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Eduardo Sabrovsky

EL DESÁNIMO
Ensayo sobre la condición contemporánea
© EDICIONES NOBEL, S.A.
Ventura Rodríguez, 4
33004 OVIEDO

ISBN: 84-87531-69-5

Dirección de Arte: Luis Vallina


Ilustración de sobrecubierta: fragmento de El ángel Rafael
abandonando a la familia de Tobías, de Rembrandt,
Museo del Louvre (París)

Filmación: Grafinsa, Oviedo


Impresión: Gráficas Summa, S.A., Llanera (Asturias)
Depósito Legal: AS-1.138/1996

Hecho en España
“Pues bien, el espíritu es sin duda algo especial:
¡sabemos tan poco de él y de su relación con la
naturaleza...! Siento mucho respeto por el espíritu,
pero ¿lo siente también la naturaleza1? A l f in y al
cabo el espíritu no es más que un fragm ento de
naturaleza y el resto parece poder arreglárselas
muy bien incluso sin ese fragm ento. ¿La
naturaleza se dejará realmente influenciar en
medida relevante por el respeto hacia el espíritu ?”
Sigmund Freud, CARTA AL PASTOR PFISTER, 1930

“La antigua alianza está rota: el hombre sabe al


f in que está solo en la inmensidad indiferente del
Universo, de la cual ha emergido por azar. Así
como su destino, su deber no está escrito en parte
alguna. A él le toca escoger entre el Reino y las
tinieblas
Jacques Monod, LE HASARD ET LA NÉCESSITÉ, 1970
Agradecimientos

E s t e e n s a y o fue escrito en su mayor parte en la ciudad de


Valencia, durante mi estadía de dos años (1 9 9 3 -1 9 9 4 ) como
becario de investigación en la Unidad de Filosofía de la Téc­
nica del Departamento de Lógica y Filosofía de la Ciencia de
la Universidad de Valencia. Esta estadía fue posible gracias al
fmanciamiento otorgado por la Consellería de Educación y
Ciencia de la Generalitat Valenciana, y por la República de
Chile (Beca Presidente de la República). Vaya mi agradeci­
miento a estas instituciones, así como a todos quienes me
brindaron su hospitalidad y amistad en la ciudad de Valencia.
El Dr. Manuel Jiménez Redondo ha sido un referente in­
telectual fundamental durante estos años, y también un gran
amigo. Su seminario doctoral me dio la oportunidad de for­
mar parte de un grupo de discusión de alto nivel teórico y
gran pasión por las ideas. Las sesiones de este seminario, las
conversaciones en calles y pasillos, los almuerzos de los días
viernes, fueron decisivos en la elaboración de las ideas que
aquí expongo.
Mi participación en las discusiones de este grupo fue una
prolongación de experiencias similares vividas en Chile du­
rante más de una década, en condiciones de un sin sentido
que no termina, que no terminará quizás de disiparse. “When
everything is bad it must be good to know the worst”, es la
frase del filósofo inglés William Bradley que Adorno puso co­
mo epígrafe de una sección de Mínima Momlia, su “ciencia
melancólica” . De Edgardo Busquets y Germán Bravo, ami­
gos muy queridos, integrantes del seminario que dirigí
durante los años 1991 y 1992 en el Instituto de Estudios
Transnacionales (ILET) de Santiago de Chile, recibí leccio­
nes prácticas estremecedoras de esta dialéctica negativa, que
sus amigos preferiríamos hubiesen omitido, pero difícilmen­
te olvidamos.
Desde la distancia, Cari Mitcham, director del Programa
de Estudios en Ciencia, Tecnología y Sociedad de la Pennsyl-
vania State University, y erudito impulsor de los estudios
filosóficos sobre tecnología, ha sido una fuente constante de
estímulo y apoyo. Agradezco además a Cari algunas de las con­
versaciones más profundas concebibles entre un “cowboy puri­
tano” (como él mismo se define), y un judaizante más bien
escéptico y nihilista como yo. Por una feliz coincidencia, varias
de estas conversaciones tuvieron lugar en la misma ciudad de
Oviedo, en la cual este ensayo ha sido finalmente publicado.
Mi familia, más allá de los cambios de roles, de las luces
que se encienden y apagan en la vida, ha sido una fuente de
apoyo abierta a todas las aventuras. No pocos de los argu­
mentos desarrollados en estas páginas tienen, al menos para
mí, la huella de conversaciones con mis hijas Daniela y Ma-
ra, habitantes de un mundo des-animado, que habrán quizás
de reinventar.
“Allí nos aconteció la vida” (Paul Celan). La ciudad de Va­
lencia, sus calles y cafés, sus cines y museos, su mar y su cie­
lo, fueron para mí el escenario de encuentros inesperados,
desgarrados, intensos, que constituyen el trasfondo vital de
este trabajo, y que recordaré y agradeceré siempre.
Finalmente, expreso mi reconocimiento al jurado del Pre­
mio Internacional de Ensayo Jovellanos y a Ediciones Nobel
por hacer posible esta publicación.
1. Introducción: el ocaso del animus

¿Cómo p e n s a r los tiempos que vivimos? <Y cómo continuar


pensando, en los tiempos que vivimos? ¿Existe aún alguna
perspectiva desde la cual trazar el perfil de una humanidad en
continua agitación y a la vez inmóvil, instalada en la afirma­
ción paradójica de que ya no sería posible afirmar absoluta­
mente nada? Una humanidad en fuga, que tolera apenas el
hastío finisecular de sus propias astucias; que disfraza su iden­
tidad o su vacío bajo una serie interminable de decorados
trompe-Poeil, de disfraces.
No obstante, hay intentos de leer los signos de los tiem­
pos, desde la economía y las ciencias sociales, la futurología,
el periodismo: sociedad (aldea) global; sociedad de la infor­
mación, del post-industrialismo y de los servicios; nuevo or­
den mundial y consenso; hegemonía de la democracia libe­
ral en lo político y del mercado en lo económico. Todas estas
lecturas pueden exhibir evidencias a su favor; no obstante, se
trata de evidencias ambiguas, que pueden ser aducidas tanto
en apoyo de la tesis como de su contrario. Así, la misma pro­
liferación de información la convierte en inútil: los ciudada­
nos globales, conectados en tiempo real a los horrores de

[“ ]
Chechenia, Sarajevo o Ruanda experimentan como su impo­
tencia crece en razón directa a los boletines de la CNN o a los
mensajes que circulan por Internet; en todos los ámbitos, de
la empresa a la política, las antiguas virtudes del instinto, la
decisión audaz y la lealtad ciega vuelven a ponerse de moda.
La participación creciente de la información y los servicios en
la creación de valor agregado no impide que las viejas cues­
tiones relacionadas con la producción industrial retornen: una
“neo-taylorización” de las relaciones de producción; un pro­
letariado de “cuello blanco” enfrentado, no ya a una bur­
guesía, sino a un aparato de dominación difuso y anónimo,
cuyos puntos nodales están ocupados por tecnócratas dese-
chables. La hegemonía del mercado da lugar a nuevos blo­
ques y proteccionismos. Y tras la faz luminosa del nuevo or­
den mundial se perfilan sombras: los resurgidos nacionalis­
mos, la afirmación fundamentalista del suelo propio, la raza,
la tradición. En ésta y las demás cuestiones, la mera observa­
ción de los hechos, por escrupulosa que sea, no permite dis­
cernir si los tiempos que vienen serán de consenso o de vio­
lencia, de racionalidad o de voluntarismo: en contravención
a la lógica bipolar del sentido común, se siente la tentación de
decir que ambas afirmaciones, tesis y antítesis, son verdaderas
y falsas a la vez.
Ahora bien, desde una óptica posmoderna, estos afanes
podrían ser contemplados con ironía, como el resultado de
una no resuelta nostalgia por las viejas filosofías de la historia,
por los meta-relatos que se las arreglaban, de una u otra ma­
nera, para garantizar la existencia de un orden, de un sentido
inherente a las cosas y a la vida humana. Un sentido que a la
vez se ofrecía como norma para juzgar críticamente las for­
mas transitorias de organización social y cultura, y al cual la
posmodernidad declara caduco; al cual los intentos por hacer
una caracterización de los tiempos que corren seguirían ape­
lando por mero anacronismo.
La condición posmoderna, en efecto, ha sido definida
(Lyotard) como el ocaso de los meta-relatos que otorgaban
sentido a la experiencia; estos meta-relatos, cuyo postrer ex­
ponente habría sido el marxismo, se habrían tornado insos­
tenibles ante la proliferación de saberes e informaciones, es­
pecialmente desde la segunda mitad del siglo XX. Sin embar­
go, este diagnóstico sugerente suscita una inmediata réplica.
En efecto, al menos a partir del trabajo de Max Weber en las
primeras décadas de este siglo, sabemos que la modernidad
ilustrada, que el postmodernismo cree haber dejado atrás, se
caracteriza precisamente por el impulso incesante al “desen­
cantamiento de la imagen del mundo”, a la corrosión de las
certidumbres heredadas y sedimentadas en los mitos: certi­
dumbres que desde la obscuridad sometían a los hombres a
un poder extraño, y que ahora deben rendir cuentas ante el
severo tribunal de la razón. El relato mítico sometido a un
proceso de racionalización, en la teoría de la modernidad de
Max Weber, equivale al meta-relato de Lyotard. ¿Cuál es en­
tonces la novedad?
Pues bien: hay novedad. Pero percibirla exige leer a través
del debate suscitado por el postmodernismo, haciéndose car­
go, no solamente de su contenido manifiesto — aquello que
los interlocutores dicen— sino más bien lo que se muestra a
través de la estructura misma del debate, de la “escena” in­
telectual que los interlocutores sin quererlo instauran. Así, la
modernidad no ha sido sino una continua disolución de los
meta-relatos, sin excluir los propios, aquéllos en los cuales ella
misma ha pretendido encontrar momentáneo reposo. Pero a
la vez, tal como Sancho Panza se maravillaba de hablar en
prosa, no es lo mismo practicar espontáneamente el desen­
cantamiento que cobrar conciencia de ello. El postmodernis­
mo es la modernidad autoconsciente y por ello exacerbada,
volcada autorreflexivamente sobre sí misma; una modernidad
que, una vez consumada en lo esencial su tarea de disolución
de los mitos, enfoca sus poderes corrosivos contra sí misma,
advirtiendo que el virus mítico se aloja también en el inten­
to de dar un significado a la propia existencia moderna. En
efecto, tal intento supone la aceptación de un cierto “animis­
mo” : de una suerte de meta-relato impreso en el imaginario
colectivo, que garantiza que los proyectos humanos no son
constructos arbitrarios, sino que están insertos en un orden
inherente al universo; un orden significativo que promete que
los dolores sin medida que tales proyectos inevitablemente
provocan no quedarán flotando de modo indefinido en el ab­
surdo, sino serán finalmente redimidos. Para que haya justi­
cia, el universo debe estar “escrito” en carácteres legibles para
el ser humano. En esta perspectiva, la modernidad constitu­
ye un proceso complejo, que instaura un orden secularizado,
en el interior del cual la libertad humana es posible, pero so­
cava continuamente sus bases; hasta que, en virtud de esta
misma dinámica de secularización y crítica, el animus (el es­
píritu que confería significado a la experiencia de la moderni­
dad) se desvanece en el aire, se marcha del mundo.
La propensión a la autorreferencia, a la recursividad, es la
gloria y la miseria de la cultura ilustrada; una propensión que
nuestra modernidad finisecular lleva a la consumación y el
agotamiento, y que se hace sentir no sólo en el plano del pen­
samiento teórico-filosófico, sino también a nivel de la cultu­
ra de masas.
La capacidad de referirse a sí mismo, interpretación tras in­
terpretación, es el rasgo que singulariza al lenguaje. Por ello,
este ensayo se desarrolla preferentemente como una reflexión

[Mi
en torno a él. El lenguaje distingue al ser humano en medio
de la ciega concatenación de los fenómenos del universo e
instaura un círculo de interioridad, un mundo iluminado que
la humanidad puede habitar; a la vez, no podría dejar de lle­
var en sí mismo la marca de la exterioridad que le ha dado
origen: de la evolución ciega, anterior a toda posibilidad de
inscripción en el medio del lenguaje. El lenguaje es el medio
de la comunicación humana y a la vez un resultado de la evo­
lución; por ello, más atrás de la voz o la escritura específica­
mente humanas se deja sentir una suerte de rumor de fondo
en el cual las cosas mismas toman la palabra: un lenguaje de
las cosas (Benjamín, 1 986), condición de posibilidad y pun­
to de fuga, padre y verdugo de todo lenguaje humano. En
virtud de esta paradoja, enfrentado a la exterioridad que ame­
naza con reabsorberlo, pero que a la vez lo constituye, el len­
guaje sólo puede cumplir con su tarea de preservar los lími­
tes del mundo humano volviéndose crecientemente sobre y
contra sí mismo.
La experiencia de la autorreferencialidad no es patrimonio
exclusivo del pensador docto, del ensayista o el filósofo. En
efecto, como lo veremos en cierto detalle, la escena cultural
de la modernidad tardía está dominada por las figuras de la
autorreferencialidad, tanto en el plano de la ciencia — ésta, a
través de la teoría del caos y de las catástrofes, se abre a la
consideración de las condiciones que hacen posible su propio
discurso— como en el plano del debate público y la cultura
de masas. “Hacer de la propia imagen en un espejo el tema
para un cuento”, dejó anotado Nathaniel Hawthorne en uno
de sus cuadernos1. La fábula recursiva de un escritor que se
escribe a sí mismo escribiéndose es quizás la figura emblemá­
tica, anticipada por Hawthorne, de la cultura contemporánea:
una cultura que, en virtud de las propias tecnologías cogni-
tivas que tiene a su disposición, está sentenciada a reiterar in­
definidamente el trazado de su propia imagen, como en un
cuarto de espejos.
A través del caudal de recursividad que la colma, la con­
ciencia colectiva contemporánea, instalada ya en las fronte­
ras de la modernidad, hace la experiencia crucial del pensar:
la experiencia de que la realidad (lo que llamamos mundo) no
es sino una construcción discursiva, una fábula especular por
medio de la cual el ser humano intenta hacer pie en el uni­
verso. Así, la cultura humana, cada una de sus formas históri­
cas, puede ser vista como un gigantesco esfuerzo por neutra­
lizar los poderes inabarcables de la naturaleza, por evitar que
esa pequeña perturbación, ese fenómeno emergente que es la
humanidad sea reabsorbido en las ciegas aguas de la evolu­
ción.
Antes que en una simple construcción material, este es­
fuerzo se expresa en la producción de complejos de significa­
dos, de campos de fuerzas semánticos que desde la sombra
nutren y rigen la vida de los hombres. En el origen de toda
cultura hay una explosión, una suerte de big-btmg lingüístico
en el cual se constituye el capital de significados básicos que
la definen. Cada cultura, podríamos decir, cuenta con una re­
velación, con un libro cuyos significados, enigmáticos pero
eficaces, debe ir desentrañando: la vida de una cultura es lec­
tura, interpretación. La historia del pensamiento de Occi­
dente no es sino la bitácora de estas interpretaciones, de las
sucesivas interrogaciones dirigidas por nuestra cultura a su li­
bro original, a través de las cuales acontece la ilustración, la
secularización de lo sacro imprescindible para la edificación
de un mundo.
La Ilustración — entendemos por ella una suerte de inva­
riante, de destino de toda cultura observada como sistema—
se caracteriza por una dinámica autófaga, que disuelve ince­
santemente los mismos significados que le sirven de funda­
mento. De forma simultánea, el desarrollo tecnológico im­
prime a la vida societal el ritmo de una crisis permanente, y
dilata la superficie a través de la cual inciden directamente
sobre las sociedad las fuerzas opacas de la naturaleza. La tra­
dición de Occidente no parece contar ya con recursos sim­
bólicos capaces de hacer frente a estas perturbaciones, me-
tabolizándolas culturalm ente; en lo fundamental, estos
recursos parecen haberse agotado más allá de toda terapia a
través de la palabra. Y “cuando no queda nada por decir, lo
que queda por decir es el desastre” (Blanchot).
Esta recursividad consumada — sabemos que el mundo es
un constructo lingüístico; además, sabemos que lo sabemos,
y así hasta el infinito— subvierte globalmente la confianza en
la capacidad de los recursos simbólicos de nuestra cultura pa­
ra traducir a escala humana el lenguaje inaudito de las cosas;
para devolvernos la imagen tranquilizante del animus, y no la
visión insoportable de un monstruo. De esta manera, la re­
cursividad da paso a un sentimiento colectivo de inseguridad
radical: inseguridad que — irreprimible tic filosófico, que es­
peramos hacernos perdonar— denominaremos ontológica, es
decir, referida no a hechos amenazantes, sino al carácter frá­
gil e infundado que reviste nuestro mundo en cuanto tal. A
diferencia de la inseguridad meramente óntica (es decir, de­
sencadenada por acontecimientos empíricos que provocan
nuestro temor), la inseguridad ontológica pertenece al do­
minio simbólico; como decía Mallarmé, “sólo un libro es ex­
plosión” .
La inseguridad ontológica es la sospecha, que paulatina­
mente se abre camino en la conciencia colectiva de fin de si­
glo, de que los recursos simbólicos mediante los cuales se tra­
zaba la diferencia entre el mundo humano y las cosas, se han
desgastado ante la corrosión obrada por la propia razón; de
que ha acaecido un desastre en el plano simbólico — ¡el tmi-
mus ha muerto, nosotros mismos lo hemos matado!— sobre
cuyo trasfondo se recortan los temores fácticos, las imágenes
del horror que pueblan el imaginario colectivo de fin de si­
glo. A este clima como de catástrofe anticipada, de des-áni­
mo., pertenece por lo demás tanto este ensayo como las tradi­
ciones de pensamiento — hermenéutica filosófica, dialéctica
negativa, filosofía del lenguaje, teoría de sistemas— que lo
configuran.
El des-ánimo, figura que preside este ensayo, no debe ser
confundido con el mero pesimismo. Más allá del desampa­
ro, la retirada del animus es también la posibilidad de inven­
tar nuevos juegos, al borde mismo del abismo; de recuperar
la sensación, exultante y fatigosa, de vivir en estado de pro­
yecto, a la escucha del latido del universo. “Nunca un cielo
tuvo tantos caminos como éste ni fue tan peligroso” (Vicen­
te Huidobro). El desánimo es un destello de lucidez, y tam­
bién de paranoia: la memoria minuciosa y el insomnio, cuan­
do las multitudes de fin de milenio, en la vigilia sin bordes de
las ciudades, no cesan ya de agitarse.

1 Esta anotación es del año 1835. Una breve selección de los Cuader­
nos de Hawthorne, de la cual hemos tomado esta cita, ha sido publicada en:
A propósito de Hawthorne y su obra, Ed. Norma, Bogotá 1990.
2. Lenguaje y mundo

Nos MOVEMOS en este trabajo dentro del concepto de mun­


do de la tradición fenomenológico-hermenéutica de la filo­
sofía, la cual —volveremos sobre ello— además de articular
una de las intuiciones centrales del imaginario colectivo de
Occidente, tiene importantes paralelos en otras vertientes del
pensamiento contemporáneo, tales como la filosofía del len­
guaje (al menos en algunas de sus variantes) o la teoría de sis­
temas. “El lenguaje”, afirma Hans Gadamer, destacado ex­
ponente de la primera de estas tendencias,

“no es solamente una de las facultades de las cuales está dotado el


hombre colocado en el mundo, sino que sobre él reposa, en él se
muestra que los hombres tienen un mundo... No solamente el mun­
do no es mundo más que en la medida en que se expresa en un len­
guaje, sino que el lenguaje mismo no tiene existencia verdadera si­
no porque el mundo se representa en él. El carácter originalmente
humano del lenguaje significa por tanto a la vez el carácter origina­
riamente lingüístico del ser-en-el-mundo humano” (1972, p. 419).

La tradición fenomenológico-hermenéutica no hace sino


explicitar la esencia lingüística del hombre y el mundo, arti-
culando una de las intuiciones fundacionales de nuestra cul­
tura desde el momento mismo en que la filosofía determinó
al hombre como el viviente que habla, el zoon lojyon echón de
los griegos. Como horizonte de sentido abierto por el ser
humano, el mundo es constitutivamente antropocéntrico,
ptolomeico; así, la misma “revolución copernicana” que des­
plazó al hombre del centro del universo astrofísico se vio
compensada por la confirmación, en el seno de la cultura mo­
derna, de una centralidad más pura y radical; por la reafirma­
ción del rol axial del hombre con respecto al mundo2.
En la tradición fenomenológico-hermenéutica de la filo­
sofía se expresa además un poderoso imperativo, en virtud del
cual nuestra relación con los entes en un sentido enfático (las
cosas, diremos, para distinguirlas de los objetos ya inscritos en
el mundo humano) debe necesariamente quedar supeditada
a su incorporación a una red de interpretaciones, a un hori­
zonte de sentido; es decir, debe de cierta manera ser neutra­
lizada, disuelta en el medio de una pre-comprensión, históri­
camente situada, del ser de los entes.
Así, las cosas no aparecen desnudas ante nuestra mirada, si­
no bajo el velo de una interpretación, a menudo materializada
en prácticas sociales y artefactos. Nuestra visión de los cuerpos
celestes, por ejemplo, está mediada por todo el instrumentario
visual moderno, que se inicia en el telescopio de Galileo y, a
través de la fotografía y el cine, llega hasta las actuales tecno­
logías de procesamiento de imágenes mediante ordenador (Ih-
de, 1993). En virtud de este instrumentario — del telescopio,
por ejemplo, que intensifica la visión limitando simultánea­
mente el campo visual— tendemos a privilegiar las imágenes
claras y distintas de objetos aislados, planetas y estrellas, sobre
las constelaciones que nuestros antepasados distinguían a ojo
desnudo en el cielo; asimismo, la imagen global del planeta
Tierra como frágil y hermosa burbuja en medio del universo
(spaceship Earth), ancla sensible de muchas propuestas me-
dioambientalistas, ha sido posibilitada por la fotografía sateli-
tal. En el otro lado del espectro, entre la realidad cósica de la
vida y las imágenes hiperreales del ADN o del virus del SIDA
que nos presenta la televisión, hay una espesa capa de inter­
pretaciones científicas y de sofisticadas tecnologías de mani­
pulación de imágenes: esta capa constituye tanto un canal que
nos conecta con la realidad de “allá afuera”, como un velo que
nos la oculta. Como la tradición fenomenológico-hermenéu­
tica lo sabe, visión y ceguera se suponen mutuamente; la in­
tensificación de la primera sólo es posible al costo de la se­
gunda, por medio de un estrechamiento del campo visual, de
manera que, en mayor o menor medida, toda visión es “visión
de túnel” (de tubo: ¡el tubo del telescopio!).
La palabra no es mera respuesta ante estímulos venidos
desde el lado de las cosas, sino que constituye una forma
compleja de acoplamiento estable entre el mundo humaniza­
do y el universo. Los sistemas sociales pueden ser vistos co­
mo sistemas autopoiéticos, que se establecen en virtud de un
pliegue evolutivo, de una cierta ordenación y trazado de lí­
mites; del surgimiento de una Gestalt, de una forma, y de la
realización por tanto de ciertas posibilidades de existencia en
detrimento de otras, que quedan excluidas y relegadas a la
complejidad anónima del entorno. Acerca de estos sistemas,
los biólogos Humberto Maturana y Francisco Varela dicen:

“Lo que es peculiar en ellos es que su organización es tal que su


único producto es sí mismos, donde no hay separación entre pro­
ductor y producto. El ser y el hacer de una unidad autopoiética son
inseparables y esto constituye un modo específico de organiza­
ción... La característica más peculiar de un sistema autopoiético es
que se levanta por sus propios cordones y se constituye como dis­
tinto del medio circundante (entorno) por medio de su propia di­
námica de tal manera que ambas son inseparables... El mecanismo
que hace de los seres vivos autónomos, es la autopóiesis que los ca­
racteriza como tales” (Maturana y Varela, 1984, pp. 28-30).

Los sistemas autopoiéticos son operacionalmente cerra­


dos. Esto es, para producir y reproducir su unidad recurren a
aquellas unidades ya constituidas en el sistema. De esta ma­
nera, la autorreferencia se encuentra presente, aunque sólo
sea de modo embrionario, a todo lo largo de la línea evolu­
tiva de estos sistemas, y alcanza su expresión plena en el caso
de los sistemas sociales, caracterizados por el lenguaje dota­
do de sentido. Se llega así a la versión de la teoría de sistemas
formulada por el sociólogo alemán Niklas Luhman, en la cual
los sistemas sociales son sistemas autopoiéticos. En el caso de
estos sistemas (y también de los sistemas psíquicos), la clau­
sura operacional tiene lugar por medio del sentido lingüísti­
co. El sentido es, en otras palabras, un logro evolutivo obte­
nido al costo de una clausura: los sistemas sociales son cerra­
dos en la dimensión del sentido.
La unidad de sentido y mundo es muy explícita en la teo­
ría de los sistemas sociales de Luhman, y constituye uno de
sus núcleos temáticos centrales. Dice:

“Ningún sistema constituido por el sentido puede huir de la ple­


nitud de sentido de todos los procesos. El sentido remite a un sen­
tido posterior. La cerradura circular de esta remisión aparece en su
unidad como horizonte último de todo sentido, como mundo, el
cual, por consiguiente, tiene la misma inevitabilidad e inegabilidad
del sistema” (Luhman 1991, p. 8).

Se sigue de aquí que todo aquello que, de alguna manera,


queda por encima o por debajo del sentido debe ser poten­
cialmente destructivo, catastrófico para estos sistemas. Así,
Luhman afirma:

“Cualquier intento de negación de sentido presupondría, de una


manera general, sentido y tendría lugar en el mundo. El sentido es
pues una categoría innegable y sin diferencia. Su superación con­
sistiría —en el más estricto de los sentidos— en la aniquilación, y
eso sería asunto de una instancia impensable” (p. 82).

En primera instancia, lo impensable se reduce a lo mera­


mente absurdo, sin sentido. No obstante, impensable sería
también, y de modo eminente, cualquier evento que irrum­
piese desde la exterioridad, más allá de toda posible antici­
pación en el pensamiento: un evento no amortiguado por su
adscripción a una red de significaciones, a un mundo, y por
ello portador de un sentido excesivo, indescifrable en térmi­
nos del stock de significaciones a disposición de la cultura.
Este evento es la catástrofe: el hecho dotado de significado
en sí mismo, portador de un significado errante y sin con­
texto; la cara obscura de la empresa de construcción del
mundo, que el pensamiento contemporáneo permite vis­
lumbrar.
La vertiente fenomenológico-hermenéutica de la filosofía
y la teoría de sistemas constituyen una suerte de maximiza-
ción de la voluntad de sentido que se halla en la base de la
cultura humana; en virtud de este mismo carácter, la exterio­
ridad que le dio origen les sale al encuentro. Algo semejante
sucede en la filosofía del lenguaje del austríaco Ludwig Witt-
genstein (1 8 8 9 -1 9 5 1 ). En efecto, en una conferencia pro­
nunciada en 1930 ( Conferencia sobre la ética), en el contexto
del análisis de la peculiar experiencia que denomina “asom­
bro ante la existencia del mundo” (semejante a la tradicional
cuestión metafísica de porqué existe algo en vez de nada3),
Wittgenstein se ve enfrentado a la identidad originaria de len­
guaje y mundo. Tal experiencia, nos dice, no puede ser for­
mulada como una proposición en el lenguaje, sino que tiene
su correlato en la existencia del lenguaje en cuanto tal:

“Voy a describir la experiencia de asombro ante la existencia del


mundo diciendo: es la experiencia de ver el mundo como un mila­
gro. Me siento inclinado a decir que la expresión lingüística co­
rrecta del milagro de la existencia del mundo — a pesar de no ser
una proposición en el lenguaje— es la existencia del lenguaje mis­
mo” (1965, p. 42).

La experiencia de ver el mundo como un milagro es el


descubrimiento de su carácter frágil, infundado; como los sis­
temas autopoiéticos de Maturana y Varela, el mundo witt-
gensteiniano se levanta “por sus propios cordones”; su exis­
tencia no está garantizada más que por el lenguaje. Y es sin­
tomático que la atención de Wittgenstein en esta conferencia
esté centrada en lo que llama “juicios de valor absoluto”,
enunciados que, al no quedar inscritos dentro de red alguna
de significaciones pre-existentes — al no describir hechos em­
píricos, pertenecientes al mundo— rezuman significado (va­
lor) y amenaza. En esta conferencia Wittgenstein denomina
“ética” al conjunto de estos enunciados, aunque en escritos
anteriores — el célebre Tractatus Logico-Philosophicus— lo ha
denominado, quizás con mayor precisión, “mística”. Y de he­
cho, su reflexión se dirige a poner de manifiesto la imposibi­
lidad de formular lingüísticamente tal “ética”, así como el po­
tencial catastrófico que ella encerraría. Este potencial queda
de manifiesto en la inquietante parábola wittgensteiniana del
Libro de Etica que, por contener proposiciones dotadas de
valor absoluto, fiiera realmente un Libro de Etica: “si un
hombre pudiera escribir un libro de ética que fiiera realmen­

te ]
te un libro de ética, este libro destruiría, como una explosión,
todos los libros del mundo” (p. 37).
Esta explosión, la destrucción de todos los libros del mun­
do, no es sino la alegoría de la aniquilación —por exceso, por
saturación— de los límites ontológicos del mundo, que que­
dan trazados en el lenguaje. Así, la experiencia autorreflexi-
va de la constitución lingüística del mundo, ese patrimonio
peculiar de la cultura de nuestro tiempo, que el pensamien­
to teórico despliega y articula, culmina en Wittgenstein, por
intermedio de la parábola del Libro de Etica, en la imagen de
un evento de carácter cegador y a la vez violento: una catás­
trofe que es a la vez revelación. Un símil de este evento po­
dría encontrarse quizás en viejos textos judíos de la Cábala o
el Talmud, para los cuales el advenimiento del Mesías y el fin
de los tiempos había de quedar marcado también por un Li­
bro: una nueva Torá ( Tora de-asilut), emanación directa de la
esencia absoluta divina, que vendría a desplazar a la Tora de­
bería (Tora en estado de Creación, la que se conoce y se con­
serva en los rollos de la sinagoga), vigente en tiempos histó­
ricos (Scholem, 1978, pp. 72-84 ) 4.

2 Para el concepto de “revolución copernicana” en Kant, ver Crítica


de la Razón Pura, prólogo de la segunda edición (1787).
3 “¿Por qué hay ente y no hay más bien nada?”, interroga Heiddeger
al concluir su ensayo “Qué es Metafísica?” (1986, ¿Qué es metafísica?y otros
ensayos, trad. Xavier Zubiri. Buenos Aires, Ed. Siglo XX, p. 56).
4 Conocida es la relación atormentada que Wittgenstein, miembro de
la segunda generación de una familia judía conversa al protestantismo, sos­
tuvo con sus raíces hebreas. ¿Retorno entonces de lo reprimido, manifes­
tándose no solamente en esta imagen, sino en todo el campo de las preo­
cupaciones wittgensteinianas por el lenguaje, cuyo precedente se encon­
traría en las especulaciones lingüísticas de la Cábala y la cultura judía?
3. Los límites del reduccionismo

Los h e c h o s que conoce la ciencia carecen de significado al


margen del entramado constituido por las teorías científicas y
el utillaje experimental. Algo semejante ocurre en el dominio
amplio del lenguaje. Los hechos, en la medida en que emer­
gen al mundo, han traspasado el umbral del lenguaje y están
dotados ya de sentido. Un corolario de esta tesis es que no
podemos remontarnos cognitivamente al origen del lengua­
je y del mundo. Tal origen no es un hecho perteneciente al
mundo, sino la condición de posibilidad de todo hecho obje­
tivo y de todo decir con sentido.
Con esto no se descartan las explicaciones científicas de la
existencia del lenguaje, pero sí se limita su alcance. El len­
guaje no es un objeto ante el cual podamos situarnos en plan
de observadores externos: la observación es aquí necesaria­
mente auto-observación, remite a un observador que de an­
temano se encuentra arrojado a la plenitud del lenguaje. En
otras palabras, toda explicación científica remite a un funda­
mento, en base al cual la explicación se realiza. Y si bien las
cadenas de explicaciones pueden extenderse indefinidamen­
te, no hay nada en ellas que permita dar un salto hacia afue­
ra del lenguaje, hacia un fundamento último que pertenez­
ca, no al dominio de las palabras, sino al de las cosas. El fun­
damento es, necesariamente, otra proposición dentro del
lenguaje, y el reduccionismo científico, sea cual sea su base
— genética, neurofisiológica, etológica, cognitivista, etc.—
sólo puede eludir esta clausura introduciendo subrepticia­
mente un fundamento al cual le atribuye tácitamente la con­
sistencia de una cosa, un lenguaje a través del cual las cosas
mismas tomarían la palabra. Pero tal lenguaje, como lo he­
mos señalado ya, no puede ser sino un punto de fuga, en el
cual quedaría revocada la distancia entre las palabras y las co­
sas requerida por el lenguaje humano. Así, a través de los in­
tentos por reducir científicamente al lenguaje, la ciencia no
haría quizás sino rememorar y prefigurar la explosión, la ca­
tástrofe simbólica que constituye su origen y su fin, el alfa y
el omega de su empresa.
Pero no es éste el contenido manifiesto de la ciencia. És­
ta, frente al lenguaje, se encuentra en posición similar a la de
cualquier observador ante una inscripción, por ejemplo ante
un conjunto de signos escritos sobre un papel. Ningún aná­
lisis empírico de tales signos — con los medios de la física, la
química o la geometría, por ejemplo— podría ponernos en la
pista del significado de la inscripción en cuestión, y lo mismo
puede decirse de ciencias como la neurofisiología (en este ca­
so, lo único que cambia es el soporte de la inscripción, del pa­
pel y la tinta, a las neuronas y sus estados), o de cualesquiera
otras que pretendan reducir el sentido lingüístico a un con­
junto de evidencias empíricas. Tampoco la observación del
comportamiento de los animales puede proporcionarnos la
clave de bóveda del lenguaje, aunque no cabe duda que las
señales que sirven a éstos — desde las abejas hasta los prima­
tes superiores— para coordinarse entre sí, constituyen su ba­
samento evolutivo. El lenguaje no es un código cuyas señales
constituyan una función de las cosas, sino un fenómeno
emergente, un pliegue evolutivo que, una vez surgido — éste
es su origen ontológico, a diferencia del meramente cronoló­
gico— se interpone entre las cosas “en estado crudo” y el
mundo abierto por el lenguaje, de modo tal que las cosas de­
ben trasponer este umbral, mundanizarse y lingüistizarse, an­
tes de comparecer ante nosotros. Ciertamente, afirmar esta
clausura del lenguaje y el mundo no equivale a sostener la te­
sis, idealista, según la cual no habría nada fuera del lenguaje.
En todo caso, conduce a discernir, tras dicha nada, al doble
negativo del lenguaje: la evolución material ciega, que sin em­
bargo toma la palabra a través de él.
La comprensión del significado de una inscripción lin­
güística tiene un carácter holístico, instantáneo y global: po­
ne en juego de una vez la totalidad del lenguaje, requiere de
la pertenencia a un mundo. Un examen del aprendizaje de la
lengua, como el que hace Wittgenstein en sus Investigaciones
Filosóficas, lo confirma (§§151 y ss.). El lenguaje puede ser
visto como un caso particular de comportamiento conforme
a reglas. Ahora bien: no hay nada en una regla, por ejemplo,
en una flecha que indica la dirección de circulación del trán­
sito, que determine de qué manera la regla debe ser inter­
pretada, nada en la flecha que nos diga que se debe circular
en la dirección a la que apunta y no en la opuesta. La regla,
por así decirlo, no contiene la regla de su aplicación (pues ello
nos llevaría a otra regla, y así hasta el infinito). El aprendiza­
je de una regla, como la del desarrollo de una serie matemá­
tica a partir de un ejemplo o de su fórmula, supone un salto
cualitativo, del tipo que se expresa en la exclamación “ ¡Aho­
ra sé seguir!”, irreductible a evidencias lógicas, sensoriales o
psicológicas: “Seguir una regla, hacer un informe, dar una
orden, jugar una partida de ajedrez, son costumbres (usos, ins­
tituciones). Entender una oración significa entender un len­
guaje. Entender un lenguaje significa dominar una técnica.
(Wittgenstein, 1988, §199).
Tampoco las prácticas y los artefactos de la cultura son
inteligibles al margen del contexto total de relaciones, del
mundo en el cual se encuentran inmersos. El análisis de los
componentes de un televisor o un martillo sería incapaz de
decirnos qué son estos artefactos, al margen de las prácticas
sociales de “ver televisión” y “martillar” . La observación
atenta de un juego de ajedrez permitiría discernir un patrón
regular de movimientos (el caballo describe siempre una “L ”;
el alfil se mueve por las diagonales) y distinguirlo de otras
prácticas superficialmente similares, como un ejercicio desti­
nado a estimular la motricidad fina o una transacción comer­
cial. No obstante, es difícil que la distinción pudiera ser efec­
tuada fuera del contexto de una cultura como la nuestra, en
la cual las prácticas repetitivas (cuyo prototipo quizás sea pre­
cisamente el juego, el ritual) son relevantes; un observador
educado en otra cultura podría perfectamente ignorar la re­
gularidad, y enfatizar los aspectos diferenciales de la situación
(las distintas alturas a las cuales los jugadores levantan las pie­
zas, la fuerza con que las depositan sobre el tablero, etc.).
Este requerimiento de contextualización se puede exten­
der a la misma distinción entre lo natural y lo artificial (y el
lenguaje es, precisamente, el paradigma de lo artificial): co­
mo lo discute Jacques Monod en un texto clásico del debate
científico contemporáneo (L’hasard et la nécessité), aunque el
intento no sea ocioso ni estéril, no parece posible construir
un algoritmo capaz de hacer esta distinción en todos los ca­
sos: incluso propiedades que parecen tan obviamente artifi­
ciales como la repetición o la regularidad geométrica, son

[3o]
exhibidas por entes naturales como los panales de abeja o los
cristales (Monod, 1970, cap. I). Y, por otra parte, ninguna
propiedad es independiente de la escala a la cual se efectúe la
observación: el borde perfectamente recto de una regla de
acero, o de un carácter de imprenta, se revela por completo
irregular bajo observación mediante un instrumento lo bas­
tante potente. Saber cuál es la escala pertinente de observa­
ción implica que ya se pertenece a un contexto, a un mundo
abierto, inaugurado e iluminado por el lenguaje, y lo mismo
se aplica al caso de la distinción entre lo natural y lo artificial.
La irreductibilidad no hace de cada lengua un sistema ais­
lado. Los enunciados lingüísticos pueden ser entendidos, in­
terpretados, traducidos. Pero no es posible una teoría de la
interpretación, un criterio unívoco que permita medir su
aproximación a un significado original. Lo mismo sucede con
la traducción (y la interpretación no es sino un caso especial
de traducción, en el cual la lengua de origen y la de destino
coinciden) (Steiner, 1992). La traducción es una técnica, un
arte, inseparable por lo demás de la experiencia, del aprendi­
zaje multicultural del traductor. Por cierto, hay situaciones de
traducción en las cuales por definición el contexto de prácti­
cas y usos lingüísticos, el juego de lenguaje, falta: es el caso del
paleógrafo, enfrentado a una inscripción en la lengua de una
cultura extinta. En este caso, el científico intentará reconstruir
el contexto mediante evidencias adicionales (restos arqueoló­
gicos), hipótesis auxiliares, analogías y relaciones con otras
culturas conocidas; finalmente, de una manera más o menos
autoconsciente, completará el juego de lenguaje ausente me­
diante elementos traídos de su cultura de origen, importación
que introducirá un sesgo inevitable en su comprensión de los
vestigios en cuestión. Toda historia es historia del presente;
las disciplinas históricas no pueden sino proyectar, contra el

[3i]
telón de fondo del pasado, las certidumbres y las interrogan­
tes que inquietan a nuestra cultura.
Hay un remanente que los conatos de reducir el lenguaje
natural a un conjunto de evidencias positivas inevitablemen­
te arrojan; de hecho, quizás el rendimiento cognitivo funda­
mental de estos intentos (provenientes del campo de la bio­
logía, la neurofisiología o la cibernética, las ciencias cogniti-
vas o la inteligencia artificial) consista, precisamente, en po­
ner de relieve la irreductibilidad de tal remanente: el sentido
lingüístico. Cinco décadas de investigaciones en inteligencia
artificial, por ejemplo, no han logrado, no obstante las ex­
pectativas y los vastos recursos volcados en ello, producir má­
quinas capaces de traducir el lenguaje natural; a lo más, se ha
conseguido algún resultado en el caso de lenguajes especia­
lizados, cuya dependencia del contexto, de la “costumbre”
wittgensteiniana, puede ser minimizada. En éste y en otros
campos, la disponibilidad de ordenadores constituye un arma
de doble filo. Por una parte, potencia los impulsos reduccio­
nistas de la ciencia. Pero, a la vez, la posibilidad de plasmar en
procedimientos formales — algoritmos— y software expecta­
tivas que anteriormente permanecían protegidas por su pro­
pia vaguedad, pone en evidencia, desde el interior mismo de
las disciplinas científicas positivas, los límites del reduccionis-
mo (H. Dreyfus, 1992; Sabrovsky, 1993).
El sentido introduce un ordenamiento en el mundo; sen­
tido y orden son nociones estrechamente ligadas. Ahora bien:
el orden está siempre ligado al juicio de un observador. Un
despacho atestado de papeles — este experimento mental pro­
viene de la obra de Gregory Bateson— puede seguir un or­
den intrínseco inteligible sin problema para su usuario, y pa­
recer por completo caótico ante la mirada de un observador
externo. Si luego al observador externo (por ejemplo, a un

m
miembro del personal de aseo) se le pidiera hacer orden, su
ordenamiento tenderá a apoyarse sólo en la distribución de
los rasgos externos de los elementos (forma geométrica, ta­
maño, color de los papeles). El resultado de esta manipula­
ción externa será la pérdida del orden significativo preexis­
tente, que sólo el usuario podía aprehender.
El “desorden” inicial de este sistema, visto desde la pers­
pectiva del observador externo, constituye su complejidad.

