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Caracteristicas de las novelas de ciencia ficción:

Algunas de las características del


cuento de ciencia ficción principales
son el desarrollo de la historia en el
futuro o en la ficción y la existencia
de tecnologías relacionadas con la
ciencia pero no demostradas
científicamente o no existentes aún
en la actualidad.

La ciencia ficción es un género que


surge de la narrativa de ficción, y
que tuvo su principal origen en la
literatura.

Hoy en día la ciencia ficción está presente en otras formas de expresión donde ha
encontrado un mayor nivel de popularidad, como el cine y la televisión. Sin
embargo, fue en la literatura, a través del cuento corto y la novela, que este género
marcó más de un precedente durante el siglo XX.

La ciencia ficción engloba la creación y representación de universos imaginarios


cuyos valores fundacionales surgen de las ciencias: física, biología, tecnología, etc.
Puede tomar elementos de la realidad conocida hasta el momento y desarrollar
otros completamente nuevos.

La posición del ser humano frente al avance de la tecnología; la existencia de otros


universos y seres; la intervención de los elementos naturales para garantizar la
superioridad humana, son algunos de los temas que ha abordado la ciencia ficción
a lo largo de la historia.

En un principio la ciencia ficción fascinó a la audiencia por presentar, con cierto


fundamento, temáticas emocionantes que se adherían a la ilusión del futuro.

El desarrollo de una narrativa de ciencia ficción ha generado distintas vertientes y


enfoques sobre estas historias, algunas centrándose más en lo asombroso, y otras
en el carácter científico de situaciones hipotéticas.
Ambiente

Cuando se habla de ciencia ficción, inmediatamente debe diferenciarse de la


literatura fantástica, en tanto esta última responde a la ruptura del orden
establecido y reconocido, para dar lugar a lo inadmisible en el seno de lo cotidiano,
de acuerdo con Roger Callois.

Es la posibilidad del conejo que habla con el ser humano, y comparten aventuras y
reflexiones, toman tragos juntos, y construyen casas y edificaciones, por ejemplo.
Por su parte, en la literatura de ciencia-ficción, y en su linde con lo fantástico, pero
con un enfoque diferente; aparecen los viajes a la luna, la presencia de lo selenitas,
los animales que son propios de la luna y que hablan, entre otros.

La literatura de ciencia ficción, a la par de los avances científicos –y es eso es lo que


le da presencia–, expresa los deseos del ser humano, sus temores en relación con
estos avances, lo mismo que su visión en torno a estos. El pensamiento de lo
inmediato no se pierde, pues tiene vigencia aún en esa perspectiva de lo futuro. La
ciencia y la tecnología acompañan al ser humano y se convierten en tema de la
escritura.

Cabe resaltar que el primer texto de ciencia ficción, mal llamado así por lo demás,
fue La historia verdadera de Luciano de Samósata. Este escritor griego del segundo
siglo después de Cristo, narra la historia de dos marinos que después de navegar
ochenta días llegan a una isla que señala los límites de los viajes de Hércules y
Dionisio. Un torbellino los arrastra hasta la Luna, donde encuentran animales muy
parecidos a buitres, caballos, arañas más grandes que una isla y jinetes que
cabalgan en pulgas. Los hombres se casan con hombres, y los selenitas mantienen
una batalla con los habitantes del Sol por el planeta Venus. El cielo se tiñó de rojo y
los aventureros volvieron a la Tierra, luego son tragados por una serpiente marina
para ser llevados a una isla subterránea donde se encuentran con las almas de los
filósofos y los héroes. La historia termina y promete una continuación que no se
conoce.
Tema

Incluso si se tratase de una narración que ocurre fuera de nuestro planeta o en otro
plano temporal, existen ciertas leyes que deben poder aplicarse y sustentarse para
brindar un mayor nivel de verosimilitud en la narración, brindando mayores
emociones al lector.

Todo cuento de ciencia ficción que quiera exponer un universo novedoso, cuyas
características no se encuentran aún en otros relatos del género, debe estar
capacitado para hacer investigaciones previas, que le permitan sumar ciertos
fenómenos a su narración.

Ya queda de parte del autor brindarle el nombre y la forma que desee, pero al
menos parte de un principio, aunque no sea conocido, puede ser posible.

