tengo, pues quien, como yo, vive
Entre tantas desgracias, ¿cómo no ha de encontrar
Que es ganancia la muerte? Tomar de mi destino
Esa parte que es mía no es así un dolor
Para mí. Al contrario, si hubiese tolerado
Que insepulto quedara el hijo de mi madre,
De aquello me doliera: de esto nada me aflige.
Si, ahora, te parece necedad lo que hice,
Tal vez tan sólo un necio me acusa de ser necia.
Corifeo
Hija tenaz de un padre de carácter tenaz
Demuestra que no sabe rendirse a las desgracias.
Creonte
Pues bien, has de saber que el carácter más duro
Cede más fácilmente, y, a menudo, verás
Que el acero más fuerte, al calor de la llama
Cocido y bien templado, se rompe y despedaza.
Sé muy bien que se doman con bocado pequeño
Los potros más furiosos: no se muestre altanero
Quien está sometido a voluntad ajena.
Ella muy bien sabía que violencia proterva
Era la suya contra la ley establecida;
Es proterva también que, después del delito,
Se ensoberbezca y ría de haberlo cometido.
Ahora, no sería yo el hombre, sino ella,
Si se dejara impune violencia semejante.
Aun siendo de mi hermana la hija, y aunque fuera
Pariente más cercana que aquellos que en mi hogar
Honran a Zeus Herkeyo, ni su hermana ni ella
Evitarán las penas más grandes. También ésa
Es culpable, como ésta, de haberlo sepultado.
Llamadla, hace muy poco que allá dentro la vi
Poseída de rabia, sin poder dominarse.
Suele el alma de aquellos que tortuosas infamias
Obscuramente traman, revelar el delito
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Antes que se descubra. Odio a quien, sorprendido
En su crimen, lo adorna con hermosas palabras.
Antígona
¿Deseas algo más que prenderme y matarme?
Creonte
Nada más, en verdad. Todo tengo con eso.
Antígona
Pues, entonces, ¿qué esperas? Nada hay en tus palabras
Que sea de mi agrado o jamás pueda serlo;
Tampoco mis acciones te pueden complacer;
Sin embargo ¿qué gloria más fúlgida podría
Alcanzar yo jamás que si doy sepultura
a mi hermano? Estos mismos, si el miedo no trabara
su lengua, te dirían que lo hecho es de su agrado:
goza la tiranía, entre tantas ventajas,
de poder decir siempre y hacer cuanto le agrada.
Creonte
De todos los tebanos, tú sola así lo ves.
Antígona
Estos lo ven también y por temor se callan.
Creonte
Y tú ¿no te avergüenzas de disentir de éstos?
Antígona
No hay por qué me avergüence de honrar así a mi hermano.
Creonte
¿Y acaso no lo era el que murió a su frente?
Antígona
Hijo del mismo padre y de una sola madre.
Creonte
¿Por qué rindes a aquél tan impíos honores?
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Antígona
No vendrá a protestar el cadáver de Etéocles.
Creonte
Sí, porque de igual modo tú honras al impío.
Antígona
Al morir, no su esclavo, sino su hermano era.
Creonte
Que devastaba el suelo que el otro defendía.
Antígona
Para todos las leyes del Hades son iguales.
Creonte
Pero no otorga al bueno premio igual que al malvado.
Antígona
¿Quién sabe si allá abajo son santas estas leyes?
Creonte
Jamás un enemigo, ni muerto, será amigo.
Antígona
No a compartir el odio nací, sino el amor.
Creonte
Cuando llegues al Hades, a los que allí se encuentran
Amarás, ya que debes amar, pero en mi vida
Permitiré que en Tebas nos mande una mujer.
72
El CREDO
que fue concebido por obra y gracia del y por obra del Espíritu Santo Se encarnó
Espíritu Santo, de María, Virgen,
nació de María Virgen; y se hizo hombre;
padeció bajo el poder de Poncio Pilato, y por nuestra causa fue crucificado en
fue crucificado, muerto y sepultado; tiempos de Poncio Pilato:
descendió a los infiernos, padeció y fue sepultado,
al tercer día resucitó de entre los y resucitó al tercer día, según las
muertos; Escrituras,
73
Creo en el Espíritu Santo; Creemos en el Espíritu Santo, Señor y
dador de vida,
que procede del Padre y del Hijo,
que con el Padre y el Hijo recibe una
misma adoración y gloria,
y que habló por los profetas.
74
DANTE: “LA DIVINA COMEDIA” (Cantos Primero y Final)
CANTO PRIMERO
75
¡Tan amarga es, que es poco más la muerte!
Mas al tratar del bien que allí encontrara,
Otras cosas diré que vi por suerte.
76
Era la hora en que apuntaba el día,
El sol subía al par de las estrellas,
Como el divino amor, en armonía
77
Y respondió: “Hombre no soy: lo he sido;
Mantua mi patria fue, y Lombardía
La tierra de mis padres. Fui nacido,”
78
Es tan maligna, empero su amargura,
que, de apetitos y de cebo henchida,
hambrea más cuanto es mayor su hartura.
79
Poeta, dije, en suplicante acento:
por el dios que te fue desconocido,
sálvame de este mal y de otro evento.
CANTO TRIGÉSIMOTERCERO
80
Tú eres la meridiana refulgente
de caridad aquí, y allá en el suelo
de esperanza mortal viva fuente.
81
Ya mi alta fantasía fue impotente;
Mas cual rueda que gira por sus huellas,
El mío y u querer movió igualmente,
82
NICOLÁS MAQUIAVELO: “EL PRÍNCIPE” (Capítulos VIII y XVIII)
CAPÍTULO VIII
Paréceme conveniente ahora hablar de otros dos modos que hay de adquirir la
soberanía, independientes en parte de la fortuna y del mérito, a pesar de que el
examen de uno de ellos ocuparía un lugar más propio en el artículo de las repúblicas.
El primero consiste en ascender a la soberanía por medio de alguna gran maldad; y el
segundo se efectúa cuando un simple particular es elevado a la dignidad de príncipe
de su patria por el voto general de sus conciudadanos. Dos ejemplos del primer caso
voy a citar, el uno antiguo y el otro moderno, los cuales, sin más aprecio y examen,
podrán servir de modelo a cualquiera que se halle en la necesidad de imitarlos. El
siciliano Agatocles, que de simple particular de la más ínfima extracción subió al
trono de Siracusa, y siendo hijo de un alfarero, fue dejando señales de sus delitos en
todos los pasos de su fortuna; se portó, no obstante, con tanta habilidad, con tanto
valor y energía de alma, que, siguiendo la carrera de las armas, pasó por todos los
grados inferiores de la milicia y llegó hasta la dignidad de pretor de Siracusa. Luego
que subió a un puesto tan elevado, quiso conservarlo, desde allí alzarse con la
soberanía y retener por la fuerza y con absoluta independencia la autoridad que
voluntariamente se le había concedido. Para este fin, Agatocles, estando antes de
inteligencia y concierto con Amílcar, que mandaba a la sazón el ejército de los
cartagineses en Sicilia, juntó una mañana al pueblo y senado en Siracusa con el
pretexto de conferenciar sobre los negocios públicos; y a una cierta señal, ordenó a
sus soldados degollar a todos los senadores y a los más ricos del pueblo; muertos los
cuales se apoderó sin trabajo de la soberanía, y la disfrutó sin la mayor oposición de
parte de los ciudadanos. Derrotado luego dos veces por los cartagineses, y sitiado
finalmente por los mismos en Siracusa, no tan sólo se defendió allí, sino que, dejando
en la ciudad una parte de sus tropas, pasó a Africa con las otras; y de tal modo apretó
a los cartagineses, que se vieron muy pronto obligados a levantar el sitio, y en tanto
apuro, que hubieron de contentarse con Africa, abandonándole definitivamente
Sicilia.
83
Si se examina la conducta de Agatocles, muy poco o nada se encontrará que pueda
atribuirse a la fortuna; porque ni llegó a la soberanía por favor de nadie, sino pasando
sucesivamente, como ya he dicho, por todos los grados militares, a costa de mil
contratiempos, ni se sostuvo en ella sino en fuerza de una multitud de acciones tan
peligrosas como esforzadas. Tampoco podría decirse que fuera virtuoso un hombre
que degolló a sus conciudadanos, que se deshizo de sus amigos, que no guardó fe, ni
tuvo piedad ni religión; medios todos que acaso podrán conducir a la soberanía, pero
de ningún modo a la gloria.
Mas, si por otra parte consideramos la intrepidez de Agatocles en arrostrar los
peligros, y su habilidad para salvarse de ellos, la firmeza y robustez de su ánimo para
sufrir o superar la adversidad, no se encuentra razón para que se le excluya del
número de los capitanes más célebres; a pesar de que su inhumanidad, su crueldad
feroz y los delitos innumerables que cometió tampoco permitan que se le cuente entre
los hombres grandes. Lo cierto es que no pudiera atribuirse a su virtud ni a su fortuna
todo lo que llegó a conseguir sin ellas.
Oliveroto de Fermo, en nuestro tiempo, y viviendo todavía el papa Alejandro VI,
se quedó en la niñez huérfano de padre y madre; crióle su tío materno Juan Fogliani,
quien le encomendó a Pablo Vitelli para que le enseñara el arte de la guerra y le
hiciera llegar a un grado distinguido. Después de muerto Pablo, sirvió bajo el mando
de su hermano Vitellozo, y por si habilidad y valor fue en muy poco tiempo el primer
capitán de aquel ejército. Sonrojándose luego de servir y de hallarse confundido con
el vulgo de los oficiales, pensó en apoderarse de Fermo, su patria, con el auxilio de
Vitellozo y de otros ciudadanos que malamente preferían la esclavitud a la libertad de
aquel país. Escribió, pues, a Juan Fogliani diciéndole que, por haber estado largo
tiempo ausente de su casa, quería pasar a visitarle y a ver al mismo tiempo su país,
que en cierto modo podía reconocer como patrimonio suyo; que, habiendo trabajado
tanto por granjearse alguna reputación, deseaba también que sus conciudadanos se
convenciesen por sí mismos de que no había malgastado el tiempo, y por
consiguiente quería presentarse a ellos con cierta brillantez, acompañado de cien
jinetes, amigos suyos, y de algunos servidores; que para hacer más suntuoso su
recibimiento, le suplicaba que indujese a los principales habitantes de Fermo a que
saliesen al encuentro, cuyo acto no sólo, le serviría a él de placer, sino que cedería
igualmente en honra de su tío, que había cuidado tanto de darle educación.