“Un desorden no aparece como complejo más que en relación a un


orden que se tiene razones para suponer que existe, y que se busca
descifrar. En otras palabras, la complejidad es un desorden aparente
donde hay razones para suponer un orden oculto; o, también, la com­
plejidad es un orden del cual no se conoce el código” (Atlan 1979, pp.
77-78).

Esta tensión entre la presuposición de un código y sus su­


cesivas aproximaciones — presuposición que en la tradición
del pensamiento y la filosofía moderna recibe el apelativo de
“trascendental”— es constitutiva de la empresa científica y
del lenguaje. En el peor de los casos, el científico ha de re­
signarse a una observación puramente externa: con formular,
como lo hizo Boltzmann en la segunda mitad del siglo pasa­
do al dar una expresión estadística a la termodinámica de los
gases, una distribución probabilística de los elementos del sis­
tema (en este caso, moléculas), distribución que no expresa
sino la incertidumbre, la diferencia entre el conocimiento
global, externo, del sistema en cuestión (expresado en la dis­
tribución probabilística), y la información que sería necesaria
para reproducir la configuración particular de sus elementos
correspondiente a un estado determinado. Por lo general, la
ciencia consigue algo más, como determinar una ley de for­
mación del sistema (por ejemplo, su código genético en el ca-
so de la biología). Con ello se reduce el número de sus esta­
dos posibles, y por tanto su complejidad. Pero es aquí don­
de la especificidad del lenguaje se hace patente, incluso si, de
acuerdo con el enfoque externalista que estamos asumiendo
en este momento, prescindimos del significado de los enun­
ciados, de la dependencia del contexto y la polisemia que les
es inherente. El lenguaje no logra jamás darse alcance a sí
mismo; en un enunciado lingüístico no hay finalmente más
regla de formación que el enunciado mismo; la regla de for­
mación de un soneto de Shakespeare se confunde con el so­
neto mismo.
4. Autofagia e Ilustración

L a m o d e r n id a d ilustrada se define por una pasión fáustica


por la novedad que lleva al cuestionamiento y la disolución
continua de las mismas formas simbólicas en las cuales tran­
sitoriamente se plasma; a la vez, supone una expansión, un
despliegue constante de sus dispositivos técnicos. De esta ma­
nera, la superficie de exposición de la sociedad al embate de
la exterioridad radical — la naturaleza, las catástrofes que, co­
mo veremos más adelante, desencadena la misma maximiza-
ción de la voluntad de sentido inherente a la tecnología— no
hace sino incrementarse; simultáneamente, los significados
compartidos a los cuales sería posible recurrir para limitar o
encauzar esta vorágine parecen hacerse cada vez más frágiles.
¿Es posible que la modernidad cuente aún con recursos sim­
bólicos para evitar ser consumida por su propia dinámica?
¿Tiene sentido la idea de un contenido normativo de la mo­
dernidad, a partir del cual se pudiera poner límites a esta suer­
te de autofagia? ¿O es que, de alguna manera, la verdad se­
creta de la modernidad reside precisamente en ella?
El mundo moderno se constituye en medio del enfrenta­
miento contra lo heterónomo — todo aquello que responde a
una ley {nomos) ajena a la razón— cristalizado en la tradición,
en el mito; en la lucha por arrebatarles su contenido sustan­
tivo, explicitándolo y vertiéndolo en los moldes de la racio­
nalidad. El mito, “la palabra que muestra” (Heidegger, 1954
b, I, I), está próximo al instante fundacional, al big-bang se­
mántico que se encuentra en la base de una formación, de un
sistema social; en él, por tanto, se establece una relación in­
mediata entre la esfera simbólica y las prácticas sociales, entre
las palabras y las cosas. No es una narración, en el sentido
moderno, confinada al ámbito especializado de la apreciación
estética; en tanto objeto de una formulación explícita cons­
tituye más bien un meta-relato, un discurso prescriptivo de
prácticas sociales significativas en todos los ámbitos de la vi­
da. Incluso en la sociedad europea medieval, este carácter sig­
nificativo del mito permanece bajo la forma de meta-relato
teológico o cosmológico, en el cual aún confluyen, en un
único plexo de sentido, cuestiones de hecho (verdad) y de va­
lor (justicia, belleza), que luego la modernidad, en su proce­
so de desencantamiento de la imagen del mundo, disocia en
discursos especializados (ciencia, ética, estética).
Las sociedades tradicionales desconocen la incertidumbre
individual y colectiva de la condición moderna: en ellas la
identidad de cada cual, sus relaciones con el colectivo, se en­
cuentran reguladas explícitamente por el mito. Pero esta ma-
ximización de la integración social se obtiene al costo de una
extrema rigidez. Así, frente al cambio — el aumento en la
complejidad en la vida societal, el encuentro con otras cultu­
ras, las alteraciones en el medio ambiente natural, etc.— las
sociedades tradicionales carecen de recursos para innovar en
su adaptación, y sus estructuras rígidas tienden al colapso.
La libertad individual, la consideración racional de las
cuestiones — la posibilidad que se le abre al sujeto de poner
entre paréntesis o negar las creencias de la tribu sin que ello
desencadene la aniquilación del colectivo o la suya propia—
y en general todos aquellos motivos emancipatorios que ca­
racterizan a las sociedades post-tradicionales, obran en la
perspectiva de sustituir la relación inmediata entre los discur­
sos y las prácticas, las palabras y las cosas, que caracteriza al
mito, por una cadena de mediaciones: el lenguaje cosificado
es sustituido por discursos diferenciados, con un enorme in­
cremento de las posibilidades de adaptación. En particular, el
ethos racional, comunicativo, que caracteriza a la Ilustración
hace posible la constitución de comunidades globales, cultu­
ralmente mestizas, allí donde no las había.
Este logro evolutivo — que se puede entender como pro­
ducto de un azar que da origen a un aprendizaje, a un sedi­
mento formado de prácticas e instituciones— en rigor ya es­
tá en marcha desde el momento mismo en que el mito ad­
quiere por primera vez forma explícita y se hace reconocible
como tal, desprendiéndose del trasfondo proto-lingüístico de
signos meramente operacionales o expresivos que lo precede:
la palabra que permite coordinar directamente una acción, el
gemido de pavor o deseo. La codificación explícita del mito,
en efecto, tiene un carácter ambiguo: por una parte, a través
de su contenido manifiesto, el mito conserva el recuerdo de
la naturaleza aún no escindida, altamente heterónoma, cuya
cesura dio origen al lenguaje y al mundo. Pero por su forma,
por el lugar discursivo e institucional que abre para sí mismo,
el relato mítico desempeña un rol decisivo en la dinámica de
la diferenciación, en la consolidación de la cesura que por su
contenido quisiera retrotraer. De esta manera, predicando la
anámnesis pero practicando el olvido, el mito se instala en el
umbral de la secularización, del proceso de desencantamien­
to de la imagen del mundo que caracteriza a la Ilustración y
que culmina en la modernidad; finalmente las religiones, y
en particular las religiones tardías, monoteístas, con su teolo­
gía conceptual y abstracta, se yerguen en agentes desencade­
nantes de la vorágine de la secularización, por más que in­
tenten después detenerla ante el peligro de ser devoradas por
esas mismas fuerzas que, lo quieran o no, han contribuido de­
cisivamente a liberar5.
El lenguaje, hemos dicho, es resultado de un pliegue evo­
lutivo, y su capital semántico no es sino la huella, el recuerdo
de la cesura, de la explosión de heteronomía que se sitúa en
su origen. En el límite — una suerte de “grado cero” de la
significación— este capital se expresa, como también lo he­
mos indicado, y volveremos a hacerlo más adelante, bajo la
forma de una relación inmediata entre las palabras y las cosas.
Este grado cero es el que se puede discernir bajo la interdic­
ción impuesta por Parménides y los filósofos eleáticos sobre
el pensar (decir) el “no-ser”. En efecto, esta interdicción con­
dena al lenguaje a reduplicar tautológicamente la realidad, a
la pertinaz enunciación de la identidad “A es A”. Pero en­
tonces “no A” constituye, no un enunciado falso, sino un sin
sentido, y lo posible queda restringido al dominio de lo ver­
dadero. Tanto Platón como Aristóteles se esforzarán por le­
vantar esta interdicción, por legitimar la posibilidad de un dis­
curso acerca del no-ser, estableciendo una distinción entre
verdad y posibilidad que incrementa las capacidades funcio­
nales del lenguaje, abriéndolo hacia la dimensión de los dis­
cursos especulativos, “contrafácticos”, que exploran y anti­
cipan posibilidades, aunque esta apertura no se consolidará
hasta la era moderna, con Newton y Galileo.
La función de los enunciados contrafácticos es reconocida
en la teoría de sistemas luhmaniana como la clave de la cons­
titución de lo social en cuanto sistema autopoiético, cerrado
en la dimensión del sentido. “¿Cómo se puede concebir este
fenómeno [de cierre]?”, es la pregunta que Luhman formu­
la. Y responde:

“La respuesta a esta pregunta la encontramos en la ‘apertura’ del


sistema debida a la codificación lingüística, entendida ésta como la
duplicación de todas las posibilidades expresivas mediante una di­
ferencia sí/no. De esta manera, el sistema crea para sí, adicional­
mente, una versión negativa del sentido, sin correspondencia con el
entorno, es decir, que sólo se puede disponer en el camino del cál­
culo propio del sistema. Esta codificación estructura todas las ope­
raciones del sistema, sin importar su contenido, como elección en­
tre el sí y el no... El que un sistema de sentido permanezca cerrado
se puede entender como control de las propias posibilidades de ne­
gación para la producción de los propios elementos. Cada cambio
implica un no — aunque indeterminado— y su uso se puede con­
dicionar. Este control conduce a un cálculo recursivo del cálculo y
para este tipo de sistemas la realidad no es otra cosa que la repro­
ducción que se realiza en estos términos” (1991, p. 442).

Notemos también la amplia corriente en la filosofía con­


temporánea, que incluye desde Nietzsche hasta el severo
Popper, que confiere a un tipo particular de contrafácticos,
los relatos ficticios e incluso mendaces, un rol central en el
surgimiento del lenguaje. Dice este último:

“ ...Propongo la tesis de que lo más característico del lenguaje hu­


mano es la posibilidad de contar historias... sugiero que el mo­
mento en que el lenguaje se tornó humano estuvo estrechamente
relacionado con el momento en que un hombre inventó una histo­
ria, un mito para excusar un error que había cometido — quizás el
dar una señal de peligro cuando no era oportuno— ; y sugiero que
la evolución del lenguaje específicamente humano, con sus medios
peculiares de expresar la negación —de señalar que algo señalado
es no verdadero— surge muy principalmente del descubrimiento de
medios sistemáticos de negar un informe falso, por ejemplo una fal­
sa alarma, y del descubrimiento, con el cual está estrechamente re­
lacionado, de los relatos falsos —mentiras— usadas sea como ex­
cusas o juego... mentir... ha hecho del lenguaje humano lo que es:
un instrumento que puede ser utilizado tanto para informar como
para desinformar”6.

Con todo ello, la relación entre las palabras y las cosas con­
tenida en el mito no se desvanece, sino se torna mediada, sis-
témica; se concentra en ciertos términos claves, en los cons­
tituyentes básicos de la red ontológica que el lenguaje des­
pliega sobre el mundo fenoménico y que, a la vez, expresa su
ordenamiento inmanente. Así por ejemplo, las categorías kan­
tianas (unidad, pluralidad, totalidad; realidad, negación, limi­
tación; inherencia y subsistencia, causalidad, comunidad; po­
sibilidad, existencia, necesidad), heredadas a su vez de Aristó­
teles, en conjunto con las “formas puras de la sensibilidad”, el
espacio y el tiempo, hacen posible formular enunciados teóri­
cos acerca de los fenómenos. Pero para evitar una regresión al
infinito, hay que aceptar que las categorías mismas han de te­
ner significado por derecho propio, aunque su contenido no
pueda venirles dado por la representación de algún fenómeno
empírico, de algún ente perteneciente al mundo de la expe­
riencia. Las categorías deben ser más bien las piezas, las reglas
del “juego de lenguaje” consistente en describir fenómenos
empíricos; su contenido, como el de las potencias míticas de
la naturaleza que constituyen su impuro origen, no puede ser
sino el sedimento, la huella de la profunda hendedura que el
surgimiento del lenguaje introduce en la superficie indiferen­
te del universo, de la compleja adaptación de la cual tanto la
ciencia como el mito forman parte.
El significado no es entonces sino la máscara, la (anti)faz
luminosa e intramundana de lo heterónomo: por ello, la di­
námica de la secularización no puede detenerse en ninguno
de sus productos. Desde esta dinámica, entre la ciencia que
aspira aún a dar cuenta del significado de la experiencia y el
más burdo animismo hay diferencias sólo de grado; elgen u i­
no adversario de la Ilustración es el significado en cuanto tal,
que ilumina el mundo pero a la vez hunde sus raíces en el mag­
ma primal. Por ello la sociedad de las luces no puede sino
culminar en el agotamiento, en la perdida de sentido y la
fragmentación que caracterizan a la modernidad tardía.
La idea de un ordenamiento inherente al mundo fenomé­
nico, que encontraba aún expresión en la filosofía kantiana, en
la mencionada red de formas puras, no empíricas, que no obs­
tante se las arreglaban para prefigurar la experiencia, deja pa­
so, en la ciencia contemporánea, al formalismo para el cual las
descripciones científicas del mundo no son más que reticula-
dos de conceptos superpuestos convencionalmente, siguien­
do imperativos puramente instrumentales, sobre una realidad
inerte, muda: como lo expresa Wittgenstein en su Tractatus
Logico-Philosophicus, articulando el positivismo inherente a la
ciencia del siglo XX, “no existe la necesidad de que una cosa
deba acontecer porque otra haya acontecido: hay sólo una ne­
cesidad lógica”. Entonces el mundo pasa a ser aquel paraje
entrópico que describe el mismo Wittgenstein en su Confe­
rencia sobre la ética, en el cual “no hay proposiciones que, en
ningún sentido absoluto, sean sublimes, importantes o trivia­
les”; donde “el asesinato estará en el mismo nivel que cual­
quier otro acontecimiento, como, por ejemplo, la caída de
una piedra” (1989, pp. 36-37).
Pero de esta manera, como anticipamos, la máquina ilus­
trada queda trabajando en el vacío, privada de la heteronomía
que la circunscribe, la restringe y da vida a la vez. Entonces el
logos, aproximándose al enigma de su origen en la cesura de
la ciega e indiferenciada concatenación causal del universo, se
vuelve necesariamente contra sí mismo, reconociéndose co­
mo la sola fuente restante de heteronomía. A este momento
corresponde el llamado “giro lingüístico”, la tendencia a la
lingüisticidad, a la autorreferencia y la circularidad que —vol­
veremos sobre esto— gravita sobre todos los estratos de la
conciencia contemporánea, y que tiene como exponentes más
destacados a la filosofía fenomenológico-hermenéutica, al
post-estructuralismo, la deconstrucción y la teoría de siste­
mas; también la propensión, encarnada en críticos radicales
de la Ilustración — Heidegger, Adorno, Bataille, Merleau-
Ponty, Foucault, entre otros— a dar la palabra a aquellos ele­
mentos de alteridad primordial que trascienden al logos'. a la
materialidad irreductible del cuerpo, a la temporalidad irre­
versible y la muerte, o a la misma proliferación de discursos
embrionarios, marginales, que se desarrollan en los intersti­
cios o por debajo del umbral de sentido que define “el orden
de los discursos” (Foucault).
Esta crítica radical suele presentarse como una protesta
“contrailustrada” en nombre de la materialidad que el logos
excluye y reprime; no obstante, puesto que necesariamente
ha de inscribir dicha materialidad en el lenguaje, el discurso
contrailustrado no puede sino constituir la consumación, am­
bigua y desgarrada, de la pulsión iluminista que en su super­
ficie rechaza. Así por ejemplo, Michel Foucault inicia su His­
toria de la sexualidad rechazando lo que llama “hipótesis re­
presiva”, la idea de que a partir del siglo XVII, en coinciden­
cia con la implantación del capitalismo, habría caído sobre la
sexualidad una oleada de represión. Por el contrario, Fou­
cault discierne, en este mismo período, una proliferación de
discursos sobre la sexualidad, proliferación de la cual forma
parte de modo eminente el propio discurso emancipador. El
iluminismo parece haber descubierto en la sexualidad una zo­
na no articulada de la experiencia, un yacimiento inexplota-
do de heteronomía contra el cual acrecentar el poder de la pa­
labra. Y Foucault interroga: “el discurso crítico que se dirige
a la represión, ¿viene a cerrarle el paso a un mecanismo de po­
der que hasta entonces había funcionado sin discusión o bien
forma parte de la misma red histórica de lo que denuncia (y
sin duda disfraza) llamándolo represión?” (1977, pp. 17-18).
No obstante, la misma pregunta puede formularse ante la
“crítica de la crítica” que ofrece Foucault; en última instancia,
no sin cierta náusea, constatamos que estamos encerrados,
como en un cuarto de espejos, en la interminable recursivi-
dad de los discursos; que la (mal) llamada “contrailustración”
(Habermas) es la Ilustración consumada, perversa, vuelta
contra y sobre sí misma, que alimenta crepuscularmente su
deseo extenuando su carne. Hasta que no reste “ningún mis­
terio, pero tampoco el deseo de su revelación” (Adorno y
Horkheimer, 1970, p. 17).
El intento por completar la autonomía de la razón no
puede sino poner de relieve la alteridad irreductible que se
encuentra en su base. Algo similar ocurría en Hegel, como
sus críticos posteriores (por ejemplo Adorno) lo han hecho
notar: la afirmación incondicional de la identidad — la iden­
tidad del ser y el pensar, que se encuentra en la base de la dia­
léctica— no puede sino llevar al reconocimiento de lo condi­
cionado, de lo heterónomo que trabaja interiormente a la
identidad misma, partiendo por la misma pasión — un “amor
patológico”, habría diagnosticado su antecesor Kant— del
filósofo Hegel por conferir a la experiencia la forma del sen­
tido.
La dialéctica hegeliana estaba impelida por la pulsión he-
terónoma de la identidad; por una fe — lacques Monod, des­
de la plataforma de la ciencia contemporánea, no vacila en ca­
lificarla de animista— en la afinidad profunda del espíritu con
las cosas. El desencantamiento de la imagen del mundo no
era aún completo en Hegel. Completarlo exige agotar la pa­
sión por la autonomía que impulsó a la Ilustración en su mo­
mento clásico.
Al iniciar su clase inaugural en el College de Fmnce, Michel
Foucault contrastó con suave ironía la violencia, la ruptura de
la continuidad que siempre implica el acto de tomar la pala­
bra, con la ilusión de que el discurso no tuviera en rigor ini­
cio; de que el hablante estuviera precedido por “una voz sin
nombre” :

“Me habría bastado entonces” —dice Foucault, personificando él


mismo a este hablante— , “con encadenar, proseguir la frase, intro­
ducirme sin ser advertido en sus intersticios... No habría habido
por tanto un inicio: y en lugar de ser aquél de quien procede el dis­
curso, yo sería más bien una pequeña laguna en el azar de su desa­
rrollo, el punto de su desaparición posible” (1971, pp. 7-8).

No es difícil reconocer, en el anhelo de continuidad de es­


te hablante evocado por Foucault, el animismo — animus,
Espíritu— de la filosofía hegeliana. Este, expresado en térmi­
nos de lenguaje, equivale a la idea mística, gnóstica, del uni­
verso como un texto inteligible, al cual se incorpora sin de­
jar rastros — como “una pequeña laguna”— cada discurso
particular. Pero más allá de todo animismo trascendente o
trascendental, desaparecido el soporte invisible del libro del
universo hegeliano, cada texto debe, por así decirlo, valerse
por sí mismo. El libro del universo, dicho de otra manera, no
es la totalidad orgánica e inteligible pensada por Hegel, sino
la demencial Biblioteca de Babel de Borges: el compendio de
todos los significados posibles producido por una mera com­
binatoria mecánica de signos alfabéticos, que lo comprende
todo — “la historia minuciosa del provenir, las autobiografías
de los arcángeles, el catálogo de la Biblioteca, miles y miles
de catálogos falsos, la demostración de la falacia de estos ca­
tálogos, la demostración de la falacia del catálogo verdade­
ro, el evangelio gnóstico de Basílides, el comentario de ese
evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de ca­
da libro en todas las lenguas, las interpolaciones de cada libro
en todos los libros”— y en la cual (aunque esto sólo lo “afir­
man los impíos” ), “el disparate es normal” y “lo razonable
(aun la humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa ex­
cepción”7. El sin sentido por exceso, por sobresaturación del
sentido: esta es la única versión del libro del universo acep­
table para la conciencia contemporánea, que ha hecho la ex­
periencia de la secularización integral.
Recapitulemos. Nuestra argumentación, apoyada en la teo­
ría de sistemas, hace del equilibrio inestable entre el impulso
a la autonomía, y la heteronomía que le sirve de trasfondo
— “entre el cristal y el humo”, como en la afortunada expre­
sión de Henri Atlan— la clave del momento clásico de la
cultura ilustrada, momento que esta misma dinámica inevita­
blemente deja atrás. En adelante, el discurso ilustrado no
puede sino enfrentarse a aquellos núcleos de alteridad irre­
ductibles que constituyen las bases ontológicas secretas de su
propio discurso: la alienación, el dolor, la muerte, la materia­
lidad insidiosa que se filtra a través del orden de los discursos;
en fin, todos aquellos temas que son el patrimonio de la
“contrailustración” y que no es sino la Ilustración consuma­
da, desgarradamente consciente de sí misma; por último, las
catástrofes que destruyen y a la vez realizan la pasión por la
novedad radical que es definitoria de la modernidad. Edipo,
el héroe ilustrado por antonomasia, descifrador de enigmas y
conjurador de monstruos, termina por descubrir que sus ha­
zañas no son sino el cumplimiento de un destino que inclu­
ye crímenes insoportables: se ciega, renuncia a la luz. Y “pa­
ra quien no ve” — cuenta Tiresias a Edipo en un diálogo ima­
ginado por Pavese— “todas las cosas son un choque, nada
más” 8.

5 Se sigue de aquí la imposibilidad de todo retorno al mito, de todo


“reencantamiento de la imagen del mundo”, pues la sola articulación de tal
imagen encantada pone en marcha la dinámica de la Ilustración. Esta es la
esencia de la “dialéctica del iluminismo”, por la que a grandes rasgos nos
estamos dejando guiar en esta sección (Theodor W. Adorno y Max Hork-
heimer, 1970, Dialéctica del Iluminismo, trad. H. A. Murena. Buenos Ai­
res, Sur). El mana, el mito en estado no-articulado no es sino un límite,
el grado cero de la Ilustración. Por tanto, el encantamiento de la imagen
del mundo no es un estado, una etapa histórica o prehistórica que se pu­
diera reproducir, sino una singularidad, coincidente con el origen del len­
guaje. Para la relación iluminismo-mito, con énfasis en el rol proto-ilustra­
do de las religiones monoteístas, ver también: Gershom Scholem, 1993,
capítulo I.
6 “Karl Popper, replies to my critics”, en The Philosophy of Karl Popper,
ed. Paul Arthur Schilpp, La Salle, Illinois, 1974, pp. 1112-3. Citado por
George Steiner, 1992, pp. 234-235.
7 Jorge Luis Borges, 1980, “La Biblioteca de Babel”, Prosa Completa,
Barcelona, Editorial Bruguera, Vol. I, pp. 458 y 461.
8 Cesare Pavese, 1976, Diálogos con Leucó, trad. Marcella Milano, Bue­
nos Aires, Siglo Veinte, p. 54.
5. El caso de la ingeniería genética

L a I l u s t r a c i ó n es autófaga. En su impulso a desencantar la


imagen del mundo, a disolver todo remanente de animismo
heterónomo, termina devorando el mismo animismo — he-
geliano, galileano como veremos también— que la constituía.
Bajo una delgada capa de secularización, este animismo con­
servaba la voluntad de sentido que caracterizaba a la vieja teo­
logía. Ante esta voluntad, lo heterónomo — el dolor, el mal,
la muerte— carecía de genuina substancia: constituía tan só­
lo un bien menor, una desviación contingente respecto al or­
den, el sentido, la bondad y la belleza que caracterizaban a
la creación. A la vez el animismo teológico o ilustrado, al pri­
var de substancialidad a lo heterónomo, preservaba paradóji­
camente la heteronomía socialmente necesaria. Este era su se­
creto. En efecto, mientras la vigencia del animismo pudo ha­
cer de lo heterónomo una mera apariencia, la búsqueda de­
senfrenada y autodestructiva de autonomía fáctica — la
incapacidad de respetar ninguna diferencia que se resista a la
racionalización total— careció de incentivo. Pero éste es un
equilibrio inestable, que la propia dinámica del desencanta­
miento iluminista rompe. En adelante, sin el aval del sentido
del mundo otorgado por el Espíritu, la heteronomía se expe­
rimenta como heteronomía, el mal como mal. Las sociedades
contemporáneas experimentan la radicalidad del mal y su ba­
nalidad, las dos figuras que Hannah Arendt reconoció bajo la
faz del Holocausto.
La autofagia ilustrada queda prístinamente ejemplificada
con la redefinición del concepto de salud y enfermedad que
está teniendo lugar en la actualidad como consecuencia del
desarrollo de la ingeniería genética. Como lo hace notar el
bioético español José Sanmartín, la posibilidad de hacer un
levantamiento del material genético, del llamado genoma hu­
mano, estableciendo una correlación entre sus componen­
tes y las enfermedades que afectan a los seres humanos trae
consigo la tendencia a “minimizar la importancia de los fac­
tores medioambientales en relación a las enfermedades”. Y
agrega:

“Desde Pasteur hasta el día de hoy la imagen dominante de la en­


fermedad ha sido la de un problema de salud causado por un mi­
croorganismo. La medicina ha sido fundamentalmente anti-bióti-
ca. Hoy esta concepción está empezando a ser desplazada por una
nueva. Desarrollar una enfermedad depende fundamentalmente de
la biología individual, de la constitución genética” (Sanmartín,
1993, p. 220).

El proyecto Genoma Humano, concebido en 1985, dota­


do de un presupuesto de tres mil millones de dólares en quin­
ce años, y en torno al cual convergen poderosos centros de
investigación de seis países desarrollados agrupados en H U ­
GO, la Hum an Genome Organization, constituye un gigan­
tesco esfuerzo internacional por romper el código genético,
estableciendo un mapa de sus componentes y sus relaciones
con enfermedades tanto físicas como psíquicas, si cabe aún la
distinción9. Vale la pena hacer notar que, en la medida en que
los resultados de estas investigaciones dan origen a posibili­
dades de manipulación tecnoclínica del material genético con
propósitos de eliminar o sustituir secuencias de genes que, en
determinadas condiciones, derivarían en enfermedades, se
cierne sobre la humanidad un alarmante peligro de reducción
o pérdida de la diversidad genética acumulada a lo largo de la
evolución.
Un caso muy claro es la talasemia, un tipo de anemia pa­
ra el cual se ha identificado el daño genético que la posibili­
ta (Sanmartín, 1993, p. 2 1 3 ). No obstante, lo que el hori­
zonte de la ciencia médica contemporánea interpreta como
daño, puede representar una ventaja evolutiva desde otra óp­
tica. Así, se ha podido mostrar que el mismo gen dañado
(que se encuentra principalmente entre la población africana)
induce resistencia ante la malaria. Otro ejemplo similar es la
llamada fibrosis quística, asociada a una mutación genética de
la cual es portadora una de cada veinte personas, aunque só­
lo una entre dos mil efectivamente padezca la enfermedad.
Esta consiste en la carencia de una determinada proteína, la
cual impide una lubrificación adecuada de las vías respirato­
rias. De esta manera, la fibrosis quística determina una pro­
pensión a las obstrucciones bronquiales. No obstante, se ha
demostrado que este mismo rasgo hace de sus portadores
más resistentes a las infecciones intestinales: sólo esta ventaja
evolutiva explica que una enfermedad hereditaria recesiva,
que habría aparecido en Europa hace 50 mil años y que, es­
tadísticamente, dado su mismo carácter recesivo, debiera ha­
berse extinguido en un lapso de sólo dos mil, haya perdura­
do hasta el día de hoy10.
En el caso hipotético, por tanto, de conseguirse eliminar
estos “defectos” mediante técnicas de ingeniería genética,
una eventual epidemia de malaria o de infecciones intestina­
les podría barrer con la población “beneficiada” por ese logro
de la tecnología médica. Por cierto, se podría argumentar
aquí que la malaria y las infecciones intestinales son enferme­
dades controladas; o también que, dado que conocemos ya
este doble aspecto de los genes en cuestión, nos guardaremos
de eliminarlos del pool genético humano. Pero lo que se apli­
ca a los genes mutados responsables de la talasemia y la fi-
brosis quística se puede aplicar a cualquier otro gen: así, hay
indicios de que la esquizofrenia estaría asociada a defectos en
el material genético: de nuevo, nada permite descartar que
ese defecto no sea también una ganancia evolutiva, y así su­
cesivamente.
Las tecnologías médicas son — volveremos sobre esto—
una de las cúspides de la cultura de la Ilustración. Lo que
queda en evidencia en estos ejemplos tomados de la ingenie­
ría genética es que, en última instancia, vida y muerte son in-
disociables. La búsqueda desmedida de certidumbre — de
ello se trata en el caso del proyecto Genoma Humano, de ob­
tener certidumbre completa respecto al llamado materialge­
nético humano— da origen a peligros que rebasan toda po­
sibilidad de control y predicción. Esto, en un plano empírico.
En el plano ontológico, se rompe el equilibrio inestable
entre autonomía y heteronomía que, como hemos dicho, es
la base de todo sistema autopoiético. La misma vida se man­
tiene sobre la base de mutaciones provocadas por el azar: el
afán desmedido de protegerla eliminando tecnológicamente
las mutaciones equivale entonces a la muerte. Y en la esfera
social, las sociedades modernas basan su contrato social en la
existencia de la incertidumbre. En tanto la hay, el comporta­
miento racional conduce a los individuos a renunciar a la op­
timización de los beneficios en los diversos planos (poder,
fortuna económica, éxito sexual, salud, etc.), puesto que la
conducta optimizadora es también la más arriesgada, la que
ofrece mayores posibilidades de descalabro total para el indi­
viduo que la adopta. Lo que la racionalidad bajo la coacción
del riesgo prescribe es la restricción, la prudencia en la bús­
queda de beneficios, y la cooperación en el establecimiento
de sistemas de solidaridad encargados de compensar social­
mente los efectos de la incertidumbre. La medicina anti-bió-
tica de la que habla Sanmartín se ciñe perfectamente a este
patrón: en la medida en que las enfermedades provienen del
medio ambiente — y el medio ambiente se define precisa­
mente por ser el residuo heterónomo que no ha sido aún re­
ducido a la certidumbre— , constituyen un azar que debe ser
compensado mediante los sistemas sociales de salud que son
característicos del estado de bienestar, la versión contempo­
ránea del contrato social.
Más allá de la inercia que los puede mantener durante un
tiempo funcionando, el nuevo paradigma de la salud y la en­
fermedad representado por la ingeniería genética constituye
una suerte de bomba en la línea de flotación de estos sistemas
de salud socializada: el azar medioambiental que compensa­
ban socialmente queda desplazado por la certidumbre que
promete el proyecto Genoma Humano11. El potencial resul­
tado es una severa fractura del vínculo social: la solidaridad,
un logro evolutivo forzado por el azar, ha de dejar paso a la
estratificación entre sectores sociales poseedores de certeza,
sea de la “corrección” o de la “incorrección” de su material
genético; a lo más puede imaginarse un vínculo solidario en­
tre estos últimos, empeñados en normalizar su genoma (por
ejemplo, en la etapa embrionaria de sus crías), al costo, como
ya lo hemos visto, del empobrecimiento global del patrimo­
nio genético humano.
Por cierto, se puede discutir este “efecto certidumbre”
que de manera tan enfática estamos atribuyendo aquí a la in­
geniería genética. De hecho, la correlación entre elementos
del genoma y las enfermedades no puede nunca establecerse
con total certeza: siempre hay una interpretación que los
agentes sociales hacen, a partir de sus valores e intereses; asi­
mismo, el material genético en rigor determina sólo propen­
siones, cuya actualización depende de factores aleatorios del
entorno. El mismo artículo de José Sanmartín al que hemos
hecho referencia argumenta convincentemente al respecto.
No obstante, al menos dentro del enfoque que estamos de­
sarrollando, estos refinamientos interpretativos están desti­
nados a ser barridos por la propia vorágine de la Ilustración
tecnocientífica, que no se resuelve en el rigor de la discusión
académica, sino a nivel del imaginario colectivo que impulsa
a la empresa tecnocientífica. Y este imaginario está impulsa­
do, no por argumentos, sino por la pulsión de la seguridad,
de la certidumbre: es esta pulsión, y no otra cosa, lo que se
expresa en la transformación de la vida en un fenómeno so­
metido a consideración científica, que luego pasa a ser obser­
vado a través del prisma de la información, y que culmina en
la destinación de enormes recursos al esfuerzo por descifrar
tal información; no es posible disociar esta pulsión de sus re­
sultados, por inquietantes que resulten.
Por otra parte, la ingeniería genética no es la única esfera
en la cual la búsqueda ilustrada de certidumbre erosiona el
vínculo social. La incertidumbre, tal como lo veremos más
adelante al examinar la llamada “experiencia de lo sublime”,
constituía una paradójica fuente de energías subjetivadoras: el
sujeto moderno clásico, enfrentado a la violencia de la natu­
raleza (o a la barbarie asociada a su propia naturaleza) debía
pasar por la experiencia de saberse al borde de la aniquilación
para llegar a ser un sujeto maduro, capaz de afrontar las re­
nuncias que supone el ejercicio de la razón. El sujeto pos­
moderno, en cambio, oscila violentamente entre la promesa
ilimitada de seguridad — en el imaginario colectivo vigente,
toda incertidumbre es atribuida a priori a una falla humana
que habría que corregir y sancionar— y la sobreexposición
mediática a las imágenes del horror: entre la laxitud y la pa­
ranoia.
La disolución de la heteronomía en certidumbre corroe
los cimientos sistémicos de la sociedad. La respuesta, ecle­
siástica y también laica, es intentar sustituir la incertidumbre,
ese paradójico elemento sistémico de integración social, por
la prédica de valores. Pero hay aquí un error de diagnóstico.
No se trata de que los valores hayan sido olvidados, ni que
haya contravalores que neutralizar o combatir. No se trata ni
se trató nunca de valores, sino de certidumbre: la certidum­
bre es la gloria y la miseria de la Ilustración.

9 La información sobre el Proyecto Genoma Humano se encuentra en


“Cartografiando y secuenciando el genoma humano: ciencia, ética y polí­
tica pública”, BSCS (Innovative Science Education) y AMA (American
Medical Asociation), 1992; adaptado por José Sanmartín (Invescit) bajo la
supervisión de Santiago Grisolía (FIB), IVEI, Valencia, 1994.
10 “De ventaja genética a enfermedad”, entrevista al biólogo Xavier Es-
tivill, jefe del Departamento de Biología Molecular del Instituto de Inves­
tigación Oncológica de Barcelona (IRO), El País-Futuro, Madrid, 22 de
junio de 1994, p. 3.
11 Agradezco a José Luis Luján, investigador del IESA (Consejo Su­
perior de Investigaciones Científicas, Madrid), por haberme llamado la
atención acerca de la relación entre el neo-contractualismo (cuyo princi­
pal exponente es John Rawls; tras él están algunas ideas de la teoría de jue­
gos, y más atrás, el viejo Hobbes), los sistemas socializados de salud, y el
desafío planteado por el nuevo paradigma biotecnológico.
6. Autorreferencia e inseguridad
ontológica

L a i n s e g u r i d a d es un estado peculiar de la conciencia con­


temporánea, una inquietud difusa y persistente, un “malestar
en la cultura” (Freud) que no se puede explicar de modo me­
ramente empírico. En el seno de la cultura de masas, por
ejemplo, proliferan con frecuencia e intensidad sin preceden­
tes imágenes caóticas, catastróficas, cuyo contenido profun­
do es el rebasamiento de los recursos simbólicos mediante los
cuales los sujetos confieren sentido a la experiencia, y cuya
proliferación parece cumplir una función catártica. Lo que
queda en entredicho a través de estas imágenes no es sólo la
viabilidad fáctica de la sociedad tecnológica contemporánea,
sino también la confianza básica, apriorística, en la capacidad
de las interpretaciones de base que componen nuestra cultu­
ra para mantener la experiencia dentro de los límites del sen­
tido.
Un ejemplo nos permitirá aclarar lo que estamos diciendo.
La discusión sobre el llamado efecto invernadero, sobre la po­
sibilidad de que nuestro planeta experimente, como conse­
cuencia de la descarga de desechos de todo tipo hacia la at­
mósfera, un calentamiento global con consecuencias incalcu­
lables (deshielo, elevación del nivel de los mares, etc.), cons­
tituye una cuestión trascendente, cuyo establecimiento, en
caso de ser posible, debiera traer consigo una reorientación
masiva del curso seguido por nuestra civilización.
Pero el carácter sistémico de los fenómenos en cuestión, la
singularidad de los efectos que se pretende predecir (la catás­
trofe masiva de nuestro medio ambiente no es un miembro
de una clase de fenómenos que pueda ser sometida a estu­
dio), así como la misma envergadura de las cuestiones que se
suscitan, necesariamente se estrella contra ciertos supuestos
constitutivos de la ciencia y la propia cultura.
En concreto, la evidencia sobre el calentamiento de la at­
mósfera — en la medida en que está constituida por datos, ca­
rentes en sí mismos de significación— es constitutivamente
ambigua e incompleta. Y más allá de los poderes fácticos que
pudieran estar interesados en silenciar las consecuencias de la
contaminación atmosférica, lo cierto es que no se puede to­
mar la decisión de reorientar masivamente el curso de la ci­
vilización tecnocientífica sobre la base de evidencias empíri­
cas, por completas que ellas sean. La evidencia empírica, co­
mo la lógica elemental lo revela, no admite la demostración
de las hipótesis científicas, sino el aumento de su plausibilidad
o, en el mejor de los casos, su falsación. Sin embargo, nada si­
no una demostración podría validar decisiones de la enverga­
dura de las que estamos considerando.
Sobre el terreno de la racionalidad científica sin más, la
realidad del efecto invernadero es indecidible. Una confe­
rencia científica internacional de alto nivel convocada en
1975 por la célebre antropóloga Margaret Mead ( The at-
mosphere: edangered and endangering12) para examinar ob­
jetivamente los riesgos atmosféricos, al margen de intereses
económicos o políticos, fracasó en su propósito de lograr
consenso. Por el contrario, los ilustres participantes se divi­
dieron en dos bandos: partidarios y adversarios de la inter­
vención para salvar los ecosistemas. Los primeros enfatizaron
la fragilidad de los equilibrios ecológicos, la posibilidad de
que pequeñas perturbaciones inducidas por el ser humano
pudieran gatillar severos cambios medioambientales, po­
niendo en peligro la vida sobre la Tierra. Los segundos, en
cambio, destacaron la estabilidad de esos mismos ecosiste­
mas: su capacidad para funcionar durante millones de años,
absorbiendo grandes desequilibrios. Asimismo, advirtieron
que la protección medioambiental, por bien inspirada que
sea, pone en peligro el funcionamiento de los dispositivos
mediante los cuales los ecosistemas mantienen su identidad
y enfrentan naturalmente la invasión de elementos extraños:
desde este punto de vista son estos dispositivos, y no la au­
sencia de perturbaciones exógenas, lo que define la salud de
los ecosistemas. Un representante de esta tendencia no pro­
teccionista, el doctor James E. Lovelock, declaró:

“Tendemos a olvidar que la polución es un modo de vida para mu­


chas especies naturales, y lo era mucho antes de que nosotros apa­
reciéramos en la escena. Substancias tales como el plomo tetrame-
tilo, el mercurio dimetilo y el arsenio trimetilo han sido arrojadas
por la flora anaeróbica a los océanos durante cientos de millones de
años, constituyendo la manera de eliminar los desechos venenosos
por parte del mundo anaeróbico. Quizás la mayor polución atmos­
férica que el mundo ha conocido haya sido la emergencia del mis­
mo oxígeno; cuando esto sucedió, órdenes completos de especies
deben haber sido expulsadas al subsuelo, para nunca retornar a la
superficie, y otras fueron destruidas. Habría que imaginar un nue­
vo sistema marino capaz de producir, de alguna manera, cloro por
fotosíntesis, para tener alguna idea del trauma ocasionado por el in-
cidente del envenenamiento por oxígeno, cuando sucedió” (Dou-
glas y Wildavsky, 1982, p. 63).

