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EL DESÁNIMO
Ensayo sobre la condición contemporánea
© EDICIONES NOBEL, S.A.
Ventura Rodríguez, 4
33004 OVIEDO
ISBN: 84-87531-69-5
Hecho en España
“Pues bien, el espíritu es sin duda algo especial:
¡sabemos tan poco de él y de su relación con la
naturaleza...! Siento mucho respeto por el espíritu,
pero ¿lo siente también la naturaleza1? A l f in y al
cabo el espíritu no es más que un fragm ento de
naturaleza y el resto parece poder arreglárselas
muy bien incluso sin ese fragm ento. ¿La
naturaleza se dejará realmente influenciar en
medida relevante por el respeto hacia el espíritu ?”
Sigmund Freud, CARTA AL PASTOR PFISTER, 1930
[“ ]
Chechenia, Sarajevo o Ruanda experimentan como su impo
tencia crece en razón directa a los boletines de la CNN o a los
mensajes que circulan por Internet; en todos los ámbitos, de
la empresa a la política, las antiguas virtudes del instinto, la
decisión audaz y la lealtad ciega vuelven a ponerse de moda.
La participación creciente de la información y los servicios en
la creación de valor agregado no impide que las viejas cues
tiones relacionadas con la producción industrial retornen: una
“neo-taylorización” de las relaciones de producción; un pro
letariado de “cuello blanco” enfrentado, no ya a una bur
guesía, sino a un aparato de dominación difuso y anónimo,
cuyos puntos nodales están ocupados por tecnócratas dese-
chables. La hegemonía del mercado da lugar a nuevos blo
ques y proteccionismos. Y tras la faz luminosa del nuevo or
den mundial se perfilan sombras: los resurgidos nacionalis
mos, la afirmación fundamentalista del suelo propio, la raza,
la tradición. En ésta y las demás cuestiones, la mera observa
ción de los hechos, por escrupulosa que sea, no permite dis
cernir si los tiempos que vienen serán de consenso o de vio
lencia, de racionalidad o de voluntarismo: en contravención
a la lógica bipolar del sentido común, se siente la tentación de
decir que ambas afirmaciones, tesis y antítesis, son verdaderas
y falsas a la vez.
Ahora bien, desde una óptica posmoderna, estos afanes
podrían ser contemplados con ironía, como el resultado de
una no resuelta nostalgia por las viejas filosofías de la historia,
por los meta-relatos que se las arreglaban, de una u otra ma
nera, para garantizar la existencia de un orden, de un sentido
inherente a las cosas y a la vida humana. Un sentido que a la
vez se ofrecía como norma para juzgar críticamente las for
mas transitorias de organización social y cultura, y al cual la
posmodernidad declara caduco; al cual los intentos por hacer
una caracterización de los tiempos que corren seguirían ape
lando por mero anacronismo.
La condición posmoderna, en efecto, ha sido definida
(Lyotard) como el ocaso de los meta-relatos que otorgaban
sentido a la experiencia; estos meta-relatos, cuyo postrer ex
ponente habría sido el marxismo, se habrían tornado insos
tenibles ante la proliferación de saberes e informaciones, es
pecialmente desde la segunda mitad del siglo XX. Sin embar
go, este diagnóstico sugerente suscita una inmediata réplica.
En efecto, al menos a partir del trabajo de Max Weber en las
primeras décadas de este siglo, sabemos que la modernidad
ilustrada, que el postmodernismo cree haber dejado atrás, se
caracteriza precisamente por el impulso incesante al “desen
cantamiento de la imagen del mundo”, a la corrosión de las
certidumbres heredadas y sedimentadas en los mitos: certi
dumbres que desde la obscuridad sometían a los hombres a
un poder extraño, y que ahora deben rendir cuentas ante el
severo tribunal de la razón. El relato mítico sometido a un
proceso de racionalización, en la teoría de la modernidad de
Max Weber, equivale al meta-relato de Lyotard. ¿Cuál es en
tonces la novedad?
Pues bien: hay novedad. Pero percibirla exige leer a través
del debate suscitado por el postmodernismo, haciéndose car
go, no solamente de su contenido manifiesto — aquello que
los interlocutores dicen— sino más bien lo que se muestra a
través de la estructura misma del debate, de la “escena” in
telectual que los interlocutores sin quererlo instauran. Así, la
modernidad no ha sido sino una continua disolución de los
meta-relatos, sin excluir los propios, aquéllos en los cuales ella
misma ha pretendido encontrar momentáneo reposo. Pero a
la vez, tal como Sancho Panza se maravillaba de hablar en
prosa, no es lo mismo practicar espontáneamente el desen
cantamiento que cobrar conciencia de ello. El postmodernis
mo es la modernidad autoconsciente y por ello exacerbada,
volcada autorreflexivamente sobre sí misma; una modernidad
que, una vez consumada en lo esencial su tarea de disolución
de los mitos, enfoca sus poderes corrosivos contra sí misma,
advirtiendo que el virus mítico se aloja también en el inten
to de dar un significado a la propia existencia moderna. En
efecto, tal intento supone la aceptación de un cierto “animis
mo” : de una suerte de meta-relato impreso en el imaginario
colectivo, que garantiza que los proyectos humanos no son
constructos arbitrarios, sino que están insertos en un orden
inherente al universo; un orden significativo que promete que
los dolores sin medida que tales proyectos inevitablemente
provocan no quedarán flotando de modo indefinido en el ab
surdo, sino serán finalmente redimidos. Para que haya justi
cia, el universo debe estar “escrito” en carácteres legibles para
el ser humano. En esta perspectiva, la modernidad constitu
ye un proceso complejo, que instaura un orden secularizado,
en el interior del cual la libertad humana es posible, pero so
cava continuamente sus bases; hasta que, en virtud de esta
misma dinámica de secularización y crítica, el animus (el es
píritu que confería significado a la experiencia de la moderni
dad) se desvanece en el aire, se marcha del mundo.
La propensión a la autorreferencia, a la recursividad, es la
gloria y la miseria de la cultura ilustrada; una propensión que
nuestra modernidad finisecular lleva a la consumación y el
agotamiento, y que se hace sentir no sólo en el plano del pen
samiento teórico-filosófico, sino también a nivel de la cultu
ra de masas.