Desempeñó exactamente Juan Fogliani los encargos de su sobrino, disponiendo
que los habitantes de Fermo le recibieran con la mayor distinción, y hospedándole en
su casa. Empleó allí un día Oliveroto en preparar lo que necesitaba para el éxito
favorable de sus culpables designios, y con este fin dispuso un magnífico banquete, al
cual convidó a Juan Fogliani y a las personas principales de la ciudad. Después de la
comida, y entre la alegría que acompaña siempre a semejantes funciones, suscitó de
intento Oliveroto la conversación sobre un asunto serio: habló del poder del papa
84
Alejandro y de su hijo Borja y sus empresas. Juan y los demás iban diciendo por
turno su parecer cuando, levantándose de repente Oliveroto, dijo que de aquella
materia debía hablarse en sitio más secreto, para lo cual pasó a otra sala seguido de su
tío y de los demás convidados. Apenas se sentaron, unos soldados, que estaban
ocultos, salieron y mataron a Juan y a todos los demás. Oliveroto monta luego a
caballo, recorre toda la ciudad, sitia el palacio del magistrado supremo, oblígale a
obedecer y a que establezca un gobierno, del que se le declara príncipe, da muerte a
todos los descontentos que le hubieran podido incomodar, instituye nuevas leyes
civiles y militares, y llega de tal modo a consolidar su poder en el plazo de un año,
que no solamente se mantenía con seguridad en Fermo, sino que vino a ser temido de
todos sus vecinos. Hubiera sido por tanto tan dificultosa su expulsión como la de
Agatocles, a no haberse dejado engañar por el duque de Valentino, que, como ya
hemos dicho, le enredó en Sinigaglia con los Orsinis y los Vitelli un año después de
que cometió su parricidio, y fue allí degollado con Vitellozo, su maestro en el arte de
la guerra y en el de la perversidad.
Causará sin duda admiración que Agatocles y otros semejantes a él pudiesen vivir
en paz largo tiempo en su patria, teniendo que defenderse de enemigos exteriores, y
sin que ninguno de sus conciudadanos conspirase contra su vida, cuando otros
príncipes nuevos no han podido nunca mantenerse por razón de sus crueldades
durante la paz, y todavía menos en tiempo de guerra. Yo creo que esto proviene del
uso bueno o malo que se hace de la crueldad. Se le puede llamar bien empleada (si es
permitido dar el nombre de bueno a lo que es malo en sí mismo), cuando se ejerce
una sola vez dictándolo la necesidad de consolidar el poder, y cuando únicamente por
utilidad del pueblo se recurre a un medio violento. Crueldades mal empleadas son
aquellas que, aunque poco considerables al principio, van luego creciendo en lugar de
acabarse. Los que ejercen la crueldad de la primera especie, podrán esperar que al
cabo Dios y los hombres los perdonen, y tal fue la de Agatocles; pero aquel que la use
o emplee de otro modo, no podrá sostenerse.
Necesítase, pues, que el usurpador de un estado cometa de un golpe todas cuantas
crueldades exija su propia seguridad para no repetirlas: de este modo se asegurará la
obediencia de sus súbditos, y todavía podrá adquirir su afecto, como si les hubiera
hecho siempre beneficios. Si, mal aconsejado o por timidez, obrare de otra manera,
necesitará tener continuamente en la mano un puñal y se encontraría siempre
imposibilitado de contar con la confianza de unos súbditos a quienes tantas veces
hubiese ofendido; porque, vuelvo a decir, estas ofensas deben hacerse todas de una
vez, a fin de que hieran menos siendo menor el intervalo de tiempo en que se sientan;
y, por el contrario, los beneficios han de derramarse poco a poco y uno a uno, par que
se les tome mejor sabor. Es necesario sobre todo que de tal manera se conduzca un
príncipe con sus súbditos que por ningún acontecimiento mude de conducta, ni en
bien ni en mal; pues para obrar mal se pierde la coyuntura oportuna luego que la
85
fortuna se tuerce; y cuando consiste la mudanza en obrar bien, tampoco suele
agradecerse, porque se cree hija de la necesidad.
CAPÍTILO XVIII
86
papel con propiedad y en saber disimular y fingir; porque los hombres son tan débiles
y tan incautos que cuando uno se propone engañar a los demás, nunca deja de
encontrar tontos que le crean.
Solamente citaré un ejemplo tomado de la historia de nuestro tiempo. El papa
Alejandro VI se divirtió toda su vida en engañar; y aunque su mala fe estaba probada
y reconocida, siempre le salían bien sus artificios. Jamás se detuvo en prometer ni en
afirmar sus palabras con juramento y las más solemnes protestas; pero tampoco se
habrá conocido otro príncipe que menos se sujetar a estos vínculos, porque conocía a
los hombres y se burlaba de ellos.
No se necesita, pues, para profesar el arte de reinar, poseer todas las buenas
prendas de que ha hecho mención: basta aparentarlas; y aún me atreveré a decir que a
las veces sería peligroso para un príncipe hacer alarde de su posesión. Debe procurar
que le tengan por piadoso, clemente, bueno, fiel en sus tratos y amante de la justicia;
debe también hacerse digno de esta reputación con la práctica de las virtudes
necesarias; pero al mismo tiempo ser bastante señor de sí mismo para obrar de un
modo contrario cuando sea conveniente. Doy por supuesto que un príncipe, y en
especial siendo nuevo, no puede practicar indistintamente todas las virtudes; porque
muchas veces le obliga el interés de su conservación a violar las leyes de la
humanidad, y las de la caridad y la religión; debiendo ser flexible para acomodarse a
las circunstancias en que se pueda hallar. En una palabra, tan útil le es perseverar en
el bien cuando no hay inconveniente, como saber desviarse de él si el interés lo exige.
Debe sobre todo hacer un estudio esmerado de no articular palabra que no respire
bondad, justicia, buena fe y piedad religiosa; poniendo en la ostentación de esta
última prenda particular cuidado, porque generalmente los hombres juzgan por lo que
ven, y más bien se dejan llevar de lo que les entra por los ojos que por los otros
sentidos. Todos pueden ver, y muy pocos saben rectificar los errores que se cometen
por la vista. Se alcanza al instante lo que un hombre parece ser; pero no lo que es
realmente; y el número menor, que juzga con discernimiento, no se atreve a
contradecir a la multitud ilusa, la cual tiene a su favor el esplendor y majestad del
gobierno que la protege.
Cuando se trata, pues, de juzgar el interior de los hombres, y principalmente el de los
príncipes, como no se puede recurrir a los tribunales, es preciso atenerse a los resultados:
así lo que importa es allanar todas las dificultades para mantener su autoridad; y los
medios, sean los que fueren, parecerán siempre honrosos y no faltará quien los alabe. Este
mundo se compone de vulgo, el cual se lleva de la apariencia, y sólo atiende al éxito: el
corto número de los que tienen un ingenio perspicaz no declara lo que percibe, sino cuando
no saben a qué atenerse todos los demás que no lo tienen.
En el día reina un príncipe, que no me conviene nombrar, de cuya boca no se oye
más que la paz y la buena fe; pero si sus obras hubiesen correspondido a sus palabras,
más de una vez hubiera perdido su reputación y sus estados.
87
THOMAS HOBBES: “EL LEVIATÁN” (Segunda Parte, Del Estado).
CAPÍTULO XVII
La causa final, fin o designio de los hombres (que naturalmente aman la libertad y
el dominio sobre los demás) al introducir esta restricción sobre sí mismos (en la que
los vemos vivir formando Estados) es el cuidado de su propia conservación y, por
añadidura, el logro de una vida más armónica; es decir, el deseo de abandonar esa
miserable condición de guerra que, tal como hemos manifestado, es consecuencia
necesaria de las pasiones naturales de los hombres, cuando no existe poder visible
que los tenga a raya y los sujete, por temor al castigo, a la realización de sus pactos y
a la observancia de las leyes de naturaleza establecidas en los capítulos XIV y XV.
Las leyes de naturaleza (tales como las de justicia, equidad, modestia, piedad y,
en suma, la de haz a otros lo que quieras que otros hagan para ti) son, por sí
mismas, cuando no existe temor a un determinado poder que motive su observancia,
contrarias a nuestras pasiones naturales, las cuales nos inducen a la parcialidad, al
orgullo, a la venganza y a cosas semejantes. Los pactos que no descansan en la
espada no son más que palabras, sin fuerza para proteger al hombre, en modo alguno.
Por consiguiente, a pesar de las leyes de naturaleza (que cada uno observa cuando
tiene la voluntad de observarlas, cuando puede hacerlo de modo seguro) si no se ha
instituido un poder o no es suficientemente grande para nuestra seguridad, cada uno
fiará tan sólo, y podrá hacerlo legalmente, sobre su propia fuerza y maña, para
protegerse contra los demás hombres. En todos los lugares en que los hombres han
vivido en pequeñas familias, robarse y expoliarse unos a otros ha sido un comercio, y
lejos de ser reputado contra la ley de naturaleza, cuanto mayor era el botín obtenido,
tanto mayor era el honor: Entonces los hombres no observaban otras leyes que las
leyes del honor, que consistían en abstenerse de la crueldad, dejando a los hombres
sus vidas e instrumentos de labor. Y así como entonces lo hacían las familias
pequeñas, así ahora las ciudades y reinos, que no son sino familias más grandes,
ensanchan sus dominios para su propia seguridad, y bajo el pretexto de peligro o
temor de invasión, o de la asistencia que puede prestarse a los invasores, justamente
se esfuerzan cuanto pueden para someter o debilitar a sus vecinos, mediante la fuerza
ostensible y las artes secretas, a falta de otra garantía; y en edades posteriores se
recuerdan con honor tales hechos.
No es la conjunción de un pequeño número de hombres lo que da a los Estados esa
seguridad, porque cuando se trata de reducidos números, las pequeñas adiciones de
88
una parte o de otra, hacen tan grande la ventaja de la fuerza que son suficientes para
acarrear la victoria, y esto da aliento a la invasión. La multitud suficiente para confiar
en ella a los efectos de nuestra seguridad no está determinada por un cierto número,
sino por comparación con el enemigo que tenemos, y es suficiente cuando la
superioridad del enemigo no es de una naturaleza tan visible y manifiesta que le
determine a intentar el acontecimiento de la guerra.
Y aunque haya una gran multitud, si sus actos están dirigidos según sus
particulares juicios y particulares apetitos, no puede esperarse de ello defensa ni
protección contra un enemigo común ni contra mutuas ofensas. Porque discrepando
las opiniones concernientes al mejor uso y aplicación de su fuerza, los individuos
componentes de esa multitud no se ayudan, sino que se obstaculizan mutuamente, y
por esa oposición mutua reducen su fuerza a la nada; como consecuencia, fácilmente
son sometidos por unos pocos que están en perfecto acuerdo, sin contar con que de
otra parte, cuando no existe un enemigo común, se hacen guerra unos a otros,
movidos por sus particulares intereses. Si pudiéramos imaginar una gran multitud de
individuos, concordes en la observancia de la justicia y de otras leyes de naturaleza,
pero sin un poder común para mantenerlos a raya, podríamos suponer igualmente que
todo el género humano hiciera lo mismo, y entonces no existiría ni sería preciso que
existiera ningún gobierno civil o Estado, en absoluto, porque la paz existiría sin
sujeción alguna.
Tampoco es suficiente para la seguridad que los hombres desearían ver establecida
durante su vida entera, que están gobernados y dirigidos por un solo criterio, durante
un tiempo limitado, como en una batalla o en una guerra. En efecto, aunque obtengan
una victoria por su unánime esfuerzo contra un enemigo exterior, después, cuando ya
no tienen un enemigo común, o quien para unos aparece como enemigo, otros lo
consideran como amigo, necesariamente se disgregan por la diferencia de sus
intereses, y nuevamente decaen en situación de guerra.