Por cierto, se podría contrargumentar que Lovelock no


está considerando la velocidad con que la civilización tecno­
lógica introduce perturbaciones en el medio ambiente: esta
velocidad, sin precedentes, podría superar la capacidad de los
sistemas de defensa de los ecosistemas. Lovelock o algunos
de sus partidarios podrían replicar, y así sucesivamente. Pe­
ro lo importante aquí no es el contenido de los argumentos,
sino su forma. En efecto, tanto partidarios como adversarios
de la protección medioambiental rigen su argumentación por
el canon de la racionalidad científica. Y es inherente a este ti­
po de argumentación la falsabilidad potencial de sus enun­
ciados — una teoría científica que fuera verdadera siempre, en
todos los mundos posibles, carecería de sentido— , así como
la dependencia de sus observaciones con respecto a los con­
textos en que fueron realizadas, los cuales incluyen tanto ins­
trumentos como otras teorías.
En otras palabras, los argumentos tecnocientíficos son
siempre relativos y contestables. Un estadista racional y ho­
nesto (imaginemos una suerte de gobierno democrático mun­
dial) confrontado al pronóstico científico de una catástrofe
medioambiental debiera tender, por tanto, a pedir otras opi­
niones científicas; en principio, algunas de éstas podrían refu­
tar el pronóstico en cuestión, sea sobre la base de la incom-
pletitud de las observaciones (la cual es inherente, como lo
son también los errores debidos al observador y al instru­
mental), o de la existencia de explicaciones alternativas, tam­
bién inherente en la medida en que, en rigor, las teorías no
son susceptibles de verificación, sino a lo más de falsación. El
estadista racional, por lo tanto, tenderá a aplazar la decisión
en busca de una base científica más sólida, puesto que el cos­
to de esta búsqueda es menor que el de la reorientación ma­
siva del curso de la civilización tecnocientífica. Por cierto, po­
dría hacer también lo contrario. Pero en ese caso no estaría
actuando racionalmente, sino siguiendo una intuición; en la
medida en que, de hecho, lograra evitar la catástrofe (la cual,
precisamente por no haber ocurrido, no será más que una po­
sibilidad carente de relevancia), habrá quienes lo acusen, so­
bre una base racional, de haber faltado a la prudencia y haber
reaccionado con exageración y falta de rigor racional.
El relativismo inherente a la razón, sin embargo, no es
consistente con la magnitud y calidad de las medidas que ha­
bría que tomar ante la inminencia de la catástrofe. Observe­
mos también que, como lo muestra la teoría contemporánea
del caos, a la cual nos referiremos más adelante en este ensa­
yo, la situación no se altera si se hacen intervenir modelos
matemáticos y ordenadores. La confianza clásica en los mo­
delos matemáticos se sustenta, en efecto, en la suposición de
que los pequeños errores en las condiciones iniciales (inevi­
tables, dada la finitud de cualquier instrumental) se traduci­
rán en errores de magnitud despreciable en los resultados. Sin
embargo, un estudio cuidadoso de los modelos matemáticos
que simulan situaciones dinámicas, caracterizadas por el
transcurso del tiempo y la retroalimentación de los resulta­
dos, muestra que, por lo general, tal intuición no se cumple.
Más bien, estos modelos de sistemas complejos parecen ser
proclives a lo que podríamos llamar síndrome de información
faltante, según el cual cambios infinitesimales en las condi­
ciones iniciales — o sea, un cierto incremento en la precisión
de los datos— producen, paradójicamente, alteraciones con­
siderables e inesperadas en los resultados. En el caso de los
modelos de predicción climática (a propósito de los cuales, de
hecho, fue concebida esta teoría), esta indeterminación se
ilustra mediante la alegoría del aleteo de una mariposa, cuya
ocurrencia, por ejemplo en el Amazonas, podría ser la causa,
meses más tarde, de una catastrófica tormenta en Nueva York
o Santiago de Chile. Por ello se habla también de “efecto ma­
riposa” .
Este síndrome, enfaticémoslo, no se neutraliza mediante
un incremento en la precisión de los cálculos, como sería po­
sible mediante la introducción de ordenadores más podero­
sos; por el contrario, prolifera junto a la aceleración de las ite­
raciones y la alimentación de los modelos matemáticos con
datos de mayor precisión. Más allá del platonismo, el cual,
antes de abandonar la idea de una naturaleza escrita en ca­
racteres matemáticos preferiría atribuir el caos a la naturale­
za en sí misma, esto significa que a partir de cierto umbral de
complejidad, los modelos matemáticos no proporcionan un
criterio para distinguir entre predicciones normales y catas­
tróficas: son ciegos frente a esta distinción. Por lo tanto, la
decisión respecto al efecto invernadero no podría en rigor ser
tomada recurriendo a ellos.
No obstante el disenso inevitable y constitutivo de los es­
pecialistas, hay un consenso social bastante extendido res­
pecto al peligro de calentamiento atmosférico, así como a
otros riesgos directa o indirectamente relacionados con la tec-
nociencia13, que explica la vasta atención que se les presta, su
rescate del laberinto de las publicaciones especializadas. Este
excedente de inseguridad, que no se deja explicar de manera
puramente objetiva, óntica> es la inseguridad ontológica. Ella
constituye el trasfondo, la superficie de resonancia en la cual
adquieren relieve y significación los reportes acerca de peli­
gros fácticos que se ciernen sobre el mundo contemporáneo.
Ahora bien, la inseguridad ontológica, referida no a los he­
chos sino a las interpretaciones, sólo puede originarse en fe­
nómenos que, por su misma naturaleza, proporcionen un
cierto acceso — indirecto, del orden del mostrar, no del de­
cir— a los presupuestos ontológicos de nuestro mundo. Es­
ta es la naturaleza de la autorreferencialidad.
No es preciso ir demasiado lejos para encontrar fenóme­
nos de autorreferencialidad en nuestra cultura. Nuestra po­
derosa tecnología audiovisual e informática multiplica indefi­
nidamente la posibilidad de citar textos, sonidos e imágenes;
de esta forma, la cultura gana en posibilidades de referirse a
sí misma a través del tiempo, y la escena cultural posmoder-
na se yergue en una suerte de gigantesco museo en el cual se
aglomeran obras de todas las épocas, una sala de espejos en la
cual la sincronicidad de las imágenes admite un solo tiempo,
el presente. La cultura de masas muestra este desleimiento de
la temporalidad en la desaparición de la diacronía de la moda
y la creciente ocupación del espacio audiovisual por citas y re-
makes, en la conversión de museos y locaciones históricas en
lugares de peregrinación turística inimaginables hace unas
cuantas décadas solamente: millares de turistas con sus vídeo -
cámaras irrumpen a diario en la plaza de San Marcos en
Venecia, en Machu-Pichu o en el Museo del Prado. La pos-
modernidad en arquitectura, por otra parte, se define preci­
samente por su tendencia a la cita, a la mezcla heteróclita de
estilos extraidos de su historia. Y las subculturas de especia­
listas definen sus límites en base a la apelación autorreferen-
te a un saber común; el criterio para juzgar el buen o mal de­
sempeño profesional consiste, precisamente, en la capacidad
para movilizar este capital cognitivo depositado en archivos y
bibliotecas, que la digitalización permite de forma creciente
citar. Textos capitales de la cultura moderna, como la Crítica
de la Razón Pura o la Fenomenología del Espíritu, carecen ca­
si de citas a pie de página. Hoy, un par de siglos más tarde,
una práctica como ésta constituiría una transgresión que co­
locaría a Kant y Hegel al margen de los estándares académi­
cos.
La autorreferencia da lugar a paradojas, del tipo de la pa­
radoja del mentiroso. Imaginemos el conjunto de catálogos
que sería posible construir para una biblioteca. Algunos de es­
tos catálogos se contendrán a sí mismos (es decir, contendrán
la referencia a su ubicación en la biblioteca), y otros no. For­
memos ahora el conjunto de todos los catálogos que no se
contienen a sí mismos. Este conjunto — llamémoslo K— es
asimismo un catálogo. Se pregunta ahora si K se contiene o
no a sí mismo. Si la respuesta es afirmativa (K se contiene a sí
mismo), entonces K es uno de los catálogos que no se con­
tienen a sí mismos. Si es negativa (K no se contiene a sí mis­
m o), entonces no es uno de los catálogos que no se contie­
nen a sí mismos, y por lo tanto, K sí se contiene a sí mismo.
Por cualquiera de los dos caminos, se llega a una contradic­
ción; estamos encerrados en una antinomia. Y, como Russell
lo comprendió, el origen de la antinomia es la posibilidad de
autorreferencia, de construir catálogos que se contengan a sí
mismos u oraciones autorreferentes, del tipo “Yo miento”;
esta comprensión llevó a Russell y Whitehead, en los Princi­
pia Mathematica, cuyo propósito era fundar la matemática en
la lógica, a establecer una interdicción rigurosa de la autorre­
ferencia en su sistema (distinguiendo entre niveles lingüísti­
cos y metalingüísticos), evitando así que el virus de la anti­
nomia quedara alojado en los cimientos mismos del sistema.
Ahora bien, en el lenguaje natural no existe tal interdic­
ción. La posibilidad de referirse a sí mismo es un recurso le­
gítimo de nuestro lenguaje, que no puede ser neutralizado
mediante la apelación a un nivel metalingüístico: no hay un
lenguaje superior desde el cual el nuestro pueda ser observa­
do. No obstante, el salto de un nivel lingüístico a otro gati-
llado por la recursividad en el caso de los lenguajes formales
sugiere una operación semejante, pero más débil, en el caso
del lenguaje natural. Es decir, si bien las antinomias a las cua­
les el elevado volumen de autorreferencialidad de nuestra cul­
tura da origen no podrían dar acceso a un lenguaje trascen­
dente del cual pudiéramos disponer14, sí proporcionarían una
señal que apuntaría hacia los límites ontológicos del lengua­
je: hacia aquellos significados primales y evanescentes que
constituyen el motor inmóvil de nuestra cultura, y que hasta
ahora han permanecido ocultos en una suerte de punto cie­
go. Este punto ciego se muestra a través de las antinomias.
En un relato titulado “Tlon, Uqbar, Orbis Tertius” (Fic­
ciones), Borges alude a una polémica sostenida cierta noche
entre él y Bioy Casares, a propósito de la “ejecución de una
novela en primera persona, cuyo narrador omitiera o desfi­
gurara los hechos e incurriera en diversas contradicciones, que
permitieran a unos pocos lectores — a muy pocos lectores— la
adivinación de una realidad atroz o bana^ (sin cursivas en el
original). Una adivinación de este tipo, ejercida respecto al
lenguaje y el mundo (¡el mundo entendido como una nove­
la en primera persona!) es la que, conjeturamos, se suscita a
través de las contradicciones a las que da lugar la autorrefe­
rencia en el plano global de la cultura contemporánea. Suce­
de como en un juego. Supongamos un juego (una especie de
ajedrez) que los jugadores juegan de forma semiautomática,
sin conocer las reglas del juego de un modo totalmente ex­
plícito (quizás porque lo aprendieron viéndolo jugar durante
mucho tiempo). Imaginemos también que hay un árbitro,
que sí las conoce y controla su cumplimiento (no hace falta
suponerle conciencia, sino sólo la capacidad de comparar me­
cánicamente entre las jugadas reales y las legítimas). Puede
llegar un momento en que el juego se detiene: no quedan
disponibles jugadas, o las que hay son repetitivas y triviales.
Los jugadores quisieran seguir jugando, pero no pueden, y el
arbitro declara tablas. Pero el impedimento no es un estado
observable en el tablero, sino más bien tal estado interpreta­
do, leído a través de las reglas constitutivas del juego. Estas
reglas constituyen la ontología del juego en cuestión: a través
del impedimento que los priva de continuar, los jugadores
obtienen una experiencia indirecta de ellas. Y, de la misma
manera, si bien los jugadores son libres de escoger sus juga­
das, no lo son en cuanto a negar las piezas, los elementos con
los cuales se juega (por ejemplo, destruir o hacer desaparecer
una pieza): la existencia de estos elementos, en cuanto formas
condensadas de reglas, coincide con su esencia, diríamos en
talante metafísico o teológico15: tiene por tanto un carácter
ontológico, que se evidencia en que no puede ser negada sin
destruir el juego como tal, de la misma manera como el sen­
tido lingüístico, en la teoría de sistemas luhmaniana, “es una
categoría innegable y sin diferencia”. La negación de una re­
gla constituye una contradicción; recíprocamente, la existen­
cia de una contradicción indica que estamos ante una regla.
Los juegos son formas elementales de lenguaje, un len­
guaje cuyas oraciones son las jugadas del juego en cuestión.
Desde el punto de vista de un observador situado en el inte­
rior del juego, las reglas que lo definen sólo pueden ser afir­
madas: para el juego constituyen tautologías, enunciados in­
condicionalmente verdaderos cuya negación — pensemos por
ejemplo en la identidad lógica: “A es A”— no es falsa, sino
una contradicción carente de sentido. Así, en el ajedrez, la re­
gla “el alfil se mueve sólo por las diagonales” no puede ser
negada; negarla no nos haría mejores ni peores jugadores, si­
no que nos dejaría al margen de la legalidad del juego (a di­
ferencia de lo que sucede con una jugada concreta, que pue­
de o no ser realizada: P4R).
Por cierto, el lenguaje de un juego es parte del dominio
amplio del lenguaje cotidiano, en el interior del cual un enun­
ciado, contradictorio y sin sentido desde la perspectiva inhe­
rente al juego (por ejemplo, la negación de la existencia de
una pieza), puede perfectamente tener sentido (imaginemos
a un miembro del personal — es quizás un filósofo desem­
pleado— que está instalando los tableros en vistas a un cam­
peonato de ajedrez; le falta un alfil y grita: “el alfil no existe”).
Pero, como ya hemos dicho, cuando se trata del lenguaje na­
tural no es posible el paso a un metalenguaje englobante,
trascendente. Así entonces las tautologías (y con ellas las con­
tradicciones, las antinomias que resultan de negarlas) cons­
tituyen la expresión, desde el lado de acá de la cesura en el
universo instaurada por la aparición del lenguaje, de aquellos
significados irreductibles, de aquellas reglas constitutivas que
se ubican en el centro, en el punto ciego de la cultura. A di­
ferencia del juego — aquí la analogía se rompe— , el intento
de explicitar estas reglas está contaminado por la paradoja,
puesto que supone el colapso de la distinción, de la “diferen­
cia ontológica” que precisamente hace posible al lenguaje: en
la tautología, punto de fuga del lenguaje hacia la exterioridad
sin más de las cosas, tiene lugar dicho colapso. “La tautolo­
gía conlleva un doble asesinato: se mata lo racional porque
nos resiste; se mata el lenguaje porque nos traiciona” (Bart-
hes, 1980, p. 249).
Quizás el locus cultural donde nuestra tendencia a la auto­
rreferencialidad alcanza su expresión ejemplar sea la literatu­
ra de Borges. En ella, la narración deja lugar al comentario
erudito, a la cita; los géneros se confunden — así, la metafísi­
ca aparece como una fuente de invenciones no menos fantás­
ticas que las del arte— y, a menudo, la narración borgiana se
presenta trasvestida de cita. Esta es la clave, seguramente, de
la influencia de Borges, de la fascinación que ejerce sobre no­
sotros, sus lectores finiseculares. Pero además de este rasgo
formal, su escritura es rica en imágenes y parábolas de la au-
torreferencialidad. Así, el mismo Aleph borgiano — “uno de
los puntos del espacio que contienen todos los puntos”— no
es sino la alegoría de la simultaneidad, de la compresión es­
pacio-temporal de nuestra cultura16.
En su poema “La Suma”, Borges propone la siguiente
imagen:

“Ante la cal de una pared que nada


nos veda imaginar como infinita
un hombre se ha sentado y premedita
trazar con rigurosa pincelada
en la blanca pared el mundo entero:
puertas, balanzas, tártaros, jacintos,
ángeles, bibliotecas,
laberintos,
anclas, Uxmal, el infinito, el cero.
Puebla de formas la pared. La suerte,
que de curiosos dones no es avara,
le permite dar fin a su porfía.
En el preciso instante de la muerte
descubre que esa vasta algarabía
de líneas es la imagen de su cara” 17.

“La Suma” narra una anécdota, recurrente en la obra de


Borges, y cuyo carácter arquetípico se ha encargado de re­
saltar él mismo en diversos lugares: la de un personaje que
emprende un viaje (o una obra, o un sueño, o una vida) en
pos de un objetivo enigmático: al final del camino hay una
puerta, un velo o una cortina, y lo que hay tras ellos, se sa­
be o se intuye, es un espejo, o una imagen del propio viaje­
ro18. Esta anécdota arque típica puede ser entendida como
una metáfora del círculo — un círculo hermenéutico, de
interpretaciones que se alimentan de interpretaciones— des­
crito por toda cultura, por todo sistema social. De alguna
manera, como lo hemos venido diciendo, cada cultura se
caracteriza por la apertura de un campo de significaciones,
de un mundo — la “vasta algarabía de líneas”— que, pro­
gresivamente, deberá desentrañar. Por último el círculo se
cierra: descubrimos que, al término del camino, no estába­
mos sino nosotros mismos. Nuestro mundo se revela así co­
mo el producto de una ficción autopoiética, que traza los lí­
mites que desprenden al mundo humano de la naturaleza,
que separan al ser de la nada.
Esta revelación es aquello que, en su autorreferencialidad,
nuestra cultura contemporánea vislumbra, y es la clave de la
peculiar incertidumbre que la corroe — una incertidumbre
ontológica, referida no a estados de cosas en el mundo, sino
a los límites de éste— . Luego de hacer un inventario de re­
presentaciones autorreferenciales en la literatura, tales como
la aparición del relato de las Mil y una noches en la noche
DCII de las Mil y una noches (de modo que el relato se in­
cluye a sí mismo, y así, monstruosamente hasta el infinito),
o la curiosa aparición de Cervantes como personaje ficticio en
el capítulo VI de El Quijote (donde es designado y criticado
como autor de La Galatea), Borges reflexiona sobre la cau­
sa de la peculiar inquietud que estos episodios provocan, y
concluye: “tales inversiones sugieren que si los caracteres de
una ficción pueden ser sus lectores o espectadores, nosotros,
sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios”19.
Hay en efecto un vértigo existencial asociado a la autorre­
ferencia, a la autorreflexividad: podemos ser ficticios; en la
economía global del universo, somos tan insubstanciales co­
mo un sueño o una fábula. Este vértigo no está reservado a los
adictos a la literatura, sino que emana de tendencias domi­
nantes con amplitud en nuestra cultura, crecientemente vol­
cada, en virtud de la dinámica de la Ilustración ya descrita, a
la autorreflexividad. Una buena muestra de ello es el cons­
tructivismo, afín al pragmatismo, cuya hegemonía intelectual
se deja sentir en todas las áreas del saber y el hacer. El cons­
tructivismo, cúspide indiscutible del pensamiento contempo­
ráneo, es autorreflexividad en su grado máximo: “sabe” que
la realidad no es sino una construcción discursiva, que nada
hay fiiera de las prácticas y los discursos; a la vez, sabe que lo
sabe, y así hasta el infinito. Ahora bien, este saber no está con­
finado a mundos académicos más o menos herméticos. Por el
contrario, es patrimonio de publicistas, expertos en mercado-
tecnia, y de forma progresiva se abre paso en otros ámbitos.
Los actores políticos no sólo emiten discursos, sino que cal­
culan recursivamente sus efectos; los jueces (al menos si han
leído los trabajos de sociología del derecho de Niklas Luh­
man) se enteran de que la juridicidad no es sino una ficción
dotada de efectos funcionales, reductora de la complejidad.
La autorreflexividad genera un efecto de anquilosamien-
to, de parálisis de la cultura. Y no se trata de un defecto a re­
mover, sino un resultado inherente a la propia dinámica de la
razón, que puede ser ejemplificado mediante una parábola
ideada por el matemático Oskar Morgenstern (1964). Mor-
genstern (creador, junto a Von Neumann, de la teoría de jue­
gos) imaginó a Sherlock Holmes perseguido por su archie-
nemigo Moriarty a través de la red ferroviaria británica. En
este experimento mental Holmes y Moriarty, igualados en
potencia intelectual, tratan de anticipar los movimientos, y
también las propias anticipaciones del adversario. El juego de
espejos resultante, caracterizado por razonamientos del tipo
“yo sé que él sabe que yo sé que él sabe que yo sé ...”, tien­
de al infinito; Morgenstern pudo mostrar que los contrin­
cantes quedan al margen del mundo, transformados en una
suerte de autistas que pasan el resto de sus días jugando un
ajedrez mental, el cual se les congela en la primera movida.
La política que ha hecho a fondo la experiencia de la au-
torreflexividad no puede ya tolerar ninguna diferencia, ningún
“enemigo” externo al campo de su propia e ilimitada discur-
sividad. Durante un mitin electoral en la ciudad de Sevilla,
previo a las elecciones europeas de junio de 1994, el presi­
dente del Gobierno español se dirige a sus partidarios. En el
exterior, un grupo de trabajadores amenazados por el paro in­
tenta interrumpir el acto, en protesta contra la política gu­
bernamental a la que culpan de su situación, y son apaleados
por la policía antidisturbios. Al enterarse de este hecho, el ora­
dor pide un aplauso por la valiente lucha de los trabajadores.
El discurso político se ha hecho omniabarcante, total y vacío
a la vez, capaz de comprender tanto a los asistentes al mitin
como a sus airados oponentes. Aunque privadamente (esto es,
fuera del discurso) se les parta la cabeza, en público los ene­
migos son aplaudidos. El discurso político no representa ya
una posición diferencial dentro de la sociedad, sino a lo social
en cuanto tal (de hecho, los agentes políticos reivindican no
ser sino espejo de la sociedad). Recíprocamente, la protesta que
la política canalizaba se privatiza, se margina crecientemente
del discurso: se recluye en la violencia o en el silencio.
La dinámica de la autorreflexividad conduce a la catástro­
fe: al ensimismamiento generalizado brotando de la médula
misma del logos. Como hemos dicho, para el constructivismo
lingüisticista de fin de siglo nada hay ya fuera de las prácticas
y los discursos que las constituyen; de esta manera la esencia
humana, el logos que ahora se sabe a sí mismo, se extiende sin
encontrar resistencias. Este supremo triunfo del antropocen-
trismo de la cultura, sin embargo, tiene un aspecto inquie­
tante: súbitamente se nos revela que en nuestro afán por des­
cubrir, extraer, catalogar, disponer, transformar o almacenar
nuestro mundo, lo que hacíamos era trazar, como en la pará­
bola de Borges, la imagen de nuestro rostro, del rostro del
Hombre; que el mundo, en otras palabras, es nuestro mun­
do, y una ficción.
Bajo la forma paradigmática del constructivismo, la con­
ciencia colectiva en las sociedades contemporáneas hace la ex­
periencia crucial de la fenomenología: la experiencia de que
“existir significa: estar sosteniéndose dentro de la nada” (Hei-
degger, 1986, p. 49). Esta experiencia es también la de la an­
gustia existencial, del abismo de inseguridad ontológica abier­
to allí dónde creíamos estar más asegurados20. Así, la desme­
sura antropocéntrica, no obstante parecer interesada sólo en
el ser humano y en el porvenir, abre paso a una visión abis­
mática del origen; el nihilismo consumado, la figura conce­
bida por Nietzsche para dar cuenta de las tendencias reduc­
cionistas de la Ilustración — reducción al común denomina­
dor de la voluntad de poder, de la voluntad de sentido, del lo-
gos en suma— culmina en el nihilum, la nada preñada de
energías obscuras y creativas anterior a la cesura que dio ori­
gen al lenguaje y al mundo. Como en el delirio tautológico,
místico y senil de Jonathan Swift, nuestra cultura globalmen­
te parece afirmar: “Soy lo que soy, soy lo que soy”21.
12 Los resultados están publicados en William W. Kellog y Margaret
Mead, The atmosphere: Edangered and Endangering, DHEW Publication
NQNIH 77-1065, Fogarty International Center Proceedings #39. La sín­
tesis que estamos presentando procede de: Mary Douglas y Aaron Wil-
davsky, 1982. Risk and Culture. An essay on the selection of technological
and environmental danjjers, Berkeley, University of California Press, pp.
61-63.
13 Nótese que, en la medida en que la tecnología extiende indefinida­
mente su pretensión de control, todos los peligros pasan a ser, directa o in­
directamente, por exceso o por defecto, peligros tecnológicos, posibilida­
des que pueden o no actualizarse dentro del mundo tecnologizado. Ocu­
rre así, por ejemplo, ante la posibilidad de que un asteroide choque con la
Tierra. De hecho, apoyándose fundamentalmente en evidencias geológi­
cas, los científicos norteamericanos Luis y Walter Alvarez (el primero de
ellos Premio Nobel de Física 1968) sostienen la teoría de que una mega-
catástrofe como ésa sucedió hace 65 millones de años, y que podría vol­
ver a acontecer (“La teoría del fin del mundo”, El País Semanal, Madrid,
27 de marzo 1994). Lo importante aquí es que sólo la extensión del mun­
do impulsada por la tecnología transforma este evento en una posibilidad.
14 La ilusión de que sí sería posible disponer de este lenguaje es el ras­
go que define a las tendencias fundamentalistas, como veremos más ade­
lante.
15 Recordemos que el llamado “argumento ontológico” de la existen­
cia de Dios, ideado por San Anselmo y aceptado entre otros por San Agus­
tín, Descartes y de cierta manera por Hegel, se apoya precisamente en que,
en Dios, existencia y esencia coinciden.
16 Al evocar esta alegoría, no omitamos el hecho de que el Aleph está
en poder de un tal Carlos Argentino Danieri, “autoritario, pero también
eficaz, [de] actividad mental continua, apasionada, versátil y del todo in­
significante”, quien lo utiliza para recopilar material para un poema esper-
péntico.
17 “La Suma”, Obra Poética, op. cit., p. 646.
18 Para una narración en esta línea, ver por ejemplo “El acercamiento
a Almotásim” (Ficciones) . Tomo casi al azar otro ejemplo: Borges recuer­
da que en la Ilíada Elena teje un tapiz “y lo que teje son batallas y des­
venturas de la propia guerra de Troya”; en la Eneida, Eneas, guerrero de la
misma guerra de Troya, entra en el puerto de Cartago y encuentra “escul­
pidas en el mármol de un templo escenas de esa guerra, y entre tantas imá­
genes de guerreros, también su propia imagen (1976, “Nathaniel Hawt-
horne”, Otras Inquisiciones, Madrid, Alianza, p. 62).
19 “Magias parciales del Quijote”, ídem, p. 55.
20 Hagamos notar que esta experiencia no puede ser conjurada me­
diante la fundamentación sociológica de los discursos en los valores o los
intereses de los actores sociales o políticos. De esta manera, a través de
estos actores, parecería abrirse una brecha, una puerta de escape en la
demencial sala de espejos del lenguaje, de modo que la discursividad que­
daría nuevamente anclada a un punto de referencia objetivo, y el discurso
sociológico recuperaría su sitial, su posibilidad de afirmar una verdad subs­
tantiva, no-ideológica, a partir de la cual hacer una crítica de las ilusiones
discursivas de los otros, las ideologías. Pero esto no es así: los mismos ac­
tores sociales y políticos se constituyen en el discurso, mediante él trazan
su diferencia recíproca con los demás actores, y lo mismo sucede con sus
valores e intereses. Para una argumentación desde la fenomenología y la
teoría crítica respecto de la constitución discursiva de los actores sociales
y políticos: Ernesto Laclau y Chantal Mouflfe, 1985, Hegemony and socia-
list strategy: towards a radical democratic politics, Londres, Verso; Eduar­
do Sabrovsky, 1989, Hegemonía y racionalidad política, Santiago de Chi­
le, Ediciones del Ornitorrinco.
21 Citado por Borges, “Historia de los ecos de un nombre”, Otras In ­
quisiciones, op. cit, p. 72.
7. Anorexia en la cultura: las
paradojas de la ética
medioambiental

C i e r t o s g r a n d e s debates, que comprometen la totalidad de


los recursos simbólicos con que cuentan las sociedades con­
temporáneas, ostentan una estructura antinómica que, por lo
dicho, debiera ofrecer una brecha propicia para una reme­
moración de los elementos centrales de nuestra cultura. Uno
de estos debates, quizás el más fundamental, es el que se re­
fiere a los impactos de la tecnología sobre la naturaleza. Un
seguimiento de su estructura argumental permite constatar
que se sigue de él una antinomia.
Los impugnadores radicales de los proyectos tecnocientí-
ficos, en efecto, tienden a hacer hincapié en el riesgo que el
desarrollo de estos — instalación de centrales nucleares, ma­
nipulaciones genéticas, eliminación de desechos, etc.— su­
ponen para la vida humana. No se trata aquí de negar que ta­
les riesgos existen, ni de ignorar la inquietante frecuencia con
que exceden los límites aceptables, ni tampoco de exonerar
de responsabilidad a agencias gubernamentales y corporacio­
nes. Pero a menudo, la adhesión masiva que reciben los mo­
vimientos pro-control de la tecnología se alimenta de la ilu­
sión de un mundo seguro, a resguardo de todo riesgo y azar;
contra este telón de fondo, el análisis científico de riesgo que
los agentes tecnológicos asocian a sus proyectos aparece co­
mo una aberración.
De esta manera los críticos radicales de la tecnología ter­
minan afirmando la premisa central del ethos tecnocientífico
que quisieran rechazar. Esta premisa no es la sola búsqueda
desenfrenada de beneficios económicos o de poder, sino el
mismo principio antropocéntrico que hace de la vida huma­
na el valor supremo. A su vez la promoción de la vida huma­
na como supremo valor está intrínsecamente ligada a nocio­
nes como control y seguridad, que constituyen el motor in­
móvil que impulsa sostenidamente la empresa tecnocientífica
de Occidente.
El impulso a la seguridad y al control liga de forma inse­
parable antropocentrismo y promoción de la tecnociencia,
como queda de manifiesto ejemplarmente en el caso de las
tecnologías médicas, cuyo desarrollo vertiginoso, que a su vez
sirve como catalizador de la totalidad del aparato científico-
tecnológico, tiene lugar bajo la compulsión de la extensión
del derecho abstracto a la vida y de la amenaza concomitan­
te de litigio judicial que pende sobre los médicos que no de­
muestren haber hecho uso de tecnología de punta en el tra­
tamiento de sus pacientes. Pero de partida hay ya algo que es­
capa al afán de ponerlo todo bajo control, y es precisamente
ese mismo incontrolable afán, ese ciego impulso. Este — una
paradójica pulsión por el control— es una de las claves onto-
lógicas, una de las condiciones de posibilidad del éxito evo­
lutivo de nuestra cultura; para ello, para no agotar el poder
simbólico que emana de ella, esta clave ha de quedar res­
guardada en un punto ciego, hasta ser desvelada por la anti­
nomia que hemos descrito.
Podemos caracterizar con mayor precisión este mecanis­
mo antinómico. En el debate ecologista juega un rol funda­
mental el intento de fundar una “ética medioambiental”, cu­
yo rol sería extender la responsabilidad de los sujetos hacia
el entorno sobre la mera instrumentalidad. Más allá de sus ex­
presiones académicas, este intento es parte de una sensibili­
dad colectiva que incluye cuestiones tales como la reivindica­
ción de los derechos de los animales y de otros seres, el re­
chazo casi incondicional a cualquier alteración del medioam-
biente, la espiritualización de la naturaleza (como en la
llamada “hipótesis Gaia”), etc.
Aquí es clave el concepto de responsabilidad, y comenza­
remos por examinarlo. Notemos primeramente que, desde el
punto de vista de la concatenación universal de los fenóme­
nos, nadie es responsable por nada. Tal como se observa en
la práctica legal, siempre es posible diluir la responsabilidad
mediante la apelación a la causalidad natural, sea de orden
psicológico, sociológico, biológico o incluso astrofísico: en
principio todos los fenómenos están concatenados, y nada ex­
cluye a priori que una causa remota, como la conjunción de
dos astros o la aparición de manchas solares, determine el
comportamiento de los individuos. Pero un cálculo causal de
ese tipo impediría el funcionamiento de la sociedad. Algo así
puede observarse en la tragedia griega: en ella la distinción
entre causas naturales y responsabilidades sociales parece no
estar aún totalmente constituida; de hecho el término griego
aitia las designa a ambas, y el conflicto de la Antigona de Só­
focles enfrenta a Creonte, quien castiga ejemplarmente a Po­
linices por ser responsable de una rebelión contra la ciudad,
y Antígona, para quien tal responsabilidad carece de todo
significado ante la violación del orden natural constituida por
el derramamiento de la sangre de su hermano y la privación
del derecho a sepultura con que ha sido postumamente san­
cionado.
En Antífona parece estarse operando el desprendimiento
de lo social contra el telón de fondo de la naturaleza: la cons­
titución de un vínculo social basado en la responsabilidad in­
dividual sobre el trasfondo de las leyes naturales. La noción de
sujeto responsable interrumpe las cadenas causales, constitu­
yendo una ficción reductora de la complejidad. La coordina­
ción social de la acción exige compromisos y responsabilidad;
de esta manera, a partir de cierto grado de complejidad, las de­
mandas de autoconservación del sistema social requieren dis­
tinguir del tejido hasta entonces indiferenciado de interaccio­
nes ciertos elementos nodales, los individuos, a los cuales se
puede atribuir y exigir responsabilidad. Las demandas de au­
toconservación del sistema — el costo de mantener la diferen­
cia sistema/entorno, el riesgo asociado al intercambio técnico
con la naturaleza— son privatizadas, traspasadas a los indivi­
duos. Nace el sujeto responsable, la culpa y el castigo.
Mientras hace su trabajo normalmente, ni la noción de
responsabilidad ni su índole ficticia necesitan hacerse explí­
citas. Distinto es el caso de la sociedad contemporánea. Por
una parte, las ciencias tienden a reintegrar al individuo al se­
no de la causalidad natural, a lo cual se responde con la pro­
moción activa de la idea de responsabilidad; de hecho, el con­
cepto de “responsabilidad” emerge explícitamente en la
literatura legal, política, filosófica y religiosa sólo a fines del
siglo XVIII. Por otra parte, el desarrollo económico y tecno­
lógico crea constantemente externalidades negativas, daños al
medio ambiente o a terceros que se cometen sin que haya in­
tención concebible de cometerlos, y que sin embargo deben
ser compensados. A sí, a partir del siglo XIX, se introduce en
la legislación civil de los países industrializados el concepto de
“responsabilidad legal estricta”, que disocia responsabilidad
de la intencionalidad; una responsabilidad, diríamos, sin su­
jeto responsable, cuyo carácter de ficción reductora de la
complejidad se torna entonces evidente.
El origen del concepto de “responsabilidad legal estric­
ta”, en efecto, se puede rastrear hasta el llamado “caso Ry-
lands-Fletcher”, fallado en apelación en la Cámara de los Lo­
res británica en 1868. En este caso Fletcher, propietario de
un molino, había construido una presa para facilitar el fun­
cionamiento de su instalación. Tiempo más tarde, de mane­
ra imprevisible, el agua de la presa se filtró hacia la mina de
Rylands, provocando una inundación. Rylands entabló una
demanda por perjuicios. El fallo, favorable al demandante, se
basó en la idea de el carácter “no-natural”, y por tanto peli­
groso en sí mismo, del embalse. Pero “no-natural” es preci­
samente lo social: es claro entonces, más allá de los detalles
del asunto, que la responsabilidad atribuida a Fletcher, re­
flejada en su condena al pago de una indemnización, consti­
tuye la privatización de un costo sistémico22.
A partir de entonces, la atribución de responsabilidad es­
tricta en casos que involucran efectos inesperados de las in­
novaciones tecnológicas se ha hecho usual. Incluso, al menos
mientras ha imperado el paradigma anti-biótico en medicina
al que ya hemos hecho referencia, este tipo de responsabili­
dad se ha hecho extensivo de cierta manera a la obligación de
los empresarios de compensar, tanto a sus empleados como a
las comunidades circundantes a sus instalaciones, ya sea me­
diante seguros o retribuciones directas, por los efectos no in­
tencionales sobre la salud o el medio ambiente que sus acti­
vidades pudieran generar.
La responsabilidad legal estricta no pretende anticipar
efectos, sino sólo distribuirlos socialmente, tarea que com­
parte con los seguros y también (aunque no se trate aquí de
la privatización del riesgo, sino complementariamente, de su
socialización), con los sistemas de salud socializada. La idea
de responsabilidad en la ética medioambiental, en cambio,
tiene que vérselas con efectos que por su envergadura plane­
taria, así como por tratarse de posibilidades y no de hechos,
rebasan el marco del sistema legal y, dado que la existencia
misma de la sociedad está comprometida, también rebasan el
de los sistemas sociales de solidaridad ante el azar.
La ética de la responsabilidad aparece entonces como una
última línea de defensa del sistema social. Pero planteadas así
las cosas, se comprende de inmediato que la fórmula “res­
ponsabilidad medioambiental” pone en marcha una antino­
mia. La noción de responsabilidad, en efecto, al interrumpir
ficticiamente las cadenas causales, desecha ciertas causas, las
cuales no pueden ser esgrimidas como eximentes o atenuan­
tes: así por ejemplo, el haberse sentido humillado en la in­
fancia por algún defecto o singularidad física no cuenta como
atenuante al responder por un delito tributario; tampoco
cuenta el aleteo de una mariposa en el Amazonas, aunque
hoy sepamos que su efecto causal no puede ser excluido a
priori. Los efectos de estas causas son, en otras palabras, ex­
pulsados del sistema social hacia el entorno (en este caso, ha­
cia esa parte del entorno constituido por la subjetividad indi­
vidual, donde existirían como dolor y culpa internalizados 23)
y la función de la noción de responsabilidad consiste, enton­
ces, en contribuir a marcar la diferencia entre sistema (mun­
do, lenguaje) y entorno: mal podría entonces un cálculo de la
responsabilidad incluir a este último. El intento de hacerlo
implicaría reincorporar al mundo las causas excluidas (sumi­
das en la opacidad no susceptible de cálculo del sujeto escin­
dido de la naturaleza), extendiendo indefinidamente los lí­
mites del mundo o, visto de otra manera, difuminando estos
límites, aboliéndolos. Ahora bien, esta borradura de los lími­
tes entre la naturaleza y el mundo es la raíz común sobre la
cual se despliega la antinomia, que enfrenta a la tecnocracia
medioambientalista con el llamado “ecologismo profundo” .
Por una parte, en efecto, la consideración de la naturaleza
bajo el prisma de la responsabilidad es una forma consumada
de antropocentrismo, que no puede sino preparar el terreno
para la intensificación de las pretensiones de control tecnoló­
gico: a través de ella, así como de las imágenes de la natura­
leza que se suelen ofrecer a través de los medios masivos y del
sistema educativo (una naturaleza benevolente, humanizada)
se borra su diferencia, su alteridad respecto a lo humano. El
polo opuesto a esta antropomorfización lo ilustra Moby Dick,
la célebre novela de fines del siglo XIX. En ella Hermán Mel-
ville describe pavorosas masacres de ballenas; no obstante, el
capitán Akab y sus sanguinarios arponeros conciben aún un
respeto, un terror sagrado ante el cetáceo gigantesco, que se
les aparece como lo esencialmente otro respecto a todo lo
humano.
De paso, una borradura similar de la alteridad ocurre con
las bien intencionadas propuestas de “desarrollo sostenible”,
que querrían articular la idea de responsabilidad medioam­
biental con las políticas de desarrollo. El desarrollo sosteni­
ble pretende que el cálculo económico incorpore los efectos
del desarrollo sobre el medio ambiente, las generaciones
futuras, etc. Pero la racionalidad económica se define por su
carácter limitado. Desde su punto de vista, .los efectos en
cuestión no pueden sino constituir externalidades, que se
descargan sobre el medio ambiente o el futuro, es decir, so­
bre instancias constitutivamente exteriores al cálculo econó­
mico (el futuro, una vez incorporado al horizonte del cálcu­
lo, pierde su carácter de futuro, se transforma en una suerte
de presente extendido). La racionalidad económica en cuan­
to tal no genera soluciones óptimas, sino sólo satisfactorias24:
la parábola de Morgenstern descrita más arriba muestra cla­
ramente que la aspiración a la racionalidad perfecta conduce
no al óptimo, sino a la parálisis. La idea de “desarrollo sos-
tenible”, si se la toma en serio, más allá de su utilización pro­
pagandística en los foros internacionales, implica por su pro­
pia desmesura la ilusión platónica de una ciencia económica
sin externalidades.
Pero simultánea y recíprocamente, la antropologización
de la naturaleza implícita en la idea de responsabilidad me­
dioambiental apela a un re-encantamiento de la imagen del
mundo, el cual supone que, de alguna manera, las cosas de la
naturaleza se nos aparezcan revestidas en sí mismas de signi­
ficado. A este significado apela el ecologismo profundo. Por
cierto, la significatividad de la naturaleza no puede ser des­
cartada: de hecho, constituye un componente importante de
nuestra experiencia. Pero esta experiencia no excluye el dolor,
la repulsión y el horror, la catástrofe; por ello, se encuentra en
la base de la prudente distancia que la cultura ilustrada, a par­
tir de la primera Ilustración griega — la que dio origen a la fi­
losofía— ha intentado mantener respecto a la naturaleza. El
proceso de desencantamiento ilustrado de la imagen del
mundo, como lo vimos más arriba al desarrollar la agonísti­
ca de la Ilustración, es expresión de esta necesidad de distan-
ciamiento: en virtud de él, la experiencia del significado de la
naturaleza debe internalizarse, desplazarse hacia el entorno
del sistema social (en este caso, el entorno en cuestión es la
psiquis); a la vez se levanta una interdicción contra la apela­
ción a esta experiencia como principio de integración social y
legitimación política.
Esta distancia, el equilibrio inestable entre autonomía y
heteronomía, entre control tecnológico y alteridad, resulta
cancelado por la propia dinámica autófoga de la Ilustración,
tal como lo hemos descrito más arriba. El ecologismo pro­
fundo surge en medio de esta crisis, y tiende a convertir la ex­
periencia ambigua e inasible del significado de la naturaleza
en un fundamento para la acción política. La realización de
esta conversión — recordemos lo dicho más arriba respecto al
animismo— era la tarea de la vieja teología y la metafísica, las
cuales expresaban el orden del universo en un conjunto de
significados objetivados, de principios o ideas trascendentales
cuya objetivación garantizaba su disponibilidad social, y a la
vez su distancia. El ecologismo profundo, en cambio, ha
hecho la experiencia de la disolución de la metafísica y no
puede aceptar ya ninguna distancia, ninguna objetivación. El
orden del universo, o no existe, y entonces la acción política
sólo puede ser resultado del cálculo, o constituye un enigma,
un significado oculto e inobjetivable. En este último caso, la
insistencia en la actuación política desencadena inevitable­
mente tendencias autoritarias: la traducción del significado
oculto de las cosas, de la naturaleza, al lenguaje público de
la política exige un intérprete, un médium cuya autoridad de­
be trascender todo control25.
El filósofo canadiense Charles Taylor caracteriza a la eco­
logía profunda por la idea de que “la Naturaleza o el mun­
do pueden ser entendidos como formulando demandas diri­
gidas a nosotros” o, de modo más tajante, por la atribución a
las cosas de “la demanda de ser reconocidas por nosotros co­
mo teniendo ciertos significados” (1 9 9 2 , p. 2 4 7 ), y contras­
ta estos significados con la degradación del lenguaje que, en
su interpretación, quedaría representada paradigmáticamen­
te por la “habladuría”. Sin embargo estos significados, si bien
ponen un límite a la dominación tecnológica de la naturale­
za, no pueden ser, como los ecologistas profundos lo quie­
ren, fundamento de política alguna, sino la manifestación de
la caída de los límites del mundo; la catástrofe ontológica, o
incluso histórica y política, precipitada por el mismo autori­
tarismo que se seguiría de la oracular interpretación de los
significados de las cosas. De hecho, Taylor advierte que el in­
tento de reivindicar un lenguaje de las cosas mismas como
muro de contención ante la instrumentalización del lenguaje
es difícilmente separable de la liberación de potencias obscu­
ras, cuya expresión política es el fascismo: aunque sin distin­
guir con claridad entre unos y otros, advierte que “el poder
de las palabras tiene usos tremendamente positivos, pero tam­
bién otros terroríficamente peligrosos” (p. 266).
Entre la carencia total de significado o su exceso, la con­
ciencia contemporánea no puede ser sino una conciencia des­
garrada, escindida en polos antinómicos. Por cierto, la inda­
gación que estamos desarrollando aquí no queda al margen de
tal desgarro: nadie puede ponerse por encima de su tiempo,
y la dicotomía entre escepticismo e integrismo que hemos des­
crito constituye un horizonte conceptual que no es posible re­
basar sin más. La tensión entre la pérdida de significado del
mundo, y un exceso de significado que queda fuera de él,
constituyen de hecho los ejes de nuestra argumentación. Pe­
ro la reflexión que estamos desarrollando, a diferencia del eco-
logismo radical, evita hacer de este exceso un consolador fun­
damento; por el contrario, discierne en él una agresión contra
los ya fatigados límites ontológicos del mundo, y desde esa
lectura discierne también las implicaciones de las antinomias
que desgarran a los actores en el escenario político-intelectual.
Cada uno de estos actores, ecologistas profundos y tecnó-
cratas, porta en su interior ambos polos de la antinomia. Así,
los primeros, como hemos visto, intensifican las demandas de
control y de esa manera sin quererlo afirman el principio
esencial de la tecnología; los segundos, por su parte, al re­
chazar las cuestiones de significado en favor de la pura efica­
cia técnica, no pueden obtener las energías simbólicas que re­
quiere su actuar sino de un imaginario poblado de represen­
taciones de una naturaleza reencantada, benévola. Y si cada
época puede ser caracterizada metafóricamente por una en­
fermedad paradigmática (así, la peste en el Medioevo, la tu­
berculosis en el siglo XIX, el infarto o el cáncer hasta el ter­
cer cuarto del siglo XX — Sontag, 1980— ), el desgarro de la
modernidad tardía podría ser definido por la figura de la ano­
rexia: la obsesión autorreferencial, agobiante y culposa, sobre
la relación con el entorno nutricio, con el laberinto de las
propias entrañas.