La capacidad de referirse a sí mismo, interpretación tras in
terpretación, es el rasgo que singulariza al lenguaje. Por ello,
este ensayo se desarrolla preferentemente como una reflexión
[Mi
en torno a él. El lenguaje distingue al ser humano en medio
de la ciega concatenación de los fenómenos del universo e
instaura un círculo de interioridad, un mundo iluminado que
la humanidad puede habitar; a la vez, no podría dejar de lle
var en sí mismo la marca de la exterioridad que le ha dado
origen: de la evolución ciega, anterior a toda posibilidad de
inscripción en el medio del lenguaje. El lenguaje es el medio
de la comunicación humana y a la vez un resultado de la evo
lución; por ello, más atrás de la voz o la escritura específica
mente humanas se deja sentir una suerte de rumor de fondo
en el cual las cosas mismas toman la palabra: un lenguaje de
las cosas (Benjamín, 1 986), condición de posibilidad y pun
to de fuga, padre y verdugo de todo lenguaje humano. En
virtud de esta paradoja, enfrentado a la exterioridad que ame
naza con reabsorberlo, pero que a la vez lo constituye, el len
guaje sólo puede cumplir con su tarea de preservar los lími
tes del mundo humano volviéndose crecientemente sobre y
contra sí mismo.
La experiencia de la autorreferencialidad no es patrimonio
exclusivo del pensador docto, del ensayista o el filósofo. En
efecto, como lo veremos en cierto detalle, la escena cultural
de la modernidad tardía está dominada por las figuras de la
autorreferencialidad, tanto en el plano de la ciencia — ésta, a
través de la teoría del caos y de las catástrofes, se abre a la
consideración de las condiciones que hacen posible su propio
discurso— como en el plano del debate público y la cultura
de masas. “Hacer de la propia imagen en un espejo el tema
para un cuento”, dejó anotado Nathaniel Hawthorne en uno
de sus cuadernos1. La fábula recursiva de un escritor que se
escribe a sí mismo escribiéndose es quizás la figura emblemá
tica, anticipada por Hawthorne, de la cultura contemporánea:
una cultura que, en virtud de las propias tecnologías cogni-
tivas que tiene a su disposición, está sentenciada a reiterar in
definidamente el trazado de su propia imagen, como en un
cuarto de espejos.
A través del caudal de recursividad que la colma, la con
ciencia colectiva contemporánea, instalada ya en las fronte
ras de la modernidad, hace la experiencia crucial del pensar:
la experiencia de que la realidad (lo que llamamos mundo) no
es sino una construcción discursiva, una fábula especular por
medio de la cual el ser humano intenta hacer pie en el uni
verso. Así, la cultura humana, cada una de sus formas históri
cas, puede ser vista como un gigantesco esfuerzo por neutra
lizar los poderes inabarcables de la naturaleza, por evitar que
esa pequeña perturbación, ese fenómeno emergente que es la
humanidad sea reabsorbido en las ciegas aguas de la evolu
ción.
Antes que en una simple construcción material, este es
fuerzo se expresa en la producción de complejos de significa
dos, de campos de fuerzas semánticos que desde la sombra
nutren y rigen la vida de los hombres. En el origen de toda
cultura hay una explosión, una suerte de big-btmg lingüístico
en el cual se constituye el capital de significados básicos que
la definen. Cada cultura, podríamos decir, cuenta con una re
velación, con un libro cuyos significados, enigmáticos pero
eficaces, debe ir desentrañando: la vida de una cultura es lec
tura, interpretación. La historia del pensamiento de Occi
dente no es sino la bitácora de estas interpretaciones, de las
sucesivas interrogaciones dirigidas por nuestra cultura a su li
bro original, a través de las cuales acontece la ilustración, la
secularización de lo sacro imprescindible para la edificación
de un mundo.
La Ilustración — entendemos por ella una suerte de inva
riante, de destino de toda cultura observada como sistema—
se caracteriza por una dinámica autófaga, que disuelve ince
santemente los mismos significados que le sirven de funda
mento. De forma simultánea, el desarrollo tecnológico im
prime a la vida societal el ritmo de una crisis permanente, y
dilata la superficie a través de la cual inciden directamente
sobre las sociedad las fuerzas opacas de la naturaleza. La tra
dición de Occidente no parece contar ya con recursos sim
bólicos capaces de hacer frente a estas perturbaciones, me-
tabolizándolas culturalm ente; en lo fundamental, estos
recursos parecen haberse agotado más allá de toda terapia a
través de la palabra. Y “cuando no queda nada por decir, lo
que queda por decir es el desastre” (Blanchot).
Esta recursividad consumada — sabemos que el mundo es
un constructo lingüístico; además, sabemos que lo sabemos,
y así hasta el infinito— subvierte globalmente la confianza en
la capacidad de los recursos simbólicos de nuestra cultura pa
ra traducir a escala humana el lenguaje inaudito de las cosas;
para devolvernos la imagen tranquilizante del animus, y no la
visión insoportable de un monstruo. De esta manera, la re
cursividad da paso a un sentimiento colectivo de inseguridad
radical: inseguridad que — irreprimible tic filosófico, que es
peramos hacernos perdonar— denominaremos ontológica, es
decir, referida no a hechos amenazantes, sino al carácter frá
gil e infundado que reviste nuestro mundo en cuanto tal. A
diferencia de la inseguridad meramente óntica (es decir, de
sencadenada por acontecimientos empíricos que provocan
nuestro temor), la inseguridad ontológica pertenece al do
minio simbólico; como decía Mallarmé, “sólo un libro es ex
plosión” .
La inseguridad ontológica es la sospecha, que paulatina
mente se abre camino en la conciencia colectiva de fin de si
glo, de que los recursos simbólicos mediante los cuales se tra
zaba la diferencia entre el mundo humano y las cosas, se han
desgastado ante la corrosión obrada por la propia razón; de
que ha acaecido un desastre en el plano simbólico — ¡el tmi-
mus ha muerto, nosotros mismos lo hemos matado!— sobre
cuyo trasfondo se recortan los temores fácticos, las imágenes
del horror que pueblan el imaginario colectivo de fin de si
glo. A este clima como de catástrofe anticipada, de des-áni
mo., pertenece por lo demás tanto este ensayo como las tradi
ciones de pensamiento — hermenéutica filosófica, dialéctica
negativa, filosofía del lenguaje, teoría de sistemas— que lo
configuran.