Es cierto que determinadas criaturas vivas, como las abejas y las hormigas, viven
en forma sociable una con la otra (por cuya razón Aristóteles la enumera entre las
criaturas políticas) y no tienen otra dirección que sus particulares juicios y apetitos, ni
poseen el uso de la palabra mediante la cual una puede significar a otra lo que
considera adecuado para el beneficio común: por ello, algunos desean inquirir por
qué la humanidad no puede hacer lo mismo. A lo cual contesto:
Primero, que los hombres están en continua pugna de honores y dignidad y las
mencionadas criaturas no, y a ello se debe que entre los hombres surja, por esta razón,
la envidia y el odio, y finalmente la guerra, mientras que entre aquellas criaturas no
ocurre eso.
Segundo, que entre esas criaturas, el bien común no difiere del individual, y
aunque por naturaleza propenden a su beneficio privado, procuran, a la vez, por el
beneficio común. En cambio, el hombre, cuyo goce consiste en compararse a sí
mismo con los demás hombres, no puede disfrutar otra cosa sino lo que es eminente.
89
Tercero, que no teniendo estas criaturas, a diferencia del hombre, uso de razón, no
ven, ni piensan que ven ninguna falta en la administración de su negocio común; en
cambio, entre los hombres, hay muchos que se imaginan a sí mismos más sabios y
capaces para gobernar la cosa pública, que el resto; dichas personas se afanan por
reformar e innovar, una de esta manera, otra de aquella, con lo cual acarrean
perturbación y guerra civil.
Cuarto, que aun cuando estas criaturas tienen voz, en cierto modo, para darse a
entender unas a otras sus sentimientos, necesitan este género de palabras por medio
de los cuales los hombres pueden manifestar a otros lo que es Dios, en comparación
con el demonio, y lo que es el demonio en comparación con Dios, y aumentar o
disminuir la grandeza aparente de Dios y del demonio, sembrando el descontento
entre los hombres, y turbando su tranquilidad caprichosamente.
Quinto, que las criaturas irracionales, no pueden distinguir entre injuria y daño, y,
por consiguiente, mientras están a gusto, no son ofendidas por sus semejantes. En
cambio el hombre se encuentra más conturbado cuando más complacido está, porque
es entonces cuando le agrada mostrar su sabiduría y controlar las acciones de quien
gobierna el Estado.
Por último, la buena inteligencia de esas criaturas es natural; la de los hombres lo
es solamente por pacto, es decir, de modo artificial. No es extraño, por consiguiente,
que (aparte del pacto) se requiera algo más que haga su convenio constante y
obligatorio; ese algo es un poder común que los mantenga a raya y dirija sus acciones
hacia el beneficio colectivo.
El único camino para erigir semejante poder común, capaz de defenderlos contra
la invasión de los extranjeros y contra las injurias ajenas, asegurándoles de tal suerte
que por su propia actividad y por los frutos de la tierra puedan nutrirse a sí mismos y
vivir satisfechos, es conferir todo su poder y fortaleza a un hombre o a una asamblea
de hombres, todos los cuales, por pluralidad de votos, puedan reducir sus voluntades
a una voluntad. Esto equivale a decir: elegir un hombre o una asamblea de hombres
que represente su personalidad; y que cada uno considere como propio y se reconozca
a sí mismo como autor de cualquiera cosa que haga o promueva quien representa su
persona, en aquellas cosas que conciernen a la paz y a la seguridad comunes; que,
además, sometan sus voluntades cada uno a la voluntad de aquél, y sus juicios a su
juicio. Esto es algo más que consentimiento o concordia; es unidad real de todo ello
en una y la misma persona, instituida por pacto de cada hombre con los demás, en
forma tal como si cada uno dijera a todos: autorizo y transfiero a este hombre o
asamblea de hombres mi derecho de gobernarme a mí mismo, con la condición
de que vosotros transferiréis a él vuestro derecho, y autorizareis todos sus actos
de la misma manera. Hecho esto, la multitud así unida en una persona se denomina
Estado, en latín, CIVITAS. Esta es la generación de aquel gran Leviatán, o más bien
(hablando con más reverencia), de aquel dios mortal, al cual debemos, bajo el Dios
inmortal, nuestra paz y nuestra defensa. Porque en virtud de esta autoridad que se le
confiere por cada hombre en particular en el Estado, posee y utiliza tanto poder y
fortaleza, que por el terror que inspira es capaz de conformar las voluntades de todos
90
ellos para la paz, en su propio país, y para la mutua ayuda contra sus enemigos, en el
extranjero. Y en ello consiste la esencia de Estado, que podemos definir así: una
persona de cuyos actos una gran multitud, por pactos mutuos, realizados entre
sí, ha sido instituida por cada uno como autor, al objeto de que pueda utilizar la
fortaleza y medios de todos, como lo juzgue oportuno, para asegurar la paz y
defensa común. El titular de esta persona se denomina SOBERANO, y se dice que
tiene un poder soberano; cada uno de los que le rodean es SÚBDITO suyo.
Se alcanza este poder soberano por dos conductos. Uno por la fuerza natural, como
cuando un hombre hace que sus hijos y los hijos de sus hijos le están sometidos,
siendo capaz de destruirlos si se niegan a ello; o que por actos de guerra somete a sus
enemigos a su voluntad, concediéndoles la vida a cambio de esa sumisión. Ocurre el
otro procedimiento cuando los hombres se ponen de acuerdo entre sí, para someterse
a algún hombre o asamblea de hombres voluntariamente, en la confianza de ser
protegidos por ellos contra todos los demás. En este último caso puede hablarse de
Estado político, o Estado por institución, y en el primero de Estado por adquisición.
En primer término voy a referirme al Estado por institución.
91
JOHN LOCKE: “Dos Tratados de Gobierno” (Segundo Ensayo).
Capítulo VII
Sec. 87. El hombre, habiendo nacido como se ha probado con el derecho a la libertad
perfecta y el libre goce de todos los derechos y privilegios de la ley natural, en
igualdad con cualquier otro hombre o grupo de hombres en el mundo, tenía por
naturaleza un poder, no solamente para proteger su propiedad, es decir, su vida, su
libertad y su patrimonio, en contra de los daños y ataques de otros hombres; sino
también para juzgar y castigar el quebrantamiento de dicha ley en los demás según
considere que merece la ofensa, incluso con la muerte en aquellos crímenes donde la
atrocidad del hecho lo requiera según su opinión. Pero debido a que ninguna sociedad
política puede existir ni subsistir sin tener el poder de proteger la propiedad y, con ese
fin, castigar las faltas de los miembros de dicha sociedad; hay y solo hay sociedad
política donde cada uno de los miembros ha renunciado a este poder natural,
entregándolo en las manos de la comunidad en todos los casos que no lo excluyen de
solicitar protección a la ley establecida por ella. Entonces, habiéndose eliminado todo
juicio personal de cualquier miembro en particular, la comunidad se convierte en
árbitro según reglas establecidas y vigentes, indiferente, igual para todas las partes; y
que a través de hombres con autoridad heredada de la comunidad para la ejecución de
dichas reglas, decide sobre todos los desacuerdos que puedan surgir entre los
miembros de esa sociedad relacionados con cualquier materia de derecho; y castiga
aquellas ofensas que algún miembro haya cometido en contra de la sociedad, con las
penas que haya establecido la ley: mediante lo cual resulta fácil discernir quienes
están juntos y quienes no en la sociedad política. Aquellos que están unidos en un
92
cuerpo y tienen establecida una ley común y un tribunal al cual recurrir, con la
autoridad para decidir las controversias entre ellos y castigar a los transgresores, están
unos con otros en sociedad civil; pero aquellos que no tienen esa instancia común,
todavía están en el estado natural, en que cada cual es juez y verdugo por sí mismo
donde no hay otro; lo cual es, como ya lo he mostrado antes, el perfecto estado de la
naturaleza.
93
RENÉ DESCARTES: “EL DISCURSO DEL MÉTODO”
(Segunda y Cuarta Parte)
SEGUNDA PARTE
94
ha dispuesto de esa suerte. Y si se considera que, sin embargo, siempre ha habido
unos oficiales encargados de cuidar de que los edificios de los particulares sirvan al
ornato público, bien se reconocerá cuán difícil es hacer cumplidamente las cosas
cuando se trabaja sobre lo hecho por otros. Así también, imaginaba yo que esos
pueblos que fueron antaño medio salvajes y han ido civilizándose poco a poco,
haciendo sus leyes conforme les iba obligando la incomodidad de los crímenes y
peleas, no pueden estar tan bien constituidos como los que, desde que se juntaron,
han venido observando las constituciones de algún prudente legislador. Como
también es muy cierto, que el estado de la verdadera religión, cuyas ordenanzas Dios
solo ha instituido, debe estar incomparablemente mejor arreglado que todos los
demás. Y para hablar de las cosas humanas, creo que si Esparta ha sido antaño muy
floreciente, no fue por causa de la bondad de cada una de sus leyes en particular, que
algunas eran muy extrañas y hasta contrarias a las buenas costumbres, sino porque,
habiendo sido inventadas por uno solo, todas tendían al mismo fin. Y así pensé yo
que las ciencias de los libros, por lo menos aquellas cuyas razones son solo probables
y carecen de demostraciones, habiéndose compuesto y aumentado poco a poco con
las opiniones de varias personas diferentes, no son tan próximas a la verdad como los
simples razonamientos que un hombre de buen sentido puede hacer, naturalmente,
acerca de las cosas que se presentan. Y también pensaba yo que, como hemos sido
todos nosotros niños antes de ser hombres y hemos tenido que dejarnos regir durante
mucho tiempo por nuestros apetitos y nuestros preceptores, que muchas veces eran
contrarios unos a otros, y ni unos ni otros nos aconsejaban acaso siempre lo mejor, es
casi imposible que sean nuestros juicios tan puros y tan sólidos como lo fueran si,
desde el momento de nacer, tuviéramos el uso pleno de nuestra razón y no
hubiéramos sido nunca dirigidos más que por ésta.
Verdad es que no vemos que se derriben todas las casas de una ciudad con el único
propósito de reconstruirlas en otra manera y de hacer más hermosas las calles; pero
vemos que muchos particulares mandan echar abajo sus viviendas para reedificarlas
y, muchas veces, son forzados a ello, cuando los edificios están en peligro de caerse,
por no ser ya muy firmes los cimientos. Ante cuyo ejemplo, llegué a persuadirme de
que no sería en verdad sensato que un particular se propusiera reformar un Estado
cambiándolo todo, desde los cimientos, y derribándolo para enderezarlo; ni aun
siquiera reformar el cuerpo de las ciencias o el orden establecido en las escuelas para
su enseñanza; pero que, por lo que toca a las opiniones, a que hasta entonces había
dado mi crédito, no podía yo hacer nada mejor que emprender de una vez la labor de
suprimirlas, para sustituirlas luego por otras mejores o por las mismas, cuando las
hubiere ajustado al nivel de la razón. Y tuve firmemente por cierto que, por este
medio, conseguiría dirigir mi vida mucho mejor que si me contentase con edificar
sobre cimientos viejos y me apoyase solamente en los principios que había aprendido
siendo joven, sin haber examinado nunca si eran o no verdaderos. Pues si bien en esta
95
empresa veía varias dificultades, no eran, empero, de las que no tienen remedio; ni
pueden compararse con las que hay en la reforma de las menores cosas que atañen a
lo público. Estos grandes cuerpos políticos, es muy difícil levantarlos, una vez que
han sido derribados, o aun sostenerlos en pie cuando se tambalean, y sus caídas son
necesariamente muy duras. Además, en lo tocante a sus imperfecciones, si las tienen -
y sólo la diversidad que existe entre ellos basta para asegurar que varios las tienen -,
el uso las ha suavizado mucho sin duda, y hasta ha evitado o corregido
insensiblemente no pocas de entre ellas, que con la prudencia no hubieran podido
remediarse tan eficazmente; y por último, son casi siempre más soportables que lo
sería el cambiarlas, como los caminos reales, que serpentean por las montañas, se
hacen poco a poco tan llanos y cómodos, por, el mucho tránsito, que es muy
preferible seguirlos, que no meterse en acortar, saltando por encima de las rocas y
bajando hasta el fondo de las simas.