Escritores

5. J. G. BALLARD

En los años 60 comenzó a publicar el autor que imaginó distopías variantes, un


escenario recurrente de la ciencia ficción. El mundo sumergido (1962) , La sequía
(1964) y Crash (1973) son tres de sus libros más conocidos. Destacan su conjunto de
relatos Playa terminal.

4. FRANK HERBERT

Dune, cuya primera parte se publicó en 1966, es una de las sagas de ciencia ficción
más populares de la historia. Su autor, Frank Hebert, desarrolló dentro del género
el tema de la ecología.

3. URSULA K. LE GUIN

A la vez que iniciaba la saga de Terramar en 1968, Ursula K. Le Guin publicó


títulos una de sus obras maestras, La mano izquierda de la oscuridad (1969),
novela premiada con con un Hugo y un Nébula, los dos principales galardones de
la literatura de ciencia ficción en Estados Unidos.
2 ADOLFO BIOY CASARES

En Latinoamérica, el argentino Adolfo Bioy Casares, entre otros géneros, cultivó la


ciencia ficción. Sobresalen las novelas La invención de Morel (1940), Diario de la
guerra del cerdo (1969) y Dormir al sol (1973), así como los cuentos de La trama
celeste (1948).

1 H. G. WELLS

El autor británico del siglo XIX e inicios del XX sentó las bases de la ciencia ficción
en novelas como La máquina del tiempo (1895), El hombre invisible (1897) y La
guerra de los mundos (1898).
LA MÁQUINA DEL TIEMPO, H. G.
WELLS: ¿HITO DE LA CIENCIA-
FICCIÓN O PROFECÍA SOCIAL?

Ilustración de Miguel Iturbe para Fabulantes.