El des-ánimo, figura que preside este ensayo, no debe ser
confundido con el mero pesimismo. Más allá del desampa
ro, la retirada del animus es también la posibilidad de inven
tar nuevos juegos, al borde mismo del abismo; de recuperar
la sensación, exultante y fatigosa, de vivir en estado de pro
yecto, a la escucha del latido del universo. “Nunca un cielo
tuvo tantos caminos como éste ni fue tan peligroso” (Vicen
te Huidobro). El desánimo es un destello de lucidez, y tam
bién de paranoia: la memoria minuciosa y el insomnio, cuan
do las multitudes de fin de milenio, en la vigilia sin bordes de
las ciudades, no cesan ya de agitarse.
1 Esta anotación es del año 1835. Una breve selección de los Cuader
nos de Hawthorne, de la cual hemos tomado esta cita, ha sido publicada en:
A propósito de Hawthorne y su obra, Ed. Norma, Bogotá 1990.
2. Lenguaje y mundo
te ]
te un libro de ética, este libro destruiría, como una explosión,
todos los libros del mundo” (p. 37).
Esta explosión, la destrucción de todos los libros del mun
do, no es sino la alegoría de la aniquilación —por exceso, por
saturación— de los límites ontológicos del mundo, que que
dan trazados en el lenguaje. Así, la experiencia autorreflexi-
va de la constitución lingüística del mundo, ese patrimonio
peculiar de la cultura de nuestro tiempo, que el pensamien
to teórico despliega y articula, culmina en Wittgenstein, por
intermedio de la parábola del Libro de Etica, en la imagen de
un evento de carácter cegador y a la vez violento: una catás
trofe que es a la vez revelación. Un símil de este evento po
dría encontrarse quizás en viejos textos judíos de la Cábala o
el Talmud, para los cuales el advenimiento del Mesías y el fin
de los tiempos había de quedar marcado también por un Li
bro: una nueva Torá ( Tora de-asilut), emanación directa de la
esencia absoluta divina, que vendría a desplazar a la Tora de
bería (Tora en estado de Creación, la que se conoce y se con
serva en los rollos de la sinagoga), vigente en tiempos histó
ricos (Scholem, 1978, pp. 72-84 ) 4.
[3o]
exhibidas por entes naturales como los panales de abeja o los
cristales (Monod, 1970, cap. I). Y, por otra parte, ninguna
propiedad es independiente de la escala a la cual se efectúe la
observación: el borde perfectamente recto de una regla de
acero, o de un carácter de imprenta, se revela por completo
irregular bajo observación mediante un instrumento lo bas
tante potente. Saber cuál es la escala pertinente de observa
ción implica que ya se pertenece a un contexto, a un mundo
abierto, inaugurado e iluminado por el lenguaje, y lo mismo
se aplica al caso de la distinción entre lo natural y lo artificial.
La irreductibilidad no hace de cada lengua un sistema ais
lado. Los enunciados lingüísticos pueden ser entendidos, in
terpretados, traducidos. Pero no es posible una teoría de la
interpretación, un criterio unívoco que permita medir su
aproximación a un significado original. Lo mismo sucede con
la traducción (y la interpretación no es sino un caso especial
de traducción, en el cual la lengua de origen y la de destino
coinciden) (Steiner, 1992). La traducción es una técnica, un
arte, inseparable por lo demás de la experiencia, del aprendi
zaje multicultural del traductor. Por cierto, hay situaciones de
traducción en las cuales por definición el contexto de prácti
cas y usos lingüísticos, el juego de lenguaje, falta: es el caso del
paleógrafo, enfrentado a una inscripción en la lengua de una
cultura extinta. En este caso, el científico intentará reconstruir
el contexto mediante evidencias adicionales (restos arqueoló
gicos), hipótesis auxiliares, analogías y relaciones con otras
culturas conocidas; finalmente, de una manera más o menos
autoconsciente, completará el juego de lenguaje ausente me
diante elementos traídos de su cultura de origen, importación
que introducirá un sesgo inevitable en su comprensión de los
vestigios en cuestión. Toda historia es historia del presente;
las disciplinas históricas no pueden sino proyectar, contra el
[3i]
telón de fondo del pasado, las certidumbres y las interrogan
tes que inquietan a nuestra cultura.
Hay un remanente que los conatos de reducir el lenguaje
natural a un conjunto de evidencias positivas inevitablemen
te arrojan; de hecho, quizás el rendimiento cognitivo funda
mental de estos intentos (provenientes del campo de la bio
logía, la neurofisiología o la cibernética, las ciencias cogniti-
vas o la inteligencia artificial) consista, precisamente, en po
ner de relieve la irreductibilidad de tal remanente: el sentido
lingüístico. Cinco décadas de investigaciones en inteligencia
artificial, por ejemplo, no han logrado, no obstante las ex
pectativas y los vastos recursos volcados en ello, producir má
quinas capaces de traducir el lenguaje natural; a lo más, se ha
conseguido algún resultado en el caso de lenguajes especia
lizados, cuya dependencia del contexto, de la “costumbre”
wittgensteiniana, puede ser minimizada. En éste y en otros
campos, la disponibilidad de ordenadores constituye un arma
de doble filo. Por una parte, potencia los impulsos reduccio
nistas de la ciencia. Pero, a la vez, la posibilidad de plasmar en
procedimientos formales — algoritmos— y software expecta
tivas que anteriormente permanecían protegidas por su pro
pia vaguedad, pone en evidencia, desde el interior mismo de
las disciplinas científicas positivas, los límites del reduccionis-
mo (H. Dreyfus, 1992; Sabrovsky, 1993).