Por todo esto, no puedo en modo alguno aplaudir a esos hombres de carácter
inquieto y atropellado que, sin ser llamados ni por su alcurnia ni por su fortuna al
manejo de los negocios públicos, no dejan de hacer siempre, en idea, alguna reforma
nueva; y si creyera que hay en este escrito la menor cosa que pudiera hacerme
sospechoso de semejante insensatez, no hubiera consentido en su publicación. Mis
designios no han sido nunca otros que tratar de reformar mis propios pensamientos y
edificar sobre un terreno que me pertenece a mí solo. Si, habiéndome gustado
bastante mi obra, os enseño aquí el modelo, no significa esto que quiera yo aconsejar
a nadie que me imite. Los que hayan recibido de Dios mejores y más abundantes
mercedes, tendrán, sin duda, más levantados propósitos; pero mucho me temo que
éste mío no sea ya demasiado audaz para algunas personas. Ya la mera resolución de
deshacerse de todas las opiniones recibidas anteriormente no es un ejemplo que todos
deban seguir. Y el mundo se compone casi sólo de dos especies de ingenios, a
quienes este ejemplo no conviene, en modo alguno, y son, a saber: de los que,
creyéndose más hábiles de lo que son, no pueden contener la precipitación de sus
juicios ni conservar la bastante paciencia para conducir ordenadamente todos sus
pensamientos; por donde sucede que, si una vez se hubiesen tomado la libertad de
dudar de los principios que han recibido y de apartarse del camino común, nunca
podrán mantenerse en la senda que hay que seguir para ir más en derechura, y
permanecerán extraviados toda su vida; y de otros que, poseyendo bastante razón o
modestia para juzgar que son menos capaces de distinguir lo verdadero de lo falso
que otras personas, de quienes pueden recibir instrucción, deben más bien contentarse
con seguir las opiniones de esas personas, que buscar por sí mismos otras mejores.
Y yo hubiera sido, sin duda, de esta última especie de ingenios, si no hubiese
tenido en mi vida más que un solo maestro o no hubiese sabido cuán diferentes han
sido, en todo tiempo, las opiniones de los más doctos. Mas, habiendo aprendido en el
colegio que no se puede imaginar nada, por extraño e increíble que sea, que no haya
96
sido dicho por alguno de los filósofos, y habiendo visto luego, en mis viajes, que no
todos los que piensan de modo contrario al nuestro son por ello bárbaros y salvajes,
sino que muchos hacen tanto o más uso que nosotros de la razón; y habiendo
considerado que un mismo hombre, con su mismo ingenio, si se ha criado desde niño
entre franceses o alemanes, llega a ser muy diferente de lo que sería si hubiese vivido
siempre entre chinos o caníbales; y que hasta en las modas de nuestros trajes, lo que
nos ha gustado hace diez años, y acaso vuelva a gustarnos dentro de otros diez, nos
parece hoy extravagante y ridículo, de suerte que más son la costumbre y el ejemplo
los que nos persuaden, que un conocimiento cierto; y que, sin embargo, la multitud de
votos no es una prueba que valga para las verdades algo difíciles de descubrir, porque
más verosímil es que un hombre solo dé con ellas que no todo un pueblo, no podía yo
elegir a una persona, cuyas opiniones me parecieran preferibles a las de las demás, y
me vi como obligado a emprender por mí mismo la tarea de conducirme.
Pero como hombre que tiene que andar solo y en la oscuridad, resolví ir tan
despacio y emplear tanta circunspección en todo, que, a trueque de adelantar poco,
me guardaría al menos muy bien de tropezar y caer. E incluso no quise empezar a
deshacerme por completo de ninguna de las opiniones que pudieron antaño deslizarse
en mi creencia, sin haber sido introducidas por la razón, hasta después de pasar buen
tiempo dedicado al proyecto de la obra que iba a emprender, buscando el verdadero
método para llegar al conocimiento de todas las cosas de que mi espíritu fuera capaz.
Había estudiado un poco, cuando era más joven, de las partes de la filosofía, la
lógica, y de las matemáticas, el análisis de los geómetras y el álgebra, tres artes o
ciencias que debían, al parecer, contribuir algo a mi propósito. Pero cuando las
examiné, hube de notar que, en lo tocante a la lógica, sus silogismos y la mayor parte
de las demás instrucciones que da, más sirven para explicar a otros las cosas ya sabidas
o incluso, como el arte de Lulio, para hablar sin juicio de las ignoradas, que para
aprenderlas. Y si bien contiene, en verdad, muchos, muy buenos y verdaderos
preceptos, hay, sin embargo, mezclados con ellos, tantos otros nocivos o superfluos,
que separarlos es casi tan difícil como sacar una Diana o una Minerva de un bloque de
mármol sin desbastar. Luego, en lo tocante al análisis de los antiguos y al álgebra de los
modernos, aparte de que no se refieren sino a muy abstractas materias, que no parecen
ser de ningún uso, el primero está siempre tan constreñido a considerar las figuras, que
no puede ejercitar el entendimiento sin cansar grandemente la imaginación; y en la
segunda, tanto se han sujetado sus cultivadores a ciertas reglas y a ciertas cifras, que
han hecho de ella un arte confuso y oscuro, bueno para enredar el ingenio, en lugar de
una ciencia que lo cultive. Por todo lo cual, pensé que había que buscar algún otro
método que juntase las ventajas de esos tres, excluyendo sus defectos.
Y como la multitud de leyes sirve muy a menudo de disculpa a los vicios, siendo
un Estado mucho mejor regido cuando hay pocas, pero muy estrictamente
observadas, así también, en lugar del gran número de preceptos que encierra la lógica,
97
creí que me bastarían los cuatro siguientes, supuesto que tomase una firme y
constante resolución de no dejar de observarlos una vez siquiera: Fue el primero, no
admitir como verdadera cosa alguna, como no supiese con evidencia que lo es; es
decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la prevención, y no comprender en
mis juicios nada más que lo que se presentase tan clara y distintamente a mí espíritu,
que no hubiese ninguna ocasión de ponerlo en duda. El segundo, dividir cada una de
las dificultades, que examinare, en cuantas partes fuere posible y en cuantas
requiriese su mejor solución. El tercero, conducir ordenadamente mis pensamientos,
empezando por los objetos más simples y más fáciles de conocer, para ir ascendiendo
poco a poco, gradualmente, hasta el conocimiento de los más compuestos, e incluso
suponiendo un orden entre los que no se preceden naturalmente. Y el último, hacer en
todo unos recuentos tan integrales y unas revisiones tan generales, que llegase a estar
seguro de no omitir nada.
Esas largas series de trabadas razones muy simples y fáciles, que los geómetras
acostumbran emplear, para llegar a sus más difíciles demostraciones, habíanme dado
ocasión de imaginar que todas las cosas, de que el hombre puede adquirir conocimiento,
se siguen unas a otras en igual manera, y que, con sólo abstenerse de admitir como
verdadera una que no lo sea y guardar siempre el orden necesario para deducirlas unas de
otras, no puede haber ninguna, por lejos que se halle situada o por oculta que esté, que no
se llegue a alcanzar y descubrir. Y no me cansé mucho en buscar por cuáles era preciso
comenzar, pues ya sabía que por las más simples y fáciles de conocer; y considerando
que, entre todos los que hasta ahora han investigado la verdad en las ciencias, sólo los
matemáticos han podido encontrar algunas demostraciones, esto es, algunas razones
ciertas y evidentes, no dudaba de que había que empezar por las mismas que ellos han
examinado, aun cuando no esperaba sacar de aquí ninguna otra utilidad, sino acostumbrar
mi espíritu a saciarse de verdades y a no contentarse con falsas razones. Mas no por eso
concebí el propósito de procurar aprender todas las ciencias particulares denominadas
comúnmente matemáticas, y viendo que, aunque sus objetos son diferentes, todas, sin
embargo, coinciden en que no consideran sino las varias relaciones o proporciones que se
encuentran en los tales objetos, pensé que más valía limitarse a examinar esas
proporciones en general, suponiéndolas solo en aquellos asuntos que sirviesen para
hacerme más fácil su conocimiento y hasta no sujetándolas a ellos de ninguna manera,
para poder después aplicarlas tanto más libremente a todos los demás a que pudieran
convenir. Luego advertí que, para conocerlas, tendría a veces necesidad de considerar
cada una de ellas en particular, y otras veces, tan solo retener o comprender varias juntas,
y pensé que, para considerarlas mejor en particular, debía suponerlas en líneas, porque no
encontraba nada más simple y que más distintamente pudiera yo representar a mi
imaginación y mis sentidos; pero que, para retener o comprender varias juntas, era
necesario que las explicase en algunas cifras, las más cortas que fuera posible; y que, por
98
este medio, tomaba lo mejor que hay en el análisis geométrico y en el álgebra, y corregía
así todos los defectos de una por el otro.
Y, efectivamente, me atrevo a decir que la exacta observación de los pocos preceptos
por mí elegidos, me dio tanta facilidad para desenmarañar todas las cuestiones de que
tratan esas dos ciencias, que en dos o tres meses que empleé en examinarlas, habiendo
comenzado por las más simples y generales, y siendo cada verdad que encontraba una
regla que me servía luego para encontrar otras, no sólo conseguí resolver varias
cuestiones, que antes había considerado como muy difíciles, sino que hasta me pareció
también, hacia el final, que, incluso en las que ignoraba, podría determinar por qué
medios y hasta dónde era posible resolverlas. En lo cual, acaso no me acusaréis de
excesiva vanidad si consideráis que, supuesto que no hay sino una verdad en cada cosa,
el que la encuentra sabe todo lo que se puede saber de ella; y que, por ejemplo, un niño
que sabe aritmética y hace una suma conforme a las reglas, puede estar seguro de haber
hallado, acerca de la suma que examinaba, todo cuanto el humano ingenio pueda hallar;
porque al fin y al cabo el método que enseña a seguir el orden verdadero y a recontar
exactamente las circunstancias todas de lo que se busca, contiene todo lo que confiere
certidumbre a las reglas de la aritmética.