10 de mayo de 1933. Plaza de la Ópera, Berlín. Miles de estudiantes


enloquecidos, ayudados por bomberos, soldados y miembros de los cuerpos de
seguridad nazis alimentan la gran hoguera con bidones de gasolina y libros,
muchos libros. La lluvia no impide el desastre; al contrario, azuza la ira de las
bestias pardas que reviven el genocidio de la cultura perpetrado en otros siglos
por inquisidores, iconoclastas y dictadores. Todo libro condenado, prohibido,
simplemente criticado por el régimen nazi acaba en el fuego.
El viajero del tiempo, escondido entre la multitud, comprueba horrorizado que las
obras de uno de los autores más vilipendiados por los nazis, H.G. Wells,
alimentan con especial virulencia las llamas. Gracias a Wells y a su visión
profética, el crononauta ha atracado su máquina del tiempo en esa era de
salvajismo, para acabar comprobando que, ante la barbarie y el odio, la fantasía y
la ciencia-ficción pueden correr el mismo destino trágico que el conocimiento y
la libertad…
Este esbozo es sólo una fantasía, aunque el propio Wells podría haberlo recreado
si hubiera escrito La máquina del tiempo (1895) cincuenta años después de su
auténtica fecha de creación. De hecho, los libros de Wells fueron quemados
realmente en esa fatídica noche por toda Alemania, pues el autor de La guerra de
los mundos y La isla del doctor Moreau, ampliamente leído en ese país, al igual
que en el resto de la Europa de la primera mitad del siglo XX, había sido
prohibido por los nazis por decadente, socialista, utópico y, en definitiva, por su
“espíritu anti-alemán”. Su nombre aparecía incluso en el llamado “Libro Negro”
de las sanguinarias SS, junto al de otros grandes escritores y destacadas figuras
británicas que debían ser inmediatamente arrestadas en el momento en el que los
ejércitos de la Alemania de Adolf Hitler lograran desembarcar en Gran Bretaña.
La historia puso a cada uno en su sitio y los libros de Wells, entre ellos La
máquina del tiempo, pueden seguir siendo hoy día leídos con el entusiasmo que
ya desataron en su propia época.
La máquina del tiempo, de Herbert George Wells (1866-1946), marcó un antes y
un después en la historia de la literatura de ciencia-ficción, pero también en la
evolución literaria de las distopías. Y es que esta obra no es sólo un libro de
aventuras y fantasía, sino un notable ejemplo de crítica social y una advertencia
sobre el destino aciago al que parecía encaminarse la sociedad de su época. Wells
nos muestra una distopía que, como toda distopía, esconde el horror bajo sus
delicados pétalos externos.
Aunque Wells se consideraba a sí mismo más un crítico social que un autor de
ficción, pronto advirtió que precisamente era la ficción la herramienta más
adecuada para exponer sus ideas políticas y científicas. Ficción cargada de
hechos científicos que, en numerosos casos, rozó la profecía o, cuanto menos, la
inspiración para genios posteriores. Así ocurrió con Albert Einstein, quien diez
años después de que se publicara La máquina del tiempo estableció su teoría de
la relatividad, que bebe en algunos de los mismos postulados que ya estableció
Wells para su viaje temporal. Como señala el físico teórico Michio Kaku, “es
increíble que Wells escribiera esa novela cuando aún no se conocía la teoría de la
relatividad” e identificara al tiempo “como una cuarta dimensión”, la piedra
angular de esa primera novela del autor inglés. “Todo el mundo se ha hecho esa
pregunta: ¿Por qué soy prisionero del tiempo?”, afirma Kaku para resumir la
misteriosa aportación de Wells a la literatura.
Cuando escribió La máquina del tiempo, Wells no navegaba en mares vírgenes.
Por citar algunos ejemplos, ya en 1781 apareció la primera referencia literaria
con la obrita Año 7603, del poeta y dramaturgo Johan Herman Wessel, y en 1881
se publicó el relato El reloj que marchaba hacia atrás, de Edward Page Mitchell.
Más interesante, entre los precursores de los viajes temporales, es el español
Enrique Lucio Eugenio Gaspar y Rimbau (1840-1902), quien en 1887 publicó El
anacronópete, un año antes de la Exposición Universal de Barcelona. Gaspar y
Rimbau había escrito esta novela seis años antes durante su estancia como
diplomático en China. Este extravagante poeta, periodista y novelista había
imaginado su máquina como un artefacto de hierro fundido, capaz de desplazarse
por el tiempo merced a unos cucharones movidos por electricidad y donde una
sustancia especial, el llamado “fluido García”, permitía que los viajeros no
envejecieran al deslizarse por los siglos. La obra, a modo de zarzuela en tres
actos, contaba las andanzas espacio-temporales de Don Sindulfo García en esa
arca de Noé temporal, desde la Rusia de Pedro “El Grande” hasta el desembarco
de Colón en América, pasando por la España del Siglo de Oro, donde no rehúsa
tomarse unas viandas y un cuartillo de vino con el propio Cervantes. El
gracejo zarzuelesco de la novela tenía su guinda cuando, tras un truculento final
de los tripulantes del anacronópete, entre los que se contaban militares e incluso
señoritas de vida alegre, se revelaba que todo había sido un suceso onírico y nada
real.
La máquina del tiempo, al contrario que El anacronópete, era más consistente,
tanto en lo literario como en su esencia científica y social. Aunque algunos
autores han criticado el estilo de Wells, no hay duda de que supo dotar a su
creación de un atractivo especial, donde la sencillez del relato se mezclaba con
cierto grado de tensión que pronto atrajo a millones de lectores. “Eres el realista
de lo fantástico y nos lo muestras plagado de emociones humanas”, le apuntaba
en una carta su buen amigo Joseph Conrad, otro de los autores que revolucionó la
literatura inglesa victoriana.
No era para menos. La máquina del tiempo fue la primera de cuatro grandes
novelas, junto a La isla del doctor Moreau(1896), El hombre invisible (1897)
y La guerra de los mundos(1898), con las que Wells puso patas arriba el
panorama novelístico de su tiempo y plantó un desafío muy serio a la narrativa
del otro grande de la literatura futurista, Jules Verne, triunfador indiscutible al
otro lado del Canal de la Mancha. De Verne, a quien nuestro escritor seguía con
deleite, Wells quiso diferenciarse destacando, con caballerosidad no exenta de
ironía, que, si bien las invenciones del escritor francés eran “meramente
proféticas”, las suyas propias eran de “ejecución imposible”.
Esta anécdota la recordaría muchos años después el maestro de los fabuladores
latinoamericanos, Jorge Luis Borges, quien en un prólogo a La máquina del
tiempo y El hombre invisible, recordaba también cómo Wells había preferido
apartarse “de magias y talismanes, de la pompa retórica y de los énfasis” para
lanzarse de manos de la imaginación hacia “lo prodigioso, siempre que su raíz
fuera científica, no sobrenatural”. Borges subrayaba el acierto de H.G. Wells a la
hora de distribuir los sucesos fantásticos en medio de un contexto más “gris” para
que fueran creíbles. “El hecho de que Wells fuera un genio no es menos
admirable que el hecho de que siempre escribiera con modestia, a veces irónica”,
explicaba el autor de El Aleph.
Borges incluía a La máquina del tiempo entre sus lecturas favoritas, de su
infancia y de su madurez, en razón de esa “narración de algunos milagros
atroces” que le ofreció el novelista inglés. “Son los primeros libros que yo leí; tal
vez serán los últimos”, sentenciaba el argentino, quien situaba a Wells casi al
nivel de Edgar Allan Poe y muy por encima de otros grandes autores
coyunturales del género de la ciencia-ficción posteriores, como H.P. Lovecraft.
La génesis de La máquina del tiempo, envuelta en ese aura de sencillez de la que
hablaba Borges, la explicó muchos años después el propio Wells en uno de los
prólogos que escribió para su libro. “En su forma final, salvo algunas enmiendas
de menor cuantía, fue escrita esta obra en una pensión de Sevenoaks en Kent. El
autor vivía entonces totalmente de su profesión de periodista. Pero llegó un mes
en que las cosas se presentaron bastante mal”, refiere el escritor. Aludía a
problemas económicos, derivados de las dificultades para colocar los artículos
periodísticos de tema científico cuya publicación les ayudaba a él y a su pareja,
Amy Catherine Robbins, a medio sobrevivir. Wells recordaba con ternura esa
estancia del primer piso de la pensión y sus largas horas nocturnas escribiendo
bajo las regañinas de la patrona por gastar la escasa luz, mientras intentaba evitar
en vano que el aspecto científico de la obra, la naturaleza del tiempo, acallara el
eco de protesta social que pretendía dar al libro.