El sentido introduce un ordenamiento en el mundo; sen
tido y orden son nociones estrechamente ligadas. Ahora bien:
el orden está siempre ligado al juicio de un observador. Un
despacho atestado de papeles — este experimento mental pro
viene de la obra de Gregory Bateson— puede seguir un or
den intrínseco inteligible sin problema para su usuario, y pa
recer por completo caótico ante la mirada de un observador
externo. Si luego al observador externo (por ejemplo, a un
m
miembro del personal de aseo) se le pidiera hacer orden, su
ordenamiento tenderá a apoyarse sólo en la distribución de
los rasgos externos de los elementos (forma geométrica, ta
maño, color de los papeles). El resultado de esta manipula
ción externa será la pérdida del orden significativo preexis
tente, que sólo el usuario podía aprehender.
El “desorden” inicial de este sistema, visto desde la pers
pectiva del observador externo, constituye su complejidad.
Con todo ello, la relación entre las palabras y las cosas con
tenida en el mito no se desvanece, sino se torna mediada, sis-
témica; se concentra en ciertos términos claves, en los cons
tituyentes básicos de la red ontológica que el lenguaje des
pliega sobre el mundo fenoménico y que, a la vez, expresa su
ordenamiento inmanente. Así por ejemplo, las categorías kan
tianas (unidad, pluralidad, totalidad; realidad, negación, limi
tación; inherencia y subsistencia, causalidad, comunidad; po
sibilidad, existencia, necesidad), heredadas a su vez de Aristó
teles, en conjunto con las “formas puras de la sensibilidad”, el
espacio y el tiempo, hacen posible formular enunciados teóri
cos acerca de los fenómenos. Pero para evitar una regresión al
infinito, hay que aceptar que las categorías mismas han de te
ner significado por derecho propio, aunque su contenido no
pueda venirles dado por la representación de algún fenómeno
empírico, de algún ente perteneciente al mundo de la expe
riencia. Las categorías deben ser más bien las piezas, las reglas
del “juego de lenguaje” consistente en describir fenómenos
empíricos; su contenido, como el de las potencias míticas de
la naturaleza que constituyen su impuro origen, no puede ser
sino el sedimento, la huella de la profunda hendedura que el
surgimiento del lenguaje introduce en la superficie indiferen
te del universo, de la compleja adaptación de la cual tanto la
ciencia como el mito forman parte.
El significado no es entonces sino la máscara, la (anti)faz
luminosa e intramundana de lo heterónomo: por ello, la di
námica de la secularización no puede detenerse en ninguno
de sus productos. Desde esta dinámica, entre la ciencia que
aspira aún a dar cuenta del significado de la experiencia y el
más burdo animismo hay diferencias sólo de grado; elgen u i
no adversario de la Ilustración es el significado en cuanto tal,
que ilumina el mundo pero a la vez hunde sus raíces en el mag
ma primal. Por ello la sociedad de las luces no puede sino
culminar en el agotamiento, en la perdida de sentido y la
fragmentación que caracterizan a la modernidad tardía.
La idea de un ordenamiento inherente al mundo fenomé
nico, que encontraba aún expresión en la filosofía kantiana, en
la mencionada red de formas puras, no empíricas, que no obs
tante se las arreglaban para prefigurar la experiencia, deja pa
so, en la ciencia contemporánea, al formalismo para el cual las
descripciones científicas del mundo no son más que reticula-
dos de conceptos superpuestos convencionalmente, siguien
do imperativos puramente instrumentales, sobre una realidad
inerte, muda: como lo expresa Wittgenstein en su Tractatus
Logico-Philosophicus, articulando el positivismo inherente a la
ciencia del siglo XX, “no existe la necesidad de que una cosa
deba acontecer porque otra haya acontecido: hay sólo una ne
cesidad lógica”. Entonces el mundo pasa a ser aquel paraje
entrópico que describe el mismo Wittgenstein en su Confe
rencia sobre la ética, en el cual “no hay proposiciones que, en
ningún sentido absoluto, sean sublimes, importantes o trivia
les”; donde “el asesinato estará en el mismo nivel que cual
quier otro acontecimiento, como, por ejemplo, la caída de
una piedra” (1989, pp. 36-37).
Pero de esta manera, como anticipamos, la máquina ilus
trada queda trabajando en el vacío, privada de la heteronomía
que la circunscribe, la restringe y da vida a la vez. Entonces el
logos, aproximándose al enigma de su origen en la cesura de
la ciega e indiferenciada concatenación causal del universo, se
vuelve necesariamente contra sí mismo, reconociéndose co
mo la sola fuente restante de heteronomía. A este momento
corresponde el llamado “giro lingüístico”, la tendencia a la
lingüisticidad, a la autorreferencia y la circularidad que —vol
veremos sobre esto— gravita sobre todos los estratos de la
conciencia contemporánea, y que tiene como exponentes más
destacados a la filosofía fenomenológico-hermenéutica, al
post-estructuralismo, la deconstrucción y la teoría de siste
mas; también la propensión, encarnada en críticos radicales
de la Ilustración — Heidegger, Adorno, Bataille, Merleau-
Ponty, Foucault, entre otros— a dar la palabra a aquellos ele
mentos de alteridad primordial que trascienden al logos'. a la
materialidad irreductible del cuerpo, a la temporalidad irre
versible y la muerte, o a la misma proliferación de discursos
embrionarios, marginales, que se desarrollan en los intersti
cios o por debajo del umbral de sentido que define “el orden
de los discursos” (Foucault).
Esta crítica radical suele presentarse como una protesta
“contrailustrada” en nombre de la materialidad que el logos
excluye y reprime; no obstante, puesto que necesariamente
ha de inscribir dicha materialidad en el lenguaje, el discurso
contrailustrado no puede sino constituir la consumación, am
bigua y desgarrada, de la pulsión iluminista que en su super
ficie rechaza. Así por ejemplo, Michel Foucault inicia su His
toria de la sexualidad rechazando lo que llama “hipótesis re
presiva”, la idea de que a partir del siglo XVII, en coinciden
cia con la implantación del capitalismo, habría caído sobre la
sexualidad una oleada de represión. Por el contrario, Fou
cault discierne, en este mismo período, una proliferación de
discursos sobre la sexualidad, proliferación de la cual forma
parte de modo eminente el propio discurso emancipador. El
iluminismo parece haber descubierto en la sexualidad una zo
na no articulada de la experiencia, un yacimiento inexplota-
do de heteronomía contra el cual acrecentar el poder de la pa
labra. Y Foucault interroga: “el discurso crítico que se dirige
a la represión, ¿viene a cerrarle el paso a un mecanismo de po
der que hasta entonces había funcionado sin discusión o bien
forma parte de la misma red histórica de lo que denuncia (y
sin duda disfraza) llamándolo represión?” (1977, pp. 17-18).