Pero lo que más contento me daba en este método era que, con él, tenía la seguridad
de emplear mi razón en todo, si no perfectamente, por lo menos lo mejor que fuera en mi
poder. Sin contar con que, aplicándolo, sentía que mi espíritu se iba acostumbrando poco
a poco a concebir los objetos con mayor claridad y distinción y que, no habiéndolo
sujetado a ninguna materia particular, prometíame aplicarlo con igual fruto a las
dificultades de las otras ciencias, como lo había hecho a las del álgebra. No por eso me
atreví a empezar luego a examinar todas las que se presentaban, pues eso mismo fuera
contrario al orden que el método prescribe; pero habiendo advertido que los principios de
las ciencias tenían que estar todos tomados de la filosofía, en la que aun no hallaba
ninguno que fuera cierto, pensé que ante todo era preciso procurar establecer algunos de
esta clase y, siendo esto la cosa más importante del mundo y en la que son más de temer
la precipitación y la prevención, creí que no debía acometer la empresa antes de haber
llegado a más madura edad que la de veintitrés años, que entonces tenía, y de haber
dedicado buen espacio de tiempo a prepararme, desarraigando de mi espíritu todas las
malas opiniones a que había dado entrada antes de aquel tiempo, haciendo también
acopio de experiencias varias, que fueran después la materia de mis razonamientos y, por
último, ejercitándome sin cesar en el método que me había prescrito, para afianzarlo
mejor en mi espíritu.
CUARTA PARTE
No sé si debo hablaros de las primeras meditaciones que hice allí, pues son tan
metafísicas y tan fuera de lo común, que quizá no gusten a todo el mundo. Sin
99
embargo, para que se pueda apreciar si los fundamentos que he tomado son bastante
firmes, me veo en cierta manera obligado a decir algo de esas reflexiones. Tiempo ha
que había advertido que, en lo tocante a las costumbres, es a veces necesario seguir
opiniones que sabemos muy inciertas, como si fueran indudables, y esto se ha dicho
ya en la parte anterior; pero, deseando yo en esta ocasión ocuparme tan sólo de
indagar la verdad, pensé que debía hacer lo contrario y rechazar como absolutamente
falso todo aquello en que pudiera imaginar la menor duda, con el fin de ver si,
después de hecho esto, no quedaría en mi creencia algo que fuera enteramente
indudable. Así, puesto que los sentidos nos engañan, a las veces, quise suponer que
no hay cosa alguna que sea tal y como ellos nos la presentan en la imaginación; y
puesto que hay hombres que yerran al razonar, aun acerca de los más simples asuntos
de geometría, y cometen paralogismos, juzgué que yo estaba tan expuesto al error
como otro cualquiera, y rechacé como falsas todas las razones que anteriormente
había tenido por demostrativas; y, en fin, considerando que todos los pensamientos
que nos vienen estando despiertos pueden también ocurrírsenos durante el sueño, sin
que ninguno entonces sea verdadero, resolví fingir que todas las cosas, que hasta
entonces habían entrado en mi espíritu, no eran más verdaderas que las ilusiones de
mis sueños. Pero advertí luego que, queriendo yo pensar, de esa suerte, que todo es
falso, era necesario que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa; y observando que esta
verdad: «yo pienso, luego soy», era tan firme y segura que las más extravagantes
suposiciones de los escépticos no son capaces de conmoverla, juzgué que podía
recibirla sin escrúpulo, como el primer principio de la filosofía que andaba buscando.
Examiné después atentamente lo que yo era, y viendo que podía fingir que no tenía
cuerpo alguno y que no había mundo ni lugar alguno en el que yo me encontrase,
pero que no podía fingir por ello que yo no fuese, sino al contrario, por lo mismo que
pensaba en dudar de la verdad de las otras cosas, se seguía muy cierta y
evidentemente que yo era, mientras que, con sólo dejar de pensar, aunque todo lo
demás que había imaginado fuese verdad, no tenía ya razón alguna para creer que yo
era, conocí por ello que yo era una sustancia cuya esencia y naturaleza toda es pensar,
y que no necesita, para ser, de lugar alguno, ni depende de cosa alguna material; de
suerte que este yo, es decir, el alma, por la cual yo soy lo que soy, es enteramente
distinta del cuerpo y hasta más fácil de conocer que éste y, aunque el cuerpo no fuese,
el alma no dejaría de ser cuanto es.
Después de esto, consideré, en general, lo que se requiere en una proposición para
que sea verdadera y cierta; pues ya que acababa de hallar una que sabía que lo era,
pensé que debía saber también en qué consiste esa certeza. Y habiendo notado que en
la proposición: «yo pienso, luego soy», no hay nada que me asegure que digo verdad,
sino que veo muy claramente que para pensar es preciso ser, juzgué que podía admitir
esta regla general: que las cosas que concebimos muy clara y distintamente son todas
100
verdaderas; pero que sólo hay alguna dificultad en notar cuáles son las que
concebimos distintamente.
Después de lo cual, hube de reflexionar que, puesto que yo dudaba, no era mi ser
enteramente perfecto, pues veía claramente que hay más perfección en conocer que
en dudar; y se me ocurrió entonces indagar por dónde había yo aprendido a pensar en
algo más perfecto que yo; y conocí evidentemente que debía de ser por alguna
naturaleza que fuese efectivamente más perfecta. En lo que se refiere a los
pensamientos, que en mí estaban, de varias cosas exteriores a mí, como son el cielo,
la tierra, la luz, el calor y otros muchos, no me preocupaba mucho el saber de dónde
procedían, porque, no viendo en esas cosas nada que me pareciese hacerlas superiores
a mí, podía creer que, si eran verdaderas, eran unas dependencias de mi naturaleza, en
cuanto que ésta posee alguna perfección, y si no lo eran, procedían de la nada, es
decir, estaban en mí, porque hay en mí algún defecto. Pero no podía suceder otro
tanto con la idea de un ser más perfecto que mi ser; pues era cosa manifiestamente
imposible que la tal idea procediese de la nada; y como no hay menor repugnancia en
pensar que lo más perfecto sea consecuencia y dependencia de lo menos perfecto, que
en pensar que de nada provenga algo, no podía tampoco proceder de mí mismo; de
suerte que sólo quedaba que hubiese sido puesta en mí por una naturaleza
verdaderamente más perfecta que yo soy, y poseedora inclusive de todas las
perfecciones de que yo pudiera tener idea; esto es, para explicarlo en una palabra, por
Dios. A esto añadí que, supuesto que yo conocía algunas perfecciones que me
faltaban, no era yo el único ser que existiese (aquí, si lo permitís, haré uso libremente
de los términos de la escuela), sino que era absolutamente necesario que hubiese
algún otro ser más perfecto de quien yo dependiese y de quien hubiese adquirido todo
cuanto yo poseía; pues si yo fuera solo e independiente de cualquier otro ser, de tal
suerte que de mí mismo procediese lo poco en que participaba del ser perfecto,
hubiera podido tener por mí mismo también, por idéntica razón, todo lo demás que yo
sabía faltarme, y ser, por lo tanto, yo infinito, eterno, inmutable, omnisciente,
omnipotente, y, en fin, poseer todas las perfecciones que podía advertir en Dios. Pues,
en virtud de los razonamientos que acabo de hacer, para conocer la naturaleza de Dios
hasta donde la mía es capaz de conocerla, bastábame considerar todas las cosas de
que hallara en mí mismo alguna idea y ver si era o no perfección el poseerlas; y
estaba seguro de que ninguna de las que indicaban alguna imperfección está en Dios,
pero todas las demás sí están en él; así veía que la duda, la inconstancia, la tristeza y
otras cosas semejantes no pueden estar en Dios, puesto que mucho me holgara yo de
verme libre de ellas. Además, tenía yo ideas de varias cosas sensibles y corporales;
pues aun suponiendo que soñaba y que todo cuanto veía e imaginaba era falso, no
podía negar, sin embargo, que esas ideas estuvieran verdaderamente en mi
pensamiento. Mas habiendo ya conocido en mí muy claramente que la naturaleza
inteligente es distinta de la corporal, y considerando que toda composición denota
101
dependencia, y que la dependencia es manifiestamente un defecto, juzgaba por ello
que no podía ser una perfección en Dios el componerse de esas dos naturalezas, y
que, por consiguiente, Dios no era compuesto; en cambio, si en el mundo había
cuerpos, o bien algunas inteligencias u otras naturalezas que no fuesen del todo
perfectas, su ser debía depender del poder divino, hasta el punto de no poder subsistir
sin él un solo instante.
Quise indagar luego otras verdades; y habiéndome propuesto el objeto de los
geómetras, que concebía yo como un cuerpo continuo o un espacio infinitamente
extenso en longitud, anchura y altura o profundidad, divisible en varias partes que
pueden tener varias figuras y magnitudes y ser movidas o trasladadas en todos los
sentidos, pues los geómetras suponen todo eso en su objeto, repasé algunas de sus
más simples demostraciones, y habiendo advertido que esa gran certeza que todo el
mundo atribuye a estas demostraciones, se funda tan sólo en que se conciben con
evidencia, según la regla antes dicha, advertí también que no había nada en ellas que
me asegurase de la existencia de su objeto; pues, por ejemplo, yo veía bien que, si
suponemos un triángulo, es necesario que los tres ángulos sean iguales a dos rectos;
pero nada veía que me asegurase que en el mundo hay triángulo alguno; en cambio, si
volvía a examinar la idea que yo tenía de un ser perfecto, encontraba que la existencia
está comprendida en ella del mismo modo que en la idea de un triángulo está
comprendido el que sus tres ángulos sean iguales a dos rectos o, en la de una esfera,
el que todas sus partes sean igualmente distantes del centro, y hasta con más
evidencia aún; y que, por consiguiente, tan cierto es por lo menos, que Dios, que es
ese ser perfecto, es o existe, como lo pueda ser una demostración de geometría.
Pero si hay algunos que están persuadidos de que es difícil conocer lo que sea
Dios, y aun lo que sea el alma, es porque no levantan nunca su espíritu por encima de
las cosas sensibles y están tan acostumbrados a considerarlo todo con la imaginación
–que es un modo de pensar particular para las cosas materiales–, que lo que no es
imaginable les parece ininteligible. Lo cual está bastante manifiesto en la máxima que
los mismos filósofos admiten como verdadera en las escuelas, y que dice que nada
hay en el entendimiento que no haya estado antes en el sentido, en donde, sin
embargo, es cierto que nunca han estado las ideas de Dios y del alma; y me parece
que los que quieren hacer uso de su imaginación para comprender esas ideas, son
como los que para oír los sonidos u oler los olores quisieran emplear los ojos; y aun
hay esta diferencia entre aquéllos y éstos: que el sentido de la vista no nos asegura
menos de la verdad de sus objetos que el olfato y el oído de los suyos, mientras que ni
la imaginación ni los sentidos pueden asegurarnos nunca cosa alguna, como no
intervenga el entendimiento.