22 Para un examen de la historia e implicaciones del concepto de res­


ponsabilidad, ver: Cari Mitcham, 1989, ¿Qué es la filosofía de la tecnología?,
Barcelona, Anthropos, Parte III.
23 En efecto, para la sociología de orientación sistémica, “el hombre es
considerado como parte del entorno y no como parte del sistema social”
(Luhman, 1991, p. 17). De esta manera, como el psicoanálisis, la teoría de
sistemas de Luhman evita subsumir lo humano (la psiquis) en lo social.
24 Así (como bounded rationality) caracteriza Herbert Simón la racio­
nalidad económica desde un punto de vista sistémico (1981, The sciences of
the artificial, Second Edition, Cambridge, MIT Press, cap. II).
25 Para esta faceta autoritaria del ecologismo profundo, ver también:
Luc Ferry, 1994, El nuevo orden ecológico, Barcelona, Tusquets.
8. “Grande, feroz y extinguido”: lo
sublime mediático

no sólo afectan al medio ambiente, a la na­


Las c a tá s tr o f e s
turaleza externa cuyos equilibrios básicos son alterados. Hay
asimismo catástrofes interiores. Así, la secuela de fatiga, de­
presión, enfermedades psicosomáticas, que constituyen el
costo de producción de los sujetos normalizados más allá de
toda medida que exige la sociedad tecnologizada de fin de si­
glo; así también la no menos catastrófica marginalización de
una minoría significativa carente de las condiciones psíquicas
para pagar dicho costo, que requiere de drogas, lícitas o ilí­
citas, duras o blandas, no como goce sino como compensa­
ción. Finalmente, los fenómenos que se encuentran en la ba­
se del resurgimiento de los brotes de violencia en las socie­
dades contemporáneas: aquellas formas salvajes de rebelión
que van desde el confinamiento en sub-culturas y lenguajes
privados, herméticos, como protección ante el escrutinio tec­
nológico — una suerte de último refugio de las potencias poé­
ticas del lenguaje— hasta la afirmación integrista de la lengua
y la tradición propias.
La cultura de masas no es ajena a estos fenómenos. Uno
de sus rasgos salientes es el bombardeo constante con imá­
genes que corresponden y llevan al extremo lo que Kant en
su Critica del Juicio (1 7 9 0 , §§ 2 3 -2 9 ) denominó “experien­
cia de lo sublime”, y que veía ejemplificada paradigmática­
mente en el espectáculo de las fuerzas desmesuradas de la na­
turaleza. Dice Kant:

“Rocas audazmente colgadas y, por decirlo así, amenazadoras, nu­


bes de tormenta que se amontonan en el cielo y se adelantan con
rayos y con truenos, volcanes en todo su poder devastador, hura­
canes que van dejando tras sí la desolación, el océano sin límites ru­
giendo en ira, una cascada profunda en un río poderoso, etc., re­
ducen nuestra facultad de resistir a una insignificante pequeñez,
comparada con su fuerza. Pero su aspecto es tanto más atractivo
cuanto más temible, con tal de que nos encontremos nosotros en
lugar seguro, y llamamos gustosos sublimes esos objetos porque
elevan las facultades del alma por encima del término medio ordi­
nario y nos hacen descubrir en nosotros una facultad de resisten­
cia de una especie totalmente distinta, que nos da valor para poder
medirnos con el todo-poder aparente de la naturaleza”. Y agrega
más adelante: “Así, pues, la naturaleza se llama aquí sublime por­
que eleva la imaginación a la exposición de aquellos casos en los
cuales el espíritu puede sentir la propia sublimidad de su determi­
nación, incluso por encima de la naturaleza” (261).

En el espectáculo de las fuerzas desatadas de la naturale­


za — entre las cuales se hallan nuestras catástrofes— los suje­
tos ilustrados podían, así lo entendía Kant, encontrar la con­
firmación — abismal, pero por ello mismo enfática— de la
diferencia y superioridad de la razón sobre la naturaleza, y
verse por tanto reforzados en su autocomprensión como su­
jetos. Pero la condición, no tematizada por Kant, que hace
posible esta sublimación de los fenómenos catastróficos por
parte de la razón ilustrada es también explícita en la cita que
hemos reproducido. Se trata de la seguridad (Sicherheit, ucon
tal de que nos encontremos nosotros en lugar seguro” ), la
cual es reiterada como condición por Kant algunos párrafos
más adelante (“Nada pierde esa apreciación propia porque
tengamos que vernos en lugar seguro para sentir esa satisfac­
ción que entusiasma...” ), y cuya no tematización, podemos
conjeturar, responde a la confianza incondicional del sujeto
ilustrado ante la promesa de un aumento ilimitado de la se­
guridad de la vida humana por obra de la tecnología.
Ahora bien: la proliferación de imágenes apocalípticas, ca­
tastróficas, que caracteriza a la cultura de los mass-media, no
anula esta experiencia de (cuasi) pérdida y recuperación al
borde del abismo, central para la constitución de la subjetivi­
dad ilustrada, sino que la perfecciona, llevándola hasta el pa­
roxismo. Así por ejemplo, el popular film Jurassic Park tiene
por contenido manifiesto el desborde por parte de la natura­
leza del intento de hacer de ella un espectáculo, un parque de
atracciones. Al espectador, situado por decirlo así en los con­
fines de la subjetividad ilustrada, se le ofrece un texto cuyo
contenido manifiesto — la catástrofe inexorable, el desplome
de los muros de contención de la racionalidad— es la expe­
riencia de lo sublime en cuanto negada radicalmente.
A través de uno de sus personajes, el matemático Ian Mal-
colm, furassic Park hace permanente alusión a la teoría del
caos, que instala la incertidumbre en el corazón mismo de la
interpretación físico-matemática del universo. Dice Malcolm:

“Se trata de la teoría del caos. Pero me doy cuenta que nadie quie­
re prestar atención a las consecuencias de las matemáticas. Porque
implican consecuencias muy vastas para la vida humana. Mayores
que las del principio de Heisenberg o que las del teorema de Gó-
del, sobre los cuales todo el mundo cotillea... ¿Ustedes pretenden
fabricar un montón de animales prehistóricos e instalarlos sobre una
isla? Fantástico. Un sueño adorable. Encantador. Pero no andará
como lo han planificado. Es inherentemente impredecible. Nos he­
mos tranquilizado imaginando el cambio súbito como algo que
ocurre en el exterior del orden normal de las cosas. Un accidente,
como un accidente de carretera. O más allá de nuestro control, co­
mo una enfermedad fatal. No concebimos que el cambio súbito, ra­
dical e irracional esté incorporado al propio tejido de la existencia.
Pero lo está. Y la teoría del caos nos lo enseña...”26.

Pero el dinosaurio de la cultura de masas — en palabras del


paleontólogo Stephen Jay Gould, “grande, feroz y extingui­
do”, en otras palabras, “seductoramente terrorífico, pero bá­
sicamente seguro”27— continúa siendo un objeto prototípico
ante el cual se desencadena la experiencia de lo sublime. En
efecto, con la negación de su posibilidad, exhibida a su vez co­
mo espectáculo, la experiencia de lo sublime no se anula, sino
más bien alcanza su paroxismo. Pues la negación es parte de
la misma experiencia de lo sublime; de este modo, la negación
no la aniquila, sino más bien la eleva a una potencia superior.
La experiencia de lo sublime tiene una estructura dialéc­
tica: hay una superación de las fuerzas que amenazaban con
aniquilar al sujeto, la cual se nutre de la propia experiencia de
su (cuasi) pérdida. En un momento en que las imágenes
pavorosas de la naturaleza como tales, por su propia sobre-
exposición, tienden a perder su poder, su “aura”, sólo la ne­
gación radical de la misma posibilidad de la experiencia de lo
sublime (es decir, el colapso de la red protectora tecnológica
ante las fuerzas opacas de la physis convertido a su vez en es­
pectáculo) puede contribuir aún a reavivarla.
La experiencia contemporánea de lo sublime — en la cual
el espectador no es más que eso, pura mirada descorporali-
zada— puede ser examinada más a fondo acudiendo a la no­
ción barthesiana de mito. El mito en esta acepción (diferen­
te, incluso opuesta a la que hemos empleado más arriba al
caracterizar la dinámica de la Ilustración) constituye un dis­
positivo lingüístico que impulsa la continua fuga y prolifera­
ción de los signos, las significaciones. Barthes, acogiéndose
a la tradición semiológica, distingue formalmente tres tér­
minos — significado, significante y signo— en toda enuncia­
ción lingüística. “Mientras el lenguaje común”, afirma,

“me dice simplemente que el significante expresa el significado, en


cualquier sistema semiológico no nos encontramos con dos, sino
con tres términos diferentes. Lo que se capta no es un término por
separado, uno y luego el otro, sino la correlación que los une: te­
nemos entonces el significante, el significado y el signo, que cons­
tituye el total asociativo de los dos primeros términos. Tomemos
como ejemplo un ramo de rosas: yo le hago significar mi pasión. ¿Se
trata de un significante y un significado, las rosas y mi pasión? No,
ni siquiera eso; en realidad, lo único que tengo son rosas pasiona-
lizadas. Pero, en el plano del análisis existen efectivamente tres tér­
minos; esas rosas cargadas de pasión se dejan descomponer perfec­
tamente en rosas y en pasión; unas y otras existían antes de unirse y
formar ese tercer objeto que es el signo” (1980, pp. 203-204).

En el mito barthesiano reencontramos este esquema tri­


partito significante-significado-signo, pero desplazado:

“El mito es un sistema particular por cuanto se edifica a partir de


una cadena semiológica que existe previamente: es un sistema se­
miológico segundo. Lo que constituye el signo (es decir, el total
asociativo de un concepto y una imagen) en el primer sistema, se
vuelve simple significante en el segundo... Es como si el mito des­
plazara de nivel al sistema formal de las primeras significaciones...
existen en el mito dos sistemas semiológicos de los cuales uno está
desencajado respecto al otro: un sistema lingüístico, la lengua...
que llamaré lenguaje objeto, porque es el lenguaje del que el mito
se toma para construir su propio sistema; y el mito mismo, que lla­
maré metalenguaje porque es una segunda lengua en la cual se ha­
bla de la primera” (pp. 205-206).

Frente a una fotografía en la primera plana de un París-


Match de los años 50 en la cual se muestra a un joven mili­
tar negro rindiendo honores al pabellón francés, Barthes
observa que hay una segunda lectura mítica de la fotografía,
parasitaria de la original, que a partir del signo del lenguaje
objeto (la imagen de un militar de color que rinde honores
a un pabellón tricolor) construye su significante metalingüís-
tico: el sentido de esta segunda lectura, tras la cual la mate­
rialidad de la primera queda borrada, es el panegírico del im­
perio colonial francés.
“El mito es siempre un robo de lenguaje” (p. 225). La ex­
periencia clásica de lo sublime también lo era: de alguna ma­
nera, la impresión primaria del terror era cancelada, despla­
zada por un sentido segundo, mítico, que leía en aquélla el
indicio trascendental del ordenamiento, del significado del
universo presidido por la Razón. La experiencia contempo­
ránea de lo sublime es, a su vez, de tercer orden: lo sublime
mitificado. “El mito”, dice Roland Barthes refiriéndose a la
mitología implícita en los mass media, “puede, en última ins­
tancia, significar la resistencia que se le opone” (p. 229). Esta
resistencia — “la contradicción extrema entre el contenido
manifiesto de las imágenes y la vivencia del espectador pasi­
vo”— parece constituir la fuente primordial de energías sub-
jetivadoras en la sociedad actual. El costo es la oscilación per­
manente de los sujetos así constituidos entre los extremos de
la pasividad y el horror.
En los rituales de lo sublime intensificado, paroxístico, que
canalizan los medios masivos, el contrato de seguridad que
cohesiona a las sociedades contemporáneas es puesto a prue­
ba y renovado de forma permanente. Este contrato tiene co­
mo contraparte el que los individuos acepten ser sometidos
crecientemente a las presiones y restricciones de la normali­
zación de sus impulsos vitales. Pero los individuos así nor­
malizados difícilmente pueden ser ya los sujetos responsables
que la ética clásica de la modernidad reclamaba; de allí que las
apelaciones a una ética de la responsabilidad para contra­
rrestar los excesos de la tecnología estén vaciadas ya de con­
tenido.
Las imágenes de lo sublime mitificado, exhibidas sin cesar
sobre el escenario global de los medios, alejan vertiginosa­
mente a los signos de sus fuentes originarias de significación.
Este movimiento parece ser parte a su vez de una tendencia,
más vasta, hacia la desacralización de las imágenes en el mun­
do contemporáneo. Por una parte, en efecto, el mundo ilus­
trado supone una fuerte restricción, un tabú sobre las imáge­
nes en provecho de la palabra. Dice Hegel:

“La representación concreta se convierte mediante el signo de la pa­


labra en algo carente de imagen [Bildlosem], que se identifica con
el signo. (Se mata la imagen, y la palabra sustituye a la imagen. Es­
to es un león. El nombre vale por la cosa, Logos; habló Dios, etc.).
El lenguaje es el poder supremo entre los hombres. Adán, se dice,
dio a todas las cosas (animales) su nombre. Lenguaje es aniquila­
ción del mundo sensible en su existencia inmediata, es el ser asu­
mido del último en una existencia que es una apelación que resue­
na en todos los seres que tienen representaciones”28.

Pero, por otra parte, en la base de la razón se encuentra el


eidosyla apariencia racionalizada platónica que puebla el cielo
de las ideas. Las metáforas de la imagen y la visión, la estre­
cha asociación del logos con la luz y la mirada, su convergen­

te ]
cia en el nous, el “ojo de la mente” platónico, la misma no­
ción de teoría en la cual resuenan las asociaciones visuales
(.theorcin, contemplación), todo ello constituye en efecto un
invariante de nuestra cultura. Este invariante está estrecha­
mente asociado con la distinción sujeto/objeto, que funda el
campo de la racionalidad, así con una tradición de preferen­
cia cognitiva por aquellos entes que, como los astros, prácti­
camente no son perturbados por el sujeto cognoscente, de
modo que éste puede ser entendido como una pura mirada
descorporalizada. La descontextualización, la remoción de un
segmento de la experiencia del contexto en el cual tiene lu­
gar, arroja como resultado la producción de un objeto “pu­
ro” para la representación del sujeto, es decir, libre — tanto
como un astro— de las perturbaciones incontroladas que ge­
nera el contexto, el cual incluye al propio sujeto cognoscen­
te. Este impulso a la descontextualización, ligado a su vez a
imperativos de integración social y control, constituye la fuer­
za motriz en la historia de nuestra cultura. Las metáforas de
la luz y la visión constituyen así la forma simbólica en la cual
se plasma este impulso (Rorty, 1979, pp. 3 8-39 especial­
mente).
En la misma línea, en la “imagen del mundo”, en el mun­
do proyectado como un campo visual cuyo vértice es el su­
jeto, Heidegger (1950b ) discierne la esencia de la metafísica
y la ciencia de la modernidad; para Wittgenstein, finalmente
(1 9 5 3 ), la proposición constituye una figura, una imagen
(Bild) del mundo. ¿Cómo entender esta contradicción entre
el tabú de la imagen que Hegel evoca y el evidente lugar fun­
dacional que las metáforas de la visión y la imagen ocupan en
nuestra cultura?
Pero la contradicción es sólo aparente. La lógica del tabú,
en efecto (aquí tenemos nuevamente la agonística heterono-
mía/autonomía), no se reduce a una oposición simple, sino
que comprende la preservación de las energías pulsionales
que alimentarán a su opuesto. Así, la interdicción no aniqui­
la lo interdicto; por el contrario, negándolo lo preserva, lo
dota de un “aura”, lo constituye en el centro de un campo se­
mántico hacia el cual convergen las líneas de. fuerza de la sig­
nificación, como en el caso del tabú del nombre de Dios en
el judaismo29. La imagen es el objeto de deseo, en principio
inalcanzable, que pone en marcha al iluminismo; el motor in­
móvil de la civilización de la palabra.
El desprendimiento de los conceptos a partir de las imá­
genes a las que inicialmente estaban ligadas de modo inme­
diato, por ejemplo en el alfabeto cuneiforme, en el cual los
signos aún representan objetos, constituye un logro evoluti­
vo; la mediación que establece entre los objetos y sus signos
la escritura alfabética es quizás el catalizador en la formación
de la subjetividad, puesto que a partir de entonces el espacio
de la mente se hace necesario para reconstruir la relación sig­
no-objeto, que antes estaba dada en la superficie del prime­
ro. Así, las imágenes que hoy tienden a revertir este proceso
no irrumpen desde el exterior (¿cuál podría ser ese exterior?),
sino desde el mismo motor inmóvil, desde la misma fuente de
las energías simbólicas de la Ilustración; no pueden por tanto
ser conjuradas mediante un retorno a las fuentes clásicas de
ésta, como en ocasiones se sostiene. La proliferación de las
imágenes, a través de la publicidad, el cine y los medios ma­
sivos de comunicación, el desborde de los lugares sagrados
donde eran conservadas, viola la interdicción a la que estaban
sometidas y es, como lo entendió Walter Benjamin, otra evi­
dencia de la consumación, del agotamiento de nuestra cultu­
ra (1 9 7 3 ). Aquí la dinámica autorreferente, potenciada por
las tecnologías de la imagen, alcanza a la ilustración quizás en
su núcleo más íntimo; la imaginería en la cual estamos sumer­
gidos no es sino el producto de la sangría, del continuo flujo
del contenido de dicho núcleo sobre la realidad cotidiana.

26 Michael Crichton, Jumssic Park. Citado por Stephen Jay Gould,


“Dinomanía”, The New Tork Review ofBooks, Vol. XL, nQ1 4 ,1 2 de agos­
to de 1993, p. 53.
27 ídem, pp. 51-56.
28 Enciclopedia filosófica para el curso superior, Nuremberg, 1808. Ci­
tado por Klaus Wrehde, 1993, “Nota Previa” , G. W. F. Hegel, Doctrina
del derecho, los deberes y la religión para el curso elemental, trad. Jorge Na­
varro Pérez et al., Murcia, Universidad de Murcia.
29 Para algunas observaciones sobre el rol ilustrado de este tabú, ver
Adorno y Horkheimer, 1970, pp. 38-39.
9. Caos y autorreferencia en las
ciencias

La a u t o r r e f e r e n c i a l i d a d , con todas sus concomitantes de


inseguridad ontológica, acecha también en el campo de las
ciencias naturales contemporáneas.
El éxito de la dinámica de Galileo y Newton se basó en una
estrategia teórica consistente en explicar lo que existe — el mo­
vimiento— a partir de aquello que no existe y jamás podría
existir: el movimiento rectilíneo uniforme, en un universo do­
minado por las trayectorias curvas, el roce y las perturbaciones
aleatorias (Koyré, 1980). Este carácter contrafáctico constitu­
ye la característica central de la ciencia moderna, que avanza
de esta manera un paso decisivo en ese distanciamiento entre
las palabras y las cosas que constituye la vida y la muerte, el
Evos y el Thanatos de 1 lenguaje. En efecto, si bien la filosofía
griega, con Platón y Aristóteles, había legitimado el discurso
sobre el no-ser, lo cierto es que la física aristotélica continuó
siendo una ciencia de la experiencia inmediata, que identifica­
ba lo natural con lo espontáneo, no admitía la posibilidad de
esencias ocultas como principio de explicación, ni se plantea­
ba el diseño de situaciones artificiales, experimentales, poí*
medio de las cuales sacarlas a la luz. En cambio, la experi­
mentación establece una distancia respecto a la experiencia in­
mediata aristotélica. La intervención experimental, tecnoló­
gica en rigor, permite crear realidades contrafácticas y no-es-
pontáneas, como el vacío en la t>omba de Boyle, o abrir mun­
dos fenoménicos nuevos, como en el caso del prisma de
Newton, el microscopio y el telescopio, o los actuales acele­
radores de partículas (Tiles 1993; Lelas, 1 9 9 3 )30. Esta inter­
vención tiene su correlato en la modelización matemática de
la naturaleza; en particular, el concepto de función, al que
Leibniz da su forma, parece ser la condición de posibilidad
requerida por el giro intervencionista de la ciencia galileana:

“De hecho, en el origen de la revolución galileana se encuentra sim­


plemente el hecho de que el espíritu científico ha estado en dispo­
sición de modelizar, justamente con ayuda de la noción de función,
una cierta cantidad de fenómenos que hasta entonces no eran mo-
delizables con la suficiente fidelidad” (Thom, 1983, pp. 64-65).

La matematización juega además un rol decisivo al garan­


tizar que, en última instancia, las perturbaciones que intro­
duce el intervencionismo experimental en el mundo fenomé­
nico serán canceladas, y no interferirán en la objetividad del
conocimiento obtenido. Estas perturbaciones son considera­
das como errores de aproximación, que la disponibilidad de
instrumentos de observación y cálculo más sofisticados irán
progresivamente reduciendo. ¿Pero aproximación a qué? Al
igual que el animismo hegeliano, hay en esta estrategia con-
trafáctica un supuesto sobre la correspondencia de base entre
el lenguaje y el universo físico: este último, como lo hace ex­
plícito Galileo, debe estar escrito en caracteres matemáticos.
Pero esta estrategia tiene límites. El segundo principio de
la termodinámica, que prescribe el aumento de “entropía”, la
degradación irreversible de la energía en el interior de un sis­
tema aislado, surge sobre el trasfondo de la primera revolu­
ción industrial, del desarrollo de máquinas que transforman
la energía en trabajo. Esta degradación expresa la imposibili­
dad de evitar la disipación de energía, aún en las máquinas
mejor construidas; es decir, expresa la diferencia entre las
“imperfecciones” de las máquinas reales y las idealizaciones
científicas tales como movimientos sin fricción, aislación per­
fecta, movimientos perpetuos, ciclos reversibles, etc.
En última instancia, el principio de entropía constata que
“la materia no se deja restringir, dominar, sino hasta cierto
punto” (Atlan, 1979, p. 29). Lo que queda de manifiesto en
él son los límites de la antropologización del universo físico,
antropologización que la tecnología transforma en una prác­
tica; en otras palabras, el carácter irreductiblemente material
de la máquina (sea ella industrial o de laboratorio) que no lo­
gra ser recubierto totalmente por su representación tecno-ló-
gica, matemática (Brillouin, 1954; Atlan, 1992, pp. 171-
216).
La constatación del carácter irreductible de la fricción, de
la materialidad que resiste a la manipulación tecnológica y a
la idealización matemática, ha desencadenado una profunda
reflexión en el interior de la ciencia, que se suma a la masa de
autorreferencia que parece caracterizar, como hemos dicho,
a la cultura contemporánea. Son parte de este fenómeno el
reconocimiento y la tematización de la finitud y situación in­
herentes al observador, que no pueden ser compensadas ya
por el animismo antropocéntrico galileano, y del carácter
constitutivo que tiene esta finitud respecto a los fenómenos
observados; el redescubrimiento de la irreversibilidad y la fi-
nitud temporal; la constatación, desde el interior mismo de
las matemáticas, de los límites inherentes a la modelización
matemática de la naturaleza. Estas ideas se encontraban ya de
alguna manera presentes en la física cuántica, en el “principio
de indeterminación” de Heisenberg. Este afirmaba:

“Es absolutamente imposible hablar de los comportamientos de la


partícula sin tener en cuenta los procesos de observación... no po­
demos hablar más que de los acontecimientos que se desarrollan
cuando, por la acción recíproca de la partícula y de no importa que
otro sistema físico, por ejemplo los instrumentos de medición, se
intenta conocer el comportamiento de la partícula... Antes de ha­
blar de las consecuencias generales que se derivan de esta nueva si­
tuación de la física moderna, es necesario mencionar el desarrollo
de la técnica... ha sido la técnica la que ha extendido, desde Occi­
dente, las ciencias de la naturaleza sobre la Tierra entera y las ha si­
tuado en el centro del pensamiento contemporáneo. Durante este
desarrollo, a lo largo de los dos últimos siglos, la técnica siempre ha
sido la condición y la consecuencia de las ciencias de la naturaleza”
(Heisenberg, 1962, pp. 18-20).

No obstante, en este principio podría tratarse aún de la


perturbación que induce el observador. La incertidumbre de
Heisenberg podría permanecer restringida al nivel de los fe­
nómenos empíricos, a la particularidad del observador indi­
vidual, sin excluir la posibilidad de reencontrar la certidum­
bre a nivel de las leyes fundamentales. Esta fue la esperanza
de Einstein (“Dios no juega a los dados” ) y es la substancia
de su polémica con Niels Bohr. La teoría del caos, la física de
los fenómenos irreversibles, caóticos, en cambio, desplaza sin
vacilaciones la incertidumbre al nivel ontológico. En efecto,
si entendemos por espacio de fases el espacio cuyas coordena­
das son las variables que permiten definir el estado de un sis­
tema (por ejemplo, posición y velocidad para el caso en que
el sistema sea una partícula en movimiento), el comporta­
miento caótico queda caracterizado por el hecho de que wlas
trayectorias originadas en puntos tan cercanos como se quie­
ra en el espacio de fases, se alejan los unos de los otros con
el transcurso del tiempo de manera exponencial” (Prigogine
y Stengers, 1988, p. 77). En otras palabras, el comporta­
miento caótico implica que, a partir de cierto umbral, deno­
minado “tiempo de Lyapounov”, los sistemas en cuestión
“olvidan” sus condiciones iniciales: dejan de ser predecibles a
partir de ellas y se hacen irreversibles; o también que, sobre
cierto umbral, el incremento de precisión en los datos inicia­
les (la mayor proximidad en los estados iniciales en el espacio
de fases), por ejemplo posición y velocidad iniciales, no se re­
fleja en una mejoría de las predicciones, sino al contrario.
El observador que mira a través del prisma de la teoría del
caos es un observador de segundo orden, que tematiza, no
los fenómenos empíricos, sino su forma de representación.
Este carácter queda reflejado tajantemente en la afirmación
de Ilya Prigogine, uno de los padres fundadores de esta teo­
ría, en cuanto a que los límites de validez del principio de
causalidad o razón suficiente que estos fenómenos ponen de
manifiesto — fenómenos cuyo prototipo se encuentra en el
segundo principio de la termodinámica— serían (como dice
en uno de sus textos escritos en colaboración con Isabelle
Stengers) “independientes de la observación, pero depen­
dientes solamente de las condiciones que definen toda obser­
vación” (Prigogine y Stengers, 1988, p. 177). No obstante,
en su intento por fundar una física de los fenómenos irrever­
sibles, el propio Prigogine no llega a extraer todas las conse­
cuencias de esta afirmación meta-física.
En efecto, respecto al tema central de esta física, la “flecha
del tiempo” (es decir, la no-reversibilidad de los fenómenos
como resultado del mencionado “olvido” de las condiciones
iniciales, que equivale a la imposibilidad de retornar a ellas),
Prigogine/Stengers constatan, consistentemente con la ante­
rior afirmación, que tal “flecha” no surge de las limitaciones
que afectan al observador individual: son, por lo tanto, no-
subjetivas. No obstante, acto seguido vacilan, retroceden: in­
terpretan esta no-subjetividad, no ya en términos de segun­
do orden, como expresión “de las condiciones que definen
toda observación”, sino como expresión de objetividad: así
entonces, infieren que las nociones que su reflexión ha des­
velado “son objetivas en el sentido de Einstein” (Prigogine y
Stengers, 1988, p. 177).
Pero la dicotomía sujeto-objeto (según la cual todo lo que
queda fuera de la esfera del primero debe pertenecer al domi­
nio objetivo) en la cual esta inferencia de Prigogine/Stengers
se mueve pertenece, de modo eminente, a las condiciones y lí­
mites de toda observación posible, con las cuales la física de
Prigogine ha chocado. El comportamiento caótico, como se
deduce de la definición que hemos dado siguiendo al mismo
Prigogine, constituye por una parte una consecuencia de los
límites de nuestros sistemas de cálculo y medición: no obs­
tante, se trata de un límite que no es rebasable con sistemas
más sofisticados, cualesquiera ellos fueren. Se trata entonces
de un límite absoluto de nuestra capacidad de modelizar de
forma matemática la realidad; o, recíprocamente, de la sus­
ceptibilidad de la realidad de dársenos bajo la forma objetiva
de la representación matemática. El comportamiento caótico
es por tanto subjetivo y objetivo a la vez o, mejor, pone de
manifiesto un límite anterior a la dicotomía sujeto-objeto.
Los ejemplos concretos que Prigogine/Stengers aportan
confirman esta apreciación. Un “atractor” es, en el lenguaje
de la física, aquella curva en el espacio de las fases en torno a
la cual converge la trayectoria de un sistema. En el caso de un
péndulo sometido a la acción de la fricción que terminará por
llevarlo al estado de reposo, el atraetor se reduce a un pun­
to; lo mismo ocurre con los sistemas termodinámicos que
tienden al equilibrio por disipación térmica. Un sistema ale­
jado del equilibrio, como un “reloj químico”, que oscila en­
tre dos estados, queda caracterizado por un atractor lineal.
Los sistemas caóticos, por su parte, se caracterizan por un
“atractor extraño”, fractal, de modo tal que

“en toda región, por pequeña que sea, ocupada por el atractor frac-
tal, pasan tantas trayectorias como se quiera, y cada una de ellas
conoce un destino diferente de las demás. En consecuencia, las si­
tuaciones iniciales tan vecinas como se quiera pueden engendrar
evoluciones diferentes. La menor diferencia, la menor perturbación,
lejos de ser reducida a la insignificancia por la existencia del atrac­
tor, tiene entonces consecuencias considerables” (1988, p. 76).