No obstante, la misma pregunta puede formularse ante la
“crítica de la crítica” que ofrece Foucault; en última instancia,
no sin cierta náusea, constatamos que estamos encerrados,
como en un cuarto de espejos, en la interminable recursivi-
dad de los discursos; que la (mal) llamada “contrailustración”
(Habermas) es la Ilustración consumada, perversa, vuelta
contra y sobre sí misma, que alimenta crepuscularmente su
deseo extenuando su carne. Hasta que no reste “ningún mis
terio, pero tampoco el deseo de su revelación” (Adorno y
Horkheimer, 1970, p. 17).
El intento por completar la autonomía de la razón no
puede sino poner de relieve la alteridad irreductible que se
encuentra en su base. Algo similar ocurría en Hegel, como
sus críticos posteriores (por ejemplo Adorno) lo han hecho
notar: la afirmación incondicional de la identidad — la iden
tidad del ser y el pensar, que se encuentra en la base de la dia
léctica— no puede sino llevar al reconocimiento de lo condi
cionado, de lo heterónomo que trabaja interiormente a la
identidad misma, partiendo por la misma pasión — un “amor
patológico”, habría diagnosticado su antecesor Kant— del
filósofo Hegel por conferir a la experiencia la forma del sen
tido.
La dialéctica hegeliana estaba impelida por la pulsión he-
terónoma de la identidad; por una fe — lacques Monod, des
de la plataforma de la ciencia contemporánea, no vacila en ca
lificarla de animista— en la afinidad profunda del espíritu con
las cosas. El desencantamiento de la imagen del mundo no
era aún completo en Hegel. Completarlo exige agotar la pa
sión por la autonomía que impulsó a la Ilustración en su mo
mento clásico.
Al iniciar su clase inaugural en el College de Fmnce, Michel
Foucault contrastó con suave ironía la violencia, la ruptura de
la continuidad que siempre implica el acto de tomar la pala
bra, con la ilusión de que el discurso no tuviera en rigor ini
cio; de que el hablante estuviera precedido por “una voz sin
nombre” :
“Se trata de la teoría del caos. Pero me doy cuenta que nadie quie
re prestar atención a las consecuencias de las matemáticas. Porque
implican consecuencias muy vastas para la vida humana. Mayores
que las del principio de Heisenberg o que las del teorema de Gó-
del, sobre los cuales todo el mundo cotillea... ¿Ustedes pretenden
fabricar un montón de animales prehistóricos e instalarlos sobre una
isla? Fantástico. Un sueño adorable. Encantador. Pero no andará
como lo han planificado. Es inherentemente impredecible. Nos he
mos tranquilizado imaginando el cambio súbito como algo que
ocurre en el exterior del orden normal de las cosas. Un accidente,
como un accidente de carretera. O más allá de nuestro control, co
mo una enfermedad fatal. No concebimos que el cambio súbito, ra
dical e irracional esté incorporado al propio tejido de la existencia.
Pero lo está. Y la teoría del caos nos lo enseña...”26.
te ]
cia en el nous, el “ojo de la mente” platónico, la misma no
ción de teoría en la cual resuenan las asociaciones visuales
(.theorcin, contemplación), todo ello constituye en efecto un
invariante de nuestra cultura. Este invariante está estrecha
mente asociado con la distinción sujeto/objeto, que funda el
campo de la racionalidad, así con una tradición de preferen
cia cognitiva por aquellos entes que, como los astros, prácti
camente no son perturbados por el sujeto cognoscente, de
modo que éste puede ser entendido como una pura mirada
descorporalizada. La descontextualización, la remoción de un
segmento de la experiencia del contexto en el cual tiene lu
gar, arroja como resultado la producción de un objeto “pu
ro” para la representación del sujeto, es decir, libre — tanto
como un astro— de las perturbaciones incontroladas que ge
nera el contexto, el cual incluye al propio sujeto cognoscen
te. Este impulso a la descontextualización, ligado a su vez a
imperativos de integración social y control, constituye la fuer
za motriz en la historia de nuestra cultura. Las metáforas de
la luz y la visión constituyen así la forma simbólica en la cual
se plasma este impulso (Rorty, 1979, pp. 3 8-39 especial
mente).
En la misma línea, en la “imagen del mundo”, en el mun
do proyectado como un campo visual cuyo vértice es el su
jeto, Heidegger (1950b ) discierne la esencia de la metafísica
y la ciencia de la modernidad; para Wittgenstein, finalmente
(1 9 5 3 ), la proposición constituye una figura, una imagen
(Bild) del mundo. ¿Cómo entender esta contradicción entre
el tabú de la imagen que Hegel evoca y el evidente lugar fun
dacional que las metáforas de la visión y la imagen ocupan en
nuestra cultura?
Pero la contradicción es sólo aparente. La lógica del tabú,
en efecto (aquí tenemos nuevamente la agonística heterono-
mía/autonomía), no se reduce a una oposición simple, sino
que comprende la preservación de las energías pulsionales
que alimentarán a su opuesto. Así, la interdicción no aniqui
la lo interdicto; por el contrario, negándolo lo preserva, lo
dota de un “aura”, lo constituye en el centro de un campo se
mántico hacia el cual convergen las líneas de. fuerza de la sig
nificación, como en el caso del tabú del nombre de Dios en
el judaismo29. La imagen es el objeto de deseo, en principio
inalcanzable, que pone en marcha al iluminismo; el motor in
móvil de la civilización de la palabra.