En fin, si aun hay hombres a quienes las razones que he presentado no han
convencido bastante de la existencia de Dios y del alma, quiero que sepan que todas
las demás cosas que acaso crean más seguras, como son que tienen un cuerpo, que
102
hay astros, y una tierra, y otras semejantes, son, sin embargo, menos ciertas; pues, si
bien tenemos una seguridad moral de esas cosas, tan grande que parece que, a menos
de ser un extravagante, no puede nadie ponerlas en duda, sin embargo, cuando se
trata de una certidumbre metafísica, no se puede negar, a no ser perdiendo la razón,
que no sea bastante motivo, para no estar totalmente seguro, el haber notado que
podemos de la misma manera imaginar en sueños que tenemos otro cuerpo y que
vemos otros astros y otra tierra, sin que ello sea así. Pues ¿cómo sabremos que los
pensamientos que se nos ocurren durante el sueño son falsos, y que no lo son los que
tenemos despiertos, si muchas veces sucede que aquéllos no son menos vivos y
expresos que éstos? Y por mucho que estudien los mejores ingenios, no creo que
puedan dar ninguna razón bastante a levantar esa duda, como no presupongan la
existencia de Dios. Pues, en primer lugar, esa misma regla que antes he tomado, a
saber: que las cosas que concebimos muy clara y distintamente son todas verdaderas;
esa misma regla recibe su certeza sólo de que Dios es o existe, y de que es un ser
perfecto, y de que todo lo que está en nosotros proviene de él; de donde se sigue que,
siendo nuestras ideas o nociones, cuando son claras y distintas, cosas reales y
procedentes de Dios, no pueden por menos de ser también, en ese respecto,
verdaderas. De suerte que si tenemos con bastante frecuencia ideas que encierran
falsedad, es porque hay en ellas algo confuso y oscuro, y en este respecto participan
de la nada; es decir, que si están así confusas en nosotros, es porque no somos
totalmente perfectos. Y es evidente que no hay menos repugnancia en admitir que la
falsedad o imperfección proceda como tal de Dios mismo, que en admitir que la
verdad o la perfección procede de la nada. Mas si no supiéramos que todo cuanto en
nosotros es real y verdadero proviene de un ser perfecto e infinito, entonces, por
claras y distintas que nuestras ideas fuesen, no habría razón alguna que nos asegurase
que tienen la perfección de ser verdaderas.
Así, pues, habiéndonos el conocimiento de Dios y del alma testimoniado la certeza
de esa regla, resulta bien fácil conocer que los ensueños, que imaginamos dormidos,
no deben, en manera alguna, hacernos dudar de la verdad de los pensamientos que
tenemos despiertos. Pues si ocurriese que en sueño tuviera una persona una idea muy
clara y distinta, como por ejemplo, que inventase un geómetra una demostración
nueva, no sería ello motivo para impedirle ser verdadera; y en cuanto al error más
corriente en muchos sueños, que consiste en representarnos varios objetos del mismo
modo como nos los representan los sentidos exteriores, no debe importarnos que nos
dé ocasión de desconfiar de la verdad de esas tales ideas, porque también pueden los
sentidos engañarnos con frecuencia durante la vigilia, como los que tienen ictericia lo
ven todo amarillo, o como los astros y otros cuerpos muy lejanos nos parecen mucho
más pequeños de lo que son. Pues, en último término, despiertos o dormidos, no
debemos dejarnos persuadir nunca sino por la evidencia de la razón. Y nótese bien
que digo de la razón, no de la imaginación ni de los sentidos; como asimismo, porque
103
veamos el sol muy claramente, no debemos por ello juzgar que sea del tamaño que le
vemos; y muy bien podemos imaginar distintamente una cabeza de león pegada al
cuerpo de una cabra, sin que por eso haya que concluir que en el mundo existe la
quimera, pues la razón no nos dice que lo que así vemos o imaginamos sea verdadero;
pero nos dice que todas nuestras ideas o nociones deben tener algún fundamento de
verdad; pues no fuera posible que Dios, que es todo perfecto y verdadero, las pusiera
sin eso en nosotros; y puesto que nuestros razonamientos nunca son tan evidentes y
tan enteros cuando soñamos que cuando estamos despiertos, si bien a veces nuestras
imaginaciones son tan vivas y expresivas y hasta más en el sueño que en la vigilia,
por eso nos dice la razón, que, no pudiendo ser verdaderos todos nuestros
pensamientos, porque no somos totalmente perfectos, deberá infaliblemente hallarse
la verdad más bien en los que pensemos estando despiertos, que en los que tengamos
estando dormidos.
104
JUAN JACOBO ROUSSEAU: “DEL CONTRATO SOCIAL”
(Libro I, Capítulos 6 y 7; y Libro II, Capítulos 1,2,3 y 4)
LIBRO PRIMERO
Supongo a los hombres llegados a un punto en que los obstáculos que perjudican a su
conservación en el estado de naturaleza logran vencer, mediante su resistencia, a la
fuerza que cada individuo puede emplear para mantenerse en dicho estado. Desde
este momento, el estado primitivo no puede subsistir, y el género humano perecería si
no cambiase de manera de ser.
Ahora bien; como los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas, sino unir y
dirigir las que existen, no tienen otro medio de conservarse que formar por
agregación una suma de fuerzas que pueda exceder a la resistencia, ponerlas en juego
por un solo móvil y hacerlas obrar en armonía.
Esta suma de fuerzas no puede nacer sino del concurso de muchos; pero siendo la
fuerza y la libertad de cada hombre los primeros instrumentos de su conservación,
¿cómo va a comprometerlos sin perjudicarse y sin olvidar los cuidados que se debe?
Esta dificultad, referida a nuestro problema, puede anunciarse en estos términos:
“Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja de toda fuerza común a la
persona y a los bienes de cada asociado, y por virtud de la cual cada uno, uniéndose a
todos, no obedezca sino a sí mismo y quede tan libre como antes”. Tal es el problema
fundamental, al cual da solución el Contrato social.
Las cláusulas de este contrato se hallan determinadas hasta tal punto por la
naturaleza del acto, que la menor modificación las haría vanas y de efecto nulo; de
suerte que, aun cuando jamás hubiesen podido ser formalmente enunciadas, son en
105
todas partes las mismas y doquiera están tácitamente admitidas y reconocidas, hasta
que, una vez violado el pacto social, cada cual vuelve a la posesión de sus primitivos
derechos y a recobrar su libertad natural, perdiendo la convencional, por la cual
renunció a aquélla.
Estas cláusulas, debidamente entendidas, se reducen todas a una sola, a saber: la
enajenación total de cada asociado con todos sus derechos a toda la humanidad;
porque, en primer lugar, dándose cada uno por entero, la condición es la misma para
todos, y siendo la condición igual para todos, nadie tiene interés en hacerla onerosa a
los demás.
Es más: cuando la enajenación se hace sin reservas, la unión llega a ser lo más
perfecta posible y ningún asociado tiene nada que reclamar, porque si quedasen
reservas en algunos derechos, los particulares, como no habría ningún superior
común que pudiese fallar entre ellos y el público, siendo cada cual su propio juez en
algún punto, pronto pretendería serlo en todos, y el estado de naturaleza subsistiría y
la asociación advendría necesariamente tiránico o vana.
En fin, dándose cada cual a todos, no se da a nadie, y como no hay un asociado,
sobre quien no se adquiera el mismo derecho que se le concede sobre sí, se gana el
equivalente de todo lo que se pierde y más fuerza para conservar lo que se tiene.
Por tanto, si se elimina del pacto social lo que no le es de esencia, nos encontramos
con que se reduce a los términos siguientes: “Cada uno de nosotros pone en común su
persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, y nosotros
recibimos además a cada miembro como parte indivisible del todo”. Este acto
produce inmediatamente, en vez de la persona particular de cada contratante, un
cuerpo moral y colectivo, compuesto de tantos miembros como votos tiene la
asamblea, el cual recibe de este mismo acto su unidad, su yo común, su vida y su
voluntad. Esta persona pública que así se forma, por la unión de todos los demás,
tomaba en otro tiempo el nombre de ciudad 1 y toma ahora el de república o de
cuerpo político, que es llamado por sus miembros Estado, cuando es pasivo;
soberano, cuando es activo; poder, al compararlo a sus semejantes; respecto a los
1
El verdadero sentido de esta palabra se ha perdido casi por completo modernamente: la mayor parte
toman una aldea por una ciudad y un burgués por un ciudadano. No saben que las casas forman la
aldea: pero que los ciudadanos constituyen la ciudad. Este mismo error costó caro en otro tiempo a los
cartagineses. No he leído que el título de cives haya sido dado nunca al súbdito de un príncipe, ni aun
antiguamente a los macedonios, ni en nuestros días a los ingleses aunque se hallen más próximos a la
libertad que los demás. Tan sólo los franceses toman todos familiarmente este nombre de ciudadanos
porque no tienen una verdadera idea de él como puede verse en sus diccionarios, sin lo cual caerían, al
usurparlo, en el delito de lesa majestad: este nombre, entre ellos, expresa una virtud y no un derecho.
Cuando Bodin ha querido hablar de nuestros ciudadanos y burgueses, ha cometido un error tomando a
unos por otros. N. d’Alembert no se ha equivocado. y ha distinguido bien, en su, artículo Ginebra las
cuatro clases de hombres –hasta cinco contando a los extranjeros– que se encuentran en nuestra
ciudad, y de las cuales solamente dos componen la República. Ningún otro autor francés, que yo sepa,
ha comprendido el verdadero sentido de la palabra ciudadano.
106
asociados, toman colectivamente el nombre de pueblo, y se llaman en particular
ciudadanos, en cuanto son participantes de la autoridad soberana, y súbditos, en
cuanto sometidos a las leyes del Estado. Pero estos términos se confunden
frecuentemente y se toman unos por otros; basta con saberlos distinguir cuando se
emplean en toda su precisión.
107
es imposible que el cuerpo quiera perjudicar a todos sus miembros, y ahora veremos
cómo no puede perjudicar a ninguno en particular. El soberano, sólo por ser lo que es,
es siempre lo que debe ser.
Mas no ocurre lo propio con los súbditos respecto al soberano, de cuyos
compromisos, a pesar del interés común, nada respondería si no encontrase medios de
asegurarse de su fidelidad. En efecto; cada individuo puede como hombre tener una
voluntad particular contraria o disconforme con la voluntad general que tiene como
ciudadano; su interés particular puede hablarle de un modo completamente distinto de
como lo hace el interés común; su existencia, absoluta y naturalmente independiente,
le puede llevar a considerar lo que debe a la causa común, como una contribución
gratuita, cuya pérdida será menos perjudicial a los demás que oneroso es para él el
pago, y considerando la persona moral que constituye el Estado como un ser de
razón, ya que no es un hombre, gozaría de los derechos del ciudadano sin querer
llenar los deberes del súbdito, injusticia cuyo progreso causaría la ruina del cuerpo
político.
Por tanto, a fin de que este pacto social no sea una vana fórmula, encierra
tácitamente este compromiso: que sólo por sí puede dar fuerza a los demás, y que
quienquiera se niegue a obedecer la voluntad general será obligado a ello por todo el
cuerpo. Esto no significa otra cosa sino que se le obligará a ser libre, pues es tal la
condición, que dándose cada ciudadano a la patria le asegura de toda dependencia
personal; condición que constituye el artificio y el juego de la máquina política y que
es la única que hace legítimos los compromisos civiles, los cuales sin esto serían
absurdos, tiránicos y estarían sujetos a los más enormes abusos.
LIBRO SEGUNDO
108
representado más que por sí mismo: el poder es susceptible de ser transmitido, mas
no la voluntad.