Ahora bien, sucede que en el caso de un atractor extraño,


lo único que puede ser calculado es su dimensión. Prigogine
pone como ejemplo la predicción del comportamiento del
clima. El análisis con las herramientas de la teoría del caos
permite concluir (después de algunas aproximaciones más o
menos gruesas) que para hacer tal predicción bastaría con
cuatro variables. Pero, de este modo, no se ha llegado a for­
mular un modelo matemático sino, en el mejor de los casos,
a determinar la “forma” que tendría tal modelo, la condición
ontológica de la representabilidad matemática del clima. De
la misma manera, si afirmo que basta con un léxico de N pa­
labras para decir todo lo que se requiere sobre un determi­
nado dominio de la realidad, no estoy formulando ningún
enunciado cognitivo sobre él, sino sólo sobre la forma de su
representación cognitiva o lingüística.
No-reversibilidad no es sinónimo de irreversibilidad: la
no-reversibilidad de Prigogine no da necesariamente acceso a
un nuevo dominio de fenómenos, objetos de una pretendida
“física de los fenómenos irreversibles”, sino que representa
más bien un límite y condición de la posibilidad de todo fe­
nómeno. La teoría del caos, de las catástrofes (¡qué nom­
bres!), así como la teoría de sistemas, que surge en el mismo
terreno, constituyen una reflexión respecto a estas condicio­
nes, que son, por cuanto la observación requiere de distin­
ciones lingüísticas, las condiciones de aparición del lenguaje,
tanto del ordinario como del matemático. Estas teorías, por
tanto, tienen un carácter ontológico, autorreferencial: no dan
acceso a un estrato nuevo, aún inexplorado, de fenómenos
objetivos. El caos no es un nuevo lenguaje del universo que
la ciencia pudiera descifrar. Más bien, es el límite y condición
de todo lenguaje. Como lo dice muy enfáticamente René
Thom respecto a la llamada “teoría de catástrofes”, afín a la
teoría del caos: “Toda la ‘filosofía’ de la teoría de las catás­
trofes, su esquema general, apunta justamente a esto: se tra­
ta de una teoría hermenéutica que se esfuerza, ante cualquier
dato experimental, por construir el objeto matemático más sim­
ple que lo pudiera engendrar” (1 9 8 3 , p. 66).
“La ligera paloma que siente la resistencia del aire que sur­
ca al volar libremente, podría imaginarse que volaría mucho
mejor aún en un espacio vacío”. En esta alegoría Kant (1787,
B9) plasmó su visión crítica de las ilusiones del platonismo,
que imagina poder pasar del conocimiento de los objetos al
de las cosas en sí mismas, sin advertir el abismo infranqueable
que se abre entre ellos. Interpretando tal alegoría como el
ideal “de un orden apriori del mundo” (1 9 8 8 , p. 177), Pri­
gogine cita aprobatoriamente un parágrafo de las Investiga­
ciones Filosóficas de Wittgenstein, en el cual éste, en términos
que sin duda apuntan al texto kantiano, dice: “Vamos a parar
a terreno helado en donde falta la fricción y así las condicio­
nes son en cierto sentido ideales, pero también por eso mis­
mo no podemos avanzar. Queremos avanzar; por ello necesi­
tamos la fricción. ¡Vuelta a terreno áspero!” (§107).
La fricción, la vuelta a terreno áspero, constituyen algo así
como el leit-motiv de la obra meta-física de Prigogine. La
fricción, lo sabemos ya, no es sino el exponente de lo heteró-
nomo en el interior de la ciencia; sabemos también que sin
inscripción animista de lo heterónomo en un cierto “orden a
priori del mundo” no hay ciencia ni discurso alguno posible:
la “vuelta a terreno áspero” representa sin duda la posibilidad
de que las redes del lenguaje, arrojadas de nuevo a las pro­
fundidades del universo, nos traigan una cosecha de magma
primordial transmutado en significado. Pero de por medio
hay una caída, un precipitarse del cielo de las ideas al terre­
no áspero: la inseguridad, la catástrofe.
Enfrentado a las mismas evidencias, René Thom reaccio­
na con aguda sensibilidad frente al carácter dramático de es­
te tránsito:

“No es imposible, después de todo, que la ciencia se aproxime, aquí


y ahora, a sus últimas posibilidades de descripción finita: lo indes­
criptible, lo informalizable están ahora a nuestras puertas, y es pre­
ciso reconocer el desafío... Una gran parte de mis afirmaciones se
fúndan en la pura especulación: se podrá sin duda calificarlas de sue­
ños... Acepto el calificativo: ¿no es acaso el sueño la catástrofe vir­
tual con la cual se inicia el conocimiento? En el momento en que
son tantos los sabios que calculan a través del mundo, no será de­
seable que algunos, que lo pueden, sueñen?”31

30 Ver para esto: J. E. Tiles, “Experiment as intervention”, British


Journal ofPhilosophy of Science, Vol. 44, 1993; pp. 463-475; Srdjan Lelas,
“Science as Technology”, ídem, pp. 423-442. Agradezco a la doctora Mar­
ta Feher (Universidad Técnica de Budapest) por algunas observaciones res­
pecto al carácter contrafactual de la ciencia moderna.
31 “Stabilité structurelle et catastrophes”. Citado por Henri Atlan,
1979, p. 229.
10. Las palabras y las cosas

A l o l a r g o de este trabajo hemos venido haciendo una serie


de afirmaciones acerca del lenguaje, que parece conveniente
ahora reunir y sintetizar.
La argumentación que estamos desarrollando excluye el
realismo ingenuo, según el cual el lenguaje pudiera enten­
derse a partir de una pura relación veritativa con los objetos.
El lenguaje constituye el mundo: no hay por tanto objetos
anteriores a su iluminación por parte de éste, a su inscripción
dentro del horizonte de sentido del mundo. Distinguimos no
obstante entre “objetos” y “cosas”, y admitimos, como lo he­
mos afirmado con reiteración, el postulado de un lenguaje
originario, una escritura de las cosas, como sola manera de
evitar que la identidad lenguaje-mundo conduzca a reducir
antropocéntricamente el lenguaje a un instrumento y el mun­
do a un constructo solipsista del hombre. Tal reducción no
es sostenible ante las ciencias naturales contemporáneas, que
insertan la conciencia humana, el lenguaje y la sociedad en el
tejido de la evolución.
El lenguaje y el mundo han de aparecer por una parte co­
mo revestidos de sentido, y por otra, como resultado de un
ciego azar. Haciendo referencia al “yo” como centro de nues­
tro mundo, Henri Atlan expresa esta exigencia de la siguien­
te manera:

“Según se favorezca uno u otro punto de vista respecto al sistema


autoorganizador que ‘yo’ soy, soy el resultado de uno o varios tiros
de dados, o bien, por el contrario, soy el centro único del mundo
de percepciones y determinaciones, origen creador del juego de da­
dos y de la percepción de un orden o de un azar” . Y en una nota
agrega, respecto al azar y los dados: “¿Tirados por quién, sino por
mí mismo que los observo como tales situándome al exterior de mí
mismo? ...esto conduce a integrar y vivir la paradoja, articulación
de sentido y sin sentido .. .según la cual cada uno —individual y so­
cialmente— es verdaderamente z1 centro del mundo” (Atlan 1979,
P- 9 9 ).

Nuestro “lenguaje de las cosas” articula precisamente es­


ta encrucijada entre azar y necesidad32; en él se concentra un
enjambre de paradojas, expresión del carácter enigmático que
reviste el nacimiento del lenguaje, heteronomía versus auto­
nomía, por ejemplo: en el lenguaje de las cosas éstas se lin-
güistizan, se humanizan y reconcilian con el deseo de auto­
nomía del sujeto; a la vez, las palabras están cosificadas,
adheridas a las cosas, y por tanto exacerbadamente extrañas,
heterónomas.
Referencia y sentido son las dos funciones que la lingüís­
tica y la lógica distinguen en el lenguaje. La referencia o de­
notación

“se produce no entre un significante y un significado, sino entre el


signo y el referente, es decir, en el caso más fácil de imaginar, un ob­
jeto real: no es la secuencia sonora o gráfica ‘manzana’ que se rela­
ciona con el significado manzana, sino la palabra (el signo mismo)
‘manzana’ a las manzanas reales” (Ducrot y Todorov, 1972, p. 133).
Por cierto, como hemos dicho ya, el objeto denotado (la
manzana real) pertenece de antemano a un mundo, a un
campo de significados lingüísticos; la referencia de ninguna
manera viola la clausura de este campo. La diferencia entre los
casos simples de denotación, como éste, y otros más comple­
jos (cuando el referente está ausente, o es un objeto imagi­
nario), o incluso cuando se trata de enunciados cuya “fuerza
ilocucionaria” no es la de una oración denotativa (por ejem­
plo, los saludos, o las declaraciones que, por su sola enuncia­
ción, crean una realidad nueva: la declaración de la Indepen­
dencia), no tiene nada que ver con la posibilidad de traspa­
sar los límites lingüísticos del mundo, sino con cuestiones co­
mo la posición del sujeto frente al objeto, la capacidad del
lenguaje de hacer referencia a sí mismo, de abrir nuevos do­
minios de realidad específicamente sociales, regidos por con­
venciones, etc.
El sentido, en cambio, no es un objeto, sino un concep­
to (el concepto de “manzana”) y, como apunta Saussure, los
sentidos no son nunca autocontenidos, sino diferenciales:
“definidos no positivamente por su contenido, sino negati­
vamente por sus relaciones con los otros términos del siste­
ma. Su característica más exacta es ‘ser lo que los otros no
son”33. Lo que Saussure llama aquí “sistema” es lo que no­
sotros hemos llamado mundo: los conceptos adquieren sen­
tido por su inserción en la totalidad relacional del mundo. No
obstante, un sistema de diferencias no podría ser suficiente
para generar significado. Hacemos aquí una distinción entre
sentido y significado: en el sentido enfático del término, es­
te último implica capacidad adaptativa, rendimiento funcio­
nal. Para que ello sea posible, el mundo mismo, el “sistema”
saussuriano, ha de significar. Este significado global, el capi­
tal semántico de la cultura, ha de provenir, no ya del mundo,
sino de su separación y a la vez encuentro con el universo
pre- o extra-lingüístico de las cosas.
Al constituirse un sistema social se establece, como sabe­
mos, una clausura en la dimensión del lenguaje. Esto signifi­
ca que la relación, no referencial sino pre-referencial, entre el
lenguaje y las cosas (la referencia relaciona, en cambio, pala­
bras y objetos intramundanos) queda superada, remplazada
por el acoplamiento estructural entre el sistema y su entorno,
en base al cual los estímulos externos no suscitarán respues­
tas según una lógica input-output, sino harán entrar en reso­
nancia, por decirlo así, los recursos adaptativos del sistema.
La clausura que caracteriza la historia del sistema nos lleva ne­
cesariamente a la idea de una singularidad originaria, de un
big-bang semántico, como hemos dicho también, en el cual
el sistema capta significado y se constituye de una vez para
siempre el stock semántico primal que luego se desplegará co­
mo mundo.
Este repertorio primordial de significados constituye nues­
tro “lenguaje de las cosas”, en el cual referencia y sentido son
aún indistinguibles. Sus elementos han de ser símbolos puros,
en lugar de las alegorías que constituyen el lenguaje ordina­
rio. El símbolo en sentido estricto es la representación (o me­
jor: pre-representación), mediante un signo, de una cosa que
se encuentra más allá de la esfera de la expresión y la comu­
nicación, correspondiente a un ámbito cuya faz, por decirlo
así, se encuentra vuelta hacia el exterior, divergiendo de no­
sotros. La alegoría, en cambio, pone en contacto signos, sig­
nificantes pertenecientes ya al lenguaje, cuyo significado pa­
rece estar relacionado. Alegórica es por ejemplo una lectura
de la Divina Comedia que interpreta a Dante, guiado por
Virgilio, y llegando a Beatriz, como una forma cifrada, quizás
edificante, de expresar la idea “el hombre llega finalmente a
la fe, guiado por la razón”. Alegórica es por definición la na­
turaleza del sistema saussuriano del lenguaje, en el cual, co­
mo hemos visto, los significados remiten unos a otros sin es­
capar de la inmanencia intramundana. La poesía (al menos la
poesía contemporánea) aspira en cambio al símbolo, a una re­
cuperación de las potencias originarias del nombrar que están
representadas de modo prototípico por nuestro lenguaje de
la cosas.
Los símbolos en sentido estricto sólo pueden encarnarse
en signos carentes de toda otra significación, significantes va­
cíos (como ciertos signos religiosos: la cruz, la estrella), cu­
ya vaciedad les permite, por así decirlo, absorber significado
sin perturbaciones. Por cierto, no conocemos símbolos en es­
tado puro: sólo pueden existir en el lenguaje originario que
estamos postulando. Ahora bien, tal como lo hemos señala­
do, este lenguaje constituye el grado cero de la significación,
cuya carga semántica excesiva limitaría al lenguaje a la sola
enunciación de la identidad. La identidad impide que el len­
guaje despegue de las cosas, y mantiene al hombre obsesio­
nado en la contemplación del abismo originario. La alterna­
tiva a la aniquilación, al retorno al fondo del abismo por es­
ta desmedida gravitación de las cosas es, conforme a una bien
conocida máxima de la teoría de sistemas, el aumento de la
complejidad interna, la diferenciación funcional que hace sur­
gir el lenguaje y el mundo tal como los conocemos.
Se nos ocurre que el cambio en la imagen del lenguaje del
primer al segundo Wittgenstein puede ilustrar esta respuesta
sistémica. En el Tmctatus Logico-Philosophicus se nos ofrece
una versión del lenguaje muy similar al lenguaje de las cosas
que acabamos de caracterizar: hay una “sustancia del mundo”
formada por “objetos simples” o “nombres simples”, que se
ubican en el borde que separa las palabras de las cosas, y cu­
ya naturaleza es lógica, u ontológica (su existencia no puede
ser negada sin contradicción). Ahora bien, en este lenguaje
elemental es muy poco lo que se puede decir, fuera de repe­
tir los nombres o combinarlos mediante conectores lógicos
( “y”, “o ”, “no” ) para formar proposiciones que describan
hechos complejos. Pero hay una serie de órdenes de discurso
que quedan excluidos de este lenguaje, como lo afirma el
propio Wittgenstein en la proposiciones finales del Tmctatus'.
la ética, la estética, el mismo discurso filosófico constituido
por el Tractatus. Así, la obra del primer Wittgenstein se
revela finalmente como una espectacular “paradoja del men­
tiroso” que paga con la proclamación de la carencia de sen­
tido de su propio discurso su aspiración desmesurada a re­
conectarse con la “substancia del mundo” . Esta catástrofe
conduce al silencio, a la disolución del discurso, y de hecho
Wittgenstein practicó el mutismo filosófico durante más de
una década. La resolución de la crisis queda reflejada en la
obra que se publicó postumamente en 19 5 3 , las Investiga­
ciones Filosóficas, que recoge las reflexiones de su segundo pe­
ríodo filosófico iniciado a finales de la década de los veinte.
Allí la catástrofe ha sido sustituida por una implosión: el len­
guaje ha explotado hacia adentro, dando lugar a una proli­
feración de “juegos de lenguaje” heterogéneos: el lenguaje es
comparado a una “vieja ciudad: una maraña de callejas y pla­
zas, de viejas y nuevas casas, y de casas con anexos de diver­
sos períodos; y esto rodeado de un conjunto de barrios nue­
vos con calles rectas y regulares y con casas uniformes” (§18).
De esta manera, el rígido nombrar originario del Génesis
da lugar a la proliferación que constituye la vida del lenguaje
humano después de Babel. La angustia originaria ha queda­
do cancelada, sublimada en la tarea de construcción de un
mundo, de una cultura, de una y muchas lenguas. La consti-

[n°]
tución de lo social tiene como costo un extrañamiento, un
exilio del universo de las cosas, de su realidad enfática: “hu­
man kind cannot bear very much reality”34. Más precisamen­
te, la realidad pasa a estar presidida por la posibilidad: la
referencia a lo real dependerá de la inserción de dicha refe­
rencia en un espacio de posibilidades abierto por el sentido
lingüístico. El lenguaje normal supone un equilibrio entre re­
ferencia o denotación y sentido. Así, la oración “la nieve es
blanca” no nos pone en contacto directo con la cosa “nieve”
y su blancura, las cuales darían cuenta de su significado; por
el contrario, supone una interrupción del flujo “heraclitiano”
de diferencias que constituye el mundo, puesto que, desde el
punto de vista de este “todo fluye”, el objeto “nieve” y su
blancura, valga la redundancia, se disuelven continuamente.
Tal interrupción constituye, desde el punto de vista heracli­
tiano, una falsedad, que sólo puede ser compensada — como
lo hemos visto ya en el caso del animismo ilustrado, la esen­
cia lingüística de cuya dinámica ponemos ahora de relieve—
mediante la promesa de la cancelación del error por su inser­
ción en una totalidad significativa.
Pero la dinámica de la Ilustración, que hemos caracteriza­
do como inherente a los sistemas sociales y estrechamente
asociada al lenguaje, no admite, sabemos ya, la cristalización
de ningún significado; esta dinámica tiene, por otra parte, su
expresión en la diferenciación y especialización social. La ora­
ción “tengo un dolor aquí en el pecho” pretende hacer refe­
rencia a una realidad enfática. Pero su comprensión depen­
de crecientemente de instancias institucionales y de subcul-
turas de expertos, los cuales predeterminan qué dolores son
o no posibles, qué cuenta o no como “dolor aquí en el pe­
cho”. Asimismo, “siento miedo” supone un repertorio de si­
tuaciones posibles, aunque algunas de ellas no tengan base

[n i]
empírica: puedo sentir miedo de las ratas, o de los vecinos, o
de quedarme encerrado en el ascensor, o de contraer el SI­
DA, pero no de transformarme en cucaracha o de que el
mundo vaya a desaparecer en el próximo segundo, y hay to­
do un dispositivo de discursos especializados e instituciones
(policiales, psiquiátricos) encargados de llevar a la práctica es­
tas distinciones. De esta forma, sin embargo, el lenguaje se
aleja progresivamente de las fuentes originarias de la signifi­
cación, y el equilibrio entre sentido y denotación queda roto.
En el marco de esta ruptura, se dan dos intentos por re­
cuperar la capacidad originaria del lenguaje de significar. En
el plano de la poesía, se ha señalado que V ictor H ugo y
Goethe fueron probablemente los últimos poetas en consi­
derar que el lenguaje era aún suficiente para sus necesidades.
En adelante, y más allá de las diferencias que obviamente los
separan, poetas como Mallarmé, Rimbaud, Vicente Huido-
bro, César Vallejo, Rilke, Stephan George o Paul Celan, por
citar sólo algunos, transforman la poesía en un “sistema se-
miológico regresivo” (Barthes, 1980, p. 2 2 7 ); en la búsque­
da de una infrasignificación que devuelva al lenguaje gasta­
do su capacidad originaria de nombrar las cosas. A menudo,
y este es un rasgo saliente de la poesía contemporánea, esta
búsqueda supone el recurso a significantes vacíos, carentes
de denotación y susceptibles por tanto, como lo hemos in­
dicado más arriba, de adquirir el carácter de símbolos: pala­
bras depuradas de referente, más allá del consenso lingüísti­
co encarnado por el diccionario (“el cementerio”, decía Julio
Cortázar), neologismos e incluso el intento de buscar, en el
sonido mismo de las palabras o las letras, resonancias de la
lengua perdida.
A menudo se destaca, con intención edificante, la afinidad
entre poesía y ciencia. Habría que recordar esta afinidad tam­
bién cuando se trata de la desmesurada búsqueda de las fuen­
tes originarias de la significación. También la ciencia con­
temporánea, como la poesía (y al igual que ella, como reac­
ción quizás ante la pérdida de significado y la consiguiente in­
seguridad) pretende una plenitud imposible de significación.
De allí el horror experimentado por la conciencia científica
positiva (un buen ejemplo son las investigaciones actuales en
inteligencia artificial y ciencias cognitivas) hacia la polisemia
y la interpretación; de allí su intento por fundar el lenguaje en
un sustrato objetivo, intento que, dado que los “objetos” son
ya interpretaciones, constructos lingüísticos, no puede sino
remitir a un sustrato formado — recordemos la distinción con
que iniciamos este capítulo— no ya de objetos mundanos, si­
no de cosas. Sólo una delgada capa de cientificidad separa al
positivismo científico de las especulaciones gnósticas o caba­
lísticas sobre la lengua anterior a Babel: en ambos casos hay
exceso, pero también un componente heroico y trágico. En
cualquier caso, poesía y ciencia comparten el destino de des­
garramiento de la conciencia ilustrada contemporánea.

32 Digamos que la idea de una lengua de este tipo (un Ur-Spmche, una
lengua originaria, universal), sea como mito o como hipótesis trascenden­
tal, tiene una venerable historia dentro de nuestra cultura, desde la gnosis
y la mística judía (uno de los ejes de esta última, en efecto, es la pregunta
por la relación entre el lenguaje y las cosas), hasta pensadores contempo­
ráneos como Walter Benjamín, pasando por Descartes y Leibniz; buena
parte de la poesía moderna, partiendo de Mallarmé, se puede entender en
relación a esta idea. Ver para esto: George Steiner, After Babel, capítulos II
y III; Umberto Eco, 1994, La búsqueda de la lengua perfecta, Barcelona,
Crítica Grijalbo-Mondadori.
33 Ferdinand de Saussure, Cours de Linguistique General, cap. IV, § 2.
Citado por Ducrot y Todorov, p. 317.
34 T. S. Elliot, “Burnt Norton”, I, 42-43, Four Quartets.
11. Tecnología y creatividad

E l l e n g u a je , como enseñan las tradiciones teóricas que


constituyen nuestro punto de partida, define los límites del
mundo y establece una clausura entre el sistema social y el en­
torno. La técnica, sin embargo, constituye también un lími­
te, una suerte de interfaz entre el sistema social y su entorno,
a través de la cual se realizan intercambios materiales y ener­
géticos con el medio ambiente. No obstante, en principio es­
ta interfaz no opera en el medio del lenguaje; a través de ella,
por el contrario, se abaten directamente sobre la sociedad las
energías creativas y opacas de la naturaleza. Sin pretender for­
zar esta comparación, podríamos decir que, si el lenguaje
constituye el órgano de la visión de la sociedad, la técnica es
su piel, su superficie de contacto, sensible pero ciega, con la
alteridad del universo.
La tekné (usaremos el término griego para referirnos a la
técnica tomada en un sentido primordial), establece una suer­
te de relación ilícita con la naturaleza, una relación no me­
diada por el logos, no iluminada por su fuente de luz: una
relación en las sombras. Esta es la clave de la sospecha que
pende sobre ella en nuestra cultura, desde los griegos hasta la
crítica culturalista de la tecnociencia de hoy. “He aquí de qué
manera hay que conducirse respecto al conjunto de los arte­
sanos”, prescribe Platón en Las Leyes: “En primer lugar, no
hay que tolerar que trabaje en oficios de artesano ningún ciu­
dadano residente en el país, como tampoco ningún servidor
suyo” (VIII, 846 d). Esta distinción tajante entre ciudadano
y artesano no es sino la prolongación de la expulsión de “la
tribu de los miméticos” de la ciudad filosófica ideal en el Li­
bro X de La República (5 9 5 -6 0 8 ): la mimesis, en efecto, es
precisamente la capacidad de establecer una relación con las
cosas en base a su apariencia, sin pasar por su inscripción lin­
güística en el cielo de las ideas, y esta capacidad es la base de
la afinidad profunda que los griegos disciernen entre arte y
técnica, hasta el punto de utilizar para ambos el término tek-
né. Observemos que esta relación prelógica con las cosas sin­
gulariza también al mito: de esta manera, el paso del mito al
logos que caracteriza a la Ilustración griega tiene un paralelo
en el desplazamiento de la tekné en provecho de la teoría
(Medina, 1985).
Un ejemplo puede clarificar el significado de la relación ilí­
cita /^«¿-naturaleza. El artesano que produce un objeto,
digamos una silla de madera, no puede ignorar las compleji­
dades del trozo singular de madera sobre el cual está traba­
jando. Debe necesariamente navegar en medio de estas com­
plejidades, pero no tiene un modelo científico, carece de una
teoría respecto al material en cuestión. La silla resultante será
un híbrido: no el resultado de la acción deliberada en estado
puro, sino de una suerte de acoplamiento funcional entre la
acción contextualizada en el mundo y la naturaleza, entre ma­
teria y forma, para utilizar la distinción aristotélica.
La técnica moderna, la tecnología, actúa de manera muy
diferente. La madera es típicamente reducida a astillas, y lue­
go prensada en formas geométricas predefinidas. O los mue­
bles se fabrican de material plástico, en cuyo caso se pone en
práctica una teoría química bien determinada. <Qué tiene que
ver entonces la tecnología con la tekné) Si consideramos so­
lamente la labor de los individuos o los procesos productivos
aislados, la respuesta es obviamente: nada. Pero la interpreta­
ción en términos de teoría de sistemas en la cual nos estamos
moviendo permite percibir una afinidad global. En efecto, si
ampliamos nuestra mirada para abarcar el sistema tecnológi­
co en su totalidad, podemos darnos cuenta que el mismo
efecto de borde, de frontera, que ilustrábamos con el ejem­
plo del artesano mueblista, permanece aún. El acoplamiento
funcional aún permanece, sólo que ahora en una escala sisté-
mica global, de espaldas a los productores individuales. El sis­
tema tecnológico en su globalidad, heredero en gran escala
de la tekné artesanal, sigue constituyendo una interfaz entre
la sociedad y la naturaleza35.
Los bordes no pueden ser explicados en términos de aque­
llo que contienen, como ya lo hemos argumentado en rela­
ción a los juegos. De modo que, por más esfuerzos que se
efectúen por racionalizarla, la técnica sigue siendo de alguna
manera magia, una práctica con la cual sin duda estuvo aso­
ciada en sus orígenes. Por tanto, debe hasta cierto punto per­
manecer opaca y enigmática ante la racionalidad. Esta es la
fuente profunda de la incertidumbre que es inseparable de la
técnica, y que experimentamos hoy de modo masivo como
riesgo tecnológico.
La tecnología está habitada por una profunda paradoja. Se
ve forzada a transmitir al interior de la sociedad las mismas
obscuras fuerzas de la naturaleza que promete someter, po­
ner bajo control. El conocido dictum baconiano, según el
cual la sumisión a la naturaleza es la condición de su domi­
nación (“no se somete a la naturaleza más que obedeciéndo­
la”, Novum Organum), establece la agenda para la domina­
ción al por mayor de la naturaleza que caracteriza a la tecno­
logía. Pero hay aquí en acción una poderosa dialéctica: mien­
tras más nos afanamos por desprendernos de la naturaleza
más nos sumimos en ella — en la ciénaga primordial— con
toda nuestra parafernalia tecnológica, de modo que el clímax
de la dominación es también el clímax de la sumisión. Este
clímax, con todas sus consecuencias inquietantes — la natura­
leza externa o interna (la corporalidad) que “devuelve los
golpes” bajo la forma de macro o micro-catástrofes36— es lo
que quizás estamos empezando ya a presenciar.
La tecnología, más específicamente, constituye un esfuer­
zo titánico por poner bajo control las fuerzas obscuras que la
técnica canaliza en el interior de la sociedad; por traducir el
lenguaje radicalmente incomprensible, inaudito, de las cosas
mismas, al lenguaje humano, al lojjos. En su centro — en su
esencia “que no es nada técnico” (Heidegger)— se hallan no­
ciones como control y seguridad, las cuales constituyen el
motor inmóvil que impulsa sostenidamente la empresa tec­
nocientífica de Occidente en vías de planetarización; un mo­
tor tanto más eficiente en la medida en que, como hemos vis­
to al pasar revista al escenario ecologista, la misma rebelión
contra la dominación tecnológica a menudo se hace invocan­
do su nombre, en pos de la ilusión de un mundo seguro.
El impulso a la seguridad y al control ligan inseparable­
mente antropocentrismo y promoción de la tecnociencia. Pe­
ro de inicio hay algo que escapa al afán de ponerlo todo ba­
jo control, y es precisamente ese mismo afán, ese ciego im­
pulso. El paradigma cultural tecnocientífico se constituye a
partir de un ocultamiento de su propia condición de posibi­
lidad, de su propio sentido, el cual queda ubicado en su pun­
to ciego. Este ocultamiento de primer orden se compone con
uno de orden superior, característico del racionalismo ilus­
trado que no reconoce límites y niega incluso que algo así co­
mo un punto ciego pudiera existir. Pero entonces, desde la
sombra, este impulso rige de modo despótico, como un dios
oculto. ¿Qué significa, en efecto, la “muerte de dios” anun­
ciada por Nietzsche? ¿Ha muerto realmente dios en el mun­
do ilustrado, o sólo se ha eclipsado? En la medida en que en­
tendemos por “dios”, no el “ser supremo” de la metafísica ni
la “persona” de la religión antropocéntrica, sino más bien el
conjunto de significados irrebasables que se encuentra en la
base de toda formación histórico-cultural, tendemos a pensar
más bien lo segundo. Los ritos, la misma teología, el culto,
son menos un homenaje que intentos de encerrar a dios bajo
las cuatro paredes de un templo y ponerlo en observación, de
establecer con él un trato formal y distante, de traducir su
lenguaje a la escala humana. En la medida en que estos pro­
tocolos faltan ya en nuestra cultura, es posible pensar que es­
tamos bajo el dominio de un dios bárbaro y déspota, un deus
absconditus cuyos poderes no atemperados por el tamiz de la
cultura se expresan en las desmedidas exigencias de normali­
zación que la sociedad tecnológica impone a los individuos.
La característica principal de la naturaleza es su esponta­
neidad, sus poderes creativos, poiéticos37. La tecnología, aun
bajo la gruesa costra del logos, conserva y reproduce este ca­
rácter poiético. Como se ha observado con frecuencia, no es
un medio para ser aplicado a fines predefinidos: no provée so­
luciones para problemas preexistentes, sino que crea tanto el
problema como la solución. Esta caracterización se corres­
ponde bien con la experiencia cotidiana del cambio tecnoló­
gico. El impacto de tecnologías revolucionarias, como el fe­
rrocarril o el ordenador electrónico, no puede en absoluto ser
reducido a la satisfacción de necesidades pre-existentes. En el
caso del ferrocarril, sería muy discutible afirmar la existencia
de una demanda significativa de medios de transporte más rá­
pidos, con anterioridad a que tal capacidad se hiciera efecti­
vamente disponible bajo la forma del tren. Y toda la cultura
del viaje moderno fue creada por la industria del ferrocarril,
incluyendo elementos tales como las revistas ilustradas de via­
jes, que de ninguna manera podrían haber estado incluidas en
las proyecciones de los inventores de este medio de transpor­
te. Lo mismo puede decirse del ordenador, en relación por
ejemplo a la manera como dio origen a la banca de consumo
a nivel global. Como en el caso de las revoluciones científicas,
las innovaciones tecnológicas abren nuevos mundos, nuevos
campos de significaciones y prácticas, inconmensurables en
relación a los existentes con anterioridad.
En el lenguaje de la economía, se podría afirmar que las
externalidades son inherentes a la innovación tecnológica:
nunca pueden ser reducidas íntegramente al cálculo in-
traeconómico. El futuro no puede ser contabilizado en una
sociedad tecnológica. Por otra parte, es un hecho que las ac­
tividades de innovación tecnológica son presididas de modo
creciente, no por la racionalidad científica o económica, sino
por criterios de diseño y marketing. Se manifiesta así, dentro
de los límites de la experiencia cotidiana, una afinidad esen­
cial entre arte y técnica, sobre la cual volveremos, que el ra­
cionalismo de nuestra cultura suele ignorar.

35 Por cierto, se podría objetar esta caracterización de la técnica como


interfaz, puesto que la mayor parte de los artefactos técnicos de uso coti­
diano tienen que ver más bien con intercambios materiales, energéticos o
informacionales en el interior del sistema social (el automóvil, el teléfono,
el ordenador). No obstante, por debajo de esta “superestructura” técnica
hay siempre una infraestructura (el motor del automóvil, la fuente de po­
der del ordenador y el teléfono, etc.). Es al nivel de esta infraestructura
donde se cumple el carácter de interfaz.
36 Es sobre todo a través de estas micro-catástrofes (depresión, fatiga,
todo el cúmulo de males psicosomáticos que caen como una plaga sobre el
mundo moderno) como la dialéctica sumisión/dominación se experimen­
ta en la vida cotidiana.
37 El término griego poiesis, que empleamos aquí, tiene el sentido de
conducir-hacia: de un pro-ducir. La poiesis es productividad, creatividad ra­
dical, asociada tanto a la naturaleza (physis) como a la técnica y al arte (tek-
né).
12. El sueño de la máquina blanda

L a t e c n o l o g ía se caracteriza por el intento de domesticar las


fuerzas obscuras cuyo exponente es la técnica, articulándolas
en el lenguaje. Para lograrlo, el lenguaje — la forma a través
de la cual los sistemas sociales preservan su autonomía, su di­
ferencia respecto al entorno— ha de desdoblarse recursiva-
mente en distinciones cada vez más precisas y especializadas,
explicitando las virtualidades que constituían su capital se­
mántico, en un proceso de iluminación, de inscripción pro­
gresiva de lo heterónomo en el medio del lenguaje cuyo re­
sultado paradójico, más allá de cierto umbral, es una pérdi­
da de significado por saturación, por exceso.
El lenguaje es el conjuro ante la catástrofe, el intento por
integrar lo sin sentido, portador sin embargo del cambio y la
destrucción radical, a una red de significaciones. El “acto de
lenguaje” instantáneo (por ejemplo, dar un nombre, enunciar
una propiedad: “la nieve es blanca” ) en el cual se enfrenta
poiéticamente — poéticamente— al universo y se establece
una distinción lingüística, actualizando un significado poten­
cial, constituye una suerte de microcatástrofe, una reposición
a escala microscópica de la escena fundacional de la cultura,
el big-bang semántico primal. Pero más allá de estos eventos
de duración instantánea, cuya misma instantaneidad los sitúa
al borde de la temporalidad histórica, los elementos lingüís­
ticos aislados han de carecer por sí mismos de significado: han
de ser absorbidos, como lo sabemos ya, por campos “saussu-
rianos” de diferencias, cuyos elementos quedan definidos, ne­
gativamente, tan sólo por su posición diferencial con respec­
to a los demás elementos del mismo campo; así, el sentido de
la oración “la nieve es blanca” queda dado por la negación de
la serie {“la nieve es azul”, “la nieve es roja” ... etc.}.
Sobre esta expresión puramente relacional y formal del
sentido está, lo sabemos también, la garantía animista del
significado. No obstante, la dinámica autófaga de la Ilustra­
ción, inherente al propio lenguaje, corroe sin cesar esta ga­
rantía, reconociendo en ella el estigma, la culpa original de
lo heterónomo; hasta que el animus se retira definitivamen­
te del mundo, y el lenguaje queda reducido a pura informa­
ción. La información consuma y agota la pasión ilustrada por
la autonomía: a fuerza de querer ser sólo lenguaje, es len­
guaje des-animado, código limitado a una mera combina­
toria de signos ciegos, incapaz por tanto de enfrentar al
universo bajo la forma del significado. En adelante, el signi­
ficado sólo puede hacerse presente bajo la forma del sin sen­
tido, la catástrofe.
De esta manera, como resultado de una puísión por el sig­
nificado que lo agota en el mismo proceso de instaurarlo, es
posible comprender de modo global el formalismo creciente
de la tecnociencia moderna, desde sus orígenes en adelante.
Asimismo, es posible explicar el rol hegemónico de la tecno­
logía de los ordenadores y del concepto de información en
todos los ámbitos del hacer tecnocientífico en la sociedad
contemporánea. Los ordenadores, en efecto, son aproxima­
ciones a una “máquina universal” (la llamada “máquina de
Turing” ) capaz de emular en principio a cualquier otro me­
canismo. La máquina de Turing, y el ordenador que se le
aproxima, encarna el ideal tecnológico: la sustitución de cual­
quier máquina por una combinación de hardware y softwa­
re, de lo material y lo lógico-lingüístico, que maximiza lo se­
gundo en detrimento de lo primero. El ordenador es ideal­
mente una máquina blanda, cuya heterónoma “ferretería” (es
el significado literal de hardware) ha quedado disuelta sin res­
to en el lenguaje.
No obstante, la realización de este ideal — un ideal enrai­
zado en imperativos de autoconservación del sistema social—
por medio de los ordenadores y las tecnologías de la infor­
mación, pone de relieve los límites que le son inherentes. Co­
mo veremos, el ordenador, la máquina de Turing misma,
continúan siendo máquinas: su materialidad remanente es en­
tonces el residuo material, la alteridad radical que ninguna
tecnología podrá ya reducir. De la misma manera, el intento
de reducir íntegramente el lenguaje a información, caracte­
rístico tanto de las llamadas “ciencias cognitivas” como de las
investigaciones en inteligencia artificial, destruye el frágil
equilibrio entre significado y referencia sobre el cual se sus­
tenta el lenguaje y pone de manifiesto la alteridad que se en­
cuentra en su misma base.
El formalismo de la ciencia moderna rompe crecientemen­
te todo vínculo con la intuición o el sentido común, y a la vez
disuelve de modo implacable el animismo residual que supo­
ne cualquier atribución de un significado intrínseco a los sím­
bolos38 mediante los cuales se modela científicamente la reali­
dad. En adelante, las teorías científicas pasan a constituir lo que
se denomina “sistemas formales axiomatizados e interpreta­
dos”, caracterizados por un grupo de axiomas y /o definicio­
nes que especifican las propiedades de los símbolos elementa­
les, más un conjunto de reglas de inferencia — las reglas sin­
tácticas del sistema formal— que permiten derivar enunciados,
fórmulas compuestas. El significado de la teoría — su conte­
nido semántico— depende, no de su relación orgánica con un
dominio de objetos y relaciones pertenecientes al mundo, si­
no de la posibilidad de interpretar convencionalmente sus
axiomas y definiciones en términos de ciertos aspectos rele­
vantes del comportamiento del dominio en cuestión. Las
reglas sintácticas debieran asegurar que las inferencias sean ver­
daderas: de esta manera, el significado de los axiomas y defini­
ciones se propaga automáticamente hacia las fórmulas, que
constituyen teoremas del sistema formal. Si cuidas la sintaxis,
la semántica se cuidará sola, es el lema de los formalistas.
El formalismo incide en el surgimiento de la tecnología.
En efecto, mientras los supuestos animistas garantizaron el
significado intrínseco de las teorías, no hubo incentivos ni po­
sibilidades para que la orientación operacional que caracteri­
za a la tecnociencia contemporánea se impusiera; la opera-
cionalización supone que la pulsión iluminista se concentra
en el detalle minucioso, no en la explicación teórica global.
La teoría en su sentido tradicional, y las prácticas técnicas ar­
tesanales, coexisten en cambio sin interferirse, concentradas
respectivamente en la explicación del mundo y en la produc­
ción de artefactos.
Pero la descomposición del animismo dirige la pulsión ilu­
minista hacia los procedimientos, las prácticas de la vida coti­
diana. La teoría se hace eficiente, la práctica se formaliza. Por
otra parte, los sistemas formales interpretados, expresión
post-animista, como hemos visto, de las teorías científicas, se
prestan particularmente para la sustitución de lo técnico por
lo lógico-lingüístico que caracteriza a la tecnología.
Una consideración más detallada de la estructura de los ar­
tefactos técnicos debiera servir de base para entender esta úl­
tima afirmación. Estos artefactos — y aquí nos referimos no
sólo a los mecanismos, sino también a las “megamáquinas”
(Lewis Mumford), las organizaciones humanas— constituyen
en principio, como lo hemos hecho ver ya, interfaces no-lin­
güísticas entre el sistema social y su entorno. Observados más
de cerca, se caracterizan por un medio ambiente externo (el
entorno del sistema social), un medio ambiente interno, que
corresponde a la materia y organización del artefacto mismo,
y una interfaz, un borde entre ambos. El imperativo tecno­
lógico puede ser entendido entonces como la tendencia a la
reducción del medio ambiente interno, a su substitución por
procedimientos lingüísticos formales (software). Como dice
Herbert Simón (premio Nobel y uno de los padres fundado­
res de las investigaciones de inteligencia artificial) en su pro­
puesta de una “ciencia del diseño” (equivalente a nuestra tec­
nología):

“Un artefacto puede ser pensado como un punto de encuentro —en


términos actuales, una ‘interfaz’— entre un medio ambiente
‘interno’ ... y un medio ambiente ‘externo’... En el mejor de los
mundos posibles... podríamos aspirar a caracterizar las propiedades
fundamentales del sistema y su comportamiento sin elaborar los de­
talles ni del medio ambiente externo ni del interno. Podríamos as­
pirar a una ciencia de lo artificial que dependería de la simplicidad
relativa de la interfaz como su fuente primaria de abstracción y ge­
neralidad... Las propiedades peculiares del artefacto residen en la
delgada interfaz entre las leyes naturales al interior y las leyes natu­
rales al exterior” (Simón, 1981, pp. 9, 12, 131).