Wells reconocía en ese prólogo que una parte del texto, compuesto por 16
capítulos y un epílogo, ya la había utilizado en un artículo publicado en 1893 en
el Henley’s National Observer, aunque entonces no había recibido la atención
que a él le hubiera gustado. En el libro se incluye esa parte como la explicación
que el protagonista de la trama ofrece en su casa a algunos invitados para
referirles lo que él entendía como las bases científicas de los viajes en el tiempo.
La parte segunda, que incluye ese aspecto más sociológico y político, además de
la aventura del héroe de la novela, cuyo nombre nunca sabremos y al que Wells
se refiere sólo como “el viajero a través del tiempo” o el crononauta, “fue la que
se escribió tan precipitadamente en Sevenoaks en 1894”, según contaba con
sorna el autor. Así, añadía, “de una raíz muy profunda brota una historia muy
deshilachada”, inspirada “por las discusiones entre los estudiantes de los
laboratorios y por los debates sostenidos en el Real Colegio de Ciencias en el
Siglo XIX”, en el que Wells había trabajado como profesor.
Esta idea considera al tiempo como una cuarta dimensión que complementa las
tres dimensiones espaciales conocidas. La única diferencia entre la dimensión
tiempo y el resto, tal y como explican el crononauta y el propio Wells en ese
prólogo, “consiste en el movimiento de la conciencia a lo largo de él, que es lo
que constituye el progreso o avance del presente”.
En La máquina del tiempo, Herbert George Wells evita abordar cualquier tipo de
paradoja espacio-temporal que, según la teoría, se presentaría en semejante viaje.
Tal evasión no socava la calidad literaria del libro, sino más bien todo lo
contrario. “Somos incapaces de visualizar una cuarta dimensión, porque requiere
de un salto de la lógica que nuestro cerebro sencillamente no
comprende”, explica el físico Michio Kaku. En este sentido, Wells, que no habla
de agujeros de gusano, saltos en universos multidimensionales, etcétera, da por
sentada la manipulación del tejido espacio-temporal y, sin describir tampoco el
funcionamiento de su máquina, avanza hacia el meollo de la novela, situado en la
escalofriante fecha del año 802.701 de “nuestra era”. Del viaje en sí, además de
narrar someramente los cambios en la naturaleza y la ciudad que percibe sentado
en su artilugio viajero (que tampoco se mueve de donde se encuentra desde un
principio), se limita a indicar que “resulta imposible describir lo que se siente al
viajar en el tiempo. Es demasiado desagradable. Como si uno viajara por un
camino lleno de subidas y bajadas, o como si la cabeza se bamboleara contra
nuestra voluntad”.
En ese remoto futuro, el viajero del tiempo encuentra un mundo muy diferente a
la Inglaterra victoriana de la que partió. Encuentra allí dos razas humanas, los
dulces, bellos e inocentes “elóis”, que viven en la superficie con la única
dedicación de comer frutas y dormir, y los ávidos y astutos “morlocks”,
habitantes del subsuelo, con un aspecto y unos hábitos muy inquietantes. La
relación entre ambas poblaciones, evolucionadas por diferentes sendas del
original ser humano, no esconde cierta morbosidad y augura los peores presagios
sobre el destino que aguardaría a nuestra especie.