En efecto: si bien no es imposible que una voluntad particular concuerde en algún
punto con la voluntad general, sí lo es, al menos, que esta armonía sea duradera y
constante, porque la voluntad particular tiende por su naturaleza al privilegio y la
voluntad general a la igualdad. Es aún más imposible que exista una garantía de esta
armonía, aun cuando siempre debería existir; esto no sería un efecto del arte, sino del
azar. El soberano puede muy bien decir: “Yo quiero actualmente lo que quiere tal
hombre o, por lo menos, lo que dice querer”; pero no puede decir: “Lo que este
hombre querrá mañana yo lo querré también”; puesto que es absurdo que la voluntad
se eche cadenas para el porvenir y porque no depende de ninguna voluntad el
consentir en nada que sea contrario al bien del ser que quiere. Si, pues, el pueblo
promete simplemente obedecer, se disuelve por este acto y pierde su cualidad de
pueblo; en el instante en que hay un señor, ya no hay soberano, y desde entonces el
cuerpo político queda destruido.
No quiere esto decir que las órdenes de los jefes no pueden pasar por voluntades
generales, en cuanto el soberano, libre para oponerse, no lo hace. En casos tales, es
decir, en casos de silencio universal, se debe presumir el consentimiento del pueblo.
Esto se explicará más detenidamente.
1
Para que una voluntad sea general, no siempre es necesario que sea unánime; pero es preciso que
todas las voces sean tenidas en cuenta: una exclusión formal rompe la generalidad.
109
Semejantes son los juegos malabares de nuestros políticos: después de haber
despedazado el cuerpo social, por un prestigio digno de la magia reúnen los pedazos
no se sabe cómo.
Este error procede de no haberse formado noción exacta de la autoridad soberana y
de haber considerado como partes de esa autoridad lo que no eran sino emanaciones
de ella. Así, por ejemplo, se ha considerado el acto de declarar la guerra y el de hacer
la paz como actos de soberanía; cosa inexacta, puesto que cada uno de estos actos no
constituye una ley, sino solamente una aplicación de la ley, un acto particular que
determina el caso de la ley, como se verá claramente cuando se fije la idea que va
unida a la palabra ley.
Siguiendo el análisis de las demás divisiones, veríamos que siempre que se cree
ver la soberanía dividida se equivoca uno; que los derechos que se toman como parte
de esta soberanía le están todos subordinados y suponen siempre voluntades
supremas, de las cuales estos hechos no son sino su ejecución.
No es posible expresar cuánta oscuridad ha lanzado esta falta de exactitud sobre
las divisiones de los autores en materia de Derecho político cuando han querido
juzgar de los derechos respectivos de los reyes y de los pueblos sobre los principios
que habían establecido. Todo el que quiera puede ver en los capítulos III y IV del
primer libro de Grocio cómo este sabio y su traductor Barbeyrac se confunden y
enredan en sus sofismas por temor a decir demasiado, o de no decir bastante, según
sus puntos de vista, y de hacer chocar los intereses que debían conciliar. Grocio,
refugiado en Francia, descontento de su patria y queriendo hacer la corte a Luis XIII,
a quien iba dedicado su libro, no perdona medio de despojar a los pueblos de todos
sus derechos y de adornar a los reyes con todo el arte posible. Éste hubiese sido
también el gusto de Barbeyrac, que dedicaba su traducción al rey de Inglaterra Jorge
I. Pero, desgraciadamente, la expulsión de Jacobo II, que él llama abdicación, le
obliga a guardar reservas, a soslayar, a tergiversar, para no hacer de Guillermo un
usurpador. Si estos dos escritores hubiesen adoptado los verdaderos principios, se
habrían salvado todas las dificultades y habrían sido siempre consecuentes; pero
hubieran dicho, por desgracia, la verdad y no hubiesen hecho la corte más que al
pueblo. Ahora bien; la verdad no conduce al lucro, y el pueblo no da embajadas, ni
sedes, ni pensiones.
110
CAPÍTULO III: Sobre si la voluntad general puede errar
Se sigue de todo lo que precede que la voluntad general es siempre recta y tiende a la
utilidad pública; pero no que las deliberaciones del pueblo ofrezcan siempre la misma
rectitud. Se quiere siempre el bien propio; pero no siempre se le conoce. Nunca se
corrompe al pueblo; pero frecuentemente se le engaña, y solamente entonces es
cuando parece querer lo malo.
Hay, con frecuencia, bastante diferencia entre la voluntad de todos y la voluntad
general. Ésta no tiene en cuenta sino el interés común; la otra se refiere al interés
privado, y no es sino una suma de voluntades particulares. Pero quitad de estas
mismas voluntades el más y el menos, que se destruyen mutuamente, y queda como
suma de las diferencias la voluntad general1.
Si cuando el pueblo delibera, una vez suficientemente informado, no mantuviesen
los ciudadanos ninguna comunicación entre sí, del gran número de las pequeñas
diferencias resultaría la voluntad general y la deliberación sería siempre buena. Mas
cuando se desarrollan intrigas y se forman asociaciones parciales a expensas de la
asociación total, la voluntad de cada una de estas asociaciones se convierte en
general, con relación a sus miembros, y en particular con relación al Estado; entonces
no cabe decir que hay tantos votantes como hombres, por tanto como asociaciones.
Las diferencias se reducen y dan un resultado menos general. Finalmente, cuando una
de estas asociaciones es tan grande que excede a todas las demás, no tendrá como
resultado una suma de pequeñas diferencias, sino una diferencia única; entonces no
hay ya voluntad general, y la opinión que domina no es sino una opinión particular.
Importa, pues, para poder fijar bien el enunciado de la voluntad general, que no
haya ninguna sociedad parcial en el Estado y que cada ciudadano opine
exclusivamente según él mismo; tal fue la única y sublime institución del gran
Licurgo. Si existen sociedades parciales, es preciso multiplicar el número de ellas y
prevenir la desigualdad, como hicieron Solón, Numa y Servio. Estas precauciones son
las únicas buenas para que la voluntad general se manifieste siempre y para que el
pueblo no se equivoque nunca.
1
“Cada interés –dice el marqués de Argenson– tiene principios diferentes. La armonía entre dos
intereses particulares se forma por oposición al de un tercero”. Se hubiera podido añadir que la
concordancia de todos los intereses se forma por oposición al de cada uno de ellos. Si no hubiese
intereses diferentes, apenas se apreciaría el interés común, que jamás encontraría un obstáculo: todo
marcharía por sí mismo y la política dejaría de ser un arte.
111
CAPÍTULO IV: De los límites del poder soberano
Si el Estado o la ciudad no es sino una persona moral, cuya vida consiste en la unión
de sus miembros, y si el más importante de sus cuidados es el de su propia
conservación, le es indispensable una fuerza universal y compulsivo que mueva y
disponga cada parte del modo más conveniente para el todo. De igual modo que la
Naturaleza da a cada hombre un poder absoluto sobre sus miembros, así el pacto
social da al cuerpo político un poder absoluto sobre todo lo suyo. Este mismo poder
es el que, dirigido por la voluntad general, lleva el nombre de soberanía.
Pero, además de la persona pública, tenemos que considerar las personas privadas
que la componen, y cuya vida y libertad son naturalmente independientes de ella. Se
trata, pues, de distinguir bien los derechos respectivos de los ciudadanos y del
soberano 1, así como los deberes que tienen que llenar los primeros, en calidad de
súbditos del derecho natural, cualidad de que deben gozar por el hecho de ser
hombres.
Se conviene en que todo lo que cada uno enajena de su poder mediante el pacto
social, de igual suerte que se enajena de sus bienes, de su libertad, es solamente la
parte de todo aquello cuyo uso importa a la comunidad; mas es preciso convenir
también que sólo el soberano es juez para apreciarlo.
Cuantos servicios pueda un ciudadano prestar al Estado se los debe prestar en el
acto en que el soberano se los pida; pero éste, por su parte, no puede cargar a sus
súbditos con ninguna cadena que sea inútil a la comunidad, ni siquiera puede
desearlo: porque bajo la ley de la razón no se hace nada sin causa, como asimismo
ocurre bajo la ley de la Naturaleza.
Los compromisos que nos ligan al cuerpo social no son obligatorios sino porque
son mutuos, y su naturaleza es tal, que al cumplirlos no se puede trabajar para los
demás sin trabajar también para sí. ¿Por qué la voluntad general es siempre recta, y
por qué todos quieren constantemente la felicidad de cada uno de ellos, si no es
porque no hay nadie que no se apropie estas palabras de cada uno y que no piense en
sí mismo al votar para todos?. Lo que prueba que la igualdad de derecho y la noción
de justicia que produce se derivan de la preferencia que cada uno se da y, por
consiguiente, de la naturaleza del hombre; que la voluntad general, para ser
verdaderamente tal, debe serlo en su objeto tanto como en su esencia; que debe partir
de todos, para aplicarse a todos, y que pierde su natural rectitud cuando tiende a algún
objeto individual y determinado, porque entonces, juzgando de lo que nos es extraño,
no tenemos ningún verdadero principio de equidad que nos guíe.
1
Atentos lectores: no es apresuréis, os lo ruego, a acusarme aquí de contradicción. No he podido
evitarlo en los términos, dada la pobreza de la lengua: mas esperad.
112
En efecto; tan pronto como se trata de un hecho o de un derecho particular sobre
un punto que no ha sido reglamentado por una convención general y anterior, el
asunto adviene contencioso: es un proceso en que los particulares interesados son una
de las partes, y el público la otra; pero en el que no ve ni la ley que es preciso seguir
ni el juicio que debe pronunciar. Sería ridículo entonces quererse referir a una expresa
decisión de la voluntad general, que no puede ser sino la conclusión de una de las
partes, y que, por consiguiente, no es para la otra sino una voluntad extraña,
particular, llevada en esta ocasión a la injusticia y sujeta al error.
Así, del mismo modo que una voluntad particular no puede representar la voluntad
general, ésta, a su vez, cambia de naturaleza teniendo un objeto particular, y no
puede, como general, pronunciarse ni sobre un hombre ni sobre un hecho. Cuando el
pueblo de Atenas, por ejemplo, nombraba o deponía sus jefes, otorgaba honores al
uno, imponía penas al otro y, por multitud de decretos particulares, ejercía
indistintamente todos los actos del gobierno, el pueblo entonces no tenía la voluntad
general propiamente dicha; no obraba ya como soberano, sino como magistrado. Esto
parecerá contrario a las ideas comunes; pero es preciso que se me deje tiempo para
exponer las mías.
Se debe concebir, por consiguiente, que lo que generaliza la voluntad es menos el
número de votos que el interés común que los une; porque en esta institución cada
uno se somete necesariamente a las condiciones que él impone a los demás: armonía
admirable del interés y de la justicia, que da a las deliberaciones comunes un carácter
de equidad, que se ve desvanecerse en la discusión de todo negocio particular por
falta de un interés común que una e identifique la regla del juez con la de la parte.