La blancura de la piel de un oso polar, el funcionamiento


de un sistema reloj construido de tal manera que resista los
vaivenes de un barco sin perder su exactitud, son ejemplos
aportados por Simón para explicar en que consiste este “me­
jor de los mundos posibles” tecnológico. En efecto, el color
de la piel del oso se puede explicar por la sola observación del
medio ambiente exterior más la introducción de algún su­
puesto adicional sobre las ventajas evolutivas de la adaptación,
al margen de cual sea realmente la constitución biológica del
oso, su medio ambiente interno. Para estos efectos, el oso pa­
sa a ser una suerte de “caja negra” (más bien blanca, en este
caso), sin importar si su interior alberga visceras o microcir-
cuitos. Recíprocamente, el reloj construido para soportar el
vaivén es por definición un sistema aislado de las perturba­
ciones del medio exterior: dentro de cierto rango, funciona­
ría igual en un barco que en un avión.
Ahora bien, como el propio Simón lo indica (pp. 193-
2 2 9 ), las estructuras organizativas “jerárquicas” constituyen
buenas aproximaciones a este mundo tecnológico ideal, con­
dición suficiente para, sino optimizar, al menos cumplir satis­
factoriamente la reducción tecnológica del ambiente interno
deseada por la ciencia del diseño. Por estas estructuras se en­
tiende sistemas compuestos de subsistemas interrelacionados,
cada uno de los cuales es a su vez una jerarquía, hasta que se
llega a un nivel elemental, de componentes básicos que no
son a su vez analizables jerárquicamente. Ahora bien, lo re­
levante de este tipo de estructuras para la reducción tecno­
lógica del ambiente interno que nos ocupa es que, dentro de
ciertos límites, por lo general muy amplios, cada nivel jerár­
quico observa a sus subordinados inmediatos bajo una ópti­
ca exclusivamente funcional, más allá de la cual no son para
el observador sino “cajas negras” .
Un ejemplo, pertinente además para nuestra reflexión so­
bre la tecnología, es la organización. Una organización es un
sistema jerárquico, en el cual cada nivel enuncia ciertas espe­
cificaciones funcionales, que deben ser decodificadas y ejecu­
tadas por los niveles inferiores; ahora bien, dentro de ciertos
márgenes, los procedimientos específicos que puede utilizar ca­
da nivel para cumplir su función — si se emplean lápices o cal­
culadoras, bueyes o tractores— son irrelevantes para los nive­
les superiores. A lo más, los interiores de estas cajas negras se
transparentan hacia los niveles jerárquicos superiores de mane­
ra negativa, como impedimentos: así, la sección de contabili­
dad de una empresa puede convertirse en un “cuello de bote­
lla” que entorpece las funciones globales de la organización:
sólo entonces la gerencia general percibirá que ha llegado el
momento de sustituir con calculadoras los papeles y los lápices.
Esta independencia del medio interno en el cual están
realizados proporciona a los sistemas jerárquicos una versatili­
dad y resistencia que es la clave de la tendencia de los artefac­
tos (y quizás también de los sistemas naturales y biológicos)
a adoptar dicha estructura. Cada nivel de un sistema jerárqui­
co puede ser entendido como el producto de un aprendizaje,
de una sedimentación evolutiva cuyos resultados pueden ser
conservados y transmitidos sin variaciones regresivas. Asimis­
mo, un sistema jerárquico minimiza su dependencia de los
subsistemas que lo conforman y maximiza su tolerancia ante
las fallas: en general, el sistema puede seguir funcionando en
ausencia de alguno de sus módulos con un mínimo de degra­
dación en su performance global. Y en ausencia de los mate­
riales con los cuales se implementa una determinada función,
es posible introducir substitutos sin que el sistema global re­
sienta el cambio: la escasez de bueyes en una temporada pue­
de ser suplida con tractores.
Ahora bien, esta óptica funcional a través de la cual cada
subsistema observa a sus subordinados y hace posible la in­
dependencia del medio interno, es un caso particular de “di-
gitalización” . Los procedimientos digitales permiten, en efec­
to, traducir un conjunto de variaciones continuas de un
medio — en este caso, el medio interno del artefacto— en
términos de un repertorio finito, “discreto” ( “discreto” se
contrapone aquí a “continuo” ) de posibilidades. Así, las in­
finitas variaciones que se dan en la sección de contabilidad,
que comprenden desde la composición química del papel y el
tamaño de las mesas, hasta el cambiante estado de ánimo de
los funcionarios y la longitud de los lápices, pueden ser igno­
radas, o más bien traducidas en términos discretos como
cumplimiento o incumplimiento de la función asignada a esa
sección en el conjunto de la organización.
El caso de los circuitos electrónicos binarios, en los cua­
les la variación continua de una magnitud eléctrica es dividi­
da en dos rangos, interpretados respectivamente como “ 1”
y “0 ”, “Sí” y “N o”, o cualquier otro par de símbolos, es uno
de los más conocidos ejemplos de digitalización. Pero el pro­
totipo de los sistemas digitales es el lenguaje, y más específi­
camente, la escritura alfabética. La escritura, dentro de un
amplio rango, es independiente de su medio interno: un tex­
to sigue siendo el mismo se escriba en distintos tipos de letra,
o se trace en papel, o se esculpa en piedra o en neón (pero no
por ejemplo en humo, más allá de un breve intervalo de tiem­
po); de paso, esta tolerancia ante el medio es seguramente la
clave del predominio de la escritura sobre la comunicación
oral en las sociedades modernas. Observemos también que en
los sistemas formales interpretados los símbolos llevan a la
práctica el mismo principio: constituyen una suerte de alfa­
beto de las ideas. Los sistemas formales interpretados son óp­
timos desde un punto de vista funcional: su significado no de­
pende del soporte material en el cual esté inscrito el símbolo,
sino solamente de la interpretación proporcionada por un ob­
servador situado en un nivel jerárquico superior.
El imperativo tecnológico de reducción del ambiente in­
terno de los artefactos técnicos nos ha llevado, pasando por
las estructuras jerárquicas, a la digitalización: por esta vía, los
dispositivos técnicos se lingüistizan. La evolución a lo largo
de la cual se opera la reducción del medio interno de los ar­
tefactos técnicos no es sino la progresiva puesta en juego de
recursos simbólicos, lingüísticos: la tecnología, como lo he­
mos venido sosteniendo, es efectivamente tecnología.
Los ordenadores son los sistemas que realizan de modo
más acabado el imperativo tecnológico. En ellos hay, por una
parte, una estructura jerárquica en la cual cada nivel decodi-
fica en instrucciones elementales las macro-instrucciones que
recibe del nivel inmediatamente superior, hasta llegar a un ni­
vel de instrucciones básico (el llamado “lenguaje de máqui­
na” ), único que se traduce directamente en operaciones de
los componentes electrónicos del sistema. Así, mediante esta
organización lingüística por capas concéntricas, el ordenador
maximiza la independencia del medio requerida por la tec­
nología. Dice Simón sobre el ordenador:

“Las únicas propiedades que se detectan en su comportamiento


(¡cuando están operando correctamente!) son sus propiedades
organizacionales... Un ordenador es una organización de compo­
nentes funcionales elementales en los cuales, con un alto grado de
aproximación, sólo la función realizada por dichos componentes es
relevante para el comportamiento del sistema global” (1981, p. 22).

El ordenador, por otra parte, es una máquina manipula­


dora de símbolos, que automatiza las transformaciones sim­
bólicas propias de los sistemas formales interpretados. Por es­
ta vía las teorías se tornan directamente operacionales. Ahora
bien: en esencia, el ordenador es una aproximación empírica
a una máquina ideal, la máquina de Turing (llamada así por
el matemático inglés Alan Turing, quien la diseñó inicial­
mente como un artificio para probar teoremas de la lógica
matemática). Una máquina de Turing consta simplemente de
una cinta de longitud indefinida, dividida en casillas en las
cuales es posible leer y grabar signos de un alfabeto finito, y
de un cabezal lector/grabador que puede estar en uno de dis­
tintos estados internos especificados con antelación, y que se
desplaza sobre la cinta. Lo que hace el cabezal en cada paso
queda totalmente determinado por dos factores: el signo que
lee en la casilla sobre la que se halla, y su estado interno en
ese momento. Estos dos factores determinan tres consecuen­
cias: qué signo escribir sobre la casilla en cuestión; qué casilla
explorar a continuación (la misma, la de la derecha o la de la
izquierda); qué modificación de estado experimentar (Hau-
geland, 1988, pp. 126-132).
Los signos grabados en la cinta incluyen no sólo datos so­
bre los cuales la máquina de Turing debe operar, sino las ins­
trucciones, el programa que la máquina debe ejecutar. Y es
posible mostrar, como Turing lo hizo, que cualquier artefac­
to digital (y, dada la tendencia tecnológica a la digitalización
señalada más arriba, en definitiva cualquier artefacto) puede
ser simulado mediante un dispositivo tan simple como éste.
La máquina de Turing es una máquina universal que, tal co­
mo lo anunciamos más arriba, minimiza el hardware, la fe­
rretería, en provecho de la parte blanda, las instrucciones de
su programa.
Precisemos sin embargo qué se entiende por la simulación
de un artefacto mediante un ordenador. El vuelo de un avión,
el comportamiento de una represa ante diversas condiciones
ambientales, por poner sólo dos ejemplos, pueden ser simu­
lados mediante programas, modelos matemáticos en un or­
denador, y estas simulaciones son habituales en la práctica
contemporánea del diseño y la ingeniería. Pero por más si­
mulaciones que se hagan, finalmente para volar o para pro­
ducir energía eléctrica se necesitan aviones y represas reales,
hechas de metal, de cemento. La ferretería no es prescindible.
Y en efecto no lo es. Pero la simulación modifica su sta­
tus dentro del complejo tecnológico. Los modelos de si­
mulación tienden a abandonar el laboratorio de diseño y a
asumir directamente funciones de control en el interior de los
artefactos. El caso del avión es claro. En los sistemas de di­
rección de las aeronaves de última generación (por ejemplo,
los sistemas que mueven los alerones en las alas) los disposi­
tivos meramente mecánicos o hidráulicos tienden a ser rem­
plazados por controles automatizados, dirigidos por progra­
mas residentes en los ordenadores de a bordo.
El termostato es otro caso ilustrativo. Los termostatos tra­
dicionales están construidos en base a una termocupla: dos
placas de metales diferentes unidas paralelamente, de modo
que conforman una sola unidad. Ante los cambios de tempe­
ratura, cada placa experimentará una dilatación diferente, de
manera que el conjunto formado por la termocupla se curva­
rá. Esta propiedad, que define al ambiente interno del ter­
mostato como artefacto, puede ser utilizada, por ejemplo, pa­
ra interrumpir el flujo de corriente a través de un circuito y
regular así un sistema de calefacción.
El termostato diseñado tecnológicamente opera de una
manera distinta. Un sensor (por ejemplo, un elemento pi-
zzo-eléctrico, que transforma el calor en impulsos eléctricos)
tomará lecturas de la temperatura del entorno y las enviará a
la unidad de control del termostato. Y no habrá acción algu­
na hasta que esta unidad no determine, mediante una ins­
trucción de comparación que un programador humano, te­
niendo en vista el modelo formal de la situación, habrá
incluido explícitamente en su programa que las lecturas co­
rrespondientes se aproximan a valores críticos.
Estos ejemplos se pueden extender al resto de los artefac­
tos. En la era técnica, la misma causalidad natural operaba en
el medio externo y en el medio interno del artefacto, y se en­
cargaba directamente, cuando el artefacto estaba bien dise­
ñado, de controlar el acoplamiento entre ambos medios. En
la era tecnológica, en cambio, como hemos observado, el am­
biente interno ha sido minimizado, y el control de la tarea ha
sido disociado de su ejecución. La función de control tiende
a ser asignada a dispositivos lingüistizados, “inteligentes”: en
la misma medida, la ejecución de la tarea se transforma en
una función pasiva, “tonta” .
Esta disociación entre control y ejecución, regida por el
contenido cognitivo de las tareas en cuestión, es la forma más
precisa que adquiere el imperativo tecnológico en el mundo
contemporáneo. De este modo, lo específicamente técnico
del artefacto — su materialidad, las leyes causales que lo con­
forman— pasa, al menos tendencialmente, a ser mera resis­
tencia, obstinación: un desecho de materia inerte que, en
consecuencia, queda más allá de todo esfuerzo de ilumina­
ción y control mediante la cognición, y que se hace presente
sólo como irrupción de lo sin sentido, como catástrofe.
Esta materialidad irreductible lastra a la propia máquina
universal. Más allá de las formas específicas que pudiera asu­
mir su implementación — circuitos electrónicos, componen­
tes orgánicos, tubos acústicos (el propio Turing los utilizó pa­
ra construir un prototipo de ordenador a fines de los años
cuarenta)— , lo cierto es que hay una materialidad mínima de
los elementos, la cabeza lectora y la cinta que conforman la
máquina universal, de la cual no es posible prescindir: no es
posible sustituirlos a su vez, sin regresión al infinito, por otras
máquinas de Turing.
Por otra parte, la complejidad técnica que el diseño tec­
nológico reduce reaparece bajo la forma de complejidad del
software. Un programa de ordenador puede fácilmente llegar
a tener decenas de miles de líneas de instrucciones. Y más allá
de esta complejidad cuantitativa, hay límites inherentes a los
sistemas formales, y que se manifiestan en el software. En
efecto, las reglas de inferencia a través de las cuales se cons­
truyen enunciados en estos sistemas son en última instancia
reglas lógicas. Y las inferencias lógicas no pueden ser demos­
tradas (puesto que se necesitaría otra lógica, y así hasta el in­
finito): ellas mismas deben ser su propia demostración, su
consistencia se ha de mostrar en ellas mismas, se ha de impo­
ner al observador con la misma evidencia con que se impo­
ne la presencia de una cosa (y, de hecho la lógica, en el lími­
te entre el lenguaje y las cosas, como lo expone Wittgenstein
en el Tractatus Logico-Philosophicus, tiene algo de aquéllas).
Algo similar se puede concluir del Segundo Teorema de
Gódel. El célebre matemático húngaro Kurt Gódel demostró
que la consistencia de un sistema formal, por más que pueda
ser afirmada por un observador externo, no es demostrable
mediante los recursos simbólicos del propio sistema. ¿Es con­
sistente la máquina universal? Para demostrarlo habría que re­
currir a una máquina externa, más englobante. Pero toda má­
quina es una instancia de la máquina universal: en el fondo,
no hay sino una sola máquina (un sistema formal interpreta­
do automático), cuya consistencia no se puede asegurar (J. R.
Lucas, 1961).
Con la máquina blanda, el sueño ilustrado de escapar de
la órbita de las cosas por medio del lenguaje toca su límite:
aquel borde que separa, pero a la vez une inseparablemente
al lenguaje y las cosas. Mediante los mismos dispositivos di­
señados para contenerla — la lógica, los sistemas formales, la
información— la faz cósica del lenguaje se infiltra, se torna
ineludible.

38 Utilizamos aquí el concepto de símbolo no en el contexto de la dis­


tinción símbolo/alegoría, como lo hemos hecho en el resto de este traba­
jo, sino con la acepción simple de “signo”. Lo hacemos para ser coheren­
tes con la terminología que habitualmente se utiliza en estas discusiones.
13. Máquinas pensantes

En e l s o f t w a r e se plasman modelos, reconstrucciones teó­


ricas de aspectos del mundo.
Estas reconstrucciones extraen de su contexto determi­
nados elementos y relaciones consideradas relevantes, y en
principio no contienen más conocimiento sobre el mundo
que aquél que es programado explícitamente en ellos. Me­
diante un modelo matemático alimentado a un ordenador,
por ejemplo, es posible determinar las dosis óptimas en tér­
minos de contenido nutricional y de costos para la alimen­
tación de un criadero de animales. No obstante, para de­
terminados animales puede que ciertos alimentos resulten
perjudiciales, al margen de su valor nutricional o su dispo­
nibilidad a bajo costo. Esta restricción sobre los alimentos
posibles debe ser reconocida explícitamente por el progra­
mador del ordenador; de lo contrario, no será considerada
por el modelo. En cambio, sin necesidad de ser formulados
como reglas explícitas, éste y otros conocimientos relevan­
tes para la crianza de los animales en cuestión están incor­
porados al sentido común de cualquier trabajador experto
en el rubro.
¿Cuáles son los objetos y relaciones relevantes dentro de
un dominio? ¿Cómo es posible reconocerlos? Tal reconoci­
miento requiere de una experiencia holística del dominio en
cuestión, de un sentido común que se hace cuerpo en el
observador, y que difícilmente podría reducirse a su vez a un
conocimiento teórico de tipo objetivo (pues a su vez este co­
nocimiento se vería enfrentado a la elección de objetos y re­
laciones relevantes, y así hasta el infinito).
No obstante, ¿no será posible una teoría del sentido co­
mún? Sólo ella podría resolver, de una vez para siempre, la
incompletitud y arbitrariedad de los modelos teóricos que,
como hemos visto, constituyen el alma de los dispositivos tec­
nológicos. Ahora bien, las investigaciones actuales en inteli­
gencia artificial (IA) y en ciencias cognitivas se definen por
intentar reconstruir teóricamente el sentido común: de esta
manera, constituyen una experiencia crucial respecto a los lí­
mites y posibilidades del ideal tecnológico. La IA abre una
nueva posibilidad para la realización del sueño de la máquina
blanda: la máquina pensante.
Así, en efecto, una de las ramas de estas investigaciones, la
construcción de sistemas expertos, pretende transformar el
know-that, el “saber-qué” al cual recurren los expertos, en
know-how, un “saber-como” constituido por reglas explícitas.
Otra rama, la construcción de programas capaces de com ­
prender el lenguaje cotidiano, requiere de la explicitación del
trasfondo de sentido común sedimentado en el lenguaje, al
cual los seres humanos recurrimos constantemente sin nece­
sidad de aplicar reglas. Finalmente, el reconocimiento de ob­
jetos, necesario para producir robots que reproduzcan el
comportamiento humano, requiere, tal como lo hemos di­
cho, de una pre-comprensión de sentido común respecto a
qué cuenta como objeto en una situación determinada.
He aquí un ejemplo. Entramos en un bar y vemos a una
muchacha en la barra, sentada sobre un taburete. Uno de sus
pies balancea en precario equilibrio un zapato de tacón y sus
labios están pintados de rojo intenso. ¿El objeto incluye aquí
al zapato y al carmín? ¿Sin ellos seguiría siendo ella el mismo
objeto, o sería ya otro? Más en general, ¿es posible construir
un procedimiento formal, un programa de ordenador que
permitiera reconocer objetos al margen de todo contexto?
Habría por ejemplo que asignar a cada objeto un rótulo, co­
mo en el episodio de la pérdida de la memoria en Cien años
de soledad, o a la manera del código de barras que portan los
artículos en los supermercados. Pero aquí se plantea el pro­
blema nuevamente: ¿a qué se le pone rótulo? En el ejemplo
de la muchacha del bar, ¿basta con un único rótulo para ella,
sus tacones y su maquillaje? ¿O habría que asignarle un có­
digo al margen de cualquier atuendo? Pero en ese caso, ¿qué
es ella? Podría ser su piel, sus átomos, la sumatoria de sus
miembros, etc.
No parece posible responder a estas preguntas al margen
de una pre-comprensión del dominio en cuestión, pre-com-
prensión que supone, y en este caso bien explícitamente, una
experiencia de la corporalidad.
Así, el sentido común remite a la corporalidad. Pero la
corporalidad es la fuente de heteronomía más próxima y por
tanto más amenazante: a través del cuerpo, de sus pasiones y
pulsiones, somos cosa. Por ello la distancia, el tabú de la cor­
poralidad, constituye un elemento central en la empresa ilus­
trada de la cultura. Este tabú se prolonga en el imperativo
tecnológico y se completa en la IA: ésta se caracteriza, en
efecto, por el intento de completar la omisión del cuerpo y el
sentido común, consumando el conjuro lingüístico frente a la
amenaza de las cosas.
Como lo hemos advertido en varias ocasiones a lo largo de
este trabajo, mientras el animismo se mantuvo en pie, la au­
tonomía aparecía como ya realizada en la esfera global del
sentido del mundo. Su caída, combinada con la creciente dis­
ponibilidad de medios técnicos, desencadena en cambio un
impulso desmesurado a realizar el programa de la Ilustración:
el esfuerzo extensivo e intensivo por obtener autonomía fác-
tica que caracteriza a la tecnociencia contemporánea, hasta
llegar a la IA y las ciencias cognitivas.
Así, una vez soltados los lastres metafísicos, la racionalidad
tecnocientífica se lanza a corroer sin excepción ni descanso
todas las diferencias cualitativas (culturales, estamentales, de
género, etc.); extrae áreas crecientes de la experiencia coti­
diana no tematizada, las “normaliza” y hace conmensurables,
transformándolas en un “saber-qué” explícito, relativo y con­
testable sobre la base de nueva evidencia, y susceptible de ser
almacenado y difundido públicamente como información.
Con el concepto de “normalización” hacemos referencia a la
obra de Michel Foucault. La normalización es más que una
simple socialización en el interior de ciertas normas; alude a
la manera como el paradigma cultural tecnológico — a través
de formas eminentemente ilustradas como son las ciencias so­
ciales, la medicina, la pedagogía— se va capilarizando de ma­
nera progresiva a través del tejido social, creando cuerpos y
espíritus dóciles, y extrayendo energías de los mismos ele­
mentos (las anomalías) que se le enfrentan.
Este fenómeno va acompañado de una pérdida global de
la capacidad social de innovación. Esta afirmación puede re­
sultar sorprendente, puesto que nunca como hoy ha existido
una preocupación tan grande por fomentar la innovación, ni
una mayor avalancha de nuevos conocimientos científicos e
innovaciones tecnológicas. No obstante, se puede afirmar que
el abanico de prácticas y estrategias sociales de reducción de
la complejidad, de resolución de problemas y de supervivien-
cia está disminuyendo aceleradamente, como resultado de la
misma normalización esbozada más arriba. La instalación de
ordenadores tiene por lo general como consecuencia el rem­
plazo del trabajo de ciertos estamentos de expertos — por
ejemplo, los obreros especializados en tornería— desplazados
por las máquinas de control numérico controladas por orde­
nador. Los programas de ordenador constituyen en este ca­
so sistemas expertos, diseñados a partir de la pretensión de re­
ducir el “saber-como” del cual eran portadores los expertos
humanos en un conjunto de reglas explícitas, en información
(el “saber-qué” ).
Durante algún tiempo, ciertos escritores de ciencia ficción
y pensadores especularon con la idea de que la informatiza-
ción permitiría dotar a la parafernalia tecnológica, ahora in-
terconectada mediante redes, de un bucle de retroalimenta-
ción, y por tanto de una cierta capacidad de autoobservación
y autocorrección; de allí concluían que el “reino de la técni­
ca”, devenido autónomo de la cultura, estaría por atravesar el
umbral que lo transformaría en un sistema autónomo, auto-
poiético, capaz de autoconocimiento y autoconservación; en
suma, nos encontraríamos al borde de un salto evolutivo que,
para bien o para mal, nos conduciría hacia una “tecnoevolu-
ción” (Hottois, 1984).
No obstante, como la observación de lo que sucede con
los puestos de trabajo informatizados lo sugiere, y como se
puede entender también a partir de la tradición fenomenoló­
gico-hermenéutica o de la teoría de sistemas, no es la infor­
mación sino el pleno despliegue del lenguaje lo que permite
enfrentar la complejidad. La información en cambio es sub-
compleja; la proliferación de redes informatizadas y sistemas

[Mi]
expertos no conduce en sí misma a ninguna fase superior de
la evolución, sino a una reducción alarmante del pool de ha­
bilidades históricamente constituidas, muchas de las cuales se
habían mantenido al margen de la “normalización” hasta el
advenimiento de la informática39. En términos globales hay
una pérdida de la diversidad cognitiva, que la acumulación de
información en los bancos de datos no hace sino acentuar; a
la vez, como nunca antes nuestra sociedad — llamada tantas
veces “de la innovación”— se encuentra atada a su pasado re­
presentado en estos bancos de datos, cuya inercia da lugar a
una suerte de envejecimiento cognitivo global.
Un ejemplo saliente es el trabajo académico, que debiera
constituir una fuente primordial de creatividad intelectual.
No obstante, este trabajo es también una profesión, y el im­
perativo que la define crecientemente en cuanto tal es el de
continuidad, la pretensión — recordemos la ironía de Fou­
cault— de introducirse “sin ser advertido” en los “intersti­
cios” de un discurso. La labor de un investigador se inicia
con búsquedas en bancos de datos bibliográficos informati­
zados, lo cual garantiza que su trabajo quedará inscrito en
una suave concatenación de discursos, en un acerbo de saber
que la nueva investigación no modificará sino de modo in-
cremental. Por cierto, y es fundamental tomar nota de esto
para evitar interpretaciones nostálgicas o reaccionarias, este
procedimiento garantiza el carácter público de la discusión
científica, la posibilidad de rastrear las fuentes y contrastar los
argumentos y su fundamentación; es la clave del carácter
abierto del debate académico, en el cual, al menos en un sen­
tido ideal, rige el principio del mejor argumento.
Pero a la vez, con los bancos de datos bibliográficos al al­
cance de los dedos en cualquier lugar del mundo, todo el pe­
so de una tradición, de un discurso históricamente acumula­
do, gravita sobre el trabajo intelectual. El resultado es que es­
te trabajo se tiende a reducir al agregado de notas al pie a un
saber pre-existente; a menudo por lo demás, en los arcanos
de la biblioteca de Babel informatizada, el rastro de las op­
ciones de base, con frecuencia arriesgadas, conjeturales casi
siempre, que constituyen el humilde origen de los diversos
campos de saber se pierde, sepultado bajo el grueso sedi­
mento formado por la sucesión de interpretaciones ulteriores.
De esta manera, el saber se cosifica, se esclerotiza: son pocos
quienes aún están en condiciones de recordar, por ejemplo,
que la constitución de una disciplina tan decisiva como la ge­
nética contemporánea supone una mirada sobre el fenómeno
de la vida a través de los anteojos de la teoría de la informa­
ción: solamente entonces se hace posible interpretar la vida
— poderosa interpretación, sin duda— como un código a ser
descifrado. En cambio, hay legiones de investigadores, gene­
rosamente financiados, que no cuestionan este trasfondo de
obviedad: se limitan a operar dentro de él, y a saturar con sus
papers la literatura y los bancos de datos especializados.
La informatización provoca un empobrecimiento de los
recursos del lenguaje, a cambio de maximizar su capacidad de
control. Recordemos nuestra discusión sobre el orden y la
complejidad en el capítulo tercero: la complejidad, decíamos
citando a Atlan, es un orden del cual se desconoce el códi­
go. Así entonces, la substitución de la polisemia de lenguaje
por la certeza de las reglas explícitas contenidas en el softwa­
re de los ordenadores destruye complejidad. De la instalación
masiva de sistemas expertos, que sustituyen al polisémico y
complejo lenguaje ordinario como medio de coordinación de
la acción humana por las reglas explícitas contenidas en el
software de los ordenadores se sigue entonces una pérdida ge­
neralizada de know-how transmitido y acumulado cultural­
mente, un empobrecimiento y una esclerosis en las relaciones
sociales: la tecnocatástrofe por pérdida generalizada del sig­
nificado.
La pulsión por la autonomía, sabemos, erosiona de forma
continua los mismos significados lingüísticos en que tempo­
ralmente se plasma. Al convertir esta pulsión en una empre­
sa de búsqueda de certeza fáctica, las investigaciones en
inteligencia artificial llevan al extremo este dilema funda­
mental, y quedan atrapadas en él. El desarrollo de sistemas
expertos en sentido estricto, es decir, sistemas que pretenden
formalizar completamente el saber-cómo correspondiente a
un dominio de la práctica, no puede sino destruir la comple­
jidad asociada a dicho dominio. De esta manera, el desarro­
llo de estos sistemas ha quedado restringido a dominios muy
especializados (un ejemplo es la interpretación de datos de
prospecciones geológicas), en los^ cuales, por su misma espe-
cialización, la polisemia (la dependencia del contexto para la
interpretación de los datos) es mínima y, por consiguiente, lo
es también la complejidad a destruir. Tampoco la mecaniza­
ción del lenguaje natural ha avanzado más allá de ciertos
“dialectos” especializados; el reconocimiento automatizado
de objetos tampoco ha ido más allá.
Con el surgimiento del lenguaje, del mundo abierto por
él, se han erigido las barreras que impiden que el caos origi­
nario — “el abismo bostezante” 40— reintegre al hombre a su
indiferenciación. Pero los muros de contención son a la vez
cárcel; a partir de ese momento hay desgarro, alienación
ontológica (extrañamiento de la unidad primordial del uni­
verso), y de modo gradual también sujeto, representación,
discurso, cultura, a través de los cuales el hombre paradójica­
mente perfecciona la alienación, y a la vez intenta, en un im­
pulso que cabe denominar “retroprogresivo” 41, recuperar la
no-dualidad perdida, en una experiencia abismática que no
supone la anulación de la dualidad, sino más bien su exacer­
bación.
La tecnología participa de modo eminente de este impul­
so. Como dice Emmanuel Lévinas, el desarrollo de ésta es “el
efecto de este aligeramiento de la substancia humana, va­
ciándose de sus nocturnas pesanteces” (1 9 8 4 , p. 324). Por
otra parte, al menos en los inicios de las investigaciones en
IA, la formalización del lenguaje tendió a ser, no un objeti­
vo fáctico, sino más bien un telos, una suerte de ideal que se
sabe inalcanzable pero sirve como orientación regulativa a to­
do un programa de investigación. Alan Turing lo expresaba
de esta forma: la idea de explicar la mente en términos pura­
mente mecánicos debe tomarse tan sólo, afirmaba, “como un
relato tendente a producir una creencia” (Turing 1964, p.
25). Ahora bien, desde el punto de vista de la dinámica del
lenguaje nada hay que objetar a este telos-, no constituye una
perversión, como a veces — sea por nostalgia de un mundo
regido por tradiciones no racionalizadas, sea por exonerar de
responsabilidad a la Ilustración por sus excesos— se tiende a
creer, sino la expresión del desarrollo de dicha dinámica. La
tendencia a traducir en juicios explícitos los pre-juicios que se
mantenían ocultos en el trasfondo, a explicitar y formalizar,
todo ello en efecto forma parte de la dinámica autófaga de la
Ilustración, una dinámica que, según lo hemos establecido,
es sistémica y se aloja en la naturaleza misma del lenguaje.
Por cierto, con la disolución del animismo cae la barrera,
el tabú que preserva al ideal de ser realizado. Las ciencias cog-
nitivas, la inteligencia artificial, llevan al terreno el ideal ilus­
trado, y de esta manera lo agotan. El proyecto de formalizar
el sentido común equivale a la pretensión de formular una
suerte de alfabeto de las ideas, cuyos signos elementales han
de estar dotados, con independencia de todo contexto, de
significado en sí mismos: han de poseer entonces la solidez de
una cosa.
La idea de un tal alfabeto — una lengua perfecta— ha ron­
dado siempre por los márgenes de la modernidad: es el idio­
ma universal de John Wilkins, es la characteristica universalis
de Leibniz, imaginada como un álgebra de los pensamientos.
Este supone que “todo razonamiento humano se realiza por
medio de ciertos signos o caracteres”, y afirma:

“Meditando en profundidad sobre este tema, de pronto vi claro


que todos los pensamientos humanos podían resumirse completa­
mente en unos pocos pensamientos que deben considerarse como
primitivos. Si luego se le asignan caracteres a estos últimos, a par­
tir de aquí se pueden formar los caracteres de las nociones deriva­
das, de donde siempre es posible extraer sus requisitos y las nocio­
nes primitivas que las componen, es decir, las definiciones y los
valores y, por tanto, también sus modificaciones que se pueden de­
rivar de las definiciones. Una vez hecho esto, quien se sirva de los
caracteres así descritos a la hora de razonar y de escribir, o no co­
meterá nunca errores, o bien los reconocerá siempre por sí mismo,
ya sean suyos o de otros, mediante comprobaciones muy sim­
ples”42.

Pero habrá que esperar al siglo XX para que esta idea lle­
gue a ocupar el centro del escenario de la cultura. La tecno-
ciencia aparentemente se encuentra el margen de cualquier
especulación mística o metafísica; no obstante, está empeña­
da, en virtud de su propia dinámica, en la búsqueda de una
lengua originaria, anterior a Babel. Esta dinámica supone la
denuncia de la polisemia del lenguaje ordinario, de las ambi­
güedades y enigmas del sentido común y del cuerpo, en favor
de un lenguaje pleno de significado. Pero el lenguaje, pliegue
evolutivo en un universo de cosas ciegas, sólo puede apartar-
se de la fricción que éstas ejercen para ser reabsorbido más
decisivamente en ellas; sólo consigue ser con plenitud len­
guaje, lenguaje del Génesis, cuando se desploma sobre las co­
sas y se aniquila. La Cábala judía ofrece una imagen inquie­
tante de este ambigüo momento de plenitud lingüística,
cuando las palabras, por fin emancipadas de la servidumbre
del significado mundano, se tornen cosas: “como piedras
muertas en nuestras bocas”43.

39 Para un análisis de este fenómeno, denominado en inglés deskillin¿f,


en el contexto de una interpretación fenomenológica del quehacer de los
expertos: Hubert y Stuart Dreyfus, 1986, Mind over machine. The power of
human intuition and expertise in the era of the Computer, New York, The
Free Press, pp. 187-188.
40 La palabra “caos” viene del verbo griego “jaino”, que puede signi­
ficar abrirse la tierra, abrirse una herida, abrir la boca, bostezar. Ver para es­
to: Salvador Pániker, 1992, Filosofía y Mística, Barcelona, Anagrama. La
expresión “abismo bostezante” la hemos tomado prestada de allí (p. 24).
41 Idem, p. 21: “El empuje que nos devuelve al origen por la vía del
lenguaje crítico es el empuje retroprogresivo”. Pániker cita a T. S. Elliot
(Four Quartets): “And the end of all our exploring/ Will be to arrive whe-
re we started/ And know the place for the first time” (p. 106).
42 De scientia universali seu calculo philosophico. Citado por Umberto
Eco, 1994, p. 237.
43 Citado por George Steiner, 1992, p. 499.
14. La omisión de Alan Turing

L a b io g r a fía del matemático inglés Alan Turing, padre fun­


dador de las investigaciones en inteligencia artificial, consti­
tuye una asombrosa prefiguración de las catástrofes interiores
desencadenadas por la normalización tecnológica.
Edmund Husserl (1 8 5 9 -1 9 3 8 ), al abordar en sus últimos
años lo que llamó “la crisis de las ciencias europeas”, situó su
origen en una “omisión nefasta” que atribuyó a Galileo, el
padre de las ciencias teóricas modernas. Es posible entender
esta omisión como el resultado de la adopción de la mate­
mática, de la geometría, como una suerte de lenguaje ideal,
olvidando que el cálculo tiene su origen y fundamento en el
mundo de las prácticas sociales, y más precisamente en las téc­
nicas de agrimensura.
Por cierto, no es justo dejarle toda la responsabilidad a
Galileo, ni Husserl lo pretendía. Ya Platón, Aristóteles y toda
la tradición metafísica posterior se habían encargado de ten­
der un tupido velo ante el origen de las ciencias teóricas,
cuyas raíces se hunden en el suelo opaco de las technai tradi­
cionales. Galileo, a pesar del quiebro que su nueva ciencia re­
presentó en relación a la cosmología antigua y medieval, si­
guió operando dentro de dicha tradición, particularmente en
su vertiente platónica, y eso es lo que en definitiva, a partir de
Husserl, es posible reprocharle.
La crisis que afligía a Husserl no afectaba tanto a las prác­
ticas científicas concretas, sino a su interpretación filosófica.
En efecto, ya en el siglo XIX el desarrollo de las ciencias eu­
ropeas — la física y la matemática, fundamentalmente— ve­
nía alejándolas cada vez más del sentido común, de la expe­
riencia cotidiana de los no-iniciados, y este distanciamiento
se hacía aún más dramático en tiempos de Husserl, con la
apertura de la mirada científica hacia fenómenos macroscó­
picos y microscópicos, relativistas y cuánticos, respectiva­
mente, los cuales se encuentran más allá de toda posible ex­
periencia humana directa. El resultado es que las verdades de
la ciencia se hacen cada vez más dependientes de procedi­
mientos formales — sean estos de índole experimental o ló­
gica— que constituyen el dominio de competencia de los
científicos profesionales. La interrogante que se abre enton­
ces es hasta qué punto tales verdades no se han transforma­
do en una cuestión puramente estamental, que compete a los
profesionales de la ciencia, pero está desprovista ya de toda
significación, de todo contenido sustantivo en relación a las
prácticas que componen la vida cotidiana de la sociedad, de
la cultura.
Pero lo verdadero es también lo socialmente legítimo, y
los procedimientos para producir verdades trascienden la
academia, hasta transformarse en objetos de confrontación
política, cuyo horizonte es el poder y su capacidad para
moldear el futuro colectivo. Bajo la actitud de Husserl es
posible discernir la preocupación en cuanto a que el forma­
lismo de las ciencias pudiera privar a la razón, de la cual ellas
han sido el máximo exponente, de su capacidad de interlo­
cución con el poder; en la omisión de Galileo se encontra­
ría el germen de tal desencuentro nefasto. De esta manera,
se abre la perspectiva inquietante de un poder irracional: no
muy distinto de aquél que, con toda probabilidad, habría
borrado al judío Husserl de la faz de la tierra poco tiempo
más tarde, si no hubiera tenido la suerte de morir antes, en
1938.
Parafraseando a Husserl, las ciencias de la computación
pueden ser acusadas también de una omisión nefasta, y por
partida doble. Por una parte, han olvidado a su Galileo, el
matemático británico Alan Turing (1 9 1 2 -1 9 5 4 ), sobre cuyo
recuerdo parece recaer un extraño tabú. Pero además, la obra
de Turing registra una sistemática omisión, análoga a la que
Husserl denunció.
La vida de Alan Turing se encuentra registrada en una es­
pléndida biografía ( The enigma of intelligence, Unwin Paper-
backs, Londres, 1985) cuyo autor es el inglés Andrew Hod-
ges. En 1935, a propósito de la demostración de un teorema
de la lógica matemática, Turing formuló la idea de una “má­
quina universal” . La máquina universal (o “máquina de Tu­
ring”, como se la ha llamado posteriormente) se define por
su capacidad para emular, mediante programas adecuados, el
comportamiento de cualquier otro mecanismo. Por su parte,
el positivismo en el cual culmina la dinámica de la Ilustración
se caracteriza por su pretensión de reducir el lenguaje natural
y todo el campo de la razón, de la inteligencia humana, a una
combinatoria lógica de elementos simples. Pero una tal com­
binatoria debe ser entonces susceptible de traducción en tér­
minos de un programa para la máquina de Turing, y de esta
forma quedan sentadas las bases teóricas para el proyecto de
“construcción de un cerebro”, lo que hoy se conoce como
inteligencia artificial.
En un artículo célebre publicado originalmente en la re­
vista científica M ind en 1950, Turing establecía el alcance de
este proyecto:

“Al considerar las funciones de la mente o del cerebro encontramos


ciertas operaciones que podemos explicar en términos puramente
mecánicos. Esto, decimos, no corresponde a la mente real: es una
suerte de piel que debemos remover antes de encontrar la mente
real. Pero en lo que resta encontramos otra piel a ser removida, y
así sucesivamente. Al proceder de esta manera, ¿llegamos alguna vez
a la mente ‘real’, o eventualmente llegamos a una piel tras la cual
no hay ya nada?” (1964, p. 25).

La respuesta de Turing es afirmativa: no hay un residuo en


la “mente real” que se resista a ser reducido a “términos pu­
ramente mecánicos”: aunque este proceso de reducción ex­
perimente dificultades debidas a limitaciones de la tecnología
básica con la cual se cuenta para construir la máquina univer­
sal, o incluso aunque nunca pueda ser cumplido en su totali­
dad, permanece como una finalidad indiscutible.
Al final del camino, entonces, la razón mecánica parece ca­
paz de ocupar todo el campo de la razón, de la inteligencia
humana. <Qué hay tras este gesto?
Por una parte, es posible discernir en él el signo de una
cierta marginalidad dorada, un cierto retraimiento aristocrá­
tico que Turing y sus colegas de Oxford y Cambridge desean
preservar ante las intromisiones de un poder que temen y a la
vez desprecian. Mientras en la Alemania nazi de esos años la
ciencia matemática es proclamada ciencia heroica, fáustica,
que reduce el caos al orden, los filósofos anglosajones desa­
rrollan un programa logicista, que hace de la consistencia in­
terna de las proposiciones matemáticas la clave de su sentido,
de su universal inteligibilidad y comunicabilidad, y extienden
esta conclusión hacia el mismo lenguaje cotidiano. Y así se
ven también a sí mismos: consistentes interiormente, ence­
rrados en su torre de marfil, su vinculación con el mundo se
les aparece como un mero accidente, un ritual social al cual
se prestan en virtud de una cierta condescendencia, afín a las
buenas maneras44.
Esta condescendencia se extiende incluso a la relación con
el propio cuerpo. No en vano, la definición operacional de la
inteligencia que Turing ofrecerá en el artículo ya menciona­
do se caracteriza por aislarla de la corporalidad. El llamado
“test de Turing”, en efecto, en el cual toma cuerpo esta de­
finición, se presenta como un “juego de imitación”, com­
puesto de preguntas y respuestas, a través del cual un interro­
gador, separado de los otros dos jugadores por una barrera,
opaca para todo lo que no sea flujo de información — la co­
municación se efectúa a través de un dispositivo mecánico,
por ejemplo un teletipo— intenta averiguar cuál de sus con­
trincantes no es un ser humano, sino una máquina. Si después
de un cierto número de jugadas no tiene éxito, la máquina ha
vencido, haciéndose acreedora al galardón de la inteligencia
(Turing, 1964, pp. 4-5).
Las pretensiones asociadas por Turing a su máquina uni­
versal son la culminación de esta quimera solipsista. Pero es
posible avanzar más allá en la interpretación.
En efecto, la II Guerra Mundial consolidó el rol prota-
gónico de la tecnología en el manejo de los asuntos sociales,
y fue la ocasión para un relevo histórico en el poder en la so­
ciedad británica. En virtud de él, una naciente tecnocracia
—la generación intelectual a la que Turing pertenecía— ha­
bría de desplazar a las clases dirigentes tradicionales en el ma­
nejo de los asuntos del estado. Y así el mismo Turing, quien
en más de un sentido era un marginal — un matemático ex­
céntrico, ateo y encima abiertamente homosexual— pudo ac­
ceder al círculo más interno de la confidencialidad y el poder,
el aparato de inteligencia británico. Allí sus ingenios electro­
mecánicos, predecesores de los ordenadores electrónicos de
postguerra inspirados en el modelo de la máquina universal,
hicieron posible descifrar los códigos de la armada germana,
contribuyendo decisivamente al triunfo de los aliados.
Hay una política de la verdad, de la inteligencia y de los
saberes que la producen. Turing — “fiel servidor de Chur-
chill”, como él mismo solía definirse en los años de guerra—
estuvo profundamente involucrado en ella, a través de su
propio trabajo como intelectual. Pero la política no puede
prescindir del mito, aunque éste no sea otro que el de la mis­
ma Razón. Y así, respecto a la misma “analogía de la piel de
la cebolla” de su artículo de 1950, Turing reconoce que no
constituye un “argumento convincente”, sino más bien, co­
mo hemos recordado, un “relato tendente a producir una
creencia”; es decir, precisamente un mito. La idea de “má­
quina universal” proporciona, entonces, el mito fundacional
requerido por las pretensiones hegemónicas de la tecnocra­
cia emergente de la postguerra; una vez implantado en la
conciencia colectiva, este mito le confiere el privilegio de es­
tablecer los límites de lo verdadero, de lo posible, conjuran­
do a la vez los saberes tradicionales de los grupos dominan­
tes de antaño.
Pero hay una aguda contradicción entre esta función po­
lítica del mito de las máquinas pensantes, y la inocencia, la
omisión respecto al poder que constituye su contenido
manifiesto. Esta contradicción — el nihilismo perverso, poli­
morfo, al acecho bajo la pulcra faz de la racionalidad— cons­
tituye la paradoja de la tecnocracia contemporánea, el anti­
cipo de la catástrofe simbólica que silenciosamente viene in­
cubando, como continuación del trance de las ciencias pro­
clamado por Husserl hace más de medio siglo.
Galileo Galilei, enfrentado a los hierros de la Inquisición,
advirtió quizás que el cuerpo es el lugar donde el poder no
deja jamás de manifestarse, y donde su olvido, por lo demás
necesario, suele alcanzar dimensiones trágicas. Esa fue tam­
bién la “omisión nefasta” de Alan Turing y de su nueva cien­
cia, y como Galileo, él mismo fue su primera víctima. En efec­
to, el genial matemático, que aspiraba a borrar la relación en­
tre inteligencia y cuerpo, estaba sometido, sin embargo, a las
pulsiones del suyo propio. Convicto por delito de sodomía, y
transformado en objeto de escarnio por parte del establish-
ment de la inteligencia británico, Turing optó entonces por
una retractación radical.
Una noche de junio de 1954, este singular padre de la in­
teligencia artificial, jugando quizás a imitar a Eva o Blanca
Nieves, mordió una manzana impregnada de cianuro, que él
mismo había preparado. Falleció por asfixia segundos más
tarde.