El desprendimiento de los conceptos a partir de las imá
genes a las que inicialmente estaban ligadas de modo inme
diato, por ejemplo en el alfabeto cuneiforme, en el cual los
signos aún representan objetos, constituye un logro evoluti
vo; la mediación que establece entre los objetos y sus signos
la escritura alfabética es quizás el catalizador en la formación
de la subjetividad, puesto que a partir de entonces el espacio
de la mente se hace necesario para reconstruir la relación sig
no-objeto, que antes estaba dada en la superficie del prime
ro. Así, las imágenes que hoy tienden a revertir este proceso
no irrumpen desde el exterior (¿cuál podría ser ese exterior?),
sino desde el mismo motor inmóvil, desde la misma fuente de
las energías simbólicas de la Ilustración; no pueden por tanto
ser conjuradas mediante un retorno a las fuentes clásicas de
ésta, como en ocasiones se sostiene. La proliferación de las
imágenes, a través de la publicidad, el cine y los medios ma
sivos de comunicación, el desborde de los lugares sagrados
donde eran conservadas, viola la interdicción a la que estaban
sometidas y es, como lo entendió Walter Benjamin, otra evi
dencia de la consumación, del agotamiento de nuestra cultu
ra (1 9 7 3 ). Aquí la dinámica autorreferente, potenciada por
las tecnologías de la imagen, alcanza a la ilustración quizás en
su núcleo más íntimo; la imaginería en la cual estamos sumer
gidos no es sino el producto de la sangría, del continuo flujo
del contenido de dicho núcleo sobre la realidad cotidiana.
“en toda región, por pequeña que sea, ocupada por el atractor frac-
tal, pasan tantas trayectorias como se quiera, y cada una de ellas
conoce un destino diferente de las demás. En consecuencia, las si
tuaciones iniciales tan vecinas como se quiera pueden engendrar
evoluciones diferentes. La menor diferencia, la menor perturbación,
lejos de ser reducida a la insignificancia por la existencia del atrac
tor, tiene entonces consecuencias considerables” (1988, p. 76).
[n°]
tución de lo social tiene como costo un extrañamiento, un
exilio del universo de las cosas, de su realidad enfática: “hu
man kind cannot bear very much reality”34. Más precisamen
te, la realidad pasa a estar presidida por la posibilidad: la
referencia a lo real dependerá de la inserción de dicha refe
rencia en un espacio de posibilidades abierto por el sentido
lingüístico. El lenguaje normal supone un equilibrio entre re
ferencia o denotación y sentido. Así, la oración “la nieve es
blanca” no nos pone en contacto directo con la cosa “nieve”
y su blancura, las cuales darían cuenta de su significado; por
el contrario, supone una interrupción del flujo “heraclitiano”
de diferencias que constituye el mundo, puesto que, desde el
punto de vista de este “todo fluye”, el objeto “nieve” y su
blancura, valga la redundancia, se disuelven continuamente.
Tal interrupción constituye, desde el punto de vista heracli
tiano, una falsedad, que sólo puede ser compensada — como
lo hemos visto ya en el caso del animismo ilustrado, la esen
cia lingüística de cuya dinámica ponemos ahora de relieve—
mediante la promesa de la cancelación del error por su inser
ción en una totalidad significativa.
Pero la dinámica de la Ilustración, que hemos caracteriza
do como inherente a los sistemas sociales y estrechamente
asociada al lenguaje, no admite, sabemos ya, la cristalización
de ningún significado; esta dinámica tiene, por otra parte, su
expresión en la diferenciación y especialización social. La ora
ción “tengo un dolor aquí en el pecho” pretende hacer refe
rencia a una realidad enfática. Pero su comprensión depen
de crecientemente de instancias institucionales y de subcul-
turas de expertos, los cuales predeterminan qué dolores son
o no posibles, qué cuenta o no como “dolor aquí en el pe
cho”. Asimismo, “siento miedo” supone un repertorio de si
tuaciones posibles, aunque algunas de ellas no tengan base
[n i]
empírica: puedo sentir miedo de las ratas, o de los vecinos, o
de quedarme encerrado en el ascensor, o de contraer el SI
DA, pero no de transformarme en cucaracha o de que el
mundo vaya a desaparecer en el próximo segundo, y hay to
do un dispositivo de discursos especializados e instituciones
(policiales, psiquiátricos) encargados de llevar a la práctica es
tas distinciones. De esta forma, sin embargo, el lenguaje se
aleja progresivamente de las fuentes originarias de la signifi
cación, y el equilibrio entre sentido y denotación queda roto.
En el marco de esta ruptura, se dan dos intentos por re
cuperar la capacidad originaria del lenguaje de significar. En
el plano de la poesía, se ha señalado que V ictor H ugo y
Goethe fueron probablemente los últimos poetas en consi
derar que el lenguaje era aún suficiente para sus necesidades.
En adelante, y más allá de las diferencias que obviamente los
separan, poetas como Mallarmé, Rimbaud, Vicente Huido-
bro, César Vallejo, Rilke, Stephan George o Paul Celan, por
citar sólo algunos, transforman la poesía en un “sistema se-
miológico regresivo” (Barthes, 1980, p. 2 2 7 ); en la búsque
da de una infrasignificación que devuelva al lenguaje gasta
do su capacidad originaria de nombrar las cosas. A menudo,
y este es un rasgo saliente de la poesía contemporánea, esta
búsqueda supone el recurso a significantes vacíos, carentes
de denotación y susceptibles por tanto, como lo hemos in
dicado más arriba, de adquirir el carácter de símbolos: pala
bras depuradas de referente, más allá del consenso lingüísti
co encarnado por el diccionario (“el cementerio”, decía Julio
Cortázar), neologismos e incluso el intento de buscar, en el
sonido mismo de las palabras o las letras, resonancias de la
lengua perdida.
A menudo se destaca, con intención edificante, la afinidad
entre poesía y ciencia. Habría que recordar esta afinidad tam
bién cuando se trata de la desmesurada búsqueda de las fuen
tes originarias de la significación. También la ciencia con
temporánea, como la poesía (y al igual que ella, como reac
ción quizás ante la pérdida de significado y la consiguiente in
seguridad) pretende una plenitud imposible de significación.