Por cualquier lado que se eleve uno al principio, se llegará siempre a la misma
conclusión, a saber: que el pacto social establece entre los ciudadanos una igualdad
tal, que se comprometen todos bajo las mismas condiciones y, por tanto, que deben
gozar todos los mismos derechos. Así, por la naturaleza de pacto, todo acto de
soberanía, es decir, todo acto auténtico de la voluntad general, obliga y favorece
igualmente a todos los ciudadanos; de suerte que el soberano conoce solamente el
cuerpo de la nación y no distingue a ninguno de aquellos que la componen. ¿Qué es
propiamente un acto de soberanía? No es, en modo alguno, una convención del
superior con el inferior, sino una convención del cuerpo con cada uno de sus
miembros; convención legítima, porque tiene por base el contrato social; equitativa,
porque es común a todos; útil, porque no puede tener más objeto que el bien general,
y sólida, porque tiene como garantía la fuerza pública y el poder supremo. En tanto
que los súbditos no se hallan sometidos más que a tales convenciones, no obedecen a
nadie sino a su propia voluntad; y preguntar hasta dónde se extienden los derechos
respectivos del soberano y de los ciudadanos es preguntar hasta qué punto pueden
éstos comprometerse consigo mismos, cada uno de ellos respecto a todos y todos
respecto a cada uno de ellos.
113
De aquí se deduce que el poder soberano, por muy absoluto, sagrado e inviolable
que sea, no excede, ni puede exceder, de los límites de las convenciones generales, y
que todo hombre puede disponer plenamente de lo que por virtud de esas
convenciones le han dejado de sus bienes y de su libertad. De suerte que el soberano
no tiene jamás derecho de pesar sobre un súbdito más que sobre otro, porque
entonces, al adquirir el asunto carácter particular, hace que su poder deje de ser
competente.
Una vez admitidas estas distinciones, es preciso afirmar que es falso que en el
contrato social haya de parte de los particulares ninguna renuncia verdadera; pues su
situación, por efecto de este contrato. Es realmente preferible a la de antes, y en lugar
de una enajenación no han hecho sino un cambio ventajoso, de una manera de vivir
incierta y precaria, por otra mejor y más segura; de la independencia natural, por la
libertad; del poder de perjudicar a los demás, por su propia seguridad, y de su fuerza,
que otros podrían sobrepasar, por un derecho que la unción social hace invencible. Su
vida misma, que han entregado al Estado, está continuamente protegida por él. Y,
cuando la exponen por su defensa, ¿qué hacen sino devolverle lo que de él han
recibido? ¿Qué hacen que no hiciesen más frecuentemente y con más peligro en el
estado de naturaleza, cuando, al librarse de combatientes inevitables, defendiesen con
peligro de su vida lo que les sirve para conservarla?. Todos tienen que combatir, en
caso de necesidad, por la patria, es cierto; pero, en cambio, no tiene nadie que
combatir por sí. ¿Y no se va ganando, al arriesgar por lo que garantiza nuestra
seguridad, una parte de los peligros que sería preciso correr por nosotros mismos tan
pronto como nos fuese aquélla arrebatada?
114
CARLOS MARX: “CONTRIBUCIÓN A LA CRÍTICA DE
LA ECONOMÍA POLÍTICA” (Prólogo)
PRÓLOGO
El resultado general a que llegué y que, una vez obtenido, sirvió de hilo conductor a
mis estudios, puede resumirse así: en la producción social de la vida, los hombres
contraen determinadas relaciones necesarias e independientes de su voluntad,
relaciones de producción, que corresponden a una determinada fase de desarrollo de
sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de estas relaciones de producción
forma la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la que se levanta la
superestructura jurídica y política y a la que corresponden determinadas formas de
conciencia social. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso
de vida social, política y espiritual en general. No es la conciencia del hombre la que
determina su ser, sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su
conciencia. Al llegar a una determinada fase de desarrollo, las fuerzas productivas
materiales de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción
existentes, o, lo que no es más que la expresión jurídica de esto, con las relaciones de
propiedad dentro de las cuales se han desenvuelto hasta allí. De formas de desarrollo
de las fuerzas productivas, estas relaciones se convierten en trabas suyas. Y se abre
así una época de revolución social. Al cambiar la base económica, se revoluciona,
más o menos rápidamente, toda la inmensa superestructura erigida sobre ella. Cuando
se estudian esas revoluciones, hay que distinguir siempre entre los cambios materiales
ocurridos en las condiciones económicas de producción y que pueden apreciarse con
exactitud propia de las ciencias naturales, y las formas jurídicas, políticas, religiosas,
artísticas o filosóficas, en una palabra, las formas ideológicas en que los hombres
adquieren conciencia de este conflicto y luchan por resolverlo. Y del mismo modo
que no podemos juzgar a un individuo por lo que él piensa de sí, no podemos juzgar
tampoco a estas épocas de revolución por su conciencia, sino que, por el contrario,
115
hay que explicarse esta conciencia por las contradicciones de la vida material, por el
conflicto existente entre las fuerzas productivas sociales y las relaciones de
producción. Ninguna formación social desaparece antes de que se desarrollen todas
las fuerzas productivas que caben dentro de ella, y jamás aparecen nuevas y más altas
relaciones de producción antes de que las condiciones materiales para su existencia
hayan madurado en el seno de la propia sociedad antigua. Por eso, la humanidad se
propone siempre únicamente los objetivos que puede alcanzar, pues, bien mirada las
cosas, vemos siempre que estos objetivos sólo brotan cuando ya se dan o, por lo
menos, se están gestando, las condiciones materiales para su realización. A grandes
rasgos, podemos designar como otras tantas épocas de progreso, en la formación
económica de la sociedad, el modo de producción asiático, el antiguo, el feudal y el
moderno burgués. Las relaciones burguesas de producción son la última forma
antagónica del proceso social de producción; antagónica, no en el sentido de un
antagonismo individual, sino de un antagonismo que proviene de las condiciones
sociales de la vida de los individuos. Pero las fuerzas productivas que se desarrollan
en el seno de la sociedad burguesa brindan, al mismo tiempo, las condiciones
materiales para la solución de este antagonismo. Con esta formación social se cierra,
por tanto, la prehistoria de la sociedad humana.
116
BIBLIOGRAFÍA
I. BIBLIOGRAFÍA GENERAL:
117
PUBLICACIONES DE LA FACULTAD
Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales, Dirección de Extensión, Investigación y Publicaciones
OBRAS EDITADAS COLECCIÓN GUÍAS DE CLASES
LOS CINCUENTA AÑOS DE LA TESIS CHILENA DE
LAS DOSCIENTAS MILLAS MARINAS (1947-1997) Nº 1 ÉTICA Y FILOSOFÍA DEL DERECHO
Hugo Llanos Mansilla Ismael Bustos Concha
ESTUDIO DEL RÉGIMEN JURÍDICO DEL Nº 2 EXPRESIÓN ORAL Y ESCRITA
ESTRECHO DE MAGALLANES Y Gabriel Álvarez Undurraga
EL DERECHO INTERNACIONAL
John Ranson García Nº 3 INTRODUCCIÓN AL DERECHO
DERECHO PROCESAL FUNCIONAL, 2 Tomos
Pedro Ballacey Herz
Sergio Rodríguez Garcés Nº 4 CURSO DE DERECHO ECONÓMICO:
DISPOSICIONES DE PRINCIPIO CONSTITUCIONAL Y
LEGISLACIÓN ECONÓMICA TOMO I
ACTIVIDAD SOCIAL Y ECONÓMICA DEL ESTADO Manuel Astudillo Astudillo
José Antonio Ramírez Arrayas Nº 5 DERECHO DEL TRÁNSITO 2ª Ed.
LA ESCUELA CHILENA DE HISTORIADORES DEL DERECHO Leonardo Aravena Arredondo
Y LOS ESTUDIOS JURÍDICOS EN CHILE Nº 6 CURSO DE DERECHO ECONÓMICO:
Antonio Dougnac Rodríguez y Felipe Vicencio Eyzaguirre LEGISLACIÓN ECONÓMICA TOMO II
ÉTICA, DERECHO Y SOCIEDAD Manuel Astudillo Astudillo
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Nº 7 CURSO DE DERECHO ECONÓMICO:
ÉTICA, POLÍTICA Y SOCIEDAD LEGISLACIÓN ECONÓMICA TOMO III
José Miguel Vera Lara
Manuel Astudillo Astudillo
ÉTICA, MERCADO Y SOCIEDAD
José Miguel Vera Lara Nº 8 MANUAL DE INTRODUCCIÓN AL DERECHO 2° Ed.
Pedro Ballacey Herz
CURSO ELEMENTAL DE
FILOSOFÍA Y LÓGICA Nº 9 MANUAL DE TÉCNICAS DE ESTUDIOS E INVESTIGACIÓN
José Miguel Vera Lara Gabriel Álvarez Undurraga
ÉTICA, TECNOLOGÍA Y SOCIEDAD Nº 10 DERECHO PENAL, PARTE ESPECIAL
José Miguel Vera Lara Luis Ducos Kappes
ELEMENTOS DE JURISDICCIÓN CONSTITUCIONAL
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Nº 11 LEY DE ALCOHOLES Y PROCEDIMIENTOS
Leonardo Aravena Arredondo
LA SUMISIÓN A DERECHO DE LOS ACTOS Y DISPOSICIONES DEL
PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA Nº 12 HISTORIA DEL DERECHO I
Kamel Cazor Aliste Eric Palma González
ÉTICA, UTOPÍA Y SOCIEDAD Nº 13 HISTORIA DEL DERECHO CHILENO CONTEMPORÁNEO
José Miguel Vera Lara Eric Palma González
METODOLOGIA DE LA INVESTIGACIÓN JURÍDICA Nº 14 NUEVO PROCEDIMIENTO PENAL TOMO I
Gabriel Álvarez Undurraga
Germán Hermosilla Arriagada
ENCIERRO Y CORRECCIÓN. LA CONFIGURACIÓN DE UN Nº 15 NUEVO PROCEDIMIENTO PENAL TOMO II
SISTEMA DE PRISIONES EN CHILE (1800-1911) Germán Hermosilla Arriagada
Marco Antonio León León
Nº 16 EXPRESIÓN ORAL Y ESCRITA 3 TOMOS
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OBRAS AUSPICIADAS O PATROCINADAS Nº 17 INTRODUCCIÓN AL ESTUDIO DEL DERECHO ECONÓMICO
Bernardita Blasco Pauchard
MANUAL DE CONTABILIDAD
Jaime Gallegos Aguilar. Ed. Jurídica La Ley Nº 18 NUEVO PROCEDIMIENTO PENAL TOMO III
DE LA REFORMA PROCESAL PENAL Germán Hermosilla Arriagada
Carlos del Río Ferretti. Francisco Rojas Rubilar Ed. Conosur Nº 19 MANUAL DE METODOLOGÍA PARA LA INVESTIGACIÓN SOCIOJURÍDICA
SEMINARIO: LOS DESAFÍOS EN LAS RELACIONES Jorge Cabello Terán
POLICÍA-MINISTERIO PÚBLICO Nº 20 NUEVO PROCEDIMIENTO PENAL TOMO IV
Ministerio de Justicia; Universidad Central de Chile y otros Germán Hermosilla Arriagada
Ed. Centro de Desarrollo Jurídico Judicial y
Corporación de Promoción Universitaria Nº 21 DERECHO PENAL CHILENO PARTE ESPECIAL
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Rodolfo Herrera Bravo, Alejandra Muñoz Romero. (1808-1830)
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SEMINARIO COPROPIEDAD INMOBILIARIA Nº 24 NUEVO PROCEDIMIENTO PENAL TOMO V
Patricio Figueroa Velasco y Otros. Ed. Conosur Germán Hermosilla Arriagada