44 Es posible que el solipsismo, el confinamiento del sujeto en los lí­


mites de su propia mente, sea “el punto de vista más lógico”, escribió en
efecto Turing, al discutir algunas objeciones a su proyecto en el mismo ar­
tículo ya mencionado. No obstante, concluye, “mejor es adscribirse al cor­
tés convencionalismo de que todos piensan” (1964, p. 17).
15. Alt ispretty: técnica y arte

E l l e n g u a je , como hemos dicho reiteradamente, establece


una clausura, de modo que sólo en el interior del mundo por
él iluminado puede haber sujetos, objetos, y verdad, enten­
dida ésta como una correspondencia entre las representacio­
nes mentales del sujeto y sus objetos. El significado lingüísti­
co constituye un logro evolutivo obtenido al costo de una
exclusión: la exclusión de lo sacro, el exilio respecto a las
fuentes originarias de la significación, en virtud del cual la
verdad no puede trascender el círculo encantado de las lectu­
ras y las interpretaciones, no puede reconstituir el contenido
del lenguaje de las cosas, de la revelación original.
La situación del pensamiento ante esta revelación tiene un
símil en la física de los fenómenos irreversibles, caóticos. Pa­
ra la física laplaciana, en efecto, los fenómenos conservaban
plenamente la memoria de su historia, de sus condiciones ini­
ciales, hasta el punto de poder ser reducidos a ellas. El para­
digma post-laplaciano desarrollado en estos últimos años re­
conoce en cambio, como hemos visto, que traspasado cierto
umbral, los sistemas físicos pierden la memoria de sus condi­
ciones iniciales; todo lo que resta de ellas es el rastro incier­
to constituido por aquel “atractor extraño”, un fractal de per­
fil inconcebible. Tampoco el pensar está en posesión plena de
sus condiciones iniciales, de su revelación: ésta se presenta an­
te ella como un enigma, un atractor extraño. Se nos viene a
la mente la concepción de la lectura de la tradición en el pen­
samiento judío: “La lectura no es aquello que hace resurgir la
palabra que pudiera haberse sumido en el texto. Ella ha sal­
tado en pedazos (Exodo, 32, 19). De ella no se conserva más
que escombros...” (Banon 1987, p. 34). Y el comentario tal­
múdico Nefesh Haha'im (El alma de la vida) advierte:

“Nuestros maestros enseñan que todas sus palabras son semejan­


tes a brasas (Avot 2, 10). [¿Porqué? Pues] si aplicas tu aliento a la
brasa —en apariencia extinguida, y que no conserva más que una
sola chispa— la animarás removiéndola y la atizarás con tu soplo. Y
mientras más soples más se avivará la llama y más se propagará el
fuego hasta transformarse en una hoguera incandescente. Enton­
ces, podrás aprovecharla, iluminarte con su resplandor o calentarte
cerca de sus brasas. Pero sólo aproximándote, sin posibilidad de co­
gerla. Pues, dado que ha devenido ardiente hay que utilizarla con
precaución, por temor a ser quemado” (Banon, 1987, p. 153).

No obstante, las barreras de seguridad que separan al


mundo de las cosas no son herméticas; de alguna manera, lo
sacro se infiltra continuamente hacia el mundo a través de la
tekné, del arte y la técnica: en principio, como hemos dicho,
ellas constituyen formas ciegas de acoplamiento no-lingüísti-
co a la naturaleza; de allí, como hemos dicho también, ambos
derivan su carácter poiético, productivo en el sentido de lo
imprevisto, de la innovación radical que rebasa la temporali­
dad histórica, la continuidad de una serie de interpretaciones.
Ahora bien: a diferencia de la técnica, cuyo carácter de obra,
colocada en la encrucijada, en el borde entre el mundo y la
naturaleza, tiende a desaparecer tras la máscara de la utilidad,
en el arte este carácter se encuentra tematizado, y es él lo que
diferencia al arte de todo otro tipo de producción.
La obra de arte muestra su artificialidad (en esto consiste
su belleza); en su distancia respecto a los objetos de uso co­
tidiano — su aura— se conserva, más allá de las contingen­
cias de su particular creación, la memoria de la encrucijada
primordial que constituye auténticamente la vida humana. El
aura — “irrepetible aparición de una lejanía, por cerca que és­
ta pueda estar” (Benjamín, 1973, p. 75)— es el eje de la ex­
periencia estética.
A diferencia de lo que han tendido a creer las vanguardias
artísticas, tanto a la izquierda como a la derecha, la experien­
cia estética no da acceso a una verdad enfática, a un lenguaje
incondicionado, puramente poético capaz de superar el con­
dicionamiento, el extrañamiento respecto a las fuentes origi­
narias del significar que caracteriza a los discursos ordinarios.
Incluso la profecía, el discernimiento de los signos de una
época, ha de permanecer dentro de los límites del lenguaje.
Por ello, la crítica de los propios fundamentos es el único ca­
mino abierto para el pensar, y el pensamiento crítico el único
genuino discurso profético de la Ilustración. Sabemos ya que
los fundamentos no constituyen estados de cosas que pudie­
ran ser descritos mediante un lenguaje referencial; los funda­
mentos de un “juego de lenguaje” no son estados del juego.
Pero esto no significa que los fundamentos puedan ser
“nombrados”, “dichos” mediante un lenguaje puramente
poético; este lenguaje nos resultaría ininteligible, tan aniqui­
lador como la “brasa ardiente” de la parábola talmúdica. Co­
mo ya lo hemos hecho notar, aunque la lengua originaria sea
la condición última de posibilidad de todo discurso, el inten­
to de entrar en posesión de ella no puede ser sino aniquila­
dor: en el paraíso las palabras se tornarían nuevamente cosas,
y ninguna palabra humana podría hacerse oir. A diferencia de
lo que pensaba Heidegger (y aquí podría estar la clave de la
afinidad de su pensamiento con el nacional-socialismo, y por
extensión con los fimdamentalismos contemporáneos), no
hay un “hogar”, una “patria” del lenguaje de la cual hayamos
sido despojados y en la cual podamos instalarnos seguramen­
te: lo que define al lenguaje humano no es la pertenencia si­
no el extrañamiento, el exilio.
El pensar requiere de una cierta mesura, de un equilibrio
entre las funciones poética y referencial del lenguaje. Por cier­
to, al pensar poético es inherente también el impulso hacia la
ruptura de ese equilibrio, pero ese impulso no conduce a la
posesión de un lenguaje en el cual el pensamiento pudiera re­
cuperarse plenamente a sí mismo como su verdad, sino en to­
do caso al silencio, como lo atestigua la historia de la poesía
moderna. Esta apunta hacia la infrasignificación, hacia un es­
tado presemiológico del lenguaje y culmina, como lo anota
Barthes, en un “asesinato del lenguaje”, en “la suspensión
pura y simple del discurso” (1980, p. 75). Pensar, en este sen­
tido, como lo afirma Valer y, no es recuperar, sino perder:
“perder el hilo”45.
Pero la obra de arte, si bien no permite entrar en posesión
de la lengua originaria, sí constituye una suerte de prototipo
en el cual se concentra y adquiere expresión concreta y para­
digmática la experiencia peculiar de la Ilustración. Esta expe­
riencia, como ya sabemos, está caracterizada por la tensión
continua entre la presuposición de un código oculto y los su­
cesivos intentos por descifrarlo que, aunque no lo agotan, lo
aproximan indefinida, asintóticamente; en otras palabras, por
la postulación de un observador ubicado en el borde tras­
cendental del mundo, quien podría leer — en una lectura
abierta, no determinística, puesto que no se trata ya de un fe­
nómeno intramundano— el código en cuestión.
Esta interpretación de la experiencia estética es tributaria
de Kant. En efecto, la tensión entre un código oculto y sus
aproximaciones es el rasgo constitutivo de lo que Kant de­
nomina “juicios reflexionantes”, que contrasta con los juicios
determinantes que caracterizan a la ciencia: en el juicio refle­
xionante “sólo lo particular es dado, en lo cual él debe en­
contrar lo universal”, y el principio que rige esta búsqueda es,
en última instancia, la postulación de un “entendimiento”
(un observador, decimos nosotros) situado al borde del mun­
do, que podría leer el código en cuestión. Sin entrar en deta­
lles exegéticos, observemos que al indagar acerca de estos jui­
cios reflexionantes, Kant anda en busca un tipo de experien­
cia que, sin violar el imperativo de autonomía del sujeto que
define a la modernidad, evite que ésta se haga puramente for­
mal, vacía de contenido. Y el prototipo de estos juicios es la
experiencia estética, la cual cristaliza en obras provistas de sig­
nificado, pero de un significado que desborda toda determi­
nación precisa (Kant, 1790, Introducción, IV). La misma
tensión aparece en la caracterización del “hecho estético” que
da Borges:

“La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabaja­


das por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren de­
cirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o es­
tán por decir algo: esa inminencia de una revelación, que no se pro­
duce, es, quizá, el hecho estético” 46.

No obstante, el arte se ha transformado hoy en mercancía


de la industria cultural; más aún, a través de los medios masi­
vos, de la omnipresencia del diseño, del bombardeo de imá­
genes y sonidos a través de los medios, el arte se ha colapsa-
do sobre la sociedad; ha perdido su distancia, se ha “desau-
ratizado”, como lo percibieron agudamente Walter Benjamin
y los pensadores de la Escuela de Frankñirt. Dice Benjamin:

“Quitarle su envoltura a cada objeto, triturar su aura, es la signa­


tura de una percepción cuyo sentido para lo igual en el mundo ha
crecido tanto que incluso, por medio de la reproducción, le gana
terreno a lo irrepetible” (1973, p. 75).

UE1 mundo es hermoso” era para Benjamin la divisa de un


arte desaura tizado, regido por el “sentido para lo igual del
mundo”, y “capaz de montar cualquier bote de conservas en
el todo cósmico” (p. 80). All ispretty, parafraseó décadas más
tarde Andy Warhol, diligente montador de botes de conser­
va, quizás sin advertirlo. De hecho, la obra de artistas con­
temporáneos tan determinantes como Marcel Duchamp, Jas-
per Johns, el propio Warhol, con su insistencia en llevar al
espacio supuestamente sagrado del museo o la galería objetos
que no se distinguen de los de uso corriente (los ready-mu­
de de Duchamp, las latas de sopa o cerveza de Warhol y
Johns) no es sino la puesta en escena de la pérdida del aura,
de la abolición de la distancia entre el objeto de arte y el de
consumo, de la propia imposibilidad del arte en un sentido
enfático en la sociedad moderna. Sólo a través de esta pues­
ta en escena, cuyo contenido es su radical negación, el aura
del arte es efímeramente recuperada; una recuperación in ex-
tremis, al costo de una extrema tensión. El arte contemporá­
neo subsiste y se agota en la recurrente puesta en escena de
su agonía.
Pero all is pretty. Más allá de su manifiesta apología de la
banalización del arte, la frase de Warhol parece hacer un gui­
ño hacia una interpretación más primordial, según la cual,
conjeturamos, el sistema tecnológico global como tal, com­
pareciendo ahora en toda su extrañeza y artificialidad, cons­
tituiría la genuina obra de arte de nuestro tiempo. En efecto,
sólo en la experiencia estética se muestran las reglas constitu­
tivas de una cultura, de una formación social; sólo desde ella
cabe asomarse al abismo que la circunda y hace posible. Pe­
ro, tal como lo hemos establecido más arriba, en nuestras so­
ciedades contemporáneas este mostrarse tiende a acontecer
en la plaza pública, mediante los fenómenos de autorreferen­
cia e inseguridad ontológica que alcanzan su expresión más
aguda en el ámbito tecnológico. De esta manera, la expe­
riencia de la tecnología quizás sea la auténtica experiencia es­
tética de nuestro tiempo.
La tecnología de fin de siglo participa del carácter arries­
gado, al borde de la catástrofe, que caracteriza a la experien­
cia estética genuina, signada por la inminencia pavorosa de la
revelación del decir de las cosas. Este carácter estético y abis­
mal de la experiencia contemporánea de la técnica nos apro­
xima al futurismo, a las vanguardias de comienzos de siglo.
Altazor, el personaje de Vicente Huidobro, es “pastor de ae­
roplanos”; “mil aeroplanos saludan la nueva e ra / Ellos son
los oráculos y las banderas”47.
No obstante, esta prefiguración de la experiencia contem­
poránea de la tecnología quedó neutralizada por el volun­
tarismo, la voluntad exacerbada de sentido y de poder que
tendió a animar a los futuristas: el poeta huidobriano es el
“pequeño dios”, capaz de revertir por sí las tendencias de
pérdida de significado del lenguaje, y algo similar puede de­
cirse de futuristas prominentes como Maiakovsky, Ernst Jün-
ger o Marinetti. Este voluntarismo, que quizás explica la asi­
milación del futurismo por parte de los grandes protagonis­
tas políticos de la época, el fascismo y el bolchevismo, está au­
sente en el arte contemporáneo: la consigna all ispretty, de
Warhol, equivale a la renuncia, banalización mediante, a to­
da prerrogativa del artista.
Por cierto, la belleza no es la mera prettiness que invoca
Warhol. Pero no es posible descartar que, por un instante ce­
gador, no nos sea dado contemplar el sistema tecnológico en
cuanto obra, en toda su belleza y verdad. Quizás la única y
decisiva experiencia estética significativa de nuestro tiempo
sea esta contemplación, turbadora y fascinante, de los vacíos
interiores de la caja negra de la tecnología.

45 Citado por Blanchot, op. cit., p. 93.


46 “La muralla y los libros”, Otras inquisiciones, op. c i t p. 12.
47 Vicente Huidobro, Altazor, Prefacio y Canto I.
16. La filosofía y su doble

En s e c c io n e s anteriores nos hemos ocupado con amplitud


de la función de los discursos autorreferenciales, de su apor­
te a la inseguridad ontológica en las sociedades contemporá­
neas y de su tendencia a llevar a término la dinámica de la
Ilustración, suministrando, como hemos dicho, un acceso in­
directo, del orden del mostrar y no del decir, al punto ciego,
al núcleo semántico inarticulable pero eficaz de nuestra cul­
tura. Hemos constatado también que este proceso, que ejem­
plificábamos en el debate ecológico, y también en las ciencias
naturales, tiene lugar bajo la intensa presión de la exteriori­
dad radical representada por la tekné: esta presión contribuye
a extremar, pero a la vez a empobrecer, los recursos simbóli­
cos con que cuenta el sistema social para garantizar su clau­
sura, reduciendo crecientemente el logos, la palabra, a un dis­
positivo de control, la tecnología.
Ahora bien, hasta ahora hemos omitido una referencia
más extensa al pensar filosófico. No obstante, desde sus orí­
genes, la filosofía, que proclama la esencia lingüística del
hombre, del zoon logon echón de los griegos, es también su
custodio. La filosofía es filo-lógica por naturaleza. Es por ello
que ha de registrar, de manera particularmente aguda, la
agresión de la trascendencia obscura, a-lógica, que exuda la
tekné. Artesanos, y también poetas, la vilipendiada “tribu de
los miméticos” del Libro X de la República de Platón son sus
cultores; los singulariza el estar comprometidos en un tráfico
con la naturaleza que, de una u otra forma, prescinde del me­
dio del logos; en el caso de la poesía, este tráfico ilícito con­
siste en la pretensión de rememorar los orígenes del lengua­
je: esa singularidad que, en su clausura de sentido, la forma­
ción y desarrollo de la cultura debe de modo necesario dejar
atrás y olvidar, aunque, como ya lo sabemos también, pagan­
do el costo de un irreversible exilio de las fuentes originarias
del significar. En este contexto, la exclusión de esta tribu de
la ciudad ideal de los filósofos constituye una suerte de acta
de nacimiento de la filosofía.
Pero este evento originario determinará que la tekné sea el
doble, la cara oculta de la filosofía, su condición trascenden­
te de posibilidad. La filosofía ha sido en un sentido eminen­
te el teatro de la lucha ilustrada por liberar al hombre de to­
da sujeción, disolviendo aquello heterónomo que se resistía a
la autonomía del logos, preservando los límites lingüísticos del
mundo y la sociedad. Artes y técnicas mimé ticas violan estos
límites; la respuesta de la filosofía ha sido una suerte de ma­
niobra envolvente: la logicización de ambas, cuyo resultado,
parcialmente exitoso, es la estetización del arte y la tecnolo-
gización de la técnica. La filosofía es el motor simbólico de la
tecnología: es tecnología, la tecnología primordial.
Como lo hemos hecho ver en un capítulo anterior, la di­
námica de la Ilustración conduce a la autorreferencialidad co­
mo rasgo dominante de la cultura. No es de extrañar enton­
ces que la filosofía del siglo XX haya experimentado un giro
sobre sí misma — un “giro lingüístico”, hacia el lenguaje co­
mo su propia condición de posibilidad— y que, particular­
mente en su vertiente fenomenológico-hermenéutica, se ha­
ya tornado autorreferencial de manera eminente48. Tampoco
es de extrañar que en este momento de la verdad de la cul­
tura, la filosofía se reencuentre con la técnica y, de manera
más o menos renuente, reconozca en ella su obscura condi­
ción de posibilidad.
¿Desde dónde habla la filosofía? ¿Cuál es la clave, si la hay,
de las prerrogativas que, por encima de los saberes especiali­
zados, la filosofía — este mismo trabajo— se atribuye en cuan­
to a hacer un diagnóstico de la época? Podríamos hacer un
paralelo aquí entre Heidegger, figura paradigmática de la fi­
losofía de nuestro siglo, y su contemporáneo el economista
británico John Maynard Keynes, padre del welfare State, el es­
tado de bienestar que ha sido hasta hace poco la forma de
contrato social imperante en las democracias occidentales y
en sus frágiles retoños esparcidos por el orbe. A comienzos
de la década de los treinta el pánico económico desatado por
el crack de la Bolsa de Wall Street no terminaba aún de disi­
parse; en Alemania la débil República de Weimar daba sus úl­
timos estertores. Por esos años Heidegger, quien como ayu­
dante de Edmond Husserl había sido testigo privilegiado de
un postrer intento de reavivar el potencial cultural y político
del idealismo, rumiaba sombríos pronósticos en torno al ago­
tamiento de lo que llamaba “la fuerza espiritual de Occiden­
te” : imaginando además posible oponerle la voluntad exacer­
bada de un “pueblo histórico-espiritual” (1989a, p. 18), ata­
ba su destino, como no pocos intelectuales y artistas de su
tiempo, a la macabra empresa del nacional-socialismo. Key­
nes, por su parte, instalado en la cúspide del saber económi­
co de su tiempo, esbozaba las líneas directrices de este nuevo
contrato social y del futuro de crecimiento económico y aper­
tura de nuevas posibilidades de vida en sociedades capaces de
compensar racionalmente los excesos y desequilibrios inhe­
rentes a las economías de mercado: “Las posibilidades eco­
nómicas de nuestros nietos” reza el título de una conferencia
que pronunció en 1930 en la la Residencia de Estudiantes de
Madrid, anticipando la bonanza (Keynes, 1988).
El New Deal instaurado por Roosevelt en los EE U U co­
mo salida a la crisis, la posterior reconstrucción económica de
Europa bajo las reglas del estado de bienestar y las subsi­
guientes décadas de auge económico parecieron darle la ra­
zón a Keynes. Por cierto, en el largo plazo las cosas no son
tan claras (“en el largo plazo estamos todos muertos”, decía
Keynes con certero humor metafísico): a medio siglo de
distancia, y sin dejar de abominar de la receta política hei-
deggeriana ni de examinar con sospecha los resortes espe­
cíficamente filosóficos que le dieron impulso, es posible
preguntarse si acaso el auge keynesiano no fue solamente un
paréntesis, o incluso un deslizamiento más decisivo en la di­
rección del desplome que Heidegger anunciaba.
Pero este desplome, una vez descontada la deformación
introducida por la lente fundamentalista a través de la cual
Heidegger tendió a observarlo, no es sino la misma dinámi­
ca autófaga de la Ilustración ya descrita que, en una constan­
te fuga hacia adelante, necesariamente desencanta y disuelve
los mismos significados que la hacen posible. La filosofía es el
viejo topo, la bestia nihilista que perfora y debilita sin cesar
las fundaciones más sólidas, aunque en ocasiones pretenda,
incluso ante sí misma, que su negocio es proveer fundamen­
tos (a la ciencia, al arte, a la política, etc.). La filosofía, y con
esto respondemos a las preguntas formuladas más arriba, sa­
be menos que la ciencia, pero pregunta más; en última ins­
tancia, sabe nada y lo pone todo en cuestión.
A la pregunta respecto a “quién ocupa hoy el puesto de
la filosofía” responde Heidegger tajantemente en 1966: “La
cibernética” (1989a, p. 74). La cibernética, o la “logística”
como dice también, engloba los principios rectores de la tec-
nociencia contemporánea; su pretensión, en última instancia,
de reducir todos los contenidos a relaciones sintácticas entre
elementos desgajados de su contexto de significación (nues­
tros sistemas formales axiomatizados e interpretados), cuya
huella se encuentra por doquier, desde la lingüística hasta la
genética.
Ahora bien, este destino cibernético de la filosofía, tan en­
fáticamente declarado por Heidegger, no puede admitir ex­
cepción. La filosofía que reconoce su destino cibernético no
puede pues sino cumplirlo ella misma, y de manera eminen­
te: como la teoría de sistemas, la filosofía fenomenológico-
hermenéutica que Heidegger echa a andar no podría sino ser
cibernética autorreflexiva.
En efecto, la vertiente fenomenológico-hermenéutica de
la filosofía se ubica en el vértice de la dinámica ilustrada que
ha terminado por disolver todo animismo. Pero sin animismo
no es posible en rigor establecer distinciones. Reconocemos
un objeto en el mundo mediante una distinción lingüística;
la falsedad que entraña este reconocimiento, al recortar arbi­
trariamente un segmento del flujo heraclitiano que constitu­
ye la realidad sin más, queda compensada, recordémoslo, por
la introducción de un supuesto animista y heterónomo: la
atribución de un significado al mundo en cuanto tal.
Al faltar el animismo, la diferencia entre los objetos que
poblaban el mundo tiende a evaporarse: todos se igualan en
su calidad de constructos lingüísticos. La sola diferencia que
resta es la “diferencia ontológica” (Heidegger) que separa
al mundo de su entorno: como hemos visto en un capítulo
anterior, ella conduce a nuestro presupuesto del lenguaje de
las cosas, cuyo “referente” es el sin sentido: la exterioridad,
la evolución opaca cuyas energías poiéticas se infiltran al
mundo humano a través de la tekné. Esta diferencia con­
centra en sí misma, por así decirlo, todo el poder diferen-
ciador que el lenguaje pudo poner en juego en el despliegue
del mundo: su retracción en una única diferencia es señal de
que este despliegue ha finalizado, como un latido en cuyo
ciclo la contracción sucede a la expansión: es así como, a tra­
vés de la vertiente fenomenológico-hermenéutica, el len­
guaje y el mundo se enfrentan a su oscura condición de po­
sibilidad.
La dinámica autófaga de la Ilustración lleva al extremo la
reducción, el aplanamiento de las diferencias. Bajo esta pre­
sión normalizadora la alteridad desaparece del horizonte de
la experiencia cotidiana: lo otro es, de antemano, lo mismo;
los objetos están desde ya como aniquilados, equiparados por
la plenitud de significado de la catástrofe, suspendidos en la
intemporalidad que tal plenitud impone. Sin embargo, este
eclipse de la alteridad fáctica nos enfrenta de manera súbita
a una experiencia de la alteridad mucho más radical e irre­
ductible.
Las viscicitudes de la experiencia de “lo otro” en el inte­
rior de la conciencia moderna se encuentran espléndidamen­
te recogidas en El corazón de las tinieblas, el célebre relato de
Joseph Conrad. Gonrad escribe desde el umbral que separa
dos siglos (la novela fue publicada en 1902). Para el hombre
del XIX “lo otro” es aún un lugar exterior, un sitio hacia el
cual ir de viaje en busca de esta experiencia, como lo hace
Marlow, el protagonista de la narración remontando el río
Congo. Desde su barco Marlow contempla al “hombre
prehistórico” :
“El hombre prehistórico nos estaba maldiciendo, suplicando, dán­
donos la bienvenida, ¿cómo saberlo? Estábamos aislados de la com­
prensión de todo aquello que nos rodeaba, pasábamos deslizándo-
nos como fantasmas, asombrados y secretamente aterrados, como
lo estarían hombres cuerdos ante un brote de entusiasmo en un ma­
nicomio. No podíamos comprender, porque estábamos demasiado
lejos, y no podíamos recordar porque estábamos viajando en la no­
che de los primeros tiempos, de aquellos tiempos que se han ido,
dejando apenas una señal y ningún recuerdo 9.

La extrañeza de Marlow se concentra progresivamente en


Kurtz, una suerte de superhombre europeo que vive en me­
dio de la selva. Frente a él, Marlow reflexiona: “Todo le per­
tenecía, pero eso era una insignificancia. La cuestión era saber
a qué pertenecía él, cuantos poderes de las tinieblas lo recla­
maban como suyo” . Pero Marlow no es sólo el protagonista,
sino el narrador de la historia que forma parte ya de su pasa­
do; ahora, mientras la narra a sus amigos sentado en una bar­
ca sobre el Támesis (y Conrad a su vez narra esta narración),
a su espaldas se encuentra “la monstruosa ciudad” cuyo lugar
está “señalado ominosamente en el cielo, una sombra ame­
nazadora a la luz del sol, un lóbrego resplandor bajo las es­
trellas”50.
Comprendemos que el círculo se ha cerrado. El ser hu­
mano ha consumado su ocupación, su habitación del mundo.
Por consiguiente, la experiencia del viaje, de la frontera, ha
agotado sus posibilidades, ha quedado cancelada en lo esen­
cial: el viaje es turismo de masas programado y la posibilidad
de trasponer la frontera — la mítica frontera, el sueño de los
aventureros, de los parias y los fugitivos— y dejar atrás el te­
dio, la identidad o la biografía, desaparece ante nuestras au­
topistas de la información o ante el ojo omnipresente de los
medios visuales: adonde vayamos, más allá de toda frontera
geográfica concebible, nuestros antecedentes informatizados,
nuestro “perfil” — físico, biográfico o incluso génico, en un
futuro no lejano— constituyen ahora nuestra segunda e in­
deleble piel.
Así, el corazón de las tinieblas, la alteridad radical, ha de­
jado de ser un lugar externo para ubicarse en el mismo cen­
tro de los sujetos modernos y de su mundo. El paso siguien­
te, el salto desde esta interiorización de la experiencia de la al­
teridad — no ya el mítico Congo, sino el corazón de la ciudad
y de sus habitantes— a la misma alteridad primordial, a la pu­
ra exterioridad como fundamento abismático, infundado, de
toda experiencia humana, se puede leer en la filosofía con­
temporánea.
En la filosofía hegeliana, en su pretensión de ser la filoso­
fía total, capaz, en una suprema contorsión autorreflexiva, de
dar cuenta de su propio fundamento, inscribiendo así sin re­
manente al universo en la esfera de la razón autónoma, el
idealismo alcanzó su culminación. Ante la filosofía hegeliana
se ha podido conjeturar, no sin una suerte de terror sagrado,
que todo recurso en su contra podría no ser sino una más de
las astucias de la razón, anticipada ya en alguno de los engra­
najes de su formidable maquina ingestora de lo heterónomo.
De este modo, como en la fábula de Aquiles y la tortuga, en
cualquier punto de la carrera, la filosofía hegeliana, eleática
insigne, nos estaría esperando “inmóvil y en otra parte” (Fou­
cault, 1971, p. 75).
Ahora bien, sabemos ya cuál era el truco, el deus-ex-ma-
china de la filosofía hegeliana. El motor de la dialéctica es la
“negación determinada” : ella hace de toda negación una apa­
riencia, una afirmación velada, que la misma filosofía se en­
carga, con prudencia, sin escándalo, de desvelar. Y de hecho
así es, siempre que nos mantengamos dentro de los límites
del mundo y del lenguaje, en el interior de los cuales, como
lo vimos en efecto en el capítulo anterior, toda determinación
— que es negación: omni determinatio est negatio— supone,
tiene como trasfondo, la gran afirmación animista del senti­
do del mundo.
Así pudo ser hasta Hegel. De allí en adelante, aparecen fi­
suras en los límites del mundo. La misma tekné es el expo­
nente de una negación que no viene después de ninguna afir­
mación, de una negación indeterminada, sin diferencia, que
surge del fondo de los tiempos y ha sido el temblor secreto
que ha agitado a la filosofía. A través de las grietas abiertas en
las fronteras del mundo por la tekné planetaria, esa negación,
desde su exterioridad radical, posa ahora sobre la filosofía y el
mundo su mirada ciega.

48 Para el giro lingüístico en la filosofía en relación con el desafío de


la técnica: Gilbert Hottois, 1979, L ’inflation du langage dans la philosophie
contemporaine, Bruxelles, Editions de l’Université Libre de Bruxelles,
1981. Pour une metaphilosophie du langage, París, Vrin. Para una presen­
tación centrada en la filosofía anglosajona: Richard Rorty (ed.), 1967, The
linguistic turn, Chicago, The University Press.
49 Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas, trad. Araceli García Ríos
e Isabel Sánchez Araujo, Alianza, Madrid, 1976, p. 66.
50 ídem, p. 20.
17. El colapso de la trascendencia
blanca

Si a l g o caracteriza al pensamiento contemporáneo es su con­


ciencia de que, con la culminación hegeliana del idealismo
alemán y su posterior derrumbe, la búsqueda de un funda­
mento inteligible capaz de garantizar el sentido y la seguridad
de la vida humana — eco secularizado de la confianza teoló­
gica en la inteligibilidad del universo (en una trascendencia
blanca)— ha quedado cancelada. La explicación racional
constituye el dispositivo social en virtud del cual fragmentos
crecientes del entorno anónimo son incorporados al mundo
humanizado, dando lugar a una expansión continua de la es­
fera de la autonomía humana: lo explicado es aquello que no
ejerce ya su dominación sobre nosotros, lo que podemos de
alguna manera controlar. La explicación remite lo desconoci­
do a lo conocido, a un fundamento; a través de su conexión
con éste, lo explicado adquiere significación. Pero es inhe­
rente a la lógica de la explicación que el fundamento expli­
cativo deba permanecer, a su vez, inexplicado: como decía
Wittgenstein, las explicaciones deben llegar a un fin en algu-
na parte. De esta manera, la esencia paradojal del logos alcan­
za su expresión concreta en la cuestión del fundamento: me­
dido por sus propios estándares, el fundamento, garante de la
empresa secularizadora de la cultura, no puede sino aparecer
como heterónomo, como desprovisto de racionalidad. En es­
ta perspectiva, la idea — teológica, metafísica— de un signi­
ficado inherente al universo constituye un esfuerzo por en­
mascarar esta heteronomía del fundamento, inscribiéndolo en
un orden trascendente; este orden, no obstante, al no poder
ser corroborado por experiencia alguna, se queda atrás de la
misma racionalidad que aspira fundar. El pensar debe reco­
nocerse, finalmente, como penetrado por la misma hetero­
nomía que quisiera conjurar: de esta m anera, com o ya
sabemos, la secularización queda caracterizada por una diná­
mica autófaga, que corroe sin cesar los propios fundamentos
en los cuales efímeramente hace pie. Hasta que ningún fun­
damento sea ya posible y la cultura, consumada en lo esencial
su tarea, deba mirar de frente a la nada, al abismo ciego y
creador que le dio origen.
De este modo, la experiencia del mundo que articula la fi­
losofía posmetafísica contemporánea — ¡y también la ciencia:
la biología de Monod, por ejemplo!— se aproxima retropro-
gresivamente a las vertientes más profundas de la cultura de
Occidente (el pensamiento griego pre-socrático, el judais­
m o), que en apariencia habían quedado superadas: como en
ciertas interpretaciones místicas judías sobre las cuales volve­
remos, la cesura entre el significado del universo (la llamada
Torah escrita) y la sucesión indefinida de discursos e inter­
pretaciones humanas (la Torah oral) se hace irrebasable para
una cultura que ha hecho a fondo la experiencia de la secu­
larización. El fundamento siempre se busca — sin él no hay
discurso— pero es opaco, indescifrable, y siempre se escapa:
esta es la dinámica que hemos descrito, y que conduce a la es­
critura del desastre, al atisbo de “nuestro padre y nuestro ver­
dugo”51, la ciega evolución.
El discurso utópico, emancipatorio, heredero de la tradi­
ción hegeliana, constituye la más reciente y quizás postrera
expresión de trascendencia blanca en nuestra cultura. ¿De qué
manera participa en la dinámica del mundo ilustrado? ¿Cuá­
les son sus perspectivas, si aún las tiene?
Para contestar a estas preguntas, partamos de una imagen
propuesta por Walter Benjamin en sus “Tesis de Filosofía de
la Historia”, una colección de textos fragmentarios en los
cuales emerge con insistencia la relación entre las cuestiones
filosófico-políticas del marxismo y la teología. La primera de
sus Tesis afirma:

“Es notorio que ha existido, según se dice, un autómata construi­


do de tal manera que resultaba capaz de replicar a cada jugada de
un ajedrecista con otra jugada contraria que le aseguraba ganar la
partida. Un muñeco trajeado a la turca, en la boca una pipa de nar-
guile, se sentaba al tablero apoyado sobre una mesa espaciosa. Un
sistema de espejos despertaba la ilusión de que esta mesa era trans­
parente por todos los lados. En realidad se sentaba dentro un ena­
no jorobado que era un maestro en el juego del ajedrez y que guia­
ba mediante hilos la mano del muñeco. Podemos imaginarnos un
equivalente de este aparato y la filosofía. Siempre tendrá que ganar
el muñeco que llamamos ‘materialismo histórico’. Podrá habérse­
las sin más ni más con cualquiera, si toma a su servicio a la teolo­
gía que, como es sabido, hoy es pequeña y fea y no debe dejarse ver
en modo alguno” (1973, p. 177).