De allí el horror experimentado por la conciencia científica
positiva (un buen ejemplo son las investigaciones actuales en
inteligencia artificial y ciencias cognitivas) hacia la polisemia
y la interpretación; de allí su intento por fundar el lenguaje en
un sustrato objetivo, intento que, dado que los “objetos” son
ya interpretaciones, constructos lingüísticos, no puede sino
remitir a un sustrato formado — recordemos la distinción con
que iniciamos este capítulo— no ya de objetos mundanos, si
no de cosas. Sólo una delgada capa de cientificidad separa al
positivismo científico de las especulaciones gnósticas o caba
lísticas sobre la lengua anterior a Babel: en ambos casos hay
exceso, pero también un componente heroico y trágico. En
cualquier caso, poesía y ciencia comparten el destino de des
garramiento de la conciencia ilustrada contemporánea.
32 Digamos que la idea de una lengua de este tipo (un Ur-Spmche, una
lengua originaria, universal), sea como mito o como hipótesis trascenden
tal, tiene una venerable historia dentro de nuestra cultura, desde la gnosis
y la mística judía (uno de los ejes de esta última, en efecto, es la pregunta
por la relación entre el lenguaje y las cosas), hasta pensadores contempo
ráneos como Walter Benjamín, pasando por Descartes y Leibniz; buena
parte de la poesía moderna, partiendo de Mallarmé, se puede entender en
relación a esta idea. Ver para esto: George Steiner, After Babel, capítulos II
y III; Umberto Eco, 1994, La búsqueda de la lengua perfecta, Barcelona,
Crítica Grijalbo-Mondadori.
33 Ferdinand de Saussure, Cours de Linguistique General, cap. IV, § 2.
Citado por Ducrot y Todorov, p. 317.
34 T. S. Elliot, “Burnt Norton”, I, 42-43, Four Quartets.
11. Tecnología y creatividad
[Mi]
expertos no conduce en sí misma a ninguna fase superior de
la evolución, sino a una reducción alarmante del pool de ha
bilidades históricamente constituidas, muchas de las cuales se
habían mantenido al margen de la “normalización” hasta el
advenimiento de la informática39. En términos globales hay
una pérdida de la diversidad cognitiva, que la acumulación de
información en los bancos de datos no hace sino acentuar; a
la vez, como nunca antes nuestra sociedad — llamada tantas
veces “de la innovación”— se encuentra atada a su pasado re
presentado en estos bancos de datos, cuya inercia da lugar a
una suerte de envejecimiento cognitivo global.
Un ejemplo saliente es el trabajo académico, que debiera
constituir una fuente primordial de creatividad intelectual.
No obstante, este trabajo es también una profesión, y el im
perativo que la define crecientemente en cuanto tal es el de
continuidad, la pretensión — recordemos la ironía de Fou
cault— de introducirse “sin ser advertido” en los “intersti
cios” de un discurso. La labor de un investigador se inicia
con búsquedas en bancos de datos bibliográficos informati
zados, lo cual garantiza que su trabajo quedará inscrito en
una suave concatenación de discursos, en un acerbo de saber
que la nueva investigación no modificará sino de modo in-
cremental. Por cierto, y es fundamental tomar nota de esto
para evitar interpretaciones nostálgicas o reaccionarias, este
procedimiento garantiza el carácter público de la discusión
científica, la posibilidad de rastrear las fuentes y contrastar los
argumentos y su fundamentación; es la clave del carácter
abierto del debate académico, en el cual, al menos en un sen
tido ideal, rige el principio del mejor argumento.
Pero a la vez, con los bancos de datos bibliográficos al al
cance de los dedos en cualquier lugar del mundo, todo el pe
so de una tradición, de un discurso históricamente acumula
do, gravita sobre el trabajo intelectual. El resultado es que es
te trabajo se tiende a reducir al agregado de notas al pie a un
saber pre-existente; a menudo por lo demás, en los arcanos
de la biblioteca de Babel informatizada, el rastro de las op
ciones de base, con frecuencia arriesgadas, conjeturales casi
siempre, que constituyen el humilde origen de los diversos
campos de saber se pierde, sepultado bajo el grueso sedi
mento formado por la sucesión de interpretaciones ulteriores.
De esta manera, el saber se cosifica, se esclerotiza: son pocos
quienes aún están en condiciones de recordar, por ejemplo,
que la constitución de una disciplina tan decisiva como la ge
nética contemporánea supone una mirada sobre el fenómeno
de la vida a través de los anteojos de la teoría de la informa
ción: solamente entonces se hace posible interpretar la vida
— poderosa interpretación, sin duda— como un código a ser
descifrado. En cambio, hay legiones de investigadores, gene
rosamente financiados, que no cuestionan este trasfondo de
obviedad: se limitan a operar dentro de él, y a saturar con sus
papers la literatura y los bancos de datos especializados.
La informatización provoca un empobrecimiento de los
recursos del lenguaje, a cambio de maximizar su capacidad de
control. Recordemos nuestra discusión sobre el orden y la
complejidad en el capítulo tercero: la complejidad, decíamos
citando a Atlan, es un orden del cual se desconoce el códi
go. Así entonces, la substitución de la polisemia de lenguaje
por la certeza de las reglas explícitas contenidas en el softwa
re de los ordenadores destruye complejidad. De la instalación
masiva de sistemas expertos, que sustituyen al polisémico y
complejo lenguaje ordinario como medio de coordinación de
la acción humana por las reglas explícitas contenidas en el
software de los ordenadores se sigue entonces una pérdida ge
neralizada de know-how transmitido y acumulado cultural
mente, un empobrecimiento y una esclerosis en las relaciones
sociales: la tecnocatástrofe por pérdida generalizada del sig
nificado.