Es aquí donde Wells, convencido socialista y antaño fabiano, entiende que la


evolución de la sociedad humana, la que existía en esos años de finales del siglo
XIX, conduciría, por obra y gracia del egoísmo y la ceguera capitalista, a una
creciente diferenciación entre los trabajadores proletarios y la clase burguesa y
pudiente, dominante en un principio de aquellos, para más tarde derivar en
terrible sustento de esa plebe subhumana y “subterránea”. Los dueños y señores
se convierten, así, en inocentes inútiles, presas de sus antiguos sirvientes y
esclavos. En un ambiente de ausencia de amenazas, de enfermedades o de la
necesidad de trabajar, “los que llamamos débiles están igual de bien equipados
que los fuertes para sobrevivir; de hecho, dejan de ser los débiles e incluso están
mejor preparados”, dice el crononauta. Con el tiempo, el ser humano “superior”,
que antaño se había conformado con vivir a costa del esfuerzo de sus congéneres
“usando la necesidad como excusa”, había encontrado en esa misma necesidad el
peor de sus castigos. El avance de la civilización hacia la paz perenne y la
ausencia de las enfermedades no habían derivado en el avance de la especie, sino
todo lo contrario. “Me afligió pensar cuán breve había sido el sueño de la
especie humana”, se lamenta el viajero del tiempo.
Han sido muchos, legión, los autores que continuaron el sueño de Wells y
abordaron en el último siglo el tema del viaje en el tiempo, desde Isaac
Asimov a Ray Bradbury, de Philip K. Dick a Poul Anderson, de Robert
Silverberg a Richard Matheson, Arthur C. Clarke, o Stanislaw Lem, por citar sólo
un puñado.
El relato de Wells también ha sido llevado al cine. La primera ocasión y la más
destacada en 1960, por George Pal, bajo el título español de El tiempo en sus
manos y con una sorprendente fidelidad a la historia de nuestro autor. En 2002,
Simon Wells, descendiente del escritor, dirigió su propia versión, pero esta vez la
locura de Hollywood y sus extravagancias fílmicas hicieron irreconocible la obra
de H.G. Wells.
Es preciso destacar una proeza narrativa llevada a cabo en los últimos años bajo
la inspiración directa de Wells y de su máquina del tiempo. Se trata de la
“Trilogía victoriana” desarrollada por el escritor gaditano Felix J. Palma bajo los
títulos El mapa del tiempo (2008), El mapa del cielo (2012) y El mapa del caos
(2014). Este autor se ha convertido en todo un referente novelístico a nivel
internacional y mundial gracias a su “complicidad” con Wells. Palma reconoce
que Wells no fue el pionero en el género de la ciencia-ficción, pero sí fue el autor
que lo independizó e inauguró el subgénero de los viajes temporales, tras eclipsar
a sus balbuceantes predecesores. Wells, afirma Palma, “escribía con la vista
puesta en el futuro”; Wells, subraya el escritor español, al margen de sus ideas
sociales, “escribía Ciencia-Ficción”. Así, con mayúsculas.

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