En principio, la alegoría de Benjamin concentra lo que he­


mos venido afirmando a lo largo de este texto sobre la dia­
léctica de la Ilustración. La tarea ilustrada consiste en la ilu­
minación progresiva del mundo por medio del lenguaje, en la
exposición y desencantamiento de las imágenes míticas e inar­
ticuladas del mundo que dominaban al ser humano desde la
sombra. La Ilustración, que alcanza su expresión más ambi­
ciosa en la filosófía de Hegel, no desconoce que en el mito se
concentra un saber enfático respecto al mundo; no obstante,
se pretende capaz de sublimar este contenido, sin dejar rema­
nente alguno. El residuo, el estigma heterónomo que podría
estar constituido por el fundamento del propio pensar filosó­
fico, el idealismo alemán, a través de la suprema contorsión de
la razón que lo caracteriza, cree también haberlo disuelto: la
razón dialéctica parece no apoyarse sino en sí misma.
No obstante, hemos expuesto como la negación determi­
nada, motor de la dialéctica, supone en última instancia que
todas las negaciones son afirmaciones veladas. Al igual que la
teología, que creía haber dejado atrás para siempre, la razón
dialéctica supone que al final del camino hay una gran afir­
mación; un universo, como también hemos dicho, escrito en
caracteres legibles para el ser humano; un orden trascenden­
te, una trascendencia que es orden y no caos, una trascen­
dencia blanca. Ahora bien, Feuerbach, los jóvenes hegelianos
entre los que se encuentra Marx, advierten que esta gran afir­
mación, la racionalidad atribuida a priori a todo lo real, que
asocia al hegelianismo con la teología, no puede ser sino ex­
presión, parafraseando la famosa expresión hegeliana, de la
realidad de lo racional. Es decir, tanto el Espíritu hegeliano
como los dioses de antaño no son sino proyecciones antro-
pocéntricas de los anhelos humanos: un mundo invertido, al
cual bastaría entonces con poner de vuelta sobre sus pies. De
esto se ocupará Marx.
No obstante, la inversión simple de la trascendencia blan­
ca no puede sino producir más trascendencia blanca. Así su­
cede en Marx. La trascendencia blanca — la teología es una
buena muestra— pretende alcanzar un punto de vista exter-
nalista respecto a la historia y el mundo, el punto de mira de
un observador (el dios de los teólogos) situado de alguna ma­
nera en el exterior del lenguaje y el mundo. Y este punto de
vista puede estar constituido, ora por el logos divinizado, ca­
paz de inscribir la experiencia humana en un círculo lumino­
so ajeno a todo dolor y alienación, ora por un estadio privi­
legiado del devenir de la especie humana, que el pensador se
considera capaz de alguna manera de traer a presencia como
testigo de la verdad de su discurso.
La opción de Marx es evidentemente la segunda. En La
ideología alemana, texto clave para entender su proyecto fi-
losófico-político, nos encontramos con el supuesto de un
origen, el “comunismo primitivo”, en el cual, muy sugeren-
temente desde la perspectiva que hemos venido desarrollan­
do hasta aquí, el lenguaje habría sido “el lenguaje de la vida
real... emanación directa de su comportamiento material”
(Marx, 1972, pp. 25-26). Es decir, estamos nuevamente an­
te un lenguaje de las cosas, el cual, a diferencia del logos hu­
mano, no implica distancia, alienación: que está libre, por
tanto, de la paradójica condición de posibilidad de toda
enunciación, la heteronomía del significado que a su vez
— dinámica ilustrada del lenguaje, nuevamente— esa misma
enunciación intenta disolver.
Ahora bien, es quizás redundante a estas alturas recordar
que este lenguaje de las cosas constituye el presupuesto y
punto de fuga de todo lenguaje. Pero precisamente respecto
al status de este lenguaje — singularidad que lanza a una cul­
tura hacia su vida y su muerte, o estado paradisíaco, stasis—
se traza la línea divisoria entre trascendencia blanca y una
forma de trascendencia mucho más radical, que cabría deno­
minar trascendencia negra.
Si al lenguaje de las cosas se le atribuye el carácter de un
estado, se está simplemente reproduciendo y profundizando
la trascendencia blanca hegeliana. El comunismo primitivo
de Marx es un pretendido estado de equilibrio situado den­
tro y fuera de la historia a la vez; no una frontera, sino una
pretendida síntesis de desalienación ontológica y lenguaje
humano, dos elementos cuya convergencia, más allá de la
ideología consoladora ofrecida por la trascendencia blanca en
sus distintas formas, no puede en rigor ser concebida sino
como una explosión.
Advirtamos también que, para Marx, el estado primal de
la humanidad conformado por el comunismo primitivo no
desaparece sin más con la creciente privatización de los me­
dios de producción: tal privatización constituye una negación
determinada y entonces — Marx se deja guiar por la lógica
hegeliana— tras bambalinas, bajo la figura de la concomitan­
te socialización, también creciente, de los medios de produc­
ción, el comunismo primitivo sigue latente. El mismo desa­
rrollo del capitalismo da nacimiento, según este metarrelato,
a un sujeto histórico dotado de una misión emancipadora
universal; la dialéctica de la historia ha de conducir a la ne­
gación de la negación, al momento escatológico del retorno
del comunismo, pues éste, bajo una forma alienada, ha sido
siempre la verdad de la historia, cuyo enigma ha de quedar re­
suelto de una vez para siempre. La conservación del comu­
nismo primitivo en estado de hibernación bajo la máscara de
las relaciones de producción: esto es lo que Marx se esforzó
por demostrar en El Capital mediante una crítica de la cien­
cia económica de su tiempo, la economía política.
Pero esto acontece en un momento histórico-cultural en
el cual los poderes corrosivos de la racionalidad se multipli­
can: un momento en el cual, como lo dice el propio Marx en
el El Manifiesto Comunista, “todo lo sólido se disuelve en el
aire”52. En medio de esta vorágine nihilista, los marxistas se
esforzarán por conservar un centro, una verdad enfática que
escape al creciente formalismo y relativismo de la verdad en
la sociedad moderna, pero intentando a la vez no abandonar
el horizonte cultural de la Ilustración. Tarea imposible: una a
una, las evidencias de la ciencia hegeliana de Marx fueron ca­
yendo: la teoría del valor, que pretendía dar cuenta del sen­
tido del proceso económico; el concepto de clase, que al su­
poner el telos de la emancipación — de modo que la clase
obrera quedaba definida por ser la portadora de una misión
emancipatoria de carácter universal— no era conmensurable
con los conceptos de la sociología, por más empeño que los
sociólogos soviéticos hayan puesto en ello; la concepción fi­
nalista de la historia, y así sucesivamente.
Para bien y para mal, la verdad enfática es ajena al hori­
zonte de nuestra modernidad tardía. El comunismo, tanto en
Oriente como en Occidente, se escinde entre una teocracia,
que mantiene de manera autoritaria un centro teológico-po-
lítico cada vez más vaciado de contenido, y una tecnocracia
ávida de integrarse en el horizonte pragmático y nihilista de
la modernidad. El sórdido affaire Lysenko en la década de
los 30 — la construcción, manipulación fraudulenta de los da­
tos mediante, de una supuesta biología proletaria— fue qui­
zás el postrer y grotesco intento de síntesis entre ambas ver­
tientes: cuando a finales de los 80 la primera termine por di­
solverse literalmente en el aire —jamás la imagen de Marx fue
tan apropiada— la tecnocracia de izquierdas hará su aggior-
namiento, su renovación casi sin trauma, sin solución de con­
tinuidad.
Pero todo esto había sucedido ya “en su concepto”, como
habría dicho Hegel y lo ilustra, volviendo a ella, la propia ale­
goría de Benjamin, que data de 1940: el artilugio de oculta-
miento, que debía garantizar la invencibilidad del materialis­
mo histórico, ha quedado a la vista por obra de la misma ale­
goría: se ha abierto la última caja negra de nuestra cultura, y
adentro no hay sino teología, pequeña y fea.
El animismo, la trascendencia* blanca en cualquiera de sus
formas, permitía concentrar la atención en la resolución de los
asuntos mundanos, puesto que el sentido global del mundo,
de la empresa de la cultura, estaba garantizado: era posible
inventar, descubrir, hacer guerras y revoluciones sin preocu­
parse de calcular el efecto contingente de cada una de las ac­
ciones, de cada aleteo de mariposa; sin mirar, como en una
expresión del sociólogo francés Gabriel Tarde, ula faz gesti­
culante del fondo de las cosas” . No era, como pudiera pare­
cer retrospectivamente, ni una superstición ni una postura hi­
pócrita, sino la fuerza decisiva en la construcción humanista
del mundo. El marxismo refino al máximo este dispositivo de
mundanización: disfrazó el anim uscon la máscara de la ma­
teria, y maximizó sus posibilidades de sobrevivencia en medio
de la autofagia de la Ilustración; en la práctica, este gesto li­
beró inmensas energías simbólicas. Estas energías moviliza­
ron pueblos enteros tras la meta de la industrialización en
“Oriente” (“la revolución ha migrado a Oriente”, anuncia­
ba Lenin, después de 1917 y del fracaso de los levantamien­
tos obreros en Alemania); en Occidente han sido decisivas
para dar su forma actual a la sociedad liberal. Por cierto, en
particular en el primero de estos casos, sabemos hoy que los
costos fueron atroces. Pero precisamente, la fe animista es la
que permite cargar los costos a la cuenta inagotable del ani-
mus.
Y se trataba sin duda de fe, de ciega fe. Uno de sus docu­
mentos más elocuentes es la carta estremecedora que, en di­
ciembre de 1937, envió Nikolai Bujarin a Stalin desde la pri­
sión en la cual aguardaba ser ejecutado por órdenes de este
último. Bujarin había sido defensor en los años veinte, junto
a Trotsky y contra Stalin, de la política de industrialización
acelerada y colectivización forzada del campo en el país de los
soviets: es decir, de la política de choque que — ironías de la
historia— fue puesta en práctica por Stalin a comienzos de los
treinta, y que no podía sino desencadenar el terror, al cual el
propio Bujarin terminó por sucumbir. Bujarin era un intelec­
tual cosmopolita, ateo y secularizado. No obstante, en esta
carta escrita “al pie del patíbulo” Bujarin, luego de especifi­
car que no tiene intención de retractarse ni de pedir clemen­
cia, escribe a su camarada Stalin, Koba como lo llamaban sus
íntimos:

“Llevo sin usar pañales el tiempo suficiente como para comprender


que los grandes planes, las grandes ideas y los grandes intereses son
lo más importante, y sería mezquino poner la cuestión de la vida de
uno mismo al mismo nivel que las tareas globales que recaen, fun­
damentalmente, sobre tus espaldas... No siento el más mínimo ren­
cor. No me consume un odio cruel. No soy cristiano. Pero tengo
mis rarezas. Creo que debo pagar por esos años que luché de ver­
dad. .. ¡Dios mío, si existiera un instrumento con el que pudieras tú
ver toda mi alma, martirizada, destrozada y sangrante! ¡Si pudieras
ver el cariño que te tengo...! He desnudado mi alma ante ti, mi más
íntima conciencia, Koba. Te pido el último perdón (el de tu alma,
no el otro). Te abrazo mentalmente, y no guardes mal recuerdo de
tu infeliz N. Bujarin”53.

Desde la perspectiva de nuestro bien ganado escepticismo


contemporáneo esta fe puede parecer grotesca, como grotes­
co es el enano jorobado que habita el artilugio de Benjamin.
Lo cierto es que el propio refinamiento del dispositivo ani-
mista del marxismo lo hace inmejorable, de modo tal que,
una vez revelado su truco, el animismo — el significado por
tanto— ha terminado ya de jugar su última carta en nuestra
cultura. Esto quiere decir, por una parte, que la tarea de cons­
trucción, de determinación del mundo, ha quedado, en lo
básico, concluida. Y por la otra, que aquello que el animismo
ocultaba, la pregunta radical por las condiciones en las cuales
la complejidad, el orden representados por el lenguaje y el
mundo se articula con el ruido absurdo y a la vez saturado de
sentido del universo, aflora a la superficie tanto en la filosofía
como en la ciencia.
Por cierto, puesto que hay en el mundo miseria, injusticias
o desigualdades, se podría argumentar que la trascendencia
blanca, precisamente por ser la expresión traspuesta y sacra-
lizada de un anhelo humano, no se desvanecerá en el aire: los
pobres, los humillados, los ofendidos, en esta línea de razo­
namiento, necesitan utopías y seguirán inscribiéndolas en el
cielo. Pero, para bien o para mal, no es posible simplemente
olvidar o revertir las experiencias que la humanidad ha hecho,
y menos aún en un ambiente de cultura planetarizada como
es el nuestro. “Sólo una cosa no hay. Es el olvido”, senten­
cia Borges. No es posible volver al estado de ingenuidad: la
caja negra del marxismo se ha abierto no sólo para los filó­
sofos especulativos como Benjamin, sino a vista del público.
Y los intentos por instaurar una suerte de supra-animismo,
que pase de un plumazo los costos de las experiencias utópi­
cas del siglo XX a la cuenta del animus resucitado, no pueden
sino adquirir un carácter grotesco: fundamentalistas religio­
sos de todo pelaje con arsenales de última generación, teó­
logos que utilizan la retórica de la liberación de los deshere­
dados de la tierra para llevar agua al molino de la nostalgia
por la buena sociedad tradicional, que la perversa moderni­
dad habría venido a erosionar.
En el lado laico, hay quienes llaman a crear nuevas uto­
pías, nuevos valores. Pero el llamamiento supone una reflexi-
vidad que impide, precisamente, que su objetivo se cumpla:
las utopías y los valores debían nacer de una pulsión emanci-
patoria desprovista de reflexividad; de lo contrario se trans­
forman en grotescos constructos de ingeniería social. La pré­
dica de los valores emancipatorios desde las instituciones, las
educativas por ejemplo, no puede tener sino efectos contra­
producentes. La educación traduce un estado de naturaleza,
la infancia, en ser social: una operación de inclusión en el
mundo social que no puede sino tener por contrapartida, lo
sabemos ya, el dolor y la coacción. La psiquis ilustrada se ha
forjado en el seno, pero también a contracorriente de las ins­
tituciones: éstas proporcionaban la fricción sin la cual la má­
quina emancipatoria habría quedado trabajando en el vacío.
Pero esto es precisamente lo que ocurre con la prédica eman­
cipatoria del establishment liberal planetario: se crea un efec­
to de vacío y la pulsión emancipatoria, si logra erguirse, lo ha­
ce volviéndose contra sí misma, o contra esas instituciones li­
berales, que hacen de la emancipación una prédica pero cuyo
trasfondo heterónomo no es posible hoy ignorar: cabezas ra­
padas y neo-nazis son el producto, no de una pérdida de los
valores, sino de su exhortación institucionalizada.
Por otra parte, a la conciencia contemporánea des-anima-
da no le es posible ya distinguir netamente a las víctimas de
los victimarios: la destrucción del bosque natural en el Ama­
zonas, la pérdida del “pulmón” de la Tierra y de un porcen­
taje significativo de su diversidad genética, como muchas
otras depredaciones del medio ambiente, son impulsados por
los pueblos y gobiernos del (ex) Tercer Mundo en busca de
sustento o de capital para la modernización. La idea de que
los países ricos del Norte debieran subsidiar económicamen­
te a los pobres del Sur para que no destruyan el patrimonio
ecológico del planeta implica, más allá del candor planetaris-
ta con que en estas cuestiones suelen ser enunciadas, la ins­
tauración de una suerte de tecnocracia global: nadie en su
sano juicio va a entregar sin más los enormes recursos nece­
sarios a los corruptos políticos del (ex) Tercer Mundo: la pla-
netarización, forzada por los peligros de destrucción del
medio ambiente, conlleva lo que eufemística y edulcorada-
mente se suele llamar “redefinición” de la soberanía de los es­
tados nacionales.
El mismo enfoque sistémico del pensamiento actual surge
como reacción ante la complejidad que ha emergido después
de la caída del muro del animismo: éste, en efecto, permitía
levantar muros, establecer diferencias en el interior del mun­
do, distinguir amigos de enemigos, como lo quería de la po­
lítica el discutido Karl Schmitt. Ahora la única diferencia sig­
nificativa es aquélla entre sistema y entorno; llevado al plano
global, esto implica que los peligros que nos acechan no son
sino el resultado de esta diferencia, que hemos trazado noso­
tros mismos en el medio del lenguaje, y el único enemigo, si
de enemigos aún se trata, somos nosotros mismos. El dolor
no puede ser atribuido a agentes intramundanos; la respon­
sabilidad o la culpa individuales o sectoriales son sustituidos
por una suerte de culpa sistémica: el costo a pagar por haber
robado el fuego, por haber trizado, con la emergencia del
lenguaje, la superficie indiferente del universo.
La desconfianza respecto al discurso emancipatorio forma
parte del mismo horizonte cultural. Casi no es necesario ha­
ber leído a Foucault para saber que el discurso incluye y
excluye a la vez; que, como en el caso de la sexualidad, el dis­
curso emancipatorio es la más eficiente tecnología de norma­
lización social, puesto que maximiza la capacidad del logos de
incitar a hacerse mundo lo que antes no era sino alteridad in-
diferenciada. Así, para bien o para mal lo femenino emerge
del anonimato: de allí en adelante deja de ser enigma para
transformarse en sujeto de discurso, de debate científico, de
derecho legal. Otras diferencias sexuales también se explici-
tan; de tres siglos a esta parte, muestra Foucault, el discurso
viene transformando la infinita gradación de comportamien­
tos sexuales en un catálogo de perversiones que son minu­
ciosamente estudiadas con pasión entomológica. Con esto,
las diferencias substantivas se desvanecen en el aire: es decir,
pasan a formar parte de un entramado conceptual saussuria-
no, de un campo semántico diferencial cuyas líneas de fuer­
za convergen en la sexualidad, expresión hipostasiada de una
operación de tecnología social. De allí en adelante la trans­
gresión deja de ser posible: se convierte en opción sexual, y
así, en países del hemisferio norte, las parejas homosexuales
exigen el derecho a quedar inscritas en el registro civil en
igualdad de condiciones con los respetables burgueses a quie­
nes solían escandalizar. Nada de objetable hay en esto. Nin­
guna nostalgia: el enigma era sujeción. Pero tampoco ningu­
na falsa esperanza: la emancipación se paga al costo de la nor­
malización, de una coacción a través de la cual el logos revela
su finitud, su origen heterónomo.
El traspaso del umbral de la cultura, lo sabemos ahora
también, no es posible sin iniciación, la cual de una u otra for­
ma deja su marca en el cuerpo. A menudo esta marca se
objetiva en mutilación, más o menos brutal (circuncisión,
ablación, deformaciones de ciertos rasgos). En el caso de Oc­
cidente no hay mutilación objetivada: nos miramos al espejo,
y vemos un cuerpo humano sin más. Pero nuestro cuerpo sin
duda sería distinto, se movería y sentiría distinto si hubiése­
mos sido iniciados en otra cultura: ni mejor ni peor, pero dis­
tinta. La mutilación no desaparece, sino se hace Gestalt:
canon de belleza, de higiene, de salud, de estilo de vida. La
mutilación no está en ninguna parte; no obstante, nuestro
cuerpo es finito, y la promesa tecnomédica de otorgarle una
plasticidad potencialmente ilimitada no hace sino poner do­
lorosamente de relieve su finitud. Así, la mutilación carente
de un rasgo específico en el cual objetivarse pasa a estar en to­
das partes: la misma corporalidad se vive como mutilación, y
así se hace la experiencia, irreversible, de la corporalidad co­
mo determinante ontológico de nuestras vidas.
¿Qué será de los oprimidos ahora que el discurso emanci­
patorio se autodisolvió? En ciertos casos estarán mejor que
antes; no olvidemos que este discurso generó, en no pocas
ocasiones, opresiones más brutales que las precedentes. Por
otra parte, el lo¿¡os no recubre todo el lenguaje: en sus már­
genes prolifera la habladuría, el murmullo, el tartamudeo, el
rumor, los discursos embrionarios y efímeros que nunca al­
canzan a traspasar su umbral y se extinguen sin casi dejar hue­
lla, para volver a resurgir. Pues bien, antes de la intervención
normalizadora del discurso emancipador o revolucionario, las
rebeliones populares eran parte de este hormigueo efímero,
que se deja ver por ejemplo en le g ra n d peur^ el conglome­
rado de pánicos, algaradas y motines aparentemente irracio­
nales que acompañaron a la Revolución Francesa en 1789, o
en los centenares de rebeliones campesinas movidas por va­
gos sentimientos milenaristas que han podido ser rastreadas
en la Alemania del siglo XVI (Delumeau, 1989, pp. 223-
304).
Algo semejante ocurre en los intersticios de la sociedad
contemporánea, a menudo a propósito de situaciones de cri­
sis directa o indirectamente vinculadas al desarrollo tecnoló­
gico. Así por ejemplo, ante catástrofes como el terremoto de
México (septiembre de 1986) emergen formas espontáneas
de resistencia y autoayuda surgidas del mismo tejido social
dañado, las cuales superan en oportunidad y eficacia a las ac­
ciones de socorro, inevitablemente burocratizadas, que pro­
vienen de medios oficiales. Por cierto, no se puede idealizar
este tipo de movimiento: la espontaneidad tiene como con­
trapartida la ausencia de control, de modo que la acción be­
néfica tiende a hacerse indistinguible de la delincuencia o el
saqueo54.
En otro plano, la informatización de la sociedad, cúspide
de la normalización tecnológica, da origen a movimientos de
resistencia y protesta intersticiales, al margen ya de cualquier
discurso emancipador: hackers, creadores y difusores de virus
y “caballos de troya”, usuarios no autorizados, que compo­
nen el efervescente escenario neo -luddita surgido a la vera de
las autopistas mundiales de la información.

51 Primo Levi, “Al comienzo”, Ad ora incerta, Garzanti Editore, Mi­


lán, 1984.
52 Para un elogio entusiasta del nihilismo de la modernidad, y el del
propio Marx, ver: Marshall Bermann, 1982, All that issolid melts in the air,
New York, Simón and Schuster.
53 El País, Madrid, 28 de febrero de 1993, p. 16.
54 Para un reporte (no exento de cierta idealización) sobre las formas
espontáneas de autoorganización ante el terremoto de México del 19 de
septiembre de 1986: Gustavo Esteva, 1988, “L’auto-organisation des si-
nistrés”, Patrick Lagadec (ed.), Etats d ’urgence, París, Ed. du Seuil, pp.
310-322.
18. Mesianismo e Ilustración

El tem a del cambio, de la novedad radical, ha aflorado en


numerosas ocasiones a la superficie de este texto. De hecho,
la pregunta respecto a la forma en que puede experimentar el
cambio una cultura como la nuestra, plenamente seculariza­
da, que ha hecho e internalizado la experiencia del escepti­
cismo radical, constituye el núcleo de esta indagación. En el
interior de la cultura de Occidente, la cuestión del cambio,
del giro historial, tiene su expresión en una rica tradición que
se ocupa del tema del mesianismo. Ahora bien, el judaismo,
dentro de cuyas coordenadas culturales se plantea con pleni­
tud esta cuestión, constituye un paradigma de secularización
extrema: se trata de una cultura centrada en el comentario, en
la interpretación, ante los cuales las fuentes originarias del sig­
nificado (la revelación) retroceden hasta transformarse en un
punto virtual:

“ ...la Revelación bíblica está depurada de la violencia de lo sagra­


do. Ella no tiene el formato mítico imposible de afrontar y que nos
aprisionaría en una red invisible, privándonos de nuestra libertad...
la Revelación bíblica no nos aniquila con su contacto, no nos trans­
porta más allá de nosotros mismos. Ni éxtasis ni entusiasmo... Pa­
ra el judaismo la Revelación significa esencialmente discurso, pala­
bra de Dios” (Banon, 1985, p. 29).

Prefigurando la encrucijada de la secularización consuma­


da, el judaismo paga la libertad al costo de un extrañamien­
to de lo sacro, de un exilio ontológico; este exilio, al menos
según ciertas interpretaciones pertenecientes a la rica tradi­
ción mística judía, la Cábala, surgida como complemento ne­
cesario de la tradición rabínica secularizada, prefigura y per­
fecciona el exilio histórico del pueblo55. Uno de los textos
más célebres de la literatura talmúdica relata una intensa dis­
cusión entre Rabbi Eliezer y otros doctores de la Ley, en el
transcurso de la cual éste solicita que Dios mismo comparez­
ca a zanjar una cuestión que dichos doctores insisten en in­
terpretar de manera diferente a la suya. Entonces una Voz
celeste se hace oir, apoyando la argumentación de Rabbi Elie­
zer. No obstante los doctores de la Ley no se dejan impre­
sionar. Uno de ellos afirma: “La Tomh no está en el cielo” .
Otro argumenta: “La Torah ha sido ya dada en el Sinaí. No
debemos esperar la confirmación de una voz celeste porque
ya, en el monte Sinaí, Tú escribiste en la Torah: ‘Se seguirá
la opinión de la mayoría’”. La reacción del Taveh ante esta ar­
gumentación queda registrada en el mismo relato: “Dios son­
rió y dijo: ‘Mis hijos me han vencido, mis hijos me han ven­
cido’” 56. El mismo sentido de secularización extrema tiene la
interdicción de la profecía en el judaismo posterior a la des­
trucción del Templo.
En el judaismo, el contenido íntegro de la revelación ha
pasado al mundo después del evento del Sinaí: la “ Torah es­
crita” — la palabra misma de Dios— ha dejado paso a la “ To­
rah oral”, al conjunto de interpretaciones históricas de la tra­
dición. La primera ha quedado reducida a un punto virtual,
a la letra Aleph en la expresión Anojí, “yo”, con la cual co­
mienza el primer mandamiento en el texto bíblico hebreo, se­
gún la audaz imagen propuesta por el místico judío del siglo
XIX rabbi Méndel Torum de Rymanow, tanto más sugeren-
te porque Aleph es una letra muda, tan sólo el movimiento
incial de la laringe que precede la emisión de la voz. Aleph, se
podría decir, es la condición de posibilidad de cualquier len­
guaje propiamente humano, y nada más (Scholem, 1978, pp.
33-34).
Se sigue de aquí que la tradición judía no podría reco­
nocer un acontecimiento mesiánico sino bajo la forma de
una singularidad substraída de la historia, de un evento ex-
tramundano que rompa radicalmente la temporalidad. Esa
fue precisamente la conclusión que extrajo Walter Benjamin
bebiendo de las mismas fuentes — “nada histórico puede
pretender referirse a lo mesiánico por sí mismo” (1 9 7 3 , p.
1 9 3 )— , y su confirmación asombrosa se encuentra en la
propia historia del judaismo. En efecto, el movimiento me­
siánico que penetró más hondamente en las comunidades ju­
días repartidas por el mundo fue, en la segunda mitad del si­
glo XVII, el sabbataismo, llamado así por el “falso Mesías”,
Sabbatai Zevi (1625-1676). Ahora bien, a diferencia de Cris­
to, que muere en la cruz y con ello realiza y anticipa la re­
conciliación entre lo absoluto y la historia que define esen­
cialmente al cristianismo, Sabbatai es un Mesías antinómico
y apóstata, que después de años de predicación en Jerusalem
y Gaza renuncia al judaismo y se convierte al Islam. Lo ca­
racterístico aquí es que Nathan de Gaza y los demás teólo­
gos y místicos seguidores de Sabbatai ven, en su apostasía,
no una negación, sino la confirmación última de su esencia
mesiánica (Scholem, 1973).
Para cerrar la brecha entre lo absoluto y la historia, al cris­
tianismo le bastaba con la muerte física del Mesías; de allí que
la dialéctica hegeliana, que según la propia Fenomenología del
Espíritu constituye la expresión secularizada del mito cristia­
no, pueda culminar en la idea de reconciliación57. En el caso
del judaismo, que ha hecho a fondo la experiencia de la se­
cularización, tal cierre parece imposible o, más bien, requiere
de un Mesías que sacrifique no ya su cuerpo, sino su natura­
leza mesiánica misma; la expresión filosófica, secularizada, de
este mesianismo abismal y paradójico no puede ser otra que
una dialéctica negativa, para la cual, como lo prescribe Ador­
no en sus aforismos, “el todo es lo no verdadero” (Adorno,
1987, p. 48).
El evento mesiánico, el vuelco histórico radical, es un
hecho rebosante de significado, que renueva el mundo, lo re-
abastece del significado. Pero en una cultura altamente secu­
larizada, como lo ilustra el caso del judaismo, este evento,
precisamente porque interrumpe la sucesión de las interpre­
taciones, debe quedar fuera del mundo: es por tanto una
irrupción súbita de exterioridad, una catástrofe, un monstruo.

“El porvenir no puede anticiparse sino bajo la forma del peligro ab­
soluto. Es lo que rompe absolutamente con la normalidad consti­
tuida y no puede por tanto anunciarse, presentarse, más que como
especie de la monstruosidad” (Derrida, 1967, p. 1 4 )58.

55 Así es según la Cábala luriánica del siglo XVI. Registrando plena­


mente el impacto de la expulsión de los judíos de Sefarad, Isaac Luria, ca­
balista de Safed, llevó al plano ontológico o teosófico la cuestión del exilio.
Así, en la creación la esencia divina se retrae del universo. Dios mismo se
exilia, y el vacío que su retirada deja es lo que llamamos creación. En otras
palabras, el mundo queda definido por la retirada y ausencia de lo absolu­
to. Ver: Gershom Scholem, Lesgrandes courantes de la mystique juive, op.
cit.ycap. VII.
56 Bavli, tratado Baba Métsia, 59b. Citado por David Banon, 1987,
p. 69.
57 Lo mismo se puede decir del marxismo, el cual no por azar en­
cuentra su continuación en la teología cristiana de la liberación.
58 Agradezco a Marcos García de la Huerta por haber llamado mi aten­
ción sobre la relación entre catástrofes y monstruos. Ver de este autor: “So­
bre catástrofes y monstruos”, ponencia presentada a la VII Bienal de la So-
cietyfor Philosophy and Technology, Peñíscola, Valencia, mayo 1993 (publi­
cación pendiente).
19. Post-scriptum: el ángel insomne

La animista del significado del universo permitió


g a r a n t ía
concentrar la atención de la cultura en la construcción de un
mundo, olvidando las consecuencias imprevistas e imprevisi­
bles de la acción, las desdichas sufridas por los espectadores
inocentes, los errores de aproximación, los desechos.
Las grandes empresas humanas, la erección de los vastos
imperios y ciudades— Tebas, Babilonia y Roma, el Vaticano
y la Lima virreinal, la Muralla China, Londres y Moscú— exi­
gen, en efecto, que de la faz gesticulante del dolor humano
insumido por su ejecución no queden registros; que su irre­
ductible particularidad — su trascendencia negra— se borre
del recuerdo, de modo que el dolor, depurado de ella, vaya
a alimentar la blanca esperanza en el bien del Estado o en un
etéreo y anónimo Bien. La acción histórica sólo es posible si
ciertas consecuencias son ignoradas, desechadas hacia el en­
torno; si, a la vez, se supone que a estos residuos simbólicos
les está vedado retornar al mundo para perturbar los efectos
deseados de la acción. En otras palabras, la garantía animista
del significado supone que los residuos son recuperados, re­
dimidos bajo la forma del sentido: de esta manera, equivale
a hacer del universo un infalible dispositivo de reciclaje de ba­
suras y de olvido.
Pero a la conciencia moderna des-animada, que ha hecho
a fondo la experiencia de la secularización, le resulta imposi­
ble ya desechar sin más; su incapacidad es potenciada además
por la misma proliferación de productos simbólicos y medios
que caracteriza a este estadio tardío de nuestra cultura. Con­
siderando tan sólo el dominio constituido por las publicacio­
nes científicas en sentido estricto (unas cuatro mil, si se toma
como base el Science Citation Index editado por el Institute
for Scientific Information, Philadelphia), es posible estimar
un volumen anual del orden de cuatro millones de artículos
que pueden ser calificados, según criterios de evaluación bas­
tante restrictivos, de contribuciones originales a los respecti­
vos campos del saber (Scientometrics, Vol. 16, 1989). En esta
Biblioteca de Babel— la imagen es reiterada, pero ineludible:
imaginemos también toda la secuela de efectos mediáticos
que estos artículos desencadenan— no hay direcciones pri­
vilegiadas, ni orientaciones, ni catálogo: no hay sentido, si­
no un enjambre creciente de objetos textuales respecto a cu­
yo ordenamiento, como si se tratara de partículas materiales
moviéndose al azar en un espacio homogéneo y vacío — una
Galaxia Gutemberj?— sólo es posible formular hipótesis glo­
bales, estadísticas; de hecho, tal es la función de la “biblio-
métrica”, una disciplina afín a la teoría de la información, que
como ella prescinde del significado de los textos para con­
centrarse en sus regularidades estadísticas, de manera no
esencialmente diferente a las especulaciones combinatorias
borgianas sobre la “divina Biblioteca”59.
En estas condiciones, la acción racional deja de ser posi­
ble. Ante la imposibilidad de tomar en cuenta la infinita com­
plejidad de las cosas y el también infinito potencial de con­
secuencias inesperadas, la acción racional suponía la existen­
cia de un orden significativo del universo, dentro del cual
quedaba inscrita. Desde nuestro punto de vista contemporá­
neo, este supuesto animista no puede sino constituir una fic­
ción; no obstante, podemos entender también, y así lo hemos
hecho a lo largo de este trabajo, que no se trató de una me­
ra ficción, sino de una ficción funcional, reductora de la com­
plejidad, cuya carencia determina que la conciencia colectiva
contemporánea haya quedado desgarrada, oscilando violen­
tamente entre entre el voluntarismo y la parálisis.
¿Cómo sería posible hoy, por ejemplo, la acción revolu­
cionaria, detonante del cambio radical? Imaginemos el Polit-
buró revolucionario de fin de siglo sesionando para decidir el
asalto al poder. Si el buró considera que sus decisiones han de
ceñirse al canon de la racionalidad, no tiene más alternativa
que sumergirse en la complejidad amorfa de las publicaciones
científicas. En algunas de ellas — imaginemos que recorremos
los anaqueles de la sección Psicología— se hallaría quizás la
tesis de la futilidad de las revoluciones, sobre la base de evi­
dencia que parecería indicar que, al cabo de cierto número de
generaciones, los traumas psíquicos causados por los estalli­
dos revolucionarios suelen desencadenar procesos de regre­
sión a situaciones sociales pre-revolucionarias. Otras discu­
tirían esta evidencia, contrastándola con evidencia en con­
trario; otras, aún peor, considerarían ambas posibilidades,
relacionándolas con complejos*escenarios políticos, históricos
o económicos cuya verificación, a su vez, sería susceptible de
discusión. Finalmente el Politburó — que no cuenta ya con
una teoría de la historia que le permita descartar de plano
ciertas afirmaciones como “ideológicas”— descubre que no
puede olvidar siquiera un aleteo de mariposa. Si toma parti­
do por la razón, debe rechazar la acción; si actúa, debe po­
nerse al margen del horizonte de la racionalidad: pasarse al
bando voluntarista, fundamentalista.
La acción histórica requería de la aceptación de una cierta
ceguera, compensada por el siempre vigilante ojo de dios o del
espíritu. Ahora en cambio, la vigilia debe ser asumida direc­
tamente por el sujeto devenido insomne, asediado por sus
propios desechos, por la incapacidad de olvidar. Se nos viene
una vez más a la mente una parábola imaginada por Borges.
Se trata ahora de la historia de Ireneo Funes, apodado “el me­
morioso”, en cuyo vertiginoso mundo, contraparte subjetiva
de la Biblioteca de Babel, no cabe el olvido. Funes, observa
Borges, “era casi incapaz de ideas generales, platónicas”:

“No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro


abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa
forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de per­
fil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (vis­
to de frente)... Le era muy difícil dormir. Dormir es distraerse del
mundo; Funes, de espalda en el catre, en la sombra, se figuraba ca­
da grieta y cada moldura de las casas que lo rodeaban .

“Funes”, concluye el narrador, “no era muy capaz de pen­


sar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En
el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi in­
mediatos”61. Ahora bien, en cierto momento clave del diá­
logo que han sostenido a lo largo de una noche de insomnio,
Funes se ha dirigido a él con la siguiente frase, casi una que­
ja: “Mi memoria, señor, es como un vaciadero de basuras”62.
Y de basuras en efecto se trata, para la conciencia contem­
poránea insomne, ocluida en su capacidad de pensar por la
avalancha de desechos, materiales y simbólicos, que ya no es
capaz de olvidar. Partiendo por lo más concreto, cada habi­
tante de una metrópoli del Hemisferio Norte produce, en
promedio, del orden de dos kilogramos diarios de desechos
domésticos63. Trece mil toneladas de basura genera día a día
la ciudad de Nueva York64. La cifra anual para los países de la
Unión Europea es de 2 .2 0 0 millones de toneladas entre de­
sechos agrícolas, industriales y hogareños (Renaux, 1993, pp.
i; 1): es decir, un volumen que, para establecer un término de
comparación, supera en tres órdenes de magnitud a la pro­
ducción agregada mundial de cereales (1,96 millones de to­
neladas anuales65), y sólo es comparable al total anual de ex­
tracción de ciertos minerales como el carbón.
La acumulación de desechos materiales — cuyo crecimien­
to en el tiempo, por lo demás, es exponencial— impone ne­
cesidades de tratamiento y reciclaje, que requieren de una di­
ferenciación minuciosa. Así, en el año 1991 los países de la
Comunidad Europea distinguían del orden de mil diferentes
especies de basuras, agrupadas en 20 grandes categorías. En­
tre ellas, la número 16 comprende “desechos de origen mu­
nicipal y desechos similares industriales e institucionales”, e
incluye (subcategoría 1 6 .1 3 .1 ), “desechos provenientes de
parques”, que deben ser distinguidos de los “provenientes de
jardines”, a los cuales corresponde el 13.3 de la clasificación.
Asimismo, el 15 corresponde a “desechos provenientes del
cuidado o la investigación médica o veterinaria”; el 15.1 a
“desechos provenientes del cuidado de los pacientes” y el
15.2 a “desechos anatómicos de origen humano”. El 15.3.3
agrupa “desechos de amalgama de origen odontológico”.
Los “desechos agrícolas, agroindustriales y pesqueros” se
consideran bajo el número 17; los “huesos y piel” bajo la
1 7.3.1; las “plumas, pieles, cuernos y pezuñas”, bajo la
17.3.4. El 9 está reservado a “desechos provenientes de la
manufactura de productos químico-orgánicos”, etc., etc. (Re­
naux, Anexo 3).
En relación a la tendencia entrópica de nuestra cultura, cu­
yo origen hemos discernido en la dinámica misma del len­
guaje, observemos cómo la figura histórica del reciclaje de los
desechos queda atravesada por una paradoja. Por una parte,
el reciclaje es neguentrópico: contrarresta la tendencia al au­
mento de entropía (al desorden, a la pérdida de significado),
al evitar, aunque sólo sea parcialmente, la degradación de la
energía y de los materiales66. No obstante, en un plano más
fundamental, el cognitivo, parece perfeccionarla. En este pla­
no, en efecto, el reciclaje incrementa las diferencias que no es
posible ya olvidar; exacerba el bloqueo del pensamiento refe­
rido al mundo (“pensar es olvidar diferencias” ), la vigilia, el
insomnio; asimismo, la obsesión por los propios desechos
constituye quizás una forma acabada de autorreferencialidad
cultural, desencadenante, como ya lo hemos visto, de la inse­
guridad ontológica, de la angustia existencial radical.
Desde la plataforma cognitiva de una cultura asediada por
sus desechos e impelida a reciclar, el mundo pasa a ser visto
como un montón de ruinas dejadas por una catástrofe; como
bajo la óptica del “ángel de la historia”, el personaje de la
“Novena Tesis de Filosofía de la Historia” de Walter Benja­
min. Dice Benjamin:
“Hay un cuadro de Paul Klee que se llama Angelus Novus. En él se
representa a un ángel que parece como si estuviera a punto de ale­
jarse de algo que le tiene pasmado. Sus ojos están desmesurada­
mente abiertos, la boca abierta y extendidas las alas. Y este deberá
ser el aspecto del ángel de la historia. Ha vuelto el rostro hacia el
pasado. Dónde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él
ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre
ruina, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar
a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el Paraíso
sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuer­
te que el ángel no puede ya cerrarlas. Este huracán le empuja irre-
niblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los
montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Este huracán es
lo que nosotros llamamos progreso” (1973, p. 183).

Nosotros también hemos vuelto el rostro hacia el pasado.


La memoria des-animada de nuestro tiempo, como nunca vi­
gilante y receptiva, intenta ver más allá de la concatenación de
datos prescrita por el principio de razón suficiente, más allá
del molde lingüístico, más o menos estrecho, en el cual se
intenta contener la abigarrada e infinita diversidad de la
experiencia. Intenta registrar lo excluido, más allá de las fron­
teras del mundo trazadas por el lenguaje: el dolor sin reden­
ción, lo carente de sentido, todo aquello que ha quedado fue­
ra del cono de luz proyectado por el lenguaje y significa
entonces en sí mismo, más allá de todo contexto, y es catas­
trófico. No se le escapa la catástrofe diferida que constituye la
verdad última de la luz, del lenguaje y el mundo.
El ángel de la historia, conjeturamos también, no es un
personaje salido de una fabulación arbitraria; su mirada, su
palabra, constituyen una suerte de “grado cero” del animis­
mo y las ficciones reductoras de la complejidad. Al urbanita
insomne, memorioso y desanimado que escribe estas líneas
— también al que las lee— le ha tocado la dudosa suerte de
contemplar el mundo con los ojos desmesuradamente abier­
tos del ángel.

59 Así por ejemplo: “El número de símbolos ortográficos es veinticinco.


Esa comprobación permitió, hace trescientos años, formular una teoría ge­
neral de la Biblioteca y resolver satisfactoriamente el problema que ningu­
na conjetura había descifrado: la naturaleza informe y caótica de casi todos
los libros” (“La Biblioteca de Babel”, Prosa Completa, op. cit., Vol. I,
p. 457).
60 Borges, “Funes el memorioso”, ídem, p. 483.
61 ídem, pp. 483-484.
62 ídem, p. 481.
63 Fuente: comunicación personal de Jean-Louis Soulas, Asesor de la
Gerencia General de la Compagnie Generale des Eaux, París.
64 “In the dumps”, Time Magazine, nQ4 9 ,1 9 9 4 , p. 58.
65 L 3 etat du monde, Edition 1995, 1994, París, Editions La Decou-
verte, p. 601.
66 El reciclaje nunca puede ser total, puesto que los procesos corres­
pondientes producen a su vez desechos, y así sucesivamente. De hecho, es­
tos desechos ocupan la categoría 12 en la clasificación de CEE-UE (“De­
sechos provenientes de las instalaciones de tratamiento de la polución y de
las industrias del agua”) (Renaux, 1993J.
Referencias bibliográficas

E s t e lista d o incluye todas las referencias bibliográficas con­


sultadas en el desarrollo del presente ensayo. Las ediciones
que se especifican en el listado son aquellas que efectivamen­
te fueron consultadas. Cuando se han utilizado traducciones
al castellano, el título de la obra aparece aquí en castellano,
y los datos de la edición corresponden a dicha traducción. Las
referencias cuyos títulos aparecen en otros idiomas han sido
consultados directamente en esos idiomas, y las traducciones
de citas provenientes de ellas, excepto en casos que se especi­
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/
Indice

Agradecimientos.......................................................... 7
1. Introducción: el ocaso del a nim us......................... 11
2. Lenguaje y m u n d o ..................................................... 19
3. Los límites del reduccionismo ................................ 27
4. Autofagia e Ilustración.............................................. 35
5. El caso de la ingeniería genética.............................. 47
6. Autorreferencia e inseguridad ontológica ........... 55
7. Anorexia en la cultura: las paradojas de la ética
medioambiental .......................................................... 73
8. “ Grande, feroz y extinguido ”:
lo sublime mediático ................................................. 85
9. Caos y autorreferencia en las ciencias .................. 95
10. Las palabras y las c o s a s .............................................. 105
11. Tecnología y creatividad............................................ 115
12. El sueño de la máquina blanda .............................. 123
13. Máquinas pensantes...................................................137
14. La omisión de Alan Turing .....................................149
15. All ispretty: técnica y arte ....................................... 157
16. La filosofía y su dob le................................................ 165
17. El colapso de la trascendencia blanca.................... 175
18. Mesianismo e Ilustración......................................... 191
19. Post-scriptum: el ángel in som n e..............................197
Referencias bibliográficas.......................................... 205

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