La pulsión por la autonomía, sabemos, erosiona de forma
continua los mismos significados lingüísticos en que tempo
ralmente se plasma. Al convertir esta pulsión en una empre
sa de búsqueda de certeza fáctica, las investigaciones en
inteligencia artificial llevan al extremo este dilema funda
mental, y quedan atrapadas en él. El desarrollo de sistemas
expertos en sentido estricto, es decir, sistemas que pretenden
formalizar completamente el saber-cómo correspondiente a
un dominio de la práctica, no puede sino destruir la comple
jidad asociada a dicho dominio. De esta manera, el desarro
llo de estos sistemas ha quedado restringido a dominios muy
especializados (un ejemplo es la interpretación de datos de
prospecciones geológicas), en los^ cuales, por su misma espe-
cialización, la polisemia (la dependencia del contexto para la
interpretación de los datos) es mínima y, por consiguiente, lo
es también la complejidad a destruir. Tampoco la mecaniza
ción del lenguaje natural ha avanzado más allá de ciertos
“dialectos” especializados; el reconocimiento automatizado
de objetos tampoco ha ido más allá.
Con el surgimiento del lenguaje, del mundo abierto por
él, se han erigido las barreras que impiden que el caos origi
nario — “el abismo bostezante” 40— reintegre al hombre a su
indiferenciación. Pero los muros de contención son a la vez
cárcel; a partir de ese momento hay desgarro, alienación
ontológica (extrañamiento de la unidad primordial del uni
verso), y de modo gradual también sujeto, representación,
discurso, cultura, a través de los cuales el hombre paradójica
mente perfecciona la alienación, y a la vez intenta, en un im
pulso que cabe denominar “retroprogresivo” 41, recuperar la
no-dualidad perdida, en una experiencia abismática que no
supone la anulación de la dualidad, sino más bien su exacer
bación.
La tecnología participa de modo eminente de este impul
so. Como dice Emmanuel Lévinas, el desarrollo de ésta es “el
efecto de este aligeramiento de la substancia humana, va
ciándose de sus nocturnas pesanteces” (1 9 8 4 , p. 324). Por
otra parte, al menos en los inicios de las investigaciones en
IA, la formalización del lenguaje tendió a ser, no un objeti
vo fáctico, sino más bien un telos, una suerte de ideal que se
sabe inalcanzable pero sirve como orientación regulativa a to
do un programa de investigación. Alan Turing lo expresaba
de esta forma: la idea de explicar la mente en términos pura
mente mecánicos debe tomarse tan sólo, afirmaba, “como un
relato tendente a producir una creencia” (Turing 1964, p.
25). Ahora bien, desde el punto de vista de la dinámica del
lenguaje nada hay que objetar a este telos-, no constituye una
perversión, como a veces — sea por nostalgia de un mundo
regido por tradiciones no racionalizadas, sea por exonerar de
responsabilidad a la Ilustración por sus excesos— se tiende a
creer, sino la expresión del desarrollo de dicha dinámica. La
tendencia a traducir en juicios explícitos los pre-juicios que se
mantenían ocultos en el trasfondo, a explicitar y formalizar,
todo ello en efecto forma parte de la dinámica autófaga de la
Ilustración, una dinámica que, según lo hemos establecido,
es sistémica y se aloja en la naturaleza misma del lenguaje.
Por cierto, con la disolución del animismo cae la barrera,
el tabú que preserva al ideal de ser realizado. Las ciencias cog-
nitivas, la inteligencia artificial, llevan al terreno el ideal ilus
trado, y de esta manera lo agotan. El proyecto de formalizar
el sentido común equivale a la pretensión de formular una
suerte de alfabeto de las ideas, cuyos signos elementales han
de estar dotados, con independencia de todo contexto, de
significado en sí mismos: han de poseer entonces la solidez de
una cosa.
La idea de un tal alfabeto — una lengua perfecta— ha ron
dado siempre por los márgenes de la modernidad: es el idio
ma universal de John Wilkins, es la characteristica universalis
de Leibniz, imaginada como un álgebra de los pensamientos.
Este supone que “todo razonamiento humano se realiza por
medio de ciertos signos o caracteres”, y afirma:
Pero habrá que esperar al siglo XX para que esta idea lle
gue a ocupar el centro del escenario de la cultura. La tecno-
ciencia aparentemente se encuentra el margen de cualquier
especulación mística o metafísica; no obstante, está empeña
da, en virtud de su propia dinámica, en la búsqueda de una
lengua originaria, anterior a Babel. Esta dinámica supone la
denuncia de la polisemia del lenguaje ordinario, de las ambi
güedades y enigmas del sentido común y del cuerpo, en favor
de un lenguaje pleno de significado. Pero el lenguaje, pliegue
evolutivo en un universo de cosas ciegas, sólo puede apartar-
se de la fricción que éstas ejercen para ser reabsorbido más
decisivamente en ellas; sólo consigue ser con plenitud len
guaje, lenguaje del Génesis, cuando se desploma sobre las co
sas y se aniquila. La Cábala judía ofrece una imagen inquie
tante de este ambigüo momento de plenitud lingüística,
cuando las palabras, por fin emancipadas de la servidumbre
del significado mundano, se tornen cosas: “como piedras
muertas en nuestras bocas”43.
“El porvenir no puede anticiparse sino bajo la forma del peligro ab
soluto. Es lo que rompe absolutamente con la normalidad consti
tuida y no puede por tanto anunciarse, presentarse, más que como
especie de la monstruosidad” (Derrida, 1967, p. 1 4 )58.
Agradecimientos.......................................................... 7
1. Introducción: el ocaso del a nim us......................... 11
2. Lenguaje y m u n d o ..................................................... 19
3. Los límites del reduccionismo ................................ 27
4. Autofagia e Ilustración.............................................. 35
5. El caso de la ingeniería genética.............................. 47
6. Autorreferencia e inseguridad ontológica ........... 55
7. Anorexia en la cultura: las paradojas de la ética
medioambiental .......................................................... 73
8. “ Grande, feroz y extinguido ”:
lo sublime mediático ................................................. 85
9. Caos y autorreferencia en las ciencias .................. 95
10. Las palabras y las c o s a s .............................................. 105
11. Tecnología y creatividad............................................ 115
12. El sueño de la máquina blanda .............................. 123
13. Máquinas pensantes...................................................137
14. La omisión de Alan Turing .....................................149
15. All ispretty: técnica y arte ....................................... 157
16. La filosofía y su dob le................................................ 165
17. El colapso de la trascendencia blanca.................... 175
18. Mesianismo e Ilustración......................................... 191
19. Post-scriptum: el ángel in som n e..............................197
Referencias bibliográficas.......................................... 205